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re)ver (re)pensar (re)formar

Roberto Conduru Southern Methodist University (eua)

Traducción: José Luis Petruccelli

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Concebida en 1969, abierta al público desde los primeros días de enero y durante la mayor parte del año 1970,1 el Museo de Arte Precolombino de Montevideo presentó la exposición Arte Negro, con 82 artículos de diferentes regiones africanas y pertenecientes a colecciones privadas en Uruguay. Aunque no identificadas, la curaduría de la muestra y la edición del respectivo catálogo2 deben ser acreditadas al artista Francisco Matto y al arquitecto Ernesto Leborgne, creadores y responsables del Museo.3 El texto de la presentación, sin firmar y que también se les atribuye, reconoce el papel clave de los artistas radicados en París a principios del siglo xx en el proceso de valorización de artefactos africanos como arte. Y la importancia de la Première exposition d’art nègre et d’art océanien, presentada en la Galerie Devambez, en París, en mayo de 1919, en la divulgación de la “estatuaria africana primitiva” para el gran público. Después de abordar sucintamente el proceso por el cual los artefactos africanos llegaron a ser considerados obras de arte, el texto traza un breve panorama de la producción plástica en el continente africano desde la antigüedad hasta el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando las colonias europeas se transformaron en na-

1

2 3 E. V., “Arte negro en el Museo Precolombino de Matto”, El Día, Montevideo, 30 de diciembre de 1969; “Un grupo afro-hispánico”, La Mañana, Montevideo, 25 de octubre de 1970, p. 8. Arte Negro, Montevideo: Museo de Arte Precolombino, 1969. Amalia Polleri, “Un museo ejemplar”, El Diario, Montevideo, 30 de marzo de 1970.

ciones africanas independientes. Además, afirma que, medio siglo más tarde, la exposición Arte Negro procuraba “testimoniar la relevancia y persistencia de este arte”.

Como indica el título, Arte Negro: 50+50, en exposición en el Museo de Historia del Arte (Muhar) en Montevideo entre octubre y noviembre de 2019, se articula decididamente con las dos muestras. Sus curadores, Elena O’Neill y William Rey Ashfield, proponen al público experimentar nuevamente arte con objetos oriundos del África subsahariana, así como reflexionar sobre las exposiciones de arte. De este modo, las cuestiones planteadas en 1919 y en 1970 son colocadas en la actualidad. A estas se les agregan otras que la coyuntura actual plantea, recomienda, impone.

Esta conciencia reflexiva es perceptible también en la muestra de 1970. El epígrafe de su catálogo es un extracto del libro Les nègres et les arts sculpturaux, en el que Michel Leiris argumenta que las personas de ascendencia africana o afrodescendientes tienen un mensaje que transmitir en la necesaria y completa reconstrucción de la sociedad frente al malestar de la civilización en la era industrial. La cita es un signo del alcance pretendido con la exposición Arte Negro. Yendo más allá del campo del arte, la experiencia de aquellos artefactos permitiría pensar la cultura en general. Aunque el texto de la exposición de 1970 reconoce que la mayoría de las piezas existentes en colecciones fueron producidas a partir del siglo xix, estas todavía son atribuidas a tradiciones atemporales de “tribus” y, por lo tanto, consideradas índices de primitivismo. No obstante, también son potentes, iluminadoras —más que hablar del África ancestral, ellas tendrían sentido para el mundo contemporáneo—. Apuesta curatorial que puede ser redimensionada en la coyuntura postindustrial, informativa e imagética de hoy. Desde que experimentar los objetos en 2019 no signifique negar y sí reconocer un África múltiple, interconectada y articulada con el mundo desde siempre, con memorias, historias, posibilidades y proyectos de futuros.

Desde el inicio, el texto reconoce la artificialidad de la muestra al exponer los objetos fuera de su ambiente, sin luz natural, desprovistos de muchos elementos y apartados de los rituales para los cuales fueron hechos. En este sentido, artificial era no solo la muestra de 1970, sino casi todas las exposiciones, excepto aquellas que exhiben obras hechas intencionalmente para el juego del arte y sus ritos. Lo que puede ser el caso de las piezas entonces expuestas, algunas de las cuales ahora en exhibición, ya que muchas colecciones de objetos africanos son consti-

tuidas por piezas producidas para satisfacer la demanda de los coleccionistas por “obras de arte” de un África genérica, sin mayor interés por su procedencia específica.

Artificialidad también característica del museo que, aunque insertado en la sociedad, debe mantener una cierta distancia de esta para poder pensarla mejor y en ella intervenir, estando al mismo tiempo dentro y fuera de la vida social. En el museo, institución en la que, además de coleccionar y exponer objetos, se proponen reflexiones colectivas, públicas, el experimentar una exposición es un ritual en el que las personas lidian con objetos, ideas y personas según determinadas convenciones, pudiendo reafirmar valores establecidos, familiares, y conocer lo diferente, lo nuevo, lo otro. Esto recomienda experimentar los museos y las exposiciones enfrentando la artificialidad propia de cualquier realización cultural. Considerando las cosas inventadas en cada lugar: ciudades, calles y edificios, pisos, paredes y techos, paneles y vitrinas, objetos, textos, leyendas y hasta el espacio entre estos artefactos que, como las entrelíneas de un texto, ayudan a activar significados y sentidos con relación a lo que es dado a ver y pensar.

Así, experimentar Arte Negro 50+50 es también percibir cómo esta muestra, y las otras a las que se refiere, participan de la historia de las exposiciones. Y exponer objetos de África, sean pensados como obras de arte o no, es enfrentar desafíos e impasses, pero también estímulos. En los procesos de emancipación todavía en curso en África y en América, es necesario liberar la exposición, el museo, el campo del arte de la persistente colonización cultural, así como de sus ramificaciones económicas y políticas. Entre otras acciones, es necesario romper el silencio impuesto por la lógica colonial, explicitándolo y tratando de recuperar informaciones que son consideradas indispensables cuando se exhiben obras de arte y otros objetos de la tradición occidental, pero cuya ausencia no es usualmente vista como problemática en el caso de artefactos africanos debido al supuesto primitivismo de los grupos sociales que los produjeron y utilizaron. ¿Cuáles son los nombres de los que hicieron y utilizaron las obras expuestas? ¿Cuándo y cómo fueron hechas, alteradas, vendidas, compradas, coleccionadas, exhibidas, estudiadas? ¿Cuáles son sus funciones y sentidos en los diferentes contextos socioculturales en que transitaron? ¿Qué significan para la humanidad?

Pasando a lo largo de la mayoría de estas cuestiones, el texto de la exposición de 1970 enfatiza el coraje de Guillaume Apollinaire al proponer artefactos africanos como obras de arte, citando un texto suyo de

1917: “Es por una audacia del gusto que consideramos los ídolos negros como verdaderas obras de arte”. Esta apuesta, que no fue solo de él, sino de buena parte de una generación, ayudó a constituir el campo del arte africano, hoy visible en el mercado del arte, en colecciones privadas y públicas, muestras y publicaciones, investigaciones y estudios universitarios, desplegándose en otros dominios culturales.

Debido a estas inserciones institucionales, defender la dimensión artística de estos artefactos hoy no es un gesto tan osado. Sin embargo, la exposición actual permite recolocar la pregunta: ¿hay arte en estas obras? —sea porque sigue en abierto para todo objeto o acción inserida en el campo artístico, sea porque ayuda a percibir la singular complejidad de lo que se refiere al África—. Por un lado, es posible e incluso necesario discutir la dimensión estética de los objetos y hasta si fueron idealizados, hechos y utilizados como obras de arte a partir de sus contextos primeros, indagando sobre valores estéticos y artísticos en culturas africanas. Por otro lado, no se puede olvidar la estetización sufrida por los artefactos para ser incluidos en el campo artístico europeo, ni dejar de cuestionar si, cómo y para qué mantienen la condición de obra de arte según los parámetros occidentales. De ese modo, se puede percibir que el aire alrededor de estas obras es espeso. A pesar de su propalado purismo morfológico, tantas veces artificial, resultante de la transposición a la categoría de la escultura en el sistema occidental, estas obras están sobrecargadas de significados complejos e incluso contradictorios.

No es nada sencillo, por lo tanto, el acto de experimentar estas piezas. Efectivamente, de modo rápido, el texto de Arte Negro señala que serían extraños tanto los artefactos expuestos como sus razones para existir, es decir, las culturas africanas en las que se han producido y en cuya dinámica social serían fundamentales. Curiosamente, más adelante, mediante la inclusión de iconos bizantinos entre “nuestras tradiciones plásticas”, el texto revela a sus autores y al público de la exposición como pertenecientes a la tradición cultural de Occidente. De ahí que alegue que los objetos eran extraños para el público.

Probablemente, en 1970 muchos habitantes de Montevideo no tenían familiaridad con aquellas piezas o con las culturas africanas de las que provenían. Aunque también es posible cuestionar lo extendida que estaba la cultura bizantina en el mismo contexto. El problema se complica cuando recordamos a las mujeres y los hombres llevados a la fuerza de algunas regiones de África a aquella parte de América para ser esclavi-

zados, así como a sus descendientes y sus contribuciones en el proceso de constitución de la sociedad uruguaya —algo sin correspondencia en los pueblos a partir de los que se difundió la cultura bizantina.

No es que el texto desconozca el problema. Al finalizar, cita “los descendientes de esclavos en América” al anunciar una esperanza: “se puede creer que, como ha ocurrido en la música, en un día por venir, el Arte Negro sea repensado por el negro y encuentre en la plástica una nueva y poderosa expresión”. Es difícil saber lo que se entiende exactamente por “el negro” en este texto, pues si, por un lado, parece abarcar a todos los descendientes de personas africanas esclavizadas en América, por otro lado, cuando menciona “negros americanos” que cantan “el jazz, los cantos espirituales y el gospel”, parece referirse específicamente a los afrodescendientes naturales de los Estados Unidos. En cualquier caso, no hay ninguna mención específica a los descendientes de africanos en Uruguay, o a las formas con que estas personas venían expresándose plástica y artísticamente.

En la tierra de Joaquín Torres García y La Escuela del Sur, en un museo dedicado a las culturas existentes en una región antes de que fuese conquistada y nombrada América por europeos, sorprende un poco esa adhesión acrítica a Occidente, con la consiguiente aproximación a la cultura bizantina y el distanciamiento de las culturas africanas. Desafortunada, aunque previsible, mas también inaceptable, es la invisibilidad de los afrodescendientes uruguayos. Actualmente, tiene aún menos sentido exhibir objetos de África sin reflexionar sobre el colonialismo, el tráfico de esclavos y la esclavitud, sin reevaluar la participación de africanos y afrodescendientes en estos procesos históricos, en Uruguay y en otros lugares. Y, si es posible, incluyendo personas de África y de la diáspora africana en las actividades expositivas. Otra exigencia es explicitar la historia de las obras, averiguando si es pertinente repatriar obras extraídas inapropiadamente de África. Coleccionar y exhibir artefactos africanos pueden ser experiencias artísticas y estéticas, pero siempre que las formas en que vienen siendo compartidas desde hace poco más de cien años también sean reinventadas —(re)ver y (re)pensar para (re) formar.

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