Una batidora por terapia

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Una batidora por terapia

Lee Miller fue modelo, corresponsal de guerra, musa del surrealismo y gran fotógrafa. Su granja en Sussex nos inspira para un viaje que es puro arte. TEXTO

Galo Martín Aparicio Abajo, Lee Miller, Paul y Nusch Eluard, Man Ray, Roland Penrose y Ady Fidelin, en Cannes en el verano de 1937. A la dcha., una de las recetas de Lee Miller; incluida en el libro Lee Miller’s Cookbook (Grapefruit Publishing, 2017)

Escondida en la campiña de Sussex, apocos kilómetros de Brighton, se encuentra la granja de Farley, el hogar, hoy casa-museo, que el matrimonio formado por Roland Penrose y Lee Miller convirtió en santuario surrealista. Picasso, Man Ray, Dora Maar y Leonora Carrington, entre otros, peregrinaron hasta aquí embelesados por sus anfitriones, el ambiente y las viandas. Festines de los que se encargaba la propia Lee Miller, quien un día cambió su cámara Rolleiflex por utensilios de cocina y libros de recetas. Según cuentan, lo hizo para honrar a sus amigos y ahuyentar de paso a sus fantasmas. Lo primero que conoció Roland de su futura esposa fueron sus labios. Unos labios incorpóreos pintados por Man Ray, mentor y amante de la poderosa y polifacética modelo durante sus años en París. Tiempo más tarde, en 1947, Lee y Roland se casaron y dos años después compraron la granja de Farley. Después de hacer carrera como maniquí y ser portada de Vogue, la neoyorquina se pasó al otro lado de la cámara –firmando más portadas para la revista– y retrató como nadie lo que sucedió en la Segunda Guerra Mundial. El horror que contempló y el olor nauseabundo de los campos de concentración se enquistaron en su cuerpo. En la rural Farley, Lee cambió el cuarto oscuro por la cocina. Un espacio donde descargó su compulsión y en el que todo el mundo era bienvenido a entrar y ayudar, a conversar y a expresarse como mejor supiera. Las litografías firmadas por Picasso cohabitaban con el congelador, el horno, los fuegos y las alacenas. Sobre la encimera y los estantes se desparramaban los artilugios que Lee usaba para hacer viables sus originales creaciones y reinterpretaciones culinarias. Ella misma ideó un separador de crema, aunque su favorito era

LEE MILLER CAMBIÓ SU CÁMARA ROLLEIFLEX POR UTENSILIOS DE COCINA Y LIBROS DE RECETAS

la batidora, instrumento con el que hacía mousse de chocolate vestida con traje de noche. Para limpiar las espinacas utilizaba la lavadora y recogía su pelo con turbantes, que fabricaba con cualquier cosa insospechada que tuviera a su alcance, mientras preparaba huevos en salsa de tomate. Para Lee, cocinar era un proceso creativo lleno de inventiva, recuerdos de gustos pasados y consultas a sus cientos de notas, revistas y libros. Eran tantos que Roland le habilitó una sala para que los guardara. La cocina, con acceso al jardín –donde cultivó un huerto con patatas, zanahorias, espárragos, cebollas y otras semillas que se traía de sus viajes–, era espaciosa y llena de luz. Tenía vistas al misterioso guardián de las Colinas del Sur: una figura antro-


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