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LOS DIOSES SALVAJES

La Primera Guerra Mundial, conflicto que inaugura un siglo bélico de violencia globalizada y permanente encontrará en el grotesco moderno y en su hermandad con el humor una vía para organizar un discurso crítico disruptivo, en la forma y en el fondo. Dos obras convocan aquí el análisis: Ubú Rey (1896) de Alfred Jarry y Las tetas de Tiresias (1916) de Guillaume Apollinaire. Referentes insoslayables tanto para dadaístas como para surrealistas, su arte revela una única certeza: los dioses salvajes toman el timón de un mundo en estado de enajenación.

Por Natacha Koss

El Grotesco como categoría estética transartística y transhistórica entraña una notable cantidad de problemas debido, en un aspecto, a su adecuación por parte de un gran abanico artístico que organiza su sentido de diversas maneras. El grotesco moderno, si bien se apropia de una nomenclatura que lo antecede, organiza el concepto alrededor del problema del encuentro de los contrarios. Victor Hugo, en su famoso Prefacio de “Cromwell” (1827) , es quien propone que no todo en la creación es humanamente bello y que la armonía de los contrarios ya se encuentra en la dualidad del cuerpo y el alma. En esta concepción, la naturaleza esgrime su carácter doble como sublime y grotesca; y así también la figura del genio moderno que la piensa, aunando el tipo grotesco con el tipo sublime.

Según H. G. Schenk1, el romanticismo se constituye en una concepción de mundo en donde está presente una confrontación con el pensamiento del siglo XVIII. El romanticismo descubre que, a causa del racionalismo, una parte esencial de la naturaleza y del mundo estaba siendo descuidada y emprende la recuperación de lo misterioso y lo inescrutable. Es por eso que los románticos sintieron poderosamente la necesidad de reencontrarse con lo numinoso y lo sagrado, por lo que Victor Hugo afirma que “el cristianismo trae la poesía a la verdad. Como él, la musa moderna verá las cosas con una mirada más alta y más extensa. Ella sentirá que no todo en la creación es humanamente bello, que allí existe lo feo al lado de lo bello, lo deforme junto a lo gracioso, lo grotesco al revés de lo sublime, el mal con el bien, la sombra con la luz”2

Si la primera gran característica del grotesco moderno es entonces la unión de los contrarios, la segunda consiste en que su despliegue estético estará íntimamente relacionado a una violencia sobre la norma. Parte de la dificultad que entraña la definición de lo grotesco, radica en que sus manifestaciones estéticas van variando con los períodos históricos. Si bien hay rasgos comunes como la deformidad, la exageración de un rasgo que se utiliza para caracterizar peyorativamente al personaje o la situación, estos responden a un principio normativo que se circunscribe a un doble eje histórico y territorial. Bien podríamos pensar hoy como grotescos algunos desnudos de Rubens que, en su propio período de creación, no fueron sino émulos de la belleza. Por lo tanto, el grotesco adquiere aquí una característica que lo hermana íntimamente con el humor, en los términos en los que lo plantea Umberto

Eco3: para calibrar el grotesco, debemos conocer antes la regla que se está violentando, la norma que se quiebra.

El tercer aspecto del grotesco moderno –como ya se sospechará por su raigambre romántica– es que se trata de una poética subjetiva. Esto quiere decir que se enfatiza la mirada particular del artista sobre el mundo. Si bien toda expresión artística es, en el fondo, una expresión del sujeto que produce ese arte, en las poéticas subjetivistas esta cualidad se desarrolla especialmente y se coloca en un lugar de privilegio. No se pretende ya una distancia científica con la cosa representada, sino más bien es el arte quien se pone al servicio de la expresión del artista. En este sentido, el grotesco puede operar tanto por un subjetivismo de personaje (cuando vemos al mundo a través de los ojos de determinado personaje de la escena) como por un subjetivismo de mundo (cuando más bien asistimos a la manera en que la obra concibe al mundo).

Finalmente, el cuarto aspecto que registramos del grotesco moderno es que esa mirada subjetiva entraña una fuerte crítica, muy vinculada a las causas y consecuencias de los acontecimientos bélicos de fines del siglo XIX y principios del XX –especialmente la Gran Guerra– y los cambios sociales que devinieron de ellos. Los abusos de la burguesía y los estragos de la guerra son materia privilegiada y campo fértil para el desarrollo de un arte, ligado (o no) al campo del humor.

Este es el caso de las dos obras que convocan el presente trabajo: Ubú Rey (1896) de Alfred Jarry y Las tetas de Tiresias (1916) de Guillaume Apollinaire. Si bien Jarry no forma estrictamente parte de las vanguardias artísticas (futurismo, dadaísmo y surrealismo), consideramos que todos los aspectos de la poética de la vanguardia se encuentran presentes en su ciclo ubúico. Asimismo, Jarry devino en referente insoslayable tanto para dadaístas como para surrealistas, por lo que podemos considerarlo un instaurador de discursividad para el período que nos convoca.

Llamamos vanguardias artísticas a aquellas poéticas que, a comienzos del siglo XX, pretendieron aniquilar la institución artística con el doble objetivo de vitalizar el arte y “artistizar” la vida.4 Asimismo, la vanguardia produjo su revolución artística a base de tres acciones: torpedear el arte de la modernidad (vale decir, la concepción de arte burguesa), recuperar los saberes despreciados o descartados por la modernidad y proponer una serie de innovaciones originales en la concepción y producción del arte.

Creemos que tanto Jarry como Apollinaire se inscriben en las características anteriormente mencionadas. Por un lado, Ubú Rey violenta la norma teatral del siglo XIX al poner en franca contradicción el nivel del discurso con la percepción sensible, al deformar el lenguaje, inventar palabras e incluso utilizar como latiguillo del personaje principal un insulto mal pronunciado. Asimismo, la inclusión de muñecos, máscaras y marionetas pone en jaque una división normada de géneros y recursos. Estos y muchos otros procedimientos de la obra se ponen al servicio de la construcción grotesca del personaje de Ubú que, como su propio autor explica, “ni se trata exactamente del señor Thiers, ni del burgués medio, ni del grosero por antonomasia. Más adecuadamente cabría con identificarle con el perfecto anarquista, con lo que impide que nosotros lleguemos nunca a ser el anarquista, quien, al seguir siendo humano, seguiría haciendo ostentación de cobardía, suciedad, fealdad, etc.”5

Como se intuye de la cita, el grotesco se pone al servicio de la crítica hacia la burguesía –a pesar de la negación de Jarry– conjuntamente con la crítica de los movimientos que, a través de la violencia, pretenden acabar con la clase burguesa; y se apoya para ello en la iconoclasia y la irreverencia en el humor.

Gracias a Jarry conocemos también la inspiración y origen del personaje. Como es sabido, está basado en Monsieur Hébert, profesor de física del Liceo. Junto con su hermano Charles Jarry y su amigo Henri Morin, el joven Alfred compuso una comedia satírica llamada Los Polacos en donde Pere Ebé era el rey de una imaginaria Polonia. Esta referencia muy degradada e injuriada devino en boceto que, a su vez, se convirtió en una obra para marionetas que se representaba en la casa de los hermanos Jarry. El personaje puede ser pensado como símbolo (en los términos en los que la escuela simbolista lo concibe) pues encarna la esencia de la atrocidad humana, el mal y la irresponsabilidad. Se constituye como el rostro desenmascarado de la burguesía, a la vez que materialmente es un muñeco, un guignol. Ubú es Ecce Homo, pero atravesado por una multiplicidad de rasgos anti realistas que se extienden a toda la puesta. Como vemos, en tanto concepción dramática, Jarry adscribe a través de Ubú a un pensamiento que reivindica la autonomía y soberanía del arte en los términos de Bürguer y Menke6, vale decir: una voluntad no sujeta a la mímesis realista ni a la ancilaridad ilustradora de saberes previos. El jeroglífico en el que deviene, no sólo el personaje sino la obra en su conjunto, se evidencia como cifra de nuevos conocimientos.

El guignol incluye además a la obra en una poética titiritesca que busca generar el efecto de abstracción, de universalidad y eternidad del símbolo, tal y como sostendrá posteriormente Edward Gordon Craig cuando, a comienzos del siglo XX, publique su emblemático Arte del teatro y su teoría de la Übermarionette

Asimismo, encontramos en Jarry un uso inaugural de procedimientos que luego retomará la vanguardia. En primer lugar, el uso de la violencia destructiva a través del grotesco y la parodia revulsiva. Escribe en 1897:

Lo que pretendí fue que al levantarse el telón, la escena resultase para el público como ese espejo de los cuentos de madame Leprince de Beaumont en que el vicioso se ve con cuerpo de dragón y testuz de toro, según la exageración de sus principales vicios.Y, de tal manera, no es asombroso que el público quedase estupefacto a la vista de su inmundo doble, formado, como ha dicho excelentemente Cetulle Mendès,“de la eterna imbecilidad humana, de la eterna lujuria, de la eterna glotonería, de la bajeza de instintos erigida en tiranía, de pudores, virtudes, patriotismo e ideas de gente bien comida”; de un doble que, hasta entonces, no se le había presentado por completo. En realidad, no había por qué esperar una pieza divertida, y ya las máscaras explicaban suficientemente que, a lo sumo, lo cómico debería ser entendido en el sentido macabro de un clown inglés o de una danza de la muerte.7

Al mismo tiempo, vemos que busca el reconocimiento de la poética realista/naturalista, poniendo en evidencia su reversión. El “¡Mierdra!” inaugural se apoya, como dijimos, en la iconoclasia y la irreverencia del humor, a través de un doble recurso destructivo: violenta el decoro teatral con el insulto y violenta el idioma francés con la palabra deformada. Esto adquiere especial relevancia si consideramos que la modernidad francesa se erigió alrededor de la lengua, gracias a las férreas políticas culturales de Richelieu. Sabemos que el principal objetivo de la monarquía absoluta de derecho divino del siglo XVII era la búsqueda de la centralización del poder y el control de la unificación de Francia. Pero una de las más eficientes formas de hacerlo (además del uso de la violencia) fue la búsqueda de imponerse como el “faro” cultural de Europa y del mundo occidental. Algunas de las políticas estratégicas para este doble objetivo se van a conseguir con la creación de la Academia Francesa (1635), que funcionará como una especia de asamblea de Estado para el gobierno de las letras. De esta manera la corte, paulatinamente, le va a quitar la preeminencia a los salones en la discusión artística. Este organismo, creado por Richelieu, será el encargado de producir una regulación estética que se sumará a la regulación monárquica y teocéntrica. En consonancia, se crea la Imprenta Real en 1640, encargada de publicar obras previamente aprobadas por la Academia; se organiza la Comédie Française en 1680 y, finalmente, se publica el Diccionario de la Academia en 1694 como herramienta de uniformidad de la lengua (contra la regionalización dialectal). Publicado y escrito por los académicos, busca otorgarle fuerza y pureza a la lengua, a la vez que establece una regulación lingüística que consolida las anteriores reformas.

Los resultados de estas políticas quedan a la vista: a finales del siglo XVII se extiende la lengua francesa a las ciencias (teología, derecho, medicina, filosofía), en reemplazo del latín y venciendo la histórica resistencia de las lenguas vernáculas. Se fortalece el control centralizado sobre las hablas provinciales. Se expande la lengua a través del proyecto imperialista. Se oficializa –hasta el día de la fecha– el uso del francés como lengua de la diplomacia internacional. Pero, además, se puebla el imaginario occidental construyendo a ese idioma como la lengua del refinamiento y del pensamiento elevado. Pese a la crisis que hoy tiene el francés merced a la internacionalización del inglés, mucho de ese imaginario sigue siendo poderoso. Roland Barthes comprendía perfectamente todo esto:

Sea como fuere, incluso si la lengua no es una superestructura, la relación con la lengua es política. Esto quizá no es muy sensible en un país tan “atiborrado” histórica y culturalmente como Francia: aquí la lengua no es un tema político; no obstante, bastaría con sacar a la luz el problema (por medio de cualquier forma de investigación: elaboración de una sociolingüística comprometida o simplemente número especial de una revista) para quedarse indudablemente estupefacto ante su evidencia, su vastedad y su acuidad (respecto a su lengua, los franceses están sencillamente adormilados, cloroformizados por siglos de autoridad clásica).8

El “mierdre” de Ubú, luego de considerar todas estas cuestiones, adquiere la potencia de una bomba atómica lanzada al corazón mismo de Francia.

En segundo lugar, percibimos un gran interés en las estructuras del teatro premoderno, un rattrapage que se distingue no sólo en el guignol, sino también en la recuperación de la tragedia griega clásica (en la relación Ubú Rey / Edipo Rey ) y del teatro isabelino (la obra es una clara reescritura del Macbeth de Shakespeare). Además, y de manera evidente, Jarry manifiesta su fascinación por la teatralidad grotesca de la novela Gargantúa y Pantagruel de Rabelais y por la farsa popular. Acusamos recibo cuando en otro fragmento del citado texto Jarry se pregunta: “En otro orden de cosas ¿por qué el público, por definición ignorante, se complace en esgrimir comparaciones y citas? A Ubú Rey se le ha acusado de ser una grosera imitación de Shakespeare y Rabelais”.9

Recogemos el guante simplemente para afirmar que, en nuestro caso, no se trata de una valoración sino de una puesta en evidencia de la intertextualidad (por mucho que Jarry quiera negarla). Pero también reconocemos una fundación constructiva a través de los cuatro ejes que Dubatti sostiene como aporte absolutamente original de la vanguardia. Por un lado, la liminalidad presente en la experimentación en un teatro no-ficcional, en la teatralidad pensada desde un cuerpo que produce acción. El escándalo del estreno y del puñado de puestas realizadas por Jarry, el adelgazamiento de lo ficcional, construyen a la escena como un observatorio ontológico en el cual nuestro dramaturgo busca hacer del teatro un acontecimiento excepcional, que contribuya a desautomatizar la mirada.

Yeats, en el libro IV de su Autobiografías titulado “La generación trágica” nos cuenta:

Fui a la primera representación de Ubú Rey, de Alfred Jarry, en el Théâtre de L’Oeuvre (…) El público agita los puños y (Arthur Symons) susurra “A menudo hay duelos después de estas actuaciones”, y me explica lo que sucede en el escenario. Se supone que los actores son muñecos, juguetes, marionetas, y ahora todos saltan como ranas de madera, y puedo comprobar por mí mismo que el personaje principal, que es una especie de Rey, lleva por cetro un cepillo de esos que solemos utilizar para limpiar un excusado. Sintiéndonos obligados a apoyar al grupo más animado, hemos gritado alabando la obra, pero esa noche en el Hôtel Corneille me sentí muy triste (…) Digo, después de Stéphane Mallarmé, después de Paul Verlaine, después de Gustave Moreau, después de Puvis de Chavannes, después de todos nuestros propios versos, después de todos nuestros sutiles colores y nerviosos ritmos, después de las tintas tenuemente mezcladas de Conder, ¿qué otra cosa es posible? Después de nosotros, el Dios Salvaje.10

Jarry inaugura el teatro del non-sense, no racionalista, el teatro del disparate; pero al mismo tiempo se ve en la obligación de organizar una explicitación poética, lo cual se pone en evidencia a través de la profusión de metatextos bajo la forma de programas de mano, proclamas que precedían a las funciones, solicitadas en los diarios. Sólo por citar un ejemplo, nos remitiremos al discurso que Jarry da en el teatro antes del estreno:

El swedenborgiano doctor Misès ha comparado excelentemente las obras rudimentarias con las más perfectas y los seres embrionarios con los más completos, dado que a los primeros les faltan todo tipo de accidentes, de protuberancias y de cualidades, lo que les deja en forma esférica o casi –caso del óvulo y del señor Ubú–, y a los segundos se les agregan tantos detalles para hacerlos distintos, que alcanzan igualmente forma de esfera, en virtud del axioma según el cual el cuerpo más liso es el que presenta mayor número de rugosidades. Razón por la cual quedan ustedes en libertad de ver en el señor Ubú, bien las múltiples alusiones que les vengan en gana, o bien un simple fantoche, la deformación por un colegial de uno de sus profesores, que representaba para él todo el grotesco que en el mundo exista. 11

Considerando completamente inadecuados los esfuerzos de la ciencia, la religión y la filosofía para imponer orden en un universo absurdo, Jarry se propuso, a través de sus escritos, crear un sistema de sinrazón equiparable a lo ilógico de la existencia, tal como se le aparecía. Este sistema no es ni más ni menos que la Patafísica, pero é se es tema de otro ensayo.

Guillaume Apollinaire, ya plenamente inscripto en la vanguardia, pone en escena Las tetas de Tiresias en 1916 (aunque ya había sido escrita casi en su totalidad en 1903). Romano de nacimiento, nuestro autor se traslada a París con el inicio del siglo, se “adapta” el nombre al nuevo país (Wilhelm Albert Włodzimierz Apolinary Kostrowicki) y se inserta fructíferamente en el campo artístico. Pero Francia recién lo “adoptará” concediéndole la nacionalidad cuando, luego de alistarse como voluntario en el ejército francés en 1914, vuelva a casa con la ya mítica herida en la cabeza en 1916. De hecho, cuando muera en París, víctima de la pandemia de gripe de 1918 (convaleciente aún de sus heridas de batalla), será enterrado en el cementerio del Père-Lachaise y declarado Mort pour la France (Muerto por Francia) en honor a su servicio durante la guerra.

La guerra y el teatro se entrelazan en su obra de múltiples maneras, a veces como contenido argumental pero también, más habitualmente, como un despliegue de violencia hacia las poéticas de la modernidad.

Apollinaire define a Las tetas de Tiresias como “drame surréaliste” –drama supra-realista o surrealista– en dos actos y un prólogo. Es la primera vez que se emplea el término, antes incluso de los manifiestos de André Breton (1924 y 1929) y de la fundación del propio movimiento surrealista. Y ya en esta definición, sienta las bases de los núcleos procedimentales que usará en la pieza:

Para caracterizar mi drama usé un neologismo que se me perdonará porque es algo que me sucede muy pocas veces y forjé el adjetivo surrealista que no significa de ninguna manera simbólico, como lo supuso el señor Victor Basch en su folletín dramático, sino que define bastante bien una tendencia del arte que si bien no es más nueva que nada de lo que se encuentra bajo el sol por lo menos nunca se usó para formular ningún credo, ninguna afirmación artística y literaria.12

Esta misma terminología la aplica también al programa de mano de Parade, en donde sostiene que de la alianza entre todos los artistas que participaron de la obra “ha resultado en Parade una especie de surrealismo en el cual yo veo el punto de partida de una serie de manifestaciones de este Espíritu Nuevo”13

Saúl Yurkievich (1968) sostiene que el humor en Apollinaire es un signo de modernidad, lo que lo vincula con su admirado amigo Alfred Jarry, a la vez que lo desvincula del simbolismo: “Su humorismo es, en parte, reacción contra el simbolismo, contra la poesía confinada por exceso de controlador; implica una vuelta a la realidad, una ‘desacralización’ de la poesía, una nueva disponibilidad con respecto a lo vulgar, lo cotidiano, lo ridículo, lo cómico, lo popular; en fin, una verdadera expansión del ámbito poético”.14

Recordemos que, para André Breton, el humor constituía una revolución superior del espíritu. Por lo tanto, dentro de la revolución espiritual que desató el surrealismo, es habitual encontrar diversas formas y teorías de la comicidad. En el caso de Las tetas de Tiresias, esta violencia a través de la parodia podemos encontrarla en diversos niveles. En el lingüístico, a través del quiebre de la lógica interna: por ejemplo, el personaje del marido tiene un acento belga que pierde a partir de la segunda escena. Asimismo, se verifica una violencia hacia el lenguaje que emula la antológica “mierdra” de

Ubú, como ser “merdico” (138). Y, finalmente, podemos ver el uso de los dobles sentidos y el juego de palabras.15 Encontramos también un quiebre de la ilusión de contigüidad con el régimen empírico a través de la ruptura sensorial; por ejemplo, en el hecho de la cara azul de Teresa o el caso del periodista: “su cara está vacía, sólo tiene la boca” (p. 150).

En términos narrativos, se violenta el cronotopo al cruzarse la imagen de la isla de Zanzíbar con el juego de dados del zanzi ya desde la escenografía. Tampoco encontramos personajes con entidad psíquica, pasado, pertenencia social, motivaciones, etc. Aunque lo más llamativo es el quiebre permanente de lo normal y lo posible como categorías narrativas, ya sea con la metamorfosis de Teresa-Tiresias a través del juego de los globos (p. 123), la parición de 40.049 hijos en un solo día por un hombre y sin intervención de mujer (p. 148) o el caso de Presto y Lacof quienes mueren y resucitan sin más explicación.Y, finalmente, las comparaciones disparate, que son desfasajes representacionales entre los objetos y su valor sígnico, como por ejemplo: chata-escupidera-orinal (objetos escénicos) que remiten por efecto verbal al piano, el violín y el plato de la manteca (p. 128).

En último lugar, dentro del aspecto semántico, encontramos un desplazamiento de la tesis realista por un discurso rectivo: no es persuasión, no es tesis, sino que es una dirección rectora para la acción inmediata, destinada a la recursividad de la obra (ej. el tener hijos para repoblar Francia), que a su vez la pieza trata cómicamente. En este caso, el vínculo con la guerra es explícito y el uso del grotesco se pone al servicio de la mostración de un mundo en descomposición, que sólo se salva por la vía de “un mundo del revés”. La transformación de Teresa en Tiresias, o la capacidad del Marido de parir 40.049 hijos en un solo día, organizan una mirada grotesca sobre el mundo que se materializa en la obra a través de la construcción de los personajes.

Después de evidenciar los recursos del grotesco y del humor que tanto Jarry como Apollinaire ponen en juego, no nos queda más remedio que darle la razón a Yeats. Los dioses salvajes toman el timón de un mundo en estado de enajenación. Nada volverá a ser como fue luego de la Primera Guerra Mundial, conflicto que inaugura un siglo bélico de violencia in crescendo, globalizada y permanente. Este inaudito despliegue militar, que hará a mediados de siglo XX retroceder al hombre al “grado cero de Humanidad” –en palabras de Agamben– encontrará en el grotesco moderno y en su hermandad con el humor una vía para organizar un discurso crítico y disruptivo.

1 Schenk, H. El espíritu de los románticos europeos. México, FCE, 1986.

2 Victor Hugo. Prefacio de “Cromwell”. Manifiesto romántico. Buenos Aires, Goncourt. 1979, p. 31.

3 Eco, Umberto. “Lo cómico y la regla” en: La estrategia de la ilusión. Buenos Aires, Lumen / Ediciones de la Flor, 1985.

4 Ver, entre otros: Bürger, Peter. “Avant-Garde and Neo-Avant.Garde: an attempt to answer certain critics of Theory of the Avant-Garde” en: New Literary History 41, 2010, pp. 695-715. Dubatti, Jorge. “Para la teoría y la historia de la vanguardia artística / política en el teatro” en: La Escalera. Universidad Nacional del Centro (UNICEN), Tandil, Nº 16, 2016, pp. 13-50.

5 Jarry, Alfred. Todo Ubú. Barcelona, Bruguera, 1980, p. 7.

6 Menke, Christoph. La soberanía del arte: la experiencia estética según Adorno y Derrida. Madrid, Visor, 1997.

7 Ibid, p. 116.

8 Barthes, Roland. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Barcelona, Paidós, 1994, pp. 93-94.

9 Jarry, ob. cit., p. 115.

10 La traducción es propia. Yeats, Willam B. The collected works of W. B. Yeats.Volume III. Ed.William H. O’Donnell - Douglas Archibald. New York, Scribner, 1999, p. 265.

11 Publicado en un facsímil autógrafo en el tomo XXI de Vers el Prose (abril-mayo-junio, 1910), según consta en la edición de Todo Ubú

12 Apollinaire, Guillaume. El encantador putrefacto. Las tetas de Tiresias. Buenos Aires, Losada, 2009, p. 99. En adelante las citas a la obra corresponden a esta edición.

13 Las citas de Parade corresponden a la traducción que hizo José A. Sánchez. Cfr. José A. Sánchez -Martínez, José Antonio ( coord. ). La escena moderna: manifiestos y textos sobre teatro de la época de vanguardias. Madrid, Akal, 1999, pp. 138-139.

14 Yurkievich, Saúl. Modernidad de Apollinaire. Buenos Aires, Losada, 1968, p. 121.

15 Ya sea en el caso “ASÍ COMO PERDÍA EN ZANZÍBAR / EL SEÑOR PRESTO PERDIÓ SU APUESTA / YA QUE ESTAMOS EN PARÍS”, Apollinaire, ob. cit. p. 131. Juego de palabras entre pari (apuesta) y París.

Obras de Marcelo Alzetta

* Natacha Koss es directora del proyecto UBACyT “Imaginarios y humor grotesco. Teatralidades europeas y Primera Guerra Mundial”. Tiene a su cargo la materia Historia del Teatro 1 de la carrera de Artes (UBA), se desempeña como Secretaria Académica del Instituto de Artes del Espectáculo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

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