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Clara Virasoro• Crónica: Seis apartados sobre Tokio
from BOCA DE SAPO N° 30
by BOCA DE SAPO
Seis apartados sobre Tokyo CRÓNICA
Texto y Fotografías de Clara Virasoro
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“A stranger is someone who has no handkerchief. Who has no words to say. Whose shadow mind is burning as he sits watching her hands and thinks how rare!
To see a Roman Talk With no gestures at all”
Anne Carson, The fall of Rome: a traveler’s guide
1. Cómo moverse
Generalmente viajo en tren. No solo por cuestiones de distancia o de precio del viaje. Es una muy buena excusa para poder ver la ciudad y tener un espacio donde observar a la gente en su rutina diaria. Las veces en que estoy en el tren con A. o con F. aprovecho y hablo en español, se puede hablar de cualquier cosa porque se tiene la sensación de que nadie entiende. Compartimos apreciaciones de las experiencias vividas en esos días. Arriba del tren nadie habla fuerte, tampoco se puede hablar por celular (no sé si es una regla del transporte público, puede que sea un código social pero acá parecen tener el carácter de reglas). Cuando voy sola miro por la ventana o miro los celulares de los pasajeros. En la pantalla, colorido pero sin sonido, siempre hay algún videojuego, no importa si el usuario es un adolescente o un adulto. Pareciera ser algo universal. Yo también quiero unirme a esa ola pero mi celular ya ocupó prácticamente todo su espacio en fotos, videos y las aplicaciones necesarias para manejarme en el país extranjero. Un hombre tiene un celular con tapita, todavía muy de moda en Tokyo. Los adornos que le cuelgan son brillantes, rosas. No sé si es suyo pero siento como que debe ser de una hija. Me resulta extraño en esta ciudad donde hay tanta uniformidad para ciertas cosas y una de esas parecería ser tener estos aparatos.
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Algunas mujeres tienen un pin con la imagen de una madre y un bebé. Más o menos al cuarto pin de esos que veo me doy cuenta de que es un aviso de que están embarazadas. Me parece una buena idea para acelerar la toma de un asiento y para ser tenida en cuenta en los pasillos tan poblados, donde la gente avanza a empujones. Pienso que también es una buena forma de que ellas no tengan que hablar, de que no tengan que dirigirse a nadie ni pedir nada.
Está claro que los japoneses pueden dormir en cualquier lugar y el tren parece ser uno de ellos. Hay hombres de traje (los salary-man, la imagen ya está cristalizada con el término y también en mi imaginario) que cabecean y finalmente terminan medio recostándose en el pasajero de al lado, sin importar edad o género. A este otro parece no importarle. En estos casos pareciera suspenderse la
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aversión que los habitantes de Tokyo parecerían tener al contacto físico. También es cierto que en japonés se utiliza con frecuencia el término que se refiere a la muerte por exceso de trabajo –karoshi– y vuelve un poco más entendible este tipo de solidaridad urbana.
Voy sentada. A mi lado se libera un lugar. También otros tres asientos. Las personas que suben eligen sentarse en esos. El que esta a mi lado se convierte en el único asiento desocupado. En la estación siguiente suben más pasajeros, nadie se sienta. Prefieren quedarse parados, agarrados a una baranda, haciendo malabares entre el maletín, la mochila, el celular, el bolso, el abrigo. En mi país es común que cualquier persona elija sentarse al lado de una mujer. Acá no, acá ni las mujeres se me acercan. Cuando vuelvo mi hermana me dice “no quieren estar en una situación en la que te tengan que hablar”.
El nombre es una contracción de Don Quijote. Sin embargo, la mascota que te saluda desde el cartel no se relaciona en nada al conocido y querido hidalgo español. Es un pingüino azul sin muchos detalles y te da la bienvenida a una tienda que más parecería ser un depósito universal: comida, bebidas alcohólicas, artículos de belleza, de limpieza, electrónica, disfraces, juguetes sexuales, artículos de viaje, de librería, valijas, souvenirs, adornos, golosinas, celulares. Cada sección tiene su propia lista de reproducción de música y en cada sección hay varias pantallitas con anuncios publicitarios, celebridades que promocionan infinidades de productos (no solo japonesas, una publicidad de Cristiano Ronaldo comprando valijas se reproduce sin cesar en una pantalla, aún cuando solo dura 40 segundos). Hasta los personajes de animé venden jabones líquidos o café. Los precios parecen ser más bajos y parece que también se puede sacar una tarjeta de puntos especial. Las horas avanzan muy rápido mientras uno pasa de canción en canción, de anuncio en anuncio, de leer precios y emocionarse con los descubrimientos. Cada tanto una voz chillona canta la canción del negocio, más o menos entiendo que habla de la felicidad que da comprar en Donki. No es el único negocio que elige una voz robótica para que te dé la bienvenida. En el tren los altoparlantes te avisan cuando se está acercando la formación o cuando las puertas se están por cerrar, te indican cuál es la próxima parada y a cuál llegaste. Algunos camiones también tienen un parlante por el que una voz computarizada te avisa que está doblando. Lo mismo pasa con los colectivos. Ya cerca del final de la segunda semana, A. me dice que está harta de que todo le hable.
3. La llegada
Caminamos las dos solas, A. y yo, por lo que creemos es el trayecto hacia el alojamiento reservado. La valija de A. es vieja y solo se puede arrastrar de un lado y con una sola rueda. Le pido que se apure un poco pero es imposible: cuando trato de llevarla yo, me doy cuenta de que es pesadísima y de que el movimiento lastima las manos. Me resigno un poco a llegar a la hora que lleguemos aunque sé que el hostel tenía un límite de horario que ya se aproxima. No tengo internet en el teléfono porque nos alejamos de la estación de tren, solo puedo mirar el mapa sin conexión y confiar en que el punto azul que marca se mantiene por alguna señal que flota en el aire. Creo que estamos cerca porque las baldosas del piso empiezan a intercalarse con dibujos de un oso panda y yo sé que el hostel que reservamos es cerca del barrio de Ueno, lugar donde se ubica el zoológico de Tokyo. Doblamos en una calle más chica y abandonamos la avenida. Casi no se ven personas caminando y el ruido de las ruedas de nuestras valijas me parece muy fuerte y molesto. Por suerte solo faltan un par de calles más.
Más adelante se ve una sombra desvanecida en el suelo. Parece ser un hombre y está en algo que parece ser la salida de un estacionamiento. No hay mucha luz. Otros dos hombres están inclinados mirándolo. Parecen dos policías. No llego a escuchar si le están hablando pero quiero creer que sí. Con A. nos miramos incrédulas tratando de descartar la posibilidad de que así nos reciba Japón: con un muerto en la calle. Le digo a A. que debe ser un borracho, acá es muy común que los oficinistas salgan a tomar alcohol después del trabajo hasta que no se pueden levantar. Le pido que sigamos porque me parece que ahora los hombres nos hablan a nosotras, probablemente no vean nuestras caras con la poca iluminación.
Abandonamos la escena, ni los hombres ni nada nos sigue. Sin embargo, cuando llegamos al hostel no hay nadie en el escritorio de la recepción. Tampoco hay un timbre. Entramos porque vemos que otra persona lo hace sin necesidad de ninguna llave, pero sube por una escalera por la que nos intimida aventurarnos. En el lobby no hay nadie que parezca empleado del lugar. Dos mujeres hablan en chino mientras toman vino. Un chico está sentado en un sillón, los auriculares puestos, su valija apoyada en el piso, mira el celular. Suena una canción suave en japonés que probablemente sea de alguna banda pop que en otras circunstancias podría reconocer, pero el lugar es chico y enseguida anula toda esperanza de que en algún pasillo u oficina haya otra persona que nos pueda recibir. Nos acercamos a las chinas que parecen ya estar instaladas hace varios días y tratamos de comunicarnos en inglés. Algo entienden pero con poca seguridad nos dicen que seguro ahora viene alguien. Miro el reloj, evalúo nuestras posibilidades: buscar otro lugar, salir de nuevo, seguir arrastrando las valijas o quedarnos y dormir en alguno de estos sillones después de pasar más de veinte horas en los asientos del avión. Un último intento: le hago señas al chico con los auriculares, creo que es japonés
por los ideogramas que veo en la pantalla de su celular, le explico de nuevo en inglés la situación. El chico mira, parece entender. En la pantalla del celular busca un programa traductor, empieza a teclear. Con A. nos miramos, esperanzadas por la respuesta, seguro que ya lo atendieron, seguro está esperando a que lo acomoden. Termina, da vuelta el aparato y nos muestra. Leemos: “Estoy en la misma situación que ustedes”.
4. De cómo conocer extranjeros
Se pueden intuir los itinerarios de viaje de las personas del hostel por ese espacio común que es el lobby. Además de las charlas que se pueden captar entre los huéspedes y las personas de la recepción que muchas veces giran en torno a la recomendación de lugares o el relato de qué hicieron ese día (esto sucede sobretodo con los viajeros solos), es posible descubrir qué hicieron las personas por las bolsas con las que vuelven (especialmente en Japón, donde gastar plata es una actividad tan natural como caminar por la calle). En mi caso, a veces trato de disimular las bolsas (con imágenes tan obvias) porque quiero que piensen que soy una viajera un poco más misteriosa, más sofisticada.
La comida también se vuelve un parámetro para imaginar los trayectos elegidos por los otros. Los que, como nosotras, aprovechan el lobby para desayunar o para comer algo instantáneo a la noche me parece que son viajeros con poca plata, que priorizan la caminata por sobre una buena cena.
Un tercer indicador es la ropa. Por ejemplo, una chica joven desayuna sola en el lobby. Viste con un saco y una pollera elegante, una camisa blanca, impoluta, y unos zapatos de taco fino. F. dice que le parece que varios de los jóvenes hospedados están por egresar de la universidad y están empezando a tener las entrevistas de trabajo porque acá, donde toda la vida se desarrolla como un camino sin pausa y sin digresiones, es indispensable terminar la carrera con un puesto ya asegurado.
Hay en las habitaciones mixtas una familia que intuyo musulmana por la ropa que visten las mujeres. Son como ocho personas. Una noche, mientras ceno en el lobby, vuelven todos juntos. Llevan en las manos bolsas con la imagen de Mickey Mouse. Tal vez sea mi propio prejuicio, formado en parte por el mismo país que dio origen a ese ratón, tal vez sean mis ganas un poco románticas de negar la posibilidad de un capitalismo tan avanzado, pero me cuesta imaginarme a toda la familia disfrutando de la diversión fácil de ese parque, que también tiene su sucursal en Tokyo. Pienso que pueden haber ido de compras al local de la marca, ubicado en el medio del barrio de Shibuya.
A la mañana siguiente, cuando bajo a desayunar, me encuentro con una de las mujeres de la familia. Está calentando en el microondas algo que llena el lobby de un olor insoportable e incompatible con el del café que me estoy por tomar y con el horario de las nueve de la mañana. Cuando abre el microondas me doy cuenta: es una de las tantas patas de cerdo que venden en Disney, cuyo olor me acompaña desde el recuerdo de mi propia visita y viaja hasta la boca de la musulmana.
5. De cómo leer la escritura en una cara
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Cuando no se pueden emitir palabras, el cuerpo se vuelve fundamental. Se despiertan otros instintos, se activan los músculos de la cara, las manos, la acción de señalar con fuerza.
Uno de los gestos que más recibo es el de la prohibición de sacar fotos. Generalmente implica a la persona señalando mi cámara y formando una cruz con las manos o con dos dedos. Parece ser algo muy frecuente, como si a pesar de vivir rodeados de imágenes, las personas en Tokyo buscaran cierta ilusión de límite para esa proliferación visual (pienso también en esa moda que tienen de ponerse un barbijo, que si bien sirve para abrigarse y evitar el contagio de enfermedades, también es la excusa perfecta para tapar parte de sus rostros). Hay lugares en los que directamente me da miedo intentar sacar una foto. Probablemente porque ante la falta de la lengua, el gesto en los japoneses se vuelve más brusco y también porque no me gusta quedar como que no conozco las costumbres. Más adelante descubro algo de placer morboso en ese ver los videos filmados y cómo de repente se cortan a partir de la intervención de una figura que se para en el medio de la pantalla.
Como la prohibición de sacar fotos, hay otros gestos que ni siquiera vienen acompañados con palabras y no dejan de ser igual de contundentes: una tarde vamos con F. a una comiquería ubicada a una cuadra del hostel. Nos gustó cuando pasamos más temprano porque nos hizo acordar a las que están en nuestra ciudad e incluso el nombre parecía ser algo entre español y portugués. Yo espero ver un latinoamericano radicado en Tokyo cuando entramos, pero nos recibe un japonés con el saludo a los clientes ya acostumbrado. En la pantalla de una computadora pequeña, ubicada en una mesa, se desarrolla una película de superhéroes bien conocida. F. no la vio. Yo sí, pero nos acercamos porque la película está doblada al japonés y nos parece simpático, queremos escuchar los chistes en ese idioma. Comentamos, nos reímos un poco. La pantalla se vuelve negra. El empleado la apagó de alguna manera desde su mostrador. No nos mira aunque nosotros sí. Hasta F. queda un poco confundido. Le digo que deben estar por cerrar y esa es la forma del chico de pedirnos que nos vayamos. Sin embargo, volvemos a pasar por ahí una hora más tarde, en dirección al karaoke, las luces siguen prendidas y todavía hay clientes en el local.
Es martes, cerca del mediodía, y es el día más frío del viaje. También es el día en el que me despedí de F. que volvió para su casa, en Osaka. Entro en un restaurante y voy derecho a sentarme. Enseguida se acerca un hombre, me dice cosas, entiendo que él me tenía que decir dónde sentarme. Me paro y espero impaciente en la entrada. Después de hacer el pedido viene la acción de todos los días, tratar de conectarme a internet desde el teléfono. Le hago una seña a una moza que pasa, señalo el celular, digo “wifi” pero ella me mira confundida. No se me ocurre una manera más sencilla de hacer mi pregunta. La moza sigue caminando. Me doy cuenta de que mis gestos, como mis palabras, tampoco se entienden.
6. Cómo cantar sin prejuicios
En Tokyo es muy común ir a hacer karaoke. Las salas son privadas y se paga por tiempo. Es una excusa para juntarse con amigos, para organizar grupos de citas a ciegas, para afianzar lazos entre los trabajadores de las empresas. Incluso es una actividad que muchos realizan en solitario (una de las veces que fui a uno de esos locales a un chico le dijeron que para entrar a una sala individual tenía que esperar hora y media). Algunas de las máquinas arrojan un puntaje al final de cada tema, así que los cantantes que están solos pueden aprovechar y superar su propia nota. Las pantallas suelen ser muy grandes, generalmente hay algún tipo de luz de colores para ambientar un poco más la sala. Vamos con F. a una de las cadenas más grandes porque parece ser la única que está cerca y tiene una sala libre en ese momento. Pedimos alguna cerveza y otra bebida alcohólica que sí me gusta pero de la que nunca me aprendí el nombre. Los cuartos están uno pegado al otro pero nadie interactúa entre sí, los grupos no se mezclan. La gente puede cantar tranquila sabiendo que los otros no juzgan, por lo menos no abiertamente. Es un momento de relajación y de dejar salir las emociones tan contenidas en esta ciudad. Nosotros también aprovechamos. Cantamos fuerte, sacados. Un poco alentado por las cervezas F. golpea con la palma abierta las paredes, el típico gestito argentino de arenga.
A mitad de la canción, la puerta de nuestra sala se abre dando un golpe. Por un momento, cuesta entender la situación. La música sigue sonando a un volumen alto, como en todos los cuartos. El tipo que entró y que ahora le grita en la cara a F. tiene el pelo teñido de rubio y un saco largo. Su aspecto y su forma de hablar parecen salidos de la tele y yo sé que es el típico look que usan los autodenominados pandilleros. Casi a cuatro centímetros de la cara de F., calculo que el tipo lo insulta y le pregunta qué le pasa en términos poco amigables. Usa palabras en las que acentúa mucho la “r”. F. le responde en perfecto japonés, sin levantar la voz. Atrás entra la novia del rubio, la cabeza baja, el cuerpo, urgente. Trata de sacar al tipo sin éxito. Balbucea unas disculpas en ese tono bajito en el que hablan la mayoría de las mujeres con las que me crucé. También me pide que F. no hable en japonés porque eso pone peor al novio. Aparece uno de los empleados o un supervisor, por la edad asumo que lo segundo. Los cuatro hablan en volúmenes distintos mientras yo miro la situación, todavía con el micrófono en la mano. El empleado nos dice que nos va a cambiar a otro cuarto. Yo no entiendo muy bien por qué el tipo del saco sigue ahí pero no pareciera que se le vaya a pedir que se retire. Le digo a F. que mejor nos vamos mientras hablo fuerte en español y me quejo de que nadie se haga cargo de nada.
Más tarde, tomando algo en un bar, bien lejos del local de karaoke, F. entre risas nerviosas dice “ni en Argentina estuve tan cerca de que me caguen a trompadas”. Pienso en F. que vive en este país hace casi diez años y de quien con mis amigos a veces decimos que parece más local que los japoneses. Pienso también en la novia del rubio y cómo pidió que F. no hable en japonés. ¿Fue porque el rubio quería gritar solo? ¿O porque no quería escuchar su idioma en la boca de un extranjero?
*Clara Virasoro
es Licenciada en Letras (UBA) y maestrandra en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
Participó como adscripta en la Cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana y del proyecto UBACyT sobre Historia Comparada entre Literatura Argentina y Brasileña.