EL canto de la vida. Me gustaría saber, entonó el longevo Brooks, qué pasa realmente en un libro cuando éste está cerrado. Él, que ya no le encontraba sentido a la vida, había pasado tanto tiempo en su particular mazmorra de cuatro paredes que ya no cabía en sus pensamientos otra cosa que no fuese esa enorme y rechinante estantería repleta de legajos y libros, amén de ese fantasioso relato, oculto tras unas viejas probetas revestidas de polvo aún por estrenar. Ese antiguo y maltrecho relato había permanecido junto a Brooks toda su vida, o al menos la mayor parte de ella, pues hacía casi cincuenta años que un viejo bibliotecario, casi al fin de sus días, se lo había regalado. Aquel relato tenía algo que lo hacía mágico y especial, tan especial como para no abrirlo hasta llegado el momento. Momento en el que no le quedara fe en el ser humano, momento en el que solo un milagro pudiera llegar a alejarlo de la monótona rutina que poco a poco le iba consumiendo, momento en el que en su mente el suicidio ya no le pareciera una idea tan descabellada. Y ese momento había llegado. Así que caminó lentamente hacia la estantería mientras escuchaba el molesto chirrido producido por el antiguo entarimado con el que había convivido toda su vida. Tomó con suavidad el libro con sus manos para que sus deshilachadas páginas no se quebrasen y, a continuación, se sentó lo más derecho que su maltrecha espalda le permitió. Lo abrió por la primera página y