03 jesus hijo unico de dios

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¿Qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús es «el Hijo único de Dios»? Jesús MARTÍNEZ SALAS* (en Revista Sal Terrae, mayo 1998)

Desde el principio, la comunidad cristiana, en varias afirmaciones fundamentales contenidas en lo que solemos llamar el «Símbolo de los apóstoles», ha querido fijar y proclamar su fe. La primera de estas afirmaciones respecto a Jesús, básica en relación a las demás que a él se refieren, se formula así: «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Esta afirmación ─«Jesús, Hijo único de Dios»─ ha sido signo de iden8ficación cris8ana a través de la historia, y por eso la encontramos siempre como central, tanto en la celebración de su fe como en sus polémicas en defensa de la integridad de la misma. El lugar central de la afirmación de fe en la filiación divina y singular de Jesús indica su gran riqueza, pero también puede encerrar ciertos peligros. Primero, el peligro de la «intocabilidad», no sólo para la gente sencilla, sino también para los pastores y teólogos, puesto que con ella nos encontramos en el corazón mismo de la fe cristiana. Cuando un cristiano habla de Jesús, me temo que se encuentra algo así como «atado». Se siente como atrapado y encerrado en las categorías y expresiones consagradas oficialmente por la Iglesia. Su pensar y su decir tienen que «con-formarse» estrictamente a la doctrina y al decir oficial, so pena de ser juzgado, o de juzgarse a sí mismo, fuera de la ortodoxia, fuera de la verdad. Esta intocabilidad respecto de lo esencial lleva consigo el peligro de la obligada repetición, casi literal y mecánica, sin la libertad de reflexión y expresión creadora de los fieles, que desearían pensar y decir de modo nuevo y significativo lo que ellos consideran como lo más valioso de su existencia. La repetición idéntica puede tener también el efecto nefasto de crear, al cabo de un tiempo, una falsa sensación de claridad y evidencia de sentido de aquello que se quiere indicar con la expresión utilizada, quitándole así fuerza de novedad y de vida, olvidando y empobreciendo el contexto vital en el que surgió. Pienso que, durante mucho tiempo, los simples fieles sólo han podido repetir lo aprendido, sin comprender demasiado ni atreverse a preguntar («doctores tiene la Iglesia»), y los estudiosos han seguido los caminos y modelos de reflexión habituales (por raros o extravagantes que fuesen), para no ser considerados como ignorantes ni acusados de reductores de la verdad de la fe. Nuestro mundo actual es un mundo que interroga. Un mundo que quiere comprender. Podríamos decir que ha perdido gran parte de su ingenuidad, a causa de los cambios profundos que ha constatado en los esquemas de pensamiento y de acción que se consideraban hasta hoy precisamente intocables. Hoy nos sentimos menos atados por afirmaciones y formulaciones tradicionales. En relación a su fe, los fieles de hoy se preguntan sobre el significado; quieren saber lo que dicen cuando se les invita a confesar algo. No son ellos ─no somos nosotros─ quienes hemos forjado la expresión de


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