Camerata Sforzando Ética 4. La Fecundidad. Quien me hizo la pregunta sobre sexualidad humana no se equivocó, pues tiene libertad de preguntar lo que quiera. Varias razones, sin embargo, hacen inapropiado que sea yo quien la responda, aún cuando mi respuesta pudiera ser considerada políticamente correcta. Agradeceré se recuerde, contra la opinión de los totalitarios de siempre, que los hijos no pertenecen al Estado, a intelectuales de turno, a religiosos o a alguna agrupación extraña a la familia: los hijos pertenecen a sí mismos, por naturaleza humana, y a sus padres, por un derecho sagrado e inviolable llamado patria potestad, anterior y superior a todo derecho y deber societario. Dos incidentes de extrema gravedad, publicados en los últimos meses, en medios masivos, pasaron desapercibidos para los mismos padres de familia: un par de intelectuales universitarios, que promueven reformas educacionales, sostuvieron que la familia imprime perversos sesgos en sus hijos, y que el Estado debe reeducarlos para “democratizarlos”; otro iluminado tituló su artículo sobre los niños de Chile como “Los Hijos del Estado”. A ambos les responderé muy brevemente: intenten arrebatar un hijo a sus padres; si sobreviven, revisemos sus extrañas teorías a partir de esa experiencia: quitar un hijo a sus padres es violencia; la defensa de esos padres es fuerza legítima en defensa de derechos anteriores y superiores al Estado. Una ley que estatice a los hijos es injusta, no debe ser obedecida, y se debe proceder en rebeldía contra ella. Por democratización se entendió uniformidad: un solo criterio educacional nacional, impuesto por quienes ejercen poder; no existe nada más totalitario y antidemocrático que tal idea. Por sesgo se entendió identidad, cultura, y originalidad familiar y comunitaria; así “diversidad”, extrañamente, apunta a aplastar lo diverso según un sesgo único ideológico. Esta estupidez, tan mal fundada, tal vez funcione para planteles ganaderos pero no para seres libres. Pero debemos hacernos cargo de la gravísima crisis de responsabilidad paterna y materna; debemos hacernos cargo de los problemas económicos que martirizan a los padres durante la crianza de sus hijos, y; debemos hacernos cargo de la utilización y abuso infantil y juvenil, como síntoma de la más execrable crisis ética y moral que nos aqueja. Vimos que no existe libertad sin amor. El edificio humano, con todas sus complejidades postmodernas, nacionales y globalizadas, se sustenta sólo de un pilar, la familia. Este pilar es simple, no evoluciona con el tiempo, no cambia su esencia: dos se aman, y su amor es tan intenso y fecundo que se expresa en otro ser; dos en el tiempo presente, por el amor, frutos de un pasado paterno y materno, proyectan otros seres al futuro, trascendiendo. Todas las complejidades posteriores a esa realidad familiar le son subalternas y funcionales, por naturaleza. La ética, en palabras, puede parecer compleja e incomprensible; la familia, en cambio, expresa todos los contenidos éticos en la práctica, los hace vida. La familia, vivida en el mutuo amor y respeto, es la fuente ética máxima. Su destrucción es fuente de graves males éticos. Un país enfermo de faltas al respeto es, por fuerza, un país con crisis familiar. Muchos progenitores renuncian a la paternidad: abandonan a sus propios hijos a su suerte. Otros
sobreprotegen, restringiéndoles su libertad, porque temen que “afuera” les falten el respeto. ¿Porqué no habrían de temer si, desde todos los flancos, les atacan su autoridad, sus valores, les amenazan a sus hijos con abusos físicos, sicológicos, económicos y morales? Esas amenazas, además, se ofrecen revestidas de atractivos ropajes para atraer a los más jóvenes. ¿Cómo pueden los padres de hoy competir contra tan poderosas fuerzas? Sólo el vínculo de amor, más fuerte que la muerte, resiste. La fecundidad fisiológica humana ha sido el único acento pedagógico y moral sustentado por estos poderes institucionales y mediáticos: los menores de edad tienen “derechos” sobre su propio ser no cuestionables. Es decir, pueden hacer con su cuerpo lo que quieran, en la línea del placer, y nadie puede decirles nada, ni sus propios padres. Pero ese placer y esa estructura instintiva, con o sin información y derechos, se realizará de igual manera; sus “consecuencias”, sin embargo, aún cuando se califiquen eufemísticamente de “no deseadas”, son también de naturaleza. La pregunta es ¿Porqué evitarlas? ¿No es más lógico celebrarlas como el mayor bien, preparándose para esperarlas, acogerlas, y educarlas con el más grande de los amores, la donación de sí a otro? ¿Es que acaso el egoísmo impide comprender algo tan simple como la paternidad y maternidad desde el amor? Si el “amor” repugna a la paternidad y maternidad, definitivamente no es amor. Vimos en los tres artículos anteriores la estrecha relación entre ser y actuar: vínculos, ser-en-otros, amor y libertad. La relación acto-consecuencia define y distingue lo bueno de lo malo, pues se mide en sus efectos buenos en otros. La transmisión de la vida es el acto más serio porque involucra a dos vidas y, potencialmente, a una nueva vida que tiene calidad de hijo. Las condiciones en que se realiza ese magno acto requieren proporción con la tremenda dignidad de al menos tres seres humanos. Si no se nos reconoce dignidad, podríamos coincidir con las corrientes predominantes, ¡pero sucede que, aunque no se nos reconozca o respete, sí tenemos dignidad humana integral! Esa dignidad sólo se puede “ver” con los ojos del amor, y es tal que bien merece morir por ella. Está, aunque se le niegue, aunque sea invisible. Quien ha sufrido y causado indignidad (a saber todos nosotros en mayor o menor grado) se acostumbra, y parece no afectarse; pero cuando un día la música lo envuelve y le recuerda su dignidad humana, inicia un viaje sin retorno a sí mismo y a los demás. Una vez que prueba el valor mayor, no se conforma con menos. La fuerza del carácter, la convicción, la propia identidad, la seguridad, la capacidad de amar, no desaparecen, siempre están; el arte, para el alma humana, es a la vez semilla, agua y luz. Por grave que sea la sequía de dignidad, el arte devuelve la vida a lo seco. Sólo un gran egoísta podría ser inmune a reconocerse en otros y a respetarlos; y, recordémoslo sin temor, el egoísmo es la antesala de las sicosis, de las más graves locuras (“Trastornos Graves de Personalidad”, El Diagnóstico Estructural, Otto Kernberg). El egoísmo es lo contradictorio del amor; sólo desde el amor podemos fecundar con dignidad humana a nuestro incierto futuro. He aquí el sentido de vuestra música. José Antonio Amunátegui Ortíz.