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cómo se cueLa una rata Cristhian Villegas Peláez
Cómo se cuela una rata
Cristhian Villegas Peláez
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Palmira
Licenciado en filosofía.
Cuando conocí a Ana Malena me deslumbró su sonrisa grande de labios jugosos como mangos maduros. Y fue nomás verla bailar para imaginarme sus caderas de gitana contoneándose sobre mi cuerpo. Tenía que levantarme a esa mona. No fue difícil conseguir una invitación a su casa, allá en la parte alta de San Antonio, todos saben que cuando un mulato se dice a bailar es igual a un encantador de serpientes.
La cosa se empezó a complicar cuando toqué a su puerta. De una me salió al paso un gato rayado y de ojos amarillentos. Fue como si saliera de entre las sombras y, por mi madrecita, que creí ver al diablo. Clavó sus ojos en los míos y luego siguió su camino (vaya uno a saber cuál). Ana abrió.
—Ve, mona, vos vieras, antes de que abrieras me recibió un diablillo peludo.
—Seguro era Peperoni, siempre que invito a alguien aparece, incluso cuando se ha perdido por días –dijo con una seriedad que me preocupó–. No sé cómo le hace, es como un sexto sentido o algo así… pero no te quedés ahí, Negro, seguí.
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
Ya luego se me olvidó el bendito gato, yo iba a echarle los canes en forma a la Ana Malena. Entonces empecé a tirar la parla: le comenté de mis “lucrativos negocios”, del primo (en no sé qué grado) concejal y hasta del mítico “vigor” de mis parientes del Puerto. La tenía tramada. Hasta que vi al puerco gato en la escalera. No me di cuenta a qué hora se metió ni cómo llegó allí, pero seguía cada paso que daba. ¡Por Chucho que era así!
Hacía como si no estuviera, pero cada que volteaba a ver lo encontraba mirándome, con esos ojos luminosos y penetrantes. No, amigo, ese bicho ya sabía que lo mío no era sino paja. La empecé a cagar, dije unas pendejadas que de una le hicieron torcer la boca a la Ana.
Con todo y me repuse, ninguna alimaña me iba a ganar sin que yo diera pelea. El interés de la Ana no había decaído del todo. El gato ese me tenía intranquilo, pero yo templado sin moverme un pelo.
Comimos, bailamos, nos manoseamos de lo lindo y cuando ya iba a darle su estocada en el mueble… ahí estaba el muérgano. No me aguanté más.
—Subamos pa’ tu cuarto, Mona, pero rápido que estoy es que te parto en dos –obvio, no mencioné lo del gato.
—No jodás, Negro. ¿Qué tiene de malo hacerlo aquí? No estoy esperando a nadie… hacele.
CÓMO SE CUELA UNA RATA
—Pero… mi Mona, es que… es que en este mueble tan chiquito no puedo hacerte todo lo que te quiero hacer.
—Ay hágale pues, pero en bombas antes de que me arrepienta.
Subo, cierro de una la puerta y ella me mira extrañada, pero no hace mucho caso a la vaina. ¡A lo que vinimos! La beso con tantas ganas que se le escapa un gemido, seguimos toqueteándonos, la temperatura está más caliente que una pista con Sonido Bestial. Nos arrancamos la ropa como animales. Ella que me dice con la emoción arriba “¡¿Estás listo?!”; y yo que salgo enfletado a agarrar el pantalón y nada, miro por todos lados y nada. Jueputa, el condón se me había caído en la sala. Le pido que me espere, puja y me mira como al mayor idiota, pero no tiene opción. Corro en bola hasta abajo, el gato de infierno no se ve en la zona. Busco por la sala, echo un vistazo al comedor, llego hasta la puerta, nada. Me agacho para mirar debajo del sofá y entonces siento el dolor más desgraciado y profundo de mi miserable vida. Lanzo un grito para despertar al barrio entero. Ana baja azarada y me encuentra en su sala retorciéndome como en una escena de Tarantino.
Me gané unos dieciocho puntos de una herida que puso en peligro las joyas de la familia. Al otro día Ana encontró los condones mordisqueados. Y no fue lo peor, llega y comenta con una sonrisita que todavía recuerdo con putería: “Disculpanos, Negro, es solo que a Peperoni no le gustan los ratones”.