Libro mitos y ritos facultad de publicidad y Mercadeo fusm

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A mis hijos María, David Leonardo y Lilián, a mi compañera de la orilla, Carolina López y a mis padres, quienes son el crisol de mis afectos.

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Agradecimientos

Hago un especial reconocimiento para la consecución de este trabajo al apoyo institucional de la Facultad de Publicidad y Mercadeo de la Universidad San Martín, y en particular a Claudia Lucía Ramos y a Gustavo Sandoval, quienes creyeron desde el comienzo en la importancia de este proyecto y en forma incondicional apoyaron y respetaron las decisiones referentes a su contenido temático como todas las dilaciones que fueron necesarias para su culminación. Así mismo, a todos mis compañeros de investigación, que desde un comienzo mostraron gran interés por el tema y de quienes recibí una confianza realmente vivificante, particularmente a Tatiana Afanador López, con quien adelanté búsquedas muy puntuales y de las cuales el presente trabajo recibió los valiosos aportes intitulados: ¿Qué es la época técnica?, El problema de la industria cultural y Construcción de un ideal de belleza, los cuales son de su completa autoría. Especialmente quiero expresar mi profunda gratitud a Carolina López Jiménez, quien, además de haber sido la coordinadora del área de investigación, de cuyo desempeño recibí valiosas sugerencias y la presente revisión final de este escrito, con inigualable calidez y con una clarividencia excepcional para los temas tratados, me acompañó en todo el proceso desde sus inicios, cuando todavía siendo estudiante mía me permitió entablar una interlocución dinámica y fecunda, un trabajo de debate, de indagación constructiva, de afectos imperecederos, que se aunaron en la necesidad de no cejar en la reinvención del oficio publicitario, que arrojó a lo largo de los años mucho de lo que aquí se consigna y todo un séquito de preguntas y de sensaciones que seguramente no desaparecerán jamás. Finalmente quiero agradecerle al Maestro Fernando Urbina Rangel, hombre canasto, quien en mis años universitarios, con su sabiduría milenaria y su don de narrador, despertó en mí el interés por el tema mítico y lo alimentó por muchos años. A Ricardo Toledo Castellanos, quien con su sapiencia, su denodado sentimiento de justicia y su vastedad reflexiva ha abierto puntos de fuga en mi forma de mirar la

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vida y de resistir. A Guillermo López, quien acompañando mis preguntas, como duende dionisiaco, me ha llevado de la mano en la aventura de reír y de ir, como niño encantado, detrás de las utopías iluminadoras. Así mismo a los maestros Gabriel Restrepo y a Carlos Gaitán, los cuales hicieron aportes conceptuales invaluables a este trabajo. De igual forma, quiero agradecer la ayuda incondicional de Jean Guarneri y

Christabel Lipens, con quienes he intercambiado

ideas

esclarecedoras como afectos profundos y sinceros, y con quienes he tenido una fértil interlocución que rebasa la distancia y el tiempo. También quiero expresar mi gratitud sincera a Claudia García y a Juan Aldana, quienes junto a Martín Álvarez y a Soraya Bayuelo me involucraron en la creación de espacios de acción para la circulación de la alegría en aquellas comunidades de artistas y de soñadores que creen en la memoria y en la construcción de mundos posibles.

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INTRODUCCIÓN

El mito y el rito, como intentos originales de explicación y de acción de las comunidades en su relación con el entorno, con el más allá y con sus formas de organización social, han tenido una presencia cardinal a lo largo de la historia antigua y reciente de la humanidad: han sido los elementos cohesionadores de todas las culturas y de todos los sociedades, han dado sentido a todas las cosmovisiones, así como a todas las religiones y cultos del hombre. En ese sentido, es innegable su carácter significativo y ecuménico; su presencia en la historia se remonta a los orígenes de la humanidad, desde que ella tuvo conciencia de su razón de ser en el mundo, y ha estado en todas las dinámicas que definen la realidad de los pueblos hasta nuestros días. A pesar de ser un tema ampliamente estudiado, sobre todo desde el romanticismo en Alemania, dos problemas siguen presentes en el estudio del mito. El primero de ellos consiste en la carencia de unidad entre las distintas visiones y en la heterogeneidad de los enfoques desde los cuales se le mira. De igual modo, el segundo se centra en la presencia cada vez más significativa de lo que pudieran llamarse nuevas formas de religiosidad, las cuales cobran cuerpo en la época moderna. Dicha presencia, por ello mismo, revela el surgimiento de mitos y ritos acomodados a un contexto social de naturaleza compleja, por cuanto se asiste a una paulatina transformación de una religiosidad tradicional a otra más laica. En el marco de esta última, hacen su aparición, como resignificación religiosa en los siglos XIX y XX, el culto a la razón, el culto al Estado y el culto al progreso, con sus respectivas particularidades, que marcan nuevos derroteros para la configuración de los órdenes sociales. Así las cosas, dos aspectos que podrían darle cierta homogeneidad y un cierto criterio orientador de estudio al mito son: (1) entender que el mito cambia de circunstancias temáticas a lo largo de la historia y (2) asumir que en sus diversas

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manifestaciones, dichas mitologías conservan una unidad en su actividad simbólica, es decir, tienen una significación ligada a estados muy profundos de la motivación humana. Por lo anterior, las corrientes antropológicas y etnológicas modernas que estudian el fenómeno del mito se centran en dos aspectos fundamentales: uno objetivo, que hace referencia a los objetos o temas del pensamiento mítico, aludiendo a las narraciones propiamente dichas; y otro subjetivo, que se relaciona esencialmente con los motivos que subyacen a dicho pensamiento (Cassirer, 1998). No obstante, es en el nivel subjetivo en el que se percibe la verdadera unidad interna de dicho pensamiento, precisamente a causa de la actividad simbólica que se manifiesta a través del mito en forma constante e invariante. Así, el mito entendido como motivo, abarca dimensiones profundas que van más allá del problema de la representación o de la alegoría, que tienen que ver inextricablemente con instancias de acción del ser humano ligadas con aspectos esenciales de la vida o con la dimensión ritual. Por esta misma razón, el mito no puede entenderse en un sentido estático sino dinámico y vital, en relación estrecha con situaciones concretas y definitivas de la vida de los sujetos –no como entes aislados sino al interior de un grupo–. Además, es en el aspecto subjetivo en el que el mito cobra especial importancia en su relación con lo político, lo ético, lo ecológico, lo estético y lo educativo, en la medida en que se pueden entrever aquellos vínculos en los que el mito, no sólo como narración sino como acción (mitorito), entra en relación estrecha con todas las expresiones del pensamiento simbólico el plano de la cultura. Ligado a lo anterior, se establece que el propósito de este libro es develar las relaciones que existen entre el universo mítico y el universo comunicativo. Con ello se busca, por un lado, sacar a la luz aquellos elementos que dejan ver situaciones conflictivas o de riesgo para la sociedad en la que vivimos y, por otro, hacer explícitas las potencialidades de dicha relación.

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Si se tiene en cuenta entonces que la presencia del mito y del rito en las diferentes culturas a lo largo del tiempo, obedece a una necesidad por consolidar, establecer y proteger la transmisión de los conocimientos y de las prácticas que dan sentido y valor a dichas culturas, y si por otra parte miramos de cerca el rol que juega la industria cultural en la sociedad contemporánea, y al interior de ella, la función de los medios de comunicación y específicamente de la publicidad, entonces nos encontramos con correspondencias simétricas entre el basamento mítico tradicional y

el

que

se

desarrolla

en

estas

instancias.

Descubrimos

que

como

institucionalización, la cultura mediática, la cual goza de una condición privilegiada por cuenta de su prestigio, parte del terreno mítico y se revela como una forma moderna y adecuada del papel que antes cumplió el mito en las sociedades primitivas. Este análisis es, en principio, un abordaje censor acerca del manejo confuso que se hace del mito en los medios de comunicación, precisamente obedeciendo a la crucial importancia que en virtud de los medios cumple el mito en la autogestión de las sociedades. Adoptar una actitud vigilante de lo que pasa en el universo mediático, en especial en el publicitario, permite crear condiciones que favorecen el replanteamiento de lo que allí sucede y quizás ayude a cambiar ciertos paradigmas que lo orientan. Dicho en otras palabras, no es por aversión sino por necesidad de escrutinio y por cierta gratitud que se aborda esta postura de revisión y de llamado a cuentas. El producto de esta indagación espera ayudar a dilucidar las relaciones que se establecen entre el mito, el rito y las prácticas comunicativas en un momento en el cual hay una crisis socio-histórica que tiene diversas manifestaciones, las cuales se expresan en una constante confusión en lo político, en la emergencia de problemas medioambientales y, desde el punto de vista cultural, en la incidencia de la industria de masas en la construcción y circulación de los nuevos imaginarios sociales. Valga subrayar que, en dicha crisis el espacio político ocupa un lugar cada vez menos importante en la vida de los sujetos, en contraste con el que cumplen otros

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escenarios como los medios de comunicación, los espacios de consumo, la propaganda, entre otros. Teniendo en cuenta que la función ejercida por los mitos y los ritos en las sociedades tradicionales la han venido supliendo los medios de comunicación (en tanto configuradores del universo simbólico de la experiencia humana), retomar el mito y el rito es tratar de: 1) rescatar un terreno usurpado por una visión unidimensional esencialmente utilitarista y pragmática que obedece, sobre todo, a un sistema de mercado, y 2) favorecer de este modo un pensamiento escrutador que aporte a la reconstrucción de espacios reflexivos plurales, que a su vez reivindiquen la necesidad de configurar una comunicación más responsable con las realidades sociales. Como veremos, esta reflexión no pretende en ningún momento sentar verdades inamovibles. Más bien podría definirse como un intento, un poco aventurado si se quiere, de mirar los posibles derroteros y caminos para la industria de las comunicaciones desde disciplinas como la antropología, la sociología y la filosofía. Tampoco se persigue aquí alcanzar inmediatas o únicas soluciones,

sino dejar

planteados, en forma reflexiva, problemas presentes en el medio publicitario y en los mass media en general, y dejar un espacio de cuestionamiento para alcanzar posibles puntos de fuga. En este texto se adopta un declarado punto de vista crítico, y ello porque en el fondo con él se persigue dejar sentados planteamientos que aseguren un redireccionamiento de las prácticas comunicativas, de cara a una evidente crisis que va desde la psicología de los individuos, hasta crisis de las sociedades en general, del medio ambiente, de los modelos económicos y del gran edificio ético y ontológico que sostiene la tecno-ciencia moderna. Por su parte, el acercamiento entre lo mítico y lo comunicativo se hará principalmente desde los aportes de diferentes autores contemporáneos, los cuales ocupan un lugar destacado en el terreno de

la antropología pedagógica, de la

antropología histórica, de la ciencia, de la sociología, de la filosofía y de la educación propiamente dicha, y que hacen contribuciones reveladoras y enriquecedoras en

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torno a los derroteros que se señalan en el camino de la reflexión crítica en el futuro. El tema mítico y ritual ha sido ampliamente estudiado desde distintos campos del conocimiento: bien sea desde la antropología, la sociología, la filosofía, la lingüística, lo mismo que desde el arte como desde las religiones comparadas. El estudio de dicho tema ha sido de gran interés y ha proporcionado resultados prolíficos y esclarecedores, pero este mismo tema en relación a los fenómenos comunicativos y publicitarios cuenta con pocas indagaciones, algunas de las cuales se caracterizan por no ser muy recientes. Lo anterior hace que el abordaje de dicha relación entre mito y comunicación tenga cierta relevancia y la ponga en el centro de atención de quienes encuentran cada día más nexos significativos entre estos dos universos que, en apariencia, resultan disímiles y distantes. Inclusive, desde el terreno mismo de la comunicación y de la publicidad al mito se le alcanza a mirar con cierta timidez tan sólo en el ámbito académico, quedando como terreno completamente baldío en los escenarios en donde se están construyendo productos comunicativos y publicitarios, ello debido tal vez a que los cuestionamientos éticos y estéticos no se hacen esperar. Se tiene entonces un cuadro paradójico en donde el mito hace presencia permanente en los mensajes y en los propósitos comunicativos, y al mismo tiempo se le relega a un segundo plano o se le ignora por completo. Otra razón de peso, quizás la más importante, que justifica el estudio de los mitos en relación con los medios de comunicación es la que tiene que ver con los frecuentes equívocos que se cometen al producir discursos que no encajan con un adecuado manejo de los problemas culturales, lo que conlleva a inconvenientes ligados a lo que Raimon Pannikar (1999) llama deslizamientos culturales, como lo son el racismo, el universalismo y el sexismo, entre otros, los cuales cobran cada vez más protagonismo en las posturas críticas contemporáneas. Por otra parte, podría reconocerse la pertinencia del producto de esta investigación en cuanto a la generación de herramientas críticas a través de las cuales se abran nuevos cuestionamientos que nutran el escenario de la reflexión en el seno de las ciencias sociales. Así mismo, los desarrollos teóricos aquí planteados vendrían a fortalecer

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el corpus teórico y práctico de la labor publicitaria y comunicativa para los futuros investigadores interesados en un tema tan polémico y espinoso, el cual cada día cobra mayor actualidad, sobre todo entre aquellos que deseen trabajar a nivel hermenéutico en torno a problemas sociales y culturales que se hacen dramáticamente más emergentes. Según lo anterior, este trabajo se estructura temáticamente en cuatro capítulos. En el primero de ellos se dan las bases conceptuales a partir de las cuales se definen el mito, el rito y su función social en su tránsito de las sociedades primitivas a las sociedades modernas. En el segundo capítulo, se establece una mirada crítica respecto a la función social del mito y el rito en la modernidad, al tiempo que se evidencian algunos de los riesgos inherentes a esta relación a partir de una mirada crítica a las nuevas formas de sacralidad del mundo moderno y su trasfondo político. En este capítulo se muestra cómo operan el mito y el rito en la sociedad moderna, destacando la trasformación, adecuación y el desplazamiento del fuero religioso del mito y del rito hacia las esferas de la racionalidad, de la producción y del consumo, propias de la sociedad contemporánea. Así, se dejan trazadas las lógicas de actualización del mito y del rito (re-sacralizaciones) que demandan a su vez una mirada más crítica del fenómeno. En el tercer y el cuarto capítulo (núcleos centrales de la investigación) se propone un análisis muy puntual sobre el papel del mito y del rito en los mass media, en especial, en la publicidad. Específicamente el capítulo tres intenta reunir los aportes más destacados que se han hecho al tema desde diferentes campos del conocimiento, en especial desde las ciencias sociales, con aquellos aportes teóricos que se proponen desde esta investigación. En este apartado se muestra cómo los mitos de la sociedad moderna estructuran un escenario modélico sostenido por principios más pragmáticos y particularistas, reflejados en dioses transitorios que potencian ideologías justificadoras o mesiánicas: amor y devoción al sistema imperante, al jefe, al partido, a las autoridades reales y anónimas, a los patrones estéticos y comportamentales que definen un modo de ser en el mundo, que llevan a la obediencia, a la admiración incondicional, al consumo, a la idolatría y

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posiblemente a la ataraxia. Podría decirse entonces que estas nuevas formas de religiosidad contienen aspectos negativos para una cultura que pasa por alto su significación y los resultados de su operatividad. En el análisis realizado en el cuarto capítulo, llama la atención la forma como los medios de comunicación asumen el papel de difusión de los nuevos credos sociales, orientados al consumo, a ritos de igualación que ponen en peligro la subjetividad y al socius, al mismo tiempo que consolidan lo que bien podría llamarse una moral en los mensajes publicitarios, o lo que es igual, una nueva forma de ideología para la integración social. Valga la pena recalcar que este trabajo no compromete en modo alguno la admiración que siento por muchos de mis colegas, amigos y estudiantes que trabajan en el medio publicitario. Antes bien, se presenta como un llamado a cuentas para que asuman la labor importante e ineludible

de repensar la publicidad.

Precisamente esa admiración y ese respeto me llevan éticamente a abordar de modo crítico estos análisis con el propósito de crear unas mejores condiciones (aunque no sean las mejores ni las ideales) para que la publicidad cumpla la labor que debe cumplir, la de informar, en el caso de ser ciertas, sobre las bondades de un producto, de un servicio, sobre la pertinencia de una idea o de cualquier componente comunicativo que deba hacerse público, sin distorsionar la realidad, sin caer en mitologizaciones que agraven las condiciones de la vida humana y la salud de la sociedad y del planeta que ya harto conflictivas y desequilibradas están. Debemos procurar, en la medida de nuestras posibilidades, entregarles a nuestros descendientes un mundo más pródigo y coherente de lo que lo encontramos. De lo contrario, estaremos dejándoles a ellos una cuenta de cobro que deberán pagar con creses por nosotros y por nuestros antecesores, nosotros los actores de una sociedad que creyó en la fantasmagoría del progreso material sin límites, ilusión que aún hoy alimenta la moral tecnocrática de la depredación natural y del envilecimiento humano, aquella que dice que el mundo es ilimitado y que podemos seguir tirando de la cuerda sólo a favor de un beneficio personal e inmediato. Para este propósito creo oportuno parafrasear al Grupo Marcuse en lo referente al papel que cumple hoy la publicidad en las complejas dinámicas sociales: “No hay que llevarse al engaño, la

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publicidad es la parte visible de ese iceberg que es el sistema publicitario y, más ampliamente, del océano helado en que evoluciona: la sociedad de mercado y su crecimiento devastador. Y si criticamos este sistema y esta sociedad es porque el mundo se muere por nuestro modo de vida” (2006, p. 22). De lo anterior se hace visible la importancia de una revisión crítica del fenómeno mass mediático y de la publicidad en particular, que pueda servir, como una alcándora en medio de la oscuridad, para dar luces y pasos más seguros, acordes a las necesidades de una época signada por la indiferencia frente al riesgo y al accidente. Finalmente, es importante aclarar que este libro es el resultado de una investigación que se desarrolló en la Facultad de Publicidad y Mercadeo de la Universidad San Martín, inscrita en la línea de investigación llamada: Publicidad como fenómeno cultural: incidencias, transformaciones y perspectivas. Así mismo, una parte considerable del contenido de este trabajo se desprende conceptualmente de una investigación que se desarrolló en forma paralela bajo mi autoría como trabajo de grado en la Maestría de Educación de la Universidad Javeriana en Bogotá (Otálora, L., 2008); trabajo en el cual se analizó el papel del mito y del rito en el campo de la educación y del cual se extraen resultados bien sea por su pertinencia con este estudio, pero sobre todo por tener un carácter inédito.

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TEMARIO

CAPÍTULO UNO DEL MITO Y EL RITO EN LAS SOCIEDADES TRADICIONALES A LA MODERNIDAD 1 1.1 2

¿QUÉ PAPEL CUMPLE EL MITO EN LAS SOCIEDADES TRADICIONALES? La importancia del rito para la conciencia mítica LA MODERNIDAD COMO CONTEXTO SOCIO-HISTÓRICO PARA MUNDO: EL HOMINISMO DESATADO Y EL PROBLEMA DEL OTRO

LA DESACRALIZACIÓN DEL

2.1

El desvanecimiento de lo sagrado

2.2

Contexto socio-histórico para la desacralización del mundo:

2.3

La época del Hombre- Autónomo: Ni Dios ni Naturaleza.

2.4

Anotaciones históricas sobre la modernidad

2.5

Paradigmas del mundo moderno:

3

EL TRASLADO MITOLÓGICO EN LA MODERNIDAD

3.1

¿Es acaso la modernidad escenario de nuevas mitologías y de nuevas ritualidades?

3.2

¿Y después de la secularización qué?

3.3

¿Nueva sacralidad o la sacralización de lo profano?

3.4

¿Qué valor sagrado puede tener esta religiosidad laica?

3.5

Desplazamiento del mito a otras formas de narración

3.6

La supervivencia de la religión en el mundo moderno

3.7

La religión civil según Salvador Giner

CAPÍTULO DOS

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UNA

MIRADA CRÍTICA A LAS NUEVAS FORMAS DE SACRALIDAD DEL MUNDO MODERNO Y SU TRASFONDO POLÍTICO: PERSPECTIVAS TEÓRICAS

1

LA

CIUDAD COMO EL LUGAR DEL CONOCIMIENTO: EL MITO DE LA RAZÓN

1.1

La polis como el lugar de la paideia

1.2

El espacio del yo autocontemplativo

1.3

¿Mayoría de edad o el mito de la subjetividad?

1.4

La dialéctica de la ilustración: el estatus mítico de la subjetividad o el mito de la razón Max Horkheimer y Theodor Adorno

2

LA

CIUDAD COMO EL LUGAR DE LA PRODUCCIÓN Y DEL CONSUMO: PROGRESO

2.1

El mito del progreso

2.2

¿Qué es la época técnica?

2.3

¿Qué pasó cuando a alguien se le ocurrió decir…esto es mío?

2.4

El problema de la industria cultural

3

EL

MITO DEL

ALGUNAS MIRADAS Y CONSIDERACIONES SOBRE EL MITO POLÍTICO, O LA DESAPARICIÓN DE LA CIUDAD-MUNDO COMO EL ESPACIO DE LA COMUNIDAD

3.1

Del sujeto político como ciudadano al Homo consumens: Bauman

3.2

Una mirada crítica alrededor de la escondida premisa de “muchos son los llamados y pocos los escogidos”

3.3

Del espacio/tiempo mítico al no-espacio y al tiempo-velocidad

3.4

De la velocidad al accidente: el cuerpo evaporado y consagración del presente

3.4.1

Noción de accidente

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3.5

El ethos: actividad política del sujeto: Raimon Pannikar

3.6

Cuerpo-Ciudad-Cosmos: Paul Virilio

3.7

El ideal político entre el mito del estado y el mito del progreso: La democracia deliberativa en Hürgen Habermas

3.8

Sujeto, sociedad y medio ambiente: Las tres ecologías como un problema político. Una contribución de Felix Guattari Por una diagnosis

3.8.1 3.8.1.1

Respecto al medio ambiente

3.8.1.2

Respecto al sujeto

3.8.1.3

Respecto a la sociedad

3.8.2 3.9 3.9.1

Necesidad de una mutación existencial: en busca de las tres ecosofías Otras contribuciones teóricas sobre la nueva sacralidad del mundo moderno El fenómeno de la indiferencia del mundo. Kolawkosky

CAPÍTULO TRES

EL MITO Y EL RITO EN LA MODERNIDAD: LA PUBLICIDAD Y

1

LOS MASS MEDIA

CARACTERIZACIÓN DE LOS MITOS Y RITOS PROFANOS

2 EL MITO Y EL RITO EN LA PUBLICIDAD Y EN LOS MASS MEDIA 3 4

¿ENCULTURACIÓN O CONDICIONAMIENTO MASS-MEDIÁTICO? LOS MASS MEDIA COMO ESPACIO PROPICIO PARA LA CIRCULACIÓN DE MITOS Y RITOS EN

5

LA MODERNIDAD MITOS Y RITOS EN LOS MASS MEDIA. CONTRIBUCIONES TEÓRICAS

5.1

¿Una sociedad transparente?

5.2

El mito reencontrado

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5.3

¿Cómo entender la publicidad como técnica moderna a partir de Guillo Dorfles?

6 7 7.1 8 9 10 11 12

FUNCIÓN DE LOS MITEMAS PUBLICITARIOS EL UNIVERSO EMOTIVO DEL MITO La publicidad como depositaria de la emocionalidad mítica: LA PUBLICIDAD EN TANTO ESPACIO PARA LA NATURALIZACIÓN DE MITOS SISTÉMICOS ALGUNOS ASPECTOS DESTACABLES DE LA HERMENÉUTICA PUBLICITARIA. JOSE LUIS LEON PIÈRRE BOURDIEU Y LOS RITOS DE INSTITUCIÓN: POR UNA COMPRENSIÓN DEL RITUAL DE ACEPTACIÓN EN LA SOCIEDAD EL CONSUMO COMO EL RITUAL GENERADOR EN LA SOCIEDAD DE MASAS DE UNA MORAL HISTÓRICA TOTEMISMO MODERNO E INMOVILIDAD SOCIAL

12.1

Mímesis y ritualidad en la sociedad del espectáculo

12.2

El espaciamiento estético o el ritual pervertido: mass media e inmovilidad

12.3

Transgresión sagrada y falsa liminalidad en el contexto de una sociedad expectadora

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CAPÍTULO CUATRO LA MORAL EN LOS MENSAJES PUBLICITARIOS: UNA NUEVA FORMA DE IDEOLOGÍA PARA LA INTEGRACIÓN SOCIAL

1.

DEL OBJETO CONCRETO AL OBJETO SIGNO

1.1 Función social del objeto-signo 1.2 El pecado de la inmovilidad en las clases ascendentes y el culto a los objetos: 2. 3. 4.

LA IDEOLOGÍA DEL SIGNO PUBLICITARIO EL PRINCIPIO IDEOLÓGICO DE LA MITOLOGÍA DE LAS NECESIDADES LA DIALÉCTICA DEL MITO–RITO PUBLICITARIO COMO ESTRATEGIA DE INTEGRACIÓN EN

5. 6. 7.

LA DEIFICACIÓN DEL OBJETO EN TANTO REALIDAD QUE SE CONSUME EL FETICHISMO DEL SUJETO POR LA ASUNCIÓN DEL MERCADO EL PAPEL DE LAS FIGURAS EJEMPLARES O MODÉLICAS EN LA SOCIEDAD DE CONSUMO: EL MITO DE LA MODA LA MODA COMO PRINCIPIO DE LA FUNCIÓN MÁGICA SIMPATÉTICA CONSTRUCCIÓN DE UN IDEAL DE BELLEZA: UNA NUEVA ESTÉTICA A PARTIR DEL DISCURSO PUBLICITARIO. DE LAS RELACIONES DE COMPLEMENTARIEDAD TOTÉMICA A LOS PRINCIPIOS DE INCLUSIÓN Y EXCLUSIÓN SOCIAL A TRAVÉS DEL CONSUMO LOS MISIONEROS DEL CONSENSO SOCIAL ACERCA DEL PAPEL DEL CREATIVO PUBLICITARIO ¿MAGIA FICTICIA O TAUMATURGIA PARALIZANTE?

LA SOCIEDAD DE CONSUMO

8. 8.1 9. 10. 11. 12.

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CAPÍTULO UNO DEL MITO Y EL RITO EN LAS SOCIEDADES TRADICIONALES A LA MODERNIDAD Este

primer capítulo se

propone,

en

primera

medida, destacar

algunas

características fundamentales del mito y el rito en las sociedades tradicionales, ello con el fin de dejar algunos conceptos claros que permitan contextualizar dicho fenómeno desde sus aspectos más básicos a los requerimientos específicos de este trabajo. El propósito principal es abordar el tema en un sentido puramente propedéutico y sin pretensiones de exhaustividad. En segunda medida, el análisis indaga sobre el fenómeno mismo de la modernidad, desde una preocupación por encontrar sus relaciones con el universo mítico. Estos vínculos estrechos entre la dimensión mítica y la modernidad han sido abordados por algunos de los teóricos más destacados de la segunda mitad del siglo XX, tanto de la escuela de Frankfurt, como de la escuelas estructuralistas y posestructuralistas, como Adorno, Horkheimer, Dorfles, Fromm, Lévy-Strauss, Barthes, Eco, Mattelart, Vattimo, Virilio, Caillois, Bourdieu, Baudrillard, entre otros. Además de los aportes de estos teóricos, se involucran otros autores contemporáneos para enriquecer la mirada, evitando así caer en los dogmatismos propios de las corrientes y las ortodoxias tradicionales. Así mismo, y acaso sea este uno de los mayores aportes de este estudio, se lleva el análisis a un diálogo con el fenómeno actual de los mass media y sobre todo con la publicidad.

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¿QUÉ PAPEL CUMPLE EL MITO EN LAS SOCIEDADES TRADICIONALES?

Cuando se intenta definir el mito sin tener en cuenta su función se puede incurrir en errores. De la misma manera, tratar de comprender su función sin tener en claro lo que significa, puede traducirse en una tarea infecunda. Por tal razón se debe entender que estos dos aspectos van de la mano y por lo tanto hay que procurar no desligarlos. En este orden de ideas se comprende que al definir el mito no hay que

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olvidar ese carácter dialéctico de su función: por un lado, cumple una función social, y por el otro, tiene una función natural o cosmológica. Se suele asegurar que el mito es característico de las sociedades llamadas primitivas, arcaicas, tradicionales o indígenas. Podría pensarse inclusive que su presencia estaría determinada, si se quiere, por el mayor o menor grado de desarrollo de dichas sociedades respecto a aspectos

técnicos, científicos o

especulativos con respecto a un dominio sobre el entorno natural y a la comprensión del mismo. Visto de esta manera el mito correspondería

exclusivamente a

sociedades en las que hay ausencia del progreso –o por lo menos como usualmente se ha concebido en Occidente-. Pero, en esta caracterización, aparecen múltiples equívocos en la misma medida en que no existe un criterio claro para determinar dónde el mito se encuentra todavía vivo. Podría decirse que el mito se halla vigente en grupos étnicos que viven en zonas apartadas y aun salvajes. No obstante, esta aseveración carece de fundamentos si no se tiene en cuenta que la vitalidad y por ende la supervivencia del mito no siempre es inversamente proporcional al grado de desarrollo tecno-científico o de sofisticación en las formas de vida reales o simbólicas de un grupo humano. A este nivel habría más bien que preguntarse de qué manera el mito sobrevive a lo largo del tiempo, manifestándose en forma distinta y bajo ropajes muy diferentes; si ha llegado a ciertos grados de desacralización o, si se quiere, de resacralización.

El mito puede ser situado en un contexto socio-religioso tradicional como una historia. Pero, ¿una historia acerca de qué? Es principalmente una historia sobre los dioses, al tiempo que un relato sobre el origen del cosmos y lo que él alberga: hombres, animales, plantas. Es a su vez la narración de la genealogía de las tradiciones, de las costumbres y por ende de los valores compartidos culturalmente. Por tanto el mito se amplía a las respectivas relaciones entre todos los componentes del universo bajo una dimensión significativa, la cual se resume en el acto de vivir y de inmortalizarse social y cósmicamente. Como se advierte, el mito abarca dos

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dimensiones esenciales y características: una es la correspondiente al mundo natural, el cual se halla diversificado en toda la variedad de seres que conforman el mundo animado y el inanimado y a través de los cuales se manifiesta lo sagrado como fuerza generadora y motriz. Este mundo natural abarca tanto a los seres sobrenaturales, como a los hombres, a los animales, a las plantas, al cosmos y a todo aquello que contenga la fuerza motivadora que hace que la realidad funcione como una totalidad. La segunda dimensión que abarca el mito es la sociológica, que se encuentra ligada al hecho de que la sociedad de la vida no es solamente natural sino también cultural. Mircea Eliade, al igual que Campbell, asocia el mito específicamente a dos realidades: la del mundo y la del universo social. El mito, por un lado, trata de la totalidad de lo real, y por otro, hace alusión al comportamiento humano, de ahí que abarque la dimensión cosmológica y la social al mismo tiempo. Las dos dimensiones constitutivas del mito son entonces: la universalidad y la ejemplaridad. Detrás de él se revelan tanto las estructuras de la realidad como deben ser entendidas como el comportamiento ejemplar que debe ser adoptado para que dicha realidad prevalezca. El mito entendido dentro de cualquier contexto social es consustancial a todas las culturas a lo largo de la historia. El hombre primitivo o de las sociedades tradicionales

es

esencialmente

religioso;

ser

religioso

se

traduce

aquí

fundamentalmente como una forma de entender y de vivir la realidad. El mundo tiene una significación que trasciende lo inmediato, pues está cargado de un poder, de una fuerza que rebasa la realidad sustancial. Es así que cuando la realidad es entendida bajo una particular significación se está asumiendo como una realidad sagrada. Eliade se arroga que, en la medida en que lo sagrado se revela al sujeto, se comprende como una hierofanía, y que puede estar contenida de la misma manera tanto en lo más elemental, como en una piedra o en una planta, como en lo más complejo o supremo, siendo la divinidad su expresión más acabada (Eliade, 1990). Lo sagrado es la manifestación de una fuerza que varía de acuerdo a las

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distintas culturas, desde la más primitiva hasta la más moderna, como la manifestación de la realidad omnímoda por excelencia. La fuerza de lo sagrado es al mismo tiempo real, perenne y eficaz, y puede estar contenida en cualquier objeto o en cualquier acción de un muerto, de un espíritu de la naturaleza, de un Dios o de un ser sobrenatural. La realidad es sagrada por excelencia y por tal razón pone al hombre en la necesidad de sobrepasar su situación particular y a orientarse a valores generales y universales. Eliade (19991c) enfatiza que en este estatus ontológico es en donde se funda lo religioso, de donde surge la dimensión de la realidad, no ya disuelta en entes aislados y antagónicos, sino en un escenario unitario, complementario e interdependiente. Por su parte Cassirer plantea que: Así pues, en el mito toda la realidad natural se expresa en el lenguaje de la realidad social-humana y viceversa. Aquí no es posible reducción alguna de un factor al otro, sino ambos determinan en completa correlación la estructura y la complexión peculiares de la conciencia mitológica. De ahí que es igualmente unilateral tratar de explicar los productos del mito de modo puramente sociológico que de modo puramente naturalista (Cassirer, 1998, p.p. 239-240). Desde otra perspectiva Rogers Caillois, en un acercamiento sociológico al mito, comienza por explicar la manera como la naturaleza constituye el telón de fondo de la función fabuladora (Caillois, 1989). A partir de esta mirada también los hechos históricos y sociales constituyen el marco que permite la fundación y la inspiración del mito. Y así como existen unos elementos constitutivos externos existen otros de carácter interno. Estos elementos componen una mitología que se refiere a las situaciones de los individuos que viven conflictos psicológicos respecto a la cultura a la que pertenecen o relacionados con las condiciones de la sociedad en la que habitan; situaciones generadas por las prohibiciones y por los tabúes, así como por los deseos elementales que luchan contra esas interdicciones. Así mismo, Caillois aclara que el rito no hace otra cosa que introducir al individuo en la realidad mítica;

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es de esta manera que puede decirse que el rito realiza al mito y otorga la posibilidad de vivirlo. En este escenario, si el mito no logra potenciarse en un correspondiente rito, si no está en condiciones de vivirse, entonces cae en literatura (Caillois, 1989). Por su parte Ernst Cassirer (1996a) sostiene que tratar de ahondar en el universo mítico es sumergirse en un océano inmenso y profusamente complejo. Partiendo del hecho de que no existe una sola realidad natural ni humana que no sea susceptible de un tratamiento mítico se puede tener claro que, pese a esta diversidad de los temas míticos, existe un sustrato común que puede ser rastreado a lo largo y ancho de las distintas culturas en todas las épocas históricas: los mismos pensamientos elementales. Este sustrato común es una suerte de unidad interna de pensamiento que se caracteriza por su actividad simbólica. Para entender esta forma de pensamiento deben utilizarse categorías que no son propiamente racionales, “su lógica, si tiene alguna, es inconmensurable con todas nuestras concepciones de la verdad empírica o científica” (Cassirer, 1996a, p. 115). Cassirer considera que el mundo mítico es como un universo artificial detrás del cual existe un pretexto inconsciente para alguna otra cosa que va más allá de sus temas específicos. Por ejemplo, desde el punto de vista de su objeto, el mito se dirige fundamentalmente a los fenómenos naturales. Y en este trance con la naturaleza

también puede

imputarse al pensamiento mítico una propensión hacia la esfera de lo poéticosensible. Así la mente mítica se interesa por los seres naturales, mientras que por otro lado le atrae la creación artística. De este modo existe un vínculo muy estrecho entre la mente mítica y la mente poética. Lo único que las diferencia es que la mente mítica, contrariamente de la mente artística, no puede prescindir de su objeto, es decir, no puede dejar de creer en el mundo sensible. En este sentido, en la necesidad del contacto sensible, el pensamiento mítico se acerca más al pensamiento científico, sobre todo en lo concerniente a la magia, entendiendo que la magia fue el primer intento humano por dominar las fuerzas de la naturaleza.

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La forma de percibir el mundo natural le da un carácter

muy particular al

pensamiento mítico en tanto que no se queda en los aspectos estrictamente externos y constantes como sí lo hace el pensamiento empírico científico. En este último se distingue entre lo necesario y lo contingente, lo sustancial y lo accidental, y se hace uso de una estructura analítica y clasificadora, mientras que por su parte, el pensamiento mítico busca el trasfondo de lo sustancial, es decir, aquello que trasciende las propiedades externas de la realidad y que se define como aquello que se manifiesta en términos de acción, de fuerzas dominantes siempre en pugna, de dramatismo contenido en el mundo objetual. “La percepción mítica se halla impregnada siempre de estas cualidades emotivas; lo que se ve o se siente se halla rodeado de una atmósfera especial, de alegría o de pena, de angustia, de excitación, de exaltación o postración” (Cassirer, 1993, p. 119). Como bien lo indica Cassirer lo que le interesa al pensamiento mítico no es percibir rasgos objetivos del mundo circundante sino acceder a su dimensión fisiognómica como tal, es decir, acceder, gracias al universo emotivo, a la esencia de lo real. Es en esta tensión en donde nos encontramos con el mito no como narración ni como pensamiento, sino en la esfera de la acción: el mito como vivencia, como intuición. Sin importar bajo qué función precisa se presenta el mito, lo esencial es comprender que éste, en última instancia, se orienta a la organización y al equilibrio de un todo llamado cosmos. Entendiendo la intencionalidad del mito, éste podría definirse como aquella historia significativa que le ayuda al hombre a entenderse en un todo, bien sea respecto al entorno natural como al universo social. En este sentido, puede concebirse entonces como la narración que, a través de las gestas de ciertos seres modélicos y sobrenaturales que personifican una fuerza especial (Dioses, semidioses, héroes, seres naturales), se estimulan y establecen una serie de valores que permiten el funcionamiento de un cosmos. En síntesis, podría decirse que a este marco de realidad se reduce lo religioso: “la experiencia de la existencia total, que revela al hombre su modalidad de ser dentro del mundo” (Eliade, 1990, p. 16). No ya una existencia signada por una búsqueda particular y solitaria, sino contagiada de lo universal, entendido como todo aquello que rebasa el mundo cerrado y aislado del

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sujeto, es decir, en contacto abierto con Dios, con la naturaleza y con la comunidad. A este régimen ontológico pertenecen todas las estructuras y formas religiosas, y de ellas se deriva en la misma proporción el sentido ontológico del mito.

El mito es por excelencia una forma de pensamiento colectivo. El individuo como tal no existe, él hace parte de una realidad que lo trasciende y que lo orienta existencialmente. La vida es la participación permanente de lo otro de lo cual es imposible disolverse, so pena de caer en un sentimiento de temor, de soledad, de desvanecimiento y de caída en el caos. La realidad es totalizante y participativa, y por ello mismo sagrada. Respecto a este sentimiento colectivo de pertenencia Eliade muestra que no existe ninguna diferencia entre la adhesión que se siente con relación a un símbolo nacional, una bandera por ejemplo, respecto a las experiencias afectivas

de participación que puede experimentar la mentalidad

arcaica en relación con el mundo sobrenatural (Eliade, 1990). Ambas experiencias surgen del mismo principio: el de hacer parte de un todo que orienta y la da sentido a la existencia. Lo sagrado emana en el momento en que se manifiesta al hombre bajo unas categorías de significación distintas. Lo sagrado es cualitativamente distinto a lo profano y su característica estriba en la forma como se manifiesta al hombre. Contiene dentro de sí una carga significativa fuerte en la misma proporción en que es una fuerza, un poder que rebasa lo estrictamente sustancial. Todo lo sagrado que se manifiesta al hombre, desde lo más pequeño, como una planta o un animal, hasta lo más grande, como un ser sobrenatural o divino, constituye una hierofanía. Lo sagrado es la manifestación de lo absoluto, es paradójico e ininteligible. El mito es consustancial a la vida de los pueblos: todas las culturas a lo largo de la historia han participado de él y sobre él han edificado el entramado de su realidad, bien sea en el ámbito político, religioso, económico, instrumental o estético. De ahí que no puede haber una sociedad, grupo humano, o colectividad en donde no se encuentre el mito funcionando en mayor o en menor medida orientando directa o

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indirectamente los imaginarios, los valores, las tradiciones, las prácticas y las creencias de los sujetos que componen y comparten dicha cultura. 13.1

La importancia del rito para la conciencia mítica

Podría decirse, figurativamente, que al interior del pensamiento mitológico existen dos dimensiones que se complementan y dialogan permanentemente, una teoría y una práctica, un logos y una ritualidad. En este caso, la ritualidad viene a ser la puesta en marcha o puesta en escena de las historias míticas; los ritos son lo que realmente reafirma lo mítico, entendido como visión del mundo, son su praxis, es decir, la aplicación en la vida real. Por lo tanto, es imposible concebir una historia mítica que no se reactualice en el escenario de la vida, por lo que la vida misma es lo más importante para el pensamiento mítico. La narración como tal carece de valor en tanto que constituye sólo una parte de la totalidad y quizás la menos importante. Cassirer llega a sostener que la forma narrativa en las sociedades primitivas se derivó de la institución de las prácticas y de los usos que le permitían al grupo mantenerse cohesionado y protegido. En la mayor parte de los casos no es suficiente conocer el mito del origen, hay que recitarlo o vivirlo ritualmente. Según Eliade, vivir el mito significa dejar de vivir la temporalidad y la especialidad del mundo cotidiano para ingresar en un una realidad impregnada de sacralidad, en la cual lo divino está presente y actuante tal y como ocurrió en el tiempo privilegiado de los orígenes. El mito no sirve para satisfacer una necesidad puramente explicativa de lo que sucedió en los primeros tiempos, sino para actualizar o revivir dicha realidad, para volverla siempre presente, convirtiéndola en fuente de vida de la comunidad y en la responsable de la estabilidad, de la prosperidad y de la fecundidad del cosmos entero. Esto explica por qué 'el estar en el mundo' para el primitivo está ligado a una experiencia de la acción más que de la abstracción. Como lo expresa Cassirer, mirar el mito como un problema teórico impide reconocer quizá su faceta más importante, la de su propia vida, y en ella la del ritual. “Aunque llegáramos a analizar el mito en sus últimos elementos conceptuales, jamás

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aprehenderíamos con este procedimiento analítico su principio vital, que es dinámico y no estático; se le puede describir, únicamente en términos de acción.” (Cassirer, 1996a, p. 123). El mismo autor destaca cómo en algunas comunidades no se encuentran narraciones míticas, ni genealogías de los dioses, pero, en cambio, no se puede hallar grupo humano que no tenga formas de ritualidad. Por lo tanto, podríamos decir con Eliade, que en todas las culturas esparcidas por el planeta y “malgré la différence des structures socio-économiques et la variété des contextes culturels, les peuples archaïques pensent que le Monde doit être annuellement renouvelé et que ce renouvellement s´opère selon un modèle: la cosmogonie ou un mythe d´origine, qui joue le role d´un mythe cosmogonique” (Eliade. 1991b, p. 60)1. Renovar el mundo es hacer exactamente lo que hicieron los seres míticos en el comienzo de los tiempos. De esta manera se asegura la continuidad de la vida, reiterando la creación. Cassirer revela que para el análisis del universo mítico es de vital importancia no restringirse a los elementos puramente formales o teóricos o a su aspecto narrativo, sino que es necesario abrir el análisis a esferas más amplias, a la esfera de los motivos míticos; en este sentido ya no basta hablar del mito, sino del pensamiento mítico y junto con éste de todo lo referente a la esfera del ritual. “Consideradas en sí mismas, las historias míticas de los dioses y de los héroes no pueden revelarnos el secreto de la religión, pues no son otra cosa que interpretaciones de ritos” (Cassirer, 1996b, p. 38). El mito viene entonces a ser el registro narrativo de aquellas actividades grupales que cobran especial significación para la comunidad y de las cuales depende su normal desarrollo. El mito como representación es vital para mantener viva la memoria de los actos, de los gestos y de los valores culturales del grupo, pero los actos mismos, en los cuales se centra el componente vital de la memoria y que son 1

Traducción libre de Leonardo Otálora: “a pesar de la diferencia de las estructuras socioeconómicas y a la variedad de los contextos culturales, los pueblos arcaicos piensan que el mundo debe ser anualmente renovado y que esta renovación se da según un modelo: la cosmogonía en donde un mito del origen cumple el rol de un mito cosmogónico”

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la definición real de la concepción del desarrollo de la vida, dependen enteramente del rito. Visto desde este ángulo el rito es tan

importante como el mito para

comprender a profundidad el funcionamiento de una cultura. Raimon Pannikar (1999) plantea la relación entre el universo de las ideas –logos– y el universo de los actos –mythos– desde dos realidades distintas, pero complementarias. Con esto llega a circunscribir el logos a la realidad mítica. Partiendo del supuesto de que por su carácter esencialmente fantástico el mito como tal no debe ser explicado,

sino actualizado permanentemente en realidades

concretas. De esta manera se pone de manifiesto que el rito es un elemento más profundo y mucho más perdurable que el mito en la vida religiosa del hombre (Cassirer, 1996b, p. 35). No es de extrañar, a partir del carácter activo y definitivo que cumple el rito en las sociedades tradicionales como en las modernas, que se le empiece a dar más importancia al rito en los estudios etnológicos y culturales. Representaciones y actos: los dos constituyen los puntos de tensión que organizan el cosmos social humano. Ambos están presentes no sólo en el horizonte religioso de las sociedades, sino en todas las esferas vitales de la existencia. “Los ritos son, en efecto, manifestaciones motrices de la vida psíquica. Lo que se manifiesta en ellos son tendencias, apetitos, afanes y deseos; no simples representaciones o ideas. Y estas tendencias se traducen en movimientos rítmicos y solemnes, o en danzas desenfrenadas; en actos rituales regulares y ordenados, o en violentos estallidos orgiásticos.” (Cassirer, 1996b, p.37). En este sentido no es descabellado sostener que tendríamos que empezar a estudiar el rito para comprender cabalmente al mito. Desde el mismo momento en que el ser humano nace en sociedad se le sume en múltiples realidades de carácter simbólico que inciden en su existencia y en la del grupo. La subsistencia del grupo no depende únicamente de condiciones de posibilidad a nivel fisiológico, sino también a nivel cultural, y el desarrollo de los ritos en el seno de la comunidad cumple esa función esencial. De ahí que actividades como el bautizo; la iniciación para la vida sexual y adulta de los adolescentes; el

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matrimonio; el acceso a sociedades secretas (místicas o religiosas); la formación para llegar a ser guerrero, líder moral, mago, hechicero u hombre de conocimiento; como la preparación para la muerte y el acceso al más allá; todo ello requiere indefectiblemente de una atmósfera propiciatoria, abierta a las creencias y a la cosmovisión de las sociedades en cuestión a través de los ritos. Para Eliade, existen tres tipos de ritos de iniciación en las sociedades tradicionales, a saber: 

Los rituales colectivos con los cuales se realiza el pasaje de la infancia o de la adolescencia a la edad adulta y que son obligatorios para todos los integrantes de la sociedad. Estos son los llamados ritos de pubertad o de pasaje. Es de esta clase de ritos de los cuales se ocupará este estudio.

Los ritos necesarios que se deben seguir para acceder a una sociedad secreta generalmente masculina o femenina.

Los ritos de iniciación que deben seguir los hombres de medicina o los chamanes, los cuales llegan a tener una experiencia religiosa más intensa que la de los otros dos tipos de iniciación.

Respecto a los ritos de iniciación de los adolescentes, en esencia, estos buscan darle un nuevo estatus religioso y social al individuo que los realiza. De ahí que le confieran una nueva condición ontológica y, por lo tanto, una nueva dimensión existencial. Lo que se espera del neófito es una mutación gracias al seguimiento de una serie de pruebas que le permiten llegar a ser lo que debe ser: un sujeto abierto y preparado para la vida espiritual y que hace parte de la cultura. El iniciado puede acceder al estatus humano, salir de su limitación espiritual y religiosa. En el caso de los adolescentes, se trata de que ellos puedan ser aceptados en el mundo de los adultos y puedan así llevar a cabo sus funciones en dicha condición, en otras palabras que puedan ser unos miembros responsables y capaces. El rito le permite al iniciado traspasar las actitudes, visiones y valores que se hacen caducos para las nuevas necesidades del ser consciente. Sin embargo, el

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propósito del rito desborda lo puramente funcional, cuando se creería que estar preparado para afrontar la vida adulta se constriñe a llevar a cabo cualquier actividad que demande responsabilidad. Más bien lo que se espera del iniciado es que obtenga una condición espiritual remarcable y que sea la garantía de que el grupo va a perpetuarse gracias a su participación como nuevo miembro. Dicho de otra manera, el individuo de las sociedades tradicionales se inicia a la vida religiosa y adulta a través de los ritos de pasaje. Para tal efecto, los adolescentes deben pasar por una serie de pruebas que constaten al resto de la sociedad que ellos están efectivamente preparados para insertarse en el cosmos social y garantizar de esta manera la subsistencia de la comunidad. Pero la efectividad del rito está dada en el hecho de que fueron precisamente los seres sobrenaturales los que en los orígenes lo realizaron por primera vez y que, en tanto son imitados por los seres humanos, estarán realizando dichos actos ejemplares. El rito en esencia no hace otra cosa que reactualizar los actos de los seres sobrenaturales en manos de los nuevos integrantes de la sociedad. Estos simplemente vuelven a reiterar los gestos de aquellos que crearon el cosmos y al hacerlo están refundando de manera periódica, física y espiritualmente, la realidad, para que nunca muera. C`est grâce a ces rites et aux révélations qu`ils comportent qu`il sera reconnu comme un membre responsable de la société. L`initiation introduit le novice à la fois dans la communauté humaine et dans le monde des valeurs spirituelles. Il apprend les comportements, les techniques et les institutions des adultes, mais aussi les mythes et les traditions sacrées de la tribu, les noms des dieux et l`histoire de leurs œuvres; il apprend surtout les rapports mystiques entre la tribu et les êtres surnaturels tels qu`ils ont été établis à l`origine des temps (Eliade, 1992, pp. 12 y 13)2.

2

Traducción libre de Leonardo Otálora: “Es gracias a estos ritos y a las revelaciones que ellos comportan que él será reconocido como un miembro responsable de la sociedad. La iniciación

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El rito de iniciación permite al novato renacer en un modo de ser distinto, nacer en un modo de ser superior. Pero para renacer, él debe necesariamente morir a nivel simbólico. Dicha muerte es un retorno al caos, del cual saldrá de nuevo, superando definitivamente la irresponsabilidad y la inmadurez de la infancia para ingresar a la cultura y a la vida adulta, es decir, a la dimensión propia en la que se vive una espiritualidad. El desarrollo de la vida humana entre las sociedades primitivas o tradicionales no se reduce simplemente al proceso biológico por medio del cual el ser pasa por distintas etapas en las cuales se ligan el nacimiento y la muerte. La evolución física o natural está indisolublemente ligada a una dimensión espiritual, si se quiere, religiosa. Por esta misma razón, la vida está conectada con un plano trascendente, dotado de virtualidades específicas y de encantamientos. Desde el momento en que nace, el ser humano pasa por una serie de etapas en su existencia que lo van llevando de lo más básico a lo más elevado y complejo. Desde los ritos de nacimiento hasta los ritos de preparación para la muerte, pasando por los ritos de adolescencia y de adultez, el hombre y la mujer deben cumplir con múltiples exigencias culturales, ligadas fuertemente, y en mayor medida, a los credos religiosos y espirituales compartidos por el grupo, como a todo tipo de exigencias de aceptación social, siempre de acuerdo al cumplimiento de hábitos y costumbres que salvaguardan su cohesión y subsistencia. A diferencia del hombre de las sociedades modernas, el cual vive inmerso en una temporalidad lineal y en donde lo que constituye el pasado, el presente y el futuro es enteramente el resultado de su propia ejecución, el hombre de las sociedades tradicionales participa de una temporalidad que se repite y que constituye la reactualización de un tiempo primordial y fuerte, que corresponde a los orígenes. introduce al novicio a la vez dentro de una comunidad humana y dentro del mundo de valores espirituales. Él aprende los comportamientos, las técnicas, y las instituciones de los adultos, pero también los mitos y las tradiciones sagradas de la tribu, los nombres de los dioses y la historia de sus obras; él aprende sobre todo las relaciones místicas entre la tribu y los seres sobrenaturales tal como ellas fueron establecidas en el origen de los tiempos”

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Esta ausencia de conciencia histórica es la que reafirma la necesidad de repetir los gestos y los actos de los seres primordiales a fin de que el mundo nunca muera. Para quien se inicia ritualmente, el tiempo y el espacio adquieren una significación distinta, pues se da un despliegue del ser, una ampliación ontológica que cobra proporciones antropocósmicas distintas. La iniciación puede entenderse, simbólicamente, como un segundo nacimiento que hace parte de la esfera espiritual para acceder a lo sagrado, y del cual se debe salir para asumir una forma de vida cualitativamente distinta. Acceder a la espiritualidad a través de un segundo nacimiento es para Eliade un reencuentro con la vida, con el mundo y con el cosmos que aparecen. Por su parte, hay que destacar el papel de los ancestros y de los seres significativos en la iniciación de los jóvenes, la cual funciona a partir de la relación de émuloemulado, es decir, sobre el principio de la imitación o mimesis. Los viejos y los más sabios, gracias a sus conocimientos y a sus capacidades prácticas –cacería, narración, curaciones, éxtasis– deben servir de ejemplo para los jóvenes iniciados. Sólo así se garantiza que la atracción que ellos ejercen sea fructífera en las nuevas generaciones. De esta forma la iniciación de los jóvenes es asumida frecuentemente por los hombres de conocimiento, los chamanes, los integrantes del grupo especializados en lo sagrado, en definitiva, por los más preparados

y

experimentados del grupo, los cuales detentan un poder espiritual significativo y reconocido por el resto de los integrantes de la comunidad. Los iniciadores deben tener un gran conocimiento religioso, deben dominar las técnicas de visión y de éxtasis, deben conocer los secretos mágicos de la curación y deben, por demás, tener contacto con los ancestros y con el mundo del más allá.

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14

LA MODERNIDAD

COMO CONTEXTO SOCIO-HISTÓRICO PARA LA DESACRALIZACIÓN DEL

MUNDO: EL HOMINISMO DESATADO Y EL PROBLEMA DEL OTRO

14.1

Contexto socio-histórico para la desacralización del mundo

Para hacer frente al tema del mito en la modernidad hay que allanar, en la medida de lo posible, el terreno que hizo propicio un cambio de mentalidad en Europa, que se caracterizó por haber fundado nuevos paradigmas en todos los órdenes de la vida social. No sólo se transformó la forma de mirar el mundo sino que a la par mutaron las concepciones respecto al sentido de la relación del hombre con el cosmos, a partir de un optimismo que hacía su aparición por primera vez en la historia reciente de Occidente. El baremo que podría servir de punto de referencia en este cambio de mentalidad fue la brusca transformación que se operó en la relación del hombre con la naturaleza. No podemos tomar como vana toda esa suerte de acontecimientos a nivel económico, político, filosófico y social, que se incoaron con el surgimiento de las ciudades en el siglo XI y que se fueron desarrollando insensiblemente hasta adquirir grandes proporciones entre los siglos XV y XVI. El Renacimiento como tal es la urdimbre de un sinnúmero de factores que, así sea en forma sumaria, se deben precisar en un intento de seguimiento como el nuestro. Es indudable que cuando se desarrolla la economía monetaria es cuando verdaderamente podemos entrever un vuelco histórico de proporciones ingentes y que, a la postre, va a configurar la razón de ser de la modernidad y de todas sus futuras

determinaciones.

En

primer

término,

esa

condición

estática

que

caracterizaba al hombre feudal se da por terminada. La presencia de la ciudad y de la naciente burguesía da un cuño de movilidad en virtud de la circulación del dinero y de la escalada del pensamiento. Es una nueva forma de vida la que se establece con el surgimiento de la burguesía: cambio de carácter ecuménico en todo el sentido de la palabra.

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El poder estamental de la nobleza, ratificado por la religión, cede el paso al poder económico, afirmado por la burguesía con motivos prácticos e intelectuales; tendencia ésta que cumple una función secularizadora. El burgués es ahora esencialmente pragmático. El mundo se le presenta como algo que debe ser racionalizado, medido, transformado metódicamente y desvinculado de su pasado. De esta manera, surge para él un nuevo mundo desencantado y lo religioso se le hace cada vez más formal y externo. “cada uno se apoya en sí mismo, sabiendo muy bien que nada tiene detrás de sí, ni existe metafísica alguna ni comunidad supraindividual” (Martin Von, 1976, p. 37). Sin embargo, a este nivel es importante destacar, respecto a esta postura anticlerical que nace de la nueva concepción racional del mundo, cómo, así la determinación de lo existente esté dada ahora desde el hombre y que sea él quien actúe sobre la naturaleza y la transforme de acuerdo a su necesidad, la idea de Dios no desaparece sino con el ateísmo radical de Feuerbach. Este es un aspecto bien paradójico y que cabe relevar en la filosofía del Renacimiento y, más precisamente, en Descartes. Efectivamente es en Descartes en donde podemos ver reflejado todo el proceso de transición del feudalismo al capitalismo y, por ende, el naciente fenómeno de la modernidad: el individuo se ve reflejado en el yo pensante, quien es el único que tiene certeza de su propia existencia; el carácter inquisitivo del pensamiento moderno, en la duda metódica; la progresiva dominación de la naturaleza, en la gradual objetivación del ente. En definitiva, Descartes está encarnando un proceso histórico del cuál él es objeto y a la vez artífice. El desarrollo de las ciencias naturales con todos sus alcances hace necesariamente que la filosofía se preocupe por el problema del método, y este es el punto en cuestión que se impone en el pensamiento moderno; ya el problema del ser y el carácter ontológico de la filosofía precedente dan paso a la búsqueda de las vías para alcanzarlo. Para Descartes, es a partir del sujeto, como ente primordial, como lo existente es representado y dominado como objeto. El hombre, de esta manera, se funda como medida o como punto de referencia de todo lo existente más allá de la aureola teológica que gobernaba la conciencia. Descartes es quien realmente da un cimiento metafísico

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para la autodeterminación del hombre como sujeto, permitiendo por vez primera que lo existente reciba la marca del ser y la doctrina del mundo se transforme en una doctrina del hombre, es decir, en una antropología. Es indudable que todo este movimiento tiene una estrecha relación con el papel que llega a jugar el espíritu individualista, espíritu que encarna cabalmente el nuevo burgués, el cual adopta una posición de mando, para lo cual hace buen uso de la euforia democrática que se está viviendo. El individuo representa ahora la objetividad y la hegemonía del libre albedrío y las relaciones sociales se ven pronto racionalizadas, por no decir objetivadas. El semiracionalismo clerical de la Edad Media fue el que empezó a desencadenar el esfuerzo de reacomodación y de adecuación entre Dios, la naturaleza sensible y el hombre, manteniendo

siempre

como

premisa

la

existencia

divina.

Dicha

reorganización del cosmos comenzó a invertirse con el pensamiento racional. Se trató de mantener la misma relación entre Dios y la naturaleza, pero dándole prioridad al estudio empírico de los fenómenos naturales. Este fue el caso de Kepler quien, en su estudio del mundo material, siempre

mantuvo la idea de un ser

superior como creador. Dicho giro no fue brusco pero sí inexorable. El racionalismo y el empirismo, cada uno por su cuenta y por caminos distintos, se dan a la tarea de desacralizar lentamente el cosmos religioso que orientaba todas o casi todas las actividades humanas en el continente Europeo. El hombre moderno se aplica así intensamente al conocimiento de la naturaleza y de sus leyes. Hacia esto tiende efectivamente su razón en un momento en el cual la productividad de un sustrato material cada vez más desacralizado dicta nuevas reglas de juego. Para ello hace uso del saber técnico; pero para dar cima a tal dominio tiene primero que concebir la ley natural como ley absoluta, es decir, ajena a cualquier intervención suprasensible. Al influjo de esta perspectiva, la filosofía primera deja de ser, y quizás para siempre, la piedra angular del conocimiento. Dios puede seguir existiendo, pero ya no dentro del mundo. Lo único verdaderamente importante es poder dominar la naturaleza por medio del conocimiento de sus leyes.

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Ganar el paraíso no importa tanto como asegurar la máxima productividad y el dominio particular. Para el homo religioso de la edad media, imbuido del punto de vista de la tradición, el mundo es un acto de la creación divina; el burgués de la época del Renacimiento ve en él un objeto del trabajo humano, de previsión, ordenación y conformación. La voluntad de dominar y gobernar las cosas determina ya las metas y los métodos de la ciencia nueva, cuyo cuño original se lo dan la investigación de la naturaleza, la técnica y la industria. (Martin, 1976, p. 42). Las necesidades de la época exigen una técnica desarrollada, pero no una técnica como simple manualidad artesanal, sino dotada de una teoría fundamentadora. No es de la observación de la naturaleza tanto como de una necesidad teórica de donde surgen los primeros enunciados científicos a manera de hipótesis y luego a manera de leyes (Koyré, 1979). Se puede ver cómo es precisamente en este momento, en el que la necesidad de la evolución técnica impone a los pensadores la tarea de teorizar sobre la realidad, cuando realmente se llega a la génesis del maquinismo. Si Descartes y Galileo se aplican a la investigación teórica es porque las circunstancias del momento imponen tal proceder. A pesar de que el hombre todavía está sumido en el mundo del más o menos, sin embargo, en los siglos XVI Y XVII ya muchas máquinas están descritas y medidas. Antes de este período, el desarrollo social no exigía más que un conocimiento aproximado, casi de tanteo de los problemas prácticos y de aplicación. Los fenómenos de la ciencia y la técnica maquinista se constituyen como lo más representativo de la

esencia de la modernidad, a la cual corresponde

sincréticamente la metafísica moderna en boca de Descartes. Es decir, develando la esencia de dicha metafísica se puede llegar a comprender la fundamentación metafísica de la ciencia y, en definitiva, alcanzar la esencia misma de la edad moderna: sólo en el sujeto y no ya en la divinidad está dado el único fundamento de

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la verdad., sólo en la certidumbre de la propia existencia y no fuera de ella radica la posibilidad de determinar el verdadero conocimiento. La revolución Francesa, junto con la revolución industrial en Inglaterra, marcan el destino del hombre moderno. El advenimiento de una burguesía desligada de los poderes monárquicos y de la tiranía de la naturaleza transforma el pensamiento, lo agiliza, le da bases móviles conforme a la dinámica de las ciudades crecientes. Se establece una sociedad de masas en la cual la libre competencia y la posibilidad de la participación política democrática conforman un nuevo escenario socio-histórico. El hombre capitalista representa la expresión más acabada del individualismo, en su autonomía ejerce sobre todos los ámbitos de su existencia un poder casi absoluto. Todo idealismo se vuelve inmediatamente para él sospechoso. Determina así la realidad desde su laboratorio o desde su esquema lógico. Valora en la misma proporción en que mide, cuantifica o formaliza; en definitiva, establece una relación de poder respecto a sus congéneres y a la naturaleza. Los siglos XIX y XX no son otra cosa que la manifestación de un pensamiento redimido del imperio de los esquemas absolutos trascendentales, consecuencia de la revolución más profunda en la historia del espíritu, pero en vías de supeditarse a nuevas manifestaciones de lo absoluto, en clara dependencia a las nuevas formas de ideologización tecnocientíficas y filosóficas. El manejo metódico, objetivado y, a veces, carente de alma, es lo que caracteriza la postura de la nueva mentalidad, no sólo a nivel científico y filosófico, sino también a nivel económico y político. Una conciencia individual se despierta en todos los terrenos de la sociedad, conciencia que sublima al nuevo hombre que ya no quiere ser tutelado. Es en este instante de la historia en el que el hombre, por primera vez y decididamente, reniega de Dios, y no sólo de Dios sino también de cualquier forma de trascendencia.

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14.2

La época del Hombre- Autónomo: Ni Dios ni Naturaleza.

La modernidad tecno-científica le abre paso a lo que Hans Sedlmayr (1959) llama la época del hombre-autómono, desligado de lo sagrado, rodeado de una serie de ídolos que él mismo se ha encargado de elegir y de construir. La ciencia necesitó de instrumentos que garantizaran una mayor precisión en una época en la que el más o menos ya no satisfacían el pujante progreso impuesto por las ciudades, cuya producción de mercaderías y organización del trabajo cobraban cualitativamente una nueva forma de ser. La técnica y la ciencia se pusieron de esta manera al servicio de una ambiciosa pretensión lucrativa por parte de la burguesía. Todo ello fue, como bien sabemos, el preámbulo del llamado industrialismo moderno; revolución ésta a la cual iba ligada también una transformación espiritual y moral de gran significación. Existen dos características, fácilmente distinguibles desde un primer momento, a lo largo de la época técnico-industrial. Por un lado está la tendencia a lo inorgánico y, por otro, un radical rompimiento con el pasado (Sedlmayr, 1959). La preocupación por lo inorgánico obedece a que es precisamente aquello que le permite al hombre un mejor análisis experimental y una reducción a los índices matemáticos. El hombre comienza de esta manera a perder la noción de la naturaleza, la cual configuraba uno de los principios de orientación más importantes, como vivencia de lo sagrado; ella se hace cada vez más extraña y, al mismo tiempo, su relación no la media ninguna limitación ética sino práctica. Para Sedlmayr el verdadero peligro de la técnica es el de haber sometido a lo más esencial del hombre, su espíritu, a las demandas del éxito Se pone el medio por encima del fin, lo creado por el hombre por encima del hombre, se exige que el hombre reconozca al mundo técnico creado por él como definitivo y válido por sí mismo, como una segunda naturaleza (…) Esta exigencia, aparentemente cuerda y realista, es en verdad absurda y extravagante, porque exige nada menos que el hombre se

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someta a la proyección de una de sus facultades parciales, y ni siquiera a la superior sino a la más exitosa (Sedlmayr, 1969, p.p. 169-170). La técnica se realiza para el hombre como una verdadera fe disfrazada, como una nueva actividad rectora. Por ella él es absolutamente autónomo, plenamente libre, ya que, tanto el Dios que configuraba su destino irremediable, como la naturaleza, a través de cual entreveía el misterio y que representaba desde lo práctico lo incontrolable de la realidad, quedan definitivamente sepultados. De esta manera, para el hombre autónomo el pasado queda reducido a un simple recuerdo, que debe ser guardado en los museos. La técnica se entrega a la explotación de la naturaleza, a la producción industrial en serie, a favorecer el facilismo de la nueva vida de las urbes. Esta racionalidad exuberante, esta idolatría hacia la técnica, llega evidentemente a rayar en lo religioso. El tecnicismo y el constructivismo dan la pauta a las nuevas pretensiones individuales y colectivas que configuran las sociedades modernas secularizadas. Lo sagrado ha sido abolido por una época que tiende aceleradamente a la antropomorfizacíon de la realidad y a la cosificación de lo humano y lo natural; la fe, que antaño configuró la historia del hombre occidental desde la antigüedad hasta la Edad Media, se esfumó en un laboratorio, en una fábrica, en un emporio comercial, en mundos parciales que adquirieron la misma o mayor dignidad que el absoluto. El hombre moderno ha erigido sus propios ídolos, que no son otra cosa que la extensión de su propio ser en la esfera de lo sagrado. La naturaleza y Dios; aquella se introduce en un laboratorio o en los procesos de producción y consumo, éste se destierra a las esferas de una teología secundaria y anodina o de una beatería popular. El cientificismo y el tecnicismo actúan a un mismo nivel en procura de la autodeterminación de la subjetividad, sin la injerencia de ninguna filosofía trascendente ni de religión alguna. Sólo se aceptan contribuciones, como la lógica, que ayuda a operativizar y a facilitar procesos, que llenen el requisito de proceder

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únicamente bajo principios objetivos, emanados del comportamiento extrínseco de las cosas y de las relaciones sociales. Los presupuestos éticos se desplazan no al más ser sino al ser más. “El cientifismo se ha convertido precisamente en la nueva religión universal; en sus formas crudas llega a ser la religión de las masas y en las sublimes la de la inteligencia” (Sedlmayr, 1990, p. 223). De la mano del cientificismo viene el tecnicismo, el cual señala la pauta como la tarea rectora de un pensamiento imbuido en propósitos puramente pragmatistas. El hombre moderno renuncia definitivamente a tener un sustento religioso, a su antiguo centro; pero este salirse del centro religioso es para Sedlmayr un salirse de sí mismo, un tender hacia el mundo de lo orgánico y convertirlo en su nuevo centro en forma de fetiche. El hombre no sólo ha renegado de Dios, lo que para el autor es lo menos grave, sino de sí mismo, ha pasado por encima de sus puntos vitales y ha penetrado en la esfera de nuevos ídolos materializados en entes parciales: la razón, la industria, la máquina, la ciencia, el consumo. Sedlmayr lo llama el reino de lo extrahumano, de lo extranatural, desligado de lo divino en el cual el Dios de los filósofos se disolvió en la Naturaleza y luego se esfumó. La época comprendida entre los siglos XIX y XX no es la primera época antropomorfa, ya que la clásica, la renacentista y la barroca también lo fueron, pero sí es la primera en negar lo divino que lo humano conquistó del mundo mítico y que se presenta como una nueva forma de trascendencia religiosa a través del culto a lo divino de los objetos. La muerte de la fe no constituye en forma alguna un problema puramente teológico que sólo existe desde el momento en que la cosa se considera desde el punto de vista de una determinada religión, y esto sería insubstancial desde que se lo abandona. Más bien se trata de un fenómeno concreto con elevadas consecuencias reales, espirituales y sociales y, como tal, no debe pasar por alto a la consideración cientifico-espiritual. El hombre tiene libertad para rehusar a la fe, pero no está capacitado para vivir sin trascendencia (Sedlmayr, 1990, p.p. 202-203).

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El problema, en el fondo, más que una simple posición de carácter noético, es virtualmente de dimensiones distintas y significativas; corresponde a un nivel, como lo llama Sedlmayr, antropológico-cosmológico. El hecho de que el hombre se haya cerrado por encima a una realidad superior no concentra en sí mayor problema que el derivado de buscarla por los lados y no dentro de sí mismo. Fenómeno que revela no sólo un desplazamiento de su fe sino, en cierta manera, la pérdida de su propia imagen.

2.5 Paradigmas del mundo moderno: Lejos de querer elaborar un marco explicativo de lo que se entiende por modernidad, aquí se pretende esbozar algunas características del pensamiento y de la praxis del hombre moderno que permitieron el advenimiento y la consolidación de una forma de vida radicalmente distinta de aquella propia de la época antigua y de la Edad Media. Forma de estar en el mundo que comenzó a tomar cuerpo en el Renacimiento y que al presente se materializa en la plena, pero discutible, autonomía del sujeto frente al mundo. Como hemos venido anunciando, los paradigmas que guían al hombre moderno se fundan en una nueva cosmovisión, en una imagen del mundo y de sí mismo dada como una relación en la cual la trascendencia cobra una nueva fuerza en la misma medida en que se centra en la dimensión de la subjetividad: hominización de lo sagrado, instrumentalización de la naturaleza circundante. Esta nueva antropología que se aparta de la del homo religioso se constituye en el preciso momento en que son reevaluados los paradigmas imperantes desde los cuales se asume la realidad de la vida, en donde las formas de pensar, propias de los últimos doscientos años, crean simultáneamente una

exaltación de la subjetividad y un “paradójico”

extrañamiento del entorno objetivo en términos de naturaleza. En un primer momento la modernidad se da como el inicio del ascenso del hombre. La revolución francesa, la reforma

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protestante y la filosofía crítica abren el espacio para la consolidación

de

la

subjetividad.

Ello

estimulará

indiscutiblemente la revolución industrial, la revolución en la esfera tecno-científica y la consolidación del universo burgués que dará a su turno el empuje necesario al desarrollo de la economía capitalista con todas sus consecuencias (Brunner, J.J, 1992). Si bien el hombre ocupa realmente por primera vez el centro del universo, a su vez comienza a ser desplazado por el mundo que ha estructurado como propio; el objeto creado por él, el entorno artificial, comienza a recibir una sobre-valoración respecto a la naturaleza. Los ideales de libertad y de autoafirmación, propios de este brinco ontológico, empiezan a quedar rezagados ante la prosperidad económica y frente a las acuciantes demandas de un mundo cada vez más cambiante. “La violencia por una dominación racional de la naturaleza produce la coacción de exponerse en un proceso de formación cuyo resultado es un sujeto abstracto y aislado, encaminado hacia la acumulación de poder y cuya claridad consigo mismo corre el peligro de tornarse en mito” (Wulf, 2004, p. 41): subjetividad exaltada pero a la vez determinada por el optimismo dado por la dominación del mundo. Miremos los elementos detonantes extrínsecos de la nueva condición del hombre liberado de sus tradicionales ataduras existenciales: (Sedlmayr, 1969): -

Una ciencia natural analítico-experimental altamente desarrollada.

-

Un tipo de técnica que se basa en dicha ciencia.

-

Una nueva forma de organizar la producción de bienes y el trabajo.

Una unificación técnica del planeta gracias a toda clase de medios de comunicación. -

Un pensamiento filosófico que hace una exaltación de la conciencia, del yo racional, empujando la pregunta por la vida a un solipsismo.

Todo lo anterior conjugado con otros detonantes intrínsecos como:

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-

La ilimitada voluntad de saber que eleva definitivamente al hombre sobre la naturaleza y sobre sus distintas formas de vida, poniéndola como objeto de experimentación, de enriquecimiento y de dominación (incluidos seres humanos).

-

La tendencia al poder que relativiza las relaciones entre derechos y deberes en las relaciones sociales (respecto al otro o a los otros) y que anula los principios básicos de la aplicación de los sistemas democráticos

-

La tendencia al lucro que lleva a formas muy elaboradas de explotación social, y a la asunción de la naturaleza sólo como fuente de renta o insumo.

-

El culto al progreso que deja el pasado como un espacio histórico vacío. La creación de una nueva forma de religiosidad que pone como centro de interés o foco de sentido al objeto-fetiche, a los roles sociales que definen estatus así como a las prácticas que conllevan a dicha realización y la correspondiente desacralización y secularización del universo mítico.

15 15.1

EL TRASLADO MITOLÓGICO EN LA MODERNIDAD ¿Es acaso la modernidad escenario de nuevas mitologías y de nuevas ritualidades?

“Los Dioses vencidos siempre renacen, aunque sea distinta su nueva faz. El avatar y la metamorfosis son sus recursos perennes,

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sus

privilegios

celestiales,


denegados al mero mortal. Pero es la sed humana por lo numinoso y la de nuestra especie por darse orden y concierto siempre con beneplácito sobrenatural lo que constituye su genuina razón de ser y de volver una y otra vez por sus fueros” Salvador Giner “Los pueblos y los hombres inventan a sus Dioses a su imagen y semejanza” Dostoievski

Como lo dijimos antes, las circunstancias que dieron cauce al surgimiento de lo que hoy llamamos modernidad

comenzaron a configurarse desde el siglo XI, en el

momento en que se desarrollaron las ciudades y en que la economía monetaria se revitalizó. A partir de estos acontecimientos la burguesía entró en escena y, con ella, todo un séquito de nuevos y revolucionarios eventos: la secularización del pensamiento en todos los niveles, la posición hegemónica de las ciencias naturales, un decidido individualismo en todas las empresas acometidas por el espíritu burgués y el desdén hacia la naturaleza, primero por parte del racionalismo cartesiano, luego por el idealismo alemán y finalmente por la filosofía analítica. El descubrimiento del mundo y el de la propia subjetividad dan origen a una nueva forma de abordar el universo mítico y, por ende, las prácticas rituales y culturales. Desritualización, desencantamiento, secularización, laicización, vacío de Dios, son algunos de los términos que resumen de alguna manera las nuevas dinámicas que envuelven el fenómeno religioso de la historia reciente de Occidente: La ciencia, al no importarle lo más mínimo lo que pueda decir la religión, la ignora por completo, sin darle ya la menor beligerancia. Se ocupa únicamente de ella como un tema más de su curiosidad universal: ciencia y filosofía de la

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religión. A su vez la religión, que en un mundo dominado por la técnica se bate en retirada, no se atreve ya a enfrentarse abiertamente con la ciencia. La reconoce soberana en su campo y sólo se preocupa de reservarse uno propio (Sotelo en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 45). Originalmente los mitos y los ritos han sido estudiados en las sociedades primitivas con la convicción de que ellos constituían la particularidad que define los elementos más representativos y nucleares de dichas culturas. En ese aspecto los etnólogos y los estudiosos del mito y del rito se encontraban con sociedades fuertemente centralizadas, adheridas tenazmente a un cúmulo de tradiciones y de valores grupales, atentas a cumplir los preceptos religiosos gobernados por una memoria oral, organizadas por fuertes y jerarquizadas estructuras sociales, orientadas por relaciones de prestigio y de poder a través de la gestión de conocimientos. En estas sociedades los imperativos económicos, políticos y religiosos, entre otros, estaban ligados a un mismo universo, el cual era gobernado por unos principios míticos y por unas prácticas de afirmación social llamadas ritos. Pero lo que no constituyó nunca una realidad sospechosa es que estas mismas estructuras míticas y rituales se conservarían a lo largo de la historia en las sociedades modernas. Sin lugar a dudas, la característica del hombre moderno es la de haber desacralizado el universo; se observa a la par una desritualización de los actos humanos en el sentido de lo religioso. Se transfieren estas actividades dadoras de sentido a otros escenarios y a otras realidades.

Como tal, al interior de las

sociedades industrializadas se da una progresiva desaparición de los ritos de iniciación, ritos que precisamente le permitían al hombre de las sociedades tradicionales tener una imagen de sí mismo. El hombre moderno, historizado, no tiene estas preocupaciones de orden religioso (más bien al interior de lo profano); le ha quitado el carácter sagrado a toda o a casi toda su realidad o lo ha desplazado a un terreno que tradicionalmente no era sagrado. Este fenómeno denota un cambio de sacralidad y por lo tanto obedece a un cambio de mitologías. Para la vida del

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hombre de las sociedades modernas se da un cambio sustancial en términos de una forma muy particular de vivir la mitología y la ritualidad.

15.2

¿Y después de la secularización qué? Cuando

creíamos

que

ya

habíamos

superado todo, que ya no teníamos más que la ciencia, de pronto nos vemos en las

formaciones

colectivas

más

típicamente religiosas, de pronto nos vemos en las ceremonias más raras, como si hubiéramos resucitado en el antiguo Egipto o estuviéramos rindiendo culto a un texto sagrado y embalsamando a un faraón a nombre de la ciencia. Estanislao Zuleta.

Se

creería

que

estas

sociedades,

hiperracionalizadas,

pero

sobre

todo

racionalizantes, después de un proceso lento pero efectivo de secularización (Siglos XVIII Y XIX), habían definitivamente despojado la vida en sus diferentes órdenes (político, económico, filosófico, estético) de esa esfera mítico-ritual, la cual, en cierta medida le daba sentido a los constructos organizativos, otrora dependientes de la iglesia. Pero, muy a pesar de la avalancha modernizadora y del ascenso de unas antropologías decididamente antropocentristas, una tecnocientífica (empirismo y positivismo) y otra filosófica (racionalismo), a través de las cuales se dio un inevitable y paulatino desencanto de las estructuras de organización de las prácticas sociales y de super-especialización de los saberes, la época moderna revela claramente formas de ritualidad emergentes (Scheller, 1986). Nos encontramos de esta manera con una época histórica caracterizada por la presencia de una

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religiosidad difusa e indirecta, en la cual, en el centro de muchas de las dinámicas sociales perviven elementos míticos y rituales. Desde el ámbito religioso, lo secular está referido básicamente a lo temporal, a lo efímero, a lo lábil, con una connotación negativa, contrariamente a lo que significa lo sagrado, orientado a lo intemporal, a lo verdadero. Desde lo no religioso, lo secular adquiere un carácter positivo, en la medida en que alude a la liberación de lo trascendente por parte del hombre, llagando a su condición autónoma y madura. Marx, Freud y Weber apuntan a ello, revelando el carácter anquilosador de los credos religiosos y la necesidad de alcanzar la libertad de la sociedad. “La sociedad, en un proceso de diferenciación gradual, se convierte en sociedad civil, separada y distinta de la sociedad religiosa. Desaparece la unidad indivisible de épocas anteriores, en las que el factor religioso se fundía y confundía con el conjunto global de la vida social. Se produce ahora, en cambio, una progresiva impermeabilización y una neta separación de ambas esferas.” (Aranguren, 1994, p. 272). Hominización de lo divino, combate y triunfo de la ciencia, conquista del centro mismo del universo por parte de la razón, desencantamiento del mundo: a esto se podría resumir la secularización con todos sus ambages. Pero, ¿la progresiva desacralización de la realidad implica necesariamente la muerte definitiva de los universos míticos? ¿Acaso a un desencanto no suceden nuevas formas de encantamiento? La psicología y la antropología modernas parten de una nueva interpretación de los fenómenos sociales que enfatiza en el carácter pragmático de la conciencia mítica. A este respecto parecería curioso advertir que existen pueblos primitivos en los cuales, habiendo una ausencia de historias míticas, estructuradas narrativamente, su vida está impregnada de motivos míticos; motivos no expresados por ideas sino por actos. Este nuevo enfoque revela, como caso particular, de qué manera la mitología griega, siendo afectada por el incipiente pensamiento especulativo y más exactamente por la filosofía, deja de tener interés para algunos mitólogos en la misma medida en que internamente la dimensión ritual queda desplazada por la narrativa. De ahí que, a partir de esta perspectiva, para hacer un estudio en

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profundidad de las mitologías, éste debe preferiblemente partir de la observación de culturas vivas que puedan dar cuenta de sus ritualidades. 15.3

¿Nueva sacralidad o la sacralización de lo profano?

En el mundo moderno funcionan perfectamente ciertos comportamientos a partir de los cuales podría hacerse una lectura precisa y detallada de nuevas mitologías y por ende de nuevas formas de ritualidad. Dentro de éstas se reconoce por ejemplo la vigencia del pensamiento colectivo, el cual denota una manera de asumir el entorno a través de actividades colectivas que le dan sentido a la comunidad. El rendirle honores a una bandera nacional o el sentir tanto reconocimiento por el medio televisivo no dista mucho de ofrecerle cierto culto a un objeto que ha adquirido colectivamente un valor totémico (Eliade, 1990). Otra dimensión en donde claramente se diferencian vestigios de una ritualidad arcaica que no ha desaparecido, es en el prestigio del origen. El pertenecer a una clase noble llegó a ser en Europa un gran paradigma de valía social. Por otro lado, el tener conciencia del origen histórico de la comunidad funda formas de nacionalismo siempre vigentes en el tiempo. La pasión por la historiografía de las naciones en Europa se basa en el principio de la pertenencia a un territorio que, en el tiempo, consolida acontecimientos fundacionales que deben mantenerse en la memoria para orientar lo que sucederá en el futuro. El surgimiento del ideal fascista ario en Alemania para Eliade (1991a) tiene vestigios milenaristas y esta asentado en esa necesidad de justificar a partir de una rígida escatología un origen especial y noble. “El ario representaba a la vez al antepasado primordial y al héroe noble revestido de todas las virtudes que obsesionaban aún a aquellos que no lograban reconciliarse con el ideal de las sociedades surgidas de las revoluciones de 1789 y 1848. El ario era el modelo ejemplar a imitar para recuperar la pureza racial, la fuerza física, la nobleza, la moral heroica de los comienzos gloriosos y creadores” (Eliade, 1991a, p. 191). El mismo autor interpreta el surgimiento del marxismo en Europa a partir del mito asiático-mediterráneo del rol del justo redentor (proletariado), que tiene por

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misión cambiar el destino de un mundo atormentado y dolido a partir de la lucha entre el bien y el mal, para restituir el estadio original de los comienzos (edad de oro), alcanzando así un fin absoluto de la historia. Con lo anterior Eliade no quiere decir que estas mitologías modernas cumplan la misma función de las mitologías antiguas. Simplemente quiere mostrar que las sociedades modernas no están desprovistas de mitologías y de ritualidades. Por el contrario : le mythe n`a jamais complètement disparu: il se fait sentir dans les rêves, les fantaisies et les nostalgies de l`homme moderne, et l`énorme littérature psychologique nous a habitués à retrouver la grande et la petite mythologie dans l`activité inconsciente et semi-consciente de tout individu. Mais ce qui nous intéresse est surtout de savoir ce qui, dans le monde moderne, a pris la place centrale dont le mythe jouit dans les sociétés traditionnelles (Eliade, 1990, p. 26).3 A partir de estos llamados nuevos fenómenos religiosos se hacen reconocibles ciertos ceremoniales y ciertas prácticas que enmascaran una clara intencionalidad religiosa. En forma dinámica se desarrollan y estructuran prácticas que, pese a una apariencia profana, tienen muchas características que las ligan indiscutiblemente a la esfera de lo sagrado. Re-ritualización y re-mitificación de realidades, emergentes de sentido, con un nuevo carácter sagrado, en medio de particularidades que se entenderían como puramente laicas. Este solapado resurgimiento de ritualidades revela la importancia que contienen ciertas actividades políticas, económicas, productivas, empresariales, educativas, intelectuales, al interior de las cuales se 3

Traducción libre de Leonardo Otálora: “El mito jamás ha desaparecido por completo : él se hace sentir en los sueños, las fantasías y las nostalgias del hombre moderno, y la enorme cantidad de literatura psicológica nos ha acostumbrado a encontrar la grande y la pequeña mitología al interior de la actividad consciente y semiconsciente de todo individuo. Pero lo que nos interesa es sobre todo saber lo que dentro del mundo moderno ha ocupado la plaza central en la cual el mito juega dentro de las sociedades tradicionales”

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movilizan e interactúan formas ocultas de determinación histórica y en donde se identifican inclusive espacios privados de poder. 15.4

¿Qué valor sagrado puede tener esta religiosidad laica?

¿Está la ritualidad, tal y como la conocemos tradicionalmente, en vías de desaparecer, en las sociedades ligadas preponderantemente al imperio de la imagen? La ritualidad es una actitud que pertenece a las etapas más arcaicas y primarias de la humanidad. Dicha ritualidad ha estado referida principalmente a comportamientos religiosos, los cuales fueron en su momento elaborados como hábitos codificados, de la misma manera como hoy día se fabrican códigos no religiosos en las llamadas sociedades laicas, los cuales revisten, sino más, por lo menos la misma importancia que los actos otrora religiosos. De ahí que, decir que los ritos profanos son menos importantes que los ritos sagrados es poner en entredicho el valor de los significados que en el tiempo simplemente cambian de ropaje. Las ritualidades modernas revelan simplemente nuevas formas de interrelación social, que los estudios sociales no deben desconocer. Hoy, en las sociedades civilizadas ya no se ven los mismos ritos de pasaje de los adolescentes tal y como se realizaban y se realizan al interior de comunidades tradicionales, caracterizados por la secuencia de pruebas de iniciación para acceder a la adultez; los ritos de matrimonio adquieren una significación distinta, gobernados más por las lógicas de la moda y del mercado; de la misma manera, el ingreso a sociedades secretas es reemplazado por las dinámicas de especialización de los oficios, normalmente referidos a los principios de la división del trabajo en los cuadros del capitalismo; la iniciación individual, característica en la conformación de las instancias del saber, la justicia y la salud de la comunidad, ahora la circulan los cuadros de políticos frecuentemente burocratizados o los integrantes de los guetos en donde impera la distinción social, la cual se deriva, o bien de un reconocimiento

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público conferido por los mass-media, del círculo cerrado de la intelectualidad, o de distintas formas de autoridad, todos ellos con un carácter excluyente. En general, estamos frente a nuevas lógicas de movilidad social y, por ende, en contacto con distintas modalidades de interrelación individual, todas ellas signadas por nuevos códigos y nuevos valores, surgidos de los cambios históricos definidos en el marco de la modernidad. Fuera de posiciones axiológicas o de sesgos subjetivos, se tiene que admitir que el rito, en tanto modo de reafirmación y normalización social,

debe mirarse como una realidad supremamente activa y

determinante dentro de los nuevos escenarios sociales y por ningún motivo puede desvirtuársele como comportamiento anacrónico, característico de los tiempos pasados y de roles arcaicos. Hoy en día se hace referencia a ritos del cuerpo, del entretenimiento, del trabajo, de la evasión, del consumo, etc., que pueden mirarse a profundidad para conocer mejor las organizaciones humanas, en la misma proporción en que revelan, desde el punto de vista simbólico, el trasfondo de sus realidades. El decrecimiento de la vida religiosa en las sociedades tecnificadas y mediatizadas no conlleva necesariamente a una desritualización. Todo lo contrario, empuja a un desplazamiento de los actos significativos y existencialmente importantes a otros niveles de la vida, en los cuales se reconocen no sólo concepciones sino prácticas impregnadas de una importancia vital. Si el concepto se formalizó en las sociedades tradicionales, no deja de ser operativo en las sociedades contemporáneas, así ya no se centre en actividades como en los ritos de pasaje, la danza, el juego o la expresión corporal. Más bien es necesario hacer un reconocimiento de los nuevos centros de confluencia ritual a través de las actitudes significativas propiamente dichas, las cuales se orientan siempre a nuevos valores y búsquedas sociales distintas. Si el rito deviene profano, simplemente denota un cambio en la forma de interacción humana en relación con el reconocimiento tal vez de nuevas formas de religiosidad o de sacralidad, y quizás sus manifestaciones externas se transformen, dejando

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incólume su funcionalidad. “¿Cómo concebir un hecho social, siempre relegado al terreno de la acción mágica, supersticiosa, con un aspecto repetitivo, congelado, cuando la modernidad pertenece al ámbito de lo racional y del cambio social? Habría que evitar dos escollos: el de reforzar la idea de una cierta decadencia de los rituales en nuestras sociedades, en lo que se refiere a la generación, y el de verlos en todas partes” (Segalen, 2005, p. 33). En el mundo moderno, al igual que en el mundo primitivo, observamos acciones humanas con sentido, sólo que en este último la orientación de dichos actos estaba dada hacia lo religioso, que por otra parte abarcaba casi todas las dimensiones de la vida, desde lo cultual hasta lo trivial y cotidiano. El cultivar, el cazar o el ir a la guerra tenía un trasfondo religioso. Toda actividad, por simple que fuera, estaba referida a una totalidad; lo humano y lo divino dialogaban continuamente, confluían mutuamente en los mismos acontecimientos y configuraban el paisaje de la vida social,

como

un

cosmos

dramático

interdependiente.

En

las

sociedades

desarrolladas la narración mítica y el gesto ritual permanece, pero ya no dentro de las prácticas religiosas tradicionales, sino conformando nuevos patrones de valor. En ese sentido hablar de des-ritualización o de desmitificación no tiene razón de ser. Más bien podríamos hacer referencia a una nueva forma de narración y de ritualidad, que se ajusta a las circunstancias históricas determinantes como el consumo, el turismo, el deporte, la distracción dirigida, el desahogo colectivo, el culto al cuerpo, etc., “En lugar de hablar de des-ritualización, podemos hablar de un desplazamiento del campo de lo ritual. Desde el corazón de lo social, los ritos se han desplazado, principalmente hacia sus márgenes. Encontramos ritos en el ámbito deportivo, en el ocio (o en la periferia del trabajo, como en las fiestas de los jubilados, la celebración de cumpleaños, los nacimientos de hijos de empleados, etc.)” (Segalen, 2005, p. 36). El funcionamiento de la sociedad depende así de estas nuevas ritualidades y de los microrituales que se derivan de ellas. Por lo tanto habrá que admitir que cada época tiene sus ritos específicos y que estos obedecen a una lógica interna dentro de un

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basto y complejo sistema de funcionamiento, en el cual circulan signos manifiestos y latentes, los cuales se definen más por su significación externa antes que por su constitución interna. La presencia de ritualidades no obedece a la movilidad religiosa; en culturas seculares, el rito sigue funcionando, inclusive con mayor intensidad, pues la ausencia de principios de adhesión religiosa dispara visiblemente sistemas de compensación ritual esparcidos en todas las actividades profanas. Erich Fromm (1958), a lo largo de su obra reitera que la religión es más que todo un principio existencial de orientación, que no está necesariamente dirigida a lo sagrado, entendido como lo divino, sino a todo aquello que está en condiciones de sacralizarse, sin perder con ello su eficacia. Una realidad es sagrada en términos de su conversión y no de su esencia. “Efectivamente, muchas acciones ceremoniales no se adscriben a un pensamiento religioso o a una relación inmanente con lo sagrado, pero a causa de las pulsiones emotivas que ponen en funcionamiento, a causa de las formas morfológicas que revisten y de su capacidad para simbolizar, se consideran rituales, con todos los efectos que ello conlleva” (Segalen, 2005, p. 101). Los ritos, al igual que los mitos, parten y se sustentan en la tradición; y ésta, entendida como el acervo cultural que se transmite de generación en generación, va sufriendo ciertas mutaciones por obra, entre otras cosas, del choque cultural y de las transformaciones de usos y costumbres; lo que quiere decir que ni los ritos ni los mitos son inmutables, sino más bien la configuración de los modos distintos de ver, de contar y de actuar en el hilo del tiempo. Para mejor comprender la pervivencia del mito y del rito en las sociedades modernas conviene entender esta mutabilidad y esta plasticidad; de igual modo, asumiendo su volubilidad, a la hora de funcionar en las determinaciones sociales, se entiende mejor su lógica inherente. “Aunque estén asociados a la idea de tradición, lo que les confiere un sentido de inmutabilidad, los ritos son el producto de las fuerzas sociales en las que se inscriben, de las temporalidades específicas que los ven nacer, transformarse o desaparecer” (Segalen, 2005 p.166). A través de los mitos y los ritos se podría, sin lugar a dudas y sin exagerar, hacer un análisis bastante acertado de las sociedades en donde

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funcionan. El complejo universo de las prácticas sociales sirve así como cuerpo importante para el ejercicio hermenéutico del sociólogo, del antropólogo o del educador, a la hora de interpretar realidades que definen la mirada del investigador como una pretensión de auto-reconocimiento. Los rituales como terreno fértil de identidades, de intercambios, de complejos sistemas de comunicación y por ende de reafirmación social, son en las sociedades contemporáneas tan importantes como lo fueron los rituales antiguos en su contexto arcaico. Estos son la continuación de aquellos en la cadena del tiempo. Quizás por eso y siguiendo la percepción de Segalen (2005), no se sabría qué tan apropiado sería hablar de ritos modernos en relación a ritos tradicionales, cuando los unos y los otros hacen parte de una misma línea evolutiva. Más bien sería justo hablar de ritos en permanente estado de desplazamiento y de reactualización. 15.5

Desplazamiento del mito a otras formas de narración

Por su parte, los mitos dejan de ser aquellos relatos extraordinarios acerca de los acontecimientos que dieron origen al universo, a las instituciones y a los valores sociales, cuyo uso estaba constreñido a una esfera sacerdotal y a unos rituales específicos, bien localizados en el tiempo y en el espacio, y pasan a ser ahora historias características de una época en donde lo más importante, lo que esta referido a un valor humano trascendente, puede ser contado a través de nuevas formas de narratividad. Lo primero que se advierte en este proceso es el paso de la narración oral al uso de la escritura. En el occidente europeo este movimiento cobró vigor con el desarrollo de la imprenta, que, sin marcar el reinado de la escritura sobre las tradiciones orales, sí dispara una distinta forma de consolidación en la transmisión del saber. El paso de narración oral a la escritura evidencia en cierta manera la superación lenta pero segura del logos sobre el mito. En las sociedades preliterarias se impone la creencia sobre el análisis. El contenido de las historias contadas (pongamos por caso el de la sabiduría popular) llega a perder cualquier tipo de valor en la misma medida en que

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el documento escrito alcanza el aval de verdadero conocimiento. Sólo tiene importancia lo que se logra colocar en condición de ser comunicado en forma masiva, es decir, lo que es cuantitativamente reproducible. Eliade (1991a) sustenta cómo en la literatura épica, en la novela y demás géneros literarios como el cuento y la saga, se guardan en forma reconocible los elementos más característicos del mito narrado: acontecimientos que se desarrollan en una historia en la cual los gestos heroicos o notorios de ciertos personajes determinan unos sucesos extraordinarios y significativos. Las historias profanas llevadas a la literatura en forma de temas se hacen recurrentes en la transmisión de acontecimientos con carácter épico, los cuales están en condiciones de producir estados anímicos y emocionales propios de la adhesión colectiva en torno a las historias míticas. “Lo que hay que subrayar es que la prosa narrativa, la novela especialmente, ha ocupado, en las sociedades modernas, el lugar que tenía la recitación de los mitos y de los cuentos en las sociedades tradicionales y populares. Aún más: es posible desentrañar la estructura mítica de ciertas novelas modernas, se puede demostrar la supervivencia literaria de los grandes temas y de los personajes mitológicos” (Eliade, 1991a, p. 198). Es así como se hacen recurrentes las historias paradigmáticas de iniciación, de sacrificio, de emulación, de combate, de heroísmo, de crecimiento espiritual, de transformación ontológica, todas ellas con un trasfondo moral y por ende cultural. Se destaca la afectación que logran estas historias en el público receptor, en donde se reconoce la casi imposibilidad de alejamiento o de indiferencia frente a las mismas. Generalmente alcanzan el rango de principio cohesionador e identitario. A su vez, lo que hace que estas narrativas

se asemejen en su función al mito, es la

potencialidad de sustraer al espectador de un tiempo histórico concreto y sumergirlo, mientras dura, en un tiempo primordial, propio de los universos imaginarios. Dicho tiempo goza de un ritmo, de una concentración y de una condensación con grandes implicaciones en la percepción de quien se expone a su desarrollo.

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De lo anterior se deduce el papel que cumple la transmisión de una imagen de la realidad en las culturas pretéritas y presentes a través de historias bien sea narradas, escritas o representadas, en donde lejos de asumir una desacralización del universo social se vislumbra más bien un enmascaramiento de los motivos y de los personajes sugerentes que participan de lo sagrado: degradación, más no desaparición de lo sagrado. El fenómeno del desplazamiento de los motivos míticos se encuentra de la misma manera en otras expresiones culturales en donde operan distintas formas de narración bien sea escritas o dentro del formato audiovisual; este es el caso de las historietas ilustradas, de los juegos de rol, las novelas, los guiones cinematográficos, los documentales, los noticieros e informativos, la publicidad, etc. Los héroes y los personajes de estas historias logran permear la admiración o el rechazo de los video-lectores hasta el punto de interferir en sus comportamientos y decisiones en el cause de los acontecimientos cotidianos. (Eliade, 1991a) ¿Quién ignora el papel de Superman para crear el imaginario del héroe salvador norteamericano, el de las novelas policiacas en la construcción del ideal de lucha maniqueo entre el bien y el mal? El culto al éxito, propio de las producciones televisivas (como novelas y programas de entretenimiento), en las que los retos y las pruebas de dificultad dan, tanto a los concursantes como a los espectadores, el sentimiento de participar por breves instantes de un estatus especial, propio y casi exclusivo de los personajes míticos ejemplarizantes: les permite sentir que viven un segundo nacimiento. El trascender los límites de la condición humana es posible en virtud a ciertos comportamientos reafirmadores del reconocimiento social. “Se tiene, por una parte, la sensación de una iniciación casi desaparecida del mundo moderno; por otra, se hace gala ante los ojos de los otros, de la masa, de pertenecer a una minoría secreta; no ya a una aristocracia, sino a una gnosis, que tiene el mérito de ser a la vez espiritual y secular” (Eliade, 1991).

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El artista de turno, la vedette deportiva o de pasarela, el elegido del Reality Show, pasan en forma efímera (aunque ellos crean lo contrario) a ser parte de la panacea de las divinidades. Desde ese momento rayan con lo divino, desvirtúan la frontera insoslayable entra la fama y el anonimato, entre el ser y el no ser, y logran mágicamente vencer el complejo, propio de las sociedades desacralizadas, del anodino que requiere afanosamente de una fama salvífica conquistada por una mediación dadora de sentido. Punto éste sobre el cual volveremos más adelante. 15.6

La supervivencia de la religión en el mundo moderno Reconocer la vigencia de la religión no entraña negar los notorios retrocesos sufridos por ella en ámbitos cruciales de la vida social. Como mínimo ha perdido el lugar cabal que ocupaba en el mundo preindustrial. En él la religión no sólo atañía a las vivencias, hábitos y conciencia del hombre, sino que, además, constituía la legitimación de la ley, la sanción moral y el soporte de la autoridad y la explicación de la naturaleza de las cosas y los acontecimientos. Contra lo que suele pensarse la religión no explicaba, sino que era, el sentido de la vida. Salvador Giner

Lejos de diagnosticar, como lo hizo la ilustración, el desaparecimiento de la religión, nos encontramos con formas persistentes de la vivencia de lo sagrado (Sotelo, en Díaz-Salazar y otros, 1994). La religión se configura en el mundo moderno a partir de la persistencia y la coexistencia. Además de la resistencia que se ha generado al interior de las sociedades, particularmente europeas, en donde el catolicismo se ha mantenido con gran esfuerzo frente a los ataques demoledores de la modernidad laica, se vislumbran fuertes indicios de pervivencia de elementos religiosos, ya fuera del radio de acción de las iglesias tradicionales. La pregunta que debe formularse en forma aguda no es sobre la desaparición de la religión propiamente dicha, sino más bien sobre la transmutación del significado de lo religioso. Tal vez lo religioso ha adquirido connotaciones distintas de acuerdo a los acontecimientos en curso que definen el mundo moderno. “Cuando se dice que la

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religión no ha desaparecido, como había pronosticado la modernidad, sino que persiste, pudiera ocurrir que hubiera desaparecido mucho de lo que en el pasado se entendió por religión y que perviva en un sentido muy diferente, pero mucho más específico de lo religioso” (Sotelo en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 50). Si se parte de una transformación de lo religioso más que de su desaparición, entonces ¿cómo entender el ascenso de las nuevas formas de religiosidad en las sociedades altamente desacralizadas? Según el proceso observado, se podría más bien hablar de un lento pero seguro proceso de transposición de lo sagrado, en el cual lo religioso no desaparece sino que se vacía y cambia de rostro a tono con las circunstancias externas (Díaz-Salazar citado en: Aranguren, 1994). Lo sagrado teísta va dando paso a lo sagrado secular, que debe reconocerse concentrado en nuevas instancias de lo individual y de lo social. El estudio de lo religioso aquí se aborda no desde una visión teológica, la cual cae en una posición particularista, sino desde lo teórico, que se preocupa por lo religioso desde lo antropológico y lo sociológico (religiología). De esta forma, la vida religiosa puede abarcar lo tradicional, las formas pre-tradicionales (elementales y arcaícas) y las formas post-tradicionales (laicas o contemporáneas). “Los seres humanos, extremadamente complejos y en constante evolución, buscan una orientación fundamental capaz de satisfacer sus necesidades vitales en medio de inagotables procesos de colaboración y de conflicto. En el pasado, lo sagrado era rendir culto a realizaciones colectivas. La cultura tecnocientífica moderna sacraliza la libertad individual” (Prades en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 126) 15.7

La religión civil según Salvador Giner

Los Dioses vencidos siempre renacen, aunque sea distinta su nueva faz. El avatar y la metamorfosis son sus recursos perennes, sus privilegios celestiales, denegados al mero mortal. Pero es la sed humana por lo numinoso y la de nuestra

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especie por darse orden y concierto siempre con beneplácito sobrenatural lo que constituye su genuina razón de ser y de volver una y otra vez por sus fueros Salvador Giner.

¿Hasta qué punto se puede hablar de la necesidad social de una esfera sagrada, cargada de rituales y de liturgias? ¿Las sociedades hipermodernas pueden vivir coherentemente en medio de escenarios plenamente desacralizados? ¿No estamos ante la existencia de un imperativo religioso, que determina una forma precisa de la conciencia del hombre en la historia pasada, presente y futura? A la desacralización de lo religioso tradicional sucede una progresiva sacralización de la actividad profana; lo sobrenatural sede el paso a lo natural social, el más allá es reemplazado por un más acá –sitio por excelencia del hombre– sin desaparecer el imperativo religioso. Lo divino trascendente es desplazado por lo divino social y de esta manera se construye una religión desligada de la sacralizad tradicional, en donde no hacen faltan dioses ni gestos milagrosos, en donde ni las devociones ni las liturgias eclesiales configuran el horizonte del hombre menesteroso del más allá. “Comienza a ser posible identificar y reconocer el alcance de la transposición de creencias, devociones, rituales y liturgias al ámbito secular” (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 132). Por lo que se advierte, lo más notorio de la religión civil es: su orientación hacia asuntos profanos, su pretensión de enfocarse hacia realidades sociales de tipo no religioso, el estar parada en una trascendentalidad mundana, no sobrenatural y tratar de resolver problemas que lo religioso tradicional no logra satisfactoriamente concretar. Lo trascendental ya no es lo divino o lo sagrado sino aquello que se da al interior de lo social y lo individual, y que cumple una función orientadora o reguladora. Con Rousseau, la religión tradicional comienza a secularizarse, pues lo que para él importa no es el hombre como tal sino el ciudadano: mezcla de adoración por la

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ciudad, por la patria y por el Dios tutelar. La sociedad se fundamenta, sobre todo, en las relaciones entre sus ciudadanos y no necesariamente entre estos y la divinidad. La religión civil parte de la santidad de un contrato social: este misticismo sociolátrico va a ser retomado por Comte, pero con una orientación fuerte hacia lo cientifista, antes de que Durkheim proclame el declive de las religiones tradicionales frente a una fuerza secularizadora de la sociedad. Así, en las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim considera que “toda religión es, en última instancia, civil, por lo menos en la medida en que plasma sus representaciones, fines morales, mitos y símbolos en entes socialmente creados” (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 141). La revolución francesa misma fue una revolución anticristiana, anticlerical, una forma de religión civil, culto abierto a la razón, al Estado, al patriotismo y a la virtud política. Si hablamos de religiones profanas, estas abarcan muchas formas que van desde religiones políticas, culturales y civiles: funerales importantes, cultos escolares, fiestas nacionales, discursos presidenciales, etc. Salvador Giner (En Díaz-Salazar et al., 1994, p. 144), citando el trabajo de Robert Bellah, destaca las formas de religiosidad civil en la historia reciente de los Estados Unidos a través de sucesos socio-políticos de importante consideración: En este sentido la religión civil Yanqui posee afinidades tal vez más que electivas con la llamada American Way of Life. Por si ello fuera poco, las cruzadas antialcohólicas plasmadas en la Ley seca y en las histerias políticas de 1918 a 1920, las crispadas

campañas

anticomunistas

(1945-1960)

o

antidrogas (1989-1992) posteriores, lanzadas en nombre de la pureza y virtud nacionales aportarían argumentos para explicar la presencia, en los Estados Unidos, de un vigoroso maniqueísmo político de raíz religiosa. Inclusive, según el autor, algunas éticas mundializadas, que denotan una conciencia moral universal, como lo son las comunidades de orientación filantrópica (por

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ejemplo Greenpeace, Amnistía Internacional, Médicos sin Fronteras), por su principio orientador y armonizador social, hacen parte de lo que pudiera llamarse actividades con un fuerte contenido religioso. Para sintetizar, podríamos decir que la religión civil consiste en el proceso de sacralización de ciertos rasgos de la vida comunitaria a través de rituales públicos, liturgias cívicas o políticas y piedades populares encaminadas a conferir poder y a reforzar la identidad y el orden en una colectividad

socialmente

heterogénea,

atribuyéndole

trascendencia mediante la dotación de carga numinosa a sus símbolos mundanos o sobrenaturales así como de carga épica a su historia (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 133). Para entender mejor lo que significa la religión civil nos acogemos a algunos puntos esenciales para el propósito de esta investigación y que parten de la caracterización que llevó a cabo Giner (en Díaz-Salazar et al., 1994), destacando con ella, y muy al pie de la letra, los elementos fundamentales que la definen en el mundo moderno. -

Respecto a lo político podríamos decir con Giner que “Toda religión civil sacraliza la politeya”, es decir, que la religión civil constituye una serie de mitos, piedades cívicas y exorcismos públicos con una fuerte connotación política. El fomento de la actividad mitogénica, la glorificación iconográfica de héroes y acontecimientos, la formación de estrategias para la consolidación de rituales y ceremonias, la producción de ideología e interpretaciones interesadas de la realidad social y la administración clerical de los contenidos simbólicos

tienen

sus

especialistas:

políticos,

agentes

mediáticos, ideólogos, clérigos laicos o eclesiásticos y sus

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aliados ocasionales (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 148). Principalmente la sacralización de la esfera política del mundo profano está en manos de los políticos, pero existen agentes parapolíticos que contribuyen en esta función: los medios de comunicación, la propaganda política, los relacionistas públicos, etc. Todos ellos se ocupan de estructurar las formas de control, legitimando la autoridad a través de su poder de construcción de lo social. -

En lo que atañe al papel secularizador entendemos que “La religión civil pertenece a la sociedad civil”. La religión civil es la resultante de un desarrollo histórico de la sociedad laica frente a la sociedad política y religiosa; el desarrollo de la burguesía, del individuo moderno, permite su surgimiento y su hegemonía. La Revolución Francesa libera a la sociedad civil de la opresiva monarquía, el individualismo burgués desata la independencia económica y la libre empresa. La democracia liberal rompe las ataduras que hacían trascender ciertos sectores de la sociedad a la manera de entes divinos o semidivinos, y de los cuales dependían políticamente los demás estamentos sociales (el rey, la nobleza, el sacerdote). “La sociedad civil es el conjunto de referentes iconográficos, ceremoniosos, teatrales, conmemorativos y festivos que constituyen la piedad civil. Que éstos, a su vez, puedan ser controlados, manipulados y hasta producidos políticamente por los especialistas del poder político es congruente con la naturaleza del fenómeno.” (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, pp. 149-150).

En el momento presente asistimos a la relación inversa: con el desarrollo vigoroso del neoliberalismo y de la economía de mercado, es el sector político el que está cada vez más en las manos del sector privado, el cual, directa o indirectamente, dicta o impone el curso de las decisiones que atañen a la sociedad entera desde unos estamentos que han alcanzado un estatus de sacralidad insospechado y quizá nunca visto. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial; la banca

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internacional, las grandes corporaciones multinacionales o los inversores invisibles del flujo del mercado, determinan las políticas gubernamentales, económicas, educativas y culturales, no sólo de los países emergentes y dependientes, sino paradógicamente, de las grandes potencias. -

Desde el punto de vista de la movilidad cultural “La religión civil suele ser nacional o nacionalista”: la religión civil, en la medida en que da cuerpo a un sistema de cohesión social en un determinado grupo, precisamente fortaleciendo la identidad entre sus miembros a través de una estructura estamentaria, puede funcionar culturalmente en diferentes niveles: desde lo infranacional, es decir, en el seno de grupos locales, étnicos o inclusive gremiales o profesionales; pasando por grupos nacionales, los cuales se identifican por propósitos comunes de participación amplia, como en lo militar o lo deportivo; hasta lo supranacional, que tiene que ver con realidades más abarcantes, ligadas a la institucionalidad mundial, como guerras hemisféricas, grupos de poder, choque de civilizaciones, olimpiadas, etc.

En tanto imperativo cultural “la religión civil difiere de la religión política”, es decir, las fronteras entre estas dos religiones son relativas y difusas, no obstante las dos se diferencian en que la religión política está ligada ideológicamente a la acción de facciones, partidos o grupos de poder que buscan, a través de ciertas movilizaciones, ejercer un control sobre la población. Por su parte, la religión civil es menos estructurada, más difusa, no tiene un carácter oficial y opera como una práctica social de interiorización cultural. Nada impide que la religión civil sea utilizada por la religión política para ciertos fines de control y de dominación, y viceversa. De la misma manera, en ocasiones, es muy difícil determinar sus fronteras y sus mutuas implicaciones. Si

miramos

la

religión

civil

como

una

estructura

de

normalización,

de

condicionamiento social y manutención del statu quo “La religión civil garantiza (entre otras fuerzas) un modo de dominación social”. La religión civil convalida todo un sistema de distinción y de estratificación social, de diferenciación tanto de

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autoridad, como de privilegios y de derechos. “Pero, más allá de todo reduccionismo, hay que hacer hincapié sobre el hecho bruto de que, al fomentar diferencias y distinciones, incitar el acto de pleitesía, y cultivar mitos y tergiversaciones históricas, su resultado es el mantenimiento de la desigualdad social” (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 157). De su parte se da un complejo sistema de creencias que vitalizan la noción de hegemonía que supera ampliamente aquella de ideología dominante, en cuya base se justifica, a través de deliberados cultos sociales, cargados de una fuerte simbología, la convicción de que existe un orden predeterminado de realidades, en las cuales unos están llamados a dominar y otros a ser dominados. “La hegemonía incluye toda una red de instituciones educativas, religiosas, culturales (con sus actividades correspondientes) y un sustrato de creencias populares (constitutivas del sentido común de la ciudadanía) que benefician sistemáticamente a las clases dominantes al constituirse en pilares del orden social general” (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 157). La religión civil forma hoy parte de la producción mediática del carisma en tanto componente efectivo del establecimiento del status social y de las desigualdades “naturales”. La función operativa de la religión civil está posibilitada por un andamiaje de medios técnicos que se encargan de hacer actuar la permanente producción y circulación de mitos, de ritos y de símbolos, es decir, de valores morales y a la vez trascendentes que garantizan una forma de adhesión efectiva al sistema social. Esta operatividad, entre otras cosas, cobija prácticas con fines particularistas, como lo son la mediatización de los eventos y la proliferación de valores encarnados en seres representativos, que alcanzan valores sociales extremadamente significativos. “La panoplia televisiva, propagandística y festiva con sus recursos iconográficos y tecnoculturales específicos es un elemento poderosamente constitutivo del aura cuasireligiosa con que se tejen los mitos civiles, políticos, nacionales y hasta mundiales. Los medios de transmisión son en realidad y ante todo medios de constitución” (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 159).

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La tecnocultura impone formas de relación civil a partir de estructuras mediáticas funcionales, en las cuales existe un estamento que diligencia la circulación de mensajes y de contenidos camuflados. Todo ello, gracias al concurso de especialistas en relaciones públicas, en asuntos culturales, en mensajes publicitarios e informativos con propósitos gerenciales; “sus ejecutores son los mediadores, que pueden ser, en muchos casos, los propios detentores del poder económico, político o ideológico pero que, con mayor frecuencia, son especialistas: asesores de imagen, cosmetólogos sociales, periodistas, estrategas feriales, productores de radio y televisión” (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 159). Los carismas sociales, que en última instancia son políticos, se manufacturan y se distribuyen democráticamente a través de los medios de comunicación, que hacen las veces de estamentos de legitimación no sólo de los discursos sino de los propósitos sociales. De esta manera circulan, a través de una virtualidad de alta resonancia, los valores, los principios de adhesión y de exclusión al grupo, esto es, las creencias y las prácticas que dan sentido a la cultura en virtud a una religión civil de alta performancia. En conclusión, podríamos entender con Giner (en Díaz-Salazar et al., 1994) que la voluntad general de las sociedades, lejos de constituirse sobre la autodeterminación subjetiva, parte ahora, como lo hacía antaño, de valores externos y forzados, propios de una organización neo-religiosa que bebe del abrevadero de los mismos principios de cualquier ortodoxia imperante, también de corte religioso. Cambio de creencias, cambio de mitologías con una motivación o sustrato común: la sujeción a una instancia religiosa totalizante que puede venir por separado o al mismo tiempo de diferentes ámbitos -políticos, educativos, mediáticos, etc.-, todos reconocidos y aceptados dentro de la movilidad cultural, y que confiere definitivamente un sentido cosmológico: universo estructurado culturalmente para que funcione como piedad pública a través de una amplio y complejo sistema de difusión y expansión simbólica.

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Como lo apunta el autor, la socio-génesis del consenso social nace ahora de otra fuente, también religiosa, y que comparte con su hermana sagrada el poder de organizar el cosmos social a partir de unos principios inamovibles y sacramentales – la propiedad privada entre otras–. Esto se da por la ausencia de racionalidad y de pensamiento crítico, el cual deviene naturalmente hostil dentro de cualquier forma de idealización religiosa. Así, La religión civil es una forma atenuada de la sobrenatural. Una religión tal vez atea. No es la primera. Cada época genera la sacralidad que necesita y a la nuestra le cuesta creer en un Dios perverso. Pero tiene sus tótems, sus lares, sus arcángeles, sus guías carismáticos, sus sacerdotes, sus tribus predestinadas a la gloria, sus villanos, sus demonios, sus

maldiciones.

Sigue

siendo

necesaria

una

visión

mínimamente coherente del cosmos (empezando por el más banal y cotidiano) que sólo con impresiones, emociones e imágenes, pueden comprender mentes poco analíticas o remisas o contemplar el mundo sin el don de la fe (Giner en Díaz-Salazar et al., 1994, p. 167). Lejos de asistir a un inexorable desencantamiento del mundo estamos frente a un proceso irrefutable de consagración de lo profano. Hipermodernidad avalada y espoleada por las culturas de consumo, que ven en estas formas de orientación religiosa la marcha a un nuevo reino, no ya de Dios, sino de los hombres al interior de un mercado sacralizado.

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CAPÍTULO DOS

UNA

MIRADA CRÍTICA A LAS NUEVAS FORMAS DE SACRALIDAD DEL MUNDO MODERNO Y SU

TRASFONDO POLÍTICO: PERSPECTIVAS TEÓRICAS

En este segundo apartado se hace una reflexión sobre las distintas formas en que se manifiesta el mito y el rito en la época moderna. Al desvanecerse las formas tradicionales de religiosidad en occidente y al emerger nuevos espacios propicios de proyección mítica se detona un traslado mítico-ritual, el cual define una distinta manera de ser del hombre, de relacionarse socialmente y de interactuar con la naturaleza. Todo esto determina finalmente el universo político que ambientará el mundo moderno, generando en los distintos autores que a continuación se citan una mirada inquisitiva y crítica por cuanto a todas luces se manifiesta como una realidad profundamente disfuncional.

1.

LA

CIUDAD COMO EL LUGAR DEL CONOCIMIENTO: EL MITO DE LA RAZÓN

No sólo mitos eclipsados recubren los mitos de ayer y fundan la episteme de hoy, sino que todavía los sabios a la vanguardia de los saberes de la naturaleza o del hombre toman conciencia de la relatividad constitutiva de las verdades científicas y de realidad perenne del mito. El mito no es más un fantasma gratuito que se subordina a lo perceptible y a lo racional. Es una res real, que se puede manipular tanto para lo mejor como para lo peor. Gilbert Durand

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1.1 La polis como el lugar de la paideia En las formas como el ser humano experimenta el espacio y el tiempo se manifiesta en cierta forma su manera de vivir lo político, lo cual no es más que un estar en el mundo, guiado o esclarecido por unas coordenadas esenciales. Este principio es lo que lo hace realmente hombre, lo hace especie y lo hace cosmos. Es aquí en donde podemos preguntarnos por la relación del sujeto con la totalidad, pues el “estar orientado” alude a un todo, a un universo integrado e interdependiente. Los griegos fueron consecuentes con este principio. La idea de la polis concentra en sí toda una visión del hombre universalizado, en la cual él es un componente fundamentalmente social. Lo político es en esencia la clave de lo subjetivo, pero de una subjetividad referida a un entorno interhumano, y la clave de lo político es la educación. Vemos en Platón reunidos los distintos ideales del hombre hecho cosmos. La directa relación entre lo político, lo social y lo educativo marca la piedra angular y fundacional de su filosofía.

No puede entonces hacerse un deslinde entre la naturaleza social y el alma del individuo sin desvirtuar el principio dinamizante de lo político, que no se reafirma sino en el universo de lo educativo. El desequilibrio en una de estas realidades, que se conjuga con las demás de manera no aleatoria, determina la estabilidad en las otras. Si para el

primitivo el entorno estaba dado fundamentalmente por una

naturaleza y por una comunidad de hombres que hacía con ella un núcleo indisoluble,

y si estos dos principios estaban finalmente referidos a una

suprarealidad sagrada, para el hombre de las sociedades históricas, de los conglomerados sociales, y de las organizaciones políticas desmembradas de una praxis continua con lo trascendente, la realidad se constituye en la ciudad, en la polis, en el ejercicio constante de la ciudadanía. Sociedad y sujeto social en el seno de la ciudad definen una interrelación dinámica y dialéctica. La vida ética del conglomerado social es el reflejo del funcionamiento de lo político en donde el

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Estado debe, en principio, ser un interlocutor y un representante de la voluntad tanto individual como colectiva. Este horizonte de realización activa en lo político debe ser la garantía de la reafirmación del cosmos social y no un mecanismo de reificación impuesto por el autoritarismo. De lo anterior se deriva la necesidad de un equilibrio entre la dimensión contemplativa y especulativa de los sujetos que se realizan en lo político y en la praxis social.

El ethos de la virtud estriba precisamente en este equilibrio entre la filosofía y la política, entre una reflexión y una forma de estar armoniosamente en el mundo, y para lograrlo hay que vivir la paideia, hay que formar al hombre en el universo social y darle una orientación en el todo político. Pero este “estar en el mundo” supone una territorialidad, un espacio posible de realización, un lugar, un paisaje. Dicha extensión geográfica no se agota en un afuera sino que comprende una totalidad orgánica que compromete al sujeto y al mundo, que lo deja en condiciones de vivir y de reconocerse, de desplegarse y de ser.

En la cultura clásica griega se desarrolla una noción de lo político que marca una gran diferencia con aquella que se experimentaba en un pasado inmediatamente anterior o en medio de formas de vida reconocidas como primitivas –las cuales se conservan esporádicamente hasta hoy en día–. La idea de un marco de existencia referido a la polis (ciudad)

concentra en sí toda una visión del hombre

universalizado pero a la vez particularizado en un pequeño cosmos, símbolo de uno más amplio entendido como naturaleza o cosmos y que ahora se reduce por un cambio rotundo de mitologías a un estatus de significación distinta. Con la polis griega se consolida la experiencia

de un espacio no solamente consagrado y

regentado por los dioses, sino el lugar de los seres humanos por excelencia, el lugar compartido por lo sobrenatural y por el hombre que intenta sintetizar la totalidad del cosmos a un enclave organizado políticamente a partir de la razón. De esta manera

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la ciudad en tanto espacio, tiene como componentes lo sagrado y lo profano: no sólo se venera a las divinidades sino que se organiza de acuerdo a unas necesidades sociales y políticas: punto de encuentro de una experiencia religiosa y humana al mismo tiempo. Lugar de síntesis en el que se amalgaman lo humano y lo divino, a partir de lo cual comienza a desarrollarse lo que será la cultura del hombre moderno. La polis como experiencia de una reducción del espacio vital a la ciudad se revela no sólo como una necesidad del ciudadano griego de vivir organizadamente, sino también un cambio de mentalidad, una forma no sólo muy particular de comprender sino de asumir la realidad del yo y del mundo; la sociedad y sus dinámicas internas tienden definitivamente a complejizarse. A la ciudad como ideal de vida la antecede una necesidad de vivir en comunidad, de acuerdo a unos principios eminentemente sagrados, dentro del poblado, de la aldea, en donde la tribu en forma arcaica organiza y configura el cosmos en relación estrecha con la naturaleza. Por su parte, la ciudad griega simboliza el emplazamiento en donde se iniciará el lento pero seguro proceso de desacralización que caracteriza los distintos momentos por los que pasará el ser humano hasta el presente. En las geografías de la razón, la experiencia del espacio comienza a dejar de ser mágica y se convierte en una relación reflexiva, especulativa, controlada por el conocimiento, pequeña parcela del mundo que cabe en las ideas, desligada de aquel mundo natural incontrolable, misterioso, sobrenatural, amenazante, otrora prodigioso (Caillois, 1996). Los griegos fundaron la tradición de la ciudad como epicentro de la actividad política y de la formación del ciudadano, pero a la vez comenzaron a empobrecer la concepción del mundo en tanto que comenzaron a restringir la experiencia del mundo a su pequeño mundo, la polis, de ahí que Platón en boca de Sócrates dijera que “a él no le gustaba ausentarse de Atenas porque los campos y los árboles nada querían enseñarle y sí lo hacían los hombres de la ciudad” (Trilla, 2005). De la misma manera la polis comienza a ser el lugar de la segregación humana, de la discriminación ya que todos los individuos no son tenidos por iguales. A pesar de constituirse en el lugar de la interlocución pública, de la deliberación y del diálogo,

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este privilegio sólo era privativo de los ciudadanos griegos al igual que de los atenienses, mas no de los esclavos ni de los extranjeros (Jaeger, 1968). La democracia que se construye en el universo griego es el resultado de todos estos elementos contextuales: el ciudadano, la sociedad en la cual éste se enmarca, la ciudad que se configura geográficamente como una totalidad, unas leyes y una educación que garantizan el equilibrio de todos los elementos dialogantes. De ahí que esta democracia se funde sobre un principio deliberativo por excelencia.

1.2 El espacio del yo autocontemplativo Un poco mejor viviera el hombre si no le hubieses dado esa vislumbre de la luz celeste a la que da el nombre de razón y que no utiliza sino para ser más bestial que toda bestia. Goethe

El espacio que funda lo modernidad y que se inspira en la tradición griega es el espacio de las democracias representativas. A partir de la Revolución Francesa se da pie a una realidad política que supera el despotismo monárquico y el condicionamiento eclesiástico. Pero también es el espacio que la razón le conquistó a la fe y a las creencias religiosas: un espacio desacralizado, espacio desvirtuado de poderes sobrenaturales y gobernado por una temporalidad histórica. La filosofía, aunque surge de la mano de la ciencia, se erige como la más antigua y consistente estructura del saber, por lo menos hasta después el siglo XVII, cuando las dos comienzan a disputarse el liderazgo en el control del conocimiento. La secularización de la sociedad que comienza con la filosofía griega es el proceso gradual por medio del cual se saca del centro del universo a Dios y se introduce al hombre. En lugar de sacerdotes que tenían un acceso especial a la palabra de Dios, pasamos a honrar a hombres racionales que

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habían alcanzado una comprensión especial de una ley natural o de las leyes naturales. Ese desplazamiento no era suficiente para algunos, que sostenían que la filosofía no era sino una variante de la teología: ambas proclamaban el saber como algo determinado por alguna autoridad, en un caso la de los sacerdotes, en el otra la de los filósofos (Wallerstein, 2001, p.p. 211 y 212). Tanto la teología como la filosofía se reservaron el derecho de saber sobre dos cosas fundamentales: sobre lo bueno y sobre lo verdadero. Con la embestida de la ciencia lo verdadero pasó a ser para ésta el centro de su preocupación, dejándole a la filosofía y a la teología el problema de lo bueno –lo único que le quedó a la filosofía para encarar la verdad fue la lógica–. El espacio que funda la razón es un espacio abstracto, el espacio de las ciudades que se deslindan de la naturaleza y en medio de las cuales el hombre se mueve como el nuevo jerarca. Su mundo de elucubraciones es el de las multitudes que se mueven en un espacio cerrado, amurallado, escindido del resto del mundo: cosmos controlado por los juegos de la mente, por las mediciones de la matemática, por el ordenamiento riguroso de la lógica y por las geometrías del lenguaje. El espacio de la

razón

es

el

mismo

del

yo

cartesiano,

el

del

sujeto

ensimismado,

autocontemplativo, que no tiene más referentes que el sí mismo, especie de divinidad autoreferenciada por un juego de abalorios frente a un espejo que no refleja ningún fondo que no sea el del artificio de la idea: pérdida del paisaje natural, confusión de puntos de orientación, decorado de un mundo construido enteramente por el hombre, experiencia de una nueva comunidad requerida por los mandatos de la verdad. La experiencia de un mundo enteramente racionalizado es exclusiva del hombre moderno. Punto de partida para un cambio de mitologías, reordenamiento de la realidad sobre cánones distintos, ahora dependientes de una subjetividad exaltada, invicta, pero a la vez menesterosa. La relación originaria que se establece entre la

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civilidad y la cultura, entre la ciudad y la tierra cultivable, queda trastocada como un diálogo interrumpido entre el sujeto y el paisaje, entre el yo interior y el yo cuerpo, entre la razón ordenadora y la naturaleza como instancia de extrañamiento. “Desde Descartes nuestra noción de la realidad exterior se ha transformado radicalmente: los antiguos poderes se han evaporado y la naturaleza ha dejado de ser un todo viviente” (Paz, 1984, p. 152). ¿Qué cambios genera el ascenso de esta nueva Antropología

–homo sapiens– en la historia reciente de Occidente? ¿Bajo qué

presupuestos organiza la realidad el hombre cuando queda sin puntos fuertes de orientación respecto a la realidad externa, cuando su trascendencia se limita en gran medida al vuelo vertiginoso de sus ideas? Octavio Paz plantea que el hombre desligado de la naturaleza se entrega a la misma labor de un ilusionista cuando cree que lo que logra a través de artilugios es más real que lo real… En efecto, ya nos sintamos separados, desarraigados, arrojados al mundo o ya nos instalemos en su centro con la naturalidad del que regresa a su casa, nuestro sentimiento fundamental es el de formar parte de un todo. En nuestro tiempo la nota predominante es la soledad. El hombre se siente cortado del fluir de la vida; y para compensar esta sensación de orfandad y mutilación acude a toda clase de sucedáneos: religiones políticas, embrutecedoras diversiones colectivas, promiscuidad sexual, guerra total, suicidio en masa, etcétera. El carácter impersonal y destructivo de nuestra civilización se acentúa a medida que el sentimiento de soledad crece en las almas. Cuando mueren los Dioses, decía Novalis, nacen los fantasmas. Nuestros fantasmas han encarnado en divinidades abstractas y feroces: instituciones policiacas, partidos políticos, jefes sin rostro. (Paz, 1984, p.p. 151-152).

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La desvirtuación de la naturaleza como espacio vital trae cotejado también el desvanecimiento del otro como realidad necesaria. Si desaparece el referente natural dentro del cual el sujeto organiza el mundo, también se desdibuja el otro como componente adicional del paisaje dentro del cual se configura el mundo en colectividad. El gran vacío que ha dejado la modernidad no es solamente la pérdida del mundo natural como ecosistema sino la muerte del otro como comunidad; es el enrarecimiento del horizonte de un mundo que intenta inventarse en un espacio histórico vacío. En el ostracismo de la ciudad se alcanzaron los prodigios intelectuales de los últimos tres siglos, nacidos de una nueva mitología que gira alrededor de la razón, punta de lanza de la civilidad, pero también se llevaron a cabo los sectarismos y los fanatismos, las ideologías sangrientas y las formas más elaboradas de terror, también éstas como formas degradadas de religión. “Las antiguas divinidades, carcomidas por la superstición, envilecidas por el fanatismo y roídas por la crítica, se desmoronan; entre los escombros brota la tribu de los fantasmas: aparecen primero como ideas radiantes pero pronto son endiosadas y convertidas en ídolos espantables” (Paz, 1990, p. 60). Hay que reconocer que Occidente posee una tradición racionalista casi inexpugnable, cuya raigambre es más

ontológica y

axiológica que epistemológica. Los mitos que se creían desmistificantes, aquellos que el mismo Hegel, Saint Simon o Comte, propusieron frente a las tradiciones del pasado, resultaron ser mitificaciones tan estáticas e ideológicas que las de sus predecesores. Podría decirse que la episteme racionalista funciona sobre los mismos principios éticos y políticos.

Bajo el desarrollo de la estructura del saber racional, el espacio en la modernidad se circunscribe a la dimensión del centro de gobernabilidad, de mando, de control. Desde el surgimiento de las repúblicas en el siglo XIX se consolidan los EstadosNación, estructuras de organización territorial en donde prima formalmente la democracia representativa, pero las más de las veces, a lo largo del siglo XX

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devienen en Estados dominados por los consorcios privados o por las burocracias estatales: ambos, manifestaciones de un totalitarismo disfrazado.

No obstante, este núcleo de gobierno se ejerce sólo en la ciudad, en el centro de la civilización –el cerebro de ésta–. La periferia denota en cambio infantilismo, precariedad, salvajismo, atraso, dependencia. Los Estados Nacionales se fundan sobre las directrices del racionalismo, el cosmopolitismo, el escepticismo y el hedonismo (Paz, 1990). La misma relación que se establece entre los centros urbanos de poder y las periferias subdesarrolladas, es la misma que organiza las relaciones entre los países del norte y los países del sur, entre lo masculino y lo femenino, entre el hombre y la naturaleza, entre la idea y la materia. “Cierto, el hombre ha perdido la llave maestra del cosmos y de sí mismo; desgarrado en su interior, separado de la naturaleza, sometido al tormento del tiempo y del trabajo, esclavo de sí mismo y de los otros, rey destronado, perdido en un laberinto que parece no tener salida, el hombre da vueltas alrededor de sí mismo incansablemente.” (Paz, 1984, p.p. 145-146). Lo político, interpretado como una forma de vivir el tiempo y el espacio a través de la razón, comienza a su vez a desvanecerse precisamente en el momento en que comienzan a hacer su aparición una ciencia y una filosofía que reniegan de la epistemología y de la física clásicas, de la geometría euclidiana y de la lógica tradicional aristotélica, gracias a campos del saber como la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad, la fenomenología, las ciencias de la complejidad, la psicología de las profundidades, el psicoanálisis, la antropología, las religiones comparadas (Durand, 2003).

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1.3 ¿Mayoría de edad o el mito de la subjetividad? La ciudad moderna es un territorio de organización social, la forma quizás de organización política más acabada de la historia del hombre, pequeño símbolo del cosmos encerrado en sí mismo, autárquico y autosuficiente, pero a la vez núcleo de inestabilidad y de aniquilamiento. La ciudad como espacio de producción y de consumo es por excelencia la ciudad moderna, un producto de la era industrial, del desarrollo económico capitalista y del mercado a gran escala. Comienza a prefigurarse como tal después del siglo XIII en Europa cuando el sistema feudal, que es agrario y artesanal, comienza a movilizarse para dar paso a una forma de organización social basada en la especialización del trabajo, en la producción de bienes seriados de intercambio, y sustentada en una economía monetaria. Es el lugar de concentración de una población móvil que se articula a esta incipiente economía de mercado, de producción extensiva y preindustrial. La ciudad comienza a ser el centro de atracción de una gran masa de población que abandona progresivamente la economía local, autosuficiente, regulada a pequeña escala y que empieza a bascular sobre necesidades distintas ligadas a un nuevo orden social: el económico. Es en los siglos XIX y XX, en el apogeo del industrialismo, cuando la ciudad llega a su máxima expresión, cuando vemos una configuración de vida colectiva ordenada sobre parámetros de utilidad más que de convivencia. Pero no se puede hablar de ciudad sin hacer alusión a su componente político por excelencia: el ciudadano ¿Y cómo se configura este nuevo sujeto social si no es por relación a un nuevo ordenamiento cultural y a las demandas de un mundo realmente cambiante? Gracias a la Revolución Francesa y a la Ilustración se aligeró el ascenso de los Estados-Nación así como el surgimiento de las democracias representativas y se postuló la necesidad de un ciudadano libre, autónomo, ilustrado y pleno como individuo. Pero dicho Estado en su proceso de consolidación, en su afán por gobernar, también cayo en la estructuración de sistemas cerrados y autoritarios; el nacionalismo en algunos casos terminó siendo una forma de autoritarismo, cuando no de totalitarismo. El comunismo y el nacional socialismo alemán son muestra de

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ello. A lo largo de los siglos XIX y XX asistimos al desarrollo de lo que Cassirer (1996b) llamó el mito del Estado, que no fue otra cosa que el credo en un sistema ideal de gobierno y de sociedad, que terminó siendo un culto al centralismo y por ende desembocó en sociedades de control y de sometimiento. Posteriormente, la Revolución Industrial marcaría un nuevo derrotero para el individuo como sujeto social: el desarrollo económico, la libre empresa, un sofisticado sistema de mercado, la libre competencia. Tenemos por tanto, al lado de una modernidad avalada por la ilustración y por la revolución Francesa –de corte político y filosófico–, un incipiente proceso de modernización que dará paso no sólo a un apogeo de la cultura material sino a un delirante culto en torno a ella (Corredor, 1992). Si la Ilustración hizo de la adultez histórica un ideal, y si como principio rector postuló un optimismo respecto a lo que sería el escenario de la vida con el uso de la razón, es importante ver en el seno del pensamiento de Kant (1986), al mismo tiempo, una conciencia profunda de su imposibilidad y de su fracaso. Por un lado, estaba la dimensión infinita que ofrecía el ritmo creciente del portento de la razón, y por otro, la realidad de la condición humana. Kant fue un visionario y no se equivocó: si el individualismo era el fenómeno que llevaría al sujeto a su condición de mayoría de edad, gracias a la cual podría hacer un reconocimiento propio en virtud a su entendimiento, también es cierto que podría llegar a ser su negación (Kant, 1986). Kant era consciente de que la condición de mayoría de edad para el hombre no venía sola, es decir, ésta no sería la consecuencia irrevocable e indefectible de un desarrollo histórico en términos de desarrollo material y filosófico, sino que había un elemento fundamental que definiría su posibilidad: la dimensión ética. Desde este punto se desprenden múltiples dudas, que al paso de los años la historia vendría a responder de modo indirecto, gracias a un cierto pundonor y a una vergüenza transhistórica ¿Estaba preparado el ciudadano moderno para asumir tanta responsabilidad? ¿Acaso él, después de mantener relaciones de dependencia con el fuero religioso, podría hacer un uso coherente de su nueva dimensión de libertad? Si el advenimiento de la sociedad moderna impuso un doble ideario, el de transformar el entorno natural y el de transformar al individuo para que ocupara el centro de

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dicho universo, entonces ¿cómo podemos entender la modernidad como un fenómeno unitario? (Corredor, 1992).

1.4 La dialéctica de la ilustración: el estatus mítico de la subjetividad o el mito de la razón Max Horkheimer y Theodor Adorno Con la expansión de la economía mercantil burguesa, el oscuro horizonte del mito es iluminado por el sol de la razón calculadora, bajo cuyos gélidos rayos maduran las semillas de la nueva barbarie. Bajo la coacción del dominio el trabajo humano ha conducido desde siempre lejos del mito, en cuyo círculo fatal volvió a caer siempre de nuevo bajo el dominio. Max Horkheimer y Theodor Adorno

La ilustración como proyecto de liberación de cualquier forma de realidad trascendente pone al sujeto en el centro de su interés, y lanza a la naturaleza, como extensión instrumentalizada, fuera de su interés, salvo si puede ser manipulada, observada, medida y formalizada. Así las cosas, la naturaleza deja de ser una majestad inspiradora, por ende se desacraliza y se deja como instrumento útil dentro de las lógicas del mercado: desencantamiento del mundo, victoria de la razón sobre la imaginación. En este nuevo orden de cosas el conocimiento ocupa el lugar central de la existencia del hombre por cuanto mediante éste, el mundo y los otros hombres quedan dominados como insumo de conocimiento y de manipulación técnica. Dicha técnica es un método eficiente y liberador, tanto de entidades sobrenaturales como del poder de la naturaleza. El animismo debe ser eliminado, al igual que el misterio; la renuncia al sentido es la consecuencia de un mundo a la medida del nuevo hombre, es decir, del hombre profano. Los demonios míticos ceden su lugar a las entidades ontológicas, los dioses homéricos se convierten en ideas radiantes y en

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conceptos, epifenómenos del sujeto que ahora se autodetermina y demarca su destino: La lógica formal, las matemáticas, la experimentación en el laboratorio reducen la totalidad a fragmentos manipulables, determinables, controlables.

Si el mito fue el primer intento que hizo el ser humano por narrar, contar y nombrar el mundo y su realidad –forma incipiente de explicación y de control sobre lo existente– , el conocimiento elaborado y racionalizado fue la culminación de dicha tentativa. En el primer caso bien pronto el mito se transformó en doctrina a través de las grandes religiones, así como en el segundo la magia derivó en ciencia positiva. Con dicha ciencia la naturaleza se convirtió en una objetividad carente de poder y por lo tanto al arbitrio de la razón, gracias a lo cual el hombre empieza a convertirse en el artífice de lo divino y el mito en producto del logos. Así pues, la naturaleza es un objeto de dominio que pierde su unidad esencial con el hombre; es en este momento en el que la simpatía con la naturaleza se pierde y la magia se convierte en manipulación técnica o en ciencia.

Como lo muestran Horkheimer y Adorno el paso de mitologías animistas a mitologías racionales se da definitivamente con la ilustración:

con ella la ratio

comenzó a colocarse en el centro del universo, se divinizó la idea al tiempo que se instrumentalizó a la naturaleza. “Como los mitos ponen ya por obra la ilustración, así queda ésta atrapada en cada uno de sus pasos más hondamente en la mitología. Todo el material lo recibe de los mitos para destruirlo, pero en cuanto juez cae en el hechizo mítico” (Horkheimer y Adorno, 1994, p. 67). Desde la Ilustración, el sujeto es asimilado a la mercancía y al mercado, sus cualidades son modeladas a la producción de mercancías, más adelante será al consumo. Para el hombre su sí mismo no es la naturaleza sagrada sino la mercancía deificada, especie de coacción de un entorno socioeconómico que funda los principios religiosos en los altares del mercado. De este modo, la idea o la abstracción termina por liquidar el mundo; éste

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se erige como lo diferente, lo extraño, lo lejano, con lo cual se hace imposible dialogar con él, y al extremo manipularlo, apabullarlo, desaparecerlo. El pensamiento que ve en el mundo un sí mismo extraño –excepto cuando es mercancía– tiende a su administración cosificada, pero paradójicamente lo adora ilimitadamente –razón, objeto, sujeto liberto–. El pensamiento se vuelve ordenador, “ha tabuizado, junto con la magia mimética, el conocimiento que alcanza realmente al objeto” (Horkheimer y Adorno, 1994, p., 69); cualquier forma de comunión se vuelve sospechosa, desconfiable, peligrosa para el nuevo reino artificioso del hombre liberado de Dios. Se odia el pasado, se odia la naturaleza que reclama su dignidad, se odia la memoria, se odia la imaginación. Todo lo que está afuera, todo lo que trasciende al hombre es fuente de terror y de extrañamiento.

En las sociedades míticas el lenguaje estaba asociado a la imagen y a la naturaleza. Con la Ilustración el signo-palabra comienza a separarse de su posibilidad de simbolización y se reduce a una significación calculada, a su duplicación ideológica; ya no busca parecerse a la naturaleza sino a elaboraciones mentales, a representaciones a partir de lenguajes formales y matemáticos El mana como manifestación de lo divino ahora es descontextualizado de la naturaleza arrogada como un misterio tremendum. Originariamente la mater se hacia presente en la forma de aura espiritual; con el desvanecimiento de lo sagrado se particulariza en elaboraciones racionales, en estrategias y en acciones humanas, en sus productos, en sus elaboraciones y artificios. Por su parte, la razón comienza a funcionar como fe declarada en el seno de una realidad fragmentada por la división social del trabajo: la lógica de dominación se manifiesta como lo universal frente a lo particular del individuo, consolidando un sistema opresivo hacia los integrantes de la sociedad, que cobra cuerpo en el pensamiento y en el lenguaje. Ahora el conocimiento, ya no práctico sino teórico hace las veces de mecanismo de absorción social de una sociedad civil que es condicionada, sugestionada y puesta al servicio del mercado. “La sugestión, que

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tiene aún algo del terror inspirado por el fetiche, no residía en la justificación consciente. La unidad de colectividad y dominio se muestra más bien en la universalidad que el mal contenido adopta necesariamente en el lenguaje, tanto en el metafísico como en el científico.” (Horkheimer y Adorno, 1994, p. 76). La injusticia social logra, a través de procesos de deificación profana, ser justificada. Por un lado, el hombre queda enajenado en los objetos que él creería dominar. De ellos queda prendado no sólo como su creador sino como su tributario, es decir, sintiendo una especie de devoción ante estas nuevas entidades que le dan valor sobrehumano –no ante los dioses, los cuales han sido previamente asesinados, o mejor dicho, desterrados del universo emocional del ser humano junto con la naturaleza que le servía de oráculo–. Por otro lado, resultan afectadas sus relaciones con los otros hombres y consigo mismo. Una especie de embrujo entra a enrarecer los vínculos humanos, que al igual que el de los objetos, queda supeditado a formas de reificación. Animismo para las cosas y desdén o adoración por los otros sujetos hechos mercancía. La cultura de masas pone a circular los modelos de comportamiento social, o modos normativos de conducta, adecuados a las demandas de un sistema productivo, sujeto a las fluctuaciones del éxito y del fracaso, a las estadísticas, a las estrategias del mercado, a la conveniencia o inconveniencia de roles en un complejo armazón de mercados en los que la conservación y el ahorro ponen en juego una ética lábil y acomodaticia. El aparato social que se funda en la economía burguesa lleva a una experiencia del sí mismo de inanición imaginativa, empobrece las experiencias del sujeto hasta llevarlo a actos de rutina y obediencia, se eliminan las cualidades y se convierten en funciones: escenario de racionalización, de medición, de cálculo de los deseos, ceguera existencial que parte de otra forma de ceguera mítica, en la cual “el ser” estaba en condiciones de aventurarse a través de la imaginación y de los sentidos en el piélago de la naturaleza.

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A través de la mediación de la sociedad total, que invade todas las relaciones y todos los impulsos, los hombres son reducidos de nuevo a aquello contra lo cual se había vuelto la ley de desarrollo de la sociedad, el principio del sí mismo: a simples seres genéricos, iguales entre sí por aislamiento en la colectividad coactivamente dirigida. Los remeros, que no pueden hablar entre sí, se hallan esclavizados todos al mismo rito, lo mismo que el obrero moderno en la fábrica, en el cine y en el transporte colectivo. (Horkheimer y Adorno, 1994, p. 89). El poder que se funda en el sistema de economía de mercado sustrae a los sujetos pertenecientes a la masa de su capacidad reflexiva, los coloca bajo sus órdenes en forma disimulada. Quedan a la espera de la gran oportunidad. Y a medida que ascienden en la jerarquía del mismo sistema, quedan más apresados en sus valores, quedan subordinados al afán neurótico del éxito, se convierten en objetos de la misma administración que se sirve de ellos para que repliquen la ceguera y la inacción.

2.

LA

CIUDAD COMO EL LUGAR DE LA PRODUCCIÓN Y DEL CONSUMO:

EL

MITO DEL

PROGRESO

2.1 El mito del progreso

Un espectro anda al acecho entre nosotros y sólo unos pocos lo han visto con claridad. No se trata del viejo fantasma del comunismo o del fascismo, sino de un nuevo espectro: una sociedad completamente mecanizada, dedicada a la máxima producción y al máximo consumo materiales y dirigida por máquinas computadoras. En el

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consiguiente proceso social, el hombre mismo, bien alimentado y divertido, aunque pasivo, apagado y poco sentimental, está siendo transformado en una parte de la maquinaria total. Erich Fromm.

La modernización, a diferencia de la modernidad, será la encargada de fundar una orientación hacia el progreso, entendido éste como un dominio de la naturaleza puesto al servicio del bienestar y de la felicidad del hombre (Brunner, 1992). Es así como el progreso está referido esencialmente a la conformación de un mundo material a través del manejo técnico y científico del entorno. El mito del progreso, es un mito que se sustenta en una experiencia de un espacio completamente desacralizado, evanescente, consumible y de un tiempo lineal, lanzado hacia al futuro, pero a la vez angustiante. El desarrollo de la sociedad burguesa tiene como premisa el poder habitar un espacio y un tiempo traducidos en mercancías. Espacio trastocado en dominación de la naturaleza y en consumo; tiempo convertido en carrusel irrefrenable de actividad productiva. “Así, la racionalidad burguesa es poner la razón al servicio de un objetivo limitado –la obtención de lucro, la ganancia-, con lo cual se hace de ella una razón–instrumental en la que el proyecto emancipador y liberador se diluye.” (Corredor, 1992, p. 43). ¿Cuáles son los pilares de esta experiencia abstracta del espacio y del tiempo en la modernidad? ¿Cuál es el nuevo topos y el nuevo cronos del hombre que se ha hecho por primera vez autónomo de Dios? Para responder estos interrogantes quizás sea ilustrativo destacar, a partir de Fromm (1992), cómo por un lado, el individualismo, la democracia política, el racionalismo y el dominio de la naturaleza (piedras angulares que sostendrán la lógica del llamado progreso) comienzan a prefigurar una nueva forma de vivir la realidad por parte del emergente Prometeo, todo ello debido a una ciencia y a una técnica altamente desarrolladas. Mientras que por otro lado se observa cómo dicho estatus de apropiación de la realidad se fundó a su vez en dos principios capitales

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en relación con la llamada sociedad tecnetrónica, los cuales orientan a la sociedad tecnológica actual, a saber (Fromm, 1995): El primer principio es la máxima de que algo debe hacerse porque resulta posible técnicamente hacerlo. Si es posible fabricar armas nucleares, deben fabricarse aun cuando puedan destruirnos a todos. Si es posible viajar a la Luna o a los planetas, debe hacerse aun a costa de dejar insatisfechas numerosas necesidades aquí en la Tierra. Este principio implica la negación de todos los valores que ha desarrollado la tradición humanística, tradición que sostiene que algo debe hacerse porque es necesario para el hombre, para su crecimiento, su alegría y su razón, o porque es bello, bueno o verdadero. Una vez que se acepta este principio de que las cosas deben hacerse porque técnicamente son posibles, todos los demás valores caen por tierra y el desarrollo tecnológico se convierte en el fundamento de la ética (…) El segundo principio es el de la máxima eficiencia y rendimiento. Pero

el

requisito

de

eficiencia

máxima

lleva

como

consecuencia al requisito de la mínima individualidad. Se cree que la máquina social trabaja más eficientemente cuando los individuos son rebajados a unidades puramente cuantificables, cuyas personalidades pueden expresarse en tarjetas perforadas. Tales unidades pueden manejarse de modo más fácil mediante reglas burocráticas, porque no causan molestias ni crean fricciones. Mas para alcanzar este resultado, el hombre debe ser desindividualizado y enseñado a hallar su identidad en la corporación que en él mismo (Fromm, 1995, p. 41 y 42)

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Todas las características

de la sociedad moderna que Fromm destaca en La

revolución de la esperanza adquieren un carácter negativo, es decir, todas están conduciendo a la especie humana al peligro de su propia destrucción. Esta etapa de la modernidad es la que Bauman (2007) adjudica a la sociedad de productores, en la cual el individuo, gracias a una razón instrumental, logra liberarse de las limitaciones que le anteponía la naturaleza, etapa ésta característica del desarrollo del artificio, el mismo que anunciaba Dorfles (1972) en los años setenta. El rasgo diferenciador según Bauman de este momento histórico es la existencia de un orden regulador y controlador por parte de los Estados sobre todos los procesos productivos: es el Estado policivo que impone las rutinas obligatorias, la normalización y la reglamentación en todos los procesos. Este pragmatismo histórico se evidencia en las lógicas imperantes e inherentes a un sistema utilitarista, en todas sus esferas funcionales: en lo político, en lo económico, en lo religioso, también en lo filosófico y también en lo educativo: máxima producción, máxima rentabilidad, racionalización de la vida en todos sus aspectos: maximización de todas las variables sociales y minimización de la posibilidad de autodeterminación, de bienestar social y de libertad. Este es un proyecto de línea tecnocrática desesperanzador, el cual despertó la indignación de muchos pensadores que vislumbraron la trayectoria de lo moderno. Octavio Paz (1984) nos alerta al decirnos en efecto, ya nos sintamos separados, desarraigados, arrojados al mundo, o ya nos instalemos en su centro, con la naturalidad del que regresa a su casa, nuestro sentimiento fundamental es el de formar parte de un todo. En nuestro tiempo la nota predominante es la soledad. El hombre se siente cortado del fluir de la vida; y para compensar esta sensación de orfandad y mutilación, acude a toda clase de sucedáneos: religiones políticas, embrutecedoras diversiones colectivas, promiscuidad sexual, guerra total, suicido en

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masa, etc. El carácter impersonal y destructivo de nuestra civilización se acentúa a medida que el sentimiento de soledad crece en las almas (Paz, 1984 p. 151). En esta confusión de fines y medios, según Octavio Paz, la noción de bien se degrada a la noción de utilidad. El más ser declina ante el ser más en forma de una nueva religión: el culto al objeto en medio de relaciones fundamentalmente de corte economicista y altamente deshumanizadas. Los principios pragmatistas se instalan como una fe declarada; el culto al progreso en los altares de la modernidad se erige como un Dios concreto en un templo en donde muchos son los conversos, pero solo una casta religiosa es la que puede participar de dicha comunión…El futuro como tierra prometida ya no está en el más allá de los cristianos sino en un más acá que no debe ser alcanzado por la gracia divina sino por el empuje de la libre empresa, de la razón oscultadora y, con el auspicio de los Estados Nacionales Liberales en un primer momento y después con el de las grandes Corporaciones –neoliberalismo–. El mito del progreso surge como el ave Fénix de las cenizas de un cosmos desacralizado de donde germina una fe vigorosa en el hombre y en lo que él pueda construir por sus propios medios: el artificio; para ello es imprescindible ya no mirar al pasado, tierra fecunda de los dioses, sino enfilar la voluntad al avenir: acto de fe de la civilización que se edifica sobre la esperanza, pero sobre una esperanza que incuba otra forma de racionalidad irracional, el culto al objeto y a la subjetividad que lo idolatra. Los entes y objetos que constituyen el mundo se nos han vuelto cosas útiles, inservibles o nocivas. Nada escapa a esta idea del mundo como un vasto utensilio: todo es un para…, todos somos instrumentos. Y aquellos que en lo alto de la pirámide social manejan esta enorme y ruinosa maquinaria, también son utensilios, también son herramientas que se mueven maquinalmente. El mundo se ha convertido en una

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gigantesca máquina que gira en el vacío, alimentándose sin cesar de sus detritus. (Paz, 1984, p. 135). Al portentoso e innegable desarrollo técnico-científico, a la madurez filosófica traducida en un ascenso de la subjetividad y al nacimiento del individualismo como conquista universal, iban posiblemente aparejadas visiones de lo humano que no siempre corresponderían a este crecimiento vertiginoso. Pegado al mito del progreso y como condición de éste, se presenta el mito de la razón, el cual sirvió de punta de lanza de una subjetividad exaltada en el reconocimiento de su propio poder y de su capacidad ordenadora del mundo. “Se sueña con el protagonismo de la razón universal absoluta, ignorando que se trata de un compuesto en el que se confunden la racionalidad universalista con la particular racionalización eurocéntrica” (Sauret, 2001 p. 34). ¿Acaso estaba el hombre en condiciones de materializar un apogeo material y un optimismo racional en proyectos de realización planetaria? Es quizás aquí donde vemos el gran fracaso del proyecto modernizador.

Max Sheller en la idea del hombre y la historia (1994) dice que después de diez mil años de historia ésta es la primera época en la que el hombre se ha hecho plena e íntegramente problemático, pues no sabe quién es, pero sabe que no lo sabe (Sheller, 1994). Sheller nos ilumina sobre uno de los problemas más acuciantes de la condición humana moderna: la angustia, la cual tiene que ver con el sentimiento de soledad que embarga al hombre en el mundo. Tanto la instrumentalidad en el manejo de la naturaleza, como el utilitarismo, la masificación, el anonimato del sujeto y, finalmente, la pérdida de puntos de orientación, revelan un cambio radical y sin precedentes en la conciencia del hombre. Hasta el Medioevo el hombre tuvo lo sagrado como punto de orientación, es decir, su visión era cósmica (Fromm, 1994). La modernidad, en forma lenta pero rotunda, cambió su paisaje histórico; colocó al hombre en el centro del universo, lo llenó de optimismo, pero a su vez lo debilitó en su visión y en su experiencia del mundo. Por tal razón comenzó a tener dificultades para reconocerse respecto a un todo; su existencia se particularizó y se fragmentó;

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en primer lugar quedó escindido del entorno natural y luego de sus congéneres; comenzó una carrera desenfrenada hacia el futuro, fundando una nueva antropología que hasta el momento le era completamente desconocida, la del homo faber (Sheller, 1994). Como lo expresa Sedlmayr (1969) el problema no estribaba en que el sujeto pudiera colocarse en el centro del universo, sino que en dicha condición demiúrgica y prometeíca entrara a desconocer la amplitud de un entorno que a lo largo de toda su historia también lo posibilitó. La importancia de los otros espacios de la vida quedaba de repente al margen de

estos nuevos ritos

autocontemplativos y de un desaforado antropocentrismo.

La desacralización de la naturaleza no hace ni remotamente referencia sólo al hecho de que haya muerto Dios; esta sería simplemente una consecuencia de esta cosmovisión moderna y sólo un aspecto –y quizás el menos importante– que ya previeron Nietzsche y Marx. Si reflexionamos sobre el principio de la pérdida de orientación, fundamentalmente aludimos a un empequeñecimiento del mundo. La humanidad puso el pié sobre lo que Sedlmayr (1969) llamó la cultura absoluta, que no es otra cosa que la cultura del hombre autónomo, un sistema girando ahora sobre un único epicentro: el antropológico. El mito del progreso será por excelencia el mito que ayudará a la desaparición del otro como sujeto político, el que acelerará el paso del diálogo al monólogo, el del acuerdo social al imperio de la competencia y del apabullamiento del más débil, en un contexto en donde se debe batir el hombre para poder sobrevivir (Sauret, 2001). Un segundo momento en este proceso y en el que se encuentra trasegando el mundo actual es aquel que Bauman (2007) hace corresponder al de la sociedad de consumidores. En dicho escenario el factor “consumo” determina todas las relaciones sociales. En esta condición lo que prima no es la transformación del entorno natural en valores de cambio, es decir, en mercancías, sino su inclusión dentro de una sociedad que funda sus principios, no sólo reales y prácticos sino ontológicos, en el consumo. Ahora no basta producir en forma acelerada sino que es

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necesario consumir en forma compulsiva todo aquello que se produce. Los objetos entran en una dinámica de agotamiento rápido, de obsolescencia, de desperdicio anunciado en un encuentro efímero e huidizo. Pero no sólo los objetos se consumen compulsiva y precipitadamente, sino que en este sistema de mercado el sujeto debe volverse también una mercancía más, debe producirse para hacerse valer dentro de un contexto en el cual se implanta el consumo, luego existo. En este escenario, ahora de plena libertad y autoafirmación, el Estado ya no es el que controla los procesos a través de un marco legal bastante rígido sino la economía de mercado que obra con unas leyes arbitrarias, en manos de un sector privado, dejando a los individuos en una aparente plena libertad y de emancipación: la de consumir y ser consumidos. El Prometeo colectivo de la sociedad de productores es reemplazado por el héroe visibilizado, individualista, que compite con sus congéneres, no por su capacidad de apropiación y posesión sino por su poder de consumo, el cual es el único que le da valor social y personal y el único al que la ley le da especiales prerrogativas más que a cualquier otro. En la sociedad gobernada por el mercado, atentar contra la propiedad privada es más grave y censurable que atentar contra los derechos humanos, y en este caso el Estado no es garantía de defensa civil, pues él mismo está a la merced, en virtud a su achicamiento democrático, de los designios todopoderosos de una economía que lo hace un subordinado más.

2.2 ¿Qué es la época técnica?

La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una

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dinámica incesantes…Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado y, al fin, el hombre se ve constreñido por la fuerza de las cosas a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás. Marx

Si bien en toda época el hombre ha desarrollado un tipo de técnica que le da la posibilidad de sobrevivir en la naturaleza, sólo en la modernidad se ha concebido la técnica como el medio a partir del cual se ejerce un dominio sobre ésta. A este respecto, todo proceder técnico es una tentativa por modificar la naturaleza en tanto que dicho acto en lugar de satisfacer las necesidades humanas primarias que proceden del medio natural, intentan reformar la dependencia a este medio eliminando el esfuerzo para suplir esas necesidades. Con lo cual, “la técnica es lo contrario de la adaptación del sujeto al medio, puesto que es la adaptación del medio al sujeto” (Ortega y Gasset, 1965, p. 23). No obstante, antes de la modernidad esta modificación no implicaba la separación del hombre con la naturaleza, en tanto que aquí la técnica operaba a partir de la imitación de los hechos que estaban contenidos en la naturaleza misma. Esto se debía a que por vida humana no sólo se entendía un estar, sino sobre todo un bienestar y, por ende, se exigía la conservación de la naturaleza en cuanto que ésta se presentaba como la condición objetiva de dicho bienestar. En cambio, el dominio técnico de la modernidad no procede, como podría pensarse inmediatamente, de una preocupación práctica por mejorar la vida humana, sino que la técnica se ha desarrollado teniendo como propósito la racionalización del mundo. Esta racionalización implica, por una parte, que el hombre ya no se identifique con la naturaleza y, por otra parte, conlleva a que la función de la técnica cambie; ya no se trata de una técnica cuya función es satisfacer las necesidades básicas del hombre, ahora la relación del hombre con la técnica se ha elevado hasta tal punto que existe una época donde él se comprende a sí mismo mediante ésta.

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El propósito consiste entonces en aclarar qué sucedió en la capacidad técnica del hombre para que apareciera una época en la que se afirma que su verdadero ser es la técnica. Para ello, se hará una caracterización de la técnica moderna a partir de la manera como se concibe la naturaleza y se observarán las consecuencias que se siguen de esta concepción en la noción misma de técnica. Pero además, el esfuerzo por determinar qué es la técnica moderna apuntará en última instancia a poner en evidencia que dicha técnica pasó a tomar el lugar que le correspondía al animismo en el pensamiento mítico, en cuanto que ella es la que determina la relación del hombre con la naturaleza. Así mismo, intentaremos mostrar que si la técnica es de cierta manera una forma de animismo, entonces la modernidad tiene un carácter ambiguo, en la medida en que aquella modernidad que niega el mito regresa a él, ya que en la producción técnica en cuanto repetición yace un principio fundamental de las narraciones mitológicas, esto es, que todo acontecer es repetición (Adorno, 1994). Preguntémonos entonces: ¿qué permitió que el hombre dejara de identificarse con la naturaleza a través de la técnica? Como ya se ha dicho, la modernidad se caracteriza por el desencantamiento del mundo, es decir, en ésta se pretende dejar atrás el pensamiento mítico al reemplazarlo por una concepción racional del mismo. El punto de partida para abordar la época técnica es entonces el hecho latente de que en la modernidad el hombre, al privilegiar la razón sobre los sentidos y la imaginación, pretende dominar la naturaleza. Precisamente, la forma de operar que adoptó la razón en la modernidad hizo de la naturaleza un sistema ordenado, que sólo podía ser abarcado por un saber universal y necesario que superara la contingencia del saber sensible. Dado que aquí se afirma que la naturaleza sólo es conocida mediante un hacer que el hombre podía repetir y reconstruir ilimitadamente, esto es, a través del experimento, dicha naturaleza se convirtió en un proceso, donde los datos particulares que proceden del conocimiento sensible sólo tenían significado como parte del proceso total. En consecuencia, la esencia de este saber universal y necesario es la técnica, cuya aparición se debe a que la naturaleza se ha ligado a la búsqueda de un método que permita descifrarla. Es así como la

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naturaleza empezó a presentarse como una extensión medible y sujeta a ciertas regularidades funcionales; por ende, en la técnica moderna se ha impedido la unidad del hombre con la naturaleza, en tanto que ésta ha sido cosificada. Así las cosas, cabe preguntarse ¿cómo se experimenta la técnica en la modernidad? Bajo esta pregunta se pretende mostrar que para indagar qué es la técnica moderna nos debemos dirigir hacia su funcionamiento. Cuando preguntamos por el qué de la técnica parece evidente que nos referimos a un hacer humano. De acuerdo con esto, examinar el papel de la técnica implica aclarar en primer lugar qué es lo propio de este hacer en la modernidad. A saber, el hombre moderno empezó a ser considerado gracias a la técnica como un homo faber. Esto se debe, por una parte, a que se empezó a privilegiar la vida activa sobre la vida contemplativa; por ende, no bastaba con observar para conocer la naturaleza; además de esto, el hombre estaba obligado a concentrar sus fuerzas en la fabricación de utensilios o instrumentos capaces de comprobar aquel conocimiento adquirido en la observación (Arendt, 1993). En otras palabras, para el homo faber el conocimiento está ligado desde el principio con la capacidad productiva. Es así como la producción de instrumentos está relacionada con la convicción de que el conocimiento es posible gracias a un verum factum, esto es, lo único que se puede conocer es lo que se puede hacer. Lo relevante de la técnica moderna no es la invención de este o aquel instrumento, sino que ahora se trata de una acción que acerca las cosas al hombre, pues estas cosas son producto de su propio hacer. Con lo cual, aquí ya no se entiende la técnica desde el concepto de necesidad, según el cual la única función técnica consistía en crear instrumentos para satisfacer esas necesidades en su mayoría biológicas (sobrevivencia); en su lugar, se advierte que “si el hombre no tuviese inteligencia capaz de descubrir nuevas relaciones entre las cosas que le rodean, no inventaría instrumentos ni métodos ventajosos para satisfacer sus necesidades” (Ortega y Gasset, 1965, p. 66). Más aún, en la técnica moderna se enfatiza en el

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hecho de que las necesidades son ellas mismas una invención del hacer humano ligada a la producción de objetos4. El homo faber surgió en virtud de que en la técnica moderna él se relaciona de manera artificial con la naturaleza, ya que el principio por el cual se rige la técnica es su capacidad productiva, en la que lo natural se transforma en artificial. Por artificialidad se entiende aquello que “subvierte la relación entre physis y techne […] que se hallaba garantizada por la presencia del hombre, por la humanización de toda técnica como consecuencia de la intervención del hombre, razón por la cual estamos frente a una techne no vinculada ya a la physis, y a una physis que se libera de las leyes propias de la naturaleza” (Dorfles, 1972, p. 46). Es así como la técnica no tiene valor por sí misma, sino que es juzgada desde sus productos, ya que éstos proporcionan un conjunto artificial de cosas, claramente distintas a las que proceden de la naturaleza. Ahora bien, una vez se ha abordado la pregunta qué es la técnica y se ha identificado que se trata de un hacer humano, cuyos productos son distintos a la naturaleza, cabe plantearse la siguiente cuestión: ¿cómo es posible que en la técnica el producto o la cosa sea equiparado al acto mismo desde el cual se produce? La comprensión de esta igualdad depende de evidenciar que el cambio en las condiciones de producción o en los medios de producción determina el tipo de producto. De ahí que, tal como afirma Heidegger, cuando se intenta responder cuál es la esencia de la técnica se suele sostener de manera inmediata que se trata de un hacer humano donde lo que está en juego es la elección de los medios para alcanzar ciertos fines. Sin embargo, esta definición de la producción técnica no es propiamente moderna. Podemos rastrear la evolución de la técnica teniendo como criterio la manera peculiar como se ha entendido históricamente esa estructura medio-fin esencial en el funcionamiento de la técnica en tiempos anteriores. Siguiendo a Ortega y Gasset es posible identificar tres etapas de la técnica, a saber: 1) la técnica del azar, 2) la 4

Basta por el momento anunciar este argumento sin desarrollarlo, pues será profundizado en el capítulo donde se trata la publicidad como técnica.

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técnica del artesano y 3) la técnica del técnico. Esta historia de la técnica no se narra entonces a partir de un orden cronológico; antes bien, las etapas de la técnica que interesa describir aquí obedecen a las transformaciones de los medios y de los fines. La técnica de azar debe su nombre a que el técnico es aquí azaroso, en el sentido de que ignora su técnica, es decir, “no se da cuenta que entre sus capacidades hay una especialísima que le permite reformar la naturaleza en el sentido de sus deseos” (Ortega y Gasset, 1965, p. 72). Este hombre, que hace parte de comunidades poco avanzadas, incluye entre sus actos naturales el hacer técnico, pues le resulta similar hacer fuego o caminar; de modo que desconoce el carácter esencial medio-fin de la técnica y, en consecuencia, carece de conciencia de su capacidad de inventar. Este técnico «primitivo» no sabe que puede inventar, cuando descubre algo nuevo dicha novedad no es resultado de una búsqueda deliberada, sino que “en el manejo constante e indeliberado de las cosas circundantes se produce de pronto, por puro azar, una situación que da un resultado nuevo y útil” (Ortega y Gasset, 1965, p. 73). Es así como, en esta primera etapa estamos frente a un hombre que no se siente homo faber; al contrario, la fabricación de instrumentos se le presenta como algo mágico que no proviene de él mismo, sino de la naturaleza, hasta el punto que se sorprende cuando cae en cuenta de que puede usar cierto objeto para realizar cierto fin antes insospechado. En suma, se podría decir que el técnico del azar es aquel cuyo hacer se guía por el ensayo y el error y en el momento que encuentra una relación posible entre las cosas favorable para perpetuar su existencia la adopta como hábito. La segunda etapa, esto es, la técnica del artesano, continúa afirmando que el desarrollo técnico se sustenta en la naturaleza. Pero se diferencia de la primera etapa, en cuanto que ahora no todos los hombres realizan actos técnicos. Sólo el hombre llamado artesano dedica su vida a dicha labor. Esto implica que ahora se cuenta con la conciencia de que la técnica es un quehacer especial y aparte de los quehaceres naturales. Pero esta conciencia es limitada, ya que la comprensión de qué es la técnica está reducida a aquel quien la realiza; por lo tanto, aun no se da relevancia a la capacidad de inventar, sino al hecho de que “el artesano tiene que

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aprender en largo aprendizaje ―es la época de maestros y aprendices― técnicas que ya están elaboradas y vienen de una insondable tradición” (Ortega y Gasset, 1965, p. 78). Por técnica se entiende en esta etapa un procedimiento, una operación, y su ejecución que se va perfeccionando a través de la enseñanza; de este hecho se deduce que la concepción medio-fin depende de la variación de estilo en las destrezas de cada artesano. Empero, el factor por el cual en esta etapa la técnica se determina por el hombre que la realiza (artesano) consiste en que los inventos todavía se refieren a instrumentos no mecánicos, en esa medida el instrumento es aquí un complemento del hacer humano y no lo reemplaza. Sólo con la aparición de la maquina en la tercera etapa se empieza a hablar de un instrumento independiente del hombre, en tanto que produce objetos por sí mismo. Precisamente, la distinción entre la maquina y una herramienta “reside en el grado de independencia […]: la herramienta se presta por sí misma a la manipulación, la maquina a la acción automática” (Mumford, 1998, p. 27). De acuerdo con esto, con la invención de la maquina, el hombre se percata de que la técnica es independiente de quien la ejecuta y de la naturaleza. Así, la técnica radica, más bien, en una función instrumental, cuyo fin es ella misma. Con lo cual, se ha invertido la relación entre medio y fin, pues la técnica que aparecía como un medio es ahora un fin en sí mismo. En otras palabras, “se pone el medio por encima del fin, lo creado por el hombre por encima del hombre, se exige que el hombre reconozca el mundo técnico creado por él como definitivo y valido por sí mismo, como una segunda naturaleza, […] sacrificando si fuera necesario todo lo que hay en el hombre que no se adapte al mundo de la técnica” (Sedlmayer, 1969, p.169). Cuando nos planteamos cuál es el fin al que tiende la técnica moderna, al parecer resulta inevitable afirmar que la técnica es un destino del hombre, es decir, “la técnica es el destino de nuestra época, donde destino significa lo inesquivable de un proceso que no se puede cambiar” (Heidegger, 1994, p. 11). La razón de esta afirmación radica en que la técnica dejó de pensarse como una simple operación y paso a ser una segunda naturaleza del hombre, hasta el punto que materialmente el hombre no puede vivir sin la técnica, pues ésta es la condición para producir no sólo

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objetos, sino incluso para producir su propia vida. Con esta nueva connotación la relación del hombre con la técnica moderna puede ser descrita de la siguiente manera: El hombre de hoy […] no puede elegir entre vivir en la naturaleza o beneficiar esa sobrenaturaleza [que es la técnica]. Está ya irremediablemente adscrito a ésta y colocado en ella como el hombre primitivo en su contorno natural. Y esto tiene un riesgo entre otros: como al abrir los ojos a la existencia se encuentra el hombre rodeado de una cantidad fabulosa de objetos y procedimientos creados por la técnica, que forman un primer paisaje artificial tan tupido que oculta la naturaleza primaria tras él, tenderá a creer que, como ésta, todo aquello está ahí por sí mismo: que el automóvil y la aspiradora no son cosas que hay que fabricar, sino cosas, como la piedra y la planta, que son dadas al hombre sin previo esfuerzo de éste (Ortega y Gasset, 1965, pp. 83, 84). Dicho esto cabe preguntarse: ¿cuál es la consecuencia principal de considerar la técnica como si se tratará de una segunda naturaleza? Aceptar que la relevancia de los objetos técnicos en nuestra vida es igual o incluso mayor a la de los objetos naturales implica asumir que se cierne sobre nosotros la amenaza de que la técnica se escape del dominio del hombre. El precio por dominar la naturaleza y sostener la técnica como algo natural es la naturalización de la dominación social. Así como los magos ejercieron violencia sobre lo natural con el fin de ordenar lo múltiple de ésta en los ritos sagrados y en la separación del ámbito del poder y de lo profano, el técnico moderno encuentra en el curso de lo natural unas normas que exigen sumisión, pero sobre todo afirma desde los procesos naturales eternamente iguales y repetibles el ritmo del trabajo en la sociedad. Lo que importa ahora en la técnica es la operación eficaz, en la medida en que es un procedimiento susceptible de aplicación repetida. De ese modo, lo que logra la técnica es que los productos de este hacer humano tomen el aspecto del fetiche porque se vuelven naturalezas

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petrificadas, que ignoran la dimensión histórica del proceso de producción, es decir, el hombre de la técnica no se percata que no sólo está junto al producto que hace, sino que también se encuentra unido al mundo de cosas donde añadirá esos productos. En otras palabras, la dimensión histórica de la producción consiste en que el objeto técnico además de aparecer como un instrumento capaz de potenciar las facultades operativas del hombre, está formando parte ―en un sentido autónomo― de nuestro background ambiental (Dorfles, 1972, p. 59). Así las cosas, ¿cómo caracterizar los objetos producidos por la técnica moderna? La técnica moderna como modo de producción se refiere a la reproducción en masa de los objetos, es decir, estamos frente a objetos en serie que, sin embargo, tienen un valor. Este valor permite que estos objetos sean entendidos como mercancías. Pero entonces ¿cuál es el valor del producto de la técnica moderna? La producción en masa es impensable sin el consumo masivo (Friedmann, 1972). Si sostenemos entonces que los productos de la técnica son consumibles podemos empezar a caracterizarlos como mercancía. Por mercancía comprendemos aquellas cosas que circulan en el sistema económico, en cuanto son intercambiadas por otras cosas o por dinero. Lo fundamental de esta circulación de mercancías consiste en que es constante o repetitiva. Por lo tanto, para aclarar cómo la técnica moderna produce, se requiere abordar la noción de reproducción técnica, ya que en ésta se hace evidente que, cuando el hombre técnico empezó a tratar la naturaleza como si se fuera una mercancía, ésta empezó a obedecer un ritmo uniforme y se convirtió en una eterna repetición de lo mismo. En efecto, en la modernidad se exige una técnica fundamentada en una teoría capaz de expresar el ritmo uniforme de la producción técnica. Tal teoría no es más que la afirmación de un lenguaje lógico-matemático: en la modernidad, el lenguaje se confina a ser un sistema de signos en virtud del cual el pensamiento calcula y ordena la naturaleza haciendo de la palabra una imagen de las reglas que rigen el movimiento repetitivo de lo natural. No obstante, es, precisamente, esta cercanía entre imagen y signo la señal inmediata de que la razón moderna no se aleja de la imaginación mítica, pues en ambas los fenómenos

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naturales son representados como eternos, como imagen de algo trascendente. Sin embargo, en el mito, el signo-imagen –obedeciendo a la naturaleza– se adapta a su forma, la penetra y la anima como una totalidad; en cambio, en la razón moderna la palabra pasa como imagen reducida al cálculo, perdiendo de esta manera su tendencia a la totalidad. La causa de esta falta de totalidad reside en que el lenguaje lógico-matemático se opone al lenguaje de semejanzas propio del mito (Adorno, 1994). Una de las funciones tradicionales de los mitos y los ritos es narrar cómo la naturaleza se repite. En contraste con esta función cabe mencionar que en la modernidad, la industria acepta esta repetición de la naturaleza desde el concepto de reproducción técnica; así, se quiere repetir un proceso natural con fines productivos, es decir, se pretende poner en el mercado los objetos producto de la técnica. Así las cosas, podemos afirmar, en definitiva, que el examen de la técnica en el mundo moderno implica mostrar cómo el hombre moderno –que cree estar alejado de lo mítico–, en la matematización de la naturaleza, la mitifica a través de figuras abstractas como el número. Asimismo, el hecho de que frente a la naturaleza, la razón erige la técnica como el principio de todas sus relaciones con las cosas conlleva a afirmar la instrumentalización del mundo, en la que un proceso (método) sistemático y unitario parece tomar vida propia aparte del hombre al punto que es capaz de animar la naturaleza, tal como el mito lo hacía.

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2.3 ¿Qué pasó cuando a alguien se le ocurrió decir “esto es mío”? Día a día se hace patente que la casa construida por civilización occidental se nos ha vuelto prisión, laberinto sangriento, matadero colectivo. No es extraño, por tanto, que pongamos en entredicho a la realidad y que busquemos una salida. Octavio Paz

La modernidad apareció en un escenario en donde la estrategia exitosa por excelencia era la aceleración, pero una aceleración entendida como apropiación territorial, como camino expedito cuyo fin último era la expansión de la propiedad privada en virtud a la aprehensión del espacio del otro, del menos fuerte, como un espacio abierto, vulnerable, abierto a la intrusión, a la ampliación de fronteras y a mapeos por conveniencia. Bauman (2002) describe el mismo proceso del paso de la velocidad relativa a la velocidad absoluta planteado por Virilio (1999) como el paso de la modernidad pesada (hardware) a la modernidad liviana (software), o lo que es igual, de la modernidad ligada a la posesión de la tierra a la demarcación de territorios por grandes muros –fábrica fordista– y a la utilización de maquinaria pesada, a la modernidad en donde el espacio desaparece, se desterritorializa, se achica a lo abarcable en la instantaneidad de la virtualidad. “El cambio en cuestión es la nueva irrelevancia del espacio, disfrazado como aniquilación del tiempo. En el universo software de los viajes a la velocidad de la luz, el espacio puede recorrerse, literalmente, en una fracción de tiempo; las diferencias entre “lejos” y “aquí nomás” desaparecen. El espacio ya no limita la acción ni sus efectos, y cuenta muy poco o nada en absoluto” (Bauman, 2002, p. 126). Si en la modernidad pesada la herramienta de acción era la racionalidad instrumental, en la modernidad liviana es el espacio devorado. Desde el punto de

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vista de lo político, el peligro de la modernidad liviana estriba en el hecho de no estar en ningún lugar, ser elusiva, escurridiza; ya no existen fábricas sino marcas que subcontratan, gracias a novedosas estrategias de invisibilidad, mano de obra barata en las periferias del mundo; son complejos corporativos que ponen a circular flujos de capital en los países más pobres, fuera de controles fiscales, en zonas francas que sirven de territorialidad ajena –los costos de empobrecimiento humano y de impacto ambiental se desplazan a terceros que no importan en virtud de una asociación fácil entre extraño y mano de obra servil– (Klein, 2001). El capital se desplaza tranquilamente, contando con la posibilidad de breves aventuras provechosas, confiado en que esas oportunidades no escasearán y que siempre habrá socios con quien compartirlas. El capital puede viajar rápido y liviano, y su liviandad y movilidad se han convertido en la mayor fuente de incertidumbre de todos los demás. En esta característica descansa la dominación de hoy, y en ella se basa el principal factor de división social (Bauman, 2002, p. 131). Así como Virilio habla de la contaminación de las distancias en términos del achicamiento del mundo, y ella referida a lo que él llama la ecología gris, Bauman (2002) nos habla de un espacio en la modernidad trastocado por las relaciones que se dan entre lo privado y lo público, en las cuales lo público se pierde en aras de lo privado, en donde lo político queda en entredicho al perder el ciudadano su derecho a la espacialidad, al desplazamiento, al contacto y a la experiencia de los espacios comunes. La civilidad en las personas no puede ser una cuestión de prácticas privadas, en lugares cerrados sino que para su realización es menester el espacio público, la ciudad, el territorio, en donde el ciudadano pueda compartir con los otros un lugar en el cual no se le obligue a mostrar su intimidad y a la vez no se de como una extensión física en la que entren en juego una serie de propósitos individuales.

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En las ciudades contemporáneas se han desarrollado dos tipos de espacio que no entran en la categoría de espacio público sino en la que pudiera llamarse espacio público no civil. El primero de dichos espacios es el conformado por lugares en los cuales el ciudadano está obligado a circular en forma rápida: lo rodea pero no tiene el derecho de permanecer allí ni de elaborar experiencias de ocupación así sean efímeras. Lo conforman las plazas con edificios monumentales e imperiosos, de vidrios reflectivos, con puertas que no se pueden franquear, en donde no hay sillas o lugares de reposo. Hacen parte de él sectores donde se ubican los centros financieros y bancarios, los epicentros consulares, inclusive donde funcionan tiendas prestigiosas. Tampoco se descartan las plazoletas abiertas que rodean o están en medio de edificios de universidades privadas, parques en zonas prestigiosas, o zonas residenciales que no están demarcadas como zonas exclusivas y en las cuales es permitida de circulación peatonal y en donde cualquier iniciativa de esparcimiento, de juego o de colonización del espacio es controlada por guardias privados. –En algunos inclusive no se pueden tomar fotos o filmar y cualquier actitud que se salga de los cánones de lo “normal” se torna sospechosa– (Bauman, 2002). La otra categoría de espacio público no civil es la que corresponde a los lugares de consumo, estos son los centros comerciales, en donde la interacción social se limita al ejercicio de una ciudadanía consumidora y en donde se vive temporalmente la ilusión de hacer parte de una comunidad, de la comunidad de los iguales, de los semejantes, de los elegidos, en medio de un espacio que no niega ser público pero en el cual se controla la diferencia y no se negocian comportamientos ni pensamientos problemáticos. Lugares en los cuales lo colectivo se reduce al aglomeramiento, a la compra, y en cuyo interior se controla cualquier actividad que pueda interferir con el tranquilo desarrollo de una civilidad comercial. “El templo del consumo, bien supervisado, vigilado y protegido, es una isla de orden, libre de mendigos, saqueadores, vagos y merodeadores…” (Bauman, 2002, p. 106). En los espacios de consumo se lleva a cabo una forma de ciudadanía disminuida, replegada a un estilo de normalidad que se ajusta a la moral del mercadeo: espacios

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para el ejercicio de la única ciudadanía posible, la de la compra/consumo, la de la identidad esperada. “Dentro del templo, la imagen se convierte en realidad. Las multitudes que colman los corredores del shopping se aproximan tanto como es posible a la comunidad ideal imaginada que no conoce la diferencia (más exactamente, no conoce ninguna diferencia importante que requiera confrontación, enfrentamiento con la otredad del otro, negociación, esclarecimiento y acuerdo sobre el modus vivendi” (Bauman, 2002, p.p. 108-109). En los dos tipos de espacio público no civil la característica del ejercicio de la ciudadanía es, por un lado, la simulación de colectividad, de comunidad, la redundancia de interacción, y por otro, el control expreso o disimulado. De este modo se cumple moralmente con el ideal de ciudadanía otorgado por la modernidad, el cual se funda, primero, en la posibilidad de interactuar con extraños sin rechazarlos por ello, y segundo, en la creación de los mecanismos necesarios para que sean audibles y visibles sin ser escuchados o vistos. El principio es cómo mantener alejado a quien se debe aceptar como individuo con ciertos derechos, cómo compartir con él cuando en el fondo no existe identidad, y cómo hacer parte de una misma realidad social cuando existencialmente no se puede ser igual al otro con el cual no se comparte políticamente la misma relación de derechos y deberes. Según Barman (2002), en las formas actuales de ciudadanía se tallan nichos de exclusividad que rayan o niegan la democracia política en forma flagrante. Este es el caso del surgimiento del proyecto de construcción de una ciudad privada diseñada por George Hazeldon en Sudáfrica, cerca de la ciudad del cabo. Dicho proyecto se planea llamar Heritage Park y está planeado para ser un apacible lugar de vivienda, concebida como un gueto privado, protegido por cercas eléctricas y guardias armados. En dicha ciudad, los habitantes tendrán todo lo que sea necesario sin necesidad de salir de su perímetro y exponerse así a los intereses de extraños; todo se encuentra allí: parques, centros comerciales, financieros y de recreación, colegios y universidades, bosques, centros deportivos, etc., El habitante de esta cuidad “utópica” podrá gozar de la compañía de otros vecinos que pueden ser vistos como

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iguales, como partners, y en donde cualquier actividad sospechosa o que rompa con la sincronía del saber vivir puede ser fácilmente reconocible y controlable por un sofisticado sistema de vigilancia y control social. La identidad está dada por un principio de pertenencia de clase, de capacidad de compra y de ideales políticos acordes a la convivencia de una comunidad no problemática. Este es el mismo caso de una ciudad, ubicada en Norteamérica, Florida, llamada Celebration: es la primera ciudad en la historia que le pertenece a una marca (Disney) en donde sus ciudadanos gozan de un espacio público reglamentado como espacio exclusivo y privado (Klein, 2001). Ellos viven literalmente dentro de una marca, o dicho de otro modo, su ciudad es una marca en tercera dimensión. En su interior está organizada una forma de vida idílica, perfecta, una copia soñada de lo real, (el perfecto sueño americano) en la cual se estructura una organización política carente de diferencias, idéntica a sí misma, representada por el mismo consejo de Disney. Este proyecto de ciudad es el resultado de lo que Klein (2001) llama un sistema de márketing cruzado, que funciona literalmente como un monopolio de la ciudadanía; es decir, como un conglomerado humano organizado políticamente sobre los preceptos del mercado y que funda el primer proyecto a gran escala de cuidad privada. Celebration es tal vez la culminación de un proceso iniciado hace más de dos décadas en el cual, al interior de las ciudades, se comenzaron a estructurar pequeños nichos privados dentro del espacio urbano público en forma de centros comerciales, multifamiliares, conjuntos residenciales y deportivos organizados en espacios exclusivos y cerrados al interés de los que no-son. Otro caso de ciudadanía privatizada es el denunciado por el Grupo Marcuse (2006) en Francia, en donde la presencia de los grupos corporativos y de las grandes marcas invaden paulatinamente los espacios civiles que hace no mucho estaban inmunizados de la injerencia comercial. No obstante estar ya inundados los lugares comunes propios del transporte masivo, la publicidad coloniza territorios antes reservados al arte y al conocimiento. Es usual ver anuncios y el accionar de estrategias de mercadeo en museos y escuelas. De ello da cuenta lo consignado en

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la siguiente cita: “La publicidad ataca a la escuela francesa. Los carteles ya han hecho en ella su aparición, se ofrecen maletines pedagógicos a los maestros, a veces se les sustituye por comerciales para hacer demostraciones. Por ejemplo, las marcas de tampones y compresas han sustituido duramente una temporada a los profesores de biología para enseñar a las adolescentes a administrar su madurez” (Grupo Marcuse, 2006, p. 57). ¿Y qué decir de la presencia del márketing cruzado en el sistema de la salud en Francia, en donde el bienestar de los usuarios y el ejercicio de la profesión médica están supeditados a un sistema de prebendas, de auspicios no del todo desinteresados: un escenario tapizado de relacionistas públicos y de lobbies al servicio de los grandes laboratorios farmacéuticos? La salud queda de este modo empeñada en un régimen de favores, de financiación de estudios, de regalos y de promociones públicas, todo ello adscrito a una ética precaria, dependiente de un mercado y de un oportunismo rayano en la indecencia (Grupo Marcuse, 2006). El espacio público, cada vez más, está confiscado por las decisiones de las grandes empresas. Y los gobiernos que son dependientes de esta economía de mercado y que se encuentran muchas veces hipotecados por la deuda externa, ceden sus políticas de soberanía nacional a las demandas –obligatorias– de este sector empresarial, de las sinergias multinacionales, que buscan fundamentalmente no sólo el beneficio económico sino la colonización mental de sus territorios conquistados. Ignacio Ramonet (2009) hace un inventario de las grandes extensiones de tierra compradas o alquiladas por grupos económicos en distintos lugares del planeta, curiosamente en aquellos parajes que representan un beneficio en cuanto a riquezas naturales como agua, minerales y tierras cultivables se refiere. Este Neocolonialismo agrario es otra manifestación visible del papel que cumple el capital de las grandes empresas en la que pudiéramos llamar una neocruzada de las economías fuertes en la conquista de la tierra prometida. “¡Invertid en granjas! ¡Comprad tierras! Repite Jim Rogers, gurú de las materias primas. George Soros apuesta así mismo por los agrocarburantes y ha adquirido parcelas en Argentina. Un grupo sueco ha comprado

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medio millón de hectáreas en Rusia; el hedge fund ruso Renaissance Capital, 300.000 hectáreas en Ucrania; el británico Landkom, 100.000, también en Ucrania; el banco estadounidense Morgan Stanley y el grupo agroindustrial francés Louis Dreyfus, decenas de miles de hectáreas en Brasil, etcétera” (Ramonet, 2009, p. 2). Y todo ello sin contar con las adquisiciones de Benetton y Douglas Tompkins en Argentina que suman más de un millón de hectáreas, completando ese 10 % del territorio que le pertenece a inversores extranjeros. Este es simplemente un paisaje en el cual la reconfiguración de hegemonías se cifra en la apuesta de gestión de grandes capitales, los cuales evidentemente socavan los principios de la autonomía de los pueblos, sus principios políticos y democráticos al dejar este tipo de decisiones a un sector de los gobiernos que establecen un claro y grotesco contubernio con el capital privado, entrecruzamiento del beneficio privado con las prioridades públicas que deja de lado o poniendo en riesgo los intereses de las ciudadanos que normalmente no tienen injerencia y son tenidos como títeres. Como lo expresa claramente Octavio Paz, el problema de la humanidad vio la luz cuando a alguien se lo ocurrió decir “esto es mío”.

2.4 El problema de la industria cultural.5 La dificultad que se enfrenta al definir en qué consiste la industria cultural radica en que éste es un fenómeno que surge dentro de la sociedad de masas, donde se da una redefinición de lo que es la cultura. En efecto, “el aspecto más sustancial de la sociedad de masas es que dicha sociedad, en cuanto incorpora grandes masas, crea mayores diferencias y variedad y una aguda sed de experiencias a medida que un número cada vez más grande de aspectos de mundo ―geográficos, políticos, culturales― se ponen al alcance del hombre común (Bell, 1992, p.30). Al ampliar el

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Este subcapítulo fue escrito por Tatiana Afanador.

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horizonte desde el cual se define la cultura, no resulta extraño que aquello que antaño la dominaba hoy ya no sea considerado como relevante. Se suele considerar que el factor principal que dio origen a la industria cultural es la técnica. Pero, si junto a ésta no se hubiera presentado un cambio en el modo como se conciben los objetos culturales, seguramente todavía hablaríamos de cultura clásica. Así, “la técnica de la industria cultural ha llevado sólo a la estandarización y producción en serie y ha sacrificado aquello por lo cual la lógica de la obra se diferenciaba de la lógica del sistema social. Por ello no se debe atribuir a una ley de desarrollo de la técnica como tal, sino a su función en la economía actual” (Adorno, 1994, p.166). De acuerdo a lo anterior es importante destacar el énfasis que en la modernidad se da a la función económica, la cual consiste en que antes de la aparición de la sociedad de masas, la cultura era asunto de una élite, y el criterio para determinar un objeto cultural, era su permanencia, es decir, “lo que perdura por siglos puede definirse como objeto cultural” (Arendt, 1997 p. 214). Seguir este criterio le asegura a la cultura una relación con la sociedad basada en un refinamiento de la conducta y del gusto. Sin embargo, este criterio se transformó en un valor: ahora se juzga la cultura en términos de utilidad, de valor material y, sobre todo, desde su valor de cambio. Por consiguiente, los objetos que la conforman pasaron a ser tratados como bienes que podían ser intercambiados en el mercado, es decir, los objetos culturales empezaron a circular como mercancías. Ante la consolidación de la sociedad de masas, la función de la cultura dejó de estar al margen de la economía y, por ende, se convirtió en una industria cultural. Antes que se desarrollara la cultura como una mercancía más, la cual debía funcionar como tal para una sociedad que se veía afirmativa con estos nuevos presupuestos utilitaristas, lo propio de dicha cultura frente a la economía radicaba en que le otorgaba a las cosas un valor único, que las hacía intercambiables; mientras que desde el punto de vista económico este valor tiene que ser común, ya que ese objeto llamado mercancía tiene que ser susceptible de ser cambiado por otro que tenga un valor igual o, bien, tiene que poder ser cambiado por su equivalente en

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dinero. De acuerdo con esto, toda cultura de masas, bajo el dominio del intercambio económico, en lugar de otorgarle un valor único o particular a cada objeto, empezó a responder a las exigencias de una producción en serie con una estandarización del valor. Por esta razón, afirmar desde la sociedad de masas que todo intercambio cultural es a la vez económico conlleva a aceptar que la cultura es un objeto de consumo. Así, “la diferencia principal entre sociedad y sociedad de masas es quizá que la sociedad quería la cultura, valorizaba y desvalorizaba los objeto culturales como bienes sociales, usaba y abusaba de ellos […], pero no los consumía” (Arendt, 1997, p.217). Ahora bien, tratar la cultura como un objeto de consumo significa hacer de ella una industria del entretenimiento. La sociedad de masas ha superado ampliamente a otras formas de sociedad con respecto al consumo de cultura. Entre los motivos de este aumento se encuentra un despertar estético que lleva a los consumidores a exigir en los productos rasgos artísticos. Pero, lo que justifica en gran medida este consumo de la cultura es que el papel de difundirla e incluso de producirla lo asumieron los medios masivos de comunicación. A saber, entre todos los tipos de producción, la industria cultural implica un modo específico de llevar a cabo la circulación de los productos. Esto se debe a que en esta industria la producción se refiere a la creación masiva de símbolos (Hesmondhalgh, 2002) y es a través de la televisión, la radio, el cine, la internet, etc., que estos símbolos pueden penetrar la vida del hombre con más facilidad. Si bien existen diferentes modalidades de consumo cultural, todas se caracterizan porque terminan devorando el objeto y a su vez por la presencia de una sed constante de novedad. El hombre moderno, una vez liberado del trabajo físico, tiene tiempo libre que desea emplear para divertirse. Sin embargo, no se da cuenta que ese tiempo libre es una prolongación de las horas de trabajo y, por ende, la distracción se convierte en esfuerzo. En consecuencia, “se puede dudar de si la misma industria cultural cumple aún la función de divertir, de la que abiertamente se jacta” (Adorno, 1994, p. 183). En cuanto a la novedad, es necesario que el hombre

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en cuanto consumidor de la cultura tenga un gran sentido de la novedad que lo guíe para seguir el ritmo veloz de la dinámica del mercado. Esta dinámica se centra aquí, por una parte, en el corto tiempo que le toma al hombre que vive en la sociedad de masas satisfacer sus deseos de entretenimiento y en la disminución de la vida útil de las cosas por medio de las cuales los satisface. Así, por ejemplo, la industria cultural a través de la publicidad renueva constantemente el deseo: “el seno en el jersey y el torno desnudo del héroe deportivo no hace más que excitar el placer preliminar no sublimado” (Adorno, 1994, p.184). En suma, la relación entre cultura y sociedad no se teje a partir del carácter masivo de ambas, sino por el cambio en los criterios de valor. Una cultura fruto de la sociedad de masas toma el valor de cambio como el criterio para juzgar qué es o no un producto cultural.

3.

ALGUNAS

MIRADAS

Y CONSIDERACIONES

SOBRE EL

MITO POLÍTICO O LA

DESAPARICIÓN DE LA CIUDAD-MUNDO COMO EL ESPACIO DE LA COMUNIDAD

3.1 Del sujeto político como ciudadano al Homo consumens.

Una

contribución de Zygmunt Bauman La publicidad manda consumir y la economía lo prohíbe. Eduardo Galeano

El ciudadano como sujeto político ha sufrido una mutación sin precedentes en los últimos cincuenta años. Ha rebasado la frontera de un cosmos llamado político, tal

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como fue pensado por la Ilustración, y ha penetrado en un nuevo orden de organización social en donde ya abiertamente se puede cuestionar si existe realmente la dimensión política que lo convalida como individuo y como sujeto. Cuando se habla de sociedad de consumo se está haciendo referencia a una forma de organización humana preponderantemente económica en la cual por primera vez está de hecho –aunque no en la ley– ausente el componente político. Pero, ¿cómo se puede comprender lo político en un contexto en el cual el ciudadano ya no es ciudadano, es decir, en el que ya no constituye lo más esencial en la totalidad de la organización de la nación sino sólo una parte –tal vez provechosa– dentro de un complejo más amplio llamado mercado? ¿Cómo se funden estas dos esferas –la política y la económica– en una sola realidad como para poder hablar en este momento histórico de una sociedad como comunidad de consumidores y en donde los individuos pueden conservar realmente un estatus político? Si la anterior fue una sociedad de trabajadores, en la cual lo que se esperaba de ellos era aportar a la producción, ésta es una sociedad de consumidores de la cual se espera básicamente la capacidad y la voluntad de consumir (Bauman, 2005). Para lograr este cambio de orientación, este nuevo énfasis, se dieron ciertas circunstancias bien definidas que contribuyeron a transformar la mentalidad del nuevo ciudadano. Primero, la transformación del papel que jugaban las instituciones panópticas; de hecho la fábrica dejó al sujeto productor como un sobrante ante los nuevos procesos productivos con los cuales la alta tecnificación y la robotización botaban un excedente con menos mano de obra. A su vez, el ejército pasó a ser un oficio de profesionales voluntarios y la educación quedó principalmente en manos de un fuero laico. Segundo, la presencia de un contexto que facilitó educar a los ciudadanos sobre la base de nuevos paradigmas, ante todo, la creación de una identidad canónica frente al mundo como un gran supermercado, como una comunidad de seres que comparten el derecho de consumir libremente sin temor a la penuria y al

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agotamiento de la despensa –planeta– (Bauman, 2005). El ciudadano ya no estaba rutinizado y además podía elegir libremente su proyecto de vida fuera de las fábricas. Frente a un contexto cada vez más cambiante se crea una estética del consumo que supera definitivamente aquella ética del trabajo propia de las sociedades industriales. Para lograr esto hay que diseñar una atmósfera dentro de la cual se trastoquen los ritmos del deseo y de la necesidad. Ahora el deseo debe ir más rápido que la necesidad, no debe dejar la posibilidad de la espera o de la dubitación: la promesa y la esperanza de satisfacción preceden a la necesidad y son siempre mayores que la necesidad preexistente (…) Para aumentar la capacidad de consumo, no se debe dejar descanso a los consumidores. Es necesario exponerlos siempre a nuevas tentaciones manteniéndolos en un estado de ebullición continua, de permanente excitación y, en verdad, de sospecha y recelo. (…) En una sociedad de consumo

bien

aceitada,

los

consumidores

buscan

activamente la seducción. Van de una atracción a otra, pasan de tentación en tentación, dejan un anzuelo para picar en otro (Bauman, 2005, p. 47). El consumo, como lo era antes el trabajo, es el elemento integrador y cohesionador de la sociedad, la cual ya no se define sino en términos de una pasividad activa que obedece a los mandatos invisibles de una cultura pragmática que gira en torno a demandas de mercado. Al consumidor se le seduce no se le llama a reflexionar, se le ofrece una experiencia de vida no una opción objetivamente conveniente para la solución a un problema. Son intereses estéticos los que deben prevalecer sobre los principios éticos. La publicidad será la técnica por excelencia dinamizadora que llenará el vació entre el deseo y su satisfacción, adecuando la necesidad –es decir, formateándola de acuerdo a unas siempre cambiantes necesidades del mercado–.

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Pero ella no es el único conducto de adoctrinamiento, ya que la industria cultural delega cada vez más a distintos medios la labor de adiestramiento y de asimilación de la moral de mercado para los sujetos sociales. La socialización del conocimiento y de los valores propicios al sistema, la irradiación de las identidades

y

la

normalización de los deseos y expectativas se pone en manos de un complejo sistema de producción simbólica llamado cultura de masas, al interior del cual la educación en manos de empresas privadas, de grupos políticos aliados con intereses empresariales, cumple un papel de replica al lado de lo que hacen la cultura del entretenimiento y los medios de comunicación. “La cultura de masas representa, por tanto, un sistema de producción simbólica industrializada, con base tecnológica cada vez más compleja y sofisticada, operada por cuadros profesionalizados y con un alcance comunicativo en extremo diversificado que es capaz de integrar y diferenciar públicos a través de la incesante segmentación y combinación de los mercados” (Brunner, 1992, p. 16). Pero para que el milagro del mercado desbocado en producción y consumo sea efectivo éste se debe desregularizar; se hace necesario por tanto tumbar las trabas legales que protejen al ciudadano consumidor, de ahí que los organismos de fiscalización o de regulación sean proclamados dentro del gremio de la industria cultural como autorreguladores. Se deja así a los ciudadanos la posibilidad de existir socialmente en manos de una esfera empresarial que decide ella misma si lo que está haciendo está bien o mal; en este orden de ideas el problema radica en que lo que es bueno para el mercado casi siempre es perjudicial para el sujeto, sólo que él no lo debe saber: lo privado prevalece sobre lo público y el sistema sobre el individuo, además están los intereses de las grandes multinacionales para recordarle a los gobiernos, por medio de prebendas y de ayudas financieras, este gran axioma bajo el cual deben ajustar sus legislaciones. “Este mundo, que ofrece el banquete a todos y cierra la puerta en las narices de tantos es, al mismo tiempo, igualador y desigual: igualador en las ideas y en las costumbres que impone, y desigual en las oportunidades que brinda” (Galeano, 2000, p. 25).

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El ciudadano consumidor no es dinámico socialmente sino en sus roles de obediencia, es decir, de compra. Su capacidad de decisión está restringida políticamente a la esfera de acción del voto, en cuya dimensión también funciona una dinámica de desaparición de lo político en tanto campo de batalla de la micropolítica o de la telepolítica, de la espectacularidad mediática, del reality show, de la escenificación de las pasiones personalistas de candidatos, personajes públicos, presidentes: al llamado de una emocionalidad más por adhesión automática

que

por

la

deliberación

y

debate

(Rincón,

Omar,

2005).

Recurrentemente, lo político como el ejercicio de la discusión, de la polémica racional y del diálogo entre contrarios, termina siendo un ritual de sugestión que gira en torno a principios de reconocimiento mágico. Esto o aquello se debe hacer porque los seres reales lo han hecho, pero para ser real hay que aparecer unos cuantos minutos en la portada de una revista o en una pantalla. Ritualidad trastocada, emergente y canónica, que deja por puertas al gran contingente de la sociedad, el cual solamente se identifica con el juego gracias a una condición de pasividad y a la imposibilidad de introducirse en el campo de lo real (sólo se logra a través del consumo y de la emulación). Emoción y frustración que coadyudan al sistema en la misma medida que dejan estáticas las relaciones de dependencia. (Otálora, 2007, p. 283). El ciudadano moderno se halla rodeado, espacialmente en su entorno urbano, por un decorado de marcas, él es simplemente un epifenómeno del sistema productivo, pero sobre todo de una marcha alocada hacia el consumo. No existe la posibilidad de sustraerse del sofisticado y bien pensado tinglado de las marcas. La publicidad directa e indirectamente invade los espacios públicos, los satura e instaura un ejercicio de acoso más que de información (Grupo Marcuse, 2006) y lo que no está

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en la calle está en los espacios virtuales, los cuales le quitan cada vez más protagonismo a los espacios reales. La vida del ciudadano moderno discurre en medio de un teatro de etiquetas, de marquillas, de eslóganes, que le dan reconocimiento, estatus, significancia y que juega las veces de un escenario en el cual se realiza la imposición de una tal vez consagrada felicidad absoluta. Dentro de la llamada por Bauman (2005) ética del consumo no existen lugares públicos protegidos del alcance del mercado; en este contexto se discute si la ciudadanía es un asunto de ciudadanos o de consumidores. Tanto el sujeto social como el sujeto político ya no se definen por el valor de sus ideas o por lo que significan sus actos sino por lo que están en condiciones de consumir; su valor de ciudadanía es un valor de intercambio, no entre seres humanos, ni dentro de un espacio cívico, sino entre sujetos etiquetados internamente dentro de un entorno urbano que se asemeja a un gran complejo comercial. La publicidad se yergue de este modo para el Grupo Marcuse (2006) como un medio de desinformación, espacio en donde lo político se desdibuja de la conciencia pública, y en donde la asunción automática, emocional, de las convicciones más profundas, determina una condición de inconsciencia, de automatismo sentimental, que rematan en una inopia social que denuncia un problema de época. Como tal, la comunicación comercial diseñada por la publicidad se ocupa preponderantemente por las necesidades surgidas más en el tinglado de la economía que en las verdaderas demandas de la sociedad; en este sentido podría entenderse que es unidireccional y que en muchas ocasiones ahoga la interlocución de la sociedad civil con las verdaderas intenciones de un sector empresarial que tiene en su poder la frugalidad mítica de los medios de comunicación.

“Esta

pseudocomunicación de sentido único no es más que el monólogo elogioso que las burocracias industriales y políticas mantienen ruidosamente consigo mismas en el espacio público” (Grupo Marcuse, 2006, p. 36).

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3.2 Una mirada crítica alrededor de la escondida premisa de “muchos son los llamados y pocos los escogidos” Día a día, se niega a los niños el derecho a ser niños. Los hechos, que se burlan de ese derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los niños pobres como si fueran basura, para que se conviertan en basura. Y a los del medio, a los niños que no son ni ricos ni pobres, los tiene atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como destino, la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños. Eduardo Galeano.

La sociedad moderna, hija del liberalismo, promueve un ideal de hombre autónomo, con iniciativa propia, optimista y autosuficiente, emprendedor pero a la vez condicionado por los valores sociales enmarcados en una lógica productiva –la del consumo–, centrados en un desarrollo anclado en los factores económicos. Consecuentemente, lo político se elabora muy a menudo como una estructura de mantenimiento de estos propósitos y de estos valores. Ante la ambigüedad que tiene socialmente el concepto de cultura en el Sistema Mundo Moderno (Wallerstein, 1999), es necesario hacer algunas aproximaciones que sirvan como puntos iniciales de una labor crítica, que a la postre pueda facilitar la revisión conceptual en las ciencias sociales de manejos ideológicos que funcionan las más de las veces en forma invisible dentro de las relaciones de poder. Juan A. Maestre (1974) advierte la dificultad de mantener la objetividad cuando de juzgar los fenómenos sociales se trata, en donde los mismos investigadores hacen parte de un

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entramado político, filosófico o religioso, y en el cual, la mirada del otro, llámese tribu, clan, clase, etc., está contaminada por un cierto etnocentrismo. Si partimos de la percepción que pueda tener un Naga en la India acerca de la educación en el seno de los países occidentales modernos, podemos advertir en él, si no una decepción, por lo menos una gran desconfianza cuando se percata que, en medio de toda la brecha que lo separa del progreso material, en la

sociedad

occidental no es tan extraño que un niño de 8 años se suicide o viva inmerso en la tristeza. Quizás no sea necesario llevar a un punto extremo el peligro de mirar la cultura del otro con los propios ojos, basta con observar lo que sucede al interior de la sociedad capitalista: “La poliandría del Tibet es poco asequible a la mentalidad occidental y el infanticidio de las hembras, habitual entre los esquimales, es tan difícil de justificar por un ciudadano de Europa, como lo es para los propios esquimales el que sea normal entre los europeos reprender e incluso castigar físicamente a sus hijos.” (Maestre, 1974, p. 64). El primer aspecto sobre el cual podría recaer el velo de la duda es el del uso sobreintencionado que se ha dado al término cultura, cuando éste debe servir para justificar toda clase de desigualdades al interior de la sociedad moderna. En este sentido vale la pena destacar la fina percepción de Wallerstein (1999) al desnudar sociológicamente el por qué de dicha justificación. El autor parte de la distinción que se hace de la noción de cultura de acuerdo a determinadas necesidades y conveniencias dentro de la lógica autojustificadora de la sociedad capitalista, propia del Sistema Mundo Moderno. Por un lado, cultura puede significar lo que en términos de comportamientos, rasgos, creencias y valores caracteriza a un grupo y lo diferencia de los otros grupos (uso de cultura 1); pero, y siguiendo la distinción binaria heredada de los griegos entre mente y cuerpo, cultura puede significar las particularidades que distinguen a unos miembros de otros al interior del mismo grupo (uso de cultura 2) (Wallerstein, 1999). “De este modo usamos cultura para significar lo que está en la superestructura,

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opuesto a lo que se halla en la base y para significar lo simbólico como opuesto a lo material” (Wallerstein, 1999, p. 164). Por un lado está la alta cultura, caracterizada por su refinamiento, su buen gusto, su formación y su belleza. Por el otro lado, está la baja cultura, haciendo gala de su carácter popular, inconcluso, burdo y allende a lo animal. Como se advierte, estamos ante dos usos de la noción de cultura diametralmente distintos y que funcionan socialmente de acuerdo a ciertas necesidades políticas, económicas, religiosas y simbólicas en lo íntimo del mismo grupo; distinción que opera no solamente en la dimensión valorativa sino en la realidad concreta, trabajando como arma de control ideológico. En primer término, la cultura entendida como lo que une a las personas, sirve para cohesionar el grupo en torno a propósitos comunes, dando la ilusión de ser principio de pertenencia fundacional, gracias al cual se deben aunar fuerzas e intenciones frente a un exterior a veces amenazante. De tal suerte que todos los integrantes hacen parte de una totalidad indivisible entendida como un cuerpo. Se levantan las banderas bajo la égida del consenso y de la unidad, en torno a causas comunes como la guerra, la lucha antiterrorista, la lucha anticomunista, la persecución al eje del mal, etc. Decididamente la cultura popular se hace entonces significativa y cobra dimensiones de protagonismo universal. Se convoca al soldado a morir por la causa, al pueblo a participar activamente en los intereses públicos, se hace un llamado a la unión ideológica y a adherirse a la voluntad del Estado. Repentinamente los candidatos se vuelven parte del vulgo, ya no es vergonzoso usar utensilios del pueblo raso o de los “indios”, que ahora se vuelven sabios. En el caso colombiano, el uso de carrieles, ruanas, sombreros “voltiaos”, manillas, amuletos, objetos de poder, conjuros e iniciaciones en la Sierra Nevada o en el Alto Putumayo se vuelven indispensables y motivo de orgullo. El folklore se convierte en parte esencial de la cultura nacional, definiéndola y dándole sentido. Para tal efecto los medios de comunicación sirven de conductos de legitimación, muy cercanos

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a los imaginarios compartidos.


Publicitariamente los candidatos y los productos se exhiben y se venden, creando la ilusión de que, como ellos, todo es patria o todo es nación. En segundo término, la cultura entendida como lo que separa a las personas (uso 2), paradójicamente opera de manera simultánea al uso de cultura 1 sin generar la sensación de ser su negación o contradicción, aunque de hecho lo sea. En este caso funciona para distinguir a unos miembros de otros al interior del mismo grupo, a partir de una serie de principios de exclusión, que tienen como base distinciones racistas, universalistas y sexistas. En forma directa e indirecta, se enfatiza en la distinción entre la alta y la baja cultura, entre la “gente bien” y el “pueblo”, entre la élite y la chusma. Nuevamente los medios de comunicación, como mecanismos de normalización simbólica, definen de una vez por todas quién es importante, quién es bello, quién decide, en definitiva, quién “es”. Por este camino se estructura un mecanismo efectivo de selección social que funciona normalmente por la voluntad de ciertos sectores, de ciertas clases, de ciertos partidos, de ciertas iglesias, de ciertas morales, de ciertas estéticas y de ciertas políticas nacionales o supranacionales. De este modo entonces, La cultura, es decir, la autoimagen ideal de esta economía capitalista es el producto de nuestros intentos colectivos a lo largo de la historia para manejar las contradicciones, las ambigüedades y las complejidades sociopolíticas de este sistema en particular. Lo hemos conseguido en parte al crear el concepto de cultura (uso 1) como la afirmación de realidades inmutables en medio de un mundo que está, de hecho, sometido al cambio constante. Y lo hemos conseguido en parte al crear el concepto de cultura (uso 2) como la justificación de las desigualdades del sistema, como un intento de mantenerlas intactas en un mundo que está amenazado por el cambio (Wallerstein, 1999, p. 171).

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Un segundo aspecto sobre el cual puede caer en entredicho cualquier análisis social unívoco es el que tiene que ver con la relación que se da al interior de la cultura, entre la acción del sujeto y las estructuras sociales en las cuales se incrusta dicha acción, entre la cultura subjetiva y la cultura objetiva; entre la libertad del hombre y la determinación social, sobre todo cuando se miran los alcances de la creación individual y la receptividad de un sistema social que filtra o niega lo que le conviene (Gimeno, 1999). La acción de los sujetos dentro de la cultura adquiere por tanto un doble sentido. De un lado se define como la particularidad que orienta la potencialidad del ser en una totalidad que se nutre o no de sus alcances, que toma de él lo que considera valioso y relega aquello que no está en condiciones de acrecentar o hacer circular el capital social. La cuestión entonces sería la siguiente: ¿desde qué instancia se juzga lo necesario o lo innecesario, lo justo o lo injusto, lo bueno o lo malo para las prácticas sociales? Podría decirse que hacer una defensa de los derechos humanos o del medio ambiente puede ser una acción valiosa en un sentido ético o cosmológico, pero seguramente puede ser una traba para los intereses de la sociedad, entendiendo la sociedad como aquella instancia en donde frecuentemente prevalecen en forma contundente los intereses de clase, de raza, de sexo o de especie. Todo lo anterior nos enfrenta a una situación crítica, sobre todo en el campo de las ciencias sociales, en donde se tiene que aceptar que los ideales de la modernidad sólo funcionan cuando mueven el gatillo del prestigio o de la imagen de un sector que se hace garante de una falsa condición de igualdad, de legitimidad y de valores humanos, en donde muchos son los llamados y pocos son los elegidos.

3.3 Del espacio/tiempo mítico al no-espacio y al tiempo-velocidad El mito sobrevive por respiración artificial, mediante ingeniería sofística, es decir, propaganda y sabotaje al pensamiento crítico, priva(tiza)ción del sentido común.

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Hoy la mitificación mistificadora no sólo debe disculpar el exterminio de la naturaleza y la explotación del hombre sino también su exclusión. Alberto Sauret. Como vemos, la modernidad nace específicamente de una experiencia existencial altamente desacralizada, con una nueva forma de vivencia espacio-temporal propia de los centros cosmopolitas, de las ciudades industriales, epicentros del comercio y del consumo. En la gran ciudad, el espacio, salvo

ciertas excepciones, es

homogéneo y neutro. Aunque existen lugares significativamente distintos, que generan estados de ánimo particulares –iglesias, plazas memorables, cementerios, centros comerciales que despiertan sentimientos religiosos–, éstos obedecen en su concepción, diseño y organización, a motivaciones ajenas a la tradición religiosa. La ciudad que se erige sobre los presupuestos de la modernidad es una ciudad ciertamente secularizada.

“Pour l´expérience profane l´espace est homogène et

neutre: aucune rupture ne différencie qualitativement les diverses parties de sa masse. L´espace géométrique peut être débité et délimité en quelque direction que ce sois. Mais aucune différenciation qualitative, aucune orientation ne sont données de par sa propre structure » (Eliade, 1991c, p. 26).6 A diferencia de la experiencia del espacio sagrado, el espacio profano se vive de una manera cualitativamente distinta. Si el universo es neutro, opaco, si sobre él no pesa un sentimiento de afirmación religiosa o ceremonial, entonces se cierra sobre sí mismo,

adquiere una

significación más cercana a lo pragmático; es un espacio útil para provecho propio: extensión mensurable, medible, clasificable, negociable, para un yo desencadenado que reclama un habitáculo de afirmación y de libertad. Nada es obstáculo para cambiar de lugar, de vivienda, para escoger otros lugares que representen la solución de inconvenientes puramente prácticos: proximidad laboral, tener 6

Traducción libre de Leonardo Otálora: “Para la experiencia profana el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa. El espacio geométrico puede ser debitado y delimitado en cualquier dirección que éste tenga. Ninguna diferenciación cualitativa, ninguna orientación pueden ser dadas por su propia estructura”

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comodidad o tranquilidad, economía, facilidad de movilidad, búsqueda de estatus, ubicación comercial, etc. Los requerimientos no son tanto afectivos como económicos o funcionales. La ciudad es el lugar de un nomadismo pragmático en el cual se diluye el principio de pertenencia a la tierra. Y si existe simplemente ya no obedece a los consabidos principios de trascendencia que cimentaban la existencia de las sociedades salvajes. No hablamos de naturaleza sino de extensión cívica, de espacio transformado artificialmente de acuerdo a unas necesidades

de

subsistencia. “La antigua naturaleza desaparece y con ella sus selvas, valles, océanos y montes poblados de monstruos, dioses, demonios y otras maravillas; en su lugar, la ciudad abstracta y, entre los viejos monumentos y las plazas venerables, la terrible novedad de las máquinas. Cambio de realidad: cambio de mitologías. Antes, el hombre hablaba con el universo; o creía que hablaba: si no era su interlocutor, era su espejo. En el siglo XX el interlocutor mítico y sus voces misteriosas se evaporan. El hombre se ha quedado sólo en la ciudad inmensa y su soledad es la de millones como él. El héroe de la nueva poesía es un solitario en la muchedumbre, o mejor dicho, una muchedumbre de solitarios” (Paz, 1990, p. 42). Pero no solamente el espacio adquiere para el hombre moderno la connotación de realidad de aprovechamiento, de bien útil, sino también el tiempo. Con la concepción del tiempo como cantidad mensurable, con un sentido linear, se crean las condiciones más favorables para el acceso a instancias de poder, representadas en la posibilidad de abarcar la mayor cantidad de espacio posible en menos unidades de tiempo. Ya Virilio(1999) mostró como desde la época de los faraones, quien manejaba los medios de transporte más expeditos tenía a su haber las mejores condiciones para dominar a los otros.

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3.4 De la velocidad al accidente: el cuerpo evaporado y consagración del presente En cada uno de nosotros vive un hombre primitivo, según lo ha comprobado la psicología moderna, ya no por supuesto en su unidad intacta, sino dividido y desgarrado. Pero aun en ese estado de desgarramiento se conservan relaciones y fragmentos de la unidad primitiva” Ernesto Grassi En el cibermundo, la política de lo peor, Paul Virilio7 (1999) nos revela cómo los cambios en la noción de espacio y tiempo en la modernidad están llevando a la civilización a una forma de accidente, al accidente de accidentes como él lo llama, del cual ni siquiera se sospechan las consecuencias. Tal acontecimiento es el resultado de la interacción entre espacio, tiempo y velocidad. Para comprender esto hay que establecer previamente la relación estrecha que existe entre la velocidad y el poder. El paso de la revolución de los transportes a la revolución de las transmisiones fue la transición de la velocidad relativa a la velocidad absoluta, de la velocidad del tren, el automóvil y el avión, a la velocidad de las trasmisiones, a la velocidad del sonido y de la luz. Traslado en la época industrial de la geopolítica a la cronopolítica (Virilio, 1999). Quien tiene la velocidad tiene el poder y esta condición, que sirvió desde hace siglos para determinar todo un escenario de desigualdades entre aquellos que tuvieran los medios para abarcar más rápidamente los territorios para ser colonizados, funciona perfectamente a nivel político en las relaciones sociales de la actualidad. Desde la antigüedad, el caballo y el carruaje sirvieron de instrumentos de dominación, como lo fue en las guerras del siglo XX la utilización de los carros artillados sobre la infantería. En todos estos casos la utilización de la velocidad valió en las dinámicas de la guerra como una herramienta efectiva de 7

Las reflexiones en torno a los aportes teóricos de Paul Virilio, han sido retomadas de la conferencia La noción de accidente en Paul Virilio como expresión del principio de solidaridad cosmobiológico, realizada por Leonardo Otálora para el Seminario de autor de la Facultad de Artes de la Universidad El Bosque, bajo la coordinación del profesor Ricardo Toledo en abril de 2007.

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dominación. “El tiempo se convirtió en oro una vez que se convirtió en herramienta (¿o arma?) empleada primordialmente para superar la resistencia del espacio, acortar las distancias, despojar al significado de un obstáculo de su connotación de remoto, ampliar los límites de la ambición humana.” (Bauman, 2002, p. 120). Por su parte, la relación que establece Virilio en el libro del Cibermundo entre el cuerpo animal o humano, el cuerpo social y el cuerpo territorial, hace alusión, si se quiere, a una vivencia del espacio como realidad política. El espacio funda un sentido y orienta al ser en el mundo, le confiere una direccionalidad a su voluntad y le da principios de pertenencia. Pero un espacio que se surca en la instantaneidad impide tener una visión del entorno, por lo tanto en dicha experiencia el paisaje desaparece. En el escenario de la modernización, entre el partir y el llegar existe una confusión, la misma que entre fines y medios. El viaje, el recorrido territorial, que en esencia se definía como un descubrimiento, como un asombro proporcionado por lo inesperado del camino, por lo eventual y lo aleatorio del trayecto, se define ahora solamente por el momento que señala su fin. No importa tanto lo que sucede en el camino como lo que se espera a la llegada; de ahí que se imponga en todos los aspectos de la vida, inclusive en los más elevados, una lógica de logros, de records, de alcances en desmedro de las experiencias del viaje, de los intersticios, de la espera, del camino recorrido, de las pausas, de los pasos y logros parciales constitutivos del viaje (se instaura el principio de “el fin justifica los medios”). A propósito dice Virilio (1999, p. 45): “la medida del mundo es nuestra libertad”, pero, ¿cuál es la medida del mundo, en medio de una aceleración descontrolada, espacio de horizonte limitado? La aceleración achica los espacios y los dirige a la desaparición en provecho de la inmediatez. Si en el siglo XIX la máxima de occidente era su principio antropocentrista de siempre más alto debo subir, siempre más lejos debo mirar, en el siglo XXI el principio rector será: siempre más rápido debo subir, siempre más rápido debo llegar.

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Al abordar el problema de la velocidad, al vincularlo a las esferas del espacio y del tiempo, Virilio amplía el campo de acción de lo político, multiplica su presencia, lo saca de su inesencialidad, de su estado primario, de su atrofia histórica, de su patológica germinalidad. Cuando muestra que la velocidad no es un fenómeno sino una relación entre fenómenos (Virilio, 1999) manifiesta su carácter dialogizante: la velocidad relacionada con el trayecto es la que permite la aproximación y el encuentro, pone a los sujetos en escena, no como un medio sino como una realidad inherente a la existencia. La velocidad, según se mire, es la acción vital en la espacialidad y en la temporalidad. La vida y los epifenómenos de la vida se enmarcan en un estar aquí y en un ahora que se multiplican a lo largo de la existencia en forma de partidas, trayectos y llegadas. Esta es para Virilio la velocidad relativa, la cual involucra físicamente a lo seres y al mundo en un paisaje de acontecimientos; de ello se deriva que pueda existir una relación entre los distintos cuerpos: el animal, el social y el territorial. Paradójicamente cuando la velocidad deja de ser relativa, es decir, cuando no es posible la desaceleración, se convierte en un elemento nocivo o perturbador del acercamiento y de la presencia en cuanto que trastoca los vectores espacio-temporales, o lo que es igual, se convierte en amenaza tiránica, puesto que la aceleración continua trae el rompimiento, el desequilibrio del cosmos: velocidad absoluta que trastoca el principio de cohesión social por el mismo hecho de que desaparece el lugar, velocidad que deshace el mapa mental del mundo y junto con él desaparece al otro, ese otro que ya no se seduce ni se conquista por un proceso de acercamiento paulatino en virtud a gestos ritualísticos sino a través de acuerdos inmediatos, compulsivos, mediatizados, es decir, carentes de espacialidad. “La amenaza, y éste es el gran sofisma, es tener en la cabeza una Tierra reducida. Una Tierra constantemente sobrevolada, atravesada, violada en su naturaleza grandiosa y que, por eso mismo, me destruye a mí, el hombre-planeta que ya no tiene conciencia de ninguna distancia.” (Virilio, 1999, p.44).

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A cambio de un espacio territorial se tiene un espacio virtual; el espacio público es reemplazado por la imagen pública; imagen o espacialidad virtual que carece de topos, de lugar, que está en un transterritorio, fuera de la geografía, en alguna parte de la ciudad que no es la ciudad sino la teleciudad y su característica es la de hacer parte de una estética de la desaparición, su permanencia es tan sólo retiniana, dura sólo mientras las pantallas estén encendidas: espacialidad en el vacío, ciudadanía que aparece y desaparece de acuerdo a la generosidad de la programación televisiva o a los espacios ocupados e intervenidos por la propaganda (Virilio, 1998). Se fortalece el lazo afectivo con los ausentes, con los que están detrás de las pantallas y de los chats, al mismo tiempo que se desdibuja la relación con el que está al lado. “El hecho de estar más cerca del que está lejos que del que se encuentra al lado de uno es un fenómeno de disolución política de la especie humana.” (Virilio, 1999 p. 48). Ahora bien ¿qué sucede con la experiencia del tiempo cuando en aras del ahora se niega el aquí, cuando se disminuye el espacio? Históricamente, la humanidad ha tenido diversos modos de asumir el tiempo. Antes de la modernidad se valoraba el tiempo pasado, el tiempo mítico y circular: tiempo fuerte por excelencia, propiciado por los dioses y por los seres sobrenaturales, pero sobre todo por los ritmos de la naturaleza,. Con la modernización se crea un culto al futuro, se sobredimensiona el progreso: crecimiento galopante que pugna por dejar el lastre del pasado. Con la cibernética, con la velocidad absoluta se instaura una religión del presente, desligando de este modo en forma dramática el pasado del futuro. El Tiempo mundial único se vuelve autoritario frente a los tiempos y a los ritmos locales, las tres dimensiones del tiempo se comprimen y se le da un nuevo carácter a la historicidad. Mundialización de la temporalidad: el pasado y el futuro, dados antes respectivamente en términos de memoria y de esperanza, se traducen hoy en actualidad intensificada, en donde ciertos intereses privados a través de los mass media orientan y ponen valores a la realidad, enfatizando lo que debe ser recordado, y trivializando aquello que pudiera afectarlo. El demiurgo tecnológico nos abastece

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de las tres cualidades que antes pertenecían a lo divino: la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez (Virilio, 1999), con lo cual se inaugura la entrada en escena de una sociedad que se constituye en nuevas formas de ritualidad, en donde el tiempo se vuelve un espectro tiránico en términos de realización comprimida, de exigencia angustiante, frente a la cual es muy difícil adaptarse. Si ahora todo se consume en lapsos de tiempo corto, tendiente a lo instantáneo, tanto los objetos, las relaciones interpersonales, los gustos y las necesidades, entonces los espacios de reflexividad, de creación y de acercamiento se subsumen a los dictámenes de la inmediatez, a los cultos de la tecnetrónica y muchas veces de la conveniencia económica y adaptación forzada. Originalmente, la historia se construyó en las secuencias y en los ritmos de un tiempo cronológico, ligado a un tiempo mítico. En la actualidad, para ser real es suficiente aparecer cinco minutos en una pantalla: apoteosis de un protagonismo retraído en un instante más escenográfico que real: aparezco, luego existo (Otálora, 2007).

3.4.1

Noción de accidente: el nefas de las altas tecnologías La salvación está al borde del precipicio, y cada vez que nos acercamos al peligro, nos acercamos a la salvación. P. Virilio.

Paul Virilio habla a su vez de la noción de accidente como “un milagro al revés” (Virilio, 1999). Mirado de cerca, esto se refiere a los peligros que acarrea la revolución de las transmisiones, y en particular al problema de la velocidad absoluta asociada a la proximidad electromagnética, a Internet, y a las autopistas de la información. El hecho de que se este más cerca del que está lejos que de quien se encuentra al lado; que desaparezca el otro-próximo para darle cabida al otro-lejano; que se pierda el trayecto a causa de la velocidad; que se reduzca el mapa mental a partir de un desvanecimiento del paisaje, todo ello es lo que pone en peligro la ciudadanía del sujeto en el mundo. Si como dice Virilio, la danza es la resistencia

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máxima a abandonar al otro, no ya como coreografía sino como sociografía, qué decir de la danza de los solitarios que se presenta como un soliloquio del cuerpo, en los vórtices de la huida. Poner en peligro los principios o cimientos del espacio y cambiar las dinámicas de la temporalidad, es a su vez resquebrajar los pilares de la existencia del hombre, de la especie, de la sociedad y del cosmos. La noción de accidente, tal como la plantea Virilio, a su vez se halla ligada a un principio más amplio que toma proporciones antropocósmicas: ser es estar aquí y ahora. La telepresencia deslocaliza, descentra al cuerpo, o como dice Virilio, “ya no existe el aquí todo es ahora”: disminución del espacio, hipertrofia del tiempo. Así las cosas, el cuerpo se evapora de las coordenadas espacio-temporales, pierde el ritmo del trayecto y olvida las relaciones entre el movimiento y la pausa: esto se traduce en una pérdida del lugar, en una pérdida del mundo y por ende, de la ciudadanía en su forma de política mayor, es decir, de la ciudad como extensión física y temporal (de un aquí y de un ahora). Los límites de la relación entre la ganancia y la pérdida, producto del milagro tecnológico, marcan el paso de la negatividad a lo negativo, de la dramaturgia a la taumaturgia. La vida, en todas sus dimensiones, se desarrolla en el terreno de lo dramático, de lo inesperado y siempre contiene un margen de inexorabilidad y de descontrol que la hace en cierta forma deseable, una suerte de reto continuo; en esto estriba su carácter dialéctico que hace oscilar la suerte entre la ventura y la negatividad y en ello reside a la vez su lado humano; pero el paso a lo negativo no hace otra cosa que darle un sentido distinto a la existencia. Un elemento artificioso entre en juego y lanza al ser humano a una tragedia ineludible sacando de la escena el favor de la contingencia. Virilio admite de este modo el carácter afirmativo de lo dramático, haciendo una crítica a la tecnología cuando ella involucra decididamente a la humanidad y al mundo en una condición de negación, de caída irreversible en el desastre. De la misma manera que para Caillois (1996), en el pensamiento primitivo lo sagrado contiene un riesgo de disolución, de pérdida a partir de la trasgresión del tabú, el progreso llevado al límite es para Virilio el nefas de la historia. El límite que

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separa la cohesión de la disolución se hace difuso en el uso de las altas tecnologías. Respecto al accidente podría asociarse al tránsito de lo positivo a lo negativo, de una flagrante negación en la dimensión de lo sagrado que se manifiesta como un paso riesgoso al borde de lo nefasto, al límite oscuro de lo propicio. He aquí el desequilibrio entre la ganancia y la pérdida: contaminación no visible sino mental, distorsión de las distancias a partir de la velocidad que ahora se hace absoluta. La luz como tercer intervalo niega o anula los otros dos intervalos de espacio y tiempo. El sujeto queda encarcelado en la rapidez y en la inanidad del desplazamiento. Pérdida de la historia en aras de la inmediatez. El accidente está por lo tanto presente en todas las relaciones que el sujeto entabla con la realidad, afecta la vida en todos sus ordenas, es el resultado del rompimiento de un cosmos, de la pérdida de un centro sino de su desorientación.

3.5 El ethos: actividad política del sujeto: Raimon Pannikar La política no es únicamente el arte o la ciencia de gestionar el poder o de tomar algunas decisiones, es verdaderamente el arte de vivir la plenitud del ser humano. R. Panikkar. El filósofo Raimon Panikkar (1999), sugiere hacer una reinvención de la política, precisamente en la medida en que ésta se ha entendido en su sentido más restringido y pobre,

tergiversándose completamente en su esencia. La política

tradicional está desvirtuada, tiene un sentido puramente nominal; ha fracasado históricamente. Lo político resumido en discursos, en propósitos particularistas de raza, de género, de clase, de partido, reducido a campo de conocimiento, a estrategia de distinción, etc., no es ya lo político sino que se interna en la dimensión de lo transpolítico (Baudrillard, 2000). De ahí que lo político, tal como se entiende y se practica en la actualidad, termina siendo la negación del bien común, de los

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propósitos colectivos o del derecho de las especies, y de esta suerte, una contradicción en sus términos. Es así como la política ha funcionado históricamente con el aval y la aceptación de las sociedades a partir del sesgo impuesto por las estructuras organizativas del poder, que se proyectan en forma de enceguecimiento y de ataraxia social. En al modernidad la tecnocracia ha suplantado a la democracia. Este es posiblemente el mayor peligro que gravita sobre las sociedades actuales: que la democracia está funcionando al revés, no necesariamente se dinamiza como el poder de todos, sino como el poder para todos y contra todos, extendido a la sociedad entera, a sus necesidades, a sus esperanzas y a sus sueños. Panikkar propone lo político entendido no como un comercio del poder, sino en un sentido más amplio y quizás en su sentido más original. Ya no se está en el terreno de la política tradicional, ni en el de la política sistémica, sino en el de otra forma de política: la metapolítica, al interior de la cual, como totalidad, están involucrados el ser del sujeto y el ser del mundo. No se precisan muchos esfuerzos para reconocer en el escenario actual un ejemplo más acabado de lo transpolítico, o del “terrorismo sistémico”: George W. Bush y sus homólogos accionando la maquinaria de la muerte para salvar al mundo –o lo que queda de él–. Otro ejemplo de ello sería lo que sucede en muchas democracias de mercado en las cuales el derecho de las gentes está disminuido frente al derecho de los grandes capitales. También cabrían las luchas mesiánicas, los combates milenaristas, la purificación de los pecadores y sobre todo de los impíos, entre otros. Existen dos elementos que le dan sentido, según Panikkar (1999), a la historia humana: uno es el logos y el otro es el mythos; o, en otras palabras, uno es la teoría y el otro es la práctica. Ambos constituyen el marco de referencia en el que se pueden construir los procesos de la vida individual y colectiva; los dos deben trabajar dialógicamente para permitir y posibilitar la vida, la interrelación, los acuerdos entre

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los seres humanos y entre estos últimos y el cosmos. No se podría concebir al hombre, por lo menos conformando una cultura, sin establecer una relación sincrónica entre lo que se piensa y lo que se hace. De esta realidad se deriva lo político: de un saber pensar y de un saber hacer, encaminados a la consecución última, que es la perpetuación de la vida individual, colectiva y planetaria. Cuando se habla de la vida social se hace alusión a un juego de pactos y de acciones, a un equilibrio necesario entre logos y mythos, muy similar al que se daba al interior de la polis en su sentido más amplio: como el lugar de encuentro, de síntesis, de comunión, de polémica y de acción de la democracia. En contraste con este sentido de la polis, hoy es frecuente ver cómo los propósitos enunciados en forma de discursos y de arengas políticas mantienen un divorcio con la realidad. No en vano existen las fábricas de discursos, reflejo de los artificios propositivos, de la retórica mal intencionada, en donde los pensamientos y las manos parecen conformar dos extremos de un juego de extrañamiento, de contradicción y finalmente de negación, en un escenario en el cual la propaganda funciona de manera multiforme. Muchos de los postulados de la tecnocracia van en contravía de lo político, hemos llegado a una uniformidad impresionante: una tecnocracia única, una administración con procedimientos idénticos en todas las ramas de la burocracia pública, una organización racional, léase moderna. El estado, por su misma naturaleza, no puede ser pluricultural. (…) La economía de los estados modernos no puede ser pluralista ni intercultural

porque

el

mercado monetario lo

prohibe

(Pannikar, 1999, p. 64). Frente a la autocracia de los Estados modernos, que funcionan monolíticamente, es preciso

recuperar el sentido original de la Nación, ese elemento vital que

redimensiona al individuo ante el afán masificador de los medios, a través de los

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cuales frecuentemente termina siendo aquel inferior a las cosas. La Nación recupera los pueblos y sus lenguas, los rostros

y la memoria; descubre el color de las

culturas; saca de la invisibilidad a los grupos y a los subgrupos; pone a dialogar a los distintos, acerca a quienes piensan de otra manera; rescata a los ningunos, a los periféricos, a los subalternos; respeta a los disidentes y salva al mundo del colonialismo indirecto que las tecnocracias han solidificado sobre los simulacros del bien, de la belleza y de la justicia, que se utilizan muy hábilmente para alcanzar el mundo ideal de la no diferencia. “La natio es la tribu: los que la forman son los naturales del lugar; es una etnia: sus habitantes tienen una lengua y una cultura comunes; es heredera de la polis. La palabra natio, nacimiento, proviene del verbo nascor, nacer. La nación es la hija nacida de la madre” (Pannikar, 1999, p. 91). La política es para Pannikar también una cosmología, y consecuentemente también una ecología. Panikkar plantea una cosmología no como una visión del mundo según el logos, sino por el contrario, asumida como un horizonte de acción al interior del cual el mundo también observa al individuo, en donde tiene en consideración la forma a través de la cual se hace una historia.

3.6 Cuerpo-Ciudad-Cosmos: la triada del ser erguido Saber que el mundo alrededor nosotros es basto, tener conciencia ello, aunque no nos movamos por él, un elemento de la libertad y de grandeza del hombre. P. Virilio.

de de es la

Cuando Paul Virilio en el Cibermundo, la política de lo peor (Virilio, 1999) habla de lo político, lo está haciendo en un intento por salvar el hiato que existe entre lo político y la ciudad, en el sentido de lo que debiera ser la democracia, reivindicando así el espíritu profundo de lo político. Para ello él parte de la ciudad en su sentido más amplio: el de la polis griega, pero la ubica en una aspiración del ser humano en el

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presente, como principio de unidad de lo político; y no exclusivamente la ciudad entendida como principio físico, espacial o geográfico, sino de la ciudad como símbolo de totalidad, de encuentro, de acercamiento. La ciudad es conglomerado, asociación de intereses, vivencia compartida por y para un bien común: encuentro de palabras, de contratos y de búsquedas, de amores y de desamores. Más allá de las delimitaciones, de las divisiones y subdivisiones materiales, más allá de los muros, de las avenidas y los parques, la ciudad es, en principio, la comunidad de los seres. En este orden de ideas, si se concibe el espacio geográfico de la ciudad como punto de encuentro entre los individuos, como la realidad para ir en busca de, a través de, entonces la ciudad es un trayecto, un universo dialógico de ir y venir. Pero el trayecto no sólo experimentado como recorrido o distancia sino como un tender a, como un escenario de filiaciones y de afinidades. No obstante, su naturaleza dialéctica no excluye los desencuentros y los conflictos como parte de su naturaleza, de allí que la ciudad sea normatizada externamente para establecer niveles de equilibrio y de supervivencia. La noción de trayecto en Virilio tiene pues un sentido profundamente político: no es sólo el encuentro de la sociedad de los hombres, sino de la comunidad como sociedad de la vida: “la ciudad está unida a la tierra y a la sangre” (Virilio, 1999, p. 42). Por su parte, la relación que establece el autor entre: el cuerpo animal o humano, el cuerpo social y el cuerpo territorial, está orientada, si se quiere, a una vivencia del espacio como realidad sagrada. El espacio funda un sentido y orienta al ser en el mundo, le confiere una direccionalidad a su voluntad y le da principios de pertenencia. Pero lo político no sólo es fundado por un territorio, por un espacio reconocido y habitado, como lo plantea Mircea Eliade, sino también por lo religioso en un sentido lato. La misma función cumplen los círculos mágicos (Eliade, 1981) los cuales buscan primordialmente proteger la vida del grupo o de la familia de elementos

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externos; los Mandalas de las escuelas tántricas y el laberinto de Chartres, por su parte, recrean simbólicamente la imagen del mundo como la entrada a una iniciación mistérica a través del principio de comunidad. Todos estos ejemplos reflejan la conciencia de un espacio sagrado, significativo, espacio localizado y diferenciado que también orienta la organización social de los hombres y determina su visión de la vida. Las ciudades son una copia del universo, de la misma manera que lo son simbólicamente la casa, el templo y el cuerpo. Ellas deben estar en función de los hombres y de la sociedad, deben ser simbólicamente el ensanchamiento de los propósitos comunes, el territorio de la realización del colectivo, que no por ello niega por lo mismo la voluntad individual, la autonomía de los seres particulares. La primera ciudad de la tradición hebraica fue el paraíso, lugar en donde se fundó la vida, la cual era fértil, exorbitante y posibilitadora: plantas y animales crecían sin reposo, no existía la muerte y la comunicación con Dios era directa. Pero un acontecimiento rompió el equilibrio de dicho cosmos. Razón o sinrazón de la caída del hombre, lo terrible fue, no el pecado propiamente dicho, sino la expulsión de Adán y Eva del centro del mundo, quedando éstos a la merced del destino, fuera del cosmos, anulados en el tiempo y en el espacio, es decir, lejos de la sacralidad. Apátridas, deslocalizados, desorientados: la metáfora es ambigua ya que el destierro del paraíso lanzó hacia la naturaleza a la primera estirpe humana, forma de paraíso negador de donde según la tradición religiosa se espera la redención. Ambigua territorialidad, ausencia de topos. En el paraíso o fuera de él parece que lo más difícil para el hombre es conquistar un centro. La pérdida del centro, de la localización, alcanza una proporción dramática en el sino de quien queda desligado de su pasado mágico y de su porvenir, o en palabras de Virilio, de quien pierde el mundo y el cuerpo propio. Es el caso de los astronautas del Apolo 13, quienes frente al riesgo de no poder volver a la tierra, eligieron unánimemente la opción de carbonizarse en la entrada de la atmósfera, antes de

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quedar destinados a un viaje sin fin por la estratosfera, lanzados al vacío cósmico, desterrados en el pleno sentido de la palabra (Virilio, 1999). ¿Respecto al problema del espacio entonces qué es lo que define lo político? El poder encontrarse con los otros, el poder reconocerse en un espacio geográfico, el hacer parte de una naturaleza que se diversifica en especies, el poder vivir un tiempo acorde a los ritmos del hombre, el poder habitar, como lo expresa Virilio (1999), en una ciudad-mundo viva. Lo religioso no está dado únicamente como usualmente se cree por una realidad externa marcada por una ritualidad, por un credo, por una institucionalidad, por una moral o por una iglesia. Tampoco exclusivamente por la interrelación entre una clerecía y unos feligreses, sino como una relación que se establece en términos de orientación, de un “tender a”, entre el sujeto y el mundo. Lo religioso se reconoce en la dimensión de la cosmicidad del ser, en ese sentido, a partir de ahí, el “religare”, el unir con tiene una dimensión sagrada. La tierra, el espacio, la comunidad de los hombres y la sociedad de la vida conforman un paisaje, una historia trascendente. Es en este sentido en el que lo religioso y lo político están ligados y seguramente participan de una misma lógica. Recuperar la palabra recuperar al otro que está cerca, recuperar el mundo: no son otra cosa que reconocer los elementos axiales de lo sagrado. (Virilio, 1999) 3.7 El ideal político entre el mito del estado y el mito del progreso: La democracia deliberativa en Hürgen Habermas Junto a la instancia de regulación jerárquica de la soberanía estatal y la instancia de regulación descentralizada del mercado, esto es, junto al poder administrativo y a los interese privados, surge la solidaridad como una tercera fuente de integración social. Habermas.

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Respecto al estatus del ciudadano tenemos dos tendencias bien específicas, en relación no sólo con los ideales de la democracia moderna sino con los sistemas políticos imperantes en la hora actual. Una que se sustenta en un reconocimiento del ciudadano como un sujeto de derechos y deberes, orientado a un bien común, en la que el Estado hace las veces de regulador y orientador ético; y otra que se define por una sociedad en la cual el Estado está en función de los intereses particulares, operando como un administrador de estas prerrogativas que funcionan en el fuero privado, relegando al ciudadano a un papel de inoperancia política. Los dos sistemas tienden a extremarse y a trabajar en forma excluyente. Por un lado está lo que Habermas (1999) llama democracia republicana que prefigura lo que con anterioridad describimos como la sociedad política surgida de los ideales de la modernidad ilustrada, un proyecto de democracia institucional en donde la división de poderes permite adherirse a un orden constitucional reglamentado por leyes y garantizado por procesos democráticos de elección. Por otro lado se presenta la organización social y política surgida de la democracia liberal, estimulada originalmente por la modernización, estructurada bajo los mismos parámetros que la anterior (republicana),

pero flexivilizada a ordenes menos objetivos, más

dependientes de la voluntad y los intereses de los particulares, generados por el proyecto de desarrollo capitalista y

por la globalización: modernidad y

modernización, mito del Estado y mito del progreso aunados en un momento histórico en el cual resaltan las dos conquistas más insignes de la época reciente, la subjetividad y la economía de mercado, los dos ideales del proyecto moderno que se consolidan en dos formas de vivir lo político, de configurar el espacio y de definir al ciudadano.

Hay que destacar que para Habermas (1999) el nacionalismo por un lado y la economía de mercado por otro han marcado el fracaso del ideal político de la modernidad, han dado al traste con una condición que se conquistó a lo largo de la

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historia a costa de fuertes luchas, que se le arrebató a las religiones sectarias y a las monarquías sanguinarias. En primer lugar el nacionalismo en los últimos dos siglos se ha visto enfrentado a un sinnúmero de contradicciones tanto en los países llamados democráticos occidentales como en las denominadas democracias socialistas de Europa del este y de extremo oriente, en ambos casos se evidencia lo que se llama o bien un capitalismo de Estado o bien un capitalismo burocrático al servicio de organizaciones políticas fuertemente centralizadas como autoritarias. Respecto a los dos modelos anteriores, los correspondientes al nacionalismo y a la economía de mercado, Habermas propone un tercer modelo normativo para la sociedad democrática, una tercera fuente de integración social que intenta superar los dos modelos imperantes hasta el momento. Un modelo que va más allá de la sobrecarga ética del modelo estatal y de la liberalidad estratégica del sistema economicista, que no desdibuja al ciudadano ni ante el autoritarismo de un esquema centralizado de gobierno ni que lo deja como una veleta al albedrío del mercado, dejándole vía libre a su autodeterminación. Ni dictados de la razón de estado ni de los intereses de empresa, encuentro de ciudadanos libres e iguales, representados por un estructura estatal democrática, respetuosa de las diferencias de los ciudadanos, equilibrada con una instancia civil con capacidad propositiva y de contraprestación de los poderes centralizados, punto de tensión entre la soberanía estatal y la capacidad representativa de los particulares. Esta formación de la voluntad política de carácter horizontal, orientada hacia el entendimiento o hacia un consenso logrado comunicativamente, debería gozar incluso de primacía, tanto si se considera genética como normativamente. El ejercicio de la autodeterminación ciudadana presupone una base social autónoma, independiente tanto de la administración pública como del tráfico económico privado: una base que protegería a la comunicación política de quedar absorbida por

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el aparato estatal o de ser asimilada por las estructuras del mercado (Habermas, 1999, p. 232). Habermas rescata, de una parte, la virtud de las estructuras comunicativas que desde el Estado orientan el entendimiento de los ciudadanos, y al mismo tiempo plantea la posibilidad de autodeterminación ciudadana y de administración a través del diálogo antes que del mercado): el sistema deliberativo que la abre las puertas a todos los sectores que conforman la totalidad de la sociedad, en todos los escenarios en donde los intereses particulares se mezclan y equilibran con los colectivos, en las decisiones y determinaciones que afectan a la sociedad y que comprometen su equilibrio y subsistencia, eso sin desdibujar a los individuos. De este

modo,

los

modelos

de

política

tradicionales

pueden

integrarse

y

complementarse, crear un universo de interacción política en el cual no se da una determinación unilateral entre el todo y las partes sino que por el contrario se abre un espacio de diálogo y de comprensión política en donde entra la sociedad civil a jugar un papel fundamental. El ámbito discursivo o deliberativo es el punto medio de autodeterminación política, el cual está conformado por la solidaridad entre los intereses privados y el aparato estatal que en forma tripartita constituyen un frente común de la acción democrática: de esta suerte, el poder administrativo, el dinero y la solidaridad de la sociedad civil trabajan juntos, se regulan mutuamente y fundan una ciudadanía que actúa colectivamente pero de acuerdo a unas pautas de institucionalidad. La democracia se sustenta así en la ampliación de redes, de tramas asociativas multiformes que manifiestan las necesidades, que afrontan las dificultades y que hacen propuestas políticas determinadas. Gracias a esta comunión de intereses se recupera al otro, que tanto el poder estatal indiscriminado como el interés privado mantienen en el anonimato. La opinión pública puede de este modo rescatar el lugar que le corresponde y fundar a través de la expresión, de la palabra hecha acción política, el mundo en el cual quisiera vivir.

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Es a la democracia deliberativa, como un sistema político basado en la comunicación y en la solidaridad, a la que le corresponde denunciar el peligro que entrañan los medios de comunicación cuando éstos hacen caso omiso de sus originales principios éticos

y se entregan en forma parcial e indiscriminada a

favorecer los intereses bien sea del aparato estatal, bien sea de las empresas privadas; cuando se transforman por esta misma razón en un cuarto poder que encarna subrepticiamente más la capacidad de sugestión y de condicionamiento que el de un mandato directo, más la represión policiva o el chantaje económico que la construcción de un espacio real de democracia.

3.8 Sujeto, sociedad y medio ambiente: Las tres ecologías como un problema político. Una contribución de Felix Guattari

No sólo desaparecen las especies, sino también las palabras, las frases, los gestos de solidaridad humana. Guattari

“Y lo que hace de este mundo un desierto es también su desencantamiento, y la pérdida del vínculo social que resulta de una competición encarnizada entre individuos atomizados” Grupo Marcuse

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Los problemas medioambientales cada vez nos enfrentan más a la necesidad de reconocer que ellos se derivan de un desequilibrio más general que involucra al sujeto y a la sociedad. El que estemos viviendo cada día más en lo que anuncia como un desierto no obedece solamente a problemas que atañen a la naturaleza sino que implican a la sociedad en general y lo que se tiene por individuo en la hora actual. Como dice el grupo Marcuse “la devastación es también social, cultural y espiritual” (2006). De aquí en adelante el problema no será defender la naturaleza de todos los estragos generados por las condiciones de vida actuales sino también al individuo y a la sociedad que, al tiempo de haber generado toda esta inestabilidad, están en serios peligros frente a una amenaza que saca a la luz que la ecología es más compleja de lo que se cree, que no se limita a una labor de jardinería (Galeano, 1995) y que se debe trabajar desde diferentes frentes. Se tiene entonces que hablar de tres tipos de ecología, una ecología mental, de otra de índole sociológica y otra propia de la naturaleza. Una triple visión ecológica que saca de lo particular el problema y lo universaliza, lo pone a hablar con todos los actores y

por primera vez realmente con sus causas (Guattari, 1998). La

subjetividad individual y colectiva ha crecido en forma entrópica y este es un fenómeno que ha alcanzado un carácter dramático

tan sólo en los últimos

doscientos años. Media centuria ha sido suficiente para que el hombre cambie el mundo en el que vive en forma más acelerada de lo que se tomó en diez mil años de historia, por lo tanto es hora de abrir un cuestionamiento de si queremos seguir viviendo esta aventura llamada vida y de que hagamos algo para lograrlo. No fueron suficientes los llamados de atención que algunos humanistas y hombres de ciencia le hicieron a la forma como la humanidad venía configurando su ascenso histórico sino que tuvo que hacer su aparición o comenzar a ser reiterado el fenómeno del desastre natural para que se encendieran las alarmas de una crisis que se venía anunciando ella sola desde hace cien años; un elemento sorpresivo y aterrador que vendría a reconfigurar a última hora la imagen del mundo y a colocar al hombre por primera vez en la historia ante el hecho de su posible extinción. Lo que realmente

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determina el surgimiento de una ecología medioambiental es la presencia de un verdadero desequilibrio planetario que involucra a los sujetos y a las conformaciones sociales, llamado de atención que pone a la humanidad frente a un dilema insoluble: la economía o la vida. Por una diagnosis Los peligros que se ciernen sobre las próximas generaciones que habitan el planeta, en especial en aquellas de los países más abocados a la miseria, peligros que se pueden entender cómo las pocas probabilidades que tiene el planeta para garantizarles su subsistencia -sustentabilidad-, nos llevan a preguntarnos por las manifestaciones en un medio ambiente propias de un momento crítico. 3.8.1.1 Respecto al medio ambiente Desde hace más de un siglo el planeta adolece de problemas cada vez más críticos, entre los cuales podrían destacarse los referidos a la contaminación industrial, a la sobreexplotación de los recursos naturales no renovables, a las fuertes mutaciones demográficas, al urbanismo descontrolado, a la voracidad de un aparato productor y comercial sustentado en el consumo, a la desregulación en los procesos productivos, al colonialismo agresivo de las grandes corporaciones, a las taras mentales individuales y colectivas que ven los recursos naturales como bienes privados e inacabables, etc. Todos estos problemas se tornan de día a día más evidentes, hacen parte de las preocupaciones cotidianas tanto de hombres de ciencia como de políticos y de la sociedad civil en general. Pero Guattarti no se detiene en este aspecto del medio natural, de su colapso inminente y de los peligros que acarrea el no hacer algo al respecto sino que dirige sus esfuerzos a develar las verdaderas causas que acarrearon el problema; por esta razón centra su análisis en la sociedad moderna y en el sujeto como un elemento constitutivo y referencial de dicha sociedad.

143


3.8.1.2 Respecto al sujeto El ser humano producto de las llamadas sociedades desarrolladas ha sido objeto de una serie de fenómenos que lo han llevado a ciertos desequilibrios psíquicos, como al extrañamiento y al descentramiento. Podríamos enumerar las siguientes particularidades acerca del producto final humano enmarcado en la modernidad y en particular dentro del llamado por Guattari sistema del Capitalismo Mundial Integrado (CMI) (Guattari, 1998), rasgos que obviamente no son totalizantes pero que tienden a marcar exponencialmente la generalidad. Tenemos entonces un sujeto que por el medio en el que vive y por su baja capacidad autocrítica: -

Está encasillado por un sistema de valores impuesto por el mercado en aumento. Lo bueno, lo bello y lo justo, o sus antónimos, los determina el consumo.

-

Unidimensionaliza su pensamiento a esquemas tecnocráticos e utilitaristas.

-

Recubre su subjetividad por un sistema de mercado que es igualador en cuanto al deseo que impone pero desigualador en relación con las oportunidades que brinda.

-

En virtud a los mass-media se le confiere una subjetividad en serie, que se revierte en los más jóvenes en inmovilidad de voluntad, en inercia, en frustración por la irrealización de sus sueños y en violencia a causa de ello.

-

Atraviesa por un achicamiento de sus territorios existenciales, que quedan predeterminados por las exigencias del mercado.

-

Reduce los procesos de singularización como sujeto deseante, creativo y transformador.

-

Establece relaciones con el otro no en términos de fraternidad o convivialidad sino de competencia y de anulación.

-

Achata su capacidad creadora.

144


-

Es sacado del escenario político por procesos de condicionamiento mental en manos de manipuladores de opinión, moralizadores del deber ser y neo-brujos ideológicos.

-

A partir de un mercado que valora el rol del individuo dualmente entre el éxito o el fracaso, y que gracias a ello gratifica o castiga, se le somete, o bien a una satisfacción fetichística, o a una punición simbólica y real, traducida en marginalidad opresiva, en neurosis, en estrés o en un sentimiento de insignificancia personal.

-

Se desterritorializa de su entorno natural y social.

Según Guattari (1998) se tienen tres tipos de subjetividad en las sociedades capitalistas de acuerdo a los roles que distribuyen los medios de comunicación, roles que tienden a extremarse: Una subjetividad elitista, que goza ampliamente de bienes materiales, de posibilidades de medios de cultura, pero sobre todo de un sentimiento de apropiación de competencias, de derecho de mando, organización y toma de decisiones. Una subjetividad serial, que corresponde a los asalariados, a las clases medias, que asumen una condición de subordinados, de maleables, de emuladores y ejecutores de la voluntad superior. Una subjetividad marginal o sometida que se encuentra a merced de una realidad inalcanzable, desesperanzadora, en manos de un orden natural y casi divino de las cosas. 3.8.1.3 Respecto a la sociedad Los fenómenos que afectan al individuo singularmente se revierten en sus relaciones sociales, quedando como resultado unas colectividades condicionadas por una cadena de hechos que se generalizan en todos los niveles. Tenemos por lo tanto una sociedad que: -

Está estandarizada y condicionada moral y económicamente en virtud a las dinámicas economicistas que imponen los mass-media.

145


-

Dirigida por un tramado gubernamental que desvirtúa la arena política y por tanto la democracia.

-

Sometida a nivel de las naciones a un imperio de mercado mundial que atenta contra su autodeterminación, que estimula la injerencia plutocrática en los asuntos internos y estimula ante cualquier forma de resistencia un terrorismo sistémico dirigido a los sectores más vulnerables.

-

Ante la cual se crean y se fortalecen en forma exponencial unos sistemas panópticos policiales y militares.

-

En la cual se acentúa y perpetúa una polarizada lucha de clases con un incremento acelerado de las zonas de hambre, de miseria y por lo tanto de violencia.

-

Está enfrentada a la incapacidad voluntaria de los sistemas políticos para resolver las hondas desigualdades y la caducidad de las cartografías geopolíticas, las cuales cada vez más polarizan los bloques Norte-Sur, a través de una distribución permanente de las desigualdades y el ahorro de la distribución de las posibilidades –derechos para los pocos y obligaciones para los muchos-

-

En la cual los sistemas educativos están más esmerados en construir individuos productivos que en formar seres humanos felices. Es decir, la autorrealización está determinada por la realización del mercado.

-

Para la cual se hace invisible la táctica tecnocrática de la socialización de las deudas y la privatización de las ganancias.

En síntesis podría decirse que en el marco del Capitalismo Mundial Integrado se están presentando fenómenos que revelan cada vez más lo que el físico David Bohm llamó generalización de la incoherencia, que no es otra cosa que el proceso paulatino y regular de desintegración de todas las estructuras que mantienen en pie

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el sistema existencial humano, social y ambiental, o la desarticulación de los puntos angulares sobre los cuales se sostiene la historia humana aquí en la tierra. Las relaciones de la humanidad con el socius, con la psique y con la naturaleza tienden, en efecto, a deteriorarse cada vez más, no sólo en razón de contaminaciones y de poluciones objetivas, sino también por el hecho de un desconocimiento y de una pasividad fatalista de los individuos y de los poderes respecto a estas cuestiones consideradas en su conjunto (Guattari, 1998, p. 30) La fragmentación de estas tres dimensiones de la ecología ha hecho que el ser humano no establezca vínculos entre sus actos y sus posibilidades existenciales, entre lo político y lo ecológico, entre lo educativo y lo político, entre lo social y lo individual, etc; compartimentización de la realidad que ha llevado a una fatal situación de anomia que se irradia por todas las esferas de la vida en el planeta y que cada vez más adquiere dimensiones no sólo dramáticas sino incontrolables. Quizás lo más delicado es el hecho de existir por parte de la sociedad civil una indiferencia abusiva frente a ello, más que todo por parte de los medios de comunicación, que parecen estar más preocupados por desviar la atención sobre los problemas

de

base

que

en

ayudar

a

solucionarlos.

Esta

actitud

cuasinstitucionalizada lleva a una consecuente réplica en la opinión pública que termina pensando y asintiendo ciegamente lo que los medios le indican. Se tiene por tanto una sociedad paralizada frente a un problema inminente y a un sistema de enceguecimiento que hace de la ataraxia subjetiva y colectiva una de las características más visibles de nuestra época. “La negativa a enfrentarse con las degradaciones de estos tres dominios, tal como es fomentada por los medios de comunicación, confina a una empresa de infantilización de la opinión y de neutralización destructiva de la democracia” (Guattari, 1998, p. 31).

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Tampoco se puede esperar que los cambios frente a esta situación vengan de la esfera de los tecnócratas, pues ellos están eludiendo el problema para sacar ventajas personales y no colectivas desde una filosofía del beneficio, de la apropiación, llámesele hedonismo, culto al dinero, reificación existencial, polución subjetiva y social, etc. Desde luego, para el capitalismo mundial es imperativo anular cualquier forma de subjetividad colectiva, cualquier pretensión de comunitarismo, cualquier tipo de disenso, de oposición que altere o perturbe la opinión pública, la cual ha sido previamente aceitada o laminada en lo que le queda de imaginario. Es claro que el tinglado sobre el que se dan estas relaciones inequitativas de los tres tipos de subjetividad es un escenario eminentemente ritual. Para alcanzar el ideal de modelación de la subjetividad o lo que llama Guattari (1998), la producción de la subjetividad, es necesario instaurar un engranaje de valores que es dinamizado por determinadas prácticas repetitivas, de enfatización, a través de pantallas, de tribunas, de modas, de relaciones de emulación y de chantajes cada vez más moralizantes e inmovilizadores: vectores de subjetivación que conforman una dimensión no comprendida por los mismos sujetos, autoridades anónimas, que funcionan como parásitos aparentemente inofensivos, dando como resultado una cuasisubjetividad o una psiquis parcial. El síntoma repetitivo, la plegaria, el ritual de la sesión, la consigna, el emblema, el ritornelo, la cristalización en relación con el rostro de la star.., inician la producción de un subjetividad parcial. Podría decirse que son el centro de una proto-subjetividad. (…) La pura autoreferencia creadora es insostenible para la aprehensión de la existencia ordinaria. Su representación sólo puede ocultarla, falsearla, desfigurarla, hacerla transitar por mitos y relatos de referencia – lo que yo llamo una metamodelización (Guattari, 1998, pp. 53 y 54).

148


3.8.2

Necesidad de una mutación existencial: en busca de las tres ecosofías

Finalmente para Guattari (1998) se necesita una reconversión de lo andado del camino. El progreso en términos de las tres ecologías ha sido un flagrante retroceso o un evidente fracaso si se mira en términos de vida. Para lograr poner freno o por lo menos desacelerar este proceso adverso precisa de una reconstrucción del seren- grupo como lo plantea Guattari, y esto es a lo que él da el nombre de ecosofía: asumir una ecología de la integridad, del conjunto, articuladora, si se quiere, revivificadora de la vida. Sólo por este camino se podrá vislumbrar una luz al final del túnel opaco que atraviesan alocadamente las sociedades y el hombre en esta historia reciente. Ni los banqueros ni los tecnócratas agenciadores de las micropolíticas o telepolíticas sociales podrán llevar a cabo esta iniciativa. Este es un propósito que debe desearse y realizarse desde las dimensiones que están en capacidad de territorializar nuevamente la subjetividad, los grupos sociales

y la

agotada naturaleza. Para ello hay que tener bastante claro que las instituciones deben estar al servicio de la vida y no ésta al servicio de las instituciones. Cambio de paradigmas, cambio de pensamiento y cambio de acciones. Se podría sintetizar brevemente la prospectiva ofrecida por Guattari a través de los siguientes pasos: Respecto a una ecosofía social se debe: -

Reconstruir las formas de ser en relación con el otro. EL otro sujeto, el otro mundo.

-

Diversificar los paradigmas de pensamiento para quitar el carácter dominante del modelo tecnicista y cientifista.

-

Hacer resistencia a los medios de comunicación. Establecer un control sobre sus acciones e intensiones. Establecer una constante vigilancia sobre sus acciones y observarse críticamente para no ser controlados por ellos.

-

Posibilitar las referencias teóricas que le den luz a la sociedad.

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-

Permitir que los rituales estén agenciados por la capacidad creadora de los sujetos – por el arte, la literatura, cualquier forma de consolidación de la dimensión expresiva o por los territorios de acción de la vida cotidiana – y no por los medios de comunicación, que buscan beneficios de clase, de marca, de facción ideológica.

-

Posibilitar la creación de existencias singulares o la resingularización de los conjuntos seriados por los mass-media.

-

Superar las semióticas que ponen al sujeto y a la naturaleza al servicio de la economía.

-

Reconstruir el ser–en-grupo a través de una reinvención de lo político que tenga como pretensión fundamental la recuperación de los modos de producción de la subjetividad, fuera del sistema económico y de los medios de comunicación. Es decir, superar los modos de producción de la subjetividad primaria.

-

Frente al consenso normalizador estimular el disenso y el desarrollo de culturas particulares.

-

Establecer otros sistemas de valores que se escapen de la dictadura del beneficio: el valor del deseo, el valor de la estética por encima del imperante valor del precio.

-

Estimular la expresión creadora de los sujetos y de las comunidades.

Respecto a una ecosofía del sujeto se debe: -

Superar las oposiciones dualistas que han guiado el pensamiento social con las cuales al sujeto se le somete al principio del tercer excluido. Es bonito o es feo, es bueno o es malo, es verdadero o es falso. Se puede ser algo de las dos cosas al mismo tiempo: principio del tercer incluido.

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-

Recuperar

al

sujeto

de

las

lógicas

de

condicionamiento

y

de

estandarización mediática y telemática y situarlo en una ecología de la mente, es decir, sacarlo de su subjetividad primaria, la del déficit de sí mismo, la de la enajenación – de la moda, de la significancia colectiva gracias a roles impuestos y prestados. -

Reinventar la relación con el cuerpo, con el misterio, con lo que no necesariamente puede ser reducido a una ecuación o a una fórmula.

-

Que pueda construir sus distancias de singularización. Que esté en condiciones de repudiar las formalizaciones impuestas de las ciencias duras y buscar otras alternativas más pegadas a la creatividad, a los territorios del deseo, a la invención y a los subterfugios de los caminos insospechados, a la ecología de lo imaginario. El arte ha de permitir el camino imprevisto, la ruta accidental, el descubrimiento del yo y del mundo.

3.9 Otras contribuciones teóricas sobre la nueva sacralidad del mundo moderno

3.9.1

El fenómeno de la indiferencia del mundo. Kolawkosky

¿De qué huye el ser humano sino es del sufrimiento, que se sintetiza en el dolor físico, en la derrota, en la angustia, en la desesperación, en el fracaso? ¿No es el sufrimiento acaso provocado por la frustración de ciertos ideales, por la presencia de realidades amenazantes, cuando no por la soledad, la enfermedad y la muerte? El ser humano huye de la experiencia de la indiferencia del mundo que se manifiesta en todas aquellas situaciones en la cuales él se siente cortado o separado de la

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realidad que le rodea, huérfano de la unidad en la cual el todo y las partes significan lo mismo. El hombre primitivo en su experiencia de vida se sentía unido con un cosmos que daba razón de él a través de los mitos y de los

ritos. El mito le

recordaba permanentemente que él era componente fundamental de la vida, que su existencia tenía un significado en términos de unidad. ¿Si el dolor corporal se puede entender como la indiferencia que siente el cuerpo por el ser que sufre, como poder entender el dolor del alma? Si el cuerpo se convierte “en una realidad extraña que me puede aplastar con su insensibilidad hacia mí, con su incapacidad para trabar amistad conmigo” (Kolakowski, 2000, p. 74), entonces aparece una distinción entre el sí mismo y un cuerpo que no se puede dominar. Se presenta una división entre el sujeto y su cuerpo que saca a la luz la indiferencia del mundo. “En el sentimiento

de la división que aparece en el dolor corporal, el

fenómeno de la indiferencia del mundo se percibe de la manera más sensible, pues concierne a ese fragmento del mundo con el cual yo solía experimentar la más inmediata intimidad. Todas nuestras luchas con la caducidad de la physis humana son intentos de recuperar la identidad de cada cual con su cuerpo” (Kolakowski, 2000, p. 75). El muerto hace explícita su indiferencia por quien se queda sufriendo por él en vida. Lo mismo sucede en quien se anticipa la muerte, ya que con ella se anuncia el umbral de la condición de indiferencia del mundo, la soledad cósmica, la desolación de un mundo que se vuelve incapaz de advertir la ausencia, que ya no le interesa la presencia de quien ha de partir. “No tememos entonces a la nada, sino al mundo que se ha vuelto completamente indiferente, al mundo que ha dejado de advertir orgánicamente nuestra presencia, representada, en él” (Kolakowski, 2000, p. 76). La anticipación de la muerte se manifiesta en todas las formas de caducidad en las que cae el individuo que ve fenecer sus esperanzas de ser advertido por los otros, de llamar su atención, de ser importante para sus propósitos. En una sociedad en la cual la vivencia del tiempo lineal impide la esperanza de los ciclos repetitivos propios de la naturaleza, en la que el sentimiento de derrota

152


religiosa hace concebir el cuerpo como una mácula, en la cual el culto a la ventura le revela al hombre que habrá un momento dramático de pérdida de facultades físicas y de decrecimiento: forma de negatividad ante el tan anhelado bienestar, la experiencia del envejecimiento será una experiencia de fracaso, de derrota, de pérdida de control, de huída a un terreno estéril y baldío en el cual se anticipa la indiferencia del mundo, en el que se pronostica una forma de desaparición, más real que simbólica. El fenómeno originario de la existencia se fragmenta a su manera en una sociedad que se convence cada vez más de que los perdedores son aquellos que caen en el descrédito, en la condición de fracasados, de no ser identificables con el quantum del éxito, el cual, es ordenado por el sistema como un acto de fe irrenunciable. Nos parece como si fuera otro, otra persona, lo que nos manifiesta su indiferencia; el otro pasa a ser la fuente aparente de las experiencias que conocemos como negatividad, es decir, la fuente del desengaño, de la humillación, de la vergüenza; nos parece también como si, en nuestra derrota como individuos, determinada situación superara nuestras fuerzas, como si algún fragmento del mundo ganara preponderancia sobre nosotros, como si no estuviéramos más a la altura de ciertas circunstancias. Parece, entonces, como si la indiferencia se insinuara en nuestros encuentros individuales con las cosas, con los hombres, con nuestro cuerpo, pero ni tuviéramos razón alguna para proyectar esa sombría vislumbre a la totalidad del ser y experimentarla como una cualidad duraderamente adherida al mundo (Kolakowski, 2000 p. 77) El ser humano trata de huir de la indiferencia del mundo transformándolo en algo producido por sus propios medios, y ello gracias a la apropiación de las cosas a partir de su manipulación y de su abstracción: una tentativa desesperada que termina en la construcción de un mundo artificial. En este proceso el hombre se

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constituye en el creador de un entorno nuevo, en el gobernante de un destino que ha conquistado el milagro tecnológico, experimentando una suerte exaltada de optimismo sin límites, sintiendo el trance propio de un demiurgo encantado con los frutos de su inteligencia. Pero el mundo en este nuevo estatus de intervención y de manipulación humana no es neutro, no sirve para un encuentro amistoso, es según Guattari un Botín, como tal se vuelve extraño, un tanto hostil, y no deja de ser indiferente por cuanto en la relación con dicho reino tecnológico el hombre lo ha forzado a alejarse y a convertirse en su víctima al querer vencerlo. Mientras el ser humano dependió de lo impredecible de la naturaleza vivió una atmósfera mítica, en la cual todo podía ser posible, en donde habitaba una potencia benévola u hostil, la cual en cualquier momento lo podía sorprender. Pero con la construcción de un mundo tecnológico, cuyos productos son mediados por él en su artificialidad, todo devino predecible, controlable, pero a la vez con un aura de extrañamiento, de incompatibilidad y como fuente de angustia. Otra forma de superar la indiferencia del mundo por parte del ser humano es a través de la posesión del objeto (Fromm, 1998). En dicho gesto la sociedad avala la exclusividad de la propiedad privada (privada para otros), la cual implica entre otras cosas una especial intimidad con el objeto, una fusión o comunión que le otorga al objeto una subjetivación (humanización) que garantiza la cercanía con el ser humano. Dicho en otras palabras, el objeto es humanizado o domesticado por el hombre y con ello, con este acto de proyección- que a la vez es la exclusión del otronaturaleza, del otro-comunidad y del otro-cosmos-, éste entra en comunión con el objeto dejando de lado los vínculos primarios que fundaron la aventura de estar en el mundo. Esta relación denota una forma de religiosidad o de orientación valorativa respecto al cosmos en su totalidad. El mundo objetual adquiere un estatus nunca antes visto: se consagra como la instancia guía que da sentido a la existencia humana. “La cosa no es humanizada por mí, su propietario; soy determinado por la cosa como mía, es decir, como arrancada a los otros. Por lo tanto, en la satisfacción de la propiedad engendro lo opuesto de lo que quería alcanzar: me convierto en la

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suma de las cosas que poseo” (Kolakowski, 2000, p. 82). Es así como el sujeto es alienado por la cosa y no la cosa por el sujeto; aquella ya no está al servicio del hombre, sino que esté está determinado por el valor de las cosas, constituyendo una suerte de mismidad viciada, fetichista, enajenada. Es manifiesto el malestar que deja en el corazón del hombre prometeico la indiferencia del mundo, igualmente se hace visible su sensación de imposibilidad al intentar atenuar el extrañamiento que deja su salto en el vacío, y tratar de ocultar las causas del sufrimiento es más fácil que combatirlas, de ahí la continua necesidad de evasión de todas aquellas realidades que lo subsumen en el dolor, de la anticipación de la muerte, de la vejez, de la soledad, del desamor, de la apatía, llevándolo en ocasiones a una huida no sólo en el alcohol y en los narcóticos sino en todos aquellos medios que atenúen el dolor psíquico y emocional como el trabajo desmesurado, el consumo, las intervenciones quirúrgicas estéticas corporales y, por qué no, las espirituales. Así como se huye de la fealdad que por convención impone el mundo así se siente terror del fracaso social que se origina en una instigación desde ciertos arquetipos de normalidad triunfalista que lanzan al ser humano de la horda homogénea y universal a la tragedia del miedo, a la pérdida del reconocimiento social y al debilitamiento de una fama atizada permanentemente por los mass media. “La cultura de los analgésicos posibilita la aparente superación de la soledad y una aparente solidaridad que no resiste los embates. La incapacidad de soportar los sufrimientos impide participar en la comunidad humana real: en una comunidad consciente de sus límites y de los conflictos potenciales que contiene, y dispuesta a poner a prueba esos límites” (Kolakowski, 2000, pp. 96-97) La narcotización de la vida lleva a los seres humanos a un frenesí que se monta en las metrópolis de las sociedades desarrolladas o de aquellas que sueñan con serlo. Se precisa estar al ritmo impuesto por los artificios de la felicidad, estar al paso impuesto por las urbes abigarradas y compulsivas que marcan el compás de una celeridad irrefrenable, dislocada, vertiginosa. En este desenfreno compulsivo es

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inaceptable quedarse atrás, esto es sinónimo de soledad, de incomprensión, de desadaptación, de desaparición. Y a este respecto la moda es la lógica de la evanescencia (Ospina, 1994), es el cumplimiento del circuito del deseo que jamás existe pero que nunca se agota. Es el angustiante ejercicio de estar siempre presente sin jamás estarlo, cumpliendo un llamado que jamás acaba. No es que sólo pueda ser yo moderno durante un breve lapso porque la moda cambia rápidamente; al contrario, la moda cambia rápidamente porque sólo puedo ser moderno durante un breve lapso. Soy auténticamente moderno sólo un instante: ese momento fugitivo en que la moda llega a su punto máximo. Una moda que se generaliza, en efecto, se mata a sí misma con su propio triunfo. Lo que es moderno universalmente deja de serlo por eso mismo: sólo puede ser genuinamente moderno lo que aún no lo es, y en el instante en que está pasando a serlo (Kolakowski, 2000, p. 97). La pérdida de sentido no es total en la modernidad, es simplemente una reorientación de sentido, que ahora y definitivamente se relega de los vínculos de la comunidad, que acendra la indiferencia, el egoísmo, la individualidad en aras de un auto-goce, de un solipsismo vernáculo propio de una moral hedonista y autocontemplativa. La muerte de la comunitas es el resultado del nacimiento de una nueva forma de relación con el mundo, que no se fundamente en un estar referido a, en relación con, sino en contra de y a partir de “Una sociedad en que el individuo intenta eludir la responsabilidad por los demás, y en que languidecen aquellos mitos de carácter vinculante, se sirve más bien de otro tipo de mitos: los mitos del futuro, en que este pertenece al más fuerte” (Kolakowski, 2000, p. 99). En este orden de ideas existen en la historia, según kolakowsky, dos clases de mitologías. Una de carácter regresivo, conservador, que corresponde a la cosmovisión propia de las comunidades estancadas en el tiempo, pero desde las cuales se le demanda a los individuos preocupación y cuidado por la comunidad,

156


siendo por ello mismo restrictiva y limitante al tiempo que tiene por atributo la comunión y exige responsabilidad por los valores referidos a la tradición y a la memoria. Otra mitología es la que corresponde a un carácter prospectivo y de conquista. Dicha mitología la funda la modernidad y sus presupuestos son de un orden completamente distinto de la primera. Su preocupación no es la comunidad, ni la conservación y el equilibrio del cosmos, sino el individuo, que ahora se caracteriza respecto al grupo por hacer prevalecer sus propios intereses por encima de la voluntad colectiva; es una sociedad tipificada por la fragmentación y en ese sentido el cosmos deja de ser vinculante y protector. Estas mitologías subjetivas en el plano social son abiertamente agresivas y particularizantes, de ahí que el conformismo hostil apela más a la anulación del otro en tanto competencia, en tanto oposición excluyente que a la integración solidaria; los valores comunes son desterrados dejando lugar a la rivalidad, a la salvación del solitario; y ello se logra creando una relación arquetípica excluyente entre los seres ejemplares y sus émulos, en cuya lógica los que sobresalen son los que le muestran a todos los demás lo que significa ganar. Se estructura en este caso una mitología de la exclusión, de la separación, del destierro, del olvido. Por lo tanto “el mito agresivo, capaz de cohesionar a la sociedad en la tensión de la lucha y de la amenaza, es impotente para impedir su decadencia fuera de esta tensión” (Kolakowski, 2000, pp. 98 -99). Las mitologías primitivas se arraigan al modelo de mitología regresiva, el ideal que instauran es anterior a la historia y se cumple en tanto imitación de los seres sobrenaturales. Las mitologías prospectivas o del progreso crean un modelo a seguir en el más allá (religión católica con su idea de la salvación en la postvida, que sustituyó al mito de los pecadores), en un futuro que se convierte en la utopía propia de los elegidos. Hay que alcanzar ideales no cumplidos, más allá del tiempo presente. Para ello el grupo de los creyentes debe conformar un ejército de adoradores del tiempo irrealizado, que pertenece al reino del futuro, a una realidad que promete la salvación a cambio del arrepentimiento y a la negación del aquí y del ahora, de la naturaleza y de sus epifenómenos como el cuerpo, el goce y la libertad.

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Se tienen pretensiones más no obligaciones y cualquier

elemento neutralizador

debe contrarrestarse o eludirse para lograr el ideal. El absolutismo de este tiempo ideal deja ensombrecido el espectro social, lo anula, lo aniquila, lo convierte en una excusa, en un medio para un fin y no un fin en sí mismo. El sentimiento de la indiferencia del mundo nace de una conciencia del mundo en la cual el sujeto ya no está en él, y en donde a la vez es consciente de esa distancia pactada por la razón, por el espíritu especulativo y por el entusiasmo tecnológico. El ser humano quedó dislocado de la totalidad, de la universalidad del cosmos, dejó de ser naturaleza cuando tomó conciencia de su subjetividad en detrimento del mundo otro, en virtud de una soberbia capacidad transformadora y cuando puso en marcha su posibilidad de transformación de dicha realidad. “La subjetividad desdoblada dejó de ser parte de la naturaleza” (Kolakowski, p. 118); y allí, en esa nueva condición, el individuo le confirió el valor de verdad a sus propios logros, creando el valor mitológico en torno a su propia verdad en oposición a la de los otros, que bien puede ser dudosa: muerte de la trascendencia y de la convivialidad. El individuo al explicar la naturaleza, la desacralizó, y la naturaleza en su nueva condición de sustrato dominado dejó de dar razón de ser de él. Este salirse del ser-en-el-mundo generó en el hombre una necesidad mitificadora, una nostalgia insoportable por una totalidad perdida, pero ahora por una nueva totalidad. Esta condición de separación, de orfandad, esta indiferencia del mundo es la que explica la permanencia del mito en la conciencia de la humanidad. El mito moderno de este modo surge de la necesidad de una conciencia destituida de la naturaleza que pugna por recuperar su contacto con un todo, con la vida experimentada en forma primigenia. (Fromm, 1958). La mitología trata de suplir esa falta de memoria del mundo, de reintegrar al ser humano a su condición original. Es por esta razón que Kolakowski afirma que “La mera presencia de la conciencia específicamente humana crea una incancelable situación mitógena en la cultura. La función del mito en la vida social, como garantía de vínculos, y su papel integrador en el proceso de organización de la conciencia individual parecen irremplazables” (Kolakowski, 2000, p., 120). La nostalgia del

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origen según Eliade (1991d), es el motor fundamental de la mente primitiva; y el mito se constituye como ese universo mágico-fabulador que permite ese permanente reencuentro, ese volverse uno con la totalidad del universo, ese sueño primigenio y auroral que le recuerda al ser humano que él, más que ser un elemento suelto en el cosmos, hace parte de un universo sincrónico e interdependiente. Una vez desarraigado el sujeto de estos lazos fundacionales se ve entonces forzado a buscar la integridad de su ser en un sentido distinto, ya no referido a la naturaleza sino a un universo creado artificialmente, creado a partir de su capacidad transformadora y retadora de lo divino. El mito etiológico por excelencia del hombre moderno es el que gira alrededor del milagro tecnológico, la máquina inteligente, el robot polifuncional, la prótesis que lo libera de la creación ajena y lo coloca en el centro del universo como demiurgo protagónico, como el Fausto que reta la fuerza del conjuro mefistofélico con tal de ser realmente feliz. Pero cualquier intento de sustitución del fuero mítico original, como vivencia de la totalidad, bien sea dirigida a la ciencia, a la tecnología, a la producción o al consumo, está destinado al fracaso. Dichos desplazamientos mitológicos son resignificaciones dirigidas a universos parciales, muchas veces fraccionados, que dejan permanentemente al ser humano en un estado de solicitud existencial, de carencia, de insatisfacción ávida que no logra superar y que, antes bien, lo lleva a extremarla, en forma de dicha solitaria.

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CAPÍTULO TRES

EL MITO Y EL RITO EN LA MODERNIDAD: LA PUBLICIDAD Y

LOS MASS MEDIA

Como se vio en capítulos anteriores, la importancia del mito y el rito en las sociedades tradicionales estriba en su condición de organización de la vida social en todos sus órdenes. Sin estos, dos dimensiones complementarias de saber y de praxis, sería imposible concebir la vida de los seres humanos y todos sus alcances, que incluyen desde lo más material hasta las elaboraciones más sofisticadas de tipo intelectual, moral, religioso, político y estético. Toda la vida de las sociedades ha girado en torno a estos dos espacios de organización del cosmos y de los pueblos y de ellos depende. Desde las sociedades más atrasadas respecto a su desarrollo técnico- científico hasta las más complejas de la era industrial y cibernética, pasando por aquellas en donde arraigan las grandes religiones tradicionales o aquellas de orientación laica, los mitos y los ritos han sido el sustrato sobre los cuales se funda su funcionamiento. Pero ¿cómo explicar esto en las sociedades modernas, sobre todo en aquellas que se denominan sociedades de la comunicación, en donde se creería que los mitos y los ritos son asunto superado? Mirando en retrospectiva,

la correcta ejecución de los ritos constituye lo más

importante para la mente religiosa tradicional. Sin la ritualidad, las creencias no serían más que formas sin contenido, alejadas de la vida misma, entendida esta como equilibrio y correlato entre lo mítico y lo ritual. El cumplimiento del culto o de los actos rituales es precisamente la condición de posibilidad del milagro de la vida. A través del ritual se garantizan la germinación, la procreación, el equilibrio del entorno natural y consecuentemente, de la sociedad. Por este medio el culto garantiza el dominio de las fuerzas naturales sobrepasando lo que para nosotros podría interpretarse como un juego estético, entrando más bien en los estratos más

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profundos de la realidad trágica. “Lo que el danzante ejecuta al participar en un drama mítico no es ninguna mera representación o espectáculo sino que el danzante es Dios, se convierte en Dios” (Cassirer, 1998, p. 64). A partir de esta dinámica reconocible en el mundo de lo concreto se puede comprender mejor el valor de la naturaleza para la conciencia mítica. En dicho contexto natural cobran sentido, en términos de unidad fundamental, la representación y la acción, estableciéndose una comunidad dialógica presente entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo teórico y lo práctico, entre el pensamiento y el cuerpo. En el mundo natural convergen de igual manera la espiritualidad de los cuerpos y la objetividad de la conciencia; en su seno se da un diálogo ininterrumpido entre las distintas manifestaciones de la vida, la cual emerge como una totalidad: universalidad incluyente que niega cualquier categorización absolutista entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo real y lo irreal, entre el aquí y el más allá. “En lugar de explicar la actividad ritual como contenido de fe, como un mero contenido representativo, tenemos que seguir el camino inverso; lo que del mito pertenece al mundo teórico de la representación, lo que es mero relato o narración creída, debemos entenderlo como una interpretación mediata de aquello que está inmediatamente vivo en la actividad del hombre y en sus afectos y voliciones” (Cassirer, 1998, p. 63). El tiempo, al igual que el espacio, tiene connotaciones diferentes para el sentimiento mítico religioso que para el pensamiento del hombre moderno dentro de sociedades que han alcanzado un grado notable de desacralización. A diferencia del hombre religioso, el hombre de las sociedades modernas, a pesar de que distingue existencialmente en el tiempo intensidades variables, lo asume sin rupturas ni misterios; el tiempo es para él extensivo, cuantitativo, histórico y lineal. Desacralizado, el tiempo se presenta como una duración precaria y evanescente que conduce irremediablemente a la muerte. Esta perspectiva cambia totalmente cuando el sentido de la religiosidad cósmica se oscurece. Es lo que pasa dentro de

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ciertas sociedades más evolucionadas, cuando las élites intelectuales se alejan progresivamente de los parámetros de la religión tradicional. La santificación periódica del tiempo cósmico se constituye inútil e insignificante. Los dioses no son accesibles a través de los ritmos cósmicos temporales. La significación religiosa de la repetición de los gestos ejemplares se pierde. Entonces la repetición vaciada de su contenido religioso conduce necesariamente a una visión pesimista de la existencia.

Cuando es desacralizado, el

tiempo cíclico deviene terrorífico, se revela como un círculo girando indefinidamente sobre él mismo, repitiéndose hasta el infinito (Eliade, 1991a, p. 95). Mirándolo en perspectiva y siguiendo el análisis de Mircea Eliade es fácil comprender la razón de ser de la experiencia del tiempo histórico por parte del hombre moderno. No hay que hacer un gran esfuerzo para entender que la desacralización de los ciclos temporales ejerció en la mentalidad de las civilizaciones modernas un gran influjo, posibilitando un cambio rotundo en la forma de entender y de vivir el mundo natural, de transformar en grado absoluto los ritmos y las ritualidades, y por ende toda la escala de intereses y valoraciones respecto a los esquemas de la vida. Respecto a la acritud del hombre moderno a vivir los ciclos marcados por la tradición, basta con el ejemplo de la desacralización que sufre el universo ritual y su nueva orientación hacia demandas cada vez más cercanas a los requerimientos económicos –producción, consumo y mercado–. Los rituales de la sociedad moderna están fuertemente ligados a las exigencias de la industria cultural, a las necesidades del entretenimiento, en mayor grado dependientes de las fluctuaciones que impone la moda y de los valores compartidos que giran en torno al consumo acelerado y a la reconstrucción permanente de los parámetros de felicidad que se fabrican en serie en las grandes metrópolis del mundo. La economía liberal

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determina de este modo los esquemas vitales de la existencia del sujeto masificado, como otrora lo hicieran las grandes religiones. Los ritos de las sociedades tradicionales están –ahora en menor medida– fuertemente ligados a la conservación de unos valores referidos a la memoria y a la tradición. Desde esta perspectiva el cosmos forma una unidad interdependiente entre lo individual, lo social y lo natural: unidad que sostiene y garantiza el equilibrio del todo, y que como tal, debe ser cuidada y protegida. La armonía del cosmos se funda en la circularidad y en la repetición de actividades, en una propensión explícita a la permanencia gracias al ejercicio permanente de la memoria. Por el contrario, los ritmos temporales de las sociedades modernas están más referidos a prácticas de fraccionamiento, de utilización, de usufructo y por lo tanto, de aceleración creciente. La ganancia está representada en la incentivación, en la gestión rápida, en la apropiación de espacios y en la maximización de tiempos: todo ello incidiendo a su manera y directamente en el equilibrio del medio natural, en la estabilidad de los sistemas políticos y en la estructuración existencial de los sujetos. En este orden de ideas, en las sociedades modernas la conciencia de la temporalidad está fuertemente ligada a una lógica de acumulación, lo que determina a su vez la sobrevaloración que se da al futuro. Cada momento estará

ligado

directamente a un proceso de acrecentamiento, de multiplicación, a partir del cual se concebirá el futuro (el más allá, el progreso) como el espacio soñado, desvirtuándose en cierta manera el pasado y a la vez el presente, quedando éste como servidumbre o medio para el por-venir. Mito al progreso que atenta contra todas las formas de vida sustentadas en la tradición y, a la postre, en la memoria. Dentro de la dialéctica que se establece entre la dimensión mítica y el universo ritual en las sociedades contemporáneas, el rito es quizás el depositario de los mayores desajustes que puedan analizarse en el mundo moderno. Es particularmente interesante ahondar en el fenómeno del ritual por cuanto en él se vislumbran las situaciones más cuestionables de la forma como el hombre moderno asume una

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forma de estar en el mundo, de justificar las dinámicas sociales, de afianzar la cosmovisión que funda su historia, incluso de consolidar formas de dominación ideológica. Dentro de estas disfunciones rituales se destacan, entre otras, la forma como se desvirtúa el rol fundamental del ciudadano político, específicamente en su potencialidad de transformación del mundo inmediato, la manera como queda condicionado por un sistema que lo desborda en aras del mantenimiento de un medio que se afirma en un sentido pragmático y preponderantemente economicista, y sobre todo por la manera como se desarrollan formas de inclusión y de exclusión social en los distintos espacios de acción en virtud a la evaluación del papel social de los individuos. Todo lo anterior marca visiblemente la forma como se instituyen socialmente los sujetos dentro de un complejo sistema, en el cual la acción referida al ritual se suma al bagaje de competencias que tipifica su posición dentro del grupo. Lo que es evidente, a diferencia de lo que sucede en las comunidades primitivas, es que en esencia el papel del ritual ya no está referido en el sujeto a un dominio de los secretos y habilidades espirituales que orientan al grupo y a la adaptación de estos al medio natural, ni a las destrezas y a la experiencia en el manejo de los asuntos de la comunidad propias para la conservación del grupo y de la cultura, sino que se tiene una serie de actividades, más ligadas al dominio de una experticia en conocimientos técnicos e intelectuales, super-especializados, que normalmente se desligan de una visión holística de totalidad, o si se quiere, de una cosmovisión y se aplican a asuntos más particularistas de la vida en sociedad.

1.

CARACTERIZACIÓN DE LOS MITOS Y RITOS PROFANOS

Hasta el momento se ha dicho que la relación entre el mito y el rito puede entenderse también como la relación entre teoría y práctica, entre representación y presentación, entre libretos y escenificación. Así mismo, se ha aclarado que los mitos y los ritos no desaparecen en el tiempo sino que se transforman de acuerdo a

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contextos sociales e históricos bien determinados (sin ser por ello, como muchos piensan, marginales). Además de lo anterior, también se ha dejado claro que la acción ritual está enmarcada por una vivencia de una espacialidad y una temporalidad cualitativamente distintas. Una vez comprendidos los enunciados anteriores (desarrollados en capítulos precedentes), pueden empezarse a establecer las relaciones que se dan entre los fenómenos mítico-rituales con el fenómeno mediático y en especial con el publicitario, con el fin de mostrar que los mitos y los ritos funcionan en dichos espacios como unos de los mejores y más efectivos medios para alcanzar la integración social, de acuerdo a unas muy precisas solidaridades orgánicas. Para tal efecto es importante recordar que la presencia del mito y del rito en las diferentes culturas a lo largo del tiempo, obedece a necesidades de consolidación, de establecimiento y de protección de la transmisión de los conocimientos y de las prácticas que dan sentido y valor a dichas culturas. Si miramos de cerca la función de los mass media, nos encontramos con correspondencias simétricas entre el basamento mítico y el que subyace a los medios en tanto espacios de movilización de ideas, valores e imaginarios sociales; descubrimos que la labor comunicativa, en tanto variante de una narratividad oral, se revela

como una forma moderna y

adecuada de mitologización, papel que otrora cumplió el mito en las sociedades primitivas. La industria cultural o cultura de masas, no hizo otra cosa que truncar el proceso de formación del sujeto dentro de la comunidad al lado de la familia, y lo circunscribió a la cultura del entretenimiento, es decir, lo sumió en unas prácticas y destrezas muy específicas, que usualmente se resumen en la manipulación de técnicas necesarias para la vida en sociedad. Asumir que el hombre contemporáneo desarrolla una serie de actividades motrices dependientes de los conocimientos adquiridos en virtud de procesos de transmisión socialmente establecidos, con miras a la manutención de la vida individual y colectiva, es aceptar que en su trama está en relación permanente con lo que

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antaño fueran sus mitos y sus ritos. La diferencia con el pasado estriba en el grado de secularización con que se presentan esta neosacralidad mitico-ritual en la hora actual, en donde nos encontramos con mitos y ritos desacralizados de sus componentes teológicos, mágicos y esotéricos pero potenciados en tanto creencias en su sustrato sociológico. Si de acuerdo a lo anterior se parte del supuesto de que los ritos constituyen una serie de actividades institucionalizadas para la consecución de un fin determinado, de carácter sagrado, económico, lúdico, político, educativo, etc., entonces se comprende que dichas actividades tienen un sentido individual y colectivo determinado, orientadas por una necesidad o emergencia cultural específica y que gracias a la consecución de dichos propósitos se puede hablar de desarrollo de la vida colectiva. Los elementos míticos y rituales que se entretejen en la vida cotidiana contemporánea de los individuos van desde lo más trivial hasta lo más complejo, desde la forma de vestirse, alimentarse, reproducirse, hasta la participación en actividades recubiertas por códigos, en virtud a los cuales se participa o no en el ejercicio de hacer parte de una totalidad, de un complejo engranaje de participaciones y de acciones sociales. Sólo quien se percate, o mejor, quien acepte percatarse de que la motricidad –la cinestesis, si queremos– humana es algo más y algo diverso del movimiento puramente utilitario del animal, pero que es también movimiento creador, propiciatorio, apotrópico, liberador, sacramental, etc., podrá comprender por qué es tan importante analizar y profundizar el estudio del elemento motor humano cuando éste coincide precisamente con algunas del las acciones o situaciones que son determinantes en nuestros días para la vida de un

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individuo, para la organización de una comunidad de individuos dentro de la sociedad (Dorfles 1969, p.74). A continuación, siguiendo inicialmente los planteamientos del profesor Claude Rivière (1995) en torno a lo que define al rito por excelencia, se intentarán esclarecer algunos de los elementos que ligan los ritos profanos contemporáneos a los medios de comunicación. Los ritos se caracterizan por:

-

El rito enmarcado en las relaciones sociales

El rito se presenta como la garantía para que lo social se mantenga y perdure. El orden o equilibrio social está garantizado por una forma suave, legítima y no coercitiva de ritualización de la vida colectiva. La sociedad crea una imagen de sí misma a través de representaciones colectivas, de símbolos de participación que naturalizan las formas de relación interindividual. De este modo se desarrollan procesos de integración de personas y de grupos dentro de un marco general de comunidades que funcionan sobre el principio de reciprocidad de valores. Gracias a relaciones de diferencias y jerarquías, dichas comunidades marcan y acentúan los diferentes roles que se deben cumplir. Así mismo, a partir del acervo logrado con el tiempo y que se entiende como memoria necesaria para su continuación, se establecen pedagogías de integración a la cultura para los distintos individuos. Para ello se hace necesaria la repetición ritual de ciclos temporales en donde se reiteran periódicamente los actos simbólicos que cumplen una función unificadora como guía a futuro. Finalmente el rito funda los principios identitarios que darán el soporte para la reproducción de la sociedad. -

El rito que permite la alteridad

El rito lleva a que los individuos se reconozcan en los otros integrantes del grupo a través de una dependencia simbólica gracias a la cual se crean lazos de pertenencia afectivos y puntos de referencia de acción social, forma de negociación que

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garantiza no sólo estar en el grupo sino también sobrevivir y no caer en el aislamiento. En este orden de ideas se establecen por ejemplo ritos de pasaje dentro de un encadenamiento de jerarquías que delimitan el estatus de unos respecto a otros, creándose así toda una serie de actividades que permiten para los participantes el ascenso o posicionamiento en el grupo; se instituyen entonces ritos deportivos, militares, de fama, educativos, etc., todos ellos organizando la inserción del individuo en su propia cultura, pero ya no dentro de un universo cosmogónico como lo hacían los antiguos ritos tribales. Es un orden social y no religioso el que se establece en los ritos profanos, y dentro de éste,

el papel de los sujetos es

particularizado en un universo restringido, bifurcado, y con menor espectro que el de los ritos sagrados. -

El rito como forma de comunicación

En la práctica ritual se afianza un sistema de circulación de significados visiblemente codificados, que ayudan a la comunicación de los individuos y de los grupos entre sí respecto a la realidad que viven. Todo rito funciona cabalmente como un sistema retórico de símbolos externos, símbolos que albergan unos valores bien determinados, necesarios para la interrelación de los integrantes del grupo. El rito no existiría si no funcionara como portador explícito de significados. Palabras y actos entran entonces a actuar como estructuras regladas y codificadas detrás de una intencionalidad precisa, la cual consciente o inconscientemente, organiza el tinglado social de acuerdo a unos valores pre-establecidos según una determinada performancia. -

El rito como estructura teleológica de valores

Los ritos son la expresión de una voluntad colectiva que funciona de acuerdo a unos propósitos que, tanto ética como cognitivamente, ponen a funcionar una serie de estados emocionales respecto a dicha intencionalidad. El rito es como un campo magnético que permite la sublimación de sentimientos en torno a realidades de

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participación colectiva. De este modo, el papel de la identificación social determina la admiración, la emulación y la exaltación (o en el caso contrario el rechazo), bien sea en una actividad, en un saber, o en una actitud que se definen como parte de un proceso de comunión grupal. “Symbolique par les références qu´il implique et met en jeu, tout rite religieux, politique, profane, dépend d´un système de pensée qui s´énonce dans le langage lui-même symbolique du mythe, de l´idéologie ou simplement de l´axiologie. Son sens ne se clôt pas sur lui-même mais fait appel à des discours, gestes, sentiments, non-dits, avec lesquels il s´articule dans une démarche existentielle.” (Rivière, 1995)8. Como lo expresa el profesor Riviére (1995), la educación y la formación en todas sus matices funda sus bases en un complejo sistema de microrituales dados, a través de los cuales se otorgan un sinnúmero de hábitos y de valores propios de la vida cotidiana del infante, dando como resultado una paulatina consolidación de representaciones imaginarias respecto a un determinado orden social. De este modo, desde la más tierna edad, se prepara al sujeto para un necesario proceso de secularización (en este caso entendida como desprendimiento de lo más sagrado: la madre y el núcleo familiar) y de aprendizaje que le permitirá fundar una relación autónoma con el medio circundante. Los ritos, poco a poco, le darán la posibilidad de vivir en grupo, afirmándose en sus modelos organizativos, compartiendo sus mismos valores, participando en sus mismos mecanismos de reproducción material y simbólica. Si no se le permite participar en este proceso de adaptación a la realidad, seguramente el niño sentirá angustia e inseguridad respecto al mundo en el que le corresponde vivir. Mirándolo desde otra perspectiva puede decirse que el rito en el espacio educativo, al igual que en otros espacios en donde el sujeto es

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Traducción libre de Leonardo Otálora: “Simbólico por las referencias que él implica y pone en juego, todo rito religioso, político, profano depende de un sistema de pensamiento que se enuncia en el lenguaje simbólico mismo del mito, en la ideología o simplemente en la axiología. Su sentido no se cierra sobre sí mismo y hace un llamado a discursos, gestos, sentimientos no dichos, con los cuales él se articula dentro de un proceso existencial”

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adecuado al mundo cultural reinante, tales como el de la milicia, el entorno social disperso, la sociedad de consumo y las tribus urbanas o en cualquier comunidad de contracultura, otorga a la vida una suerte de escenario ceremonial disperso en el cual el sujeto social debe poner en escena una serie de actividades ligadas a la forma de vestirse y de comportarse, así como a diferentes rutinas cotidianas que determinan decididamente ciertas negociaciones que se emprenden desde el prestigio social a la manera de máscaras simbólicas. Este léxico cultural hace parte de una imbricada estructura de posicionamiento social en cuyo interior el sujeto debe entrar en una teatralización para proteger su propio yo ante las exigencias de un medio que lo demanda (Rivière, 1995).

2. EL MITO Y EL RITO EN LA PUBLICIDAD Y EN LOS MASS MEDIA Ya centrados en los mitos que se gestan en los medios de comunicación y en particular en la publicidad, lo que se pretende en este capítulo es develar, a la luz de los aportes de distintos autores, las dinámicas que se producen en el seno de los escenarios mediáticos. En estos espacios, al igual que lo hacían los mitos y los ritos de las sociedades primitivas a través de prácticas corporales, de cinestesias, de danzas, etc., se lleva a cabo la auto-comprensión que la sociedad moderna se hace de sí misma, la consolidación de una moral acorde a los requerimientos que las democracias de mercado le hacen a las culturas que deben servirle de garante para su buen funcionamiento. El elemento a destacar en este apartado es la manera como funciona el mito-rito en lo que Ramonet (2003) llama el espacio del cuarto poder, siendo éste el determinante en la creación de una ideología que actúa en forma sincronizada en la consecución de la integración social de sus participantes.

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2.1 ¿ENCULTURACIÓN O CONDICIONAMIENTO MASS-MEDIÁTICO?

El papel de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Noam Chomsky

El paso acelerado que se ha dado en el último cuarto de siglo entre la sociedad disciplinar y la sociedad mediatizada enfrenta a la educación a nuevos retos y, por ende, a miradas distintas sobre su quehacer social. El papel formador de la educación se diluye poco a poco ante nuevas formas de transmisión del capital cultural. A la escuela ya no se le puede delegar la misma responsabilidad y su papel es cada vez más difuso ante el ascenso de nuevos espacios de transmisión de conocimientos, de valores y de prácticas como de políticas de inserción social de los sujetos a la cultura dominante. Los cambios que se gestan no solamente al interior de los grupos humanos sino de los individuos mismos, en virtud de un horizonte histórico matizado por nuevos paradigmas, se aceleran y reclaman una labor comprensiva y analítica distinta. Las transformaciones que en primera medida se dan en las propias estructuras de poder determinan un nuevo orden funcional de relaciones sociales en las cuales se ven reflejadas fuertes mutaciones en los distintos campos simbólicos del ser humano. El neoliberalismo da paso a un cambio en el equilibrio de poderes en el cual se achican los Estados y se agrandan los rizomas corporativos, dejando así un escenario en donde lo político queda a la merced de los intereses privados de las grandes multinacionales

y de la banca internacional y por ende dejando a las

subjetividades en la invisibilidad (Guattari, 1998).

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Como podemos ver el nuevo ordenamiento social dicta tareas acordes a este naciente escenario, las cuales deben corresponder a las transformaciones que se gestan en todas las esferas de la cultura globalizada. Los procesos acelerados en los cambios tecnológicos están dejando una impronta en las mentalidades y en las estructuras sociales sin parangón en el pasado: necesidades materiales, imaginarios, ideales, sueños, valores y principios quedan ahora ligados a una cultura mediática y a un discurso publicitario que se expanden vertiginosamente y alcanzan puntos geográficos (y por ende históricos) que antes gozaban, para bien o mal, de un efectivo aislamiento. Respecto a la relación de producción y consumo ya no se habla solamente sobre los objetos, las marcas y los servicios sino de una forma de organizar los vínculos sociales.

Resultado de la operación: unos medios de

comunicación en los cuales, en forma acrítica y allende a la responsabilidad social, se hace continuamente una apología a la propiedad privada, a la competencia indiscriminada, a la constante acumulación, a la producción desenfrenada y al paroxismo del consumo; en donde los problemas sociales de base se discriminan, se enmascaran, se ocultan o simplemente se trivializan. (Baudrillard, 1974; Bauman, 2007; Otálora, 2008). La cibernética, y específicamente la revolución digital, ha transformado el paisaje cultural de las sociedades en su avanzada sin límites, y por ende ha creado también un nuevo proyecto de subjetividad (Guattari, 1998). El poder hipnótico de la televisión y del Internet logran resultados que dejan sin bases cualquier razonamiento a la hora de juzgar la pertinencia de los roles educativos. Se plantea por tanto en este escenario la realidad de una escuela obsoleta en tanto dispositivo inefectivo de la transmisión de la cultura. “Desde esta perspectiva, la revolución de las comunicaciones acontecida en la segunda mitad del siglo XX es la que reestructura toda la axiología de los lugares y las funciones de las prácticas culturales, de la memoria, del saber y del imaginario y pone en crisis el espacio escolar, que aparece encerrado en sí mismo e inmóvil en un mundo que cambia rápidamente” (Tiramonti & Minteuiaga, 2004, p. 102). ¿Cómo puede pensarse la

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relación que hoy en día se establece entre los sujetos sociales y los medios de comunicación? ¿Qué se le debe pedir a estos y en particular a la publicidad? ¿Cómo debe pensarse la relación que se establece entre los niños y jóvenes con los medios,

en

donde

frecuentemente

la

hiperinformación

es

sinónimo

de

condicionamiento y de sujeción en vez de crecimiento y capacidad crítica frente a los fenómenos del mundo circundante? En los países democráticos los medios de comunicación han cumplido tradicionalmente la labor de un cuarto poder, es decir, han ayudado a contrarrestar la hegemonía de los tres poderes restantes –ejecutivo, legislativo y judicial– cuando dichos poderes

han servido para amparar intereses de clase o formas de

dominación ideológica (Ramonet, 2003). Pero desde hace década y media, gracias al galopante proceso de la mundialización liberal, los mass media han cambiado éticamente su orientación, y su vocación original de contrapoder ha mutado para convertirse en vocera del sistema, esta vez en contravía de la voluntad ciudadana, que espera inútilmente recibir información lo más objetiva posible. Ahora dicha voluntad queda definitivamente en las márgenes de los escenarios de los grupos corporativos que ahora son los que protagonizan el libreto del desarrollo (Chomsky, 2002). Se trata de entender el papel que juegan los medios de comunicación en las culturas globalizadas: de la red como epicentro de información y de la televisión en particular, siendo estos dos medios los que ejercen una mayor influencia sobre la población y sobre todo en el público más vulnerable, los niños(as) y los jóvenes, los cuales se encuentran cotidianamente a la deriva frente a estos maravillosos distractores sociales, que fácilmente llenan el vacío que dejan los adultos cada vez mas obligados a entrar al frenético curso de una producción, pero sobre todo de un consumo desbocado (Bauman, 2007). La industria cultural tiene como una de sus metas más codiciadas invadir progresivamente el campo de la circulación de los significados para favorecer un

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sector económico que se hace cada vez más hegemónico y excluyente. A su vez, este hecho está ligado a la posibilidad de reconocimiento que los medios se dan a sí mismos a través del sustrato mítico que subyace en el imaginario de las culturas, de una zona reverencial de presencia de lo sagrado (totemismo mediático). Es tan efectiva esta asunción imaginaria, que la industria de la distracción pública está enmarañada en derroteros bien distintos y muchas veces adversos a los problemas sociales realmente apremiantes y logra que tales problemas no sean tenidos como tales. Al interior de los núcleos organizativos de la modernidad (Brunner, 1992) y dentro de las constelaciones de poder, cuyo propósito fundamental es la organización y la imposición del control social, existen dispositivos directos e indirectos para hacer efectivo dicho propósito. En este sentido se advierte el papel que desde lo mítico cumplen los mass-media. Efectivamente estos deben su acción a una bien organizada y concertada cultura de masas, la cual “conlleva la producción masiva del imaginario social –e incluso de las jerarquías interindividuales y estamentales- bajo la forma de la escolarización, la certificación educativa, el acceso a códigos culturales diversificados, la difusión de ideologías e identidades y, en general, la constitución de una esfera simbólica distinta y separada pero que permea íntegramente la vida social” (Brunner, 1992, p. 16) La industria cultural pone en circulación un sistema de producción simbólica que abarca todos los rincones de la sociedad mediatizada, gracias al uso de altas tecnologías de fácil acceso y compartidas dentro de unos propósitos aparentemente democráticos de información. Dentro de su diversificación y expansión, los medios de comunicación operan de tal manera que generan un sistema de coerción anónimo pero altamente efectivo, el cual logra prescindir de la fuerza como mecanismo de imposición ideológica y legal. En ninguna época de la historia humana hubo tal vez tantos fantasmas como en esta sociedad industrial empapelada de iconos, cuyas multitudes pasan los días oyendo voces de vivos y de muertos que son en realidad surcos de acetato y bandas magnetofónicas, deseando seres vivos y muertos que son en realidad manchas de tinta

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incapaces de satisfacer los deseos que suscitan, viendo vivir a seres vivos y muertos que son en realidad rayos de luz (Ospina, 1994, p.p. 161 y 162). Pero lo más importante es vislumbrar que el telón de fondo de esta lógica de la industria cultural no son los presupuestos políticos, como tampoco son los intereses de los Estados-Nación, sino los dictámenes de una maquinaria colosal del mercado que opera en forma corporativa. Un puñado de hombres de negocios determina e impone los ideales de la sociedad y los imprime en las dinámicas públicas a través de los mass media, que hacen parte de su capital económico, apuntalado por sus intereses particulares. Así, si se está frente a un entramado “coherente” de significados para un sistema económico, no es menos cierto que también se está ante un verdadero e incoherente sistema que opera en forma negativa para los individuos, la sociedad y para el medio ambiente, en términos de autodeterminación, sustentabilidad, crecimiento subjetivo y sistémico, libertad y ampliación del ser natural y social. Si el capitalismo del siglo XXI, encarnado en el neoliberalismo, se fundamenta entre otros sobre el principio del consumo ilimitado de bienes y servicios, se tiene un cuadro de permanentes contradicciones ya que este desmedido apropiamiento de bienestar debe traducirse

a su vez en un empobrecimiento de las fuentes que

surten este derroche: la naturaleza y un amplio sector de la población deben pagar el precio del bienestar de unos pocos. Como lo dice Eduardo Galeano (1995), para que unos vivan de más, otros tienen que vivir de menos, y curiosamente estos son la gran mayoría.

La dinámica de la sociedad de la información, esto es, de la nueva configuración mediática, cambia tanto los intereses de los sujetos como de los grandes conglomerados humanos gracias a un sistema de valores normalizado por una

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axiología de la imagen. Dicha axiología es volátil, y en ella se alternan corrientemente la sobre-información y la desinformación, se sobreexpone lo obviotrivializado y se oculta lo problemático que desestabiliza o expone el corpus moral a un juico público. Por otra parte en dicho escenario se debe cuidar la instancia maravillosa, el Deus oculto que ordena y sacramenta la realidad. Ante las nuevas formas de alfabetización dadas en los lenguajes digitales, los cuales a menudo escapan no solo a su manejo didáctico sino a su capacidad valorativa, se plantean desafíos de gran envergadura que se incrustan en planteamientos profundos de política social. Abra que retomar con Ramonet el cuestionamiento acerca de la forma “La cuestión cívica que se nos plantea de ahora en adelante es la siguiente: ¿cómo resistir a la ofensiva de este nuevo poder que, de alguna manera, ha traicionado a los ciudadanos y se ha pasado con todos sus bárbutos al enemigo?” (Ramonet, 2003). Desde las ciencias debería enfrentarse esta realidad en forma decidida. De lo contrario habrá que resignarse a la lógica de dependencia que impone el mercado y el modelo único de pensamiento (Ramonet, 2002) que trasiega en el imaginario del habitante del mundo, el cual ahora no tiene ni la posibilidad de cuestionarse ni de ejercer un pensamiento reflexivo y censor ante los tres atributos divinos de los mass media: la ubicuidad,

la instantaneidad y la inmediatez, los

cuales fundan el nuevo orden mundial (Virilio, 1999).

2.2 LOS MASS MEDIA COMO ESPACIO PROPICIO PARA LA CIRCULACIÓN DE MITOS Y RITOS EN LA MODERNIDAD

Si el universo imperativo de los mensajes comerciales invade sin tregua el espacio y la mente; si la escuela sustituye cada vez más la relación viva con el mundo por un

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discurso autoritario y fósil que usurpa el lugar del conocimiento; si los ociosos inventos de la tecnología nos hacen cada vez más pasivos, más sedentarios y más inmóviles; si la manía de la especialización nos arroja cada vez más inermes en manos de técnicos cada vez más obtusos; si la ciencia explora las entrañas de la realidad y manipula amenazadoramente el universo de los dioses sin respeto y sin escrúpulos, bienvenido el progreso. William Ospina

Los medios de comunicación no sólo determinan unas cambiantes formas de percepción de la realidad sino nuevas formas de organizar las relaciones personales. Se han consolidado poco a poco como el territorio más efectivo de alfabetización social, por encima de la escuela y las constelaciones de poder tradicionales. Los medios terminaron siendo el lugar panóptico por excelencia desde donde se regulan y orientan las dinámicas de la cultura en los centros privados de dominación social, todo ello bajo el presupuesto de la ausencia política de los sujetos sociales, que ahora se han reducido a simples espectadores. Esta verdad de puño se acrecienta hasta el punto que deja ver en sus determinaciones los problemas políticos más acuciantes del momento actual. La realidad se reduce simplemente a una preeminencia de la representación, del vaciamiento simbólico de la realidad, a partir de unas estrategias de la significación, que no son otra cosa, que las de la pérdida del sentido de la historia, de un mundo ausente pero pletórico de signos hipnotizadores (Sauret, 2001). Los medios de comunicación y en particular el discurso publicitario son el terreno fértil de la simulación, del montaje acomodaticio, de la estratagema para la construcción de una realidad enfocada no al mundo real, sino a uno impuesto. Lo

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que se pretende con ellos es el afianzamiento de un determinismo ficticio apropiado a los intereses de quienes están detrás de cámaras moldeando la realidad (Bourdieu, 1997). ‘Publicidad y noticias’ constituyen así una misma sustancia visual, escrita, fónica y mítica cuya sucesión y alternancia al nivel de todos los media nos parece natural: ‘publicidad y noticias’ suscitan la misma curiosidad, la misma absorción espectacular y lúdica. Pues, tanto los publicistas como los periodistas son operadores míticos: teatralizan y fabulizan el objeto o el acontecimiento; lo dan “reinterpretado”, en casos extremos, hasta lo construyen deliberadamente. Es preciso pues, si se quiere juzgar con objetividad todo esto, aplicarle las categorías del mito: “éste no es ni verdadero ni falso, y la cuestión no es creer o no creer en él” (Baudrillard en Sauret, 2001, p. 138). Lo que realmente hacen los medios en su labor mitológica es transformar la percepción de la realidad, condicionar, por lo tanto, las creencias del receptor respecto a ella, gracias tanto a la manipulación del contenido de los mensajes como al ejercicio de la abstracción de la realidad, sin recurrir jamás a la prohibición manifiesta. Ellos no imponen un hecho sino que naturalizan un acontecimiento, creando toda una escenografía de creencias y valores que pasan por encima del fenómeno mismo y construyen una fabulación a partir de él. Lo importante en esta operación es eludir la actitud pensante, reflexiva, y además basarse en posturas muy racionalizadoras, en la emocionalidad del momento, en la sugestión circunstancial, en crear una atmósfera de irrealidad propicia para la construcción de un mundo feliz. Según Sauret (2001) las mitologías más racionalizadoras son las que empuñan más frecuentemente el mito tranquilizador como pócima justificadora de aquello que se pretende desde las pretensiones neoliberales, y a esto dicho autor lo denomina la mitología de lo inevitable. Los medios de comunicación son el terreno fértil de movilización de mitologías, es en ellos y por ellos que las mitologizaciones del proyecto de las modernas tecnocracias y del universo económico corporativo, logran calar en la conciencia de

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las sociedades civiles, que impasiblemente y en un estado de hipnotismo inducido no sólo aceptan su suerte sino que la defienden (Chomsky, 2002). Son los medios de difusión los que deciden qué debe decirse de los hechos sociales, los que maquillan o adornan la noticia, los que acuñan un principio moral de aprobación o reprobación respecto a ellos y los que finalmente levantan en la conciencia del público una valoración teledirigida: suerte de adoctrinamiento mesiánico de las altas tecnologías. Esta moderna pedagogía ha superado con creces la tradicional, frente a ella no hay educación posible que logre desactivar no sólo la sinergia del consumo sino la visión de un mundo que es posible tan sólo gracias a la competencia incontrolable, al saqueo de bienes naturales y culturales y al condicionamiento serial. Por otra parte, respecto a los espacios rituales en los cuales se organizan las actividades ceremoniales sociales, éstos pueden ser muy variados. Las plazas, los teatros, las calles, los escenarios deportivos, los parques, los centros comerciales, los centros culturales, los bares y centros de diversión nocturna, así como los medios de comunicación, conforman todos ellos la geografía en donde se instituyen los ritos sociales que le dan sentido a las prácticas compartidas en torno a unos ideales también comunes; ritos a través de los cuales se desarrolla una actividad colectiva reglamentada, consensuada y de gran importancia para la comunidad. Partimos del supuesto de que en el espacio de los mass media, casi a la manera de un santuario, se desarrollan una gran cantidad de microrituales, que afianzan todo un cuerpo de hábitos y valores que le confieren al individuo, desde lo más cotidiano de su experiencia diaria, los principios básicos de inclusión y exclusión, de aprobación y reprobación al funcionamiento social a través de representaciones imaginarias del orden que lo abarca. El aprendizaje moral, el afianzamiento en una sociabilidad, y una puesta a punto en el manejo de técnicas y destrezas, a la manera de una cultura instrumental, hacen parte de lo que se espera del niño como adquisición por su paso por la sociedad. “L´enfant y est sumis á un code établi, structuré par de normas (le surmoi social) qui sont des schémes de perception et

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d´action et qui, intériorisées peu á peu, forment un habitus primaire pour parler comme Bourdieu9 » (Riviére, 1995, p. 85). En el proceso se hace claro que lo que se espera del niño es que pueda ir saliendo paulatinamente del estado de indefensión y de dependencia propio de su primera infancia; que se convierta poco a poco en un sujeto autosuficiente y responsable respecto a un entorno que lo determina y que a la vez lo necesita. Así, el institutor hace las veces de un sacerdote al convertirse en su guía espiritual, moral y en cierta medida pragmático. Esta relación se da como una interacción ritual en forma vertical, pero a la vez se instaura una interrelación ritual horizontal referida al grupo de clase, respecto al cual las dinámicas de competencia, emulación y cooperación confieren unos puntos de referencia para cada uno de sus integrantes. Para hablar propiamente de ritos en los mass media, tratando de no calificar de ritual cualquier gesto que se lleve a cabo en dicho espacio par parte de los actores mediáticos, hay que esperar que ellos constituyan realmente una puesta en escena instituida con un valor imaginario, que tenga un orden determinado, que sea repetitiva y que además pueda ser interpretada y asumida por todos de la misma manera, es decir, debe ser válida como un código de pensamiento y de acción. Existen una serie de eventos y de gestos que permiten hacer una lectura del espacio mediático como espacio ritual; el primer rito de pasaje reconocido que se opera, y quizás uno de los más importantes en la medida en que posibilitará el resto del proceso, es el de la enculturación visual: se naturaliza en el niño el hecho de pasar más cantidad de tiempo frente a un televisor que en otras actividades de socialización. Y ya entre otros podríamos citar el valor que adquiere el que el niño maneje una performancia tecnológica desde su más tierna edad: no solo se le admira por ello sino que la misma operatividad del sistema hace de dicha actividad 9

Traducción libre de Leonardo Otálora: “El niño es sometido a un código establecido, estructurado por unas normas que hacen las veces de esquemas de percepciones y de acción y que interiorizadas poco a poco, forman un hábito primario en términos de Bourdieu”

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algo imprescindible en su proceso de crecimiento y de formación. En dicho ejemplo puede verse la ascensión de lo profano sacralizado, en la cual la esfera tecnológica adquiere una importancia transhistórica: el desarrollo de unas competencias fuertes que están ligadas a la manipulación y a la operatividad técnica frente a competencias débiles o improductivas asociadas normalmente al arte o a actividades de tipo contemplativo; el valor que adquiere participar en las lógicas de actualización ejecutiva de programas, de lenguajes, formaciones según rangos y niveles de ascensión, en fin, en todas aquellas actividades que denotan claramente la existencia de unos valores en torno a pasos ceremoniales, a lógicas de reconocimiento, de elevación, de selección, de ideales luchados, logrados o perdidos en relación con el dominio de las altas tecnologías. ¿Y qué decir de las formas de promoción social y de sus correlatos de censura? Cada nivel alcanzado en el dominio de las técnicas es en donde se experimenta de manera más profunda lo que significa un rito de pasaje. La iniciación y la culminación de una nueva fase encierran efectivamente el valor simbólico que sólo se le conferiría a un rito de iniciación para un joven dentro de una comunidad aborigen. Por otra parte, y en cuanto a la experiencia lúdica en los mass media, cabe decir que los juegos son la experiencia en donde se marca en forma muy profunda el ritual al servicio del descubrimiento del mundo, de los roles sociales y de las reglas que gobiernan la vida interindividual. “A différence des autres activités humaines, le jeu est autotélique même s´il peut être récupéré a des fins éducatives lorsqu´il devient agent d´assimilation, c´est-a-dire de répétition, d´acquisition, (apprendre en s´amusant) ou de modulation des acquis antérieurs» (Riviére, 1995, p. 94)10. Podrían incluso seguirse enumerando otras actividades que se desarrollan al interior de la cultura de masas y que revelan ampliamente el funcionamiento regular de hechos 10

Traducción libre de Leonardo Otálora: “A diferencia de otras actividades humanas, el juego es autotélico inclusive si es utilizado para fines educativos una vez que él se convierte en agente de asimilación, es decir, de ensayo, de adquisición (aprender divirtiéndose) o de modulación de adquisiciones anteriores”

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significativos que pueden verse referidos a rituales en el amplio sentido de la palabra.

2.3 MITOS

Y RITOS EN LOS MASS MEDIA Y EN LA CULTURA.

CONTRIBUCIONES

TEÓRICAS

Nuestra época es evidentemente de disminución en la pertenencia a las religiones establecidas y, a la vez, de surgimiento, por doquier, de nuevas formas de experiencia religiosa, simplemente independientes las unas de la ortodoxia recibida, aunque sin romper con ella, totalmente alejadas otras de institucionalización, erráticas algunas; “supersticiosas”, como antes se decía, no pocas. Y hasta cabe hablar de formas de tecnologías, cosmonáuticas, interespaciales de religión, que recuperan a su modo las antiguas creencias de los hasta siete cielos. Parece indudable, en suma, que asistimos al retroceso de las “iglesias” y al avance de las “religiones”. José Luís Aranguren

En este apartado se hace un breve aporte al análisis general de mitologías y ritualidades del mundo contemporáneo a partir de dos posturas que abordan la problemática ya esbozada en los subcapítulos anteriores, orientadas al carácter de ambivalencia que cobra el mito según su modo de utilización. Hemos seguido la línea del aspecto mistificante, sobre todo en lo que respecta a la época actual, precisamente advirtiendo el sentido negativo o si se quiere nefasto que se le puede dar al uso indiscriminado de los constructos míticos; esto emparentado a su

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utilización en el terreno ideológico, el cual abarca ámbitos tan heterogéneos como lo son el de lo político, lo económico, lo axiológico, incluso de lo comunicativo y cultural.

2.3.1

ROLAND BARTHES:

EL MITO BURGUÉS Y LOS MEDIOS DE

COMUNICACIÓN

En Mitologías, Roland Barthes (1997) parte de dos preocupaciones capitales. La primera tiene que ver con la necesidad de dar cuenta de las múltiples formas de mistificación con las cuales la cultura pequeño-burguesa se legitima en la historia a través de los medios de comunicación. La segunda, la manera tan natural con que esto se lleva a cabo como un proceso normal perteneciente a la historia, constituyéndose en una forma de dominación ideológica normalmente oculta pero a la vez celebrada. Aunque Barthes (1997) parte de la definición de mito como un habla, dejando de lado sus otros campos de acción que en este estudio serían el pensamiento y la conciencia míticas, él la entiende como un mensaje “y, por lo tanto, no necesariamente

debe

ser

oral;

puede

estar

formada

de

escrituras

y

representaciones: el discurso escrito, así como la fotografía, el cine, el reportaje, el deporte, los espectáculos, la publicidad, todo puede servir de soporte para el habla mítica” (Barthes, 1997, p. 200). En cuanto habla, es decir, como algo que significa algo, el mito hace parte de la semiología, disciplina de la cual no nos ocuparemos acá y desde la cual no haremos su trabajo interpretativo. Así pues, pasaremos por alto esta labor detallada del autor y nos quedaremos con el trasfondo social de dicho análisis. Si Barthes (1997) parte del supuesto de que nuestra sociedad es el terreno fértil para las significaciones míticas es porque asume a la vez el hecho de que nuestra sociedad es en esencia una sociedad burguesa, lo cual significa que dicha sociedad

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se autoconstruye a través de sus propias mitologías: el capitalismo se profesa a sí mismo; el hombre alienado que se autojustifica gracias a sus propios discursos. Nuestra prensa, nuestro cine, nuestro teatro, nuestra literatura de gran tiraje, nuestros ceremoniales, nuestra justicia, nuestra diplomacia, nuestras conversaciones, la temperatura que hace, el crimen que se juzga, el casamiento que nos conmueve, la cocina que se sueña tener, la ropa que se lleva, todo, en nuestra vida cotidiana, es tributario de la representación que la burguesía se hace y nos hace de las relaciones del hombre y del mundo (Barthes, 1997, p. 235);

representaciones éstas que se hacen efectivas en la misma medida en que la ética burguesa las normaliza y las naturaliza. El sueño burgués se exporta y se difumina en forma de imágenes colectivas para toda la sociedad, en procura de una conciencia adherida, no por su capacidad reflexiva (la cual siempre se empobrece), sino por participación refleja: “es la ideología burguesa misma, el movimiento por el cual la burguesía transforma la realidad del mundo en imagen del mundo” (Barthes, 1997, p. 237). Si el mito está caracterizado por su facilidad de sortear la historia, si el mundo queda liberado de su emergencia dialéctica, y lo real queda trastocado por la prestidigitación de lo concreto en una relación de esencias, entonces de la misma manera la ideología burguesa se las arregla para que los actos humanos se sumerjan en una realidad sin contradicciones, ideal, en medio de lo que Barthes (1997) llama una claridad feliz. De esta manera la sociedad burguesa despolitiza el contexto social, lo trivializa, lo somete a un orden ajeno a su naturaleza; mistifica la realidad problemática reduciéndola, a través de un metalenguaje, a su condición más inesencial, al escenario de lo representado, lo más apartado posible de la esfera de la acción. Vemos entonces cómo el mito burgués no se asienta en la preocupación de actuar

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sobre las cosas mismas sino en la estrategia para hablar de ellas, no enfrenta la realidad social en forma directa sino que crea distractivos nominales que hacen las veces de acción real. Para la retórica publicitaria por ejemplo, ciertos objetos nuevos se presentan como venidos del más allá, cargados de una fuerza mágica que excluye la determinación real en un campo de acción humana. Así, si el hombre no tiene nada que ver con ellos entonces tampoco tiene libertad frente a ellos. El análisis del universo burgués va orientado a denunciar sus peligros en tanto hace un uso indiscriminado de las antiguas mitologías, desplazándolas en su capacidad de incidencia afectiva. Esta vulnerabilidad o fragilidad emocional es fuertemente capitalizada por el mundo burgués para sus propios fines y reconocidos beneficios. La ideología burguesa se constituye como una máquina de dominación indirecta que sin utilizar en ningún momento una forma de violencia de hecho, fustiga con su capacidad simbólica. Así, una mentalidad que cuantifica lo cualificable, que rehúye cualquier forma de verificación racional, que utiliza un discurso esencialista y no circunstancialista11, que elabora coartadas afectivas en forma de conmiseración o de juicio final al buen estilo del gran hermano, que funciona como estrategia de control socio-político, es desde el estudio del mito de gran interés y preocupación. Puesto que el fin específico de los mitos es inmovilizar al mundo, es necesario que los mitos sugieran y simulen una economía universal que ha fijado de una vez y para siempre la jerarquía de las posesiones. Así, todos los días, y en todas partes, el hombre es detenido por los mitos y arrojado por ellos a ese prototipo inmóvil que vive en su lugar, que lo asfixia como un inmenso parásito interno y que le traza estrechos límites a su actividad; límites donde le está permitido sufrir sin agitar el mundo: la pseudofisis burguesa constituye para el hombre una prohibición absoluta de inventarse (Barthes, 1997, p. 252). He aquí al universo Burgués no haciendo otra cosa que la autoconstrucción de su propia imagen. 11

Retomando la distinción hecha por Estanislao Zuleta (1985), quien critica el esencialismo como forma ideológica de autojustificación.

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2.3.2

EL

PROBLEMA DEL FETICHE EN LA COMUNICACIÓN DE MASAS.

UN ACERCAMIENTO DESDE ARMAND MATTELART Armand Mattelart (1976), centrándose

en el análisis de la ideología de la

comunicación de masas en el modo de producción capitalista, llega a la noción de fetiche, el cual, en virtud a su condición neo-sagrada, constituye un arma de dominación social. El fetiche se define como cualquier realidad que es abstraída de su condición real y colocada en otra, en la cual adquiere una significación especial. En el análisis marxista, el fetiche viene a ser el dinero o la mercancía, mientras que en la sociedad tecnológica lo que adquiere el estatus de fetiche es el fenómeno del medio de comunicación de masas. Tanto en una como en otra visión, el fetiche procura ocultar la realidad de las relaciones sociales que se mantiene subyacente, por obra del credo de una mitología intencionada por parte de las clases dominantes. “El medio de comunicación de masas es un mito en la medida en que se lo considera como una entidad dotada de autonomía, una especie de epifenómeno que trasciende la sociedad donde se inscribe. Así la entidad medio de comunicación de masas se ha convertido en un actor en la escenografía de un mundo regido por la racionalidad tecnológica” (Mattelart, 1946, p.p. 12-13). El medio de comunicación de masas es un mito, y en este caso un fetiche, precisamente por su condición de instancia ordenadora, reglamentadora, pero a la vez distractora, o mejor, ocultadora de realidades. En la misma proporción

en que dicho fetiche

encubre la lógica inherente a las diferencias forzadas de clase y las explica gracias a unas categorías de amorfismo social (sociedad de masas, sociedad moderna, opinión pública, sociedad de consumo, etc.), que simplemente confunden la

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comprensión de las categorías reales, cumple a cabalidad su función cosmisadora u ordenadora de la sociedad. Por otra parte, y al igual que cualquier estructura mitológica, el medio de comunicación hace circular el sistema de valores adecuado a la sociedad, entendida ésta como una totalidad orgánica. En este caso, contrariamente a lo que sucedía con las comunidades arcaicas, los valores que se ponen en funcionamiento están acomodados a los intereses del grupo dominante. Vemos pues que “La mitología es la reserva de signos propia de la racionalidad de la dominación de clase, una reserva de signos adscritos ya, que deben ser funcionales al sistema social cuyas bases enmascara. De no ser funcionales, revelarían la mistificación de la clase que dictamina la norma de lo que es la realidad y la objetividad” (Mattelart, 1976, p. 15). Esta moralidad, concentrada como norma social, es la que cohesiona al grupo, dándole, en su sentido más estricto, una ordenación de funcionamiento. Salta a la vista la función sociológica del mito burgués, que resume una necesidad moral a través de los usos y costumbres difundidos masivamente en forma de deber ser. Esta función es la garante de que se cumpla la adaptación de los individuos que van llegando al sistema social, lo cual no siempre ocurre de modo consciente, antes bien, en los individuos se afianza un proceso de relativa conformidad a esa realidad que se da en forma absolutamente natural, sin dejar lugar a la sospecha de un orden distinto e inequitativo. No hay forma de cuestionar el sistema cuando se ha llevado a cabo un proceso de consolidación tan orquestado y sincrónico por los medios de comunicación, cuya legitimidad y autenticidad no se cuestionan sino que se alaba. “Este imaginario colectivo dará al individuo la ilusión de que la sociedad en la cual vive y las relaciones reales que vive en ésta se hallan situadas bajo el signo de la armonía social y escapan a la dialéctica y al conflicto” (Mattelart, 1976, p. 17).

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Naturalización de la realidad imperante, normalización de un estado de cosas conveniente al sistema, huida de la esfera de lo real, construcción del imaginario social sobre las bases de la creencia en un orden superior que orienta y determina el juego de una sociedad que se muestra liberal más no liberadora; inocente en sus intenciones y determinante en sus propósitos hasta el punto de establecer su eterna reproducción. Los sueños y las aspiraciones de la clase dominante se vuelven cruzada espiritual y se legitiman a través de una mitología hiperintencionada que cobra vida en la estructura del sistema gracias a la infraestructura aportada por los medios de comunicación. “Y ello incluso si el emisor, periodista, programador, etc., no pertenece formalmente a la clase dominante y al clan de su poder económico. A través de la experiencia vivida de la representación colectiva burguesa, el emisor se hace cómplice de le perpetuación de un sistema que en su intención hasta puede impugnar” (Mattelart, 1976, p. 18). He aquí el papel que cumplen en el fondo los medios de comunicación cuando ellos terminan siendo una tribuna desde donde se replica un deber ser, que finalmente desde el punto de vista ideológico no se impugna ya que se erige en una clara forma de creencia divulgada desde una segunda y veraz instancia de institucionalidad.

2.3.3

¿UNA SOCIEDAD TRANSPARENTE? GIANNI VATTIMO

¿Qué nos hace pensar que la modernidad ha concluido y comienza lo que algunos denominan época posmoderna? Según Vattimo (1989) existen dos fenómenos que nos permiten hacer la aseveración de que efectivamente se ha dado un cambio cualitativo en lo que comprendemos como época moderna y que por lo tanto queda alterada la concepción de la historia: Primero: la desestructuración de una concepción de la historia como una realidad unitaria, es decir, ella entendida como el ideal de un desarrollo lineal y progresivo de la sociedad humana a lo largo del tiempo, hasta llegar a un momento culminante en el que la racionalidad irá a cumplir el sueño de la civilización centralizado en Europa

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–sociedad ilustrada–. Los movimientos culturales y las ciencias sociales que sacan a la luz la realidad de los pueblos periféricos comienzan a introducir un elemento desestabilizador ante esta pretensión eurocentrista, y de este modo parece minarse el ideal de la ilustración y de la dialéctica Hegeliana. Segundo: el advenimiento de la sociedad de la comunicación o lo que el autor asocia a la llamada sociedad transparente. La aporía para Vattimo descansa en el hecho de que dicha sociedad es más visible –es decir está más expuesta, se presenta a los otros a través de los mass media– pero a la vez es menos consciente de sí misma, está más sometida a la confusión y por lo tanto se encuentra en entredicho por su caos y complejidad; situación confusa que a la vez se vuelve prometedora por constituirse en el vehículo de una posible emancipación. La visibilidad que ofrecen los medios de comunicación hace tambalear la imposición de los grandes discursos y de las morales atávicas de occidente. En cuanto cae la idea de una racionalidad central de la historia, el mundo de la comunicación generalizada estalla en una multiplicidad de racionalidades locales – minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas – que toman la palabra, al no ser, por fin, silenciadas y reprimidas por la idea de que hay una sola forma verdadera de realizar la humanidad, en menoscabo de todas las peculiaridades, de todas las individualidades limitadas, efímeras, y contingentes” (Vattimo, 1989, p. 84). Pero una cosa es la realidad de este hecho en los países desarrollados, en donde el ejercicio de la libertad para sus propios ciudadanos es una práctica común, y otra en los países del Tercer Mundo. Mientras en las grandes metrópolis los medios develan y desnudan las debilidades del modelo único (Ramonet, 2002), en los países del sur, más dependientes, más condicionados por los mismos medios de comunicación y paradójicamente viviendo la realidad confusa de ser el mundo otro, se da la operación contraria: se hace un culto al progreso y ciegamente se le apuesta al

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futuro construido por los entes colonizadores –ilusión de posmodernidad de quienes creen estar en el centro del ciclón en medio de un neo-colonialismo cultural exacerbado, el cual sólo deja un susurro de viento suave en medio de la nada–. Así, aunque los medios de comunicación relativicen un único principio de realidad, se debe cuestionar si ellos maniobran de la misma manera en todo lugar y en todo momento, o si la idealización no hace parte de sus formas de maquinar en la cultura como una manera más de socialización de lo aprendido por otros medios. Las ciencias sociales, como la antropología y la sociología, han producido en las últimas décadas un cambio significativo en la manera de entender los fenómenos sociales, y más aun si se tiene en cuenta la facilidad de recoger información gracias a las altas tecnologías. Respecto a esto los medios de comunicación han ayudado notablemente en la consecución de conocimientos por su presencia extendida en las diferentes geografías del planeta. La sociedad civil que se fortalece desde la revolución francesa da pie a lo se llama opinión pública, la cual se ejerce como la acción de la libertad en el plano de la palabra, que se entrecruza en todos los ámbitos de la sociedad, y gracias a la técnica, en los medios de comunicación. A través de dicho medios se hace cada vez más posible describir – y no ya desde la filosofía trascendental, sino desde un conocimiento práctico -lo que el hombre hace de sí mismo en la cultura, el tramado de sus relaciones, de las elaboraciones simbólicas que lo sustentan. La intensificación de los fenómenos comunicativos no denota una particularidad de la cultura actual sino su razón de ser. Como decía Octavio Paz (1990b), una de las características de la civilización, y que la diferencia de las culturas locales, es el uso de un sofisticado sistema de comunicaciones. Sólo así se puede hablar de una cultura de la comunicación, que define para Vattimo el momento histórico de la posmodernidad. De este modo ya no se alude a la civilización técnica, la cual se apropia de la naturaleza como algo dado que puede ser utilizado o explotado para su propio beneficio a través de unos aparatos técnicos adecuados para ello, sino a una sociedad que agencia el tráfico de información en virtud a una técnica que lo permite. “Aunque esta definición de la tecnología valga,

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en general, para todas las épocas, hoy se muestra demasiado genérica y superficial: la tecnología que domina y forja el mundo en que vivimos se sirve también, sin duda, de máquinas, en el sentido tradicional del término, que suministran los medios para dominar la naturaleza exterior; pero viene, sobre todo, definida, y de modo esencial, por los sistemas de recogida y transmisión de información” (Vattimo, 1989, p. 93 y 94). El fundamento de la mentalidad moderna está en esta forma de comunicación que se sustenta en imágenes y textos que viajan a la velocidad de la luz por todos los rincones del planeta. Así el mundo y su realidad se visualizan y se transfieren de un lado a otro, empequeñeciendo las distancias y condensando el tiempo (Virilio, 1999). Si el rol de las primeras máquinas era dominar la naturaleza, el papel de las tecnologías de la comunicación es incidir en los sujetos: forma de ideación pragmática o de ritual que determina la forma de relacionarse con la realidad. Si bien la tecnología favorece las condiciones de vida también contamina la conciencia de los seres humanos, llevando o a un achatamiento de las culturas,

a su

extrañamiento en un molde cada vez más generalizado, o a la contestación y a la resistencia: mundo convertido en imagen, forma de ontologización técnica, que lleva precipitadamente a las sociedades a una nueva forma de comprenderse a sí mismas y de habitar el mundo. Las tecnologías informáticas se constituyen, como dice Vattimo, en el órgano de órganos que consolida una nueva imagen del mundo, una distinta forma de actuar en el entorno social, e introduce una nueva forma de poner a circular los valores sociales. Bajo estas dos orientaciones propuestas por Vattimo (1989)¿puede juzgarse el papel de las altas tecnologías y de las ciencias sociales como ideal de la auto-transparencia? Para ello es menester, según dicho autor, que tanto los medios de comunicación como las ciencias sociales puedan mantenerse al margen de las ideologías, de los intereses de clase o privados, de no permitir ser herramientas efectivas de condicionamiento social a través de la publicidad y de la propaganda.

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Como ello se hace cada vez más difícil, así mismo se hace más complicado esperar de su dominio una fuente de democratización o de encuentro entre los seres humanos. Para Vattimo cuando la tecnología no está al servicio de la comprensión de los fenómenos sociales, cuando no ayuda a procesos de emancipación sino de sujeción, entonces la auto-transparencia se hace imposible. De este modo, el ideal de una sociedad que funcione comunicativamente se hace cada vez más problemático y ello precisamente en la misma proporción en que se reconocen, en medio de la escena, intereses cada vez más acentuados y polarizados por las crisis mundiales. “En lugar de avanzar hacia la auto-transparencia, la sociedad de las ciencias humanas y de la comunicación generalizada parece orientarse a lo que de un modo aproximado se puede denominar fabulación del mundo.” (Vattimo, 1989, p. 107). Dicho en otras palabras esto significa que desde los mass media no parece tenerse una visión objetiva y responsable del mundo, sino tan sólo interpretaciones, narrativas, descripciones de un mundo que se disuelve en su visión unitaria. La tarea es asumir que estas fabulaciones existen y que las ciencias sociales deben generar alarma en torno a ellas para comprenderlas y actuar con coherencia. No hay que olvidar que se está delante de un sofisticado sistema de producción simbólica que se reproduce a sí mismo en forma automática y que requiere trabajarse desde su propio núcleo y no desde afuera. 2.3.3.1 El mito reencontrado Si la teoría evolutiva de la filosofía de la historia se presenta como un sinsentido en tanto que ella ya no constituye una unidad respecto a los postulados del desarrollo y de la civilización, lo mismo pasa al asumir una interpretación evolutiva del mito desde una teoría filosófica tal como lo hace Cassirer (1998). Entender el mito como una forma de pensamiento propio de los primitivos es parcialmente cierta. En este

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momento en el que el desarrollo de las ciencias sociales ha relativizado los postulados de un pensamiento único (Ramonet, 2002) y ha mostrado abiertamente la diversidad de la realidad histórica, el mito cobra gran importancia en cuanto se vislumbra su presencia en terrenos antes imprevistos para él. Por lo tanto, las interpretaciones que del mito se tienen, y que se sustentan principalmente en esta filosofía histórica a raíz de sus propias contradicciones, entran en desuso por muchas razones. Según Vattimo (1989), existen tres perspectivas que conservan en mayor o menor grado algunos sustratos de historicismo respecto a la explicación del mito. La primera, llamada arcaísmo, se sustenta en lo que Eliade (1991d) llamaría el mito del eterno retorno, a partir del cual se considera que todo tiempo pasado fue mejor y que cualquier paso al “progreso”, sustentado en la cultura tecno-científica, es un peldaño más en la marcha abusiva hacia la destrucción de la naturaleza, debido principalmente al esquema de trabajo capitalista. Desde esta perspectiva se propone según Vattimo (1989) una recuperación del mito para atenuar los efectos de la asonada civilizadora –tal como lo hacen

Nietzsche y Heidegger –. Recobrar el

pasado en aras de afirmar el presente y proteger el futuro: a esto se resume la nostalgia que despierta el ideal del mito como posibilidad de conservación de un tiempo que fue mejor y que será siempre una promesa. Esta nostalgia de paraíso para Vattimo (1989) no permite una postura que posibilite una salida a la crisis que denuncia y se queda en lo que el autor llama crítica utópica. La segunda postura frente al mito, y que, a diferencia del arcaísmo, no habla de una superioridad del mito sobre cualquier forma de concebir el mundo, se le puede llamar relativismo cultural. Desde ésta, como su nombre lo indica, se relativizan los postulados y las pretensiones de verdad del pensamiento racional. Los axiomas y principios que definen la verdad no son inamovibles por cuanto desde ellos no se puede invalidar al mito a partir de exigencias puramente demostrativas; “incluso la racionalidad que ha constituido durante siglos un valor rector para la cultura europea es, en definitiva, un mito, una creencia compartida sobre cuya base se articula la organización de esta cultura” (Vattimo, 1989, p. 120). Desde esta

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posición filosófica se busca conciliar el mito con la razón, sin destacar ninguna superioridad de uno sobre el otro sino su posible contribución recíproca, ya que los dos son, en última instancia, formas mitológicas reconocibles y en funcionamiento. La tercera postura, llamada racionalidad limitada

o irracionalismo

moderado, simplemente rescata al mito en su sentido original, es decir, como dimensión narrativa, al tiempo que explota de él todo aquello que contribuye a la cultura actual, sin descalificar frente a él la potencialidad de la ciencia. De ahí que se reconozca el mito en tanto narración como una forma de pensamiento más propicia para ciertas experiencias humanas, tal y como se le concibe en la psicología profunda propuesta por Karl Jung, en la historiografía y

en la sociología

contemporánea de los mass-media. Desde los tres planteamientos que propone Vattimo, se explicita indistintamente la forma como el pensamiento mítico posee ciertas virtualidades que ni el pensamiento racional demostrativo ni el pensamiento científico poseen para la consecución de ciertas experiencias humanas fundamentales. Es el caso específico del mito aplicado al conocimiento y a la práctica en los universos del arte, la simbología, la hermenéutica política, la ecología y la educación, experiencias todas que le dan sentido a la cultura. De lo que se trata respecto al mito es de salvar lo que de él es más rescatable y posiblemente lo más valioso: que se escapa de cualquier intento de formalización y de definición teórica y que funda la dimensión más inasible del ser humano, la del acto creativo. También para Vattimo el mito surge nuevamente como un tema fundamental para asir los derroteros más próximos y modestos de la humanidad, ello teniendo en cuenta que es muy difícil continuar con la certeza de que existe un telos claro para la civilización, más aún cuando lo humano se haya rebajado ante los fetiches de la riqueza y de la ilusión. Así pues, dichos derroteros tienen que ver más con la reorientación de pasos desorientados, con la posibilidad de mirar desde lo más simple lo complejo, con la posibilidad de dar aviso de los múltiples riesgos que se instauran a partir de las nuevas formas de mitologización

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(narrativas mediáticas), las cuales fundan un universo cerrado y muchas veces incomprensible, que si no se mira desde la perspectiva mitoanalítica, pasa inocuo y desapercibido, cuando en realidad reviste los mayores peligros para la democracia y para la civilización. Así las cosas, los medios de comunicación deben ser entendidos desde la dimensión mítica en que se inscriben, lo mismo puede decirse de la política que ya se presenta bajo paradigmas antes desconocidos. Si dentro de los nuevos mitos de la razón y del progreso, que se consolidaron como única arma contra la tradición religiosa, encontramos elementos tan mistificantes como los que se creían haber superado, entonces se está frente a la paradójica situación de haber dado la vuelta al círculo para quedar en la misma posición que hace quinientos años. Y no es una cuestión moral la de tener que reconocer este hecho, simplemente que la afirmación abierta de que no se ha salido realmente de la esfera envolvente de las mitologías, sino que cíclicamente se ha retornado a ellas y que simplemente se encuentran una vez más enmascaradas, ayuda en gran medida a la comprensión de la época que se está viviendo, que dicha claridad puede contribuir a asumir el curso de los acontecimientos presentes con una mayor posibilidad de orientación. La cultura secularizada de hoy se presenta quizás tan religiosa como la anterior, con unos principios tan dogmáticos como los de las antiguas clerecías. En el fondo la cultura secularizada le ha quedado imposible salir de los terrenos míticos, simplemente que ahora los renombra y los operativiza con una moral laica y en apariencia progresista; es por tal motivo que se puede decir que “la modernización no se alcanza mediante el abandono de la tradición, sino a través de una suerte de interpretación irónica de la misma, de una distorsión, que la conserva, pero en parte también la vacía.” (Vattimo, 1989, p.p. 129-130). Actualmente, e l mito no surge como una contestación a la modernidad sino que por el contrario se da como su consecuencia, especie de continuación de realidades reconocidas que inexplicablemente reaparecen.

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2.3.4

¿CÓMO ENTENDER LA PUBLICIDAD COMO TÉCNICA MODERNA EN DONDE APARECEN NUEVOS MITOS Y NUEVOS RITOS A PARTIR DE

GUILLO DORFLES? Si se quiere encarar el problema de los medios de comunicación y de la publicidad en relación estrecha con los aspectos míticos y rituales de hoy día y el aspecto de la técnica, es útil acercarse a algunos planteamientos de indiscutible importancia que Guillo Dorfles (1969) hizo sobre las nuevas formas de mitología y de ritualidad. En dicho análisis el autor se abre especialmente a las múltiples formas de ritualidad presentes en las dinámicas culturales propias de la sociedad industrial y urbana. Inicialmente dice: Por rito entiendo el desenvolvimiento de una actividad motriz que se exterioriza a través de recursos particulares (que pueden hallarse a veces cabalmente institucionalizados), tendentes casi siempre al logro de una determinada función (y de un determinado objetivo, telos) que podrá tener carácter sagrado, bélico, político..., pero que podrá ser también alegre, lúdico, artístico, psicopatológico, tecnológico, etc.” (Dorfles, 1969, p. 74). Dicho autor muestra cómo el pensamiento tecno-científico instaura una nueva forma de ver el mundo y hace un análisis de las nuevas mitologías y de las nuevas ritualidades desde el papel que juegan las técnicas en el mundo moderno. Destaca de este modo la manera como dichas técnicas pueden desempeñar en la sociedad un papel positivo y otro negativo, esto determinado por el grado de conciencia en su utilización. Para entender los planteamientos de Dorfles (1969), hay que hacer en primera medida, una clara distinción entre la técnica y la tecnología. Esta última se constriñe específicamente a la manipulación de objetos técnicos, de productos y estructuras

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industrializadas. Por su parte la técnica, en sentido amplio, abarca una gama de actividades que pueden estar asociadas a campos del conocimiento más especializados. De este modo puede haber técnicas operativas, psicológicas, económicas, publicitarias, iniciáticas, artísticas, educativas, etc. La técnica puede estar ligada bien sea a una actividad práctica repetitiva, en donde el sujeto operativiza una serie de acciones destinadas a un fin inmediato y sucinto, o bien a labores especulativas, racionales, lúdicas o deportivas, al interior de las cuales se compromete un factor creativo, transformador y propositivo. Ahora bien, si entendemos a la publicidad como una actividad que ocupa un espacio en el gran espectro de lo social, también puede ser asumida ampliamente como una técnica, en la medida en que puede ser entendida, entre otras cosas, como “el dominio de un esquema operativo, un método inventado o hallado para la realización de una actividad cualquiera, como también el de un sistema específico aplicable a una determinada acción y capaz de conferirle una precisión y una especialización que aquella no tenía” (Dorfles, 1969, p. 23). Desde esta perspectiva, se precisa mirar a la publicidad en cuanto a su papel dentro del contexto de la cultura, y si ello es así, a la vez se torna necesario pensarla como el resultado de un proceso de transformaciones históricas que configuraron la modernidad. Por otra parte, conviene agregar que para Dorfles (1969) de la misma manera como se puede hacer un uso adecuado y coherente de las técnicas, ellas pueden también servir para ciertos propósitos desestabilizantes. Precisamente, cuando son utilizadas para fines particulares y excluyentes en la circulación y distribución de bienestar social, cuando se yerguen como un fin mismo y no como un medio para proporcionar solución a problemas concretos de las sociedades o del habitat natural y, en esa misma medida, cuando imposibilitan u obstruyen “la libertad de pensamiento y la comunicabilidad intersubjetiva” (Dorfles, 1969, p.32). Esto es lo que el autor denomina, Fetichización de las técnicas.

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Quizás el aspecto más ominoso, y por lo tanto el más cuestionable en el uso de las técnicas, está relacionado con el hecho de no conocer por completo o en parte, los alcances de su utilización. Esto tiene que ver con la posibilidad real de mirar críticamente las determinaciones que entran en juego en el momento de manipular una técnica de la cual se desconocen sus alcances, y sobre todo, las implicaciones mediatas y los fines mismos (telos), cuando los imperativos de productividad, rentabilidad, efectividad y eficiencia usualmente nublan la observación racional y prospectiva del papel que juegan las técnicas como formas modernas de ritualidad. En un primer diagnóstico, Dorfles (1969) plantea la manera como algunas técnicas, aquellas usualmente guiadas por propósitos utilitarios, escinden al ser humano del mundo, de la realidad social y del entorno natural, cuando son usufructuadas en forma descontrolada, sin previsión y sin conciencia de la fragilidad del equilibrio del sistema que las contiene; como si tales técnicas no fueran algo esencial para su propio bienestar y supervivencia. Las técnicas tienen como fin último liberar a los seres humanos de ciertas limitaciones físicas, psíquicas, materiales y sociales, pero cuando terminan creando otras situaciones claramente condicionantes, coercitivas o negadoras del fin último que se persigue, es decir, el del bienestar humano, entonces están desviadas de su propósito original en forma encubierta. Cuando esto sucede en forma intencional, son simplemente instrumentos y pierden toda su potencialidad. El problema no es la técnica por la técnica misma sino el sentido que se le da, ello a raíz de las transformaciones acaecidas en los últimos 200 años. La pérdida de sentido o de orientación de la técnica en manos de personal altamente especializado, que desconoce frecuentemente el propósito final del proceso salvo en lo más particular12; la parcelación del conocimiento; la fragmentación de las posibilidades cognoscitivas respecto a un cierto propósito; todo ello, demarca las

12

Esto es lo que lo que en términos de Dorfles (1969) se denomina trabajo banáusico.

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rejillas que hacen de dicho proceso un fenómeno perjudicial para el ser humano. El resultado de este desajuste es lo que Dorfles (1969) llama Mitagogia. “La presencia de una tecnología no individualizada, y cada vez más difícilmente dominable por el individuo singular, ha hecho que el elemento mitopoyético positivo, que obraba en la aplicación de las técnicas en la antigüedad, se haya degradado, no ya a elemento desmistificante sino a elemento negativo, mistificante y paralizante” (Dorfles, 1969, p. 47). Mientras el ser humano se sirve de los instrumentos y de la técnica como medios para alcanzar el equilibrio de un entorno caótico e incontrolable, mientras los instrumentos de que se vale son la prolongación de su cuerpo y de su inteligencia, se puede decir que dichos elementos externos cumplen una función predeterminada y esencial de interrelación y de construcción de situaciones propicias y posibles. Sin embargo, cuando él pierde el control sobre los medios que manipula, cuando ellos se transforman en un fin mismo, cuando lo manipulan y lo condicionan existencialmente, entonces se está frente a una realidad distinta que cobra dimensiones dramáticas: la herramienta es más importante que quien la manipula. Lo esencial para Dorfles (1969) radica en dilucidar hasta qué punto las personas están en condiciones de comprender o de tener una visión del telos (finalidad) que se proponen alcanzar con el uso de determinada técnica. Por lo tanto “el mayor peligro en el uso de tales elementos técnicos se esconde, evidentemente, en un empleo de los mismos que carezca de un telos claro y preciso, con el riesgo, por eso mismo, de conducir a una fetichización de la técnica misma.” (Dorfles, 1969, p. 36). Respecto al problema de la intencionalidad es importante señalar que la atelia hace referencia a una carencia o ausencia de intencionalidad en el uso de las técnicas, es una forma de fetichización o de alienación de la técnica: el uso de la técnica por la técnica misma, convertida en un juego, frecuentemente irresponsable. Según Dorfles el hecho de no conocer el contexto del cual surge y se desarrolla una práctica ritual pone en peligro no sólo a quien accede a ella y la utiliza indiscriminadamente, sino a

199


un entorno social y natural. Según se mire, la civilización occidental industrializada abunda en estos casos, precisamente en la medida en que proliferan los operarios, los trabajadores altamente focalizados o superespecializados en un aspecto del procedimiento, pero que carecen de una comprensión contextual o universal del fenómeno en el que están implicados. Cuando las técnicas son manejadas por individuos y por grupos de sujetos altamente especializados, cuando se minimizan las posibilidades cognoscitivas en aras de la consecución de un fin determinado en manos de técnicos y de expertos que se especializan en ramas, en operaciones supremamente específicas de ciclos operativos, entonces estamos frente al riesgo de la objetualización de las técnicas y a formas de falsa mistificación de las mismas. Esto se refleja en la metáfora utilizada por Chaplin en Tiempos Modernos cuando los obreros apostados en torno a la cinta sinfín de la fábrica terminan finalmente condicionados por las necesidades productivas que operan en forma “ciega”, dejando a los individuos en manos de unos propósitos ajenos a ellos, empleados en funciones parcelarias. Hoy se está en presencia de prácticas sociales en las cuales se carece de una visión integral respecto a su finalidad, en cuyos núcleos se obra por inercia y con una casi ausente actitud crítica. Prácticas chamanísticas, uso de armas, manipulación de materiales contaminantes, técnicas psicológicas y pedagógicas desastrosas, magia negra, manipulación de contenidos mediáticos, manipulación ideológica, todas estas formas de ritualidad revisten muchos riesgos para la conciencia del hombre. Dicho en otras palabras, se corre el peligro de que la ritualidad, esencial para los procesos de reafirmación individual en un contexto social, se trunque y devenga en costumbre. En ese caso el individuo queda reducido a pieza de un engranaje o ficha de una estructura utilizada en acomodo a fines que se le escapan. Aquí se evidencia una pérdida de intencionalidad marcada por el automatismo, por la heteronimia, por el carácter acrítico con que se asumen actividades y tareas en un medio que claramente

200


demanda pasividad en la reflexión e hiperactividad en la ejecución. Si se mira en detalle, este fenómeno se da en forma de anomia social, la cual debilita al sistema entero al tiempo que fortalece a quienes están interesados en que las cosas funcionen de este modo. Proliferan así pseudoartistas, pseudopedagogos, pseudocientíficos, los brujos de la imagen, especialistas en cierta forma inacabados, operarios sociales carentes de un fin determinado. Hoy

asistimos

a

la

presencia

de

un

gran

equipo

especializado, compuesto por individuos educados para comprender, cuya tarea está prevista de antemano y asignada a funciones no serviles, pero que, sin embargo, no son conscientes, ni pueden o quieren serlo, de lo que ocurre en los diversos sectores del ciclo operativo del que forman parte.

Aquello

que

era

solamente

una

esclavitud

o

servidumbre de cuerpos deviene así una esclavitud de mentes; y lo que es más grave y más asombro causa es que no se trata de una esclavitud impuesta, sino voluntaria; es, por lo tanto, una suerte de banausia autoinfligida, y resulta obvio que el proceso alienante será más intenso en este caso (Dorfles, 1969, p.p. 45-46).

En contraste con la atelia, la hipertelia hace referencia al uso de una determinada técnica en la que existe una sobrevaloración del telos, esto es, de su finalidad. En este caso, se tiene conciencia del objetivo o del propósito mismo en la ejecución de una cadena de determinaciones. En dicho proceso creativo o productivo la sobrevaloración de la finalidad puede contener graves implicaciones ya que se está frente a una teleologicidad dirigida a unos fines que se imponen como norma o como ley, muchas veces con el desconocimiento de la técnica misma. La fetichización de los fines se da cuando se está frente al principio directriz de el fin justifica los

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medios, al tiempo que el fin se vuelve coercitivo frente a cualquier decisión que pueda posibilitarlo. Lo que presenciamos en este caso es una fetichización de la intencionalidad más que de la técnica misma. La hiperintencionalidad se hace difusa precisamente en razón de que no se sabe de dónde proviene, si se mira la cadena de implicaciones que se dan en el entretejido social, político y económico. Para poner un ejemplo podría advertirse cómo en el sistema capitalista propio del liberalismo existe una lógica que funciona por múltiples vías (prácticas educativas, tráfico de símbolos, estrategias mediáticas, posesión de capital real y simbólico) y que pretenden claramente mantener una estructura excluyente de distinción social. Desde esta realidad es fácilmente perceptible la forma en que se detona una hipertelia por parte de quienes desean mantener en funcionamiento una maquinaria que los provee de privilegios, respecto a una atelia por parte de quienes sirven de insumo para que dicha maquinaria funcione como un mecanismo de exclusión y de legitimación. Por su parte, la atelia o también llamada banausia, tiene como correlato una sobreintencionalidad que la complementa: a la voluntad

desintencionada

(atelia) le corresponde simétricamente una voluntad hipertélica o hipérintencionada, sistémica, que se ajusta a un esquema desigual que requiere de procesos de falsa mitoligización para autojustificarse; es una puesta en marcha o escenificación de lo que Dorfles (1969) denomina mitagogia o falsa mitología. De otro lado, se puede ver que lo que caracteriza al rito es, según Dorfles (1969), un impulso preciso, una urgencia análoga a la que se halla en los rituales religiosos propiamente dichos. Como se advierte, lo que define al rito como rito es el valor y la significación que adquiere el acto enmarcado dentro de unos usos, de unas tradiciones y de ciertas actividades socialmente avaladas y universalizadas dentro del esquema de cada grupo y de cada cultura. De acuerdo con lo anterior, podría aducirse que tanto las funciones de transmisión de información como la publicidad, son actividades sociales altamente significativas de las cuales depende la sincronía del grupo en la que éstas se inscriben. Además, las dos están fuertemente

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asociadas a procesos entendidos no sólo desde lo reflexivo sino, sobre todo, desde lo puramente pragmático, lo que quiere decir que dichas actividades tienen un carácter de técnica y pueden, de acuerdo a su manejo, tener un sentido de anulación o de cohesión social. No podemos negar a la ligera que la vida de las sociedades está impregnada de un sinnúmero de actos significativos que orientan el quehacer individual y colectivo, que van desde la sexualidad hasta las concepciones sobre la muerte, pasando por la alimentación, la creación libre, la formación, las actividades colectivas, el desenfreno frente a los tabúes y la religiosidad entre otras. Resulta pues de gran valor entender la lógica de la transformación de la función social del mito y ponerla en el terreno de lo publicitario, ello para que el mito, en su sentido negativo, no caiga en formas de mistificación, y en su sentido afirmativo, sea una realidad reorientadora de las búsquedas humanas.

3

FUNCIÓN DE LOS MITEMAS PUBLICITARIOS “La conciencia mítica está presente en todas partes aunque difícilmente se manifieste: Si está dada en cualquier comprensión del mundo que considere a este

como provisto de valores, entonces también está presente en cualquier comprensión de la historia que la juzgue como provista de sentido” Kolakowski Respecto a la función de los mitos y de los ritos en las sociedades tradicionales, conviene recalcar que, como se dijo en apartados anteriores, estos sirven fundamentalmente para ordenar el universo social de dichas sociedades, y esto va desde su posibilidad de explicar en el sentido mágico-religioso lo que constituye la realidad circundante, hasta las relaciones del hombre mismo en sociedad con dicha entorno. En otras palabras, el mito surge como la primera forma de sabiduría humana y está referido al legado que la cultura va dejando en sus historias o relatos

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acerca de la constitución del mundo, del papel que los seres humanos desempeñan en esta cosmovisión, de sus vínculos con los otros seres vivos, con la naturaleza en general, todo ello referido a un deber ser, ligado a la acción dentro de un universo social. Así mismo, no puede dejarse a un lado el hecho de que en las sociedades modernas la relación del ser humano con una totalidad regulada por el mito cobra un nuevo talante, se ordena de diferente manera y bajo el imperio de unas necesidades distintas, pero conservando en esencia el mismo principio de orientación, o si se quiere, su misma lógica, en cuanto a que el ser humano necesita tener un sistema de explicación de la realidad, que justifique y de cuenta de su razón de ser en el cosmos. Así como las estructuras religiosas cumplían este papel en la infancia de las sociedades, la ciencia, la filosofía y el mercado, cada uno a su manera, cumple dicho cometido desde el surgimiento de la modernidad hasta nuestros días. En la actualidad el mito hace además alusión a comportamientos humanos, regulados socialmente, ya no por dioses o principios trascendentes, es decir, sagrados, sino por una nueva forma de operatividad cósmica. En el presente, y como se dijo más arriba, ideologías de diferente tipo, héroes mediáticos, religiones políticas, rituales de consumo, entre otros, llenan este vacío teísta de la antigüedad y hacen una presencia igualmente religiosa en las sociedades contemporáneas, dejando a la vista en forma clara un sistema de valores que le da cuerpo a la estructura de la cultura. Dicho en otras palabras, la religión se laiciza, se acomoda a realidades que han llegado a conquistar los terrenos antes considerados privativos de una iglesia, de una clerecía que representaba el más allá, el lugar de una fe inspirada en el reconocimiento profundo de lo santo y de una moral que le daba cuerpo a estas relaciones jerárquicas entre lo divino, lo humano sacralizado y sus componentes etiológicos. Estas relaciones de control religioso se daban a través de investiduras, de códigos, de actos de fe y de una estrategia disuasiva a partir de una moral decididamente maniquea.

204


En el terreno moral el mito es la garantía de que los preceptos impartidos socialmente serán aceptados sin dilación y sin obstáculos bien sea por la tribu, la comunidad o la sociedad que participa de ellos. Es el encaje colectivo en un mundo reglado por principios genéricos, subordinantes, preexistentes e incuestionables. El mito sólo puede ser aceptado si se convierte, para la mirada del individuo, en una suerte de imposición a la que está sometida igualmente toda la sociedad en que aquel participa. Por consiguiente, el mito configurador de valores implica una renuncia a la libertad en la medida en que impone un modelo acabado, y una renuncia a la absoluta inicialidad del ser humano en la medida en que lo inserta en una situación no histórica absolutamente originaria, le otorga una dimensión atemporal adicional y procura vincularse comprensivamente con un orden atemporal (Kolakowski, 2000, p. 27). El mitema publicitario da la ilusión a los individuos que hacen parte de una sociedad de estar en condiciones favorables de repetir los actos formativos de los ídolos visibilizados a través de los mass media, confiere a la sociedad el espejismo de una libertad proclamada por los seres gloriosos en tanto representantes de una sacra autodeterminación histórica, propia de los elegidos, de aquellos seres que exteriorizan y proclaman una moral incuestionable, que termina siendo compartida por todos aquellos que esperan ser reconocidos como partícipes del mismo orden trascendental. La efectividad de la maniobra estriba en que el receptor no nota que ha sido hetero-infligida, que funda la credulidad en una especie de originalidad vital e incontaminada. “El mundo de los valores es una realidad mítica. Vivenciamos los componentes de la experiencia, las situaciones y las cosas en la medida en que las vivimos como provistas de cualidades valiosas, como si participaran de una realidad que trasciende de manera absoluta la totalidad de la experiencia posible” (Kolakowski, 2000, p. 34).

205


Más allá de su sentido tradicional, como narración extraordinaria sobre los orígenes del mundo, de los dioses o de las cosas, el mito tiene un profundo sentido social. El mito habla de lo que es el ser humano, del mundo en el que vive y de todo aquello que lo trasciende; dicho en otras palabras, el mito alinea al ser humano con la forma de ser de la sociedad, con sus valores, sus sueños, sus búsquedas y sus temores. En este sentido el mito posee una carga axiológica y paradigmática. Por esta misma razón, los mitos no solamente transitan en las historias sagradas sino en todas las narraciones propias de la cultura de masas, en particular en las de la publicidad, las cuales se condensan no en grandes y prolíficos sermones y libros sacros sino en pequeñas historias cosmisadoras. A diferencia del discurso lógico, el mito en los medios de comunicación y en la publicidad se funda en narraciones que van al margen de explicaciones racionales acerca de la realidad, tiene un sustrato emocional y afectivo del que carecen los postulados científicos, acaso por esto “aquello sobre lo que el discurso lógico renuncia pronunciarse es el centro del discurso mitológico, no construido con silogismos, sino con imágenes e historias suprarreales” (León, 2001, p., 27). Dichas historias, condensadas en pocos segundos, atesoran el contenido mítico de la salvación o de la condenación, resumen la moral de unos vencedores y de unos vencidos, la interminable lucha entre el bien y el mal, la necesaria ordenación del mundo (casi siempre a favor de unos seres paradigmáticos elegidos), el peligro de determinadas jerarquías y supervivencias que imponen una orientación del destino para los seres sociales.

4

EL UNIVERSO EMOTIVO DEL MITO

El mito y la psicología de las emociones están fuertemente ligados en los estudios antropológicos de Cassirer, quien en su teoría del estado (1996b), admite el peligro

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de referirlos a ideas o principios teóricos. Es por tal razón que “el mito, lejos de constreñirse

a

una

narración

de

hechos

maravillosos,

muchas

veces

incomprensibles y utópicos, esta fuertemente ligado a la dimensión emocional del hombre y por ende está unido indisolublemente a su realidad de acción. Esta peculiaridad se denomina motivos míticos (Cassirer, 1998). De esta manera, “el elemento activo está decididamente por encima del elemento teórico; por ello mismo para comprender la mente mítica se hace necesario acercarse de antemano al universo ritual, a la dimensión de las prácticas significativas que sitúan socialmente a cualquier grupo humano” (Otálora, 2008, p. 73 y74). Para comprender a cabalidad la realidad de una sociedad no basta con conocer su pensamiento ni sus logros científicos y técnicos, es fundamental ahondar en aquellos aspectos que le dan cuerpo a la dimensión ritual, a la praxis social en todos sus formas y manifestaciones, hay que ahondar en los niveles más dinámicos, en sus puestas en escena, en los gestos colectivos que adquieren un valor paradigmático y emblemático de la colectividad. Para Cassirer (1996a) el universo mítico, a diferencia del mundo sensible o del universo de las ideas, se sustenta en una experiencia sensorial,

es fluido,

cambiante, voluble, y está sujeto a aspectos referidos a la parte emocional de los sujetos que hacen parte de una totalidad relacional, basada en experiencias vitales e inmersas de un mundo pletórico de fuerzas en movimiento. Para ingresar al mundo mítico no bastan los sentidos como tampoco ir detrás de la objetividad. Todo ello constituye sólo una parte de la realidad, quizás la menos importante, ya que el misterio se alcanza cuando se está en la búsqueda de fuerzas y de energías en constante interrelación. La naturaleza ordenada por una lógica determinista en sentido estrictamente físico no existe para el pensamiento mítico. Semejante naturaleza no existe para el mito; su mundo es dramático, de acciones, de fuerzas, de poderes en pugna. En todo fenómeno de la naturaleza no ve más que la colisión de estos poderes. La percepción

207


mítica se halla impregnada siempre de estas cualidades emotivas; lo que se ve o se siente se halla rodeado de una atmósfera especial, de alegría o de pena, de angustia, de excitación, de exaltación o postración. No es posible hablar de las cosas como de una materia muerta o indiferente. Los objetos son benéficos o maléficos, amigables u hostiles, familiares o extraños, fascinadores y atrayentes o amenazadores y repelentes. (Cassirer, 1996a, p.p.119-120). El carácter fisiognómico del mito es dual por cuanto revela la profundidad y complejidad de la percepción del ser humano (Cassirer, 1996a). Éste no sólo capta la realidad de un mundo empírico gobernado por los rasgos constantes de la experiencia sensible, sino que percibe de él sus aspectos más ocultos, en donde se delata un carácter siempre inacabado e imprevisible, sorprendente, que va más allá de las pretensiones objetivas, explicativas o racionalizantes. En este nivel las acciones

cobran

un valor

especial

por sobre

la capacidad

de ordenar

conceptualmente el entorno percibido. Aquí el papel del ritual es realmente significativo por cuanto permite adentrarse en las profundidades del universo espiritual, no solo de las sociedades primitivas sino del hombre moderno. En la relación existente entre una historia ejemplar narrada, y que por lo tanto opera como principio prescriptivo o de obligatoria observancia, y el rito, entendido como su cumplimiento en el nivel de lo real, en la vida práctica que pone en acción el logos mítico, es en donde se comprende el papel de la dimensión emotiva de la psiquis humana. La estructura de la mitología comporta una organización en los distintos niveles de la afectividad, constituyendo de este modo una dialéctica al interior de dicha realidad: la dialéctica de la agravación afectiva. Tanto Campbell (1997) como Caillois (1989) ponen de relieve esa relación entre un querer ser y la posibilidad de acción a través de la figura del héroe, quien es el que está en condiciones reales de llevar a escena el libreto mítico en la forma de acciones dramáticas. El héroe es quien, en medio de todos los mortales, lleva a la acción una prescripción moral o

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quizás una antimoral que es compartida por la sociedad o una parte de ella. El mito y el rito conforman en su unidad la síntesis existencial de la cultura, en la cual dialogan en forma inacabable la esfera representativa del mito, ese imaginario hecho relato, y su parte pragmática incluida en el ritual: teoría y práctica, pensamiento y acción, idea y movimiento corporal, diálogo de contrarios que definen el sentido también dialéctico de la vida misma.

4.1 La publicidad como depositaria de la emocionalidad mítica En la sociedad moderna, y como resultante del divorcio desde los griegos entre logos y mitos, al ir ganando terreno el pensamiento analítico (Botero, 1996) frente al pensamiento mítico, surgen múltiples interrogantes acerca de la devaluación de la vida afectiva del ser al lado de las exigencias de carácter pragmático de un entorno que históricamente demanda de los sujetos una forma de vida cada vez más utilitaria y lineal. Es así como el aspecto emotivo va quedando relegado a un segundo plano frente a una demanda racionalizadora, la cual se logra a través de las travesías intelectuales en terrenos antes exclusivos del pensamiento religioso, artístico o esotérico. Inclusive, se fuerza una fragmentación, muchas veces discriminatoria, entre la dimensión racional y la sentimental, ligándose esta última a los aspectos negativos del ser humano, los que lo pervierten o confunden ante la búsqueda de la verdad, la efectividad y al certeza. La conciencia se fragmenta en pensamiento y emoción dentro de las orientaciones más pragmatistas del tecnocientismo, haciéndose creer que el aspecto emotivo debilidad

humana.

se relaciona más a la sensiblería y a la

Inclusive

esta

fragmentación

abandera

un

antropocentrismo de corte intelectual en el cual se asimilan groseramente realidades negativas en torno a la patología emocional. De este modo el imperio de la razón ve frecuentemente con

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desconfianza, como un despilfarro existencial, los saltos de emoción propios del género femenino, de la infancia, de los grupos étnicos en atraso y eventualmente los del arte en general (Otálora, 2008, p. 79). Frente a las exigencias de un mundo moderno en donde cada vez se hacen más dominantes la efectividad y el rendimiento económico, en medio de una atmósfera signada por los resultados a corto plazo y por la objetividad, como por unas exigencias de verdad y de comprobación científica, la esfera de las emociones o del sentimiento, propias de la dialéctica mítico ritual, queda cada vez más contaminada de sospechas. Pero en medio de esta desconfianza hacia la esfera emocional hay escenarios en el mundo pragmático de hoy en los cuales dicho aspecto del alma cultural ligada a aspectos míticos se mantiene con gran vigencia. Es así como el mito pervive acuñado en los distintos universos simbólicos del arte, en la literatura, en las narrativas orales, escritas y audiovisuales, en el cine y en general en los productos de la cultura de masas, en la televisión, en el comic, en el dibujo animado como en los contenidos de los medios informativos, en la industria del loasir, como en la propaganda y en la publicidad de distinto orden. Respecto a los productos publicitarios, es clara la orientación de los mensajes hacia la necesidad urgente de acudir a la parte más voluble y manejable del ser humano, quizás a la más infantil en el fondo, cuando se trata de cambiar visiones, crear adhesiones, fidelidades, como de ahuyentar o atizar deseos. Como lo muestra León (2001), es a veces difícil distinguir en los mensajes publicitarios entre el interés económico o de venta y aquel otro que apela a la parte más emotiva del ser humano, entre la literalidad comercial y la alegoría simbólica, la cual deja repercusiones más fuertes en la sociedad y determina las figuraciones culturales afines no sólo al sistema económico existente sino a la moral reinante. En la publicidad conviven de modo sincrético estos dos fueros que la modernidad ha puesto en perpetua pugna: el racional y el emotivo. Por un lado, la intencionalidad publicitaria da cuenta de unas necesidades que el sistema de mercado justifica en

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las relaciones de producción y de consumo, ligadas a un engranaje argumentativo bien definido y dirigido a solucionar problemas anclados en un orden existencial del público consumidor. Por otro, la publicidad lleva a este mismo público a reconocerse en unas historias o relatos que generan sentimientos, movilizan elementos volitivos bien definidos, estimulan emociones o estados de ánimo ligados con los elementos temáticos de la esfera ficcional que sirve de fondo. Estas narraciones ligan la parte más profunda del receptor, su parte imaginativa y su motor emocional, a través del traslado de roles de participación de sueños y de deseos. La publicidad se bifurca entonces en un aspecto formal, sistemático, elaborado lógicamente, como pensamiento estratégico, direccionado a partir de postulados reales y aplicables a necesidades en parte también reales, y en otro aspecto de corte fantástico, irreal, orientado por presupuestos afectivos de gran calaje en el público receptor. Siguiendo esta misma dualidad en el escenario publicitario es usual ver como investigación

y

creatividad

son

universos

muy

diferentes:

la

investigación se ha dedicado a computar consumos mientras la segunda se dedicaba a conversar con el consumidor, a ser su amante o su bufón; la primera atendía a los beneficios tangibles de los productos y la segunda hablaba sobre todo de la personalidad del consumidor, la primera valoraba sobre todo el aporte de información y de demostraciones, mientras que la segunda tiene un planteamiento holístico: convencer sin argumentar mediante escenas globales sobre el valor del producto. (León, 2001, p. 54). Así pues, en la publicidad se combinan de manera sincronizada dos niveles de profundidad significativa. Por un lado está el sentido literal, visible, denotativo, que habla de los elementos constitutivos del objeto del mensaje y, por el otro, están presentes las realidades de referencia emocional o de funcionalidad en cuanto roles se refiere, en otras palabras, una dimensión narrativa épica o dramática que agiliza formas de identificación personal: nivel connotativo que no se entiende

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racionalmente a primera vista sino que despierta pulsiones y estados de ánimo que se creerían ajenos al propósito del mensaje. “La publicidad es alegoría y criptograma a la vez, es un discurso alegórico, que bajo vibrantes formas expresivas encierra un lenguaje cifrado, exposición fantástica de una historia que no se presenta como objeto de crédito obligado, como imposición de fe, que ofrece pero a la vez esquiva la percepción literal y que prefiere esconder su significado real bajo un significado aparente.” (León, 2001, p. 28). Respecto a la ambigüedad entre lo racional y lo emocional, entre lo apolíneo y lo dionisiaco en los contenidos publicitarios, cabe precisar que dicha indistinción deliberada abre el mensaje publicitario a una doble funcionalidad en una sociedad que cree obrar correctamente respecto a sus postulados más pragmatistas. Por un lado la publicidad hace uso de principios conductores fundados en la medición racional, pero por otro lleva como una marca indisoluble la necesidad permanente de poetizar, de romper con los cánones impuestos por esa moral de corte funcionalista. Es así como pugna por desatar las pulsiones y los apetitos más íntimos del ser a través de procesos de proyección expresivos y afectivos que dan cuenta de un ser que se universaliza en el deber ser pero también en el querer ser. Aquí se presenta una especie de dualismo entre lo que la sociedad le impone al sujeto y lo que, en lo más profundo de su ser, potencia y agranda con el dispositivo del deseo y del ensueño. La publicidad trabaja en forma enigmática; así como el mito, tiene un aspecto misterioso y

velado, que permite la multiplicidad significativa, la no

literalidad, la ambigüedad y el desconcierto interpretativo. Se mueve más a nivel simbólico que racional, su carácter narrativo la hace fluida e imprecisa pero a la vez la amplía y la universaliza. Esta labor dual entre lo racional y lo emocional en lo que respecta a los propósitos últimos de la publicidad, esto es, este juego entre una necesidad impuesta por las demandas del mercado y la posibilidad de hacer acopio de un lenguaje simbólico, sublimador, amplificador de sentido, a través de elementos estéticos, es claro que a

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la postre termina siendo un medio efectivo para lograr que los propósitos económicos que ordenan la labor publicitaria se cumplan. El arte en publicidad no es bajo ningún aspecto desinteresado. Para muchos, esta intencionalidad abanderada por fines de mercado, le quita en última instancia a la publicidad el honroso rango de expresión artística, en tanto que la rebaja en el marco de la economía capitalista a la condición subalterna de medio y no de fin. El fuero imaginativo que contiene un gran contenido afectivo, termina siendo el dispositivo por excelencia de seducción, de encantamiento, por medio del cual se puede llevar a la conciencia individual y grupal a constituir lazos fuertes en cuanto a roles sociales y por ende respecto a

los valores que reclaman las dinámicas

sociales. En este sentido, como lo expresa Leon (2001), las variables de orden técnico se sobreponen sobre las variables éticas, generando un ethos utilitarista que se caracteriza por ser “la ideología de un profesionalismo sin axiología, con una exclusión programática de todo valor ideal que no sea el de la eficacia instrumental en persuasión” (León, 2001, p. 57). Así las cosas, poner el componente emocional como gancho subjetivo –a manera de un libreto existencial–, hace que la creatividad publicitaria quede en cierto modo en entredicho, dejando lo que pudiera ser creación genuina en la condición de creación adaptativa a un mercado.

La publicidad en este orden de ideas no hace otra cosa que reproducir la dialéctica original entre el relato mítico y el ritual orgiástico, revelando la fehaciente ambigüedad en la estructuración de la realidad, al no ser unívoca sino plural y contradictoria y al romper

con la unidimensionalidad del logos. Respecto a la

arbitrariedad simbólica, la publicidad se vuelve lábil, huidiza, inasible racionalmente, apela a la dimensión imaginativa, al trasfondo onírico, al mundo del deseo y de la precariedad de la voluntad humana, es el submundo del relato que potencia el deseo no realizado, la provocación truncada, la frustración que hace inoperante el mundo real pero que se descongela con las imágenes mágicas. “La diferencia clásica entre

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significante y significado queda asimismo cancelada, el perfume es un signo, y a la vez el sujeto anunciador adosado a él, como la belleza famosa, queda convertido en significante del perfume.”(León, 2001, p. 31). La publicidad es realmente contenedora de mitemas, es decir, parte de narraciones cortas con contenidos arquetípicos, los cuales son muchas veces adecuaciones de los motivos de los mitos tradicionales, así sus temas varíen con el tiempo y sus circunstancias La publicidad devela lo sagrado de una sociedad profana, es decir, sacraliza lo profano. Su velamiento burla el escrutinio analítico y consciente. Si su discurso fuera racional tendría mayores resistencias ante sí. “Los creativos….creen que ponen los valores sociales al servicio de los anuncios; por el contrario, aquí son esos valores (o mejor, el sistema que los envía) los que se sirven de esos anuncios.” (León, 2001, p. 34). De ahí la importancia de develar el carácter axiológico del mito publicitario, de hacer visible cómo dicho mitema está al servicio de un sistema que se alinea con unas ordenanzas no sólo de producción y consumo sino de normalidad asegurada para una economía de mercado. Lo anterior se liga al carácter proteico del universo publicitario, con su taumaturgia, con su capacidad de construir cotidianamente y de acuerdo a unas nuevas necesidades del mundo, una bien pensada y maravillosa imagen del mundo.

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LA PUBLICIDAD EN TANTO ESPACIO PARA LA NATURALIZACIÓN DE MITOS SISTÉMICOS

El mundo de la imagen publicitaria y de los mass media en general se presenta como un santuario al interior del cual los valores compartidos y a la vez impuestos por la sociedad de consumo se asignan en todas las esferas, en las cuales dichos medios sellan la cultura con su presencia. En el marco de la globalización y de la mundialización se hace difícil reconocer un escenario en el cual no se estén interconectando visiones de mundo y en el que por esta misma lógica no haya sujeción a unas creencias que provienen de los países ricos que orientan el desarrollo a partir de ideal del progreso. Es indudable que la cultura mediática a

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través de la publicidad está en condiciones de orientar a la sociedad global sobre los parámetros del mercado, creando así unas circunstancias que se reconocen en el fondo como religiosas en el buen sentido de la palabra. La fe en el mercado se preconiza desde los altares del desarrollo y en su púlpito están las voces que difunden el sermón. Como vemos, la cultura de masas goza en todos sus aspectos de una organización que heredó de la iglesia, caracterizada en la economía de mercado por una jerarquización de las castas sacerdotales propia de un universo doctrinal, al interior del cual se establece una relación entre la divinidad, el sacerdocio y los feligreses, y organizado estructuralmente sobre un código moral. Los medios de comunicación juegan en este contexto un papel fundamental en tanto plataforma abierta y abarcante de los valores eclesiales que le dan legitimidad a sus principios. El surgimiento de la sociedad de masas es uno de los estandartes del proyecto de modernidad. En su seno se erigen verticalmente los principios heredados del ideal del progreso liberal, en forma de dinamismo individual, libre empresa, producción, consumo sin límites, y a su vez de un estatuto político en el que se da un achicamiento del estado a favor del crecimiento de la empresa. Esta nueva organización estamentaria del sector privado reemplaza categóricamente a los valores consuetudinarios y universales que otrora imponía la iglesia y el estado, no dejando por ello de ser confesional. En la también clerical sociedad de consumo, el iniciado recibe casi en forma revelada el orden del universo en el cual él ha de vivir piadosamente. Como vemos, la lógica del mercado fundó una nueva dimensión de lo sagrado, se apropió de una nueva forma de religiosidad para convertirla en herramienta de sus propios principios e intereses. Respecto a lo que acontecía en las sociedades tradicionales, el mundo entra en un proceso de desencantamiento en el que priman los valores particularistas. Desde este punto de vista, la cultura tradicional es debilitada por la cultura de masas –que no es menos tradicional en relación a los deberes que impone–. Los principios de la

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eficacia desplazan a la fidelidad a través de un sistema de intercambio netamente comercial, en donde lo que menos importa es la circulación de valores fundamentados en una ética de principios solidarios. Lo que antes era un santuario se degrada en proporción directa a la masificación del mercado, que ahora le imprime a la sociedad un carácter más utilitarista. Prueba de lo anterior es el incremento de la producción masiva de feligreses, los cuales resultan fácilmente maleables al nuevo orden del mundo, que tiene por misión, entre otras cosas, estimular una competencia acérrima por la desesperada necesidad de figuración en el mercado laboral y en el de los méritos afectivos. La producción y el consumo ordenan una particular percepción de la realidad que bien pronto es puesta en términos de ficción en los medios de comunicación en forma propagandística. Aquí se hace visible la manera como puede reproducirse un sistema religioso a partir de credos pragmatistas laicos, los cuales transitan como verdades reveladas por una nueva iglesia. Partiendo de este supuesto surge la inquietud por la legitimidad de una cultura que gira unánimemente en torno al fenómeno del mercado en momentos en donde los ciudadanos del mundo confunden el hecho de ser modernos con la modernización, el bienestar humano con la acumulación de bienes, y la libertad con la posibilidad de obediencia bajo parámetros de ideologización (Brunner, 1992). Hablar de la modernidad vista desde estos factores preponderantemente economicistas implica abordar un mapa de fenómenos compuesto por múltiples variables que van desde lo económico, lo religioso, lo estético hasta lo político, lo sociológico y más enfáticamente, lo mítico, por tal razón en adelante, se procura desarrollar una serie de tesis a partir de inmanuel Wallerstein (1999) desde las cuales se intentan establecer ciertas relaciones y analogías, en donde el capitalismo afecta tanto como es afectado por un contexto en donde lo endógeno y exógeno tienden a mezclarse. Es una aporía el que las sociedades democráticas preconicen la igualdad de oportunidades ya que la tan mentada igualdad no existe sino a nivel formal, en tanto

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que en lo real funciona perfectamente como un sistema cruel de competencias desiguales en virtud al tráfico oculto de capital social –en el sentido de Bourdieu–, en donde la sociedad le da un trato diferente a los sujetos sociales de acuerdo a sus condiciones socioeconómicas, sexuales y raciales ¿No estamos acaso frente a un maderamen complejo y perverso en donde todos los aspectos que angulan el neoliberalismo trabajan al unísono para justificar desde lo mítico sus principios fundamentales: la injusticia social, la desigualdad, la exclusión y la marginalización de un alto sector de la sociedad, en beneficio de algunos que manejan los hilos de la superestructura social? ¿Cuál justicia, dirigida a quiénes? ¿Por qué no mejor empezar a admitir, desde lo más íntimo de la reflexión, que el bienestar, la lozanía, la representatividad colectiva y la salvación, son algo ligado a un sistema funcionalmente injusto? Habría qué admitir que la modernidad, con todas sus implicaciones, es para quien puede pagarla “¿Es realista una visión tal que afirma que la modernidad habría llegado a desprenderse de sus orígenes europeos universalizándose hasta el extremo de haberse convertido en una experiencia común de hombres y mujeres de todo el mundo?” (Brunner, 1992, p.11). La modernidad, como lo afirma William Ospina (1994) es hija de la revolución francesa, entonces, ¿qué decir de los hervideros de miseria que pululan en el tercer mundo? Modernos y no modernos: esta es la condición paradójica para el tercer mundo. El individualismo, el derecho a la crítica y la autonomía de la acción (Brunner, 1992) hacen parte de un ideal no realizado, lo que indica que, en el plano de la subjetividad aun somos premodernos o, como diría Octavio Paz, pseudomodernos. Así pues, en el plano práctico y material, la modernización es una promesa seductora y hermosa, pero inconclusa. Parece real para todos, pero es excluyente y escurridiza. Los imperativos económicos, políticos, jurídicos y educacionales funcionan muy bien para el beneficio directo e inmediato de una élite que maneja sin mayores dificultades la superestructura –y ello en gran parte gracias a los medios de comunicación–. Esta modernidad, entendida más como modernización (Corredor, 1992), es el resultado obvio de un proceso de

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maximización de las variables económicas y productivas con la correlativa minimización de las variables políticas, jurídicas y educacionales.

5.1 CONTRADICCIONES DEL SISTEMA MUNDO MODERNO QUE SE FUNDA EN LOS PARÁMETROS DEL MERCADO SEGÚN INMANUEL WALLERSTEIN:

Siguiendo a Wallerstein (1999), podemos vislumbrar una realidad que cobra una dimensión axiomática: todas las contradicciones del capitalismo funcionan en el tercer mundo en forma exponencial. La economía mundial capitalista opera sobre algunos paradigmas, modelos que se han consolidado en forma de creencias con un sentido profundamente mítico, y que por lo tanto,

al tiempo que se aceptan

ciegamente se dan una serie de contradicciones que no hacen otra cosa que correr el velo del funcionamiento de algunos fenómenos sociales como el del mercado. Dichos paradigmas mítico-políticos, vinculados a problemas del consumo, pueden plantearse de la siguiente manera: -

El sistema mundo moderno se caracteriza por la división única del trabajo, a la cual va ligada una dependencia no sólo interestatal sino intersubjetiva. De esta manera si hay Estados soberanos también hay seres soberanos y para que ello funcione coherentemente se educa en forma injusta y desigual: una forma de legitimar la soberanía en términos de competencia y de apabullamiento humano.

-

El capitalismo es expansivo, por lo tanto, acciona sobre el principio de incorporación. Estas presiones no son solo militares, políticas y económicas, sino también simbólicas. ¿Qué mejor manera de ocupar otros territorios y otros imaginarios sino legitimando –a través de los mass media, de intenet, etc.– el sentimiento de exclusión y la necesidad de la obediencia?

-

Si el sistema mundo moderno se define por ser un sistema basado en la acumulación interminable de capital debemos comprender de qué manera la

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plusvalía, entendida ésta como forma de administrar la distribución del valor en forma inequitativa, se adecua a exigencias de jerarquización social y cultural: la fama, el éxito y la distinción, se mueven socialmente en el mercado negro del capital simbólico (y en forma indirecta a través de la persuasión y la disuasión publicitaria). Por lo tanto, la plusvalía determina eficientemente la circulación de capital económico pero también de capital simbólico, -

El capitalismo funciona sobre el principio del movimiento y del cambio, por lo tanto, hay que hacer ascender al nivel de verdad incuestionable el valor de la novedad. El culto al progreso inevitable deja en el basurero de las alegrías a quienes, o bien por ser fieles a sus tradiciones no les interesa ingresar al carnaval del progreso, o a quienes no pueden pagarlo. Por lo tanto la magia tecnológica se irradia en donde el capital abunda y se hace restrictiva (en forma de censura estructural) para quienes carecen de los medios materiales para adquirirla. De esta forma, e indirectamente, pierden su derecho de admisión al templo del bienestar.

-

Como el sistema capitalista es polarizante “ tanto de la perspectiva de patrón de recompensa que utiliza como del grado en el cual obliga a las personas a actuar según roles socialmente polarizados” (Wallerstein,1999, p. 170), entonces, la única manera de atenuar los odios es orientando la voluntad colectiva al consumo de mercancías, de servicios y de capital social, para lo cual, como lo expresa puntualmente Eduardo Galeano “se le enseña al esclavo a mirarse a sí mismo con los ojos del amo”.

Como pregunta final y queriendo no desligar las mutaciones institucionales del neoliberalismo, podríamos cuestionarnos a partir de Wallerstein (1999), ¿cómo hacen esto los privilegiados? : en virtud al blanqueamiento del ethos. Principio de sustrato mítico a través del cual funcionan orgánicamente y en forma efectiva, el universalismo, el racismo y el sexismo, gracias a la definición doble y ambigua de cultura (Wallerstein, 1999). Es así como funciona el Sistema Mundo Moderno Y al

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interior de él la cultura de masas, entendida ésta como uno de los núcleos organizativos-imperativos más importantes

de la sociedad, la cual trabaja

frecuentemente como mecanismo normalizador de la anormalidad, como estrategia legitimadora de lo ilegítimo y como táctica maquinal de la injusticia que en las “sociedades democráticas” se alaba como justa.

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ALGUNOS ASPECTOS DESTACABLES DE LA HERMENÉUTICA PUBLICITARIA. EN TORNO AL ANIMISMO COMERCIAL: JOSÉ LUIS LEÓN

La publicidad no sólo estratifica socialmente por lo que se consume sino por lo que se produce en términos de rol social. Respecto a la literalidad y la alegoría en los anuncios publicitarios se ve cómo cada vez menos se repara en este segundo aspecto, el cual tiene más protagonismo en la cultura de lo que pudiera imaginarse. La literalidad tiene que ver bien con aquellos aspectos visibles de los anuncios publicitarios, corresponde a la narración en la cual prevalecen las nociones estéticas, externas (planos, cromatismo, textura de la imagen, creatividad, etc.), o bien con aquellos aspectos de planeación como la estrategia comercial, el beneficio básico para el consumidor, el posicionamiento del producto, etc. (sentido literalestratégico). Por su parte la alegoría y el sentido tropológico (axiológico) del anuncio están referidos a aquellos aspectos de segundo orden o de significación en donde los aspectos inmediatos pasan a un segundo plano y comienzan a prevalecer tópicos de interpretación ligados a los signos en circulación. De este modo los sujetos no son individuos sino que pasan a ser el símbolo de determinada clase social o la marca de prestigio por su papel en un contexto específico, y en donde los productos adquieren la propiedad de simbolizar atmósferas especiales, sagradas o cargadas de un sentido particular, y que deben ser reconocidos. El sentido tropológico (axiológico) hace referencia a los anuncios que albergan un valor que detonará la adhesión o el rechazo social, más allá de la intencionalidad comercial.

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“Aquí el anuncio se considera como el vehículo de un metamensaje, y una propuesta pedagógica a la audiencia para que interiorice miméticamente las actitudes vitales contempladas en los anuncios. En último término, la categoría de anuncios al servicio de valores concretos hará que surja el completo árbol de valores implantado por la publicidad.” (León, 2001, p., 25) La publicidad hace las veces de un gran texto que hará posible, al igual que las otras formas de industria cultural, la construcción de sujeto y de sociedad que se espera al interior de una determinada cultura. Los ciudadanos consumen cultura, este es un hecho indiscutible para los mismos publicitarios, para los cuales los receptores de los mensajes son objeto de un soterrado abuso ideológico por cuanto para ellos el conjunto de muchos anuncios, que no son vistos por lo general sino como actos de venta, medios comerciales que son simplemente algo dado, obvio, que no significan nada trascendental; por eso es difícil hacer ver que la mayoría de los anuncios del gran discurso publicitario son literalidad comercial y alegoría simultáneamente, y que este segunda dimensión normalmente inadvertida, la que tiene duraderas consecuencias culturales.” (León, 2001, p. 20)

Desde este punto de vista es innegable que la publicidad propone un modo de estar en el mundo, de ser, de vivir, de relacionarse consigo mismo y con los otros. La publicidad en ese sentido tiene un carácter sumista, es constructora de creencias y guía de acciones en la cultura. La publicidad explota los sueños humanos antes que los atributos de los productos, luego los liga. Leon (2001) se acerca al papel que cumple la publicidad en la sociedad de masas en tanto nueva forma de religión al analizar el rol que cumple el tótem en la obra de Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa. El tótem no sólo se convierte en elemento fundacional en las religiones primitivas sino que sigue operando

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mágicamente en las sociedades contemporáneas. Para ello basta con destacar que el pensamiento totémico se funda en un animismo básico al colocar como elementos de referencia de culto al animal, la planta, accidentes geográficos y fenómenos naturales, los cuales definen, orientan y dan valor de comunidad a un grupo social determinado. El animal o planta totémicos dan a la colectividad la conciencia de sí misma, le confiere un principio de identificación mágica de la cual van aparejados unos atributos más que naturales, mágicos. Lo sagrado se manifiesta como una fuerza que alienta y da cohesión a la comunidad, que surge y se explícita a través del tótem. A los ojos del grupo el tótem no adquiere un carácter de fetiche en tanto que desde siempre ha tenido un valor sobrenatural. Lo mismo sucede con el valor sagrado no ya solo de los objetos, sino de las marcas en la sociedad de consumo. Para el publicitario como para el consumidor el significado que puede llegar a adquirir el objeto hace parte de algo de suyo connatural. El objeto mágico al igual que el ente mágico son considerados así por su propia naturaleza significativa. No adquieren repentinamente su poder sino que lo traen implícito, en forma inexplicable, el cual tiene una eficacidad sin precedentes a la hora de general admiración, reconocimiento, adoración, pleitesía y por último obediencia incuestionable. La autoridad del objeto y de la vedette publicitaria desciende en forma directa, rotunda, desconcierta y produce espasmos de tipo comportamental que están obviamente ligados a lo que está manifestando a partir de una cualidad simbólica transmitida al mundo, por un mana que directa e incuestionablemente le da un lugar prominente a lo santo en medio de la cultura. La sublimación opera como un mecanismo de fetichización de los objetos y de los roles sociales (Mattelart, 1979). Es un modo de reinvención de lo sagrado, una puesta en escena de nuevos valores agregados a una pléyade de realidades que ahora no valen solamente por lo que son, ni por lo que ayudan al hombre en la solución de problemas o en la satisfacción de sus necesidades, sino por lo generan alrededor de quien los posee o los exhibe en forma de un hálito mágico con fuertes repercusiones en la vida práctica. Los seres publicitarios

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por su parte son una


especie intermedia entre seres humanos y seres divinos. Entidades semidivinas o heroícas que dan cuenta de un mundo maravilloso, ilimitado, en donde las acciones son gestas prometeicas, augustas y ejemplares. Los dioses publicitarios rompen las fronteras de la realidad, van más allá de lo posible, son poseedores del aura de la ubicuidad, de la sabiduría, de la clarividencia, son oraculares y salvadores, ordenan el mundo y son los dueños del destino. Su ejemplaridad actuante es la detonante de la emulación social, el simulacro de una realidad ideal, en un mundo imaginario pero a la vez real para los deseos incontrolables de un psiquismo en frustración. El retorno al paraíso da cuenta de un volver a la edad de oro soñada por el ser humano (Eliade, 1991d) y que la garantiza la publicidad con la representación de la dicha y del gozo primigenios a través de vivencias mayestáticas e inefables. El imaginario social es estimulado por una publicidad que promete mundos idílicos, paradisíacos, de realidades propias de un ensueño existencial en el cual solamente los felices están llamados a reconocerse en la bienaventuranza del mercado. La glorificación y la maldición, La salvación y la condenación funcionan como duplas antitéticas tanto en la persuasión como en la disuasión publicitaria. Esta relación de castigo y premio, de amenaza y conversión consecutivas se funda en la necesidad de culpabilizar para poder salvar al feligrés arrepentido. Estrategia usualmente utilizada en las antiguas cruzadas evangelizadores como en las nuevas religiones. Primero hay que hacer sentir culpable, condenada a la oveja descarriada para luego convertirla. Las dos etapas son parte de un proceso en el cual se complementa el pecado con el arrepentimiento. Al consumidor hay que mostrarle de antemano aquello que el pudiera repudiar de sí mismo, aquello de lo que se arrepiente ordinariamente,

lo que lo hace aparecer ante sus propios ojos como un ser

despreciable, aquello que lo pone en desventaja frente a otros que están liberados de su triste condición. La publicidad hace un llamado a la salvación de aquellas condiciones deplorables que dan la mala fortuna y la vida desgraciadas, y que traen como algo natural los no elegidos. Así salvarse de la fealdad, de la vejez, de la

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pobreza, de la insignificancia social se convierte en la égida de la gran cruzada salvífica de los sacer del consumo. La pócima mágica, la prenda milagrosa, el objeto magnificante, la marca dadora de poderes superiores, el producto que revitaliza y alarga misteriosamente la juventud, todo ello debe ir acompañado previamente de imágenes punitivas, amenazadoras, que describen la condición de quien no ha accedido a la gloria del objeto salvador, luego por imágenes que resuelven el problema cuando llevan al consumidor al nirvana de la salvación, a dar el gran paso, no a través del reconocimiento de sus limitaciones, sino a través a la glorificación del instante en el que es salvado providencialmente por una realidad cosificada pero mágica. “junto al tótem va siempre el tabú, el cual no podía faltar en la publicidad, sólo que nada más lejos de la intención publicitaria que afligir con conocidas normas moralizantes al consumidor. Por eso la culpa se desplaza hacia zonas nuevas no exploradas por la vieja moral, y esas zonas tendrán que ver sobre todo con la polución social: caspa, mal aliento, ropa insuficientemente limpia, dientes sin blancura y sobre todo cuerpos no esbeltos” (León, 2001, p.p. 73-74). En la sociedad no es suficiente existir, es menester estar en condiciones de ser aceptado por el grupo. De ello depende que la sociedad se mantenga alineada sobre unos cánones de funcionamiento, dados por la inmersión de los nuevos integrantes en una escala funcional de valores, asociados esta vez a los roles que deben ser primero aceptados moralmente y luego cumplidos como imposición indirecta.

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PIÈRRE BOURDIEU

Y LOS RITOS DE INSTITUCIÓN: POR UNA COMPRENSIÓN DEL RITUAL DE

ACEPTACIÓN EN LA SOCIEDAD

Bourdieu (1982) inicia su planteamiento desde la teorización de Van Gennep y Victor Turner. Se interesa sobre todo por aquellos aspectos del rito de pasaje relacionados con la función social del logro, con el reconocimiento que hace la sociedad por pertenecer o no al grupo de los elegidos a partir de su éxito o fracaso en el ritual; esto gracias a la especificidad del iniciado y a la autoridad manifestada por quienes instauran dicho poder. Existe por tanto una frontera o línea que separa un antes y un después, que funciona para denotar un cambio de estatuto, una nueva condición existencial de quien accede a una marca de distinción a través del rito. “El rito no sirve para pasar, sino para instituir, sancionar, santificar el nuevo orden establecido: tiene un efecto de asignación estatutaria, incita al promocionado a vivir de acuerdo con las expectativas sociales relacionadas con el rango” (Segalen, 2005, p. 54). El rito alberga una fuerte carga simbólica gracias a la cual el sujeto consagrado adquiere un valor dentro de las representaciones del grupo que lo separan de su anterior condición. Dicho sujeto goza de una nueva categoría que lo diferencia netamente de aquellos que no se benefician de su nueva posición social, los cuales quedan neutralizados y al margen de sus posibilidades.

Sobre el instituido recaen

una serie de responsabilidades a las que debe necesariamente ajustarse en la medida en que es aprobado socialmente. Todos aquellos que no han sido instituidos quedan de este modo por fuera del aval social. Lo que caracteriza realmente al rito de institución es que sólo a través de una autoridad mayor instituyente cobra valor el gesto significativo a los ojos de la comunidad; de este modo debe existir un orden reconocido legitimador, tal como la iglesia, la escuela, el Estado, una asociación deportiva, los medios de comunicación, etc.

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Bourdieu introduce el concepto de rito de institución (consagración o legitimación) para reemplazar el de rito de paso tratado ampliamente por Van Gennep y Turner. El principio del rito de institución, al separar al iniciado de aquellos que no acceden a su nueva condición alcanzada, es el de constituir una forma socialmente aceptada de segregación. Instituir significa entonces consagrar un estado de cosas que se reconoce socialmente como legítimo en tanto se apela a un estatus sagrado frente a lo que se pudiera llamar condición profana o de ineptitud. El iniciado alcanza cierta investidura que tiene un carácter político en el buen sentido de la palabra: legitimación social que alberga en el iniciado un valor simbólico que alcanza más poder que el mismo valor real que describe. “La science sociale doit prendre en compte le fait de l`efficacité symbolique des rites des institutions ; c`est-à-dire le pouvoir qui leur appartient d`agir sur le réel en agissant sur la représentation du réel” (Bourdieu, 1982, p. 59).13 El peso social de la investidura se mide por el cambio de percepción y de comportamiento de los otros actores sociales frente al investido, al igual que por la forma de accionar su propia autoimagen. La investidura da pie a una creencia de trasfondo mágico en términos de contundencia y efectividad en los procesos de selección, de aislamiento, de diferenciación, en última instancia, de justificación moral. Los títulos de diferente naturaleza cobran así importancia dentro de la escena social debido a su valor simbólico de institución; es así que se crean barreras de clase social, de idoneidad profesional, de capacidad biológica, sexual, de legitimidad política, entre muchos otros. Los ritos de institución emergen de este modo como un complejo pero efectivo sistema de herencia social que funciona a partir de un tráfico permanente de signos distintivos y su consecuente método de clasificación. Dicho método no es otra cosa, según la expresión de Bourdieu (1982), que un mecanismo de naturalización de la diferencia, un método apropiado para ordenar el socius de manera coherente y justa, siempre de acuerdo a unos valores 13

Traducción libre de Leonardo Otálora: “La ciencia social debe tener en cuenta el hecho de la eficacidad simbólica de los ritos de institución; es decir, el poder que tienen sobre lo real actuando en la representación de lo real”.

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que se fundamentan en unas lógicas de poder inherentes a los sistemas que las instituyen. Para que los ritos de institución sean realmente efectivos, existe la condición de que una gran cantidad de sujetos del grupo crean efectivamente en ellos. Para tal efecto la difusión es importante en la medida en que a través de ella se amplía o no el espectro de operatividad y de recordación en los agentes sociales. Es definitivo que dichos ritos se consoliden como creencia colectiva gracias a su circulación simbólica, a su visualización, a su permanencia expositiva. No es de extrañar, por ello mismo, que los ritos de institución tengan como lugar de exposición privilegiado los medios de comunicación, a través de los cuales las jerarquías de reconocimiento social se afianzan más rápida y terminantemente.

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EL CONSUMO COMO EL RITUAL GENERADOR DE UNA MORAL HISTÓRICA EN LA SOCIEDAD DE MASAS

Habrá que partir de la siguiente cita: el vidrio materializa, en grado supremo, la ambigüedad fundamental del ambiente: la de ser, a la vez, proximidad y distancia, intimidad y rechazo de ésta, comunicación y no-comunicación. Embalaje, ventana o pared, el vidrio instaura una transparencia sin transición: se ve, pero no se puede tocar. La comunicación es universal y abstracta. Una vitrina es hechicería y frustración, es la estrategia misma de la publicidad. (Baudrillard, 1969, p. 44) En esta texto Baudrillard describe un aspecto fundamental de la llamada sociedad de consumo, aquella que en los años sesenta en Estados Unidos no se reconocía ella misma como tal. Para que este fenómeno del consumo surgiera como un hecho social se debió dar un cambio sin parangón en la historia de la conciencia humana, éste a su vez debido a una nueva forma de estar en el mundo, de relacionarse con la naturaleza, de organizarse socialmente y de valorar la realidad; en síntesis, como consecuencia de un cambio de paradigma de vida, propio de un desarrollo

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tecnocientífico y de un sistema económico-político y ético derivado de él. Un mundo inundado de objetos, signados por la caducidad, por la obsolescencia prematura y por una conciencia deseante al ritmo de su evanescencia. Como dice Bauman (2007), en los últimos tres decenios el consumismo desplazó definitivamente al consumo y se instaló en las sociedades modernas como una nueva forma de organización social. En la actualidad, la mayoría de las sociedades tienen como factor de movilidad no sólo a nivel económico sino moral y existencial el consumo llevado a su máxima expresión. El consumismo puede entenderse como “una fuerza que coordina la reproducción sistémica, la integración social, la estratificación social, y la formación del individuo humano, así como también desempeña un papel preponderante en los procesos individuales y grupales de autoidentificación, y en la selección y consecución de políticas de vida individuales” (Bauman, 2007, p. 47). El consumo hace parte de las formas más elementales de la subsistencia de todos los seres vivos; ha sido parte fundamental a lo largo de la historia en las relaciones que el ser humano ha tenido que sostener con el medio circundante para poder vivir. Pero como gesto colectivo, con un grado de magnificación como lo conocemos hoy en día, es un fenómeno reciente, y se le llama consumismo (Bauman, 2007). El consumo en la sociedad de productores, y antes de ella, entendido como una actividad individual, característica de las formas de organización básica de la transformación, adecuación y usufructo de la naturaleza, a pesar de contener elementos muchas veces de orientación religiosa, no podía ser considerado como un ritual tal como se presenta en la sociedad de consumidores. Ahora, sin lugar a dudas, cumple con todos los elementos que lo definen como un ritual. El hecho mismo de que se convierta en una actividad colectiva regulada y a su vez reguladora o en un mecanismo, como lo dice Barman (2007), que sirve para modelar la personalidad de los sujetos y codificar el sistema social, lo convierte en un ritual en el más amplio sentido de la palabra. El problema, como lo veremos más adelante, es que el consumo se yergue como un mecanismo de integración social pero con unas reglas de juego muy particulares, pues su

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principio no es la movilidad de la sociedad por la sociedad misma, sino que el principio que lo orienta es una forma muy sofisticada de paralización social, en aras de un sistema económico que no se irriga en la totalidad de la organización colectiva. La publicidad, como la vitrina, invita a consumir, pero al mismo tiempo cierra el paso a quien no esté en condiciones de adquirir el objeto deseado. Esta es la dialéctica que se establece entre publicidad como seducción y el mercado como prohibición, que deja huérfano del consumo y lleno de deseo a quien no tenga dinero para comprar (Galeano, 2000). No hay que olvidar que esta expectación de consumo en las sociedades opulentas paradógicamente lleva al hartazgo y en las sociedades pobres a la ansiedad insatisfecha, a la tensión social y al consecuente deslizamiento al crimen. El vidrio ofrece posibilidades de comunicación acelerada entre el interior y el exterior, e instituye simultáneamente una cisura invisible y material, que impide que esta comunicación se convierta en una apertura real de la satisfacción de las necesidades. Mundo extraño, mundo lejano, pero siempre visible, siempre ofrecido. En esta dinámica, la publicidad exacerba los apetitos pero no resuelve la solicitud truncada: negación o alejamiento del único mundo reconocible, el de los objetos que circulan no sólo como oferentes de bienestar material sino sobre todo como visado de aceptación social (Baudrillard, 1969). La contención de la publicidad como vidrio que deja sólo pasar el deseo, como astucia democrática, tan sólo permite ver lo que está al otro lado de la realización humana, es decir, deja a un gran número de sujetos deseantes en la inopia de la dicha o en la frustración. El “ambiente, que es siempre, a la vez, calor y distancia” (Baudrillard, 1969, p. 46) revela el alejamiento del mundo, la manifestación de las nuevas deificaciones, del territorio que ahora abandonado por los dioses se presenta no como tierra prometida sino prohibida. Es el reino o el más allá de la propiedad privada, que ahora le muestra muy bien a los

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descendientes de Adán y Eva lo que significa el nuevo jardín del Edén: un lugar soñado pero inaccesible una vez que se ha sido expulsado del reino de los elegidos. ¿Cómo entender esta aparente paradoja del carácter ritual del consumo, si en él lo característico es el aquietamiento de los actores sociales? La respuesta está en que, como la vitrina, el consumo deja al otro lado de la historia a los individuos expectantes de la solicitud del mundo real, que lejos de pertenecerle lo lleva a la regresión de un ser pasivo que existe única y exclusivamente en el acto de obedecer, es decir, en la dinámica económica del consumo. “El consumo es un mito porque es la palabra con que la sociedad contemporánea se nombra, se piensa, y se vive a sí misma” (Sauret, 2001, p. 140). Consumo, luego existo, es el principio existencial de pertenencia a la sociedad fuera del principio de realidad.

9

TOTEMISMO MODERNO E INMOVILIDAD SOCIAL

Si partimos del fenómeno del traslado mitológico (Otálora, 2008), el totemismo está fuertemente ligado a los elementos conductores o paradigmáticos que funcionan en la sociedad moderna, más precisamente al papel que juegan los medios de comunicación. Si se observa con detenimiento el rol de direccionamiento que desempeñan los medios con las prácticas rituales de las sociedades de la información –rol que se ha vuelto casi exclusivo–, se empiezan a encontrar ciertas correspondencias con el intrincado sistema totémico de las sociedades llamadas primitivas. En la modernidad, los espacios sagrados se han diluido en realidades profanas asociadas a la producción, el consumo y, particularmente, a hechos de masificación

entroncados en la cultura del espectáculo, en actividades de

recreación y en rituales colectivos que son canalizados por los mass media (Segalen, 2005). Al aceptar que los tótems son instancias de identificación, de regulación y de ordenación, es posible ver algunos puntos en común con el desempeño social de los

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medios de comunicación. Son éstos últimos los que ponen en contacto al socius con el orden actual de lo sagrado. Todo aquello que acontece y que determina el funcionamiento

de

la

sociedad

está

canalizado,

reglamentado,

adecuado

moralmente y justificado por los medios de comunicación. Son ellos los que cumplen con la integración (y la desintegración) social. A través de ellos se agencian los procesos sociales. Los medios cumplen el papel básico del tótem primitivo en tanto que constituyen esa instancia sagrada que revela a la comunidad las lógicas de sus acciones, el deber ser que vehicula realmente la configuración de la realidad en términos de imaginarios colectivos, de decisiones individuales, de adhesiones afectivas, de identificaciones ideológicas, políticas, morales, etc. Según Baudrillard (2002), la televisión cumple claramente dos funciones: es un objeto productor de imágenes y, es también un vehículo de sentido a través de dichas imágenes: objeto y signo a la vez, que denota para su poseedor un prestigio y a la vez, en relación con la sociedad, un estatuto de conformidad. Este aspecto que desborda lo funcional del objeto es lo que da cuenta del carácter integrador del tótem en cuanto vehículo de imágenes que a su vez se inscriben en unos valores expandidos en la sociedad. El objeto tótem es expuesto en el interior de la vivienda, es entronizado (Baudrillard, 1969), pero más allá de este culto espacial, el televisor es el alma misma del hogar; en torno a él se orienta la actividad grupal: es medio de información, de entretenimiento, de evasión; consolida el punto de atracción y detona a la vez una forma de inercia compartida; inclusive se funda como el punto de encuentro colectivo, de reunión ritual, de ceremonialidad cotidiana del clan. Pero mirando en detalle se advierte en este hacer colectivo frente a esta máquina de producir imágenes, una tendencia a la inmovilidad, a la posición expectante, a la receptividad impasible y a la quietud pasmosa. Gran parte de la actividad social es digerida por el público a través del objeto-tótem y llevada en mayor o menor grado como acción de acumulación en un sistema que vuelve normal a la luz pública a quien está en condiciones de consumir objetos y valores. Para Baudrillard (2002) la

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actividad cultural por excelencia reside en el consumo; contradictoriamente actividad paralizante del sujeto político, del sujeto que debiera consolidar los marcos vivos de la historia. Así, en este contexto, puede verse la completa desvirtuación del gesto ritual, es decir, la anulación del dinamismo de una sociedad que debería autoconstruirse

a partir de sus propias acciones. La sinergia colectiva queda

agazapada en un esquema impuesto por un sistema productivo que necesita capturar la voluntad de los entes del consumo y convertirlos en resignación consumidora colectiva. De este modo “toda actividad se invierte en la apropiación del objeto como signo y prenda de una parte, como capital de otra –la práctica misma se transforma entonces lógicamente en satisfacción pasiva, usufructo, provecho y beneficio, recompensa (reward) de un deber social cumplido” (Baudrillard, 2002, p. 39). La invitación a la fiesta del consumo no se hace por un discurso racional sino sugestivo y milagroso, en tanto que el medio tecnológico que lo posibilita es más que eso, es un una máquina de ensoñación, una caja de hacer milagros. El carácter taumatúrgico del televisor –y ahora del ordenador– lo hace indiscutiblemente el tótem de la sociedad que ha realizado en el consumo el terreno fértil de la acción de lo sagrado por excelencia. La experiencia que se lleva a cabo frente a la televisión es una hierofanía en el buen sentido de la palabra (Eliade, 1991b), ya que lo sagrado se manifiesta dando las coordenadas de la comprensión del mundo (mito), de sus valores y finalmente de las acciones a seguir (rito), las cuales se resumen ahora en el acto del consumo. Es indudable “que el milagro de la TV es realizado perpetuamente sin dejar de ser un milagro, y esto gracias a la técnica que borra, en la conciencia del consumidor, el principio mismo de la realidad social, el largo proceso social de producción que ha llevado al consumo de las imágenes” (Baudrillard, 1974, p., 24), imágenes que serán siempre el principio ejemplar de una sociedad que está convencida de los designios divinos que han de obedecer. Lo que muestra la televisión, en tanto verdad revelada, es para Baudrillard más verdadero

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que lo verdadero, no es otra cosa que la revelación indiscutible de lo numinoso, una verdadera kratofanía. El signo publicitario es una verdadera revelación mítica, trasciende la esfera de lo particular y se incrusta en las dinámicas sociales en tanto mensaje abierto de los seres providenciales y moralmente ajustable a las aspiraciones de una necesidad que va más allá de la histórica. Visto de una manera más figurada en el sentido sociológico, el mito configura narrativamente el escenario de vida de un grupo que comparte un sello cultural, y lo hace de una manera ejemplarizante, en la medida en que la narración de las historias tiende a cohesionar el imaginario de los integrantes del grupo en torno a unos principios de adhesión y de participación. El comportamiento de los que comparten esta historia se centra en la protección y conservación de unas estructuras significativas que irán a orientar el deber ser de la colectividad en el tiempo. Una vez así, el comportamiento de los dioses, de los héroes y de los protagonistas de estas historias se impone con una fuerza de carácter moral y religioso. Los acontecimientos, en la medida en que se dieron en un tiempo fuerte, primordial y sagrado, tienen un valor significativo y se imponen sobre cualquier pretensión individual o disolvente (Otálora, 2008, p.37) Respecto a lo anterior, en ningún momento se desconocen las oscilaciones rituales de la sociedad de consumo; en efecto hay exaltación, exacerbación colectiva, actos de afectación grupal en donde hay movilidad, circulación de emocionalidad, actos orgiásticos, desenfrenados, etc., pero todas estas oscilaciones no son efecto de una energía propia, ni de una iniciativa individual de reafirmación subjetiva; todo esto, en su totalidad, es agenciado, estimulado y regulado por la cultura del automatismo, que está al servicio de las solicitudes del mercado y que sabe muy bien las

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estrategias de regulación o de dominación que se distribuyen como signos a través del tótem-objeto llamado televisión. El culto a la rentabilidad –o el miedo al fracaso, según se mire– restringe la libertad de inventar el destino a partir de formas distintas a las que ofrece el paradigma de la economía de mercado. El ideal de cuantificación cercena todo brote de espontaneidad creadora e impone una axiología de serialidad ritual sin parangón en la historia, alcanzando lo que pudiera llamarse, el gran performance mediático del consumo a través de la publicidad. “Para resumir: la cuantificación de la visión, ligada a su “pasividad”, remite a un imperativo socioeconómico de rentabilidad, remite al objeto-capital; pero esta “capitalización” no viene quizá todavía sino a sobredeterminar una coacción social más profunda, que es de prestación simbólica, de legitimación, de crédito social, de mana, éste vinculado al objeto-fetiche” (Baudrillard, 2002, p. 41).

Si la mímesis,

desde el punto de vista de la estética, ha sido comúnmente

comprendida como simple imitación, representación o adecuación al medio circundante

(Grassi, 1968) –bien sea a las ideas o a las formas, gracias a la

utilización de unos medios plásticos, verbales, auditivos, entre otros–, resulta más pertinente entenderla como ampliación de la subjetividad, como representación que tiende a una nueva presentación de la realidad, que desborda los lineamientos de la evocación del modelo exterior y permite la asimilación a un medio también en forma creativa. El aspecto formativo de quien imita se distribuye en diferentes instancias por las cuales circula el sujeto social a lo largo de su existencia. Desde el núcleo familiar, pasando por la escuela y por todas aquellas instancias de educación formal, no formal e informal, hasta extenderse a lo que comúnmente hoy se llama industria cultural (Adorno, 1994).

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Grassi (1968), caracterizando la mimesis a partir de la Poética de Aristóteles habla del objeto y del modo de la mimesis, mostrando cómo a través de la mimesis obran y actúan, tanto los imitados como los imitadores. Así por ejemplo, tanto el artista como el progenitor, maestro o el instructor están en contacto con materiales maleables, nobles y transformables de acuerdo a un modelo inicial, llámese materia o ser humano. Los procesos miméticos están referidos a la formación del sujeto. El mundo de referencia es también el punto de partida para nuevas conquistas, para perderse en él y encontrar esa parte de sí mismo que se genera en la comunión de contrarios inesperados. Mimesis no significa simplemente la imitación o la copia de un modelo. Mimesis significa presentar o expresar algo, o asemejarse a una cosa o a un ser humano o emular a alguien. La mimesis señala la puesta en relación con los otros hombres y con otro mundo con el fin de parecerse a ellos. (…) La mimesis puede designar también la imitación de algo que no ha existido: el mito, por ejemplo, viene dado por la presentación que se hace de él, pero en el fondo no tiene un modelo conocido por fuera de dicha presentación. (…). La mimesis no se basa necesariamente en una realidad; puede remitir también a signos tales como las palabras, las imágenes o las acciones que se convierten en modelos de otros signos del mismo género (Wulf, 2004, p. 80). En este pasaje el autor explicita claramente las diferentes dimensiones de acción de la mimesis, también refleja en su definición la complejidad que alberga. Si no se tiene en cuenta ese abanico de posibilidades de la mimesis se desconoce también su potencialidad de imitación creativa. Tal vez lo crucial respecto a lo anterior es destacar que la mimesis tiene una cualidad referida a su posibilidad de acción. Es

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performática en tanto que confiere espacios de aplicación en la escena de la realidad, de ahí que cubra esferas tan distintas que abarcan gestos, palabras, movimientos, producción de imágenes y de cuerpos, tránsito de afectos, convivialidades, procesos corporales y verbales codificados o lo que se entiende por rituales (Dieguez, 2007).

Dichos rituales, como vimos anteriormente, son

referenciales y auto-referenciales, le dan sentido al sujeto en una totalidad, lo ponen en el mundo en actitud relacional con otros y consigo mismo. La característica del ritual es su pertenencia al campo de los sentidos, funciona en una exterioridad espacial y en un tiempo específico, y tiene un carácter social. Así mismo es importante notar que la mimesis es de doble vía, en un sentido va hacia el exterior y en otro hacia el mundo interior: a la mimesis corresponde una automimesis que genera espacios posibles de autoreconocimiento y a la vez de diálogo con lo otro, instancia de reflexibidad, de referencia y auto-referencia, no sólo en la conquista del mundo sino de sí mismo. Respecto a lo anterior podría decirse que en el ejercicio de la representación (artística y en general) el componente expresivo no tiene límites, es abierto e inclusivo. El hombre no sólo imita a la naturaleza, ésta también termina siendo un reflejo de la subjetividad, es humanidad comunicada. La mimesis como proceso necesario de autoafirmación no niega la posibilidad de metaforizar, de edificar arquitecturas simbólicas que complementan el topos de la naturaleza: topos territorial y topos imaginativo que en forma interdependiente ayudan en conjunto a construir una imagen no sólo del mundo sino del ser humano en su tensión hacia el mundo exterior, hacia la existencia. Una cosa es cierta, que la posibilidad de conformación tanto cognitiva como emocional y ética, tienen su origen en la participación permanente con el mundo otro,

en el contacto sensorial y

afectivo con la naturaleza y con los otros seres sociales. No obstante, si ese proceso de mímesis y de automímesis es forzado o anulado, bien sea por la emergencia de un mundo abstracto, de una esfera más ideacional

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que concreta –sin querer decir con esto que las ideas no sean naturales–, o bien por un entorno cultural que se fundamente en relaciones de extrañamiento de la praxis intersubjetiva como el consumo, la asunción automática de comportamientos o la moda, entonces se acelera el proceso de desritualización, se debilita el lazo fundamental que debe existir entre las palabras y los actos, entre las ideas y la acción, entre el individuo y su entorno social como ser político, creador y posible. Sin un contacto abierto y equilibrado con el mundo exterior, se pierde también la vecindad con el mundo interior y este trato se torna también problemático: se da a partir de la autoenajenación, de la desconfianza, de la inadecuación y por lo tanto es solipsístico. Por el contrario, la referencia hacia lo natural, es por un lado, condición de posibilidad de orientación espacio-temporal, ubicación significativa del ser en un medio que lo produjo y lo reclama, es pacto afectivo con lo lindante que se yergue como realidad especular en términos de auto-reconocimiento; por otro lado, no es sinónimo de adecuación exacta entre la imagen que se forja el pensamiento y que pasa por el conducto del mundo sensible con el mundo exterior. El culto a la razón (y a sus productos) y a las elaboraciones abstractas, junto al nuevo sistema de encierro carcelario de las prácticas cibernéticas, mantienen en gran medida a los sujetos divorciados de la naturaleza. Enclaustramiento que frecuentemente se mantiene en todas las formas de socialización. La sociedad mediatizada, en la medida en que acorta al máximo los espacios de ritualidad, en que concentra sus esfuerzos en los encuentros espectrales, las más de las veces alejados de un entorno concreto, fáctico, deja el eje referencial de mundo externo-interno trastocado en su principio dialéctico. De este modo lo afectivo, lo expresivo y lo político sufren un reduccionismo a la experiencia virtual, a una instancia de codificación impuesta por las altas tecnologías. Así, la mimesis se reduce a la apropiación de esquematismos y de rituales enajenados de la acción en el tiempo y en el espacio; por lo tanto, los procesos de afirmación subjetiva en forma de automimesis quedan atrofiados, a mitad de camino: resultado del proceso, una

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anomia individual que se refleja en una carencia manifiesta en las instancias de socialización y en la comprensión del mundo en su dimensión existencial. La vida se asume pero no se experimenta, se simplifica en simulacros de acercamiento pero no se edifica desde la acción participante. Se exterioriza en forma mecánica el sujeto del mundo, se hacen extraños los aspectos afectivos, el espíritu deseante se encasilla en los ciberabrazos del inframundo de los mass media. La desritualización de lo esencial y la hiperritualización de lo innecesario definen el esquema de funcionamiento de las acciones del sujeto en un mundo que se achica y que se acelera incansablemente.

A propósito del intercambio entre la palabra entendida como logos o saber y la acción ritual de quien detenta la palabra, vale la pena recordar lo que sucedió en el seno de la comunidad Uitoto en el Putumayo colombiano; suceso que ilustra el significado profundo que tiene el acto de transmisión de los conocimientos entre el sabedor mayor y su heredero espiritual. El profesor Fernando Urbina (2003), en su laborioso

y duradero trabajo de recolección de relatos de los viejos sabedores

Uitotos, como forma de rescate de la memoria que se hace siempre inextinguible, saca a la luz de modo poético esa delicada relación que existe entre las palabras que nacen de la tierra a través del baile y de la narración del mito fundacional, que discurren como el agua en un río, y los actos, los acentos, como también los silencios de los viejos sabios: los guardadores de los secretos de la vida, que son pasado, presente y futuro de la comunidad, y que se proyectan como esperanza gracias a otros sabedores que deben heredar dicho conocimiento y a su vez trasmitirlo para que la alegría siga entre las almas. Se trata de la narración que el abuelo Félix Kuégajima, perteneciente al clan Nogonï, hace a su sobrino Octavio García sobre el mito básico del ritual del juego de pelota o Uuikï, relato del cual él era el último heredero. En el ritual de transmisión de las palabras de poder, quien recibe la narración debe ser un buen depositario o

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recipiente de las palabras sagradas, debe estar preparado para contenerlas para evitar, en el caso de no ser así, un contagio peligroso para el resto de la comunidad. Normalmente este acontecimiento se da en un momento festivo, de acción ritual, cuando se llevan a cabo los bailes, y el abuelo puede enseñar en la maloca la teoría y la práctica de su conocimiento. Este ritual es conocido como Rafue, que significa entre otras cosas, asunto de baile, mito, palabra-obra, palabra que amanece. En cualquiera de sus acepciones denota una tensión real pero siempre existente entre la palabra-relato y su puesta en escena, su materialización. El Rafue no puede ser comprendido sino en esta correlación entre lo que nosotros llamaríamos teoría y práctica, como aquello que se palabrea y que surge realmente haciendo parte de un mismo fenómeno. No existe pues en la cosmovisión Uitoto un divorcio entre la esfera de lo que se dice y de lo que se hace. Son una misma dimensión, una realidad unitaria que se despliega en la comunidad para sostenerla y multiplicarla. En palabras de Urbina el Rafue sería la palabra que se deba ‘hacer amanecer’, es decir, que una vez dicha, una vez que ha sido ‘convocado’ (desde su origen) su poder, se impone la obligación de hacerla obra. De otra manera quedaría por ahí, en el aire (aliento, aire de origen, jagïyï) sin concreción, haciendo daño. Una vez dicha, ha de quedar ‘contenida’ en la obra. Con estos sentidos, el Rafue no equivale a esa pretendida ‘palabra creadora’ que con sólo decirla se hace obra, que con sólo pronunciarla interpola el ser que nombra en la realidad. ¡No! Hay que hacerla obra (Urbina, 2003, pp. 103-104). Así, en la cosmovisión de los Uitoto tenemos reflejada en forma reconocible la dialéctica de la vida ancestral entre el ser y el mundo, entre la palabra y la creación, relación que se traduce como promesa de vida, como buen augurio, como esperanza para el avenir, representada en la fecundidad de las mujeres y de las

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cosechas como en la perpetuación del buen ejemplo en las generaciones venideras y por ende en el equilibrio del cosmos. Tanto en este ejemplo como en muchos otros sale a la luz el papel del mimetismo en las relaciones sociales; el dinamismo productivo, la cohesión grupal, la adhesión a unos principios guías, todo lo que constituye un orden y un equilibrio se desprende de esta instancia educadora, de esta acción del socius que cumple con el rol de formador. Mimesis y educación conforman un mismo sentido, son parte del universo de la ejemplariedad, de la repetición, pero también de la transformación, del crecimiento, de la trasgresión creadora. Teniendo en cuenta que la cultura se configura en una correlación de dos instancias: una individual y otra social, una entendida como el yo mismo y la otra como el yo otro (medio natural en nuestro caso), vale la pena destacar el papel que juega el mimetismo en las relaciones con el mundo externo. Por un lado, tenemos un mimetismo que va de la mano con la inactividad, con la necesidad de desaparecer del campo de visión como forma de protección, las más de las veces con situaciones de inercia o improductividad, de alienación y reificación (Wulf, 2004). Por otro lado, un mimetismo entendido como forma de acercamiento y de encantamiento del mundo que invita a un juego de espejos. De allí que el mimetismo en un sentido dialéctico sirva para afirmar o para negar. Los animales desarrollan esta habilidad por diferentes razones, la que más se arguye es la que significa protección y supervivencia, pero otra, quizás la más osada, revela la necesidad que tiene el animal de estar, no disimulado, sino fundido como un todo (Caillois, 1989). Esta tesis se aplica a lo más esencial de las comunidades arcaicas y tiene que ver con formas de religiosidad, más específicamente con las experiencias mágicas. En ellas el mimetismo tiene que ver con un sentimiento de unidad y de pertenencia, pero también con lo que algunos

antropólogos llaman principio de solidaridad

cosmobiológica (Eliade, 1981), el cual establece los vínculos de determinación entre el entorno natural y las criaturas. Todo lo que le sucede a la totalidad de la vida – hombres, plantas y animales– se revierte en las partes y viceversa. Tanto lo negativo

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como lo positivo circula misteriosamente en virtud al principio de la comunidad de la vida y gracias al principio de la magia participativa. ¿Si la naturaleza es grandiosa e imprevisible, si es un misterio tremendum, inacabada, inasible e insondable, qué podría decirse de los seres que se le asimilan, que la representan infinitamente en virtud de una gracia llamada imaginación? La magia es quizás la esfera de realización humana, junto con el arte, en la que se vislumbra la mayor capacidad de transformación de la realidad, pero no para suprimirla sino para vivir de acuerdo con ella, en diálogo íntimo, en reciprocidad. El acto mimético desborda su sentido negativo cuando pone al ser humano en relación con un todo que estimula su reflejo en la potencialidad de lo inacabado. Esto lleva a una ampliación del imperio de los fenómenos que antes estaba reservado a la estética. La estatización del terreno social y político sólo es otra forma de describir esta evolución, Ésta va de la mano de una simbolización creciente del mundo y de las experiencias humanas (….) La mimesis constituye un comportamiento empático, la asimilación de un sujeto a la objetividad, sujeto que rechaza el pensamiento instrumental,

aunque

le

sean

igualmente

inherentes

elementos racionales. (…) La mimesis expresa cierta relación del hombre consigo mismo: la imitación de sí, sin perder por ello el mundo de los objetos. Gracias a la mimesis, se tiene la esperanza de reconciliarse consigo mismo, con los otros y con el mundo (Wulf, 2004 p. 66). La mimesis y el ritual son el reflejo de un ser deseante, de un ser que tiene avidez de realidad y de fantasía al mismo tiempo, de un sujeto que no siente barreras o linderos ni con el mundo que lo llama a vivirlo ni con quienes está en condiciones de compartir con él dicho viaje. Vida abierta a la experiencia, dueña de sí, plena en la búsqueda de la pregunta abismada, en el asombro y en el gozo. Vida que va hasta

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los límites y más allá de los límites, que transgrede, que empuja o tiende a la comunión que le ha sido arrebatada y que busca afanosamente. Pero contrariamente a lo que la experiencia mimética propone, es decir, la del sujeto que se universaliza en un entorno, en el caso de las dinámicas del consumo y de la sociedad del espectáculo, el individuo cae en el espejismo de la comunidad: comunidad de lo que se comparte en usos y costumbres, de lo que se participa en gustos, visiones de mundo, valores, todo ello reducido simplemente a roles de posicionamiento, de aceptación y de inclusión al grupo. Los procesos identitarios propios de la sociedad de consumo están ligados más a situaciones psicológicas que se relacionan con el miedo al fracaso, a la marginación del grupo, a la exclusión del reinado de los exitosos que a conquistas propias de la subjetividad. Tal y como lo muestra Bauman (2007), el problema de la socialización se reduce a un problema de mercado. Los individuos se baten en una competencia indiscriminada no por alcanzar habitualmente un sentimiento de pertenencia autónomo, mimético en el buen sentido de la palabra, sino por ser reconocidos externamente. “El examen que deben aprobar para acceder a los tan codiciados premios sociales les exige reciclarse bajo la forma de bienes de cambio, vale decir, como productos capaces de captar la atención, atraer clientes y generar demanda” (Bauman, 2007, p. 18). Esta condición no tiene en cuenta la posibilidad de evocación por parte del sujeto, desconoce la apertura de la imaginación, que para el ejercicio de su prodigalidad, le es preciso no sólo la identificación con el grupo en forma consciente sino con un propósito de automímesis. El paso de la sociedad de productores a la sociedad de consumidores condujo no solamente a la mercantilización del trabajo sino en mayor medida a la de la personalidad (Bauman, 2007). Los atributos y los dones de los individuos quedan ahora constreñidos a habilidades de seducción y de ajuste dentro de las lógicas de compra y venta de perfiles masificados y comercializados en los espacios públicos. Los medios de comunicación, y en este caso la publicidad, sirven de plataforma para

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que se ajusten los movimientos de oferta y demanda de la identidad a unos requerimientos del mercado. No se venden blue-jeans ni automóviles sino la personalidad que llevará la adhesión a las marcas que las comercializan. En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo. La subjetividad del sujeto, o sea su carácter de tal y todo aquello que esa subjetividad le permite lograr, está abocada plenamente a la interminable tares de ser y seguir siendo un articulo vendible. (Bauman, 2007, p. 26). En la sociedad de consumo la mímesis y el ritual no son producto de un sujeto deseante, tal como lo plantea Wulf (2004), sino la resultante de un individuo intimidado por el miedo al fracaso. Ya en los años setenta, Fromm (1958) hablaba del miedo a la libertad como aquella confusión propia del hombre moderno entre la libertad de y la libertad para, de un individuo que se había liberado de los yugos religiosos, del monarca y de la naturaleza

misma pero que carecía de una

conciencia clara de lo que significaba esta nueva condición. Fromm llega incluso a diagnosticar de dónde proviene esa irrefrenable tendencia del hombre de las grandes urbes masificadas a la búsqueda de la fama, y concluye que no de otra fuente que del sentimiento de insignificancia que habita en el típico hombre moderno. Bauman, décadas más tarde, destaca el valor de dicha insignificancia y muestra que el nuevo amo es el mercado, y que es éste el que saca de la invisibilidad al ser gregario y poco consciente de su condición y lo introduce en una dinámica de comercialización de la personalidad. El autor a continuación destaca en ello el sustrato mítico que nos interesa: Debajo de esa fantasía de fama hay otro sueño, el sueño de no disolverse ni permanecer en esa chatura gris, en esa masa insípida de

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productos sin rostro, el sueño de convertirse en un producto admirado, deseado y codiciado, un producto muy comentado, que se destaca por sobre

esa

aglomeración

informe,

un

producto

insoslayable,

incuestionable, insustituible. Ésa es la materia de la que están hechos los sueños, y los cuentos de hadas, de una sociedad de consumidores: transformarse en un producto deseable y deseado. (Bauman, 2007, p. 27).

9.1 El espaciamiento estético o el ritual pervertido: mass media e inmovilidad De ese modo, vivimos al amparo de los signos y en la negación de la realidad. Seguridad milagrosa: cuando contemplamos las imágenes del mundo, ¿quién distinguirá esta breve irrupción de la realidad del placer profundo de no estar allí? La imagen, el signo, el mensaje, todo esto que “consumimos”, constituye nuestra tranquilidad asegurada por la distancia que nos separa del mundo y que, más que comprometer, mece la alusión, violenta incluso, de lo real. Baudrillard

Si se tiene en cuenta la noción de espaciamiento estético introducida por Bauman (2004) y el papel que cumplen los medios de comunicación en los procesos de formación (deformación) de los individuos, se puede plantear un cuestionamiento que tiene que ver con las sociedades de la comunicación. Cada día se ve la creciente ingerencia de los medios de comunicación en los procesos formativos de las sociedades. Como lo vimos antes, puede decirse, sin temor a equivocarse, que el sujeto moderno es el resultado de una alta dosis de condicionamiento mediático y

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que hace parte de una performancia que, hasta cierto punto, lo ha dejado en un estado de indefensión del cual ni él ni la sociedad tiene plena conciencia. Según Bauman (2004), en la ciudad, el espaciamiento estético está referido a la visualidad, pero a una visualidad inesencial. El sujeto que camina las calles existe en la medida de su papel especular, es decir, en tanto sujeto que se parece a un modelo abstracto que es izado por los mass media. El aparezco, luego existo significa que se da un salto existencial entre el ser real y su representación. Saber qué piensa o qué siente un individuo es parte de un currículo anónimo que a nadie interesa; la exigencia está en el parecer o en el representar un tercero que es instituido por los canales de adiestramiento de los medios (Bourdieu, 1982). De este modo, el ritual, en el sentido tradicional, sufre una mutación jamás sospechada. Si en un sentido original, el proceso ritual cumplía la función de la construcción de la realidad dentro de un cosmos social, como forma reiterada y colectiva de participación, en la sociedad mediatizada se da como la participación en la visibilidad que no requiere acción, simplemente aparición. En las pantallas se realiza el deseo de la acción en forma pasiva, el espectador se realiza en el convencimiento de ser parte de lo que observa sin tener la posibilidad de pertenecer al drama: ritual en frío cuyo propósito es hacer creer al ciudadano que él es el actor principal del reparto, cuando en realidad es simplemente el consumidor de sueños prefabricados industrialmente. Si el sentimiento de hacer parte del mundo desaparece paulatinamente en los lugares en los cuales las pantallas son orientadores totémicos, desaparece el ritual original de la acción compartida en donde cada cual es el actor de su propia historia. De esta manera el sujeto queda reducido a una condición de anonimato que debe ser superada, más no en la acción social directa sino en el acto del consumo. El “compro, luego existo” que postula Bauman (2007) indica no sólo que el individuo ha sido reducido también a la condición de mercancía, en tanto que su valor social se instaura en el consumo, sino que él debe competir con los otros como un fetiche más. Puesto en otros términos, se está frente a lo que se podría denominar como el desvanecimiento del sentido dramático, propio

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de una sociedad espectadora. En las sociedades mediatizadas, en las cuales las personas tienen el síndrome de la insignificancia en forma exponencial, el vacío derivado de ello se compensa frecuentemente con el gran premio de aparecer cinco minutos en una pantalla, ilusión consumada que valora el que sean otros los que actúen y que sea el sujeto desprovisto de protagonismo el que añore, el que sueñe, el que sienta nostalgia de su primigenia social perdida, pero que bien pronto el consumo le devuelve. Si partimos del principio de que los mitos se definen narrativamente como las historias que le dan claridad a la cultura sobre sus valores y sus creencias, y de que los ritos son los que realmente reafirman este corpus axiológico en su aplicación en la vida práctica, entonces se tiene una realidad llamada valla, spot publicitario, anuncios impresos que condensan o sintetizan en un solo elemento lo mítico y lo ritual a través de un copy y de una imagen que trabajan juntas

para

transmitir

un

determinado

mensaje.

Mito

(intencionalidad comunicativa) y rito (producto publicitario) se reúnen en un solo elemento: mito-rito, que pierde su carácter dialéctico teórico-práctico. El ritual abandona así su carácter activo y democrático, abierto a todos los integrantes del grupo; ritualidad en frío que se hace realmente importante y significativa en la misma medida en que es representada por figuras modélicas, sobredimensionadas a través de un telos (fin) definido en el buen sentido de la palabra, que adquieren mágicamente un estatus incuestionable, dado por la instancia normalizadora de la sacralidad, por una economía que funda un tiempo y un espacio sagrados fuera de los cánones convencionales. Ritualidad excluyente que introduce a la escena solamente al grupo de iniciados, mediados por un

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casting selectivo, apuntalado por principios de conveniencia y por cánones de belleza y de moral acordes al sistema. El común de las personas, de estatus ordinario, vulgarizadas por el anonimato, debe simplemente hacer el papel de espectadores de la realidad; realidad estructurada sólo a través de las imágenes emanadas y sugeridas por el tótem moderno llamado mass media. Masa de invisibles, carente de protagonismo y de significación colectiva, inerme y pasiva que gana protagonismo únicamente al ahondar su condición de insignificancia, participando en los rituales mediante un simple voto o una llamada onerosa, alejada en una densa nube de invisibilidad y de virtualidad mediática (Otálora, 2007, pp. 282-283).

Si se mira de cerca, el universo publicitario es, sin más, el sitio de la representación de la realidad, en el cual el factor operativo del individuo en la vida real es el de interpretar a lo sumo los códigos que se le imponen a través de los signos que deben ser consumidos, que como verdaderas epifanías lo dejan a la otra orilla de la realidad, como espectador tranquilizado, al cual se le ha dejado sentir el placebo ontológico de estar en el mundo. La existencia, de esta manera, se convierte en un simulacro, en una puesta en escena, en una representación más, en la cual se puede sentir intensamente el placer del protagonismo, de la acción estelar pero en una dimensión ajena, en la que se goza la euforia de la fama en medio del anonimato más rotundo. Un mundo que se ha racionalizado al extremo, que se ha transformado en un sistema abstracto de intercambio con la naturaleza y con la sociedad, es consecuentemente un mundo que necesita poner a girar la experiencia de existir también sobre un territorio ficticio, irreal, extraño, enajenado, propio de la ausencia,

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que se define sobre lógicas de mediación, en pantallas, en comandos, diseñados sino como prontuarios ideológicos o como mitos livianos por lo menos como heroísmos estereotipados, escenificados en la dimensión del simulacro y de la inacción, en una salida violenta de la historia Al respecto, Bauman (2007) dirá: “En tanto compradores, hemos sido arrastrados por gerentes de marketing y guionistas publicitarios a realizar el papel de sujetos, una ficción vivida como si fuera verdad. Una actuación interpretada como “vida real”, pero la cual el paso del tiempo desplaza a la vida real hasta hacerla desaparecer sin la menor posibilidad de reaparición” (Bauman, 2007, p. 32). El ritual como posibilidad de acción y de creación, se pervierte, se trastoca, pierde su razón de ser, ya no es ritual sino algo que se le asemeja, un simulacro existencial dentro de una sociedad que rehúye las acciones comprometedoras, que propone como modelo una ritualidad en frío, una ideología que remeda la realidad, en la estrecha instancia de la representación y de la ilusión. “A favor de millones de personas sin historia, dichosas de su estado, hay que desculpabilizar la pasividad. Y aquí es donde interviene la dramatización espectacular de los mass media” (Baudrillard,

1974, p. 29) Todo

queda reducido al standing, a las exigencias sociales del consumo. Como diría Galeano respecto al descubrimiento de América y a la forma como se introduce a los jóvenes en el reconocimiento de su propia historia: ya no se enseña a encender el fuego sino a barrer cenizas.

9.2 Transgresión sagrada y falsa liminalidad en el contexto de una sociedad espectadora Es usual ver la forma como desde la antigüedad las culturas han acudido al rompimiento del orden como un mecanismo de renovación cósmica. Desde distintas religiones, de las más elementales a las más complejas, se ha asumido la trasgresión como un componente de carácter sagrado que ha servido para restituir el

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equilibrio del mundo, condición ineludible para recuperar el estado original del cosmos. Bien sea a través de periodos de relajación moral como las fiestas, los carnavales, las danzas o en general de ritos de restitución, de fertilidad, de agradecimiento, etc., las sociedades han regulado su permanencia en el tiempo gracias a un disposición existencial que debe fluctuar entre el caos y el orden. Esta forma de asumir el equilibrio del cosmos tiene un sustrato religioso y no ha sido contravenido sino en parte por las grandes religiones monoteístas, que no aceptan la dualidad como principio de complementación sino de exclusión en la organización de la realidad. Para entender la posibilidad y la necesidad de un rompimiento sagrado con el orden establecido, vale la pena acudir a los conceptos de trasgresión sagrada en Caillois (1996) y de liminalidad en Van Gennep, Turner (1988), Wulf (2004) y Diéguez (2007), iluminados por casos estudiados en situaciones de ritualidad en comunidades primitivas. En los planteamientos de estos autores se relativiza el canon de la mesura, se subvierte el principio de acomodación a la legalidad, a la norma externa, precisamente cuando se trata de permitirle al ser humano la construcción de realidades posibles. La rigidez de la normatividad, la inexorabilidad de los preceptos y la inflexibilidad de los principios atentan habitualmente contra el libre desarrollo no sólo de la personalidad del ser humano sino contra la salud de la sociedad. Una muestra de ello se da cuando se pone a prueba la capacidad imaginativa de cualquier persona en un medio altamente reglado y autoritario, caso en el que habitualmente no sólo se manifiesta una limitación perceptiva, sino también reflexiva y moral. Dentro de las sociedades tradicionales –y aún en las más civilizadas– la fiesta es el espacio por excelencia del rompimiento con el orden instaurado, es la forma de estar por encima de la normalidad reguladora y de la rutina a través del exceso (Caillois, 1996). La fiesta es esperada y deseada, ya que con ella la vida trae periódicamente energías renovadoras y esperanzas de un mejor mañana. El trabajo secuencial y repetitivo se detiene y la comunidad se abre paso a una experiencia de exuberancia, de exaltación, de júbilo cósmico. Este estado festivo es por antonomasia el reinado

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de lo sagrado por infracción respecto a lo sagrado por reglamentación, es el período alegre y celebrador de la circulación de fuerzas formidables, el momento del llamado a la procreación, a la salud, a la abundancia y a la fertilidad, es la praxis que permite y conserva el rejuvenecimiento periódico como la transmisión de mitos y de prácticas rituales. Los tabús o prohibiciones quedan abolidos y se abre el momento de la licencia orgiástica, que a su vez da paso a un nuevo ciclo que intenta vencer el agotamiento y el desgaste del tiempo. Este espacio-tiempo del júbilo da pie a una naciente condición, en la cual todo lo otro que pueda ser imaginado está en la posibilidad permanente –mientras dura el período ritual– de entrar en el curso de los acontecimientos. La fiesta es a su vez la vuelta a la edad original y primera, que como promesa mantiene en latencia todo lo que se podrá convertir en real, “es el lugar de todas las metamorfosis, de todos los milagros. Nada estaba aún estabilizado, no se había promulgado ninguna regla ni fijado ninguna forma. Lo que, desde entonces, se ha hecho imposible, era entonces hacedero. […] El universo entero era plástico, fluido e inagotable” (Caillois, 1996, p.117). Retorno al caos, a la Edad de Oro, a la infancia del mundo, que se opone como contraparte al mundo ordenado, vigilado, estipulado y aterradoramente normal. La fiesta en realidad permite visitar las márgenes del mundo organizado socialmente para impregnarlo de fuerzas generadoras, para crearlo nuevamente gracias al contagio de ese elan vital del origen que funciona cuando nada aun está organizado y todo es potencia pura. Apertura de mundo, a un espacio-tiempo extraordinario; sed y seducción de la totalidad, juego ilimitado de recreación y de gozo. Para entender la importancia y la significación social de la trasgresión sagrada hay que aceptar que sólo gracias a una subversión de la realidad es posible que la vida siga lozana, vigorosa y prometedora. El desenfreno y la locura son la invitación a ese mundo “otro” que sostiene éste: juego de espejos que por unos instantes ya no refleja fielmente al observador sino que le muestra su otro lado, su negatividad, ese

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otro yo que es indisoluble de éste, alternancia significativa y poética, pletórica de añoranzas y de puntos de fuga. En la transgresión sagrada anida la exuberancia mágica que da nacimiento a la exuberancia del mundo cotidiano, lo recarga de energías y de sueños realizables. La hibris se manifiesta no sólo en la licencia sexual y alimentaria, sino en el derroche de la expresividad corporal y verbal, en la amplitud de la imaginación creadora, en la plasticidad de un mundo que se disuelve y se hace maleable, lábil y fluido en la generosidad desmedida, en la anulación del amor propio y en la inversión de roles establecidos; es así como el poderoso se vuelve débil, el loco deviene cuerdo, el esclavo se convierte en señor y la realidad en su totalidad entra en el juego de lo posible y de lo imaginable hasta el paroxismo sin límites –en las Cronias Griegas y en las Saturnales Romanas– (Caillois, 1996). Pero una vez pasada la época festiva, una vez terminado el carnaval, se vuelve nuevamente al orden preestablecido, a las prohibiciones y a las barreras, al temor y a la cordura. Se reinvierte el proceso nuevamente, pero, en el aire y en los corazones queda la satisfacción de haber comenzado un nuevo ciclo, que no es distinto de aquel de la génesis de los tiempos. De la vehemencia existencial se pasa otra vez al sosiego de la vida ordenada y cuerda, después de haberse recuperado por unos breves instantes, como dice Paz (1984), ese animal y ese vegetal somnoliento que habita en cada uno de los seres, que la cultura adormece y que al emerger de cuando en cuando le recuerda al hombre su grandiosidad. En relación estrecha con este fenómeno de la transgresión sagrada se encuentra el de la liminalidad, el cual comienza a abrir profundos interrogantes en el campo de la antropología contemporánea. La liminalidad es el estadio o condición intermedia en los ritos de pasaje, es la posición límite o fronteriza que marca el paso de una situación existencial de desarrollo a otra más evolucionada o más compleja por parte del iniciado descrita por Arnold Van Gennep (Turner, 1988). Todo iniciado debe pasar por tres etapas: la separación, el margen o umbral de paso, y el retorno a la comunidad gozando de una condición nueva. Los jóvenes son separados del

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grupo, se les interna en la selva, en la sabana salvaje o en el desierto, y luego de una serie de

pruebas de resistencia

física

y moral que deben pasar

satisfactoriamente, son devueltos a la comunidad para cumplir un nuevo rol, el de adultos en capacidad de formar familia, el de cazadores idóneos o el de hombres más sabios, entre otros. La liminalidad viene a ser una especie de lugar límite, el margen o umbral que marca el punto de transición o justo medio cargado de ambigüedad en el proceso ritual del iniciado. Ese lugar límite contiene, para la antropología reciente, una significación muy especial ya que en el ritual de paso por primera vez el sujeto experimenta la condición de hacer parte de un todo difuso, dentro del cual se le permite experimentar una reducción de su voluntad personal para el beneficio de todos en el grupo. Se da una perversión del orden preestablecido, se entra en una especie de estado de excepción en el cual la existencia misma se potencia, se amplía a niveles superiores, abriendo paso a una experiencia de libertad y de afirmación que trastoca los cánones usualmente aceptados. Es la conquista de un mundo “otro” que se abre para volver cósmico al individuo.

Dicho en otras palabras, tal ambigüedad denota una no clasificación o

ubicación respecto a las condiciones del estado inicial y el final. Los entes liminales no están ni en un sitio ni en otro; no se les puede situar en las posiciones asignadas y dispuestas por la ley, la costumbre, las convenciones y el ceremonial. En cuanto tales, sus ambiguos

e indefinidos atributos se

expresan por medio de una amplia variedad de símbolos en todas aquellas sociedades que ritualizan las transiciones sociales

y culturales.

Así la

liminalidad se compara

frecuentemente con la muerte, con el encontrarse en el útero, con la invisibilidad, la oscuridad, la bisexualidad, la soledad y los eclipses solares y lunares (Turner, 1988, p. 102).

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En tanto liminales, los sujetos en transición no tienen estatus, no hacen parte de ninguna condición, no poseen distintivos, son inclasificables e indeterminables; son informes, sumisos y maleables por el instructor o por otros integrantes del grupo. Entre los neófitos se desarrolla un sentido de igualitarismo y de homogenización, de humildad y de compañerismo en su experiencia con lo sagrado. Pasan súbitamente de una estructura altamente jerarquizada, clasificada por rangos y diferenciada por roles y posiciones de autoridad a una comunidad (communitas) desestructurada, lábil, indiferenciada en una experiencia sagrada. Al vínculo humano esencial se le confiere un valor genérico que es el que garantiza la posibilidad de ser lo que se es en comunidad. Se experimenta de este modo el valor de vivir en una totalidad interdependiente, generando una vivencia dialéctica del hacer parte de una condición y al mismo tiempo no participar en ella. Dado lo anterior tanto para los individuos como para los grupos, la vida social es un tipo de proceso dialéctico que comprende una vivencia sucesiva de lo alto y lo bajo, de la comunitas y la estructura, de la homogeneidad y la diferenciación, de la igualdad y la desigualdad. El paso de un estatus inferior a uno superior se efectúa a través de un limbo carente de status. En procesos así, los opuestos son parte integrante los unos de los otros y son mutuamente indispensables (Turner, 1988, p. 104). En la liminalidad se trastocan los poderes, los débiles se vuelven repentinamente fuertes, y los fuertes devienen débiles: despojamiento de atributos, intercambio simbólico de poderes. “El neófito en liminalidad debe ser una tabula rasa, una pizarra en blanco, en la que se inscriba el conocimiento y sabiduría del grupo, en aquellos aspectos que son propios del nuevo status” (Turner, 1988, p. 110). La comunidad le recuerda al liminal, a través de las ofensas que le infiere, que su poder es limitado y que en última instancia él depende de la comunidad, que el poder no es otra cosa que algo útil en la medida que es un medio para el bienestar común y no

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un fin para beneficio propio. La liminalidad conduce a la negación de cualquier forma de egoísmo basado en los pre-requisitos otorgados por un determinado rol o por las preferencias o beneficios propios de un interés personalista. “En casi todas las variedades de liminalidad se atribuye un carácter místico al sentimiento de humanidad, y en la mayoría de las culturas esta fase de la transición entra en estrecho contacto con las creencias en los poderes protectores y punitivos de los seres o poderes divinos o preterhumanos.” (Turner, 1988, p. 112). Si bien la liminalidad constituye un estado de excepcionalidad en tanto permite la experiencia de la communitas o sociedad abierta, lo más importante de ésta es el cambio de valores que transitoriamente se respetan y se hacen sagrados. Esta experiencia de la liminalidad pone en el centro de la práctica de los primitivos la posibilidad de vivir un acontecimiento que fuerza los límites de la realidad, que les permite reconocerse y experimentar algo que se hace difícil en las sociedades altamente evolucionadas. Vivencia de connotación existencial, con un fuerte contenido estético, político y ético. Las características comunes de todas las formas de comunitas son: -

Se encuentran entre los intersticios de las estructuras sociales

-

Se encuentran en las márgenes de la sociedad

-

Ocupan los peldaños más bajos de la sociedad

La comunidad o comunitas es espontánea y no rígida, ni regulada por normas o instituciones como lo es la estructura social. Es el vacío, la desestructuración del sistema social, que le permite también a éste mantenerse. La comunitas tiene un aspecto existencial; implica al hombre en su totalidad en su relación con otros hombres considerados también en su totalidad. La estructura, por otro lado, tiene un aspecto cognitivo. (…) Las relaciones entre seres totales son generadoras de símbolos,

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metáforas y comparaciones; sus productos son el arte y la religión más que las estructuras políticas y legales (Turner, 1988, p. 133). Los místicos y los poetas en su experiencia de viaje o de inspiración hacen parte de esta liminalidad, buscan romper los esquemas y las estructuras de sujeción, son seres de las orillas, periféricos, que no le dan importancia a la rigidez del sistema jerárquico sino a las relaciones vitales con los otros hombres. Se transgreden las normas, se anulan los elementos estamentarios, se relativizan los valores. La liminalidad, la marginalidad, y la inferioridad estructural son condiciones en las que con frecuencia se generan mitos, símbolos, rituales, sistemas filosóficos y obras de arte. Estas formas culturales proporcionan a los hombres una serie de patrones o modelos que constituyen, a un determinado nivel, reclasificaciones periódicas de la realidad y de la relación del hombre con la sociedad, la naturaleza y la cultura, pero son también algo más que meras clasificaciones, ya que incitan a los hombres a la acción a la vez que a la reflexión (Turner, 1988, p. 134). Quizás lo más importante para destacar es el carácter dialéctico de la liminalidad en el sentido en que permite establecer un sistema de contraprestaciones entre lo sistémico y lo asistémico, entre lo estructurado de la sociedad y lo espontáneo de la comunidad, juego entre la mediatez y la inmediatez, entre lo reglado y lo libertario. De este modo, quien accede a este limbo existencial puede ingresar más fortificado a la obligatoriedad del sistema. Es después de esta experiencia que el sujeto está en condiciones de asumir más favorablemente la vida adulta. Ninguna sociedad puede funcionar cabalmente sin este ir y venir, sin esta complementación dialéctica. “Las reglas que abolen los pequeños detalles de la diferenciación estructural en los dominios del parentesco, la economía y la estructura política, entre otros, liberan la

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predisposición del hombre hacia lo estructural y le permiten dar rienda suelta en las esferas culturales del mito, el ritual y el símbolo” (Turner, 1988, p. 139). En relación con la adecuación de los sujetos a la sociedad de consumo, esta teoría de la liminalidad devela una serie de contradicciones que se dan en las sociedades en las cuales se enfatiza la desritualización de las experiencias vitales y se estimula en proporción inversa la hiperritualización de los comportamientos favorables a las lógicas del mercado. La liminalidad entonces, hace referencia a una actitud abierta y relacional con el mundo, de potencia infinita frente a los usos dogmáticos y cerrados de las prácticas subjetivas gobernadas por las prohibiciones y las reglamentaciones. La vida adquiere una razón de ser distinta, las relaciones sociales se plantean desde un nuevo corolario. Aparece un espacio o “zona compleja donde se cruzan la vida y el arte, la condición ética y la creación estética, como acción de la presencia en un medio de prácticas representacionales” (Diéguez, 2007, p.17). El carácter político de las prácticas liminales salta a la vista en el momento en el que desarticula la institucionalidad con la capacidad deseante y combativa del sujeto. Así, ante la mirada de lo estamentario, las experiencias liminales devuelven los roles de acción a quienes se encuentran desprovistos de legitimidad ante un sistema que los apabulla y los oprime, a “los que sobran” a los “nadies”, como diría Eduardo Galeano (2000). Esta condición de apertura liminal es una experiencia de transformación y de cambio social que pone a todos los sujetos que participan de ella en relaciones distintas respecto a los otros y ante sí mismos en cuanto a sus posibilidades de dicción, de representación y de performancia. En cierta manera, constituye el rompimiento con orden social muchas veces asfixiante, el reencuentro consigo mismo, la puesta en marcha de la ampliación de los deseos, de la pérdida de un centro impuesto y del reencuentro con un centro desestructurante y posibilitador. El rito se revela, de acuerdo a lo anterior, como un lugar de encuentro, de convivialidad, de búsqueda en lo extraño: sociabilidad que marca la salida de una

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condición pasiva en aras de la acción inesperada y fructífera. El ser humano ingresa de esta manera a un orden distinto de acciones orientadoras, deja de ser el espectador inmóvil y resignado con el rol que de ordinario se le impone. Los escenarios liminales son por excelencia los lugares de la acción, de la teatralidad, de la incursión en lo que está destinado a ser transformado, por ello se pueden nombrar como espacios estéticos relacionales, en donde es dable poner en marcha las poéticas de la acción. Las acciones sociales y políticas rituales

tienen aquí la

posibilidad de ser un medio expresivo por excelencia, lugar de libertad que sirve para decirle algo a la vida, para transformarla aunque sea simbólicamente. Lo que aquí se propone, en última instancia, es una apertura de la acción social a las esferas de lo cotidiano a través de gestos y acciones creativas, en la que se saquen de la inoperancia las acciones (incluidas las comunicativas) de los espacios canónicos y convencionales, y sirvan de este modo como conducto de expresión poética del día a día, como carnavalización de lo real, como intervención permanente en las esferas de la significación, como subversión de las relaciones de poder, como irreverencia creativa a través de la cual se ponga a los sujetos en la posibilidad de cambiar la realidad circundante. Este es el ejercicio del ritual en la esfera de la expresión simbólica y del arte. Considero que hoy lo participativo se produce en el ámbito de un liminalidad que potencia el encuentro no como acto de la ideología, sino de los afectos y de los deseos, generando otras narrativas y mitologías que inciden en la transformación de los modos de vida. Quizás es aquí donde podemos pensar la liminalidad como generadora de espacios poéticos potenciadores de micro-utopías (Diéguez, 2007, p. 193). Volviendo al tema, el ritual tiene, respecto a la mimesis y la limianalidad, un valor decisivo. Es gracias al ritual que los seres humanos entran en una experiencia de comunidad, de auto-referencia, de distancia y acercamiento con el esquema social.

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Hacen el paso de alejamiento, de acciones al margen para alcanzar una integración llena de potencialidades. De ahí la importancia de las comunidades juveniles, que son verdaderas comunidades existenciales. Síntesis de experiencia colectiva, individual, lúdica, auto-representación y representación del mundo en virtud de rituales escénicos, autotélicos y llenos de sentido. En los rituales sociales el joven se desarrolla en un saber práctico, en un saber que prescinde de posiciones conceptuales complejas y se acoge a lo que de práctico define un conocimiento que parte de la experiencia. Pero ¿qué sucede cuando la liminalidad se funda en los espacios creados por la industria cultural y en particular los que atañen a la sociedad de consumo? De la misma manera que en la mímesis se desvirtúa el ritual del sujeto auto-referenciado, desestructurando el ámbito de la identidad de lo subjetivo y poniéndolo en las instancias del consumo como entidad resocializadora, en la liminalidad se advierte un salto en el vacío. Cuando los rituales de iniciación de los jóvenes en la sociedad de consumo se reducen a un simple sometimiento a la moda, cuando no se dan procesos de autoafirmación a partir de trasgresiones individuales para un bien común, sino por el contrario, deslizamientos en un espacio en donde se destaca el temor a ser rechazado, o la angustiante esperanza de ser ascendido en la escala de los famosos, en medio de un ansioso comercio de compra-venta de personalidades, se tiene como resultado un sujeto integrado a un sistema normalizador y sedante, a un individuo en el buen sentido de la palabra, con pocas posibilidades de rediseñarse por y para una sociedad que tenga por centro el ser humano, y no, por el contrario, las cosas. Las capacidades sociales del individuo sumido en el consumo ya no son conquistas legítimas de su personalidad sino el resultado de un proceso de sujeción a unos dictámenes del mercado, que dejan de lado el espacio de la aventura de la poiesis humana.

Los derroteros de un individuo sumido en la

sociedad de consumo no están dados en la necesidad de construcción de mundos posibles, soñados o sospechados, compartidos con otros, sino en el continuo transito de consumo de productos como de identidades, en la vertiginosa lucha por

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existir bajo el continuo pero aterrador estímulo del hedonismo y de la obsolescencia (Ospina, 1994). En ese marco ritual, reducido a un tráfico de conveniencias, el sujeto liminal no sólo queda desvirtuado sino que queda en flagrante contradicción con la sociedad en su sentido más amplio. La convivialidad, el encuentro afectivo y las afinidades son ahora dados por interés de clase, por identidad de consumo, por signos externos de éxito, por dinámicas de facción que se reconoce no en los principios de comunidad sino en la lógica de la competencia, la emulación negativa, en el combate de congéneres contrincantes. “Obviamente, una pura relación focalizada en la utilidad y la gratificación está en las antípodas de la amistad, la dedicación, la solidaridad y el amor, de esas relaciones de nosotros dos consideradas como la argamasa del edificio de la unión humana. Y son relaciones puras porque no tiene ingredientes éticos adicionados” (Bauman, 2007, p.38). Basta con ver el contenido de algunos grupos de facebook, conformados por los jóvenes más atizados en el consumo y la moda, dedicados focalmente a la exclusión, a la burla y a la ridiculización de quienes tienen rasgos culturales de suburbio, de raza inferior o de minoría étnica. Por otra parte, el potencial creativo del sujeto se reduce frecuentemente a una genialidad dislocada de los problemas sociales de fondo, al servicio preferentemente de ciertas marcas, de expectativas de reconocimiento, de posicionamiento comercial, laboral y afectivo en términos de visualización y de toda una serie de realidades que provienen de fuera de él, que tienen que ver más con relaciones de tipo utilitario. El arte, las búsquedas en los territorios de lo simbólico, la poiesis, quedan relegados a un segundo plano, pasan a ser aspectos secundarios en medio de un cultura en la que la máxima es producir y estar al servicio de los requerimientos del mercado. Desde el punto de vista político, se tiene por resultado un sujeto que no está en capacidad –o muy difícilmente– de cambiar los escenarios relacionales en los que se enmarcan los sistemas de poder que se inscriben en su cotidianidad y en sus microterritorios. Más bien se tiene como resultado a un ser pasivo y poco expectante de los fenómenos que ocurren a su alrededor, con

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capacidad

crĂ­tica

nula

y

con

un

potencialidad

reflexiva

disminuida,

preponderantemente dirigida a aspectos que tocan el simple interĂŠs inmediato, en especial los que tienen que ver con lo puramente econĂłmico.

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CAPÍTULO CUATRO LA

MORAL EN LOS MENSAJES PUBLICITARIOS: UNA NUEVA FORMA DE IDEOLOGÍA PARA LA

INTEGRACIÓN SOCIAL

1

DEL OBJETO CONCRETO AL OBJETO-SIGNO

Cuando se habla de consumo en el universo publicitario se establece un análisis sobre variables de diferente orden como son el objeto, la mercancía, la necesidad, la satisfacción, el mercado entre otras. A continuación se orientará la reflexión a partir de los planteamientos de Baudrillard (1974, 1969, 2002), quien hace un estudio sociológico muy pertinente sobre la génesis ideológica de las necesidades, ligada al papel del objeto. En primer término, dicho autor hace una clasificación entre cuatro tipos de objeto: el objeto empírico, concreto, sensible; el objeto como mercancía; el objeto como realidad simbólica y el objeto como signo. Para cada uno de ellos impera una lógica distinta; de este modo se tiene respectivamente una lógica funcional del valor de uso o de las operaciones prácticas para el primero (La mesa para comer), una lógica económica del valor de cambio o de las equivalencias para el objeto como valor de intercambio (la mercancía en el sistema económico), una lógica del cambio simbólico o de las ambivalencias para el objeto que no es ni útil ni mercancía (objeto de colección o de rituales sociales –argolla de matrimonio) y finalmente una lógica del valor-signo o lógica de la diferencia para el objeto-signo (el automóvil no para desplazarse sino para adquirir prestigio). Mirando el proceso por el cual han pasado los objetos en diferentes momentos de la historia, desde los objetos de culto de las sociedades primitivas hasta los objetossigno (propios de la ideología política de la sociedad de consumo descrita por Baudrillard), nos encontramos con una progresiva pérdida de contacto con el mundo natural, con una desritualización del universo social en el sentido de lo simbólico y

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con una incentivación de la vivencia del objeto mercancía y el objeto-signo, las dos formas de abstracción, de alejamiento, de ausencia del mundo real, del mundo transformado en objeto de uso, del artificio social y por ende de la relación política con el socius, con la naturaleza y con la propia subjetividad (Guattari, 1998). Los objetos se alejan cada vez más de una ergonomía fundamental, la del cuerpo. Con la primera revolución industrial, los objetos se convirtieron en la prolongación mecánica del cuerpo; y allí éste empezó a ser alejado del contacto directo con del entorno natural. Los objetos en tanto utensilios todavía hacían alusión al hombre en medio de la naturaleza, suponían una relación directa con ella, así fuera mediada, la cual se convertía en la extensión del cuerpo orgánico del hombre (Marx, 1980). Con la segunda revolución tecnológica, es decir, la cibernética, el cuerpo dejó de tener contacto con unos instrumentos que en cierta manera eran la prolongación de sus formas orgánicas –brazos, piernas–, y entró en contacto con un universo de mecanismos que eran la continuación de su mente: microchips, memorias, integrados, microcomponentes, etc. (Fromm, 1995). Respecto a ello, los objetos se fueron convirtiendo en algo cada vez más extraño para el cuerpo y paulatinamente se comenzaron a manipular en menor medida. El cuerpo es de esta manera despojado poco a poco de su posibilidad de hacer presencia en el mundo, y su mente, como principio funcional, lo va reemplazando en tanto realidad abstracta: “mediante la transitividad universal de las formas, nuestra civilización técnica trata de compensar el desvanecimiento de la relación simbólica ligada al gestual tradicional del trabajo, de compensar la irrealidad, el vacío simbólico de nuestro poderío.” (Baudrillard, 1999 p.p. 59-60). Tanto el objeto técnico, propio de la revolución industrial, como aquel propio de la revolución cibernética, le quitan al cuerpo su posibilidad de poner al ser humano en la posibilidad del esfuerzo pleno, en la realización que se alcanza cuando lo gestual es a la vez ritual. El objeto técnico desmoviliza cada vez más al sujeto, lo deja inerme, sin la posibilidad de transformar directamente la naturaleza, que es

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condición de su reconocimiento y realización, el sustrato de sus pulsiones. “La forma, al consumarse, habrá relegado al hombre a la contemplación de su poderío” (Baudrillard, 1999, p. 61). La abstracción ocasionada por mundo objetual cibernético lleva ineludiblemente al hombre a un alejamiento del rito, de la acción sobre el mundo, lo deja en condiciones de espectador de otros. El ritual moderno es el que se reduce al milagro tecnológico. Lo gestual del cuerpo pasa a un segundo plano, deja de ser el elemento dramatúrgico, el que reconforta por su movilidad, por su capacidad de acción directa. El gesto técnico remplaza al gesto humano; como simulacro tiende a superarlo y lo deja como un nuevo simulacro. El mito del objeto funcional es parte de la mitología de la instrumentalización, no sólo de la naturaleza, sino de la capacidad transformadora del ser humano como máquina pensante. “El hombre es remitido a la incoherencia por la coherencia de su proyección estructural. Frente al objeto funcional, el hombre se vuelve disfuncional, irracional y subjetivo, una forma vacía y abierta entonces a los mitos funcionales, a las proyecciones fantasmagóricas ligadas a esta eficiencia asombrosa del mundo” (Baudrillard, 1999, p. 63). Cuando el cuerpo deja de mediar con el mundo, cuando el gesto desaparece para dar cabida a la idea instrumentalizada en el objeto técnico, la funcionalidad se vuelve autoritaria, se hace absoluta y lanza al sujeto a las márgenes de la realidad y deja todo poblado de signos. Ahora la mediación la dan teclas, comandos, programas, a la manera de complejos netamente ideacionales. La proyección de la realidad reemplaza a la realidad misma. El mundo representado, hecho ceremonia formal, quita del centro de la realidad al mundo vivencial, cotidiano, lo vuelve una proyección, un fuera de sí, un simulacro. El objeto técnico es el resultado de una abstracción de la naturaleza por parte de un hombre que no sólo se desligó de su propio cuerpo sino que necesito idear una segunda naturaleza (culturalidad): intersticio que llevará al surgimiento no sólo del objeto signo sino del gesto-signo sobre el gesto ritual que se traduce en un sistema de alejamiento y de espectralidad.

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La primera clase de objetos no tiene existencia real en el complejo sistema de circulación de signos en la actual sociedad de consumo: en dicha sociedad, los objetos, en tanto herramientas funcionales, están descontextualizados de su papel primario, de su ocupación original. Los objetos símbolo, por su parte, al no depender ni de un uso utilitario ni de un intercambio económico, son paulatinamente desplazados a la marginalidad, mientras que el objeto-signo es el que caracteriza el consumo y el que prevalece en las distintas formas de relación social en el marco de una economía de significados. El objeto-signo logra abolir la relación de identificación que se tiene con el objetosímbolo, es la presencia de un objeto autónomo, disociado de los individuos. Con los primeros tres tipos de objeto existe una relación, bien sea de uso, de negocio o ritualística; se diría que existe una cierta interrelación orgánica del sujeto con el objeto, pero respecto al objeto-signo hay un divorcio total, una reificación del sujeto en su vínculo material con el objeto y social con los otros sujetos. De la misma manera, hasta la etapa del objeto mercancía se advierte una relación intersubjetiva y social en torno al objeto. Inclusive en la lógica de intercambio de mercancías se presenta una reificación del sujeto en términos de una “opacidad” al interior de las relaciones sociales de producción y en la división del trabajo, pero aun en ellas se da una correlación de sujeto a sujeto, en medio de una forma desigual de trabajo y de ganancia, en la cual, el sujeto al igual que la mercancía y el trabajo, emergen como realidades abstractas (Marx, 1980). Con la circulación de objetos-signo ya no son sujetos como tales sino sujetos-signo los que se relacionan en un contexto en el que las dinámicas del consumo imponen una relación de signos. De este modo, los sujetos se relacionan entre sí en cuanto entes de significación que se ubican en la organización social a partir no de lo que son existencialmente sino en tanto sujetosetiqueta. No hay objeto de consumo sino a partir del momento en el que se cambia, y en el que este cambio está determinado por la ley social,

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que es el de la renovación del material distintivo y de la inscripción obligatoria de los individuos, a través de la mediación de su grupo y en función de su relación con los demás grupos, en esa escala de status, que es propiamente el orden social, puesto que la aceptación de esta jerarquía de signos diferenciales, la interiorización por el individuo de estas normas, de estos valores, de estos imperativos sociales que son los signos, constituye la forma decisiva, fundamental, del control social, mucho más que la conformidad con las normas ideológicas. (Baudrillard, 2002, p. 59). Dentro del esquema de la funcionalidad de los objetos en la sociedad de consumo lo que caracteriza a estos es que tienen una función de signos, hacen parte de un sistema, son abstracciones absolutas de la naturaleza. La naturaleza, dentro del sistema de ambiente, ahora es intervenida, dominada e insertada en la cultura como una segunda naturaleza. Pero no sólo la naturaleza es convertida en signo, también lo es el hombre, y quizás en mayor medida.

1.1 Función social del objeto-signo El análisis de la función social del objeto-signo parte de la superación de una comprensión del objeto como realidad eminentemente funcional. El objeto en la sociedad capitalista contemporánea (hablando de los últimos 50) no cumple solamente el papel satisfactor de necesidades, es decir como valor de uso, sino que va más allá en sus aspectos de significación dentro de la sociedad. El carácter utilitario de los objetos queda entonces revaluado para darle cabida a una realidad distinta ligada al valor de cambio en tanto signo de circulación de la prestación social. El consumo de objetos es en realidad un mecanismo de distinción, de prestigio y de discriminación que organiza moralmente las relaciones sociales, dejando una organización y un orden basado en jerarquías. El reconocimiento social

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está ligado en forma directa a formas de ostentación y de visibilización. La institución social coactiva, como la llama Baudrillard (2002), revela esta faceta fundamental de la integración social. Es en ella en donde se desarrollan toda una serie de relaciones de reconocimiento, de exposición, de visibilización que le dan cuerpo a la organización de inclusión y de exclusión que opera en la sociedad de consumo. La institución social coactiva puede entonces ser entendida no como una gratificación individual generalizada, sino como un destino social que afecta a ciertos grupos o a ciertas clases en mayor medida que a otros, o por oposición a otros (….) los objetos no agotan jamás sus posibilidades en aquello para lo que sirven, y es en este exceso de presencia donde adquieren su significación de prestigio, donde “designan” no ya el mundo, sino el ser y la categoría social de su poseedor” (Baudrillard, 2002, p. 4-5). La funcionalidad simbólica del objeto deja al descubierto el sentido mismo de un ethos social fundado en la ostentación, en la aceptación o en el rechazo que se desprenden de un ser advertido, tenido en cuenta y catalogado en el teatro social. De allí que el consumo tenga un carácter imperativo sin parangón dentro de la forma de estar en el mundo, con el aval de una moral que supera la del trabajo y se resume en el consumo. Baudrillard hace referencia específica a la distinción que hacen los Trobriandeses entre dos clases de objetos, los cuales aluden a formas distintas de relación que se establecen con ellos y con la sociedad en general. La primera es la kula, que es la relación en la cual se intercambian en forma de donación objetos con una fuerte carga simbólica y que denotan en realidad el prestigio del donante. De este modo, se organiza el sistema de jerarquías y por ende de reconocimiento social. La segunda es el gimwali, el cual es la relación con los objetos en un sentido puramente utilitario, la cual se restringe a una relación con el objeto en tanto herramienta o elemento utilitario de la vida diaria. Esta clasificación en las sociedades actuales ha

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perdido ese carácter tajante y excluyente; y permite cada vez más que los objetos dejen de ser útiles e interfieran en el mundo del prestigio. Este es el aporte de la sociedad de consumo con sus lógicas de transacción, compra y acumulación. Entra así en juego una mecánica muy afinada de segmentación social a partir del prestigio que da el consumo de los objetos cada vez más en detrimento de su valor de uso. El consumo se convierte de este modo en un verdadero sistema de coacción social, es decir, determina las relaciones intersubjetivas y sociales sobre una axiología de la representación y de la prestación social. La moral del consumo determina en forma efectiva la ontología de la sociedad moderna: se es o no se es de acuerdo a la posibilidad de ser representativo a través del consumo. Se instituyen los valores que darán de esta suerte una organización en la sociedad muy ajustada al orden imperante de intercambio, no ya de objetos sino del binomio excluyente de reconocimiento-discriminación social. En este contexto el objeto gimwali, es decir, el objeto como valor de uso, deja de ser el elemento para satisfacer necesidades y se convierte en una carta de presentación, en un pasaporte al mundo del prestigio y de la aprobación social, es decir en un kula. Cada individuo es valorado públicamente por el sistema privado de posesión y de consumo de objetos. El juicio público, es decir, la aceptación o el rechazo grupal, está asociado a la relación personal que cada quien tiene con el mundo de los objetos y esto determina en última instancia el grado de integración o de socialización alcanzado por los requerimientos del mercado. Es así como las relaciones que se establecen entre el mundo de los objetos y el mundo humano determinan un nuevo escenario de actividad colectiva, de adiestramiento y de normalización, lo que Baudrillard (2002) llama estructura global del entorno. El escenario de las prácticas colectivas también es puesto bajo la tutela del consumo. “Aquello de que nos hablan no es tanto del usuario y de prácticas técnicas como de pretensión social y de resignación, de movilidad social y de inercia, de aculturación y de enculturación, de estratificación y de clasificación social” (Baudrillard, 2002, p. 14). Las prácticas sociales respecto a la operatividad del consumo se insertan en un

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sentido de selectividad dirigida en medio de la cual se determina con precisión en dónde se quiere que los individuos tengan autonomía y significación y en dónde se quiere que queden inmovilizados o neutralizados. En todas las instancias de la realidad cultural se exhiben los signos que han de cumplir con la canalización de la enculturación social; son todos aquellos elementos que deben servir de guía para que la sociedad se alinee con los valores que guían el funcionamiento del grupo. El Kula y el Gimwali en la modernidad se integran en un solo tipo de objeto, el objeto-signo, que ya no es el que corresponde exclusivamente ni al valor de uso ni al valor de intercambio, como tampoco al valor del prestigio sino al valor de coacción social en términos de representación. 1.2 El pecado de la inmovilidad en las clases ascendentes y el culto a los objetos

A propósito del papel que cumple el objeto-signo respecto a las relaciones de reconocimiento y de movilidad social, hay que tener en cuenta el rol que cumplen las clases medias en el reordenamiento cotidiano de los territorios del prestigio. En estricto sentido, las prácticas de movilidad social se centran en las clases sociales en las cuales el factor de promoción se convierte en el estímulo existencial por excelencia. Son éstas las que metafóricamente están al lado del abismo de la marginación pero a la vez vislumbran la cresta del logro social. Es en las clases medias en donde se acentúan las aspiraciones al lado del sentimiento de frustración: la movilidad impuesta por un sistema que no perdona el ir hacia atrás y que glorifica, sin dar necesariamente las posibilidades de la realización, el sueño del encumbramiento. El baremo que mide estas dos vías de tensión entre el fracaso y el éxito, y subsecuentemente entre el rechazo y la aceptación social, es el comercio de

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signos perceptibles de la condición social. (Baudrillard, 1999). A las clases medias no se les permite titubear, no pueden, en el buen sentido de los términos, llegar a la defección de sus aspiraciones; la sociedad no les perdona la vacilación, el desajuste colectivo, el desarreglo contractual ligado al éxito, a la fama y al reconocimiento social. Las clases medias, o clases promovibles, son las que siempre están en vías de integración, son el contingente de la aculturación y del condicionamiento mass mediático por excelencia. En algunos casos son los más dignos invitados al banquete, pero eso sí, bajo condiciones muy precisas; en otros, son los execrables del sistema en el evento de no cumplirlas. La ideología difusa de movilidad y de crecimiento (Baudrillard,1999) determina los principios de acción social, los reglamenta tácitamente, los pone como un tissu invisible sobre el cual se ordena y se programa el destino de los elementos condicionados y condicionantes. Según Galeano (2000) la sociedad de consumo azuza las aspiraciones de los más desfavorecidos, pero bien pronto la economía se las prohíbe. A las clases medias se les pone ante el riesgo execrable del fracaso social, pero la única manera de huir de él es a través del consumo. A los seres humanos se les iguala con las cosas para que no dejen de ser cosas, y ello bajo la égida de las demandas de una economía de mercado (capitalismo) que transitan por los medios de comunicación. El realismo de las condiciones no corresponde con el nivel irreal del deseo que se despierta. La clase media está fuertemente atraída por el canto de las sirenas del consumo (Ospina, 1994) pero a la vez se le pasa una cuenta de cobro muy onerosa reflejada en el siempre presente riesgo de imposibilidad social. Las sociedades industriales ofrecen a las categorías medias posibilidades de movilidad, pero posibilidades relativas; la trayectoria salvo caso excepcional, es corta, la inercia social es fuerte, las regresiones siempre posibles. En estas condiciones, es indudable que – la motivación para elevarse en la escala social traduce la

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interiorización de las normas y de los esquemas generales de una sociedad de crecimiento. (Baudrillard, 2002, p. 16). La interiorización forzada de las normas alude al hecho de que la legitimidad de las clases en ascenso, que viene del consenso social, determina el afianzamiento de una cultura del consumo y de la acumulación y, de modo paralelo, la asunción e integración de la moral del mercado. El culto al optimismo empresarial y a una ética de la ganancia, determinan finalmente cualquier posición política colectiva acomodaticia a la vez que le dan cuerpo al utilitarismo mercantilista que socaba el interés democrático. Por esta razón las preocupaciones en torno a aspectos tales como el medio ambiente, el derecho de las comunidades que están en las orillas del desarrollo, la legitimidad de las distintas formas de resistencia al sistema, son habitualmente tenidos como obstáculos al desarrollo y se genera un recelo hacia la franja social que lo promueva, terminando e imponiendo un justificado decálogo de principios ligado religiosamente a la filosofía de la productividad y de la inexorabilidad del progreso. Detrás de este optimismo de corte tecnocrático anida un pánico frente a la idea de fracaso que a su vez fue creada como el motor de la resignación, bajo la abrigo de una fe propia de la modernidad. La moral de la culpa y del pecado ahora no está asociada al juicio final sino al juicio público. Aquí, en este punto, la realización humana queda ligada a la aceptación de un esquema existencial en el cual la posesión deja en un segundo lugar a la autorealización, a los logros de la subjetividad, e impone el escenario cotidiano de la desesperación, en el cual no falta la trampa, la deslealtad, el oportunismo y una atmósfera proclive al delito, no necesariamente ligada a la insatisfacción de necesidades sino al rechazo social. Quien se resista a esta ola hegemonizante del progreso es tenido por anormal, desadaptado o esquizofrénico y por traidor del sistema. Casos de histeria colectiva no faltan a la hora de analizar la filosofía que subyace a las extremas derechas en el mundo.

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Podría decirse que el reconocimiento social que le hace falta a las clases emergentes va en proporción directa a su adhesión mítica a un sistema económico que funda el capitalismo, y propiamente la moral burguesa. Se fortalece el mito al progreso y se consolida toda una filosofía apologética del consumo como el gran corolario de la realización. “En una sociedad estratificada, la clase media ha establecido un compromiso; este compromiso es su verdadero destino de clase social, y es este compromiso, definible sociológicamente, el que se refleja en el ritual a la vez victorioso y resignado con que rodea a sus objetos” (Baudrillard, 2002, p. 22).

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LA IDEOLOGÍA DEL SIGNO PUBLICITARIO

En cuanto al festival del poder de compra (Baudrillard, 1969) el rito en la sociedad moderna se define por el principio gratificador e infantilizador propio de la publicidad. El sentimiento de pertenecer a un todo queda solucionado en el acto del consumo. La publicidad como espacio democrático de la visibilización y del sueño, exhibe el producto. Que el poder de adquirirlo sea real o imaginario no cuenta al lado de la experiencia erótica con una realidad que se evidencia a todos como posible. Al mecanismo de la compra lo sustituye toda una erotización de la elección y del gasto. Nuestro ambiente moderno es de tal manera, en las ciudades sobre todo, por sus luces y sus imágenes, su chantaje con el prestigio y con el narcisismo, con el efecto y con la relación forzada, una especie de fiesta en frío, de fiesta formal, pero electrizante, de gratificación sensual en el vacío a través de la cual se ejemplifica, ilumina, hace y deshace el proceso mismo de la compra y del consumo, tal y como la danza se anticipa al acto sexual.

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Y a través de la publicidad, como antaño a través de las fiestas, la sociedad se exhibe y consume su propia imagen. (Baudrillard, 1969, pp. 195-196). En este fenómeno se hace evidente

la una función reguladora de la

sociedad ¿Cómo se desvirtúa la acción social si no es en la conversión de la potencialidad de los actos sociales, entendidos como ritos –siempre fundacionales y revitalizadores– en sueños e ilusiones que paralizan la capacidad imaginativa para la transformación social? Si la vida se resuelve particularmente en el consumo de objetos y de imágenes, entonces el espacio de la acción se atrofia y queda una reivindicación social tan sólo en los espacios del prestigio, en el juego del aparecer, de la representación, en los intersticios del ritual desvirtuado, el que se resuelve en la contemplación y en la emulación de marcas, de poses y de discursos, en la obediencia, en el engaño de creer que en la acción que parodian los mass media se cumplen las esperanzas de la autorrealización y de la libertad individuales. Si los sueños de nuestras noches carecen de leyendas, aquel que vivimos despiertos sobre los muros de nuestras ciudades, en los periódicos, en las pantallas, está cubierto de textos, tiene leyendas por todas partes, pero tanto el uno como el otro asocian la más viva fabulación a las más pobres determinaciones, y así como los sueños nocturnos tienen como función preservar el sueño, los prestigios de la publicidad y del consumo tiene como función favorecer la absorción espontánea de los valores sociales ambientales y la regresión individual al consenso social. (Baudrillard, 1969, p. 196).

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El resultado obvio de todo este proceso es indiscutiblemente la revaluación del ritual como complemento de las narrativas guías en la modernidad. Vemos cómo se rompe la dialéctica primigenia de la acción de la sociedad en aras de una reificación en la esfera de la moralidad del consumo. La posibilidad de ligar la acción ritual al logos que se crea en la praxis cotidiana desaparece. Estamos frente a la unidimensionalidad del parecer, en el trasunto de la norma vacía, en la determinación de una movilidad social que reviste visos de importancia, pero que a la postre no es más que un acto reflejo de la imposición de la obediencia. La industria cultural crea sus héroes y la sociedad los consume junto con sus sueños, dejando a los verdaderos actores sociales frente a un libreto en serie, ajeno a las determinaciones históricas y a las necesidades reales. La mediación de la espectacularidad hecha negocio y arma ideológica le cierra el paso a la vida de seres de carne y hueso, los cuales les compete erigir su destino de acuerdo a una evaluación de la acción y del ejercicio de una memoria activa. Este equilibrio entre palabras y actos se trastocó por un juego de slogans e imágenes que dejan en la inmovilidad a la sociedad que está en aras de su autoconstrucción. El ritual pervertido de la sociedad moderna tiene en las tablas de la realidad a un puñado de seres significativos e importantes, haciendo la parodia de la justicia, de la bondad, de la belleza, y al otro lado, al resto del contingente social, enmudecido: masa amorfa de mentalidad gregaria, tratando de repetir alegremente la comedia humana con la convicción y la alegría del protagonismo, sintetizado en el acto del consumo del consenso social. “En tanto compradores, hemos sido arrastrados por gerentes de marketing y guionistas publicitarios a realizar el papel de sujetos, una ficción vivida como si fuera verdad. Una actuación interpretada como vida real, pero en la cual el paso del tiempo desplaza a la vida real hasta hacerla desaparecer sin la menor posibilidad de reaparición.” (Bauman, 2007, p. 32).

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En la gratificación del consumo se esconde así toda una estratagema de apaciguamiento y de conducción masiva. Lo que se le ofrece al individuo en la sociedad es un esquema imaginario de la realidad, un remedo de mundo. Esta instancia imaginaria sobrepone el orden especular sobre la realidad misma y desvirtúa la esfera política del ciudadano. Esta capa que se hipostasia sobre las dinámicas concretas de la cultura viene a ser como un pegamento que deja estáticas las movilidades, las disidencias, las creaciones individuales, las particularidades, las diferencias; homogeniza las visiones y estandariza los lenguajes. “Cuando la publicidad le propone a uno, en esencia: la sociedad se adapta totalmente a usted, intégrese usted totalmente a ella, es claro que en esta reciprocidad propone una trampa: es una instancia imaginaria la que se adapta a usted, en tanto que usted se adapta, en cambio, a un orden muy real.” (Baudrillard, 1969, p. 199). La desestructuración de lo político se funda así en un juego de espejos en el cual la ficción es la que toma el orden de las cosas y los actos reales se ajustician en el caso de no coincidir con el modelo asignado. La creación de consenso ya no se instaura en forma directa, por la vía de hecho, sino a través de paradigmas que crean un nuevo orden social desde la circulación de significados; así, “las nuevas técnicas economizan la represión: el consumidor interioriza, en el acto mismo del consumo, la instancia social y sus normas.” (Baudrillard, 1969, p. 199). Para el común de las personas la publicidad y la propaganda son signos de realidades que deben ser leídos más no revaluados. Se deben asumir e integrar en tanto instancias que tan sólo remiten a una realidad ausente, la cual es el telón de fondo de una libertad ficticia: la del deseo. Frente a ellas es imposible hacer una transición a la práctica, pues en esencia son signos vacíos, que remiten a otras imágenes, las de lo no real. Recreación especular que conduce a la parálisis de los eventos espontáneos, de los

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imaginarios que puedan desatarse, de los nacimientos de mundos posibles afincados en los actos plurales y distintos. Lo local, lo distinto, lo auténtico, sucumbe ante la ola normalizadora que circula por los medios de comunicación. La publicidad, de tal modo, no ofrece ni una satisfacción alucinatoria, ni una mediación práctica hacia el mundo: la actitud que suscita es la de una veleidad decepcionada; acción inacabada, surrección continua, defección continua, auroras de objetos, auroras de deseo (…) la profusión de imágenes se emplea siempre, al mismo tiempo, para eludir la conversión hacia lo real, alimentar sutilmente la culpabilidad mediante una frustración continua, y bloquear la conciencia por medio de una satisfacción soñadora. (Baudrillard, 1969, p. 200). El mundo real es el que se desea y se sueña mas no es aquel en el que se actúa. El dramatismo, la presencia real en el mundo, pasan a un nivel de embelesamiento, el cual es a su vez el de una enajenación continua. Presencia en la imagen, espectacularidad de un universo otro que se muestra, que atrae, que llama, pero que a la vez frustra cuando se advierte su carácter inalcanzable e ideal. El signo publicitario llama a la vez que niega; esta es su doble determinación: de gratificación y de represión, el juego entre lo que muestra para ser adherido como deseo y lo que deliberadamente aleja como realidad. La publicidad se aparta cada vez más de la realidad de la producción y el consumo y estructura el universo del sueño en vigilia, de la fantasmagoría social. Este proceso descrito por Baudrillard puede ilustrarse desde otra perspectiva cuando Antonio Caro (2007) intenta alcanzar un concepto operativo de publicidad. En este ensayo de definición, el autor se ve ante la encrucijada de que dicho concepto se ha transformado a lo largo del

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tiempo, y ello debido a unas determinaciones históricas dadas por la ampliación de la función específica de la actividad publicitaria como tal. Según él, la definición de publicidad, a este tenor, se ha ido ensanchando progresivamente de acuerdo a su especificidad operativa y se ha ido sobreponiendo a las definiciones anteriores sin hacer desaparecer ninguna. Como lo muestra Caro, en un primer momento la publicidad se definió como vehículo de comunicación con el cual se llevaba a la escena pública las noticias que se producían en el círculo privado, desde sus orígenes en la antigüedad -Grecia, Roma-. La segunda acepción de publicidad se refiere a su posibilidad de intermediación neutra entre la producción y el consumo – haciendo referencia a todos los escenarios en donde su particularidad ha sido movilizar el comercio sin interferir o actuar intencionalmente para beneficiar alguno de los dos estamentos en cuestión. La tercera acepción hace alusión a la publicidad propia de la segunda revolución industrial, la cual en su desarrollo estimula la demanda desde la oferta, constituyéndose en un elemento detonador del consumo – no desde las necesidades del receptor sino desde las pretensiones de ganancia del anunciante, iluminadas por la promesa de felicidad, instaurándose de este modo el capitalismo del consumo sobre el pretérito capitalismo de la producción, dinámica ésta ampliamente referenciada por Bauman (2007) como el paso de la sociedad de productores a la sociedad de consumidores -. Por último, el sentido de publicidad en la contemporaneidad, se entiende como el instrumento de la construcción de imágenes de marca – en donde la producción material del producto queda relegada por la producción simbólica del mismo-. Es sobre la base de esta última definición que Baudrillard concentra su análisis de la publicidad como sistema de producción simbólica y que aquí ilustramos para el propósito de este estudio.

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Entendiendo la publicidad en su papel de herramienta que pone a circular signos, más que productos u objetos y servicios, se perfila el nuevo papel del ritual en las sociedades contemporáneas. De este modo, el ritual que habitualmente se presentaba como la posibilidad de transformación del entorno en virtud a la acción creadora –así sea a través de actos convencionales, pero al fin y al cabo reales–, se transmuta en la instancia de la aspiración, de la apetencia que se consuma en una relación de satisfacción mínima, al lado de un deseo que se hace exponencial. Se pasa perennemente de una avidez que se acrecienta a una satisfacción que se empobrece. Se estima que la satisfacción es lo más importante a partir de la apetencia, pero el deseo se hace más acuciante y el consumo termina siendo el estado de satisfacción en el que se creería que se está en contacto con el mundo. Pero lo que se ha dado es un proceso de integración a un sistema que le hace creer a los individuos que son felices y que además están en condiciones de autorregularse. Falsa ficción. Detrás de la creencia de autonomía está la realidad de la serialidad. Para alcanzar la aceptación grupal se utiliza el objeto para competir con los otros, pero lo que no se advierte es que ese objeto es el mismo que utilizan los rivales y todos aquellos que sueñan con ser originales. Así, el deseo es estratégicamente dirigido para la conversión social sobre la ficción de la realización personal, lográndose a la postre la sumisión a la vida reglamentada, gracias al artificio del consumo. (Baudrillard, 1969). Es así como la publicidad esconde el signo arbitrario gracias al cual la sociedad se autorregula, como otrora lo hicieran los mitos y, en épocas recientes, la norma. Esta convención sígnica se repite como la función del tótem en las sociedades arcaicas. La sociedad cree en el signo publicitario y obra a partir de él, se reduce y condiciona a su determinación y depende en su funcionamiento de la arbitrariedad de dicho signo. Esto es lo que en otro plano de análisis se denomina el fetichismo de la subjetividad

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(Bauman, 2007), en el cual ya no es la necesidad de los objetos útiles lo que detona una desenfrenada dinámica de producción, -fetichismo del objeto propio de esta sociedad de productores- sino un sentimiento de insignificancia social, el cual apresura un comportamiento estandarizado y compulsivo de consumismo, que se resume en una verdadera ilusión social. Se consumen no solamente los objetos sino que los sujetos quedan sumidos en las lógicas del mercado, dejando las relaciones interhumanas abandonadas a principios de utilidad y de obsolescencia. Lo importante es quedar gratificado, o mejor dicho, significado socialmente así sea a costa de los otros. La personalidad también se consume, al igual que los objetos, pero el motor de esta dramaturgia del mercado de los carismas responde a un salto en el vacío de la subjetividad, al empobrecimiento y al aplanamiento de su estatus ontológico original. La fetichización de la subjetividad es la consecuencia de una dinámica en la que el objeto ya no es solamente un producto mágico al que se le confiere devoción, sino de una condición en la que el sujeto está a la merced de él como ante un fetiche que reconfigura en la sociedad de consumidores las relaciones humanas (Bauman, 2007).

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EL PRINCIPIO IDEOLÓGICO DE LA MITOLOGÍA DE LAS NECESIDADES

El efecto placebo de la integración social a partir del consumo se puede entender mejor analizando el funcionamiento de la construcción social de la necesidad. Y para ello es menester entender el sentido que adquiere el objeto en tanto signo en relación con una ideología imperante en la sociedad de consumo. El propósito aquí es desvirtuar la tesis frecuentemente esgrimida en los nichos publicitarios acerca de la razón de ser naturalizada acerca de la generalización del consumo y de su espiral siempre creciente como fenómeno lógico de la necesidad. En los círculos

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publicitarios este fenómeno se liga en forma gratuita, primero, a la aparición de necesidades innatas, segundo, al desarrollo del deseo en los individuos en forma espontánea. Detrás de todo esto subsiste una forma de vida que es rentable para quienes la patrocinan y se benefician de ella (Grupo Marcuse, 2007). La necesidad en la sociedad de consumo es el terreno mágico intermedio entre el sujeto y el objeto propio de las sociedades primitivas. En dicho espacio se establecían relaciones de tipo religioso, en las cuales se imponía o bien la necesidad de valerse de un mundo objetual altamente encantado para resolver los problemas más inmediatos y acuciantes de alimentación, abrigo, guerra o reproducción, o bien la necesidad de conocer y dominar las fuerzas de la naturaleza a riesgo de perecer, en donde se convocaban las energías del universo, se hacían encantamientos y se enfrentaba a la naturaleza a través de un diálogo con algo que trascendía las posibilidades del hombre llamado lo sagrado, mana, wakan u orenda. (1991c). Tanto en las culturas llamadas animistas como en aquellas que se organizan a partir de relaciones de producción y

consumo,

la necesidad es una adecuación

racionalizada y tautológica entre el sujeto y el objeto, a partir de un sustrato que desborda a los individuos, un más allá llamado en el primer caso divinidad, o mercado en el segundo, según sea la situación: ideología de adaptación de las necesidades de acuerdo a un orden imperante claramente funcional, que opera por las exigencias, o bien sea de unas creencias religiosas, o de la industria. Lo que marca la diferencia entre uno y otro caso es que en las comunidades primitivas se asume como un fenómeno sagrado, indisoluble de la vida, el culto a esas esencias ordenadoras

del

universo,

en

tanto

que

en

las

sociedades

modernas,

fundamentalmente economicistas y enmarcadas en relaciones de mercado, no se entiende, y menos se asume, que éste constituye el nuevo fuero religioso que organiza el funcionamiento de la sociedad. En efecto, detrás de esta relación se encuentra un sistema de poder (Baudrillard, 2002) que funciona en forma indirecta, vale decir, que ya no obra coercitiva ni visiblemente, sino que, como forma indirecta

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de dominación, desregularizada y altamente dependiente del mercado, se establece en el medio a través de la circulación de objetos y de subjetividades de consumo. Según Bauman (2007), en la sociedad de consumidores, en la que los sujetos por fin son libres de los condicionamientos de un Estado protector y vigilante, de los panópticos del orden y de la moral religiosa y en la que efectivamente se goza de una condición de autonomía e independencia, aparece una nueva modalidad de libertad, se impone el libre albedrío de elegir alegóricamente dentro de un gran supermercado social. Y pegada a esa gran libertad de elección está la posibilidad de fracaso. La libertad, en estas condiciones, se resume simplemente en la posibilidad de estar acorde con un esquema de compraventa y de consumo en el cual, quien no esté en condiciones de posicionarse como consumidor, será un proscrito o un tránsfuga social. El problema de la libre elección queda desvirtuado por una lógica que funciona sobre el principio de la fabricación continua de las necesidades. ¿Cómo puede haber libre elección cuando al lado de la expectación de compra se adecúan de modo permanente el éxito, la gloria, o por el contrario, el fracaso y la frustración, gracias al concurso permanente de figuras modélicas idealizadas o en caso contrario, vilipendiadas socialmente? Queda relativizado lo democrático sobre el principio de las apetencias personales o del libre albedrío, si se impone esta escenografía de la persuasión y de la disuasión, que a la postre lo que pretende es premiar o castigar de acuerdo a unas narrativas constituidas intencionalmente por los llamados, según Baudrillard (2002), los gurús de la imagen. Sería muy ingenuo no advertir que detrás de todo este performance del mercado lo que se manifiesta es un sistema productivo que ajusta, adecua y sincroniza el orden social gracias a una bien diseñada proliferación de signos-valor, con un poder altamente efectivo de adecuación y de exclusión. “Es claro que la petición de principios sobre la cual se funda la legitimidad de la producción, a saber que la gente tenga necesidad a posteriori y como milagrosamente de aquello que ha producido y se ofrece en el mercado (y por lo tanto, para que lo necesitara, era preciso que hubiese ya en ella la

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postulación virtual), esta racionalización forzada oculta simplemente la finalidad interna del orden de producción” (Baudrillard, 2002, p. 64). Las necesidades, según Baudrillard, son diseñadas, inducidas y proliferadas por el sistema productivo y se ponen de parte del consumidor como si fueran una osadía de autodeterminación y de plena libertad, en tanto que él es una figura abstracta, más bien un engranaje útil del sistema capitalista. Esta es la coartada

de la

racionalización de las necesidades que funciona en el mundo de la productividad y de la consumatividad. Es indudable que el sujeto tiene necesidades y que está en capacidad de satisfacerlas a partir de sus propias decisiones, pero lo que se discute aquí es que las necesidades se movilizan primero a nivel social por un sistema productivo – del cual hace parte la publicidad- que requiere que el consumo lo alimente y lo justifique y después se la hace creer al consumidor que es autónomo a la hora de decidir; para ello hay que premiarlo o castigarlo, según sea el caso, de la misma manera que el judeocristianismo trabajó desde la edad media en la estrategia disuasiva del pecado ligado al infierno y la de la piedad, al premio celestial. Los consumidores fallidos, esas personas que no disponen de recursos suficientes para responder adecuadamente al saludo o, para ser más exactos, a los guiños seductores de los mercados, es la gente que la sociedad de consumidores no necesita. La sociedad de consumidores estaría mejor si no existiesen. En una sociedad que mide su éxito o su fracaso de acuerdo con el índice del producto interno bruto (o sea, la suma total de dinero que cambia de mano en transacciones de compraventa), esos consumidores inválidos y defectuosos siempre son anotados en la lista de los pasivos. (Bauman, 2007, p. 95-96). Frente a una productividad virtualmente ilimitada del sistema capitalista se necesita un consumo también irrestricto. Se requiere maximizar por tanto no sólo la producción sino también el consumo, de lo contrario, el sistema económico se

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derrumbaría. Los postulados clásicos de la economía determinan que es el consumidor quien tiene la iniciativa del consumo, que es libre de decidir acerca de lo que realmente necesita. Postulados que queriendo ser ingenuos no tienen en cuenta el factor sistema. En este caso la publicidad sería una instancia intermedia que vendría a resolver o armonizar las demandas del consumidor con los bienes ofrecidos, sin tener en cuenta que las exigencias del mercado son lo suficientemente autoritarias como para permitir que no sea de esta manera. En este orden de ideas, las necesidades siempre serían reales y justificables. Pero en el fondo para Baudrillard (1974) este esquema simplista reviste una realidad más aguda en la cual se da un verdadero proceso de mistificación en la relación necesidad-consumo: “Había una vez un hombre que vivía en la escasez. Tras muchas aventuras y un largo viaje a través de la Ciencia de la Economía, se encontró con la Sociedad de la Abundancia. Se casaron y tuvieron muchas necesidades.” (Baudrillard, 1974, p. 103). Como se advierte, la mistificación está en la inversión del orden individuo-sociedad. No es un acto libre la decisión de compra ya que está finalmente condicionada por un aparato productivo y por unos “aceleradores artificiales” que le rinden cuentas al factor ganancia. No hay que olvidar cuál es el dogma de la ideología liberal: “el mercado funciona como una “democracia” en la que “el cliente es rey”, en el sentido de que decide libremente sus compras. Los marketers y los publicistas no son más que sus fieles servidores y leales consejeros (…..) Estos filántropos que se arremolinan alrededor del cliente están al servicio de las empresas, y su papel consiste en perseguir por todos los medios el control de las decisiones de este ‘soberano’.” (Grupo Marcuse, 2006, p. 38). Demagógicamente se le asigna al consumidor la libertad de elegir su adhesión o su compra, pero antes se le ha condicionado, gracias a una maquinaria disuasiva, a que no sea un ser social fallido; y sin que él lo advierta, su gran margen de autonomía lo han sincronizado a las demandas de un mercado que no le da otra opción que la que se haya en la

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circunscripción del mercado. Hay libertad de elegir pero dentro del gran sistema que apresa a los individuos a obedecer los lineamientos de una dictadura comercial. La publicidad entra aquí en funcionamiento en su papel de mediadora en la construcción de un ideal de vida, de un orden deseable de realidad, agilizado por los distintivos de clase, por una sociología de la diferencia y del status, todo ello a través de signos en movimiento. De este modo, el sistema de producción-consumo, a la vez que produce bienes y modela personalidades, también produce racionalmente sus correlativas necesidades, y todo ello avalado por una ética del consumo. Si en la sociedad de productores lo importante para los individuos era tener objetos durables, que pudieran satisfacer sus necesidades y ofrecerle seguridad y confort, en la sociedad de consumidores lo que prevalece en términos de valor y de preferencias no es el disfrute de los bienes, su posesión y posible ostentación sino su consumo acelerado, es decir, no corresponde a la gratificación de los deseos sino al despliegue incesante de los mismos. Si se mira con detenimiento, el consumo se asocia a un problema de velocidad. En este sentido los aportes de Bauman (2007) son bastante reveladores. La relación que se establece entre las necesidades, los productos, los

deseos y la satisfacción está gobernada por los principios que

definen a la llamada por el autor, sociedad líquida. Una sociedad en la cual nada permanece, nada queda, nada dura sino que todo lo que media entre sujetos y objetos, o mejor, entre consumidores y mercancías, se somete a un cambio frenético en el tiempo. La realidad se reafirma en términos de cambio, de instantaneidad, de desaparición continua. Como lo subraya Bauman, las necesidades se tornan cambiantes al igual que los objetos con los cuales se estimulan nuevos deseos. Y la satisfacción, por lo mismo, siempre será efímera. Se convierte el consumo en un incesante carrusel de novedades evanescentes que se ponen en el mercado y que llama a los individuos –nunca satisfechos– al ritual de compra, que dura en forma de satisfacción hasta que aparece un producto nuevo, acompañado de su correlativa necesidad, atizada por la gratificación, dejando por el camino un montón de

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desperdicios. Este frenesí no tiene punto neutro, pues la capacidad de decisión la regula el sentimiento de pertenencia o de rechazo que la misma sociedad ha impuesto y aceptado por la imposición de patrones de regulación psicológica. La operación se da en los siguientes términos: satisfacer cada necesidad/deseo/apetito de modo tal que sólo puedan dar a la luz nuevas necesidades/deseos/apetitos. Lo que comienza como un esfuerzo por cubrir una necesidad debe conducir a la compulsión o a la adicción. Y es allí donde conduce,

pues la

necesidad urgente de buscar la solución a los problemas y el alivio de los males y angustias en los centros comerciales, y sólo en los centros comerciales, sigue siendo un aspecto del comportamiento que no sólo está permitido, sino que es promocionado y favorecido activamente hasta lograr que se condense bajo la forma de un hábito o una estrategia sin alternativas aparentes (Bauman, 2007, p. 71). Es así como el tiempo cíclico, característico de las sociedades primitivas, cede su lugar a un tiempo lineal, desgastante, nada desprovisto de angustias o de dichas de corto vuelo, en el que las relaciones productivas, el consumo y los vínculos humanos se transforman en correlaciones también lineales. En la sociedad de consumidores esta falta de cohesión en el tiempo como en las formas de vida, pulveriza toda forma emergente de sociabilidad y pone en entredicho el contrato social. El culto al aquí y al ahora borra la memoria y la esperanza de la trama de la vida, logrando que una sociedad difícilmente logre reconocerse a sí misma y más difícilmente se proyecte en sus más caros herederos.

El carácter mítico referido a la ideología del consumo se resume en una estrategia de condicionamiento social, en la movilización de una moral que no se agota en el deseo, sino que debe llegar a su máxima expresión en el consumo, es decir, en el

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ritual social de apaciguamiento, en la adecuación a una cosmovisión que deja al individuo inmóvil en su incapacidad política de disentir, a riesgo de perecer socialmente como ente anormal desadaptado. La lapidación moral es más virulenta que la miseria material. Dentro del sistema económico, la productividad no sólo monopoliza los medios de producción sino las conciencias, totalitarismo que maniobra ampliamente en los sistemas más liberales y democráticos. “Peligrosa es la libertad de ser, que levanta al individuo contra la sociedad. Pero inofensiva es la libertad de poseer, pues ésta entra en el juego sin saberlo [….] el consumidor se reconcilia, simultáneamente, consigo mismo y con el grupo. Es el ser social perfecto […] Tabúes, angustias, neurosis, que hacen del individuo un irregular, un hombre al margen de la ley, se suprimirán a través de una regresión tranquilizadora en los objetos.” (Baudrillard, 1999, p.p. 211-212). Para Baudrillard (1974), si el mito igualitario no sólo de la Revolución Francesa sino de la Revolución Industrial se resuelve en la igualdad de derechos, en la igualdad de oportunidades, en la construcción de una individualidad afirmada históricamente, optimista, el mito de la felicidad se alcanza con la libertad de consumo, que sólo es posible si parte de la re-presentación de un bienestar social; aquí la igualdad es una igualdad de salvación, de admisión social, no una igualdad política ni económica, es una igualdad de bienestar material que se hace reconocible en la transparencia de los signos del prestigio y del triunfo social. La revolución del bienestar es evidentemente heredera de la revolución burguesa pero la supera en cuanto a sus expectativas sociales. Aquí el estatuto de democracia ya no es tanto colectivo, es decir, participativo en cuanto a esfuerzo colectivo, sino individual, dicho en otras palabras, hace parte de una democracia formal – no real–, de una democracia que se caracteriza por su vacío político, por su ausencia. La única igualdad real es la de la necesidad y la del consumo, especie de mística comercial que parte del principio de autodeterminación frente al autoritarismo de los objetos y sus privilegios, cuando en el telón de fondo están las desigualdades reales sociales e históricas. Ésta es, a la postre, la única democracia posible, la democracia del sueño y del deseo, la de la

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abstracta igualdad de consumo, que será siempre irreal en tanto el bienestar social, en términos de satisfacción de necesidades, estará siempre ligado realmente a la falsa oferta de igualdad de oportunidades. El consumo no hace en absoluto parte de un proceso de satisfacción de necesidades, sino que es un esquema programático impuesto a los sujetos sociales en forma de naturalización política; no es otra cosa que un colonialismo invisible que se manifiesta como el reordenamiento de las necesidades a partir de una imposición que se liga con las preocupaciones del mercado. “Esto define el consumo como una práctica idealista total, sistemática, que rebasa sobradamente la relación con los objetos y la relación interindividual para extenderse a todos los registros de la historia, de la comunicación y de la cultura.” (Baudrillard, 1999, p. 227). Como lo expresa Baudrillard (1999), hace tres decadas se compraba, se poseía, se gastaba, pero no se consumía. El consumo propiamente dicho es un fenómeno actual que va más allá de la satisfacción de las necesidades. Es un discurso que aglutina objetos y mensajes, es una manipulación sistemática de signos. El objeto material se disuelve ahora en un signo, que es consumible: lógica abstracta de las ideas y de las representaciones que maneja la cultura de las mediaciones. Ahora no es la satisfacción sino la idea de satisfacción, abstraída en el sueño colectivo, la que prima en el deseo que se hace autoritario.

4

LA

DIALÉCTICA DEL MITO–RITO PUBLICITARIO COMO ESTRATEGIA DE INTEGRACIÓN

EN LA SOCIEDAD DE CONSUMO

En este orden de ideas se hace necesario comprender el papel que cumplen el mito y el rito en el proceso de adecuación de los sujetos sociales a unas demandas de tipo economicista, en las cuales ellos son simplemente una parte más dentro del complejo sistema en el que circulan signos y en donde se acomodan y reacomodan los actores de acuerdo a su papel dentro del régimen macro de producciónconsumo.

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Para comenzar no hay que olvidar, como se aclaró en capítulos anteriores, el carácter dialéctico de la función del mito: por un lado cumple una función social y por el otro una función natural o cosmológica. Partiendo de allí, tenemos entonces que en el núcleo de las sociedades tradicionales, y en sentido estricto, el mito no es solamente una historia que explica el origen de la realidad sino que regula la comunidad a partir del conocimiento de ese origen. Entendiendo la intencionalidad del mito, podría definirse entonces como aquella historia significativa que le ayuda a la sociedad a entenderse en un todo, no sólo respecto a un entorno natural sino respecto a un universo humano, que por cierto jamás puede desasirse de la naturaleza. En este orden de ideas el mito es la narración que, a través de las gestas de ciertos seres ejemplares y sobrenaturales (dioses, semidioses, héroes, seres naturales) y que personifican una fuerza especial, estimula y establece una serie de valores que permiten el funcionamiento del cosmos social en medio del cosmos orgánico (Eliade, 1991ª). A este régimen ontológico pertenecen todas las estructuras y formas religiosas, y de ellas se deriva en la misma medida el sentido social del mito (Eliade, 1990). Ahora bien, los temas sobre los cuales versan los mitos siempre han sido los mismos, ellos permanecen más o menos inalterables a lo largo de la historia, dependiendo más del marco cultural en los cuales emergen: sobre la vida y la muerte, sobre la naturaleza, sobre las costumbres y los usos, sobre los valores que se comparten, sobre los peligros y amenazas que pesan sobre el grupo, entre otros. El mito es consustancial a la vida de los pueblos. Todas las culturas a lo largo de la historia han participado de él y sobre él han edificado el entramado de su realidad, bien sea en el ámbito político, religioso, económico, instrumental o estético. De ahí que no puede haber una sociedad, grupo humano, o colectividad en donde no se encuentre el mito funcionando en mayor o en menor medida, orientando de manera directa o indirecta los imaginarios, los valores, las tradiciones, las prácticas, y las creencias de los sujetos que componen y comparten dicha cultura.

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Ahora bien, aplicando esta caracterización del mito a las sociedades modernas y sobre todo haciendo alusión al carácter axiológico del mito en la sociedad de masas, esta ordenación de las actividades humanas se refleja en diferentes formas de narratividad (Leon, 2001), en las que un lenguaje común da cuenta de la eficacidad de la voluntad colectiva. El mitema moderno, en este caso dado en la publicidad, tiene un sustrato arquetípico y por lo tanto se adapta a unos requerimientos sociales bien

precisos:

el

control

social

dedo

en

la

asunción

inconsciente

de

comportamientos, aceptación, pasividad, sobrevaloración y adhesión a lo sistémico, rechazo y hostilidad frente a cualquier cambio que amenace la máquina económica, indiferencia, ataraxia política, propaganda diluida en todos los medios, etc. Develar las estructuras profundas de la publicidad es la labor de la hermenéutica publicitaria. En esa línea de análisis es importante dar por sentado que la publicidad no sólo dice lo que dice, es decir, no sólo habla de productos y de servicios, sino que tiene todo un discurso velado sobre las emociones, los valores, los deseos y los códigos culturales que cumplen el papel de integración social. En este caso la labor del mitólogo consiste por lo tanto

en lograr una comprensión profunda de este

fenómeno y a partir de dicho conocimiento ayudar a revelar críticamente todo lo que pueda ser una asunción inconsciente en la praxis social. La publicidad naturaliza y formaliza una visión del mundo, crea una moral que circula en los comportamientos estereotipados de los modelos a seguir, estructura un mecanismo latente de funcionamiento social, proyectando lo sagrado social en lo profano. Y ello lo logra permitiendo que los valores sociales circulen a través de los anuncios, potenciando el primordial interés de la economía, es decir, el consumo. La sociedad de consumo no sería legítima sin que antes no se solidificara estratégicamente la moral que le rinde culto. Teniendo en cuenta lo anterior es importante hacer notar que la publicidad no sólo se ocupa de la aceleración de la gestión comercial que se da en el mercado a partir del binomio producción-consumo sino que en profundidad estratifica socialmente

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tanto por lo que se consume como por lo que se produce en términos de rol social en los individuos. Respecto al significado literal y al significado alegórico-tropológico en los anuncios publicitarios se ve cómo cada vez menos se repara en este segundo aspecto críptico (Leon, 2001), el cual tiene más protagonismo en la cultura de lo que pudiera imaginarse; como dice Baudrillard (1969), no es tanto el imperativo publicitario, con todas sus estrategias de seducción directa a partir de la persuasión de compra de productos, sino el indicativo publicitario con todos sus intereses de condicionamiento moral lo que adecua a los individuos y a la sociedad en general a los mandamientos del sistema mundo capitalista. Inclusive para los mismos publicistas, quienes admiten frecuentemente ser materia maleable, sin capacidad de decisión en medio de un sistema que los condiciona, sin dejarles mayor margen de acción para reorientar su labor profesional, los que sienten ser objeto de un soterrado abuso ideológico por cuanto para ellos el conjunto de muchos anuncios, que no son vistos por lo general sino como actos de venta, medios comerciales que son simplemente algo dado, obvio, que no significan nada trascendental; por eso es difícil hacer ver que la mayoría de los anuncios del gran discurso publicitario son literalidad comercial y alegoría simultáneamente, y que este segunda dimensión normalmente inadvertida, la que tiene duraderas consecuencias culturales (Leon, 2001, p. 20)

A través de los mensajes publicitarios se podría hacer un sociodiagnóstico de la cultura de la sociedad de consumo, es decir, de aquellas situaciones que se dan en forma naturalizada dentro del mercado. Dentro de esta organización de la cultura característica de la sociedad capitalista se encuentran

fenómenos asociados a la

circulación de valores desde la perspectiva de la funcionalidad de mitologías

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apropiadas a la validación de un ideal de ser social, modelo de emulación que se sustenta en categorías de pertenencia construidas, entre otros, sobre los paradigmas de la belleza, de la salud o del estatus social. Evidentemente, detrás de los imperativos publicitarios de compre, use, pruebe, porte, luzca, goce, etc., está el indicativo que lleva al consumidor a una forma de enculturación que es fuertemente apoyada por la escolaridad, por la organización social, política, económica, y religiosa. Los individuos son llamados a integrar un sistema sincronizado de acciones, valores, ritos y demás funciones que hacen de la sociedad una organización no sólo atravesada por el consumo sino por unos signos muy precisos de comportamiento; específicamente en la forma de bailar, de seducir, de festejar, de alimentarse, de trabajar: rituales que definen indirectamente las particularidades de la cultura que las inscribe (Baudrillard, 1969). El mito-rito publicitario hace alusión precisamente no sólo a la suma de prescripciones y de órdenes directas –narrativas míticas- que deja en el campo social la publicidad, sino sobre todo a aquella dimensión no declarada de ordenamiento social que se filtra a través de los comportamientos adecuados o rituales asumidos por los seres modélicos que desfilan por las plataformas de los medios de comunicación.

5

LA DEIFICACIÓN DEL OBJETO EN TANTO REALIDAD QUE SE CONSUME

Es una cuestión debatible si todas las fases tardías de las culturas llevan consigo, en una u otra forma, una distorsión de la idea de lo humano; en una forma, precisamente, característica de cada cultura: ceremoniosa congelación, pérdida de la intimidad, dedicación a lo colosal y huero, perdida de la sensibilidad, salvajismo o tosquedad. Si la respuesta a tal cuestión fuera afirmativa, entonces resultaría que lo acontecido en el siglo XIX y en el XX no sería más que la forma peculiar con que la cultura fáustica del occidente se vence hacia la muerte. Sedlmayr

290


La sociedad técnica establece una nueva relación con la naturaleza, muy distinta a la que mantuvieron las sociedades anteriores. Ésta ya no es esencial en tanto no es un elemento referencial cosmológico ni un interlocutor posible. Muerto el animismo, la naturaleza se convirtió en objeto, en herramienta, en capital disponible; por el contrario, frente a ella la sociedad moderna se desliga, se abstrae y

llega a

consolidar una relación de dominación, de manipulación, de control: el mundo es literalmente adquirido en una relación específicamente utilitarista. La naturaleza ya no es portadora de misterios, no genera ese fascinans propio de un universo habitado por fuerzas e inclusive por dimensiones ocultas y salvíficas. Pero más allá del estadio del mundo gobernado por una era técnica, lo que realmente suscita admiración en la actual sociedad de consumidores es la capacidad que tiene el ser humano para transformarla y convertirla en una segunda naturaleza, en volverla un producto artificial que esté, sobre todo y llegado el caso, en condiciones de comunicar en medio de su funcionalidad el mensaje de su creador. Respecto al objeto funcional y mucho antes de que se constituyeran sucesivamente la sociedad de productores y la sociedad de consumidores, tal como las conocemos hoy en día (Bauman, 2007), la relación que se establecía entre el sujeto y el objeto era de cierta indistinción. El ser humano necesitaba del mundo circundante y su relación era de obligatoria dependencia, sin que ello significara un divorcio muy marcado con esa pléyade de objetos, que venían a ser no más que la prolongación del cuerpo ante una naturaleza nutricia pero inapelable. Su vínculo era existencial, marcadamente ontológico y nunca lejano del universo religioso. El objeto utilitario, desprendido de todas estas connotaciones cosmológicas es relativamente reciente en la historia de la humanidad – sociedad de productores-. Con el advenimiento de la sociedad de consumidores vuelve a restituirse esa relación simbiótica entre el sujeto y el objeto, desvanecida rotundamente en su antecesora sociedad de productores por el pragmatismo de una ideología fabril. En síntesis, podría decirse que el proceso dialéctico de sujeto-objeto se da primero como el tránsito de una relación con una naturaleza tenida como mágica –animista-, a otra en la cual es

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transformada en artificio, completamente desacralizada, para finalmente volver a una nueva relación, si se quiere de tipo religioso, en la cual el objeto es considerado de nuevo como un componente de la ontología del hombre. Veamos más en detalle este advenimiento del objeto como realidad sagrada. En la relación que se establece en la sociedad moderna entre el objeto antiguo y el objeto funcional se hace evidente la exaltación que tiene el objeto en las sociedades como componente mítico, y más aun el paso que se da entre el objeto como fetiche mágico al objeto como fetiche signo, pasando por el objeto artificio (Baudrillard, 1969). El objeto antiguo tiene aun la posibilidad de transportar al poseedor a las raíces de su pasado, lo lleva a través del tiempo a su origen, lo liga con las instancias protectoras maternales y paternales de la naturaleza, con el cosmos milenario y potenciador. Lleva implícita la vivencia de una nostalgia por el origen, que no es otra cosa que una regresión afectiva hacia el pasado, estadio auroral, lleno de sentido y de sabiduría primigenia. La fetichización del objeto antiguo en la modernidad denota algo más que una llana experiencia utilitarista. Este objeto aún está rodeado de una cierta majestad, de una dignidad atemporal. Es un fantasma que universaliza al sujeto con una totalidad que lo trasciende, que lo liga con el cosmos que lo desborda. En estos términos, el objeto no es signo para los demás sino condición de una vivencia interior. Como lo dice Baudrillard (1969) estos objetos, que podrían llamarse de culto, no tienen que ver con la posesión tanto como con la intersección simbólica, en la cual el yo y el mundo entran en comunión. Aunque todavía en esta relación con el objeto antiguo queden hoy los vestigios de aquello que significó el objeto para las sociedades primitivas, es claro que con el objeto de consumo se inaugura una experiencia muy distinta no solo con la naturaleza sino con la sociedad. En la sociedad de productores, es decir, en aquella en la que hace eclosión la revolución industrial, el objeto funcional, por el contrario y haciendo referencia a su eficacia, es una realidad actual, no habla del pasado, no se elonga en el tiempo ni

292


transporta al sujeto a experiencias míticas de intensidad existencial. A partir de ello, el objeto funcional se convierte figurativamente en una ausencia del ser en el mundo, no llega a arrastrar al sujeto a un más allá que lo rebasa ni que a la vez lo ubica ontológicamente. El objeto utilitario es “rico en funcionalidad y pobre en significación, se refiere a la actualidad y se agota en la cotidianidad. El objeto mitológico, de funcionalidad mínima y de significación máxima, se refiere a la ancestralidad, o incluso a la anterioridad absoluta de la naturaleza.” (Baudrillard, 1969, p. 92). Pero, pese a que el objeto funcional de la sociedad de productores no contextualice existencialmente al sujeto con un pasado, no por ello deja de tener una carga mítica. Todo lo contrario, la contiene pero de una forma cualitativamente distinta. En torno al objeto técnico se desarrolla toda una mitología. El objeto técnico que entra a resolver acciones ya no necesarias sino soñadas, es obra de un demiurgo llamado hombre, quien de un tiempo para acá opone el artificio a todo aquello preexistente que lo rebasa en cuanto a su capacidad de dominación, quien da cuerpo a la posibilidad de aplicarse a necesidades inventadas, y que está asociando este objeto más a las prácticas mentales que a las reales. Lo humano y lo funcional se conjugan en una mitología de lo innecesario sobrevalorado. El optimismo en la consecución de un entorno preeminentemente artificial que se alcanza en las sociedades modernas industrializadas es el título que le da una mayoría de edad al hombre frente lo incontrolable de la naturaleza (Sedlmayr,1969). No obstante, dicho artificio puede llegar a convertirse en un requerimiento de producción que da cuenta de un nuevo estatus arrancado al misterio. Se da por tanto un desplazamiento mágico ya no tanto hacia el objeto como hacia el demiurgo que lo gestó. Este simbolismo del objeto entronizador de su creador va en sintonía con las condiciones que genera el mercado y llega de este modo a reclamar su derecho de existencia a los principios pertenecientes al fuero de la rentabilidad.

293


De este modo el objeto obedece sólo a la necesidad de existir en cuanto artificio o a la necesidad de funcionar así no sea realmente necesario,

haciéndole

eco al

principio de que debe ser creado sólo porque es posible técnicamente realizarlo e introducirlo en el engranaje de la producción-consumo, así sea inútil y oneroso. Este es el caso del cepillo de dientes activado por pilas, el cual no es necesario para una persona sana, que goza de buena motricidad, pero que se fabrica y se usa básicamente por ser el resultado del milagro tecnológico, en medio de su inesencialidad (Fromm, 1995). El accesorio cobra vida y termina siendo un producto milagroso, es el fantasma funcional que emerge como potencia mágica. Y ello por la razón de que el objeto entra a compensar un déficit psicológico individual y social y a acelerar el sistema productivo. Como dice Baudrillard “Si hay un santo para cada día del año, hay un objeto para cualquier problema” (1969, p. 144), para cada situación en la que el objeto supla un vacío existencial. En esencia, el objeto es la pócima mágica para atenuar, desviar o sustituir la condición problemática de un hombre que se debate ante su imposibilidad, ante una realidad que lo excede y que lo hace parte de una sociedad que se declara ineficaz para resolver las necesidades reales de los entes que la comprenden. En estos términos, el consumo de objetos es una solución imaginaria y no real a los problemas del hombre y a su profunda frustración El consumo, entendido como un acto desesperado por devorar objetos, emerge como un intento exaltado de integración social, como una forma de abolir, en tanto acción simbólica, la insignificancia y la muerte social. El papel social que cumple el consumo de objetos está dado en la relación que se establece simbólicamente entre modelos y series de los objetos que se ofrecen al consumo. El status del objeto que se da como modelo corresponde al status de la persona que lo consume, lo mismo sucede con los objetos derivados de este modelo entendidos como series, de ellos se desprende una ubicación social real o imaginaria (Baudrillard, 1969). Las cosas no valen por el servicio que prestan sino por el valor que agregan a su usuario, y este valor es creado mediante el discurso publicitario, gracias al objeto-signo. En el caso del objeto modelo está asociado a una condición diferenciada, a una

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trascendencia, a un estilo particular, y aquí hace referencia a una condición noble, especial, reconocible por su especialidad (quizás por su exclusión). Los modelos son privativos de una casta social, que es minoritaria. En el contexto de la sociedad industrial el uso de los objetos en serie da la ilusión de un contacto con los modelos de los cuales se derivan. El objeto serial participa de alguna manera de la aureola del objeto que le sirvió de modelo y confiere a su usuario la ilusión real de ser exclusivo – de ahí la gratificación que se siente al usar la copia bastarda, siempre y cuando represente al modelo, sin importar el estar consciente del engaño-. Cuando el objeto en la sociedad de consumidores recobra su dimensión sagrada, es decir, una vez ha superado su condición de simple utensilio, entra nuevamente en simbiosis con el sujeto por decisión de éste, quien procurará personalizarlo.

El

automóvil, pongamos por caso, es personalizado por su función secundaria o cultural, no por su función primaria o de uso. Su propietario se sentirá exitoso o fracasado de acuerdo a sus posibilidades de integración social, de reconocimiento, al tiempo que podrá sentir en menor medida las prerrogativas de su funcionalidad técnica (Ospina, 1994). La cultura impone esta priorización de la función secundaria en la elección del objeto casi en la imposibilidad de un interés por el grado cero o básico de la compra. “A partir de esto, es claro que la noción de personalización es algo más que un argumento publicitario: es un concepto ideológico fundamental de una sociedad que, al personalizar los objetos y las creencias, aspira a integrar mejor las personas” (Baudrillard, 1969, p. 160). La diferenciación que publicitariamente se le da al objeto en serie devela la necesidad estratégica de convertirlo en un objeto único. Y así todos son tan específicos en su repetición que cada cual que los consume saboreará la sensación de originalidad. El modelo viene a configurar la emulación inconsciente del modelo ejemplarizante. “Finalmente, todo es modelo y ya no hay modelos” (Baudrillard, 1969, p. 161) A esto se reduce el problema de la moda, a un esquema de serialidad

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secundaria. Sobre este principio se funda el normal desarrollo del sistema cultural en las sociedades capitalistas. Por otra parte, hay que ver que la integración en los sistemas sociales tradicionales, en donde funciona el mito en su forma más original, se da por una relación entre los elementos ejemplarizantes y la absorción en el grupo de unos comportamientos acomodados al papel modélico. En las sociedades modernas se mantiene la misma lógica. El modelo es el exponente de valor y debe servir de atractivo y de orientador social, es el lumen al que se aspira y respecto al cual se moldea el comportamiento colectivo. Su ejemplaridad, su virtualidad se resuelve en la normalización de los procesos culturales, su éxito estriba en su carácter paradigmático e ideal. “Es esencial que el modelo no sea más que la idea del modelo. Es lo que le permite encontrarse presente por doquier en cada diferencia relativa e integrar, de tal modo, toda la serie” (Baudrillard, 1969, p. 163). Como vemos, desde el punto de vista de la realidad mítica, el objeto cumple con el principio ideal orientador en tanto relación modelo-serie. El modelo es singular y dinamizante, llama a la acción, a la integración. Desde diferentes instancias el carácter salvífico se revela bien desde los dioses o desde los objetos, en los dos casos como un milagro o como una hierofanía dentro de todo el sistema de significaciones. El objeto de serie está sometido a la caducidad. A su calidad técnica, que se empobrece en su producción masiva, se suma su promesa de existencia que se acorta con las variantes de la moda. Con ésta última aparece siempre un objeto nuevo que relega al anterior al desuso, no tanto por su calidad técnica y funcional como por su novedad estética y por la obsolescencia del antiguo. La moda es la fragilidad organizada a nivel psicológico por el sistema de producción y por la publicidad. Por el contrario, el objeto modelo goza de propiedades distintas, es trascendente en el tiempo, goza de solidez y de reconocimiento. Aunque tenga las mismas propiedades técnicas del objeto en serie, recibe una valoración distinta, es el supra-objeto, el objeto preciado, revelador, que se escapa del circuito de la

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trivialidad al quedar eternizado o entronizado por su especificidad. El objeto modelo, al igual que la realidad mítica está realzado por una dignidad y un estatus especial; en ambos se manifiesta una iridiscencia y un halo que hacen de ellos algo especial. El modelo tiene una armonía, una unidad, una homogeneidad, una coherencia de espacio, de forma, de sustancia, de función, es una sintaxis. El objeto de serie, no es más que yuxtaposición, combinación fortuita, discurso inarticulado […] Mientras que el modelo conserva una respiración, una discreción, un natural que es el colmo de la cultura, el objeto en serie se ve encolado en su exigencia de singularidad, exhibe una cultura forzada, un optimismo de mal gusto, un humanismo primario. (Baudrillard, 1969, p.p. 167-169). La serie está sumisa a la dictadura de la producción y de la moda, es decir, a las fluctuaciones de la masa. En esencia las diferencias son de status y de clase. La trascendencia es la marca de lo único, de lo ejemplar, del modelo. El objeto en serie en tanto objeto inesencial no está hecho para durar, es demasiado transitorio. Su durabilidad es la condición de su valor, de su sentido, de su pertinencia. Es tan duradero como lo es en significado. No significa sino en su transitoriedad, en su caducidad social, en su obsolescencia simbólica. “Como en las sociedades subdesarrolladas las generaciones de hombres, así en la sociedad de consumo las generaciones de objetos mueren pronto, para que otros ocupen su lugar” (Baudrillard, 1969, p. 170). De la misma manera como en la sociedad de consumo los objetos se eliminan unos a otros por sucesión y sobrevivencia psicológica en quienes se sirven de ellos, determinada por una idealidad sígnica, es decir, por un estatus, lo propia acontece con los sujetos sociales; ellos deben sobrevivir socialmente en virtud de un complejo sistema de etiquetas que se intercambian de acuerdo a unas condiciones dadas de prestigio o de competencia simbólica. Esta reputación, al igual que en los objetos, es ofrendada bien sea por la belleza, por el estatus, el respeto, el dinero, el rol social o por el poder que representa el sujeto

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maximizado, medido y cuantificado, sin importar necesariamente -casi siempre- el elemento cualitativo. De esta lógica se desprende que los vástagos del prestigio son los que podrán finalmente aparecer y circular en las instancias de la visualización social, en la vitrina de los elegidos. Todo el resto de la sociedad estará condenada a soñar con ellos, a emularlos, a luchar con otros –muchas veces a cualquier preciopara convertirse algún día en un signo admirable, en una imagen reputada que alcanza socialmente el reino glorioso de la fama y del éxito (Bauman, 2007).

6 EL FETICHISMO DEL SUJETO POR LA ASUNCIÓN DEL MERCADO. El universo de la conciencia mítica está compuesto por dos principios complementarios y dinámicos: lo sagrado y lo profano (Eliade 1991c, Caillois, 1996). Lo profano se asocia al mundo de las sustancias, mientras que lo sagrado, al mundo de las fuerzas. Dentro del pensamiento mágico, propio de las sociedades primitivas, se comprende la importancia de la reciprocidad de estos dos elementos constitutivos de la realidad, ya que el universo sustancial, es decir, el sustrato material de la naturaleza, permite la vida, la posibilita en lo más básico, pero la esfera de lo sagrado es la que garantiza que la vida se perpetué por la ayuda y la solidaridad de un más allá. Según algunos estudiosos del fenómeno, el fundamento de la magia está en la capacidad de dominar, a través de un manejo de la naturaleza, las fuerzas que le dan vida; para otros, está en la capacidad de entablar con ella un diálogo reverencial. El fetichismo, en este orden de ideas, está dado en la manera como se transfiere a los seres y a los objetos materiales un reconocimiento de la presencia de la fuerza sagrada, también llamada indistintamente mana, arunta, wankan, etc., Para la mentalidad primitiva la regulación o control de esta dimensión trascendental o habitáculo de lo santo constituye la garantía de la prosperidad y de la supervivencia del grupo. En la realidad de las sociedades modernas esta práctica fetichista se aplica ya no a fuerzas sobrenaturales sino a aspectos de orden laico sobre los cuales se transfiere

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una experiencia valorativa también de tipo religioso, en el sentido de lo reverencial. En Marx encontramos la crítica hecha al fetichismo de la mercancía en tanto valor de cambio propio de la sociedad capitalista, el cual genera la enajenación del objeto como valor de uso y corresponde a su vez a una conciencia y a un trabajo también enajenados (Marx, 1980). Baudrillard, en la sociedad de consumo (1974), utiliza una metáfora extraordinaria para entender el principio del fetichismo sobre la base de la transferencia mágica a objetos o seres ficticios, propio del animismo de la comunidad de los melanesios, descripción que se transcribirá literalmente aquí en aras de la profundidad: Los indígenas melanesios estaban encantados con los aviones que pasaban por el cielo. No obstante, aquellos objetos nunca descendían hasta ellos. Los blancos, en cambio, conseguían atraerlos. Eso se debía seguramente a que disponían en el suelo, sobre ciertos espacios, objetos parecidos que atraían a los aviones volantes. En consecuencia, los indígenas se pusieron a construir un simulacro de avión con ramas y lianas, delimitaron un terreno que iluminaron concienzudamente

por

la

noche

y

se

dedicaron

a

esperar

pacientemente a que los verdaderos se posaran en él. (Baudrillard, 1974 p. 23). Aquí, Baudrillard introduce un elemento primordial para entender el fetichismo en la sociedad moderna y es el de la transferencia mágica de una entidad tenida por sagrada a otra, gracias a un principio de participación cualitativa, el cual define el reconocimiento de lo sobrenatural. Este principio no es tanto un intangible milagroso como el funcionamiento de una identificación de significados. El autor, al aclarar el papel del fetiche o del objeto-simulacro en el escenario del consumo, enfatiza no tanto en el carácter mágico del objeto como en su estatus de signo. Pero, pese a ello, muestra cómo, así sea simplemente en cuanto a la circulación de significados,

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existe una resignificación del mundo a partir de aquellas proyecciones propias que se entablan en la dimensión de lo sobrenatural. Para la sociedad en general y para el receptor de esta naturalización del consumo como realidad sagrada, el objeto-fetiche contiene realmente un elemento milagroso que se interioriza en su consecución y en su decoración continua. De ahí que se pueda, sin duda, aducir que lo que rige el consumo es un pensamiento mágico; lo que rige la vida cotidiana es una mentalidad milagrosa, una mentalidad de hombres primitivos, en el sentido en que se la ha definido como basada en la creencia de la omnipotencia de los pensamientos: en este caso, es la creencia en la omnipotencia de los signos. En efecto, la opulencia, la “abundancia” no es más que la acumulación de los signos de felicidad. (Baudrillard, 1974, p. 23). El receptor de la identificación es, en virtud de esta posibilidad de ser un receptáculo de signos más que de fuerzas sobrenaturales, el que adquiere una significación especial de dispensador de cualidades inexplicables. Tanto los ídolos del pensamiento primitivo como los de la sociedad de consumo se fundan en un orden trascendente; quizás la gran diferencia estriba en que lo que para uno tiene un sentido cósmico, es decir, posee un trasfondo de totalidad y de universalidad, para los otros está circunscrito en un universo más reducido, quizás fragmentario pero no por ello menos importante. Se pasa de esta manera del orden de la divinidad esparcida en la naturaleza y en la sociedad como una totalidad sagrada a un orden focalizado en las relaciones sociales, en las cuales también opera el milagro, ya no en la resultante de un orden productivo sino en algo que lo trasciende, que es el de una gracia que se deposita en los signos y que abre las puertas de la beatitud como regalo divino. Las determinaciones objetivas del consumo de los objetos como de los carismas quedan de esta manera eclipsadas por un hálito sobrenatural que dejan tanto al objeto como al sujeto por fuera de la esfera de la naturaleza y los pone en la

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dimensión de lo sobrenatural al hacer de ellos, gracias a una significación exaltada y totalitaria, parte de una experiencia sacramental. Por su parte, Bauman, respecto al fetichismo de la subjetividad afirma que “En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo” (2007, p.p. 26-27). Pero si bien Bauman adjudica el fetichismo de la mercancía a la sociedad de productores y el fetichismo de la subjetividad a la sociedad de consumidores, es importante advertir que la sociedad de consumidores no es la superación de aquella de los productores, sino que se hace enfática en la misma proporción en que se hace predominante, pues para consumir es preciso que exista una plataforma de producción. Lo que diferencia una etapa de la otra es que en la sociedad de productores el fetiche de la mercancía es duradero, en tanto que el fetiche de la sociedad de consumo, incluyendo al objeto como al sujeto, se hace evanescente, es decir, comienza a desaparecer en el mismo momento en que sale a circular; la moda lo hace indeterminado y efímero, lo potencia a corto plazo, lo actualiza para salir rápidamente del mercado. El producto-ser-humano como lo llama Bauman (2007) debe, por tal razón, entrar en la angustia de la pérdida, en el desasosiego del rechazo: la moda lo guiará de este modo como tabla de salvación, como el sacramento que lo sacará efectivamente de la inexistencia. El individuo enfrentado a la amenaza del desprestigio relativizará la solidez ética que le rodea y quedará a la merced de una sociedad que lo manipula como una mercancía más. “El consumo, por lo tanto, no obedece a la lógica individual y biológica de las necesidades, sino a una lógica social en la cual los bienes consumidos adquieren el valor de signos estatutarios” (Grupo Marcuse, 2007, p. 89). La gratificación surge no sólo de los objetos consumidos, sino de los pasaportes de aceptación de grupo, que se ajustan al igual que el consumo de objetos a las formas más lábiles de integración social. No

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sólo se consumen objetos sino amistades, amores, roles grupales, prestigios, imaginarios y sueños. El propósito crucial y decisivo del consumo en una sociedad de consumidores no es satisfacer necesidades, deseos o apetitos, sino convertir y reconvertir al consumidor en producto, elevar el estatus de los consumidores al de bienes de cambio vendibles. En definitiva, ésa es la razón por la cual la aprobación del examen de consumo no es una condición negociable a la hora de ser admitido en el seno de una sociedad que ha sido remodelada a imagen y semejanza de los mercados. (Bauman, 2007, p. 83).

El fin último del consumo de objetos es conjurar, es decir, transformar el orden reinante a favor de las expectativas a través de las fuerzas que se condensan en el objeto. Este mana o “esta sustancia mágica esparcida por doquier hace olvidar que son ante todo signos, un código generalizado de signos, un código totalmente arbitrario (facticio, “fetiche”) de diferencias, y que de ahí, y en modo alguno de su valor de uso, ni de sus virtudes infusas, procede la fascinación que ejercen.” (Baudrillard, 2002, p. 93). Lo que se desprende de esto es que el fetiche, lejos de ser como en Marx, un problema referido a la falsa conciencia consagrada al culto de valor de cambio, es en definitiva algo que se desprende de una reproducción ampliada de la ideología que funciona en la estructura del sistema. El surgimiento fetiche resulta de una estrategia con función ideológica, aquella que instaura como signos distintivos del sujeto el éxito, la salud, la belleza, la felicidad, el estatus, y toda una serie de nominaciones de valor social. La sociedad de consumo misma fabrica sus ídolos, entroniza sus dioses, sus fetiches de culto y de encantamiento. En el fetichismo, no es la pasión de las sustancias la que habla (ya sea la de los objetos o la del sujeto), es la pasión del cifrado que,

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regulando y subordinándose a los objetos y sujetos, los destina juntos a la manipulación abstracta. Es la articulación fundamental del proceso de la ideología: no en la proyección de una conciencia alienada en super-estructuras, sino en la generalización misma, a todos los niveles, de un código estructural (Baudrillard, 2002, p. 93-94). Más que la sacralización de un objeto o de un sujeto, el fetichismo es la sacralización de un sistema que funciona sobre la base de la producción sistemática e intencionada de signos propicios al funcionamiento de una estrategia lineal de explotación-producción-mercadeo-consumo, la cual, a su turno, sostiene el totalitarismo del valor de cambio de una economía política convertida en monopolio. Los valores-signo del sistema de mercado, a través de los objetos-signo y de los sujetos-signo, son el resultado de un trabajo de producción y reproducción continua de significación impuesta por la moral social del consumo. “Así, el fetichismo actual del objeto se vincula al objeto-signo vaciado de su sustancia y de su historia, reducido al estado de marca de una diferencia y resumen de todo un sistema de diferencias” (Baudrillard, 2002, p. 95). En el mundo moderno aparece una necesidad que antes no existía, o por lo menos que en la Edad Media se desconocía (Fromm, 1958): la necesidad de la fama. La fama es un fenómeno sin precedentes en la historia. Ser famoso se convierte en el salvoconducto de la valía social, en el paso necesario para saber que se ha existido y en menor medida, el prerrequisito de la aceptación en el grupo. Se precisa de una afirmación o aprobación por parte de éste en forma de credo. La cualidad ontológica no la da por tanto el logro personal como el aval social en términos de aparición y de exposición pública (Bauman, 2007). Igualmente con lo que sucede respecto al objeto, asumido como presea social, el ideal es convertirse en algo deseable, hacia lo cual se orienten las aspiraciones de los demás, sus sueños y sus ideales. Fiesta de espectros que se reflejan unos a otros en la imagen inacabada del deseo. “Esa es la materia de la que están hechos los sueños, y los cuentos de hadas, de una

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sociedad de consumidores: transformarse en un producto deseable y deseado” (Bauman, 2007, p. 27). El sujeto como fetiche es la obra más acabada de un mercado que no sólo requiere de un consumo desbocado de mercancías para responder a un sistema productivo más ambicioso, sino que necesita a su vez de un sujeto social adecuado a esas instancias. Para ello es menester identificar al sujeto con el sistema de la mejor manera posible y ello evitando a toda costa que pueda advertir que él es una mercancía más, sujeta a la devaluación continua, a la competencia permanente, al miedo y a la necesidad de redención en los objetos que lo signan desde fuera.

7

El papel de las figuras ejemplares o modélicas en la sociedad de consumo

Todas las sociedades han desarrollado ciertos mecanismos para autorregularse, para mantener un relativo equilibrio de funcionamiento que les permita sostenerse ante los embates del tiempo y del cambio. Para este propósito se diseñan unos lineamientos jurídicos, económicos, políticos, educacionales, y evidentemente morales. El principio básico que opera en cualquier tipo de sociedad es reglamentar, con mayor o menor grado de rigidez, los roles de los sujetos que la componen. La diferencia entre las distintas sociedades es cultural, depende de sus cosmovisiones, de su funcionalidad política, económica y por ende, de los constructos morales. Las sociedades primitivas tienen mecanismos muy escuetos de ajuste a través de sus tradiciones, de un acervo mítico y de una rígida movilidad ritual. En las sociedades modernas estos mecanismos de autocontrol son más sofisticados, más diversos y no menos efectivos. Van desde una ley positiva hasta la sugestión que detona la personalidad de un actor de un reality show, pasando por los lineamientos que se reciben en la escuela y las sugerencias que dejan los juegos de rol, los noticieros,

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las novelas y los mandatos escondidos que se filtran en la publicidad y en el cine de gran formato. De esta manera podría entenderse que, por un lado, el mito como historia o relato narra metafóricamente la forma como la realidad llegó a ser lo que es hoy en día para ser conocida y protegida por la memoria; y por otro, el mito revela el comportamiento que se debe seguir frente a ese cosmos, para su equilibrio y mantenimiento, incluyendo el de la sociedad que lo comparte. El mito, en tanto edificación reguladora, se convierte así en una piedra angular para poder mantener unos conocimientos claves que abonan la supervivencia de los valores, de los códigos y de las formas de organización cultural de las sociedades. Como vimos antes, los mitos simplemente revelan la forma de construcción de una realidad en el pasado, la cual debe ser conservada y protegida, y ello lo hacen en parte narrando los gestos y actos de los seres que protagonizaron dicha historia: dioses, héroes, seres naturales, quienes han sido los actores de la realidad tal como se conoce y deben ser emulados por los individuos, los que a su vez orientarán al grupo y transmitirán el acervo a las nuevas generaciones. Esto mismo prefigura la importancia de repetir periódicamente los actos de estos seres ejemplares a través de los rituales instituidos. Podría decirse que la función primordial de los mitos es revelar los modelos ejemplares de todos los ritos y actividades humanas significativas (Eliade. 1991a). Los ritos sociales quedan así reglamentados por el ejemplo

de

ciertos

personajes

que

gozan

de

un

reconocimiento

social

incuestionable. De ahí que aspectos claves de la cultura tales como la educación, los ritos de pasaje, el matrimonio, la guerra, la economía y el gobierno de la comunidad quedan al abrigo de las prescripciones dadas por los personajes visiblemente reconocidos como orientadores o tutores de la sociedad. Las gestas, los actos heroicos, las decisiones trascendentales que han dado vida y que han protegido la tradición se narran en los mitos –sin importar cuál sea su presentación, oral, escrita, visual- y se repiten en los ritos para que los nuevos integrantes de la comunidad se los apropien y posteriormente los trasmitan.

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Respecto a los mitos y ritos modernos puede entenderse que su función básica permanece desde los tiempos pretéritos y para entender su funcionamiento es de gran ayuda metodológica el uso del mitoanálisis. En el caso específico de la sociedad contemporánea –en mayor medida en occidente en donde el capitalismo es generalizado– a través de los mass media y específicamente de los mensajes publicitarios, se puede hacer un sociodiagnóstico de la cultura sustentada en las dinámicas organizativas de la producción y el consumo, es decir, de aquellas que se dan dentro del mercado. En el seno de esta organización de la cultura característica de la sociedad capitalista se encuentran

fenómenos asociados a la circulación de

valores desde la perspectiva de la funcionalidad de mitologías apropiadas a la validación de un ideal de ser social: modelo de emulación que se sustenta en categorías de valor social construidas sobre los paradigmas de la belleza, de la salud o del estatus social. El mitólogo le toca por tanto develar las relaciones que se entablan entre la publicidad y los fenómenos sociales más significativos. A continuación, y siguiendo esta línea de búsqueda de dichos fenómenos propios de la cultura moderna, y a la luz del fenómeno del mito publicitario, se hará un análisis del papel de las figuras modélicas que transitan por los medios de comunicación acelerando los procesos de integración social –o de resignación, si se quiere-. Como vimos más arriba, la personalidad como producto es una característica de la sociedad de consumo. Dentro de las obligaciones que recaen sobre el sujeto moderno está la muy importante coacción del logro; ésta termina definiendo las lógicas de la movilidad social como el universo de las aspiraciones impuestas y de los sueños personales.

Tener significación social

no es otra cosa que ser

representativo, es tener un valor para la sociedad en la que se inscriben los actos de los individuos. La misma estructura de relación que se establece en el sistema de los objetos (Baudrillard, 1969) entre modelo-serie se da en la relación entre el ser modélico, único, especial y el sujeto de la serie, el cual está naturalmente clasificado en la masa, gozando de la indistinción social. Precisamente por esta razón el individuo dentro de la sociedad de consumo es un objeto más al que se le somete a

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la presión del valor social gracias a las exigencias de la distinción, el reconocimiento público, y la respectiva ubicación en una jerarquía de valores que funciona sobre el principio de la representación simbólica (Bourdieu, 1988). El acto del consumo personalizado pone al sujeto en una situación similar a la del objeto, como lo hacía la sociedad de Marx del siglo XIX en la Europa industrial. Los individuos tienen no sólo un valor de uso sino de intercambio. Así como las diferencias que se le confieren a los objetos son diferencias producidas industrialmente, al sujeto se le distingue en la construcción de un sujeto serial, moldeado por una cultura que inserta a sus integrantes en condición de masa. Al sujeto alienado de sus especificidades, cegado ante su valor individual, se le hace creer, al igual que al consumidor con los objetos en serie, que está gozando de la exclusividad. “¿Se puede hablar de alienación? En su conjunto, el sistema de la personalización dirigida es vivido como libertad para la inmensa mayoría de los consumidores. Sólo a la mirada crítica, esta libertad se manifiesta como formal, y la personalización, en el fondo, como una desventura de la persona” (Baudrillard, 1969, p. 173). Si se parte del postulado de Baudrillard (1969) sobre la democracia del sistema del modelo y la serie, el análisis choca con lo que el autor llama una ideología de los modelos. Se creería que el ascenso de las diferentes capas de la sociedad al estatus de modelo es hipócrita y restrictivo, puesto que hay en la selectividad una dinámica de desigualdad de oportunidades. El modelo al cual aspira toda la sociedad está determinado de antemano por unos valores universales, avalados por las clases altas. Los códigos como la belleza, el estatus social, la elegancia, la moda, son todos ellos performados en general por una circulación de signos, los cuales son acuñados convencionalmente y en forma extensiva por la industria cultural a través de los medios de comunicación y específicamente de los productos publicitarios. De hecho, no existe igualdad entre los individuos, y unos cuantos indicativos personales son suficientes para hacer valer las diferencias de fondo que cuentan para la ética burguesa: el color de piel, la estatura, los rasgos cosmopolitas,

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el cargo laboral, las competencias intelectuales, el “buen gusto”, el anacronismo comunicativo, todo ello entra a conformar una serie de dispositivos de segregación y de reubicación social: diferencias no tan sutiles pero sí definitivas. El proceso de autoidentificación es algo buscado, y sus resultados son exhibidos con la ayuda de “marcas de pertenencia” visibles, por lo general asequibles en los comercios. En las “tribus posmodernas” (…..) las “figuras emblemáticas” y sus marcas visibles (indicios que sugieren códigos de vestuario y/o de conducta) reemplazan a los “tótems” de las tribus originales. Estar a la delantera luciendo los emblemas de las figuras emblemáticas del pelotón de la moda es la única receta confiable para asegurarse de que si el pelotón elegido supiera de la existencia del aspirante, seguramente le otorgaría el reconocimiento y la aceptación que tanto anhela. Y mantenerse a la delantera es el único modo de garantizar que ese reconocimiento de “pertenencia” dure tanto como se desea, vale decir, de lograr que un acto único de admisión se solidifique y se convierta en un permiso de residencia con un plazo fijo pero renovable. En definitiva, “estar a la delantera” promete alguna certeza, alguna seguridad, precisamente el tipo de experiencia tan conspicua y dolorosamente ausente de la vida consumista, aun cuando su objetivo no sea ni más ni menos que el deseo de alcanzarlas (Bauman, 2007, p.p. 116-117). El modelo a seguir no es sino la abstracción de un deseo que se ha hecho colectivo, que se ha ofrecido públicamente, un deseo que se alimenta desde las instancias de ordenación del mismo sistema. Este modelo no es otra cosa que una idea, un deber ser, un orden extraño que se ha hecho éticamente apologético. Al igual que en la dimensión mítica, el modelo es atemporal, sólo es remplazado o desmontado por otro modelo, por otro ideal, por otra fuerza que para la sociedad es digna de identificación y de replicación deseante. Los émulos-serie nunca alcanzarán al

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modelo, porque él va más rápido que los elementos seriales que aspiran a su gloria. Los que sueñan con el modelo no sustituirán jamás al modelo, serán siempre un epifenómeno o un subproducto de él, orientados a la quietud contemplativa, a la ataraxia o a la admiración incondicional; su suerte es la que le determina el sistema: régimen que trabaja sobre el afianzamiento de privilegios que no generan conflictos en nadie, ni en quien soñando con el modelo es incapaz de cuestionarlo o de destruirlo, sino más bien de reinventarlo en forma perpetua como sueño glorioso.

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El mito de la moda

Los rituales de posesión que describe Baudrillard dan cuenta de ese fenómeno de concentración religiosa que se adscribe al mundo de los objetos y que definen un escenario propio de las sociedades modernas capitalistas. El esquematismo en el consumo –la ostentación, la exposición pública de signos de distinción– y sobre todo en la moda, son todos ellos rituales de demostración, de expresión pública de pertenencia, que llevan a su máxima dicción una necesidad de tipo religioso, la de adaptarse a una nueva cosmovisión que se funda en el mostrarse. Los credos ahora mercantilistas están ligados a diversas formas de fanatismos (en mayor o menor medida) que se manifiestan públicamente como una nueva forma de estar en el mundo y que definen todas las micro-ontologías y las hierofanías de la sociedad de consumo. La moda es por excelencia el ritual de los privilegios santificados. La inclusión y la exclusión social están en sincronía con una moral de identificación de horda. El sentido fetichístico de los objetos que circulan dentro de lo que es aceptado más moral que estéticamente, define la lógica de las necesidades preponderantes. La moda no está ligada por lo tanto a unas demandas específicas de la sociedad sino que hace parte del acervo moral que se instituye desde los imperativos de una cultura que se autorregula con la ingestión obligada de los símbolos que impone el

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mercado. La moda es en definitiva un sistema universalista muy ajustado de discriminación social que funciona en forma concertada entre la producción, el mercado, el sistema de circulación de significados, la industria cultural y las constelaciones de poder (Brunner, 1992). Lo más importante en la comprensión de esta lógica de inclusión y exclusión social es destacar que la moda es publicitada por las figuras ejemplarizantes que la sociedad consagra: un grupo de elegidos que da a conocer a la masa informe cuáles deben ser sus gustos, su forma de relacionarse con los otros, su forma de vivir en general, su percepción de la belleza, la funcionalidad de los objetos y su respectivo consumo. En este sentido la retórica publicitaria asigna los papeles a los nuevos sacer (Mattelart, 1976) que movilizarán la aceptación y la adhesión a lo que se sacraliza en el mercado y que en adelante moverá la pulsión de los apetitos en torno a la escondida valoración social. “La moda, en efecto, no refleja una necesidad natural de cambio: el placer de cambiar de vestidos, de objetos, de coche, viene a sancionar psicológicamente coacciones de otro orden, coacciones de diferenciación social y de prestigio” (Baudrillard, 2002, p. 31). En este estado de cosas el fenómeno de la moda tiene connotaciones más amplias, revela el estrecho vínculo entre las demandas del mercado, la construcción estratégica de los modelos de vida que se entronizan por la industria cultural y la utilización de elementos mistificantes, todo esto para alcanzar el condicionamiento social. Hay que incrementar las ventas al tiempo que detener las transformaciones sociales desequilibrantes de la economía, eso sí, bajo el influjo de los modelos a imitar. Para darle gusto al mercado, el objeto se hace efímero o evanescente y para satisfacer la moral burguesa se legitiman los mitos publicitarios correspondientes que deben circular en los medios. “La moda –y más ampliamente el consumo, que es inseparable de la moda– oculta una inercia social profunda. Ella misma es factor de inercia social en la medida en que en ella, a través de los cambios visibles, y con frecuencia cíclicos, de objetos, de vestidos y de ideas, ocurre y se frustra la exigencia de movilidad social real” (Baudrillard, 2002, p. 33). Todos los individuos creen participar a través de la moda en un sistema abierto

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y democrático, pero a la postre ese ilusionismo mágico termina siendo el ancla para el acceso al reconocimiento, que no es otra cosa que la subordinación inconsciente a la realidad que la subyace. En ese sentido la moda tiene una profunda connotación política: es autoritarismo dentro de un sistema que negocia con los sueños de los seres humanos. En Baudrillard el tema de la moda respecto del consumo del objeto en serie establece un acercamiento al tema del objeto como fetiche. Este ya no cumple una función primaria de satisfacción de una necesidad práctica sino la necesidad de aceptación social a través del valor exaltado del objeto. Si en el sistema productivo la libertad era la norma y ésta incentivaba la competencia, en el momento actual se ha desviado al consumo. La competencia se reduce a la elección de un objeto que hará al individuo distinto de los demás. Lo que no se advierte es que en este juego de elección azarosa el sujeto queda constreñido a una elección trastocada. Por otra parte se evidencia que con la moda, lo que importa al individuo no es poseer lo que lo diferencia de los otros (aunque este es el señuelo) sino el tener el último modelo. La valoración social consolida un fetiche que funciona sobre el principio de la temporalidad y no de la originalidad. El gusto en serie se consolida como la libertad de elegir entre muchas posibilidades pero en cuyo interior prima el modelo impuesto que cumple el principio de la serialidad. Aquí el modelo cumple un papel determinante en la exposición del producto en serie. Para los individuos, lo más importante no es el objeto como tal, el cual es usado por muchos bajo la misma aspiración, sino en referencia al sujeto que introduce y estimula la moda. No importa usar la misma falda o el mismo pantalón que la gran mayoría sino tender al cumplimiento de la emulación del sujeto que inspira la decisión: el artista de turno, el destacado deportista, la figura de la farándula, la reina de belleza, etc. El objeto es investido de una majestad de la cual carecen los otros en tanto no han sido elegidos por la figura social en la cual se concentran algunos poderes: arrojo, sensualidad, altivez, elegancia, poder, belleza, destreza. Todo ello juega un papel definitivo en la medida en que han sido transferidos por

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un ser ejemplar que acumula la


importancia que le ha dado la exposición y la permanencia en los medios. Si es un gran deportista, o una modelo reconocida quien porta el objeto, lo determinante es la proyección psicológica y la identificación a nivel simbólico, que sacan al sujeto provisionalmente del sentimiento de insignificancia que prodiga un sistema basado en la competencia y la jerarquía. El estar alienado con los dictados de la moda le confiere al individuo la convicción de ser tan absolutamente original hasta llegar inclusive a creer que él tan sólo se parece al modelo a imitar, olvidando que muchos tantos están en la misma condición de engaño. Los valores heredados se reducen a un credo social de corte neosagrado infligido por un sistema dialéctico de producción y consumo. Es concebible que cada uno se sienta original siendo que todos se parecen. Basta para esto con un esquema de proyección colectivo y mitológico, con un modelo (….) A partir de esto podemos concebir que el fin último de una sociedad de consumo (….) es la funcionalización, la monopolización psicológica de todas las necesidades; una unanimidad del consumo que corresponde, por fin, armoniosamente a la concentración y al dirigismo absoluto de la producción (Baudrillard, 1969 p. 209).

En torno a la filosofía del logro personal, basada en la praxis del consumo, se construye un modelo de cultura, el de la sociedad de consumo, el del humanismo del consumo. La sociedad sanciona un nuevo comportamiento moral, el cual se fundamenta en la autorrealización individual y colectiva a partir del acto de consumo. El consumidor es dirigido motivacionalmente a construir un esquema de valor humanístico sustentado en el consumo, lo cual le da sentido al sistema de mercado. La publicidad dirige de este modo la moral social. Este papel antaño era realizado por el universo mítico. “La publicidad asume la responsabilidad moral del cuerpo

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social, sustituye la moral puritana por una moral hedonista de satisfacción pura, y en una suerte de nuevo estado de naturaleza en el seno de la hipercivilización.” (Baudrillard, 1969, p. 210). Para ser socialmente válido hay que ser diferente, pero para ser diferente hay que consumir, lo cual a la postre convierte al consumidor en un ser diferente en la lógica de la producción industrial, o lo que es igual, lo diferencia igualándolo al modelo. La singularidad del sujeto se resuelve en la adecuación al modelo impuesto, en la superación de las contradicciones de la diferencia. Se personaliza evidentemente pero en abstracto, naturalizando al sujeto en un orden que no es natural sino artificial, el de la dependencia moral dentro de una jerarquía que otorga los adjetivos de pequeñez o de grandeza a partir de la identificación con el objeto que funda míticamente la realidad.

12.1 La moda como principio de la función mágica simpatética Partiendo de los clásicos aportes de Frazer (1993) se podría aventurar la asociación de la moda con las dos formas tradicionales de la magia. Por una parte se tiene la ley de semejanza o mimética, llamada magia imitativa, la cual estipula que lo semejante produce lo semejante. En este orden de ideas el mago espera lograr un efecto sobre la base de la imitación de un modelo, bien sea para que suceda algo o para evitarlo en el sentido de la prohibición –tabú– o de la permisión. En esta clase de magia el elemento fundamental es la dinámica de un agente que imita y el de un elemento modelo que es imitado. La asociación de ideas o realidades por semejanza es el detonante primordial de la efectividad del procedimiento mágico. De este modo se tiene el convencimiento de que las cosas que se parecen son en verdad la misma cosa. El parecerse al modelo permite gozar de los privilegios reales del mismo. Al glorificar o destruir una imagen se espera, por este mismo conducto, la glorificación o la destrucción de lo que se le asemeje, de ahí que sea frecuente la utilización en

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muchos casos de magia imitativa de una figurita o fetiche que representa la realidad a imitar y a afectar. Lo esencial es cuidar que el fetiche sea lo más parecido a lo que se espera adorar o destruir. Si lo que se espera es recibir los dones de una persona, se imita entonces algún aspecto de ella para ser el receptáculo del don: bien sea su característica externa, su forma de actuar o simplemente se adopta una particularidad muy precisa del modelo para alcanzar lo que se sueña de él. Frecuentemente la pantomima de un ser abanderado de prestigio debe recoger los dones de la suerte. El animal totémico hace extensibles sus atributos al clan que se identifica con él, por ello es tenido como ejemplar del grupo y por ejemplo no se le consume como alimento. El guerrero evitará comer gallo muerto en pelea para evitar él ser muerto en combate. Así como en Austria se creía en el poder de prodigalidad de una mujer grávida y se le pedía recibir semillas en donación para garantizar una cosecha copiosa, del mismo modo ciertas características de un ser traerá la ventura o la desgracia de acuerdo a leyes de participación e imitación. Lo contrario acaecía con las mujeres infértiles. “Los griegos de la antigüedad creían que comiendo carne del insomne ruiseñor impedirían dormir al que así lo hiciera; que untando los ojos de un lagañoso con la bilis de un águila, se le daría vista de águila.” (Frazer, 1993, p. 57). Este tipo de magia, de semejanza, opera de modo efectivo en las formas de identificación de roles sociales, en atributos, o en las particularidades de la personalidad del modelo. En publicidad se lleva a término la asociación de prestigio, de prestancia, de poder que confiere el modelo a seguir; identificación que trae ventura, éxito, reconocimiento social o fama, o en su defecto, el fracaso. La magia imitativa es tal vez la más frecuente en las asociaciones de tipo publicitario emocional, cuando una persona busca imitar el prototipo para lograr ciertos resultados. Consecuentemente, el modelo dictamina lo que se debe rechazar o evitar –en este sentido la publicidad disuasiva es en muchas ocasiones más efectiva que la persuasiva, pues el elemento dinamizante está conformado por el terror al modelo. Ya no sólo se hace manifiesto el patrón del modelo a seguir, sino el que hay

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que evitar–, que es el caso de las televentas, en las cuales la motivación está orientada a la necesidad de conservar una buena figura y en donde se muestra a una persona que representa todo aquello frente a lo cual se siente aversión: la obesidad, la calvicie, las arrugas, la flacidez, la tristeza y el fracaso, etc.

La otra forma tradicional de magia referida por Frazer (1993) en las comunidades salvajes de comienzos de siglo XX es la contaminante o magia de contacto. Dicha magia parte del principio de que si dos cosas –entes, objetos, seres- estuvieron en contacto, lo estarán en lo sucesivo a pesar de la distancia, y que por lo tanto, debido a su relación simpatética, todo lo que se le haga a una repercutirá en la otra. De tal suerte, a través de esta mediación mágica, se desarrollan múltiples correlaciones causales invisibles en el desarrollo de la vida que tienen efectos venturosos o desafortunados, según sea el caso. Esta efectividad por contigüidad permite efectos en el tiempo y en el espacio. Vinculados con esta ley de contaminación funcionan los tabúes respecto a la forma como los despojos de un muerto son altamente contaminantes. Esta relación orienta todas las prohibiciones alimentarias y espaciales de la mujer menstruante como la manera como se manipulan los desechos untados de sangre, la placenta, del sudor, las huellas y las excrecencias intestinales. A partir de estas creencias se focalizan en el objeto cualidades benéficas o maléficas, según sea el caso. En efecto, trasladando la función de la magia contaminante al universo de los credos publicitarios, uno se percata de que aquella está centrada en el comercio de objetos de prestigio, en los efectos de la moda y en todas las formas de fetichismo objetual. En la loción que no sólo da buena fragancia, sino que tiene poderes erógenos de atracción. En el anillo que elimina la fealdad y abre las puertas de la aceptación amorosa, en la cerveza que asegura el acceso fácil y la conquista sexual ante la mujer objeto del deseo, en el automóvil que confiere a su poseedor la suerte de descubrir los misterios de la jungla sin siquiera descender de él, etc.

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En cualquiera de los casos, tanto en el de la magia imitativa como en el de la magia contaminante, lo que se produce publicitariamente es una transferencia de fuerzas y cualidades entre los sujetos y los objetos, la cual les permite a estos, bajo las circunstancias de la posesión y el consumo, adquirir propiedades especiales de tipo fitichístico y operar en situaciones de proyección. Es necesario entrar a determinar si el objeto se dignifica por contacto directo con el modelo subjetivo o lo contrario. Es una suerte de reciprocidad entre el objeto que se consume y el consumidor, y de ellos dos ligados con la exposición o la evidencia pública. En conclusión, podría decirse que en el universo publicitario se reactualizan en forma continua las relaciones que se dan en el mundo de la magia. Se crea, por decirlo de otra manera, una suerte de prolongación que hace manifiesto que el espectro del encantamiento publicitario no es en absoluto inocuo; por el contrario, derrama su potencialidad y su efectividad en la trama social. Si por algún momento se duda de ello, basta con mirar lo que sucede cotidianamente en las relaciones que median las tensiones sociales.

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Construcción de un ideal de belleza: Una nueva estética a partir del discurso publicitario14

Hacer de la belleza un ideal no implica formalizarla como si se tratara de un concepto abstracto, sino más bien nos lleva a preguntarnos: ¿qué hacemos cuando usamos el término belleza? Podría pensarse, en primer lugar, que con este término nos referimos a un sentimiento que se diferencia del deseo, en cuanto que este último causa placer sólo cuando se satisface, es decir, cuando se tiene el objeto de deseo. En cambio, la belleza es desinteresada, ya que es independiente de sí se posee o no el objeto, pues lo que nos place no es propiamente éste, sino su 14

Este apartado fue escrito por la profesora Tatiana Afanador López, asistente de investigación y colaboradora de la misma.

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contemplación. De acuerdo con esto, hablar de un hedonismo estético supone comprender que no es necesario cosificar la belleza, porque el placer que nos causa es subjetivo. En efecto, en la concepción neoclásica la belleza es concebida como una cualidad del objeto que se percibe como bello. En ese sentido, lo bello denota una armonía o proporción que agrada. Empero, cuando se intenta cosificar la belleza y reducirla a un placer sensible pasajero, lo que se hace es falsear el valor de lo bello, en la medida en que se le asigna valor de uso (Adorno, 1980 p. 26). En lugar de esto, plantear un ideal de belleza desde su aspecto subjetivo nos lleva a afirmar, junto a la estética del siglo XVIII, un placer desinteresado. Con lo cual, “bello es aquello que agrada de forma desinteresada sin ser originado por, o ser reconducible a, un concepto” (Eco, 2005, p. 264). Esto implica que cuando se emite un juicio sosteniendo que algo es bello, dicho juicio no tiene valor universal, en tanto que obedece meramente a capacidades o disposiciones del sujeto. Desde el momento en que comprendemos lo bello a partir de quien pronuncia el juicio de gusto, la discusión ya no se dirige hacia las normas o reglas necesarias para producir obras bellas, sino hacia los efectos en el hombre, tanto en el artista como en el espectador. Así, si profundizamos para definir qué es la belleza, se podría decir junto a Danto que es la única cualidad estética que a su vez es uno de los valores que caracteriza la condición humana (Danto, 2005, p. 51). Preguntémonos ahora: ¿cuál es la idea de belleza que se presenta ante un hombre que vive en la sociedad de consumo? En la actualidad coexisten distintos modelos de belleza. Para comprender esta multiplicidad no es necesario dirigir nuestra mirada exclusivamente al arte. Antes bien, la belleza aquí es pensada desde los medios de comunicación de masas. Siguiendo a Eco, resulta necesario resaltar que en la actualidad la belleza se da en medio de la lucha entre la belleza de la provocación y la belleza de consumo. La primera se refiere a las propuestas de las vanguardias, en donde no se plantea directamente la belleza como un problema, ya que asume que la obra de arte no debe estar dominada por un ideal de la belleza natural, ni debe pretender ofrecer un placer a quien la contempla a través de formas

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armoniosas. “Al contrario, lo que pretende es enseñar a interpretar el mundo con una mirada distinta, a disfrutar del retorno a modelos arcaicos o exóticos” (Eco 2005, p. 417). Bajo esta propuesta se puede evidenciar entonces una relación entre el arte de vanguardia y las ceremonias rituales que se centran o utilizan siempre un objeto para lograr la experiencia mística. Por su parte, lo esencial de la belleza de consumo consiste en que ya no se presenta un ideal unificado, a pesar de que los medios de comunicación de masas adopten modelos o paradigmas de lo que es bello (es usual escuchar que la publicidad dicta parámetros de belleza). Además, esta belleza opera de la siguiente manera: la obra bella “atrae al consumidor a una cercanía física debido a su fuerza de atracción sensual, pero en realidad lo que hace es alejarse de él: ha sido convertida en mercancía que le pertenece y teme perder” (Adorno 1980, p. 25). Con lo cual, es evidente que una vez ha cambiado el ideal de belleza, la actitud del espectador con respecto al objeto bello también se transforma. Así las cosas: ¿qué objetos se consideran bellos hoy en día? El Objeto bello ya no es único e irrepetible. Ahora los objetos ordinarios son calificados como bellos. Es el caso de la caja de brillo de Warhol (Danto, 2005). Pero, entre estos objetos el que sobresale es el cuerpo. Entre todos los objetos bellos parece que el cuerpo es el que más se valora, pues es el más hermoso objeto de consumo tal como Baudrillard (1974) lo afirma. A saber, la forma en que el hombre se acerca a su propio cuerpo depende del modo en que se relaciona con las cosas y con los otros hombres. En una sociedad industrializada y capitalista donde estas relaciones se entienden desde la noción de propiedad privada, el cuerpo se presenta en una versión narcisista según la cual es un objeto que debe ser reconocido desde una lógica fetichista (Baudrillard 1974). Esta fetichización del cuerpo radica en comprenderlo como un territorio que hay que conquistar y explotar desde el interior hacia el exterior, como si se tratara de algo ajeno que, sin embargo, nos pertenece. De modo que lo esencial de este trato narcisista consiste en que esta vuelta al cuerpo se da en un sentido económico, es decir, “dicho cuerpo reapropiado no lo es a tenor de las finalidades

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autónomas del sujeto, sino según una exigencia de instrumentalidad directamente valorada en función del código y de las normas de una sociedad de producción y consumo dirigidos” (Baudrillard 1974, p. 188). El cuerpo ya no es un conjunto biológico, ni la herramienta de trabajo, ahora se vuelve un objeto de consumo, cuya característica principal es la belleza, en tanto que ésta ya no es una simple categoría estética que se identifique con la proporción, sino que se trata de una categoría construida a partir del valor de cambio. Esto implica que debe ser invertida la idea de que un cuerpo bello se le puede asignar valor de cambio y, por lo tanto, es más acertado decir que un cuerpo con valor de cambio es considerado como bello. Ahora bien, para que el cuerpo tenga este valor tiene que pasar, al igual que los objetos, por un proceso de producción. La belleza natural del cuerpo deja de tener importancia ante la posibilidad de manipularlo y hacer de él lo que se quiera, es decir, ante la posibilidad de liberar el cuerpo de su condición natural. De ahí que, el auge de las cirugías plásticas lo que revelan no es más que la aceptación pública de que el cuerpo bello es uno entre otros objetos que se fabrican en la industria a la medida y antojo del consumidor. En suma: con el cuerpo ocurre como con la fuerza laboral. Es preciso que sea «liberado»,

«emancipado»,

para

que

pueda

ser

explotado

racionalmente con fines productivistas. De la misma forma en que la fuerza laboral pueda transformarse en demanda salarial y valor de intercambio, es preciso que actúen la libre determinación y el interés personal […]. Es necesario que el individuo se considere a sí mismo como objeto, como el más bello de los objetos, como el material de intercambio más preciado para que pueda instituirse a nivel del cuerpo […] un proceso económico de rentabilidad (Baudrillard 1974, p. 193194).

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10 DE

LAS RELACIONES DE COMPLEMENTARIEDAD TOTÉMICA A LOS PRINCIPIOS DE

INCLUSIÓN Y EXCLUSIÓN SOCIAL A TRAVÉS DEL CONSUMO Cuando Rogers Caillois (1996) habla de la repartición del universo entre las sociedades primitivas en las que funciona el totemismo, lo hace a partir de la organización del mundo en relación con las fratrías, es decir, en relación a la forma como se organizan complementariamente grupos que hacen parte del mismo clan o tribu. La característica de dichas sociedades totémicas signadas por fratrías es que éstas sólo se constituyen por pares y en forma dialéctica. De este modo la sociedad se divide dualmente por grupos antagónicos pero complementarios, los cuales son el indicativo de lo permitido y de lo prohibido, los que determinan las relaciones entre lo sagrado y lo profano, y por ende, el funcionamiento de los tabúes en las relaciones sociales (exogamia) y en las distintas formas de vida (alimentación, caza, agricultura, etc.). El tótem es un ser natural emblemático que hace las veces de protector de la tribu y del cual se cree que es el ancestro primordial. Los tótems en el sistema de fratrías son simétricos y opuestos, casi siempre representados por animales, plantas o fenómenos que se dan en situaciones existenciales de complementariedad. De este modo ciertas características que definen al tótem entran a jugar una relación de adicionamiento. Así lo oscuro con lo claro, lo húmedo con lo seco, lo cálido con lo frío, lo alto con lo bajo, etc., son los elementos que definen la paridad. El mundo está dividido por relaciones dialécticas, por cierta funcionalidad que simboliza la repartición del universo entre los tótem o seres tutelares (el sol y la luna, la tierra y el agua, la cacatúa blanca y la cacatúa negra, animales terrestres y animales acuáticos, gentes del verano y gentes de invierno, etc.). Así mismo, el mundo se clasifica en dos por las afinidades con los tótems. De este modo, ciertas clases de plantas, de fenómenos climáticos, de elementos reales se asocian con ciertos tipos de animales y todos ellos con alguno de los grupos humanos que se reparte el equilibrio del universo, bien sea

por

relaciones que entablan de tipo espacial, temporal, etc. Las fratrías vienen a

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simbolizar las dos realidades que definen y le dan sentido a la existencia en términos de crecimiento y decrecimiento, de circularidad, de proceso, especie de determinismo obligatorio que alterna hechos, si se quiere, con carácter negativo y positivo, sin que alguno sea real o moralmente mejor o más verdadero. De esta manera los dos clanes o fratrías de la tribu se oponen y se complementan para mantener ritualmente un delicado equilibrio. A través de justas, de competencias, de actos simbólicos, de ceremonias o de rituales muy precisos de asociación complementaria, se busca estar refundando el orden de los acontecimientos en los que están inscritos los dos grupos. Este universo ceremonial representa no sólo la forma de funcionar el universo sino la manera como todo lo que lo compone se relaciona sobre principios dialogantes. Los animales, las plantas, el universo humano con sus instituciones, absolutamente todo está sometido a una lógica de interdependencia activa. Aquí la rivalidad no es exclusión ni anulación; por el contrario, es participación en virtud de tensiones incluyentes La tribu, como el conjunto del universo, nace de la composición de dos fratrías. Se comprende que aquella no posee jamás un tótem: no aparece como unidad sustancial, sino como el resultado de la rivalidad fecunda de

dos polos energéticos […] En lo visible, como en lo

invisible, en lo mítico como en lo real, la tribu no aparece, pues, como una unidad homogénea, sino como una totalidad que sólo existe y funciona por la constante y fértil confrontación de dos conjuntos simétricos de cosas y de seres, cuya suma abarca la naturaleza y la sociedad sin excluir nada de ellas, y que determinan así, a la vez, la estructura del ordo rerum y del ordo hominum (Caillois, 1996, p. 6869). El totemismo en las sociedades primitivas se puede explicar en términos de un parentesco que tiene la comunidad con aquellos seres que poseen una ascensión sobrenatural. Dichos seres pertenecen al orden natural del universo, es decir, son parte de la naturaleza, pero están en condiciones de penetrar los arcanos de la vida,

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de pasar el umbral del más allá, de estar en contacto directo con el misterio. Por otro lado, comparten con el ser humano sus mismas cualidades, lo que significa que están dotados de inteligencia y emociones, son sexuados, experimentan una complementariedad entre alma y cuerpo, están relacionados con un lugar y manifiestan actitudes amistosas y hostiles ante los comportamientos humanos. Se considera que antaño los hombres se casaban con ellos y de ellos adquirían sus conocimientos más profundos sobre la naturaleza y la vida. Como instructores o guías de los seres humanos, servían para realizar una clasificación de la realidad, muchas veces en forma dual, generando de esta manera principios de identificación que orientaban todas las actividades tribales. De esta manera se veían relaciones binarias entre animales y plantas en relación con fenómenos naturales, lugares, realidades particulares de gran importancia para la comunidad, que revelaban un vasto sistema de correspondencias y que le daban un sentido a las acciones humanas bajo la participación de matices afectivos. Cada planta o animal guardaba correspondencia con un elemento natural y a partir de principios de funcionalidad situaban los rituales. En general, los seres totémicos son respetados por sus cualidades mágicas. No se mata ni se consume carne del animal totémico que representa a la comunidad, no se corta la planta benéfica. Tanto la planta como el animal protegen e iluminan las acciones colectivas, son realmente los garantes del bienestar y de la supervivencia del grupo, de ahí el reconocimiento y la veneración que se les profesa. Algunas comunidades como los Ibon y los Dajak, del sur de Borneo extraen sus presagios del canto y del vuelo de algunas variedades de aves. Así como éstas, muchas otras especies presagian el éxito o el fracaso de expediciones, guían las decisiones de guerra, de viajes o aclaran las providencias médicas ante enfermedades, todo lo anterior a partir de las premoniciones realizadas por los seres o los espíritus de la naturaleza. El sistema de adivinación depende enteramente del comportamiento de dichos tótems y gran parte de las actividades mágicas son orientadas por la guía de ellos.

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El fenómeno de la repartición del mundo en las sociedades totémicas tribales contrasta con las relaciones socio-políticas que se dan en las sociedades modernas, en las que los rituales se establecen sobre el principio de la exclusión y la inclusión de clase, perdiéndose el principio de complementariedad. En estas sociedades el rito del consumo y el de la colocación social por jerarquías, a diferencia de todos los demás, está orientado a formalizar la segmentación y a estratificar la sociedad lo más estratégicamente posible. Mientras en las sociedades tradicionales se da una permanente movilidad sin anulación entre los grupos sociales, en la sociedad moderna, en la cual ha sido sobradamente superada la dialéctica del totemismo, impera el monopolio de la reputación por el consumo y por el prestigio personal. Dichos ritos se aplican exclusivamente en procesos muy ajustados de discriminación social y de legitimación de la subordinación. Por otra parte y siguiendo los aportes de Caillois (1996) respecto a la dialéctica de lo sagrado, se establece que su fuerza puede ser coherente o disolvente según la forma como se utilice. En lo sagrado habita al mismo tiempo lo puro y lo impuro, la santidad y la mancilla, suerte de potencialidad inherente a su misma ambigüedad. Lo sagrado o bien salva y da la vida, o bien aniquila o genera disolución. Esta dialéctica sólo es propia de lo sagrado. Y por su parte solamente el sacer –sacerdote– es el que gracias a los ritos de consagración puede entrar en contacto con la fuerza de lo sagrado sin recibir mancilla y, por ende, está exento de ser desintegrado por ella, o el que puede recobrar su condición original, es decir, volver al terreno de lo profano gracias a los ritos de execración. En principio, lo puro y lo impuro de lo sagrado debe ser separado de los elementos profanos que puedan ser contaminados y eventualmente santificados gracias a un sistema de prohibiciones llamado tabú. Este comercio de lo sagrado no puede estar en manos de neófitos ni en poder de los innobles. Si ello fuera así se caería en el riesgo del sacrilegio, de ahí el papel trascendental que cumple la élite sacerdotal, es decir, la clerecía y, por ende, la iglesia.

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Poniendo en perspectiva este método primitivo de las prohibiciones en el momento actual, el problema está en reconocer los límites mismos que adquiere lo religioso en la sociedad moderna en virtud a la problemática del uso del ritual y de quienes se constituyen en los sacer o figuras que administran los ritos. En la sociedad moderna, sujeta a las dinámicas de la producción y del consumo es muy claro el traslado de una parte de la dialéctica propia de lo sagrado al terreno de lo profano. Por una parte, la iglesia comienza a desaparecer del escenario social - o a perder aceleradamente su autoridad por injerencia en asuntos profanos, proceso acentuado por asuntos de tipo ético- y lo sagrado ya no queda exclusivamente en manos de su clerecía sino en poder de nuevas castas religiosas que ahora orientan la ciencia, la filosofía, la política y la economía, etc. Por otra parte, lo sagrado cambia de naturaleza, perdiendo así su carácter dialéctico o su polaridad complementaria. El carácter bipartito del universo primitivo se escinde drásticamente. Ahora los sacer del mundo moderno son los encargados de administrar cosmovisiones más pragmáticas, afines a la productividad, al rendimiento económico, a la explotación ilimitada de los recursos naturales.

Y para ello se

ajustan los mitos y los ritos acordes a los propósitos ideológicos del momento. Bourdieu llamaría a este fenómeno un cambio de reglas en el campo de juego (Bourdieu 1988). El clérigo – y en este caso el prototipo es el del judeo-cristianismo es en esencia un administrador de lo sagrado. Faltaría ver en este caso qué es lo que se considera sagrado y qué medios se utilizan para el gobierno de su fuero especial. Habrá que admitir que el campo de acción de la clerecía tradicional se salió de lo estrictamente religioso teísta e inundó otros terrenos de lo social en donde lo más importante no es salvar muchas almas para el más allá sino precisamente algunas muy selectas en el más acá. El sacerdocio moderno proliferó en los campos en los cuales la fuerza sagrada se sintetizó en la circulación de bienes terrenales

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que despiertan un magnetismo que rebasa al prodigado por los bienes divinos. Todos estos neo-brujos forjadores de diferentes milagros forman parte de un nuevo campo de luchas por la manipulación simbólica de la conducta de la vida privada y la orientación de la visión del mundo, y todos ponen en práctica en su práctica definiciones rivales, antagónicas, de la salud, de la curación, del cuidado de los cuerpos y las almas. Los agentes que están en competencia en el campo de manipulación simbólica tienen en común ejercer una acción con carga moral: son personas que se esfuerzan por controlar las visiones del mundo (y, por allí, transformar las prácticas) manipulando la estructura de la percepción del mundo

(natural y social),

manipulando las palabras y a través de ellas, los principios de construcción de la realidad social todos ponen en práctica (Bourdieu, 1988, p. 104). Ya no solamente hacen parte de este sacerdocio los eminentes científicos, sino los detentadores de la opinión pública, los grupos de poder, la gran industria, la banca y el mercado, los relacionistas públicos, los gobernantes que están al servicio de los intereses corporativos, los cuales tienen a su disposición una retórica especializada en discursos que transitan por los mass media, creados y manejados por un contingente de ideólogos del consumo en las filas de los publicitarios. “Todas esas personas que luchan por decir cómo hay que ver el mundo son profesionales de una forma de acción mágica que, por palabras capaces de hablar del cuerpo, de “tocar”, hacen ver y hacen creer, obteniendo así efectos completamente reales, acciones” (Bourdieu, 1988, p. 104). Cuando Bourdieu habla de la disolución de lo religioso no está hablando realmente de la extirpación de las idolatrías tanto como de una ampliación de su campo de acción en el nicho del mercado. Veamos otros aspectos para enfatizar esto.

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11 LOS MISIONEROS DEL CONSENSO SOCIAL

Si el poder es manejado por la clerecía, entonces es importante determinar la forma en que se instituye el sacerdocio al interior de dicha comunidad. De la misma manera precisa saber de qué manera se dictamina lo que, a criterio de los nuevos clérigos, es punible, indeseable, culposo, expiable o inexpiable, igualmente lo qué se debe hacer con el sujeto portador de la mancilla como con el acreedor de las bendiciones. Aquí la distribución social de lo puro y de lo impuro queda bajo la potestad de la moral dogmática y de las decisiones y acciones del grupo dominante. Si para las sociedades primitivas lo puro y lo impuro era dual y se movilizaba haciendo eco a la dialéctica de lo sagrado, para el totemismo moderno deja de funcionar dicho principio de complementariedad, quedando estructurada una estrategia de polaridad excluyente e inamovible, la cual decidirá qué debe ser tenido por malo o por bueno para la sociedad. La mancilla no la determina ahora la condición de pureza o impureza de la realidad frente a la cual se está sino un código ajustable a las necesidades de dominación, de la misma manera que a una moral voluble acomodaticia. Si a los nuevos sacer, quienes detentan el buen juicio sobre el nuevo orden del mundo, se les oponen los seres infames, los parias, los culpables, es por un principio que desborda el sentido original y preexistente de lo sagrado (que también está ligado a un equilibrio no de las partes sino de la totalidad del universo); ahora lo que determina los principios de la feligresía es una moral económica, un hedonismo de clase, un interés de partido político, la asunción de una moda. Lo puro e impuro es localizado socialmente por principios ideológicos mas no mágicos o de solidaridad (Eliade, 1981). De este modo, el imperio de lo oscuro, las fuerzas desintegradoras de la sociedad, las instancias del mal, se manejan sobre principios más o menos móviles que los define muchas veces un tráfico de conveniencias o la obligatoriedad del consumo. Ya no serán las mujeres menstruantes, los guerreros manchados de sangre del enemigo, los cadáveres en descomposición, los

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cazadores que se alimentaron del animal totémico prohibido o lo que se revela mágicamente en el brujo, haciéndolo repentinamente peligroso, lo que determine el riesgo de contaminación, sino que el foco de perdición o de salvación tendrá causales más pragmáticas como el color de piel, el estatus económico, el sexo, la legitimidad profesional, la belleza, el tipo de auto que se ostenta, la ropa que se porta, el pertenecer a un grupo étnico, el club que se frecuenta, ser de izquierda o de derecha, etc. Respecto a los espíritus maléficos de las sociedades primitivas la fuerza impura que ponen en marcha no pertenece a un clan determinado, no es un lazo de comunión para nadie, no preside la formación de ningún cuerpo moral duplicando, al modo de la iglesia o de la religión oficial, el cuerpo social del estado. Al contrario, no tiene en cuenta los particularismos locales, favorece también a los que, mujeres o esclavos, están excluidos de los cultos normales (Caillois, 1996, p. 54). El sacrilegio en las sociedades primitivas se establece sobre principios más universales o cosmológicos, se basa en el rompimiento de un equilibrio no sólo de la misma sociedad sino de la naturaleza en su totalidad. La moral se organiza sobre las relaciones de concordia y discordia, las que a la postre son las que sostienen un orden cósmico. Con el desarrollo paulatino de las sociedades arcaicas, con la salida de su minoría de edad, como diría Kant, se advierte cómo se van ajustando ciertas formas de regulación social a situaciones de tipo sociolátrico, donde lo místico, que había prevalecido sobre lo ético social, deja de ser un elemento preeminente de los principios reguladores sociales y termina siendo una justificación para la asunción de particularismos. Solamente un grado avanzado de laicización en la historia revertirá un fenómeno que tenía un sentido cualitativamente distinto, ahora poco a poco tendiente a la competencia individual y al ascenso de un tipo de poder que anula la dualidad, ya más sectaria, o por lo menos personalista. El principio del respeto da

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paso a un principio de individualización; las fratrías dan paso a las cofradías, y estas a las sociedades complejas de castas hereditarias y herméticas. La voluntad de colaboración da paso a la voluntad de poderío. Es de esta suerte que algunos clanes, y dentro de estos algunos individuos, se abrogan el derecho de estructurar las relaciones sociales de acuerdo a su conveniencia, a

las prerrogativas, los

derechos y los privilegios de clase o de nacionalidad. A partir de ello, en las sociedades que ya no tienen una organización mítica y ritual tradicional se observa cómo el ascendiente misterioso, la majestad, sigue operando como función distributiva de los privilegios y los derechos. Del equilibrio se pasa a la jerarquía, y en su funcionamiento, el equilibrio queda definitivamente roto entre unos seres soberanos y otros inferiores. Las relaciones se establecen jerárquicamente, haciendo que los deberes de unos se conviertan en los derechos de otros, predominando una especie de unilateralidad excluyente. Extrapolando este fenómeno a la modernidad, la lesa-majestad

o el sacrilegio

solamente pueden ser cometidos por el que está abajo en el rango social contra los que dominan la cima, o por quienes están al margen de los modelos que impone el consumo. La iniquidad cometida por los elegidos es a la postre un medio para alcanzar un fin más alto y noble, y por lo tanto, queda justificada. Se está en presencia de una visión de mundo lineal, irreversible, que ha enterrado por completo un orden circular, orgánico, reflejo de los principios equilibradores de la naturaleza a partir de la dialéctica de lo sagrado. “El funcionamiento de la sociedad descansa en adelante sobre el concurso, en su doble sentido de ayuda y de competencia, de grupos cuyos principios, trabajando de acuerdo con la armonía del mundo, buscan menos equilibrarse el uno al otro que obtener la preponderancia, conservarla una vez obtenida, y hacerla reconocer por derecho cuando ya no se la disputa de hecho” (Caillois, 1996, p. 96). La mente mítica que se sostenía sobre una cosmovisión comunitaria

cae

paulatinamente

en

un

direccionamiento

unidimensional

y

racionalizador (Botero, 1996), dejando así una serie de universos posibles en clausura, todos ellos ligados a la imaginación creativa, a la potenciación de

328


realidades de orden mágico, estético y ritual. (Otálora 2008). A propósito del decrecimiento de la vida imaginativa en aras de las argucias de la rentabilidad, el siguiente fragmento extraído del profundo y visionario libro de Baudrillard intitulado La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras (1974) se hace elocuente. En la sustancia de la vida así unificada, en ese digesto universal, no puede haber ya sentido: lo que hacía el trabajo de la fantasía, el trabajo poético, el trabajo del sentido, es decir, los grandes esquemas del desplazamiento y de la condensación, las grandes figuras de la metáfora y de la contradicción, que se basan en la articulación viva de elementos distintos, no es ya posible. Reina solamente la eterna sustitución por elementos homogéneos. No más función simbólica: una eterna combinatoria de “ambiente”, dentro de una perpetua primavera (Baudrillard, 1974, p. 22).

12

ACERCA DEL PAPEL DEL CREATIVO PUBLICITARIO

¿MAGIA

FICTICIA O TAUMATURGIA

PARALIZANTE?

Como hemos venido viendo, dentro del escenario publicitario, al igual que dentro del universo religioso sociolátrico, se dan una serie de gestos rituales que denotan un traslado mitológico de gran significación para los estudios sociales. Es claro que el mundo del mercado introduce lógicas claramente pragmatistas en las cuales se agencia una nueva cosmovisión y un nuevo andamiaje axiológico. Como dice Octavio Paz, cambio de mitologías, cambio de realidades y, por lo tanto, surgimiento de nuevos fantasmas. La publicidad, al igual que una gama muy precisa del cine, la televisión y la literatura, entre otros componentes de la cultura de masas, vendrán a

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ordenar un nuevo escenario religioso alrededor de los objetos y de los sujetos, cargados de un naciente valor simbólico para la sociedad de la información. la publicidad fijará su atención en los lenguajes más suprematistas; los de la religión, el mito y la magia, pues en ellos podía encontrar inspiración para la nueva religación, ejecutando lo más genuino en publicidad que es la creatividad adaptativa, no por completo creación, ni por completo imitación, sino una asunción de elementos preexistentes de anteriores lenguajes transformándolos para una comunicación nueva, y ello sin necesidad de una plena conciencia por parte del publicitario (Leon, 2001, p. 67). Dentro del amplio espectro de actividades que se desarrollan en la publicidad, la de los creativos atrae la atención para el análisis mítico. Los juegos de prestigio que instaura la figura del creativo tanto en el proceso de producción de publicidad como en la organización de las Agencias de publicidad y la Academia son particularmente interesantes a la hora de hacer entrar el mito en escena para la comprensión de los fenómenos que allí se gestan. Si se parte del principio o de la convicción de que la materia prima por excelencia del producto publicitario es la creatividad en manos de los llamados creativos, entonces habrá que mirar qué formas de fabulación acompañan a esta verdad que se hace indiscutible. En este momento no se discute si es o no verdad que el rol que cumple la creatividad en la publicidad es conspicuo y característico. Se trata en cambio de entender el papel que juega el creativo no sólo en tanto sujeto de la creación como sujeto mitologizante, pues a la vez que el creativo es el ojo del ciclón del campo publicitario, como espacio originario de invención y plasmación de las ideas que movilizan el oficio, no es menos cierto que alrededor de él se levanta una aureola de especificidad de tinte mítico y en especial que deja expuesta brevemente la relación de dicho papel con las particularidades de toda una mitología que circula por doquier en el medio: la de la taumaturgia publicitaria.

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Es definitivo entender que el problema no es la creatividad ni el creativo en sí mismo, sino la idea que se construye de él, que lo legitima como un iluminado, una especie de chamán o ser providencial, rodeado de una dignidad y de una providencia paradoxal. Él deja de ser un personaje de carne y hueso y se convierte en un ser semi-divino, a través del cual transita el lumen prodigioso de las ideas claras y distintas. En él confluyen todos los poderes de la revelación y de la inspiración que, sobra decirlo, son más humanos que lo humano, pero que terminan siendo un don propio sólo de una subjetividad milagrosa, suerte de instancia reconocida y reverenciada del más allá. El creativo publicitario se mueve al margen de una verdadera esfera social y política, incomparable con la realidad; sus presupuestos de acción se llevan a cabo en el espacio de lo inesencial (Baudrillard, 1969). El publicitario subvierte un orden que no es el de la historia de las sociedades, sino el de sus cotidianidades asombrosas, en las que la sinergia emocional le confiere al escenario una atmósfera dramática, que a la larga llena de sentido conmovedor a la carencia que anida en su seno. Esto es lo propio de una sociedad paralizada por la representación y el espectáculo. Es de ahí que sus alcances prometeicos son solamente ficcionales en un sentido desestructurante: hipérbole de la incoherencia ante una realidad que demanda cambios, más que en un imaginario desengañado por falsos mitos, en una realidad concreta que oculta otra más decepcionante. La publicidad antepone a la realidad una hiperrealidad burlesca, una escena que termina siendo más real que lo real (Baudrillard, 2002), y a la vez doblemente desarticuladora; la publicidad parte de un mundo construido por una necesidad

imperiosa de fabulación, que rastrea los

vestigios de unos arraigos que el sistema de mercado convirtió en fantasma deslumbrante, en el aura de la gran desilusión. Es por ello que los creativos al fin y al cabo trabajan en comunicación de masas y para el establishment comercial; por consiguiente, no pueden defender un tipo de violencia o de rupturismo programáticos sino meramente utilitarios;

331


su

violencia,

el

shock

instrumental……además

al

que

propenden,

normalmente

la

es

meramente

violencia

publicitaria

constituye un divertimento, que debiera ser recibido de modo inteligente, como se recibe el género del cómic. En cualquier caso, se trataría de una violencia ficticia, incomparable con lo real, pues el shock como recurso tanto en publicidad como en arte, no serían tanto el producto de sociedades que sufren conflictos de guerra, como de las sociedades satisfechas que necesitan darse a sí mismas un poco de emoción en una vida demasiado aburrida, en la línea de la finalidad de un parque de atracciones. (León, 2001, p., 42-43). Es usual ver cómo, respecto a las sociedades en las cuales campean conflictos armados al lado de profundos problemas sociales, la publicidad entra a prestar un servicio de distractor público antes que ocuparse realmente de las dificultades que reclaman solución. Esto se deriva de la incómoda dependencia que tiene el sistema publicitario, y por ende la publicidad, de las estructuras productivas, que por lo general están de espaldas o hacen caso omiso de los problemas de base, los cuales han sido detonados por el mismo sistema capitalista que se sustenta en el mercado. Para este propósito los mass media cumplen una detallada y prodigiosa labor de desinformación o, en caso contrario, de divertimento, con la que se enaltece lo que debe ser recordado y oculta al mismo tiempo lo que debe pasar al olvido. Las más de las veces la creatividad en la actividad publicitaria no es disidente, no busca hacer rompimientos, es sumisa a un sistema de mercado que la engendra. Por el contrario, la transgresión en el arte tiene otro sentido, está acorde a unas necesidades expresivas independientes, ajenas al mercado. El genio creador en el arte funda, al igual que el iniciado en las sociedades tribales, un espacio-tiempo de rompimiento con la realidad, un estadio intermedio o de pasaje que permite la reconstrucción de un nuevo cosmos, de una totalidad que intenta salvar a la sociedad de la inercia, de la inmovilidad y de la muerte. Su prodigio es el de la

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aceptación de un fuero existencial no para el quietismo sino para que pueda ser renovado constantemente. De la misma manera, la creación mágica ritual es una lucha contra el envejecimiento de la sociedad, que debe remozarse como lo hace la naturaleza. El vuelo chamánico cumple la misma función, conectar éste con los mundos posibles a través de una elongación del ser, que va más allá de sí mismo y se comunica con los dioses orientadores (Eliade, 1992): acto sagrado, sátira de Dionisio, que rompe con los principios estamentarios y corrientes, triunfo sobre lo profano que hace esperanzadora la vida, alejándola del miedo y del terror de la desaparición en el tiempo y en el espacio, o en la memoria de los otros. No obstante, el carácter visionario en el creativo publicitario se mueve en otra dirección, su vuelo está limitado a lo inesperado de situaciones de gran trivialidad, a las cuales la cultura le ha dado valores fundacionales: tener el carro que se sueña, ejercer un embrujo incontenible en el ser deseado, alcanzar el estatus que la sociedad legitima a través de la posesión o de la ostentación, caricaturizar

el

folclorismo, poniendo en ridículo a cualquiera de los parias sociales –normalmente público perteneciente a la clase popular, de color oscuro, con rasgos étnicos característicos, etc.–. Todo ello hace parte de los actos más celebrados de los creativos publicitarios. Ellos mismos creen que su actividad está en el Olimpo de las celebridades, inclusive manejan unos códigos de distinción en el medio - agencias de publicidad, centrales de medios- que los ponen por encima del estatus del resto de los publicitarios, valores con los cuales ejercen toda suerte de iniciaciones en la panacea de los premios y de las distinciones avalados por el medio. Así pues, el surgimiento de los nuevos sacerdotes en la sociedad de la información (Bourdieu, 1988), este auge de los gurús publicitarios (León, 2001) es una forma degradada del universo de la magia simpatética ya descrita desde comienzos del siglo pasado por Frazer (1993). Los mensajes publicitarios no proceden de un solo origen (de los creativos), sino que detrás de ellos existe un vasto entramado de operación institucional, empresarial y

333


sociopolítico, una gran estructura

que jalona en forma unánime la creación,

sincronizada al mismo tiempo por una dinámica económica inmediata que entrecruza la producción y los mercados y por algo que va más allá, que cobija una invisible intencionalidad operacional del sistema, gracias a la cual se inculcan los valores que le darán significación a la maquinaria social. La siguiente cita hace explícita esta relación: La publicidad es un arma de marketing, el arte de vender cualquier cosa por cualquier medio. Eso es precisamente el marketing en su dimensión comunicacional. Sirviéndose sobre todo de los medios de comunicación, constituye el arquetipo de la “comunicación”. Por lo tanto la crítica de la publicidad debe ampliarse a la crítica del marketing y de la comunicación (….) Pero este sistema lo engendró el capitalismo industrial, que financia a los medios de masas y orienta su contenido. El problema no se reduce, pues, al embrutecimiento publicitario, sino que también incluye la desinformación mediática y la devastación industrial. (Grupo Marcuse, 2006, p. 22) El sistema descrito por el Grupo Marcuse, a través de este régimen de intercambio comercial, promueve una gama de valores con los cuales se apoya o exaltan los propósitos venturosos para la sociedad o se rechazan aquellos considerados perjudiciales. En definitiva, los valores que pone a circular la publicidad van de la mano con un sistema establecido por el mercado y que se orienta a la coordinación exhaustiva de las masas para un fin más económico que social. Igualmente, los audacias que ponen a funcionar los creativos publicitarios van de la mano con un sistema establecido por el mercado. El creador publicitario sintetiza el propósito de la Ilustración, el cual, en última instancia, es el de transformar sin descanso la realidad del mundo a partir de la propia potencialidad humana, la cual tiende a la transformación de los órdenes estamentarios. El “artista” creador publicitario en ocasiones encarna el espíritu iluminado de quien puede retar lo divino, de quien

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consuma la acción de Prometeo encadenado, de aquel que se acerca peligrosamente al gran demiurgo y le profetiza su desgracia, aquel ser actuante, transformador de la realidad siempre a partir de coordenadas nuevas y autónomas. Lo anterior nos lleva a pensar que la publicidad se mueve en terrenos muy distintos a los del arte, ya que el artista, a diferencia del publicitario, no realiza primariamente su obra con fines lucrativos ni para la movilización de empresas comerciales, es decir, obra por sus propios principios y necesidades expresivas, en tanto que el publicista lo hace con otros propósitos que lo desbordan.

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