ESPÍRITUS LIBRES 1

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ESPÍRITUS LIBRES EGRESADOS UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA


©Universidad de Antioquia Rector Alberto Uribe Correa Vicerrectora de Extensión María Helena Vivas López Director Programa de Egresados Álvaro Cadavid Marulanda Coordinadora BUPPE Beatriz Betancur Martínez Editor Álvaro Cadavid Marulanda Edición de textos Patricia Nieto Nieto Edición de fotografía Natalia Botero Corrección de textos Margarita Isaza Velásquez

Asociación de Periodistas de la Universidad de Antioquia

Diseño y diagramación Carlos Eduardo López Piedrahita María Catalina Durán Giraldo Foto Portada Carlos Eduardo López Piedrahita Impresión Masterpress Derechos reservados ISBN 978-958-8709-33-8 Este es un proyecto del Banco Universitario de Programas y Proyectos de Extensión BUPPE. Prohibida la reproducción total o parcial, con cualquier propósito o cualquier medio, sin autorización expresa de la Universidad de Antioquia.


Autores Álvaro Cadavid Marulanda© Ana María Bedoya Builes© Beethoven Zuleta Ruíz© Catalina Vásquez Guzmán© Carlos Eduardo Henao Calle© Carlos Gaviria Díaz© Carlos Mario Guisao Bustamante© Carlos Mario Correa Soto© Carlos Mario Gallego Arango© Carolina Gutiérrez Torres© César Alzate Vargas© Darío Arcila Arenas© Diana Isabel Rivera Hincapié© Diego Agudelo Gómez© Hernán Mira Fernández© Eduardo Escobar© Elkin Restrepo Gallego© Gloria Cecilia Estrada Soto© Gonzalo Medina Pérez© Guillermo Zuluaga Ceballos© Gustavo Gallo Machado© Hernán Botero Restrepo© Hernán Iglesias Illa© Hernando Zabala Salazar© Jacobo Franco Ceballos© Jesús Alberto Echeverri© Joaquín Botero Berrío© Jorge Alonso Sierra Valencia© José Monsalve Gómez© Juan Camilo Jaramillo Acevedo© Juan Camilo Rengifo Garcés© Juan Carlos Orrego Arismendi© Juan Mario Sánchez© Juan José Hoyos Naranjo© Julio César Restrepo Londoño© Laura Marcela Pedroza Uribe© Lucía Victoria Torres Gómez© Luis Germán Sierra J©

Margarita Isaza Velásquez© Maryluz Vallejo Mejía© Oakley Forbes Bryan© Patricia Nieto Nieto© Paula Camila Osorio Lema© Pedro Correa Ochoa© Pompilio Peña Montoya© Ramón Pineda Cardona© Reinaldo Spitaletta Hoyos© Rubén Darío Acevedo Carmona© Sara Yaneth Fernández Moreno© Sebastián Orozco Sandoval© Sergio Valencia Rincón© Víctor Casas Mendoza© Yhobán Camilo Hernández Cifuentes© Fotógrafos David Estrada Larrañeta© Diana Giraldo Kurk© Jairo Ruíz Sanabria© Jorge Alejandro Quintero© Jorge Caraballo Cordovez© Julián Roldán Alzate© Nacho Landa © Natalia Botero© Patricia Nieto Nieto© Olivia Inés Montoya© León Darío Peláez© Fotografías: Archivos familiares, particulares; y cortesía de: El Colombiano, Alma Máter, Parque E., Semana y El Malpensante, y las corporaciones Otraparte, Héctor Abad Gómez, Asmedas y la Red Colombiana por los Derechos Sexuales y Reproductivos Residex. Periodistas practicantes: Yhobán Camilo Hernández, Julián Roldán y Laura Marcela Pedroza. Colaboradores: Juan Esteban Vásquez Mejía y Joan Esteban Zapata Suárez.


ÍNDICE

48

Alberto Arango Botero Odontólogo, 1954

16

50

18

52

Iván Velásquez Gómez

20

54

Alba Nidia Sánchez Monsalve

22

56

Javier Álvarez Arteaga

24

58

Jesús María Valle Jaramillo

26

60

Rodolfo Sierra Restrepo

28

62

Gerardo Molina Ramírez

30

64

Guillermo Correa Montoya

32

66

Gloria E. Hernández Torres

34

68

Armando Montoya Baena

36

70

Oakley Forbes Bryan

Licenciado en Educación, Inglés-Español, 1970

Natalia Aguirre Zimerman

Especialista en Ginecología y Obstetricia, 2001

Antropóloga, 1994

Trabajador Social, 2001

Trabajadora Social, 1986 Administrador, 1982

38

Juan Guillermo Restrepo Restrepo

40

Médico Veterinario, 1970

Luis Norberto Ríos Navarro

Licenciado en Educación, Historia y Filosofía, 1977

Francisco Maturana García Odontólogo, 1972

Luis Bernardo Yepes Osorio Bibliotecólogo, 1994

Alba Elena Correa Ulloa Enfermera, 1970

Rubén Darío Montoya Naranjo

Comunicador Social - Periodista, 2001

Delfín Acevedo Restrepo

Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1970

Héctor Abad Gómez

Doctor en Medicina y Cirugía, 1947

Jorge Luis Páez López

Licenciado en Educación Física, 1978

Ingeniero Químico, 1991

Honoris Causa en Sociología, 1981

Laura Marcela Jaramillo Hurtado Bibliotecóloga, 1996

Trabajadora Social, 1999

Ingeniero Sanitario, 1988

Ricardo Hoyos Duque Abogado, 1982

Abogado, 1983

Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1970

Timisay Monsalve Vargas

Benhur León Zuleta Ruiz

Bachiller Liceo Antioqueño, 1971 Diplomado en Filosofía, 1979

72

José Luis Betancur Chaverra

74

Luis Fernando Vélez Vélez

Licenciado en Educación Física, 1996 Doctor en Derecho y Ciencias Política, 1973 Honoris Causa en Licenciatura en Antropología, 1979

Antonio Roldán Betancur

42

Martha Lía Giraldo de Hernández

44

76

Luz María Agudelo Suárez

Luis Bernardo Vélez Montoya

46

78

Rubén Fernández Andrade

Doctor en Medicina y Cirugía, 1971 Doctora en Derecho y Ciencias Políticas, 1974

Médico y Cirujano, 1987

Médica y Cirujana, 1986

Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1996


José Humberto Gómez

80

112

Enrique Gil Botero

Hernando Muñoz Sánchez

82

114

Ignacio Vélez Escobar

Licenciado Educación Física, 1992 Especialista en Teorías, Métodos y Técnicas de Investigación Social, 1998

Luis Alfonso Marroquín Osorio Bachiller Liceo Antioqueño, 1966

Doctor en Medicina y Cirugía, 1942

116 86

Manuel José Bermúdez Andrade

88

Comunicador Social - Periodista, 2000

Fabio Luis Montoya Ramírez

90

Hernando Zabala Salazar

92

Magíster en Educación, Orientación y Consejería, 1988 Historiador, 1984

Gloria María Rodríguez Santa María

Licenciada en Bibliotecología, 1979

96

Jorge Arango Arango

98

Doctor en Medicina y Cirugía, 1965

Odontólogo, 1974

John Jairo Gómez Bernal

100

José Miguel Corpas Garcés

102

Odontólogo, 1985

Licenciado en Educación, Biología y Química, 1967

Lucrecia Ramírez Restrepo Especialista en Psiquiatría, 1990

106

Rosa María Turizo de Trujillo

108

Abogada, 1953

Francisco Luis Ángel Jiménez Arcila

Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1930

Baltasar Medina

120

Julio González Zapata

122

Alberto Cadavid Mejía

124

Rocío Pineda García

Licenciado en Educación Física, 1976 Doctor en Derecho y Ciencia Política, 1977 Licenciado en Educación, Inglés-Español, 1970 Enfermera, 1972

126

Gabriel Jaime Bustamante Ramírez

128

Ana Piedad Jaramillo Restrepo

130

Iacharuna Muyuy Jojoa

134

Gloria Bermúdez Bermúdez

136

Gonzalo Arango Arias

138

Fernando Vallejo Rendón

140

Alberto Aguirre Ceballos

142

Teresita Gómez

144

Carlos Mario Gallego Arango

146

Patricia Nieto Nieto

104

Gustavo Olarte Castaño

Licenciado en Educación, Biología y Química, 1968

118

94

Pedro Luis Valencia Giraldo

Dagoberto López Arbeláez Ingeniero Industrial, 1982

84

Luis Ignacio Lopera González

Licenciatura en Educación Especial, 1993

Abogado, 1980

110

Historiador, 2000

Comunicadora Social - Periodista, 1984 Sociólogo, 2008

Licenciada en Bibliotecología, 1964 Bachiller Liceo Antioqueño, 1950 Bachiller Liceo Antioqueño, 1959 Doctor en Derecho y Ciencias Política, 1950 Pianista Summa Cum Laude, 1966 Comunicador Social - Periodista, 1985 Comunicadora Social - Periodista, 1990


Gustavo Adolfo Garcés Escobar

148

Gilberto Martínez Arango

150

184

Julián Estrada Ochoa

Rubén Darío Lotero Contreras

152

186

Jorge Valencia Jaramillo

Luis Alberto Álvarez Córdoba

154

188

Delcy Yanet Estrada Figueroa

Ramiro Tejada Rendón

156

190

José Libardo Porras Vallejo

Juan Felipe Jaramillo Toro

158

192

Gladis Yagarí González

Orlando Mora Patiño

160

194

Joaquín Antonio Botero Berrío

Carlos Alberto Sánchez Ocampo

162

196

Jesús Abad Colorado

Elkin Restrepo Gallego

164

198

Carlos Mario Correa Soto

Juan Carlos Orrego

166

200

Víctor Gaviria González

Fernando González Ochoa

168

202

Carlos Mario Aguirre Rodríguez

Luis Alberto Correa Cadavid

170

204

Juan José Hoyos Naranjo

Sergio Valencia Rincón

172

208

Carlos César Arbeláez Álvarez

Carlos Arturo Fernández Uribe

174

210

Alonso Cortés Cortés

Alejandro Arango Medina

176

212

Álvaro Cogollo Pacheco

Leonel Estrada Jaramillo

178

214

Alberto Villegas Hernández

182

Doctor en Medicina y Cirugía, 1958

Magíster en Educación y Docencia, 1996 Honoris Causa en Comunicación Social - Periodismo, 1996 Abogado, 1986

Médico y Cirujano, 1987

Doctor en Derecho y Ciencias Política, 1969 Comunicador Social - Periodista, 1992 Estudios de Derecho. Poeta

Antropólogo, 1997

Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, 1919 Doctor en Medicina y Cirugía, 1968

Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1990 Doctor en Filosofía, 2001

Comunicador Social - Periodista, 2001

Odontólogo, 1943

Rodrigo Saldarriaga Sanín

Honoris Causa Maestro en Artes Escénicas, 2001

David Gutiérrez Ramírez Maestro en Canto

Abogado, 1985

Antropólogo, 1982

Doctor en Ciencias Económicas, 1967 Maestra en Canto, 2005

Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1988 Magíster en Educación, 2011 Comunicador Social - Periodista, 1999 Comunicador Social - Periodista, 1992 Comunicador Social - Periodista, 1988 Honoris Causa en Comunicación Social - Periodismo, 2004 Estudios de Literatura. Actor

Licenciado en Ciencias de la Comunicación, 1976 Comunicador Social - Periodista, 1992 Doctor en Medicina y Cirugía, 1957 Biólogo, 1986

Doctor en Medicina y Cirugía, 1955

180

216

Juan José Echeverri Escobar Ingeniero Químico, 1955


Juan Carlos Arango Lasprilla

218

Ángela Patricia Cadavid Jaramillo

220

254

Tiberio Álvarez Echeverri

Alberto Echeverri Sánchez

222

256

María Eugenia Londoño Fernández

Silvia Blair Trujillo

224

258

Ricardo Restrepo Gómez

Fanor Mondragón Pérez

226

260

Sabinee Sinigüi Ramírez

Óscar Alejandro Vanegas Monterrosa

228

262

Gustavo Alberto Zapata Restrepo

264

María Teresa Rugeles López

266

Jaime Alberto Palacio Baena

268

Rito Llerena Villalobos

270

José Emilio Yunis Turbay

272

Ramiro Fonnegra Gómez

274

Olga Lucía Zuluaga Garcés Francisco Lopera

252

Psicólogo, 1996

Médica y Cirujana, 1986. Doctora en Ciencias, 1998 Licenciado en Educación, Filosofía e Historia, 1975 Médica y Cirujana, 1974 Ingeniero Químico, 1974

Ingeniero de Alimentos, 2008

Químico Farmacéutico, 1967

Saúl Franco Agudelo

230

Patricia Eugenia Díaz Montoya

232

Médico y Cirujano, 1975 Antropóloga, 2002

Luis Fernando Tintinago Londoño

Médico y Cirujano, 1988

234

Jorge Emilio Osorio Benítez

236

Enrique del Carmen Rentería Arriaga

238

Médico Veterinario, 1985

Biólogo, 1975

Álvaro Posada Díaz

Doctor en Medicina y Cirugía, 1970

240

Jorge Ossa Londoño

242

Martha Cecilia Londoño Báez

244

276

Carlos Santiago Uribe Uribe

246

278

Zayda Lucía Sierra Restrepo

248

Roberto Giraldo Molina

250

Médico Veterinario, 1973

Enfermera, 1980

Doctor en Medicina y Cirugía, 1961

Licenciada en Educación, Historia y Filosofía, 1980 Doctor en Medicina y Cirugía, 1969

Jorge Restrepo Paniagua Doctor en Medicina y Cirugía, 1964 Honoris Causa Licenciatura en Educación Musical, 1998 Físico, 2008

Comunicadora Social - Periodista, 2005 Magister en Educación, 2009 Licenciado en Educación, Español y Literatura, 1994 Doctora en Ciencias Básicas Biomédicas, 1997 Biólogo, 1977

Licenciado Educación, Idiomas y Literatura, 1967 Doctor en Medicina y Cirugía, 1961 Biólogo, 1972

Licenciada en Educación, Filosofía e Historia, 1975 Magíster en Educación, Psicopedagogía, 1991 Médico y Cirujano, 1979. Especialista en Neurología, 1984

Jaime Borrero Ramírez

Doctor en Medicina y Cirugía, 1953


UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

sociedad sin los otros… Carente de aquellos que sin renunciar a sus responsabilidades persiguen los sueños y privilegian la convicción, la discreción, el silencio y el anonimato, para facilitar así el logro de sus ideales ciudadanos por encima de la rentabilidad, el ascenso social o económico; y que renuncian a alcanzar el éxito a cualquier precio.

Del capullo emergió una mariposa*

Este es un libro de microhistorias, semblanzas, perfiles y retratos de un tipo de triunfadores que no estamos acostumbrados a exaltar. Aquí están las voces y las imágenes de aquellos vencedores de lo inmaterial, de los que se quedaron habitando las convicciones y los sueños, de los espíritus cuyo proyecto de vida es la coherencia con su conciencia, sus valores y búsquedas. Esta es una obra para caracterizar a los otros: a los espíritus libres; a los sin gloria ni popularidad, a los sin rostro popular, sin celebridad ni aplauso unánime del establecimiento; o a los que se resisten al canon establecido del deber ser. Se exceptúa a los inevitables, a los ya célebres, pues ellos son protagonistas en otros escenarios, poseen otros reconocimientos, habitan diversas formas del éxito o la grandeza. Qué sería de la *Dickinson Emily. Poemas. Selección e introducción de Silvina Ocampo. Tusquets. Barcelona. 2006, p. 106.

Sin los espíritus libres no habría ilusiones ni seres visionarios; sin ellos sucumbiría la esperanza y Colombia no sería ni posible ni viable. Sin figuras silenciosas y consistentes, dedicadas cotidianamente a la ciencia, la investigación, la creación, la narración, el arte, la conceptualización estética, la gestión social y cultural, el deporte, el trabajo social, la educación, no sería posible intervenir, transformar o diagnosticar adecuadamente los orígenes y la permanencia de una sociedad injusta, violenta, compleja y contradictoria como la colombiana. Incluso seres escépticos o desilusionados, aquellos a quienes los célebres les asignan el fracaso social o profesional, esconden personas victoriosas en lo estético, intelectual y existencial; habitadas por la placidez. Son ellos los que colocan en su lugar las cosas y siembran la duda demostrando la fragilidad de los falsos esquemas, ponen en evidencia los valores arribistas o el inmovilismo del deber ser. Ellos sitúan lo efímero y aparente de los grandes logros, en frágiles espacios del ego y la vanidad. Sin aquellos con capacidad de hacer renuncias, seguir convicciones y perseguir un proyecto de coherencia intelectual, no existiría masa crítica. Los otros son ese elemento variado, diverso y múltiple que dinamiza con su actitud y ejercicio crítico a la sociedad, colocan su acento en aquello que no nos gusta, lo que evitamos, ignoramos o eludimos… Esos seres triunfadores anónimos, esos profesionales victoriosos de la coherencia y los


sueños, esos vencedores de lo cotidiano son los protagonistas de este libro. Sus semblanzas son la mejor caracterización de nuestros egresados; su hacer, su movilidad social intelectual y existencial, son el mayor patrimonio humano, moral, cultural y científico de la Universidad de Antioquia y de la sociedad. La palabra y la imagen son huellas inevitables del lenguaje, estrategias comunicativas insuperables, formatos connaturales de la sociedad contemporánea; textura, síntesis y tono facilitan la noción del tiempo, del transcurrir en los contextos. Ese mismo que nos habita en la incertidumbre entre formarnos y prepararnos para ser, ejercer y habitar espacios definitivos en la sociedad. Las imágenes en el blanco y el negro son el día y la noche, las diversas caras de la existencia humana. El entorno diverso, la textura grisácea en la cual habitan y trabajan todo el tiempo nuestros victoriosos héroes anónimos. Ellos y su hacer son lo que no se ve, aquello que, como en los cuentos clásicos, solo pueden percibir quienes lo merecen o se han preparado toda una vida para hacerlo. Inicialmente queríamos llamarlo Héroes anónimos, espíritus libres pero aprendimos, nos enseñaron los protagonistas, que no eran ni querían ser héroes. Los ciudadanos percibimos demasiados héroes y al final emergen muchos de papel y terminan transitando caminos escabrosos o resultan vinculados a las mil maneras del delito y la violencia en Colombia. Un espíritu libre requiere, para ser reconocido, que quien lo indague posea el talento de reconocer el saber del otro. Los perfiles de este libro reafirman aquello de que solo los ignorantes pretenden ser más inteligentes que los demás, y que la humildad es el recurso que caracteriza a los más sabios. Ahí reside la

importancia de asumir la diferencia y la pluralidad. Ella permite visibilizar la variedad de presencias de un espíritu libre; situarlo requiere sensibilidad, respeto y humildad. Su historia no está trazada, no es el que gana más o ejerce un poder transitorio. Es quien posee actitudes reconocibles, elige caminos revelados por la razón o la pasión. O que voluntariamente, decide su destino individual, incorporándose a colectivos o entornos donde ejercer. Si luego surge la duda y dedica su vida a otro sueño o toma otro camino, esa decisión será el resultado del obrar como le indican su conciencia, su razón, su libertad. Nuestros espíritus libres, protagonistas de la cotidianidad en la sociedad, son numerosos y están dispersos; para seleccionarlos fue preciso aceptar realidades, imponerse fronteras, asumir renuncias, reconocer limitaciones espacio-temporales y presupuestales. Fijar lo irrenunciable, asimismo puntualizar las licencias admisibles. Renunciamos a incluir a quienes ocupan altos cargos en el Estado, la Universidad de Antioquia, las entidades privadas o ejercen protagonismos principales en la política activa y en organismos universitarios. Hay allí egresados notables, otros distintos a nosotros; cuando pase el tiempo necesario para apreciar sus obras, valorarán sus historias. Admitimos las limitaciones económicas y logísticas, reconocimos la imposibilidad de acceder a todos los lugares distantes del país o del mundo a donde han llegado nuestros egresados. No disponíamos de recursos para pagar como es debido a los escritores y fotógrafos. Esa realidad fue una oportunidad para hacer un trabajo distinto. La idea inicial: retratar a cien egresados de todos los ciclos y áreas de formación universitaria; y en ese propósito hacer visibles grupos, colectivos y singularidades, sin asignar cuotas por

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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

dependencias, áreas, origen, etnia, preferencias, edades o género. Lo irrenunciable: construir un texto con absoluta independencia, sin vetos, consultas jerárquicas, ni prejuicios; un obra donde los egresados fuesen protagonistas y autores registrando sus percepciones no inducidas; un libro que albergara a algunos Honoris Causa acogidos por la universidad como propios, y nos dejara presentar varios espíritus libres que en su coherencia, decidieron no graduarse. Los 130 personajes y los 61 autores, diez de ellos no egresados, tienen edades distintas, se dedican a profesiones diversas, habitan entornos y espacios variados. Quienes están incluidos en el libro tienen el perfil requerido, luego son. Pero no a todos los que son logramos incluirlos. Algunos no están por su propia voluntad. Otros se encontraban en sitios alejados o nos fue imposible hallar quién se dedicara a escribir sus perfiles en tierras remotas. Con las claridades anteriores procedimos a presentar la propuesta al Banco Universitario de Programas y Proyectos de Extensión, BUPPE, con el fin de garantizar parte del costo de la impresión. Para divulgar la convocatoria seleccionamos un egresado con el perfil requerido: el maestro Gilberto Martínez Arango, cardiólogo, insigne deportista en su juventud, académico, dramaturgo, actor, director y pionero del teatro experimental contemporáneo en Colombia. Después divulgamos la convocatoria en el Portal Universitario, en el boletín y la página del Programa de Egresados, y en los grupos de egresados en Facebook. Así mismo, utilizamos la base de datos para enviar correos electrónicos invitando a más de 3O mil egresados que tienen sus datos actualizados, a las asociaciones en el país y el exterior, a las dependencias universitarias y a las sedes regionales. Estudiamos las postulaciones y simultáneamente invitamos a

fotógrafos y escritores egresados a participar como autores. Incluso si un escritor invitado era postulado, este no participaba en las valoraciones o decisiones, ni intervenía en ese proceso. Al final fue agradable ver cómo algunos descubrían que ellos habían sido objeto de la mirada escrutadora de otro escritor que con autonomía y distancia escudriñaba su esencia. Salvo pocos casos, los autores son egresados; varios de ellos, jóvenes pendientes de recibir su título. Este procuró ser, y es, un libro de egresados, hecho por ellos. Esto le agrega un valor adicional, pues al incorporar percepciones de los propios egresados se constituye en evidencia del tipo de profesional que forma hoy la Universidad de Antioquia. Este hecho le añade al presente trabajo legitimidad, calidez y pertinencia. Las secciones se ilustran en términos poéticos y simbólicos con grafías que reconocen la creatividad como signo del pensamiento superior de la inteligencia humana y punto de encuentro del arte y la ciencia. Dos fragmentos poéticos de Emily Dickinson y uno del monje y pintor chino Shitao, nos sirven para congregar líderes, gestores, creadores e investigadores. El método etnográfico, el estudio de caso y las historias de vida reconocen los lenguajes, la escritura, la lengua, el relato, la imagen, lo poético y lo literario, como instrumentos y opción académica válida para caracterizar e indagar por la pertinencia profesional de quienes se dedican a gestionar e intervenir en los espacios sociales, culturales y creativos, o eligen como camino la creación, la palabra, el relato y la expresión con los lenguajes, o ejercen su libertad recorriendo los senderos de la ciencia de manera individual o liderando grupos de investigación. Escrito de manera cooperada, este texto no hace clasificaciones ofensivas y discriminatorias del egresado. Evita el uso de


categorías restringidas y artificiales, declina los caminos únicos, el mandato del tener o el deber ser, y pasa del enfoque rutinario, impuesto por respetables y solitarios grupos técnicos, alejados de la vida y enemistados con lo humano y lo singular. Términos como calidad, pertinencia, eficiencia, eficacia, viabilidad, cobertura, corresponsabilidad, equidad, vinculados a los conceptos de aprendizaje, investigación, innovación, extensión, parecen conducirnos a una trampa al olvidar la realidad y ocultar a los protagonistas. La noción de universidad semánticamente es variable, su sentido coyuntural lo da el contexto, este a veces muta hasta convertir la expresión en un lugar gélido habitado por referencias comunes que parecen incorporarlo todo y terminan por despojar la palabra universidad de su verdadero significante y sentido, distorsionan la realidad y ocultan al ser humano. Los egresados protagonistas coinciden en resaltar que en la Universidad de Antioquia aprendieron la incredulidad, el escepticismo y la duda, rasgos estos que coinciden con el de la inteligencia. Los seres humanos objeto de los perfiles no son perfectos ni modélicos. Este no es un libro de ángeles, ni se abroga la facultad de señalar que son los únicos o los mejores; recoge personas ciertas, escépticas, pasionales, imperfectas, existencias pragmáticas o soñadoras, todos seres presentables, relevantes y autónomos.

Cualquier crítica que pueda suscitar este trabajo, la asume el editor general. Este da fe de que ninguna instancia directiva es responsable de su contenido. El libro se construyó con placer, sin ataduras ni intereses coyunturales; no se hizo para satisfacer pequeños egos. Es un producto académico resultado de ejercer la libertad de pensamiento, expresión y cátedra, un ejercicio consciente y responsable, no sometido a credos, dogmas, conveniencias, militancias, intereses, grupos, prejuicios, cuotas, amos, abolengos, afectos, jerarquías o procedencias. Es una obra que revela los tipos de profesionales y seres humanos que ha formado y pretende seguir forjando la universidad; es solo una muestra de esos miles de espíritus libres. Álvaro Cadavid Marulanda Editor Director Programa de Egresados

Cada escritor o fotógrafo es responsable de su texto. Los logros son de ellos. Su trabajo no remunerado es un gesto generoso que abunda y caracteriza a muchos de nuestros egresados; por eso esta obra es también un reconocimiento a ellos. A quienes sin serlo participaron en este libro de egresados de la Universidad de Antioquia, gracias.

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Hay —entre mi país y el de los otros— un mar. Dickinson Emily. En mi flor me he escondido. Versión en español de José Manuel Arango. Universidad de Antioquia. Medellín. 1994, p. 100.


UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

Oakley Forbes Bryan Alguien ha cortado el alambre de púas de la columna en que se apoya Forbes. El brazo descansa en el cemento y soporta el peso de este hombre que a los 67 años guarda en su pecho el grito de libertad. No vocifera sus anhelos, los desgrana suavecito a medida que habla de St. Andrew, Providencia and Katheleena, el archipiélago donde fue niño y a donde volvió viejo. Dio los primeros pasos en tierra de su abuela; aprendió a hablar en inglés y creole; pasó horas viendo a los viejos fabricar sus propios barcos y a los capitanes recibir naranjas a cambio de las maderas que traerían de Canadá; casó peleas con sus vecinos como primera forma de amistad; asistió a varios cultos porque en esa época las almas no estaban en


disputa; y una mañana, se reconoció en la cubierta de un barco rumbo a Cartagena, enviado a terminar el bachillerato. No sabía español y el papel moneda era novedad en sus bolsillos. Al hombre que fue su alumno de inglés en Cartagena le debe su vocación por enseñar y su incursión en la juerga, en el derroche. A la Universidad de Antioquia llegó en 1966 cuando los estudiantes paralizaban el país. Las asambleas lo aturdían; como entendía poco en español, los sonidos se le hacían más pesados en medio de la algarabía. Entonces prefería retirarse a sus meditaciones en inglés criollo, la lengua en que se conocía. Forbes era un tipo raro, dicen: sabía más inglés que algunos profesores, ascendió cuatro semestres con validaciones; se enfurecía cuando a su creole lo llamaban guachiguachi; y aunque era el más entusiasta a la hora de celebrar, caía en aquellos letargos propios de quien, de repente, recuerda que es forastero. El medio siglo que Forbes pasó en tierra firme fue nefasto para su isla. En el 2003 regresó a San Andrés, después de más de una treintena como profesor en la Universidad del Quindío, donde encendió la lucha gremial —cuando ya podía expresar su rebeldía en español— y fue Presidente del Sindicato de Profesores por una década. Al volver a casa se encontró de frente con su pueblo en extinción: los nativos han perdido el 53% de la propiedad de la

tierra entre 1953 y 2010, ni siquiera el 10% de los raizales está empleado, y una tercera parte de la población tiene hambre; hay carteles para expropiar tierras familiares y luego venderlas a las multinacionales del turismo que tumban bosques y profanan cementerios; entre las 100 mil personas que viven en 27 kilómetros cuadrados, los raizales, apenas 27 mil, son minoría; y el inglés criollo — creado por sus ancestros al mezclar palabras del inglés en la estructura del bantú—, para sobrevivir, ya no es cosa que se enseñe a los niños. “Los raizales nos estamos muriendo silenciosamente”, sentencia. Comprendo que ante esa certeza se unió al Movimiento Étnico Nativo, formado en 1999, con el propósito de separarse de Colombia —que ha sido saquedora (entregó la isla al capital extranjero), corrosiva (exportó las formas mafiosas de la política), déspota (prohibió hablar en creole, impuso el español como lengua oficial¬ y le entregó las almas a la iglesia católica— y convertirse en una nueva República. Esa patria soñada estará sostenida, dice Forbes, en la lengua criolla donde se almacena la fuerza de la cultura raizal. Por eso trabaja sin pausa por la propagación de la educación trilingüe —inglés, creole y español—, como encuentro de los múltiples matices de negros, blancos y mestizos que ahora pintan el paisaje. Forbes es un raizal radical conocido en todo el mundo. Por eso lo llaman traidor, lo sigue el DAS, lo quieren matar. Y aunque Jesús le ha dicho que la isla será independiente antes de que él muera, no pone un pie fuera de ella. No quiere fallar a la hora de romper los cercos, de deshacerse de las púas.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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Natalia Aguirre Zimerman Ella sabe cómo nacen los niños. Ha recibido a cientos en Afganistán, Sri Lanka y Sudán. Los ha visto venir de cabeza, de nalgas, de pies y también los ha palpado atascados en el canal vaginal. En cualquier caso, una vez afuera, los observa como si se tratara de una obstetra recién llegada al mundo, y los acaricia: repasa las cejas, recorre la columna, mira cada dedo. Se embelesa en esa vida que florece donde los fusiles, la sequía, la barbarie, la pobreza, imponen la pena de muerte. Se fue de Colombia —donde no pudo ejercer la obstetricia en zona rural— detrás de la bandera de Médicos Sin Fronteras. Vio pasar la insignia en la popa de una canoa en un viaje por el Atrato, la siguió por internet y diez días después estaba


en Kabul. Vistió una shwar kamize y se dedicó a conversar con las mujeres: cómo conciben, cómo saben cuándo será el parto, cómo les gusta dar a luz. Hablar porque “cuando uno ayuda debe hacerlo con lo que los otros creen que necesitan”, dice. Solo después procedió a examinarlas debajo de esas burkas que parecen impenetrables; y a recibir bebés mientras que la ciudad era bombardeada en la guerra de Estados Unidos contra los talibanes. Desde la Kabul sometida, Natalia escribía. Anotaba los descubrimientos en sus piernas y luego los convertía en correos electrónicos para mantener un vínculo con su madre, quien vio cómo las cartas de su hija construían un relato excepcional de la cotidianidad en la guerra. Así que las modeló apenas y las tituló 300 días en Afganistán, libro que convirtió a Natalia Aguirre en una de las autoras más leídas de Alfaguara en el 2005. Ella ni se enteró del impacto que generó su libro, porque para entonces estaba en Sri Lanka que intentaba levantarse del tsunami. Meses después de la tragedia, apenas los pescadores volvían al oficio con botes donados por el gobierno; panaderos, sastres, cocineros y demás seguían atónitos. Pero la parálisis, producto de perderlo todo, no detenía el flujo natural de la vida: en albergues y hospitales improvisados seguían naciendo niños dotados para sobrevivir.

más pobre del continente. En plena selva bañada por el Nilo, Natalia fue maestra y alumna. Las aborígenes aprendieron a poner un plástico limpio sobre el piso que servirá de cama a la madre y a lavarse las manos. Y ella, la obstetra, a solucionar partos obstruidos sin instrumentos ni bisturí. Le bastó aprender a contar del uno al nueve y a decir sangre, dolor, agua y puje en dinka; y a comprender algunos gestos para que las parteras pudieran darle su saber: aprendió a voltear bebés, aun en el vientre de la madre, con sus propias manos. “Entonces, cuando ves cómo la gente soluciona así su vida, te preguntas: ¿qué es un problema?”, reflexiona. La próxima parada de Natalia será Jartum, capital de Sudán, pues sus dos hijos necesitan casa, escuela. Por un tiempo estará lejos de la selva pero no fuera de un país en guerra. Salvará vidas de mujeres y de niños, a otros les cerrará los ojos; evocará a su padre y a su hermana asesinados hace años en Medellín; tal vez escribirá; reafirmará su voluntad de estar en Colombia cuando le llegue la hora de morir; y se dirá todos los días que no es de las que pasa el río sin mojarse. A Medellín volverá cada diciembre para que sus niños disfruten de las luces de Navidad, de la abuela, de la casita verde de Envigado. O vendrá a dar a luz, como lo ha hecho siempre, atraída por el olor de la tierra, empujada por la nostalgia del hogar, urgida del abrazo de su madre, necesitada de parir en español.

De Asia, Natalia se fue a África, al Sur de Sudán, donde una guerra de cuarenta años convirtió a ese pueblo en el Fotografía: Cortesía revista El Malpensante / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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Iván VELÁSQUEZ GÓMEZ El hoy magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, Iván Velásquez Gómez, investigador clave de la parapolítica, recuerda con nostalgia que la pobreza de su colegio llegaba hasta el punto de no tener durante años un nombre específico que lo distinguiera del Liceo Antioqueño, además de que a él y muchos de sus compañeros les tocaba estudiar en pupitres deteriorados, de cuyo daño los acusaban a ellos mismos como responsables. “Secciones de Bachillerato Anexas al Liceo Antioqueño” era la denominación que tenía la jornada de la tarde en el sector de Robledo, en donde cursó sus estudios medios, esa misma que albergó otros nombres de jóvenes que luego tomaron por senderos diferentes en el complejo devenir de la realidad


colombiana. Finalmente, se hizo justicia con las secciones y pasaron a llamarse “Lucrecio Jaramillo Vélez”, nombre que la institución conserva a la fecha en su sede del barrio Laureles. Al abogado penalista Velásquez Gómez lo conocí cuando él era presidente del Colegio Antioqueño de Abogados y yo me desempeñaba como director ejecutivo. Aunque esta vez lo encuentro más robusto, sigue caracterizándose por una mezcla de timidez y simpatía, reforzada por la seguridad con que desgrana sus palabras cuando se traslada al pasado o se sitúa en el nada fácil presente que debe enfrentar. Iván no duda en calificar al Lucrecio como una entidad educativa con sentido crítico, adonde llegaban algunos profesores que laboraban en el propio Liceo Antioqueño: Heliodoro Rojas Olarte —asesinado años después siendo dirigente gremial del magisterio antioqueño— y Miguel Ángel Rivera Echavarría, eran dos de ellos. Esos mismos pupitres dañados los compartió con posteriores personalidades del derecho como Juan Ángel Palacio, Ricardo Hoyos Duque, Guillermo Villa Alzate, Vicente Cadavid Herrera y Luis Fernando Otálvaro Calle. Iván ingresó a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, de la Universidad de Antioquia, en donde comenzó a formarse en el conocimiento y análisis de la realidad social y política. Su curiosidad académica lo llevó a pensar en realizar una tesis de grado que partiera del planteamiento según el cual “la clientela del derecho penal son los pobres, los excluidos”. Se trataba, además, de “ver el derecho de una forma diferente, no literal en su interpretación sino más bien exegética”.

Y también con base en la experiencia que tenía como secretario de juzgado, en donde trabajó con el entonces juez Carlos Mejía Escobar —posteriormente magistrado de la Corte Suprema de Justicia—, Velásquez Gómez adelantó su trabajo de grado con la orientación de uno de sus maestros, el penalista Jota Guillermo Escobar Mejía. Al comienzo, los jurados no estaban dispuestos a aprobarla por no compartir el enfoque de la investigación, pero luego, en un acto de confianza hacia el asesor, le dieron el visto bueno. Treinta años después de graduado, Iván Velásquez Gómez, el mismo que ha protagonizado y dirigido la investigación sobre la parapolítica y en especial del hoy condenado senador Mario Uribe Escobar, primo del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, se reafirma en su compromiso jurídico y ético a pesar de presiones recibidas y no obstante los señalamientos del ex mandatario Uribe Vélez, quien lo ha tildado de “agente del comunismo”. Iván no quiere terminar la conversación sin referirse a las coincidencias que ha tenido con aquél: “Estudiamos juntos Derecho en la universidad; cuando él era senador, yo me desempeñaba como procurador regional en Antioquia; luego, cuando él era gobernador, yo me desempeñaba como director regional de fiscalías”. Pero más fuertes que las coincidencias entre ambos, han sido las contradicciones. Iván las sigue enfrentando con la misma decisión con que se propuso aprender, cuando hace tiempo estaba sentado en un derruido pupitre de las “Secciones de Bachillerato Anexas al Liceo Antioqueño”.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Gonzalo Medina P.

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Alba Nidia SÁNCHEZ MONSALVE La puerta entreabierta deja ver una silueta. El contorno dibuja a una mujer ligeramente inclinada que, al parecer, escribe. Responde al llamado sin levantarse; apenas alza la mirada. Lleva lentes y sonríe. Al cruzar el umbral, la luz descubre a una muchacha al mando de un escritorio sin lugar para más cuadernos rayados y mapas que muestran mares turbulentos. En los cuadernos se ven trazos de adolescentes sobre los que ella elogia los aciertos y marca los errores, y las olas encabritadas dicen que quienes las pintaron aún no conocen el mar. En Machuca, Segovia, no saben de mares. Los niños conocen los ríos con lechos de oro y los montes sembrados de coca, el oro convertido en crucifijo y la hoja transformada


en cocaína. La maestra, la que ahora pule caligrafías y corrige la orientación de la rosa de los vientos, conoce a Antioquia desde la tierra fría del Norte hasta las planicies de Urabá. Y de esa geografía sentida y contemplada les habla a los muchachos. A veces se desdobla en añoranzas, en batallas, y su clase de Sociales es hervidero de ilusiones: serán médicos o abogados; se convertirán en cantantes o pintores; romperán las fronteras en barcos o montados en los lomos de los libros. Alba Nidia, la maestra, predica porque ha vivido. Dejó su casa paterna, en la vereda Cantayús Arriba de Santo Domingo, cuando ya era mayor para la secundaria y muy niña para el nocturno. Al terminar la primaria —caminaba 40 minutos desde su casa hasta la escuela—, se entregó a repasar los vinilos que radio Sutatenza le enviaba a su padre y a enseñarle a leer a su hermanita Berenice. Tres años después, al punto de la derrota, se fue de la vereda en procura de un diploma de bachiller. Del nocturno de Bello pasó al colegio de Cisneros y de allí a la Universidad de Antioquia. Un bono de alimentación y su trabajo en la biblioteca la mantuvieron viva en un entorno que puede tornarse hostil para el campesino. En el 2000, consiguió su primer empleo profesional en el proyecto “Escuela amiga de los niños” de la Diócesis de Apartadó y Unicef. En el primer viaje la conmovieron el sinsentido del tiempo, la lluvia eterna, el plato de sopa que partió con quien competía con ella por el empleo. De los años que siguieron no olvida la bondad de la gente que ha sufrido

y la responsabilidad que le imprimió el haber tomado en préstamo, para su instalación en Urabá, los 500 mil pesos que el abuelo atesoraba para pagar su propio entierro. En el año 2005 —después de cuidar niños para paliar el desempleo— regresó a Urabá. La escuela que ayudó a construir albergaba ya a ochocientos niños. La misión — como le decían en su casa a esos trabajos alejados y penosos— era la construcción de 181 casas para familias víctimas de la violencia con la Fundación Compartir. Estaba cargando arena y pegando adobes cuando recibió, con semanas de diferencia, dos noticias: a su hermano mayor, quien ahorraba cada año todo su sueldo de jornalero para entregárselo a ella cada enero, se le explotó el corazón; y a ella le habían asignado una plaza como docente en el Colegio Fray Martín de Porres de Machuca. Llegó al caserío siete años después de que el ELN produjo un incendio que calcinó a ochenta personas. “Allí opté por ser una trabajadora social que quiere convertirse en una gran maestra”, dice. Tomó a cada niño, lo condujo a un libro, le sembró una esperanza. Dice que después de seis años quiere empacar sus pocos trastos, despedirse de Machuca y desembarcar en otro puerto donde no forme hombres buenos para que los recluten los ejércitos.

Fotografía: Patricia Nieto Nieto / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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Javier ÁLVAREZ ARTEAGA Javier Ignacio Álvarez Arteaga nació el 14 de abril de 1958 en Medellín, y sus primeros días transcurrieron en una casa del célebre barrio de Buenos Aires, exactamente en el cruce de Bomboná con Suiza. Veintidós años más tarde inició estudios de Ingeniería Química en la Universidad de Antioquia; el fútbol ya era su pasión, pero su padre, profesor de lenguas extranjeras en el mítico Liceo Antioqueño, le advirtió que toleraría aquella relación con la pelota sólo si se entregaba, paralelamente, al estudio de alguna cosa seria. Fogueado como jugador en la Liga Antioqueña de Fútbol, Álvarez accedió al nivel profesional y vistió, durante un puñado de años, las camisetas del Independiente Medellín, el Deportivo Pereira y el Deportes Tolima. Su vocación para


la contención lo situó lejos del arco y, en consecuencia, marcó pocos goles —le sobran dedos en una mano cada vez que los cuenta—, aunque su cabeza guarda el recuerdo de uno, crítico, que significó una clasificación de última hora. Mientras tanto, rendía satisfactoriamente en los exámenes parciales que pretendían medir su pulso de futuro ingeniero, e incluso le quedaba tiempo para dedicarse al ejercicio físico en el campus universitario. Alcanzó tal fama de aficionado a la cultura deportiva que los periodistas, años después, habrían de zurcir la fábula de que el Alma Máter lo había coronado como licenciado en educación física. Pero la verdad es que se tituló como ingeniero en 1990. Javier Álvarez debutó en 1997 en el oficio que habría de convertirlo en figura pública: el de la dirección técnica de equipos de fútbol. Entre 1997 y 1998 estuvo al frente del Once Caldas, alcanzando un flamante subtítulo y el prestigio de haber puesto en marcha un fútbol demoledor de naranja mecánica. Esas virtudes lo llevaron hasta la silla de entrenador de la Selección Colombia, en cuya cabeza degustó la miel de doblegar a Argentina 3 por 0 en la Copa América de Paraguay y la amargura de sucumbir contra Brasil, por marcador insospechado, en el Torneo Preolímpico de Londrina. Volvió al Caldas entre el 2000 y el 2002, sembrando, en algún sentido, las bases de los títulos que el equipo albo habría de conseguir en el 2003 y el 2004. Fue subcampeón con el Deportivo Cali en el 2003. Se probó en el exterior al frente del Aucas ecuatoriano en el 2004. Un año después tomó las riendas del Medellín: lo redimió de una eliminación inminente y, sólo por segundos, no lo puso en la

final de diciembre del 2005. Retornó a Ecuador para dirigir al Deportivo Cuenca al año siguiente. De nuevo en el país, en el 2007, fue el timonel del Huila; y después, otra vez en el Caldas —el equipo al que estaba amarrado lo mejor de su destino deportivo—, se alzó por fin con el título de campeón cuando, en junio del 2009, batió heroicamente al Júnior en el inexpugnable Estadio Metropolitano de Barranquilla. La constancia de la que se ha valido este director técnico para alcanzar el podio de las celebraciones va más allá de las canchas e ilumina su vida privada. Émulo de su padre, ha cultivado pacientemente su espíritu con miles de páginas clásicas: Víctor Hugo, Alexandre Dumas, Fedor Dostoievski y Mark Twain son algunos de los invitados a su mesa de noche. De hecho, rememorando esas lecturas dice que, al igual que Albert Camus, siente que el fútbol le ha ayudado a conocer a los hombres. Sin embargo, hoy en día, Javier Álvarez hace uso de lo mejor de esa sabiduría lejos del banquillo de técnico o la investidura de ingeniero químico: con ella ilumina la crianza de su pequeño hijo Simón, quien ya debe saber —como lo han sabido los jugadores orientados por su padre— que el crecimiento nunca termina.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Juan Carlos Orrego

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Jesús María VALLE JARAMILLO

Jesús María Valle Jaramillo nació el 28 de febrero de 1943 en La Granja, corregimiento de Ituango; fue bachiller y abogado de la Universidad de Antioquia, acatado dirigente estudiantil y respetado profesor de ética profesional, derecho procesal penal y oratoria forense. Integró el Comité por la Defensa de los Derechos Humanos, Seccional Antioquia, desde su conformación y asumió valientemente su presidencia en febrero de 1988, después de que paramilitares habían asesinado a varios miembros y presidentes de ese comité, entre ellos los médicos Pedro Luis Valencia, Leonardo Betancur y Héctor Abad, y los abogados Luis Fernando Vélez y Carlos Gónima. Además, como líder infatigable y polifacético, conformó la Liga de Usuarios de las Empresas Públicas de Medellín; presidió el Colegio Antioqueño de Abogados; fue cofundador y presidente del Colegio de Abogados Penalistas de Antioquia; actuó como


concejal y diputado; y promovió actividades pioneras, como la primera “Marcha por la defensa del Derecho a la Vida” en 1983 y el “Encuentro de profesionales de Antioquia: Hacia la paz por la justicia social” en 1985. Como prestigioso abogado penalista, defendió la libertad de los injustamente detenidos, puso al alcance de los condenados pobres el elitista recurso de casación, en ese tiempo un recurso elitista, e hizo de su ejercicio profesional una expresión comprometida y consecuente con su opción por los humildes y desprotegidos, los perseguidos por motivos gremiales o políticos y, en general, por las víctimas de la injusticia, la exclusión y la discriminación imperantes en Colombia. Jesús María Valle fue héroe y mártir por la defensa de los derechos humanos y la lucha contra la impunidad. Héroe porque dedicó gran parte de su vida a trabajar por estas causas, aunque conocía los graves peligros que ello implicaba en Colombia, y mártir porque fue asesinado por su consecuente compromiso con las mismas. Entre 1996 y 1997, repetida pero infructuosamente, denunció en los medios de comunicación y ante los sucesivos comandantes de la IV Brigada del Ejército con sede en Medellín y el entonces gobernador de Antioquia, abogado Álvaro Uribe Vélez, cómo las “Convivir” se habían convertido en grupos paramilitares que, bajo el pretexto de la lucha antiguerrillera, cometían graves atropellos contra la población civil, con la tolerancia y hasta la participación de tropas adscritas a esa brigada. Muy especialmente, denunció los desplazamientos forzados y las masacres de campesinos en los corregimientos El Aro y La Granja de Ituango. Por estas graves y documentadas denuncias, cuya veracidad estableció la Corte Interamericana de Derechos Humanos en

sentencia del 2006 y fue reconocida por varios comandantes paramilitares en versiones ante jueces de Justicia y Paz, Jesús María Valle fue calificado de “enemigo de las Fuerzas Armadas”, denunciado penalmente por el delito de calumnia contra el Ejército Nacional en julio de 1997, y amenazado. Por las mismas causas y por su firme defensa de la libertad, la vida y la justicia, fue asesinado el 27 de febrero de 1998, en un frío, profesional y atemorizador operativo paramilitar. En su voto sobre las masacres de El Aro y La Granja, el juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos Antônio Augusto Cançado Trindade escribió, citando a Ionesco, “estamos ahora subyugados por la razón de Estado que permite todo: los genocidios, los asesinatos, el meter en cintura a los intelectuales […] El Estado impulsa el crimen, justifica el crimen. La cultura, que es la única que podría dejar al hombre respirar y darle un poco de libertad, está devorada por el Estado”. Como este asesinato permanece impune en Colombia, en sentencia del 27 de noviembre del 2008, la misma Corte condenó por él al Estado colombiano y dispuso que se hiciera un acto público de reconocimiento de su responsabilidad internacional en la Universidad de Antioquia, en relación con las violaciones declaradas en “el caso Valle Jaramillo y otros, v.s. Colombia”. Aunque quienes ordenaron el asesinato de Jesús María Valle y los paramilitares que lo ejecutaron, causaron un gran vacío en los defensores de los derechos humanos y en las víctimas de las múltiples violaciones de estos derechos, solo lograron su desaparición física. Su espíritu, sus ideales y su ejemplo de lucha y compromiso permanecen en la memoria de esos defensores, de esas víctimas y del pueblo antioqueño y colombiano.

Fotografía: Archivo familiar / Perfil: Darío Arcila Arenas

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Rodolfo Sierra Restrepo La vocación por cuidar el medio ambiente está ligada a su infancia en una finca, donde su padre sembraba la tierra, cuidaba las quebradas y protegía los guaduales. También le viene de haber pertenecido a grupos scout que lo relacionaron con la naturaleza y de haber hecho muchas salidas de campo en la universidad, que fortalecieron su vocación por la conservación del agua especialmente. “O cuidamos esto o nos quedamos sin nada y nos autoexterminamos, que es la preocupación mundial”, así piensa Rodolfo Sierra Restrepo, cuya vocación profesional oscilaba entre la Ingeniería, la Biología y la Arquitectura, y en la universidad de Antioquia encontró que la Ingeniería Sanitaria combinaba esas áreas. Durante la carrera trabajó


con un grupo ecológico de estudiantes llamado Hombre Nuevo. Con ellos iba a Moravia, cuando existía el basurero, a observar el papel de los recicladores. Esa experiencia le sirvió para comprender que reciclar era vital para el cuidado del medio ambiente. De ahí su interés por el montaje de programas de reciclaje. En Marinilla, con el apoyo del municipio, creó la cooperativa Agua Marina, que aún existe, donde capacitó a personas de bajos recursos y a un grupo de jóvenes que hacía parte de un pacto de paz, para realizar reciclaje en la zona urbana y parte de la rural, manejar el relleno sanitario y barrer las calles.

Esa capacidad para relacionarse con las comunidades, transmitir su conocimiento y fomentar la conservación del agua, llevaron a Rodolfo a ser exponente internacional en Costa Rica sobre el manejo de cuencas hidrográficas con organizaciones comunitarias. También fue solicitado por la Escuela de Microbiología de la Universidad de Antioquia, para participar en un proyecto con los lecheros, finqueros y docentes, en el Nororiente antioqueño, donde los ganaderos están siendo afectados por el parásito de la Fabiola hepática, cuyo problema y solución radica en el manejo del agua.

Actualmente Rodolfo hace parte de la Corporación de Estudios, Educación e Investigación Ambientales, CEAM, donde capacita a organizaciones comunitarias integradas por profesores y líderes rurales, que sacan tiempo de su jornal para administrar el acueducto de sus veredas o municipios. Con esta entidad ha realizado un diagnóstico participativo de las organizaciones comunitarias administradoras del agua y ha dirigido 180 capacitaciones, de 410 que hay programadas en el Oriente antioqueño, para fortalecer la dinámica de estas agrupaciones. Rodolfo piensa que su trabajo de ingeniero es de porte social, por su relación con la comunidad, “porque no es de fórmulas sino de comprender las condiciones de cada sociedad, su capacidad económica, su dispersión o aglutinación”, explica. Por todo eso, los resultados en sus trabajos han sido muy buenos, por tener en cuenta las poblaciones y porque combina lo técnico con lo social.

La amabilidad y la sencillez le permiten a Rodolfo integrarse con facilidad a las comunidades rurales, pues confiesa que además de su pasión por la lectura, el trabajo se ha convertido en un pasatiempo, porque le gustan las salidas de campo, disfruta los recorridos por las cuencas, la relación con los líderes, y siente gratificación porque su labor influye en la conservación del planeta.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Gerardo MOLINA RAMÍREZ Nacido en agosto de 1906 en el seno de una familia típica paisa de trece hijos dedicados a la agricultura y a la minería, Gerardo Molina buscó las luces de la educación trasladándose a Medellín para proseguir sus estudios de bachillerato y universidad. Corrían los años veinte, una época de grandes transformaciones en el país y notablemente en la capital antioqueña, epicentro de nuevas industrias y de un pujante desarrollo económico. Molina se inclinó por el Derecho pero hubo de partir hacia Bogotá en razón de la expulsión sufrida en la Universidad de Antioquia por su participación en una huelga estudiantil. A la larga ese sería el comienzo de una gran carrera en los campos de la política y de la vida académica. Fue representante a la Cámara y luego senador de la república. Posteriormente, en 1944,


fue nombrado rector de la Universidad Nacional en medio de uno de los mayores escándalos por la reacción opositora del clero, del conservatismo y de la derecha liberal, que incrédulos, miraban como este joven, declarado simpatizante del marxismo había vencido en la puja por dicho cargo al más destacado hombre de letras del liberalismo, Luis López de Mesa. Por fuera de los malos augurios, Molina realizó una gestión de modernización de la universidad, amplió los cupos, la planta de profesores de tiempo completo, el intercambio con otras universidades del exterior, la vida cultural y artística en el campus y diversificó las carreras. Hacia 1949 salió del país en condición de exilado cuando arreciaba la persecución contra liberales y librepensadores. En París pudo concluir sus estudios doctorales en Derecho y Ciencias Políticas y dio forma a una de sus principales obras Proceso y destino de la libertad, en la que da cuenta de sus experiencias en la reconstrucción de la Europa de la posguerra y demuestra su lúcido y riguroso dominio de las teorías en boga. A su regreso al país, Colombia estaba todavía viviendo la noche oscura de la dictadura rojista, y aunque fue llevado a prisión supo moverse para contribuir a la caída de esta en mayo de 1957. Por esa época fue nombrado en dos ocasiones rector de la Universidad Libre a la que condujo por senderos de reforma no sin resistir a las campañas que contra su nombre se impulsaban desde el alto clero. Más adelante, se internó durante varios años en una profunda investigación,

inédita en ese entonces, sobre las ideas liberales. El fruto de esos desvelos se ha podido ver en la edición de los tres tomos de Las ideas liberales en Colombia, que han sido referentes para los estudios universitarios en ciencias humanas y sociales y que contribuyeron a darles una mirada más profunda y compleja a los problemas colombianos. Tardíamente reconocido por los grupos de izquierda como un líder de grandes quilates y proyecciones, fue lanzado como candidato a la presidencia en 1982. De su campaña quedó la imagen de un hombre serio, estudioso, nada sectario, enemigo del fanatismo, educador y sobrio en la exposición del programa que consideraba apropiado para el país, una mezcla entre intervencionismo de estado e ideas socialistas democráticas. Molina era un hombre de convicciones pero a la vez era flexible y sabía establecer la distancia entre los deseos y las posibilidades. Así, para Colombia, como lo dejó consignado en su Breviario de ideas políticas, la hora no era la de instaurar el socialismo aunque sí la de profundizar la democracia y combatir la pobreza extrema. Molina dejó honda huella en las maneras de hacer política, en el campo de la academia, de la historia y en la gestión universitaria. Una universidad ligada a los destinos de la nación, en disposición de estudiar los problemas y de contribuir a su solución, una universidad con claras funciones sociales e impartidora de una educación libertaria. Esto fue lo que dijo entonces y sería una de sus tesis favoritas en los ensayos que sobre la educación pública superior escribiría más adelante.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Rubén Darío Acevedo Carmona

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Guillermo CORREA MONTOYA

El camino para llegar a Trabajo Social no fue fácil para este natural de Caldas, Antioquia. Su primera relación con el Alma Máter fue la Ingeniería de Materiales en 1991, la carrera que abandonó a los dos semestres de haber emprendido. Luego de una etapa en la filosofía, regresó a la universidad con el susto de no reingresar en 1996. “Cuando estaba por presentarme por segunda vez, conocí unas trabajadoras sociales como bacanas, muy guerreras, muy involucradas con la movilización y lo comunitario, y me dije que era por ahí la elección”, recuerda “Memo”, como cariñosamente lo llaman quienes lo conocen. Trabajo Social, entonces, fue la carrera elegida para su segunda vuelta,


gracias a la cual pudo vivir la universidad de manera distinta a como la había conocido en ingeniería. “Desde primer semestre pude vivir y descubrir la universidad en lo humano de las relaciones que se establecían, unas relaciones tranquilas hasta con los profesores, porque todos nos preocupábamos por el otro como otro, no solo como profesional”, recuenta el Correa Montoya. De su paso por el Alma Máter le queda imborrable un intercambio con la Universidad de Salamanca, al que accedió casi por accidente, pero que le permitió dar a conocer su país y ampliar la base de su conocimiento universitario, así como explorar por primera vez un tema que le ha sido cercano, la homosexualidad, alrededor de la cual giró su tesis de pregrado.

Nueve años después de su acercamiento a la ENS, Guillermo dirige el área de investigaciones de esa entidad. Además, es docente del Departamento de Trabajo Social de la Universidad de Antioquia y ha representado al país, con ponencias y discursos, en diversos encuentros internacionales de Derechos Humanos. Actualmente continúa su formación profesional con el doctorado en Historia. “Yo estoy seguro de una cosa: cuando vos terminás tu carrera comienza tu verdadera formación universitaria, que la hacés vos mismo. Yo tengo doble personalidad, en últimas; una cosa es lo que adquirí en la universidad, y otra cosa es lo que la vida laboral me ha dado. Si yo trabajara en una Comisaría de Familia, o en la cárcel, tendría unas funciones muy claras; en mi carrera, las funciones han sido más plurales”, finaliza Correa.

Luego de su paso por el Alma Máter, este trabajador social cuenta en sus estudios de posgrado la maestría en Estudios del Hábitat de la Universidad Nacional de Colombia, en la que abordó, como trabajador social, el mundo de la sexualidad; allí su tesis de grado se tituló Del rincón y la culpa al cuarto oscuro de las pasiones: formas de habitar la ciudad desde las sexualidades por fuera del orden regular. Su primer trabajo, según cuenta Guillermo, fue al terminar la práctica académica en el 2001; consistía en contar asesinados sindicales. Un año después fue el coordinador del área de Derechos Humanos de la Escuela Nacional Sindical (ENS), cargo que ocupó durante seis meses. Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Sebastián Orozco

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Gloria HERNÁNDEZ TORRES Nació en Medellín, el 19 de julio de 1958, dos años antes de que comenzara la década que cambiaría el mundo y los derechos sociales en busca de la igualdad entre las personas. Su llegada al mundo, en esa perspectiva, no sería fácil, pues entre sus hermanos, los hombres eran 12, una inmensa mayoría, y las mujeres, con ella, apenas dos. Gloria Hernández se impuso desde pequeña el estudio como una forma de romper las barreras del sometimiento y la pobreza en las mujeres, por lo que fue una alumna ejemplar hasta terminar el bachillerato y el pregrado en Trabajo Social en la Universidad de Antioquia. Ese camino de la academia que siempre siguió la llevó a especializarse en Políticas Públicas y Derechos Humanos en la Universidad Autónoma Latinoamericana. Pero desde


mucho antes, en sus años escolares, ya mostraba indicios de la que sería su lucha personal y colectiva: transformar el sistema patriarcal que vigilaba a las mujeres y no les permitía vivir con propia personalidad. Para muchos, se trataba de una rebeldía; para ella, era el comienzo de un camino. Entonces las dificultades trataron de cercarla y ella nunca quiso dejarse. Si en lo social había un mundo por cambiar, en su desarrollo personal habría años para ir a contracorriente. Antes de cumplir 25 años, la operaron de una escoliosis de columna y tuvo que caminar por el resto de su tiempo con una prótesis que le permitió mantenerse erguida y mirando al frente. Esta dificultad en su salud la marcó tanto que en la celebración de sus cincuenta años, decidió identificarse con la mexicana Frida Kahlo. Proteger a los débiles y vulnerables la motivó por siempre. En 1986 participó como trabajadora social de la Cruz Roja colombiana, en la coordinación de albergues tras el desastre de Armero. En 1989 se vinculó a la Corporación Salud Mujer y empezó su compromiso militante como feminista y defensora de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Cuando esa institución cerró sus puertas, se trasladó hasta las minas de asbesto del municipio de Campamento para acompañar a los trabajadores en sus dificultades sociales; de allí tuvo que retirarse por amenazas contra su vida. En adelante y hasta el momento de su muerte fue parte activa del grupo Gemas, donde se dedicó a liderar procesos de educación sexual en colegios y organizaciones de Medellín. En 1992 ingresó como docente a la Universidad de Antioquia.

La amistad y admiración de muchos de sus estudiantes universitarios dan fe del interés y amor que brindaba en sus cursos, y se aliaron con ella en la lucha por ampliar y multiplicar el conocimiento científico social. Ese mismo año en que se vinculó al Alma Máter fundó con otras luchadoras la Red Colombiana de Mujeres por los Derechos Sexuales y Reproductivos, y desde entonces asumió compromisos militantes con esta instancia en defensa de la libertad sexual y reproductiva, en temas tan diversos y polémicos como el aborto, las orientaciones sexuales y los Derechos Humanos. A lo largo de su carrera académica y de activista, Gloria Hernández fue autora de números artículos, discursos, ensayos y libros que hoy son su legado. En ellos quiso retratar y transformar temas como el ejercicio responsable y libre de la sexualidad, la defensa de los derechos sexuales y reproductivos, los movimientos sociales como formas de resistencia ante las injusticias de los sistemas económicos y la misoginia en la jurisdicción penal colombiana, entre muchos otros. Es coautora de los libros Por el derecho al derecho, Alba Lucía libre (2003) y Violencia de género en la Universidad de Antioquia (2005). Su vida intelectual, su lucha personal y su militancia colectiva son hoy descripciones certeras de su grandeza como persona, mujer y trabajadora social. Gloria Hernández murió en el año 2009. Su carcajada ante las dificultades queda guardada en la memoria de quienes la conocieron.

Fotografía: Olivia Inés Montoya / Perfil: Sara Fernández

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Armando MONTOYA BAENA

Siempre fue administrador. Desde que era un adolescente, Armando Montoya tasaba el dinero que sus padres le enviaban desde Venezuela para sostener su casa y a sus tres hermanas. Nació el 11 de septiembre de 1953, en una casa del barrio La Floresta “como antes nacían los bebés”, dice él deslizando sus robustas manos sobre su calva cabeza en señal de que los años han pasado, pero los recuerdos de su infancia aún están ahí, en un niño alegre, inquieto y espontáneo que lo ha acompañado en todas las etapas de su vida. No fue el mejor estudiante cuando hizo el bachillerato en el Liceo Antioqueño, pero escogió estar allí porque, según él, “tenía una disciplina muy exigente y al mismo tiempo una


cultura de dejar hacer al estudiante ciertas prácticas que no eran normales en otros colegios”, pues existían muchas libertades en cuanto a horario, uniforme y relación con los docentes. No se imponía la disciplina jerárquica de un colegio normal, pero se exigía en conocimiento y se educaba en un ambiente universitario; por algo era el colegio de la Universidad de Antioquia, en donde posteriormente ingresó a cursar Administración de Empresas. Quienes lo conocieron lo identifican como el estudiante alegre que el día antes de entrar a un parcial le gustaba ir a cine para relajarse. Atrás quedaron las materias perdidas del Liceo y pese a que en la universidad no perdió ninguna, se demoró ocho años para graduarse. Eran finales de los setenta, y los paros y protestas estudiantiles caracterizaban el ambiente de la época. Armando no participaba de este movimiento, tuvo un infarto siendo estudiante, y tal vez por esto, durante una protesta, prefería quedarse atrás de la Facultad de Ingeniería o en la parte que él nombra “portería de los cobardes”. Pero la cobardía no lo acompañó por mucho tiempo. Renunció a su primer trabajo en una empresa metalmecánica, en donde el ambiente laboral era tan hostil que pese a tener obligaciones y un hijo recién nacido, decidió buscar nuevas y mejores oportunidades. No se considera una persona políticamente de “izquierda”, pero su paso por la universidad y su experiencia al enfrentar el mundo desde la posición de un profesional le enseñaron que deben existir unas condiciones de trabajo justo y que hay que buscarlas o luchar por ellas.

No fue fácil, duró meses sin trabajo hasta que una amiga lo llamó a laborar en la Unión Cooperativa Nacional, Uconal, donde debía hacer auditorías a las empresas cooperativas de Antioquia. Le asignaron la cooperativa de trabajo asociado Recuperar; allí identificó falencias financieras, generó propuestas para su desarrollo administrativo y, en menos de un año, conoció la empresa mejor que muchos de sus empleados, por ello le extendieron la invitación a trabajar con ellos. Recuperar surgió de la necesidad de capacitar y organizar a las familias de Moravia que tenían como medio de subsistencia el reciclaje. Comenzó con treinta socios fundadores y a lo largo de 28 años se le sumaron más de 3.600 trabajadores especializados en la prestación de servicios generales como reciclaje, aseo y jardinería. Armando Montoya aportó más de veinte años de trabajo; quince de ellos como gerente general de la entidad. Participó en la organización administrativa de la empresa, creó manuales de almacenamiento, archivo y control, y estuvo al frente de un proceso que formalizó el trabajo informal ofreciendo condiciones dignas de trabajo. Según Armando, “los principios y los valores que tiene el sector cooperativo son una forma de vida que tratamos de aplicar y de ejercer, y es algo difícil porque en este país primero hacemos cooperativas y luego somos cooperativistas, pero, aun así, es la forma de crecer y desarrollarnos”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Héctor ABAD GÓMEZ “Muchas cosas sabe la zorra, y el erizo sólo una pero bien grande”... Con esos versos de Arquíloco, puestos a modo de epígrafe, nos introduce Isaiah Berlin en una sorprendente tipología humana: zorras y erizos. Los primeros no saben renunciar a ninguna de tantas cosas bellas que nos ofrece el mundo, aunque sepan que algunas son inalcanzables y otras plantean el drama de una elección. Los segundos centran toda su energía en la materialización de un solo propósito, a costa de un sacrificio inmenso: la renuncia a todo lo demás. Héctor era típica zorra. No cabía en su cabeza que hubiera que decidirse entre la belleza y la verdad o entre la razón


y la emoción, entre la autonomía y la solidaridad o entre la libertad y la igualdad. Si la rígida teoría mostraba la fatalidad de la elección y de la jerarquía, la riqueza desbordante de la vida se encargaría de contradecirla, de la misma manera en que las objeciones de Zenón de Elea al movimiento se desvanecían cuando su contradictor salía caminando. Por eso decía sin rubor, subrayando su convicción con una hermosa sonrisa rebosante de optimismo, que era cristiano, liberal y socialista aunque los postulados catequísticos de cada credo dijeran otra cosa. Esa incapacidad de renuncia a todo cuanto se juzga valioso y digno de perseguirse que a juicio de Ortega y Gasset es la sustancia del hombre romántico, resplandecía en Héctor de manera paradigmática. Encarnaba al utópico, soñador, esteta y buscador de verdades que quieren para sí y para sus semejantes, equitativamente repartido, todo lo bello y noble que ofrece el universo. Por eso lo asesinaron.

Valencia Giraldo, Leonardo Betancur Taborda, y al abogado y antropólogo Luis Fernando Vélez Vélez. Los cuatro eran egresados y profesores de la Universidad de Antioquia y estaban vinculados a los grupos defensores de la vida y los Derechos Humanos. El recuerdo y la memoria de Héctor Abad Gómez son un legado humanístico y ciudadano. Fue un convencido defensor de la universidad como espacio para la ciencia. Pregonó que los recursos económicos no se desviaran hacia la guerra y el gasto militar, y pidió que éstos se invirtieran en agua potable para la inmensa mayoría. En su última columna, ¿De dónde proviene la violencia? escribió: “En Medellín hay tanta pobreza, que se puede contratar por dos mil pesos a un sicario, para matar a cualquiera. [...] Vivimos una época violenta. Una violencia que nace del sentimiento de desigualdad. Podríamos no tener violencia, si todas las riquezas -incluyendo la ciencia, la tecnología y la moral- -esas grandes creaciones humanasestuvieran mejor repartidas sobre la tierra.”1

Nota del editor: Héctor Abad Gómez, doctor en medicina y cirugía de la Universidad de Antioquia en 1947, fue un maestro salubrista, innovador en la enseñanza de la Salud Pública. Su asesinato el 25 de agosto de 1987, que marcó la historia de la universidad en Colombia, sigue en la impunidad. Ese mismo año también asesinaron a los médicos Pedro Luis

1 Abad Gómez Héctor, ¿De dónde proviene la violencia?. Texto escrito el día de su muerte y publicado Postmortem como editorial en periódico El Mundo, domingo, 26 de agosto de 1987. Medellín.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Carlos Gaviria Díaz

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Juan Guillermo RESTREPO RESTREPO

Recuerda que de niño se levantaba con su padre a las cuatro y media de la mañana, esperaba los tragos junto a los peones, en un corredor cerca a la cocina, y se sentaba en una mesa grande, donde su padre charlaba y coordinaba las actividades de la finca. En el entorno campesino se empezó a afianzar el amor de Juan Guillermo Restrepo por los animales y también por la radio, porque durante las charlas mañaneras de su padre escuchaba radio Sutatenza, que tenía una fuerte influencia en la otra Colombia, como él suele llamar a la Colombia rural. Juan Guillermo piensa que “este país está estratificado y para algunos esa Colombia no representa nada, pero debemos darnos cuenta de que hoy podemos consumir


alimentos y tener hasta recreación, gracias al manejo que le dan los campesinos a la tierra”. Precisamente por eso le gustaba radio Sutatenza, porque era educativa y estaba dirigida a la población rural, y posiblemente de ahí nació su deseo de continuar de alguna forma esa labor de educación a distancia, aunque revela que a la radio llegó por accidente. Un día fue a realizar una actividad pedagógica a una finca, y tras finalizar su exposición, el dueño de la casa, un hombre relacionado con la radio, quedó impresionado por la sencillez del lenguaje y la manera en que había comunicado su conocimiento a los empleados de la hacienda. Por eso le propuso hacer un programa de radio. Juan Guillermo, para ese momento, estaba muy ocupado con la veterinaria y la docencia y no aceptó la propuesta. Dos años después lo volvieron a llamar y decidió aceptar bajo cierta condición: “Yo dije: ‘vamos a hacer un ensayo para ver si el programa sirve como yo lo diseño’. Y así fue, en 1979 empecé a trabajar con temas agrícolas en el programa Colombia, la nuestra”. Juan Guillermo concibió su emisión como un espacio educativo y posteriormente introdujo una parte informativa para mantener a los oyentes actualizados en los ámbitos nacional y agropecuario.

que era estudiante dedicaba las vacaciones a trabajar en algunas fincas de la región para poner en práctica los conocimientos adquiridos en veterinaria. Por eso, si bien ha cumplido 39 años de ser veterinario, han sido muchos más los años de trabajar con animales y especialmente de relacionarse con campesinos, porque recuerda que desde su época universitaria adoraba las salidas de campo donde podía entrar en contacto con las poblaciones rurales. Actualmente tiene una clínica veterinaria y reparte el día entre el tratamiento de animales y en la lectura. A diario lee dos periódicos, cuando no logra hacerlo siente que algo le falta, y en las noches reanuda la lectura de alguna novela histórica. Así transcurre la vida de este hombre sereno que continúa realizando Colombia, la nuestra, por eso llega diariamente a las cinco y media de la tarde a las instalaciones de RCN Radio, para encerrarse en la cabina, media hora antes de grabar, a preparar el material y la agenda de cada emisión, porque ante todo se siente satisfecho con el contacto con los oyentes y con su compromiso con la otra Colombia, a la que se niega a dejar en el olvido.

El trabajo de este hombre amable a quien su padre le transmitió el respeto y la solidaridad con la población rural, ha sido galardonado con el Escudo de Oro del Departamento de Antioquia y la Palma de Cera del Departamento de Caldas, donde Juan Guillermo fue parte de la tentativa, como él dice, de imponer la bovinocultura, porque desde Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Antonio ROLDÁN BETANCUR Recuperar el valor del valor es la gran estirpe de luchadores como Antonio Roldán Betancur. Pero no solo tener valor, sino valores y entregarse a ellos desinteresadamente y sin medir muchas consecuencias. Así son los héroes morales: seres humanos autónomos que, cumpliendo los mejores ideales de la moralidad, deciden vivir con irrenunciable fidelidad a ellos y al servicio de los demás. El héroe es un reformador y renovador social, moral, ético y político que aspira a transformar la realidad en aras de su ideal. Ese ideal para Antonio fue siempre el servicio a los demás, en sus mejores formas desinteresadas que no buscan honores personales. Antonio Roldán vivió intensamente, esgrimió y difundió los valores universitarios y ciudadanos. En la época que


compartimos en la Facultad de Medicina, no hablamos ni se hablaba de ciudadanía universitaria, pero hoy, trascurridos ya cuarenta años de esa época, he entendido que él se movió siempre en ese terreno de la ciudadanía en la Universidad de Antioquia que siempre fue su universidad, desde el Liceo, la Facultad Medicina, hasta el Consejo Superior. Desde la universidad se propuso hacer política hacia dentro y hacia fuera. Desde el Consejo Estudiantil trabajó por diseñar políticas universitarias con la comunidad académica que propiciaran e implantaran la reflexión, el debate, la crítica, como espacios de diálogo real y efectivo. Esto fue lo que Roldán se propuso llevar a la práctica con la creación del Instituto de Estudios Políticos —algo que logró hacer realidad desde el Consejo Superior como gobernador—, con la idea de darle piso firme a la formación política en la universidad, lo que hay que trabajar día a día, sin descanso. Él mismo fue modelo de lo que debe ser un universitario integral, con compromiso político, en su carrera que transcurrió por la alcaldía de Apartadó —la tierra que lo adoptó y lo acogió—, la dirección del Servicio Seccional de Salud y de Coldeportes, hasta llegar a la Gobernación de Antioquia, cargo en el cual fue asesinado por las balas del terrorismo, el cuatro de julio de 1989.

física, moral y mental que le permita el cabal disfrute de una vida digna, decía Antonio. Ese clamor por los derechos fundamentales de los seres humanos, fue una inspiración permanente de su acción en lo público, que es, en esencia, la política. Antonio Roldán Betancur, nació el 17 de febrero de 1946, en Briceño, Antioquia. A los cinco años, cuando murió su padre, él y su familia vinieron a Medellín. Hizo los años de primaria en la escuela Pedro Olarte Sañudo, en el barrio Fátima, al pie de su casa. Cursó el bachillerato en el Liceo Antioqueño y estudió Medicina en la Universidad de Antioquia. Al morir su padre, se imprimió un recordatorio que decía: “Sus hijos recogemos como una bendición sus últimas palabras: ‘que progresen, que estudien, que sean buenos’”. A ese mandato y legado siempre le fue fiel, porque la bondad y la solidaridad que son inseparables, pero que no abundan como debiera ser, siempre acompañaron a un universitario y ciudadano que con su vida dejó un mensaje de compromiso irrenunciable con el bien común, fundamental en el ejercicio de la sana política, a la que mucha falta le han hecho personas como Antonio.

Si abogamos por la vida, si reclamamos trabajo y recreación, si pedimos igualdad y participación, así podemos entender mejor lo que son los Derechos Humanos, que son precisamente el compendio de las garantías que debe tener toda persona desde que nace: gozar de una buena salud Fotografía: Archivo periódico Alma Máter / Perfil: Hernán Mira Fernández

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Martha Lía GIRALDO DE HERNÁNDEZ

Es una de esas mujeres obstinadas que llevan sus pasiones al extremo. Ha sido así desde que entró a estudiar el bachillerato en el CEFA. En ese entonces no hacía más que leer. Desde niña sus regalos no eran juguetes sino libros y en el colegio encontró una deslumbrante biblioteca a la cual se escapaba en las horas de clase. Su madre la retiró de la institución ya que no estudiaba por vivir leyendo según decía, y empezó de nuevo el bachillerato en el Colegio Mayor de Antioquia, de donde finalmente se graduó. Su actitud no ha cambiado mucho y se refleja en una pasión que es parte de su herencia, la música. Su padre perteneció a la Sinfónica de Antioquia, sus hermanos tuvieron la orquesta Los Chávez y ella misma, cuando podía, cantaba


y tocaba guitarra. Por eso ahora, pese a estar en silla de ruedas y con la mano izquierda parcialmente inmovilizada como consecuencia de una aneurisma, nunca falta a los conciertos de orquestas en el Parque de los Deseos. Su obstinación parece mera terquedad, pero en realidad la convierte en una mujer perseverante ante las dificultades y determinada a ejercer su profesión en favor de la educación, la cultura, la mujer y la democracia. Fue así como esta mujer pálida, de ojos pequeños, caballo castaño y figura delgada, entregó su vida al derecho penal y al Partido Liberal, donde inspiró su trabajo en el amor y el servicio a la comunidad en los barrios y los pueblos de forma gratuita; y ahora deja escapar una carcajada blanca de dientes pequeños, que le da otro aire a su rostro, cuando confiesa que al jubilarse del Municipio de Medellín se sentía millonaria porque le consignaban dinero. Martha Lía fue secretaria general de la Alcaldía, del Departamento Administrativo de Planeación y de la Secretaría de Educación, Cultura y Recreación de Medellín. Además fue miembro del Instituto de Estudios Liberales de Antioquia, de la Fundación Amigos Liberales y es miembro honorario de la Fundación Futuro para la Niñez. Su labor recibió distinciones como la Medalla al Mérito de la Alcaldía de Medellín y el galardón Mujeres Destacadas de Antioquia, de la Unión de Ciudadanas de Colombia. Pero más allá de los reconocimientos, el orgullo de Martha Lía es brindar oportunidades de estudio y promover escenarios culturales, porque piensa que generan ambientes alegres y mejores para todos.

Martha Lía fundó la Primaria Musical Piloto del Instituto Musical Diego Echavarría, fue rectora de la Escuela Popular de Arte y compró el lote donde se encuentra el Instituto Tecnológico Metropolitano cuando era rectora de la institución. Ella afirma con alegría que sembró la educación en el ITM y ahora ayuda con becas a otros discapacitados, para que estudien allí. Su convicción es colaborarles a los demás, “toco puertas para dar empleos y estudio a quienes lo necesitan, es lo que más me gusta a mí”, dice, sonriente, y añade que encuentra amigos en todas partes, porque tiene un don especial para crear vínculos de amistad; gracias a eso mantiene unido al grupo de egresados de Derecho de su época y se entusiasma programando los encuentros. También tiene arraigada la idea de compartir con otros enfermos la salud que ha recuperado, como lo hace con su amiga Cecilia González que tiene Alzhéimer. Ese sentido humanitario de Martha Lía es la esencia de su vida, de su empeño por mejorar el bienestar de los demás y por eso dice de manera consciente: “Soy una persona a la que mi Dios mantiene viva y sigue llevando adelante, porque así, minusválida, soy capaz de seguir ayudándole a toda la gente que pueda”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Luis Bernardo VÉLEZ MONTOYA Se tambalean. Van con sus pasos por las cornisas del desamparo. Hacen malabares consigo mismos en una lucha de supervivencia. Se columpian con sus trastos en las laderas y en las periferias, único espacio que al parecer les pertenece. Pero más allá de lo espacial, caminan en un borde entre la negación y la indiferencia. Trabajadoras sexuales, menores y jóvenes en situación de calle, drogadictos, parece que tuvieran reservados estos espacios del olvido. Para muchos no existen. Pero por ellos se la ha jugado Luis Bernardo Vélez, médico de la Universidad de Antioquia, especialista en Gerencia Hospitalaria. A ellos les ha dedicado la mejor parte de su vida. Lo ha hecho desde casi siempre. Estudió en el Seminario Menor, “en una época muy liberal y de compromiso social”,


según dice, cuando la educación era abierta y se asumía el Cristianismo como ayuda, por lo que desde muy chico se acostumbró a trabajar en brigadas con campesinos. Esa mirada humanista se consolidaría en el Alma Máter. Como ingresara, conoció el movimiento estudiantil en un tiempo de deliberaciones y sesudos debates. Algunos de sus compañeros terminaron en la clandestinidad, pero él se quedó para luchar desde otros escenarios. En la universidad ocurrió algo que habría de marcar su existencia: conocer a Héctor Abad Gómez, con quien entendió que la Medicina es para el servicio social. Dice que a los 19 años comenzó a acompañarlo a Bellavista, a atender presos, y a los barrios populares. “En la U. se afianzó mi sensibilidad con la gente humilde”, dice Luis Bernardo, quien se define como humanista y “más que médico, como trabajador de lo social”. Desde esos años mezcló atención en salud con actividad política, entendida como se la enseñara Abad Gómez, “la política tiene sentido si ayuda a transformar la sociedad”. Aún como estudiante, se vinculó a la Corporación Primavera, comprometida con la rehabilitación de prostitutas, y terminó siendo su presidente. También, más adelante, se unió a la Corporación Talentos, organización que en Lovaina atiende jóvenes en riesgo de drogadicción y prostitución; terminó dirigiéndola durante ocho años. Esa actividad con grupos marginales lo llevó a espacios inesperados. Luego de graduarse, se enlazó decididamente a la política y fue directivo de Metrosalud y subsecretario de la Dirección Seccional de Salud de Antioquia.

Luis Bernardo privilegia la salud pública ante la medicina asistencialista. Los despachos oficiales, con sus informes y tediosas reuniones, lo asfixiaban por lo que renunció y regresó a donde la gente que él sentía le pertenecía. En Lovaina, que ya hace parte de su ser, continuó su labor a favor de grupos marginales. Y pensando en espacios para esos grupos sin voz, en 1999, en compañía de Alonso Salazar, Sergio Fajardo y otros amigos, fundó el movimiento Compromiso Ciudadano. Desde entonces, y aunque al principio no faltaron óbices en el camino, su lucha ya no es tan marginal, y hoy se place de que varias de sus apuestas sean políticas públicas como la seguridad y soberanía alimentaria y la postura contra las violencias sexuales. Luis Bernardo, con sus amigos, ha visibilizado en importantes recintos reflexiones sobre niñez en situación de calle, drogadicción, equidad de género, embarazo en adolescentes, tercera edad, derechos humanos y masculinidades, entre otras temáticas. Le gusta afirmarse como liberal, pero más allá de un partido, pues coherentemente milita con los indígenas, con esos otros marginados por tanto tiempo. Su liberalismo es de pensamiento, por lo que reconoce gente buena en todos los partidos y admira, además de su tutor, a Luis Carlos Galán, a quien consideraba un “liberal íntegro”. Como demócrata, considera que la educación es la herramienta principal para transformar una sociedad, y como médico plantea la necesidad de trabajar más por las menores embarazadas y por la erradicación del hambre. Estos asuntos que para muchos son marginales, seguirán en este comprometido médico y concejal de Medellín.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Guillermo Zuluaga

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Alberto ARANGO BOTERO

Con expresiones picarescas, una riqueza de detalles que da cuenta de una memoria privilegiada y un juego corporal y vocal con el que imita las voces de personajes y dramatiza cada escena, Alberto Arango Botero cautiva a sus interlocutores al narrar las anécdotas de su vida. Cuando de una discusión académica o intelectual se trata, es firme y frontal con sus planteamientos, argumenta con la sabiduría y el conocimiento de su experiencia y formación, y nunca debate opiniones, sólo conceptos. No come cuento de nadie. Nació hace 84 años en Medellín, en una familia de líderes y partidarios del conservatismo. Creció rezando el rosario todos los días a las siete de la noche y escuchando de sus parientes la sentencia de que los liberales se irían al infierno. Su padre,


Luis Arango Ferrer, trabajaba como secretario en una sala penal del Tribunal Superior de Medellín; su tío, Dionisio Arango Ferrer, fue gobernador de Antioquia; su madre, Carmen Botero Restrepo, era pariente del ex presidente Carlos E. Restrepo. El contacto con otras ideologías y culturas al ingresar a la universidad y en su transitar por el mundo lo “desgodizaron”. A nadie consideró su modelo o maestro. Ya no sigue ninguna doctrina religiosa ni política, aunque se califica de izquierda radical al tratarse de igualdad y justicia social. En su juventud practicó varios deportes, fue tirador al blanco pero no ganó un campeonato; saltaba en garrocha hasta que una vez casi se “despescueza”; de la natación dice que “nada más un sapo”, le fue mejor con la cacería. Por eso cree que en lo único en lo que ha producido algo realmente valioso ha sido con su carrera profesional; aunque no “ha agarrado el sol con las manos”, tampoco ha fracasado. Su vocación parecía perdida al terminar el bachillerato en el San José de la Salle, pues comenzó estudios de Ingeniería Civil en la Universidad Nacional, y luego de Ingeniería de Petróleos, pero sus notas reflejaron un mayor interés por los juegos de billar que por las ecuaciones y fórmulas matemáticas. Desistió de las ingenierías y siguiendo los pasos de su hermano mayor se convirtió en un distinguido estudiante de Odontología de la Universidad de Antioquia, que ocupaba siempre los primeros puestos, y en un profesional consagrado a enseñar y a mejorar los procesos de formación de odontólogos en el mundo, procurando una profesión con mayor sentido social y

acorde con las necesidades de la realidad. La gran lucha de su vida, “o pendejada”, como la llama. Realizó estudios de posgrado en Francia, Suecia y Estados Unidos. Como decano de la Facultad de Odontología de la Universidad de Antioquia fue pionero en mejoras e innovaciones curriculares. Trabajó en Venezuela y en México, fue fundador de la Organización de Facultades de Odontología de Latinoamérica (Ofedo - Udual), asesor durante doce años en formación y educación de personal odontológico y diseño curricular con la Organización Panamericana de la Salud en Latinoamérica; y con la Organización Mundial de la Salud en Birmania, Tailandia, Indonesia e India. En la sala de su apartamento, más bien un museo, exhibe fotografías de sus viajes, artesanías de hierro fabricadas en Guatemala, esculturas tailandesas, máscaras de la Isla de Bali y batiks de Indonesia. De los muros de una de las habitaciones pende la vasta colección de distinciones y condecoraciones nacionales e internacionales que le han sido otorgadas por su eminente labor como profesional de la salud al servicio de la humanidad; entre ellas, la que más lo honra es la Orden al Mérito Universitario Francisco Antonio Zea, otorgada por su Alma Máter. Cada día se levanta a las 8:20 a.m., se ejercita durante media hora, cuida su salud para hacerles jugarretas a los años, saca tiempo para tomarse algo con sus compañeros, quienes lo aprecian y respetan, y continúa con la gran lucha de su vida, la lucha que lo hace libre.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Diana Isabel RIvera

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Timisay MONSALVE VARGAS Una joven embarazada sale desplazada, con su hermano de once años, de un municipio del Nordeste antioqueño. “Ellos son tan pobres que la única pertenencia que tienen es un bendito caballo. El niño preocupado por el animal, porque cómo va a perder esa propiedad, se devuelve por el caballo y nunca regresa”, así narra Timisay Monsalve uno de los relatos inscritos en las páginas del conflicto colombiano. Y decido empezar su historia con esta escena, porque ocupa un espacio importante en su existencia, porque es producto de la conferencia más difícil que ha dictado y porque el dolor de este acontecimiento también es su vida, pues su elevada sensibilidad genera un grado de empatía con los temas que investiga.


Para Timisay la sensibilidad es primordial. Se pregunta qué sería de un individuo sin esta facultad y se responde diciendo que no sería sujeto humano. Ella, por su parte, aún derrama lágrimas mientras cuenta historias de las víctimas de la violencia en el país. Desde que regresó a Colombia, luego de realizar una maestría en el 2002 y un doctorado en el 2005, ambos en antropología, en la Universidad Nacional Autónoma de México, se conmovió con fenómenos de la violencia, como la tortura, la desaparición forzada, la violación sexual en medio del conflicto y la desarticulación de cuerpos. Decidió repensar esos relatos de manera académica y relacionó estos fenómenos con el cuerpo, su principal tema de estudio, y empezó a dictar conferencias sobre cuerpo y violencia. La conferencia más difícil de su vida la pronunció ante familiares de víctimas de desaparición forzada. Fue complicado porque ella no había sufrido la desaparición forzada, ni era familiar de alguna víctima. Aun así debía hablar, desde el punto de vista académico, ante personas que sí habían vivido esa situación. Cuando empezó, el público lloraba continuamente y ella se convencía de que su investigación sí se acercaba a la situación real de las víctimas. Esto la hizo entrar en momentos de conmoción durante la conferencia, pero supo mantenerse firme. “El costo de los sensibles es que gozan mucho, porque disfrutan con las cosas más simples, pero también las cosas más elementales, cuando están amparadas en el dolor, lo hacen sufrir a uno. Son niveles opuestos pero se complementan”, explica Timisay, que en la actualidad es docente en la

Universidad de Antioquia, a donde siempre quiso regresar porque para ella es un espacio agradable, diverso, abierto a la crítica y a la discusión. Actividades que disfruta tanto como las cosas simples: permanecer en su casa, leer, escuchar música de Aute y Serrat, y cantar aunque no lo haga bien. También adora sus mascotas, porque le encantan los animales, pues para ella “cada uno tiene una personalidad definida y es como salirse de todo y ver cosas muy simples”. El nombre Timisay significa vida, lo eligió su madre que escuchaba una radionovela sobre una princesa indígena que era rubia, de ojos azules, tocaba piano y tenía ese nombre. Aunque Timisay ni es princesa, ni rubia de ojos azules, ni toca piano, sí tiene una fuerte relación con la vida de las personas que han padecido las atrocidades de la guerra en Colombia. Sus estudios y análisis la han convertido en una fuerte crítica del conflicto colombiano, en una de las pocas personas decididas a rescatar del olvido a las víctimas, para mostrar que la insensibilidad de la que se habla es falsa, porque sus historias nos tocan a todos y ella misma ha comprobado que sí convocan a la sociedad.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Ricardo HOYOS DUQUE En su cómoda oficina, en el Norte de Bogotá, el ex magistrado Ricardo Hoyos Duque recuerda sus pinitos en el Derecho y sonríe tímidamente cuando rememora sus días en la Universidad de Antioquia, donde hizo una carrera tan intensa que terminó siendo profesor titular de la mayoría de estudiantes que arrancaron con él los estudios de abogacía. Hoyos, nacido en El Santuario, ingresó a la Facultad de Derecho en 1976. Era la época convulsionada de prolongados paros, en la que con suerte se lograba cursar un semestre por año en el Alma Máter. Hoyos solamente requirió de siete semestres para hacerse con el título de abogado. En 1982 se graduó con mención honorífica por su tesis La responsabilidad patrimonial de la administración pública,


y fue de inmediato fichado por el decano de entonces para hacer parte de la planta de profesores. Hoyos era un experto en Derecho Administrativo pero no tenía ni idea de enseñar, así que pasó muchas noches preparando el curso. De esa manera se ganó el respeto de sus antiguos compañeros de pupitre que empezaron a reconocer en él además de un experto en la materia a un docente serio y juicioso, lo que no se espera de un muchacho de 26 años. “Cuando uno asume el reto de ser profesor debe estudiar e investigar al máximo para saber el doble, porque hay que responder las preguntas de todos los estudiantes”, dice. En 1988, luego de formarse como tratadista a lo largo de seis años enseñando en la universidad, Hoyos pasó a ser magistrado del Tribunal Administrativo de Antioquia. De la formación teórica, ahora iba a la práctica. Su destacado desempeño llegó a oídos de los superiores en Bogotá, y en 1993 el Consejo de Estado lo condecoró como el mejor magistrado del país, otorgándole en la categoría oro la Medalla José Ignacio Márquez. Con estas credenciales y la experiencia acumulada, su llegada al Consejo de Estado estaba cantada. Y así fue. En 1996, hizo maletas y se fue para la capital como magistrado titular de la alta corporación, y en el 2003 fue presidente de la misma.

privado. Su firma es consultada por el peso y la seriedad de su nombre en todo lo referente al Derecho Administrativo. Estas consultorías las mezcla con seminarios en los que participa. Hoyos es una de las voces más autorizadas en el país en su campo. De su paso por la Universidad de Antioquia, además de su sólida formación, reconoce que encontró y “tomó” de allí a la que luego fue su esposa, Margarita Hoyos, una odontóloga con la que hoy tiene tres hijos. Hoyos, el jurista, vive entre Medellín y Bogotá, y entre viaje y viaje, acá o allá, saca tiempo para lecturas “distintas a las legales”, como dice, y para escaparse cada que puede a alguna sala de proyección y disfrutar “así sea solo” de esa pasión que lo acompaña desde que era un estudiante: el cine. No parece una coincidencia que su oficina quede a dos cuadras de un teatro reconocido por ofrecer la mejor cartelera de Bogotá, y quizá del país.

Al concluir su periodo constitucional en el 2004, Hoyos fue postulado por el presidente Álvaro Uribe para el cargo de procurador general. Pero el destino del jurista estaba en el plano de lo privado. Tras dejar el Consejo de Estado, Hoyos pasó a desempeñarse de manera independiente como asesor Fotografía: Cortesía revista Semana / Perfil: José Monsalve

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Marcela JARAMILLO HURTADO He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien. El Principito, Antoine de Saint-Exupery Peor que ser invidente es ser invisible. O indiferente o excluido. Peor que ser invidente es ver solo lo superficial, las formas y la materia. No obstante, Marcela presta sus ojos a aquellos para que vean lo que les es invisible. Lo esencial parece no requerir de las propiedades organolépticas para ser percibido. Desde hace 14 años, Marcela ha hecho de sus ojos una herramienta colectiva, un objeto de servicio que ya no es más de su propiedad, sino un bien público. Pero más que el fascinante espectro de las formas, ella ha hecho visible a una colectividad excluida en razón de su discapacidad.


Marcela parece tierna aunque confiesa que para ella la sensibilidad es un lujo: “Si yo fuera sensible no habría podido sortear todas esas situaciones”, señala, y agrega, casi como una denuncia, que tiene compañeros de trabajo que jamás entran a la Sala Jorge Luis Borges de la Biblioteca Central de la Universidad de Antioquia, sino que le hablan desde afuera o pasan de largo. Ha hecho de su labor un ejercicio racional, luego de atravesar por la impotencia y la angustia, y por el momento en que un invidente la consoló: “Marce, no te angustiés que lo que uno no ha tenido no le hace falta. Yo nací ciego, no sé qué es ver. Ver no me hace falta”. Para esta bibliotecóloga, especialista en Gerencia de Servicios de la Información, la casualidad es causal en su existencia. Hace 14 años ingresó al pregrado como segunda opción, pero pronto se convenció de que el acceso a la información les permite a las sociedades impactar sus destinos de formas definitivas. Por casualidad, luego de que un grupo de estudiantes invidentes le enviara una carta al Consejo Académico, ante el riesgo de ser expulsados por bajo rendimiento, dedicó su tesis profesional a un proyecto que fomentara las posibilidades académicas de esta población con discapacidad visual. Sus proyectos fueron tachados y considerados inviables. No había censos poblacionales. No existían ciegos en la Universidad de Antioquia. Los invidentes eran invisibles.

simbólico y literal para que desarrollara la utopía que había puesto en el papel. Díez días después, el servicio ya contaba con más de trescientos voluntarios. “Había una niña que todos los días le decía al vigilante: ‘Préstame tus ojos’; preguntaba cada día: ‘¿Quién me presta unos ojos?’. Entonces dibujé unos ojos en un cartel y puse la frase Préstame tus ojos”. Ha aprendido con los invidentes a identificar oportunidades, se siente un ser privilegiado y ha entendido que el ser humano no tiene límites. “Si usáramos un mínimo más de nuestras capacidades podríamos cambiar el mundo”. Pero ha desarrollado una particular molestia contra las personas que excluyen a otros o son indiferentes. Al observarla pareciera que su mirada estuviera ausente, fija poco la vista en su interlocutor, y con un brillo particular en la retina, pareciera dirigirse mejor al horizonte. Quizá Marcela ha entendido que el mundo de las formas y los colores no es más que una ilusión de los sentidos, que la percepción de la materia nos engaña al ocultar la verdadera esencia de las cosas.

Se graduó a las diez de la mañana del seis de octubre de 1996 y ese mismo día le entregaron un lápiz como acto Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Jacobo Franco Ceballos

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Jorge Luis PÁEZ LÓPEZ

¿Qué hace todos los días en Deportes? Nada raro. Saludar a sus compañeros jubilados, tomar tinto, leer la prensa y hablar. “¿Qué habla? ¡Bobadas! Eso es lo que habla Jorge Luis. Pero ¡no!, es una calidad de persona, un buen compañero”, comenta jocosamente Juan Felipe Rodríguez, administrador de la unidad deportiva de la Universidad de Antioquia. Todas las mañanas, de lunes a viernes, llega un hombre moreno, de nariz achatada, siempre de gorra y de mirada saltona, buscando amigos, estudiantes o colegas profesores para saludarlos y charlar un poco. Pasa por la oficina de Juan Felipe, lo saluda, deja sus cosas allí, se sienta en la cafetería, se toma un tinto, si hay con quién conversa largo y tendido, si no sale a dar una vuelta por detrás de la piscina, por la cancha


de fútbol, por la placa deportiva, esperando encontrarse con viejos conocidos de la universidad, donde pasó treinta años de su vida como docente, compartiendo el conocimiento adquirido y desarrollando programas de extensión.

forma. Los únicos inexpertos eran Pacho Pérez, un compañero del internado de Yolombó, y él, que le comentó a su amigo: “Hermano, aquí por presentarnos, pero yo veo esto como difícil, esta gente ya tiene experiencia y es versada en esto”.

Aunque hace cuatro años se jubiló, se considera puramente un universitario y continúa comprometido con la proyección pedagógica, a través del Programa de Actividades en Educación Física, Deportes y Recreación, del cual es fundador y coordinador desde 1978, cuando comenzó como un servicio comunitario en el que desarrollaban actividades deportivas y recreativas con niños, luego amplió su cobertura hasta los padres de familia y en la actualidad es un espacio para los adultos mayores, conformado por cincuenta “cuchachas”, como él llama a las señoras de la tercera edad, que disfrutan de actividades físicas, recreativas y culturales al lado de su “pelao”, como ellas le dicen. En el programa ejercitan gimnasia de mantenimiento, acciones lúdicas, recreativas, sociales y, ocasionalmente, paseos y caminatas. De esta manera Jorge Luis le retribuye a la sociedad el conocimiento que adquirió.

Al terminar la carrera, Jorge Luis tuvo la oportunidad de estudiar, becado en Alemania, Pedagogía Deportiva, cuyo énfasis se centra en transmitir los conocimientos. La pedagogía es una de las razones que lo convirtió en uno de los profesores más emblemáticos del Instituto de Educación Física y Deportes; también lo hicieron su compromiso con la comunidad universitaria, la implementación de programas físicos y recreativos que pusieron a trotar a media universidad y su participación contestataria en la política.

La oportunidad de entrar a estudiar en la universidad surgió cuando era mensajero de Telecom. Un día, mientras leía la prensa, vio un clasificado que decía: “Se necesitan personas que quieran estudiar carrera nueva en la Universidad de Antioquia, Licenciatura en Educación Física”. Jorge Luis se presentó para optar por una de las veinte becas que otorgaba Coldeportes. Las posibilidades eran pocas porque eran sesenta candidatos y todos eran profesores de Educación Física en colegios o estaban relacionados con el deporte de alguna

La mayor virtud de Jorge Luis es el carisma, gracias al cual ha tenido amistades invaluables que lo han acompañado en momentos difíciles, como la muerte de su padre, la de su madre y la de una hermana. Lo importante para él es el apoyo moral, la amistad verdadera, porque “conocidos hay muchos, amigos se reduce el círculo, buenos amigos más se reduce y camaradas más todavía”, comenta Jorge Luis, que ha tenido buenos amigos y camaradas también, porque su posición política no le permite creer en los partidos tradicionales de Colombia, es de una filosofía comunista y espera que haya una transformación social del país. En eso radica su esencia, en el sentido social, en considerarse oportuno y no oportunista y en brindar sus servicios donde la comunidad lo requiera, esa es su pasión.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Luis Norberto RÍOS NAVARRO

Pereirano de origen, antioqueño por residencia y ejercicio, político de razón y corazón, “Norber”, como lo llaman amigos y cercanos, cuenta con la marca del pionero en el mundo político de la sociedad civil. Cuando se le pregunta a este hombre por la historia del movimiento social en Medellín, se remite necesariamente a sus raíces políticas, alimentadas por los movimientos de izquierda aparecidos en China, Rusia y Cuba en los sesentas, que habían ido cavando en su pensamiento desde Pereira, y que echaron hojas gracias a que, desde su ingreso al Alma Máter en abril del 71, su participación en la causa estudiantil le permitió ejercer en el ámbito político de la universidad.


“Los estudiantes de aquel entonces estábamos muy cerca al pensamiento y a la ideología política, y las discusiones acerca de los problemas de la sociedad pasaban necesariamente por esa concepción, no se trataba solamente de los problemas corporativos de la universidad”, recuerda Ríos desde su oficina en la Escuela Nacional Sindical (ENS), un proyecto educativo y político único en Colombia, concebido cuando el referente más cercano a un centro de pensamiento civil era el Cinep.

Norberto se compila en el ejercicio de la docencia en las universidades de Antioquia y Autónoma Latinoamericana, en la representación internacional en misiones laborales y académicas, en su responsabilidad durante un año en la oficina de la Organización Internacional del Trabajo en Colombia, y en su cargo actual como líder de la Dirección Académica de la ENS, desde donde él y sus compañeros velan por preservar el legado académico y analítico de esa institución.

Resultado de su postura política, y de su experiencia personal en alfabetización de adultos, nace la ENS en 1982, como proyecto para la educación del movimiento proletario de ese momento, cuando las organizaciones sin ánimo de lucro desempeñaban labores más de asistencialismo que de propuestas para el desarrollo social en la ciudad, y en una época en la que ser de izquierda era ser, por defecto, un “guerrillo”.

“Las ONG, en este momento, debemos renovar nuestros discursos para no ser cooptados por el Estado, pues mucha parte del trabajo de estas organizaciones ya existe como políticas públicas, pero debemos seguir siendo el contrapeso del Estado en Colombia”, puntualiza Ríos.

“Las que nos llamamos ONG somos fundamentales en el contexto actual, porque jugamos un papel de acompañamiento a movimientos y sectores sociales. También como sujetos críticos de la dinámica social y política, ayudamos a crear alternativas o reflexionamos sobre las alternativas de poder que existen, y mediamos entre el Estado y los partidos políticos”, explica Ríos, luego de 29 años de existencia de la ENS. A tres décadas de haber iniciado su labor como pensador del trabajo y del sindicalismo en Colombia, la carrera de Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Sebastián Orozco

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Francisco MATURANA GARCÍA Cuando el odontólogo Francisco Maturana García asevera, medio en broma y medio en serio, que “Colombia es un país muy lindo, el problema es que hay muchos colombianos juntos”, se atreve a involucrar al común de sus compatriotas, pero no precisa con claridad la presencia y la responsabilidad que él tiene en ese diagnóstico. El popular “Pacho” vivió, por una parte, la experiencia educativa y de vida que representa estudiar en la Universidad de Antioquia, y, por otra, sufrió “en carne propia” —con amenaza previa para él— el asesinato de su querido zaguero Andrés Escobar Saldarriaga, y la conversación cara a cara con Pablo Emilio Escobar Gaviria, cuando este se hallaba preso en la hoy derruida cárcel La Catedral.


Es por ello que al hacer un balance de su paso por el Alma Máter, Maturana afirma con orgullo que “mi fortaleza es el conocimiento del ser humano y eso se lo debo a la universidad”. Y como para que no haya la más mínima duda, declara convencido que valores como el orden, la puntualidad y la autoestima, se los debe al Liceo Antioqueño.

Mientras cumplía su primera etapa de la carrera universitaria, en Estudios Generales, Maturana comenzó a jugar en Sulfácidos y luego pasó a las reservas del Atlético Nacional. La oportunidad de jugar en el equipo profesional llegó en 1971. A partir de ese momento, Pacho no volvió a soltar la titularidad como marcador central.

Evocando su llegada a Medellín, Francisco advierte que no fue directamente de Quibdó sino del municipio antioqueño de Liborina. Su padre era promotor de salud pública pero no vivía con él, por lo cual visitaba cada fin de semana a toda la familia, incluida doña Hilda García, la madre de Pacho, hija de músico mujeriego y huérfana desde adolescente. La familia se instaló en el barrio El Coco, en inmediaciones de La Floresta, cuna de numerosos futbolistas profesionales.

Poco a poco, Francisco comenzó a ejercer la docencia en la Universidad Santo Tomás, de Santander, mientras jugaba en el Atlético Bucaramanga; lo propio realizó en su Alma Máter; después vino su etapa como técnico de fútbol, empezando con el Once Caldas, siguiendo con el Atlético Nacional y después con la Selección Colombia —con el retorno al Mundial de Fútbol—, pasando posteriormente por equipos y combinados europeos y latinoamericanos.

El multifacético egresado del Liceo y de la Universidad de Antioquia, arribó a la capital cuando tenía 6 o 7 años de edad. Aún recuerda el uniforme verde claro y blanco que orgullosamente lucía en los desfiles, mientras su mirada enhiesta acompañaba su paso marcial.

El mismo niño tímido y callado radicado en Liborina llegó a la Constituyente en 1991, en representación del desmovilizado M-19; “aunque nunca fui militante de este grupo, fue más por el renombre que me dio el fútbol”.

Como jugando con las palabras y con el pasado, Pacho afirma que su decisión de estudiar odontología se la debe a su más cercano grupo de amigos. Ellos le insinuaron que estudiara esa carrera, por lo cual decidió inscribirse en la Universidad de Antioquia, al tiempo que se matriculaba en la sede de Medellín de la Universidad Nacional. Él se fue de vacaciones a Puerto Berrío y, cuando regresó, le tenían la noticia de que había pasado a la primera de las instituciones.

El logro de objetivos trazados a lo largo de su vida, gracias a su formación, disciplina y pasión, han sido parte de la clave de los méritos de Francisco Maturana García. Pero a la vez, Pacho ha tenido que enfrentar conflictos y personajes representativos de la violenta realidad colombiana. Por ello, no es absurdo que haya echado mano de la sentencia que nos retrata de cuerpo entero y con la que comienza este relato.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Gonzalo Medina P.

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Luis Bernardo YEPES OSORIO En el bosque de la infancia se topó un día con la primera Caperucita Roja. Sin saber de su existencia, llegaron otras dos. Eran tres versiones de diferentes autores, Charles Perrault, los hermanos Grimm y Janosch, con las que Luis Bernardo inició una recopilación que en la actualidad sobrepasa las doscientas versiones, y revivió la magia de este cuento clásico para el fomento de la lectura. Luis Bernardo dictaba conferencias sobre literatura infantil y juvenil, exponiendo la diferencia de las tres primeras versiones que conoció de Caperucita. Las personas le referían otras versiones y las conferencias se hacían más enriquecedoras. Mientras hacía el doctorado en Documentación en la Universidad Carlos III de Madrid,


condujo conferencias sobre Caperucita, las mismas que cobraba a trescientos euros para poder subsistir. Al regresar a Medellín, descubrió que este personaje cumplió 330 años, lo que lo motivó a crear nuevas conferencias, hacer una exposición y montar una obra de teatro con su propia versión: un relato erótico llamado Parece un cuento. Por eso en la actualidad, como coordinador del área de Fomento de la Lectura de Comfenalco, Antioquia, se enorgullece en decir que Medellín es una de las ciudades, en el mundo, que más sabe de Caperucita Roja. El cuento de Luis Bernardo comienza en la ebanistería de su padre, Bernardo de Jesús, en el barrio Chapinero de Bogotá, donde leía de la biblioteca familiar historias casi inteligibles para su edad. También escuchaba las radionovelas que oía su madre, Rosalba Osorio, y alquilaba en una zapatería novelas de Corín Tellado. Aprendió a leer, antes de entrar a la escuela, a los cinco años, porque su madre le leía todo lo que él le indicaba, enseñándole a descifrar esos símbolos portadores de historias y conocimiento. Fue ella quien años después lo motivó a ingresar a la universidad. Para él fue complicado elegir su profesión, porque intuía que las carreras más populares no lo harían feliz; lo creía saber por lo que había leído de niño en las novelas. Como leer era lo único que le gustaba y de algún modo lo alejó de las pandillas de su barrio, eligió Bibliotecología, pensando en su relación con la lectura. Pero frustrado al ver que la relación no era tanta y la profesión no era bien remunerada, abandonó la carrera en el cuarto semestre para volver a vender huevos. Afortunadamente, unos compañeros, que realizaban un

Encuentro Nacional de Estudiantes de Bibliotecología, descubrieron que habían perdido a un líder nato y lo trajeron desde el barrio Guayaquil, ayudándolo en su reingreso a la universidad para que participara en el mismo congreso. Finalmente, una mujer acentúo su pasión por la promoción de la lectura: Silvia Castrillón, quien venía de Francia de conocer procesos para formar lectores. Ella leyó en una conferencia, en la Biblioteca Pública Piloto, una parte de Soloman, la historia de un hombre que lucha contra todos los superhéroes para llevarle una flor a una chica hospitalizada. “Me encantó esa historia y, mientras todos se iban a descanso, me quedé con dos compañeros, le pedimos prestado el libro a Silvia y terminamos la novelita; cuando la cerré dije: ‘ya sé que quiero ser en la vida, soy promotor de lectura o no soy nada’”. Era el año 1986 y con ese ideal eligió la biblioteca pública, por ser el espacio más democrático, un lugar accesible a cualquier ciudadano, al cual, junto a varios compañeros, decidió refrendarle ese enfoque universal, promoviendo todo tipo de material bibliográfico para atraer a diferentes usuarios, porque Luis Bernardo, como el cuento de Caperucita, tiene la habilidad de cautivar, con los libros, a todo tipo de lectores.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Alba Helena CORREA ULLOA La impresión que uno se lleva de Alba Correa cuando la conoce, es que se trata de una mujer muy viva. Viva, tanto en el sentido paisa como en el humano. El sentido paisa de la expresión tiene dos acepciones. Alba cuadra en la segunda de ellas: una mujer que ha sabido dar sus peleas con astucia, fuerza y encanto, y tanto en sus derrotas como en sus triunfos es consciente de que la vida se vive para adelante, corrigiendo los errores y no estancándose en la memoria de los desastres o de las victorias. Estamos ante una mujer que se mueve rápido, habla con fuerza, piensa con decisión, actúa con nobleza y decide por sí misma. Así fue siempre, desde el hogar de padres muy católicos pero liberales de pensamiento, tercera de catorce


hermanos, en tiempos en que apenas empezaba a pensarse en los derechos de las mujeres. Y no es que estemos ante una feminista. Nunca militó en este tipo de movimientos, pero en cambio ejerció su papel de mujer en igualdad de condiciones con los hombres. Temprano se rebeló contra los dogmas impuestos: “No creo en Dios; creo en la solidaridad”. Estudió la carrera que quiso, a pesar de que la Enfermería no parecía muy práctica en comparación con el Derecho o la Medicina: la segunda se la recomendó un consejero vocacional, la tercera su papá y la primera su deseo de servir directamente a los seres humanos. Sus problemas con la imposición de dogmas comenzaron en el colegio, donde estudió con monjas de La Presentación. En la universidad volvió a encontrarse con ellas, pues hasta mediados de los setenta la Facultad de Enfermería (entonces escuela) estuvo regida por dicha comunidad. Tanta religión, en la casa, en el estudio, dio paso a una militancia de izquierda más cercana a lo concreto. Al ser humano y sus necesidades. A sus luchas. Participó primero en el movimiento estudiantil que intentaba promover el que en su facultad se cumplieran los reglamentos de la universidad y no los de un grupo religioso. Fue representante de los estudiantes, luego de los profesores. Y tampoco en la izquierda aceptó los dogmas (llamaba “machistas-leninistas” a sus compañeros de lucha). Por todo eso enamoró al que desde 1973 es su esposo, el doctor Alberto Botero Londoño. Después de graduarse en la Universidad de Antioquia, se trasladó a Manizales. Allí inició su carrera en la parte académica de la Enfermería. A Alberto lo atrajo primero su

biblioteca, cuando visitó la casa en que ella se hospedaba y pidió permiso para entrar a la habitación de esa enfermera antioqueña que estudiaba libros de Marx y Engels. Quiso conocerla. Y tras una temporada larga de requiebros, logró convencerla de que fueran novios, de que se casaran luego (por lo católico). Vivieron en varias ciudades, tuvieron tres hijos y llegaron a Medellín. Alba nunca acabó de convencerse de que deseaba ser una señora dedicada a su casa, y no lo fue del todo. Alberto no se lo exigió tampoco: “No viviría con él si fuera machista”. Logró vincularse a la universidad como profesora de tiempo completo y aquí hizo su carrera docente hasta jubilarse, aunque todavía imparte cursos de investigación en el programa regionalizado de Enfermería. Entre 1992 y 1995 fue decana. En el campo político, llegó a ser candidata a la Cámara y en alguna ocasión —cómo no— estuvo amenazada. Y se vinculó a la Anec, asociación que defiende los intereses de las enfermeras de Colombia… Siempre, siempre, en pie, más que de lucha, de trabajo. Nunca está quieta. Sin embargo, cuando se le pregunta qué le gusta, aspira su constante cigarrillo, mira con una chispa de simpatía en los ojos y sentencia: “Me encanta cuando se va todo el mundo y me dejan sola el día entero”.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: César Alzate Vargas

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Ruben Darío MONTOYA NARANJO On-ce. A-eme. Una voz mecánica surge del brazo izquierdo; indica que hora es. Rubén Darío Montoya no puede ver, pero puede sentir y escuchar detenidamente cada señal que el destino o la vida le va mostrando a medida que crece y cambia de escenario. Hoy esa voz es un reloj diseñado específicamente para invidentes, pero en su infancia, a falta de recursos tecnológicos, fue su mamá quien lo ubicó en la vida obligándolo a estudiar. Su primer año de estudio fue un tormento. Ingresó a una escuela de formación regular cuando aún tenía un residuo visual que le permitió aprender a leer y escribir en tinta. Su papá no quería que estudiara, era su manera de protegerlo; pero su mamá, consciente de su discapacidad, porque de


ella había heredado la microftalmia —una enfermedad que presenta una ausencia parcial o total de la estructura ocular y que impide un desarrollo visual normal—, insistió en que su hijo debía formase para no ser una persona limitada. Sus necesidades pedagógicas eran cada vez más exigentes y para el segundo año de primaria Rubén Darío hacía parte del Instituto de Ciegos y Sordos Francisco Luis Hernández. A la Universidad de Antioquia llegó en la madurez de su vida, esta vez a causa de otra mujer: su esposa Luz Marina quien inesperadamente un día le entregó el formulario de inscripción con la idea de que su marido fuera profesional. 16 años pasaron desde la última vez que Rubén pisó un salón de clase, pues tuvo que abandonar el colegio para trabajar y ayudar a su mamá que había enviudado. Validó su título de bachiller por medio del examen del Icfes. Trabajó como mensajero, aseador y mesero hasta que en 1989 sufrió un desprendimiento de retina que significaba para él la perdida del ojo con mayor residuo visual. A sus 24 años, Rubén Darío Montoya recibió su pensión por discapacidad. Rehabilitarse fue fácil, pues había adquirido las herramientas necesarias durante su paso por la escuela de ciegos y sordos, pero acostumbrarse a su nueva condición de vida fue difícil. Estudió Comunicación Social - Periodismo en la Universidad de Antioquia. “Desde muy joven siempre fui un enamorado de la radio; tal vez por mi condición visual, fue mi compañera, mi fuente de información, cultura y entretenimiento”, dice. En la universidad aprendió a manejar un computador y practicó

yudo en compañía de su hijo Rubén, quien afortunadamente no heredó la enfermedad y es hoy yudoka de la selección Antioquia. En su condición de vida encontró una experiencia valiosa para desempeñarse profesionalmente en el tema de la discapacidad como realidad social. Fue representante de la población con limitación visual en el Consejo Departamental de Atención a la Discapacidad, entre el 2002 y el 2009. Trabajó en programas de sensibilización y educación en temas de discapacidad, y fue asesor temático de Teleantioquia en programas como Punto y seña, Discapacidad y provincia, Discapacidad al día y Reflejos. Ha tenido una vida llena de experiencias difíciles y a la vez satisfactorias. Una de ellas es su pasión por la radio. Cuando se graduó de la universidad en compañía de sus compañeros, también limitados visuales, desarrollaron un proyecto para realizar el programa Sin límites. Una mirada al mundo de la discapacidad, emitido por la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia. Según él, “Sin límites nació para que la comunidad tuviera relación y cercanía con la discapacidad, y así pudiera ser solidaria”. Esa voz que sale de su reloj le indica que es hora de un nuevo programa. Midiendo cada uno de sus pasos con un bastón, Rubén Darío Montoya entra a la cabina de radio para ser locutor, periodista, productor y realizador de un programa que gracias a su esfuerzo y dedicación se ha sostenido por diez años.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Delfín ACEVEDO RESTREPO De sus maestros en la Escuela Primaria Porfirio Barba Jacob, en su natal Santa Rosa de Osos, aprendió que las aulas son lugares sagrados y, lo más importante, que la presentación personal es fundamental en el trato con las personas. Esto lo lleva bien arraigado Delfín, quién sentado junto a la ventana de su oficina, con el sol de la tarde iluminando su expresión de rectitud, la cabeza erguida, la sonrisa discreta y la mirada siempre en alto, acicala su corbata y desarruga el saco para recibir amablemente a sus invitados. Tiene un garbo especial para relacionarse con la gente, es un hombre sociable y en sus conversaciones amenas suele usar la expresión “de mis afectos”, para dirigirse siempre a las figuras significativas para él; que es afectuoso,


agradecido y tiene una manera poética de describir a las personas trascendentales en su vida. Sus allegados lo consideran un buen orador y un interlocutor divertido. Era él quien rompía los prolongados silencios en la capilla o en el comedor del Seminario Menor, haciendo reír a sus compañeros, cuando estudiaba becado por monseñor Builes. La vocación no era mucha y al hablar de los votos de pobreza, castidad y obediencia, comenta que conoció la pobreza de cerca y procura alejarse de ella, que adora a las mujeres y que definitivamente lo mueve la política y le gusta mandar. La gran convicción en su vida fue el estudio y el deseo de superación. Como en el seminario sólo había hasta cuarto de bachillerato, viajó a Medellín para terminar la secundaria. Trató de entrar en varios colegios pero no pudo y en el Liceo Antioqueño debía validar las materias del seminario. Aunque en la formación humanística le fue muy bien, perdió la validación en ciencias exactas. Finalmente, abatido, casi sin esperanzas y muy a regañadientes, porque su vocación no era la docencia sino el derecho y las ciencias políticas, se acercó al rector de la Normal Nacional Piloto de Medellín, Víctor Gaviria, quien tras escucharlo, le abrió las puertas de su institución y lo becó como interno. Luego del acto de graduación, Nicolás Gaviria, el Secretario de Educación de Antioquia, se acercó a él y le dio la oportunidad de ser maestro en algún liceo del departamento. Eligió el Liceo de Sonsón para iniciar su carrera. Desde ese momento, la firmeza, la sinceridad de sus palabras y la actitud decidida llevaron a Delfín a ser el mejor rector de

Antioquia en diferentes ocasiones y a realizar su sueño de estudiar Derecho, cuando era director en La Manga, cerca de la Placita de Flórez, donde recibían clases los estudiantes de primer y segundo grado del Liceo Antioqueño. De su vida política y su relación con la educación surgió, como director general de la Escuela Superior de Administración Pública, la Tecnología en Administración Municipal, inspirada en su ideal del ejercicio político basado en el mérito, en la eficiencia del funcionario público y en estar a favor del bien colectivo. Delfín fue rector de la Normal Nacional Piloto de Medellín, director nacional de la ESAP, representante del Gobierno de Colombia ante el Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD), y luego presidente de esa institución internacional, entre otros establecimientos, bajo su ideal de hacer una administración transparente de las instituciones públicas. Y en cuanto a la docencia, arraigada en su quehacer político, ha escrito varios libros sobre política, administración pública, ética y educación, siendo estos últimos un legado social para la formación de los niños y jóvenes de las futuras generaciones, pues nacen del deseo de Delfín de transformar las condiciones sociales y mejorar la administración de nuestro país.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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León ZULETA RUÍZ Pensar a León Zuleta en cualquiera de sus edades es pensar la adolescencia. Pensar el defecto de la edad, el vacío del tiempo, el cuerpo incompleto o, más bien, el cuerpo debatido en la emoción no profanada por el miedo, la cobardía o la inhibición inmoral, asumida como código de un recorrido sometido a retenes. La imagen del impúber evoca el gemido de la flor recogida en sus aromas todavía anónimos, cuando los pistilos y los estambres son la misma voluntad del ser, la misma voz y el mismo paso del tiempo; pues en sentido poético, y no simplemente metafórico, la voluntad de la vida se cincela en el cadencioso movimiento de lo mismo amado en la indiferenciación.


Al leer el tiempo de las sociedades humanas, León Zuleta privilegia como lugar de referencia el cuerpo, explora en los rincones de sus nervaduras, en las honduras del aliento, en la geología de las sensaciones, en los orificios dispuestos como paso de los navíos del amor, de la amistad y del afecto, parajes de la sexualidad sagrada labrada en una escritura orgánica enfrentada a la caída y a la muerte del Alma Cósmica. En la lucha de los dioses contra los dioses, del hombre contra el hombre, de la fuerza contra la fuerza, El adolescente de once, doce, catorce o más años simboliza la vida retando la muerte, la elevación abriendo las puertas del Hades para develar la conciencia de la separación. El combate político, inspirado en la escritura fecunda del cuerpo amado/amoroso, es concebido por León Zuleta en el espíritu dramatúrgico de una conmoción total de los sentidos, de un espíritu que emula la graciosa indiferencia del amor primero, del amor que da la vida, del amor que hermana el abismo y el cielo, en una palabra del adolescente en trance que abraza el cosmos parado en el vacío. El canto político escrito en clave amorosa simboliza en el programa sensual y emancipador del pensamiento de León Zuleta una hermandad con la forma animal de la idea, con la figura arquetípica del primer amor. A ser amante de Dios aprendí anoche vivir en este mundo, y no llamar nada mío. Mirando en mi interior,

la belleza de mi propio vacío me colmó hasta el amanecer, me envolvió cual mina de rubíes, me vistió de seda roja su color En la cueva de mi alma la voz del amante oí exclamar: “¡Bebe ahora! ¡Bebe ahora!”. Tomé un sorbo y vi ola tras ola el vasto océano acariciar mi alma. Bailan los amantes de Dios y el círculo de sus pasos es un anillo de fuego prendido en mi cuello. Me llama el cielo con la lluvia y el trueno, una multitud vocifera, mas no puedo oír… Todo cuanto oigo es la llamada de mi Amado.1 Nota del editor: Benhur León Adalberto Zuleta Ruíz —bachiller Liceo Antioqueño, 1971. Filosofía, 1979, en la Universidad de Antioquia— intelectual y académico puso el tema del cuerpo, las homosexualidades, los derechos de las mujeres y las minorías sexuales en el centro del debate ético y político. Los colectivos LGTB, los movimientos de mujeres lo reconocen como pionero de los derechos a las diversidades sexuales. León llenó de sentido y contenidos ciudadanos el cuerpo, la sexualidad y el erotismo. 1 Rumi Jalaluddin, Una mina de rubíes, en: En brazos del amado. Antología de poemas místicos. Arca de la sabiduría. Madrid. 1998.

Fotografía: Archivo familiar / Perfil: Beethoven Zuleta

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José Luis BETANCUR CHAVERRA Lo conocí lleno de sonrisas en la Medellín de los ochentas; era un joven fuerte, atlético y con una actitud vital, alegre y competitiva. En esa etapa de la vida de José Luis, los triunfos deportivos en atletismo, baloncesto y voleibol tuvieron resonancia en los periódicos, emisoras y noticieros de la televisión de Antioquia y Colombia. Con entusiasmo recuerdo sus triunfos en las pistas atléticas y canchas internacionales; era un impetuoso corcel humano que rompía marcas y derrochaba amor por su patria antioqueña. Luego llegó su amplio desempeño laboral; tras la formación profesional en la siempre amada Universidad de Antioquia, aparecieron importantes oportunidades. Fueron llegando designaciones significativas para ser el entrenador y


director técnico de sextetos de voleibol. Allí se evidenció su gran calidad profesional como pedagogo deportivo de alto nivel; sus equipos siempre demostraron mucho trabajo de preparación y de formación técnica para la competencia de los nuevos deportistas de la región. Su voz y sus amplios conocimientos de preparación atlética, metodología del entrenamiento y otros aspectos de alta complejidad en la educación física dejaron ver su dedicación al estudio, pues su formación profesional seguía creciendo con títulos de posgrado. Cuando llegaba ya el nuevo milenio compartimos la docencia en el Alma Máter. Muchas mañanas lo vi madrugar a enseñar, a ser un gran maestro, a ser un sembrador de conocimientos, habilidades y destrezas en sus discípulos; recuerdo todavía frescas las palabras de elogio de sus alumnos, motivadas por los amplios conocimientos de José Luis y por la manera de entregar su sabiduría a los demás, valor gigantesco de los auténticos maestros. La biblioteca personal que tenía en su oficina indicaba el amor por el conocimiento y por los libros, un amplio material ordenado y cuidado con esmero.

La última vez que lo vi vivito fue en la cancha polideportiva de la ciudadela universitaria de Robledo, el antiguo Liceo Antioqueño. Allí estaba enseñándoles a sus alumnos y alumnas bajo el esplendoroso sol del mediodía. Me saludó lleno de risas y alegría, demostrándome su cariño de colega. Ante la noticia de su muerte me puse tan triste que no pude acompañarlo en las exequias. Hace pocos días regresé a la ciudadela universitaria de Robledo y vi en uno de los muros de ese recinto formativo y competitivo una inscripción muy clara: Coliseo José Luis Betancur Chaverra. Me quedé pensando allí, lleno de lagrimas de alegría, que tu vida y obra, José Luis, ya es leyenda, que tu legado permanece en la memoria institucional de la Universidad de Antioquia y de manera especial en tus discípulos, como otro gran maestro que vive en los libros y el mundo del conocimiento. ¡Querido compañero Betancur Chaverra!

Con alegría, recuerdo varias ceremonias de entrega de premios y reconocimientos por su labor como maestro en el Instituto de Educación Física y Deportes de la Universidad de Antioquia. Entre esos reconocimientos, hubo uno muy bello: el que recibió en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia en los cuarenta años del Instituto; esa noche el “Negro” José Luis, como lo llamábamos sus amigos, era un hombre feliz. Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Jorge Alonso Sierra

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Luis Fernando VÉLEZ VÉLEZ La singularidad de Luis Fernando Vélez Vélez no radica en la heroicidad de sus acciones, sino en la pasión que les puso a las aptitudes y los dones intelectuales y espirituales con que la vida distingue a los seres humanos. Elevó a la suprema potencia positiva sus capacidades y llegó hasta el umbral del ascetismo. El todo integrado por el hombre y por la naturaleza se erigió en su dios y en el motor de su accionar. Honró con lealtad su compromiso con el universo, de ello dan fe su irrestricta decisión en defensa de los derechos y de la dignidad de las personas, y ese fervoroso amor por la naturaleza. El purificador crisol de una reiterada tragedia familiar, con el fallecimiento de dos hermanos y una entrañable


sobrina, con su lancinante dolor, templó más su recio y diáfano carácter, y lo acrecentó con quilates de bondad; su núcleo familiar, defensor de las más genuinas tradiciones patriarcales de Antioquia recibió el generoso influjo de quien fuera respetado como el eje integrador de ese clan. Cultivó una magnanimidad y una solidaridad rayanas en el desprendimiento; el testimonio rendido por sus beneficiarios amplía el sentido homenaje de quienes tuvieron siempre acogida en momentos de dificultad. Sin las cortapisas del egoísmo, convirtió en religión su fidelidad y su generosidad con quienes se enriquecieron con su amistad. De Luis Fernando se puede afirmar sin temor que representó al universitario por antonomasia, en cuyo corazón imperaron los valores supremos de la Alma Máter. La vida lo dotó de una portentosa agilidad mental, una capacidad verbal asombrosa y una experticia enorme para vislumbrar con prontitud la solución práctica de los problemas. Supo aprovechar la palabra ardorosa y elocuente, en la protección de los débiles contra la injusticia y la arbitrariedad, y en la docencia del Derecho como un ejercicio disciplinar y no como una recopilación de códigos; sus compañeros y discípulos dan fe del trato reverente y respetuoso de un verdadero maestro de juventudes. Y las comunidades indígenas tendrán que reconocer el influjo pródigo de quien supo apoyarlos en defensa de sus costumbres y tradiciones. En su alma translúcida jamás se percibió el mínimo asomo de rencor, así la hipocresía, la traición y la ingratitud hubieran vulnerado su corazón. La rectitud de su comportamiento

jamás flaqueó ante los halagos y los espejismos del poder y del dinero. Frente a la naturaleza, llegaba al arrobo, al éxtasis, y descubría mensajes cifrados en la actividad natural de los elementos: en el campo se trasformaba en un niño. Aunque los derechos fundamentales de las personas constituyeran su permanente preocupación, cultivaba una concepción holística del universo, y los derechos también se extendían a la defensa de la naturaleza en su integridad. El 11 de diciembre de 1987, seis días antes de su sacrificio, Luis Fernando enarboló la bandera de la presidencia del Comité de los Derechos Humanos en Antioquia, huérfana y ensangrentada desde el aleve asesinato contra el doctor Héctor Abad Gómez, su maestro y su amigo, perpetrado por fuerzas oscuras cuatro meses atrás. La sublimación de su ofrenda llegó cuando en el acto de posesión rubricó su trayectoria en defensa de la condición humana, proclamando que “quienes acepten nuestro fervoroso llamamiento (en defensa de los derechos humanos) deben estar dispuestos a aceptar que ese único enemigo también tiene derechos que no pueden ser atropellados porque emergen de su dignidad como persona humana, así la atrocidad de sus comportamientos pareciera derrotar su afán enceguecido por renunciar a esa elevada dignidad”. No fue una llama al viento y el viento la apagó, sino que, en quienes nos privilegiamos con su cercanía, ejemplo y temple de carácter, perdurarán como una antorcha flameante y como un pregón de libertad. Ante su legado inclinamos reverentes la frente y reconocemos que Luis Fernando fue un ser humano, demasiado humano.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Julio César Restrepo Londoño

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Luz María AGUDELO SUÁREZ Cuando estaba en el colegio la maestra de matemáticas vio habilidades en ella para enseñar. Con buen tino, dice ella, le propuso ayudarle a ganar la materia a una compañera que la iba perdiendo. Luz María solía enseñarles álgebra a varias de sus amigas y, aunque iba ganando la materia, la profesora le planteó calificarle de acuerdo con lo que sacara su compañera en el examen final, compartiendo así el destino de ganar o perder. Ella aceptó el reto y efectivamente su compañera ganó la materia. Posiblemente esa experiencia fijó en ella atracción por la enseñanza y revela que siempre quiso regresar, después de su pregrado, a la Universidad de Antioquia a hacer docencia, investigación y extensión, porque esta es una manera de proyectarse hacia la sociedad. Ha cumplido esos tres deseos. Ha sido docente


en la Facultad de Medicina. En materia de extensión ha desarrollado programas como la Red de jóvenes para la promoción de la salud y la prevención de la fármacodependencia, la sexualidad insegura y la violencia, y en cuanto a investigación ha hecho énfasis en los niños, los jóvenes, los modelos de salud pública y también en temas de violencia. A su manera, ha sabido relacionar la parte médica con el componente social, pues su interés particular siempre ha sido servirle a la gente, por esa razón, cuando su padre le dijo que estudiara una profesión liberal, ella eligió la Medicina. Se presentó a una sola carrera, a una sola universidad, y pasó. Estaba segura de sus capacidades y de lo que quería. En la universidad conoció a Héctor Abad Gómez, con quien realizó, como ella dice, sus primeros pinitos en investigación, y de quien aprendió los primeros conceptos de Salud Pública; piensa que él marcó su idea de dedicarse a esta área, porque le parecía una visión mucho más holística de la salud y le permitía avanzar en áreas sociales. Deseando que el impacto de sus acciones fuera mayor en la comunidad, aceptó convertirse en subsecretaria y, posteriormente, en secretaria de Salud de Medellín, cargo al cual renunció en una decisión de libertad y compromiso con su manera de pensar. “Vivo fiel a mis principios, a lo que creo y por lo que creo que vale la pena jugarse la vida. En eso soy de alguna manera inquebrantable, aunque eso fue lo que me llevó a salir de la alcaldía”, explica Luz María que presentó su renuncia, insatisfecha porque en el Proyecto Clínica de la Mujer, del cual era directora, el alcalde retiró, por la presión

de grupos religiosos, la interrupción del embarazo, que era una función que debía prestar la clínica. Ella defiende su posición de que ese derecho de las mujeres lo demandan las leyes colombianas y “los derechos no son algo que hay que obligar al Estado a darlos, el Estado debe garantizarlos; sobre todo en un Estado Social de Derecho como el colombiano”. En esa experiencia de la Clínica de la Mujer, Luz María chocó contra lo que más le disgusta, la incoherencia. “Creo que una de las cosas más importantes es tratar de ser coherente entre lo que se piensa y lo que se hace. Creo que la confianza se gana en la medida en que uno es coherente y trata de vivir como piensa y como cree”, comenta esta mujer que mientras decide dónde empezar a trabajar, disfruta escuchando música, caminando y sembrando plantas aromáticas, porque la relaja revolcar la tierra con sus manos pequeñas, las mismas que abre frente a su rostro sonriente, tal vez satisfecha porque con ellas ha logrado su ideal de transformar el mundo a su paso por él, para mejorar la vida de las personas y contribuir a su felicidad.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Rubén FERNÁNDEZ ANDRADE En su adolescencia hizo parte del Movimiento de Acción Liberadora, MAL, cuya sigla era utilizada con toda la perversidad de jóvenes escolares, como explica Rubén, quien desde aquel momento empezaba a interesarse por la construcción de una sociedad más justa. Esa experiencia en la pastoral juvenil, a la cual pertenecía MAL, despertó en él preguntas fuertes por lo social y por la dirección de su vida, en lo que aportaron mucho su madre, que tenía una vocación solidaría a toda prueba, y su padre, de quien aprendió a no dejarse doblegar, a mantener la dignidad y a conservar la perspectiva propia. Estas influencias se mezclaron con el hervidero social del barrio El Dorado, en Envigado, donde la parroquia tenía una fuerte influencia juvenil y donde Rubén


pasó la juventud, cultivando sus ansias de conocimiento y su convicción solidaria hacia los seres humanos. Durante los años ochenta ayudó a formar instituciones barriales y grupos juveniles, dedicándose principalmente a coordinar la comisión educativa de esas organizaciones. Hoy en día revela que fue en esa década cuando, tras haber estudiado una Tecnología en Instrumentación Industrial, organizó su pensamiento y definió su vocación por la educación. En medio del trabajo comunitario comprendió su papel en la sociedad y decidió estudiar Licenciatura en la Universidad de Antioquia y, de manera más personal, se enfocó en la literatura, que ha sido su pasión. Porque no se imagina la vida sin un libro en la mano; suele leer simultáneamente una novela, un libro de cuentos y algún texto pedagógico. Por estos días anda enredado con La vida de las mujeres, de Alain Touraine y con una novela de la colonia boliviana que le regalaron. Para explicar su pasión por los libros evoca una frase de Ciorán: “La música es la sensación que justifica todas las demás”, porque para él sintetiza mucho lo que ve en la literatura y, tras esta frase, se oculta otra pasión de su vida: la música. Es un coleccionista, disfruta de la buena música, y quienes lo conocen dicen que le gusta cantar, incluso llegó a tener un grupo musical hace varios años. También cuentan de Rubén que es amable, estudioso, disciplinado y solidario. Es equitativo en el trato con las personas y, aunque la rectitud de su espíritu religioso enmarca a veces en su rostro una expresión de seriedad, siempre regala una sonrisa que realza sus mejillas morenas

y aviva sus ojos. Pero su mayor cualidad es la capacidad de respetar los puntos de vista de los demás, de propiciar el diálogo y trabajar en equipo para mejorar la sociedad. Tiene la sensación de que “esta es una sociedad inmensamente injusta que debe modificarse a fondo, y tengo conocimiento de que eso tiene que hacerse por vías pacíficas, porque esa es la única manera real de producir cambios”, explica Rubén, quien además revela que tiene una vocación fraguada en su vida para actuar en lo público, tratando de contribuir para que los recursos, las políticas y los bienes públicos se dirijan de manera particular a aliviar las penurias de los más pobres de la sociedad o, en un sentido general, a crear una sociedad más justa. Con esa visión clara sobre el escenario donde quería desenvolverse, Rubén encuentra que sin ser gobierno o Estado, en las ONG tiene la posibilidad de actuar en lo público. Fue fundador de la Corporación Región, donde se ha desempeñado como director durante varios años y, actualmente, como presidente. Su labor ha tenido el componente educativo que lo caracteriza y toca problemáticas de desplazamiento forzado, inclusión social y derechos fundamentales. Esa ha sido la tarea de este hombre para quien la vida sin retos no sería nada y, el más grande de ellos, para él, es contribuir a la solución del conflicto armado de nuestro país. Para ello se vale de la investigación social que le permite conocer la realidad, y de las organizaciones sociales que buscan intervenir las dinámicas de la comunidad, porque considera necesaria a la gente que piensa y hace algo por los demás.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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José Humberto GÓMEZ En el año de 1976, cuando en los barrios marginales de Medellín no había intervención de las políticas públicas para la recreación y el deporte, José Humberto Gómez, entonces estudiante de Educación Física en la Universidad de Antioquia, se unió con dos compañeros de Sociología para llevar felicidad a esas comunidades. Cerraban la vía y reunían a padres de familia, niños y jóvenes para animarlos a dibujar en las calles con guijarros de adobe y para construir carritos y juguetes con materiales de desecho. Nadie les daba recursos. Lo más valioso que llevaban eran la alegría, el entusiasmo y la palabra, mediante sus programas: El niño construyendo y recreándose, y Ecología en acción.


El grupo se desintegró y José Humberto siguió solo con las actividades de recreación. Empezó a investigar sobre los juegos que realizaban, conoció el origen y la permanencia de esos juegos en la sociedad; además comprendió que su escenario era la calle. Juegos recreativos tradicionales de la calle, ese nombre arrojó su investigación y fue el definitivo para su actividad, que se extendió por varios municipios del Oriente de Antioquia y originó otra investigación sobre el tiempo libre de los jóvenes del Suroeste antioqueño. Porque José Humberto es enfermo por lo lúdico del hombre, por saber qué hace el hombre para vivir agradablemente en su tiempo libre, y dice que la recreación es un medio para humanizar a las personas, para entender la vida y compartirla. Este hombre folclórico que mira las cosas sin profundidad esquemática, amante de la justicia, exigente, naturalista, defensor de los niños y educador al servicio de la comunidad, como él se define, nació en Pueblo Rico, Antioquia, pero se crió en Medellín, donde por mudarse de barrio constantemente terminó quinto de primaria a los 14 años. “Elegí la Educación Física porque aunque mis padres eran campesinos, y solo me podía poner los tenis para salir los domingos, yo sentía atracción por la Educación Física y la Medicina. Como no tenía recursos para la segunda entré a la primera y vi que estudiando también Sociología podía ser un profesional más completo”, comenta José Humberto

sus dos carreras. Se graduó como Licenciado de Educación Física en 1992, aunque ejercía la docencia desde 1981. Sus años de enseñanza los ha entregado al municipio de Caldas, donde actualmente es profesor en la Institución Educativa José María Bernal. Adora a la comunidad caldense como a su universidad y espera que el conocimiento y la parte lúdica transmitidos por él sirvan para mitigar el ambiente en el que viven las personas, para darles un momento de relajación, lucidez humana y tranquilidad. Dicen que José Humberto podía haber sido jurista, porque le gustan la justicia, la interpretación de la norma y la equidad. Pero lo caracterizan mejor el espíritu de trabajo, la innovación y el respeto por el otro. Valores implícitos en los juegos de la calle, porque para él cada juego encierra valores distintos y pone a volar la creatividad del joven que reflexiona, ejecuta, diseña y se vuelve autónomo, cosas en detrimento actualmente por la alienación que han creado las nuevas tecnologías de la información.

De la universidad salió tan tarde como de la primaria, porque trabajaba desde las cuatro de la mañana hasta las doce del día en Polímeros de Colombia y luego se iba a estudiar Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Hernando MUÑOZ SÁNCHEZ Diva. Hombre homosexual. Zarco extravagante. Yuppie. Niño diferente. Activista. Ex protestante. Profesor. Investigador. Abogado de los pobres. Arrogante. Comprometido. Virgo. Sentimental… Una extensa lista de adjetivos define a Hernando Muñoz Sánchez. También sus rasgos: canas, piel morena, jeans, voz suave, manotazos delicados, ropa sin arrugas, tinto en mano, pierna cruzada y sonrisa difícil. Bajo unas nubes blancas redondas, en la Universidad de Antioquia, Hernando repasa cada palabra; la aprueba o la desmiente para defenderse, incriminarse o, sencillamente, describirse con frases fuertes y directas como él mismo es. Se trata de uno de los más reconocidos y quizá controvertidos activistas por los derechos de la población


LGBT (lesbianas, gays, bisexuales, travestis) y, en general, defensor de los derechos humanos y los más desprotegidos, porque le interesa lo social en su amplia gama. Alzando la mirada, cuenta que todo empezó cuando renunció a sus creencias cristianas y decidió reconocerse como hombre homosexual. Cuenta la historia con los ojos puestos en el cielo, donde ahora —lejos de buscar la cura a su supuesta “enfermedad”— halla la tranquilidad de saberse libre y de que en él brotaran la serenidad y el deseo de educar. “No soy del activismo que solo reprocha y tira. Si en esta cultura nos han enseñado que los homosexuales somos raros, enfermos, anormales, pecadores, lo que hay que decir es que no somos eso y mostrarlo educando”, dice, convincente. Al tiempo que se explica, el profesor Hernando saluda a colegas y estudiantes. Le apasionan lo público, la academia, la comunidad y el tibio clima de Medellín que lo enamoró desde 1988, cuando llegó de Bogotá, su ciudad natal. Esta tarde, ya cuarentón, Hernando narra que a los 32 años tiró lo religioso y se pasó a la ciencia, la social, donde como investigador y experto en el tema de familia y género, especialmente del estudio de las masculinidades, también goza de amplio reconocimiento. Hoy Muñoz integra la junta directiva de la ONG nacional Colombia Diversa; y, entre otros escenarios públicos destacados, ha sido el primer consejero territorial de planeación de Medellín en representación de la población LGBT.

Su gestión social, que además de reconocimientos le ha merecido rechazos y envidias, lo llevó a ocupar titulares internacionales por ser el primer gay condecorado por la Policía: en el 2007 obtuvo la Medalla al Mérito Cívico y la Participación Ciudadana que otorgan la Alcaldía de Medellín y la Policía Nacional. “Eso fue el boom”, relata después de detallar lo primero que hizo en esta ciudad a favor de los LGBT: unas tertulias en su casa por las que pasaron, desde 1995 hasta el 2000, cuando se fue a estudiar a España, unas quinientas personas alrededor de las reflexiones sobre diferentes temas sociales. Por todo eso y por su entrega a la labor, que día a día continúa, es que su toda su familia, residente en Estados Unidos y Canadá, lo considera “su cuota social”. Hernando espera que, cuando la fama lo abandone, su familia lo respalde en esa misma tarea, la que sueña seguir desempeñando en este país. Antes de partir a Barcelona, donde reside por temporadas para adelantar sus estudios de doctorado, el líder gay reconoce que le interesa la política y que quiere morir en Colombia. “No entiendo la esquizofrenia que vivimos, de estar tan felices, de ser tan brillantes, y al mismo tiempo ser tan violentos, tan desalmados, tan disociados. A veces me cuesta entenderlo y por eso vale la pena seguir aquí, porque hay mucho por hacer. He decidido jugármela por la transformación social y por los cambios de imaginarios desde el lugar donde esté”.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán

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Luis Alfonso MARROQUÍN OSORIO Siempre tiene a la mano una hoja y un lápiz. Imagina diálogos entre un director técnico y un fútbolista, en los que pone su voz en un personaje ficticio y hace reflexiones, críticas y sugerencias al equipo, cualquier equipo. Luis Alfonso Marroquín es una vieja historia del fútbol colombiano, algunas veces recordado y otras tantas injustamente olvidado. Nació en 1948 en Bello, Antioquia, cuna de Marco Fidel Suárez. Según cuenta Marroquín: “Crecí en una familia donde siempre nos inculcaron el modelo del ex presidente que a pesar de su origen humilde pudo llegar a hacer grandes cosas, entonces nosotros teníamos que emularlo”. No fue político, pero bajo este ejemplo Luis Alfonso Marroquín forjó un sueño desde los siete años: jugar fútbol.


Ingresó a estudiar al Liceo Antioqueño, y con una memoria privilegiada recuerda a cada uno de sus profesores y compañeros, “especialmente a don Gonzalo Carmona, profesor de geometría, quien me dio la posibilidad de enamorarme de esta ciencia y aplicarla del fútbol. Al fin de cuentas el fútbol es un rectángulo y todo tiene que ver con las circunferencias y las zonas”, explica Marroquín en medio de risas, dibujando cada figura en el aire.

Antioquia, y en 1986 fundó la Escuela de Fútbol Luis Alfonso Marroquín para niños menores de 12 años, un esfuerzo constante al cual dedicó gran parte de su vida a pesar de las dificultades. Dice que fue un privilegiado: “me tocó una etapa de capacitación muy hermosa, me becaron para estudiar en Brasil de donde regresé con varias herramientas para perfeccionar mis conocimientos; de allí tuve la idea de las escuelas de fútbol por la cuales trabajé hasta el 2009”.

Estando en el Liceo hizo parte de la selección de fútbol que orgullosamente representaba a la Universidad de Antioquia. Ganó varios campeonatos y tuvo la oportunidad de ser dirigido por el profesor José “El Mico” Zapata, de quien se expresa con una profunda admiración. Integró un equipo muy unido, de compañeros de bachillerato que se conocían y con los cuales entrenaba hasta en vacaciones.

Su gran logro, por el cual es gloria del fútbol colombiano fue en el campeonato mundial como director técnico de la selección sub 20. Llevó un equipo de jóvenes, la mayoría antioqueños, quienes conformaron un equipo de amigos que conocían cada jugada y que mostraron un fútbol alegre y divertido. Fue la generación de Leonel Álvarez, René Higuita y John Edison Castaño, entre otras figuras, y también fue el abrebocas de la selección de mayores que llegó a tres mundiales seguidos y a la cual no hemos podido reemplazar.

Cuando estaba a punto de terminar su bachillerato, fue llamado por el entrenador del Club Deportivo Millonarios para presentar una prueba, pero meses antes una lesión en su rodilla lo apartó completamente del sueño de jugar como profesional. Ante las necesidades económicas, tuvo que empezar a trabajar como obrero en la empresa de ferrocarriles, allí aprovechaba cada oportunidad para distraerse con una pelota y afortunadamente volvió al fútbol, esta vez como entrenador del equipo de los Ferrocarriles de Antioquia. Cambió su sueño de jugar por el de dirigir y enseñar. Comenzó a formase en el Colegio de Entrenadores de Fútbol de

En la actualidad Marroquín ve con tristeza y frustración el retroceso del fútbol en Colombia. Atrás quedó el juego en equipo, táctico, creativo y ofensivo que tanto gustó en Paraguay y Rusia en 1985. Cada vez es más común ver a los equipos perseguidos por empresarios que buscan jugadores y que condicionan un juego de individualidades y de figuras efímeras. Quienes conocen del tema hablan de Marroquín como un incomprendido y desterrado del fútbol, pero también lo ubican como un personaje trascendental en la historia de la selección colombiana.

Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Luis Ignacio LOPERA GONZÁLEZ Sentado en el piso y con las manos tiznadas, Luis Ignacio Lopera, “Nacho”, juega. Todavía faltan muchas cajas por destapar, en ellas hay cientos de juguetes que guardan encantos, ilusiones, recuerdos, historias. “Mire este barco, hecho todo a partir de la naturaleza”. Barco hecho de coco, velas hechas de hojas. “Mire esta pelota, hecha con puros trapos, las primeras pelotas”. Hay cajas de cigarrillos forradas en papel regalo, hacen de muebles para las muñecas de trapo; hay carros de madera, de lata, de plástico. “Nacho” los mira con nostalgia, “si yo tuviera donde exponer esto, que la gente pudiera verlos”. Este museo de juguetes lo han visto en algunos pueblos y casas culturales a las que él lo ha podido llevar.


El museo de juguetes fue una idea que caviló desde la universidad. Estudiaba Educación Especial y al mismo tiempo trabajaba en actividades artísticas y culturales con niños y jóvenes de San Pío, un barrio industrial en el municipio de Itagüí que padecía de miedo ante la violencia del narcotráfico. Creó, junto con un amigo, Aserrín Aserrán, una empresa dedicada a fabricar material didáctico con madera. Ahí fue donde empezó a investigar qué juguetes había, y visitó, muchas veces, el “agáchese” que quedaba frente a La Alpujarra. Allá compró muchas cosas raras, empezó a escuchar historias de juguetes antiguos y se dijo: “Me voy a puebliar, a ver con qué jugaban los ancestros”. Visitó un municipio por mes, con una grabadora iba al parque, al bar, al asilo, le pedía a la gente que le contara con qué jugaba, y él, luego, reconstruyó esos juguetes. “Empecé a tratar de recuperar los modelos de juguetes más antiguos. Después me di cuenta de que hay unos objetos naturales. Antes de que llegara la industria, la gente hacía sus propios juguetes. En esa lógica, en el paso del objeto natural y reciclado al industrial está el paso de creadores a consumidores. Ya no tenemos la habilidad motriz que está ligada al pensamiento y a la actitud, no es lo mismo crear un juguete que consumirlo”. Indagar sobre el ser humano a través del objeto es la idea de “Nacho”; es una exploración que ha llevado a la escuela como docente.

la imaginación, la libertad del pensamiento, en que las ideas de los niños son descubrimientos fantásticos donde él se sumerge, los lleva a cabo, porque él también es un niño, un niño que no pierde el asombro, que no deja de aprender. Por eso protesta: “¿Por niegan los juguetes tradicionales? ¿Por qué en la escuela no dejan entrar la cometa? ¿Cuánto conocimiento hay detrás de eso? Es la escuela a espaldas de la vida. ¿Usted se imagina a un muchacho trabajando las matemáticas ahí? Y después hágale preguntas de por qué eso vuela. Usted puede viajar con el conocimiento con los pelados”. Desde hace cinco años, “Nacho” trabaja en el Centro Educativo Yarumalito, una escuela pequeña metida entre las montañas del corregimiento San Antonio de Prado. Allá sólo hay dos salones en los que se reparte toda la primaria, sólo hay un profesor para todos, que al mismo tiempo es director y coordinador de todos los cargos que requiere una escuela: “Nacho”. Se le ve saltar de un salón a otro, dando matemáticas aquí, español acá. Es un reto que implica encontrar el método para que los muchachos se vinculen. Por eso ha roto tantos esquemas, y la biología la enseña caminando por el campo y la matemática jugando, desbaratando objetos, elevando cometas. Porque allá el conocimiento también es un juguete, un juguete que no está guardado en cajas.

Pero “Nacho” se ha chocado con una escolarización rígida en la que los niños están sujetos a normas, reglas y ese tipo de cosas que a él lo sofocan. En su pedagogía priman Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Anamaría Bedoya

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Manuel José BERMÚDEZ ANDRADE Cada vez que a Manuel, por sus actitudes con frecuencia extravagantes, le decían “vos estás loco”, él replicaba: “Loco, no: loca” y seguía en lo suyo, aunque no tan campante. Porque no era una respuesta casual. Desde cuando salió al mundo, a una edad en que muchos seres humanos ni siquiera intuyen que exista algo como el sexo, lo hizo con la determinación irrevocable de no dejarse apabullar y de comunicárselo a todos; por eso escogió una profesión que le permitiera hacer lo que él llama pedagogía de vida. Era el menor de quince machos levantados en el barrio Santander, Noroccidente duro de Medellín, y cuando en algún momento antes de los ocho años descubrió que los hombres le gustaban mucho, no pasaron por su espíritu sentimientos de culpa ni de vergüenza. Desde el comienzo


ejerció la sexualidad y el amor con un desparpajo que en otras épocas lo habría llevado a la hoguera. Lo más parecido que hubo en su existencia a una salida del clóset se produjo cuando a los diez años, porque había que convivir y para que exista la convivencia se requieren ciertas claridades, le contó a Ofelia, la madre, que era marica —le disgusta el eufemismo gay—. Ella no se inmutó, ni para bien ni para mal; dijo: “Cuídese”, y eso fue todo. Antes bien, de alguna manera la condición de benjamín le compensaba el no haber tenido al menos una niña: Manuel era el único, en esa fábrica tumultuosa de testosterona que era la casa, con quien ella podía hablar de sus cosas. Él la recuerda: “Me quería a los maridos como les quería a mis hermanos las mujeres”. Sus maridos fueron muchos y ahora son dos, los definitivos amores de su vida: Alejandro, que llegó en 1999 y con quien se casó en el 2000; y Esnéyder, que llegó cinco años más tarde. Pues hasta en el reino de la transgresión nuestro personaje es un transgresor, y en vez de tener una pareja tiene lo que ellos denominan con el neologismo trieja. Un amor de tres, en todos los sentidos: “Vivimos el amor, no lo pensamos”.

a todas las personas con las que se cruza. A veces le reprochábamos el exhibicionismo, sin entender que no era exhibicionismo sino lucha su causa. Es cierto que la ciudad, el país y buena parte del mundo han aprendido a ver como normales las relaciones hombre-hombre y mujer-mujer —y su amplia gama de variables—, y que incluso Colombia está a la vanguardia en lo que a derechos legalmente aceptados se refiere, pero también lo es que nuestra cultura sigue cargando con pesados señalamientos y que los avances se deben a luchadores denodados como Manuel. Por eso se lanzó sin ambición de curul al Concejo de Medellín en 1997 y al Senado de la República años después, y desde entonces lidera en solitario el movimiento Ciudadano Gay. Porque por locas bullosas —el término es suyo— como él es posible que tantos vivan en paz con su sexualidad y su manera de amar, y lo será el que alguna vez su comunidad conquiste el más grande de los derechos: la indiferencia. Que cada quien viva como quiera sin que a nadie le importe. Ni para bien ni para mal, como a Ofelia.

Conoció a su padre biológico en 1991. Sintió el deseo, esculcó directorios y lo encontró en Bogotá. Lo llamó, viajó a conocerlo y tuvo una buena relación con su otra familia hasta cuando, como suele hacer, confrontó al nuevo papá con la realidad de sus amores y, por supuesto, ocurrió el rechazo. ¿Por qué tenía que decirle que era gay a un papá cristiano? Por la misma razón por la que tiene que decírselo Fotografía: David Estrada Larrañeta / Perfil: César Alzate Vargas

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Fabio Luis MONTOYA RAMÍREZ Desde sus primeros años, Fabio Montoya tuvo que añadir a sus útiles escolares una lupa y un marcador grueso para poder aprender a leer y escribir. Cuenta que cuando su mamá estaba en embarazo, por un error médico, le formularon una droga que afectó seriamente su capacidad visual. Consciente de las condiciones que su hijo requería para estudiar, su familia decidió ingresarlo al Instituto Nacional para Ciegos, INCI, en donde aprendió el sistema braille de escritura y lectura táctil, el cual en la madurez de su vida se convirtió en una herramienta para seguir trabajando luego de que un desprendimiento de retina lo dejara invidente.


Ingresó a estudiar Licenciatura en Matemática y Física en la Universidad Pontificia Bolivariana. Allí, gracias al apoyo de sus docentes y su planchita de caucho que le permitía sentir y acariciar en alto relieve las figuras geométricas, logró graduarse e inmediatamente conseguir una plaza como docente del municipio de Medellín. “Desde muy pequeño las matemáticas me llamaban mucho la atención. El papá de un compañero que trabajaba en la fábrica de Noel me daba Frunas a cambio de ayudar a su hijo a hacer la tarea. En esa época decían que estudiar matemáticas era muy difícil, pero como a mí siempre me han gustado los retos me encariñe cada vez más con los números”, recuerda Fabio. Iniciarse como docente no fue fácil. Algunos funcionarios públicos dudaban de su capacidad por tener una limitación visual, pero al mismo tiempo sus profesores de universidad lo apoyaron y asesoraron para que obtuviera el trabajo y pudiera desarrollar su vida normalmente. Su experiencia personal y profesional le enseñó que aparte de los números, era necesario aprender a escuchar a sus alumnos e intentar descifrar las necesidades pedagógicas que una discapacidad exige. Así, se presentó a la Universidad de Antioquia y con la ayuda de sus compañeros que le leían las extensas teorías en sicología, se graduó en 1982 como especialista en Orientación y Consejería. A lo largo de sus 23 años de trabajo como docente en el INCI y en la Institución Educativa Francisco Luis Hernández, desarrolló cartillas pedagógicas y trabajos de sensibilización con sus estudiantes, y asesoró a sus compañeros docentes

en cómo crear estrategias de comunicación y aprendizaje para un invidente. En otras palabras fue maestro de maestros. Mientras enseñaba matemáticas a sus jóvenes alumnos, también enseñaba a sus colegas a dejar de ver el mundo y a entender lo que esto significa para un niño que ha dejado de verlo o nunca lo ha visto. Luego de su jubilación tuvo que afrontar un nuevo reto. Desde la alcaldía se intentó cancelar la plaza que ocupó por tantos años y que fue para él la oportunidad de realizarse como persona y de cumplir sus sueños; interpuso una acción de tutela y logró proteger uno de los pocos espacios laborales para invidentes. A sus 58 años de edad, su expresión cansada y melancólica refleja a un hombre cuyos esfuerzos han dejado huella y han marcado la lucha constante por acomodarse y hacer parte de una sociedad que, según él, es ignorante frente a la discapacidad. “A veces uno mismo se discrimina porque todavía falta mucha solidaridad. Es como si no se dieran cuenta de que somos personas normales, con sueños y decepciones; que simplemente no podemos ver pero que igualmente tenemos todas las demás facultades y aspiraciones de un ser humano”, explica Fabio, quien al mismo hace un balance de su vida y, con el orgullo que resalta en sus palabras, dice que logró desarrollar su vida con normalidad: tuvo anhelos sueños y los cumplió, deseó una familia y hoy lo rodea, tuvo un trabajo y lo desempeñó satisfactoriamente siendo ejemplo en pedagogía.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Hernando ZABALA SALAZAR

El momento más trascendental en su vida de cooperativista fue en 1987 cuando apenas llevaba diez años en el gremio. Ese año había un foro regional sobre cooperativismo y unos compañeros quisieron exponer diferentes tesis. A Hernando le correspondió interpretar la propuesta legislativa para el cooperativismo colombiano, la Ley 79 de 1998. Sus compañeros le preguntaban si podría hacerlo bien; él, seguro de sí mismo, le explicó al público los problemas y requerimientos de la legislación. Terminada la exposición magistral, un anciano que estaba en primera fila se paró y le dijo: “Joven, tenemos que hablar”. Era el señor Francisco Luis Jiménez y, aunque apenas lo distinguía, Hernando sabía que era el mayor intelectual del cooperativismo latinoamericano, por lo cual aún evoca airoso aquella


anécdota y, entrecruzando sus manos sobre la mesa, agrega que se siente orgulloso, porque su forma de pensar coincidió con la de aquel maestro, quien desde ese momento lo aconsejó y le compartió sus experiencias cooperativistas. Esa amistad acrecentó el conocimiento de este hombre robusto, trigueño, de cara y cabeza redondas, a quien le empieza a crecer una barba canosa que sube hasta sus patillas y que, por la similitud con su cabello, parece extenderse hasta cubrirle la cabeza. Hernando usa anteojos pequeños y habla serenamente, pensando las frases y tomándose tiempo para fumar. Tras soltar una bocanada de humo, explica que eligió la Historia porque su formación era humanística y dedicada a los temas sociales; sin embargo nunca ejerció la profesión puntualmente y terminó por involucrarla en su práctica social de dirigente cooperativo. “Mucha parte de mis escritos sobre el cooperativismo son históricos; son estudios hechos con base en una metodología que parte del análisis histórico, para comprender una realidad”, explica Hernando, quien precisamente se inició en el cooperativismo mientras estudiaba Historia en 1978, cuando ingresó a la Cooperativa John F. Kennedy, tras una convocatoria a estudiantes universitarios para hacer parte de su Comité de Educación. Tiempo después, Hernando fue miembro del Consejo de Administración y en 1980 gerente de la misma organización, y aclara que no es cooperativista por esa convocatoria, sino porque desde joven se vio involucrado en procesos sociales en el barrio Guayabal, “una zona caracterizada por el trabajo comunitario y la lucha

política”, donde él participaba en la promoción cultural y deportiva a través de la acción comunal. Para Hernando, esa experiencia facilitó su paso al cooperativismo, donde siente que su mayor logro es influenciar el desarrollo cooperativo en Antioquia con conceptos y propuestas basados en lo que define como el sentido fundamental del cooperativismo: “Generar un cambio de pensamiento y de vida de la gente a partir de una práctica social y económica”. Con esa ideología desempeñó diferentes cargos en la Asociación Antioqueña de Cooperativas, fue director ejecutivo del Centro de Integración y Desarrollo Cooperativo de Antioquia y actualmente es director de la Corporación para el Desarrollo de la Comunidad y la Cooperación, donde el tiempo para sus pasatiempos, de literatura y cine fantásticos, es cada vez menor, pues pasa los días con tinto y cigarrillos, trabajando absorto en el computador junto a la ventana de su oficina, donde el poco espacio que dejan dos escritorios lo ocupa un estante de libros. Allí reposan autores de la Escuela Francesa como Carlos Gide y Henri Desroche, quienes al igual que Francisco Luis, lo influenciaron y lo convirtieron en un utopista que procura construir “un mundo más equitativo, más justo, con menos pesares, con menos dificultades para la gente del común y, obviamente, un mundo donde haya una vida pública y política más acorde con las posibilidades de desarrollo de los seres humanos… Esa es mi riqueza”, agrega Hernando, dejando escapar una sonrisa tímida y teñida de ilusión.

Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Gloria María RODRÍGUEZ SANTA MARÍA Muchos no entienden por qué la bibliotecóloga encargada de abrir en Medellín la Biblioteca de Comfenalco renunció a la estabilidad laboral, como directora del Departamento de Cultura y Bibliotecas esa entidad, para trabajar por cuenta propia. En esa entidad ella ejerció casi toda su vida profesional, con lo que perfiló una institución atractiva para diferentes públicos, sin distinción de pensamiento, género, edades o clases sociales. Pero ella, después de 25 años de tener el mismo trabajo, decidió emprender nuevas labores, algunas tan desconocidas en su profesión como liderar la restauración del órgano de la Catedral Metropolitana de Medellín. Ella eligió la independencia, tener nuevas experiencias, asumir un cambio de sintonía con la vida, como hacía mucho había elegido ser bibliotecóloga.


La elección de ser bibliotecóloga, arraigada en su pasión por la lectura, tuvo momentos de indecisión durante la carrera, pero cuando empezó a trabajar como auxiliar, en la Biblioteca de Comfama, estuvo segura de su labor. Gloria María Rodríguez, quien apreció el concepto de biblioteca pública en el Reino Unido en 1987, cuando hizo un máster en Bibliotecología en la Universidad de Gales, conserva una estrecha relación con Comfenalco, asesorando y gestionando proyectos, habilidades que le merecieron en el 2006 el Reconocimiento al Egresado Distinguido en Gestión Administrativa de la Escuela Interamericana de Bibliotecología.

de suspenso, drama y amor con la novela Jane Eyre de Charlotte Brontë, es ahora una lectora que salta con facilidad de un tema a otro, y por estos días anda leyendo la historia de Medellín motivada por su participación en la restauración del órgano de la catedral. Gloria es obsesiva con sus trabajos, es perfeccionista, se le dificulta relegar labores y tiene un ritmo difícil de seguir por sus compañeros. Es simpática, de cabello castaño y rizado, ojos claros y expresivos, tez blanca y nariz aguileña; habla de forma rápida mientras gesticula y simpatiza con colores llamativos, como el fucsia, con el cual está pintada la pared de su casa, que da hacia la huerta en la que se entretiene mientras descansa.

Con modestia dice que su labor en Comfenalco es producto del empeño colectivo, porque estuvo rodeada de gente buena. Con un grupo inicial de cuatro personas que terminó siendo de cien, lideró en la biblioteca la extensión de horarios, el desarrollo de colecciones, la inclusión de información local, los programas de extensión alrededor de la lectura y el servicio los domingos y en las vacaciones estudiantiles, pensando en usuarios diferentes a los académicos, como el empleado, la ama de casa o el jubilado, y confiesa, le gustaba más la biblioteca los domingos, porque la gente iba a disfrutar de la lectura.

Ser independiente le permite trabajar desde su hogar en El Retiro, sea con la Fundación Bill y Melinda Gates, con Comfenalco o con la Alcaldía de Medellín, por lo que disfruta más las caminatas en el campo y los paseos en bicicleta, aunque frecuenta menos el cine en el Centro Colombo Americano, por eso presta libros y películas en las bibliotecas, instituciones por las que ha seguido trabajando, como asesora de los Parques Biblioteca, con la responsabilidad y el compromiso social heredados de su padre, el médico Élkin Rodríguez, y con el ideal de tener bibliotecas más ligadas al desarrollo humano y a la satisfacción personal, donde todos disfruten la lectura tanto como ella lo hace.

La niña que aprendió a leer jugando a hacer tareas junto a sus hermanos mayores, que prefería libros como regalos en sus cumpleaños –le gusta el libro incluso como objeto físico–, que a los once años, luego de leer aventuras, cuentos y clásicos de la literatura, vivió un prohibido mundo

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Pedro Luis VALENCIA GIRALDO 1987 fue el año de varios asesinatos que trazaron una cicatriz imborrable en el nombre de la Universidad de Antioquia. Tres médicos salubristas cayeron en el fuego por defender un pensamiento asociado a la izquierda y por la imposibilidad de los gobiernos de proteger a sus ciudadanos. Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur Taborda y Pedro Luis Valencia Giraldo fueron abaleados en el mismo agosto y sus memorias personales son un legado que hoy sobresale en la lucha por los Derechos Humanos y la defensa de las garantías fundamentales de las personas. La historia de Pedro Luis, tal vez el menos conocido de los tres, puede definirse con las palabras que su amigo Álvaro Olaya usa para recordarlo: médico, salubrista y político.


Tenía una vocación de servicio más allá de los límites de curar a las personas, pues creía que la medicina debía ser para todos y no solamente para quienes pudieran pagarla. Como salubrista, entendía que el problema de la salud no era técnico sino político, pues hacía falta la voluntad de los gobiernos. Y como político, sostenía la firme convicción de que las cosas podían ser mejores, más justas. Había nacido en Medellín en noviembre de 1939. A los veinte años ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, donde se vinculó al Partido Comunista. Se graduó en 1965 y emprendió su rural en el municipio de Peque. Allí, según su amigo Álvaro Olaya, se dio cuenta de que ejercer la salud tal y como lo precisaba el sistema implicaba desatender a los más pobres. Por eso su compromiso se afianzó y empezó a acompañar las luchas populares de los pacientes del pueblo. En 1968, de nuevo en la ciudad, ingresó a la Escuela Nacional de Salud Pública para continuar su formación académica, al mismo tiempo que se desempeñaba como médico en la unidad de atención del barrio Manrique. Por su activismo en el Partido Comunista vendía periódicos de izquierda a las personas que atendía y fue eso lo que motivó su destitución por parte de la Secretaría de Salud local. Entonces, con su posgrado en ciernes se posesionó como docente del Alma Máter. Según cuenta Olaya, Pedro Luis no ejercía su política con las armas sino con el pensamiento. Era un intelectual que

compartía sus ideas en las tertulias de la tarde y hasta jugaba chance para sobrevivir en tiempos de desempleo. Eso sí, dice su amigo, era vertical en la mirada política, y si hoy estuviera vivo continuaría luchando civilmente por la justicia social. De ahí que su vida y su integridad corrieran peligro ante los poderes invisibles del Estado y las fuerzas de extrema derecha. Por esa razón, muchos organismos internacionales le ofrecieran becas de estudio en el exterior, para que pudiera exiliarse durante temporadas y así proteger su vida. Estuvo en Hungría, en Polonia, en la URSS y en varios países de Europa del Este. A mediados de los ochenta, la Unión Patriótica ingresó a la democracia como un escenario político posible para la izquierda, y Pedro Luis se lanzó con esta colectividad al Senado de la República. Quedó elegido como suplente y empezó a moverse entre Bogotá, Medellín y los destinos de sus becas académicas. Sucedió entonces la operación conocida como Baile Rojo que logró exterminar a los miembros de la Unión Patriótica y reducir el poder de la izquierda democrática. En esa cacería, Pedro Luis Valencia fue asesinado en su propia casa, muy cerca de la IV Brigada del Ejército, el 14 de agosto de 1987, un día después de haber participado en una multitudinaria marcha a favor de los Derechos Humanos. Su ataúd lo cargaron hombres de la Escuela Nacional de Salud Pública, entre ellos su amigo Leonardo Betancur Taborda, quien quince días después moriría abaleado junto a Héctor Abad Gómez en el centro de Medellín.

Fotografía: Cortesía Asmedas(Asociación Médica Sindical de Colombia) / Perfil: Margarita Isaza

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John Jairo GÓMEZ BERNAL En una hamaca, leyendo poesía, de frente a un paisaje verde y fresco, John Jairo Gómez sueña pasar sus días después de la jubilación. Planea trabajar hasta los sesenta años, tener una pensión digna y descansar en cualquier parte de su querida Antioquia. Por ahora, John Jairo continúa trabajando con una puntualidad que refleja su compromiso por conseguir sus sueños, aquellos que empacó en una maleta cuando salió de su casa para convertirse en odontólogo por formación, y otros tantos que fue guardando, poco a poco, al ser un cooperativista por convicción. Se graduó en 1985 con uno de los mejores promedios de la Facultad de Odontología de la Universidad de Antioquia. En ese momento se dio cuenta de que necesitaba salir de


su hogar, aventurar, llenarse de experiencias y madurar. Por eso, cuando le permitieron escoger el lugar donde podría hacer el año rural, simplemente preguntó cuál era el sitio más lejano, y sin saber dónde quedaba eligió Zaragoza, Antioquia. “Agradezco la experiencia que me dejó el rural en una zona tan difícil, que estaba bajo el poder de la guerrilla y cuyos recursos para la salud eran tan escasos que cuando llegué, me fui posicionado como subdirector del hospital, solo estábamos el médico y yo para atender a toda una región”, explica John Jairo con una sonrisa tímida que trata de ocultar la satisfacción de recordar un primer reto logrado hace mucho tiempo. De Zaragoza pasó a Urabá persiguiendo el amor. Su novia, al terminar el rural en Apartadó, fue nombrada directora regional en Odontología por Antonio Roldán Betancur, entonces secretario de Salud de Antioquia. Hasta este lugar llegó John Jairo con la idea de montar un consultorio particular, en el que trabajó por seis años; allí también se casó y tuvo a sus dos hijos. Así, pensando que ya había cumplido muchos de sus sueños, no creía que sus mayores retos estaban por llegar. A finales de los ochenta, estando en Apartadó, se empezó a gestar un movimiento entre los profesionales de la salud para crear la sucursal de la cooperativa multiactiva Coomeva. John Jairo empezó a leer sobre qué era el cooperativismo y encontró una nueva pasión en su vida; según él, se dejó atrapar por lo valores democráticos que promovía este movimiento y empezó a trabajar por Coomeva Urabá.

Poco a poco se fue apartando de su profesión de odontólogo y comenzó a representar al sector cooperativista como miembro de los cuerpos directivos de Coomeva Urabá. Sin embargo, decidió regresar a Medellín en 1992, en donde empezó a forjar un nuevo sueño: fundar la Cooperativa Médica Social Comsocial. Una empresa dedicada a prestar servicios de salud desde la figura del cooperativismo y que actualmente agrupa a profesionales de todas las áreas del servicio médico y atiende a más de 50 mil usuarios. Según John Jairo “esta empresa nos ha dado la oportunidad de realizarnos como profesionales, tenemos un salario digno y una vida estable […]. Soy un convencido y me encanta que nos sentemos a discutir y que al final del día lleguemos a una decisión por consenso”. John Jairo es un hombre de palabra, de asumir responsabilidades y enamorarse de aquello por lo que ha trabajado. Luego de encargarse de la gerencia de Comsocial, empezó a capacitarse en gerencia y cooperativismo; estuvo en Italia, España y Chile en cursos rápidos y diplomados de economía solidaria. Volvió a la Universidad de Antioquia en 1999 para estudiar una especialización en Gerencia Social, y aún hoy sigue investigando el modelo cooperativista. Es un amante de lo que ha ayudado a construir. Por eso todas las mañanas llega temprano a su oficina con una alegría que no abruma pero se siente, y por momentos deja ir su mirada hacia aquellas montañas donde espera leer poesía con la satisfacción de un sueño que en pocos años realizará.

Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Jorge ARANGO ARANGO Por las playas de Necoclí camina un hombre singular. Usa calcetines y zapatos de atadura, jeans a la rodilla, estuche de anteojos colgado al cinturón, camiseta contenida en la pretina, lentes bifocales y barba desprolija. No es nativo, lo sabe el observador distante porque lo ve ir de prisa, como si en la tranquilidad del Caribe suramericano la vida dependiera de relojes y semáforos. Un niño dice que este ser menudo, de mirada alerta y carcajada generosa debe ser un duende. Parece, en verdad, un ser de fantasía abandonado en la orilla del mar, lejos de su bosque donde son necesarias las botas para atravesar pantanos y escalar rocas. Quizá, vino del país de las hadas


y es, como sugiere un pescador, un geniecillo experto en la palabra dicha, recitada y cantada.

existencia libre de ataduras ideológicas, como la descubrió en su paso por la universidad.

O tal vez no.

A la naturaleza le regaló un jardín exótico en las playas de Golfo de Urabá. Para crearlo se hizo a toneladas de material orgánico varado en la playa y lo convirtió en suelo fértil. Ahí sembró plantas por las que arriesgó la vida en caminos y cerros ocupados por guerrilleros y paramilitares. Para los hombres, construyó un hospedaje sencillo frente al mar donde, además playa y brisa, ofrece charla dulce, retos a la destreza lógica y matemática y más de doscientas frases que reúnen el pensamiento de filósofos clásicos o populares. A su propia vida, la liberó de la prisión en que se convirtió su consultorio de odontólogo, y la llevó en 1993 al mar, a la playa que amaron sus padres y que amarán, necesariamente, sus sobrinos.

Cuando se lee Urantia en el portillo por donde entra el hombre, la imagen de los bosques de niebla donde cantan los celtas se deshace y toma vida la morada paradisíaca de seres buenos y eternos. Urantia, dice la revelación, es el planeta 606 del sistema de Satania, perteneciente a Orvotón, el séptimo universo guiado por el propósito de elevar las criaturas humanas desde el nivel material de la existencia hasta el espiritual. Afuera queda el olor a mar, la arena alborotada por el viento, los troncos cargados desde el Atrato por las olas, el ardor del sol, la sed. Al pasar el umbral de Urantia el mundo se hace otro. Un jardín andino se levanta sobre la arena seca y salobre. El sol no castiga y huele sanjuaquines, siete cueros, besitos, jazmines, y plataneras. La magia no tiene artificios aquí. Las plantas nacen, crecen, dejan sus semillas y mueren frente a los ojos maravillados del hortelano. El hombrecito singular no conoce la comodidad de una hamaca ni la caricia de la quietud porque está concentrado un su creación: un mundo donde la verdadera fraternidad sea posible. Vida amorosa con la naturaleza, como aprendió de sus abuelos; convivencia amistosa con los hombres, como le enseñaron los curas del colegio San José de la Salle; y

Hace tres años el fuego destruyó esa morada: su suelo, sus plantas, sus libros, sus películas, sus estampillas -coleccionadas durante cuarenta años-, sus árboles, sus flores, su planeta de tranquilidad. La mano enemiga intentó marcar con hierro forjado al duende y éste sobrevivió con hondas heridas morales. Se levantó y en esa geografía tomada por capos de diversa índole continúa saludando al sol, al mar, a las plantas, a sus mascotas libres antes de comenzar cada jornada. Para el no ha llegado el séptimo día. La imperfección de su creación le impide soltar amarras y hacerse a alta mar. Estará anclado a su puerto, construyendo, en plena sobriedad, un mundo de paz y amor.

Fotografía: Patricia Nieto Nieto / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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José Miguel Corpas Garcés

Su infancia transcurrió jugando con un palo de escoba y unas checas, tapas de gaseosa que hacían las veces de pelota. Fue una época en que el deporte en Cartagena giraba en torno al béisbol y en la que José Miguel, de tanto jugar en el campo, se encariñó con la naturaleza. Por eso en 1962, llegó a estudiar Licenciatura en Biología y Química en la Universidad de Antioquia, donde entregó su vida como jugador y entrenador de béisbol, iniciando un periodo histórico para los antioqueños, que se extendió hasta los años noventa, en el cual Antioquia, siendo un equipo del interior, triunfó ante los fuertes contendores de la costa. Pero este moreno alto, de dientes alargados, nariz achatada, de origen humilde, conversador y de rebosante amabilidad,


campeón seis veces con la Selección Antioquia de Béisbol y más de diez con Cervecería Unión, tuvo un difícil inicio en el equipo de la universidad, pues el entrenador de entonces, Rafael Montoya, no lo recibía porque el grupo estaba completo. En un tercer intento, José Miguel le pidió que lo dejara lanzarle a su mejor bateador para que decidiera si servía o no. El entrenador aceptó; “en esa época tiraba duro, lancé, y Restrepo no fue capaz de sacar el bate, como se dice”, cuenta, y cuando Montoya conoció su nombre exclamó: “¡Hooombe! Usted por qué carajos no dijo que era José Miguel Corpas”. Hasta las directivas de la universidad supieron que allí estudiaba el lanzador que había sido figura en los Octavos Juegos Atlánticos Nacionales de 1960, en Cartagena, donde quedó campeón con el equipo de Bolívar. En adelante, sus estudios universitarios transcurrieron entre ausencias deportivas y exámenes solitarios presentados a última hora, para luego ejercer apenas seis meses como docente, en el Liceo Concejo de Medellín, porque se fue a entrenar al equipo de Pilsen Cervunión, donde trabajó como jefe de seguridad y luego de deportes hasta jubilarse. “Fui candela pero ya no lo soy”, comenta extraviando la mirada al recordar sus días de campeón, inmortalizados en medallas, trofeos y retratos, como en el que aparece junto a los futbolistas René Higuita y Francisco Maturana, cuando Cervecería Unión los eligió como deportistas del año en 1987. La foto cuelga en la pared de una sala de estar, cerca al reconocimiento que le hicieron como “beisbolista que marcó disciplina en Antioquia y Colombia”. Allí un alto mueble exhibe —además de licores coleccionados en

sus viajes y compartidos sin reproches con sus amigos— trofeos, un reloj de béisbol y juguetes de sus nietos, a quienes seguro influenciará como a sus hijos (Sandra se destaca en softbol y José Luis en béisbol), de la misma forma que lo hizo su padre, José Corpas Córdoba, beisbolista profesional, quien lo puso de lanzador a los catorce años en un partido de adultos en Santa Rita, y debido a la lluvia se le resbaló la pelota en el lanzamiento, golpeando a un jugador en la cabeza. José Miguel salió llorando y ante la insistencia de su papá para que continuara el partido, amenazó con decirle a su mamá que lo estaba obligando a jugar. Los lanzamientos de su mano prodigiosa tuvieron sus últimos días profesionales en Barranquilla en 1980. Antes de eso, jugó mucho tiempo en la Selección Antioquia, con la que ganó en 1968 el Campeonato Nacional de Béisbol, y también en el Pilsen Cervunión de Medellín, donde José Miguel fue mánager de beisbolistas reconocidos como Gustavo Viera y Juan Guillermo Calle. Allí, en ese mismo equipo cervecero es aún entrenador del equipo de jubilados, Softbol Plus Sesentas; y donde a sus 67 años siente que hizo parte de una época en la que la gente necesitaba entretenimiento, en la que el béisbol integraba a la sociedad y en la que él y otros beisbolistas costeños e isleños se consideraron completamente paisas en el triunfador equipo antioqueño.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Lucrecia RAMÍREZ RESTREPO Pasó su infancia entre médicos, enfermeras y monjas del Hospital General de Medellín, donde muy pequeña asistió partos y se volvió la mascota del centro hospitalario donde trabajaba su madre Libia Restrepo, la primera ginecóloga que tuvo esta capital. Para Lucrecia Ramírez Restrepo el entorno médico siempre fue muy familiar. “Era mi otra casa, hacía turnos con mi mamá y hasta dormía allá”, relata esta mujer quien hoy es reconocida por su trabajo en pro del desarrollo social y la salud mental de las mujeres, en especial de las jóvenes. Lucrecia es médica de la Universidad Javeriana de Bogotá y psiquiatra de la Universidad de Antioquia. Siempre, desde su primer caso clínico, su interés y su objeto de estudio ha


sido el tema de las mujeres. Actualmente, y desde 1990, es investigadora del Departamento de Psiquiatría de la universidad, donde coordina el grupo académico de “Salud mental de las mujeres”, promovido y formado por ella en el mismo año, cuando muy poco se hablaba de ese tema. Lucrecia explica: “Sostuvimos que no era lo mismo estudiar una droga en hombres que en mujeres, que era necesario ligar la violencia familiar con la morbilidad, tener en cuenta las condiciones económicas, sociales y culturales de las personas como factores de riesgo ligados a su salud”. Apasionada del tema, esta psiquiátra ha desarrollado investigaciones en síndrome premenstrual, aborto inducido y espontáneo, discriminación, acoso y abuso sexual contra las mujeres y trastornos de la conducta alimentaria (anorexibulimia). Trabajos que han sido reconocidos en diversos espacios médicos, institucionales y culturales. Durante la administración de Sergio Fajardo como alcalde de Medellín en el período 2004-2007, Lucrecia diseñó las redes de Mujeres públicas y de Mujeres talento, y ejecutó proyectos para la prevención de la anorexibulimia y el embarazo en adolescentes. En este proceso, la sorprendió la gran apropiación del discurso de la delgadez entre las jóvenes de Medellín: “Encontramos varios factores de riesgo para los trastornos alimentarios: una tradición de sociedad moralista donde las mujeres eran relegadas, enfrentadas a partir de la década de los ochenta a la cultura del narcotráfico y a un ideal de belleza femenina nuevo, y luego, a un gran impulso

de la industria de la moda, que exige una mujer sumamente delgada y glamurosa”. A pesar de que reconoce los avances y los logros alcanzados por las mujeres a lo largo de las últimas décadas, Lucrecia afirma que todavía falta mucho para llegar al punto ideal en el que la mujer deje de estar reducida al entorno doméstico. “La poca gente interesada en el tema aún tiene una mirada muy tradicional, condicionada a lo reproductivo. Pero una visión distinta: la mujer en el espacio público, la mujer en la política, la mujer que puede dirigir empresas, esa mirada todavía no es la que orienta el trabajo sobre mujeres, especialmente en Colombia”, dice. Sin embargo, es optimista y anota que espera vivir muchos años más para ver una situación diferente, en la que la mentalidad del país cambie. Este espíritu libre que es Lucrecia asegura que se siente feliz de estar en la Universidad de Antioquia, porque “es de los pocos espacios donde se puede trabajar este tema desde una perspectiva social, académica y cultural, porque es un espacio en el que se puede ejercer esta libertad. Por ejemplo, la investigación de aborto inducido yo no la hubiera podido hacer en otra facultad de medicina del país”. Lucrecia es una mujer alegre, madre de dos jóvenes adultos dedicados al arte. Una mujer comprometida con la labor de llevar sus investigaciones más allá de la academia, poniendo sus resultados al servicio de la gente y en conocimiento de quienes toman las decisiones para que los impactos sean visibles y no se queden en libros de estantería.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Gloria Estrada Soto

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Gustavo OLARTE CATAÑO

Parece un niño de escuela vestido de pantalón deportivo de color negro, camiseta azul ajustada al cuerpo, parado rígidamente con su lánguida y alta figura, con los brazos paralelos a las piernas y empuñando continuamente la mano izquierda en una actitud nerviosa. Su rostro trigueño de fisionomía alargada luce una mirada retraída, y una tímida sonrisa deja al descubierto un colmillo calzado en oro, al contar que por esforzarse tanto en las maratones de atletismo sufre una tendinitis. “Yo me exijo mucho pero voy a tener que mermar”, concluye Gustavo, quien ha sido autoexigente en otras facetas de su vida, como en sus días de interno en el Hospital Universitario San Vicente de Paúl, donde trabajaba los viernes toda la


noche para llegar los sábados a las siete de la mañana a dictar clases de laboratorio hasta la una de la tarde, lo cual sorprendía al hoy profesor Jaime Calle, que en esa época era alumno de Gustavo y monitor en el laboratorio de biología general. Él describe a Gustavo como un profesor que siempre está dispuesto a colaborarles a los estudiantes; porque “al final pudo más la docencia”, dice Gustavo, pues aunque cumplió su sueño de ser médico, fue incapaz de renunciar a la enseñanza. La vida se le fue en educar, practicar deporte y estudiar: hizo tres carreras y una especialización. Se presentó a Medicina a la Universidad de Antioquia pero no pasó, por lo que estudió Licenciatura en Biología y Química y se vinculó como profesor a la misma universidad. Posteriormente, becado por la Organización de Estados Americanos, se especializó en Genética en la Universidad de Chile en 1971, donde despertó admiración por el médico Ricardo Cruz-Coke y donde la influencia de las ideas allendistas cambiaron su pensamiento político. Regresó a Colombia en 1973 tras el golpe de estado contra el gobierno de Salvador Allende, y retomó la docencia en la universidad, ampliando sus clases hasta la Facultad de Medicina donde enseñó genética. Se graduó como biólogo porque muchas materias eran homologables con la licenciatura y se matriculó en Medicina para graduarse en 1985, convirtiéndose en un médico solidario, que chequea y ofrece su diagnóstico a todo el que lo necesita, porque piensa que “la cooperación da fuerza para luchar contra las adversidades”.

Del deporte lo atraía el ciclismo, pero sin dinero para una bicicleta se conformó con un balón. Creó un equipo de fútbol de estudiantes y fueron campeones en el torneo universitario. Luego, como seis de contención, disfrutó la gloria en el equipo de profesores que ganó dos campeonatos nacionales y fue subcampeón en otro. La jubilación lo individualizó en el atletismo, con el que ha corrido la media maratón de Medellín, La Ceja, Rionegro y las carreras de Guarne, y fue subcampeón en las III Olimpiadas del Cooperativismo Antioqueño, representando a la Cooperativa de Profesores de la Universidad de Antioquia. Tangos, boleros, clásica, le gusta todo tipo de música, así como leer de astronomía, aparte de literatura, y compartir con estudiantes, profesores y amigos, a quienes encuentra todas las mañanas luego de trotar en la Ciudad Universitaria, de la cual se considera un hijo privilegiado porque le dio todo, hasta una esposa cuando él ya tenía 47 años, pues por fortuna a la Facultad de Medicina, llegó una joven alfabetizadora que se enamoró de Gustavo, quien andaba tan enredado como deportista, educador y estudiante, que no dejaba espacio ni para el amor. Ahora que Gustavo pasa sus días ejercitándose, leyendo y brindando consultas médicas a personas de escasos recursos que lo solicitan, piensa que aunque se siente realizado por las metas alcanzadas en su vida, “hubiese querido estudiar más y llegar más arriba, para ayudarle a más gente”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Rosita TURIZO DE TRUJILLO Es una feminista que todavía usa el apellido de su esposo, Rosita Turizo de Trujillo, y dice que él no la abandona porque le gustan las cosas antiguas; que eso la salva. El sentido del humor complementa la personalidad de esta abogada que, a sus ochenta años, es una abuela amable, servicial y contadora de anécdotas, que encuentra divertidas las propias historias de su vida, disfruta compartiendo con sus nietos y vive orgullosa de su primera hija: la Unión de Ciudadanas de Colombia. Más allá de borrar con la mano lo que hace con el codo, como le dicen sus compañeras feministas, la decisión de conservar el “de” en sus apellidos es puramente libre. Bernardo ha sido un apoyo incondicional. Primero, fue compañero de estudio, luego amigo, novio y finalmente esposo. Cuando salió el decreto en 1972 para


que las mujeres se pudieran quitar el apellido del cónyuge, Rosita lo pensó pero no encontró razón alguna para hacerlo. “Si me hubiera hecho una ofensa me lo hubiera quitado antes, incluso sin haber surgido la ley”, comenta Rosita, que hace honor a la enseñanza de sus padres: “Ustedes [los hijos] tienen que aprender oficios decentes que les permitan ser libres”. Ella lo es y en el camino le ha enseñado a otras mujeres a encontrar la libertad. Desde el bachillerato le decía a sus compañeras que iba a estudiar Derecho. “Algunas se quedaban calladas, a otras les daba risa”, dice en forma pausada y termina riéndose, tapándose la boca con las manos para contener la carcajada, porque recuerda que en su época el papel de las mujeres estaba en el hogar. El humor regresa a las palabras lentas de Rosita cuando cuenta que su papá la llevó con orgullo hasta la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia para matricularla. Ese día no se dio cuenta de que era la única mujer, y ella, que había sido criada en colegios femeninos, que solo tenía contacto con su papá y sus hermanos, se vio estudiando en medio de 72 hombres. Lo que más la asustaba eran las preguntas durante las clases y los exámenes orales, de quince minutos para cada estudiante, al final del semestre. Estos temores trasnochaban a Rosita quien a veces no aguantaba y se ponía a llorar. “Una noche mi mamá me sintió y se vino a ver. ‘¿A usted qué le pasa hija?’. Qué susto el que me dio. Yo le dije: ‘Mamá, qué pena quedarles mal a ustedes, tan ilusionados como están porque yo la mayor que iba a dar ejemplo, pero no voy a ser capaz. Yo me voy a quitar, mamá, yo no soy capaz’. Le

conté cuántos éramos y le expliqué qué pasaba. Ella empezó a sobarme la cabeza tres o cuatro noches seguidas y me decía: ‘Tranquila, mija, obsérvelos y me cuenta. Mi amor, con seguridad que el más inteligente, cuando más, será como usted’. Yo al fin me lo fui creyendo”, completa Rosita. Gracias a la seguridad infundida por su madre, fue la novena mujer graduada de Derecho en la Universidad de Antioquia, y en ese momento comprendió que era abogada, pero no ciudadana colombiana. Con esa personalidad de reivindicatoria que la llevó a estudiar Derecho, empezó a trabajar por las mujeres, y así surgieron la Asociación Profesional Femenina de Antioquia (1955), la Unión de Ciudadanas de Colombia (1957) y la Corporación Mundial de la Mujer. Ella se siente como la madre de la Unión de Ciudadanas de Colombia, porque su papel parte de enseñarles a las mujeres a ser ciudadanas en ejercicio, con derechos y deberes, y a interesarse por el país, por la condición de los más desprotegidos de Colombia. Esa ha sido su pasión, por eso procura que estas y otras instituciones educativas que ayudó a crear, sí presten siempre el servicio social con el que sus fundadores soñaron.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Francisco Luis JIMÉNEZ ARCILA Cuando apenas amanecía el siglo XX, el dos de octubre de 1902, vio la luz del día en el municipio de Granada (Antioquia) un pequeño que bautizarían con el nombre de Francisco Luis Ángel. El hijo de Alejandro Jiménez y Pastora Arcila (quienes constituyeron un hogar con profundos arraigos campesinos y cristianos) se convertiría en un prominente humanista y gran líder que defendió el cooperativismo como modelo alternativo, interviniendo en múltiples procesos de organización de los trabajadores del campo y la ciudad, condensándolos en innumerables escritos sobre doctrina, sociología, economía y derecho. Durante sus estudios básicos (realizados en el Colegio San José de Marinilla) y posteriormente en el mundo


universitario (Escuela de Derecho de la Universidad de Antioquia), descubrió su proyecto de vida: el bienestar de los menos favorecidos. Esa vocación de servicio y capacidad de entrega a los demás se volcó hacia las letras, siendo su primer libro la tesis titulada Cooperativas de consumo (laureada y publicada en 1930). Desde entonces, ya fuese como empleado de la rama jurisdiccional, como docente, como profesional independiente, como gerente de múltiples cooperativas o como dirigente, aportó con sus palabras, sus ideas, sus escritos y sus obras a la formación de un mundo de bienestar con base en la cooperación. Dedicó su vida (intelectual, profesional, social y política) a extender la semilla de la cooperación, primeramente en su querida Antioquia; luego, como protagonista principal de la formación de la integración cooperativa continental. Fue miembro consultor de la Alianza Cooperativa Internacional, así como de la Organización Internacional del Trabajo, y presidente de la Organización de Cooperativas de América. En Francisco Luis se resume la historia de nuestro cooperativismo en el siglo XX. En los años sesenta y setenta produjo extraordinarios estudios. Enseñaba sobre economía, sociología y escribía ensayos jurídicos para que el cooperativismo en evolución contara con las fuentes teóricas principales que orientaran su devenir. Y hacia el final del siglo increíblemente otorgó a las generaciones futuras un maravilloso legado doctrinario; al contrario de lo que pudiera pasar con un ser humano centenario.

Su existencia estuvo marcada por innumerables homenajes de agradecimiento de quienes fueron tocados por su inagotable energía de cooperador: hacia el final de su vida le fue dado el título de Padre del Cooperativismo Colombiano, se le otorgó por la ACI el Premio Pioneros de Rochdale y fue merecedor de la Orden de Boyacá. Francisco Luis parecía fortalecido por el deseo de aportar a la construcción de un nuevo país, esparciendo semillas de doctrina por doquier, siempre atento a las problemáticas y a las soluciones. A sus 106 años de edad, a pesar de que la enfermedad agazapada anidaba en su pecho, revisaba notas, releía textos y se aprontaba a responder consultas de sus amigos y a continuar con sus epístolas no terminadas. Sin duda, un ser humano sin igual: un roble en su juventud, un roble en su senectud. La obra de Jiménez, nacida de una clara conciencia de la realidad que le correspondió vivir y de una lucha constante por transformarla, es inmensamente valiosa para dotar al movimiento cooperativo colombiano y al sistema de economía solidaria del sustento teórico necesario para lograr protagonismo en el mundo cambiante de los albores del siglo XXI. Como sembrador realizó su labor en la esperanza de que algún día se pudiera recoger el fruto de su sudor y se sentía feliz cuando descubría que los demás disfrutaban de su cosecha. Jiménez esparció el don de la esperanza entre muchos colombianos, inyectando ánimo en los corazones de quienes creían posible la promesa de la cooperación.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Hernando Zabala

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Enrique GIL BOTERO El magistrado Enrique Gil Botero es uno de esos hombres que parece que sin vacilación alguna —sin incertidumbres sobre su vocación— empezó a construir su carrera desde la nada hacia un fin lejano y definido. Y alto. Gil, de 58 años, desde muy joven se sabía un hombre de leyes. Basta decir que este hombre que hoy ocupa un extenso despacho en el ala occidental del Palacio de Justicia, en el corazón de la república, a los 17 ya se movía entre expedientes, desempeñándose como citador en un remoto juzgado penal municipal. Desde su natal Fredonia salió para estudiar el bachillerato en el Colegio Nocturno de la Universidad de Antioquia. Cursó la secundaria con las más altas calificaciones de tal forma


que al terminar tenía en el bolsillo y por derecho uno de los codiciados cupos para estudiar abogacía en el Alma Máter, prescindiendo del examen de admisión. Era el año de 1974. Desde que Gil ingresó a la Facultad de Derecho demostró que ese era su terreno. En siete semestres de estudio, fue todo lo que requirió para concluir sus estudios, obtuvo tres veces la matrícula de honor. Y si antes, sin título, se las había arreglado para ganarse la vida entre despachos, ahora con el diploma su carrera se proyectó vertiginosamente. Inmediatamente pasó de citador a auxiliar de fiscal y muy pronto encontró un espacio en la academia, un ambiente al que hoy sigue vinculado como catedrático. Gil empezó su trasegar por las aulas en la Universidad de Medellín, donde enseñó sobre la responsabilidad del Estado en el derecho administrativo. Paralelamente a la educación, continuó su trayectoria ya como funcionario público o ya en la esfera privada. Fue conjuez del Tribunal Administrativo de Antioquia por quince años, abogado litigante ante la jurisdicción administrativa, miembro de la asociación de derecho administrativo, cofundador del Instituto Antioqueño de Responsabilidad Civil y del Estado.

derecho público que aún hoy se sigue reeditando bajo su celosa revisión y actualización. Sus miradas y reflexiones sobre ese y otros temas también se han difundido en decenas de artículos publicados en las más prestigiosas revistas de facultades y entidades del país. En el 2006 su vasta trayectoria fue reconocida a nivel nacional con su nombramiento como Consejero de Estado. En el 2008 Gil logró la más alta distinción a que puede aspirar un jurista como él: fue presidente del Consejo de Estado, y al concluir esa misión sus pares lo enaltecieron con la Condecoración José Ignacio Márquez al Mérito Judicial. “Desde una alta dignidad como la es el Consejo de Estado o desde la humildad de un trabajo privado y anónimo, siempre trataré de aportarle a la sociedad todo lo que ésta me dio a mí cuando me brindó la oportunidad de ir y formarme en una universidad pública”, dice el magistrado Gil.

También sacó tiempo y dedicación para formarse y enseñar desde los textos: amén de una decena de diplomados, estudió en Salamanca, España, un posgrado en Derecho Constitucional. En 1996 escribió el libro Responsabilidad extracontractual del Estado, un verdadero tratado de Fotografía: Archivo revista Semana / Perfil: José Monsalve

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Ignacio vélez escobar Ignacio Vélez Escobar nació en Medellín en 1918. Se graduó en 1942 como Doctor en Medicina y Cirugía en la Universidad de Antioquia. Luego se especializó en la University Pennsylvania Graduate Shool Of Medicine en 1944. A su regreso se vinculó a la Facultad de Medicina de su universidad. Fue profesor, varias veces decano y rector; luego, Gobernador de Antioquia y Alcalde de Medellín. Fue protagonista en el surgimiento de instituciones esenciales en la región. “Cuando era gobernador, una de mis gestiones importantes fue vender el Ferrocarril de Antioquia a la Nación. Gracias a esa venta logré la creación del Idea, las Empresas Departamentales de Antioquia (hoy Eade), y la construcción de La Alpujarra y la Ciudad Universitaria”1.


Sobre este último tema publicó el libro Historia de la nueva Universidad de Antioquia 1963-1970. Franco, directo, agudo y pertinaz, Vélez Escobar no es partidario de transigir ni matizar lo que se piensa. De la Universidad dice: “En cobertura sí se mejoró muchísimo, pero cobertura sin calidad para qué (…) En Colombia sólo hay tres ciclos educativos. Falta el cuatro, entre el bachillerato y las carreras profesionales. La idea es conservar la primaria y la secundaria tal como están concebidas y luego un período intermedio de “colegio de ciencias” con una duración de dos años, con formación básica y cultura general. Los alumnos tienen la facultad de tomar unos cursos opcionales y otros obligatorios, y ya cuando tengan una orientación adecuada entonces escogen carrera que es un ciclo más corto que el actual, Todos, sin importar la disciplina, tienen que saber historia de Colombia, geografía, matemáticas” 2. Ignacio Vélez Escobar es un antioqueño visionario de recia práctica e ideología conservadora, defensor del orden, la autoridad y la disciplina. Sin embargo, poco se le reconoce su liderazgo en la implementación de una propuesta curricular moderna y humanista que tuvo la Universidad de Antioquia, un modelo educativo de educación superior que operaba en diversos lugares del mundo y que hoy retoman las grandes universidades del mundo. Consistía en un ciclo intermedio. Entre nosotros se denominó Estudios Generales. Incluía una formación generalizada en ciencias básicas con cursos opcionales y obligatorios para todos los programas.

Paradójicamente, esa propuesta curricular se desmontó, aduciendo motivos ideológicos y políticos coyunturalmente progresistas sin mayor discusión ni razones académicas y metodológicas consistentes. Ese espacio común de intercambio, maduración, conocimiento y formación humanista fue señalado como el lugar de origen de los problemas de orden público de la Universidad. Al desmontar ese modelo curricular se asumió uno anacrónico disperso y conceptualmente incoherente que en buena medida aún subsiste. Es, desde ese liderazgo cotidiano, que Ignacio Vélez Escobar incorpora las diversas orillas ideológicas, desde donde se inscribe su nombre en la historia de la Universidad de Antioquia como proyecto cultural académico y científico de la región.

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Suárez Restrepo, Catalina. “Ignacio Vélez: un dirigente de mil batallas al que la vida le ha rendido”. El Colombiano. Medellín. Mayo.2004. 2 Idem.

Fotografía: Archivo Periódico Alma Máter / Perfil: Álvaro Cadavid M.

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Dagoberto LÓPEZ ARBELÁEZ Recuerda que de la mano de su mamá asistió a una capacitación que la cooperativa financiera del barrio ofrecía para atraer nuevos asociados. Tenía ocho años, y hoy ese instante en su vida se convirtió en más de cuarenta años de trabajo en el sector cooperativista. Dagoberto López nació en 1953 en Argelia, Valle del Cauca, y creció en el barrio San Bernardo de Medellín, en donde aquella cooperativa se convirtió para su familia en la única posibilidad de acceder a un sistema de crédito y ahorro; y al mismo tiempo sembró en él una inquietud y un interés que aún hoy continúan. Siendo tesorero del grupo juvenil de la parroquia del barrio decidió guardar los pocos recursos que tenían para sus actividades en la cooperativa de ahorro y crédito de Belén,


y desde ese momento se vinculó a esta entidad como voluntario y posteriormente como gerente general, en donde ya lleva 26 años de servicio. Para él, “los cooperativistas somos propietarios, privilegiamos al ser humano y administramos los recursos democráticamente […], por eso soy un convencido de este movimiento como método apropiado para buscar el desarrollo social”. Consciente de que su preocupación por lograr condiciones sociales más justas no dejaría de inquietar su vida, decidió estudiar Ingeniería Industrial en la Universidad de Antioquia porque “identificaba a la universidad como una entidad en la que no solo se daba la formación técnica, sino también la formación humanística [...]. Escogí Ingeniería Industrial, porque es una carrera que abarca muchos tópicos, ya que nos preocupamos por la producción y por la gente”, explica Dagoberto, quien en sus años de estudio combinó las clases de cálculo con el trabajo voluntario. Se graduó en 1982 y un año después accedió a una beca en la Universidad Sherbrooke de Canadá, en donde fue uno de los primeros colombianos en obtener un título de maestría en cooperativismo. Comenzó su trasegar en la vida política, sin abandonar la Cooperativa Belén, como concejal de Medellín durante el periodo 2002-2003 y posteriormente como asesor del Consejo Municipal de Políticas Sociales y Equidad. Desde su labor profesional y desde el movimiento cooperativista a nivel nacional ha impulsado, según

explica, tres grandes ideas: “El trabajo de las cooperativas con los jóvenes por medio de programas en donde ellos puedan estudiar y al mismo tiempo contribuir con el relevo generacional que necesita cualquier entidad; la participación del cooperativismo en la vida política de una forma no partidista, pero sí desde una visión diferente que favorezca este sector, en la medida que nuestra filosofía contribuya a que los consumidores y productores estén integrados en asociaciones para mayor beneficio de la sociedad; y por último, impulsar dentro de las agendas del cooperativismo la preocupación por una mayor equidad social”. Estos ideales aplicados a un estilo de vida han significado para Dagoberto grandes triunfos. Recibió, por parte del municipio de Medellín, la Medalla Cívica Ricardo Olano por sus contribuciones al trabajo comunitario, y la Orden de Caballero, otorgada por el Senado de la República por su aporte al desarrollo cooperativo. Siempre ha trabajado para y por el movimiento cooperativista. Es un apasionado de viajar y conocer otras culturas; ha visitado varios países de otros continentes gracias a su trabajo. Sin embargo, para Dagoberto “el éxito del hombre no se mide por los cargos que ha ocupado ni por el coeficiente intelectual que uno tenga, sino por la inteligencia emocional y la capacidad de relacionarnos con los otros; al fin y al cabo la ciencia y la técnica deben estar siempre al servicio del ser humano”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Baltasar MEDINA Un día, luego de inaugurar unos juegos en El Carmen de Viboral, aprovechó su viaje a Medellín para entrar a Guarne a saludar a su amigo Sixto Orozco, quien casualmente inauguraba una cancha de tejo en el pueblo. Había banderas, pólvora y una multitud agolpada en el evento, y cuando Sixto lo vio venir, anunció que había llegado el delegado de la Gobernación de Antioquia, Baltasar Medina, director de Indeportes. Sonaron los aplausos, estalló más pólvora y obviamente aunque sólo iba a saludar a su amigo, como cuenta Benjamín Díaz, quien lo acompañaba en esa ocasión, “Balta aprovechó para echarse un discurso e inaugurar oficialmente la cancha de tejo. Porque él donde ve tres o cuatro personas no necesita sino un ladrillo para pararse y echar su discurso”. Es tan apasionado del deporte como


de la oratoria, y la palabra es un don que, mezclado con sus capacidades de dirigente deportivo, lo ha ayudado a ocupar todos los cargos del deporte en Colombia, incluyendo el actual como presidente del Comité Olímpico Colombiano, máxima autoridad deportiva del país. La importancia de los cargos no le resta humildad a Baltasar, quien tiene una gracia especial para tratar a las personas, pues “cree que todos tenemos la obligación de servir a los demás y de reconocer a la gente como es”. Este hombre carismático, de cabello y bigote canosos, cara rojiza y movimientos refinados, nació en Sopetrán, Antioquia, y desde el bachillerato en la Normal Nacional de Varones, donde fue director del club deportivo, descubrió una fuerte vocación por el deporte que en la universidad lo hizo cambiar sus estudios de Biología y Química, iniciados en 1968, para trasladarse al programa de Educación Física que apenas comenzaba en 1969. Allí se entregó a la disciplina deportiva, practicó el baloncesto, la gimnasia, y se apasionó por el ciclismo, por el que recibió el premio Cochise de Oro de la Liga de Ciclismo de Antioquia. No obstante, pasó por todas las vivencias deportivas para ser profesor de Educación Física, y en 1977, con apenas un año de graduado, estaba vinculado a la Universidad de Antioquia como docente, labor que alternó a lo largo de su carrera, con la de dirigente deportivo voluntario en ligas antioqueñas de gimnasia, judo y baloncesto.

los cuales hizo todo lo posible para mejorar el programa de Licenciatura en Educación Física. De la misma forma ascendió de lo municipal a lo departamental y a lo nacional; fue gerente de Indeportes, secretario de la Oficina de la Juventud de la Gobernación de Antioquia, e integró comités de eventos nacionales e internacionales, como campeonatos de baloncesto realizados en Medellín. Su experiencia le ha permitido concebir el deporte no de manera multidisciplinaria sino interdisciplinaria, ya que para él se requiere que todos los involucrados en la actividad física tengan comunicación permanente e identidad frente a los objetivos, y precisamente bajo ese ideal pretende, desde su puesto en el Comité Olímpico Colombiano, articular procesos y mejorar la comunicación entre las instituciones deportivas. También trata de contribuir a la creación de una política para el deporte en Colombia, coordinando actividades para apoyar el Plan Decenal del Deporte 20092019, organizado por Coldeportes, pues ahora quiere complementar su inventario de acciones, actuando a favor del desarrollo deportivo del país.

Desde la universidad, Baltasar se perfiló como un líder, empezó haciendo parte del Comité Asesor de Educación Física y fue jefe de departamento, entre otros cargos, desde Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Julio GONZÁLEZ ZAPATA Su vida pasa en una oficina del piso cuarto de la Facultad de Derecho, sentado en su escritorio, preparando clases o asesorando estudiantes, fumando un cigarrillo de sabor fuerte que, dice, no le molesta la garganta ni le da tos; fumar es algo que empezó como un vicio y se volvió una compulsión, tal vez igual o mayor a la de ser docente, porque para él, dar clases es una actividad placentera y liberadora, es poder hablar con los estudiantes y es algo que por ahora no piensa abandonar. Con sus largos dedos sostiene el cigarrillo cuyo humo envuelve la piel trigueña de su rostro. Por su estatura — es de piernas largas y espalda ancha—, Julio se agacha un poco para comentar que es abogado pero no le gusta


ejercer; lo tensionan los juicios y los tribunales. Le han ofrecido grandes cargos en el gobierno y nunca ha querido aceptar; lo más comprometedor fue ser decano en la universidad, lo que considera como los tiempos más difíciles de su vida, porque lo ponían en otro tipo de problemas que poco le interesan. Lo suyo es enseñar, leer, defender los planteamientos sobre la libertad y tratar de entender el mundo, por eso estudió Derecho, pero en el camino se dio cuenta de que su profesión sólo le permitía ver una parte del mundo. No se sintió defraudado, asimiló el quehacer como una visión parcial de los problemas de la sociedad y de la gente, nunca pensó en cambiar de carrera ni en retirarse y, luego de 30 años, le ha parecido un instrumento útil para entender la sociedad. En la Universidad Nacional de Colombia se especializó en Instituciones Penales, y en la Universidad de West Virginia, Estados Unidos, estudió Literatura; algo que no puede explicar de manera racional. La respuesta más clara es que era una curiosidad que tenía en la vida y de pronto la pudo satisfacer. Realmente la literatura, especialmente latinoamericana y francesa, ha sido un pasatiempo para él. Hay dos libros que nunca dejaría en ninguna parte: Las mil y una noches y El Quijote; los demás se podrían perder, pero estos los ha leído y releído y no pierden la magia. Como tampoco la pierde el autor que influyó en su enfoque humanista, el que nunca deja de repasar y con el qué no deja de tener dudas: Michael Focault, pues piensa que a través de él ve a los grandes autores clásicos, a los cuales conoció también a través de sus maestros, Carlos Gaviria, Ramiro

Rengifo, Fernando Mesa, Mario Restrepo y Jairo Duque, quienes tenían una formación humanística universal de la cual él, con resignación, dice poseer apenas una parte. Lo cierto es que de las clases de Julio han salido grandes abogados, penalistas, magistrados y defensores de la libertad en el país. Saber que sus alumnos consideran que les enseñó algo útil y ver que muchos de ellos lo han superado en conocimiento, es muy gratificante para él, tanto como ver ganar al Deportivo Independiente Medellín, equipo que lo apasiona desde niño, cuando el “Caimán” Sánchez era el arquero. “Cuando gana me siento como nuevo, aunque realmente no celebro mucho. Ya, si es un campeonato, que me han tocado poquitos, eso sí es de ‘bebeta’ y de salir a la calle a gritar”, comenta Julio, aunque a juzgar por su seria amabilidad, no lo imagino gritando en las calles por un equipo de fútbol, pero, de ser necesario, sí lo haría por la Universidad de Antioquia, el eje de su vida en los últimos treinta años, pues si le quitaran el Alma Máter no quedaría en nada; precisamente porque su vida transcurre en las aulas, formando profesionales comprometidos con lo que piensan, lo que es la justificación social por la que existe el derecho: la reivindicación de la libertad humana.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Alberto CaDAVID MEJÍA Alberto Cadavid es un ser sencillo y vital; pero a la vez complejo y lleno de misterios. Él es como un círculo que se cierra y se abre sobre sí mismo. Cada vez que se abre desglosa alguna especificidad de ese ser inmensamente desconocido por nosotros. Supe de Alberto en la Universidad de Antioquia, cuando ambos estudiábamos Lenguas Modernas. Luego, pude conocerlo en profundidad cuando fuimos, muchos años después, compañeros, colegas y estudiosos de varias disciplinas de la lingüística pura y aplicada. Yo era en ese entonces y sigo siendo un neófito principiante de maestro; mientras mi amigo se distinguía como un erudito de la palabra. Se podría afirmar que el hombre escogía los


enunciados con pinza y guantes. Su filigrana enamoraba a sirios y troyanos, por la forma y su fuerza “elocutoria” encandilaba a la audiencia y conducía al auditorio con clarividencia. Una vez, me acuerdo todavía, ilustraba el concepto del entorno en sí y para sí. Según Alberto, “house no es casa”. En realidad ni ha sido, ni será; casa podría ser house; aunque su significado cultural difiere; pero nosotros, los que estábamos trabajando con actos de habla superficiales, perdíamos el contexto cultural, histórico, étnico, cognitivo y lingüístico que hace tránsito desde los umbrales del seno materno hasta situarse por encima del bien y del mal; sin perder de vista ese continuo transcurrir del ser y la sociedad, su identidad simple y la identidad múltiple que subyacen, se complementan, se contrapuntean y/o se distancian en el proceso de provocar el conocimiento y los saberes cotidianos. Como su padre zapatero, Alberto interpreta en las cuerdas los aires colombianos, donde llega, diseña estrategias culturales y estéticas para proteger el agua, la naturaleza y el entorno natural, vivir, sentir el territorio para describirlo y narrarlo, y así, vigorizar la cultura colectiva. Es este el núcleo de sus laboratorios de lenguaje. Con su trabajo juicioso y en silencio protege de terceros aquello que realiza. Articula naturaleza, arte, lengua y lenguajes.

actividad como investigador etnográfico, maestro riguroso, metódico con la lengua, sensible y creativo con los lenguajes. Su actividad en los sectores cultural, social y cooperativo, la realiza con la gente. Escribió la novela La montaña regresa y un libro de relatos. Hizo pausas para especializarse en Inglaterra y posgraduarse en la Universidad de Lovaina en Bélgica. Alberto es un ser universal, estudioso, incansable. Por encima de todo, Alberto es un gran amigo, un tesoro que, afortunadamente, los que lo conocemos, sabemos del valor de su presencia en nuestras vidas. Su exquisitez nada tiene que ver con lo rebuscado. Especialmente, este hombre honesto, como cosa rara en estos días, valora la amistad por sobre todas las cosas. Como hijo menor, le ha tocado mostrarles a su familia y a sus hermanos del alma que puede y sabe defenderse aquí y en cualquier parte. A Concha, toda su vida le mostró que puede medírsele al desafío que fuese, y la colmó de cariño y afecto. En esa dinastía, donde muy pocos han sido admitidos. Por lo sencillo, “descomplicado” y a la vez complejo, Alberto es, ha sido y siempre será, reconocido y recordado como un fuera de serie.

Mi amigo se ha destacado como gestor, estratega y líder cultural. La región del Suroeste antioqueño es testigo de su Fotografía: Cortesía periódico Alma Máter / Perfil: Oakley Forbes / Álvaro Cadvid

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Rocío PINEDA GARCÍA En la sala de cirugía de un hospital del municipio de Don Matías, Antioquia, una mujer de 34 años nunca despertó después de que le aplicaran anestesia con una mascarilla de éter. Rocío Pineda García tenía siete años cuando su madre murió en el tratamiento por un aborto espontáneo. Muchos años después, la vida le daría la oportunidad de dictar, en ese mismo lugar, una conferencia sobre salud femenina, riesgos durante el embarazo, abortos y maternidad, a las mujeres obreras de la región. Para ella fue como cerrar un ciclo. Rocío Pineda García habla pausado y firme; su voz, su presencia, sus movimientos emanan seguridad y tranquilidad. Ha recorrido medio mundo en su interés por


conocer las diferencias culturales y aprender de ellas. Disfruta de la literatura, la música y el arte. Es una mujer librepensadora, demócrata y comprometida con las causas sociales. Feminista radical, participó en la fundación de Mujeres Colombianas por la Paz, la Red Nacional de Mujeres y la Ruta Pacífica de las Mujeres.

político y social de los sesenta y los setenta, en el que surgieron los movimientos hippies y de los negros en Estados Unidos en la lucha por los derechos civiles, la revolución de mayo del 68 en Francia, la oposición a la guerra de Vietnam y el feminismo, fue determinante en su postura frente al mundo.

Su espíritu libertario e independiente y la influencia directa de su padre en su formación, la llevaron a cuestionar desde niña los patrones sociales y los códigos de comportamiento establecidos para las mujeres. “En el colegio veía cómo a las demás niñas las preparaban para ser bellas, madres y esposas. Me preguntaba por qué. No quería ser mamá ni casarme, el matrimonio para mí era como una tragedia, una trampa, una cárcel. Yo quería ir a la universidad”, dice.

Tras varios años de ejercer su profesión, entendió que ésta era una mera “extensión del trabajo doméstico” y no trascendía al análisis y al entendimiento del ser individual y en su relación con la sociedad, por ello dejó de ejercerla y se dedicó a la investigación social y a la esfera política. Se desempeñó en importantes cargos públicos en defensa de los derechos humanos, la promoción de la participación política y económica de las mujeres, y la procura de mejores condiciones laborales y de salud para ellas.

De manera paralela a sus estudios de Licenciatura en Enfermería en la Universidad de Antioquia, se involucró al movimiento estudiantil y a los campamentos universitarios, con los que realizó tareas de desarrollo social en el campo, como alfabetización y educación de la población. Esa experiencia le mostró la realidad de pobreza y atraso. Fue entonces cuando comenzó a tomar una posición política frente a la injusticia y a las necesidades de sociedades más democráticas, justas y equitativas. Inquieta por el conocimiento, se adentró en las ciencias sociales, la literatura y la filosofía. Conoció a la novelista y filósofa Simone de Beauvoir, su puerta de entrada al feminismo y su principal inspiradora. El contexto histórico,

Hoy en día, se mantiene firme en la búsqueda de su más grande sueño: “que las mujeres sean autónomas y dueñas de su vida, sin ningún tipo de tutelaje, que puedan disfrutar el amor y la familia, pero ante todo que pueden vivir sus decisiones con libertad”. Mirándose a sí misma, en la amplitud y tranquilidad de su sala, expresa con satisfacción: “Me siento una mujer realizada porque fui capaz de romper las ataduras y los moldes tradicionales. Fui la protagonista y única responsable de lo que he hecho y me ha pasado. Me he sentido dueña de mi vida. He logrado desarrollar mis capacidades. He logrado lo que he querido. Soy un espíritu libre”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Diana Isabel RIvera

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Gabriel Jaime BUSTAMANTE RAMÍREZ Camina por un callejón del Nororiente. Va en línea recta, por el centro, despacio. A través del teléfono recibe instrucciones. No repara en los vecinos, no mira por las ventanas, no hace señales ni otras llamadas. Le ordenan que se detenga. El costal abandonado al pie del poste es lo que busca. ¿Ese costal? Le dicen que se apure. Lo abre: son huesos secos, quebrados, amarillos. Las piernas le tiemblan, alguien lo auxilia antes del desmayo. La historia se repite una y otra vez en sus recuerdos. Le llega de día, de pronto, cuando ve a una mujer desorientada como si buscara algo; se le aviva en el sueño, al alba, cuando es más necesario un tránsito sereno. No podrá librarse de ella, lo sabe, porque es la impronta de la búsqueda


de desaparecidos que emprendió en el 2004 como único funcionario del Programa de Atención a Víctimas de la Alcaldía de Medellín. Su tarea no era, precisamente, buscar cadáveres. Se trataba de acercar el gobierno de la ciudad —sobre quien recayó la obligación de reintegrar a ex paramilitares— con las víctimas, de las que pocos se ocupaban. Las súplicas de las mujeres marcaron el rumbo de su compromiso personal: “Ayúdeme a encontrar a mi hijo”, le decían en los barrios, en las concentraciones, en las oficinas públicas. “¡Lo que se perdió acaso fue un perro!”, le dictó una mujer en medio de la impotencia, y él copió obediente, casi abofeteado. No eran eso sus amigos desaparecidos durante el gobierno de Turbay Ayala y los años que le siguieron. En nombre de ellos, salió a protestar cuando era apenas un adolescente que participaba en grupos juveniles de izquierda y vivía en el barrio Camilo Torres Restrepo de La Estrella. Allí, una vez dejó la finca del abuelo y perdió su sombra protectora, el mundo cambió. La vida le mostró las inequidades, conoció las derrotas, y la ciudad se le antojó hostil, poco apta para la vida: en 1985 un policía entró a la inspección de policía de San Antonio de Prado, mató a dos personas y se suicidó. Uno de los muertos era su padre, un investigador empeñado en develar los vínculos de algunos agentes con el narcotráfico. Después de hacer parte del contingente 153, formado por universitarios remisos reclutados en todo el país, y de sufrir el asesinato de uno de sus mejores amigos, decidió refugiarse

en la selva chocoana. Realizó programas de radio con los indígenas del Medio Atrato bajo la tutela de misioneros claretianos, y, dos años después —perseguido por quienes confunden el trabajo comunitario con subversión—, regresó al seno del hogar donde la mamá no se cansaba de decir que esa aventura era una irresponsabilidad. Una camioneta fue su tabla de salvación. A las dos de la mañana llegaba a la plaza mayorista de mercado, hasta el mediodía lidiaba con cajas, costales y guacales por toda la ciudad. En la tarde se convertía en estudiante: Economía, Idiomas, Zootecnia... Se detuvo en Historia y se plantó en la violencia, tema que lo unió como investigador a Alonso Salazar, su amigo de adolescencia, el periodista de los noventa dedicado a las barriadas heridas, agrietadas, sin futuro. En lugar de patrones y comandantes, a Jaime lo sedujeron los que fueron derrotados sin entrar siquiera en batallas. Por eso, asumirse como líder del primer proyecto gubernamental de atención a víctimas en Colombia fue, simplemente, un mandato del corazón. A él le obedeció cuando se fue por primera vez al Chocó en busca de amistad con los indígenas de Beté y Tagachí; cuando caminó por aquel callejón en busca de los restos de un muchacho que se hicieron viejos en una fosa clandestina; cuando dejó la ciudad, hace unos meses, y se fue de nuevo al Chocó en busca aquellos indígenas convertidos hoy en víctimas.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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Ana Piedad JARAMILLO restrepo De lejos se reconoce a Ana Piedad Jaramillo porque le saca una cabeza al promedio —y hasta dos a quienes la miramos como a la Virgen quiteña del Panecillo, allá en las alturas—; pero también porque habla con sus manos, grandes y voluptuosas, que habría querido pintar Guayasamín, y con sus ojos, chispeantes y curiosos, que Buñuel habría pasado por la navaja. Porque Ana Piedad no es como las “famas” ni las “esperanzas” entre las que Julio Cortázar clasificaba a las especies humanas aburridas. Ella siempre ha sido un “cronopio”: curiosa, insaciable, provocadora. Cuentan que desde el colegio religioso comenzó a formarse en su perfil de periodista-bohemia-contestataria, amiga de “micos”


y demás especímenes; con el de joven atildada de buena sociedad, hábil para la diplomacia. Políticamente incorrecta o correcta, según el estado del tiempo y del ánimo. Luego comenzó su vida de aventurera con un inocente grupo juvenil, Viva la Gente, sin drogas ni psicodelia, que la paseó por varios países a punta de canciones. Desde entonces hace las veces de cancionero andante en fiestas y saraos. En otros ambientes recita poemas, recuerda al dedillo tramas de novelas, recrea al personal con desternillantes anécdotas o hace gala de sus dotes teatrales. “Ana P.” se graduó en 1984 de Comunicación Social en la Universidad de Antioquia antes de dejarse arrastrar por el sueño parisino. En París se quedó los años suficientes para estudiar cine y volverse guía experta en recorridos a pie o en bicicleta por sus santuarios patrimoniales y marginales. Esa experiencia le serviría años después, cuando regresó como agregada cultural de la embajada colombiana para mantener un pie en los arrabales parisinos, y el otro en los ambientes refinados del arte y la intelectualidad. Sin dar un salto brusco hizo lo propio en el consulado de Montreal, como entusiasta promotora del talento colombiano. En el interregno fue traductora del francés, editora de publicaciones, asesora del Ministerio de Relaciones Exteriores y coautora del Plan Distrital de Turismo de Bogotá.

pero una paisa cosmopolita (aunque últimamente salga en el crucigrama de El Colombiano). Por eso la cuadratura del círculo —como el marco deseado para una obra perfecta— se da con su nombramiento como directora del Museo de Antioquia, institución que conoció como joven reportera del diario cultural El Mundo en los años ochenta. En esa época, entrevistar a Débora Arango en su vejez reposada, tras descubrir sus pinturas descarnadas y brutales fue para “Ana P.” algo así como una epifanía. Desde entonces no paró de devorar el arte en todas sus presentaciones, mejor todavía, de conocer a los artistas en la intimidad de sus talleres, comenzando en París donde compartió con Luis Caballero, Víctor Laignelet, Lorenzo Jaramillo, Saturnino Ramírez y Darío Morales, entre muchos otros. Su infinita curiosidad por los asuntos de la vida y del arte le permite admirar ambos en tono mayor de tragedia o menor de comedia, en grandes y pequeños formatos, en volúmenes boterianos o en miniaturas que pudieran desaparecer entre sus manos.

De vuelta a Colombia aceptó la dirección del Teatro Jorge Eliécer Gaitán y durante un año mantuvo una variada e ininterrumpida programación cultural. Una paisa —Jaramillo Restrepo— manejando un emblemático teatro bogotano; Fotografía: León Darío Peláez, revista Semana / Perfil: Maryluz Vallejo M.

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Iacharuna Muyuy Jojoa Iacharuna Muyuy Jojoa es alto, pulcro y altivo, hijo de una milenaria cultura amerindia, un inga orgulloso. Cuando habla en público —directo, crítico y franco— usa su elegante kusma en conjunto con otros atuendos nativos. Al iniciar sus discursos dice en lengua nativa: “Ñamby kuna kaina yuyai sug purisunche”; en español: “Desde antiguas tradiciones caminemos por nuevos senderos”. Ingresó a la Universidad de Antioquia ejerciendo el derecho a cupos para pueblos nativos. Llegó de Santiago, un remoto municipio del Putumayo, territorio frío dedicado a la producción de leche, maíz, fríjol, papa, hortalizas y frutales. “Allá no se sabe de edificios, computadoras y menos de escaleras eléctricas”, explica.


Cuando Muyuy arribó a Medellín en 1996 para vivir con su tía Asunción, se maravilló, según dice, de “tantas cosas raras”: semáforos y ascensores. La idea era terminar el bachillerato. “Estaba cansado de la educación que me daban las hermanas franciscanas; me pegaban y decían que yo era un bruto, me lo dijeron tanto que me lo creí… Ya en Medellín me di cuenta de que no era así”. Quiere dar forma a un negocio, pero la burocracia de los papeles y la falta de recursos se lo han impedido. Requiere apoyos para incubar la idea de comercializar trajes con diseños propios de la cultura Inga. Como líder busca organizar a su pueblo que considera “atropellado, en un principio por los conquistadores en busca de El Dorado; luego, por la teocracia colonial, y ahora, por la guerrilla y los paramilitares”. Muyuy creció percibiendo la invasión de los colonos, los blancos, como algo pernicioso. Allá, según recuerda, todo se conjugaba con ese propósito: monjas brabuconas, hermanos maristas crueles, invasión de tierras, golpes y leyendas de antiguas luchas. Sin embargo tuvo siempre el cobijo y la protección de los adultos más arraigados de su pueblo; fue criado por un grupo de taitas expertos en medicina tradicional a quienes prometió fidelidad. “Cuando tengo la oportunidad de viajar, llevo en la mochila mi kusma”, se refiere al traje tradicional masculino que lució el día de su graduación como sociólogo en el 2008. “Uno como indígena se ve deslumbrado por la llamada civilización. Al ingresar a la universidad, me dije: ‘así me toque

barrer aquí… Con tal de que no me saquen, barro’. Cuando pienso en la universidad tengo un remolino de sensaciones: me siento muy agradecido y orgulloso, aprendí mucho, pero también sabía que tenía que incorporar parámetros ajenos, imposiciones culturales que en ocasiones me eran difíciles de entender. Al graduarme comprendí que mi lugar era en Putumayo, con los míos, con mi cielo, con mis árboles, portando el orgullo de mi apellido, de mi lengua natal, de mi flauta, de mis plumas, de mis dioses y creencias, y aportar a mi comunidad con el conocimiento adquirido en la ciudad”, comenta Muyuy, que tiene como uno de sus retos preservar en la tradición medicinal. Atrás quedó el tiempo en que era el gobernador del cabildo de niños. De pequeño fue aventurero y respetuoso, atento y sumiso a las órdenes de sus mayores. Desde que tiene memoria, ha participado en las celebraciones ingas, en los grupos de baile, toca la flauta, dirige comparsas, está atento a que nunca falte la chicha ni el yagé en los rituales de sanación. Cuando llega a Santiago, su pueblo, duerme donde le den posada, todos son una gran familia. Su paso por la universidad de Antioquia le ayudó a comprender su pasado, lo que significa ser indígena en este país, “ahogado en los intereses particulares”, como afirma. Ya no se cree la idea de ser inferior. “Ahora sólo estoy para los míos, para hacernos conocer y respetar. Somos 22 mil personas de paz, descendientes de los Incas, y eso me hace sentir muy orgulloso”.

Fotografía: Cortesía Archivo Familiar / Perfil: Pompilio Peña Montoya

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Gloria BERMÚDEZ BERMÚDEZ Hace ya veinte años que Gloria Bermúdez llegó a vivir al municipio de El Retiro, a la casa que le ayudaron a conseguir y restaurar sus amigos Gonzalo Soto y Elkin Obregón. Una construcción hermosa, con muros de tapia, techos altos y un patio interior desde el que se puede apreciar el solar, poblado de árboles, flores y personajes cotidianos. En el “patio de los milagros”, como lo llama ella, convergen todo tipo de visitantes, allí toman forma muchas de las ideas que el tesón de Gloria vuelve realidad. Allí siempre está la anfitriona, con una sonrisa acogedora para el que llega y un relato emocionado y detallado de sus proyectos. En este lugar de la casa se sueñan y crean muchos de los proyectos en los que Gloria pone su liderazgo y vitalidad


desde que se jubiló de la Universidad de Antioquia, a finales de 1993. En los encuentros con amigos y cómplices, nacieron los viajes para que los niños de las veredas conocieran el mar, la donación de bicicletas para que los estudiantes puedan desplazarse a las escuelas y más recientemente la biblioteca y centro comunitario de la vereda Pantanillo, un espacio que desde el 2009 acoge a los pobladores de la zona rural. Un propósito define el trabajo de Gloria: estimular en los niños y jóvenes el deseo de leer, explorar y aprender. Así como lo motivó en ella la hermana Purificación, en el Colegio El Carmelo, con sus lecturas en voz alta mientras las alumnas hacían trabajos manuales; o el profesor Hernando Elejalde, docente del CEFA, quien la motivó a navegar en el maravilloso mundo de la literatura cuando era una adolescente. El fin del bachillerato la encontró leyendo con gusto insaciable y sin tener muy claro el futuro profesional. Fue un hermano quien la animó a presentarse a la Escuela de Bibliotecología, que estaba recién fundada y funcionaba en el barrio Buenos Aires. El día que fue a buscar información sobre esta novedosa carrera terminó presentando la prueba de admisión junto a muchos de sus futuros compañeros. Sus clases comenzaron en enero de 1962. Gloria recuerda que esta era la primera oferta de formación en Bibliotecología en el país y en América Latina, un programa académico que en ese momento estaba más orientado

al proceso técnico del documento que a la promoción del libro y la lectura, algo que muchas veces la puso a dudar del camino elegido. Entre sus compañeros estaban jóvenes de diferentes países, especialmente centroamericanos; con ellos se graduó a finales de 1964. Recién egresada de la universidad se desempeñó como bibliotecaria del Colegio San José. Luego hizo parte del grupo de Estudios Generales en la Universidad de Antioquia, bajo la dirección de Antonio Mesa Jaramillo, a quien siempre tiene presente por su visión humanista. De allí pasó a la Biblioteca Central recién creada; el final de los años sesenta la encontró acompañada de un grupo de estudiantes haciendo la clasificación y catalogación de los libros que apenas comenzaban a llegar. Gloria entiende su trabajo como algo cercano a la gente, sin muchos formalismos y como un goce permanente. Así lo vivió en la Universidad Nacional, donde dirigió las bibliotecas de Arquitectura y Ciencias Humanas; en Revistas Técnicas, la empresa que tuvo por años para distribuir publicaciones periódicas especializadas; y en la Universidad de Antioquia, donde trabajó como jefe de servicios al público de la Biblioteca Central. En el Laboratorio del Espíritu, la biblioteca rural que fundó en la vereda Pantanillo con el apoyo de amigos y pobladores, continúa con el propósito de cultivar en niños y jóvenes el amor por la lectura, el arte y la naturaleza. Luego de años de abandono, la escuela antigua es nuevamente sitio de encuentro y creación para los habitantes de la zona rural.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Carlos Mario Guisao

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El pincel sirve para salvar las cosas del caos. Shitao. Propos sur la peinture du moine Citrouilleamere. P. Ryckmans (trad.). Hermann. 1997. (Palabras sobre la pintura del monje Calabaza Amarga).


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Gonzalo ARANGO ARIAS La apoteosis de Gonzalo Arango fue una noche en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Recuerdo los ojos que abrió al ingresar en el lugar. Una multitud enorme lo recibió en un silencio sagrado. Llenaba las puertas, colgaba de lámparas y balcones. Gonzalo llevaba la conferencia que iba a decir enrollada en una mochila arhuaca que acrecentaba el aire de mamo que entonces tenía. Y como siempre tenía un título de apariencia espantosa puesto para causar estupor: “El Che Guevara se cagó en Bolivia”, gritó de pronto ante el micrófono como en un rapto. Un buen aparte de la conferencia estuvo dedicado a hacer del guerrillero argentino un héroe homérico, famélico, buscando la muerte en una cañada de Bolivia. Pero también habló de la justicia.


En cuanto había sido estudiante de Derecho en esa misma universidad que lo acogía al cabo de los años, repudió la imagen de la justicia vendada. Porque, dijo, la justicia debía llevar los ojos abiertos. Así era Gonzalo. Esa noche arremetió contra un símbolo vetusto, según el mandato de los primeros manifiestos del nadaísmo que prometieron no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio. Me parece recordar que en algún momento en la charla, transfigurado en la pequeñez del esqueleto que le tocó llevar, exclamó que no llegaba como un hijo pródigo. Y pensó con amor en sus veinte años cuando escribió esa novelita vomitiva que llamó Después del hombre, con un título que presagiaba la invención del nadaísmo. Y en su nadaísmo que le fue inspirado en Cali en un insomnio plagado de frustraciones, lleno de abismos hambrientos. Y esa noche volvía reverenciado por una multitud pendiente de sus labios, necesitada, para declarar en tono de profeta su asco y su amor por el mundo y su compromiso con los hombres. Advertí una chispa de orgullo en el conferencista de cuarenta años entonces. Después de renunciar al conocimiento que le había prometido la universidad, había emprendido una larga, oscura, jubilosa también, navegación por la Nada. Y esa noche volvía hecho un sabio, cargado de experiencias y amarguras pero también de sueños. Los mismos sueños del día de partir cobijas con el Alma Máter y el Derecho, “por una invencible inclinación a torcerlo todo”, pero ahora ardiendo, hechos suyos por un espinoso proceso de maduración.

Una vez me contó que cuando pasaban frente a la facultad los entierros de los pobres rumbo al cementerio de San Lorenzo, abandonaba la clase y se iba detrás, arrastrado por la impresión de que todo lo que valía la pena aprender lo aprendería en la calle en contacto con la vida concreta y en el protocolo de la muerte concreta. Pero en el anarquista había esa noche un respeto inocultable por la universidad donde había intentado dar gusto a su padre, don Paco, el telegrafista de Andes que perdió su trabajo por godo, según dejó dicho en Memorias de un presidiario nadaísta. Me pasé la vida escribiendo sobre este hermano mío irremplazable. No lo hago sin embargo por el afecto surgido en una rica camaradería. Sino porque entre las personas que conocí fue la más maravillosamente perdida, y la más tierna a pesar de todo, y la más generosa con esa generosidad que viene de la igualdad en la compasión y no de la superioridad. Me parece recordar que el público absorto no aplaudió. Al terminar la conferencia permaneció inmóvil, conmovido. Cuando salimos del Paraninfo le dije: “Qué vas a hacer. Esa masa necesita tu guía”. Él no contestó. Estaba tan asustado como yo. Un poco más tarde renunció al nadaísmo como a un remordimiento inútil. Y se decidió por el único fracaso que le faltaba probar. El fracaso del amor. Y se convirtió en la imagen del mártir moderno que en busca de Dios se encontró con un camión en contravía.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Eduardo Escobar

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Fernando VALLEJo rendón Gramático, literato, filósofo, estudioso de la física, biólogo, músico, cineasta… irreverente, contumaz, apóstata, misógino, blasfemo, deslenguado, relapso, herético, insolente y genial. Las palabras son pobres para prefigurar a Fernando Vallejo, el singular escritor que a través del Río del Tiempo ha dejado la impronta de su vigorosa pluma. Él parece haber seguido el famoso consejo de Nietzsche: “Todo lo que escribas, escríbelo con sangre”. Sus libros son un testimonio de quien ha dejado sus entrañas en el papel, de quien ha vivido mucho y sin represión alguna de sus pasiones humanas, demasiado humanas. Vallejo detesta la religión, los políticos, las mujeres embarazadas y la literatura escrita desde el punto de vista


del narrador omnisciente o en tercera persona que hace las veces de Dios que todo lo sabe y todo lo ve. Es amigo en cambio de niños y muchachos y en especial de los animales a quienes considera su verdadero prójimo. A pesar de esa vitalidad que lo habita, en Fernando Vallejo existe un tono lúgubre y nostálgico que como un leit motiv recorre toda su obra: la tristeza por la infancia perdida, el paso ineluctable del tiempo que devora a los seres queridos (la abuela Raquel y la perra Bruja), y esos personajes antediluvianos que ya no están. La nostalgia inconmensurable por la pérdida del paraíso (la finca de Santa Anita) y la fría certeza de la muerte. Vallejo no tiene pelos en la lengua para decirle la verdad, así sea dolorosa, a quien sea. Unas veces se desata en furibundas diatribas contra Colombia, “país asesino”, otras veces contra presidentes y políticos que se comen la “res pública”. Nadie se libra de su terrible cantaleta, a la manera de un sermón de cura de pueblo, y así termina pareciéndose a quienes tanto detesta. Y, a pesar del fuete que le da a Medellín, ciudad de sicarios, y que descarga sobre Colombia, la patria boba, país imbécil y criminal, su literatura se nutre de su Medellín del alma y de su amada Colombia; por algo, no obstante vivir desde su juventud en México, regresa con frecuencia a su querida tierra. Su gran tema en el fondo: Antioquia, Medellín, Colombia.

admiración que a veces lleva al fanatismo y el odio que a veces linda con la ceguera. Los que rechazan al Vallejo persona y el autor y su vasta producción literaria, esgrimen como caballo de batalla la acusación de la repetición de unos mismos y pocos temas, tales como: su apatridismo, la evocación para nada benévola de su progenitora, la decadencia de los valores humanos en Colombia, el amor por los animales, la influencia nefasta de las religiones (especialmente la cristiana y la islámica) y el elogio de la belleza de los muchachos que tanto le han atraído. A esto hay que contra-argumentar, como lo hizo en alguna ocasión Antonio Caballero, que los grandes escritores por lo general giran obsesivos en torno a unos mismo motivos, que resultan ser lo esencial de su concepción de la vida y el arte. Es más frecuente encontrar escritores y artistas que mariposean incansablemente alrededor de una infinidad de temas, perdiéndose en ellos hasta el punto de restar identidad trascendente a su obra. El estilo de Fernando Vallejo se puede comparar con el flujo candente de la lava de un volcán en constante erupción que hipnotiza al lector, quien no se puede apartar de tal espectáculo, así su sensibilidad parezca muchas veces agredida por la intensidad calcinante de aquel.

Un escritor como Fernando Vallejo concita en torno a su obra y a su persona las reacciones más encontradas: la Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Hernán Botero y Juan Mario Sánchez

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Alberto AGUIRRE CEBALLOS

Alberto Aguirre fue profesor mío de periodismo de opinión en la Universidad de Antioquia y un día me echó de su clase. Él estaba hablando del exterminio de los judíos durante el nazismo y yo, por crear polémica, le dije que ya dejáramos de lamentarnos de los campos de concentración, que ya se habían hecho suficientes películas sobre el tema (y eso que faltaba por estrenar La lista de Schindler). Aguirre se puso pálido y temblaba de la rabia y me dijo cínico y me puso a escoger entre irse él o irme yo. Me fui y no volví a su clase, de puro orgullo, cosa que lamento porque me perdí su conversación encantadora y sabia. Después nos hicimos un poco más amigos y he disfrutado de su compañía y de sus ideas, aún dominadas por la rebeldía juvenil.


Antes lo conocía por sus columnas en el diario El Mundo y por supuesto admiraba su mentalidad crítica contra todo poder. Aunque admito que me hace poner colorado cuando habla pestes de la raza antioqueña y dice que los señores paisas somos, de alma corazón y tripa, unas señoras. Después de que fue un jurista precoz (juez a los veinte años, magistrado a los treinta), hizo votos de pobreza al escoger su destino como periodista y librero. Me encantaba oír su programa radial sobre cine, obviamente en una emisora universitaria y trabajando gratis, donde alguna vez le escuché su decálogo para ver buen cine: No ver películas mudas ni musicales ni colombianas ni de Hollywood ni cine arte… Es, intuyo, un anarquista apacible, capaz de salir de un cine club rajando de alguna película “comprometida” y, sin embargo, emocionarse enseguida viendo a un mimo pobre (perdonen el pleonasmo, diría él) en el parque Bolívar y catalogarlo como una puesta en escena magistral.

la cárcel por peludos y nadaístas o animándolos en su lucha, como cuando apoyó a los habitantes de El Peñol enfrentados a la desaparición de su pueblo anegado por una represa. Para mí Alberto Aguirre es un modelo de decencia personal y honradez intelectual, y uno de los espíritus libres más entrañables de nuestra Alma Máter… Y me siento orgulloso de haber sido su discípulo, aunque defenestrado del salón. Con mis amigos hacíamos bromas sobre su manera un poco añeja de escribir sus columnas periodísticas, con palabras rebuscadas, aunque precisas, y yo inventé y le atribuí esta definición: “La sustracción es una operación matemática en la cual un inerme minuendo es despojado en forma proterva por un aciago sustraendo. De esta inicua operación, trasunto prístino del despojo, resulta la diferencia… En suma: una resta”.

Aguirre pertenece ya a la estirpe de los anti-paisas, como su compadre Fernando González… Pero no porque reniegue de su pueblo antioqueño (al que sin duda ama y del que nunca ha querido apartarse salvo por sus viajes de placer, o displacer, como la vez que soportó el exilio por simpatizar con el respeto a la vida), si no porque detesta el alma de cacharreros de los dirigentes de su tierra, que tumban un teatro para montar una bodega. Aunque nunca se metió a la política de bando, Aguirre siempre ha estado en la orilla de los débiles: sacándolos de Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Carlos Mario Gallego

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Teresita GÓMEZ

Célebre pianista, maestra de la música, excepcional oído, se lee sobre ella en revistas de hoy y periódicos amarillentos que desde su “descubrimiento” no paran de registrarla. Niña negra, virtuosa intérprete de los clásicos. “Chopin era amiguísimo mío desde pequeña. Podía sentirlo”, recuerda la mujer. Era una rareza, y la misma Teresita lo vivió y sufrió. No lo creían los editores de los cincuenta, cuando la pequeña hacía sus primeros conciertos en la cuna de su vida: el Palacio de Bellas Artes, donde vivir, dice, era una fiesta. Con sorpresa y fe sí advirtieron su talento Martha Agudelo, su primera maestra, María Penella, otra gran profesora, y sus padres adoptivos, celadores de Bellas Artes que la recibieron apenas siendo una bebita. “Tuve esa suerte. Me crié en un ambiente absolutamente artístico y musical. Mi


casa era adentro del palacio donde hoy son las oficinas. Ahí no solamente tenía de opción a la música, sino la escultura, la pintura, el teatro. Las visitas eran Débora Arango, Rafael Sáenz, Lola Flores, Lucho Bermúdez. Fui muy privilegiada”, suspira la señora una tarde de enero. Año 2011. Quién es, cómo empezó, cómo llegó a ser la más destacada pianista antioqueña y quizá colombiana es la conversación del momento. “Dije que quería estudiar piano cuando tenía tres años y medio. Por supuesto no me pararon bolas. Yo insistí. Todo ese año que no me dejaron me entraba donde la profesora a mirar. Aprendí en silencio. Tenía cuatro años y medio cuando ella me oyó dando mis primeros pinitos, solita, y se asustó mucho de verme que tocaba alguna cosita de oído. Entonces, me dieron una beca en Bellas Artes que duró hasta que me fui a Bogotá”, relata. Con paciencia y ternura, repite las respuestas a las preguntas de siempre. A la Universidad de Antioquia le declara su amor, pues es allí donde es una “docente feliz” desde hace 16 años, donde conoció a su maestro Harold Martina, y donde se graduó como concertista y profesora de Piano, Summa Cum Laude. Antes, en la Universidad Nacional de Bogotá, había estudiado con otros grandes: Tatiana Goncharova e Hilde Adler. A la lista se suman Jaime León, Bárbara Hesse, Jacob Lateiner y Klauss Besslau. Ni hablar de los conciertos que ha ofrecido como solista, las interpretaciones con grandes orquestas o la formación de alumnos que hoy triunfan en el extranjero.

Esta tarde de enero su cocina huele a té; por el patio entra una luz blanca que pega directo a sus fotos mejor conservadas: viste traje azul hasta la rodilla y está sentada frente al piano. Tendría siete años. El pelo le abundaba y formaba un bello afro que hace ya un tiempo extrañamos. Hoy la vemos delgada, rapada la cabeza, usando trajes negros, grises y vinotinto; el blanco también le queda. Le hace juego a unos coloridos aderezos que, mientras hierve el agua en la cocina, se orean bajo el sol de este valle que la vio nacer. Aquí regresó tras su paso como agregada cultural en Alemania porque “quería aportar algo de todo lo que me han dado, y me fui quedando y me quedé”. Teresita es una convencida, además, de que “en los momentos críticos de una ciudad el arte sale adelante. Creo en la transformación por el arte — explica, alzando la voz—, y lo digo por mí. ¡A mí me hizo la música! Cómo te va depurando, cómo te va sensibilizando, es algo grandioso. La música es como un cincel”. La imagino en concierto; cobra vida Liszt. Imagino sus dedos fuertes descargados sobre el piano, cerrados los ojos, meneándose pelada la cabeza, su memoria navegando en escenas del pasado, unas lágrimas que se gestan en lo hondo de su alma y ese aplauso atronador que ata su vida y sus sueños de seguir trabajando lúcida y coherente.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán

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Carlos Mario GALLEGO ARANGO “Mico”, “Mario Chorlito”, “Tola”. Caricaturista, dibujante, retratista, comediante, humorista, empresario, trabajador independiente, comunicador social - periodista. Son algunos de los sobrenombres y todos los oficios de Carlos Mario Gallego Arango, un artista que ha sabido vivir de su arte. Dibujando bellos mamarrachos y disfrazándose de viejita criticona, la que interpreta apenas con una pañoleta y una cartera, Carlos Mario ha hablado durante más de veinte años del acontecer colombiano. Lo ha hecho con originalidad y crudeza, pero sin destilar odio; al contrario, con un tinte de ternura en sus personajes. Hijo de doña Libia, quien le inspiró a “Tola”, y de don Carlos Enrique, quien le puso el sobrenombre de “Mico”, ingresó


como estudiante a la Universidad de Antioquia en 1978. “Siempre me alegro de haber ido a la universidad y haberme graduado. La universidad me cambió y puedo afirmar que a ella le debo que mi sentido del humor sea diferente al de otros humoristas”.

De Yolombó, la tierra natal, Carlos Mario saltó a Medellín, y de ésta emigró a Bogotá. La radio y la televisión lo llevaron a cambiar de ciudad para que el humor negro de Tola y Maruja pudiera debutar en programas periodísticos de canales nacionales.

En Tronquitos, tomando tinto y hablando bobadas, nacieron sus personajes y su carrera. Hacía caricaturas de sus compañeros y ellos lo animaron a mandar los dibujos al periódico El Mundo. Éste, además de aceptarlos, le dio trabajo como diseñador y lo convirtió en columnista al publicar un artículo de opinión que Carlos Mario escribió por ociosidad. Así Mico se abrió el camino para meter más adelante sus monos en El Espectador y en las revistas Cambio y Cromos, y obtener por ellos el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar.

Tan fiel como a ellas ha sido a su columna de El Espectador, “No nos consta”, a su caricatura semanal y a la creación, más dispendiosa, de obras de teatro con Frivolidad. Para mantener la marca y el concepto, Carlos Mario sigue ingeniándose cosas, como por ejemplo el café Tola y Maruja. De hecho, la invención y sostenimiento de estos personajes es la más admirable de sus realizaciones. En ello han sido esenciales su paciencia, su actitud entre pragmática e idealista, su laboriosidad, a pesar del deseo de haraganear, y su peculiar sentido del humor, a través del cual une todo lo que hace.

El dúo Tola y Maruja, quizá el más conocido de la caricatura colombiana, también se gestó en la cafetería universitaria. “Por mamar gallo, hablábamos como dos señoras para hacer reír a nuestros compañeros que gozaban y nos daban cuerda”. Las viejitas aparecieron en escena en 1990 dentro del grupo teatral Frivolidad, creado por Carlos Mario y varios amigos, y con el cual retomaron el nombre de una revista de humor que tuvieron en los años ochenta pero murió en el quinto ejemplar. Compartiendo un paraguas, Tola y Maruja salían al final de la obra para cerrarla con una conversación tan ingeniosa como desenfadada. En el Alma Máter, Carlos Mario también pasó por la docencia, experiencia que le enseñó “que no sirvo para eso”, por lo cual tuvo que renunciar a “lo amañadora que es la universidad”.

Héroe anónimo no es, pues ha tocado la fama. Espíritu libre sí, en cuanto ha podido burlarse de manera fulminante de la sociedad colombiana y en la medida en que, como él lo dice, “no me ato a ninguna religión, ideología ni empleo… pero soy casado”. La suya ha sido una vida luchada y exitosa, con amigos que le han secundado sus ocurrencias, con una familia estable, esposa e hijos, y con metas tan cumplidas que, a los 51 años, a pesar de su timidez, “que es una manera del orgullo”, puede decir “cuando niño quería ser payaso… y lo he logrado”.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Lucía Victoria Torres

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Patricia NIETO NIETO Unas botas ‘machita’ y una libreta de apuntes — parafraseando el libro de A. Chéjov donde narra su viaje y su estancia en la Siberia de los desterrados políticos a finales del siglo XIX— es lo único imprescindible para Patricia a la hora de hacer trabajo de campo. Pueden ser viajes cercanos a las comunas de Medellín donde malviven los “destierrados”, o a lejanos municipios antioqueños y de otras regiones olvidadas del país; esos “paraísos perdidos” habitados por víctimas de la violencia que no han podido huir. En los talleres que ha venido realizando con apoyo de la Alcaldía de Medellín durante los últimos años está la mirada sensible de una periodista que desde sus épocas de


reportera en el periódico El Mundo y en La Hoja de Medellín, eligió a los “otros” como protagonistas de sus historias. Y de vuelta a la academia, a su querida Alma Máter, donde hizo el pregrado en Comunicación Social y Periodismo y la maestría en Ciencias Políticas —de la que se graduó con una tesis meritoria sobre el desplazamiento armado en Colombia (1998)—, Patricia ingresó al Instituto de Estudios Políticos y con la inspiradora guía de María Teresa Uribe siguió ocupándose de las víctimas del conflicto armado como objeto de estudio. Asimismo, ha guiado a sus estudiantes para que desde géneros como la crónica y el reportaje exploren esas historias dramáticas, sin añadirles drama, sin faltar a la verdad, sin faltarles compasión. Tal es su compromiso de narrar el conflicto que podría ser la reencarnación de otra periodista sonsoneña, María Martínez de Nisser (1812-1876), la primera mujer colombiana que publicó un libro de memorias sobre la guerra civil en la provincia de Antioquia. Como su marido, el ingeniero sueco Pedro Nisser, cayó prisionero en la Revolución de los Supremos (1841), ella decidió infiltrarse como soldado del Ejército constitucional para rescatarlo. Sin alinearse con ningún bando, solo con el de los desarmados, Patricia comenzó a escribir sobre este conflicto interminable, y en su libro Llanto en el paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia (2009), Premio Nacional de Cultura de la Universidad de Antioquia, recoge las voces de esas víctimas invisibles, principalmente mujeres, con la fuerza de la denuncia. Y es que desde 1992, esta aguda observadora

y documentalista de la realidad colombiana no ha dejado de recibir premios y nominaciones por su trabajo periodístico. Ese año recibió el Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí, otorgado por la Agencia de Prensa Latina, y en 1996 fue Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Tampoco ha cesado su prolífica producción. En 1998 publicó El sudor de tu frente: Historias de trabajadores, un libro de perfiles de trabajadores (donde alternaba a los “topos” que construyeron los túneles del Metro y a la modelo Natalia París, que también sudaba la gota), y los tres tomos de los talleres realizados con víctimas, bajo el auspicio de la Alcaldía de Medellín: Jamás olvidaré tu nombre (2006), El cielo no me abandona (2007) y Donde pisé aún crece la hierba (2010), entre otras antologías. Libros que, como dice ella, “duelen, arden y molestan”. Pero la sencillez de la “profe” Patricia es a prueba de balas, de premios y reconocimientos. Sigue siendo la maestra querida por sus estudiantes, la colega solidaria y la amiga leal. Además, la coleccionista de lápices y libretas de apuntes de todos los tamaños y colores, y de la mejor literatura periodística, multiplicada en los últimos años de doctorado en Comunicación en la Universidad de La Plata, Argentina, con una tesis sobre el relato autobiográfico y el poder de la memoria. Y es que así como su clóset está lleno de prendas blancas, a Patricia Nieto la seducen las páginas y las pantallas en blanco para llenarlas de testimonios y fijarlas con su escritura, arma infalible de paz.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Maryluz Vallejo M.

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Gustavo Adolfo GARCÉS ESCOBAR

Habrá en este libro, sin duda, varios poetas. Varios egresados que, a pesar de sus profesiones que nada tienen que ver con la poesía, son poetas. Y Gustavo Adolfo Garcés, abogado de la Universidad de Antioquia, es uno de ellos. Particularmente, me cuesta asociarlo con su trabajo de abogado, aunque sé que ejerce hace muchos años esa profesión en la Procuraduría General de la Nación en Bogotá. Para quienes lo conocemos de vieja data, su nombre está ligado, “estampillado”, al Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia. Fue él quien lo comenzó, al lado de Elena Correa, en 1979. Y lo hicieron por medio de la revista Gaceta, que también habían fundado ese mismo año. Los dos —premio y revista— son imprescindibles en la historia de la poesía en Colombia. En la revista comenzaron


muchos que luego se hicieron grandes poetas, y el premio ha consagrado a no pocos autores de gran nivel. Pero Garcés es poeta, sobre todo. Después de su paso por la universidad ha publicado Libro de poemas en 1987, Breves días en 1992, Pequeño reino en 1998, Espacios en blanco en el 2000 y Libreta de apuntes en el 2006. En 1992 ganó el Premio Nacional de Poesía de Colcultura. Y en el 2009 la Procuraduría Delegada para la Prevención en Materia de Derechos Humanos y Asuntos Étnicos publicó El taller de la llama, un bello texto donde Gustavo Adolfo, asesor, muestra su experiencia de tallerista de poesía en esa institución: viajó por el país ofreciéndoles a sus compañeros de trabajo la poesía (de Colombia y del mundo) como herramienta de conocimiento y como vehículo sensibilizador y humanizante; a ellos, que investigan masacres y crímenes atroces casi diariamente.

Como este, que se llama Amanece: ¡Ah! Esta certeza feliz y solitaria de que el primer pensamiento fue tu rostro.

Entonces Gustavo Adolfo Garcés es un poeta “extraviado” en los afanes de oficinas, folios y trámites de abogado de una gigantesca institución. Por suerte lo tienen a él. Su poesía ríe, es fresca como un golpe de viento, es breve como los primeros dientes de un niño. Y en casi todos sus poemas caben sus amigos y los integrantes de su familia. Es decir que su poesía es lo contrario de la aburrición y de los poemas al Libertador o a la muerte.

Fotografía: Jairo Ruíz Sanabria / Perfil: Luis Germán Sierra J.

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Gilberto MARTÍNEZ ARANGO He aquí un corazón de hierro sostenido entre las manos de su dueño, un cardiólogo que busca el mito del amor alojado en el corazón. Gilberto Martínez ama todo lo que hace y sólo hace lo que ama, en su vida no existen yugos y su única ambición es el conocimiento, palpitar incesante en el pecho de un hombre que ha vivido tres vidas y no le han alcanzando para lograr su mayor ideal: comprender la condición humana. Su primera vida fue de nadador. Y, aunque parezca mentira, batió un récord nacional amarrado a un palo de guayaba. En los años cincuenta nadaba desde las cinco de la mañana en la piscina del Club Junín, de donde los borrachos lo sacaban por


la bulla de sus brazadas. Su padre consiguió una finca con una alberca de dos metros a la que echaba sombra un árbol de guayaba. Gilberto amarraba al tronco un lazo, éste a una correa ceñida a su cintura y empezaba a nadar, tratando de halar el árbol, durante cuatro o cinco horas todos los días. Entrenado así, fue campeón en 1951 de los III Juegos Bolivarianos realizados en Venezuela. Se hizo a más de diez medallas de oro en competiciones nacionales e internacionales y batió cinco récords nacionales y uno suramericano. Fueron diez años de deporte mientras estudiaba para su segunda vida, la de cardiólogo dedicado exclusivamente a enseñar. Cirujano, especializado en medicina interna de la Universidad de Antioquia, viajó a México en 1962 para estudiar teatro y cardiología, rama de la medicina en la que también se especializó en California, Nueva Orleáns y, finalmente, Brasil en 1972. Regresó a Colombia, siendo cardiólogo experto y montó un consultorio que cerró a los dos meses porque nunca fue capaz de cobrarle a nadie; por eso, el primer cardiólogo especializado que hubo en Medellín se dedicó a enseñar en la Universidad de Antioquia. El privilegio, como él dice, fue haber sido durante cincuenta años el mejor profesor de medicina interna en cardiología. Se inventó una manera especial de enseñar, hacía los ruidos del corazón con un micrófono y la característica de un soplo era un lento: raa papa, raa papa, raa papa, así los estudiantes aprendían más fácilmente.

desde los ocho años en la biblioteca de su abuelo donde leía novelas, cuentos, la revista Vanidades y las truculentas historias de Corín Tellado, pues de todo se aprende y toda manifestación humana es digna de respeto, como él dice. La lectura es una pasión y el teatro se le convirtió en una necesidad. Se inició en 1956 con el grupo teatral El Duende, fue fundador de la Escuela Municipal de Teatro y de la Corporación Teatro Libre; ha sido profesor de teatro y ha recibido varios reconocimientos, entre ellos el de la Escuela Popular de Arte a Gilberto Martínez por sustentación social de valores teatrales, en 1982. La natación le sirvió para tener capacidad mental, el teatro para expresar su opinión y, al final, la medicina le dio el dinero necesario para hacer el teatro que quería. No cree en la voluntad, para él sólo existe la necesidad de ser lo que quiere ser. Su ideal es un teatro político, no uno comercial; es así como La Casa del Teatro y Biblioteca Gilberto Martínez es un espacio donde el ser humano se puede confrontar consigo mismo, donde el arte es personal, se enfrentan actor y espectador, y donde la calidez humana de este profesional se transmite a través de la imaginación, capada, como él dice, por el alienismo moderno donde todo es vacío e impersonal, donde hay poco espacio para personas como Gilberto, un espíritu libre que no cree en los héroes: “son de barro, se derrumban y no existen, el ser humano se inventa cosas y ahora, a los 76 años, soy un agnóstico tremendo”.

Su clase de medicina era teatro puro, la otra vida que nació Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Rubén Darío LOTERO CONTRERAS “A veces me canso de mi piel asoleada y del día y quisiera adelantar la noche habitando mi sombra”,1 escribe el poeta, como añorando un momento de interioridad entre la turba de las calles. Hay instantes en que disfruta la soledad, entonces se hace a un lado y junto a él pasan la vida, la gente, el tiempo… Como imágenes serpenteando a ritmo lento, incitándolo a jugar con las palabras para crear el verso. En ese estado me parece percibirlo cuando lo encuentro en los alrededores de la multitud, con su chaqueta colgada del brazo izquierdo y con la mano derecha junto a la barbilla, fijando la mirada en algún lugar entre la muchedumbre, aunque a veces no descubro lo que mira. Quizá observa cosas tan simples 1 Lotero, Rubén Darío. Camino a casa. Colección Autores Antioqueños. Medellín. 2003.


que nadie se percata de ellas, pero ahí es donde nace su arte, en lo habitual y en lo pasivo de su propio ser. Espíritu sereno, escribiendo a medida que surgen las ideas, encapsuladas en instantes porque su poesía es más de momentos que de muchas palabras. “En ese sentido es algo muy cambiante. Hay periodos en los que el trabajo se roba los versos, no los ve uno, no se le aparecen. Pero más o menos así he escrito y he publicado libros de poesía”, explica Rubén Darío, a quien la poesía lo acompaña desde que empezó escribiendo frases, expresando sensaciones, en una especie de diario de lo cotidiano. Atraído por las letras y la lectura desde el colegio, estudió Licenciatura en Español y Literatura en la Universidad de Antioquia, donde también hizo una maestría en Docencia e Investigación sobre la pedagogía en Colombia. Luego recibió una beca en España para especializarse en lengua y literatura española. En el paso por la universidad, hubo una serie de educadores que le aportaron mucho, como Elkin Restrepo, Hernán Botero, Óscar Castro e Iván Hernández, que no sólo eran profesores, eran literatos. Él mismo llegó a ser ambas cosas y hoy día anima a los estudiantes para que escriban crónicas de sus vidas, del oficio de sus padres o la vida de sus abuelos, pues siente gran atracción por ese género periodístico y, a través de éste, promueve la escritura en los jóvenes.

primeros versos. En 1990 ganó tres concursos de poesía y en 1991 con el libro Poemas para leer en el bus, ganó el Decimo Concurso Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia. Luego escribió Historias de la calle (crónicas) y Camino a casa; tal vez este último estuvo inspirado en el regreso a la que fuera la casa de su infancia, la de su madre, que compró cuando ella murió. De vuelta por ese sendero, disfruta observando los lugares de la niñez, parado al lado de la existencia como yo lo he visto, reafirmando que en la vida ha querido observar el mundo, “ver qué es esto, entender a las personas, saber si cada uno tiene su valor como lo tiene uno y apreciar las cosas bonitas que tiene la vida; ese sentido estético en un momento determinado. Es muy sencillo, son imágenes, estar ahí para ver ese momento, que puede ser un instante pero lo redime a uno de la vida, lo vuelve humano. Es otra cosa completamente distinta a la que está viviendo uno”. Y cuando me acerco a él, vuelve de esa abstracción en la que parece vivir, con una sonrisa, con palabras lentas y pausadas, como si su alma suspirara entre cada frase.

De su juventud y sus poemas, recuerda una revista de la universidad, llamada Gaceta, donde aparecieron sus Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Luis Alberto ÁLVAREZ CÓRDOBA La vida de Luis Alberto Álvarez (1945-1996) es simple: nació para ser maestro y asumió con coherencia ese destino. Allí reside su grandeza. Contaba con la pasión, el saber y la generosidad que acompañan a todo maestro natural. Sí, esos que si la profesión no existe, la inventan. Maestro conocedor de los secretos narrativos del lenguaje fílmico. Corpulento, grande, de lentes gruesos de tanto leer los intertítulos de las películas mudas… indicios que nos informan que ese ser humano creció lejos de la actividad física o deportiva; lo suyo: los libros y el buen cine en cualquier idioma. Vivió rodeado de ellos, de música clásica y jazz. Ejerció su magisterio principal desde el Instituto Goethe, la cátedra, los medios locales y la revista Kinetoscopio en su ciudad,


Medellín. Su sacerdocio y apostolado: formar jóvenes en la cultura de la apreciación, la crítica del lenguaje fílmico. Descolló como refinado observador, referente cultural, maestro y guía. Al regresar de Alemania existían en su ciudad varios cineclubes, algunas salas alternas que en horarios matutinos utilizaban las salas tradicionales para ver ese cine sin espectadores en horarios estelares. Asistían adultos y jóvenes interesados en otro cine. Alberto Aguirre ejercía su magisterio como pionero del periodismo de opinión, la crítica, la difusión literaria y la cinematográfica junto a Orlando Mora. Otros apasionados del cine, Álvaro Sanín y Álvaro Ramírez Ospina, organizaban proyecciones o comentaban los filmes. Conocían la existencia del nuevo cine latinoamericano y su correlato cultural, la crítica cinematográfica de García Márquez en El Espectador y la del cubano Guillermo Cabrera Infante. Luis Alberto aporta y nutre su entorno de conceptos, estrategias de observación y análisis. Impone rigor en la apreciación de un filme, usa referentes. Lo hace con pasión y conocimientos, así animó a la muchachada de dos generaciones. Les mostro caminos para conocer y apropiarse de herramientas de otro lenguaje. Su magisterio impactó y se amplió más allá de la prensa regional y las fronteras locales. Tutor diestro de dos generaciones de donde surgen nuevos espectadores y quienes escriben del cine y/o hacen cine. Críticos convencidos y directores reconocidos: Carlos César Arbeláez, Santiago Andrés Gómez y Víctor Gaviria. Este último, en El cine en busca de sentido, afirma que Luis Alberto Álvarez llenó de

sentido conceptos éticos y estéticos a dos generaciones de realizadores y cinéfilos, espectadores de Medellín. Su apostolado fue enseñar a apreciar, leer y mirar con otros ojos el texto fílmico. Su lenguaje multisensorial y polisémico. El primer momento de su magisterio fue en el Instituto Goethe de Medellín, el segundo lo ejerció desde el Centro Colombo Americano, entidad que canalizó la orfandad y nos permitió el acceso a ver otro cine. Ese magisterio de Álvarez lo hace merecedor del grado Doctor Honoris Causa en Comunicación Social - Periodismo, en 1996, de la Universidad de Antioquia, la misma institución que publica Páginas de cine (vol. 1, 1988; vol. 2, 1992). Allí están sus escritos cinematográficos. Su labor como jurado de festivales y premios de crítica es amplia dentro y fuera del país. En cualquier revista o biblioteca especializada, página web o banco de datos, se encuentran referencias con su nombre. Cuando Luis Alberto constata que el daño de su corazón es irremediable dona sus pertenencias bibliográficas, películas y posesiones culturales a la Universidad de Antioquia. Su legado reposa en el centro audiovisual que lleva su nombre en la Biblioteca Central. Su aporte consolidó el interés académico por el estudio, la formación y la creación de productos documentales y ficcionales en el lenguaje audiovisual. Su donación ha servido de soporte bibliográfico y filmográfico del programa académico de Comunicación Audiovisual y Multimedial. A través de su legado, continúa ejerciendo su destino ineludible: ser maestro.

Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Álvaro Cadavid M.

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Ramiro TEJADA RENDÓN

Empezó usando una tejita bacana, una de esas que cubren toda la cabeza pero no esconden la locura, porque la intención era “mamar gallo” con la teatralidad. Por eso acicalaba su sombrero y se paraba frente a la asamblea estudiantil a hacer propuestas incoherentes, como dirigir la asamblea hacia la capilla para orar por la salvación del movimiento estudiantil. Facho, obsceno, nunca le ha importado lo que digan. Sólo se preocupó el día de su matrimonio, cuando contrató un quinteto de vientos sin dar anticipo alguno, los músicos sin anticipo no tocan y él insistía que tenían que ir. Eran las diez de la mañana cuando llamó a suplicar, “¡Negro!, no me hagas esto, mira que soy Ramiro, el teatrero, Negro, Ramiro Tejada, me voy a casar y cómo que no van sin anticipo, anda que yo te pago, era


molestando, mira que estoy en la peluquería y ahorita me caso, no me vayan a hacer eso”. Por suerte llegó a tiempo al matrimonio y la música sonó. Un tanto retrasada fue su aparición en la conferencia de la feminista Florence Thomas. Disfrazados él y el animal tomaron asiento, y la cachorra hizo lo suyo deambulando por el auditorio; entonces Ramiro hizo lo propio: “Za! ¡Perra! ¡Shhh! ¡Perra!”, interrumpiendo entre grito y grito las palabras de Florence Thomas, injuriando al animal y exacerbando el ánimo de las presentes que repudiaban su presencia. Rechazado fue también un día por activista, cuando inició su carrera de abogado en la Universidad de Medellín y en 1975 participó en la huelga que tuvo parada la institución por casi un año. “Esa huelga la concilió Bernardo Trujillo, rector de la de Antioquia, y Orión Álvarez, rector de la de Medellín, en el directorio liberal. Dijeron: ‘reciban a esos peludos y se los llevan de aquí para poder tranquilizar nuestra universidad liberal’, que era la de Medellín, entonces nos enviaron a la de Antioquia que tenía ese espíritu nuestro”, comenta. Para su irreverente personalidad, el traslado fue enriquecedor. Su vida entera se volvió una obra de teatro y nutrió su conocimiento escapando de las materias de Derecho hacia las de Comunicación Social. Finalmente se convirtió en cinéfilo junto a Álvaro Sanín, en el Cine Club Ukamau de la Universidad de Antioquia fundado en 1977. Luego intentó entrar al preparatorio de teatro y como tenía tantas obligaciones, no lo admitieron. Afortunadamente, dice él, porque sino qué hubiera sido del abogado. José

Manuel Freidel se vengó de él escribiendo Tribulaciones de un abogado que quiso ser actor o el oloroso caso de la manzana verde, y los teatreros para burlarse, dicen, un abogado que insiste en ser actor. La suerte fue para los pobres de espíritu y los excluidos, porque desde la militancia política él comprendió la función social del Derecho y, en el consultorio jurídico, tuvo el primer contacto con las personas sin dinero para pagar un abogado y llevar un pleito. Luego el Derecho Penal en beneficio de la sociedad prevaleció en su vida, tanto como el teatro, que trasladó del escenario estudiantil a las campañas para alcalde con el movimiento Medellín, ocio y cultura. Obviamente su idea no era ganar, sino pintar de cultura las páginas políticas para llamar la atención hacia ese fenómeno. Las otras páginas las llenó él mismo en el palomar de las cartas. Sí, él era el loco que en los días de amor y amistad y en las ferias del libro, se subía disfrazado a un árbol a escribir las cartas de amor que la gente le pedía, y al bajar volvía a ser el deschavetado abogado que defiende los derechos de los más necesitados y que merodea por la ciudad como actuando siempre en una obra de teatro.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Juan Felipe JARAMILLO TORO ¿Es un médico? ¿Es un monje? Si uno lo ha visto con la bata blanca y el estetoscopio atendiendo a sus pacientes en su consultorio de la Montaña de Silencio, en Medellín, casi siempre con una sonrisa asomada en sus labios, piensa que es un médico. Si uno lo ha visto con la cabeza rapada y con sandalias recorriendo en silencio los pasillos del monasterio zen de La Tierra, en las montañas de Zipacón, en Cundinamarca, piensa que es un monje. En verdad, Juan Felipe Jaramillo es las dos cosas a la vez. Algo común en la tradición del Budismo Zen en todos los tiempos. La medicina y el Zen se juntaron en su vida cuando estudiaba Medicina en la Universidad de Antioquia. En 1976, decidió abandonar su carrera y se fue a vivir a la Sierra Nevada


de Santa Marta. Quería acercarse al mundo indígena y a su espiritualidad. Le parecía un mundo más limpio, serio y responsable que el nuestro. Además, creía que los mamos de la Sierra le podrían ayudar a encontrar un sentido a su vida. Después de casi un año, en el que trabajó como ayudante de enfermería en el puesto de salud de Donachui, en las cabeceras del río Guatapurí, se le apareció el Zen. Entonces regresó a Medellín y retomó sus estudios de Medicina sin abandonar la práctica del Zen. Se graduó de la Universidad de Antioquia en 1987. Tres años más tarde fundó en Medellín, el doyo zen Montaña de Silencio. Ese mismo año, recibió la ordenación de monje de manos del maestro Reitai Lemort, discípulo del maestro Taisen Deshimaru. Junto al doyo también abrió su consultorio médico, al que llamó Medicina del Jardín. Lo hizo porque hace muchísimos años leyó en algún libro una frase que lo impresionó mucho; él la recuerda así: “Este es el Paraíso del que nunca fuimos expulsados. No lo destruyamos”. Dirigió el doyo zen durante veinte años. En un comienzo, por más de tres años, fue profesor de antropología médica y director del Departamento de Humanidades en el CES. También trabajó en algunas investigaciones sobre usos médicos del ozono y formó parte del Programa Aéreo de Salud de la Dirección Seccional de Salud de Antioquia que se dedica atender enfermos en las zonas apartadas del departamento y de otras zonas remotas del país. Luego, se dedicó a ejercer la medicina en su consultorio. Jamás dejó

de ser un lector apasionado. Entre los libros que han marcado su vida recuerda Viaje a pie, de Fernando González; Así hablaba Zaratustra, de F. Nietzsche; La crucifixión rosada, de Henry Miller; Mente zen, mente de principiante, de Shunruy Suzuki; Este lugar de la noche, del poeta y amigo José Manuel Arango. En el 2010, a los 55 años, decidió abandonar la práctica médica para convertirse en monje residente del templo La Tierra, de la Fundación para Vivir el Zen. Antes de dejar la bata blanca para cambiarla por su ropa de monje, se despidió de sus pacientes con una carta. En ella les dice: “Siempre he tratado de hacer de mi práctica médica un espacio para el diálogo, para la escucha atenta y sincera. También, para reafirmar mi confianza en que todo en esta vida, empezando por lo más difícil —la enfermedad, la vejez y la muerte—, pueden no ser objeciones u obstáculos para la vida, sino eslabones y pilares para construir nuestra realidad humana, para dar forma al devenir de este ser profundo que encarnamos tanteando en la oscuridad... Hacia un futuro próximo estoy seguro de poder realizar al fin el sueño que concebí al iniciar mi práctica médica: trabajar como médico en un jardín, que, como dice Rumi, el sabio y poeta sufí, si no es el Paraíso, al menos nos ayuda a recordarlo. Ese lugar, a la vez físico y metafórico, está aquí y en todas partes”.

Fotografía: Adriana Quiroz / Perfil: Juan José Hoyos

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Orlando MORA PATIÑO La música popular lo empezó a seducir desde cuando era niño, en Manrique, su barrio natal. Su mamá, doña Cándida Rosa Patiño, sintonizaba emisoras todo el día y el muchacho escuchaba boleros, tangos, foxtrots y guarachas, y sin darse cuenta, Orlando Mora se aficionaría a aquellas expresiones que se repetían en los cafés esquineros. La clásica sólo sonaba en Semana Santa. En esa misma radio familiar escuchó después el programa Radio Lente, de Hernán Restrepo Duque, uno de los principales divulgadores de las músicas populares de América Latina en Medellín. Un día se encontró con el libro Discusión y clave, de Ernesto Sábato, del cual ya había leído la novela El túnel, y el asombro lo asedió durante muchas noches. ¿Cómo era posible que el tango, ese género que se


difundía en las pianolas de Manrique, pudiera ser algo tan hondo y estructurado, y que un escritor concibiera un libro sobre “ese pensamiento triste que se baila”? Así, empezó a comprar discos y libros, y a meterse en las honduras tangueras, compuestas de poesía, música, interpretación y danza. No sabe si fue al mismo tiempo cuando se inició su afición por el cine. Cuando estudiaba bachillerato, leía suplementos literarios y de pronto se topó con Hugo Barti, Hernando Valencia Goelkel y Hernando Salcedo Silva, connotados ensayistas que escribían sobre la magia cinematográfica. Entonces era un muchacho que iba no sólo a los cines de Manrique sino a todos los teatros de la ciudad. Sus domingos adolescentes transcurrieron en el Rialto, el Olimpia, el Ayacucho, el Aranjuez, a veces viendo películas mexicanas (recuerda en particular las de Pedro Infante y Antonio Aguilar). Para aquellos días ya recortaba artículos sobre cine y tango. Orlando Mora Patiño, egresado de la Facultad de Derecho en 1967 y nacido en Medellín el 20 de agosto de 1944, es hoy el principal crítico cinematográfico de la ciudad y una autoridad en música popular. Ha publicado tres libros sobre sus querencias: Que nunca llegue la hora del olvido (1986), La música que es como la vida (1990) y Escrito en el viento (1994). Fue decano de la Facultad de Derecho del Alma Máter entre 1970 y 1972, y profesor de medio tiempo desde 1975 hasta el 2002. En 1966, cuando ya era miembro del Cine Club de Medellín, que funcionaba en el Teatro Colombia y era dirigido por Iván

Amaya, ingresó en la Asociación Gardeliana. “El cine fue un descubrimiento; la música, un refugio, una reconciliación con la vida. Me dará mucha tristeza morir porque no volveré a escuchar música”, dice. En los sesenta, iba a la Alianza Francesa a leer los Cahiers du Cinema. Recuerda la emoción que le causó su primer artículo, publicado en El Colombiano en 1966, una crítica sobre el filme Fiebre, de Jacques Demy. “Jamás la volví a ver”, dice, mientras va desgranando recuerdos de películas, de canciones, de libros. Mora es un asiduo visitante de los principales festivales cinematográficos del mundo. Ya en 1965 había ido al de Cartagena, que era “como una especie de Cannes”, y se deslumbró al ver actores de carne y hueso. Desde entonces nunca ha faltado a ese festival, del cual es ahora jefe de programación. Mora, que quiso ser escritor de ficciones, ama a directores como Roberto Rosellini y Michelangelo Antonioni, y siente hervir su sangre cuando relee a Cesare Pavese y vuelve al Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Para él, la aventura más grande de la imaginación es Metrópolis, de Fritz Lang. Sus emociones suben de temperatura oyendo a Floreal Ruiz y Raúl Berón, o la orquesta de Francisco Canaro. Orlando Mora, profesor de expresionismo alemán y apreciación cinematográfica, a veces sueña con los viejos cafés de Manrique y con el radio que su mamá dejaba prendido todo el día. Ojalá para él jamás llegue la hora del olvido.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Reinaldo Spitaletta

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Carlos SÁNCHEZ OCAMPO Carlos Sánchez Ocampo es un periodista de la calle. Tal vez por eso ha pasado viajando tantos años de su vida. Tengo cartas y postales firmadas por él, fechadas en Buenos Aires, Santiago, Lima, Quito y otras ciudades de América Latina por donde ha caminado sin más equipaje que un morral. Carlos prefiere la calle porque sabe que ahí está la gente y ahí están sus historias. Y está también el buen periodismo. “El periodismo es un viaje a pie”, dice. Cuando entregué a la Editorial Universidad de Antioquia los manuscritos de su primer libro, El contrasueño, en 1993, los funcionarios encargados del proceso editorial me citaron a una reunión. Una de las editoras me leyó en voz alta varios fragmentos donde aparecían palabras que hasta


entonces sólo se oían en las calles de Medellín, en boca de los llamados “desechables”. La mayoría eran insultos, jerga de la vida cotidiana, que a ella le parecían impublicables. Discutimos una por una. La editora pidió suprimirlas. Yo, como director de la colección, las defendí. “Sus palabras expresan su mundo”, le dije. Carlos hizo lo mismo. Se negó a que fueran señaladas con bastardillas y a que apareciera un glosario explicando su significado. Todavía recuerdo la cara de menosprecio de la editora cuando nos preguntó: “¿Y eso es lo que ustedes llaman periodismo?”. A los lectores de ese libro quiero contestarles lo mismo que le contesté a la editora: sí, ¡eso es periodismo!, y periodismo del mejor. El contrasueño: Historias de la vida desechable es una colección de crónicas y reportajes como los que no vemos en los periódicos colombianos desde hace tiempos. Hablo de estos dos géneros del periodismo narrativo y de la sorpresa de muchos lectores frente a este libro, porque el “nuevo” estilo implantado en la prensa colombiana en las últimas décadas ha mandado a la trastienda lo mejor del periodismo escrito. Y de paso ha emprendido una marcha ciega hacia atrás, tratando de ganar una batalla, perdida de antemano, contra la radio y la televisión, con armas desuetas como la brevedad y la ligereza con las que nunca alcanzará victoria alguna. Carlos pertenece a una generación de periodistas que, por fortuna, con pocas excepciones, no pisó las redacciones de los periódicos, porque sabía que ahí no tenía nada qué hacer. Él pertenece al “exilio de los libros” como lo ha llamado

Alberto Donadío. El lugar al que hemos ido a parar muchos periodistas que perdimos las páginas que antes nos daban los diarios para escribir historias. Carlos Sánchez nació en Medellín en 1957. Abandonó sus estudios de periodismo en la Universidad de Antioquia para irse a caminar, con un morral al hombro, por Colombia y Suramérica. Donde podía se quedaba un tiempo trabajando como artesano. Donde no lo dejaban, escribía. Después regresó a Medellín a terminar su carrera y se dedicó a caminar por sus calles y a escribir. Producto de ese viaje a pie por muchos rincones de nuestra ciudad es su libro, que nos habla de un Medellín que casi nadie conoce, que solamente ve. Un Medellín lleno de gente a la que los periódicos bautizaron con el nombre de “desechables”. En sus páginas, los lectores encontrarán historias. Historias de nuestra ciudad, de nuestras calles, de nuestra gente. Medellín visto, tocado, olido, sentido, vivido, caminado, sufrido. Medellín recorrido acera a acera, no mirado desde un jet, o desde el cubículo de vidrio, con aire acondicionado, de la redacción de un periódico. Para escribir El contrasueño, Carlos no sólo caminó. También habló con los llamados “desechables”, compartió con ellos sus historias, adivinó sus tragedias, durmió en sus mismas pensiones, comió con ellos. No podía escribir un libro como éste de otro modo. Lo repito: para él, el periodismo es siempre un viaje a pie. Y en automóvil o en avión, dice Carlos, uno puede ir más rápido, pero a pie siempre se llega más lejos.

Fotografía: Jairo Ruíz Sanabria / Perfil: Juan José Hoyos

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Elkin RESTREPO GALLEGO Hubo un tiempo en que me parecía a todo el mundo, quizás porque mis rasgos, de lo obvios, tienden a tomar los de los otros. Recuerdo mi etapa Vásquez Montalbán en la que, como sucedió en una feria del libro en Caracas, algunos se acercaron a preguntarme, con una sonrisa mayúscula, si yo era él, y la decepción cuando rápidamente comprobaron su equivocación. Otra, esa sí más dramática, en que yo era prácticamente Antonio Skármeta, hasta el punto en que una distinguida dama de la televisión, ante un corrillo de escritores que asistía a un congreso en Bogotá, confundida, primero me saludó con enorme admiración y, luego, cuando le dijeron quién era realmente, sin poder disimular su desencanto, volteó la cara y huyó del lugar. El caso es que más tarde, en el pasillo de entrada del Hotel


Tequendama, Skármeta y yo nos cruzamos fingiendo no vernos, negándonos seguramente en el interior que el uno fuera el otro. Él mide dos metros y pesa unos 120 kilos y sonríe por profesión, yo ni en lo uno ni en lo otro le doy medida. Pero acepto cierta semejanza con el chileno como con Vásquez Montalbán, cuya cara de español mala leche quizás era la mía en aquel entonces. El colmo sucedió hace poco cuando un amigo me envió un artículo con una foto de Juan Carlos Onetti, diciéndome, que ese pobre hombre que había regalado la dentadura a Vargas Llosa, como lo dijo alguna vez, era yo. Y ahí sigo adelante, viendo a quién más me parezco, algo a lo que me he resignado al pensar que todos tenemos muchas caras y que, salvo algunas inquietudes respecto a lo que llaman identidad, esto no es malo. Además está aquel poema de Borges sobre Proteo, que ayuda: Del egipcio Proteo no te asombres, Tú que eres uno y muchos hombres. Estudié Derecho sin mucha fe o esperanza, pero haberlo hecho definió mi vida. Allí, en las augustas aulas de la vieja facultad de la calle Ayacucho, donde la inquietud intelectual y la rebeldía eran lo primero, encontré el mejor ambiente para mi formación de escritor. Tuve profesores magníficos como Carlos Gaviria, Jaime Sanín Greiffestein, Carlos Betancur Jaramillo, Lucrecio Jaramillo y Horacio Gil, entre otros. Y compañeros que amaban el conocimiento y hacían de la acción libertaria un mandamiento radical. Fui profesor de la Universidad de Antioquia durante 23 años y también

testigo de años muy difíciles, no solo para la institución, sino para el país mismo. Como cuando no se es un magnate o un político se suele tener mucho tiempo, he podido dedicarme a la poesía, el cuento, el dibujo y a tomar fotografías. También, como editor, he fundado y codirigido algunas revistas: Acuarimántima, Poesía, Deshora, y, en estos años, Odradek, El Cuento. El doctor Jaime Restrepo Cuartas, cuando fue rector de la universidad, me invitó a dirigir la Revista Universidad de Antioquia, en la que recientemente cumplí once años, y en la que continúo gracias también a la confianza del doctor Alberto Uribe Correa y las actuales directivas. Estoy casado con Estela Martínez, mi musa de todas horas, y tengo dos hijos, Juan Sebastián y Carolina, y una nieta, Hannah, que viven en Australia. Con los años la vida se simplifica hasta el punto de que, cualquiera que ella haya sido, puede decirse, que bien vale la pena vivirla. Esta vida, por supuesto, y las otras vidas que derivan de ser uno y otros a la vez.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Elkin Restrepo Gallego

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Juan Carlos ORREGO ARISMENDI Es un hipocondriaco, lo obsesiona no estar aliviado, siente dolores y se imagina que todas las personas que leen son así. Cualquier cosa lo angustia, por ejemplo, no ser un buen padre con sus hijos o vivir pensando que se va a quedar sin trabajo. Muchos creerían que otra de sus obsesiones es el Deportivo Independiente Medellín, pero no. Cuando este equipo queda campeón se siente muy contento y cuando no, también, qué más puede hacer, tomar cerveza como consuelo y esperar a que el tiempo sane las heridas. De lo que vive completamente seguro, es que está en el lugar donde quería estar y no se quiere ir. Ese espacio idílico al que se refiere el antropólogo Juan Carlos Orrego es la Universidad de Antioquia.


El lugar era mítico para él desde la infancia, cuando de viaje a la casa de sus abuelos, en Bello, pasaba mirando por la ventana del bus la universidad donde trabajaba su tío, recordando las historias que le contaba, y pensando que allí estaba la gente más inteligente de Colombia. Cuando se graduó del colegio sólo se presentó a la Universidad de Antioquia, decidido por la Antropología, porque, a pesar de su pasión por la literatura, quería estudiar una gran ciencia histórica. Luego hizo la maestría en Literatura Colombiana y después el doctorado en Literatura, todo en la Universidad de Antioquia. Por eso algunos compañeros lo ven como un académico menor, porque no tiene conocimiento de lo otro, y él se defiende diciendo que no es indispensable conocer lo otro para hacer bien lo propio. Esa obsesión por el Alma Máter se las transmite a sus hijos. “Yo pienso: si mis hijos no pasan aquí, me voy a frustrar, y no por lo que paguen mil pesos, si fueran tres millones los pagaba. ¡Ah! No, ¿si ellos no quieren?, qué puedo hacer. La cosa es esa, yo ya les estoy lavando el cerebro. Ellos son muy gomosos, los traigo, les muestro la fuente, les gusta venir”, dice.

posibilidad de ir al cine, digo mejor me pongo a leer. Yo no saco tiempo, soy muy amarrao”, concluye Juan Carlos, con ese lenguaje coloquial, a veces divertido, con el que habla del fútbol y de todo lo demás. El Medellín le proporciona orgullo aunque nadie lo entienda. Ese es el primer legado que le dejó su tío. La otra herencia fue la pasión por la literatura. Cuando murió a los 27 años, su tío dejó una gran colección de libros que había leído. Juan Carlos pensaba que esa experiencia de lectura se perdería y empezó a leerlos, escribiendo de vez en cuando, porque dice que “cuando uno lee, siente necesidad de escribir”. Eso lo llevó a producir su primer libro de cuentos y al ver la posibilidad de publicar, escribió ensayos y valoraciones antropológicas sobre lo que más le gusta: la literatura. En la actualidad es profesor de Antropología y escribe ensayos literarios para la Revista Universidad de Antioquia, que lo ha motivado para ser escritor.

La suya es una vida monótona debido a la pasividad. Es un cuadriculado, dice su esposa. Ella es su punto de equilibrio, la que guía sus decisiones y lo rescata de la paranoia. “Me gusta leer, me encanta estar con mis hijos… Pero… No, no, no puedo ser tan frívolo de tratar a los hijos como un pasatiempo, es que los hijos son los hijos. Leer pero es que leer tampoco es un pasatiempo, es parte de la vida mía, y el DIM es tan entrañado que tampoco lo sería. Por ejemplo no me choca el cine, pero siempre que me veo ante la Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Fernando GONZÁLEZ OCHOA Fernando González Ochoa1 es considerado el más original de los filósofos colombianos y uno de los más vitales, polémicos y controvertidos escritores de su época. Se enfrentó a la mentira colombiana, y sus contemporáneos no le perdonaron la franqueza con que habló. Por eso fue rechazado y olvidado. Sin embargo, su verdad, que golpea y azota en sus libros, continúa cobrando vigencia con los años. Fue un espíritu rebelde y pugnaz, pero al mismo tiempo hondamente amador de la vida y de la realidad colombiana que fustigó. Logró forjar un pensamiento filosófico a partir de nuestra 1 Elaborado a partir de: Henao Hidrón, Javier. Fernando González, filósofo de la autenticidad. Marín Vieco Ltda. Quinta edición (a) Medellín, 2008. Ocho a Moreno, Ernesto. “De la rebeldía al éxtasis”. Periódico El Colombiano, Medellín, 21 abril 1995, p. 2D. Yepes, Luis Eduardo. Fernando González. Biografía. Colección A.V., Colina. Medellín. 1996.


idiosincrasia, utilizando un lenguaje tan propio de nuestro pueblo que le valió el hecho de ser calificado como mal hablado. Fue un “maestro de escuela” que escandalizó y al mismo tiempo abrió derroteros hacia la autenticidad. Lo condenaron por ateo y, no obstante, fue un místico. Escribió en una prosa limpia e innovadora, pero “para lectores lejanos”. Se proclamó maestro, pero, según sus mismas palabras, no buscaba crear discípulos, sino solitarios. Su obra es siempre nueva, fresca y conturbadora. Y su vida fue un viaje de la rebeldía al éxtasis. Nació el 24 de abril de 1895 en Envigado, Antioquia. Desde niño su espíritu original y rebelde se manifestó con ímpetu y lo llevó a “vivir a la enemiga”. En 1917 se graduó como bachiller en Filosofía y Letras de la Universidad de Antioquia, y en 1919 la misma institución le otorgó el título de abogado. Su tesis de grado, El derecho a no obedecer, fue censurada por las autoridades universitarias, que lo obligaron a incluir algunos cambios, y en consecuencia la tituló simplemente Una tesis. En 1922 contrajo matrimonio con Margarita Restrepo Gaviria, hija de Carlos E. Restrepo, ex presidente de la república. De esta unión hubo cinco hijos: cuatro hombres y una mujer. Se desempeñó como magistrado del Tribunal Superior de Manizales, juez segundo del Circuito de Medellín, asesor jurídico de la Junta de Valorización de Medellín, cónsul de Colombia en las ciudades europeas de Génova, Marsella, Bilbao y Róterdam. Comenzó a destacarse como escritor desde su participación en

el grupo Panidas y la aparición de su primer libro, Pensamientos de un viejo, a los 21 años de edad. Entre 1929 y 1941 escribió con gran intensidad, y publicó Viaje a pie (1929), Mi Simón Bolívar (1930), Don Mirócletes (1932), El hermafrodita dormido (1933), Mi compadre (1934), El remordimiento (1935), Cartas a Estanislao (1935), Los negroides (1936), Revista Antioquia (1936-1945), Santander (1940) y El maestro de escuela (1941). Después de 18 años de silencio literario casi total publicó el Libro de los viajes o de las presencias (1959) y La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962). Su obra es polémica, original, prolífera y multifacética. Recibió el elogio y la admiración de importantes escritores como Gabriela Mistral, Azorín, Miguel de Unamuno y José María Velasco Ibarra, entre otros. Como punto final a esta breve biografía, vale mencionar su célebre Otraparte, hoy convertida en casa museo y centro cultural. Según cuenta Javier Henao Hidrón en el libro Fernando González, filósofo de la autenticidad, “en los últimos años de la vida de Fernando González, Otraparte se convirtió en un lugar casi mítico. El nombre se hizo popular, y solía ser pronunciado con admiración y respeto. Al maestro empezaron a llamarlo, unos, ‘El mago de Otraparte’, y otros, ‘El brujo de Otraparte’. Con frecuencia era visitado por jóvenes e intelectuales ansiosos de conocerlo”. Entre estos personajes figuran autores como Alberto Aguirre, Carlos Castro Saavedra, Gonzalo Arango, Luis López de Mesa y Manuel Mejía Vallejo. Murió a causa de un infarto el 16 de febrero de 1964.

Fotografía: Archivo Corporación Otraparte / Perfil: Corporación Otraparte

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Luis Alberto CORREA CADAVID “El hombre se comunica con las palabras, con los colores, con el movimiento, con el trabajo de sus manos y de su mente. Pero el lenguaje de la música es pre-verbal, entonces decimos todo sin una sola palabra y eso es supremamente importante”, así define Alberto, el director de la Orquesta Filarmónica de Medellín, el lenguaje del alma, del cual conoció las tonadas matriarcales a los diez años, cuando dio su primer concierto en un coro, guiado por el maestro Rodolfo Pérez González. Con él descubrió la música, de la que tiene como recuerdo un camino de solitario, porque a principios de los años sesenta, el músico era catalogado de borracho, mal esposo y mal hijo; entonces cómo iba él, un artista innato, a decir que lo suyo era la música. Esa era la gran dificultad de su adolescencia, decidir qué iba a hacer.


Siempre pensaba en servirle a la sociedad, pero en su mente también discurría un dilema, vivía un periodo de negación de la existencia de Dios, algo natural en la juventud, y, creyendo que era la solución, al finalizar el bachillerato ingresó al seminario de Yarumal, de donde se retiró fracasado en su búsqueda del quehacer, tras haber creado un coro de cámara en el municipio y otro en el seminario. Alberto, que sin dejar la música vio en la medicina una profesión profundamente social y al servicio del ser humano, es un hombre incansable que dedicó su talento en el arte musical a la conformación de grupos en pos de compartir el conocimiento. Primero fue el Grupo de Música Antigua de Medellín, luego la Coral Ciudad de Envigado y, en 1966, el Estudio Polifónico de Medellín, el primer coro masculino que se funcionó hasta 1968, cuando Alberto se graduó como médico de la Universidad de Antioquia y fue necesario un alto en el camino para cumplir con el año rural. Estuvo trabajando en diferentes pueblos hasta 1970, cuando regresó a la ciudad para retomar su pasión, reabriendo, ahora mixto, el Estudio Polifónico de Medellín. En 1974 lo convirtió en coro sinfónico, o sea de música coral sinfónica, oratorios, óperas, operetas, zarzuelas y siempre acompañado de orquesta.

y satisfacción porque logró su cometido de atraer nuevos públicos a la música sinfónica, especialmente a la juventud universitaria. Para Alberto han sido 41 años de medicina y 57 de música. De la primera ya se retiró, pero la música estará en su vida hasta el final, como lo estuvo desde la niñez cuando lo encantaron los corridos mexicanos, los boleros, el piano Player y el cántico de un coro, que le pareció un mundo fantástico e ilimitado y por eso ha creado tantos. En esta labor su esposa siempre lo ha acompañado, asistiendo a todos sus conciertos. Ella es quien le dice al maestro, mientras ensaya en el estudio de su casa, “hoy no te suena bonito el chelo”, instrumento que toca para él sólo, porque aún no lo domina. Esa actitud es parte su espíritu perfeccionista, especialmente con el público, y por eso él, que durante más de cincuenta años sólo descansó dos días cada año y apenas ahora empieza a disfrutar el tiempo en la finca acompañado de su esposa, reprocha la falta de compromiso de la juventud actual, a la que, aparte de cautivar con sus sinfonías, quiere compartirle los conocimientos musicales de toda la vida.

En 1978 fundó la Orquesta de Cámara de Medellín para acompañar al Estudio Polifónico en sus oratorios, pero suspendieron los ensayos en 1981, para resurgir en 1983 como Orquesta Filarmónica de Medellín, donde Alberto enfrentó una fuerte crítica, por interpretar canciones de rock de Queen y Los Beatles, a la que respondió con seguridad Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Sergio VALENCIA RINCÓN Recostado en el quicio de la puerta de su habitación, con su “sensual” barriga desnuda y haciendo un ademán afeminado, le dice a su esposa en tono jocoso: “Soy una mujer atrapada en este cuerpo”. Ella responde desde su cama, alzando la mirada: “¡Ah! Pero está muy amplia mija”. Ante la inesperada respuesta de ella, Sergio Valencia se queda sin palabras, es una de las pocas ocasiones en las que el ex intérprete de la chismosa Maruja, compañera de Tola, no tiene cómo continuar la burla. Aunque es licenciado en Español y Literatura, siempre se ha desempeñado como comunicador. Su vida ha estado relacionada con los medios y tiene una gran capacidad para publicitar proyectos, e incluso se ha movido tras las


campañas de dos alcaldes. En cuanto a política, lo sacuden los temas actuales de gobierno opinando sobre ellos desde el humor. La fama que se ha ganado, según él, es de “charro”, por lo cómico; y ha escrito incluso en revistas de economía siempre con tono gracioso. Todavía se pregunta de dónde surgió el cuento del humor, “tal vez porque soy huérfano desde muy chiquito y mi hermano mayor fue el que asumió la responsabilidad. Él cuenta que me ponía a payasear por plata y es verdad, pero no estoy convencido de que sea por eso”. Sergio cree que el humor es una manera de tantas que hay de pensar y él es tan libre al momento de pensar como de preguntar, porque se considera sin pelos en la lengua. Cualidad que ha sido bien aprovechada en los medios de comunicación para indagar a diferentes personalidades sobre temas que nadie se atreve. Su última experiencia fue con la modelo Natalia París y aunque ella lo echó de la casa, él iba contento. Fue al apartamento de ella e inició la entrevista insistiendo en conocer facetas ocultas de la diva. Él preguntaba si habían encontrado a su esposo y ella insistía en que hablaran de lo positivo, de su empresa, hasta que perdió la paciencia y terminó por sacarlo, diciéndole: “por gente como usted es que este país está como está”. Tal vez su felicidad al salir del edificio de Natalia, radicaba en que no iba a callarse la actitud ni la indignación de ella ante sus preguntas.

segunda edición de la revista Frivolidad, una idea surgida de sus clases de teatro en la Escuela Popular de Arte. La revista era una burla caricaturesca de la situación política y social de la ciudad. Como en ese momento se habló por primera vez de las escuelas de sicarios en Manrique, publicaron un artículo llamado “Quiero ser universicario”, en el que describían un ocurrente pénsum académico y al rector de la ficticia institución. La burla les valió la amenaza del movimiento Amor por Colombia y pararon las publicaciones teniendo aún atragantado un texto de la tercera edición: una parodia de un artículo de la revista Fortune, sobre los diez hombres más ricos del mundo, donde aparecía Pablo Escobar, en su caso la publicación sería Infortune, con los diez más pobres del mundo. La alternativa para mostrar esa parodia fue un café bar, donde hicieron varios shows y estalló la fama de Tola y Maruja. De Tola y Maruja se cansó porque “se vuelve a lo mismo, pues la política en este país es repetitiva”. La realidad es que el espíritu de Sergio hace a un lado las ataduras, busca la libertad que comprendió un día en la Universidad de Antioquia, ante ese universo de diversidad cultural que cambió su forma de pensar, lo volvió libre para pregonar “que sólo en la diversidad, se encuentra la libertad. A uno no lo hacen libre, uno se libera y lo hace respetando a los demás”.

La única vez que ha Sergio se le paralizó la lengua, literalmente, fue cuando publicó junto a sus amigos, la Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Carlos Arturo FERNÁNDEZ URIBE El río de la vida lo llevó sin querer hasta una placa en la Universidad de Bolonia donde decía que Dante Alighieri había estudiado allí, en ese mismo lugar, la Facultad de Letras y Filosofía, donde él emprendería su doctorado en Historia del Arte. Ese recuerdo añejo lo emociona todavía porque los pasillos y aulas que tantas veces recorrió habían sido pisados por personajes que desbordan la memoria: el autor de la Divina comedia, Petrarca y quién sabe cuántos otros. Se suponía que iba a parar a Florencia porque lo esperaba un currículo de Literatura Italiana, pero tal programa no existía y era necesario cambiar de rumbo. Bolonia, la universidad más antigua de Occidente, lo recibió en 1976 para que


diera los primeros pasos en lo que sería el pilar de su vida académica. Hijo de Salgar, criado en Medellín, con formación de filósofo en la Universidad Javeriana y con algún rezago de vocación jesuita, Carlos Arturo Fernández Uribe estuvo en Europa durante cuatro años en los que se llenó de mundo, porque aprendió, como lo cuenta hoy, que intentar pensar por uno mismo es el mayor logro que debe asumirse. Y pensar, dar vueltas sobre lo mismo, es acaso el primer paso para crear, aunque él se dedique más bien a analizar la creación de otros, a ser un crítico que conversa con la obra de arte durante años, más allá de los eventos y las exposiciones, esperando tal vez a que un cuadro le hable o a que un performance le pinche el corazón. Regresó a Medellín en 1981, con mucho aprendizaje y una tesis laureada: La poética sociológica en la obra de Christo. Desde ahí se intuye que no es un historiador anacrónico, pues le interesa lo contemporáneo y las nuevas maneras de sorprender a la humanidad, como sucede en su artista analizado, un búlgaro residente de Nueva York que empaqueta edificios e interviene el espacio. Ese gusto puede ser reflejo de la rebeldía de Carlos Arturo, que aún es o se siente joven y ama estar en contacto con los estudiantes de pregrado, más que con los de posgrado.

breves cursos de Historia del Arte y, con los años, logró, junto a otros maestros, consolidar la maestría que lleva ese mismo título, conformar el grupo de investigación en la materia y crear el doctorado genérico en Artes. Su camino en la Universidad de Antioquia ha sido largo e incansable. Fue decano entre 1986 y 1990, los años más convulsionados de la institución, y ni así la academia lo perdió como docente y pensador, pues volvió a las aulas para enseñar y aprender. En el 2001 se graduó del doctorado en Filosofía, de donde surgió el libro Concepto de arte e idea de progreso en la historia del arte, su tesis que la editorial universitaria publicó en el 2007. Hoy está cerca de la jubilación. Siente que todavía le queda mucho por dar en la vida académica y que aún tiene mucho por ver en el arte que se crea en todas partes. Pero no es irremplazable, él mismo lo dice. Además, ya es tiempo de terminar de leer todos los libros que ha dejado empezados y que siguen acumulándose encima de su escritorio. El río de la vida, ese que lo ha llevado por tantos paisajes, lo espera ahora para acercarlo a sus otros amores: la literatura, la escritura y, sobre todo, su esposa, María Gabriela, y sus hijos, Sara y Carlos Esteban.

Desde 1983 es docente de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia, donde encuentra espacios para pensar y ver nacer nuevas preguntas. Llegó a dictar unos Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Margarita Isaza

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Alejandro ARANGO MEDINA La historia de este hombre se podría contar como la de aquel que por sus convicciones religiosas renunció a las comodidades de esta época. Se podría decir que Alejandro Arango, un buen día, le anunció a su familia que no volvería a comer carne, que jamás tomaría licor y que, como si fuera poco, se internaría en un monasterio. Su historia provocaría lástima en más de un lector. Sin embargo, aunque todo eso es verdad, él tiene una consigna para blindarse de falsas interpretaciones: “Los sabios desechan lo que los tontos anhelan”. No se trata de una frase extraída de un libro barato de superación personal. No, se trata de una convicción que tiene mucho que ver con esa búsqueda constante de la profesión que eligió: la verdad.


En el 2002 se graduó como comunicador social - periodista de la Universidad de Antioquia. Un año después, decidió que en vez del ritmo frenético de los medios de comunicación o los protocolos estrictos de las empresas se dedicaría al estudio cuidadoso se las Escrituras Védicas y al fortalecimiento de su espíritu para agradar a Krishna. Su “iniciación” como devoto Hare Krishna fue en el 2003, de la mano de un “maestro espiritual”. El primer encuentro con ese personaje fue durante una conferencia a la que un compañero de universidad lo invitó y que era promovida por el movimiento Krishna en Medellín. “Uno no puede quejarse de los males de otros —recuerda Arango que dijo el hombre refiriéndose a los atentados del 11 de Septiembre—, cuando uno mismo está patrocinando la muerte de otros seres”. Esa noche Alejandro llegó a su casa afirmando que, de ahora en adelante, sería vegetariano. Y así lo ha cumplido. Pese a haber crecido en una familia católica, apostólica, romana y paisa, y haber estudiado con los Benedictinos, Alejandro es mahatma —o encargado— del Govindas, un monasterio que de no ser por el olor a incienso y los colores vistosos de las velas exhibidas en la entrada, pasaría inadvertido por las multitudes que diariamente se cruzan por ese costado de la iglesia La Veracruz, en pleno centro de Medellín.

carrera de forma independiente, sino también hacerlo al servicio de sus convicciones espirituales. “Si un periodista no tiene presente diariamente que quiere ser un benefactor de los demás, no hará bien su trabajo”, recalca. Ubicado en el sector más estridente de Medellín, el silencio del monasterio le da un ritmo propio. Arango se levanta a las tres de la mañana, cuando el centro de la ciudad aún está en calma. Se reúne con los otros devotos en el altar para adorar a Krishna. Luego, cuando los primeros gritos se escuchan en la calle, él se dedica a la meditación. Y a las ocho, cuando las campanas de La Veracruz anuncian la misa, él y los demás empiezan sus labores: definir el menú del restaurante vegetariano, atender la tienda, asear el templo y editar las publicaciones con las que cuenta el culto. Esa rutina tiene cuatro mandatos que tapizan la senda por la que Arango avanza hacia la vida espiritual: no sexo ilícito, no comer carne, no practicar juegos de azar y no intoxicar el cuerpo con drogas y alcohol. Esos “no” que afuera del Govindas significarían una vida aburrida, paradójicamente fijan una sonrisa permanente en el rostro del mahatma. De alguna forma, sus “no” se oponen a los “sí” que justifican las tragedias de la sociedad occidental. Él bien lo dice: “Es más fácil robar que ir a trabajar. Pero trabajar es más satisfactorio”.

Sin embargo, Arango, uno de los precursores del periódico universitario De La Urbe, no se alejó del periodismo. Hacer parte del movimiento Krishna no sólo le permite ejercer su Fotografía: Archivo personal / Perfil: Pedro Correa

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Leonel ESTRADA JARAMILLO En los años sesenta en Medellín, las mujeres se dedicaban a pintar florecitas y los hombres paisajitos de Antioquia, eso opina el odontólogo Leonel Estrada del arte de su época. Por eso en aquel tiempo le propuso a su cuñado, Rodrigo Uribe, hacer una bienal en la ciudad para posibilitar el flujo del arte moderno y sus nuevas ideas. La iniciativa fue apoyada por Coltejer y se realizaron cuatro bienales en Medellín en 1968, 1970, 1972 y 1981, lo cual ya reflejaba esa capacidad para impulsar el desarrollo del arte, que lo llevaría a convertirse en el crítico y gestor colombiano que junto a la argentina Marta Traba, el polaco Casimiro Eiger y el austríaco Walter Engel han hecho parte de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y se destacan por promover la apertura del arte colombiano hacia las vanguardias mundiales.


Motivar la creatividad era y será siempre la meta de Leonel, quien a sus 88 años navega aún por océanos multicolores remando con su pincel, encerrado en una habitación y mirando a ratos con unos binoculares a través de la ventana, tal vez para atraer inspiración o sólo para relajar la vista. “Esto era una toalla donde él iba limpiando los pinceles y vea, ya es un cuadro”, comenta irónicamente Alfonso, el mayordomo, sin comprender que esas manchas hacen parte de un nuevo estilo llamado abstraccionismo autogenerativo que está creando Leonel, quien también implementó una técnica donde se quema la pintura para obtener matices y texturas diferentes. La pasión y la creatividad fueron el legado de su padre, pintor e inventor, que le transmitió el gusto por el arte y a quien le escribió un libro de poesía titulado Retrato antiguo. Poesías tiene más de setecientas y pasa sus días sentado en el escritorio, junto a la ventana, clasificándolas para futuras publicaciones, como lo describe su nieto Miguel Vélez, en una breve reseña en la cual describe a Leonel como “un ícono; la piedra donde se ramifica la historia del arte antioqueño y un hombre cuyo legado habita en el corazón de su familia y en la gratitud de los pintores y poetas”; y vale incluir a sus colegas odontólogos, porque en los 52 años que ejerció su carrera, fue fundador y presidente de la Sociedad Odontológica Antioqueña e igualmente de la Sociedad Colombiana de Ortodoncia, especialidad que estudió en Nueva York, en 1946.

Jubilado de la odontología, este artista recuerda que entre cada paciente sacaba tiempo para dibujar logo-grafismos, que son la imagen de una palabra dibujada con las letras que la componen, y creó tantos que alcanzaron para dos publicaciones. Eso demuestra que la vida de Leonel siempre tiene lugar para la creación. Lo mismo que su casa, donde han sido varios los artistas que en un momento de inspiración pidieron prestados los lienzos y el pincel para crear su obra y dejarla de recuerdo, o incluso pintaron en las paredes, como Omar Rayo y Alejandro Obregón, quienes lo hicieron en la inmensa casa donde vivía Leonel, en el barrio Oviedo. Entonces, cuando se mudó, arrancó el pedazo de pared de doscientos kilos, y ocho hombres lo cargaron para colgarlo frente a la sala de su nuevo hogar, un apartamento a la medida de Leonel, con paredes que alcanzan los 4.30 metros de altura y sirven para colgar en ellas los cuadros de artistas como Manuel Hernández, Lucy Tejada y Omar Rayo; y los que han pintado él, su esposa, sus amigos, sus hijos o todo aquel que se deja influenciar por su espíritu creativo.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Rodrigo SALDARRIAGA SANÍN A Rodrigo Saldarriaga Sanín, con pinta de vikingo exiliado en las calles de Medellín, lo expulsaron de la Universidad de Antioquia, con resolución y todo, sin ser estudiante de la misma, a principios de la década del setenta. Años después, en el 2001, el Alma Máter le confirió el título Honoris Causa de Maestro en Artes Escénicas, por sus aportes al teatro y a la formación de actores. Saldarriaga, nacido en Medellín el 14 de noviembre de 1950, es un tipo que rezuma teatro. De adolescente, quería estudiar artes: escultura, pintura, literatura, pero, según él, no había dónde. Entonces, cuando terminó bachillerato, pasó a Arquitectura en la Universidad Nacional, regentada por el maestro Pedro Nel Gómez. “Todo ese ambiente


me sedujo. Había, además, profesores como los pintores Saturnino Ramírez y Aníbal Gil”, dice. Pero también allí estaba Jairo Aníbal Niño, que había llegado del Festival de Nancy, en Francia, en 1968, para dirigir el grupo teatral de la Universidad Nacional. Y en esa sociedad teatral comenzó a engendrarse su pasión por las tablas. Veía ensayar, al principio, bajo el sol y en canchas de baloncesto a la muchachada dirigida por Jairo Aníbal. “Era una maravilla, fue mi alumbramiento”, dice. Y entonces aquel muchacho que apenas había visto en el colegio un entremés de Cervantes y que no tenía explicación para decir por qué le gustaba el teatro, principió su carrera teatral, que ahora alcanza los 42 años continuos. Su primera participación fue en la obra La masacre de Santa Bárbara, dirigida por Niño. A los de Jairo Aníbal los echaron de la Nacional y pasaron a la de Antioquia, en donde se fundó la Brigada de Teatro, auspiciada por el Consejo Superior Estudiantil. En aquellos “años locos”, Rodrigo comenzó a vivir en el Teatro Camilo Torres, de donde también lo sacaron. Creían que era estudiante de Economía. Luego de participar en el montaje de La Madre, de Gorki, con la Brigada, se fue a Barranquilla a hacer teatro, lo cual, según él, era un “imposible metafísico”. Allí todo estaba dado para el carnaval, el ron y la rumba, menos para el teatro. Con el actor Eduardo Cárdenas, que también estaba en Barranquilla, regresó a Medellín.

Los dos, además de otros actores, fundaron en 1975 el Pequeño Teatro, cuya primera sede fue en Guayaquil, en el apartamento de Saldarriaga. Su primer montaje fue una adaptación de tres cuentos de Juan Rulfo: Anacleto Morones, Diles que no me maten y Nos han dado la tierra. Desde entonces, Rodrigo Saldarriaga ha dirigido sesenta montajes, en muchos de los cuales, además de la dirección, es el diseñador de escenografías, vestuarios y afiches. Y aunque no terminó Arquitectura, Saldarriaga ha participado en el diseño de varias salas teatrales de la ciudad, entre ellas, la del Pequeño Teatro y la del Águila Descalza, y dio asesorías para el “Cubo” del edificio de Empresas Públicas. Saldarriaga, pionero en Medellín de la entrada libre con aporte voluntario, ha creado un público teatral y también actores. El mejor espectáculo teatral que ha visto ha sido Arlequín, servidor de dos señores, de Giorgio Strehler. Hubiera querido tener al cantor de tango Roberto Goyeneche para hacerlo representar el Rey Lear. Tiembla con Chejov, pero no ha montado ninguna obra suya. Considera que el mejor montaje de Saramago —un autor que “lo rayó”— es El cuento de la isla desconocida, “un canto al teatro, un cuento teatral. Y lo quise hacer así, al desnudo, como un reto de actores, teatro puro”, dice. El director del Pequeño Teatro y dramaturgo (autor, entre otras, de Todo fue y Los chorros de Tapartó) dice que se le ha ido la vida en aprender a dirigir y a actuar. Y en intentar desentrañar los hondos misterios del arte.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Reinaldo Spitaletta

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David GUTIéRREZ RAMÍREZ Cuando se escucha su voz, así sea en una conversación cotidiana, parece como si el tiempo, acaso, se hubiera detenido en la segunda mitad del siglo pasado. Como si en el centro de Medellín aún se escuchara, reinante, el sonido quejumbroso del bandoneón; y en El Tarky, El Málaga, La Payanca, Adiós Muchachos —y otros bares que hicieron que esta ciudad se convirtiera en Capital Mundial del Tango—, sobresalieran las voces estilizadas de Carlos Gardel, Agustín Magaldi, Francisco Canaro o Juan D’Arienzo. Esas mismas voces están ancladas en los recuerdos y gustos musicales de David Gutiérrez Ramírez. Desde chico, escuchó a su padre Jaime —y también a sus tíos


paternos—, en una mañana de domingo o en una fiesta familiar, impostar su voz para entonar Percal o Al compás del corazón, dos tangos predilectos por “el viejo”. Con su mamá, Rosa Edilma, asistía a reuniones de amigos y aunque tuviera diez años, la acompañaba con la guitarra y le hacía la segunda voz mientras ella, poniendo a aletear sus manos, hacía gala de sus cualidades interpretativas. Sus padres, ambos odontólogos y ambos músicos aficionados, le legaron el gusto por los boleros y el tango. Pero, además, le endosaron una voz privilegiada. David nació el 31 de enero de 1979, en el municipio de Itagüí. Allí creció y empezó su formación musical: en la Escuela de Arte Eladio Vélez estudió guitarra popular, cuando tenía diez años. Una vez terminó el bachillerato se enlistó en la Policía Nacional, donde prestó el servicio militar obligatorio. Allí participó en la orquesta institucional, dedicada a la música tropical; esa fue su escuela en ese género, pues después integró las orquestas Los Padrinos, Los Júnior, Sonora Antioqueña y Veracruz. A los 17 años ingresó a la Universidad de Antioquia, donde estudió música y canto. De entrada, demostró que su carrera sería particular: en vez de perfilarse hacia lo lírico, en el examen de admisión presentó una ranchera: Échame a mí la culpa. Dos años después se retiró de la universidad para aceptar una beca en la Coral Tomás Luis de Victoria. En 1998, un año después, regresó a la misma universidad.

Desde entonces, Gutiérrez ha alternado sus estudios de barítono lírico, con casi un centenar de conciertos y presentaciones. En ellos, ha cosechado importantes logros: en el 2007 fue ganador del Festival Internacional de Tango Ciudad de Medellín; su voz ha sido escuchada en las principales ciudades colombianas y ha ganado prestigio en los círculos tangueros; además, como integrante de la compañía Vos Tango, recibió el Cóndor de Oro, la máxima distinción del Primer Festival Internacional de Tango, realizado en el 2005 en San Luis, Argentina. Aunque muchos músicos de academia miran por encima del hombro a la música popular, David, con 32 años de edad y dos hijos, ha sabido aprovechar su formación y se ha negado a hacer a un lado esos sonidos con los que creció. El tango, paradójicamente, le ha dado más soltura interpretativa al cantante lírico; “porque el tango no es solo cantar bonito, es también interpretar”, dice. Con el Amor desolado como canción favorita, la patilla larga, los ademanes protocolarios y la elegancia propia de sus antecesores, la suya es la fina estampa de la tradición tanguera. Tal vez por ello, para él el tango es una nostalgia sonora; “Un género con criterio universal” que en Colombia tiene un aprecio mayor, “porque —dice él— cualquiera pone en entredicho dónde nació Gardel, pero nadie refuta que aquí, en Medellín, se apagó su vida. Creo que yo hago algo para que esa tradición no desaparezca”.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pedro Correa

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Julián ESTRADA OCHOA El aroma de la cocción del maíz, un claro de mazamorra, una carne con arepa, marrano frito, Julián no sabría con qué quedarse, por eso no jerarquiza la comida y lo exalta el desconocimiento que tenemos los colombianos de nuestra cocina. “Somos de un genérico aplicado para todo. ¿Hay chorizo? Sí. ¿Hay arepa? Sí ¡Deme una! Pero no distinguimos sabores, masas, tripas, guisos. Usted le pregunta a un antioqueño si conoce la comida de Nariño y dice: ‘¿Ese ratón que comen allá? ¡No, las güevas!’”. Este panorama hizo que Julián, a quien lo sedujo la antropología cuando leyó Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis, dedicara sus investigaciones antropológicas a la cocina, para convertirse en crítico gastronómico, en cocinero aficionado, porque no se considera completamente un chef, y finalmente en


historiador reconocido por sus crónicas y por enaltecer la comida colombiana. A él le gusta cocinar para sí mismo, lo hace desde los 17 años cuando su espíritu aventurero y mundano lo subió a un barco en Cartagena con rumbo a Europa. Iba a estudiar Hotelería y Turismo con la idea de “embilletarse” y viajar por el mundo, pero esa mentalidad capitalista se topó en la Universidad de Lovaina con la reflexión social de finales de los sesentas. Era la época de mayo del 68 y Julián, que no se atrevía a opinar, escuchaba atento los debates y empezaba a pensar de otra forma. Regresó a Colombia a recorrer el país y a desarrollar actividades de hotelería y turismo, mientras por su mente pasaban clases de cocina y comedor. Para ese momento poseía una fuerte capacidad argumentativa porque “estaba un poquito curtido y envenenado”, y por eso fue capaz de defender su posición en el Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia, donde planteó la cocina como tema de investigación y, aunque fue señalado y contrariado, sostuvo su tesis de que nuestra cocina es patrimonio cultural colombiano y no la conocemos. Julián creó un foro llamado La desconocida comida popular colombiana y sólo él fue capaz de decir que la Escuela de Salud Pública y la Escuela de Nutrición y Dietética son la hipocondría y la vanidad, “que tienen en la olla la buena cocina, porque el comensal moderno tiene dos ejes, vive en función del cuerpo y el gimnasio, de cuántos aminoácidos, preservativos bla, bla, bla, bla… —continúa exaltado— ¡No se come una empanada ni por el putas!”, grita descargando

el puño sobre la mesa”. Julián en cambio ama todo lo que hace daño, especialmente los fritos, y su barriga y cachetes redondos son prueba de ello. Él es bajo de estatura, de cabello y barba canosos, cejas negras y nariz alargada, es desmemoriado y torpe con las manos, por lo que elogia la habilidad de los chefs; es autor del libro gastronómico Mantel de cuadros y vive para el placer sin ir en contravía de nada. La vida la disfruta sin inhibiciones, sin existencialismo, porque descubrió que lo que vale la pena no tiene precio económico y es lo que más le gusta hacer: leer, dormir, mirar el paisaje… ¡Claro! Se preocupa por su salud, práctica el hamaquismo, aunque a veces se cansa de la hamaca y sale a caminar, recorriendo las ciudades que visita o el campo, porque como su vida se aproxima a la tranquilidad, decidió vivir en una casa finca en El Retiro, donde tiene un restaurante, cuya larga historia define así “metí una galleta al horno, se me creció y salió un mojicón”, pues la idea de un sitio pequeño y elemental se convirtió en un concurrido lugar venerado por su comida típica colombiana, cuya carta fue construida con esmero por el antropólogo y gastrónomo que es en esencia, un estudioso de las cocinas del mundo, un “encarretado” de las americanas y un apasionado de la cocina colombiana.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Jorge VALENCIA JARAMILLO “Cuando uno nace, crece y sí todavía es inocente, vive en el paraíso; pero cuando la mujer aparece es como un huracán que arrasa a su paso”. Así describe Jorge Valencia Jaramillo su próximo libro Huracán en el paraíso, en el que seguirá acariciando aquellos temas que tanto lo han inquietado en su vida: el amor, el olvido y la muerte. Como estudiante del Liceo Antioqueño, Jorge Valencia desarrolló un gusto obsesivo por los libros, especialmente por aquellos que lo acercaban a temas como el existencialismo, la teología y la literatura. Cada libro que leía era un mundo nuevo por descubrir, se sumergía tanto en aquel conocimiento que según él, “dejaba a un lado la sociedad en la que vivía”. Eran comienzos de los sesenta y


las grandes publicaciones provenían de Buenos Aires; solo por eso decidió que quería estudiar en Argentina, sin saber que su padre tenía otros planes para él: la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Llegó a estudiar Economía en la Universidad de Antioquia como un acto de rebeldía contra su familia. Se graduó como el mejor estudiante de su promoción y en adelante comenzó a desempeñarse como funcionario público. “A la política llegué por accidente. Mi jefe participaba en ciertas reuniones político-económicas con figuras como Carlos Lleras Restrepo, y empezó a pedirme que lo acompañara. Yo no quería ir pero al final tenía que hacerlo”, explica Jorge Valencia. Como consecuencia de ese accidente, llegó a desempeñarse como alcalde de Medellín, Senador de la República, Ministro de Desarrollo y otros cargos públicos. Siendo un hombre apasionado por las letras, supo encauzar su espíritu en la política. Desde el Senado impulsó la Ley de Democratización del Libro y el Fomento de la Lectura. Según él, lo que se pretendía era “impulsar el libro por medio de apoyos a los editores para que fueran lo más económicos posibles y de fácil acceso. Era nuestro pensar filosófico plasmado en una causa muy significativa: democratizar la cultura”. Presidió la Cámara Colombiana del Libro, de la cual hoy es miembro honorario, y hace 23 años le regaló a nuestro país uno de los más importantes y reconocidos eventos culturales: la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

En la adolescencia leyó autores como Kierkegaard y JeanPaul Sartre, principales autores del existencialismo, cuyos postulados giraban en torno al ser humano y su esencia misma. Combinó su inquietud por el olvido y la muerte con la poesía y las mujeres, a quienes odia y ama al mismo tiempo, y a las cuales les escribe versos que reflejan su rebelión contra ellas. “Las mujeres son seres insaciables, de las cuales siempre terminamos como esclavos, y entre más grande y bello sea el amor, más fuerte y terrible la esclavitud”, explica Jorge Valencia, quien mantiene la intimidad de sus musas bajo el eterno secreto de la poesía. Este es un hombre ilustrado que llegó por accidente a la política y pertenece a la logia masónica. La masonería nació a finales del siglo XVII, en Europa, como una fraternidad cuyo principio era buscar la verdad a través de la razón y no de Dios. “En la actualidad la masonería es una escuela de moral cuyo objetivo es crear conciencia y reflexión para ser mejores seres humanos”, explica Jorge Valencia, quien mide una a una el alcance de sus palabras cada vez que habla. Es un hombre discreto y de contradicciones, no cree en Dios, pero respeta la religión y le gusta la Teología; “odia” a las mujeres, pero no concibe la vida sin amarlas; llegó a ser político sin querer, y es hoy el Gran Maestro de la Logia Masónica Colombiana, grado máximo de esta fraternidad.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Delcy Yanet ESTRADA FIGUEROA Nunca cantó. Ni siquiera cuando era niña y muchos pequeños de la escuela de Santa Rita, en Ituango, cantaban orgullosos el himno de Colombia. Tampoco cuando a los diez años y medio dejó de estudiar y se fue para la finca a ayudarle a Saúl, su papá, a coger café. Delcy Yanet Estrada Figueroa empezó a cantar de verdad a los catorce años, cuando su profesora de estética, Alba Ligia Jaramillo, la obligó a entonar una canción con la amenaza de que si no lo hacía tendría un uno en la materia. La jovencita, segunda en la familia de cinco hermanos, se armó de valor y con los cachetes colorados salió al frente de un salón repleto de adolescentes. Tenía las manos atrás, empapadas de sudor, y la cabeza abajo. Así empezó a corear


Alma, corazón y vida, melodía que se había aprendido de la serie de televisión del mismo nombre y que veía en la casa de una vecina porque en la suya no había televisor.

Participó cinco veces en el festival “Antioquia le canta a Colombia”, en el Nacional del Bambuco y en el “Mono Núñez”, y en todos ellos se llevó los honores y los aplausos.

Asombrada, la profesora corrió con la niña para la sala de profesores. Cante, fue lo que le dijo y le repitió en los corredores, en la rectoría, en la cafetería y en la coordinación académica. “Hay que apoyarla”, le dijo a María Muriel, otra docente del colegio que también vio en ella a una gran artista.

Su vida ha sido un torbellino de emociones. Todavía está fresco el día en que se presentó a la Universidad de Antioquia a la carrera de Música, porque quería que le enseñaran más. Teresita Gómez, integrante del jurado de admisión, le preguntó: “¿Qué va a cantar?”. “Amo”, contestó. Después de unos minutos de sonata, le dieron la bienvenida al Alma Máter.

De eso ya han pasado veinte años, y por la vida de Delcy Yanet han desfilado muchos ángeles protectores quienes al escucharla quedaron tan hechizados y enamorados de su voz que decidieron respaldar su carrera de cantante. Desde Guillermo, el comandante guerrillero de las Farc que en Santa Rita le regaló dos casetes con canciones de Mercedes Sosa y Violeta Parra para que se las aprendiera, hasta los profesores de la Universidad de Antioquia y de la Fundación Prolírica de Antioquia, Detlef Scholz, Carlos Rendón, Gustavo Yepes y Elisa Brex. En este listado hay varios nombres, muchos, que se quedan por fuera. De Ituango y de Medellín, de Bogotá y de La Habana. De todos ellos Delcy aprendió y tomó lo mejor para ser lo que es hoy: una cantante que adora la música colombiana y la lírica, y que gracias a su recio carácter, mezcla de ternura y templanza, se mantiene vigente.

La música la ha llevado a muchos auditorios del mundo: La Habana —donde estudió seis meses—, Estados Unidos, México, Argentina y Venezuela. Y no quiere parar. Por eso, en la madurez de su carrera, sabe que puede dar más. A las tres producciones musicales quiere añadirles otras. A los conciertos de ópera y de música colombiana quiere agregarles más. Así es Delcy Yanet, una mujer que disfruta los fines de semana en compañía de sus padres, Saúl y Leticia, o de una mañana tranquila con Omar, el hombre que la volvió a enamorar. Esa que se emociona cuando escucha las canciones de Pasión Vega y de Anna Netrebko. No se queda quieta y se sueña como una cantante que quiere aprender y enseñar. Seguro que lo logrará porque sabe hacerlo.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Gustavo Gallo Machado

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José Libardo PORRAS VALLEJO “¡Ah!... las cantinas… He estado tanto en cantinas que no…”, entrecorta la frase, buscando una excusa para no aparecer en ese escenario. Tal vez desea desmentir los comentarios de que pertenece a la noche bohemia, o tenga nostalgia por lo que ya no puede hacer, o quizá si está cansado y de verdad lo que disfrutaba o era importante ya no lo es tanto. Le gusta comer, dormir, tomar aguardiente, leer, escribir y hacer el amor. El día que hace una sola es un día pobre, si hace tres es un día llevadero y si las hace todas es un día excelente, y, por supuesto, hay días de esos. El escritor José Libardo nació en Támesis en 1959 y se crió en el barrio Belén, de Medellín, donde abundan las cantinas. De niño sintió atracción por los tangos y de adulto


se dejó cautivar por sus historias al ritmo lento de los tragos de aguardiente. Le gustan los tangos, sobre todo los más contemporáneos, porque sus letras dicen muchas cosas y le suscitan ideas, porque son una mirada del mundo. También le gusta la salsa desde su juventud, cuando visitaba bares como El Suave o La Bahía, adonde acudían los estudiantes de las universidades públicas. Y aunque disfruta escuchando música y tomando aguardiente, no lo hace en casa, porque lo formidable está en el contacto con la noche, sus lugares, sus facetas, y porque la noche mejora a la gente, embellece a las mujeres y desinhibe a las personas. Esa forma particular de mirar las cosas la aplica al sentido de su vida. Hace años dejó la televisión y la docencia de cátedra en la Universidad de Antioquia y se dedicó a escribir. No quiere hacer nada que intervenga con la escritura y, aunque es difícil porque apartó muchos asuntos, lo mejor de su vida lo ha recibido de la literatura; las personas conocidas, los lugares visitados y los libros que ha leído. Para él no se trata de dinero, sino de sentirse satisfecho. “Espíritu libre, para bien o para mal, porque uno se fija la intención de libertad, renunciando a lo que puede atarlo”, afirma José Libardo y agrega que renunció al matrimonio porque no creía en esa institución. Sí creyó en las palabras de Manuel Mejía Vallejo cuando llegó por casualidad a un taller de escritura y aquel le dijo que él era escritor. “Yo era muy joven y creí que era verdad”, dice José Libardo, quien desde niño sintió gusto por contar historias y ahora habla de los deberes éticos de cualquier artista con

la sociedad donde vive, “porque el escritor se convierte en una especie de historiador o antropólogo”. Por eso los temas de sus novelas se relacionan con el desarrollo de la ciudad, de los fenómenos sociales, políticos y económicos; desplazamientos, barrios de invasión, narcotráfico. Aborda la ciudad como personaje y espacio dónde ocurren las historias, ya sea en los cuentos de Historias de la cárcel Bellavista (1997), Premio Nacional de Literatura, o en su primera novela, Hijos de la nieve (1999). Tan radical como la decisión de dedicarse únicamente a escribir, fue la enfermedad; un cáncer de páncreas del cual lo operaron hace dos años. A raíz de eso quedó diabético y debido a la diabetes, el alcohol y el tabaco, sufrió un derrame cerebral y perdió parte de la visión en la mitad izquierda de cada ojo. Se le complicó escribir y no puede leer. No le gusta que le lean, lo compara con otra sensación que ya no puede disfrutar: ascender al cerro de las Tres Cruces, cerca de su casa. “Cuando a uno le leen es como si lo llevaran en una camilla al morro”, comenta. Lo que él disfrutaba era la actividad. Acabó por aprender que la vida tiene un lenguaje y hay que entenderlo, parte de ese lenguaje es la enfermedad que termina diciéndole muchas cosas, entonces reasume su propia vida donde todo cambia de valor y lo más insignificante se vuelve importante.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Gladis YAGARÍ GONZÁLEZ Soy una semilla que germinó en una familia Êbêra Chamí sencilla, sabia, noble y trabajadora del Resguardo Indígena de Karmatarua (Cristianía), Suroeste antioqueño. A mi padre José Ignacio le aprendí su fortaleza y su saber musical; a mi madre María Ermilda, la sapiencia de su rol de mujer. De estas dos personas diversas salí inquieta, soñadora, impulsora; soy madre de Irati Dojura, Sirena del bosque. Vivo con ella en Cristianía. Me gusta la música y compongo en mi lengua materna. Hallo inspiración en tonalidades, cánticos y rituales jaibanísticos de los médicos tradicionales. Mis letras surgen de vivencias diarias, de sentimientos y del legado ancestral. Cuando canto, lo hago desde el alma.


Lo poco que sé de la música me ha dado la posibilidad de cantar al lado de buenos músicos en Valencia, España, en el V Festival Internacional de Poesía de Medellín, en el Congreso Indígena de Antioquia al lado de la voz y la palabra de mis sabios y sabias gobernantes indígenas y en el Encuentro Internacional de Prácticas Artísticas Contemporáneas junto a Antonio Armedo y Puerto Candelaria . Animo a los adultos del grupo de la edad de la primavera y a los jóvenes, hoy gaviotas que vuelan sin descanso, a recrear y re-significar lo que nos queda. Los invito a revalorar la memoria oral a través del arte. Esa búsqueda me llevó a graduarme como Magíster en Educación, línea Diversidad Cultural en la Universidad de Antioquia. Mi propuesta “Juguemos con el pensamiento y el cuerpo para recrear a través de las expresiones culturales la memoria oral de los Êbêra Chamí de Cristianía”. Aunque lo que hago no es la salvación ni la última palabra sobre la realidad de mi resguardo, me propuse contribuir al fortalecimiento cultural de mi pueblo y los invité a que construyamos una alternativa de resistencia para que la memoria oral Êbêra Chamí no termine en el olvido. Participo en el proyecto Prevención y Control del VIH y otras ITS liderado por el Carlos Rojas, apoyado por Colciencias y las Universidades de Antioquia y de Manitoba (Canadá). El objetivo: establecer modelos de prevención y control del VIH y demás infecciones de transmisión sexual a través de expresiones artísticas.

Emprendí, con Diverser y Extensión Cultural de la Universidad de Antioquia, el proyecto Recreando la memoria oral desde cantos tradicionales Êbêra Chamí. Es una propuesta con tres momentos. El primero: cantos ancestrales de la comunidad, origen e historias de cada canción; la música como manera de reconstruir, resignificar y comprender lo ancestral. El segundo: relación de nuestros cantos ancestrales con cantos, melodías e instrumentos de otras culturas. Y el tercero: llevar al escenario nuestros cantos, danzas, composiciones inéditas, relatos orales, pensamiento e identidad cultural. Los jauris (espíritus) de la madre tierra me han llamado a colaborar en el proyecto Eco brigada y producción orgánica de café apoyado por varias instituciones y el gobierno de Navarra, España y coordinado por Ignacio Landa, Pedro Álvarez y el Cabildo Indígena. El objetivo: elaborar un mandamiento medio ambiental que nos permita equilibrar el inadecuado comportamiento que tenemos. Como Embera reconozco el medio ambiente como un todo representado dentro de un triángulo: ser, territorio y cosmos. El ser está relacionado con el pensamiento, el sentimiento, el cuerpo y la sociedad; el territorio alimenta y es hogar de seres humanos y no humanos sin discriminación ni distinción alguna; y es en el cosmos donde nos movemos y nos vemos en él. En el centro de ese triángulo habita el concepto de conciencia, allí están nuestro ser y nuestro sentir, y es la morada de nuestros derechos.

Fotografía: Nacho Landa / Perfil: Álvaro Cadavid

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Joaquín BOTERO BERRÍO

A principios de los años cuarenta, un escritor llamado Joseph Mitchell conoció en las calles de Nueva York a un carismático vagabundo que iba siempre cargado de papeles y decía que estaba escribiendo el libro más largo de la historia. Mitchell se hizo amigo de este curioso personaje, que había estudiado en Harvard, venía de una familia patricia y había elegido voluntariamente vivir en los márgenes de la sociedad. En 1964, publicó un largo perfil sobre él en The New Yorker, llamado El secreto de Joe Gould. A veces, exagerando un poco, pienso que Joaquín Botero —periodista de la Universidad de Antioquia, portador de un emblemático apellido paisa, habitante de los márgenes literarios, geográficos y laborales de Nueva York— es mi Joe Gould.


Releyendo las decenas de emails que Joaquín me ha enviado en todos estos años, me detengo en este, de abril del 2007: “Trabajé en el mercado de comida hasta el 24 y desde entonces me he dedicado a lo que tanto soñaba: estar acá leyendo y viendo películas. Duermo seis horas en la noche y durante el día tomo tres siestas”. Creo que el mensaje lo describe perfectamente: el escritor bohemio que elige un trabajo poco calificado a cambio de tener tiempo para escribir, leer libros y ver películas. Sobre sus años como empleado de Garden of Eden, una cadena de mercados delicatessen, Joaquín escribió El jardín en Chelsea, un libro entrañable, duro y divertido, que tiene su misma voz y su misma honestidad. Antes había escrito (pero lo publicó después) Memorias de un delivery, un conjunto de crónicas locas y arrebatadas sobre su experiencia como repartidor en bicicleta en un restaurante de comida kosher en Manhattan. En estos años he contado la historia de Joaquín en decenas de fiestas y reuniones, y a todo el mundo le parece fascinante. Cuento que no pudo viajar a Bogotá, en el 2008, para la presentación de su propio libro (porque no hubiera podido entrar otra vez a Estados Unidos); o cómo dedica muchos de sus días libres a pagar una entrada y ver en el cine cuatro o cinco películas una detrás de otra; o los periódicos encuentros y desencuentros, eufóricos y desgarradores, con su novia de (casi) toda la vida; o su boda, finalmente, de la cual fui único testigo, y su épica visita a Medellín, hace unos meses, por primera vez después de trece años.

No conozco a nadie que, después de conocerlo, no sienta cariño por Joaquín, o no se sienta intrigado por este tipo inteligente, irónico y de buenos modales, que durante el día corta quesos caros para señoras de barrios altos y por la noche aprovecha sus contactos de prensa en Colombia para ir gratis a todos los festivales de cine de la ciudad. “Es una especie de genio incomprendido”, me dijo una vez un amigo. Es posible que Joaquín sea un genio, pero también es un tipo testarudo. Cuando me suena el teléfono y veo en la pantalla un número desconocido que empieza con 212 (Manhattan) o 718 (Brooklyn), estoy casi seguro de que es Joaquín, que se niega a tener celular y me llama desde teléfonos públicos siempre distintos. Yo, como si fuera Mitchell, le digo a Joaquín que, si quiere volver al mundo de las personas normales, debería comprarse un celular. Pero él, como si fuera Gould, responde: “Me gusta el silencio. No me gusta la cosa tecnológica todo el tiempo: lo adictiva y anodina que es a veces”. Creo que algo, sin embargo, está cambiando, y que mi Joe Gould está listo (o casi listo) para salir de su guarida: “Me siento limpio, renovado, sin angustias ni rabias”, me escribió hace poco, después de su viaje a Medellín. “Listo para volver con los quesos y las cosas buenas y malas de NY. Pero también a buscar nuevas oportunidades académicas o laborales”.

Fotografía: Archivo personal / Perfil: Hernán Iglesias Illa

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Jesús ABAD COLORADO Gracias a la adquisición de un criterio que tiene por principio la solidaridad, Jesús Abad Colorado perfiló su vocación de fotógrafo en un escenario que remueve por su barbarie. A este impulso se sumó una idea que ha guiado sus más de veinte años de profesionalidad: perder la esperanza es vivir en un infierno. A finales de los años ochenta, siendo un estudiante, Abad Colorado experimentó la violencia llevada a cabo por fuerzas oscuras del Estado en conjunto con narcotraficantes. Dirigentes políticos de la Unión Patriótica (U.P.), comunistas, estudiantes, profesores y gente del común comenzaron a aparecer muertos. “Fue la época en que decidí que lo mío era mostrar la realidad a través de la fotografía”. El lente de


su cámara se fijó en las manifestaciones, en los policías, en los políticos, en los estudiantes, en los tropeles, en la gente del común. Luego siguieron los pueblos atrapados por el miedo, las veredas más recónditas y la gente más usurpada. Desde entonces el registro que hace Abad solo tiene un fin: a través de su ejercicio periodístico, hallar la forma de que la injusticia no quede en la impunidad. Una de las víctimas de aquellos años fue el médico humanista Héctor Abad Gómez, al que Jesús Abad admiraba profundamente y cuyo asesinato le causó un dolor profundo. Jesús Abad recuerda haber guardado las columnas de opinión de este maestro de la Universidad de Antioquia, junto a las del abogado y crítico Alberto Aguirre, dos personajes que, igual que su padre, le enseñaron “a mirar a los demás con respeto, no importando su condición”. Hoy, firme en sus pasos, Abad ha tenido la oportunidad de exponer sus fotografías en Medellín, Bogotá, Armenia, Lima, La Habana, Buenos Aires, Nueva York, entre otras ciudades. Por estos mismos años de violencia, ocurriría otro hecho que marcaría su vida de reportero gráfico. Con apenas conocimientos básicos de cámara análoga, logra registrar la visita a la Universidad de Antioquia de dos importantes políticos del país: el ex guerrillero del M-19 Carlos Pizarro, y el miembro de la U.P. Bernardo Jaramillo. Los retratos de estos hombres fueron expuestos en una clase de fotografía donde todos los alumnos tenían que mostrar sus logros en el dominio del revelado. Mientras sus compañeros exhibían sobre la pared fotografías de cualquier objeto, Jesús Abad

mostraba los retratos de dos ex candidatos a la presidencia asesinados a sangre fría un par de meses atrás. “Todos estos hechos definieron mi carácter. Luego trabajé por nueve años en El Colombiano hasta que decidí trabajar como independiente, y viajar por todo el país registrando los pueblos acallados por la distancia, maltratados por las fuerzas insurgentes y olvidados por el Estado”, afirma Abad con una voz sin titubeos y llena de carácter, la misma que utiliza hoy en día, a sus 43 años, en los conversatorios a los que es invitado para hablar sobre su experiencia en el cubrimiento del conflicto armado. Allí habla de que no sólo la guerrilla, los paramilitares y el Ejército son el mal del país, sino también cierta alta clase social que no da oportunidades a los más necesitados. Y este hecho lo indigna, es por ello que, simbólicamente, enfoca con el ojo izquierdo, porque está más cerca del corazón, más cerca de la esperanza. En la actualidad, Abad Colorado publica trabajos en las revistas Semana y Número, en algún periódico, o es llamado por Naciones Unidas o Médicos Sin Fronteras para que trabaje en algún proyecto con ellos. Eso sí, siempre está pendiente de sacar un tiempo para compartir con su amada familia, y las flores de su jardín.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pompilio Peña Montoya

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Carlos Mario CORREA SOTO El sol de la tarde entra por la ventana e ilumina las páginas de un libro sobre crónica periodística que termina de corregir. La estrecha oficina está llena de periódicos porque también anda ocupado con un proyecto de publicaciones universitarias. A su espalda, un pequeño estante contiene en desorden varios libros, posiblemente unos ya leídos, algunos por leer y otros para uso didáctico en sus clases de redacción periodística, pues deleita a los estudiantes con una lectura al inicio de la clase. Un texto mejor que el anterior en cada ocasión, así lo refieren sus alumnos, cautivados por la lectura, motivados por la escritura y formados para el buen ejercicio del periodismo con las enseñanzas de Carlos Mario Correa, quien desde los quince años ancló su vida a los textos periodísticos y fijó su intención de ser periodista al salir del bachillerato.


Estudió Comunicación Social - Periodismo y es Especialista en Periodismo Investigativo y Magíster en Literatura de la Universidad de Antioquia. Allí disfrutó del debate público originado en las asambleas que para él eran una delicia, porque se reía, se aprendía, y porque la palabra daba a los oradores un poder especial. Así fraguó la universidad pública su formación intelectual y se convirtió en un componente de su vida, hasta de su personalidad de hombre sencillo, libre de pudores y cautivado por la historia. Posiblemente la Universidad de Antioquia es el único espacio en la ciudad donde se siente como en Caldas, su pueblo natal del que se resiste a irse porque así es su estilo de vida. Viviendo junto a su madre de 73 años y su padre de 81, caminando por las calles tranquilas de un pueblo, y construyendo, en el terreno familiar, un pequeño apartamento para tener sus cosas. A ras de calle, nada de construcciones elevadas, detesta los edificios y las barreras de las urbanizaciones cerradas. Siempre piensa en la costumbre de vivir sin complicaciones. Lo único que le complica la vida es la idea de ponerse nuevos retos, es una forma de no dormirse en los laureles, de sentirse tensionado aunque termine volviéndose una carga, ojalá no tan pesada como la que debió soportar en el periódico El Espectador.

de no dejarme quitar lo que yo había conseguido, era como un reto. Por otro lado, era una actitud ante los demás de no aparecer como vencido, era pena de salirme, porque estaba envuelto en el gran compromiso de pasar la información que nadie suministraba a Bogotá. Me sentía responsable de eso”, explica Carlos Mario, quien en el libro Las llaves del periódico, narra ese capítulo de su vida entre 1988 y 1994, cuando fue objeto de múltiples amenazas del Cartel de Medellín, por trabajar en El Espectador, por haber asumido la corresponsalía y haberse quedado en el periódico pese a las dificultades. Esa experiencia la recuerda como una anécdota demasiado peligrosa. Ahora siente que se enfrentó de manera absurda, casi irresponsable, al Cartel de Medellín, “sin tener nada que ver con el periódico más allá de ser colaborador, porque no era ni accionista, ni el dueño, ni de la familia Cano, solamente era un empleado y del último rango, de los cargaladrillos, incluso con malos salarios a todo nivel. Eso fue algo en lo que la vida me puso y me fui envolviendo, casi sin racionalizarlo”, comenta Carlos Mario, que tal vez decidió correr ese riesgo bajo la convicción del periodismo, negándose a callar para comunicarle al país lo que sucedía, en ese entonces, en Medellín.

“Esa situación la enfrenté por la juventud, tenía 22 o 23, la mitad de lo que tengo hoy. Creo que era eso, si hoy se repitiera la situación no la asumiría aunque estuviera sin empleo. Porque en ese entonces esos eran mi primero, segundo y tercer año como periodista, era tal vez el deseo Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Víctor GAVIRIA GONZÁLEZ Su hermana Martha, que había emigrado a los Estados Unidos, le regaló una pequeña cámara de video Súper 8 mm, que Víctor convirtió en una mirada de los poemas que escribía en silencio y que quiso compartir con sus amigos más cercanos. “Yo salí de bachillerato del Calasanz, un colegio de varones de Medellín, como a los 17 o 18 años, y entonces le pedí a mi papá de regalo de grado los dos tomos de Aguilar con todos los cuentos de Hans Christian Andersen”, entonces quiso ser escritor. Esos poemas que ya tenían imágenes de la vida los envió en 1974 al Concurso Nacional de Poesía organizado por la Universidad de Antioquia, y obtuvo el primer premio. En ese entonces, el muchacho ya no era tan muchacho y a sus 24


años se había convertido en uno de los jóvenes poetas más admirados del momento. Pero su mirada no se agotaba en las palabras hermosas que escribía, sino que iba más allá en las pequeñas historias que comenzó a filmar y se fueron convirtiendo en poemas visuales. Buscando tréboles, por ejemplo, el relato de unos niños ciegos que buscan tréboles, se convirtió en admiración y reconocimiento para Víctor Gaviria, que ya “no era” poeta, sino realizador de cortos y películas. Para entonces el hombre estudiaba Psicología y frecuentaba los grupos de estudio fundados por el gran pensador Estanislao Zuleta. Era tal vez la génesis del cineasta que hoy conocen en todo el mundo. Es el rumbo de la vida: “El destino de las cosas es tan raro, que se impone y llega como por coincidencia. Yo entré a estudiar psicología a la Universidad de Antioquia, pero quería ser escritor, y de un omento a otro se me apareció el cine sin quererlo ni nada”, dice. A comienzos de los años ochenta, Víctor se estaba convirtiendo en un prolífico director de cortometrajes y mediometrajes, contaba pequeñas historias como el Vagón rojo o esa crónica que había escrito sobre Los habitantes de la noche y que después se convirtió en un hermoso mediometraje. Un cine sobre atmósferas y personajes con muchachos persiguiendo los sueños, transitando por lugares extraños, y transparentes como sus sentimientos.

Universidad de Antioquia. Era claro que no renunciaba a esa curiosidad que le habían inspirado, tal vez, los seres humanos y su comportamiento. Había podido más la mirada sobre la belleza que Víctor aún continúa viendo en cada gesto o respiro de los seres que se ponen frente a su cámara. Humanidad y gusto por la belleza, tal vez esas sean las dos características que mejor pueden definir a un poeta como Víctor Gaviria. Esa humanidad fue la que transformó su cine, en un episodio que tuvo su punto de encuentro a mediados de los ochenta, cuando en la realización del largometraje Rodrigo D no futuro, el cineasta pudo ver cara a cara la verdad de lo que era la ciudad y sus muchachos de los barrios populares. Descubrió la belleza donde nadie la había visto, abrió sus ojos a los rincones más oscuros de una ciudad que creíamos conocer y puso el dedo en la herida sin acusar a nadie, sin hacer discursos ni interpretaciones, apenas mirando las cosas tal como son. Esa manera de ver la cotidianidad lo puso en la historia del cine colombiano como el primer y hasta ahora único director que ha estado en dos ocasiones en la selección oficial del festival de cine de Cannes, el más importante del mundo.

Ese cine que salía del alma hizo que el poeta renunciara a la academia y se retirara de la carrera de Psicología de la Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Carlos Henao

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Carlos Mario AGUIRRE RODRÍGUEZ Al “Negro” Aguirre lo ha visto mucha gente, aunque ha vivido escondiéndose. El tiempo que le dejan las permanentes funciones lo exprime con deleite, recluido en su holgada casa entre lecturas, escritos, música y pinceles. De allí casi no sale; no le interesa. Se baja del escenario, camina media cuadra, presiona un control, la puerta del garaje se levanta, sube los cuarenta y pico peldaños de una extraña escalera recta y llega directamente a su baticueva, donde los libros lo abrazan y los queridos objetos que almacena le volean la cola. De muchacho prefería estar solo, esconderse para leer; “por eso nunca pude con el estudio”, asegura, y eso parece una contradicción. Pero es que se refiere con estudio a


matemáticas, cálculo, química y esas cosas, pues siempre le fue bien con las palabras y hasta ganó un concurso municipal de declamación. No es bueno para lo normal, podría resumirse. Veamos: Dice que por una época vivió de sacar oro de la quebrada Santa Elena. Por encargo de su padre llevó al hermano menor a conocer el mar, fueron a Tolú, se emborrachó y se devolvieron sin verlo casi en el mismo bus en que llegaron. Constantemente halló la compañía de atravesados; “yo era una mala compañía para mí mismo”, admite. Hizo un hueco en la pared para volarse de la casa; la calle le encantó desde un principio. Se escapaba de Rosales para esconderse en el barrio Sevilla. Con todo, terminó bachillerato a los 21. Fue a España a estudiar Medicina y a las dos semanas estuvo de vuelta. Empezó Derecho, cambió a Español y Literatura, y faltándole un semestre se retiró — esa vez sí de verdad— para dedicarse totalmente al teatro, forzado por su invaluable compañera Cristina Toro: “Ella me salvó; yo quería actuar pero no actuaba”. No se dejó agarrar de la onda revolucha de los setenta en la Universidad de Antioquia. “Nunca fui de izquierda ni de derecha ni de ningún lado”. Recuerda que la única vez que participó en un mitin le reclamaron: ¿Usted no dizque está en teatro? Entonces hable pues duro, grite, agite. Mientras otros tiraban piedra, se encerraba en el Camilo Torres a ensayar, y aprovechó que por esa época en la universidad todavía quedaban lugares vacíos y silentes para esconderse a leer y leer. Voló del Taller de Artes al sentir que no había otra manera de enfrentar su destino teatral que hacerlo solo y con obras a su estilo. Fue cuando escribió y montó

la primera, Mima-mame-mima, influenciada por la pintura abstracta. Probó con músicas atonales, happenings y otras especies por entonces raras; siguió probando con fuertes dosis de barrio, conversaciones de tienda, tangos y boleros de radio, fútbol, revistas, cine. Hoy persiste. Se sabe desde hace mucho que Carlos Mario Aguirre es su propia corriente. Y su contracorriente. Hubo un momento, cuando ya tenía fama, en que en la escondida se perdió. El arte le permitió encontrarse de nuevo. Es peculiar. Vistoso con ese pelo largo en mechas. Corre a diario sus propios maratones. Hablar con el Negro es ponerse suero intravenoso a chorro; hila historia con historia a la carrera y cuando se atropella o se da cuenta de que divaga, él mismo se regaña y encarrila. Ritmo de loco. Treinta años lleva dándole pedal a su Águila Descalza, y suma en total cincuenta o más obras de teatro actuadas, contando como su primera representación la de Jonás tragado por la ballena embalsamada del museo del colegio San José, con la que hacía reír a sus papás. Ahora hace reír a mucha gente y eso le gusta y le permite vivir bien. Acumula miles de funciones aquí, allá y acullá, y siempre continuando, va al lado de su vida con independencia. Calcula vivir 101 años. Ténganse fino con el Negro porque está demostrado que logra lo que se propone.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Sergio Valencia R.

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Juan José HOYOS NARANJO Es muy probable, ahora que se jubiló y los veranos son más largos, que el profesor Juan José Hoyos Naranjo esté dedicado de tiempo completo a ver caer las flores de los guayacanes amarillos, como cuando era un niño y “parecía que alumbraban en la noche”, y vivía en Aranjuez. En esta barriada de Medellín, donde nació en 1953, su alma quedó tatuada por las cosas y los sucesos que definieron su vocación de periodista y su sensibilidad para escribir crónicas y novelas, ser docente universitario y padre de familia: la escuela popular donde aprendió a leer y a escribir a instancias de un maestro que había sido arriero, la belleza sin maquillaje de las muchachas en flor, los parques, los cafés, las heladerías, el cine, el bolero, el tango y la balada; los avatares de su padre, músico de pueblo e inspector de


policía, quien lo llevó a recorrer Guayaquil y lo engolosinó con los periódicos que llevaba a la casa en el bolsillo; la muerte por enfermedad de una hermana de 18 años y la muerte por riña cantinera… el olor del jazmín…“Crecí jugando fútbol en las canchas de Aranjuez y Santa Cruz. ¡Qué días tan felices!”. En 1959, cuando la señorita Inés le hizo el examen para que lo recibieran en primero de primaria en la escuela San Agustín, Juan José “recitaba con la misma propiedad el catecismo del padre Astete y la alineación del DIM”, un equipo que fue “de perdedores” en esos, y en otros tiempos. “Qué bueno ser hincha de un equipo pequeño como el DIM. ¡No humillamos a nadie y siempre vamos por la vida de derrota en derrota hasta la victoria final!”. En sus años de adolescente, Juan José, que para entonces ya vivía con su familia en Itagüí y se educaba en el Colegio de El Rosario, aprendería a valorar el humanismo de los curas que lo pusieron en contacto con los libros clásicos de la literatura, pero al mismo tiempo se rebelaría contra esa educación católica y se definiría por el agnosticismo. En 1970, a la hora de dar el paso a la universidad, pensó en estudiar Arquitectura o Sicología, pero ya sabía lo que quería ser en la vida: escritor. Por eso, al igual que muchos de los autores que había leído con excitación, eligió el camino correcto: el periodismo, el cual estudió en la Universidad de Antioquia.

desastre cotidiano que debía redactar como noticia, en ansiosas jornadas en sus martes de “descanso”, escribió Tuyo es mi corazón, su primera novela, en 1984. Contrariado por los patrones del periodismo informativo que se aferran al discurso de la objetividad y de paso normalizan y envilecen a los reporteros, Juan José buscó reencontrarse consigo mismo exiliándose en el territorio feraz de los libros, y ahí nació su segunda novela, El cielo que perdimos, en 1990. Con el paso de los años los egresados de las universidades recuerdan, si acaso, a uno o a dos de sus profesores. Juan José evoca las clases de literatura y poesía del profesor Elkin Restrepo que lo “marcaron profundamente”. Y ahora, los ex alumnos de Comunicación Social y Periodismo del Alma Máter evocan las clases de periodismo y literatura de Juan José —enriquecidas de anécdotas, apuntes biográficos y bibliográficos, las cuales se trasladaban de los salones a los bares y cafés, a las calles y parques de la ciudad—, que tan intensamente los provocaron para investigar y escribir como reporteros, pues se trata del profesor que ellos tienen en sus mentes a pesar del paso devastador del tiempo y de “sentir que es un soplo la vida”.

Para 1978, Juan José era corresponsal en Medellín del periódico El Tiempo y “sacándole tiempo al Tiempo” y al Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Carlos Mario Correa Soto

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Carlos César ARBELÁEZ ÁLVAREZ Cuando cierras los ojos en busca recuerdos remotos, ves a un pez grande vomitando a un hombre; y, luego, a una familia cruzando un puente sobre el río Magdalena. El sujeto expulsado desobedeció a Dios. Los niños, sus madres y tíos van de paseo. El tipo arrojado llora. La gente, con sus fiambres y juguetes, ríe. El individuo se llama Jonás. Las mujeres, los hombres y los muchachitos son los Arbeláez, los Álvarez y los Alcaraz de Puerto Berrío. Al bíblico lo sabes proyectado en una pared de tu casa en Prado. De los otros, sospechas que se metieron en tu memoria cuando viste una película que registra ese momento: no de otra manera puedes explicar por qué que te ves ahí, de dos años, vestido para el día de campo.


Solo ahora que atas historias piensas que esas imágenes pudieron marcar el deseo que mueve tu existir. O tal vez no, dudas. Tampoco tienes ganas de esculcar tu inconsciente para saberlo. La historia de cada hombre está llena de agujeros negros sobre los que no es necesario echar luz. Para qué pensar ahora en el padre que te abandonó antes de que aprendieras a caminar, o en por qué la naturaleza te negó un oído musical si amabas el clarinete más que a mujer alguna. Se te vale inclinar el cuello a un lado, dejar caer un poco la cabeza, reír sin despegar los dientes y cambiar el dial: te sientes bien con una guayabera colorida y trespuntá, una botellita de ron al pie de la hamaca, una noche sin nubes y una pandilla que hable de mujeres y cuente historias como de película. Luis Alberto Álvarez te endulzó con las pruebitas de cine que dejaba caer como pepitas de chocolate. Lo seguías a donde él fuera, aún lo buscas en tus sueños y lo consultas en tu vigilia. A quién más vas a traer si en los últimos veinte años te quedaste solo. Tu obsesión por escribir un guión y convertirlo en película hartó a casi todos los que te eran gratos y a los otros los tiró al asiento de los impotentes. Dices que dos mujeres salieron en tu rescate cuando la tristeza te mandó a tu insípido cuarto de soltero. Todavía las ves: Libia Alcaraz, tu abuela, lleva el teléfono hasta el refugio que es tu cama; y Cecilia Álvarez, tu mamá, calcula lo que queda de su mesada después de separar lo que gastará en

ti, el hijo sumido en la desgracia de completar tres años arrastrando un cadáver. Con un difunto debajo de la cama no querías trabajar. Tu primer guión a punto de filmar, se envejecía después de la muerte de su productor y la devolución del dinero. Y al lado, el moho hacía de las suyas con las cincuenta aplicaciones a becas que a veces te traían suerte con documentales de niños mineros y cortos de mariachis. En esos meses no te hacías llamar cineasta, ni director; te decías concursante, con mayúscula. Algunas de esas competencias te devolvieron a la vida. Te perdiste durante meses en los paisajes de Jardín para filmar Los colores de la montaña. En este tiempo, los niños, actores al natural, aceitaron tu corazón, pulieron tu paciencia, inmortalizaron tu persistencia y te prepararon para darle al público un universo. Un mundo de amistad infantil roto por las irracionalidad de los mayores, como has dicho, te ha dado el premio al director joven en San Sebastián y el honor (no exento de terror) de que se te mire como una de las voces del cine del inmediato futuro, y, al mismo tiempo, como un creador singular que ha parido su ópera prima después de los cuarenta años, en una época en que se es director de cine a los 26. La ballena te ha expulsado, Carlos César, y sobrevivirás.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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¡Qué bellas son nuestras especulaciones sobre lo extraño! Dickinson Emily. En mi flor me he escondido. Versión en español de José Manuel Arango. Universidad de Antioquia. Medellín. 1994, p. 106.


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Alonso CORTÉS CORTÉS Personas del talante del doctor Alonso Cortés Cortés, ni en la China, como diría uno de sus profesores de mandarín. Tiene 78 años y sigue tan consagrado al estudio como en su época de universitario cuando le decían “Diccionario ambulante”. Sencillo, cálido, respetado y lozano, después de medio siglo sigue ejerciendo la dermatología con el mismo espíritu de solidaridad que en 1950 lo llevó a estudiar Medicina en el Alma Máter. En su consultorio de la Clínica Soma trabaja de lunes a viernes por el bienestar ajeno, con entusiasmo, generosidad y adornado con su característico corbatín.


La vocación se le incubó siendo niño con las fórmulas médicas que curioseaba en la farmacia de su madre, viuda de un modesto maquinista del Ferrocarril de Antioquia, y con un médico chocoano que frecuentaba el lugar. Tomó forma cuando una epidemia de fiebre tifoidea afectó a su familia y él sintió un inmenso deseo de ayudar a los enfermos, entre ellos varios de sus cinco hermanos. Se hizo verdad cuando se presentó a la carrera de Medicina y ocupó el tercer puesto entre quinientos aspirantes. Al doctor Cortés lo que le falta en estatura —avara con él— le ha sobrado en inteligencia y facilidad para aprender. En los posgrados en Michigan, Múnich, Viena y París, donde estudió becado, más de una vez resultó enseñando. Sus alumnos de la Universidad de Antioquia quedaron marcados por sus clases magistrales y siguen remitiéndole los casos difíciles que no son capaces de resolver, pero que el doctor despacha de manera simple, con medicaciones “no muy caras” y una buena conversada en la cual ausculta los orígenes del mal, “porque a veces la enfermedad está más en la mente de las personas”. Mediante la charla cotidiana va detectando las causas que explican los síntomas y da facilito con el remedio que alivia a sus pacientes. Profesor Emérito por decisión del Consejo Superior del Alma Máter, “Maestro de Maestros” por la Asociación Colombiana de Dermatología, socio vitalicio de la Academia Americana de Dermatología, creador del postgrado en Dermatología… El listado de pergaminos y realizaciones es extenso, un legado de sabiduría fruto de la entrega a los libros, ante los

cuales el doctor Cortés vibrará siempre. Todavía, cuando viaja, lo primero que busca al llegar a una ciudad es la mejor librería. Por eso los libros ocupan espacio privilegiado en el amplísimo apartamento donde vive con su hermana y una sobrina. En la habitación del doctor, libros, folletos y revistas, mezclados con cajitas y frasquitos de muestras médicas, invaden el baño, el clóset, el balcón convertido en saloncito, el suelo, los rincones, la mesa de noche y la de trabajo. En el resto del apartamento, están llenos los estantes de la biblioteca propiamente dicha y otros armarios más. Todos esos libros resumen los intereses del doctor, los cuales trascienden la lengua materna y los temas médicos. En su cabeza caben la geografía, la historia, la literatura, la gramática, las biografías y la sicología, “porque un médico tiene que saber mucho de todo eso”. A sus habilidades se suman los idiomas que domina: inglés, francés, alemán, chino, italiano, portugués y ruso. Y en su rutina diaria hay espacio para la familia, las amistades e incluso las telenovelas. El día que cumplió setenta años regresó a la universidad como alumno de mandarín. Culminaron los estudios sólo él y otro de los 48 inscritos. Batió el record con 850 horas académicas en diez semestres. Es razonable entonces la afirmación del profesor chino. Mantener así de intacta la dedicación al conocimiento durante siete décadas, ni en la China. Hay que ser como el doctor Cortés.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Lucía Victoria Torres

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Álvaro COGOLLO PACHECO A los 55 años, el profesor Cogollo1 habla pausado. 34 años de viajes por Colombia le han apaciguado el cuerpo y renovado el espíritu. Las quince peleas oficiales que ganó y las tres que perdió en su vida boxística son apenas anécdotas. El trombón de vara que tocaba en la orquesta de Montería se quedó en el Sinú. La agilidad para trepar palmeras que sorprendía a sus profesores de botánica es un dulce recuerdo. Las doscientas especies de plantas que ha descubierto son su riqueza acumulada, y las 16 especies que llevan su nombre, sus medallas. Hacerse biólogo fue para Cogollo un asunto espontáneo, 1 Algunos párrafos de este perfil fueron publicados en el libro Inventario vegetal. Argos. 2009.


obra de la naturaleza: nació para ser nieto de un sabio que conocía la estrella de agua que alimentaba el río Sinú; la partera lo dejó a la sombra de un Bongó para que recibiera, por primera vez, la tibieza del sol; aprendió a contar con motas de algodón que cosechaban los jornaleros; conoció la intimidad de las plantas atesorando un cuaderno donde pegaba raíces, tallos, hojas, flores y frutos; y descubrió los misterios de nacer, crecer y reproducirse con su primer sembrado de maíz. Su vida también siguió un orden natural. Del Inem Lorenzo María Lleras, de Montería, pasó a la Universidad de Antioquia de donde lo transportaron, en tren, a Campo Capote, formado entre los ríos Carare y Opón en Santander. Allí, el bosque le mostró su potente faz: “los enigmas de la vida en sus múltiples formas”, dice y quiere llorar. De aquella salida de campo regresó amando a Enrique Rentería, su maestro; dispuesto a conseguir medallas de boxeo para la Universidad de Antioquia a cambio de alimentación completa; embriagado por la felicidad de sentirse ya botánico; y seguro de que, en adelante, sus compañeros lo llamarían solo por el apellido que le tocó en suerte. Al repasar las fechas de sus hallazgos, Cogollo confirma que desde hace 17 años el trabajo de campo se hace en las goteras de la ciudad. Dice que él y sus colegas son sobrevivientes de una profesión casi extinguida por los secuestradores y los fusiladores profesionales que se tomaron hace décadas serranías, lagunas, nevados, costas y selvas de Colombia. Cogollo, que conoce como

a la palma de su mano la Amazonia, los Llanos Orientales, las selvas del Chocó, el desierto de La Guajira y todos los valles interandinos, se lamenta de no poder recorrerlos una vez más. Entonces, para calmarse, sueña con viajar a Madagascar y desde ahí recorrer toda la franja tropical de la Tierra, como lo hizo su amigo Alwyn Gentry. Por ahora el planeta de Cogollo es el Jardín Botánico de Medellín, a donde llegó el primero de julio de 1980 como auxiliar del herbario, convertido con el paso de los años en el corazón botánico de Colombia. Hoy, como director científico, Cogollo es reconocido en toda América Latina y de él dicen sus colegas que es el mejor botánico de Suramérica. Mientras el profesor escucha los halagos baja la cabeza. Contempla la hierba y dice que un saber es importante si contribuye al bienestar del hombre. Levanta la mirada y se pierde en los paisajes que recompone su memoria. Entonces elogia los saberes ancestrales, agradece a todas las comunidades que le han entregado su saber y confiesa el dolor que le produce despedirse de grupos humanos desnutridos o hambrientos que desconocen el uso de plantas alimenticias que tienen en sus bosques. La tristeza de Cogollo se curará cuando cada colombiano tenga su Choibá, la leguminosa más completa en nutrientes, la que él salvaría del diluvio universal. Tal vez, por ahora, lo haga feliz saber que su hija Oriana ha dicho: “todavía admiro a mi papá como cuando era niña y creía que era el hombre más sabio del mundo”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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Alberto VILLEGAS HERNÁNDEZ Quitarle el corazón al paciente es el primer momento crucial, el punto de no retorno, porque hay que ponerle otro y no puede ser el mismo, pues está tan malo que no sería capaz de arrancar. El otro momento crítico es cuando, luego de terminada la parte quirúrgica y de sutura del corazón, se reinicia la circulación sanguínea por el órgano trasplantado y el nuevo corazón empieza a latir. En aquella ocasión lo hizo de manera espontánea, lo cual le mereció un aplauso en la sala de cirugías al doctor Alberto Villegas, quien acababa de realizar, en 1985, el primer trasplante de corazón en Colombia, que tuvo como sujeto de prueba a don Antonio —como lo recuerda Alberto—, un trabajador de la construcción con una historia familiar de muerte de algunos hermanos por fallas del corazón. Era un tipo relativamente


joven, estaba alrededor de los 34 años de edad, y empezaba a tener problemas de insuficiencia coronaria. La única solución era hacerle un trasplante. El equipo médico le explicó a Antonio en qué consistía la cirugía y le reveló que estaban preparados pero no tenían experiencia. Alberto siente regocijo porque la cirugía de don Antonio fue exitosa. Por esta hazaña recibió medallas y distinciones honoríficas, pero esto es algo secundario para él, pues el mejor reconocimiento son sus pacientes, “cuando me encuentro con ellos me saludan muy formales, me dan las gracias; eso es lo que más me llena el alma”, explica mientras continúa moviendo su pierna izquierda debajo de la mesa y sonríe revelando unos dientes grandes, porque en su rostro lo único pequeño son los ojos que permanecen resguardados tras las gafas; entonces confiesa que en realidad la cirugía de don Antonio no fue el momento más difícil de su vida, lo verdaderamente complicado fue consolidar la Clínica Cardiovascular de Medellín, mediante la cual se iniciaron los trasplantes de corazón. Ha sido un hombre cumplidor del deber, entregado a su esposa, orgulloso de su familia, perfeccionista en lo que hace y sobre todo un médico religioso. Pertenece a la Congregación Mariana desde que estaba en el Colegio San Ignacio. Cuando llegó del exterior, luego de especializarse en Cirugía de Tórax y posteriormente cardiovascular, la Congregación le encargó un proyecto, a modo de apostolado, de una institución médica.

Luego de varias reuniones, de medir las dificultades para un hospital general y pensando en la necesidad de una entidad especializada en los problemas del corazón, se decidió construir la Clínica Cardiovascular. “Cuando empezamos prácticamente no teníamos prestigio. Contamos sí con el apoyo del doctor Antonio Escobar, él fue el primer cardiólogo que trajo los pacientes a la institución. Arrancar cualquier cosa es difícil y personalmente me produjo inquietudes, incomodidades que se fueron superando y gracias a Dios tenemos hoy esta institución; me siento muy orgulloso de haber podido ayudar a su formación”, cuenta Alberto Villegas, quien se considera un católico practicante y además tiene como pasatiempo leer sobre teología, aunque no se atreve a considerarse un estudioso de ella. En lo que sí es un hombre “versado” es en acompañar a su esposa. Salen juntos para todas partes, caminan, hacen ejercicio, escuchan música y cuidan el jardín; porque otra de sus aficiones son las plantas, especialmente orquídeas, de las que tiene su propio cultivo y le gustan, por lo mismo que lo interesó la medicina cardiovascular, por su fisiología; y tras más de cincuenta años de servicio, se siente orgulloso de haber establecido, en la institución que fundó, un equipo de trabajo, de haberle servido a la sociedad y de haber dejado varios discípulos, porque era muy importante para él transmitir los conocimientos adquiridos en toda su vida, motivado por la convicción religiosa, su crecimiento espiritual y el hecho de servirle a los demás.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Juan José ECHEVERRI ESCOBAR Una eminencia, así se refieren la mayoría de las personas a don Juan. De quien dicen la cédula no llega al millón, hace logaritmos en la cabeza, lleva un mapa mental del lugar donde se sientan sus alumnos y es uno de los profesores de ingeniería de la Universidad de Antioquia más duros para calificar. Respetuoso, amable y jovial, este hombre que se acerca a los ochenta años es recordado por ingenieros en ejercicio que fueron sus estudiantes y no titubean en decir: “Es de los profesores que más admiro y respeto de la universidad”. Pero a don Juan le gusta más que le digan profe, porque para él lo importante en el trato es el respeto mutuo y, al parecer, lo han mitificado. Es verdad que su número


de cédula empieza en quinientos un mil, pero logaritmos se sabía varios de memoria y por no volver a usarlos se le fueron olvidando. Y un mapa mental, no; tiene que ser escrito. “Es para llevar un registro de los que están en el examen, porque hay toda clase de aves en este paraíso y no falta el que diga yo presenté el examen y usted lo botó, pero teniéndolo registrado, hay garantía”. Juan José comenta sonriente que, además, usa el mapa para identificar a los alumnos que copian, porque sabe cuáles son los errores comunes por mirar a los vecinos. También acepta que es duro para calificar, pero recuerda que en su época era peor. Se graduó como bachiller del Liceo Antioqueño en 1947 y cuando inició Ingeniería Química en 1948 lo recibieron con cuatro libros en inglés pero en su época se estudiaba francés. Casi lo echan mientras aprendía el inglés, porque se pasaba el día tratando de leer “el maldito libro anglosajón”. Por fortuna, aunque ingresó al pregrado por ver qué pasaba, una de las fortalezas de este hombre bajito que camina con la cabeza inclinada hacia el suelo, es que se apasiona con lo que hace y por eso se dedicó a su carrera “con alma, vida y sombrero”. Con ese mismo entusiasmo se entregó a la docencia en la universidad y su mayor hazaña fue darle pie a la Facultad de Ingeniería que existe en la actualidad.

Industrial, Eléctrica, Electrónica, Mecánica y Sanitaria. Esto demuestra la pasión y la dedicación de Juan José en las cosas que hace, aunque en ocasiones llega a extremos, como con la mecánica automotriz. “Me gradué en el Sena y ejercí con mi carro hasta que me ¡jaaarté! de estarle parando bolas al carro. El problema de ser mecánico automotriz es que usted se monta en el carro y empieza a sentirle el ruidito allí y el problema aquí, entonces eso se le vuelve una obsesión”, dice Juan José, quien terminó por regalarle el carro a un hijo y siguió montando en bus. “¿Un Don Juan con las mujeres? ¡Nooo! Recuerdo los versos de Antonio Machado: Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido —ya conocéis mi torpe aliño indumentario—”, rima sonriente. “No, no. Yo soy muy tímido, nunca me ha dado por conquistar mujeres. ¿Mi esposa? Ah, yo creo que ella me conquistó a mí, porque somos primos hermanos y nos conocemos en la familia”, comenta Juan José, cuyos pasatiempos se mueven entre la lectura, el trabajo con las manos y el estudio, porque con un gesto alegre y enseñando sus pequeños dientes, revela que es un nerd, como dicen los gringos.

En 1963 las ideas de Ignacio Vélez de transformar la Universidad de Antioquia acogieron un proyecto de Juan José para crear otros seis programas además de Ingeniería Química, la única en ese entonces. Fue así como entre 1965 y 1968 nacieron los programas de Ingeniería Metalúrgica, Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Juan Carlos ARANGO LASPRILLA Una mirada enfocada en conocer los entramados pasajes del cerebro y una sonrisa satisfecha por lo descubierto pero discreta por lo que falta por comprender. Eso revela el rostro de Juan Carlos Arango. Psicólogo egresado de la Universidad de Antioquia, donde se opuso al argumento psicoanalítico de que el comportamiento humano no se puede explicar a través del cerebro, sino del proceso inconsciente. Para él es lo contrario, por eso sus investigaciones en la universidad analizaron la relación entre la mente y el cerebro. Pero fue un accidente, sufrido por su hermano, el que desencadenó su pasión por la neurociencia y su interés por contribuir a la rehabilitación de personas con trauma cerebral.


Ingresó a la universidad como deportista destacado por haber sido tres veces campeón nacional de judo como integrante de la Liga Antioqueña. En el penúltimo semestre de psicología, su padre, quien tenía un taller de zapatos, murió de un infarto y la situación económica en su hogar se complicó. No podía terminar la carrera porque carecía de recursos para matricularse, entonces sus compañeros recogieron dinero y le ayudaron a pagar la matrícula. Seis meses después, su hermano sufrió un trauma de cráneo y quedó con una serie de problemas físicos y emocionales. Juan Carlos, entonces, empezó a trabajar dictando clases en tres universidades y se dedicó el resto del tiempo a ayudar en la recuperación de su hermano. Le enseñó a comer, a caminar, a recobrar la memoria, y por ello hoy piensa que la rehabilitación fue maravillosa, porque en Colombia la mayoría de personas que sufren este tipo de trauma queda incapacitada de por vida por falta de programas de recuperación. La situación de su hermano y los casos similares que veía como practicante en el Hospital San Vicente de Paúl, despertaron su interés por la neurociencia, y aunque había perdido varias posibilidades de especializarse debido a las dificultades familiares, surgió otra oportunidad en España. El problema era el mismo: ¿quién iba a sostener a su familia? Esta vez fueron sus estudiantes quienes propusieron un congreso y recogieron dinero para que le dejara a su familia y él pudiera especializarse.

con Daño Cerebral. Trabajó como mesero y publicista callejero, tratando de aprender inglés. Surgió una plaza en el área de rehabilitación con uno de los mejores investigadores de trauma de cráneo y rehabilitación en el mundo, el doctor Mitch Rosenthal. Se presentó a esa plaza, quedó entre los tres finalistas y para elegir al ganador cada uno debía decir un discurso en inglés y pasar a audiencia con siete expertos. Juan Carlos no hablaba bien inglés, por lo que su esposa americana lo ayudó a aprenderse el discurso y preguntas y respuestas de memoria para la entrevista. Al mes recibió una llamada del doctor Rosenthal, escuchó atento y respondió “thank you very much”. “Parece que no fui elegido”, le dijo a su esposa. Ella notó que él no entendió lo que dijeron por teléfono y llamó para descubrir que había ganado y trabajaría con Rosenthal, quien supo entonces que Juan Carlos no hablaba inglés, pero le dio una oportunidad. Ahora Juan Carlos domina el inglés y dicta conferencias en Europa, Latinoamérica y Estados Unidos, sobre rehabilitación de trauma cerebral, problema en el que se centra el 98% de sus investigaciones. Ha publicado cerca de noventa artículos en revistas estadounidenses y ha ganado varios de los premios más importantes en su área; entre ellos el de la Asociación Americana de Psicología, el Alejandro Ángel Escobar en Colombia y el de Mejor Investigador en Psicología de Colombia. Unos treinta premios, tanto en Colombia como en el exterior completan su legado.

Terminó su doctorado en España y se fue a Estados Unidos para hacer un posdoctorado en Rehabilitación de Personas Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Ángela Patricia CADAVID JARAMILLO El tiempo le queda corto por estos días. Suele pasar la jornada entre llamadas de pacientes, asesorías con estudiantes, resultados de experimentos y el papeleo incesante que debe tramitar la coordinadora de un grupo investigativo de la SIU. En el correo electrónico no faltan dos o tres “chicharrones”, como ella dice, que ocupan buena parte de la mañana y definitivamente prefiere no meterse a internet, porque se le va el día comprendiendo todas las formas de aplicar medicamentos a la reproducción; pues desde que hizo su maestría en la Universidad de Antioquia, trabaja en Inmunología de la Gestación, atraída por la forma en que la madre tolera al feto. Enfocó sus investigaciones en esa área. Con la ayuda del doctor Jorge Ossa y de ginecólogos como Fabio Sánchez, empezó a asesorar


a pacientes con abortos frecuentes. El grupo aprendió nuevas técnicas de diagnóstico que posteriormente aplicó, e implementó procedimientos terapéuticos para ofrecerles alternativas a las parejas que no podían tener hijos. El equipo se fortaleció y de ese modo Ángela ha hecho posibles más de 350 nacimientos en madres con problemas abortivos. En su escritorio guarda una bolsa con fotos que le envían los padres de niños que ayudó a nacer. Cada foto contiene una historia, una esperanza que Ángela hizo realidad. Muchos de esos niños, ahora muchachos, quieren conocer a la doctora que les permitió vivir. Ella, por su parte, repasa las fotos y revive recuerdos. Se siente muy alegre, aunque no se le note porque su actitud es la de una mujer dura. Aunque deja escapar una sonrisa cuando dice: “Tengo fama de malgeniada pero en realidad no lo soy tanto”, aclara con su rostro serio, y a veces inexpresivo, apoyando las manos juntas y firmes sobre la mesa. Lo que más la ofusca son las mentiras y esperar. Esa es su imagen externa, pero en el fondo es una mujer comprensiva. Entiende muy bien la connotación que debe tener el médico frente al paciente y asume las actitudes correspondientes. Siempre enseña eso a sus estudiantes, porque es consciente de estar trabajando con el dolor ajeno y aclara que “a uno lo consulta una persona porque necesita algo, ya sea que lo escuche, lo ayude a superar un conflicto personal o una enfermedad. Por eso es importante, en el área de la salud, que los doctores sean sensibles al dolor de la persona que los está consultando. Que no sea simplemente algo mecánico, que dediquen tiempo a escuchar a la gente, a comprender en qué forma pueden ayudarla”, dice.

Ángela siempre trata de permanecer serena, de brindar la mejor asesoría y definitivamente no se impresiona fácilmente. De alguna manera todo se vuelve corriente para ella. Intenta ser calmada para tomar las mejores decisiones, pero acepta que errores se cometen a diario y aunque hay días estresantes, otras veces está feliz, cantando, celebrando con sus estudiantes los buenos resultados. Como lo hizo el año pasado cuando fue galardonada con la Medalla al Mérito Femenino que le entregó la Alcaldía de Medellín por su labor en el campo de la reproducción. Lo más importante para ella es la superación. Fue la primera mujer en empezar una carrera profesional en su casa, tal vez porque se trataba de Medicina, su madre, aunque sentía temor de ver a sus hijas en la universidad, aceptó. Desde ese entonces, Ángela, Doctora en Ciencias y Magister en Inmunología, es una mujer a la que le gusta que todo salga bien, especialmente en materia de investigación, porque empezó haciendo consulta médica hasta que desató su influjo por la investigación y por buscar nuevos conocimientos. Por eso, aparte de dedicar el poco tiempo libre a sus dos hijas, encuentra espacios para continuar estudiando y para explorar nuevas técnicas medicinales como la sintergética, su último interés, pretendiendo la manera de aplicarlas a las madres con problemas abortivos, porque considera que falta mucho por aprender.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Alberto ECHEVERRI SÁNCHEZ El sombrero era de su abuela. Era el sombrero de pensar y, mientras lo explicaba, las sorprendidas miradas se posaban sobre su cabeza. Luego, empezó a volar por el salón, batiendo las manos como si fueran alas, revoloteando por los pupitres y pasando cerca a los estudiantes, que no sabían si reír o sólo mirar, porque estaba como loco y decía que, para comenzar, debía aterrizar. Así recuerda Camila Betancur, estudiante de maestría, una de las clases de Alberto Echeverri, quien, para movilizar a los alumnos, puede llegar en pijama, disfrazado o usando el sombrero de pensar. Sus clases suelen iniciar con historias de vida de otros profesores, investigadas por él, porque “no es tanto lo que yo les enseñe a los maestros, sino lo que ellos me han enseñado en todo este tiempo. El penetrar en sus vidas, sus relatos, sus palabras, fue algo que me cambió la existencia”, dice.


Maestro de maestros, como muchos lo consideran, concibe el oficio del educador como un drama pasional; drama en un sentido de teatralidad, y pasional, en cuanto está movido entre el miedo y el amor, entre amenazar al alumno para que aprenda o entre la forma como el docente puede conocer la vida del estudiante, como hace Alberto, quien revela que también tuvo su época de pésimo maestro. Por fortuna, este profesor trigueño, de nariz puntiaguda, chivera incipiente, que recoge en una cola su cabellera crespa y grisácea, dejó atrás sus días de rajador y autoritario para retomar la senda de maestro amoroso, investigador de historias y docente en las escuelas normales. Fue gracias a Alberto que las escuelas normales sobrevivieron al cierre mediante una reforma planteada por él, la cual se extendió a las facultades de educación y se convirtió en Ley de la República, orientando por diez años la formación de educadores en el país. Durante ese tiempo y con la misma dedicación que tiene para practicar yoga a las dos de la mañana o para ayudarle a Sara, su hija de once años, con las tareas, Alberto se dedicó a reformar inicialmente las escuelas normales de Antioquia y luego las de otros departamentos de Colombia. Este espíritu transformador, que participó en el Movimiento Pedagógico en los años ochenta, fue un rebelde en su juventud, y por eso lo expulsaron de varios colegios. En esa época descubrió personajes que impactaron su pensamiento, como Estanislao Zuleta y Mario Arrubla. Asimismo, encontró profesores que fueron grandes amigos,

como Orlando Rodríguez Villa, con quien conoció el yoga, y Pedro Juan Uribe, “gran erudito, lector de Lenin, Marx y Sartre”. De la primaria en el Colegio El Sufragio, recuerda con afecto a su profesor de cuarto, don Ernesto Muñoz, quien lo introdujo con cariño en el mundo académico, porque el amor y la excelencia de sus maestros fueron sus alicientes para ser educador. Y también en la universidad, habla de Alberto Restrepo, con la filosofía francesa, y Olga Lucía Zuluaga, que lo formó como investigador en historia de la pedagogía. Con Olga Lucía y con Vladimir Zapata fundó el Archivo Pedagógico de Colombia; además, él creó y dirigió por 17 años la Revista Educación y Pedagogía de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, donde aún es docente y donde ha ayudado a enfrentar diferentes crisis educativas. También creó el grupo Historia de las Prácticas Pedagógicas, en el que ha sido investigador durante treinta años y donde está formando a doce estudiantes, desde que eran alumnos normalistas, para convertirlos en maestros e investigadores, con cualidades para la escritura y seguramente para la narración. Alberto, el que trata de romper el tiempo, continuando su labor pese a estar jubilado, es ante todo un contador de historias, y explica, con su suave voz, que el poder de la narración “nos iguala en un nivel, mientras la conceptualización hace creer que el profesor tiene un saber especial”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Silvia BLAIR TRUJILLO Las investigaciones están compuestas de puntos –ella los dibuja con el lapicero sobre su cuaderno–, son muchos, son los resultados, los investigadores, los diagnósticos, las comunidades, los proyectos, los parásitos, las medicinas, muchos otros. Ella trata de consolidar, con todos esos puntos, un resultado trascendental para la humanidad, como si fueran pixeles conformando una imagen; tal vez la de ella misma, sentada en su escritorio, con la cabeza agachada y la mirada fija en un cuaderno que va rayando mientras habla, porque esta mujer que ha realizado actividades sociales y ha desarrollado alrededor de ochenta proyectos de investigación en malaria, es tímida y muy modesta. Ha recibido más de veinte reconocimientos, pero no suele hablar de esto. Para ella esos premios deberían ser grupales


y asume que les pertenecen a todos los investigadores del equipo. Tampoco se aplaude a ella misma, aplaude el recuerdo del trabajo de personas que respeta y admira porque han influido en su formación como investigadora. Entre ellos están Ángela García, Ángela Restrepo, Saúl Sánchez y Héctor Abad Gómez, quien fue su mejor maestro en el aspecto social. Esto fue importante para Silvia porque desde niña, además de sentir atracción por la Medicina en los libros, se sintió seducida por servirle a la sociedad.

el juego de esa interrelación y eso lo miramos desde los aspectos sociales, económicos, biológicos y médicos. Así podemos tener un panorama general de la malaria”. Esta forma de analizar la enfermedad desde el componente social y la relevancia de los resultados obtenidos por el grupo, los ha elevado a la primera categoría de Colciencias, algo de lo que Silvia vive orgullosa, aunque no lo demuestra. Lo cierto es que el fortalecimiento surge del trabajo riguroso de sus integrantes y del liderazgo de su directora.

Siempre ha tenido claro que ser médica es su pasión, por eso dice que ha sido, es, será y volvería a serlo, si tuviera la oportunidad de volver a nacer. “Aunque es difícil decir que ejerzo la Medicina, porque quería adquirir un compromiso de vida con el conocimiento y con un problema del conocimiento que tocara también una problemática social, por eso elegí estar en malaria, fundé un laboratorio en la facultad y a través de muchas preguntas mías, y de otras personas, construimos un grupo para investigar la malaria, no desde un punto de vista biológico solamente, ni básico, sino integral”, aclara Silvia, que desde entonces coordina el grupo de Malaria de la SIU. La intención es investigar no solo la enfermedad, o el parásito como tal, sino también el entorno social donde se desarrolla. Surgen entonces tres líneas de trabajo. Una es el reconocimiento del saber de los médicos tradicionales, curanderos, afrodescendientes e indígenas. Otra consiste en analizar la resistencia del parásito a los medicamentos. Y la tercera son los hospederos parásitos, “donde se conjugan los hospederos, que son el hombre y el vector, con las poblaciones de parásitos, y podemos leer

Silvia se define como “una persona silenciosa, que vive doce horas diarias en este laboratorio, que ha trabajado y ha tomado decisiones concretas cuando corresponde”. Más allá de ser una líder científica, es un ser humano comprometido con la comunidad. Ha realizado una importante labor social en el sector de Lovaina. Empezó con un compañero trabajando con jóvenes prostitutas; crearon un restaurante comunitario, y ella les leía cuentos a los niños y los llevaba a museos. Educar e investigar son parte de la esencia de Silvia, por eso es muy importante el grupo para ella, porque está formando a los jóvenes para la investigación, consciente de que el tránsito por este lugar es pasajero y es necesario, “que muchas personas sigan con el camino enmarcado, comprometidas con rectitud y honestidad por el conocimiento, la vida y la sociedad”.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Fanor MONDRAGÓN pérez “Es muy, muy inquieto, no para; es muy curioso y no se despega de la química, la tiene en los poros”, dice el profesor Andrés Moreno, mientras Fanor ríe continuamente, apretando la boca, tratando de contener una carcajada estruendosa. “¿Como compañero en el equipo de trabajo? —ríe con más fuerza Fanor—, es casi un militar. No, no, no, es un militar”, asevera sonriendo, Andrés Moreno. Fanor es robusto, de facciones redondas, tez clara, nariz achatada, usa anteojos y al hablar mueve constantemente sus manos. Su aparente seriedad esconde a un hombre risueño que lleva buenas relaciones con sus compañeros de laboratorio, e incluso los estudiantes bromean con el mito de que tiene un clon, porque llegan a cualquier hora y lo


encuentran trabajando. Del laboratorio sólo se ausenta para dictar clases en el Instituto de Química en la Universidad de Antioquia, y regresa rápidamente para retomar su labor, ya sea tratando de almacenar hidrógeno en un carbón activo, intentando generar energía a partir de biomasa, o analizando los resultados que arroja el clúster de computadoras, las cuales pasan día y noche resolviendo cálculos. Es perfeccionista, un enemigo del incumplimiento que siempre trata de hacer las cosas bien, porque lo más importante es el compromiso con su labor. Se ve a sí mismo como un hombre disciplinado, aunque por la forma de planificar su vida, es todo un estratega militar. Desarrolló una estrategia con el objetivo de hacerse a una beca, porque tras buscar infructuosamente una maestría en Estados Unidos, regresó a Colombia y comprendió que sólo becado podía hacer un posgrado. Para eso empezó a recopilar información de becas y universidades en el mundo. Luego se vinculó al Alma Máter como docente para facilitar los trámites, y basado en su interés por estudiar el carbón, seleccionó una universidad en Alemania y otra en Japón. Eligió la Universidad de Hokkaido, por las facilidades que ofrecía la maestría para aprender el idioma japonés, e inició el contacto con el profesor Koji Ouchi, quien luego lo invitó a quedarse para hacer el doctorado en Ciencias Químicas. Con esa labor adelantada se aseguró la beca en la Embajada de Japón, y recibió una licencia remunerada como apoyo de la universidad. Su estrategia era llevar una vida en torno al conocimiento,

estudiando y asistiendo a conferencias tanto en Japón como en otros países, algo gratificante para quien disfruta de viajar, leer y estudiar. El matrimonio siempre estuvo al final en su proyecto de vida y esperó hasta terminar el doctorado para casarse con Lai Yin, una joven de Malasia, en una ceremonia oriental celebrada frente a un altar en memoria de los ancestros de ella. Victorioso en su campaña regresó a Colombia y recibió, del profesor Gustavo Quintero, el grupo que ahora se llama Química de Recursos Energéticos y Medio Ambiente, fundado por Gustavo en 1982, como parte de un pacto donde ambos se especializaban para luego trabajar en el grupo. La meta inicial fue conseguir la infraestructura necesaria para ser autosuficientes, lo cual ahora despierta la vanidad de Fanor, porque este laboratorio es uno de los más completos del país en su especialidad. Fanor, que este año fue nombrado miembro de la Academia Colombiana de Ciencias, aclara que su labor y los resultados en la utilización de recursos energéticos, que ya se aplican en la industria, son logros colectivos del grupo de investigación formado por seis profesores, doce estudiantes de doctorado, tres estudiantes de maestría y quince estudiantes de pregrado en Química. Estos logros también han sido posibles gracias al apoyo de su esposa y sus hijos Ian y Karina, que comprenden sus ausencias durante varios días o los domingos en el laboratorio, porque la esencia de Fanor es la de un científico consagrado a la investigación y a la formación de estudiantes con actitud en el laboratorio y dedicación en la labor científica.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Óscar Alejandro VANEGAS MONTERROSA De niño, Alejandro era inquieto, muy curioso y siempre trataba de desarmar todo lo que llegaba a sus manos. Seguramente era el impulso innovador que lo caracteriza tratando de entender, en aquel entonces, cómo funcionaban las cosas para luego reinventarlas; lo que dejó de ser un juego para convertirse en el mejor de los trabajos, porque vive lleno de proyectos, deseoso de continuar aprendiendo, orgulloso de sus logros, y ahora más que nunca sigue, en cierto sentido, desintegrándolo todo, pues su especialidad como ingeniero químico de la Universidad Nacional e ingeniero de alimentos de la Universidad de Antioquia es convertir los alimentos en polvo, siempre pensando en las necesidades del mercado y en la expansión empresarial, porque es ante todo un emprendedor.


Alejandro es un joven alto, de cabello negro, tez clara y ojos oscuros que siempre miran fijamente a su interlocutor, cuando expone sus ideas moviendo las manos con seguridad y finura. Es amable, educado y siempre tuvo el ideal de no ser empleado, sino un empresario independiente. Junto a un grupo de compañeros, encontró la determinación necesaria para sacar adelante una empresa dedicada a la producción de alimentos secos. “El huevo en polvo fue una locura desde la parte de mercadeo y publicidad”, comenta Alejandro, quien habla de la empresa con un entusiasmo casi infantil. Con el huevo en polvo ALSEC S.A. participó en el Premio Innova 2006, ganando el tercer lugar en la categoría de pequeñas empresas. El hecho de que Alejandro sea ingeniero de investigación y desarrollo de productos secos en ALSEC no es fortuito, se debe a su amplia experiencia en el laboratorio, porque desde que empezó a estudiar Ingeniería Química en la Universidad Nacional, buscó un campo de acción donde sus conocimientos pudieran tener una doble función. Por eso se orientó luego hacia la Ingeniería de Alimentos en la Universidad de Antioquia y profundizó sus estudios en las áreas de lácteos, agroindustria y microbiología. “Entonces aproveché el laboratorio y la experiencia de los profesores de la de Antioquia y me integré a un grupo de trabajo que ha sido un buen equipo”, comenta Alejandro. Al premio inicial que ganó la compañía en el 2006 se sumaron cuatro galardones en diferentes ferias, lo que para Alejandro es el resultado del trabajo en equipo, una de sus mayores cualidades que, unida a la creatividad y a la dedicación que pone en sus proyectos, le ha permitido salir adelante en el

mercado, algo que le recalca con insistencia a sus estudiantes de la Universidad de Antioquia, a quienes les enseña la importancia de ser independientes, explicándoles que lo fundamental es tener entusiasmo y compromiso, porque “ser emprendedor no es tarea fácil, es todo un reto”. Las dificultades en la empresa fueron surgiendo a medida que la idea inicial evolucionaba. La iniciativa de producir y comercializar alimentos en polvo surgió cuando Alejandro trabajaba en una empresa que vendía maquinaria de secado en aerosol, en la cual se formó un laboratorio piloto, del que Alejandro hacía parte, para ensayar los equipos. Con el grupo de trabajo inició la primera etapa del proyecto, maquilando productos en el servicio de secado por atomización. Entonces, la empresa tuvo que buscar un local que cumpliera las condiciones higiénicas necesarias, luego debió reorganizar el personal enfocando las labores en el campo de estudio específico de cada integrante y al final se definió el desarrollo de productos particulares para sectores específicos como aceites esenciales, colorantes, refrescos, miel, yogurt, fríjoles y vinagre, todo en polvo. “Los sacrificios empiezan cuando el trabajo se hace excesivo”, dice Alejandro, que no deja de lado la lectura de artículos científicos, pero que sí tuvo que abandonar la práctica de artes marciales, como la Capoeira y el Taekwondo, para pasar más tiempo en la empresa, porque la visión de su vida ha empezado a cambiar; de momento piensa en formar un hogar, tener una casa propia y en invertir toda su energía en el desarrollo de nuevos productos, porque su creatividad no para de innovar.

Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Saúl FRANCO AGUDELO “¡Ahí viene el de las mulas!”. Era el comentario que se escuchaba en los pasillos de la Facultad de Medicina cuando Saúl empezaba una investigación sobre malaria en Urabá y, por las condiciones del terreno, incluyó en el proyecto la compra de unas mulas para el desplazamiento. Los trámites fueron un caos: la universidad pedía cotizaciones de animales que se negocian de palabra en los mercados campesinos o en las veredas, había que inventariar hasta los aperos y, para rematar, al momento de marcar las mulas ya se habían robado una. Por anécdotas como esta, Saúl sostiene que “investigar siempre ha sido: casi una quijotada”. Sin embargo este “caballero hidalgo”, que lleva la salud pública en la sangre, renunció a la consulta médica para entregarse a la investigación.


Es un médico de facciones gruesas, cuyos ojos parecen una línea paralela a sus anchas cejas. Usa anteojos, peina su níveo cabello de lado y habla con rebosante seguridad, algo propio de alguien para quien la palabra, oral o escrita, ha sido su instrumento de trabajo. Ha dado conferencias en eventos nacionales e internacionales y ha escrito sobre malaria, temas sociales, violencia y, obviamente, salud pública, cuyo interés proviene de su formación humanista como filósofo y de su deseo por vincularse a asociaciones y procesos comunitarios. Precisamente, interesado en la medicina social, viajó en 1978 a México, donde surgía un pensamiento progresista en salud. Estudió una maestría en Salud Pública cuya tesis sobre malaria tuvo gran acogida por el tratamiento social del tema, en el que intentó hacer una historia política, social y económica del paludismo en América Latina. De ahí surgió la investigación que hizo en Urabá, cuando el doctor Luis Fernando García lo invitó a ingresar al Centro de Investigaciones Médicas de Antioquia. La experiencia del exilio fue la que dirigió su mirada hacia el tema que lo ocupa desde 1989: la violencia. En México se sintió marcado por los exiliados de las dictaduras suramericanas y, años más tarde, él mismo tuvo que salir de Colombia por intimidaciones contra su vida. De varios países que le ofrecieron solidaridad, eligió Brasil, motivado por la importante investigación en malaria que allí se desarrolla. Hizo un doctorado en Salud Pública en la Fundación Oswaldo

Cruz, en Río de Janeiro, donde coordinó la creación del Centro Latinoamericano de Violencia y Salud (Claves). “Estando allí entendí que debía cambiar de eje de trabajo, o sea, la violencia era tan grande en el país, y en cierta forma fui víctima de eso, que decidí cambiar”. Él plantea la violencia como un problema de salud pública, no sólo por las personas que asesinan, sino porque al degradar la calidad de vida, la tranquilidad y el disfrute de la existencia, se afecta el bienestar personal y colectivo. Así, se fundó el Claves y obtuvo el apoyo de la Organización Panamericana de la Salud para recorrer América, haciéndose una imagen continental de la violencia y de los temas internos de salud en los países latinoamericanos. Quienes lo conocen, lo describen como una persona de conocimientos muy amplios y destacan sus investigaciones en las que intervienen profesionales de diferentes áreas, como sucede en el Grupo de Investigación en Violencia de la Universidad Nacional, institución en la que trabajó los últimos diez años como docente y donde promovió un doctorado interdisciplinario en Salud Pública. El amor por la educación lo heredó de su madre, Tulia Agudelo, maestra de primaria en El Retiro, Antioquia, donde él nació; y explica que más allá de ser médico o investigador, se considera, como su madre, maestro de escuela, en el sentido de educar a sus alumnos en lo más básico para la vida.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Patricia Eugenia DÍAZ MONTOYA De niña salía a abrazar a su padre Darío Díaz, químico forense de Medicina Legal, que siempre olía a formol con perfume cuando llegaba a la casa. Ahora es ella quien, ante los abrazos de Ana María, dice: “¡Hija, no me toques que huelo a podrido!”, a lo que la niña responde: “¡Ay mami!, olés tan rico. ¿Entraste hoy a sala?”. Con una afirmación le contesta Patricia, que también asimiló la Antropología y la Ciencia Forense desde niña y que trabaja analizando lesiones óseas en cadáveres, la mayoría por muertes violentas, para Medicina Legal en Medellín, una labor que la hace feliz y que forma parte de su modo diferente de ver la vida, en esencia, prefiriendo a los muertos que a los vivos.


Le gustan los muertos porque no pueden decir nada y es necesario aplicar conocimientos para descubrir su edad, causa de muerte, identidad y otros interrogantes. Para ella un esqueleto es alguien que ocupó un lugar en el mundo y sabe que “para una mamá, un cráneo, es un hijo que la hizo llorar o la hizo feliz”. Patricia le habla a los muertos porque piensa que “en sus restos está la energía del individuo fallecido y de la familia que lo está buscando”, y se compara con una profesora de guardería porque los cuida mientras los reclaman. Pero su labor es más delicada aun; como especialista en Antropología Forense de la Universidad Nacional de Bogotá, determina el tipo de lesiones ante mortem y post mortem en restos óseos, para realizar un mapa detallado que contribuirá a esclarecer los homicidios y a dictar sentencias. Para ella lo más complicado de trabajar con la justicia, aparte de la presión por la cantidad de crímenes y la urgencia de las investigaciones, es sostenerse en el tiempo, y lo ha logrado gracias a su ética profesional y a la responsabilidad minuciosa con que analiza cada caso. Su relación con la muerte la exhiben unos aretes de esqueleto que adornan su estilo desaliñado de jeans, camiseta y tenis. Ella es una chaparrita conversadora, de movimientos bruscos, cabello negro y despeinado, piel blanca y facciones pulidas, que disfruta el estudio y la lectura, que vive en Copacabana, se pierde en Medellín y ama a Bogotá y a la Universidad Nacional, porque le dieron todo: amigos, un novio y la especialización como forense. En

su pierna izquierda lleva tatuado un cráneo femenino con dos rosas y un velo. Aparte de este, tiene otros cinco tatuajes, entre ellos el nombre de su hija, Ana María, escrito con las letras de Aerosmith, su banda de rock favorita. Le gusta tatuarse porque le recuerda que está viva y siente, además tolera el dolor con facilidad porque desde niña padece fuertes jaquecas que aún la agobian cuando sale a realizar arqueología forense en fosas porque la afectan el calor y el polvo, lo que aumenta su preferencia por el laboratorio, con el que está familiarizada desde los diez años, cuando acompañaba a su papá a Medicina Legal y el doctor César Giraldo le enseñaba cómo abrir un cadáver. Patricia adora a su papá y él la adora a ella. Con él se acercó al mundo forense y aprendió a respetar a los muertos y ahora, “la niña de Darío”, como le dicen en Medicina Legal, quiere ganarse su propio espacio en la institución, demostrando sus conocimientos y colaborando en otros frentes de trabajo como en ADN y en NN. Su labor ya ha sido admirada en otros países porque ha participado en congresos internacionales y causa asombro, pues mientras en algunas ciudades del mundo apenas tratan quince casos de lesiones óseas en cadáveres al año, Patricia ha tenido hasta veinte en un mes. De sus 32 años de existencia, solo lleva tres de vida laboral y goza de una fuerte y necesaria determinación para realizar su trabajo, que ama hasta el punto de extrañar el olor de los muertos y de ilusionarse con lo atractivo que resulta para Ana María, quien probablemente heredará de Patricia su irreverente personalidad influenciada.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Luis Fernando TINTINAGO LONDOÑO El doctor Luis Fernando Tintinago es el señor de la vía aérea. El de los trasplantes de tráquea y laringe, y la cirugía de todas las partes del cuerpo con las que uno respira. El que se inventó la especialidad de la medicina a la que quería dedicarse. No hay que preguntarle demasiado para que responda, las palabras escogidas con precisión casi quirúrgica, lo que el periodista indaga. Que le gustan las artes, la música y la literatura, que es un deportista consumado. Que a pesar de los mayúsculos logros de su carrera como cirujano, le alcanza para tener “una familia bonita, que me sigue la corriente, que nos queremos mucho, que jugamos mucho”.


Se crió en el barrio Buenos Aires de Medellín, y con doce años inició su larga y prolífica relación con la Universidad de Antioquia, cuando ingresó al Liceo Antioqueño a cursar la secundaria. Para entrar a Medicina no tuvo que presentar examen de admisión. Sacó las mejores calificaciones de su curso, fue elegido como el compañero más querido y obtuvo uno de los mejores puntajes en un simulacro organizado por varias universidades. En la carrera su promedio nunca fue el mejor, aunque todos le auguraran un futuro brillante. Rondaba los quince años cuando se le reveló su vocación de servicio, y lo primero que se le ocurrió fue hacerse cura. Su madre le explicó que si quería servir no era ese el mejor camino, y gracias a eso pronto supo que iba a ser médico. Cuando entró a la universidad, a principios de los ochenta, la institución vivía una época convulsa. “Y gracias a Dios me tocó entrar en ese momento, o si no hubiera podido entrar en un terreno, entre comillas, más de imbecilidad, porque cuando uno no tiene convulsiones se estanca”, dice. Luego se dedicó a estudiar, y por la mitad de la carrera empezó también a trabajar. Luego lo mandaron al Chocó a hacer su año rural. En Acandí tuvo su mayor epifanía. Un día en que fue a nadar, se ahogó en aguas del mar Atlántico. Estuvo en cuidados intensivos y durante varios días conectado a un respirador artificial. “Después de eso decidí ponerle un único sentido a la vida: voy a estudiar algo en lo que yo le devuelva el aire a la gente”. Pero eso que quería estudiar no existía. Entonces hizo cirugía general, y luego cirugía de cabeza y cuello, y se

fue de intercambio a Alemania y a Londres, y tampoco allá encontró lo que buscaba. “Se estudiaban eran patologías, trauma, o cáncer, pero no enfermedades que tuvieran que ver con la fisiología y el desarrollo de cómo vos respirás”, explica. Regresó a Colombia para inventarse lo que le ha valido hasta ahora todos sus logros médicos: la cirugía de la vía aérea. Con la naciente disciplina llegaron también los trasplantes, que “son como lo máximo que existe en la cirugía de la vía área”, según dice. A principios de esta década, y luego de concebirlo durante seis años, el doctor Tintinago lideró el equipo que hizo, en el Hospital Universitario San Vicente de Paúl, el segundo trasplante de laringe del mundo. Al año siguiente hicieron el primero de tráquea. Ahora trabaja en un proyecto financiado por el Alma Máter, la Universidad de Miami y la Fundación Valle de Lili en Cali. Se llama Grupo de Tolerancia en Transplantes de vía aérea, y consiste en la manipulación de células madre para que los donantes no rechacen los órganos. Y está su familia, y la pregunta de cómo se ha repartido entre su vocación médica, su matrimonio de veinte años y sus dos hijos adolescentes. La respuesta es una vida que gira en torno a ellos, a su trabajo, a sus horas de estudio. “Creo que no he sacrificado más que lo que sacrificaría cualquier profesional que quiera ayudar a avanzar a su país”, concluye.

Fotografía: Cortesía Departamento de Comunicaciones Fundación Valle del Lili / Perfil: Paula Camila Osorio Lema

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Jorge Emilio OSORIO BENÍTEZ No se le ve cansado. Por el contrario, a sus cincuenta años, Jorge Emilio Osorio, médico veterinario egresado de la Universidad de Antioquia y Ph.D. de la Universidad de Wisconsin, tiene una apariencia tan fresca y una energía tan juvenil que sorprenden. Sobre todo, teniendo en cuenta su ritmo de vida: un día está acá, en Colombia, coordinando algún trabajo de la Unidad de Virosis Tropicales, o visitando a sus padres y hermanos, o en alguna clase magistral, y al otro está de vuelta en Madison, Estados Unidos, donde viven su esposa y sus hijas; de vuelta a la Universidad de Wisconsin, en la que es profesor; de vuelta a otras investigaciones que coordina. Y a los días, sin muchos respiros, puede estar en el Congo, revisando el avance de otros estudios, o en Francia o en Singapur. Casi nunca quieto, casi siempre investigando.


Para Jorge Emilio el tiempo es un material valiosísimo que hay que saber administrar, de lo contrario tanto esfuerzo se convertiría en humo. Y administrar significa no necesariamente andar con afanes, sino pensar bien cada cosa. Por eso es que le queda tiempo para sus hijas, Maricel y Analí; por eso es que se permite andar viajando; por eso puede enseñar aquí y allá; y por eso es que se ha convertido en uno de los científicos más destacados en virología molecular. Pero ¿cómo es que un médico veterinario llega a todo esto? Siendo aún estudiante universitario, Jorge Emilio se dio cuenta de que lo suyo no estaba tanto en el ejercicio convencional de la veterinaria, como en el estudio de las enfermedades animales que pueden afectar al hombre: ese otro animal, al fin y al cabo. Entonces, recién graduado y motivado por un profesor de su facultad, se postuló para una beca de maestría en la Universidad de Wisconsin. Era 1985. Consiguió la beca y, sin saber mucho inglés pero con muchas ganas de aprender e investigar, comenzó sus estudios sobre bioquímica y estadística, enfatizados en el análisis de las enfermedades virales transmitidas por insectos. Estando allí encontró veterinarios de todos los continentes haciendo investigación, trabajando en salud pública. También se dio cuenta de que las soluciones a los problemas de salud, ahora, están en los multiequipos, “profesionales de diversas áreas trabajando por un mismo fin. Por eso, la clave de la investigación está en saber crear equipos”, dice.

Alejado de su familia, en medio de sus estudios y el difícil clima de Madison, Jorge Emilio perteneció a diversos grupos de investigación que pronto comenzó a coordinar. Empezaron sus viajes, que se le iban en el estudio de virus animales que afectan al hombre. Una vez culminada su maestría, siguió con el doctorado, enfatizado en virología molecular. Creó una nueva familia con su esposa Tonie. Trabajó en la empresa privada, en laboratorios de Estados Unidos y Francia de los cuales salieron varias patentes relacionadas con medicamentos contra virus. Aprendió cómo gestionar recursos para investigaciones (con empresas privadas y fundaciones). Volvió a la Universidad de Antioquia, ya como docente. Se encarretó con el estudio del dengue. Y, definitivamente ducho en su área de investigación y en la coordinación de equipos de investigación, sintió que era el momento de retribuirle a su Alma Máter el saber adquirido. En el 2006 se convirtió en docente ad honoren de la Escuela de Medicina Veterinaria y, poco después, creó la Unidad de Virosis Tropicales, enfocada en el diagnóstico e investigación del dengue. A vuelo de pájaro son más de 25 años de trabajo constante, incansable, por ayudar en la salud del mundo. De aquí para allá, con estudiosos de aquí y allá. Integrados a través de la red o los aviones. Por un mismo fin. Con muchas ganas de aprender y de enseñar. Con el tiempo preciso. Muy cerca de una vacuna contra el dengue.

Fotografía: Jorge Caraballo / Perfil: Camilo Jaramillo

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Enrique RENTERÍA ARRIAGA Cuando más se consideraba un hombre curtido del monte y sus peligros, acostumbrado a pasar días y hasta meses en los bosques, recorriendo caminos pantanosos, recolectando hojas y seleccionando plantas, se enfermó de paludismo. Enrique se creía inmune a la enfermedad, porque ya entraba a sus sesenta años y estaba enseñado al rigor de la selva tropical, pues nació y vivió en el Chocó. Ahora no duda en concluir que la selva es jodida, aunque le fascina la jungla chocoana por su diversidad y por eso trabaja en la creación del jardín botánico de Jotaudó, en Quibdó, que recreará e inmortalizará una parte de ese espacio natural. La experiencia de Enrique como director del Jardín Botánico de Medellín, durante diez años, sumada a su labor en la


Universidad Tecnológica del Chocó, donde reformó el programa de Biología y creó el de Biología Pura con énfasis en Recursos Naturales, sirvieron de mérito para que Codechocó pusiera en sus manos el proyecto del jardín de Jotaudó. Ese espacio va a ser especial; “estará cerca de Tutunendo, uno de los sitios donde más llueve en el mundo, y va a enseñar cómo preservar, conservar y estudiar la flora. 42 hectáreas de zona húmeda estarán en la laguna de Jotaudó, y otras 42, denominadas arboretum, en una zona seca, en la Troje”, dice. Aunque sus gestos exteriores no lo demuestren, en sus palabras se siente emoción cuando describe cómo será ese jardín botánico, porque Enrique, a sus 62, es un moreno alto, de aspecto saludable y de facciones gruesas, que permanece erguido cuando habla y que generalmente da respuestas concretas e incluso tajantes, pero que no escatima en detalles para hablar sobre botánica. Lo curioso es que quería estudiar Medicina, sin embargo por lo costoso de esa carrera terminó eligiendo la Biología. Dice con orgullo que es el primer biólogo chocoano. Enrique se dejó atrapar por los misterios de la selva y por los conocimientos de su maestro Djaja Djendoel Soejarto, proveniente de Indonesia, que domina ampliamente la botánica y que dictó clases en la Universidad de Antioquia en los años setenta. Soejarto le enseñó a Enrique a conocer las plantas y asesoró algunas de sus investigaciones, lo demás fue producto de su dedicación y talento, que lo han llevado a merecer reconocimientos como el de Profesional Distinguido de la Comisión Interprofesional de Antioquia en

1986 y el Premio Nacional de Investigación de la Fundación Alejandro Ángel Escobar en 1991. Lo más destacable de su labor ha sido la dedicación a la selección, clasificación y descubrimiento de flora colombiana. Enrique terminó una maestría en Sistemática Botánica en la Universidad Nacional de Bogotá en 1989, y recuerda que la Talauma santanderense fue la primera planta que descubrió en Santander; la impresión fue de alegría pero a la vez de incertidumbre, porque serían los especialistas los encargados de confirmar el hallazgo. La experiencia se replicó y hasta la fecha, junto a su grupo de trabajo, ha descubierto veinte especies, entre las que se encuentran Conaro renteriae y Macropharynx renteriae. La experiencia de Enrique en los métodos de clasificación morfológica y taxonómica de las plantas lo ha llevado a trabajar junto a reconocidos botánicos como Víctor Crisci, especialista argentino en taxonomía numérica. También asesoró al colombiano Enrique Forero y al estadounidense Alwyn Howard Gentry, quienes en los setenta realizaron una investigación botánica en el Chocó, colectando más de 14 mil ejemplares. De igual forma, profesionales como Álvaro Cogollo Pacheco y Cruz Cecilia Estrada fueron sus alumnos y aún continúa su tarea formando investigadores chocoanos, porque Enrique es alguien que conoce de cerca el ciclo natural de nacer, crecer, reproducirse y morir; y es consciente de que es importante dejarle su conocimiento a la humanidad… Qué mejor manera de hacerlo que plantando la semilla en sus estudiantes.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Álvaro POSADA DÍAZ “Escribir es un oficio solitario”, dice Posada, quien reitera que los juegos solitarios son muy agradables. Por eso mantiene ocultos los cuentos y poesías que ha escrito como parte de su afición por la lingüística. Ni siquiera sus hijos han podido leerlos y dice que sólo podrán hacerlo cuando él esté muerto. Este hombre delgado, de piel blanca, nariz puntiaguda y que suele ir calzado de chanclas, vive orgulloso de haber estudiado en el Liceo Antioqueño, donde se convirtió en un ser contestatario y de pensamiento libre. Empieza la charla aclarando que el primer lunes de febrero de 1957 fue un día histórico en su vida, porque empezó una carrera en la Universidad de Antioquia que aún no termina. Ese día inició el bachillerato en el Liceo Antioqueño, donde sus profesores nunca le negaron una página de ningún libro


ni evitaron discusión alguna. Entre sus maestros recuerda a Hernando Elejalde Toro, profesor de filosofía y literatura, que les enseñaba hasta a cultivar la tierra en un descampado del Liceo, porque los educaban para la vida y se ofende cuando ve a un liceísta convertido en un individuo sumiso y servil. Al parecer lo que nunca le enseñaron a Álvaro fue modestia, porque todavía presume cuando habla del Liceo como lo hacía en su época de colegial, cuando había gran competencia con los demás colegios, “la cual se materializaba en las procesiones del Corazón de Jesús que recorrían todo el centro de Medellín. Llevábamos el uniforme del colegio, bandas de guerra, y al final terminábamos en una batalla campal, a puños y con las correas, para ver cuál era el colegio más poderoso, pero no pasaba de ahí, nada de vandalismo, era simplemente una expresión juvenil”, cuenta Álvaro y agrega que “a los 16 años sacaba nuca cuando decía ‘soy estudiante de Medicina de la Universidad de Antioquia’”. El orgullo ha sido familiar, porque varios tíos, primos y hermanos pasaron por el liceo y por la universidad. Además toda la familia convivió en la misma casa en Medellín, porque llegaron desplazados de Ciudad Bolívar debido a la violencia de los partidos políticos. En el liceo afianzó el valor de la solidaridad, para luego implementarlo en su ejercicio profesional, entregándose como ser humano a la búsqueda del bienestar común. Empezó medicina en la universidad en 1964 y en el transcurso de la carrera se interesó por la hematología, por lo que terminó especializándose en esa área. En 1975 Álvaro

se vinculó como profesor en el Departamento de Pediatría y Puericultura en la sección de Hemato-oncología y se convirtió en Vicedecano de la Comisión de Asuntos Estudiantiles de la Facultad, donde debió sortear una difícil situación con los estudiantes que tenían como consigna: “por más y mejores cadáveres”, porque a la Facultad de Medicina no estaban llegando suficientes cuerpos para las labores de estudio. Álvaro se reunió a los profesores de morfología y junto a ellos decidió que no se debía continuar trabajando con cadáveres enteros, como se hacía desde 1871, sino con partes de esos cuerpos, denominados modelos preparados, lo cual facilitó posteriormente el salto hacia los modelos de asimilación de la actualidad. Álvaro fue dirigente de la Asociación Nacional de Internos y Residentes, gremialista de la Asociación Médica de Antioquia, y siempre estuvo convencido de que desde el Departamento de Pediatría y Puericultura de la universidad, de donde se jubiló en el 2003, tenía la oportunidad de acompañar a la población infantil para desarrollar ciudadanía. Ahora orgulloso como ciudadano, médico, pediatra, profesor y universitario, dice que extendió, junto al grupo de puericultura, “un modelo para la formación de una nueva cohorte de ciudadanos por la paz, mediante la elaboración y difusión de un discurso de crianza humanizada”, tal vez la misma crianza que recibió Álvaro en su hogar y en el Liceo Antioqueño.

Fotografía: Jorge Caraballo / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Jorge OSSA LONDOÑO Los 63 años que hay entre 1947 y 2010 no han transcurrido para Jorge Ossa Londoño como una línea recta sino como un círculo dibujado sobre distintas superficies que van desde las inmediaciones bucólicas de Fredonia hasta los sofisticados laboratorios de universidades tan distinguidas como la de Wisconsin, la de Virginia y por supuesto la de Antioquia. Ese muchacho que en 1966 se presentó a Medicina Veterinaria no pretendía hacer historia con su nombre y tampoco buscaba falsas ilusiones de fama o enriquecimiento, simplemente ansiaba conocimiento, y ese deseo sumado a una disciplina inquebrantable bastaron para que no solo al nombre sino al hombre en sí mismo se le reservara un espacio privilegiado en la memoria del Alma Máter.


En un plano individual, el curriculum vitae describiría la trayectoria lógica de cualquier académico: egresado de Medicina Veterinaria en 1973, becado por la Universidad de Wisconsin donde cursó una maestría en Virología hasta 1975, profesor adscrito a la Facultad de Medicina Veterinaria hasta 1979 cuando, insatisfecho por la ausencia de un entorno que le diera vía libre a su rigor investigativo, consiguió trabajo como instructor en la Universidad de Virginia donde además hizo un doctorado en Microbiología. Sin embargo, en un plano que involucra el sentido comunitario del mundo académico, esa trayectoria es mucho más loable, porque entre cada etapa se destacan los logros de alguien estrechamente vinculado a la palabra cultivar. Por ejemplo, dice que su beca en Wisconsin la atribuye a haber cultivado el inglés y durante su primera temporada como docente no dejó de cultivar en los estudiantes inquietudes orientadas a la investigación. Al hablar de su vida, se intuye el entusiasmo natural que dejan las tareas bien hechas. Así es como cuenta su rol en la fundación del Hogar Juvenil Campesino en su pueblo, su participación en las protestas que convirtieron al Instituto de Medicina Veterinaria en facultad en los años setenta o su protagonismo como fundador de la Revista Colombiana de Ciencias Pecuarias, en 1977.

de su vida se acercaba a los 180 grados. Encontró un ambiente “que no había encontrado antes en Colombia”.

De igual modo describe con un sentido crítico las adversidades. Especialmente momentos de su vida profesional en los que todo le era desfavorable y las opciones para hacer lo que quería hacer —investigar, escribir y convertir el laboratorio en su segunda casa— se hacían estrechas. Sin embargo, su ingreso como profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia puede marcarse como el punto en el que el círculo

Hoy, Jorge Ossa está retirado de la actividad académica. El círculo de su vida lo llevó nuevamente al campo, donde atiende a sus animales, “más como mayordomo que como veterinario”, y usa la misma satisfacción con la que cuenta su ponderada trayectoria para hablar de las canciones que entona al lado de los campesinos y presumir de los duros callos producto de cultivar juiciosamente la tierra todos los días.

Su gran propuesta, como la describe, fue la creación del Posgrado en Ciencias Básicas Biomédicas, punto de partida para la creación de numerosos grupos de investigación y para que la atención de Colciencias se fijara en proyectos que no tardaban en alcanzar la más alta clasificación y generosos topes de financiación. Así como la prosperidad de una familia puede hacerse visible cuando ingresan muebles nuevos a la casa, la que alcanzó la Universidad de Antioquia en aquellos años (en 1993 arrancó el posgrado) fue evidente el día en que la pared de un laboratorio tuvo que echarse abajo porque la máquina que el doctor Ossa había importado (una máquina de flujo laminar) no cabía por la puerta. Jorge Ossa contribuyó con la creación del Fondo Editorial Biogénesis y fue la cabeza visible de grupos de investigación en Inmunovirología, Reproducción, Neurociencias, Biología Molecular y uno del cual asume con la frente en alto la paternidad, el grupo CHHES (Cómo Hacemos lo que Hacemos en Educación Superior).

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Diego Agudelo Gómez

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Martha Cecilia LONDOÑO BÁEZ De niña vestía de blanco, con una capa roja y un gorrito sobre su cabeza. En la Escuela Estanislao Gómez siempre había un estudiante que era responsable de cuidar a sus compañeritos. A los siete años, Martha Londoño ya era una enfermerita que pertenecía a los semilleros de la Cruz Roja; no sabe cómo llegó allí, mira perdidamente tratando de descifrar recuerdos de su pasado, pero mantiene viva una imagen en el teatro Junín, en donde alguien señaló a un hombre vestido de blanco y dijo que era el presidente de la Cruz Roja Internacional. Esa imagen fue suficiente para que decidiera ser una enfermera de verdad. Volvió a vestir de blanco cuando su cuerpo ya había adquirido forma de mujer, esta vez como estudiante de la


Universidad de Antioquia. Martha recuerda que el primer día que usó el uniforme le tocó hacerlo en la ladera de Santo Domingo Savio: “Tenía que supervisar cómo se manejaba un acueducto veredal. Fue el contacto con la realidad, con un mundo que nos era indiferente; visitaba las viviendas y con aquella dulzura la gente nos ofrecía algo de tomar en medio de condiciones muy difíciles. Fue mi despertar para querer trabajar en el área de la salud pública”. Comenzó su experiencia profesional en Medellín y en la Sección de Atención Médica de la Unidad Regional Ancón Sur. Regresó a la universidad a estudiar la maestría en Salud Pública. Consciente de la necesidad de profundizar en un elemento científico de investigación, realizó en 1986 la especialización en Epidemiología, y como una prueba a su formación fue nombrada jefa del programa Médicos Especiales de Metrosalud, para desarrollar estrategias de prevención y atención en una enfermedad que apenas se estaba dando a conocer: el VIH sida. Trabajó durante siete años manejando el programa de sida y control de drogas. Obtuvo una beca Fulbright para cursar una pasantía en Santa Cruz, California, donde compartió experiencias y tuvo la oportunidad de conocer más sobre el tema. Regresó a Medellín para aplicar sus conocimientos, pero manejar el control de drogas, a principios de los noventas, implicaba un gran riesgo, debido a la violencia del narcotráfico que asolaba la ciudad. Entonces, fue invitada a trabajar en Estados Unidos por la Organización Panamericana de la Salud, un cambio radical de vida en el que tuvo que

demostrar que a pesar de ser formada en Colombia tenía los elementos suficientes para desarrollar su capacidad profesional. Siendo estudiante, consideró necesario transformar el sistema educativo y se preguntó en cómo llevar un conocimiento científico a la comunidad para evitar las enfermedades. Su vocación de enfermera no era curar a un paciente, sino evitar la enfermedad. En Estados Unidos tuvo la oportunidad de desarrollar su gusto por la pedagogía, e implementó tres currículos educativos en diabetes, epilepsia y genética. Se las ingenió para crear un cromosoma con un calcetín de su hija y tratar de explicar los riesgos de las enfermedades hereditarias; construyó una neurona con un cable para demostrar que cuando hay un corte de energía en el cerebro, se provoca una convulsión conocida como epilepsia, y logró llevar a la comunidad el conocimiento de que la diabetes es prevenible si la persona es consciente del cuidado que debe tener. Ha logrado reconocimientos y experiencias inolvidables en un país ajeno que terminó de formar su espíritu de servir a la comunidad. Treinta años después volvió a su Universidad de Antioquia, esta vez como una de las postuladas a “egresado sobresaliente” del 2010. Se despide nuevamente de la ciudad que la moldeó, sin olvidar, como dice ella, el objetivo de regresar; “quiero ser docente en el área de enfermería en Salud Pública y compartir mi experiencia y la visión que he alcanzado con colegas, profesionales y con la comunidad”.

Fotografía: Archivo personal / Perfil: Laura Marcela Pedroza

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Carlos Santiago URIBE URIBE Cuando el médico cirujano Carlos Santiago Uribe Uribe llegó esa mañana de julio del 2005 a la sala de neurología del Hospital San Vicente de Paul, le sorprendió ver la fachada adornada con globos de colores y “una cosa tapada”, como él mismo dice. Horas más tarde supo de qué se trataba, cuando una placa con su nombre fue descubierta en la entrada del edificio con motivo del XXV aniversario del servicio de neurología. Hoy, al recordar la anécdota, afirma: “Ahí mismo me toqué el cuerpo y me pregunté si tendría cáncer, porque cuando la gente se va a morir es que le ponen su nombre a las cosas”. Pero no, es sólo que este médico es el directo responsable de que en 1980 se haya fundado el servicio de neurología


en el hospital universitario. “En ese momento en Colombia se seguía enseñando la neurología clínica junto con la neurocirugía, y la creación de este centro fue el determinante de esa separación”, explica el doctor Carlos Santiago, graduado con honores de la Facultad de Medicina en 1961 y especializado en neurología en Boston, Estados Unidos. En una de las paredes de su consultorio, en la Clínica Medellín de El Poblado, el doctor Uribe tiene exhibidos quince diplomas y certificados de su formación profesional y de sus aportes a investigaciones como el Alzheimer familiar y al primer trasplante de corazón realizado en Colombia, en 1985. Después de haber fundado el servicio de neurología, se convirtió en el primer jefe de esa unidad, cargo que ocupó hasta 1992, cuando se jubiló como profesor de la Universidad de Antioquia. A partir de ese año, siguió como docente de cátedra en el posgrado de Neurología Clínica, actividad que todavía ejerce. Como docente, el doctor Carlos Santiago ha formado a una importante cantidad de neurólogos del país. De la docencia resalta que los estudiantes tienen mucho que enseñar, “hay un intercambio permanente de información, el docente ya no es el que lo sabe todo”. Su ejercicio como profesor lo alterna con la consulta médica. “De seis a diez doy clase, de diez a doce estoy en el Instituto de Neurología de Antioquia, y de dos a seis de la tarde estoy en el consultorio”, explica su rutina. Con base en la experiencia, destaca que lo más satisfactorio de su profesión son los diagnósticos oportunos

y rápidos. “Infortunadamente para las enfermedades neurodegenerativas todavía no hay una solución definitiva, pero sí hay otras como las enfermedades cerebrovasculares que con un diagnóstico a tiempo se puede evitar que la persona quede paralizada completamente”, relata. Por eso celebra cuando un paciente consulta rápido y confía en que la remisión oportuna ayuda a preservar su vida y su salud: “Si bien hay enfermedades neurológicas difíciles, a uno le da satisfacción al menos diagnosticarla a tiempo y poder consolar a la persona hasta donde uno pueda”. Este neurólogo lidera investigaciones relacionadas con enfermedades cerebrovasculares y movimientos anormales, como Parkinson y epilepsia. Siempre con la intención de ayudar, pues su deseo desde niño siempre fue el de servirle a la gente. “Ser útil a la humanidad y poder salvar vidas, que es para lo que estamos, no siempre se logra pero lo intentamos”, afirma. Carlos Santiago Uribe está casado con María Cecilia Londoño y es padre de Juan Santiago, neurólogo; María Cristina, comunicadora; y Carlos Esteban, cardiólogo. Una familia a la que le ha dado todo el cariño y de la que ha recibido en igual proporción. El mismo afecto y respeto con los que se ha dedicado a la medicina, la investigación y la docencia, con aportes concretos al conocimiento de la neurología en el país y dejando en alto el nombre de la universidad en Colombia y en el exterior.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Gloria Estrada Soto

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Zayda SIERRA RESTREPO Desde pequeña fue libre. Ella dice que tuvo una mamá inteligente, maravillosa, que la dejaba jugar, que tenía una casa para el disfrute de sus hijos, no para mostrárselas a los vecinos. Y ese cuerpo, ese espíritu lúdico que pudo ser, crecer, sin censuras desde que era niña, no ha dejado de acompañar a Zayda Sierra, ni siquiera ahora que se la pasa ocupada de reunión en reunión en la sede del grupo de investigación Diverser de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia. La vida de Zayda, sus ciclos de transformación van por décadas. En la de los setentas fue la etapa del pregrado, cuando llegó a la universidad como una estudiante más de la Licenciatura en Historia y Filosofía. Eran tiempos de


rebeldía, ella fue parte de esa generación comprometida y preocupada por la inequidad social del país. Y a la par con el estudio, encontró en el teatro una forma de expresar esa inconformidad. La lucha de clases era el tema recurrente. No le gustaba que no se reconocieran los derechos de las mujeres y los indígenas, ni esa mirada adulto-centrista en la que ser maestro de primaria era subvalorado. Por eso decidió fundar Bambalinas, un grupo de teatro pionero en Colombia en el tema de crear obras originales para “niñas, niños y jóvenes, y actuadas por ellas y ellos mismos”. A lo largo de cualquier conversación se le escucha decir fluidamente “hombres y mujeres, chicas y chicos, maestros y maestras”. Le sale con naturalidad, como si siempre hubiera hablado así. Es en los ochenta, en la época dorada del grupo Bambalinas, con su obra El país pequeñito de los sueños perdidos, cuando ella comienza a trabajar más fuerte en el tema de la diversidad cultural. Esta inquietud, comenzó por la pregunta por la niñez. En los noventas ganó la Beca FES-AID y se fue a Estados Unidos a hacer una maestría en Educación Infantil. Luego, cuando obtuvo la Beca Fulbright para hacer el doctorado en Psicología Educativa con énfasis en estudios de la excepcionalidad y la creatividad, se dio cuenta que había muchos programas en ese país para estimular las mentes brillantes, pero los beneficiados eran niños blancos y ricos, y muy pocas niñas. Decidida a trabajar para cambiar en algo

esa mentalidad clasista y sexista, volvió a Colombia y fundó Diverser. “Diversidad cultural es también pensar en los niños y niñas, en las mujeres, en los grupos que históricamente hemos tenido una voz que ha sido negada”. Y eso es Diverser, un grupo de investigación en temas de pedagogía y diversidad cultural, en procesos de reconocimiento a la diversidad cultural de los pueblos indígenas, los afrodescendientes, las mujeres, la niñez y las personas que tienen una orientación sexual diferente. Creado en 1999, a los cinco años obtuvo la categoría A de Colciencias, y a sus diez ha logrado lo impensable: contribuir en la creación del programa en Educación Indígena, la maestría Pedagogía y Diversidad Cultural, el doctorado en Educación de Estudios Interculturales y la Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra en convenio con la Organización Indígena de Antioquia. Diverser es un referente para otras universidades de América. En Canadá, Costa Rica, Bolivia, Brasil y Estados Unidos, se están aplicando modelos que nacen de las propuestas de este grupo. Zayda es un nombre que viene del árabe y significa “la que crece”. Y sí que ha crecido, pero sin dejar de pensar en los niños; por algo fue ella una de las fundadoras de la Licenciatura en Pedagogía Infantil de la Universidad de Antioquia, y se ganó un premio a mejor tesis doctoral con una investigación sobre la comprensión del aprender jugando en los estudiantes de secundaria. Renovar el currículo, dejar de repetir esquemas pedagógicos traídos de otros países, y desde la educación y la vida, reconocernos en los rostros de la diversidad es su apuesta.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Ramón Pineda

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Roberto GIRALDO MOLINA Roberto no disimula en mirar el reloj, pero como conversa con cierto gusto, parece no tener apuro. Piensa en la maleta que aún está abierta y en todo lo que falta por poner en su sitio antes de abordar el avión que cinco horas después lo llevará a Brasil. En Sao Pablo la gente le resulta amable, encuentra más oportunidad para bailar y lo esperan sus pacientes y amigos de la Sociedad Internacional de Trilogía Analítica, donde trabaja hace tres años. Roberto sabe que el sol de Brasil es el mismo que vemos en Colombia, pero le gustaría estar en casa y ver cómo muere otro día en su patria. Su éxodo comenzó en los ochenta cuando dijo que el sida no era una enfermedad infecciosa ni era trasmitida sexualmente.


Tanto insistió en su conjetura que los de bata blanca lo tomaron por demente.

Y luego, en la Universidad de Londres obtuvo el Magíster de Ciencia en Medicina Clínica Tropical.

El rumor de su locura circuló rápido entre médicos y científicos. Hasta Jaime Restrepo Cuartas, su amigo de entrañas, llamó para persuadirlo de que se realizara exámenes psiquiátricos. Roberto, en vez de acudir al psiquiátra, emigró al Norte con ayuda de su familia, porque el propósito de muchos fue resguardarlo en un manicomio.

Si algo loco en su vida hizo Roberto, fue ir a Magangué en 1979, cuando perteneció al Moir y quiso estar con indígenas y campesinos. Ocho años como revolucionario en los que quería cambiar el mundo, lo que no pudo lograr, entre otras cosas porque grupos armados lo amenazaron con la muerte.

En Estados Unidos, Roberto se alojó en la desdicha, tuvo poco dinero en los bolsillos y se extasió en incertidumbre. Tanto pesó la desazón en su corazón que dudó de su cordura. “Tal vez sí estoy loco”, dijo. Pero sí lo de Roberto fue chifladura, entonces fue congénita, y los culpables: Lucía, una barranquillera, y Sergio, un pueblerino de Antioquia. Ella, su madre, le estimuló el sentido crítico y él, su padre, lo instó a ser líder. Y ya más grande, decidió estudiar medicina. En 1965 comenzó su fervor por la microbiología; consideró que las bacterias eran inofensivas y no guardó ocasión para confesar su amor por los microbios y defenderlos de los colegas que siempre procuraron su exterminio. De manera intuitiva y poco planeada, Roberto se dedicó por más de cuarenta años al estudio del sistema inmunológico y de las enfermedades infecciosas. Primero fue su intercambio en la Universidad de Kansas donde fue pupilo de Jacob Frenkel y Donald Creer. Después, en la Universidad de Antioquia, de donde también se graduó como médico, se especializó en Medicina Interna con énfasis en enfermedades infecciosas.

Entonces recorrió medio mundo, y se detuvo por a estudiar poblaciones como las mujeres africanas hombres gays de Norteamérica. Poco después, en apareció el sida y fue cuando no hubo freno para las locas que lo llevaron al exilio.

años y los 1981 ideas

En los seis meses que duró su tribulación, Roberto se preguntó por la existencia de otros que pensaran igual a él. Pero quien encontró la respuesta fue un amigo. El portador de buenas noticias halló en una revista científica un artículo sobre Peter Duesberg en California y Elena Papadopulos en Australia, quienes, junto a Roberto, fueron los primeros académicos que refutaron lo que el mundo conoce como sida. Entonces recobró la esperanza, supo que no era el único loco y eligió quedarse para encontrar suficientes indicios que comprobaran su premisa. Escribió dos libros sobre el sida y se convirtió en asesor científico para varios países en asuntos relacionados con esta enfermedad. En el 2007 llegó al Brasil, detrás de la propuesta de trabajo de los doctores Nolberto Keppe y Claudia Pacheco, y hoy hace parte de los cerca de tres mil científicos disidentes del sida que existen en 75 países del mundo.

Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Juan Camilo Rengifo

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Jorge RESTREPO PANIAGUA Jorge Restrepo es preciso con el lenguaje: de entrada corrige que el nombre de su profesión no es farmaceuta sino farmacéutico. También se permite un poco de jerga. Dice que desde sus épocas de estudiante universitario era “gomoso” con el inglés: reseñaba libros que leía en inglés y ayudaba a sus compañeros a preparar los exámenes. Tal habilidad con el lenguaje extranjero, sumada a la ambición de emigrar y ser más próspero, lo empujaron a Estados Unidos en 1969. Restrepo está pegado de los colombianos en Nueva York, en el multicultural vecindario de Elmhurst, adyacente a Jackson Heights, condado de Queens. Allí escasea el boticario de siglos pasados a quien primero acuden los


dolientes o los hipocondríacos antes de ir al médico. La persona de confianza que aún se ve en los pueblos, y cada vez menos en las ciudades, en este mundo globalizado, encadenado, y con menos interacción entre las personas. Allí se encuentra Restrepo para ayudar a inmigrantes chinos, polacos, hindúes, y sobre todo a los hispanohablantes, entre los que se cuentan muchos colombianos. Restrepo fue un pionero en Queens: el señor de la droguería al que muchos de sus paisanos acudían. Restrepo a veces evita que las personas vayan al médico. Nada más conveniente con la debilidad del sistema de salud en Estados Unidos, los altos costos y la barrera del idioma para muchos. A él acuden inmigrantes con dudas, con temores, con dolorcitos o con cosas serias, y si les puede ayudar, y si las leyes le permiten vender sin receta, pues todos felices. “Su éxito es que muchas veces acierta en los síntomas”, dice su esposa, Ana Clara. Don Jorge, como lo llama la mayoría, si está de buen humor remeda el acento mexicano cuando llega gente de tal nacionalidad. Pero otras veces, por la prisa y el gentío, se irrita con la desconsiderada que llega de última y espera ser atendida de primera. “Si puedes esperar una hora en un salón de belleza, ¡por qué no diez minutos para algo que te puede aliviar!”. Algunos clientes habituales e insufribles le aguantan la cantaleta porque dicen que sabe mucho. Otros clientes usuales y quebrados, le pueden pedir fiado porque confía en ellos. Pasada su edad de retiro, don Jorge rehúsa quedarse en casa. Trabaja tres turnos largos a la semana y

para calmarse fuma medio cigarrillo y “pego madrazos sin que me oigan”. No es de extrañar que sus cuatro hijos también sean farmacéuticos. Crecieron entre medicinas, ayudaron a su padre en las labores y fueron siempre retribuidos. Ninguno buscó un camino distinto, todos terminaron amando las medicinas y la gratitud del curado. “Nosotros somos mejores que él sólo en el manejo de la tecnología. Pero quisiéramos tener su memoria. Además él puede dibujar células y moléculas, algo que nosotros no sabemos”, dice su hija Clara María. El clan Restrepo posee nueve farmacias independientes, en las que al cliente se le llama por su nombre y el boticario lo atiende. Con seis nietos correteando en las farmacias, Restrepo no va a regresar a Colombia a vivir sus años de retiro. Colombia es un recuerdo bonito, y un lugar que visita de vez en cuando, pero no se ve ahí en el futuro. Más conmovido se nota cuando habla de la universidad a la que ha ayudado en el fondo de becas y ha estado pendiente de sus programas. “¿Cuántos de los que estudiaron conmigo se acuerdan de la Universidad de Antioquia?”, se pregunta. Su hija dice que todavía le salen lágrimas cuando habla de su Alma Máter. Y los hijos, ciudadanos de una tierra lejana, también se conmueven.

Fotografía: Jorge Alejandro Quintero / Perfil: Joaquín Botero

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Tiberio ÁLVAREZ ECHEVERRI Tiene un consultorio “chaplinesco” con fotografías del actor y una particular estatua sobre el escritorio: mirando hacia él es Chaplin y mirando hacia el visitante es José Gregorio Hernández, el médico venezolano que, según dicen, hace milagros. De manera que los pacientes tocan a José Gregorio y se echan la bendición, mientras él, de similar devoción, hace lo mismo con Chaplin. Su consulta también es peculiar. Tiberio es mago y usa ingeniosamente la magia con sus pacientes. Es un especialista en dolor y en enfermedades terminales, fue el primero en investigar y escribir sobre el tema en Colombia y debe ser el único médico que, mientras hace trucos con la baraja, les transmite a sus pacientes, enfermos de cáncer, mensajes positivos y alentadores. Él se convierte en un amigo, en un confidente que sufre cuando se


muere un paciente o cuando se despide diciendo: “Doctor, yo creo que esta es la última consulta”. Porque además de Chaplin, de su papá y de autores como Alberto Manguel, los pacientes también influyen en su existencia. Su vida fue forjada por una serie de sucesos y personajes que definieron su esencia, empezando por la infancia en su pueblo, San Andrés de Cuerquia, donde veía que los heridos que llevaban al hospital terminaban recuperándose; gracias a ello soñó con ser médico. También fue trascendental el ingreso al bachillerato en el Juniorato San Juan Eudes en San Pedro, donde descubrió el cine, la literatura y la cultura de Francia; y desde entonces, aparte de la magia que lo atraía desde la niñez, el cine embelesó su mirada hasta convertirlo en cineclubista y frustrarlo como cineasta. También cuando estaba en el colegio, sintió su vena de historiador al ver erigir un busto de Manuel Uribe Ángel y escuchar su historia de boca de Emilio Robledo —ambos médicos e historiadores—. Luego en la Universidad de Antioquia cumplió su sueño de ser médico y se desempeñó cuatro años en el cargo rural. Por último, el viaje a Francia enmarcó sus vivencias. Era una ilusión urdida por el cine, la historia y la medicina. Siendo especialista en cine mexicano y francés, su sueño era Francia. “Además, cuando leía la historia, veía que muchos de los médicos de aquí eran internos en hospitales de París y para mí eso era como una frase poética”, dice.

Pasatiempos que alternó con su trabajo como interno en el Hospital Necker, donde luego de varias cartas, a diferentes médicos, fue recibido por Maurice Morri Cara para estudiar Cuidados Intensivos y Atención de Desastres, temas sobre los que empieza a hablar y a escribir cuando regresa a Colombia. Publicó los primeros folletos de socorrismo, de anestesia y del uso de respiradores en cuidados intensivos, entre otros. Además ayudó a mejorar el servicio de anestesia y comenzó a investigar el dolor, el cual no había sido estudiado en el país; eso lo remitió a pacientes terminales y, a su vez, la investigación lo llevó a tratar personas con cáncer y surgieron publicaciones como Dolor en cáncer, dolor problemático y tratamiento y Cuando los niños se van. En el doctor Tiberio convergen varias facetas y no sabe si sus aficiones son una disciplina o una enfermedad, como el hábito de coleccionar pines, fotografías médicas de Antioquia, proyectores, equipos de laboratorio y objetos sobre Chaplin, pasar veinte años rescatando la historia de la medicina, o escribir todo lo relacionado con el dolor y el miedo hacia la muerte en más de sesenta libretas, porque como médico trata de comprender el sufrimiento de los pacientes para acompañarlos dignamente hasta el final.

Esa idea romántica tenía una ilusión de fondo, “conocer más de cine, a los directores franceses, a los artistas de la Nueva Ola, estar en la cinemateca francesa e ir al museo del cine”. Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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María Eugenia LONDOÑO FERNÁNDEZ Una tarde de julio de 1964, a orillas del Danubio, en la casa de campo de su profesor de piano Richard Hüber, María Eugenia enfrentó una pregunta del destino hecha por el maestro: “Yo sé que en su país hubo indígenas y que llevaron esclavos africanos. ¿Cómo es la música de esa gente?”. La respuesta no existía, ella ni siquiera conocía la música de aquellas razas y, avergonzada, decidió apropiarse de las herramientas necesarias para estudiar las músicas populares y tradicionales, para regresar al país a rescatar del olvido y el desprecio de algunos, músicas como pasillos, porros y cumbias; tarea, al inicio solitaria, que hoy es la base del Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales de la Universidad de Antioquia, donde su lucha por investigar y enseñar estos ritmos ha sido poco melodiosa.


“Mariú”, como le dicen por cariño, comprendió que los inconvenientes se vuelven fortalezas, e incluso agradece el haber nacido invidente, en 1943, porque la luz que alumbró sus ojos, tras siete operaciones el primer año de vida despertó en su ser una sensibilidad especial y una paciencia extraordinaria consigo misma y con los demás, reflejada en su personalidad afable, de voz tierna y acogedora. La misma voz que le sirvió para ganar un concurso de rancheras en el Club Campestre de Medellín, en 1970, con dos canciones de María Dolores Pradera: Las ciudades y Fallaste, corazón. “Mariú”, quien no se casó porque la música, la investigación y la docencia le robaron espacio al amor, es de estatura baja, contextura gruesa, tez trigueña y crespos claros que le caen sobre sus lentes bifocales, prueba de una limitación visual que le sirvió para comprender “que ningún ser humano se hace solo. Lo que uno recibe se lo dan otras personas, uno pone es el deseo, el entusiasmo y el trabajo”. Sus familiares le ayudaron a sortear el bachillerato hasta séptimo grado, leyéndole lecciones para memorizarlas, pues sus ojos no resistían el ritmo de la educación convencional y tuvo que volverse autodidacta, razón por la cual no pudo estudiar Medicina. Su destino era la música, que cautivó su sensitivo oído desde niña en casa de la tía Emma, donde la radio eclipsaba con sus melodías a “Mariú”. Ya en la adultez, en medio de una crisis existencial, ella redimensionaría su afecto por la música al escuchar un recital con Dietrich Fischer Dieskau, El viaje de invierno, y un concierto de Herbert von Karajan dirigiendo la Filarmónica de Viena. El encanto de “Mariú” por la música fue estimulado por

Germán, su tío jesuita que compartió con ella autores como Mozart, Verdi y Wagner, y por sus padres, Jorge Londoño y Eugenia Fernández, quienes la matricularon en clases de piano desde los seis años. Las músicas populares y tradicionales, que escuchaba de niña junto a Rosario Ordoñez, empleada doméstica, ocuparon sus primeras investigaciones en 1975, tras especializarse en Etnomusicología y folclor en Venezuela, con las que buscaba recuperar el patrimonio musical de indígenas paeces y guambianos. Ese mismo año, en un contexto donde las músicas nacionales eran consideradas de segunda categoría, creó en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia la cátedra de Etnomúsica y, también a contracorriente, fundó en 1991, junto a Jorge Franco, Alejandro Tobón y Jesús Zapata, el grupo de investigación, con el segundo centro más importante de memoria musical del país, donde hoy recoge las expresiones musicales de Colombia, y donde “Mariú”, con su constante vocación de servicio, considera que formar recurso humano es el principal legado para la sociedad.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Ricardo RESTREPO GÓMEZ Ricardo es andino. Se crió en las montañas del Suroeste antioqueño y a los 17 años, cuando en su mente inquieta se prendió la idea de un mundo enorme más allá de su pueblo natal, llegó a la ciudad de Medellín. Primero, la música; luego, la química; después, la física, la programación de computadores, la visita a Italia, el viaje sudaca, y ahora la universidad y la NASA. Su amor, el universo. Es máster en Ingeniería Aeroespacial y aspira a un doctorado en la misma rama y la misma institución: Universidad de Texas. En esas tierras de Austin, temperatura bajo cero, a pocos días de regresar de Colombia, Ricardo extraña la calidez de Medellín y su familia. Su vida de hoy, sin embargo, no la cambia por otra.


De mañana a noche, el físico se la pasa en la universidad; asiste a sus cursos, dicta otros, califica exámenes, juega con las matemáticas y, más que todo, investiga cómo mandar naves al espacio o, dirá lentamente más tarde, mecánica orbital. Es amable y tranquilo. “No es solo mandar la nave en línea recta como uno creería. Hay que buscar los caminos realistas y económicos”, cuenta el hombre que cursó el pregrado en Física del 2002 al 2008, pasando por los más reconocidos grupos de investigación y todas las actividades extra clase que pudo. Divulgación de la ciencia era su especialidad. En esas conoció al profesor Jorge Zuluaga, hoy director del programa de Astronomía en la Universidad de Antioquia, su mentor, amigo y quien le presentó a su maestro en Estados Unidos, César Ocampo. Al describirlos, Ricardo habla con la gratitud del alumno que sacia su curiosidad. Ocampo diseñó el software Copernicus que hoy la NASA utiliza para optimizar sus viajes al espacio. Algo parecido, Arcos, fue el trabajo de grado de Ricardo León en la Universidad de Antioquia, donde también fue profesor de cátedra. Por eso, desde la Universidad de Texas, ahora investiga mejoras al software de la NASA, gracias a lo aprendido en años de salón de clase, lecturas y experimentación científica, pero también en horas y horas de aventura. Como esas de su adolescencia, cuando con una mochila al hombro y vendiendo artesanías, el muchacho oriundo de Andes recorrió los países suramericanos en busca de sí mismo y de nuevos cielos estrellados.

“El universo me descresta. Es un pedazo de magia. Al conocerlo he sentido cosas grandes, fascinantes; toda esa gran energía que tiene formas, vos, yo, la música, sin meterle Dios, ahí está toda la magia”, dice despacio, extraviando la mirada. Por sus inspiraciones, sus arranques, su inteligencia y su humildad, Ricardo parece un tipo extraño. Que el trompetista de una reconocida banda ahora se dedique a desarrollar algoritmos y niegue a Dios, suena raro en una provincia que hoy le luce rara a Ricardo León. En unos años, con un Ph.D., experiencia docente, quizá una vinculación laboral directa con la NASA, un viaje al espacio (quién quita) y otras miles de historias a cuestas, Ricardo piensa volver a Medellín. “Me gustaría investigar y ser profesor”, afirma con la modestia que le sobró al insistir en no ser incluido en esta publicación. “Yo apenas estoy cultivando”, se explicó en una breve nota que copió a sus familiares, todos formados en el Alma Máter. Padre abogado, hermana ingeniera agropecuaria y madre trabajadora social que no duda en que el destino de su hijo está en las estrellas, las artes, el amor o el techo de su casa en Andes. Ese mismo hogar donde, contemplando el infinito, Ricardo escribió sus preguntas más profundas sobre el universo y añadió que no cambiará nada en esa inmensidad cuando se agote su propia y diminuta existencia para tantos grandiosa.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán

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Sabinee Sinigüí Ramírez Simpatía y propiedad son las impresiones que inspira esta embera cuando se le escucha hablar. Su rico historial de experiencia universitaria la ha llevado a ser parte, desde hace más de nueve años, del grupo de investigación Diverser, perteneciente a la Facultad de Educación, que busca el reconocimiento de la diversidad cultural, en especial de los pueblos indígenas. Sabinee Yuliet Sinigüí es procedente de Frontino, Occidente de Antioquia, de donde es originaria su etnia Embera Eyabida, una población que tiene un contacto entrañable con la naturaleza, dedicada a la caza, a la pesca, a los tejidos, a la pintura corporal, a los rituales y a las ceremonias. Esta etnia tiene su propia lengua y solo algunos pobladores saben español.


“Pertenezco a los Embera por parte de mi papá, mi mamá no es indígena, y esto me ha dado la posibilidad de entender dos mundos completamente distintos. En la universidad siempre me he inclinado a participar en procesos de formalización de conocimientos para pensar la sociedad, en especial la de nuestros pueblos indígenas y la experiencia que significa para nosotros llegar y adaptarnos al ambiente de una ciudad”, comenta Sabinee, quien se graduó de Comunicación Social Periodismo en el 2005. Hoy, siendo magíster en Pedagogía y Diversidad Cultural, recuerda que uno de sus primeros trabajos con Diverser, categoría A de Colciencias, fue apoyar un proyecto con niños y niñas indígenas que vivían en la ciudad, esto con el propósito de motivar en grupo a reflexionar sobre lo que significaba vivir en un lugar que en ocasiones se mostraba hostil y racista. Este proceso, que se llevó a cabo entre el 2003 y el 2007, llevó a Sabinee, tras un arduo trabajo de campo con su propia comunidad, a escribir su tesis de maestría. “Una de las cosas que más recuerdo es que los niños se sentían confundidos y algunos hasta negaban su identidad indígena, simplemente porque se habían separado mucho de ella. Por supuesto, esto se debía a que sus familias tenían su vida productiva en Medellín. Hacerles entender quiénes eran fue uno de los lineamientos que me propuse en este proyecto. Muchos de estos niños, que ya son jóvenes, conviven y sirven a sus comunidades incondicionalmente”, afirma Sabinee Sinigüí.

Este mismo ejercicio de integración lo experimentó ella cuando hizo parte del cabildo indígena Chibcariwak del Valle de Aburrá, un grupo que reúne indígenas universitarios de todo el país: zenúes, nasas, ingas, paeces, sionas, cubeos, kamentsa, emberas, entre otros. “Con ellos no sólo compartí experiencias y conocimientos culturales, también hice deporte y presentaciones, actividades que ayudaron a unirnos”, dice. La importancia del trabajo de Sabinee y sus compañeros es adelantar iniciativas de investigación y acompañamiento pedagógico a grupos étnicos con el propósito de profundizar sobre diálogos de saberes entre culturas que propendan por el respeto a la diversidad. Según Sabinee, este tipo de experiencias son importantes para pensar en una universidad intercultural, que a su vez cree vínculos de amistad y solidaridad. “Todo este trabajo me ha aportado mucho. La comunicación me dio el amor por la radio y la escritura de crónicas y reportajes, mientras Diverser me dio elementos de formación en investigación desde perspectivas interculturales, conocimiento que he trasmitido a partir de la formación de 87 indígenas de las etnias Embera, Tule y Zenú, en el programa académico Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra, carrera que ha tenido una gran acogida en la Universidad de Antioquia”, explica Sabinee. Cuando el arduo trabajo en el Alma Máter le deja tiempo, se dedica a una de sus grandes pasiones: ver y aprender de cine y video indígena, artes que quiere estudiar y en los que algún día quisiera ser diestra.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pompilio Peña Montoya

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Gustavo ZAPATA RESTREPO Es domingo de cosecha en Andes. El parque Simón Bolívar parece un cultivo de sombreros. Cientos de campesinos conversan en corrillos y juegan a pelear. Los bultos ahítos de víveres yacen en las aceras a la espera del dueño que se toma unos tragos. En los bares, danzan los billetes. Los pagadores dominan las mesas a donde llegan los hombres por su jornal. Voces de jolgorio ahogan la música y el humo casi opaca esta mañana luminosa. Al fondo, lejos del dinero y de las manos callosas, el maestro toma café. Gustavo Zapata prefiere la mesa al pie de la ventana para ver pasar a su pueblo. Levanta el pocillo de porcelana y sorbe,


lento, sin perder la vista del paisaje. Conoce los nombres de las montañas que cortan el horizonte, de los arroyos por los que se embarcó capitaneando un neumático y de los árboles al límite de los predios.

difícil e ingobernable”. Lo sabe por las coplas, los discursos, las canciones, los poemas y los cuentos que ha dado esa tierra y lo certifica él en sus veinte años como profesor de literatura en el colegio más viejo de Andes.

Golpea el pocillo con el limbo de la cucharita, y el mesero, presto al llamado, cambia la taza por otra humeante. El maestro repara en las personas agitadas porque es día de mercado. A casi todas les conoce la procedencia geográfica, la rama familiar. Mientras el pueblo hierve, el maestro, sereno, observa.

Para cuando ya eran dos sus obras, Gustavo no solo dependía de los relatos para soñar sino de los archivos para vivir. Las tardes, las noches, los festivos, los pasaba entre papeles viejos. Coincidía la obsesión por el hallazgo de un dado con la euforia desmedida. Trabajaba sin parar, dicen sus amigos, sostenido por una energía anormal y por una efusividad sorprendente.

Hace años, Gustavo también hizo parte de la ebullición. Cada cuarenta días, cuando su padre salía de las minas del Alto Andágueda, él lo acompañaba al mercado: compras de oro, prenderías, carnicerías, tiendas de abarrotes. En el recorrido paraban en algún café donde su padre contaba las aventuras de la vida en esa montaña a tres días de camino a lomo de mula. Las brujas y los mohanes de su padre se sumaron a Daniel en el foso de los leones, al Caín en contra de Abel que el profesor Francisco Torres leía, no como textos sagrados, sino como literatura. En la cabeza de Gustavo las historias se trenzaban y la adicción por ellas lo atrapó. Buscaba relatos en los periódicos, en los libros, en la radio, en las voces de los más viejos. Lo primero que Gustavo investigó fue la historia del Colegio Juan de Dios Uribe donde ha pasado más de la mitad de su vida. Después se fue detrás de los escritores de su pueblo y con ellos descubrió que “el ser humano de Andes es rebelde,

En ese estado escribió una biografía del Indio Uribe, se preguntó por la identidad y la memoria de Andes, estableció relaciones entre la educación y la sociedad andina, exploró el devenir de la institucionalidad en su pueblo y reconstruyó la historia del hospital. Así, sin pensarlo, se convirtió en el historiador de Andes. Con el punto final de cada obra, llegaba para Gustavo la melancolía. Como una perla en la profundidad de la concha, se adormilaba. Entonces, sus amigos lo mecían, lo esperaban al regreso de sus exilios, de sus inviernos: con él aprendieron que después de cada obra, un creador necesita pasear por el huerto de su propio corazón. Por la ventana del bar, alguien que sale del barullo del mercado le dice maestro. Él suelta el pocillo, estira la mano y sonríe. Agradece que hoy es primavera y no llueve.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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María Teresa RuGELES LÓPEZ Mientras abraza a una de sus alumnas que analiza unas muestras en el laboratorio, sonríe y no duda en decir que ella, Naty, es como una hija. “Todos los alumnos son especiales, pero ella lleva mucho tiempo conmigo. Pertenece al grupo de investigación desde que era alumna del pregrado, ahora está haciendo maestría y ya estamos planeando cuál va a ser su doctorado”, dice. Hay quienes la definen como una profesional exitosa; ella, en una actitud humilde, prefiere considerarse una madre. La pasión de María Teresa Rugeles son sus dos hijas, María Andrea, que está en la universidad, y Danielita, como llama cariñosamente a su hija menor que tiene un problema mental. Afrontar esta situación no ha sido fácil, por el tiempo y el acompañamiento que debe dedicarle a Danielita, pero en cierto modo su profesión le ha dado


fortaleza y definitivamente son sus hijas y sus estudiantes la inspiración de todo lo que hace. Naty es parte de esa inspiración y, a la vez, es producto de su forma cuadriculada de hacer todo, de esa manía de tener todo planificado, porque no le gustan las sorpresas, y cuando algo la toma de improviso siente que se descuadra. Esa actitud rígida se desequilibró cuando se presentó a estudiar Medicina en la Universidad Javeriana. Pasó el examen de admisión y en la entrevista el profesor que la evaluaba no la admitió porque apenas tenía 16 años y pensaba que a esa edad nadie estaba seguro de querer ser médico. Estudió, entonces, bacteriología en el Colegio Mayor de Antioquia, y luego hizo una maestría en Ciencias Básicas con énfasis en Inmunología en la Universidad Médica de Carolina del Sur. Regresó a Colombia a trabajar en la Universidad del Valle y se mudó a Medellín para hacer el doctorado en la Universidad de Antioquia, buscando la realización de su mayor sueño: hacer investigación en esta Alma Máter. María Teresa se especializó en Inmunología. Ingresó a la SIU, haciendo parte del grupo de investigación del doctor Jorge Osa; posteriormente él viajó a Estados Unidos, interesado en dedicarse a la investigación en el tema de educación social. María Teresa, entonces, heredó el grupo de investigación, se convirtió en su coordinadora y ha procurado aumentar el número de estudiantes investigadores, preocupada por educar a las futuras generaciones. Aunque la coordinación le deja poco tiempo, sigue siendo profesora en la Facultad de Medicina, porque le encanta enseñar, pues es el mejor

espacio para detectar a los buenos estudiantes y formarlos mejor. Se jacta de tener una buena visión, “porque cojo a los alumnos desde que están en pregrado. Mantenemos contacto con ellos y los invitamos a participar en las actividades investigativas”, dice. Este proceso pedagógico es también parte de su ideal de enseñar en una universidad pública, porque para ella era la oportunidad de conocer personas de todas las clases de pensamiento, estratos y formas de expresión. Una experiencia similar a lo público es la que vive en la Fundación Sí Futuro, para niños con VIH, que ella ayudó a fundar en el 2003, junto a un grupo de profesionales preocupado por las dificultades de las familias de niños infectados con el virus. “La idea es promover la mejor calidad de vida de los niños y sus familias, y por eso, parte de lo que hacemos en la fundación es que vamos a dar charlas en los colegios”, comenta María Teresa, que en el 2007 fue ganadora del Premio de la Academia Nacional de Medicina, con una investigación sobre el VIH en niños. De alguna manera, ese espíritu maternal de María Teresa beneficia de diferentes formas a la sociedad. Ella, por su parte, agradece el apoyo incondicional de su mamá y sus nueve hermanas, gracias al cual pudo ser una investigadora al servicio de la comunidad y pudo sentir la satisfacción de compartir los triunfos de sus estudiantes.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Jaime Alberto PALACIO BAENA Jaime Alberto Palacio pudo ser alcalde pero no quiso. Renunció al derecho divino de gobernar su natal Abejorral, cargo que merecía cualquier parraquiano que estudiara en una universidad, allá en la década del setenta. Aunque su fuerte siempre fueron las matemáticas, ingresó a la Universidad de Antioquia a aprender de biología. Y allí le tocó vivir lo que considera “una de las épocas más interesantes”: protestas estudiantiles, paros prolongados, allanamientos policiales; años de agitación política y cultural. Mientras él estudiaba y leía a Gonzalo Arango en la recién inaugurada Ciudadela Universitaria, afuera, en el mundo, la liberación femenina tenía su apogeo y los Rolling Stones alcanzaban la fama con sus melodías.


Su tesis de grado la hizo en Santa Marta en el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras, por casualidad y por ser buen estudiante, gracias a un convenio que en aquel entonces la universidad firmó con profesores alemanes que terminaron becando a los tres mejores alumnos de una clase. Fue así como se enroló en las investigaciones marinas y ganó, incluso, una beca para continuar sus estudios en el país teutón después de egresar del Alma Máter en 1977.

y desde el que Jaime Alberto lideró investigaciones en ecosistemas acuáticos naturales en mares, ríos y ciénagas. Hoy se ubica en la Categoría A de Colciencias.

Luego de doctorarse no quiso volver a Santa Marta a trabajar con los alemanes, porque en ese momento, con Judith Betancur, su esposa, ya tenía tres hijas: Isabel, Hilda y Juliana. Así, regresó a Medellín y se vinculó al Centro de Investigaciones ambientales de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Antioquia, desde donde empezó a impulsar la creación del programa “Ecología de zonas costeras”, una idea que tuvo más opositores que apoyo, pues hasta el pregrado de Biología, que debía ser el principal interesado, rechazó la propuesta.

Lo suyo nunca ha sido figurar. Por eso pocos saben las batallas que libró junto a su esposa para cumplir otro de sus sueños: que se creara una sede de Ciencias del Mar en Urabá, una visión que la Universidad de Antioquia y la Gobernación hicieron realidad a comienzos del 2010, cuando en Turbo fue inaugurado un espacio de 23 mil metros cuadrados dedicado a la investigación y el conocimiento del océano.

Pero Jaime Alberto con convicción y dedicación, y luego de exponer el proyecto en distintos escenarios de la universidad, logró en 1995, apoyado por su esposa y por el profesor Alberto Urán, ambos biólogos, sacar adelante el programa, ligándolo a la Corporación Académica Ambiental, “una entidad universitaria encargada de desarrollar programas de investigación, extensión y docencia en el área ambiental”. Después de la creación del programa, hacia 1997 fundaron el grupo de investigación en Gestión y Modelación Ambiental, GAIA, un proyecto en el que venía trabajando desde 1993

Y en esos procesos siempre vinculó a estudiantes de pregrado, maestría y doctorado que veían en él, más que un profesor, un maestro y un amigo de verdad; al punto que muchos se volvían de la familia, como cuenta Juliana Palacio, una de sus hijas.

Y fue por la perseverancia que mostró Jaime Alberto para que la Universidad de Antioquia tuviera su casa en Urabá, que él, su esposa y el profesor Urán fueron los encargados de romper la cinta con la que se dio apertura a la sede. Esa es la grandeza que le reconocen sus alumnos: que con todo el mérito que tiene, sigue sin creerse más preparado que nadie, y se conforma con ocupar una estrecha oficina llena de libros en el piso dos de la Sede de Investigación Universitaria. Jaime Alberto Palacio, un hombre sencillo que nació la última noche de 1951, y que disfruta leyendo biografías e historias mitológicas, pudo ser alcalde pero no quiso. Él prefirió la academia. Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Víctor Casas

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Rito LLERENA VILLALOBOS Hace muchos años, en una isla del río Magdalena, vivía un niño al que le gustaba jugar con las palabras. Mientras su mamá cosía en una máquina bulliciosa y su padre araba la tierra o el agua, él garabateaba. A veces, dejaba una R a medio dibujar porque su abuela lo mandaba a prenderle un tabaco en las brasas del fogón. El niño ejecutaba la operación con la ilusión de ver cómo la vieja se metía la punta encendida del tabaco en la boca, la cerraba, aspiraba y luego desprendía una humareda prodigiosa. Una mañana, su padre lo subió en la canoa y lo llevó por entre caños mansos de vegetación enmarañada a la ciudad de los héroes, de los piratas. Lo inscribió en un colegio privado sin sospechar que su hijo ya conocía los recodos


del español hablado e intuía cómo combinar las palabras en el papel. No pasaron muchas noches antes de que el niño descubriera las impactantes escenas de Quo Vadis y conociera la frustración. “Tengo que aprender inglés”, sentenció. Con apenas un diccionario, 36 lecciones y una radio de onda corta que le sonsacó a la abuela, se hizo buen lector y excelente escucha. Entonces se fue al muelle de Cartagena en busca de americanos que le enseñaran a hablar como se debe. Ya era adolescente, bilingüe —de la calle— cuando dejó el colegio y tomó continente adentro. Tres días tardó en llegar a Medellín, donde las monjas rogaban por maestros de inglés y la Universidad de Antioquia prometía convertirlo en maestro. Mientras estudiaba todo aquello que esconden las palabras, experimentaba la pedagogía de la canción. Las clases de “Míster Ritico”, como le decían las monjitas, eran una celebración: tocadiscos, vinilos, rock and roll, paz y amor. Cuando la vida era una fiesta, sintió el llamado de Caño Salao, el pueblo donde sus abuelas se morían. Entonces, el niño ya convertido en el profesor Rito Llerena Villalobos —autor de dos manuales de retórica que se han estudiado en la universidad desde 1970—, se preguntó dónde estaban las palabras de sus ancestros. Las encontró, después de mucho preguntar, en la cultura del acordeón. De las voces del Caribe colombiano rescató cuentos, salmos y dichos africanos. Los escuchó, los historió y los escribió como Memoria cultural del Vallenato.

Después, dice que por librepensador, bohemio y liberal, se fue en busca de las lenguas indígenas. Pasó largas temporadas en Panamá. La familia Kuna le regaló, frase a frase, su gramática, y de ella él escribió Relación y determinación en el predicado de la lengua Kuna, tesis reconocida por el Centro Colombiano de Estudios de Lenguas Aborígenes de la Universidad de Los Andes y el Centro Nacional de Investigación Científica de Francia. Ya para entonces, Rito no jugaba simplemente con las palabras: las manoseaba, les buscaba el revés; las besuqueaba, les indagaba el sabor; las escuchaba y ellas le susurraban. Para relacionarse íntimamente con las lenguas indígenas, Rito no conocía otro método que vivir en comunidad, a la manera de los viejos etnógrafos. Pasó años en los tambos, cerca de los ríos, cobijado por los árboles solo para escuchar hablar a los indígenas. Los emberá del Alto Sinú le permitieron conocer cómo representan su vida con las palabras. Pronunciaron cada fonema, una y otra vez, para que Rito encontrara una similitud con el alfabeto del español. Así, él identificó 32 letras y un conjunto de normas para combinarlas. Pudo entonces darle escritura a una lengua oral y esa es su gran obra. Levanta el Diccionario etnoligüístico de la lengua emberá del Alto Sinú, construido con su hijo Ernesto, y sonríe. Y cuando Rito ríe, ya al filo de los 70 años, las palabras se le contonean como las mujeres ajenas.

Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto

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Emilio José YUNIS TURBAY Lo primero que aclara el señor Yunis antes de comenzar la entrevista es que su nombre es Emilio José, y no José Emilio, como algunos han insistido en llamarlo. Advierte que tiene poco tiempo, que es un hombre ocupado. Emilio José Yunis, considerado el padre de la genética en Colombia y en América Latina, es un hombre de carácter fuerte, rígido, “odioso”, como atina a decir con tono burlesco. Sin embargo, con los minutos, cuando la conversación empieza a girar en torno a sus pasiones —la ciencia, la literatura, la cultura— se desinhibe y se convierte en un hombre cordial, espontáneo, y sonriente también. Es de Manizales. Hijo de José Yunis y Victoria Turbay, dos habitantes “de la montaña libanesa” que migraron a Colombia


en busca de mejores vientos, de fortuna. Así lo narró él alguna vez en una entrevista: “Mis padres abandonaron su terruño por física hambre. Por efecto de la Gran Guerra, el Monte Líbano empezó a sentir, en 1915, las carencias, la hambruna, las enfermedades. Miles de libaneses murieron, pero inexplicablemente mi padre y mi mamá se salvaron”. La familia Yunis Turbay hizo de las telas su negocio, su sustento para la crianza de los cinco hijos: todos varones, futuros médicos e investigadores. El relato de amor de sus padres está escrito fiel, detallado, en la novela Desde el púlpito nos acechan, nos oyen y nos hablan, uno de los quince libros que componen su obra. Los cinco hijos salieron de Manizales a estudiar. Los cuatro mayores a Bogotá y Emilio José, el menor, a Medellín. No fue fortuito que él fuera el único en ingresar a la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Así lo relata: “Mis hermanos, por hacerme una broma, no me inscribieron aquí en Bogotá, donde todos habían estudiado. Me imagino que pensarían ‘que se joda Emilio José con los paisas, que tenga que lidiar con ellos que son regionalistas a morir’”, dice y se ríe. De la de Antioquia se graduó en 1959, y mientras todos creían que iba a ser internista, recibió una propuesta de la Universidad Nacional de Bogotá que marcó su destino como genetista.

alcalde estaba enfrentado con el Concejo Municipal y ese era el que nos había nombrado”. Reniega de los politiqueros, de la mala educación que se brinda en el país. Es en ese momento, 1960, cuando la Nacional le propone trabajar en el departamento de Biología que están empezando a crear. Dice Yunis que fue allí donde forjó toda su carrera. “Fui el precursor del departamento de Genética, cuando no existía ni en Colombia ni en América Latina”. Los cultivos de tejidos, de células, se convierten en su obsesión, en su vida misma. Es el pionero en estudios de maternidad. Empieza a compilar sus estudios, su obra, en libros como Ciencia y política, Evolución y creación. Genomas y clonación y El ADN en la identificación humana. Además, ha sido merecedor de innumerables reconocimientos, de parte de diversas organizaciones públicas y privadas.

La propuesta llegó unos meses después de haberse graduado y coincidió con un despido masivo en el hospital de Bello, Antioquia, en el que trabajaba. “En Bello no alcancé a estar sino dos meses. Me echaron por política, porque el Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Carolina Gutiérrez Torres

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Ramiro FONNEGRA GÓMEZ Sobre las plantas para el amor y el desamor, para atraer la suerte, para conseguir empleo y para alejar el infortunio, sabe bastante el biólogo Ramiro Fonnegra Gómez, no por ser hechicero, sino porque investiga las propiedades de las plantas usadas en nuestra cultura en el campo espiritual. Plantas mágico-religiosas es el nombre del libro sobre esta investigación, y Plantas medicinales es otra publicación sobre los beneficios curativos de la naturaleza. En Ramiro ese interés por conocer las bondades de las hierbas tiene un componente social, porque viene rescatando el legado oral de la medicina tradicional, en sociedades como las comunidades indígenas, donde empieza a desaparecer el conocimiento por falta de la transmisión oral hacia los jóvenes, producto de la pérdida de identidad.


La pasión por la botánica empezó en el colegio, porque el profesor de ciencias naturales asignaba muchas tareas sobre las plantas. Luego Ramiro pasó a la Universidad de Antioquia y, para su fortuna, en ese momento se inauguraba el pregrado de Biología, pero como no tenía un programa académico definido, debía asistir a materias de Medicina y Veterinaria. En ese entonces, la universidad era “muy parroquial”, como él la define. Había una Oficina de Asuntos de la Mujer, donde vendían medias veladas y regalaban toallas higiénicas, entre otras cosas, para las universitarias. La Facultad de Medicina la manejaba un señor de apellido Adams, quien, en un cuaderno pequeño, apuntaba desde las reuniones hasta los cambios de programa de los estudiantes. En ese entorno, Ramiro era monitor de Microbiología, y en 1969 llegó un profesor llamado Djadja Djendoel Soejarto que le transmitió el don de la enseñanza. Djendoel era de Indonesia, había terminado un doctorado en la Universidad de Harvard y casi no hablaba español. Le tomo aprecio a Ramiro como estudiante y le pidió que fuera monitor en Botánica para ayudarle con el idioma. El profesor Djendoel fue quien introdujo a Ramiro en esta área, y como en esa época no había suficientes profesores, Ramiro fue elegido aún sin terminar la carrera. Empezó enseñando Botánica General y Djendoel asistía a sus clases para corregirlo. Luego enseñó Taxonomía Vegetal y más adelante lo nombraron Jefe de la Sección de Botánica, de modo que se convirtió en el jefe de sus profesores.

Ramiro recuerda que se graduó en el último piso de la Biblioteca Central que estaba recién construida. De ahí en adelante dedicó su vida a la docencia. Explica que el componente principal de la Biología es la investigación, pero en nuestro país no hay suficiente inversión y el enfoque de la carrera termina siendo la docencia. De alguna forma, en su época eran pocos los educadores de biología y era muy importante transmitir ese conocimiento que había obtenido, por eso se enorgullece de decir que “parte de la retribución de la enseñanza es saber que estudiantes de uno han realizado investigaciones importantes, han triunfado en el ámbito nacional y han hecho cosas por la ciencia en este país”. Actualmente Ramiro trabaja con comunidades del Oriente antioqueño, investigando las plantas medicinales de cada zona y promoviendo su comercialización. Continúa dictando clases en la Universidad de Antioquia y dice que con la enseñanza aprende diariamente, porque para dictar clases es necesario estar actualizado, y la mejor manera de hacerlo es leyendo y trabajando en revistas científicas.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Olga Lucía ZULUAGA GARCÉS Es un símbolo magníficamente dramático el que la filiación con la pedagogía comience junto a la cuna de Olga Lucía Zuluaga. La niña de pecho aún no puede hablar, ni pensar, ni sentir, apenas puede mover sus diminutas manos sobre la almohada cuando ya la pedagogía se apodera de su cuerpo sin desarrollo y de su alma inocente, pues el destino de Olga Lucía Zuluaga es estar eternamente cautiva del juego de la tiza y el tablero. Así queda signado por su entorno familiar: Arturo, su padre, maestro; Alfredo, su tío, secretario de Educación y autor de obras pedagógicas; e Inesita y Emilia que junto a los anteriores constituyeron la sociedad que mantuvo durante once años la publicación de un periódico dirigido a la infancia, denominado Mi Amiguito.


Lo anterior explica por qué Olga Lucía se convertiría en los años setenta, geográficamente hablando, en un oasis al que nos arrimamos toda una generación de investigadores en pedagogía, escapando del desierto al que nos condenaba la tecnología educativa, a preguntar por un camino. Nadie volvió a escapar de ese oasis con sed, porque el corazón de esta mujer, su amistad y su talento, hicieron de faro en la soledad espiritual que condenaba a los maestros e investigadores a la repetición de esquemas y recetas apropiadas del arsenal que el imperio desparramaba por América Latina. Su accionar confirma la predestinación que recibió en la cuna, un proyecto de investigación cada dos años desde 1975 hasta el 2006 es un récord que nos da una clara idea de la trayectoria de esta investigadora y pedagoga. Nota del editor: La vocación investigadora de Olga Lucía Zuluaga Garcés se consolida con la exploración realizada en los archivos de la Biblioteca Nacional y la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Allí encontró las fuentes para proyectar la historia de las prácticas pedagógicas en Colombia, desde la época de la Colonia hasta el siglo XX.

como: “Saber pedagógico y campos conceptuales” (2005), “El saber pedagógico y los campos de la educación” (2002-2004), “Nociones de la Pedagogía” (1997-1999), “Proyecto interuniversitario hacía una práctica pedagógica en Colombia” (1980-1984). Allí se exploran los caminos de formación del maestro como “sujeto del saber pedagógico”, analiza las corrientes pedagógicas adoptadas en el país y establece relaciones de la práctica docente con la política y las tradiciones pedagógicas tanto nacional como internacional. Se identifica al pedagogo como el sujeto del saber pedagógico no solo como el que enseña, sino también como el que ejerce un saber. Las líneas son: recuperación de la memoria educativa y pedagógica, Formación de maestros, Historia de conceptos y relaciones con otros campos del saber, Pedagogía y cultura y Políticas educativas. Su producción incluye artículos, capítulos y publicación de libros; experiencias y prácticas que ilustran la dimensión y el aporte de Olga Lucía Zuluaga Garcés a la pedagogía en Colombia.

Es la líder del Grupo Historia de las Prácticas Pedagógicas en Colombia. Tiene un doctorado en Filosofía y Ciencias de la Educación de la UNED en España, un Magíster en investigación psicopedagógica y Licenciada en Educación de la Universidad de Antioquia. Ha participado en proyectos

Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Jesús Alberto Echeverri

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Francisco LOPERA RESTREPO Su interés por comprender la relación mente-cerebro surgió al desvanecerse el deseo de ser físico o astrónomo, cuando siendo bachiller leyó en El Espectador, periódico que incentivaba su fascinación por los astros y los extraterrestres, que los ovnis solo existían en la mente de las personas. Desde ese momento, el que se convertiría en médico y neurólogo de la Universidad de Antioquia, Francisco Lopera, decidió estudiar la mente humana, aspiración con la que creó, años después, el Grupo de Neurociencias de Antioquia, donde actualmente dirige las áreas de neurociencias cognitivas y clínicas aplicadas, e investiga enfermedades del cerebro en la comunidad, como problemas hereditarios de cognición, memoria y lenguaje, porque para él, su profesión es importante en la medida que se aplique a la sociedad.


El investigador de enfermedades como Alzhéimer, Demencia o Párkinson es un poco desmemoriado, se mueve con suavidad y tiene una actitud serena. Es alto, de manos gruesas, facciones alargadas, cara rojiza, cejas canosas y cabello abundante de puntas blancas y raíz oscura; un aire cómico se refleja en sus comentarios e historias como las de su infancia, cuando se desvivía por entrar a la escuela y aprender a leer, pues veía un mundo vedado al que su hermana sí tenía acceso. Precisamente el primer libro en su hogar, una familia de origen campesino con catorce hijos, fue el regalo de quinceañera para su hermana Clotilde. Su padre, Luis Emilio, lo puso en la mesa del comedor y frente a toda la familia exclamó: “Aquí está todo”. Era el diccionario Larousse. El sorprendido y curioso Francisco lo primero que buscó fue hijueputa y no estaba, tuvo una pequeña decepción, pero encontrar puta lo animó a buscar su nombre en la lista de personajes históricos y, ante otro desaire, pensó: “Este diccionario no es ni tan…”, ¿omnisapiente acaso?, se pregunta hoy. Francisco, que ahora tiene una biblioteca de temas neurológicos y está interesado en leer sobre evolución para entender mejor la mente, vivió el día más feliz de su vida cuando pasó a la carrera de Medicina, porque él, un joven nacido en el corregimiento de Aragón, residente en Yarumal, daba el primer paso hacia el estudio del cerebro humano. En ese camino asistió a cursos voluntarios en el Departamento de Psicología, donde fue profesor de psicoanálisis, desde el cuarto semestre de su carrera y donde creó el Programa de Neuropsicología. En los ochentas se vinculó a la Facultad

de Medicina como profesor de Neurología y Rehabilitación. Luego se especializó en Neuropediatría y Neuropsicología, en la Universidad de Lovaina y, a su regreso, desarrolló el área de neurología del comportamiento y creó el Grupo de Neurociencias de Antioquia, categoría A en Colciencias. El grupo conformado por profesores, investigadores y estudiantes indaga las relaciones mente-cerebro desde el nacimiento hasta la muerte y durante el sueño, con el objetivo de curar enfermedades neurodegenerativas, procesos que degeneran las capacidades cognitivas y motoras, y de neurodesarrollo, dificultades de habilidad, aprendizaje y comportamiento. Ante este reto, Francisco revela una oscura frase del gremio: “El neurólogo, lo que hace es echarle agüita a los vegetales”, y recuerda a un paciente al que ningún médico le curaba una parálisis cerebral que le afectaba la movilidad y el lenguaje. Analizando la consulta, Francisco descubrió una enfermedad que había leído en libros, Distonía Sensible a Levodopa, y lo curó con un cuarto de pastilla de Levodopa, sintiendo, aquel día, que cambiar esa vida era suficiente en su carrera. La misma que alterna con el consultorio privado, la familia, la natación, la jardinería y el grupo de investigación, porque, aun estando jubilado, sigue en la universidad por amor a su trabajo con la mente humana.

Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Jaime BORRERO RAMÍREZ Desde niño le gustó la medicina porque le tenía mucho miedo a la muerte. Cuando sentía un poquito de fiebre, buscaba a su mamá y le decía que corriera a llamar al médico porque estaba enfermo. Mientras cuenta esta historia, sus labios gruesos y oscuros enseñan una sonrisa que es cortada por la tos, porque a sus 82 años la salud lo empieza a abandonar. Está perdiendo la memoria y le es difícil recordar las historias. Por eso hace unos largos silencios en los que frunce el ceño tratando de recordar. De pronto el rostro pálido se ilumina con la pasividad de siempre, porque ha logrado acordarse del nombre, la fecha o el lugar que le impedían continuar la narración. Así, de manera lenta, cuenta que una mañana de 1951 cuando era interno en el Hospital San Vicente de Paúl y


hacía rondas con un profesor, llegó a la cama de un joven, de entre veinte y 25 años, y al verlo el profesor le preguntó: “Borrero, ¿qué le pasa a este paciente?”, y él respondió: “Es un urémico”, o sea un paciente con enfermedades renales. Esta situación marcó la vida de Jaime Borrero, porque debió revisar a diario al urémico, como el profesor se lo indicó, hasta que tuviera un frote pericárdico, que sucede cuando la urea se esparce por todo el cuerpo debido a la enfermedad. Cuando eso sucedió llamó al profesor, quien dio una conferencia a los estudiantes sobre la uremia y sobre cómo morían los pacientes sin poder hacer algo por ellos, pues tras el frote pericárdico tenían, por mucho, tres días de vida.

de San Vicente de Paúl en 1967 y en 1968. Interesado en realizar trasplantes renales, propuso la creación de un grupo de investigación sobre el trasplante de órganos, tras lo cual se creó el Grupo de Trasplantes del mismo hospital. Pero en 1987, por ser integrante de la Unión Patriótica, Jaime Borrero tuvo que salir exiliado hacia Estados Unidos, pues aunque había soportado las amenazas y se había refugiado en Neiva y en Bogotá, su resistencia fue quebrantada cuando mataron a su gran amigo Héctor Abad Gómez. Entonces, aceptó los consejos de su gente cercana y se marchó del país. Al regresar en 1997 se instaló en Neiva, donde creó la Unidad Renal del Hospital de Neiva antes de jubilarse.

Viendo la agonía de aquel joven, Jaime Borrero decidió ser nefrólogo. Estudió primero Medicina Interna en Estados Unidos y regresó a Medellín para preparar el terreno en torno a la nefrología junto a Álvaro Toro y otros médicos que en ese entonces se denominaban “nefrófilos”, porque aunque no eran especializados, analizaban pacientes urémicos o con presión arterial alta. Para ese entonces, Jaime Borrero era uno de los médicos más cotizados en la ciudad y decidió viajar de nuevo a Estados Unidos para especializarse por fin en Nefrología. Para él lo importante no era la fortuna, sino cumplir su sueño de implementar tratamientos eficaces para los urémicos.

Ahora Jaime se la pasa dormido, como él mismo dice porque no tiene más que hacer. Acaso cansado de lograr lo que se propuso con la mayor perfección posible, nada de cosas a medias y siempre todo con rectitud. “Fue lanzado, fue horrible, vivió la vida intensamente, fue serenatero, aguardientero y sin nervios de nada”, afirma su fiel compañera Dora, cómplice de hazañas y de la vida. Jaime se le entregó un día diciéndole que el amor de su vida era la medicina, y si le respetaba eso él le daría todo lo que tenía.

Así, se convirtió en nefrólogo y en 1967, con la colaboración del ingeniero José Hilario Trujillo, fabricó un riñón artificial para sortear la dificultad de acceder a equipos de diálisis en Medellín. Fue el fundador de la Unidad Renal del Hospital Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández

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Agradecimientos

Esta obra fue posible por el trabajo voluntario de escritores y fotógrafos, egresados y amigos de la Universidad de Antioquia. El Colombiano, Semana, El Malpensante, Alma Máter, la Asociación Médica de Antioquia (Asmedas), las corporaciones Otraparte y Héctor Abad Gómez, la Red Colombiana de Mujeres por los Derechos Sexuales y Reproductivos (Redesex), Parque E. y el Centro de Administración Documental de la U. de A. dispusieron sus archivos para la investigación y facilitaron gratuitamente algunas fotografías. La Vicerrectoría de Extensión, el Banco Universitario de Programas y Proyectos de Extensión (BUPPE), Bienestar Universitario y el Programa de Egresados financiaron la impresión de este libro.


El libro Espíritus Libres, editado en los 15 años del Programa de Egresados de la Universidad de Antioquia, se imprimió en marzo del año 2011 en los talleres litográficos de Masterpress S.A. Se utilizó papel Propalmate 150 gms. C2S en interiores y Propalcote 300 gms. C2S en portadas.Se emplearon los tipos de letra: Blue Highway, Blue Highway D Type, Zurich LtCn BT Light, Zurich Cn BT, Birth of a Hero. Los 1.500 ejemplares de esta primera edición serán distribuidos gratuitamente.



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