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sin remeDio Hernando Castellanos Silva
Sin remedio
Hernando Castellanos Silva
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Floridablanca
Nació un día del año 2008 cuando leyó por primera vez La siesta del martes de García Márquez. Aunque no le gustaba leer, ese cuento lo dejó trastornado. Recuerda el viaje monótono en el tren, el sopor del pueblo, la tensión en la iglesia. Todo lo que es aún conserva esa impresión novedosa, esa sensibilidad estética.
—Fueron 58, Martín. Se las tragó todas, todas. Y no me di cuenta, ¿ah? –dice Claudia con un gesto de impotencia. Se inclina un poco, apoya el mentón en una de las manos y maldice–. No lo creo, todavía no me lo creo. Imposible.
A su lado, un poco atontado bajo la luz incesante de la sala de espera, Martín mira todo con desinterés. Se pasa una mano por el rostro, cruza los brazos y da un largo suspiro. No sabe qué decir. Hace años no veía a Claudia y ahora se siente como un desconocido, alguien sin importancia.
—Estaba tirado en el cuarto, tenía espuma en la boca. No sé por qué lo hizo, Martín. No sé, no sé –esta vez, la voz se convierte en llanto. Claudia se cubre los ojos, aprieta los labios, contrae el rostro–. La doctora me dijo que Julián puede entrar en coma o morirse.
Martín extiende el brazo y le toca la espalda. Ensaya un masaje de consolación: dibuja círculos, le da palmadas suaves. La mira de reojo y espera su reacción. Claudia se mantiene ovillada, oculta, con el cuerpo encorvado como un cucarrón. Martín recoge el brazo con un gesto de
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
torpeza. No sabe qué más hacer. Mira el cielo oscuro tras la ventana. Deben ser más de las once. Sandra debe estar esperándolo en casa.
—Voy por un café –indica Martín. Se pone de pie y va hasta el ascensor. Siente los ojos de Claudia en su espalda. Evita mirar hacia atrás. No quiere encontrarse con su mirada desolada, con su tristeza, con su rencor. Bosteza con desgano y mira la pantalla del celular: once y cuarenta. A esta hora estaría durmiendo. Piensa llamar a Sandra pero se arrepiente. No tiene sentido. Ella debe comprender.
En la cafetería del primer piso suena una telenovela. No hay casi nadie, solo un celador y una enfermera. Martín pide un café y se sienta en una de las mesas del fondo. Trata de recordar a Claudia y a Julián la última vez que los vio, hace unos años. Estaban en la sala de estar, Claudia y él discutían, el niño los observaba. Hubo golpes, insultos, lo de siempre. Llenó una pequeña valija con ropa y algunos libros y se marchó. Ese día salió de la casa sin saber que no iba a volver nunca más. Olvidó al niño, olvidó a Claudia, lo olvidó casi todo. Luego vinieron los años, la ausencia, la cuota mensual. Ahora todo le parece un sueño, algo lejano y banal.
Cansado, un poco aburrido, Martín da el último sorbo y se pone de pie. Va hasta la vitrina y pide un café para Claudia. Sube al ascensor. No hay nadie, está vacío. Se siente un poco incómodo frente al espejo, evita mirar su reflejo cansino y apagado. Tal vez nada de esto hubiera ocurrido si ese día no hubiera salido de casa. Pero qué más da. Al fin y al cabo, nada de esto tiene sentido. Nada, nada.
SIN REMEDIO
Cuando baja del ascensor ve a Claudia en el fondo del pasillo con una doctora. Escucha el llanto, los gemidos, las maldiciones. Dos enfermeras se acercan y la rodean. Una le ofrece un vaso de agua y una píldora; la otra la sostiene por la espalda, la consuela. Martín mira la escena con estupor. Bosteza, se pasa la mano por el rostro. Está fundido de sueño. Mira la pantalla del celular: es medianoche, hace mucho tiempo no trasnochaba. Decide llamar a Sandra.
—Hola, me demoro un poco más. Sí, estoy bien. No sé, creo que se murió. Luego te cuento, ¿listo? Llego en la madrugada. No me esperes. Chao.
Cuelga.
Mira con indiferencia el café que le trajo a Claudia y se lo bebe de un tirón. Siente cómo el líquido caliente le baja por la garganta y llega al centro del cuerpo. Prepara las palabras, ensaya los gestos. No quiere parecer ridículo, pero no sabe qué más hacer.
Suspira largamente y luego camina con pasos fatigados hacia el fondo del corredor. Lo único que se escucha en medio de la noche es el llanto desmesurado y abatido de Claudia.
El robo
Geison Román Díaz
Villavicencio
Vive y camina por Villavicencio, ciudad que desconoce y que, además, se teme, no terminará por conocer, porque los pasos son lentos y su imaginación limitada. Se entrega en plena alegría a la perplejidad del tiempo y a los azares de la literatura, con la misma ignorancia de un hombre que cree que sabe leer y escribir.
Una luz mortecina chorrea por las paredes empapeladas. Ahora yaces tirado en la cama, en un desvarío, mirando hacia un punto perdido. Te pones en pie y te pones en mangas de camisa. Sabes que es el momento. Dejas la puerta, la acera de tu puerta y comienzas a caminar por esa calle.
Llevas una semana caminando por esa calle que da vista a la joyería. Es un tanto transcurrida y tropiezas y te encuentras con personas que ya no tienen rostro, y con el gruñido de los autos y su humo, y la prisa de los días. Tratas de olvidar, tratas de esclarecer tus pensamientos. Debes elegir, a pesar de los pesares, el momento justo en el que entras y sales sin levantar aires de sospecha. Una fatalidad mecánica te recuerda las muchas veces que lo has hecho y que, aun así, no puede ser tan difícil, como nunca lo ha sido.
Consultas el reloj y, el sol de mediodía, calentando fuerte, lo confirma. Cruzas rápidamente de acera mientras un Renault desaparece por la esquina. Apenas unos cuantos pasos por la vereda. Y desenfundas el revólver y te acomodas la media en la cabeza, y te abres paso en la joyería en donde ves, al fondo, tras la gran vitrina de anillos, pulseras y pendientes de oro, una mujer de anteojos, sentada con piernas cruzadas, leyendo apaciblemente. Apuntas a la mujer con temeridad, y con voz confidencial pero inspiradora de sumisión, le dices:
—Si grita la reviento.
La mujer ni se inmutará, sin embargo. Seguirá aún, consumida por la lectura.
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
Piensas entonces que ella no te ha escuchado y con un estridente grito, le repites las palabras.
Nada habrá cambiado.
—Es que se hace la que no quiere escuchar –dices luego–, levántese y entregue todo lo que haya. Joyas, dinero, oro y plata. Todo. Deposítelo aquí –estiras el brazo izquierdo cuanto puedes para alcanzarle una bolsa de cuero mientras, con la mano libre, continúas apuntando el revólver, precavido.
Una vez más, tus esfuerzos se ven impedidos, pues, la mujer, deslizando sus delicadas yemas de los dedos en el libro, cambiará las páginas sin atender a nada.
—¡Carajo! –gritas alto y ofuscado, bandeando estrepitosamente el arma–. Es que no entiende. ¡Que me dé todo el oro de la vitrina!
La mujer, como en un vago letargo, levantará la mirada de ojos vacíos y la sostendrá ante ti, por más de un minuto. Minuto en el que, sin duda, se estirarán las estelas del tiempo en una espera agobiante, atónita, eterna. Aun así, no piensas, ni de menos, usar el arma. Has estado antes, tantas veces, apuntando amenazante a mujeres, niños y hombres, que la escena, de magnitud sin igual, te dejará perplejo. La mujer, en ese momento, desemperezará las piernas y poniendo el libro en frente de su pecho, paralelo a una misma línea con el cuerpo para leer, te dirá, recitando:
EL ROBO
Mutuamente,
alba y ocaso se repiten.
Ayer es hoy.
Mas es el asombro tuyo, sin entender palabra alguna, se convierte en desesperada ira. Te sientes desbordado, incapaz de ti mismo, aturdido de pensamiento. Fluyen rápidas y violentas ráfagas de cólera. Se inundan tus ideas de esa sensación inefable, se inundan tus nervios y se inunda tu piel de un sudor frío y pegajoso. En tanto, la mujer volverá a recitar:
¿He soñado
los días y el tiempo? ¿Acaso
un dios me engaña?
Permaneces allí, perturbado, sin poder distinguir razón a conjeturas tan dispares, hundido en el oscuro abismo de esa desobediente fuerza. Y ya, por fin, sin poder detener el desaforado avance de lo inevitable, con el alma ida, los músculos tensos y el corazón en la mano, acentúas la presión del índice y, con el fogonazo, de centellantes luces que se desprenden de la pólvora, súbitamente, serás arrancado del profundo sueño; esa larga ilusión del tiempo, la otra muerte.
El escenario del monólogo
Andrés Felipe Castañeda Aguirre
Dosquebradas
Estudiante de último semestre de ingeniería física. Escritor, dibujante, pintor, amante de interpretar la guitarra y el teclado, escultor aficionado y perteneciente al proceso de psicopedagogía activa de la Fundación Centro de Investigaciones La gestal. Ha publicado algunos poemas en la revista literaria Escultor de la Palabra.
En temporada de invierno un hombre amable, cortés, decente y pulcro, se mudó a la ciudad. Le gustaba vestir elegante con un fino sombrero color café, bastante alto, arrugado y con un pequeño orificio en la copa. La elegancia alcanzaba para pocos días porque solamente tenía dos trajes muy desgastados y con algunas manchas en los costados.
El hombre vivía en soledad, pero nunca paraba de sonreír. Le sonreía al reflejo del agua en el arroyo que cruza el centro de la ciudad, a los pájaros que cantan fuerte en las mañanas, al amanecer en las montañas, a los pastizales y al cielo azul. Era bastante extraño según los habitantes y muy callado. Llegó para vivir en la única casa hecha de bahareque y esterilla, la más pequeña, en la que se sentía más frío. Estaba cerca de un bosque y apartada de la comunidad. Días después, empezó a trabajar cortando y perfilando los distintos tipos de carne en el congelador de una gran carnicería. La gente le veía con cierto disgusto, indiferencia, a pesar de su sonrisa, su carisma, su amabilidad, que no atraía la empatía sino la molestia. Criticaban su pobreza y decían que no se podía sonreír tanto cuando entre tablas rotas se dormía. Especialmente lo señalaron de loco, le criticaban un hábito raro, una costumbre inadmisible, un posible ritual sin sentido y algo fúnebre.
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
Todo se originó cuando a aquel hombre humilde y solitario se le observaba todos los días después del trabajo salir con un traje especial lleno de lentejuelas, tan brillante como el sol cada mañana, elástico, roto y plateado como la armadura de un soldado de la realeza. Con su barba larga, casco de metal reforzado, botas de cuero y toda su vestimenta, subía a un pequeño escenario portátil, lleno de clavos y algunas tuercas en las esquinas y con tablas de diferente tipo de madera, algunas dobladas y a punto de romperse, parcialmente oscuras y húmedas en los bordes, allí el hombre se expresaba y empezaba a pregonar, se ubicaba en el callejón más desolado, oscuro y tenue. Pocas personas pasaban y aquellas que lo hacían guardaban asco y repulsión ante tan denigrante acto.
El hombre aclamaba y gesticulaba con gran propiedad, como si estuviera haciendo un monólogo, alzaba los brazos con fuerza. En ocasiones se arrodillaba y se tocaba el pecho con las palmas de las manos, se volteaba bruscamente y con un palo de escoba fingía traspasar a un enemigo, como si tuviese una espada. A veces se le escuchaba llamar con ansias a su fiel compañero Sancho y al final tronaba los pies contra las tablas como si montase un caballo mientras gritaba: “vamos Rocinante: contra los molinos”.
Cada día se entregaba al arte de las tablas después de su riguroso trabajo. Dejaba salir sus sueños en aquel callejón, donde necesitaba de un público selecto: los gatos encima de los botes de basura fijos y atentos a su actuación. Pronto pasó de desagradable a payaso. Entre burlas y garabatos de risa pueblerina, sufrió el desacato de la fama. Absorbido por
EL ESCENARIO DEL MONÓLOGO
el entretenimiento, sus dramáticas obras se convirtieron en extravagancias populares, su monólogo en la osadía de un lunático; sus historias ya eran de los dueños del canal, su vestimenta estaba intacta, sin ningún imperfecto. Sobre él reposaban luces de varios colores, muchas cámaras, micrófonos, productores y un inmenso cúmulo de televidentes. Su escenario de madera: más firme que su templanza.
Cuán vacío fue tal actor, rodeado de una muchedumbre que no apreciaba su arte. Se sentía desnudo, sin su tarima móvil y rota, sin sus propios libretos. Su vocación quedó atrofiada, por dejar de lado su humilde vivienda y abandonar al caballero de La Mancha. No obstante, sin importar la travesía de la ignorancia, las riquezas y el vulgo, su monólogo sobrevivía cada media noche, cuando en la oscuridad el extraño hombre salía de su mansión, con su pequeña pieza de madera y su traje desgastado a reencontrarse consigo mismo, con su arte, con su escenario, con el heroísmo que catalogaba cada una de sus bellas e incomprensibles obras.
Fosa
Diego Fernando Barbosa Rivas
Neiva
Cobijado en el hogar de una humilde y numerosa familia. Es licenciado en lengua castellana de la Universidad Surcolombiana. Docente comprometido con el trabajo social y comunitario en procesos de promoción de lectura. Aficionado lector de poesía, cazador y narrador de historias.
Cuando despertó la tierra aún permanecía intacta. Observó con curiosidad que ahora estaba un poco húmeda por la lluvia que había caído la noche anterior. Caminó cerca para no alejarse de la fosa. Se sentó sobre un par de ladrillos y se resignó a que alguien lo encontrara. Todo fue tan rápido y confuso: el rostro grotesco del hombre, las pisadas fuertes de botas de cuero, una pistola que apuntaba sobre su cabeza, un barrial de arena rodeado por la selva y luego una oscuridad absoluta. Recordó aquella mañana cuando salió por última vez de casa que llovía demasiado, su mujer le había preparado el desayuno: café, pan y algunos bizcochos. Evocó el sabor amargo del café, la tacita blanca con decorados rojos, la cara de Lucila, sus ojos medio dormidos, su bello rostro sin maquillaje, sus largas piernas blancas intimidadas por el frío, la colcha remendada de retazos con la que ella cubrió a su hijo recostándose junto a él; luego se despidió de ellos desde la sala alzando la mano como de costumbre; cuando llegó a la puerta sintió que si la cruzaba su destino cambiaría; pero consideró que era una tontería, que irse lejos de casa no causaría ningún problema, ni a él ni a su familia, abrió la puerta y con entusiasmo emprendió su viaje.
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
Tras un silencioso instante, varias imágenes opacas llegaron a su mente: las calles vacías, el camión que lo esperaba, la bandera azul que daba la señal de montarse, los hombres jóvenes que serían sus futuros compañeros de trabajo, la carretera de cemento que se acabó después de unas cuantas horas de camino, el olor a barro, lluvia, selva. En la oscuridad un cerillo alumbró el rostro de los demás muchachos, un par de ojos trajeron de regreso a su memoria el rostro de Lucila. De repente, la orden “descender del camión” les quitó la pereza, deslumbró un inmenso campo verde, muchos árboles, un camino abierto a machetazos, no supo con seguridad si estaba desnudo, tampoco si había regada sangre en el pasto, lo que sí supo con certeza era que había muchas luces de linternas, algunas respiraciones agitadas, pasos que se acercaban y finalmente un grito que trajo un silencio… Fue precisamente aquí que todos los recuerdos se le detuvieron; entonces, se levantó desesperado de los ladrillos y caminó otra vez hacia la fosa, se recostó dejándose caer sobre la tierra que poco a poco con sus brazos ásperos lo recibió, su mirada se fijó en un cielo sin estrellas, tocó con su mano derecha el gigantesco agujero que tenía en la parte posterior de su cabeza y recordó con rabia la ilusa promesa ofrecida de un trabajo en la capital.
Tiempos perdidos
Justo Serrano Rodríguez
Cartagena
Estudiante de Psicología, apasionado por las ciencias y amante de las letras.
—Maldito día… –se dijo el tipo, y con el desdén propio de una tarde en la que has sido despedido, te abandonó una chica y te mordió un perro, se dejó caer sobre el espaldar de la banca de madera y metal, en un parque paupérrimo sobre un pequeño cerro al lado de una congestionada avenida.
Había ya poca luz, y el tipo echó afuera un par de lágrimas pensando en tantas cosas, tantos fracasos, tantas derrotas, y pensó también, aunque fuese por un instante, en la posibilidad de la muerte, al fin y al acabo todo parecía estar perdido para él. Ideas típicas de cuando uno se queda mirando el pasar de las farolas de los autos.
—Disculpe usted…
Volvió la mirada hacia un anciano parado al otro extremo de la banca. Un hombre raro, de piel casi translúcida, cabeza brillante por la ausencia de pelo y ojos particularmente grandes y aparentemente cansados. El tipo llevaba una camisa que parecía más bien una cortina vieja, un pantalón oscuro, y arriba una gabardina. —¿Qué quieres?
El anciano se quedó en silencio un instante y luego se acercó un paso hacia la banca.
—Disculpará el respetable por interrumpir, pero verá –dijo con un tono de voz refinado que contrastaba con su apariencia–, lo he visto aquí sentado perdiendo el tiempo, y bueno, soy un coleccionista de tiempos perdidos, así que
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
me preguntaba si podría, quizá, llevarme este ejemplar de aquí –concluyó señalando la escena con un gesto de las manos.
El otro sujeto se quedó mirando al viejo, en silencio, con el gesto estupefacto de quien piensa lentamente lo que acaba de escuchar para descartar un error auditivo.
—Pero… ¿qué…?
—Sí…, los reservo muy bien, y a veces les doy un mejor uso, en especial los tiempos perdidos con finas incrustaciones de lamentos, esos suelen ser los mejores, vaya que sí.
El tipo en la banca parpadeó un par de veces mirando al anciano y se puso de pie.
—¿Bromeas? ¿Te parece que estoy para tonterías?
—Guarde la compostura, respetable. No he podido evitar escucharlo pensar y lamentarse. Y si me lo pregunta, era un pésimo trabajo, ella lo engañaba vilmente y aquel era solo un pobre perro…, pero no me ponga usted atención, más bien piense en mi oferta, le daré un par de billetes gruesos por su tiempo perdido, ¿qué me dice?
—¿Un par de billetes?
El hombre asintió con la cabeza.
—¿Qué hay que hacer? –dijo el tipo luego de pensar en que le serían útiles los billetes y que, en todo caso, no tenía nada que perder; más que su tiempo perdido.
TIEMPOS PERDIDOS
—Nada, usted volverá a sentarse, yo tomaré el ejemplar y usted ni lo recordará.
Dos billetes y olvidar un rato amargo, por hacer nada, parecía un buen trato, reafirmó el tipo, así que asintió y volvió a sentarse mirando al viejo, pero el misterioso hombre le indicó que volviera a mirar a la avenida. Así lo hizo. En ese instante el anciano sacó del gaban un escalpelo particularmente afilado, ajustó la mirada y se enfocó en el espacio vacío que lo separaba del tipo en el otro extremo de la banca, hizo un par de cálculos y empezó a cortar un rectángulo de 2 x 2, de tiempo. Tomó el retazo, que parecía una fina película de espacio-tiempo en la que se había quedado la imagen del tipo en la banca. Plegó el retazo hasta que lo convirtió en un rectángulo del tamaño de una carta, apretó los pliegues y lo guardó en el gaban junto al escalpelo.
El agujero rectangular que quedó frente a él se fue cerrando rápidamente, hasta que quedó de nuevo la imagen del tipo en la banca. El comprador se sacó dos billetes del bolsillo, los puso sobre la madera, y siguió su camino.
—Mira nada más lo que encontré…, vaya…, qué suerte –concluyó el tipo luego de encontrar el par de billetes y guardárselos en el bolsillo.
Prejuicio
Álvaro Lopera Dagua
Medellín
Licenciado en filosofía y magíster en pedagogía y desarrollo humano. Docente de Ciencias Sociales de la Institución Educativa Marco Fidel Suárez de Medellín. Algunos de sus poemas aparecen en la antología poética Lecturas urgentes de poesía (2014).
En mi época de universitario mi abuelo me consiguió un trabajo de medio tiempo como mensajero, en el banco donde él trabajó toda su vida.
Allí había una secretaria, una mujer mucho mayor que yo, casada, con hijos, que me decía palabras sugerentes a cada rato. Al principio, solo eran miradas y gestos insinuantes y luego frases sutiles como “qué bien te ves con tu camisa nueva”, pero fue subiendo el tono de sus coqueteos hasta el punto de pedirme directamente que tuviéramos una aventura amorosa.
En verdad, poco interés mostré por esa mujer porque en aquella época yo estaba perdidamente enamorado de Sofía.
Nos conocimos en la universidad, aunque estudiábamos carreras diferentes. Fue un típico caso de amor a primera vista. Ella era perfecta para mí: tenía una belleza angelical, una mirada tierna, una hermosísima voz y una sonrisa radiante; era humilde, sencilla, muy cariñosa, y además, muy buena estudiante.
Fue gracias a dos amigos en común que nos conocimos y desde entonces buscábamos cualquier excusa para estar juntos. Todo inició como una bella amistad, pero pronto se hizo demasiado evidente la atracción que sentíamos el uno por el otro. Pocas semanas después, le pedí que
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
formalizáramos nuestra relación y ella aceptó. Aquel día me sentí el hombre más feliz del mundo.
Una tarde, Sofía llegó muy triste y afligida; me contó que les dijo a sus padres de nuestra relación y que después de un tortuoso interrogatorio, se negaron a permitirle tener cualquier vínculo conmigo. Según ellos, yo representaba el peor escenario para el futuro de su hija: era ateo, estudiaba bellas artes, vivía en el peor barrio de la ciudad y era negro.
Al principio, Sofía se resistió a la presión de sus padres, pero con el tiempo fue cediendo, hasta cortar todo vínculo conmigo. Lo último que supe fue que se cambió de universidad.
Así pasaron varios meses sin saber nada de ella, hasta que una tarde, mientras salía del hospital donde estaba mi abuelo enfermo, me encontré con Sofía. Dio la casualidad que también tenía a su abuela con quebrantos de salud; pero a diferencia mía, que venía solo, ella estaba acompañada por su mamá.
Al verme, pude notar una expresión de sorpresiva alegría en su rostro, me saludó efusivamente, me dio un beso en la mejilla y procedió a presentarme a su madre. Cuando estiré mi mano para estrechar la suya, la mujer palidecía: era la secretaria del banco.
Botella
Roberto Sebastián Pinchao Huertas
Ipiales
Su espíritu gravita en el trazo ficcional metafísico de la escritura desastrada. Ama los andenes y no tener la razón. Guardará su voz y guitarra en un kamikaze. Magíster en didáctica de la lengua y la literatura españolas. Licenciado en filosofía y letras.
Justo al pie de la estatua, miro muchísimas latas y botellas. Sé que van en un tanque aparte. Puedo ver, ligeramente, en la etiqueta borroneada de una botella, dos nombres escritos en un corazón mal dibujado. ¿En dónde estarán esas dos personas que escribieron esos nombres? Tiro la botella, y le cuento a mi mamá sobre el dibujo. Ella me dice que las personas escriben esas cosas cuando quieren hacer pactos que no los separe nunca.
Estamos en el parque desde las cuatro am. Mi papá no está de acuerdo con que yo acompañe a mi mamá, pero insisto. Yo sé que ella quiere que vaya, pues siempre la hago reír, y eso vale mucho más que la seguridad callada que mi papá le da.
En el parque, mi mamá se puso el tapabocas, tomó la escoba y el enorme recogedor, yo empujé el tanque de residuos, que casi me dobla en tamaño, y avanzamos horizontalmente. Cuando salimos los dos, mi mamá y yo solemos mantener un ritmo de: barrida-recogida-barridarecogida-tirada. Ese último paso me toca a mí, porque tengo que subir con cuidado el recogedor y vaciar el polvo. Tenemos uniformes verdes, el mío lo hizo mi tía en secreto, porque no es permitido que los niños trabajen. Mi tapabocas es más nuevo que el de mi mamá, pero no más que el de mi papá, pues él lo recibió como regalo del jefe, por ser muy bueno y rápido en el barrido de las calles. Junto
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
a nosotros, hay muchísimos otros barrenderos. La mayoría no van en pareja, son muy solitarios, pero solo les veo los ojos, reconozco a uno que otro, y solo porque los he visto muchas veces en la casa, cuando van a dejar algo. Además, siempre me hacen alguna mueca y yo me río; son chistosos los ojos porque el polvo y el mugre que dejan los conciertos en el parque, hacen que uno tenga los ojos rojos todo el tiempo; entonces, cuando los barrenderos me guiñan un ojo, se ve como una linterna roja que se apaga. No hay niños ni niñas, y eso no me molesta, pues ya veo demasiados en el colegio; allí, casi todos tienen los ojos muy claros y la ropa muy limpia.
La noche está más negra que nunca, falta todavía barrer mucho. Pienso que la fiesta que tuvieron los ciudadanos tuvo que ser muy grande. Si se hace mucho silencio con las escobas, todavía se escuchan ecos de los sonidos, y los gritos, y los aplausos del concierto.
Hago todas las cosas pensando en recordarlas mañana, porque tengo una tarea en la que debo contar qué hice el fin de semana, y pienso contar esto sin mentir mucho. Estoy seguro de que investigaré muy bien palabras raras para no decir tonterías, y tener una tarea mejor que la de Pablo, que seguro se fue a piscina, o la de Andrés, que contará lo de su partido de fútbol, o la de Sofía, que hablará de la fiesta de cumpleaños. Creo que todos hablarán de la fiesta de cumpleaños, yo no.
Mi mamá me dice que, ahora que casi no hay polvo, puedo explorar un poco la plaza. Entonces, salgo a correr por donde vendrán las palomas mañana. Corro por el
BOTELLA
frente de la iglesia y sobre las luces que salen del piso hacia el cielo, como grandes lunas del suelo. Las miro. Encuentro varias monedas tiradas y un lapicero viejo, alzo todo. Nunca le daré las monedas a mi mamá, siempre me las quita. Corro alrededor de unos árboles pequeñitos, allí hay mucha tierra y otras cosas, las recojo con las manos y encuentro una pequeña botella con una etiqueta en blanco, muy raspada por uñas toscas. Me acerco a nuestro tanque. Me pregunta sobre lo que encontré. Le digo que nada, que solo me agachaba, todo era basura.
Mientras la noche se pone más fría y mi mamá se coge la cintura para descansar, yo me quedo escondido tras el tanque, rayando, entre el olor, la oscuridad y los ruidos del barrido, los tres nombres de mi familia.
Esa botellita será nuestro concierto.
Aliado en la sombra
Olga Lucía Jaramillo Ochoa
Manizales
Participante desde 2015 en diferentes talleres de lectura, escritura creativa y poesía. Directora del taller Vecinas del Cuento. Fundadora y participante del Cineclub Salamandras. Ganadora de la primera mención en el concurso internacional de cuento, Gabriel García Márquez (Aracataca-Colombia, 2017) y seleccionada en Antología RELATA 2019 (Ministerio de Cultura de Colombia).
Durante este septiembre en Bogotá el aire ha estado denso, no es capaz de soplar una hoja. Lo respira la gente que va y viene, espeso como el chocolate santafereño que toman en las tardes. Nos defendimos de los españoles, y entre nosotros los granadinos no sabemos entendernos.
Manuelita y Simón acaparan mi atención. Lo digo como si yo fuera muy importante, ¡ja! Pero estoy embobado con ellos, para bien, claro, aunque nadie los quita de su entrecejo. A pesar de tantas tierras y personas libertadas o quizá debido a ello, no quieren dejarlos tranquilos.
Su amor me deslumbra, lo asumo como propio. Me dedico a preservar las dos clases de amor que comparten mis héroes. ¿Cómo ser su aliado en la sombra? Me pregunto sabiendo la respuesta, cuestionarme reafirma el deber nacido en mí.
Comienzo a maquinar las acciones a seguir para que se fortalezca y esté seguro ese amor que con pasión viven entre ellos y hacia su patria. Para empezar, debo seguir de cerca sus pasos, identificar los peligros que enfrentan. Con esta cara de bobo que me mando, nadie sospecha ni me repara.
—¿Sumercé sabe quién se ausentó del congreso anoche cuando todos habían salido y qué llevaba el tipejo ese bajo el brazo? –Le pregunto a la secretaria, estamos afuera del caserón del palacio.
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
—Sí, aquel criollo de corbatín y sombrero de copa, véalo, ahí viene. —Si lo entretiene mientras averiguo lo que se trae, le regalo estos panes. —¿Nada más? —Le encimo esta mogolla santafereña, ¿la quiere o la desdeña? —Está bien, la quiero, pero con los panes. Mientras más brilla lo que me ofrecen, menos confío, ¿y usted qué se trae? —Le van a gustar… –Endulzo su oído. —¿Para qué desea saberlo? –Indaga maliciosa. —No pregunte, sumercecita, que si le cuento no entiende. —Si es para atravesarse a los conspiradores mezquinos, le ayudo con gusto.
Y así con uno y con otro, con una jugada y otra, me voy enterando de las posibles artimañas usadas en contra de mis héroes. Supe que muchos tienen un plan para entorpecer su camino. A él lo quieren matar, a ella la quieren vejar. Corro a llevarles la información a tiempo. Así como la vez en la vía a Duitama cuando iban a emboscar a mi general, la señora Manuelita no quería dejarlo salir. Él nos ignoró, no nos creyó, se fue porfiado. Por fortuna, los cobardes fallaron.
Por la costurera supe del nuevo plan, este más decidido, mejor cocinado:
—Con comandante y varios militares de su lado, van dispuestos a dar en el blanco. —¿A mi general? —Sí, esta noche van a acabar con su vida, no hay remedio, son muchos liberales y soldados. —¿Cómo? ¿Quiénes? ¿Dónde?
ALIADO EN LA SOMBRA
—En el palacio, allí mismito. Toda esa partida de neogranadinos desagradecidos que se dicen intelectuales. —¡Oh, no!... ¡Hay que avisarles! —Sí, corra, mire cómo se hace oír, yo no puedo, ¡ni de vainas!
Noche de septiembre: un reptil yace tranquilo sobre el lecho terroso; en ángulo recto la luna delata sus rayas intercaladas, amarillas, negras y rojas, una rabo de ají. La ventana se abre, el interior de la recámara del palacio se ilumina con esa bombilla rimbombante del cielo, lo veo saltar. Yo sé que él tiene tres peligros: aporrearse al caer, ser presa de la serpiente, morir a manos de sus conspiradores.
Agarro la víbora por su punto frágil, la doblego. Salvado el primer obstáculo. Antes ha de morir ella que mi general. Luego la veo (a Manuelita) asomarse y cerrar la ventana. Sus ojos pardos como almendras asadas se meten dentro de los míos en un pacto secreto, solo media el silencio. Cuanto más delicada la misión, más secretismo suele necesitar. Entro en una cofradía sagrada con la mujer de la ventana. Mi misión se afianza: ser su aliado, el de ambos, su cómplice imperturbable.
Si mañana la historia revela estos sucesos, se verá que fui su protector, que les llevé información útil para esquivar los ataques mortales y que este 25 de septiembre de 1828, yo lo resguardé bajo un puente, con mi propia ruana, hasta el amanecer cuando José Palacios me ayudó a esconderlo.
Tan espaciosa y vacía (última página)
Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez
Cali
Doctor en historia. Profesor e investigador universitario.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Cortázar, «Casa tomada», 1946.
Nueve
He entregado las llaves y he firmado los documentos que el agente inmobiliario venía solicitándome. No recuerdo su nombre, pero me ha dicho que no tenga cuidado, que sabrá escoger a los inquilinos y que hará que cuiden cada una de las cosas que dejamos allí, que estará pendiente del pago de los impuestos y de los servicios; en definitiva: que pondrá su vida en ello y que cuidará de nuestra casa como si fuera suya. ¿Puedes creerle? Yo no. Sé que nadie la cuidará como tú lo hacías; además, el hombrecillo es joven y asiente a todo lo que le digo. Otro tanto debe hacer frente a su jefe y frente a los futuros inquilinos, así que de seguro miente. Ahora yo sé que no puedes ir por la vida dándole la razón a todos.
Ocho
También he comprado algunas cosas. Sabes que no requiero mucho, en especial agua y frutas. He comprado unos tenis para salir a caminar todos los días y he buscado el volumen de la guía de aves dedicado a la familia Fringillidae. Con los zapatos tuve suerte, compré unos que prometen hacerme «volar»; en cambio, no he podido encontrar ningún volumen del Handbook of the Birds of the Heaven. Quizá sea una buena noticia porque ahora que empezaré a vivir en un apartamento no puedo darme el gusto de tener tantas cosas. El lugar en el que me quedaré es tan pequeño y simple que no lo creerías, pero tiene todo lo preciso para que pueda vivir sin ti.
Siete
SEXTO CONCURSO DE CUENTO CORTO
Ya que no volveremos a ocupar nuestra casa me obligo a confesarte algo: han pasado cuarenta años y todos tus canarios están muertos. Nunca logré que se aparearan y las crías que dejaste envejecieron y murieron. Supongo que también necesitaban de tu presencia para estar bien. No te escribí nada porque todo esto sucedió cuando, en contra de tu familia –que nunca quiso entenderme–, aún te hablaba. Para no desilusionarte, y porque temía tu tristeza, preferí callarlo. Ahora mismo me siento en paz y por eso te lo digo todo, también porque son pocas las líneas que me quedan.
Seis
Acepté comer para no agobiarte a ti y a tus hermanos, aunque el hambre no había regresado. Luego le encontré gusto a las manzanas de los árboles más grandes, los que sembraste en el patio trasero el día de nuestra llegada. Me acostumbré a alimentarme así, tal como me acostumbré a verte y a hablarte en la casa. Al final, cuando me dijeron que no debía hacerlo, empecé a escribirte. Por pura costumbre me moriré un día de estos, como vengo haciéndolo todo a diario, de a poco.
Cinco
Una mañana desperté y no estabas a mi lado, así que te imaginé en el estudio. Salí al patio para esconder las jaulas en nuestro armario. Nunca preguntaste y yo opté por no volver a salir de la casa contigo. Otro tanto hice con los demás cuartos: solo fue asegurar alguna puerta para que ya no pudieras aparecerte allí. Así fui cercándote, lentamente; de la misma forma en que luego me obligué a callar al verte.
TAN ESPACIOSA Y VACÍA (ÚLTIMA PÁGINA)
Cuatro
Lo más difícil fue preparar nuestras ropas cada mañana: primero tenía que dejarte en la tina, y antes de poder acompañarte debía sacarlas sin provocar sonido alguno. Guardé las jaulas allí porque no quería que el olvido y el polvo las estropearan; además, para ese entonces ya había clausurado varias habitaciones de la casa.
Tres
Supongo que tampoco sabes que el barrio ha cambiado: ya no hay vecinos y la calle empedrada fue ensanchada y asfaltada. Ahora llegas en cinco minutos al parque porque no hay robles. Es verdad lo que dicen: todos han cambiado, menos yo.
Dos
Dejar la casa y nuestras cosas es como otra despedida más, igual a dejar de hablarte, igual a intentar escribirte menos y esperar –con culpa– ya no verte más.
Uno
No te quiero recluir más, ni en mi mente, ni con mis palabras. Solo quiero extrañarte.
El espantador de moscas
Natalia Rozo Vanegas
Neiva
Abogada egresada de la Universidad Surcolombiana. Intenta ser proveedora de poesía como las aves y los lirios del campo. Le gusta andar a tontas y a locas como las mariposas, y dar los buenos días a los perros, al sol y al agua. Cree que la vida la ha elegido para ser árbol. Por eso a veces le pesa mucho la cabeza y otras, siente que tiene más corazón que cuerpo, como los colibríes que se posan en sus flores.
Es la primera vez que vas sin él al aljibe, y mientras te alejas halando la mula con los timbos, vuelves la cara hacia la casa. Él está recostado en el marco de la puerta, mueve lentamente la mano despidiéndose de ti, y te mira con tristeza. No le sostienes la mirada.
Observas en el horizonte distorsionado por el calor, el trecho que ya has recorrido. Recuerdas a tu papá aun recostado en el marco de la puerta, despidiéndose de ti con sus manos grandes y callosas, las mismas que estuvieron hace algunos días en el lomo de la vaca, presionando la piel peluda mientras salía el pequeño nuche amarillo acompañado de agua sangre.
Sigues caminando, y a los pocos pasos, el lazo de la mula se tensa; halas con fuerza y obligas al animal a caminar. Quieres llegar pronto, conseguir el agua y regresar a casa. Ves las sombras de aves surcando el suelo. Levantas el rostro y miras el vuelo en círculo de los gallinazos hasta que uno a uno aterriza atrás de una colina a pocos metros de tu camino. Empiezas a caminar más rápido.
Llegas al aljibe. Sabes que el agua del pozo te pone mal del estómago desde que el viento trajo el olor a carbón a tu casa y el río se secó. Metes uno de los timbos hasta que la cuerda se termina. Ver la oscuridad del fondo te da miedo. No hay agua. Papá te enseñó a hacer los nudos para amarrar los timbos, a colocarlos bien sobre la mula para no lastimarla, te mostró los cuatro árboles que hay por el
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camino para no perderte de regreso a casa, pero no te dijo sobre otro aljibe, no te dijo qué hacer sino encontrabas agua. Buscas a tu alrededor, no hay nada.
Tomas el lazo de la mula, empiezas a caminar de regreso a casa, escuchas el aleteo de los gallinazos que se amontonan y pelean. Tienes una corazonada. Te acercas. La bandada de carroñeros huye. Reconoces a la vaca; está acostada en el suelo, con las entrañas afuera y las patas tiesas. Las moscas vuelan alrededor del cuerpo, entran y salen por los agujeros del animal. Las espantas, y algunas se estrellan con tus brazos, zumban muy cerca de tus orejas y regresan al cadáver. Te detienes, suspiras y agachas la cabeza. Lloras.
Agarras el lazo y caminas. Sientes que el suelo quema tus pies. Las patas de la mula tropiezan con las piedras. El aire que respiras se vuelve espeso y te das cuenta que el olor a carbón se hace más fuerte. El techo de palmas de tu casa emerge en el horizonte, luego las paredes de bahareque. Cuando estás cerca ves el marco torcido del portal. Apresuras el paso.
Entras. Encuentras algunos troncos y chamizos de madera apilados junto al fogón de barro. Las moscas vuelan alrededor del tazón de aguapanela que encuentras en la mesa. Las espantas, pero regresan y se posan de nuevo. No escuchas la tos de papá. Lo ves sentado en el taburete, recostado contra la pared. Intentas mantener imperturbable su sueño como siempre lo has hecho cuando él llega cansado de traer agua y se queda dormido, sentado, y las moscas se pegan a la suciedad de sus botas y de sus manos. Contemplas su rostro pálido e impasible. Sigues espantando moscas, evitando que se acerquen a él. Así, toda la tarde, hasta la noche.
Desamparo
Diana María González García
Medellín
Estudió secretariado ejecutivo en administración de sistemas. En la actualidad es ama de casa y se dedica a escribir. Desde hace más de cuatro años asiste a talleres de creación literaria en la Universidad de Antioquia.
Empezaba a desalentarse cuando vio a lo lejos una colchita de manchas verdes y cafés. Sonriendo para sus adentros, repasó lo que le iba decir; tenía que ser convincente. Ya muchas veces con su actitud le había dado a entender que ella sería una buena integrante; atenta y colaboradora como ninguna otra, dispuesta a hacer lo que le dijeran, pero al parecer no había sido suficiente.
Apenas ellos saludaban, la muchachita salía al paso con agua fresca. Corría a buscar los butacos, limpiaba sus botas, y hasta les brillaba las armas; mas no conseguía que la cabecilla posara sus ojos en ella.
Tras cada minuto, su corazón se aceleraba más y más…
Cuando vio que el pequeño destacamento estaba a punto de coronar la falda, salió corriendo a avisar. Su madre montó las ollas al fogón y su padre fue a mirarse al vidrio que hacía las veces de espejo; allí intentó doblegar su hirsuto bigote, remojándolo con saliva, pero al no lograrlo, dada la premura, se dio al dolor y así lo dejó.
Al rato, los uniformados entraron a la casa en medio de un gran alboroto. Ella quiso hacer lo de siempre, pero en el momento no era lo que tocaba; primero tenía que ayudar a su madre a repartir la comida. Aun así, no le quitó de encima el ojo a la comandante; por lo que cometió varias torpezas, de ahí que recibió una exagerada reprimenda.
La comandante cogió camino al baño –un cuarto insignificante que quedaba a unos metros de la morada–. Fue su oportunidad para hablarle. Era ahora o nunca –se dijo.
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—Tengo necesidá de que me oiga –habló directo, sabía que no tenía tiempo para rodeos.
—¿De qué se trata? –contestó con voz tosca.
—¡Le ruego que me lleve con usted! ¡Le prometo que hago lo que haiga que hacer! Arrastre conmigo y va a tener un perro fiel. —China, ¿acaso se chifló? Cómo se nota que no sabe lo que es la lucha armada. No se imagina las miles de cosas malas que le pueden ocurrir, y más siendo hembra.
—¡No me importa! Hable con los papás míos. Si ustedes dan la orden, tal vez ellos me dejen ir.
—No sé sus motivos, ni me interesan, pero de todas maneras no puedo colaborarle; su taita pertenece a la revolución, sería como darle una puñalada por la espalda.
—¡Se lo ruego! –dijo arrodillándose.
—¡No haga eso, y olvídese de esa locura! ¡Ya verá que un día me lo va agradecer!
Esa misma noche, a unas horas de que la columna guerrillera se hubiera marchado, ella lloraba en su lecho en total desamparo, mientras que su padre, apenas la dejó, fue directo al vidrio que hacía las veces de espejo; allí manoseaba su bigote con gran placer.