Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.
Eugenia Valdez
EL PIRATA QUE NO QUERÍA SERLO
El singular capitán de un barco pirata emprende con su tripulación su última hazaña como el terror de los mares. En el barco hay diversos personajes muy peculiares. Sobras es el único que sabe leer, además del capitán; su comida favorita son los restos de días anteriores, los guarda bajo su almohada para consumirlos en tiempos de escasez. Junto a Sobras está Anna, lo cocinera más aventurera de los siete mares. ¿Podrá salvar a la tripulación en una última aventura llena de intrigas y de misterio? Al final te llevarás una enorme sorpresa.
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Eugenia Valdez Ilustraciones de Andrea López
Eugenia Valdez Ilustraciones de Andrea LĂłpez
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El pirata que no quería serlo D.R. © De esta edición: 2015, Editorial Santillana, S.A. 26 avenida 2–20 zona 14 Ciudad de Guatemala, Guatemala, C.A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. El Pirata que no quería serlo fue escrito por Eugenia Valdez Chamalé e ilustrado por Andrea López. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Las características gráficas de la colección son obra de Álvaro Sánchez. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo fue realizada por Julio Santizo Coronado. Corrección de pruebas: Inés Vielman. Diseño de cubierta: Andrea López. Coordinación de arte: Sonia Pérez Aguirre. Diagramación: César Adolfo Quemé Juárez. Primera edición junio de 2015 Primera reimpresión noviembre 2015 ISBN: 978-9929-713-97-0 Impreso en Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.
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Capítulo uno (El capitán)
Después de un largo y reparador baño de agua tibia y sales relajantes —razón única por la que efectuamos el último viaje a la India en medio de todo tipo de dificultades—, me sentía completamente limpio y listo para impartir un par de órdenes a la no tan limpia tripulación, que parecía querer amotinarse en los últimos días. Me detuve unos segundos para observar la figura que el espejo me devolvía, y con arrobo me deleité viendo mi barba acomodada con mi preciado peine de marfil. Pasé buscándolo días enteros entre los desordenados mercados indios y, cuando
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por fin lo encontré, me topé con una situación que tenía los tintes de un verdadero rompecabezas: el hermoso peine color ámbar tenía un valor de tres rupias. Cuando revisé mi monedero de seda fina, solamente llevaba… ¡tostones! (si algunos de ustedes no los conocen, son piezas de oro que sirven como la moneda pirata oficial). Era necesario, entonces, realizar la conversión si quería quedarme con ese peine de cerdas tan finas que arrancarían hasta las esperanzas de los piojos de proliferar en mi cabello. Después de pensarlo un poco, recordé que una rupia es lo mismo que ocho tostones. Entonces, si ese peine reluciente como el Sol costaba tres rupias, necesitaba tres montoncitos de ocho tostones cada uno. Rebusqué en mi monedero y, tras registrarlo en busca de tostones, únicamente logré reunir tres montoncitos. No fue tan sencillo como parece, porque convencer al muchacho indio de que no se quedaría sin un tostón
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menos fue una tarea casi titánica. Contamos juntos los montoncitos de las monedas. —Vamos, hijo. Ven acá. Voy a explicarte — le dije mientras le pasaba el brazo sobre los morenos hombros—. El primer montoncito tiene ocho tostones. ¿Quieres contarlos tú para mayor seguridad? — sugerí. El muchacho asintió con una mueca de duda. —Un tostón, dos tostones, tres tostones, cuatro tostones, cinco tostones, seis tostones, siete tostones y ocho tostones —contó, ya un poco más relajado. Esto lo hizo también con los otros dos montoncitos. Teníamos, pues, tres montoncitos de ocho tostones. —Entonces —le expliqué—, tres por ocho nos da un total de 24 tostones, ¡que es exactamente el mismo valor de las tres rupias que tú me pides! Al muchacho se le iluminó la cara al haber comprendido, y con una sonrisa me entregó mi deseado peine, con el que definitivamente podría cepillar mi ca-
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bello con la confianza de la profunda limpieza que me proporcionaría. Me dirigí al barco, que estaba anclado en el puerto de Bombay, con paso decidido y sintiéndome muy satisfecho por mi nueva adquisición. Definitivamente la vida no podía ser mejor. O al menos eso creía en ese momento. Me calcé las botas de cuero negro, guardé mi daga y me ceñí la pesada espada al cinto. Revisé también que a los costados tuviera mis dos revólveres. Antes de salir tuve que hacerle caso a la vanidad —que en público trataba de ocultar— y vi lo tremendamente bien que resultaba todo en conjunto. Salí. Era una noche fresca y con aire ligero, que se prestaba justamente para el siguiente asalto a una fortaleza francesa. Ya la habíamos elegido: sería el castillo de Deauville. Tuvimos que desandar un gran trecho navegando cerca de las costas africanas y rodeando el
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continente hasta llegar a Portugal. Una vez allĂ, nos habĂamos lanzado a las costas francesas, frente a las cuales estĂĄbamos esa noche.
Capítulo dos (Sobras)
Los muchachos piratas y yo estábamos esperando al capitán, quien tenía mucho tiempo de estar encerrado en su cuarto. En lo que esperábamos me dio un ataque de estornudos: estos hicieron que de mi pelo enredado cayera un pedazo de pollo del almuerzo… de hace dos días. ¡Aún sabía delicioso! Mi gusto por los restos de comida de días atrás motivó a mis compañeros a apodarme Sobras. —¡Estoy tan cansado del viaje a la India! —decía un compañero bajo y gordo, con la nariz llena de viruela—. Tantas millas navegadas. ¿Y para
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qué? ¡Para conseguir unos polvos de maquillaje, sí, unos polvos de maquillaje que el capitán quería! —¿Millas? ¡Kilómetros! —gritó desde la otra esquina el pirata al que apodaban Perro Azul. Eso me llamó la atención. Y en un pequeño atadito de pergamino apunté, luego de pasarme la vieja y gastada pluma por la lengua (para que agarrara color): «Millas y kilómetros son distintos, pero sirven para medir la distancia de un puerto a otro». Guardé rapidito mi montón de apuntes que tomaba cuando algo me llamaba la atención. Porque, si los demás se daban cuenta de que escribía, comenzarían a molestarme y tal vez hasta tirarían mis notas. Pero, como les decía, después del larguísimo viaje y los fríos que nos tocó aguantar por semanas, los huesos nos dolían a todos y no dejábamos de quejarnos sin que el capitán escuchara. Unas noches antes, todos los piratas nos reunimos en la bodega. Todos estábamos apretados y
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olíamos mal porque no nos gustaba bañarnos y perder el tiempo en cosas que a nadie más importaban —excepto al capitán, claro está. La bodega era pequeña, pero nos acomodamos lo mejor que pudimos: un codo por acá, una rodilla por allá. ¡Un fastidio! Yo no quise decir nada porque apenas llevaba unos meses en el barco —me subí en el cabo de Buena Esperanza, en el sur de África, cuando iban en dirección a la India—, pero ya había escuchado los chismes de que el capitán tenía unas «costumbres muy extrañas». El tema del que íbamos a hablar esa noche era muy serio. Parece que los muchachos querían amotinarse y quitarle el barco al capitán.
Capítulo tres (El capitán)
Al fin, después de tantos preparativos, logré despegarme del camarote y salir a la cubierta, que aparentemente estaba desierta. Me aseguré de poner en mi cara un rictus feroz —siempre cuidando que me viera atractivo porque, ¡vamos!, uno nunca sabe quién esté viendo— y me dirigí a popa, al timón del navío. El Tuerto era el encargado de la navegación, tarea que llevaba a cabo de forma admirable. Como su apodo indicaba, su vista no era precisamente aguda. Sin embargo, cada vez que se lo veía navegando, se notaba su experiencia, que bien
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podría confundirse con intuición; lo importante es que nunca nos perdíamos. Recuerdo una vez que incluso yo —¡el horror, el capitán!— estaba confundido. Nos dirigíamos hacia Papúa Nueva Guinea, una isla en Oceanía. Calculé que nos quedaban unas 2 673 millas, así que fijé el sextante1. Todo tan tranquilo, todo tan bien que ya me disponía a bajar a mi cuarto, cuando el Tuerto quiso ver aquel instrumento. Escandalizado, me dijo que esa no era la distancia correcta. —¡Capitán! Las millas en el mar no son las mismas que en la tierra. Las millas náuticas son un poco distintas, pero distintas al fin. No sabía dónde esconder la cara. Los rizos no me sirvieron de mucho porque esa mañana llevaba una coleta que los recogía justo detrás de mis orejas. Casi susurrando, le pedí que me explicara la diferencia entre millas y millas náuticas —bajo pena de despido si comentaba con alguien más el asunto. 1 El sextante permite medir la elevación del Sol u otra estrella respecto al horizonte para establecer la latitud norte o sur respecto al ecuador.
—Vea, capitán —me dijo—: una milla náutica equivale a 1.151 millas terrestres. Fue todo lo que necesité para hacer la conversión: si cada milla náutica equivale a 1.151 millas terrestres, ¿a cuántas millas náuticas equivaldrían 2 673 millas terrestres? Tan simple como una regla de tres. Saqué mi cuaderno y apunté: «1 milla náutica». Justo a la par anoté su equivalente: «1.151 millas terrestres». Debajo de 1 milla náutica coloqué una X. En este caso, X es el número del valor
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que deseo encontrar. Mi siguiente paso fue trazar una línea horizontal y a la par de esta escribí 2 673 millas terrestres, de manera que esta cantidad quedó debajo de 1.151 millas terrestres. La regla de tres dice que para obtener el valor de X debo multiplicar, de manera cruzada, los extremos; es decir, 1 * 2 673, y luego dividir por el término que queda suelto: 1.151. Para asegurarme de que iba en la dirección correcta, le mostré al Tuerto mi procedimiento y le recordé que debía mantener la discreción. Él inclinó su cabeza hacia arriba y hacia abajo en señal de afirmación. Por lo tanto, multipliqué (1 * 2 673) dividí por 1.151. La distancia que debía fijar en el sextante era, entonces, de 2 322.33 millas náuticas. Regresando a nuestra noche, me asomé sobre la espalda del Tuerto para ver la oscuridad de enfrente. Como me acerqué lo suficiente, el olor de varios días sin una evidente ducha lastimó mi nariz. No pude evitar una pequeña arcada de asco —y
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ojalá no se me haya pegado ningún piojo, porque soy capaz de mandarlos a rapar a todos—, lo que hizo que el Tuerto se percatara de mi presencia. —¡El viento sopla esta noche! —exclamé para iniciar la conversación con él, pero lo único que obtuve por respuesta fue un gruñido en voz baja. —Querido Tuerto, ¿debo insistir en que mejores tus hábitos de limpieza? Desde acá puedo ver que tu ropa es la misma de hace dos semanas —le dije. A él no pude sacarle nada más que otro sonido de fastidio y quizá algunas quejas en voz baja. Iba a dejarlo así, pero recordé que después de todo yo era el capitán del barco y, como tal, debía hacer que se me respetara. —¿Tienes algo qué decirme? —pregunté serio, mas no enfadado, a lo que el interrogado respondió con un seco «no». Entonces me armé de valor y, con toda la furia que pude ensayar, lancé
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un bramido que hizo salir a los demás marineros de todos los rincones: «¡Se dice: “No, mi capitán”! ¡Y si alguien más quiere pasarse de insolente conmigo, es mi deber recordarles que existen los grilletes y que el océano es profundo!». Cabe decir que no me agrada ejercer ese tipo de autoridad con los muchachos. A pesar de ser piratas —unos muy sucios—, en el fondo son rescatables. Honestamente, me ahorró en ese momento la pesada tarea de desplazarme por el barco de 52 metros de longitud por 12 de manga o anchura. Si 3.28 pies equivalen a un metro, ¿cuántos pies mide mi barco? Para convertir la cantidad a pies, utilicé nuevamente la regla de tres, la misma que me auxilió al convertir millas terrestres a millas náuticas. Anoté en mi cuaderno «1 metro» y tracé una línea horizontal. A la par de la misma escribí «3.28 pies». Debajo de «1 metro» apunté «52 metros». Dibujé una línea y a la par escribí una X, que quedó debajo
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de 3.20 pies. En este caso, X representa la cantidad que deseo encontrar. Para continuar, multipliqué los extremos: (3.28 * 52). Para encontrar el valor de la X procedí a resolver la multiplicación: 3.28 por 52 es igual a 170.6 pies. El divisor en este caso es el 1, ya que es el término que queda suelto así que 170.6 dividido entre 1 es el valor de X. Para convertir la anchura repetí el mismo procedimiento, pero en lugar de 52 escribí 12. De tal modo que anoté 1 metro con su línea horizontal. A la par de la cual puse 3.28 pies. Debajo de 1 metro apunté 12 metros, tracé una línea horizontal y a la par de la misma coloqué la X. Multipliqué 3.28 * 12. Mi resultado final fue 39.37 pies de manga, dividido entre 1, lo que es igual a 39.37 pies. Muchos lo ignoran, pero la brisa del mar hace que los rizos se esponjen. Después, mantenerlos en su lugar es un tedio del tamaño de dos. Así que, como dije, el bramido los juntó a todos en popa, y, por lo
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menos en ese momento, mis rizos se quedaron en su lugar.
Capítulo cuatro (Sobras)
La noche cuando hablamos sobre amotinarnos no soplaba para nada el viento, lo que significaba que no podíamos escuchar si alguien se acercaba, a menos que la madera del barco crujiera. Entonces, todos juntos en la bodega nos pusimos a hablar bajito. ¡Qué digo «nos pusimos»! Se pusieron a hablar bajito. Yo solo escuchaba. Lo que sí es cierto es que había llevado un saquito con la comida de hacía 13 días. Empezaba a saber raro, pero tenía hambre y no me importó. La reunión estaba la mar de interesante, y desde mi esquinita oscura podía ver las caras de todos los demás.
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El primero en hablar fue el grande, musculoso, fuerte y pelirrojo Halcón Rojo. —No sé qué pensarán ustedes, pero esto de pasar días enteros fregando el piso del barco y sacudiendo polvo por todos lados me está cansando, dijo. Todos expresaron que estaban de acuerdo, que estaban cansados, que aquí, que allá… —Yo propongo —dijo el gordo con la nariz picada de viruela y que se llamaba Juan— que todos nos organicemos y removamos al capitán de su puesto. «Claro, eso podría ser fácil», pensé, mientras me sacaba una espina de pescado de entre los dientes. Pero después empezarían a pelear sobre quién se quedaba con el puesto. Y esa era una de nunca acabar. De todos modos, se acordó hacer una encuesta para saber qué opinaban los muchachos. Éramos 30, y por lo tanto, mayoría. Así que todos opinamos que era suficiente para representar a todo el barco. Yo me abstuve de votar.
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Dijeron que estaban de acuerdo con el motín y con que debía llevarse a cabo unas cuantas noches después del último asalto a la fortaleza francesa, que tendría lugar unos tres días después, si todo iba bien y si seguíamos las indicaciones del sextante. Se acordó que se apresaría al capitán mientras dormía o tomaba uno de sus baños extraños, y luego se decidiría qué hacer con él. A mí me dio sueño, así que me acurruqué mientras todos hablaban. Era extraño que lo hicieran tan callados, pero ¡como se trataba de no delatarse! A mí me daba igual quién terminaría siendo el nuevo capitán, siempre que hubiera comida y ron disponibles. Más comida que ron. Y siempre que me dejaran dormir. Pero algo me llamó la atención: mientras le limpiaba la tierra al último pedazo de galleta que se me había caído al suelo, vi que la puerta de la bodega estaba un poquito abierta y entraba la luz de
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la Luna. Entonces creí ver la cara de una mujer que estaba escuchando en silencio toda nuestra reunión. Cerré los ojos fuertemente y, cuando los abrí, ya no estaba. Creí que era a causa del hambre que veía cosas. Y a los dos segundos se me olvidó.
Capítulo cinco (Anna)
A mí no me gustaban nadita de nada las cosas que escuchaba cuando les servía a los muchachos la comida. Como cocinera de un barco pirata, pocas cosas me sorprendían. Pero es que ¡teníamos un capitán tan bonito y amable! Y los sucios holgazanes esos no estaban a gusto. Bien me había dicho mi mamá: «Piénselo bien, hija, porque eso de trabajar en un barco es difícil. Primero, están los mareos, con los que no se puede probar comida; después, los secuestros, y usted puede terminar trabajando para bucaneros, corsarios o, peor aún, piratas». Y yo desde el principio sabía que
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quería irme a trabajar con los piratas: siempre con hambre, siempre había para quienes cocinar. Ahora lamento no haber escuchado a mi mamita. ¡Cómo iba yo a saber que eran todos unos sucios y desarreglados y que encima preferían el ron antes que la comida! Yo era la única mujer en el barco y tenía que lidiar sola con aquella bola de inadaptados. Parecían todos unos náufragos. Pero todo era más difícil cuando estaba presente el papá del capitán. Ese sí daba miedo. Era igual de alto que su hijo, pero usaba un sombrero de ala ancha que le cubría casi toda la cara. Y, cuando se preparaba para robar, le encendía unas mechas largas largas para dejar humo a su paso y para que todos los demás nos asustáramos. ¡Créanme que lo lograba! Le decían Barbanegra. En fin. Una noche, cuando ya casi había terminado mis tareas de la cocina: lavar todas las ollas, los platos, recoger todos los vasos, guardar
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el ron (que apenas sobraba), me pareció de lo más raro no escuchar los gritos y el lenguaje marinero de siempre. Todo estaba calladito. Algo raro pasaba definitivamente. Con todo el miedo del mundo, busqué a los muchachos en el barco y, aparte de Yaman, el árabe que movía el timón de izquierda a derecha, no había nadie. Ni siquiera el vigía, que debía estar en el descansillo del palo mayor. «Bueno —pensé—, de seguro todos se quedaron dormidos de lo borrachos que estaban. Voy a bajar a la bodega a traer una escoba porque, como siempre, el piso del comedor está hecho un asco». Bajé las gradas. Eran viejas y de madera. Cada paso que daba sonaba en todo el barco. O al menos eso creía. Cuando me acerqué a la bodega escuché voces dentro. Decidí acercarme lo más despacio posible. Abrí un poco la puerta y, cuando vi el interior,
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entonces sí que me sorprendí. Hablaban de sacar de su puesto al capitán. ¡Al capitán! Yo no quería regresar a los jaloneos, a las frases de marineros, a que me trataran mal. ¡Eso no! Algo tenía que hacer. Así que me di la vuelta y me fui dispuesta a contárselo todo al capitán. Cuando terminé de voltearme, me topé de frente con unos ojos grandes y rojos que me miraban amenazantes. Por poco grito del susto, cuando una mano morena como chocolate me tapó la boca y entonces pude ver quién era. Se trataba de Yaman.
Capítulo seis (Sobras)
Pasaron cuatro días cuando por fin llegamos a costas francesas. Seguimos las indicaciones del sextante, pero la falta de viento durante la noche de la reunión atrasó un poco nuestra llegada. Nosotros aún no teníamos idea de que ya habíamos llegado al castillo. En realidad, teníamos sueño, seguíamos cansados y la noche anterior nos habíamos dormido tarde jugando cartas y apostando los doblones que ya casi no teníamos y la comida que guardábamos —aunque nadie por tantos días como yo—. Un par de peleas por aquí, abrazos por allá y el ron, que no faltaba. Precisamente, en algún
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momento de la noche, Perro Azul y Morgan (el de la pata de palo) se pelearon porque Perro Azul había apostado tres pedazos del pastel de queso de esa tarde y Morgan alegaba que había apostado seis. Era difícil decir quién tenía la razón, ya que los trozos de pastel de Morgan eran más delgados. Se podía decir que dos porciones del pastel de él equivalían a una de las de Perro Azul. ¿Que cómo sé yo esto? No le cuenten a nadie, pero sé un par de cosas. Morgan tenía 4/8 del pastel de esa tarde, mientras que Perro Azul tenía 1/2 del mismo pastel. ¿Se dan cuenta? ¡En realidad tenían lo mismo! Las partes de cada uno eran equivalentes. Vean, 4 es la mitad de 8, del mismo modo que 1 es la mitad de 2 —lo que significa que 4 tiene más de dos divisores—, y el divisor más pequeño es 1. Lo mismo sucede con el 8; y el divisor más pequeño es 2. ¡Listo! Ahí lo tienen: ¡1/2 equivale a 4/8, lo que significa que cada uno tenía la mitad del pastel!
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Como decía, esperábamos al capitán, quien se tardaba en su camarote haciendo no sé qué cosas. Las espadas, los alfanjes, los mosquetes y los revólveres pesaban que era un gusto. Como no había modo de que saliera el susodicho, decidimos relajarnos en la proa. Acostados sobre las tablas, nos sacábamos los piojos mutuamente. Si alguno tenía la suerte de desenredar alguno vivo de entre los nudos que no se desenmarañaban, era todo un acontecimiento llevárselo a la boca y escuchar cómo crujía entre los dientes. Poco nos faltaba para quedarnos dormidos cuando, de pronto, un grito del capitán nos hizo saltar del suelo y correr adonde él se encontraba para recibir órdenes. Se me hizo muy chistoso que hablaran de amotinarse cuando la sola vista del capitán enojado los hacía temblar (y a mí con ellos). —¡Espero que estén listos! No quiero demorarme para revisar si sus armas y mentes están sufi-
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cientemente preparadas y alertas —dijo en cuanto nos vio aparecer corriendo. Nadie se atrevía a llevarle la contraria cuando estaba de mal humor, y ¡ay de aquel que lo viera mal en los preparativos de un asalto! Halcón Rojo era el único tripulante que podía acercarse y bromear un poco con él. Había un nivel de confianza que no se destruía aunque uno fuera sucio y el otro amara la limpieza de forma rara. Pero esa noche pasó algo extraño, algo que, con las prisas de recibir las instrucciones y preparar el ataque, a nadie pareció importarle: que el capitán cortó de entrada las bromas que Halcón Rojo intentó hacerle. No estaba de humor.
Capítulo siete (El capitán)
Me dirigí al balcón del castillo en la proa. Observé cómo la tripulación salía perezosa de allí y trataba de evitar —algunos sin lograrlo— la mesana y el trinquete del barco. Ah, me sentí tan molesto. No solo sucios y haraganes, sino que encima osaban discutir, bajo mis narices —bien sonadas y limpias, eso sí; porque el bigote ¿sigue acicalado?; sí—, la manera de removerme de mi puesto. Anna había ido a mi camarote a hablarme dos días antes de aquella noche. La encontré exaltada y casi se desmaya, de no ser porque Yaman la sostenía fuertemente por la cintura. Tuve que
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sentarla en mi silla favorita de terciopelo rojo —y esperar que se hubiera bañado para que no la ensuciara— para escuchar lleno de sorpresa las palabras que salían de su boca. No podía —o no quería— creerlo. ¡Motín! ¡Insubordinación! Mi comportamiento era el mejor posible: trataba de ser amable y de darles a todos oportunidades de superación, de ser algo más que simples piratas. ¡Y hablaban de traicionar mi confianza! Creo que no les he mencionado que mi linaje es uno de grandes piratas filibusteros. Mi padre, Barbanegra, fue el terror de los mares hasta que le pusieron precio a su cabeza los pesados ingleses. Bonny, mi mamá, había sido la primera mujer pirata aceptada en un barco, y sus habilidades con la espada eran inigualables. Con un poco de práctica llegué a aprender de ella. Y con el paso de los años pude superarla.
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Mi tío en segundo grado era Barbarroja. Lástima que terminó convirtiéndose en corsario, es decir, un pirata con autorización legal para atacar y robar. Mi mamá y mi papá eran muy parecidos, lo que hacía la vida en pareja ligeramente insoportable. Por eso decidieron embarcarse en direcciones diferentes, y yo me quedaba por temporadas en el barco de él y otras en el de ella. Fue con ella con quien conocí a mi padrastro, Calicó, quien puso de moda las banderas Jolly Roger, esas de color negro, con calaveras y espadas cruzadas debajo. Sí, tenía un largo linaje de piratas que me respaldaban. Sin embargo, una simple tripulación quería arrancarme de allí. No era que yo amara demasiado la vida de pirata, pero me molestaba sobremanera su atrevimiento. Yo podía ser igual de feroz que mis antecesores. Eso ya se lo demostraría. Agradecí a Anna y Yaman por la información y les rogué que nada de eso saliera de mi
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camarote. Ya sabría yo cómo conducirme y manejar a la tripulación. Por eso, cuando al juntar a los muchachos advertí que Halcón Rojo iba a comenzar con sus pesadas bromas de siempre, le lancé también una mirada fulminante y lo invité a guardar silencio. —¿Ya tienen listos los cañones? —pregunté. Era necesario que todo estuviera en su punto: los franceses iban a defender la fortaleza de Deauville con todas sus fuerzas. Las instrucciones que les di fueron precisas: era necesario ejercer presión, pero sin llegar a tanto. Unas cuantas sogas y unos cuantos nudos para dejarlos amarrados y tomar lo de valor, siempre lo necesario para cubrir nuestras necesidades y un poco más, pero sin llevárnoslo todo. El barco iba a quedar a cargo de Anna, porque ella tenía todos los conocimientos necesarios para manejarlo en caso de que las cosas salieran mal. Esas decisiones mías, de conservar a una mujer a bordo y enseñarle lo necesario sobre navegación,
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habían causado revuelo entre la tripulación masculina. Pero, después de todo, ¿acaso no era necesario que todos en el barco supieran cómo actuar en caso de urgencia? Abordamos los botes, y cada marinero estaba a cargo de un remo, excepto yo. ¡Claro! Como capitán, remar iba a dejarme impresentable, y era algo que no podía permitirme cuando los franceses me vieran por primera vez. ¿No han escuchado que la primera impresión es la más importante? Los remos iban cortando el agua negra como la noche. Apenas se escuchaba cómo removían el oleaje. Poco a poco nos acercamos a la costa. En un recodo de la playa dejamos los botes para no evidenciar nuestra presencia, y caminamos, silenciosos como gacelas, a la primera parte de la fortaleza francesa. Otra cosa debo reconocerles a los muchachos. Y es que, con un poco de disciplina, se han
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vuelto todos unos profesionales en lo que hacen. Estaba orgulloso de ellos, aunque en el fondo quisiera que usaran ese potencial en algo más constructivo. El único guardia que cuidaba la fortaleza fue atrapado antes de que lograra parpadear. Los muchachos lo metieron en un saco —que pedí que limpiaran antes, porque los sacos guardan mucha mugre y a nadie le gusta la mugre— y listo. Estábamos dentro. Entonces, un chispazo de luz y un sonido ensordecedor me dejaron aturdido por completo. No entendía muy bien qué era lo que pasaba, pero sentí que Sobras, el nuevo de la tripulación, me hacía por detrás y me llevaba al resguardo de una columna de piedra de apariencia pesada. Cuando recuperé el sentido, veía piedras volando por los cielos y los gritos eran insoportables. Veía a mis muchachos con las espadas desenvainadas y otros con los mosquetes y revólveres humeantes.
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Estaba mĂĄs que claro. Nos habĂan tendido una trampa: era una emboscada.
Capítulo ocho (Anna)
Desde el barco podía ver los chispazos de luces de la pelea que entablaban los muchachos en tierra firme. Mientras ellos peleaban, yo solo podía pensar que la comida que teníamos no iba a alcanzarnos más que para un par de días y en que, si no hacíamos algo pronto, los insolentes piratas iban a empezar a beber más ron y a portarse mal. La mezcla del ron con el hambre no es buena, me decía mi papaíto. Bajé a la despensa para revisar una por una las estanterías de comida. No era que creyera que la tripulación mereciera un banquete —después de todo estaban pensando amotinarse—, pero sabía
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que, si el hambre los atacaba, las cosas se podían poner peor. En la primera alacena había 2/6 de un costal de harina. «No es suficiente», pensé. Para el pastel necesitaba el costal de harina completo o no iba a quedar bien. Así que seguí buscando en las demás estanterías y me topé con un saquito en el que apenas había un poco de harina. De todos modos decidí unirla con la del costal y, por suerte, ahora tenía 3/6 de este. ¡La mitad! Me sentí feliz por haber encontrado lo que para mí era parecido al tesoro que buscaban en tierra, y unos cuantos centímetros al lado de la estantería de en medio había una gran caja de lata con un montón de la misma harina. «Yo no sé qué pretenden los piratas con esconderme las cosas», refunfuñé. «Como si no se pusieran como fieras cuando les falta la comida», terminé de decir, mientras intentaba cargar la caja de lata. Y digo
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«intentaba» porque estaba tan pesada que terminé arrastrándola los centímetros de regreso al costal. Vaciarla me llevó varios minutos, mientras realizaba esta tarea, escuchaba afuera los disparos, los choques de espada y unos cuantos gritos. Me dio escalofríos imaginarme lo que pasaba en la costa. Y en eso pensaba cuando me di cuenta de que la lata estaba vacía, mientras que el costal se sentía más lleno. «¡Cinco sextos!», grité emocionada. Ya solo era cuestión de un poquito más de harina y estaríamos listos. ¿Estaríamos? ¿Quién más me ayudaba a mí, la pobre Anna, a cocinar? ¡Estaría lista! Entonces recordé al joven tripulante nuevo, el que se había subido en África, en el cabo de Buena Esperanza, y en su manía de guardar la comida. Ya que estaba sola en el barco caminé hasta las literas de los marineros, y el olor que sentía allí era desagradable. Se me metió en la nariz, y creo que pasé
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unas cuantas horas sintiendo el hedor, aun cuando me puse a cocinar y el pastel empezaba a cocinarse en el horno de leña del barco. Porque, como podrán adivinar, al lado de la cama de Sobras había mucha comida de varios días. No me costó adivinar cuál era su cama, porque, de todas las camas que olían mal, la de él era la peor. ¡Cómo no! Si debajo de la almohada había guardado un filete de pescado. «¿Cuándo fue la última vez que cociné pescado?», me pregunté, mientras me tapaba la nariz y agarraba aquella cosa desagradable con dos dedos. «¡Uf! ¡Eso fue hace un mes, más o menos!», grité, mientras tiraba el pescado, que hizo una elipse hasta llegar al suelo. Así, aun con los dedos tapándome la nariz, seguí buscando y encontrando, con asco, todo tipo de sobras. Ya iba a darme por vencida cuando de pronto… ¡al fin! El sacrificio había valido la pena. Había encontrado en otro saco una verdadera mon-
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taña de harina. Antes de bajar de nuevo a la despensa me acerqué a la cubierta a echar un vistazo a los muchachos. La verdad es que no se veía nada claro. El humo había subido, y yo solo lograba medio ver las sombras cuando disparaban los cañones y se iluminaba la oscuridad. De pronto, un golpe sacudió el barco y sentí cómo se me desarreglaba el pelo, ya que perdí el equilibrio por andar buscando la harina. «¡Qué pensaría el capitán si me viera así de despeinada!», me lamenté. Pero salí más corriendo que andando antes de que me volvieran a asustar. O peor: antes de que en un nuevo intento me dieran directito y, ¡pum!, cayera despanzurrada por la proa del barco. La buena noticia es que, cuando al final junté toda la harina, los cañonazos dejaron de escucharse y yo tenía el costal ya lleno —esto es, 6/6—, y me quedaba suficiente para llenar un tercio del saco del Sobras.
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Me disponía a buscar de nuevo un poco de aquel polvo para hornear, cuando escuché que se acercaban los botes y, después, que los muchachos empezaban a subir al barco. Muchos de ellos se quejaban como histéricos (es que eran todos unos dramáticos). Entonces subí corriendo y me topé con una tripulación bastante desaliñada, con unos cuantos heridos (aunque nada tan grave) y con algunos prisioneros. El capitán venía negro del hollín de la batalla, pero su pelo, para mi sorpresa, seguía en su lugar. Por suerte, según me dijo, habían ganado la batalla. Pero solo por suerte, ya que alguien había corrido la voz de que había un soplón entre nosotros.
Capítulo nueve (Sobras)
La pelea por el tesoro del castillo francés —«¡Deauville!», me gritaba el capitán; «¡se llama Deauville, por todos los santos!; ¡aprende a expresarte bien!»— fue más difícil de lo que todos esperábamos. Creíamos que era cuestión de entrar, amarrar, saquear y regresar por donde llegamos, pero el pequeño ejército de franchutes nos estaba esperando. No sé cómo es que todos logramos salir sin rasguños de esa. Bueno, sí lo sé. El capitán, después de haberse quedado un poco sonso por el primer cañonazo de nuestro enemigo, se sacudió el pol-
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vo (tan delicado él) y mostró un terrible genio que nadie había visto antes. Sentimos mucho miedo, pero, luego de que nos vimos en tal aprieto, no nos quedaba más que hacerle caso y adoptar nuevas posiciones de batalla. —¡Es menester que la avanzadilla se posicione en forma pentagonal! —nos ordenó. Pero la verdad es que nadie le entendía nada, y los franceses se acercaban. Nuestra cara de perdidos hizo que el capitán hablara con voz de desesperación y dijera: —En cuanto volvamos, si es que volvemos al barco, será necesario que hablemos de estrategias. Luego preguntó: —¿Cuántos piratas tenemos a nuestra disposición? —a lo que empecé a contarlos. Conmigo sumábamos 30. —Muy bien —dijo el capitán—. Necesito dos grupos de 13 marineros cada uno. Cuatro marineros forman un cuadrado: Sobras, Yaman, el Tuerto y Halcón Rojo se posicionan en cada uno de
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los extremos. Sobras (izquierdo) y Yaman (derecho) son los extremos superiores; el Tuerto (izquierdo) y Halcón Rojo (derecho) son los extremos inferiores. Perro Azul se para frente al cuadrado, pues es la punta superior del pentágono. Sobras, el extremo superior izquierdo del cuadrado, se mueve tres pasos hacia su izquierda. Luego, Yaman, quien es la esquina superior derecha del cuadrado, se mueve tres pasos hacia su derecha —decía, mientras nos jaloneaba y nos colocaba en posición—. Veamos, los ocho restantes se reparten en los lados de la siguiente forma: dos entre Tuerto y Halcón Rojo; dos entre Yaman y Halcón Rojo; dos entre Sobras y el Tuerto; uno entre Yaman y Perro Azul; y uno más entre Perro Azul y Sobras. El siguiente pentágono simplemente copia al primero. Y, como éramos 30 (y cada grupo tenía 13), en los polígonos había 26 marineros. Sobraban cuatro marineros, entre ellos el capitán. Estos cuatro
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decidieron ubicarse uno enfrente de cada avanzadilla y uno detrĂĄs para cerrar un rectĂĄngulo, de modo que al final quedamos los 30 asĂ:
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Con tal formación, ningún francés podría detenernos. Al menos eso es lo que el capitán nos dijo y lo que, después de un par de horas, pudimos comprobar: después de tanto trabajo, empezamos a ver un cambio. Los franceses eran menos, y nosotros seguíamos todos en pie. Así avanzamos, y cada francés fue siendo sujetado uno por uno. Al final estábamos completos los 30 piratas, mientras que de los 50 franceses habíamos derrotado a 42. Ya solo quedaban 8, y con las espadas rotas, y cuando nos vieron aparecer no pudieron hacer otra cosa que rendirse. ¡Estábamos muy contentos! No nos importaban los golpes ni nada de eso. Habíamos vencido y nos esperaba un gran tesoro en el fondo del castillo. Ya casi no teníamos fuerzas, porque todas nos habían abandonado luego de pelear contra los franceses, pero la idea de llenar nuestras manos con riquezas nos emocionaba más que las botellas
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de ron que casi se acababan en el barco. Y a mĂ, especialmente, me emocionaba mĂĄs que la reserva personal de comida que me esperaba cerca de mi cama. ÂĄEl gran tesoro en el fondo del castillo!
Capítulo diez (El capitán)
Fue una batalla dura y cruenta. Por momentos llegué a creer que allí acabaría mi carrera de pirata y que tendría que enfrentarme al castigo de los mandatarios franceses. Y temí por mi seguridad y por la de los muchachos de la tripulación. Atrás quedaron los resentimientos por la noticia del motín, y en su lugar quedaron las ganas de salir de aquel embrollo y tal vez dialogar —si acaso era posible— con ellos. Al fin y al cabo eran mis muchachos. Así que, cuando sacudí la cabeza y me volvió el sentido, me despejé del aturdimiento y me propuse idear
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un nuevo plan lo más rápido posible. Por mi mente pasaron imágenes de otras estrategias de guerra. Cuando dirigí un rápido vistazo a la tripulación, calculé mentalmente cuál de todas las estrategias era la más conveniente. A pesar de la presión que le aplicaba a mi mente, sentía que las ideas no venían como esperaba. ¡Mis muchachos se veían cada vez en posiciones más desventajosas! Pensé en cómo posicionarnos, pero cada estrategia tenía algún punto de desventaja que nos dejaba indefensos ante el enemigo. Cada una era más o menos así:
Cada una nos dejaba expuestos. El tiempo pasaba y mi desesperación iba en aumento. Pero de pronto… «¡Lo tengo!», exclamé lleno de júbilo, y por un momento hasta olvidé que la situación era difícil.
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Poco me faltó para perder el decoro y ponerme a bailar sacudiendo las manos por todos los rincones de aquella fortaleza. «¡Es menester que la avanzadilla se posicione en forma pentagonal!», ordené con un grito, y tuve que sacar el peine de marfil mientras Sobras contaba a los demás marineros, ya que el pelo se había salido de su lugar y, aunque no podía verme, estoy seguro de que la presentación era un poco deplorable. Ni hablar de mi cara. ¡Cómo irían a verme los franceses! Y, lo que era peor, alguna francesa, que tenían fama no solo de guapas, también de elegantes. Me preocupaba por esto cuando Sobras me sacudió ligeramente el hombro y me dijo que contábamos, incluidos él y yo, con 30 hombres, lo cual era perfecto: una cantidad homogénea que resultaba en un número par. Y para distribuirlos era aún mejor, pues iban a quedar en grupos iguales. Para mi estrategia necesitaba dos grupos. Así que hice de nuevo mis cálculos mentales, pero
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esta vez con más velocidad y aun más precisión. «Necesito que cuatro marineros se queden fuera de los pentágonos», decidí. De ese modo, de 30 muchachos quedarían 26. «Ahora, esos 26 los repartimos en dos grupos», murmuré. Era más difícil de lo que creen, puesto que más de uno estuvo a punto de perder los bigotes con los espadazos que los franceses blandían a diestra y siniestra. Esto iba entonces así. Veintiséis repartidos en dos grupos. Y debían quedar en partes iguales. Entonces, en cada grupo quedaban 13 hombres. En el preciso momento en que llegué a tan grandiosa conclusión, me moví como un huracán entre ellos y los jaloneé hasta que quedaron bien organizados. Luego me coloqué al frente, con otro marinero a mi vera y dos más en la retaguardia. Ni siquiera yo pude prever el éxito que alcanzamos con tan magnífica alineación. Aunque los franchutes intentaran acercarse, pronto se verían
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reducidos a la nada, porque no solo contaba con una gran estrategia, sino con los guerreros más bravos que existían en aquellas regiones. Espadazos por acá, disparos por allá; lamentos y chispazos de luz eran el escenario en el cual avanzábamos lentos pero seguros, y detrás de nosotros quedaban los vencidos lamentándose por su infortunio. Cuando llegamos a la entrada del recinto principal de la fortaleza, ya estaba claro que habíamos vencido. No se veía ni un alma dentro de aquel lugar, así que designé a Yaman —el único en quien confiaba por el momento— para vigilar la entrada. Era momento de amarrar y amordazar a los prisioneros, de juntarlos a todos en un rincón para luego dirigirnos al centro de la fortaleza y hacernos con el tesoro por el que veníamos. El trabajo era de los marineros más fuertes: Halcón Rojo, el Tuerto, Sobras, Hércules y Yaman fueron los encargados
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de montar las riquezas en las embarcaciones, mientras Perro Azul vigilaba a los prisioneros, porque me disponía a sacar de ellos la información sobre el soplón a bordo. Me paseé entre ellos hasta encontrar al francés que parecía de mayor jerarquía y, mientras me le sentaba a la par, le susurré: «Bueno, francesito, ya es tiempo de que tú y yo hablemos de hombre a hombre». Un rizo cayó sobre mi frente y me lo aparté con elegancia. «Como el buen caballero que soy, estoy dispuesto a dejarlos a todos libres (y la cara de aquel franchute se iluminó) a cambio de algo muy simple: vas a informarme cómo se enteraron de nuestro ataque», dije. El francés, desesperado, asintió enérgicamente a mi propuesta. Con sumo cuidado le solté la mordaza que le impedía hablar y alejé mi mano con rapidez —hago esto para evitar la posibilidad de una buena mordida; miren que ya me ha pasa-
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do—, y el pobre abrió y cerró las mandíbulas, ya entumecidas. —Señor capitán —exclamó—, con mucho pesar he de decirle dos cosas. La primera, no soy francés. Soy un inglés que por azares del destino terminó trabajando para franceses. Segundo, que tiene usted una tripulación muy fiel, aunque muy deslenguada (y aquí soltó una risita). Porque han sido sus marineros quienes han hablado de más cuando se encontraban cerca del convento de Mont Saint-Michel. Entonces entendí. De seguro algún lenguaraz habló de nuestros planes y puso sobre aviso a las autoridades. —¡Claro! —grité, mientras pateaba el suelo—. Si por mar son 170 kilómetros de distancia, mientras que por tierra son apenas 60 kilómetros. ¡Por supuesto que nos llevaban una gran ventaja! Sentí que el inglés me llamaba.
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—Disculpe, capitán —me dijo con gran pena—. Es que, como buen inglés, solo entiendo en millas —suspiró—. ¿Sería usted tan amable de explicarme a cuántas millas se refiere? —preguntó después. Y yo, con la emoción que me causa explicar algo, y viendo que los otros muchachos aún no terminaban de cargar las riquezas, accedí. —Si hablamos de distancias (que es lo único de lo que podemos hablar con kilómetros y millas), 1 kilómetro equivale a 0.621 millas —le expliqué—. Por lo tanto, si 1 kilómetro mide 0.621 millas, ¿cuántas millas serán 170 kilómetros? —inquirí. Apliqué la regla de tres en mi mente. A pesar de no tener papel, imaginé que lo tenía. Apunté 1 kilómetro con una línea horizontal. A la par de ella escribí 0.621 millas. Justo debajo de 1 kilómetro, anoté 170 kilómetros con su línea horizontal. A la par de la misma coloqué la X. Multipliqué 170 * 0.621. Mi respuesta es 105.57 millas,
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dado que todo numero dividido entre 1 permanece igual. El inglés era más acertado de lo que esperaba, más que los muchachos de mi tripulación. Lo escuché mientras hacía sus cálculos mentales: —Ciento setenta kilómetros por 0.621 millas, ¿dividido entre 1? Cuando estaba a punto de responderle se adelantó y dijo: —¡Ciento setenta kilómetros son 105.57 millas! Y, no contento con esto, quiso también saber la equivalencia de la distancia en tierra firme (60 kilómetros). Nuevamente, repetí el proceso para asegurarme de que el inglés no cometiera algún error. 1 kilómetro con su línea horizontal y, a la par de la misma, 0.621 millas. Luego, 60 kilómetros con su línea horizontal y, a la par de esta, la correspondiente X. La multiplicación: 0.621 * 60. El resultado de X
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equivale a 37.26 millas dividido entre 1, lo cual da 37.26 millas. —Sesenta kilómetros por 0.621 millas, ¿dividido entre 1? —Hubo un par de segundos de silencio mientras los marineros se acercaban, seguramente para avisarme que todo estaba listo. —La respuesta es 37.26 millas. —Si hubiera podido saltar y aplaudir en ese momento, verdaderamente lo habría hecho. Tenía razón al pensar que ya habían terminado de cargar el tesoro en los botes. Por ello venían a buscarme. Dirigí una mirada al inglés. Lamentaba tener que prescindir de él por sus costumbres de caballero honrado. Ya me había dado media vuelta, cuando escuché que me llamaba. —¡Capitán! —dijo desesperadamente—. ¿Cree que hay algún puesto extra en su comitiva? Ante tal forma de expresarse no tuve más
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remedio que aceptarlo entre los nuestros. Ordené que lo desataran. Pude notar cierto grado de suspicacia entre la tripulación, lo cual me recordó su descontento y sus planes de amotinamiento. Dejamos a los demás prisioneros en tierra firme. Yo no olvidé mi promesa. Les dejamos un alfanje a distancia corta para que, una vez sorteada la distancia —que deberían recorrer arrastrándose y, ¡válgame el cielo!, ensuciándose—, pudieran, no sin dificultad, liberarse. Para entonces ya estaríamos lejos de allí. En el trayecto de vuelta al bajel, todos íbamos en silencio. Yo, por mi parte, meditaba. ¿Cómo debía enfrentar a la tripulación? ¿Aún rondaba en sus cabezas la idea del motín? En eso estaba, cuando me sorprendió la rápida llegada a la embarcación. Antes de subir, volví a acomodar los rizos en su lugar.
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Cuando alcé mi cabeza por el costado derecho, pude observar la preocupación en la cara de Anna. ¡Cómo pudo pasar por alto mi cara llena de hollín!
Capítulo once (Anna)
El capitán no había regresado con la misma cantidad de tripulantes con que había salido. Traía consigo a un nuevo integrante. Un inglés, por lo que pude averiguar —es que los marineros son todos unos pesados: apenas recordaban que soy mujer y se ponían a refunfuñar. ¡Pero no! La que refunfuñaba ahora era yo. ¡Más tripulación, más comida! Y con la escasez que nos cargábamos. No iba a hacer de nuevo mis cálculos. Simplemente iba a servir menos cantidad de comida y ¡sanseacabó!
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Debo decir, sin embargo, que el nuevo me agradaba. Lo suficiente, pues no era un vulgar pirata. Era alguien que, como yo, había elegido su estilo de vida después de una temporada entre gente civilizada. Así que, con el capitán, ya éramos tres los que nos comportábamos como la gente. Luego del asalto a la fortaleza de Deauville nos dirigíamos a América. Era hora de regresar a Tortuga, la famosa isla cerca de Haití, que les servía a los piratas de punto de reunión. Para esta larga travesía era necesario hacer un alto y llenarnos de provisiones en Finisterre, España, el punto más conveniente para la partida, y después atravesar el océano Atlántico norte hacia la isla de la Tortuga. No necesito decirles que el viaje iba a durar varios meses sin tocar puerto. Creí que de seguro iba a caldear los ánimos de la tripulación —¿ven cómo he mejorado mi léxico?; se debe a que el capitán me ha dado unas cuantas clases de lenguaje y
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matemáticas—. Temí por la suerte del capitán, pero solo por unos cuantos días. ¿Por qué? La respuesta es sencilla. Después de Francia, el capitán y Smith (así se llamaba el inglés) pusieron a los demás muchachos a raya. Fue divertidísimo ver cómo Smith los registraba en busca de armas personales y se las entregaba al capitán —por supuesto que los demás estaban histéricos— para guardarlas en otra bodega mientras la tripulación se las ganaba. Y cada mañana podía escuchar a los muchachos quejándose de que el capitán los sentaba a todos para darles clases. Otros días eran dedicados a la limpieza, y las caras de sufrimiento de los piratas no tenían precio. Por mi parte, decidí que no iba a trabajar de más y a tirar comida. Así que dediqué todo un día a preguntarle a cada tripulante qué le gustaba de nuestro menú y qué no.
Capítulo doce (Sobras)
Ahora sé que lo que yo creí un sueño era la pura realidad. Era real la mujer que vi la noche que discutimos sobre el motín. La mujer era Anna, nuestra cocinera. El capitán sabía de nuestros planes y había aplicado un castigo que a todos nos pareció durísimo. De todos modos, en el fondo agradecí que la cocinera hubiera hablado. No sé qué habría sido de nosotros si alguno de los otros marineros hubiera sido capitán. A nadie le caía bien Anna. Pienso que se debía a que todos creían en las viejas historias de nuestros padres piratas, que decían: «Nunca lleven
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una mujer en el barco. Es de mala suerte y todos sufrirán destinos horribles». Así me decía mi abuelo, un pirata que nunca tuvo nombre y murió de viejo en su casita apacible. Al principio yo mismo creí que no era buena idea tenerla en el barco, pero eso fue antes de probar su comida. ¡Era para chuparse los dedos! Y las sobras sabían aún mejor. Con los días adquirían más sabor y le caían de perlas a mi estómago. En fin, la cosa es que Anna le había dicho al capitán los planes del motín. Y al regresar al barco después del asalto a los franceses traía con él a un inglés. Smith se llamaba. Todos notamos lo rápido que le entregó su confianza. Y esa misma noche, después de haberse bañado y cambiado de ropa, salió a la cubierta a ordenarnos (con una voz terrible) que nos alineáramos y entregáramos nuestras armas. Claro que a ninguno le pareció bonita la idea. Al principio todos creímos que era una broma y nos
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reímos que era gusto. Pero no. Nos dimos cuenta de que la cosa iba en serio cuando Smith y Yaman nos revisaban en busca de armas personales. Revisaron hasta las literas. Todito se fue: alfanjes, revólveres, cuchillos de cocina… ¡Hasta mis espinas de pescado, que aún tenían sabor! Pero eso no fue lo peor. El tesoro se quedó en una bodega junto a las armas, y nos repartieron lo estrictamente necesario para algunos gustitos que pudiéramos tener cuando llegáramos al puerto español de Finisterre. ¿Y el motín? Ni hablar del motín. ¿Con qué armas iban los muchachos a rebelarse contra el capitán? Cuando volvimos del mercado de Finisterre, Yaman y Smith estaban en la entrada del barco revisando las bolsas y demás. Todo lo tenían controlado. Ya era una situación horrible. Pero fue al zarpar con dirección a América, hacia la isla de la Tortuga, cuando empezó el verdadero martirio.
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Con una campanita que sonaba de manera detestable, el capitán nos hacía levantarnos de madrugada, cuando el cielo no tenía otra luz que la de las estrellas y la Luna. Entonces nos dividía en dos grupos y comenzaba con sus clases. Yo veía a los compañeros piratas y sus caras de aburrimiento. La verdad, les digo, no entendía por qué. A mí sí me gustaban las clases. Lo que no me gustaba era levantarme temprano, pero, después de mi primera sobra del día, todo iba mejor. Lo que de verdad no soportaba eran los días de limpieza. El capitán nos sentaba a todos en la cubierta, sin importar si el tiempo estaba helado y el agua a punto de hielo. Nos daba el jabón y revisaba que todos nos bañáramos. Y lo que venía después era una cuestión de sálvese quien pueda. Porque los cubetazos empezaban a caer de todos lados y no había dónde esconderse para evitar el agua. Ni siquiera me dejaban guardar comida entre el pelo,
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porque el capitán nos revisaba para ver si teníamos piojos. Si me encontraba comida, hacía que me volviera a bañar. Y lo del agua era toda una tortura. Una noche calurosa decidí acostarme en el mascarón de proa para ver las estrellas. Al frente podía ver el trinquete y la mesana, con las velas extendidas que se movían con el viento. Había muchas sogas atravesando todo el barco desde la punta de los mástiles hasta los extremos. Todas formaban figuras divertidas, y me puse a contar. Me gustan los números primos, porque son todos los que tienen solo dos divisores (como el 2, que solo es divisible entre sí mismo y 1), por lo que decidí contar siete triángulos (otro número primo) y quise saber el área de uno de ellos, es decir, el espacio que contienen los márgenes. Escogí el más grande, ya que así iba a pasar más tiempo en lo que adivinaba. La historia del área de los triángulos es de lo más curiosa. Para contarla, primero tengo que
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explicar cómo se obtiene el área de las demás figuras. Por ejemplo, la de un cuadrado es muy fácil. Si nuestro cuadrado mide 5 centímetros (cm) de cada lado, el área sería 5 al cuadrado, es decir, 5 x 5 = 25 centímetros cuadrados (cm2). Fácil, ¿no? La del rectángulo es aún más fácil. Solo es base por altura. Si nuestro rectángulo tiene 10 cm de base y 6 de altura, serían 10 x 6 = 60 cm2. Ahora bien, ¿ya se dieron cuenta de que un triángulo rectángulo es un rectángulo partido a la mitad? Entonces, la solución es fácil. El área de un triángulo es la misma que la del rectángulo, pero partida a la mitad (es decir, base por altura dividida entre dos). La base del triángulo que escogí debería medir unos 7 metros, y su altura, unos 12. «¿Siete por 12…?», me pregunté. Pero iba a llevarme más tiempo porque el 12 es un número grande. Entonces decidí ayudarme con las estrellas
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para dibujar en el cielo: 12 x 7 = 84. Y ahora eso lo divido entre 2, lo que da como resultado 42. En esto estaba cuando un griterío me dejó sordo y todo se volvió un desorden. Intenté levantarme para ir a ver qué pasaba, pero lo único que alcancé a ver fue a un grupo de bucaneros que apresaba a la tripulación. Entonces me sujetaron por detrás y me cubrieron la cara con un saco. Estábamos en medio del océano Atlántico y nadie podía salvar nuestras vidas.
Capítulo trece (El capitán)
Integrar a Smith a la tripulación fue una idea acertada. Rápidamente se convirtió en mi mano derecha, y con el apoyo de Yaman y Anna pudimos hacerles frente, no solo a los marineros, sino al mal genio que se cargaban después de ver sus planes frustrados. Nosotros, por nuestra parte, celebrábamos por las noches la pequeña victoria con los manjares que Anna cocinaba. El ron era servido solo en cantidades pequeñas, puesto que era imperioso mantenernos sobrios ante cualquier eventualidad.
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Fue una época hermosa, en la que me entregué por completo a la tarea de instruir a los muchachos para que adquirieran mejores hábitos. Eso se sumaba al enorme placer que me producía ver el barco reluciente y a todos pulcros, a pesar de sus continuas quejas, que yo acallaba con tan solo una mirada feroz. Todo marchaba sobre olas límpidas y tranquilas hasta esa noche aciaga. Me dirigí a mi camarote. Le había pedido a Anna que, por favor, bajara a la bodega para revisar las provisiones. Smith debía quedarse cuidando las armas, que guardábamos en el cuarto de los tesoros. Los marineros estaban en silencio. Había mucha neblina. La vigilancia estaba a cargo de Perro Azul. Pero en la mañana previa yo había puesto a los muchachos a limpiar el barco de arriba abajo, para que lo dejaran reluciente e impoluto, por lo que segura-
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mente estaban cansados. Seguro que esto repercutió en la importante tarea de Perro Azul, quien se quedó dormido en el descansillo del palo mayor. Estaba yo a punto de encerrarme en mi camarote, cuando una bota gris (pero de suciedad) se interpuso entre el marco y la puerta. «¿Es en serio?», me pregunté. Estaba casi seguro de que aquella bota había enlodado los brillantes pisos de madera y empecé a sentirme molesto. «Pero, ¡hombre!, ¿ya te ensuciaste las botas?,» reprendí al marinero. «¿Es que no se les graba nada de lo que les enseño?» Abrí la puerta sin quitar la vista de las botas sucias, así que no me enteré, sino hasta que me inmovilizaron, de que era enemigo. Traté en vano de desasirme de aquellos brazos, que cada vez se cerraban más en torno mío (con sumo pesar observé que mis ropas se ensuciaban y arrugaban). Y, antes de poder gritar para alertar
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a la tripulación, aquel bucanero sucio y gordo me pegó duro en medio de las costillas. Se me escapó el aire y, con este, el conocimiento. No estoy seguro de cuánto tiempo permanecí desmayado. Lo que sí es seguro es que, cuando desperté, todos estábamos amordazados y atados de pies y manos. Todos, incluidos Smith y Yaman. No podía comunicarme con ellos porque, dejando de lado el hecho de que estaban en otro grupo, la mordaza me impedía hablar. Sin embargo, noté que entre los prisioneros faltaba una persona, una que podía ser la pieza clave de nuestra salvación. Seguramente escuchó el alboroto y se escondió en la bodega de comida. Agradecí al cielo por haber insistido en algo que a los demás les parecía una locura: el conocimiento que les había transmitido sobre las artes de la guerra era lo que ahora debía aplicar esta persona si queríamos una oportunidad de escapar.
Capítulo catorce (Anna)
Ya había revisado la bodega y todo estaba en su lugar. Tres cuartos del pastel de moras silvestres que había preparado esa tarde y 1/8 del pastel de piña de la noche anterior. Los junté todos en el recipiente de metal, y, con los 7/8 de pastel, solo me faltaba un pedazo para llenarlo. Había terminado de reunir los pasteles y ya iba de regreso cuando, de pronto, escuché pasos acelerados en el camarote de los piratas. «¡Ya se levantaron para buscar ron!», dije para mis adentros. Pero entonces escuché otros pasos y a los muchachos gritando. Definitivamente
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algo raro estaba pasando. Me armé de valor y, con mucho silencio, me asomé por la escotilla que daba a los cañones y a las literas de los muchachos. Pude ver cómo otros piratas los amarraban y reducían a nada en cuestión de segundos. Regresé a la bodega de inmediato y, luego de pensarlo rápidamente, decidí esconderme tras los nuevos sacos de harina que estaban apilados contra la pared del barco. Por supuesto que los atracadores entraron en la bodega en busca de personas, con tanta prisa que no se dieron cuenta de mi presencia. Por sus ropas y por el fuerte olor a carne ahumada adiviné que eran bucaneros, piratas que le han tomado un gusto especial al saqueo de posesiones españolas en América, ¡forajidos de la peor calaña! Tardaron aproximadamente una hora en apresar a todos los marineros de nuestro barco, y yo estaba encerrada en la bodega mordiéndome las
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uñas, de tal manera que quien me viera en ese momento diría que no iba a parar hasta llegar a los codos. En algún momento tuve un ataque de pánico y lloré nuestra desgracia en una esquina. Más la mía, que, si se enteraban de que había una mujer en el barco, de seguro me pondrían a nadar con los tiburones. Después de esa hora, ya estaba yo más tranquila. Del ataque de pánico solo quedaba un hipo molesto que hacía que me doliera la panza. Ya era momento, pues, de pensar bien la situación en que andábamos metidos. Y yo me incluía, porque no tardarían en darse cuenta de mi presencia y, ahí sí, adiós a mis sueños de cocinar en un barco. «Ya basta, An(¡hip!)na. Tienes que ordenar tus pensa(¡hip!)mientos», me decía a mí misma, en parte para calmarme y en parte para apurar las ideas que se tardaban en llegar. «Esos sucios bucan(¡hip!)eros aún no saben que estás a (¡hip!) bor-
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do». Pero entonces tuve una idea y se me cortó el hipo de buenas a primeras. Ellos no sabían que yo estaba en el barco, lo que me daba una ventaja. Y ya iba siendo hora de poner en práctica lo que el capitán nos había enseñado. Sabía que se habían llevado a los muchachos y al capitán al otro barco. Sabía que habían encontrado el panel del tesoro y que con tanta confianza lo habían dejado abierto. De la calceta izquierda saqué mi daga, porque bien es sabido que una mujer sola en un barco pirata no puede andar a la buena de Dios. Abrí la puerta despacio, lo más despacio que pude. Y apenas saqué la cabeza regresé rápido a mi lugar. Había un bucanero en la puerta. «¡Ah!», susurré. No iba a ser tan fácil como creía. Respiré profundo y volví a ver. Entonces noté que el malhechor respiraba profundamente y supuse que estaba dormido.
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«¡Por primera vez agradezco los efectos del licor!», exclamé, mientras recorría los escasos metros hasta donde dormía el vigilante. Había traído conmigo unas sogas y, antes de que él pudiera despertar, ya lo tenía bien amarrado y con un pañuelo tapándole la boca. Me dirigí adonde almacenaban las armas y los explosivos. Porque desde allí podía escuchar lo que decían a través de la escotilla, que no habían cerrado. Tuve tanta suerte que justo en ese momento se celebraba el consejo de guerra para decidir qué iban a hacer con mis muchachos. El plan era el siguiente: Los habían atado en tres grupos. En un conjunto habían amarrado a todos los marineros que solo tenían barba. En el otro habían puesto a los que tenían solo bigote. Y en un último grupo habían juntado a los que tenían barba y bigote.
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¡Era una intersección de conjuntos! Sí, ya sé, cada vez uso más términos raros. Eso se lo debo al capitán, que me los ha enseñado. No entendí muy bien a qué obedecía esta forma de amarrarlos, pero eso no era lo importante. Seguí escuchando. —¿Qué vamos a hacer con los prisioneros, capitán Rudo? —preguntó una voz chillona y molesta. —Simple: vamos a atarlos a unas grandes anclas y a tirarlos al mar —respondió con una risa malvada quien seguramente respondía al nombre de Rudo. —¡Perfecto! ¡Qué divertido! ¡Siempre tan malo usted! —decían los otros hombres en apoyo a la idea del capitán. —¡Pero para eso necesito que se muevan AHORA! —ordenó. Casi me desmayo del susto al imaginar a los muchachos en el fondo del mar. Claro que siempre
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los regañaba y vivía quejándome de ellos, pero en realidad no eran tan malos. Ya empezaba a sentir a cada uno de ellos como mi familia. Por suerte para todos, los marineros del barco enemigo eran tanto o más perezosos que mis muchachos. Y, al parecer, el capitán tampoco era precisamente un modelo de disciplina. Así que los demás empezaron a quejarse. —¿Ahora? Pero si ya van a ser las tres de la mañana. ¡Necesitamos dormir! —decía uno. —A mí, los juanetes ya me hacen insoportables los zapatos a esta hora —se quejaba otro. Uno tras otro fue añadiendo achaques a la lista hasta que el capitán Rudo se convenció de posponer la sentencia. —Muy bien. Me han convencido —dijo—. Vámonos todos a dormir al barco para tener cerca a los prisioneros y mañana decidiremos qué hacer con este otro navío.
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Ya tenía solucionado el problema de nuestro bajel. Ya solo era cuestión de esperar que los bucaneros terminaran de pasar a su barco por la soga. Los conté. Eran 36. Y pasaron la soga de dos en dos. Escuché que hicieron 18 viajes por la única soga. Si nosotros, contando al nuevo integrante y a mí, éramos 32, tendríamos que hacer 16 viajes. Necesitábamos ganar tiempo. Así que bajé al cuarto del tesoro y traje conmigo un par de espadas y tres sogas, que sumaban cuatro con la que ya estaba puesta. Eso nos haría más corto el paso de vuelta al barco. Porque, si somos 32 marineros y contamos con 4 sogas, solo hay que hacer la división. Cuatro viajes por cada soga ¡y listo! Cuando llegué al barco, puse los pies lo más delicadamente posible en la cubierta. Habían sido tan poco astutos que todos los muchachos y el capitán estaban en la cubierta. ¡Pobres! El frío que debían estar pasando. Y los rizos del capitán estaban
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desordenados. ¡Cuánto debía de estar sufriendo! Cuando me vieron llegar, los ojos se les iluminaron. Al final, no íbamos a parar todos en el fondo del mar nadando con los tiburones. Volví a sacar mi daga y me dirigí al primer grupo, el del capitán, donde estaban los que tenían barba y bigote. Una vez liberados, me abrazaron tanto que temí morir asfixiada. Entonces fueron hacia los otros dos grupos (los de solo barba y solo bigote) y los liberaron. Era momento de volver a nuestro barco. Me puse a organizarlos en parejas, pues sentía que el enemigo podía despertar y atraparnos. En lo que unos viajaban al barco, otros se dedicaban a tirar al mar las balas de los cañones (y algunos, incluso, a llevárselas a nuestra nave). Por fin regresamos. Todos iban directo al timón, corriendo como locos, y yo me desesperé. Tanto trabajo nos costó ganar de nuevo la libertad, y estos corriendo como bestias, a punto de sabotearlo todo.
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Un solo susurro de «¡quietos todos!» y una mirada de fiera bastaron para que los marineros se quedaran plantados en sus lugares. «Vamos a actuar todos con juicio, ¿les parece? Aún no hemos salido del peligro», dije. Por suerte, todos decidieron darme la razón, así que continué: «Es necesario que alguien vuelva al barco de Rudo y se dirija lo más rápido posible a la popa». Todos se pusieron nerviosos. «Una vez allí, deberá destruir el timón, correr a la cocina y cortar el ancla. Luego, deberá volver a la cubierta para deslizarse por la soga hasta acá». Era realmente sencillo. ¿No creen? Así opinaba yo. Pero a lo mejor yo era la única que lo entendía, porque ninguno de los muchachos se atrevió a dar un paso al frente como voluntario para la pequeña empresa. El tiempo se acababa, y el único que se ofreció fue el capitán. «Por supuesto que no, capitán», le dije yo. «En vista de que ninguno de sus muchachos está dispuesto a sacarnos de acá, termi-
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naré yo misma lo que empecé». No les di tiempo de reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba del otro lado, rompí el timón y, justo cuando iba corriendo a la cocina, tropecé de frente con el capitán Rudo. ¡Qué susto nos llevamos! Aproveché su desconcierto para quitarle la espada y luego procedí a amarrarlo. El capitán no podía creer que una mujer lo tuviera en aquella posición. Y, para evitar futuras bromas pesadas, se quedó con la boca cerrada. Los muchachos en el barco estaban pendientes de cada movimiento. Yo tomé a Rudo por los hombros y lo llevé a la cocina. Allí, para evitar perderlo de vista, le pedí amablemente que cortara la cuerda de su propia ancla. Ya quedaban, entonces, a la deriva. No me esperaba que, al regresar al barco, todos los muchachos me alzaran en hombros y celebraran conmigo la victoria.
Capítulo quince (El capitán)
Cuando la vi actuar tan valientemente, supe que mi papá, dentro de su ferocidad, había hecho bien en agregar a Anna a la tripulación después de descubrir que dentro de aquel atuendo de muchacho había una mujer. «Aún no sé cuál es la razón, hijo», me dijo una vez, «pero sé que tu madre la habría dejado permanecer con nosotros por el sencillo acto de valentía que requiere tratar de engañarme». Ahora, varios meses después, me daba cuenta de que Barbanegra, mi papá, estaba en lo correcto. Anna había salvado nuestras vidas. Y lo había hecho demostrando una valentía sin
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límites. Unos días después me encontré pensando en algo que muchos encontrarían inaudito. He mencionado ya que no era feliz como capitán de un barco pirata. Había algo más que me apasionaba y, más aun, creo haber encontrado quién me reemplace. Así, dos semanas después de aquel suceso, reuní a toda la tripulación en la cubierta. Les iba a dirigir unas palabras desde el balcón de la popa. Me aseguré de que Anna estuviera entre ellos. Mi discurso iba más o menos así: —Queridos míos, apreciable tripulación. Ha llegado el momento, después de tantos meses de trabajar juntos como una gran familia, de dejar el rango que mi padre me heredó y debí aceptar por obligación, pero que no era para mí. Todos escuchaban atentamente. En verdad, nunca los había visto tan quietos y concentrados en lo que yo decía.
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—Tenía claro que ustedes y yo no congeniábamos mucho —continúe—, y era simplemente porque en realidad quería dedicarme a otro oficio. Espero que por lo menos consideren mantenerme con ustedes como lo que realmente quiero ser. Pero de eso hablaremos más adelante. En conclusión, y para no hacer de este informe una perorata aburrida, he decidido anunciarles mi renuncia como su capitán. Se desató el revuelo. Gran parte de él se componía de la discusión sobre quién iba a sucederme. Pero yo no iba a permitir que me sucediera un desordenado y sucio marinero. Ya había tomado mi decisión. —¡Atentos! —rugí—. Aún no he terminado mi comunicado. Como bien saben, es mi deber nombrar al nuevo capitán. Comencé a pasearme de izquierda a derecha por la popa.
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—Debe ser alguien que reúna las cualidades de liderazgo, organización y, sobre todo, limpieza. Porque el hecho de que deje de ser su capitán no significa que no sea el dueño del barco y que no tenga voz ni voto. Seré un marinero más. Podía ver los ojos de anhelo de los muchachos, y en realidad sabía que iba a romper más de un corazón aquel mediodía. —Tras varios días y aún más noches de profundas cavilaciones, he encontrado a mi sucesor, a quien creo que puedo confiar tan ardua y competente labor. Esta persona es… Fue un momento de incertidumbre para muchos de ellos. —¡Anna! —terminé de decir con entusiasmo. Pero este no se contagió entre los muchachos. Más bien, pude ver caras de fastidio y molestia. De más está relatar la cantidad de quejas que recibí las siguientes semanas. Sabía que iba a
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ser un largo recorrido hasta la isla de la Tortuga, pero mi paciencia parecĂa no tener lĂmites ante la felicidad de poder hacer por fin lo que querĂa.
Capítulo dieciséis (Sobras)
A diferencia de los demás, yo no tenía problemas con que una mujer fuera nuestra capitana. A mí lo que me preocupaba era quién iba a cocinar ahora. Porque a mi estómago no se le puede ordenar una dieta muy seria. En realidad se pone triste y llora. Hace «grrroarrgghhh». Yo creía que Anna era muy valiente por haber regresado al barco de esos feos bucaneros que iban a dejar que nos congeláramos de frío aquella noche. Y sabía de otros compañeros piratas que la admiraban y hasta decían: «Quiero ser como ella».
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Así que las quejas duraron tal vez un par de semanas, pero ninguno se atrevió a llevarle la contraria al capitán. Seguimos diciéndole así, de cariño. Y porque, a pesar de todo, le teníamos miedo. ¿Quién nos aseguraba que un día no tomaría de nuevo el puesto y correría a quienes no hiciéramos caso? Después de las dos semanas, ya estábamos acostumbrados a la capitana Anna (incluso rimaba), y al llegar a Tortuga (varios meses después) todos habíamos tomado la decisión de seguir en el barco a las órdenes de ella, e incluso de defenderla si algún pirata sucio (más que nosotros) se atrevía a burlarse de ella. Creo que al final todos terminamos dedicados a lo que más nos gustaba. Smith nos ayudó a repartir los botines en partes iguales, Yaman se convirtió en el nuevo cocinero (y déjenme decirles que mi panza nunca se sintió más feliz), Anna nos diri-
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gía siempre a las victorias (y a mí me tenía un cofrecito especial para guardar mis preciadas sobras), yo escribía nuestras aventuras cuando podía, y el capitán… ¡Bueno! El capitán era simplemente feliz.
Capítulo diecisiete (Anna)
Cuando mi mamaíta me decía que tuviera cuidado (no fuera a ser que terminara en un barco pirata), me reía a escondidas de ella porque jamás creí que sus palabras pudieran hacerse realidad. Así que cuando me subí al barco de Barbanegra vestida de muchacho me divertí una barbaridad imaginando el escándalo que habría en mi familia. Cuando Barbanegra descubrió que yo era mujer, pensé que en ese momento se acababa mi diversión y empezaba el castigo. La sorpresa que me llevé cuando me permitió continuar a bordo como cocinera no tiene precio. Sin embargo, cuando el
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capitán me nombró su sucesora me quedé atónita más allá de mis límites. En el fondo, eso era lo que siempre había querido, pero no me había atrevido a soñar. Y aunque tratara de hacer entrar en razón al capitán y rechazar su generoso ofrecimiento, dentro de mí había una felicidad que no conocía fin. Las primeras semanas fueron difíciles. No era fácil que me obedecieran. Pero bastaba con que les lanzara una mirada feroz para que hicieran las cosas en un santiamén. Por suerte, conforme pasaron las semanas, todos nos acoplamos a la nueva organización a bordo. Cuando llegamos a Tortuga estaba casi segura de que la tripulación iba a abandonarme y de que allí quedarían mis sueños de ser la segunda pirata mujer, pero los muchachos me tenían un grato regalo. A la semana de estar allí, cuando íbamos a zarpar de nuevo y pensaba que ya solo seríamos
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cuatro tripulantes (el capitán, Smith, Yaman y yo), de los rincones del muelle comenzaron a surgir los muchachos uno tras otro. Me sentí orgullosa y decidida a hacer de aquel uno de los barcos más temibles, en honor a Barbanegra y a nuestro capitán. Ahora surcamos los mares como una gran familia. Y el capitán nos echa una mano cada vez que necesitamos ayuda. Lo que sí es seguro es que seremos los piratas mejor peinados y arreglados de la historia, porque el cuidado de las barbas y de los cabellos de toda la tripulación quedaron a cargo del barbero más feliz que surcó los mares de aquellos días: nuestro querido capitán.
Fin
Índice Capítulo uno (El capitán)
7
Capítulo dos (Sobras)
13
Capítulo tres (El capitán)
17
Capítulo cuatro (Sobras)
25
Capítulo cinco (Anna)
31
Capítulo seis (Sobras)
37
Capítulo siete (El capitán)
43
Capítulo ocho (Anna)
51
Capítulo nueve (Sobras)
59
Capítulo diez (El capitán)
67
Capítulo once (Anna)
81
Capítulo doce (Sobras)
85
Capítulo trece (El capitán)
95
Capítulo catorce (Anna)
99
Capítulo quince (El capitán)
111
Capítulo dieciséis (Sobras)
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Capítulo diecisiete (Anna)
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En este libro podrás aprender sobre:
Cubierta Pirata.indd 2
•
Unión e intersección de conjuntos
•
Propiedades de la intersección
•
Aproximación de números decimales
•
Fracciones
•
Regla de tres
•
Conversiones
•
Geometría básica
•
Geografía
•
Sistemas de medición
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Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.
Eugenia Valdez
EL PIRATA QUE NO QUERÍA SERLO
El singular capitán de un barco pirata emprende con su tripulación su última hazaña como el terror de los mares. En el barco hay diversos personajes muy peculiares. Sobras es el único que sabe leer, además del capitán; su comida favorita son los restos de días anteriores, los guarda bajo su almohada para consumirlos en tiempos de escasez. Junto a Sobras está Anna, lo cocinera más aventurera de los siete mares. ¿Podrá salvar a la tripulación en una última aventura llena de intrigas y de misterio? Al final te llevarás una enorme sorpresa.
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Eugenia Valdez Ilustraciones de Andrea López
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