EL canto de la vida. Me gustaría saber, entonó el longevo Brooks, qué pasa realmente en un libro cuando éste está cerrado. Él, que ya no le encontraba sentido a la vida, había pasado tanto tiempo en su particular mazmorra de cuatro paredes que ya no cabía en sus pensamientos otra cosa que no fuese esa enorme y rechinante estantería repleta de legajos y libros, amén de ese fantasioso relato, oculto tras unas viejas probetas revestidas de polvo aún por estrenar. Ese antiguo y maltrecho relato había permanecido junto a Brooks toda su vida, o al menos la mayor parte de ella, pues hacía casi cincuenta años que un viejo bibliotecario, casi al fin de sus días, se lo había regalado. Aquel relato tenía algo que lo hacía mágico y especial, tan especial como para no abrirlo hasta llegado el momento. Momento en el que no le quedara fe en el ser humano, momento en el que solo un milagro pudiera llegar a alejarlo de la monótona rutina que poco a poco le iba consumiendo, momento en el que en su mente el suicidio ya no le pareciera una idea tan descabellada. Y ese momento había llegado. Así que caminó lentamente hacia la estantería mientras escuchaba el molesto chirrido producido por el antiguo entarimado con el que había convivido toda su vida. Tomó con suavidad el libro con sus manos para que sus deshilachadas páginas no se quebrasen y, a continuación, se sentó lo más derecho que su maltrecha espalda le permitió. Lo abrió por la primera página y
comenzó a leer, aprovechando la tenue franja de luz que atisbaba tímidamente a través del tragaluz. Cuando abrió los ojos no vio nada, nada aparte de una inmensa oscuridad que lo recubría todo. Sus viejas y deterioradas neuronas no acertaban a adivinar dónde estaba ni lo que allí ocurría. -¿Hay alguien ahí? ¡Por favor!- gritaba desesperado. Tan desesperado estaba que hasta él, que había perdido toda su fe, comenzó a rezarle a Dios con la esperanza de que éste le ayudara; pero sus súplicas no surtieron efecto alguno. Pasó tanto tiempo en su singular prisión, que lo único que deseaba era un atisbo de esperanza que lo devolviera de lleno a la vida. En ese momento escuchó un pequeño sonido, un canto, un canto que poco a poco le fue pareciendo más cercano. Era el canto de un ave, el sonido más hermoso que en su vida había escuchado. Era como si el harmónico canto de este ave fuera lo único que lo mantenía ligado a la vida, así que puso la mente en blanco y poco a poco fue abriendo los ojos volviendo a su habitáculo de cuatro paredes. En ese preciso momento sintió que no necesitaba más, porque el hallazgo de aquel ave lo había hecho sentir vivo por primera vez, pero se había ido para siempre, únicamente dejando tras sí una pequeña pluma, de vivos colores de más o menos un par de pulgadas sobre el bastidor. El viejo loco de Brooks, como sus molestos vecinos solían llamarle, seguía sosteniendo con sus manos, arrugadas y deterioradas por el paso del tiempo, su particular relato “El Canto De La Vida”. Brooks, al pensar que no volvería a
escuchar aquel hermoso canto, ató una cuerda a una vieja viga de la habitación, se subió a una vieja silla y antes de saltar para irse para siempre pensó: “¿A quién le va a importar un viejo loco?” Acto seguido, talló con ayuda de su navaja sobre una viga el siguiente mensaje: “Hay veces en que lo más pequeño te hace sentir lo más grande”. Despidiéndose de su triste vida, intentando recordar en su mente ese canto que una vez lo hizo sentir vivo, recibió a la muerte con los brazos abiertos como si fuera una vieja amiga.
Alexandre González García, 3º ESO B.