"Las musarañas" de Marvin Monzón

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Marvin Monzón

Si tu ir y venir por la vida te llevara a conocer estratos sociales diferentes y modos de vida diversos. Si vieras de cerca la pena y la lucha por vivir un día más con un mendrugo de pan, y la comodidad de un sofá y una TV. Si prefirieras la libertad de andorrear por las calles y descubrieras que tu felicidad puede depender de algo muy pequeño, algo insignificante: una musaraña… ¿qué pensarías? ¿Acaso que te estás volviendo loco? No del todo, sobre todo si eres un gato aventurero, observador y filósofo. ¿Quieres conocer a Ulises? Te invitamos.

Las Musarañas

Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.

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Las musarañas D.R. © De esta edición: 2015, Editorial Santillana, S.A. 26 avenida 2–20 zona 14 Ciudad de Guatemala, Guatemala, C.A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. Las musarañas fue escrito por Marvin Monzón e ilustrado por Eyla Luján. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Las características gráficas de la colección son obra de Álvaro Sánchez. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fueron realizadas por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta: Eyla Luján. Coordinación de arte: Sonia Pérez Aguirre. Diagramación: Sonia Pérez Aguirre. Primera edición: agosto de 2015 ISBN: 978-9929-712-98-0 Impreso en Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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Esos raros bichos llamados humanos El mundo es grande y pequeño. Depende, entre otras cosas, del hambre. Yo no tengo hambre, sino ganas de viajar; pero llueve, es de noche y este cómodo sofá no ayuda mucho. Recuerdo cuando vine: todo fue tan repentino. La nostalgia, el recuerdo de los buenos momentos, detiene mi partida. No pensé que pudiera encariñarme tanto con una persona. Anoche soñé con musarañas y fue hermoso. Pero esa es otra historia. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí: Martina. Es la persona más divertida del mundo. Es mi mejor amiga.

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Antes de conocer a Martina, las personas eran minúsculas y extrañas cosas que caminaban con prisa y se atropellaban sobre las aceras. Pero ahora sé que no, que no son tan simples. Afuera, la lluvia sigue cayendo y la veo resbalar por la ventana. Esta noche emprendo un viaje. Eso de viajar sí que es lo mío. Recuerdo las historias que cuenta Martina: hacen que el tiempo pase rápido. Quisiera contar alguna, pero no logro recordarlas y no soy bueno inventando. Eso sí, he visto muchas cosas en mis viajes y estoy dispuesto a relatarlas. ¡Ah! Por cierto, me llamo Ulises y soy un gato. Anoche soñé con musarañas y fue hermoso. Decía que los humanos no son tan simples porque no es lo mismo verlos a lo lejos desempeñando su papel de transeúntes que convivir con ellos. Desde un octavo piso los podía ver andar y desandar las avenidas. Pequeños como musarañas, pero no tan apetitosos. Solos, siempre solos y apurados.

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Unos caminaban. Otros se trasladaban en máquinas de cuatro ruedas que tiempo después supe que se llamaban automóviles. Y otros, más valientes, abordaban autobuses. No podía comprender su comportamiento ni lo comprendo hasta la fecha. Pero lo que menos alcanzo a entender es cómo se acostumbran al ruido. De un momento a otro un auto emite un ruido estrepitoso, y es como si se contagiara: de pronto hay otro auto imitándolo, y otro, y otro, y otro… Es para enloquecer. Y como si no fuera ya bastante, algunos conductores sacan la cabeza de sus autos y gritan con desesperación. En una esquina, alguien con un manojo de papeles en la mano vocifera algo sobre una tal lotería. A todo eso hay que agregar que algunas personas llevan consigo a sus crías. Eventualmente, alguna de estas criaturas chilla horriblemente y es, como dirían los humanos, la guinda en el pastel.

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Yo los observo desde arriba y bajo a la calle cuando llegan las horas silenciosas. Una vez estaba reunido con mis amigos felinos en el techo de una casa. Era una noche de fiesta y nos la estábamos pasando muy bien. Hubo peleas, como siempre, y es que no falta el que se cree puma y quiere maltratar al más pequeño. Tampoco falta quien quiera ser el héroe. Y es entonces cuando se arma la trifulca. En ocasiones, las riñas empiezan por un pedazo de comida o por la atención de alguna gatita guapa. Pero ese no era el caso. Esa noche era de fiesta. De repente, algo pasó volando sobre mí. Era un zapato. Por fortuna no soy alto. Porque ese zapato me habría dejado sin cabeza, y un gato sin cabeza no es muy guapo que digamos. Al caer, el artefacto hizo un ruido seco y todos salimos corriendo mientras un señor gritaba que lo dejáramos dormir, que hacíamos mucho ruido. ¿Mucho ruido? Debería ver

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a los humanos desde un octavo piso a las ocho de la mañana. ¡Eso sí que es ruido! En fin, son muy complicados los humanos, pero nunca me ha gustado juzgar al prójimo —aun si el prójimo es de otra especie—. Es más, recuerdo una ocasión en la que mi madre me dijo: «Miau miau miau». Eso, traducido, significa: «Hijo, no comas tanto porque te va a doler la panza». No tiene nada que ver con lo que venía contando, pero quería decirlo porque era tan bella mi madre y no juzgaba a nadie. Ni a la gente. Hace tanto que no la veo. La extraño, sobre todo cuando el frío es más intenso. Aunque con eso ya no me complico. La regla era simple: si hacía frío buscaba casa (no es difícil eso, y es que nadie puede negarles posada a estos bigotes tan guapetones). Pero un día, no sé exactamente cuándo, me adapté al techo, a la televisión, a la comida constante, y mis amigos comenzaron a llamarme «doméstico».

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La primera vez que me hospedé en una casa fue una experiencia extraña. Y es que entonces no sabía mucho de la convivencia con humanos (y no es que ahora sea un experto), pero, como a mí la intuición nunca me falla, me las arreglé de maravilla: tuve que actuar. Eso también lo aprendí de mi madre. No puedo recordar con claridad si estaba terminando el día o si estaba comenzando la noche, pero el frío era terrible y no tenía ánimo para andar en la calle. Caminé por un vecindario hasta que encontré una casa digna de un gato como yo. Todo indicaba que no había nadie dentro, así que decidí buscar una entrada secreta. He oído de mis amigos que en todas las casas hay una. La de esa sí que era secreta porque no la encontré. Fue entonces cuando me senté a esperar. Andaba con suerte porque quienes habitaban allí llegaron pronto. Eran cuatro: dos adultos

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y dos niños. Cuando estuvieron a punto de abrir la puerta, me acerqué y dije lo que mejor sé decir: «Miau». ¡Vaya sorpresa! Me entendieron a la perfección. El niño más pequeño me abrazó y preguntó si podía pasar esa noche con ellos. Nadie pareció incomodarse con la idea. Por el contrario, me cargaron por turnos y me acicalaron con ternura. Fue así como un simple pero aterciopelado miau me salvó de una noche de frío. Cuando entré y vi objetos extraños por todos lados tuve un poco de miedo. Pero era eso o el frío de la calle, así que no podía ponerme tan quisquilloso. Esa noche fue la más difícil de todas porque me di cuenta de que las personas no se parecen a los gatos. Y no me refiero a las patas o a los ojos o a las orejas, sino a su comportamiento. Esperaba con ansias el momento en que se reunieran para comer, porque verdaderamente me moría del hambre. Pero eso no ocurrió. Después supe por qué: el niño

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pequeño dijo que le había gustado la comida que había preparado una tal abuela. Yo no sabía qué era una abuela. Y en ese momento no me importaba eso ni otra cosa que no fuera comer. Pero todos se fueron a dormir. Y yo, al menos, dormí cómodo en el sofá. Al día siguiente, muy temprano, me sirvieron un plato de leche. A decir verdad, no di las gracias: ya era hora de que me trataran como se debe tratar a un gato. Con la panza llena me di a la tarea de indagar qué era una abuela, pero un ratón se atravesó en mi camino y no pude posponer la cacería. De todos modos, tiempo después supe que la famosa abuela era la mamá del papá de los niños. ¡Vaya dicha! Yo ni siquiera conocí a mi papá. Viví con ellos durante un tiempo. Me iba bien: tenía comida y no me preocupaba del frío o de la lluvia. Exploraba los rincones y analizaba los obje-

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tos que encontraba por todas partes. El más terrible de todos: la licuadora. Ese aparato hacía que se me crispara la espalda y me temblaran las patas. Todavía no comprendo por qué en todas las casas hay una. Los gatos podemos llegar a ser muy perezosos, pero jamás utilizaríamos un aparato que mastique la comida por nosotros. ¡Jamás! Descubrí también la caja fría, esa donde los humanos almacenan sus alimentos. Sin embargo, todo esfuerzo por abrirla era inútil. Se necesita mucha fuerza para abrir una de esas cosas. Mucha fuerza y, sobre todo, pulgares. Poco a poco vi cómo la casa se poblaba de objetos nuevos: platos, zapatos, juguetes, fotografías en las paredes… Una vez llevaron un árbol. ¡Un árbol! No lo podía creer. Lo colocaron en una esquina y lo llenaron de luces y de adornos de colores. Además, llenaron las paredes de figuras extrañas y de imágenes de perros con ramas secas en la cabeza.

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Todo aquello era extraño, pero todos parecían divertirse. Hasta entonces no había nada que me asustara más que la licuadora. No sabía lo que estaba por suceder una de esas noches. Esa vez, los niños no solo no se fueron a dormir temprano, lo que ya me parecía extraño, sino que se quedaron en la calle jugando con unos objetos estrepitosos y brillantes que poseían fuego. O el fuego poseía a estos objetos, quién sabe. Aquello ya comenzaba a causarme dolor de cabeza, así que decidí permanecer dentro de la casa. Me quedé frente al árbol y me olvidé de todo viendo cómo parpadeaban todas sus lucecitas. No sé en qué momento comenzó, pero fue un estruendo inmenso, como muchas licuadoras funcionando al mismo tiempo. Lo último que recuerdo es que busqué refugio debajo de una cama y que sentía el corazón en la cola, en las patitas, en los bigotes…

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Ahora sé que cuando los humanos meten árboles en sus casas y colocan pequeñas lucecitas por doquier es porque se aproxima la noche del ruido. Al día siguiente me desperté con el alboroto de los niños. Parecían muy emocionados. Decían algo sobre unos tales videojuegos. Yo no sabía qué eran los videojuegos, pero, por lo felices que se veían los niños, parecían cosas divertidas. No era así: se sentaban frente al televisor todo el día y ya no jugaban, ni con la pelota ni con sus diminutos automóviles. Pero era peor: tampoco jugaban conmigo. Ni siquiera hacían eso que yo tanto detestaba y que ya solo era un recuerdo: me tomaban de las patas, me levantaban, me soltaban y se reían a carcajadas. Ellos creían que se reían de mí, porque siempre caía parado. Yo creo que se reían de ellos mismos por no tener esa habilidad. Pero ya no. Ya ni eso. Pasaba frente al televisor para que me pusieran atención, pero me lanzaban cosas para que me quitara.

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Comprendí que ya no jugarían conmigo nunca más, así que decidí marcharme. Estaba un poco decepcionado de lo que las personas entendían por diversión.

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Cuando conseguir comida es una lata En realidad, me fui porque recordé que mi madre decía que un gato siempre debe tener dignidad. Caminé por azoteas y cornisas hasta llegar a la parte trasera de un restaurante. Allí, en otros tiempos, hurgaba en la basura para encontrar algo que comer. La pancita me rugía por el hambre y pensaba en lo mucho que iba a extrañar la leche tibia que me daban los humanos. Pensaba en esa y en otras comodidades cuando escuché que alguien pedía pan. A mí no me gusta el pan, pero el hambre hace milagros. Pronto identifiqué lo que sucedía: era una niña que le pedía comida al cocinero. Pedir la comi-

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da en vez de buscarla en la basura: ¡cómo no se me ocurrió antes! Ahora que lo pienso, eso de escarbar residuos pestilentes no es muy digno de un gato. En mi defensa puedo decir que la dignidad puede menos que el hambre. El cocinero salió por la puerta trasera y le entregó un trozo de pan. Ella se sentó en un rincón y comenzó a engullir desesperadamente. Pensé en intentarlo, así que busqué la forma de entrar en el restaurante. Encontré una ventana hacia la cocina y no lo pensé dos veces. Una vez dentro, vi al cocinero y maullé para pedirle comida. ¡Vaya sorpresa! Enfurecido, gritó que me fuera, que me largara de allí, que ese no era lugar para animales. Tuve que salir corriendo. Hay planes que no funcionan. Ese fue uno. Mi estómago se retorcía y comenzaba a dolerme por el hambre. La niña continuaba en su rincón, concentrada en su pan. Como yo ya no tenía nada

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que perder, me acerqué y rocé mi cabeza contra su codo. Ella me dijo hola. También dijo que yo era un gato muy lindo. Maullé. Ella comprendió: nos unía el hambre. Me dio un trocito de pan y me lo tragué con prisa. No miento cuando digo que fue el pan más delicioso que he probado en mi vida. Hasta sabía a sardina. Mientras comíamos la observaba. Era muy pequeña y estaba realmente sucia: su pelo, su piel, su ropa… Me hablaba mientras masticaba. Se presentó: dijo que se llamaba Telma. Masticaba menos de lo que hablaba, y yo habría querido responderle, decirle que de veritas comprendía lo que decía y que nos unía algo más que el hambre. Telma no tenía videojuegos. A decir verdad, no tenía mucho: ni casa ni familia ni juguetes. Del pan no quedaron ni migajas. Telma se levantó y comenzó a caminar. Como no se despidió, supuse que podía acompañarla. Ella no pareció in-

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comodarse, sino todo lo contrario: tuve la impresión de que mi presencia la alegraba, aunque no decía nada. En los callejones caminaba en el suelo, a la par de ella; y en las calles bulliciosas, por las cornisas y la veía desde arriba. La tarde se estaba terminando y comenzó a caer una lluvia leve que poco a poco fue creciendo. Telma se echó a correr y rompió el silencio para gritarme que me apurara, que no me quedara atrás. Llegamos a un puente. Yo estaba mojado y ella otro poco. Al principio pensé que lo normal habría sido que cruzáramos el puente, pero no. Descendimos por un costado para refugiarnos de la lluvia. Entonces pensé que no, que lo normal en esas condiciones no era cruzar el puente. El lugar no estaba vacío. Otros dos niños habían llegado antes. Saludaron a Telma y comprendí que se conocían. Conversaron sobre lo que habían hecho durante el día. Telma les contó sobre

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el pan y sobre mí. Yo veía la lluvia caer. Siempre me ha gustado ver cómo se estrellan las gotas contra el suelo. Antes jugaba a identificar el sonido de una sola gota en medio de una tormenta, pero un día desistí. Llegó la noche y aún llovía, aunque ya no con tanta fuerza. Entonces llegó otra niña; y momentos después, un niño. A decir verdad, apenas comprendía de qué hablaban. Utilizaban palabras que yo no conocía. Sin embargo, por sus conversaciones entendí que no estaban bajo el puente solo por la lluvia, sino que vivían allí. ¡Vivían allí! Yo sabía de gente que vivía en casas, en edificios, en la ciudad o en el campo, pero no debajo de un puente. Esa noche fue terrible: el lugar estaba infestado de ratas. Cualquiera podría pensar que era el paraíso de un gato, pero no estoy hablando de ratas normales, sino de ratas más grandes que yo, más grandes que cualquier gato que yo conozca.

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Aunque, ahora que lo pienso, tal vez el miedo las hacía un poco más grandes. Como haya sido, sobreviví a la noche, a la lluvia y a las ratas. Al día siguiente, Telma salió a caminar por la mañana y fui tras ella. La seguí por un sendero que atravesaba un barranco. A mí nunca me gustaron esos lugares, pero iba con Telma y me sentía seguro. De pronto comencé a percibir un olor fuerte y terrible que se hacía más amargo y espeso conforme avanzábamos. Por un momento pensé que se me había arruinado la nariz, pero supe que no era así cuando llegamos a nuestro destino: un lugar inmenso repleto de basura. Había perros y zopilotes por todas partes, pero además había gente, mucha gente, y camiones llenos de basura que llegaban a dejarla allí y salían de prisa, seguramente a traer más. Aquello era increíble. En mi vida había visto tanta basura junta. Habría querido decirle a

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Telma que no continuáramos más, que solo viéramos todo desde la orilla de aquel océano de desperdicio, pero ella caminó hacia el centro y yo no tuve más opción que seguirla. Noté entonces que había muchos perros. Estos no se habían percatado de mi presencia, y una parte de mí deseaba encontrarse con otro gato allí, tal vez para sentirme menos solo entre tanto canino. El olor era muy fuerte, pero no podía hacer nada más que soportarlo. Telma caminaba y veía el suelo. Escarbaba entre la basura. Estaba claro que buscaba algo, pero no podía ayudarla porque no sabía qué era. De pronto se detuvo y levantó algo. De la bolsa de su pantalón sacó un costal, lo desplegó y depositó allí lo que había recogido. Yo no sabía bien qué era, de modo que estuve más atento a ver qué recogía. Eran latas de bebidas. Pensé que no era difícil encontrarlas y decidí ayudarla. Caminé un poco y encontré una,

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la tomé con el hocico y se la llevé. Telma sonrió y agradeció la ayuda. Continué buscando hasta que encontré otra. Aquello fue entretenido hasta que me di cuenta de que me había alejado tanto de Telma que ya no podía verla. Un poco asustado, caminé para buscarla, pero qué sorpresa me llevé cuando unos perros se percataron de mi grata presencia. Aquello fue una lluvia de ladridos y un correr desesperado. Pensé en lo horrible que sería morir en aquel lugar, así que corrí lo más rápido que pude hasta que apareció Telma, que se dio cuenta de lo que ocurría y comenzó a gritar fuerte para que los perros se fueran, pero no se iban. Al menos se detuvieron, y yo veía todo detrás de Telma. Ella comenzó a lanzarles objetos y les dijo que se fueran. Y se fueron. Continuamos la búsqueda de latas, pero ya no me alejé porque los perros me veían desde lejos. Podrían estar atentos a cualquier descuido mío o

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de la niña. Telma me llamó y fui hacia ella. Me dijo que había encontrado un tesoro. Y vaya que lo era. Un chocolate. Lo olió para saber si todavía se podía comer y lo compartió conmigo. Aquello no hizo más que recordarme que no había comido desde el día anterior. El sol estaba en el centro del cielo y el calor era cada vez más sofocante. Del olor, ni hablar. Yo estaba cansado y aburrido, y parecía que Telma también, así que regresamos al puente. Allí estaban los otros niños, que se pusieron muy contentos al vernos llegar y le preguntaron a Telma si había encontrado algo. Ella respondió que solo unas cuantas latas. También les contó que yo la había ayudado y otras cosas que supongo que los niños ya no escucharon porque tenían mucha tristeza embarrada en la cara. Después, todo fue silencio. Alguien cerró los ojos y parecía dormir, una niña dibujaba círculos en

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la tierra con una ramita y otra movía las piernas de forma desesperada, pero ya nadie dijo nada. Parecía que no se hablaría más por ese día, cuando apareció el niño que faltaba. Se veía muy contento y traía una bolsa llena de pan. Dijo que debían prepararlo. Yo no sabía a qué se refería, pero cuando lo sacaron de la bolsa lo supe: comenzaba a enmohecerse. Pero esto no parecía incomodar a nadie. Todos comenzaron a raspar la superficie del pan hasta quitarle el moho y se lo comieron con tanto apetito como había comido yo el día anterior. Telma me dio una parte. Estaba dura, pero me la comí porque el hambre comenzaba a atormentarme. Así pasaban los días y eran siempre más o menos de la misma forma. Todos los niños del puente salían a buscar comida y en el camino recogían latas u otros objetos que pudieran vender. Yo tenía que elegir entre ir al basurero infestado de perros o quedarme con las ratas. Al menos en el basurero

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tenía a Telma, así que siempre iba. Con el tiempo, el olfato se acostumbra a aquel lugar y uno comienza a verlo menos extraño. Había días en los que no se lograba conseguir mucho. Dos o tres latas y nada de comida. Entonces, los niños salían a la ciudad a pedir dinero para poder comprar algo que, como decían ellos, les llenara la tripa. No sé qué esfuerzo era más inútil porque, cuando vendían todas las latas que habían recolectado durante muchos días, apenas si alcanzaba el dinero para comer dos días. Y cuando salían a pedir dinero, las personas se apartaban como si mis amigos fueran a hacerles daño. ¿Trabajar? Recolectar latas era un trabajo. Decían que las botellas de plástico eran mejor pagadas, pero los adultos del basurero eran los únicos que podían recolectarlas. Cuando intentaban buscar algún otro empleo, nadie quería contratarlos. A veces sentía un poco de pena por ellos y por

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eso intentaba encontrar todas las latas que pudiera, que siempre eran bastantes, pero nunca suficientes. Una de esas mañanas que Telma llamaba «de paseo», caminábamos juntos por la calle. La gente, como siempre, se apartaba. Entonces, una persona se acercó a Telma y le ofreció trabajo. Ella aceptó muy emocionada y recibió un enorme bloque de papeles. El trabajo consistía en andar por la calle y entregarle los papeles a la gente que pasaba por allí. Los repartió todos, toditos, pero al final del día la persona con quien había hablado no estaba en el sitio que acordaron. Estuvimos allí, esperando, pero nunca apareció. Telma comenzó a caminar lentamente de vuelta a casa. Algo se le sacudía en el fondo de los ojos, pero ella lo contenía. Cuando llegamos y los niños preguntaron qué había llevado esta vez, Telma no dijo nada, se sentó en un rincón y se le derrumbó la rabia de los ojos. Estaba enojada y triste y decía entre sollozos:

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«Otra vez». Habría querido decirle algo, maullar, acariciarla, ayudarla a que cesara el «otra vez» que repetía con desconsuelo. Preferí el silencio.

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Todo en familia Una tarde, mientras Telma dormía profundamente, salí a caminar por allí. Primero me guio la curiosidad. Quería buscar algo interesante, descubrir cosas, pero la curiosidad no duró mucho tiempo: pronto me fui poniendo nostálgico. Pensaba en Telma como si esa tarde que la dejé dormida bajo el puente hubiera sido la última vez que la vería. Todo me recordaba a ella. Las personas, sobre todo. Pensaba en la dicha de los niños que tenían comida y videojuegos en su casa. Un paso tras otro, sin darme cuenta de la dirección que había tomado, llegué a una esquina que

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me pareció familiar. Cuando vi hacia abajo, allí estaba la parte trasera del restaurante en el callejón donde conocí a Telma. Bajé. No tenía hambre, pero bajé. Traté de recordar todo aquel alboroto que se armó cuando intenté pedir comida en la cocina. Visto como un recuerdo, me parecía muy divertido. Vaya sorpresa la que se llevó el cocinero cuando me vio dentro de su aromático y delicioso templo de comida. Pensaba en todo aquello y me reía solo cuando de pronto, como si algo hubiera estallado, comencé a escuchar ladridos. No hay animal más horrible que un perro: cualquier cosa le da motivos para hacer ruido o pelear. Si el mal supremo existe, debe de ser un perro. ¿Qué contaba? Ah, sí: el callejón. Después del primer ladrido escuché otros más. En ese momento supe que debía correr y lo hice. Una jauría me persiguió por un par de calles hasta que trepé a un árbol. Los perros ladraban y yo respiraba con dificultad.

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Pobrecitos. A veces me dan un poco de lástima los perros: no poder trepar debe de ser algo humillante. Ellos no se retiraban y yo no bajaba del árbol. Aquello fue una lucha de paciencia que gané con perspicacia. Fingieron irse, pero yo ya conocía el truco: estaban escondidos en la esquina. Fue entonces cuando me percaté de que una de las ramas del árbol terminaba cerca de una ventana que, no lo podía creer, ¡estaba abierta! Caminé hasta el extremo de la rama y salté hacia la ventana. No supe más de los pobres perritos. Imagino que se sintieron muy tristes cuando vieron que me había esfumado. La ventana daba a una habitación vacía. No había nadie allí y la puerta estaba cerrada, por lo que decidí dormir una ligera siesta de la que solo desperté cuando más allá de la ventana se había dibujado la noche y una mano desconocida me tocó

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el lomo. Vaya susto. Yo soñando plácidamente con atunes y me había despertado de repente aquel desconocido que, frente a mí, bien podía tener más cara de asombro que la mía. Yo no sabía qué tipo de humano era aquel, así que mantuve la posición de defensa mientras él me decía que me tranquilizara, que no me haría daño y todo ese montón de cosas que siempre dice la gente aunque no sean ciertas. Me señaló la ventana y me ofreció con mucha amabilidad que me fuera a casa. ¿A casa? Esos humanos dan por sentado que todos tenemos una. Como era más que obvio que no quería retenerme a la fuerza, supe que no me haría daño. Me quedé por dos razones: porque la noche parecía fría y porque en la habitación de al lado escuché el travieso sonido de unos ratones. El humano no pareció incomodarse con mi decisión, así que me quedé. Se llamaba Samuel y no vivía solo. Vivía con Ana, su

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esposa. Lo primero que hice en aquella casa fue explorar todo cuanto había. Porque moría de ganas de jugar con los niños. Sin embargo, después de recorrer cada parte de la casa me di cuenta de que no había niños allí. No encontré ni el olor. Inspeccioné todo con más calma y encontré fotos de Samuel y Ana, juntos y separados. Supe que las fotografías eran antiguas porque en ellas las personas aparecían con ropa que la gente de ahora ya no utiliza. Bueno, viéndolo así, también podrían ser fotos del futuro. Continué husmeando hasta que identifiqué lugares cómodos en los que podía dormir sin ser perturbado. Ana era abogada. Samy… Creo que Samy también. Los humanos tienen la costumbre de acortar los nombres. Por eso a Samuel le decían Samy. Con Ana no quedaba otro camino. La primera noche que pasé en casa de ellos, Ana abrió una lata de atún y Samy sirvió agua en un plato: eran para mí.

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Mientras devoraba el atún (porque todos los sucesos desde el puente hasta esa casa me habían dejado con la panza llena de hambre), Samy preguntó mi nombre. ¿Que cómo me llamaba? Pues, ¡haberlo pensado antes! Me habían dicho mish, gatito, pedazo de animal y gato —a secas—, pero evidentemente ninguno de esos era mi nombre. Y a decir verdad, yo tampoco sabía si tenía uno. De todos modos, aunque lo hubiese tenido, no habría sido muy gentil de mi parte aparecerme por su casa, comerme sus alimentos y, además, ponerme a conversar con ellos. No, no, no. Hay límites que todo felino debe respetar. En fin, fueron ellos quienes me nombraron Ulises. Ana preguntó si me gustaba mi nuevo nombre. Realmente no me importaba mientras me alimentaran. Aunque, para ser honesto, me gustaba cómo sonaba. Pasaron los días y me fui percatando de que Ana trabajaba todos los días, pero Samy no. Al principio no me pareció extraño: Samy se queda-

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ba conmigo y jugábamos por las mañanas, cuando iba a despertarlo. A veces, por las tardes, después de que Ana regresaba a casa, yo fingía estar dormido y escuchaba sus conversaciones. Descubrí que tenían ciertas preocupaciones y que necesitaban algo que no me era familiar, pero que para ellos era importante: dinero. El mundo de los humanos se me reveló como un acontecimiento fortuito. Las personas necesitan dinero, pero para obtenerlo deben trabajar. Y eso implica dedicar tiempo al trabajo, y no a otras cosas que podrían hacer, como yo, que duermo, como y juego, en lo cual se me va la vida. Con el dinero se compran cosas: zapatos, camisas, televisores, atún… Una vez hasta escuché que con dinero se pueden comprar gatos. ¡Gatos! Tendré que verlo para creerlo. En fin, si las cosas se compran con dinero y el dinero se obtiene con tiempo, entonces es con tiempo que se compran las cosas.

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El punto es que los Fajardo necesitaban dinero. ¿Ya había dicho que el apellido de Samuel era Fajardo? Pues lo era. El de Ana no, pero, cuando dos personas se casan por lo que ellas llaman «matrimonio civil», ambas personas llevan un apellido común. Supongo que fue el apellido de Samy el que adoptaron porque él es macho. Si ambos hubieran sido hembras… No sé… Tal vez habrían tenido que pelear para decidir el apellido. O qué sé yo. Ya no sé ni lo que venía diciendo. Ah, sí: los Fajardo necesitaban dinero. Samy era un humano muy listo, además de muy amable y generoso. Así fue como comenzó a recibir en su casa a niñas y niños que no eran su familia, pero que llegaban a escucharlo hablar un poco y a jugar con él. Así logró conseguir un poco más de dinero. Al principio no pensé que eso fuera un trabajo. Es decir, la palabra trabajo suena terrorífica y he llegado a pensar que me produce alergia,

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pero ese era el trabajo de Samy: enseñar cosas a los niños. Era como una escuela, pero no tan escuela. Es decir, los niños y las niñas llegaban y hablaban con Samy sobre lo que habían aprendido ese día en la escuela. Entonces, Samy conversaba con ellos sobre esos temas. Luego jugaban un poco y continuaban hablando sobre cosas parecidas. Algunas veces, sobre cosas que yo no comprendía: cubos con raíces, aritmágica, trigo de metría y cosas por el estilo. Algo aprendí, algo aprendí… A veces, durante las reuniones, veían alguna película. Para mí no era igual de divertido, pero era entretenido y a los niños les gustaba. En una de esas reuniones la cosa se puso difícil. Yo me llené todito de nervios y no supe qué hacer, pero Samy siempre sabe qué hacer: habló con el niño y la niña y solucionaron el problema. Yo, de todos modos, permanecí inquieto durante el resto de la tarde. Ah, pero claro, no he contado lo

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que ocurrió: sucede que Raúl era un niño al que se le daban poco las palabras en comparación con los demás niños del grupo. Por su parte, Mónica era más bulliciosa que el resto. Raúl había ido por un vaso de agua y, al regresar a la sala, se tropezó con un juguete y derramó el agua sobre el pantalón de Mónica. Ella, enfurecida, lo empujó. Raúl cayó al suelo y, entre llantos y sollozos, se disculpó con Mónica y le explicó que había sido un accidente. Ojalá allí hubiera terminado todo, pero ella comenzó a gritarle que era un tonto, que hacía falta serlo para tropezarse con un juguete y que, además, ni siquiera tenía papás. Por último, dijo enérgicamente que qué se podía esperar de alguien que no tenía familia. Comprendí, por el tono de aquellas palabras, que no era bien visto no tener padres y me sentí un poco mal. Después de todo, antes de llegar a la casa de los Fajardo yo no tenía ni nombre.

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Los ojos de Raúl se humedecieron y por su rostro asomó la angustia y la inminencia de un grito, pero no. No gritó. No dijo nada. Lloró como intentando no hacerlo. Yo estaba perturbado, profundamente triste. Entonces llegó Samy y preguntó qué ocurría. Mónica no dijo nada, Raúl tampoco, pero uno de los niños que había visto todo dijo que lo que sucedía es que Raúl era tonto porque no tenía familia. La afirmación pareció desconcertar hasta al mismo Samy, que siempre sabía qué hacer, y pidió detalles sobre lo que realmente había pasado. Todos los niños estaban presentes y parecían a la expectativa de lo que iba a suceder. Samy escuchó con atención la narración de los hechos. Entonces suspiró antes de dirigirse a todos y dijo que aquello era triste porque él tampoco tenía papás. Sentí un poco de lástima por él cuando lo dijo, pero cuando continuó hablando comprendí por qué lo contaba. Nos explicó cómo funcionaba todo

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aquello de la familia. Presté mucha atención porque el tema no me parecía tan incoherente como lo de los números rotos y los completos y todas esas cosas que apenas comprendía. Lo primero que supe fue que hay dos tipos de parientes: los consanguíneos y los afines. A los primeros no se les puede elegir, ya que cada persona está unida a ellos por lazos de sangre (sí, se escucha viscoso, pero se llaman así, lazos de sangre, y qué le vamos a hacer). Los afines son… No sé cómo explicarlo. Ana y Samy pertenecen a ese tipo. Decidieron ser familia. Samy también explicó que hay muchos tipos de familias. Nunca me habría imaginado que hubiera tantos, pero los hay. Todo aquel problema terminó con la reconciliación de los dos niños. Mónica se disculpó con Raúl por lo grosera que había sido. Raúl le dijo que lamentaba mucho el incidente del agua, que no había sido su intención.

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Así transcurrieron los días: los niños, Samy, yo. Todos aprendíamos cosas nuevas en cada reunión. Los fines de semana no llegaban los niños, pero eran divertidos: estábamos solos Ana, Samy y yo. Me querían tanto que una vez, incluso, me compraron un collar que, según dijeron, tenía escrito mi nombre. Al principio era incómodo, pero después de algunos días me acostumbré y hasta olvidaba que lo cargaba puesto. En ocasiones, Ana y Samy salían a pasear y yo aprovechaba para salir a la calle a buscar a mis viejas amistades. Cuando me encontraba con algún gato conocido, este se burlaba de mí llamándome «doméstico». Eso no me incomodaba en absoluto porque yo tampoco comprendía la dicha de vivir en un hogar antes de ser doméstico.

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¿Qué irá a pasar con el pobre de Ulises? Una noche de paseo callejero encontré a unos grandes amigos. Que tal gato tenía novia nueva, que tal otro había logrado engañar a un perro, que otro había perdido una oreja en una pelea o que a otro, al blanco con manchas negras, lo había atropellado un carro. Así me contaban todo lo que había sucedido durante mi ausencia en las calles, desde las noticias más graciosas hasta las más tristes. Casi había olvidado lo que significaba vivir como gato de la calle: por un lado, la diversión; por otro, la tragedia. Una de esas noches regresé a casa contrariado por todas las cosas de las que me había ente-

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rado. Entré en la habitación por la ventana, siempre semiabierta para mí. Era tarde y las luces de la calle se habían encendido hacía mucho mucho tiempo. Esperé en silencio, y nada. Dormí un poco. Desperté. Era aún más tarde y mis humanos todavía no habían llegado. Fui a la cocina. Todavía quedaba un poco de comida en un plato. Nunca habían tardado tanto, pero no me preocupé. Salí nuevamente a la calle, que estaba silenciosa. Era de madrugada. Caminé un poco, encontré un callejón prometedor y me aventuré a perseguir ratas por todos lados. Aquello era tan divertido y no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Cuando escucharon el ruido de las ratas asustadas, los gatos llovieron de todas partes. Conocía a la mayoría. Me saludaron y me pidieron que me quedara con ellos un rato más y que les contara las cosas que había vivido fuera de la calle. Acepté y comencé a contarles la historia desde aquella noche

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fría en la que decidí ver si podía entrar en una casa para pasar menos frío durante la noche. Escucharon todo con atención. Si hubieran sido humanos habrían aplaudido. Me despedí de todos y prometí regresar pronto. Volví a casa y nada. Todo era silencio. Dormí un poco y esperé que amaneciera. Nadie llegó aquella mañana. A mediodía, la puerta se abrió y me sentí feliz de que hubieran vuelto, pero solo llegó Ana. Me dijo «hola» y entró en el cuarto. Se bañó y se vistió con la misma prisa. Metió cosas en una bolsa y casi salía cuando sonó el timbre. Fue a la puerta y la seguí. Eran Byron y su papá. Byron era uno de los niños que llegaban por las tardes a la casa. Ana les explicó que ese día no habría reunión porque Samy había tenido un accidente y que ella estaría con él en el hospital hasta que estuviera mejor. Les dio su número telefónico y les pidió que les avisaran a los demás niños.

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Antes de despedirse, Byron me vio y preguntó qué pasaría conmigo. Esa pregunta me dio miedo. ¿Qué significaba eso de «qué pasará con Ulises»? Entonces, el rostro de Ana delató que ella no se había hecho esa pregunta y que no tenía idea de qué pasaría con el pobre de Ulises. Después se lo dijo a Byron: que no sabía cuántos días pasaría en el hospital y que necesitaba que alguien me alimentara. Byron y su papá ofrecieron su casa para que pasara allí los días que fueran necesarios. Ana aceptó y agradeció aquel gesto. Ese día, Ana se fue al hospital con una bolsa en las manos y yo partí hacia otra casa en brazos de Byron, en el carro de su padre. Sí, quién lo diría. Ulises viajó en automóvil. Aquella era una casa hermosa. Tenía un jardín muy bonito. Pensaba en lo prometedores que parecían aquellos días allí, cuando un perro asomó la cabeza detrás de un arbusto. Cuando se percató de que lo había visto, se echó a correr ha-

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cia mí y se paró enfrente. Ladraba y movía la cola. Yo bufé lo más fuerte que pude. El perro retrocedió un poco. Byron salió al jardín y se acercó a mí con un poco de cuidado. Al principio me ofendí con aquella actitud. ¿Cuidado de mí? ¡Si yo no era el perro! Pero después me sentí muy avergonzado cuando me dijo que me tranquilizara, que Chorizo solo quería jugar conmigo. Y era cierto: el perro solo quería jugar conmigo y también se llamaba Chorizo. Bajé la guardia, pero me costaba comprender por qué aquel animal no era violento. Tal vez era bobo. Tal vez tenía un nombre bobo. Pero no era malo. No sé si decir que nos hicimos amigos, pero nos divertimos juntos esa tarde. Jamás lo habría pensado. En la noche, el papá de Byron llamó a Ana para saber cómo estaban ella y Samy. Le preguntaron si podían ir a visitarlo. Inmediatamente después de hablar con ella llamaron por teléfono a los papás

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de todos los otros niños para ponerse de acuerdo e ir al día siguiente al hospital. Como no podía adelantar el tiempo, simplemente esperé. Durante la comida, todo transcurrió con calma. Yo descansaba en un rincón y los veía comer. No era una familia grande: Byron y su papá. Fue hasta ese momento cuando me percaté de que Byron no tenía mamá. De pronto pensé en Telma. A esas horas ya estaría arreglando su rincón bajo el puente. Chorizo interrumpió mis pensamientos cuando me olfateó la cabeza y me ofreció corretear otra vez en el jardín. Yo no tenía muchos ánimos para hacerlo, por lo que decidí quedarme donde estaba. De todos modos, mi amigo canino salió y corrió solo por todo el jardín hasta agotarse. Chorizo tenía una pequeña casa en el jardín y dormía en ella. Cuando llegó la hora de dormir, ocupó su sitio y los humanos se fueron a sus habitaciones. Byron quería que yo durmiera con él. Nos

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acomodamos en la cama. Su papá apagó la luz y dejó la puerta abierta. Byron se durmió pronto. Yo aproveché para salir a dar un paseo por la casa. Todas las luces estaban apagadas y por los pasillos se respiraba un silencio que rara vez aprecian las personas. Husmeé por aquí y por allá con sigilo hasta que me aseguré de que estaba solo. Pensé que aprovechar aquel espacio para corretear sería muy bueno. Pero no, no era tan buena idea. No supe de dónde provino, pero estalló un sonido horrible, como de ambulancia, y Chorizo comenzó a ladrar con desesperación. Me escondí tras el sofá y escuché cómo alguien se aproximaba. Cuando vi de quién se trataba, sentí alivio y salí: era el papá de Byron. Por la expresión en su rostro, parecía que él también se había sentido aliviado cuando me vio. Caminó hacia el otro extremo de la sala y presionó unos botones que hicieron que el ruido cesara. Me tomó en sus brazos y me llevó de vuelta a la habitación del

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pobre Byron, quien también tenía cara de asustado. Su papá le dijo que yo había ocasionado todo aquel alboroto y que cerrara la puerta. Esa noche no dormí. Trataba de adivinar qué era lo que había hecho mal para armar todo aquel escándalo en casa, pero no lo comprendía. Aún no lo entiendo. A la mañana siguiente, Byron se fue a la escuela y su papá al trabajo. Yo me quedé en el patio con Chorizo. Pobre. Tenía buenas intenciones, pero no sabía hacer otra cosa que correr y ladrar. Bueno, escarbaba como todo un maestro, debo admitirlo, pero no hacía nada más. Lo dejé con su alegría y salté el muro del patio para ver qué había del otro lado. Nada especial, excepto algo muy extraño. Era una calle silenciosa entre un grupo de casas toditas iguales. Caminé por allí esperando ver algo interesante, pero nada. Aquello no se parecía en nada a

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las calles que yo conocía: con su gente y su bullicio y sus formas múltiples. Aquí todo era calma y monotonía. Hasta me pareció un lugar aburrido. No tenía razones para caminar por los tejados. Quería verlo todo desde abajo. Esperaba encontrarme algo, pero lo único que encontré, después de caminar un poco, fue un muro que rodeaba todo aquel grupo de casas. Las orejas me temblaban de curiosidad, así que salté hacia el otro lado. Allí estaba, ahora sí, la vida urbana que yo conocía.

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Prohibido el ingreso de animales Era extraño. Nunca antes me había sentido tan inseguro en la calle. Después de la tranquilidad de aquellas casas, ¡este abrupto estallido de personas y automóviles! Sin embargo, algo de alegría tenía ese bullicio. Entonces me pareció que aquella colonia atrincherada de casas idénticas, aquel lugar que parecía incluso aburrido, era una forma de intercambio, tal vez de sacrificio. No comprendía por qué, pero tuve la impresión de que la seguridad tenía un precio. Pensaba en todo esto y caminaba, ahora sí, por los techos irregulares de las casas. Abajo, la gente llevaba la prisa de siempre, la agitación perenne

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de todas las mañanas, pero poco me percataba de eso, que pasaba a ser, más bien, una especie de fondo musical. No sé cuánto caminé, pero debió de ser mucho. Cuando me di cuenta, estaba en un lugar completamente distinto. Parecía otro país, y hasta diría que otro mundo, pero puede parecer exagerado. Las casas eran pequeñas y parecían frágiles. Algunas partes estaban cubiertas con bolsas plásticas. Al principio me parecieron muy originales, pero después pensé en las temporadas lluviosas y tuve duda de que aquellas viviendas resistieran siquiera una leve llovizna. Pensé en conocer un poco más aquel lugar y comencé a caminar cuidadosamente entre aquellas casitas, pero ni todo el sigilo del mundo me habría servido aquella mañana, pues aquello bien podría ser, más que una colonia de humanos, un reino canino. Una jauría de perros comenzó a perseguirme,

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y en el camino aparecieron más y más canes hasta que se hicieron incontables. Pensé que, si regresaba a casa de Byron por otra ruta, muy probablemente me perdería. Decidí, pues, continuar por el camino que ya conocía. Los perros son animales obstinados, pero, para mi buena suerte, a medida que avanzamos por las calles, algunos canes desistieron de la persecución. Cuando llegué al muro que rodeaba la colonia en la que vivía Byron, ya no eran tantos los perros que me seguían, pero todavía me perseguían muchos y sus ladridos me erizaban la cola. Logré divisar un punto en el que podía trepar con facilidad y lo hice. Al otro lado ya solo llegaban los ladridos de frustración. Vaya. Sí que era seguro aquel lugar. Me asusté mucho. Los humanos tienen la idea extraña de que los gatos tenemos siete vidas. Yo no sé si sea cierto y no quise ponerme experimental aquella mañana. Todo estaba mejor así.

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Ya era casi mediodía y corrí hacia la casa de Byron. Salté el muro del patio y Chorizo estaba allí, justo como lo había dejado, con su agitación de perro ansioso, con su lengua de fuera y con sus inagotables ganas de correr. Un momento después llegó Byron, quien abrió la puerta del jardín para dejarme entrar. En la casa había un ambiente tan tranquilo que nadie se imaginaba que, minutos antes —sea lo que sea un minuto—, un pobre gato había estado en peligro de extinción. Byron se cambió de ropa y comió. Me sirvió un poco de comida para gato. No era un banquete, pero tampoco estaba mal. El papá de Byron vino después de almuerzo y dijo que ya era hora. Entonces Byron tomó su suéter y corrió hacia la puerta. Yo maullé. Era mi única forma de que no me olvidaran. Funcionó: me llevaron con ellos. Yo estaba ansioso porque volvería a ver a Samy y Ana.

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Cuando llegamos al hospital, algunos niños ya estaban allí. Todos me cargaban por turnos. Nos quedamos un momento fuera y llegaron los demás. Pensé que estábamos esperándolos, pero en realidad no podíamos entrar en el hospital hasta que el señor que estaba en la puerta lo indicara. Cuando dijo que podíamos entrar, se me sacudieron los bigotes de la pura felicidad, pero el señor de la puerta dijo que yo no podía entrar porque no se permitía el ingreso de animales. Entonces fue tristeza lo que se apoderó de mis bigotes. La orden estaba dicha: el gato debía quedarse afuera. El papá de Byron se quedó conmigo. Teníamos que esperar. Pero como eso de esperar no es lo mío, me escabullí tan pronto como el papá de Byron se distrajo y busqué de inmediato un lugar por donde trepar. Pasé por varias ventanas, pero no encontré ninguna por la que pudiera entrar. Entonces, por un golpe de suerte, encontré la ventana de la habitación

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en la que estaba Samy. Allí estaba acostado, con los niños alrededor de su cama. Me costó un poco, pues la cortina estaba cerrada y solo había una pequeña abertura desde la cual apenas podía verlo. Pero Samy estaba bien, y eso me bastó, de manera que volví con el papá de Byron. Todos parecían contentos cuando salieron. Cuando me vieron, los niños volvieron a jugar conmigo y alguien planteó una idea: se turnarían para albergarme en sus casas. No me pareció mala idea. Después de todo, eso de estar siempre en un mismo sitio no es lo mío. Dijeron que estaría dos días en casa de cada uno hasta que Samy se recuperara y las cosas volvieran a la normalidad. Cecilia, una niña del grupo, ofreció su casa para ser la siguiente. Todos estuvieron de acuerdo. Cuando volvimos a casa, dormí largo rato. Más tarde miramos un poco de televisión. Aquello era fabuloso. No había reparado en lo maravilloso

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que es tener otro mundo en una pantalla. Con el control remoto, Byron hacía que se mostraran, uno tras otro, mundos enteros en la televisión. Él los llamaba canales. Presté mucha atención a la forma como usaba el control remoto. Sabía que ese conocimiento me serviría tarde o temprano. Esa noche no salí de la habitación de Byron. Fue algo muy aburrido. Dormí por lapsos cortos y el resto del tiempo pasé recordando lo que había pasado durante el día.

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Otros mundos en la tele A la mañana siguiente, Byron y su papá volvieron a su rutina y yo decidí quedarme dentro de la casa. Cuando se fueron, tomé el control remoto de la televisión y, con todo el esfuerzo de mis garritas, logré hacer que se encendiera. El primer paso estaba superado. Ahora debía encontrar algo que quisiera ver. Con otro manojito de esfuerzo logré encontrar un canal en el que aparecían animales extraños que jamás había visto y que ni con toda mi creatividad gatuna (que de más está decir que es la mejor de todo el reino animal) habría podido imaginar.

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Hablaban de unas tales firajas o algo así. Eran animales que tenían un cuello tan grande que podían alcanzar con su hocico las copas de los árboles. Menos mal que los perros no tienen cuellos así, porque no serviría de mucho mi habilidad trepadora en ese caso. Después aparecieron más animales que me causaron tanto o más asombro que las firajas. Afortunadamente, logré apagar la televisión antes de que los humanos regresaran a casa. Ese día llegaron juntos Byron y su papá. Comimos. Después llegó Cecilia. Se despidieron de mí y me fui con ella. Ahora que lo recuerdo, no me despedí de Chorizo. Cecilia me llevó en sus brazos hasta su casa. Allí estaba su mamá. Lo primero que hice cuando llegué fue ver si tenían televisión. ¡Qué alivio! Sí tenían. Los papás de Cecilia me trataron muy bien. Y ni qué decir de la comida: era deliciosísima. La primera noche que estuve allí salimos todos jun-

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tos en el auto de la familia. Yo no sabía adónde íbamos hasta que Ceci (sí, así le decían sus papás) dijo que estaba muy alegre de ir a la feria de no sé qué pueblo. El viaje no fue largo, pero me aburrí un poco. Sin embargo, valió la pena. Todo aquello era un espectáculo luminoso. Había luces por todos lados. Era grandioso. Además, olía a todo tipo de comida. Nos divertimos mucho hasta que Ceci tuvo una mala idea: quiso que me subiera con ella a una enorme rueda giratoria. Desde el principio no me pareció la mejor idea del mundo, pero me subí igual. Iba en las piernas de Cecilia, y la rueda giró lentamente hasta que estuvimos arriba. No puedo describir lo hermoso que se veía aquel pueblo esa noche desde las alturas. Estaba absorto viendo todo eso, cuando la rueda comenzó a girar rápidamente. Estaba aterrado y comencé a maullar lo más fuerte que podía para que alguien detuviera aquello, pero

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eso no sucedió. A medida que mis nervios se crispaban, gritaba más y más fuerte y enterraba más y más las garras en las piernas de Cecilia. Creo que ella gritó más fuerte que yo, pero eso no cambió las cosas: yo maullaba, Ceci gritaba y la rueda giraba. No sé en qué momento se detuvo todo aquello, pero me sentí culpable, pues Cecilia lloró mucho. Volvimos a casa. Todos se fueron a sus habitaciones y yo preferí quedarme en el sofá. Dormí largo rato. Aquella había sido una noche demasiado intensa para mí. Me desperté en la madrugada y busqué el control remoto del televisor. Lo encontré y logré encenderlo, pero después de muchos intentos fallidos desistí de cambiar el canal. Aquel control remoto no se parecía al de la casa de Byron, así que apagué el aparato y caminé por la casa en busca de algo que me entretuviera un rato. Al principio me deslicé lento, muy lento, pero después, cuando me

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percaté de que allí no había nada que hiciera ruido si caminaba a mis anchas, me dediqué a conocer todo el lugar. A la mañana siguiente, Cecilia se fue a la escuela y su papá al trabajo. La mamá de Ceci me sirvió un poco de atún. No podía comenzar mejor el día. Después me dirigí al control remoto y me dispuse a dominarlo de una vez por todas. Pero entonces apareció de nuevo la mamá de Cecilia y tuve una idea brillante: me paré sobre el control remoto y maullé lo más tierno que pude. Ella se acercó y me preguntó si quería ver televisión, así que seguí maullando hasta que la encendió. Sin embargo, después de hacer esto salió de la sala y me quedé otra vez con el mismo problema: no sabía cómo cambiar de canal. Intenté largo rato hasta que descifré el enigma de los símbolos sobre el control remoto y logré cambiar los canales. Encontré uno sobre animales. Otra vez conocí muchos animales extraños. Incluso

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hay unos que viven en el agua. Habrase visto mayor disparate: vivir en el agua. Si no lo hubiera visto en la televisión no lo creería. Todo aquello era demasiado perturbador, así que cambié de canal. Afortunadamente, encontré otro sobre animales, pero ojalá no lo hubiera encontrado. Esta vez conocí a unos animales tan enormes y tan horribles que hicieron que retrajera las garras del puritito espanto. Se llaman algo así como dinosabios, y no quisiera encontrarme con uno de esos un día porque estoy seguro de que ni mi agilidad ni mi inteligencia me servirían para escapar de un animal así. Era suficiente por ese día. Apagué el televisor e intenté dormir un rato. Lo intenté varias veces, pero cada vez que cerraba los ojos aparecía un dinosabio y me despertaba de un salto, así que dejé de intentarlo y me dediqué a husmear por todos lados. Entonces llegó Cecilia.

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Pasamos juntos en su habitación el resto de la tarde. Me contó cosas sobre su vida. Cuando una persona habla con un animal, todo lo que dice es sincero. Supongo que es porque la gente piensa que no la entendemos. O tal vez porque sabe que no diremos nada a nadie. En fin, fue aquella tarde cuando supe que Beto, el papá de Ceci, no era realmente el papá de ella; que el verdadero padre de Cecilia había muerto hacía algunos años; y que Beto se había casado hacía poco tiempo con su mamá. Ceci estaba feliz con su familia y, aunque a veces extrañaba a su padre, estaba contenta con Beto. Por un momento me pregunté si también eso se consideraba familia, y me respondí que sí. Ceci lucía feliz y cualquier pregunta de ese tipo estaba de más. Al día siguiente, Cecilia me abrazó y me dijo que Mónica vendría por mí. Cuando escuché ese nombre, no supe qué hacer. Recordé lo grosera

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que Mónica había sido con Raúl. Pero no perdí la compostura y me senté a esperar a que llegara. No esperé mucho tiempo. Llegó. Ceci y su mamá se despidieron de mí, y allá iba yo otra vez, el gato más hermoso del mundo, a vivir con otra gente, a conocer cosas nuevas. A diferencia de lo que esperaba, Mónica no era malvada. Tampoco sus padres. Me sentí un poco mal por haberlos prejuzgado a ella y a su familia por el incidente con Raúl. La vida en la casa de Mónica parecía que sería tranquila. Pero ella también tenía una mascota que me atormentaba día y noche: un hámster. Desde que lo vi supe que sería un problema, ya que quería masticarlo todito, pero sabía que no debía hacerlo. Otro gato lo habría hecho sin pensarlo tanto, pero mi convivencia con los humanos me había demostrado que la confianza de ellos no se puede defraudar sin consecuencias.

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A veces, Mónica lo sacaba de su jaula y le permitía pasear libremente por la sala. A mí se me llenaba la boca de saliva e hincaba las garras en la alfombra para no lanzarme sobre él. Aquello era una tortura. Pero todo empeoró cuando supe el nombre del pequeño animal: se llamaba Cubilete. ¡Qué imprudencia nombrar así a un animal tan suculento! ¡Qué irresponsabilidad! Solo la televisión me salvó. O, mejor dicho, lo salvó. Aquel fin de semana vi televisión para no pensar en el hámster. No me importaba si eran canales de animales o de humanos o de automóviles. Solo quería distraer la ansiedad que me causaba aquel pequeño roedor. Sin embargo, cuando dormía, lo soñaba. Era una de nunca acabar. Solo mi fuerza de voluntad mantuvo vivo a ese animal. Para colmo, la persona que debía llegar a traerme el fin de semana (que todavía no sabía quién era) llamó a Mónica para avisarle que llega-

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ría un día después. El lunes, luego de que Mónica regresó de la escuela, alguien llamó a la puerta y Mónica dijo que venían por mí. Yo estaba feliz: Cubilete había sobrevivido a mi paso por aquel hogar. Pero estaba celebrando demasiado rápido, pues quien había llegado para llevarme era Raúl. Cuando Mónica abrió la puerta, lo invitó a pasar adelante. Venía solo. La niña se disculpó con él una vez más por lo que había ocurrido en casa de Samy y lo invitó a comer allí en casa. Raúl aceptó con timidez. Él era así. Yo había comido un momento antes, de manera que me limité a sentarme cerca de la mesa y ver cómo conversaban Mónica y su mamá, pues Raúl se limitaba a responder sí o no a todo lo que le preguntaban. Yo intentaba escuchar con atención lo que decían, pero la diminuta figura de Cubilete corriendo en su ruedita me hacía ronronear de puro anhelo.

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Terminaron de comer y llegó la hora de despedirse. Ahora sí, todo había terminado. Me fui con Raúl a su casa. A diferencia de los otros niños, no me llevó en brazos ni llegó a traerme en automóvil. Yo agradecí mucho ese detalle. La verdad es que eso de caminar por la calle me gusta mucho. En su casa no había nadie. Me dio un bocadillo y se sentó a ver televisión. Me senté con él, pero no entendí nada de lo que estaba viendo. Husmeé un poco por la casa y afortunadamente encontré algo con qué entretenerme: un pequeño ratón se atravesó frente a mí y comenzó la persecución. La verdad es que, con lo mucho que había imaginado a Cubilete en mi boca, este pequeñuelo sería una buena forma de quitarme el antojo de una vez por todas. Eso, claro, si lo hubiera atrapado. Se metió en su madriguera, de modo que me senté a esperar. Pero pronto me aburrí y busqué un buen rincón para dormir. Pensé que ya estaba perdiendo la prác-

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tica con eso de la caza, pero eso importaba poco mientras tuviera qué comer. Cuando desperté, fui a la sala a buscar a Raúl, pero él ya no estaba allí. Estaba en su cuarto y se había quedado dormido. La televisión estaba encendida, por lo que busqué el control remoto. ¡Qué sorpresa tan grata! Era idéntico al del televisor de Byron. Busqué el canal de los animales y esta vez vi algo magnífico: un gato enorme y rayado que se llamaba tigre. Realmente aterraba, pero algo al mismo tiempo me hacía preguntarme si alguna vez, con mucho esfuerzo, podría yo llegar a ser un tigre. ¿Qué necesitará un gato como yo para llegar a serlo? Todavía no lo sé, pero me encantaría crecer así de grande y verme así de fuerte. Estuve viendo la televisión hasta que Raúl se despertó. Poco tiempo después llegaron los tíos de Raúl, porque vivía con ellos. Apenas si me vieron: no me pusieron mucha atención. Le preguntaron a

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Raúl por sus tareas y él respondió que no las había hecho. Entonces le hablaron fuerte y le dijeron que no era justo que no hiciera sus tareas, que no tenía nada más qué hacer y que era un malagradecido. Su tía le habló y le dijo que no era posible que estuviera portándose así, que el hermano de ella —el papá de Raúl— habría querido algo diferente para su hijo y que tenía que apreciar lo que ellos hacían por él, pues no tenía más familia que ellos. Su tío también le habló y le dijo que no era la primera vez que aquello ocurría, que por favor tomara en serio la escuela, pero Raúl le respondió de forma muy grosera. Negó rotundamente el parentesco con su tío y dijo que no comprendía lo que estaba ocurriendo. Quien realmente no comprendía lo que estaba ocurriendo era yo, pero todo lo que escuché me hizo comprenderlo: los papás de Raúl habían muerto no sé cuándo y por eso él vivía con sus tíos. Con Samy aprendí que un tío es

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el hermano del papá o de la mamá. Por ende, en ese sentido, solo la tía de Raúl era realmente su tía, pues era hermana de su padre. Y aunque recuerdo que Samy decía que al esposo de una tía se le puede llamar tío, Raúl se negaba a llamar al suyo así en aquel momento. Todo aquello continuó y no fue para nada grato. Al final, todos se fueron a dormir. Yo decidí quedarme en la sala. Me senté frente a la ventana y me puse a ver la penumbra apenas rota por la luz de la calle. De vez en cuando alguien pasaba sin prisa. Por ratos dormía. Por ratos observaba el exterior. En la mañana, todos se levantaron temprano. Raúl debía ir a la escuela y sus tíos al trabajo. Antes de salir, Raúl le dijo a su tío que lamentaba mucho lo de la noche anterior, que no había sido su intención decir cosas hirientes y que prometía esforzarse en todo a partir de ese día. Su tío le besó la frente, lo abrazó y le dijo que contara con él siempre.

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Cuando todos se fueron y en la casa solo quedábamos la televisión y yo, tomé de nuevo el control remoto y, obviamente, busqué el canal de animales. Otra vez hablaban de animales que viven en el agua. Son tantos y de tantas formas que parecería increíble. Después hablaron sobre las serpientes y otros animales que para mí que se los estaban inventando. Pensé que al día siguiente alguien entraría por la puerta diciendo que me llevaría a su casa. Pensé que Samy jamás se recuperaría y que estaría viviendo dos días en cada casa. Pensé que todo aquello había sido demasiado y que debía salir a buscar cosas distintas. La vida de la calle ya no me llamaba tanto la atención, pero tampoco la vida doméstica, y no quería pensar que todo se reducía solo a esas dos posibilidades. Recorrí la casa vacía y encontré una ventana abierta. Esa era la oportunidad de salir a buscar

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algo más. Con eso les decía adiós a Samy, a Ana y a los niños que tanto me querían.

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Estos sueños de comerme el mundo (y a las musarañas) Caminé sin prisa por los techos de las casas, por las orillas desde las que pudiera ver las calles. Yo mismo no sabía adónde iba o qué quería encontrar, pero escuché un ruido de niños y quise ver de qué se trataba. Hace mucho tiempo había escuchado hablar de las escuelas, pero no sabía qué eran hasta ese día. Había niños y niñas por todas partes. Aquello parecía uno de esos cardúmenes que vi en la televisión, pero estos eran humanos, pequeños humanos bulliciosos. Decidí bajar para jugar un poco con ellos antes de irme. Y sí que jugué con ellos. Todos querían

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estar conmigo, pero yo no podía estar con todos. Nos divertimos mucho hasta que sonó un timbre y todos corrieron para reunirse en unas habitaciones enormes. Una niña me vio y me tomó en sus brazos. Me llevó a la gran habitación, me escondió en una bolsa y me pidió que no saliera de allí. Eso hice: me quedé todo lo quieto que pude. Todo era tan divertido. Al fin sabría qué iban a hacer los niños a la escuela. Desde una abertura en la bolsa de la niña tenía una visión limitada, pero me interesaba ver qué sucedía allí. Una mujer adulta entró y pidió que todos hicieran silencio. Todos obedecieron. Después comenzó a hablar y hablar de muchas de las cosas de las que hablaba Samy con los niños, pero esto no era una conversación, como las de Samy, sino algo más serio. La señora hablaba y hablaba y los niños permanecían quietos y en silencio.

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Después de esa señora entró otra y repitió el procedimiento. Después, un hombre alto, muy alto, habló sobre las predicaciones de un sujeto indirecto y cosas que yo no entendí, que no pude entender porque los gatos no sabemos escribir. Pensé en lo difícil que es ser humano. Eso podría explicar por qué muchos andan siempre muy malhumorados. Cuando llegó el momento de salir de la escuela, todos los niños corrieron hacia afuera, pero la niña de la bolsa me acomodó con lentitud y volvió a dejar una abertura. Salió a la calle y yo veía todo desde dentro. Llegamos a su casa, me sacó de la bolsa, me cargó y llamó a su abuela. Cuando esta llegó, le dijo que me había llevado a casa y que me llamaba Ulises. Me sorprendió que supiera mi nombre. Esto me incomodó durante largo rato. La niña abrió una lata de atún y me la ofreció. Claro que no pude negarme a aquel manjar tan digno de mis bigotes. Cuando terminé de comer,

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busqué a la niña por todas partes, pero no estaba en casa. Solo estaba su abuela, que se encontraba en el sofá y me llamó por mi nombre. Yo me le acerqué y ella comenzó a acariciarme. Me quedé allí, sentado a la par del sofá, porque aquellas caricias me gustaban hasta el ronroneo. De pronto la niña entró por la puerta con una bolsa de comida para gato. No la seguí. Las caricias de la abuela no me permitían desear ir a otro lado. La niña gritó mi nombre en el jardín y corrí hasta donde estaba. Tenía una pequeña pelota y me la ofreció para jugar. Cuando me aburrí de la pelota, me eché sobre sus piernas y me acarició hasta que casi me quedé dormido. Fue allí cuando me dijo que se llamaba Martina. Fue así como la conocí, casi por accidente. Los días son divertidos con ella. Sabe muchas historias. Además, tiene tantos libros repletos de historias extraordinarias que podría pasar días ente-

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ros escuchándolas. Vive con su abuela. Sus papás se encuentran en otro país porque trabajan allá y le envían dinero. Cuando esto sucede, Martina me compra juguetes nuevos. Siempre salimos a pasear al parque infantil, a una plaza cualquiera o simplemente a sentarnos en una acera para ver a los niños jugando pelota. Martina me deja irme porque sabe que siempre vuelvo. Me gusta salir a caminar por allí y reunirme de vez en cuando con mis viejos amigos. Hace unos días observaba la calle desde el techo de la casa y me pareció ver que a la casa de enfrente llevaron un árbol, uno de esos árboles que atiborran de luces y adornitos de colores. Debo comenzar a prepararme. Cuando salimos, Martina camina por la acera y yo por las orillas de los techos. Me gusta verla desde arriba. Me gusta que voltee a ver de vez en cuando para asegurarse de que yo la sigo. Nuestras miradas son siempre de complicidad. Hace algunos días la acompañé a comprar un helado. El día esta-

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ba terminando y el sol casi tocaba el horizonte. Las calles estaban llenas de gente, como todos los días a esa hora. Entre el tumulto y el ruido, Martina. Entre el tumulto y el ruido, Telma. ¡Sí! Allí estaba también Telma, aunque un poco aislada porque, como siempre, todos se apartaban de ella. Hacía mucho que no veía a Telma y a veces pensaba en ella. Bajé hacia la acera y me escurrí entre las personas para alcanzarla. Me paré frente a ella y maullé. Me reconoció de inmediato. Gritó: «¡Gatito!». Me levantó y me dio un abrazo fuerte. Martina se acercó y le preguntó si me conocía. El rostro de Telma parecía contrariado, pero respondió que sí, que habíamos vivido juntos durante un tiempo. Martina dijo que suponía entonces que yo le pertenecía a Telma, pero Telma no pudo responder nada mejor cuando dijo que no, que yo no le pertenecía a nadie, pero que era bueno saber que estaba bien. Le preguntó a Martina

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qué decía mi collar. Le explicó un poco avergonzada que no sabía leer. Entonces recordé que llevaba puesto un collar y comprendí que Martina no había adivinado mi nombre. Martina dijo que, si Telma era mi amiga, lo era también de ella y le preguntó si quería un helado. Telma, que no estaba acostumbrada a ese tipo de invitaciones, aceptó con un poco de desconfianza. La conversación duró lo que duraron los helados, que no fue mucho. Después de eso se despidieron y volvieron a lo que cada una a su manera llamaba casa. Aquella fue, sin duda, una tarde extraña. En casa, Martina me leyó cuentos hasta que llegó la hora de dormir. A Martina le gustan los animales. Por las tardes enciende la televisión y vemos juntos programas sobre animales. Cada uno me sorprende más que el anterior. Ayer, después de ver un programa sobre osos, vimos uno sobre musarañas.

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Nunca había escuchado mencionarlas. Tampoco las he visto, pero son tan pequeñas y tan bellas que podría jurar que no he visto bocadillo más suculento en mi vida. Es más, ni siquiera Cubilete se veía tan… masticable. Después de ese programa, no dejé de pensar en ellas. Anoche soñé con musarañas y fue hermoso. Hoy estoy decidido a partir, a viajar, a buscarlas por todas partes hasta encontrarlas, pero llueve, es de noche y este cómodo sofá no ayuda mucho. Mientras tanto, veo la lluvia resbalar por la ventana y me pregunto cuánto tendré que caminar hasta encontrar una de esas musarañas. No lo sé, pero recorrería el planeta entero para encontrarlas. Porque el mundo es grande y pequeño. Depende, entre otras cosas, del hambre. Yo no tengo hambre, sino ganas de viajar. Y eso de viajar sí que es lo mío.

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Quisiera contar alguna historia hasta que escampe, pero no soy bueno con eso de las historias. Anoche soñé con musarañas y fue hermoso.

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Índice Esos raros bichos llamados humanos

7

Cuando conseguir comida es una lata

23

Todo en familia

39

¿Qué irá a pasar con el pobre de Ulises?

53

Prohibido el ingreso de animales

65

Otros mundos en la tele

75

Estos sueños de comerme el mundo (y a las musarañas)

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En este libro podrás aprender sobre:

Escenarios y situaciones de la vida cotidiana

Relaciones entre comunidades

Inclusión y respeto entre los miembros de una comunidad

Tolerancia

Relaciones interpersonales en el ámbito familiar

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Marvin Monzón

Si tu ir y venir por la vida te llevara a conocer estratos sociales diferentes y modos de vida diversos. Si vieras de cerca la pena y la lucha por vivir un día más con un mendrugo de pan, y la comodidad de un sofá y una TV. Si prefirieras la libertad de andorrear por las calles y descubrieras que tu felicidad puede depender de algo muy pequeño, algo insignificante: una musaraña… ¿qué pensarías? ¿Acaso que te estás volviendo loco? No del todo, sobre todo si eres un gato aventurero, observador y filósofo. ¿Quieres conocer a Ulises? Te invitamos.

Las Musarañas

Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.

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Marvin Monzón Ilustraciones de Eyla Luján

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