PARA PENSAR DE VERDAD Nuestro corazón es por naturaleza arrogante y orgulloso. Siempre está insatisfecho, busca consuelo permanente y no es verdaderamente libre para amar. Se deja llevar con frecuencia por el imperio de los sentimientos y las emociones, generando actitudes y reacciones fuertes, muy intensas, con frecuencia descontextualizadas, y con una fuerza tal, que impiden ver las situaciones de una manera objetiva. Por esta razón hay muchos conflictos en diferentes ambientes: familiar, laboral, educativo.
Sin embargo, Dios planta en él poderosas semillas de manera silenciosa, invitándonos a mejorar y a dejarnos transformar por Él en nuestro diario vivir. Cuando esto ocurre, empezamos a sentir en nuestro corazón cambios profundos, aunque a veces sean casi imperceptibles: Experimentamos un gozo que nunca habíamos conocido, así como profunda paz y consuelo. También empezamos a sentir y a ver que, aunque con frecuencia nuestros problemas no desaparecen y las dificultades en las relaciones con los demás subsisten, aprendemos a entenderlas de una manera más integral, más comprensiva, más caritativa. Esto nos proporciona un alivio espiritual y psicológico, pues abre la puerta a la acción de Dios y a la inspiración del Espíritu Santo para encontrar alternativas que ayudan a comprender mejor el sentido de la vida.
Donde antes veíamos conflicto, confusión y caos, ahora empezamos a ver cierto orden, cierta estructura en medio de los problemas, y empezamos a darnos cuenta que es posible encontrar caminos, alternativas de acción y reacción que antes no podíamos ver ni entender. Esto es producto de la inspiración y la obra de Dios en nosotros, lo cual a su vez nos va confirmando, poco a poco, la necesidad de ser sencillos, pequeños, creyentes y obedientes a Dios. Aprendemos a ver el sentido de la oración y a desear un cambio interior profundo, radical.
Pero, mientras esto no ocurra, sentiremos el peso de nuestra incredulidad y de nuestra desobediencia. Un corazón arrogante no puede creer. Tampoco puede hacerlo un corazón lleno de miedo e incertidumbre, o un corazón apegado a las personas y a las cosas. Nos vemos obligados a ser dominados por el fastidio, la desesperación. Sentimos frecuentemente impaciencia, irritabilidad, ira. Rechazamos a las personas y a veces nos parece todo inútil, vano, absurdo, ridículo, sin sentido. Surgen los abatimientos y depresiones, aun viviendo una situación económica favorable o incluso privilegiada. Vemos que el dinero no lo es todo!
Para comenzar a creer y a obedecer, es necesario ante todo iniciar un camino de oración. Pero no debemos simplemente repetir las palabras, aunque ello sea parte de la oración, por ejemplo al rezar el Rosario, al contestar las oraciones en la celebración de la Misa, o cuando se reza un Viacrucis, etc. Además de repetir las palabras, lo cual es una práctica aceptada y adecuada en muchos momentos, debemos, primero que todo, orar con el corazón. Esto significa que debemos tener la disposición interior para orar. Cuando uno repite las palabras en la oración, pero tiene el corazón endurecido, distraído o distante de lo que está rezando, entonces no está haciendo verdadera oración. Es necesario perseverar para disponerse a orar. No se necesita practicar yoga ni meditación. Esto es contrario a la fe católica. Cuidado!
Antes de orar, debemos mirar dentro de nuestro corazón y ver qué sentimientos tenemos hacia nuestros enemigos, nuestros contradictores, hacia las personas que nos han causado daño, las personas que nos mortifican o aquellas a quienes rechazamos. Debemos entonces, encomendarlos al Padre, perdonarlos constantemente y pedir bendiciones para ellos. Si no lo hemos hecho, debemos pedir a Dios la capacidad de perdonar. Entonces podremos orar con el corazón y descubriremos todo el amor que Dios ha puesto en la oración, en su Palabra, en la Santa Misa, en Su Iglesia. La falta de perdón bloquea la oración y la acción de Dios.
También podremos vencer y transformar la rutina a la que nos hemos ido acostumbrando al asistir a la Santa Misa y al hacer en forma mecánica las oraciones tradicionales enseñadas por la Iglesia. Sentiremos un amor renovado, profundo, y podremos transmitirlo a los demás a través de nuestras palabras, actos y reacciones. Todo esto podremos hacer, solamente si rendimos nuestro corazón a Dios, si renunciamos a nuestro orgullo, al egoísmo, a nuestra violencia, a los deseos de venganza y a nuestros apetitos desordenados. Podremos sentir y comprender mejor la grandeza de la Santa Misa, especialmente la presencia real de nuestro Señor Jesucristo en su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Saldremos renovados interiormente y fortalecidos después de haber recibido el verdadero Pan del cielo: nuestro amado Jesús! Podremos entregarle confiadamente todas nuestras cargas, necesidades, anhelos y deseos!!