Casa del tiempo 46, noviembre de 2017

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Tiempo en la casa 46, noviembre de 2017 “Y sólo sé que no soy yo: no ser y estar en todas las fronteras. Gilberto Owen y la máscara del mito”, de Francisco Trejo

Revista mensual de cultura

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 46 • noviembre 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

A manera de un investigador pol0icial, Francisco Trejo desentraña las líneas y las referencias, los mitos y los misterios que se entretejen entre la biografía, la obra y el yo lírico del autor de Novela como nube y Perseo vencido.

COMUNICACIÓN

#RVP Realidades Video Políticas.

Jorge G. Ortiz Leroux, Iker Fidalgo Alday, Olar Zapata y Hernan E. Bula (eds.)

ECONOMÍA

Presente y perspectivas de la reforma energética de México. Una evaluación multidisciplinaria

Roberto Gutiérrez Rodríguez (coord.)

HISTORIA

Una historia de violencia. Historiografías del terror en la Europa del siglo XX Javier Rodrigo

POLÍTICA

La política del ambiente en América Latina. Una aproximación desde el cambio ambiental global

SOCIOLOGÍA

Ma. Griselda Günther y Ricardo A. Gutiérrez (coords.)

Juventudes sitiadas y resistencias afectivas II.

casadeltiempo • número 46 • noviembre 2017

Activismo y emancipación de la imagen red

Sherlock Holmes: 130 años como detective

“La fauna de la imaginación, allá y aquí”, un texto póstumo de René Avilés Fabila Yves Klein: prestidigitador del arte de la ausencia

Problematizaciones (Embarazo, trabajo, drogas, políticas)

Alfredo Nateras Domínguez (coord.)

La novela perdida de Malcolm Lowry

en línea: issuu.com/casadeltiempo

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Programa de presentaciones FIL Guadalajara 2017

@LibrosUAM

Programa de presentaciones FIL Guadalajara 2017


Editorial

Dice Gilbert Keith Chesterton en Cómo escribir relatos policíacos: “El regreso de Sherlock Holmes a las páginas de Strand Magazine varios años después de su muerte dio un toque final a la casi heroica popularidad de un personaje cuya existencia real se parecía a la de algunos héroes de las fábulas medievales. […] Había surgido de la irrealidad de la literatura para vivir la deslumbrante realidad de la leyenda, y en prueba de ello ha heredado la más extendida y conmovedora característica de los héroes legendarios: esa característica que hace que la gente dude de su muerte”. Animados por la inmortalidad de la leyenda de Sherlock Holmes, y a 130 años de la aparición de su primera aventura —Estudio en escarlata, publicada por Ward, Lock & Co. en 1887—, convocamos a un puñado de escritores para que nos compartieran sus lecturas y reflexiones en torno al célebre detective imaginado por el escritor escocés Arthur Conan Doyle. Asimismo, para conmemorar su primer aniversario luctuoso, y como un regalo a nuestros lectores, presentamos un texto hasta ahora inédito de René Avilés Fabila donde el autor de La canción de Odette contextualiza sus esfuerzos por crear un bestiario personal mediante el ejemplo de los clásicos antiguos y contemporáneos. En Ménades y Meninas, Verónica Bujeiro nos presenta un recorrido por la primera exposición retrospectiva en América Latina del artista contemporáneo francés Yves Klein —una figura controvertida en la historia del arte del siglo xx— que presenta el Museo Universitario Arte Contemporáneo de la unam. Gracias a la cortesía de Malpaso Ediciones ofrecemos también un adelanto editorial de la mítica novela perdida de Malcolm Lowry, Rumbo al mar blanco, además de un ensayo de Rafael Toriz donde nos relata la historia del original extraviado, su extraordinario rescate y su publicación final. Dice de nuevo Chesterton: “El verdadero objetivo de una novela de detectives inteligente no es confundir al lector, sino iluminarlo de tal modo que cada fragmento sucesivo de la verdad sea una sorpresa”. Entre historias enigmáticas, leyendas, textos extraviados e investigaciones fascinantes, y en ocasiones controvertidas, esperamos que los lectores encuentren en nuestras páginas de noviembre sorpresa y luz.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio de los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Secretaria Norma Rondero López Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iv, núm 46 • noviembre 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Ilustración para el relato de Arthur Conan Doyle “La aventura de la melena de león”, recogido en el volumen El archivo de Sherlock Holmes de 1927. (Imagen: Fotosearch / Getty Images) Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. IV, número 46, noviembre 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 042013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de octubre de 2017. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Botas verdes, 3 Paulette Jonguitud

profanos y grafiteros Las derrotas holmesianas, 5 Héctor Fernando Vizcarra Holmes: el crimen como una de las bellas artes, 9 Alejandro Badillo El detective de Conan Doyle, 13 Jaime Muñoz Vargas Holmes: un encuentro, 17 Augusto Cruz Sherlock Holmes y la deducción de lo humano, 22 Alfonso Nava Sherlock Holmes: una máquina de raciocinio perfecta, 26 Gerardo Piña El relato policial: la mente contra el espíritu, 31 Héctor Antonio Sánchez

de las estaciones La fauna de la imaginación, allá y aquí, 35 René Avilés Fabila

ménades y meninas Yves Klein: prestidigitador del arte de la ausencia, 39 Verónica Bujeiro La multiplicación de los cables, 45 Jorge Vázquez Ángeles

antes y después del Hubble Rumbo al mar blanco (fragmento), 49 Malcolm Lowry Palabras recobradas del incendio. La novela perdida de Malcolm Lowry, 51 Rafael Toriz Como palmera después de la tormenta. Cuarenta años de una desaparición forzada, 54 Camilo Vicente Ovalle Un borde abierto, 59 Virginia Negro Septiembre, mes del terremoto y del amor, 63 Jesús Vicente García

armario La historia ideal de detectives, 68 G. K. Chesterton

intervenciones, 71 Mateo Pizarro

francotiradores El libro mayor de los negros. Muertes y vidas de Amínata Diallo, 72 Moisés Elías Fuentes Hallar al hombre en el hombre: Matagatos, de Raúl Anibal Sánchez y Continuum, de Édgar Adrián Mora, 75 Nora de la Cruz El yo en tercera persona. Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin, 77 Brenda Ríos

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Y sólo sé que no soy yo: no ser y estar en todas las fronteras. Gilberto Owen y la máscara del mito Francisco Trejo


torredemarfil

Botas verdes Paulette Jonguitud

El agua le cae sobre la cabeza, la cara, le rodea las orejas. Está sentada en el piso y el agua cae encapsulándola en el único refugio que ha encontrado en esa casa. Se siente segura, tiene que estarlo; nadie puede pedirle nada mientras está en la regadera. Le duele la espalda, los pies, el vientre, todo le duele pero el agua caliente la adormece. Le gustaría beberla pero el agua en esa ciudad está tan sucia como el cielo. La luz sobre el espejo del baño hace que algunas gotas brillen mientras otras forman pequeñas sombras ovaladas. El hilo de voz de su hija trata de irrumpir en el sonido de la regadera, la voz de su hija y el rechinar de un juguete que pregunta si alguien quiere ir a jugar a la granja. La voz de su hija la llama: ¡Mamá! Ya voy, contesta, ya voy, como si fuera cierto. Hay una cicatriz en su pubis, una cicatriz que quiere ocultarse entre el vello pero que no puede porque se ha hecho roja e hinchada. Parece un gusano que se deslizara sobre su cuerpo pero nunca se mueve. Los primeros días, cuando volvió del hospital, tres nudos negros señalaban el inicio, el medio y el final de la apertura y hubo que limpiarla dos veces al día con el mismo ungüento que usaba en el ombligo de su hijo. Dos supervivientes de la misma batalla. Sólo su hijo sabe de las nueve horas de trabajo de parto, de encogerse en el hospital tratando de no moverse mientras una aguja larga le perforaba la espalda, sólo él sabe del miedo y de las luces y de la voz del anestesiólogo ordenándole que se quedara quieta a pesar del dolor, que dejara de temblar. Pero su hijo no sabe de la angustia de ser responsable por dos niños en un país que se desmembra a su alrededor. Un país que caza a sus jóvenes, que los mastica y escupe sus cuerpos de ceniza. Con frecuencia se pregunta qué pasaría si el cuerpo de cada ciudadano muerto se quedara plantado en el lugar donde cayó: esa sería una inevitable manifestación de dolor, montañas de cuerpos en las esquinas. Se siente incapaz. Hace un mes y diecisiete días la cortaron por la mitad y su hijo asomó por la salida de emergencia que ahora vigila un gusano rojizo que,

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sabe, llegará a odiar. Aún no, es apenas un gusano que cuida una puerta, una huella más que la maternidad ha dejado en su cuerpo; cada deformidad es testimonio del nacimiento de ellos y de su supervivencia. Si tan sólo pudiera llevarlos a los dos dentro del cuerpo para protegerlos de este país Saturno. En la regadera se siente segura. Nadie puede venir a quitárselos, nadie puede decir: dame eso, aliméntame, tengo frío; es su propia cueva donde llueve sólo para ella. Lleva puestas unas botas verdes para lluvia. Cuando estaba embarazada las usaba todo el tiempo para evitar resbalarse en esa ciudad en la que llueve todo el año. Al menos eso es lo que decía, pero la verdad es que las lleva para ocultar los hongos que han convertido sus uñas en pequeños areneros donde niños diminutos podrían construir hoyos y hacer castillos. No ha podido desterrar a los hongos de su territorio porque la medicina que necesita no puede tomarse durante la lactancia: tiene que aguantar, entonces, un organismo más viviendo de su cuerpo. Éste cuerpo hace un año que no es suyo y no ha podido mudarse a otro lado. Le pesan los pechos y los pezones le hormiguean, luego siente un dolor agudo y la leche se le derrama y se une al agua, coladera abajo. El bebé llora, sabe que la leche se desperdicia y su hermana mayor empuja la carriola hasta el baño donde, después de secarse las manos, la madre lo saca y le ofrece el pecho. El llanto cesa. Quizá la madre está por resfriarse, se siente mareada y a veces tiembla. Puede ser un resfriado, puede ser neumonía y entonces tendrían que llevarla al hospital donde podría dormir toda la noche, de corrido. Las botas verdes le han sido útiles porque tiene los pies tan hinchados que ningún otro zapato le queda. El bebé se ha dormido y ya no huele a leche agria. Su hija está sentada en el tapete del baño armando un rompecabezas, de vez en cuando grita para recordarles que existe y que alguna vez fue ella quien comió de esos pechos. O quizá solo grita porque le gusta cómo rebota su voz en los azulejos del baño, aúlla porque tiene tres años y un hermano bebé, llora porque su madre no sale de la regadera. Los enormes ojos de la niña solían mirar a su madre desde la puerta del baño pero nunca le preguntó: ¿por qué estás ahí metida todo el día?

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Solía sentarse a jugar en el pasillo, junto a la puerta, solía gritar jalando metros de papel de baño y ahora finalmente ha traído todos sus juguetes. Antes necesitaba la complicidad de su madre para jugar pero ahora construye torres de bloques ella sola. Está floreciendo. A veces se acerca a la nariz de la madre y repite su propio nombre hasta que pierde significado y la hace reír. A veces golpea a su madre en el estómago. A veces la muerde con el filo de los dientes. Pero puede construir las torres más altas con sus bloques de madera. Ya es una niña grande. Los pechos de la madre cuelgan, vacíos, se derraman sobre su cuerpo como todas esas gotas de agua. Debería salirse de la regadera y está convencida de que puede hacerlo en cuanto lo decida. Sólo está tomando un largo baño. Se lo ha ganado. La abrieron por la mitad y un niño fue jalado y empujado y arrancado de su vientre y ahora debe cuidar de él, de sus dos hijos, en un país que abduce a sus jóvenes. Cuando su hija nació solía salir a caminar con ella en el parque pero no podía quitarse de encima la sensación de andar caminando por ahí con una maleta llena de billetes, casi tentando a cualquiera a que se la arrebatara. Una mujer exhausta y con un bebé le parecía una provocación. Miraba a las otras madres y se preguntaba si se sentirían tan seguras como parecía. Ahora sabe que no. ¿No puede tomar un largo baño caliente? Se puede levantar de ahí cuando quiera y puede salir a jugar como antes con esa niña que acaba de dejarle un par de manzanas sobre el tapete del baño. El bebé está de vuelta en la carriola. Podría levantarse y mirarse al espejo, mirar ese cuerpo que ha vuelto a ser suyo pero que le ha sido entregado en malas condiciones. Se acuesta sobre su lado izquierdo y el piso blanco le da la bienvenida como una almohada bajo la sombra de las toallas; su refugio se le antoja una cueva. No va a moverse, se quedará ahí y los demás tendrán que pasar sobre ella en su ascenso a la vida cotidiana. Se convertirá en una marca en el camino. Botas Verdes. Su hija está junto a la puerta de la regadera, desnuda y con sus propias botas de lluvia; lleva una sombrilla. Se mete en la regadera, se sienta junto a su madre y abre la sombrilla.


Sherlock Holmes y su archienemigo James Moriarty combaten al pie de las cataratas de Reichenbach. Ilustración de Sidney E. Paget para “El problema final” de Arthur Conan Doyle, publicado en Strand Magazine, diciembre de 1893. (Imagen: Historica Graphica Collection / Heritage Images / Getty Images)

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Las derrotas holmesianas

Héctor Fernando Vizcarra

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La historia cinematográfica sería difícil de entender sin el cine noir de mediados del siglo xx. Lo que para nosotros es un conglomerado de clichés, tramas y personajes más o menos predecibles, comenzó siendo un pequeño conjunto de películas que, en su intento por reflejar el escepticismo de la posguerra, asimiló con bastante fortuna la estética visual del cine expresionista alemán. Nosferatu, El gabinete del Dr. Caligari y M, el vampiro de Düsseldorf influyeron en cineastas de Hollywood, no siempre estadunidenses, para generar un producto masivo que pudiera corresponder a las novelas de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y otros escritores del género negro. Un dispositivo audiovisual que tradujera, de la mejor manera posible, las preocupaciones de una sociedad deteriorada por los años de incertidumbre. Como en la guerra, en el núcleo del cine negro está la ambición. Ambición por el dinero, por el poder y por el material humano consumible. Ante las circunstancias adversas, la figura del héroe se opone en soledad al flujo de la corrupción, por ello el cine negro clásico prefiere al detective privado como representante de los valores, es decir, de todo lo que haga contrapeso a la codicia. Si nos remontamos cuatro décadas al detective Sam Spade, encarnado por Humphrey Bogart en El halcón maltés (John Huston, 1943) encontramos la primera versión cinematográfica de Sherlock Holmes. Dicha aparición, contrario a lo que podríamos esperar, nos deja con la sensación de que, en el incipiente siglo xx, la confianza en la ciencia y en la razón está por venirse abajo en los centros urbanos intelectuales, entre ellos la metrópoli británica más importante, “un Londres que se sabe capital de un imperio / que le interesa poco, un Londres de misterio / tranquilo, que no quiere sentir que ya declina”, como dice Borges en su poema dedicado a Holmes. En esa primera película, Sherlock Holmes Baffled, filmada en 1903 por Arthur Marvin para la American Mutoscope, vemos a un detective sumamente torpe. La escena de apenas treinta y cinco segundos ocurre en una pequeña habitación de escenografía simple: una puerta, un comedor, una ventana, una chimenea. Sherlock Holmes entra a cuadro para descubrir a un hombre, presumiblemente un ladrón. El detective, bien conocido por el público angloparlante para esas

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fechas, intenta someterlo a mano limpia. Sin embargo, el ladrón se desvanece y deja una estela de humo claro. Holmes enciende un puro y, al sentarse, vuelve a aparecer el delincuente. El detective saca una pistola y tira a quemarropa, pero el ladrón se evaporara de nuevo. La bolsa con los objetos robados permanece sobre la mesa. Holmes la toma, pero esta vez la bolsa desaparece de sus manos. En poco más de medio minuto se narra el fracaso del detective. Se trata de la metáfora victoriosa de los trucos de Georges Meliès sobre las secuencias de los hermanos Lumière, gags involuntarios que pronto dejaron de ser una atracción de circo para volverse cine: uno de los lenguajes narrativos más dominantes y cuya evolución derivaría en farándula, escuelas, star systems y objeto de estudios socioantropológicos, hasta llegar a las series televisivas contemporáneas. * Disfrutamos ver de cerca la caída de los héroes, sobre todo cuando representan una cultura ajena. El folletinista francés Maurice Leblanc lo tenía muy claro. Holmes, caballero victoriano y adepto a la política imperialista de la Gran Bretaña, fue la víctima ideal para Leblanc, creador del bandido justiciero Arsène Lupin. En la novela Arsène Lupin contre Herlock Sholmès de 1908, el francés concibe un duelo de inteligencias entre su personaje y el detective londinense. La novela está escrita con una rabia política inhabitual en la literatura de masas. Como si se tratara de un panfleto anarquista, el libro no sólo hace ver mal al personaje de Conan Doyle, sino que termina por hundirlo en el lodo. Literalmente, pues Herlock Sholmès, agonizante, se revuelca ante la mirada de un Lupin que asume el papel de una Francia republicana orgullosa frente al decadente imperio británico. Por ello, no es gratuito que el ciclo de aventuras de Arsène Lupin, gentlement cambrioleur, junto con Fantômas, sea el punto culminante de la novela de folletín parisina fundada por Eugène Sue, Balzac y Dumas. Antes de que el cine y de que los folletinistas franceses le fabricaran derrotas de Sherlock Holmes desde sus respectivos intereses, Arthur Conan Doyle le ideó una contrincante superior. La cantante y estafadora profesional Irene Adler, the woman, como le llama Holmes, es la única vencedora del detective en todo el canon holmesiano. En el cuento “Escándalo en Bohemia” Adler escapa, previendo la trampa de Holmes, y lo deja en ridículo ante el doctor Watson. El enigma se resuelve, pero la mujer se fuga con el botín. La humillación de la que ha sido objeto se transforma en fetichismo; a pesar de su arrogancia y misoginia, Holmes pide como pago de su servicio detectivesco el retrato de la cantante. Es entonces cuando un subtexto amenazante en toda la saga, el cual sugiere una relación homoerótica entre Watson y Holmes, se presenta con mayor claridad: John Watson parece celoso de Irene Adler, una persona más astuta que su adorado compañero, y para colmo, mujer. Todo esto, obviamente, relatado con la precaución que impone la atmósfera victoriana. Porque Arthur Conan Doyle, de formación cientificista y tan ingenuo como para creer en las hadas,

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en la magia de Harry Houdini y en la comunicación extrasensorial, era incapaz de hacer explícito cualquier vínculo amoroso entre el par de personajes que lo llevarían a la posteridad literaria. En descargo del puritanismo comprensible de sir Arthur, hay que decir que ese mismo escrúpulo sexual ha sido reproducido por Hollywood en sus decenas de adaptaciones al cine, a excepción de la retorcida parodia de Billy Wilder, The Private Life of Sherlock Holmes, de 1970. Sin tomar en cuenta las deslucidas versiones fílmicas de Guy Ritchie (Sherlock Holmes, 2009; Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011), el detective no entró con toda la suerte en las pantallas del siglo xxi. En el capítulo “A Scandal in Belgravia”, primer episodio de la segunda temporada de Sherlock (BBC, 2012), un Holmes hiperdigitalizado se enfrenta a una Irene Adler feminista que lo supera en pericia y en adaptabilidad a los nuevos tiempos. La serie, que se inició con una temporada sorprendente por su ritmo visual y diseño sonoro, con guiones de Steven Moffat y Mark Gatiss —que satisfacían tanto a los fans del ciclo literario como a los telespectadores adeptos al binge-watching—, fue decayendo a partir de la tercera temporada como consecuencia de las exigencias de la televisión de paga con alcances internacionales. En esa serie de la BBC, que transita del lenguaje cinematográfico depurado a la comedia romántica de la serie Bones, vemos cómo Holmes, interpretado por Benedict Cumberbatch, es derrotado de nuevo, con todo y su postproducción espectacular. Un producto fabricado ya no para el gusto hollywoodense transnacional, sino para el del usuario de un Netflix complaciente y globalizado. * Al 221B de Baker Street, como hace más de cien años, siguen llegando cartas que solicitan los servicios del detective. En lo que a finales del siglo xix era un domicilio inexistente, ahora está situado el Sherlock Holmes Museum, gratuito en la planta baja, donde se encuentra la tienda de souvenirs. Para acceder al primer piso y poder visitar los aposentos de Watson y Holmes deben pagarse quince libras esterlinas. Afuera del edificio, un empleado del museo, disfrazado de custodio londinense, da la bienvenida. Gracias a la mercadotecnia el detective más famoso permanece casi invencible, entrañable, con muchas más victorias frente a sus muy contadas derrotas. Un investigador que sigue aconsejando a generaciones de lectores y auditorios disímiles, jóvenes o viejos, a cualquier hora del día. Uno de esos personajes literarios en los que el tiempo no sucede, según los cuatro últimos versos del poema de Borges: Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte y la siesta son otras. También es nuestra suerte convalecer en un jardín o mirar la luna.

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Holmes:

el crimen como una de las Bellas Artes Alejandro Badillo Retrato de un hombre caracterizado como Sherlock Holmes en 1955. (FotografĂ­a: Lambert / Getty Images)

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1 La historia del detective Sherlock Holmes y de su creador Arthur Conan Doyle parece fruto de un accidente y no de un plan diseñado ex profeso, como una de las tantas coartadas que tenía que desentrañar uno de los personajes más famosos de la literatura detectivesca. Intentando emular a Walter Scott, uno de sus escritores favoritos, Conan Doyle escribió con poca repercusión novelas históricas y de ciencia ficción que permanecieron por muchos años a la sombra del personaje que habita Baker Street y que, con el tiempo, se convertiría en un ícono de la cultura de masas. El detective que nunca, al menos en los textos orginales, dijo “Elemental, mi querido Watson”, cobró vida a pesar de la reticencia de su creador. El tiempo lo llevó al cine y a la televisión. Incluso ha tenido un espacio en la nueva ola de contenidos audiovisuales en Internet, con la serie Sherlock estelarizada por Benedict Cumberbatch. 2 La narrativa policial nace con la modernidad y la vida urbana. Con el tiempo tendrá vertientes como la novela negra en la cual el detective no se distingue mucho de aquellos a quienes persigue. El génesis de este tipo de historias es la ciudad, un territorio que promete a sus habitantes el progreso, pero que también corrompe y envilece. El buen salvaje imaginado por Rousseau, aquel ser unido íntimamente a lo natural, pierde su pureza cuando se interna en las calles grises, cubiertas de asfalto, llenas de desheredados dispuestos a hacer casi cualquier cosa para sobrevivir. Charles Dickens, otro famoso autor inglés, es un profeta de la modernidad: sus personajes viven sus existencias entre el humo de las fábricas y comienzan a ser víctimas de la ciudad que se expande y devora. La desigualdad inherente a este primer capitalismo industrial divide a la sociedad: los ricos en sus mansiones, una clase media que, a pesar de todo, aún puede subir en el escalafón social y una legión de pobres apretujados en buhardillas, sin más esperanzas que terminar la jornada con el estómago con un poco de comida. Sin embargo, para la clase dominante el progreso no puede detenerse. Hay que diseñar ciudades con ayuda de la ciencia y construir al ciudadano ideal. En este contexto nace la figura del detective que se erige como

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una especie de científico social, un investigador interdisciplinario que tiene que improvisar sobre la marcha para resolver el crimen en turno. Inventado por Edgar Allan Poe en su relato “Los crímenes de la calle Morgue”, el género detectivesco será, a partir de entonces, el espejo de una realidad incómoda. Curiosamente, en el relato del autor norteamericano, el crimen no es cometido por una persona sino por un animal salvaje que, de alguna forma, es la metáfora del hombre que se abandona a sus instintos más primordiales. Poe, más allá de su vida trágica que muchas veces roza la caricatura, era un escritor interesado en la ciencia y en los últimos adelantos técnicos. Gracias a esta vocación, muchos cuentos involucran no sólo elementos trágicos sino juegos y acertijos que deben ser descifrados mediante la ciencia para llegar a la conclusión del relato. Las matemáticas, la geometría, la química, la estadística, la medicina, entre otras disciplinas, son las herramientas que, además de resolver crímenes, permiten conservar la fe en la civilización occidental. Por eso Auguste Dupin —el detective de Poe— y Holmes son paradigmas de su tiempo. Ambos representan los mecanismos que sirven para extirpar un cáncer que se infiltra y corrompe a la población. A ellos se acude cuando la enfermedad es demasiado virulenta. Si los realistas y naturalistas franceses nos enseñaron que un entorno corrupto engendra males irremediables, los detectives de la era de la razón son el remedio final para cortar de tajo aquellos caminos que ponen en duda los mecanismos de la nueva civilización. 3 Conan Doyle creó un detective con una alta dosis de excentricidad que contrastaba con la sociedad de su tiempo. La época Victoriana, famosa por la rigidez de sus costumbres, tenía una vida privada escabrosa que pocos admitían en público. Londres era una gran fachada y, tras bambalinas, ocurría cualquier tipo de excentricidades que, a la postre, desembocaban en robos y asesinatos. En ese submundo se mueve Holmes. En algunos episodios tiene que camuflarse en ese entorno

para poder atrapar al culpable. De esta forma conoce mejor el ambiente en el que se mueve el ladrón o asesino. El detective, alejado de un aura de pureza, experimentando los ambientes que dan origen al crimen, adelanta lo que pasaría en la novela negra, en la que la corrupción uniforma a todos. Quizás, uno de los aspectos más importantes de Holmes, más allá de sus raros pasatiempos que asombran al doctor Watson, el portavoz que nos cuenta cada una de sus aventuras, es que rara vez hay un asomo de conmoción o de sentimiento ante los asesinatos. Para el detective el crimen es un juego y no elucubra ideas que vayan al ámbito de lo moral. En este sentido, como se especula en algunas adaptaciones que se han hecho a partir de su figura, estamos ante un diletante del crimen. Como narra Thomas de Quincey en su clásico ensayo El asesinato como una de las bellas artes, hay un goce estético en el acto de producir un homicidio o un robo. Siguiendo la idea de De Quincey podríamos decir que el detective es un crítico de la obra de arte que tiene frente a sus ojos. Cuando termina la partida el acto creativo tiene una pausa que, sólo se reanuda, cuando hay un nuevo caso tocando el 221B de Baker Street. 4 Un elemento fundamental en la narrativa de Conan Doyle y que se valora cuando se compara a otros autores de la época o posteriores, es la atmósfera que crea para las aventuras de Holmes. La historia es delineada con esmero: alguien solicita el auxilio del detective y, después de algún breve titubeo, se enfrasca en su solución. Todo, por supuesto, es visto a través de la perspectiva del doctor Watson, un narrador testigo que tiene las mismas dudas que cualquier lector. Hay grandes lapsos en los que el detective se ausenta de la narración. En esos momentos crece la interrogante y el lector, siempre llevado de la mano por Watson, elucubra sus propias teorías. Al final no hay detalles olvidados y todo encaja a la perfección, no hay ningún cabo suelto. Sin embargo, el lector no se queda sólo con una trama solucionada con eficacia, como si estuviera ante la

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resolución de una ecuación matemática. Párrafo tras párrafo, asistimos a un despliegue lleno de descripciones densas, detalles macabros y paisajes sugerentes. En “El intérprete griego”, uno de sus mejores relatos, leemos el testimonio de un intérprete que acepta un trabajo misterioso. Para hacer la traducción le vendan los ojos y lo llevan en un carruaje a las afueras de Londres. El viaje termina cuando llegan a una mansión sumergida en penumbra. En ese lugar, casi anónimo por la falta de luz, entran en juego las sensaciones. Conan Doyle, mediante el intérprete, describe no sólo el interrogatorio que le realizan a una víctima de origen griego, sino que capta aquellos detalles que contribuyen a crear una atmósfera plena de referencias sugerentes: el tic nervioso de uno de los captores, la alfombra mullida, los muebles cuyos perfiles apenas se adivinan en la oscuridad. El crimen, como sucede en las historias de Holmes, se resuelve, pero queda abierta la atmósfera enrarecida y la sensación de estar en un lugar polvoso y antiguo. Imagino a Conan Doyle deleitándose con cada uno de los detalles de la casa en penumbras. El autor sabe que el convencimiento no sólo consiste en disponer las fichas de un juego planificado, en no dejar ningún cabo suelto, sino en aprovechar elementos en apariencia intangibles. Me parece que el juego planteado en “El intérprete griego” es un buen ejemplo de por qué la narrativa de Conan Doyle sigue seduciendo a lectores de otro tiempo y otras geografías. 5 Un colofón interesante y, además, contradictorio, de la vida de Arthur Conan Doyle, fue su firme creencia en el espiritismo y en el mundo de las hadas. Parece que el trabajo metódico y científico, en algunos autores, los lleva a buscar un mundo en el que la razón sea excluida. Alfred Russel Wallace, naturalista inglés que había llegado, casi en paralelo, a las mismas conclusiones que Darwin sobre la evolución, terminó creyendo en una teoría mística que intentaba explicar el origen de la inteligencia en el hombre. Conan Doyle viajó dando conferencias sobre el espiritismo e, incluso, defendió el caso de Elsie Wright y Frances Griffiths, unas niñas que aseguraban haber fotografiado hadas y cuyas imágenes motivaron un gran debate en su época. Quizás la ferviente defensa del mundo sobrenatural fue una manera de contrarrestar la influencia que Holmes había tenido en su vida.

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El detective de Conan Doyle Jaime MuĂąoz Vargas

El actor norteamericano William Gillette caracterizado como Sherlock Holmes. (FotografĂ­a: Hulton Archive / Getty Images)

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He olvidado las tramas, pero no la racional emoción que me transmitieron los cuentos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien murió hace mucho, en 1930, aunque su personaje sigue vivito y conjeturando. Mis diversiones infantiles fueron las de cualquier niño sin letras de la provincia mexicana, de aquel Gómez Palacio que siempre ha sido muy soleado pero literariamente gris. Jugaba futbol, trompo, papalotes y con amigos conversaba sobre películas y luchadores. Tuve la suerte de vivir a media cuadra del cine Elba, así que todos los domingos iba a la fabulosa función de matiné que ofrecía tres películas a precio de risa. Todo esto lo digo por una razón: en mi infancia no hubo hermanos Grimm, ni Salgari, ni Verne, ni Defoe. Los libros me fueron llegando un poco tarde, casi al salir de la adolescencia. Lo que leí, pues, de literatura “infantil”, la literatura que según se sabe leían todos los niños en la época en la que supuestamente los niños sí leían, no pude tenerlo a la vista sino hasta que ya me había cambiado la voz, en el trance de emigrar hacia la prepa. Al leer biografías o entrevistas de los grandes escritores sentí el bochorno de no haber trabado contacto, como ellos, con los autores que escribían sobre aventuras, sobre viajes, sobre exploraciones fabulosas y sobre audaces lances. Fue por eso que, con rezago, solo y con las puras malditas uñas de la intuición, compré poco a poco todo clásico “infantil” —entrecomillo infantil porque en el fondo no lo era tanto— que me cerraba el ojito en las librerías. La colección Sepan cuantos… de Porrúa fue, en tal caso, la benemérita serie que le permitió a mis flacos bolsillos obtener todo el acervo que tal vez hizo falta en mi niñez como complemento de lúdicas vagancias y estudios entre la muchedumbre de alumnos que sobrepoblaba (sobrepoblábamos) las aulas de la primaria Presidente López Mateos ubicada en la colonia Santa Rosa de la comarca lagunera. Hoy, con Internet a la mano, cualquiera puede “bajar”a Conan Doyle o a quien sea, pero en aquella época todavía lentísima uno debía buscar libros como quien busca pepitas de oro en el desierto. Fue así como a principios de los ochenta di con las aventuras de Sherlock Holmes. Porrúa tiene, si no recuerdo mal, tres o cuatro

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racimos de cuentos que casi corresponden a los que reunió Conan Doyle mientras vivió. En estricto sentido se trata de dos libros, el 341 y 345 de la serie, el primero prologado —quién mejor que ella— por mi paisana duranguense María Elvira Bermúdez. En ambos títulos, como digo, el editor mexicano arracimó cuentos que en su origen compusieron varios libros del escritor edimburgués. Sin más brújula ingresé entonces a los relatos protagonizados por el famoso detective, y, para mi asombro, fueron un ramalazo de alegría. He olvidado, como dije, el hilo exacto de las historias, los detalles, pero no el regusto general que me comunicaron y que sobrevive a todo flagelo del tiempo. Recuerdo que acompañar a Sherlock Holmes en el proceso de investigación, de conjetura y de resolución de enigmas fue una lección de cuidado con el zurcido argumental en un género que siempre demanda cálculo, preconcepción de la trama. En aquellos imberbes años, algo me decía que los cuentos de Conan Doyle no podían ser escritos con la fórmula de la escritura automática, sino que era necesario trazar un plan de ataque a la trama antes de llegar al proceso de escritura. Conan Doyle me enseñó (lo aprendí mal, pero él lo enseñó bien) a ocultar detalles, o a ocultar mostrando, que es lo difícil en el caso del relato detectivesco, a colocar adrede piezas que parezcan obvias, a manipular los delitos para que la explicación caiga al final como una piedra en el agua, por pura lógica. No he vuelto a leerlo con aquella intensidad, pero cada vez que conjeturo algo más o menos detectivesco recuerdo los procedimientos de Holmes. En el fondo, lo que enseña el viejo Sir, y lo enseña fundamentalmente, creo, a los jóvenes, es a advertir que todo es comunicación, que incluso los detalles más insignificantes nos envían mensajes. Las palabras, los gestos, la orientación de unas manchas, la ropa, el silencio, una colilla de cigarro, todo emite signos descifrables a partir del razonamiento deductivo. A 130 años de nacido, Sherlock Holmes puede seguir siendo para los jóvenes un buen maestro de lógica. Para mí, sin quererlo, fue el mejor en esa asignatura.

Lo fue también, claro, August Dupin, el investigador primigenio creado por Poe y en el que esencialmente se basaron todos los demás sabuesos de su índole, pero fue Holmes quien me permitió notar más claramente los engranes del razonamiento lógico. A diferencia del escritor norteamericano, que en sus arrebatos románticos intrincaba las tramas hasta hacerlas laberínticas, algo pesadillescas, Conan Doyle operó con un sistema aerodinámico, despejado, o como se diría hoy, así sea con precavidas cursivas, minimalista: su investigador es un hombre sosegado, racional en extremo, desapasionado, ajeno a cualquier exaltación del ánimo, comprometido sólo con la verdad que las pistas le deparan tras una minuciosa investigación. Vive de manera frugal y trabaja en lo que trabaja por amor al despejamiento de incógnitas, no al dinero. Se codea además con Watson, otro tipo sencillo, también adicto al esclarecimiento de misterios, pero evidentemente menos dotado para resolver los casos que llegan al ya legendario reducto del 221B de Baker Street. El ejercicio de la conjetura se da entonces al margen de sobresaltos sanguinolentos, sin otra herramienta que no sea la de la inteligencia. Una inquietud me rondó durante mucho tiempo: ¿por qué fue Sherlock Holmes quien se impuso como suma y espejo entre todos los detectives que en la literatura han sido? ¿Por qué son su gorra de doble visera, su abriguito de solapa amplia y su lupa los elementos que sintetizan todo lo detectivesco? Recuerdo, para ayudarme a responder, una afirmación de Borges sobre Quevedo. Decía el autor de Ficciones que todo gran escritor necesitaba, para perdurar, de la creación de un símbolo. Daba el ejemplo, si la memoria no me defrauda, de Cervantes, quien desde el punto de vista técnico no es mejor escritor que Quevedo, pero dio con un símbolo que luego le sirvió para encumbrarlo: el del caballero andante, epítome de idealismo. Igual, o parecidamente, obraron Dante con su infierno, Shakespeare con el amor imposible de RyJ, o más cerca en el tiempo Kafka con el repentino escarabajo y Rulfo con el cacique enamorado de Susana San Juan. Conan Doyle dio con Sherlock Holmes, lo convirtió en un

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personaje-tipo bien definido en la totalidad de sus rasgos. Después, claro, la iconografía colaboró con su parte hasta cuajar al detective de detectives que ya es, desde hace mucho y para siempre, mascarón de proa en la historia del género policial. Ahora bien, no es suficiente con amonedar —este verbo le gustaba a Borges— el susodicho símbolo. Conan Doyle supo que necesitaba historias que mezclaran la sencillez y la complejidad en dosis delicadamente parejas, exactas. En el engranaje de los cuentos más que en los textos de mayor envergadura, sospecho, es más visible el procedimiento, un procedimiento algo mecánico, es cierto, pero siempre eficaz al menos para un lector, el de finales del siglo xix, no habituado aún a las estratagemas del relato policial: alguien llega a la guarida de Holmes y desde allí comienza la investigación. El detective no pierde tiempo, y esto fascina a los lectores. Desde que el cliente en apuros cruza la puerta, Sherlock comienza el peritaje: la ropa y los gestos del visitante emiten los primeros mensajes, y el investigador los anota en su mente mientras deja que el cliente hable. Viene entonces la exposición del problema, el izamiento de la incógnita. Holmes hace preguntas ad hoc, inmediatamente ceñidas al asunto atañedero al cliente. Luego de formarse el primer esquema de la situación, Holmes promete investigar y deja que el personaje-palanca se vaya. Es allí cuando, por lo regular, explica a Watson sus impresiones iniciales: la ropa, la gestualidad y las palabras del cliente devienen inmediatas pistas, y eso que Holmes todavía no ha salido de sus cuatro paredes. Al sumar las peripecias de la investigación, el maestro de la deducción va hilando fino hasta llegar a lo que desea con un procedimiento que enlaza acciones en las que no interviene el azar, sino la racionalidad pura del detective, esto es, que no va a una casa, que no hace una pregunta o que no observa un detalle porque la casualidad lo puso allí, sino deliberadamente, con plena conciencia de lo que necesita. En otras palabras, el personaje protagónico de Conan Doyle construye el mecano de cada investigación a partir de un perfecto y controlado engarzamiento de pistas que Holmes prefigura, busca y suma o descarta. La repetición de este asombroso método, por más mecánico que pueda ser o parecer, fue lo que me subyugó cuando fui joven y leí por primera vez las aventuras de Sherlock Holmes. No creo exagerar cuando me digo que los cuentos que he leído de otros escritores y considero perfectos, algo, aunque sea un poco, le adeudan a sir Arthur Conan Doyle.

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Holmes: un encuentro

Augusto Cruz

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17 William Gillette caracterizado como Sherlock Holmes en 1901. (FotografĂ­a: London Stereoscopic Company / Getty Images)


El tren debió llegar con la reconocida puntualidad inglesa. No es aventurado pensar que, cobijado por la niebla, un médico espera en la solitaria estación a otro hombre que justo ha bajado del tren. Ninguna de las dos siluetas puede observar con claridad a la otra hasta que deciden —con recelosa cautela— avanzar unos pasos. El médico, sorprendido, reconoce al único hombre por quien faltó a su juramento hipocrático, aquel a quien decidió dejar morir y cuyo recuerdo le persigue como una sombra. Ese hombre no deja de mirarlo con curioso interés, como un entomólogo ante una desconocida y pequeña especie de la cual ha escuchado rumores de su existencia. El hombre extrae de su gabardina una lupa con la cual observa detenidamente al médico, quien sumido en el desconcierto por ocupar el papel de paciente permanece tan inmóvil como la mariposa víctima del alfiler de un coleccionista. El hombre guarda la lupa, ha llegado a una conclusión y emite su juicio sumario: “Incuestionablemente, un autor”. El renombrado actor William Gillette, vestido como Sherlock Holmes, extiende la mano para saludar a su creador: sir Arthur Conan Doyle. El médico duda por unos instantes sobre las consecuencias de estrechar la mano de un muerto, de “su” muerto, a quien ese hombre volverá a la vida más de mil trescientas veces en el escenario. ¿Sellará ese apretón de manos un pacto siniestro entre los dos? ¿Quién terminará ahora por matar a quién? ¿Puede uno ser víctima de su propia creación? Este médico, hombre de ciencia en crisis convertido en el primer publiespiritista de su tiempo, olvida todo, sonríe y devuelve el saludo. Sólo por si acaso, estrecha la mano del hombre de tal forma que logra sentir su pulso. La amistad entre este ferviente espiritista y el agnóstico declarado durará para toda la vida. Un niño vendedor de periódicos aparece de la nada con la edición del Times. “Señor Holmes”, le reconoce, quitándose la raída gorra a manera de respeto, al tiempo que saluda al médico casi sin mirarle y musitando un distraído: “doctor Watson”. El vendedor de periódicos escucha su nombre, Billy, y se retira, perdiéndose entre la misma niebla de la cual surgió, dejando frente a frente a autor y personaje. Es mayo de 1899, Conan Doyle y Gillette se encuentran por primera vez antes de partir a Undershaw, la residencia del autor, donde discutirán el destino teatral del famoso detective.

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El Profesor Moriarty y Sherlock Holmes no fueron los únicos que se despeñaron por las cataratas de Reichenbach en “El problema final”. Tras la caída de la némesis y el héroe, el creador de ambos les acompañaría en el descenso de manera inevitable. Como el mago que renuncia a su mejor y más popular acto, o el cantante que omite la melodía que todos esperan durante su concierto, Conan Doyle descubriría que la vida sin Holmes era más dura de lo pensado, y que provocar la muerte de su más famoso personaje resultó un mal negocio. La enfermedad de su esposa Louis, los gastos derivados de la construcción de Undershaw y su estilo de vida se verían seriamente afectados por la falta de los ingresos que el detestable detective, según su creador, le proporcionaba. Fechar las nuevas aventuras cronológicamente anteriores a la muerte de Holmes redituaban dinero pero afectaban al orgullo del médico. Para Conan Doyle, Sherlock Holmes se convertiría en un pariente adinerado al que tiene que recurrirse en tiempos de apremio, jurando —cada vez con menos convicción— que está vez será la última vez. El médico buscó un nuevo tratamiento para su mal y el remedio le condujo al teatro. La representación escénica ofrecía múltiples beneficios: recaudaciones continuas, la escritura de un solo texto generaba ingresos cada noche, mantenía la promesa de no resucitar literariamente —sólo de forma teatral— al detective, al tiempo que lograba enfrentarse a los textos apócrifos sobre Holmes que circulaban en el ambiente teatral, y que no le proporcionaban ninguna clase de regalías. En específico una comedia musical de un acto titulada Under the clock, de 1893, escrita por Charles Brookfield y Seymour Hicks representada en Londres, y una obra dramática Sherlock Holmes (Sherlock Holmes, detective), escrita por Charles Rogers y representada al año siguiente en Glasgow, como lo señala Paul Stuart Hayes en su prólogo a The Theatrical Sherlock Holmes. Sherlock Holmes: a drama in four acts tiene como antecedente una obra de teatro escrita por el propio Conan Doyle en la que los jóvenes Holmes y Watson inician su colaboración detectivesca. Tras el rechazo de algunos de los más importantes actores victorianos

como Henry Irving y Herbert Beerbohm Tree —quien exigía hacer los papeles de Holmes y Moriarty—, y las restricciones creativas del propio autor convertido en dramaturgo, la obra llegó a manos del productor teatral norteamericano Charles Frohman, quien sugirió que esta fuera adaptada por el reconocido actor y dramaturgo William Gillette, quien además de interpretar a Holmes añadiría su propio estilo al personaje. Necesitado de ingresos rápidos y con pocas opciones, Conan Doyle no tuvo más remedio que ceder, aunque se dio tiempo para imponer una sola condición: “su detective nunca se enamoraría”. Para el médico, experto en curar casi todo tipo de males, el amor, esa enfermedad que obnubila la razón, y por ende, el proceso deductivo, no tenía cabida en el escenario, sin contar con que la exigencia tenía como propósito reprimir el impulso de Frohman, reconocido por producir obras de teatro románticas. William Gillette, uno de los pocos actores y dramaturgos cuyo genio era igualmente reconocido tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, decidió que la obra teatral del médico carecía de posibilidades dramáticas, por lo que obtuvo permiso para adaptarla. Quiso la fortuna o el infortunio que tanto la obra original de Conan Doyle como la primera adaptación de Gillette terminaran reducidas a cenizas en el incendio de un hotel en San Francisco, por lo que el actor tuvo que reescribirla desde cero, encomienda que concluyó en un mes. Gillette acordó compartir la autoría de la nueva obra con Conan Doyle, de quien mantuvo cinco personajes: Holmes, Watson, el Profesor Moriarty, la señora Hudson y un joven vendedor de periódicos, a quien bautizó como Billy, y que en algunas futuras representaciones sería actuado por un entonces joven Charles Chaplin. Gillette basó la obra en los textos de “Un escándalo en Bohemia”, “El problema final”, “El misterio de Cooper Beeches” y Un estudio en escarlata. La obra añadió al melodrama el uso de efectos especiales: elevadores ocultos, pasadizos secretos, trampillas, niebla londinense, al tiempo que conservaba el poder de deducción del personaje, su arrogancia, sus meditaciones en bata, la pipa y el hábito de usar drogas. Con esto,

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Gillette pretendía expandir las posibilidades dramáticas de las que carecía el texto original de Conan Doyle, insertando algunos toques de humor. Los telegramas entre autor y dramaturgo se intensificaron. Gillette, conocedor del teatro, hizo una última y arriesgada apuesta al preguntar al médico si podía casar al detective. Conan Doyle, aburrido o necesitado de ver dinero tras tanto tiempo perdido, le contestó: “Puede casarlo o asesinarlo o cualquier cosa que quiera hacer con él”. Sin embargo, el médico tiene sus dudas. No parece contento con lo que supone será un final romántico; por tanto, invita a Gillette a viajar a Inglaterra para discutir los cambios. En la residencia de Undershaw, tras el encuentro inicial en la estación del tren, Gillette lee la obra completa. El encanto y la distinción del actor terminan por cautivar al médico, lo que quedó registrado en la correspondencia de este con su madre, en la que le compartía que Gillette había logrado una excelente obra, en la que dos actos eran grandiosos. A partir de ese momento, Conan Doyle recordará a Gillette como el hombre que transformó una creatura de delgado aire en un convincente ser humano. El médico escribirá dos obras de teatro para su detective: The Speckled Band: an adventure of Mister Sherlock Holmes en 1910, y The Crown Diamond: and evening with Sherlock Holmes en 1921. Ninguna será actuada por William Gillette en el escenario y gozarán de poco éxito y reconocimiento. Por su parte, Gillette interpretará al personaje con frecuencia en los escenarios hasta su retiro como Holmes en 1932, lo que no le impedirá filmar en 1916 Sherlock Holmes, una película muda dirigida por Arthur Berthelet, basada en la obra teatral de Conan Doyle y Gillette. La película, probablemente el único testimonio del genio interpretativo de Gillette, se mantuvo perdida durante casi cien años hasta reaparecer en las bóvedas de la cineteca francesa en 2014. La caracterización de Gillette como el detective causaría una profunda impresión que perdura hasta nuestros días, particularmente en el cine. Por décadas, para críticos y público la única representación posible del famoso detective pasaba por William Gillette, quien, en el espíritu de coautoría, regalaría al famoso personaje su

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más legendaria frase: “Oh, this is elementary, my dear fellow”, lo que eventualmente se transformará en una de las frases más famosas de la literatura: “Elemental, mi querido Watson”. El propio actor se daría tiempo para parodiar al famoso detective en The Painful Predicament of Sherlock Holmes, obra de un solo acto representada en dos épocas distintas con fines benéficos. En la obra, una mujer parlanchina y visiblemente alterada solicita la ayuda del detective, a quien entre interminables alabanzas a su genio le va destruyendo de manera accidental sus posesiones. Holmes, sin pronunciar una sola palabra, termina por solucionar el problema que incluye la posesión no muy clara de unos muebles. Es agosto de 1914. El conflicto armado que será conocido como la Gran Guerra acaba de iniciarse. El hombre ha cambiado su rutina por circunstancias apremiantes. Abandona el hotel Savoy de Londres donde es reconocido y se traslada a uno más alejado, el Palais Royal. Esta actitud no pasa inadvertida para quienes siguen sus pasos. Las recamareras, convertidas en silenciosas vigilantes, advierten la extrañeza del nuevo huésped y le denuncian. El hombre llega a su cuarto y encuentra la puerta abierta. Sabe que algo no está bien. Sus sospechas se confirman cuando descubre a dos hombres registrando sus pertenencias, particularmente su portafolio. Los detectives, de aspecto rústico, a pesar de sus trajes bien planchados, preguntan al hombre si habita ese cuarto. El hombre asiente. Los detectives le revelan que han encontrado los planos de la embajada británica en París entre sus pertenencias. La situación se agrava pues los planos contienen marcas que señalan entradas secretas. Le preguntan qué hará con los planos, a lo que el hombre responde que de momento nada. Los detectives se miran entre sí con molestia, como si ese hombre parco, delgado y alto quisiera pasarse de listo con ellos. Un detective, el más tosco, comienza a sacar sus esposas. El hombre sabe que ha llegado el momento de revelar su identidad. “A pesar de haberlo sido cientos de veces y lucir como uno, no soy un espía, caballeros”, les asegura. Los detectives se miran entre sí sin comprender esa suerte de acertijo verbal. Son la clase de policías que seguirían cualquier orden superior,


aunque esta significara embestir una vidriera por sí mismos. “Soy un actor”, revela el hombre. “Mi nombre es Gillette, William Gillette”. “No lo conocemos”, aseguran los detectives. Gillette piensa en los cientos de veces que ha interpretado a un espía en su propia obra Secret Service, y se pregunta si las caracterizaciones de todos sus personajes son como una máscara que termina por apropiarse del rostro original, convirtiendo al verdadero Gillette en un hombre sin rostro al bajar del escenario. ¿Hay alguien que pueda identificarlo?, le preguntan. Gillette piensa en multiplicar los cientos de espectadores por el número de funciones que ha representado ese mismo año en Londres, y si ellos podrían ser testigos confiables para este par de tozudos y poco cultivados detectives. “Estoy bajo la gerencia del empresario teatral Charles Frohman”, revela, pero el nombre nada significa para los detectives. “Tendrá que acompañarnos a Scotland Yard”, le advierten, “a menos que explique el porqué de los planos que encontramos en su poder”. “Mañana zarpo para Norteamérica”, dice Gillette. “La salida rápida de un espía”, piensa uno de los detectives, “inventar una partida presurosa del país en cuanto son descubiertos”. “Actuaré en una obra que he representado aquí en Londres durante un año. El tercer acto tiene una escena en la embajada británica en París, así que para que todo luzca real en el escenario obtuve los planos de la embajada”, confiesa Gillette. Los detectives lo miran con incredulidad. Es la peor excusa que han escuchado. Ese hombre, piensan, debe ser el peor de los actores. Uno de los detectives escucha la voz de su mujer quien le reclama por nunca llevarla al teatro, pero quien puede darse tal lujo con el sueldo que gana. El otro se acerca con las esposas. Gillette piensa que es inútil revelarles que el título de la obra es Diplomacia. Conducido a Scotland Yard donde uno de los detectives le interroga insistentemente, Gillette decide utilizar su último recurso, al que por una extraña razón se ha mostrado renuente a acudir. “sir Arthur Conan Doyle puede comprobar mi identidad”, les dice. El otro detective mira a Gillette, cree reconocer al hombre, no recuerda de dónde pero sabe que está cerca de desentrañar su misteriosa identidad.

Uno de los detectives telefonea y logra encontrar a sir Arthur Conan Doyle en su casa en Hindhead. Escucha en silencio. Su expresión cambia y su gesto hosco se transforma en sumisión. Pareciera estar siendo reprendido. Ofrece disculpas repetidas veces a la bocina y cuelga. Hace una seña a su compañero para que le siga hasta una oficina privada. Al salir, los detectives se miran entre sí, decidiendo cuál de los dos debe hablar. El detective hosco le ofrece una disculpa al señor Gillette, y le pide que entienda. “Son tiempos de guerra”, se excusa, “nadie es quien dice ser, cualquiera podría ser un espía alemán”. Su mirada se dirige a un punto vago, sin hacer contacto con los penetrantes ojos de Gillette. El otro detective acompaña al actor a la puerta de salida. Duda si es preciso articular un: “perdone usted, señor Holmes”, pero sabe que haría el ridículo por segunda vez. Al ver alejarse al hombre, piensa en lo que contará a su mujer durante la cena. Lo ocurrido hoy es mejor que cualquier obra de teatro, y además fue gratis. En su residencia de Hindhead, Conan Doyle permanece unos minutos con el teléfono en la mano. Sabe que de alguna forma ha pagado su deuda. Ha salvado al hombre que lanzó por las cataratas de Reichenbach hace veintiún años. Al día siguiente, William Gillette aborda el crucero Báltico rumbo a Norteamérica.

Bibliografía Conan Doyle, Arthur and Gillette, William. (2012). The Theatrical Sherlock Holmes. London: Hidden Tiger. The Arthur Conan Doyle Encyclopedia. William Gillette. Recuperado en: https://www.arthur-conan-doyle. com/index.php?title=William_Gillette The Courier Journal, 13 de septiembre de 1914, pp 44. The Washington Post, 28 de agosto de 1914, pp 6. The Sun Baltimore, 27 de Agosto de 1914, pp 18. Akron Evening Times, 28 de agosto de 1914, pp 10. Zecher, Henry. (2011). William Gillette, America´s Sherlock Holmes. United States of America: Xlibris. Coren, Michael. (1995). The life of Sir Arthur Conan Doyle. United Kingdom: Bloomsbury.

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Sherlock Holmes y la deducciรณn de lo humano Alfonso Nava

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Ilustraciรณn de Sidney E. Paget para El sabueso de los Baskerville de 1902. (Imagen: Culture Club / Getty Images)


When you have eliminated the impossible, whatever remains, however improbable, must be the truth. Arthur Conan Doyle, The Sign of the Four

“Aquel que forma un vínculo está perdido. El germen de la corrupción ha entrado en su alma”. George Steiner utiliza esta cita de Joseph Conrad para hablar de los atribulados espías de Graham Greene, y la frase aplica también para los investigadores de Hammett y Chandler, cuyos problemas mayores se derivan de un involucramiento personal, casi incriminatorio, con alguna de las partes (la que es inicialmente identificada como víctima). Por ese vínculo, la oportunidad de las resoluciones se vuelve emocional o moral. Para los investigadores Sam Spade o Philip Marlowe la vida no es la misma entre caso y caso: hay secuelas, traumas y afectaciones que habrán de reflejarse de algún modo en otras entregas de sus respectivas sagas. Sherlock Holmes, en cambio, luego de aniquilar a un perro infernal, resolver el caso más complejo de su vida, salvar a un heredero y revelar el abuso severo contra dos mujeres, a poco de exponer y cerrar su caso, decide invitar a su asistente John Watson a un concierto no sin antes pasar por un bocadillo. Como si nada. Y la vida sigue. La representación típica de Holmes —en televisión o el cine— revela un cierto desapego, cuando no total desdén, por ciertas derivaciones emotivas o sensibleras de quienes le rodean. Esto no radica necesariamente en los libros, pero digamos que hay guiños. Sospecho que en la representación sirve para acentuar el carácter flemático, y en momentos condescendiente, del detective, así como para enfatizar su talante científico: la idea de un hombre que ve data en lugar de asuntos humanos, que sólo con la evidencia precisa puede evitar la parcialidad y el engaño, así como confrontar eventos duros sin poner en juego las emociones; un personaje para quien es más importante que sus implicaciones la resolución de un caso. Holmes es quizás el primer tecnócrata en la literatura.

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En un momento metaliterario en El signo de los cuatro, Holmes recrimina a su amigo Watson las desviaciones “románticas” en las que suele incurrir al relatar las aventuras del célebre investigador. Afirma que una indagación es una ciencia exacta que debería ser relatada con la misma manera “fría y sin emociones” con que se ejecuta. Además, hay aquí un recurso de avanzada (la obra que se critica a sí misma): Holmes pontifica una ética. Deleuze y Guattari coligen que la celebrada simplicidad y el carácter directo del lenguaje de Kafka en realidad abreva del Derecho y de las ciencias con el fin de apelar a cierta neutralidad, para así llegar a la forma más desnuda de la cosa, y a la vez queda de manifiesto (sin adjetivos, sólo con datos) la pequeñez del sujeto ante la inmensidad del mundo. Lo mismo se afirma del francés escrito de Beckett, bello y efectivo por elemental y casi primitivo, como si apenas se bautizaran las cosas del mundo. Una posibilidad similar afirma Holmes respecto a su trabajo, en un momento de análisis de retratos en El sabueso de los Baskerville: “Tengo los ojos entrenados para examinar rostros y no sus adornos. La primera virtud de un investigador criminal es ver a través de un disfraz”. Podríamos aventurar la posibilidad de que Holmes no sólo apela al método científico como camino a la verdad sino incluso como riel ético: el enfoque permite ver a los demás con claridad y, para uno mismo, facilita una forma de vida recta, transparente, sin distracciones mundanas (“Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido”, escribe Borges sobre un personaje en el que, acaso, su propio mito debió verse espejeado). Otra opción podría ser que, para Holmes, nada extraordinario hay en la posibilidad de que de pronto se aparezca el Mal. Si reprocha el romanticismo de Watson, es porque supone que las tragedias o vilezas derivadas del equivocado despliegue de las pasiones (otra consecuencia de las derivaciones sensibleras, de las conductas hiperbólicas a las que se contrapone el preciso carácter flemático de Holmes) no viven ocultas en nuestro esencialmente malvado mundo. De hecho, no pocas veces parece colegir que los villanos se refocilan al sembrar pistas que, si bien servirán en su contra cuando se resuelva el crimen, en el momento mismo de la indagación no hacen sino dar testimonio de su genio y grandeza malévola. Esos signos están en todos lados, pero es justamente en la sensiblería hiperbólica —lo que llamaríamos “lo humano” para despojarlo de melodrama— que se oculta para hacerse sólo visible ante el ojo científico que no se ha dejado contaminar. En El sabueso…, a modo de lección, dice a Watson y a unos policías: “El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad”.

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Nada hay de extraordinario en la maldad, excepto para quien en algún momento se vuelve su acreedor. Sir Henry, víctima en El sabueso…, pasa de ser un campesino ordinario al blanco de un monstruo infernal gracias a la acción de un villano; su existencia se reivindica con ese acto de maldad y el propio sir Henry así lo presiente, modestamente, cuando confiesa a Watson su actual miedo: “Tengo la impresión de haberme convertido en un personaje de novela barata —dijo nuestro visitante— ¿Por qué demonios habría de vigilarme o seguirme alguien?”. Una tercera posibilidad de la ética de Holmes se abre con esta idea: el mal reivindicador, el mal que revela una inteligencia superior y que a la vez vence, con su aparición, al inconmensurable tedio que rige al mundo. Sólo cuando aparece el mal, Holmes tiene la oportunidad de revelar su arte. A lo largo de El sabueso… y otras piezas, Holmes reivindica y hasta celebra villanos cuando estos demuestran genio (“Tenemos a un rival de nuestro tamaño”, dice a Watson sobre el criminal de El sabueso… en repetidas ocasiones), lamenta no haber estado en algún momento draconiano en que se pudo levantar un dato mayor, se emociona con casos complejos como si él mismo perpetrara el crimen. El filósofo Edmund Burke definió lo sublime como “el horror delicioso”, un sentimiento que crece a medio camino entre el miedo y el placer, entre la sensación de la vida amenazada, la insurgencia de gozo ante lo inabarcable de esa misma experiencia. El ingreso formal de Holmes a la indagación del mal, aunque arribe desde el procedimiento neutro de la ciencia, podría llevarlo a una experiencia de energía informe y fuera de norma de donde emerge la experiencia estética. En palabras de Iris Murdoch, el desborde de lo sublime se expresa en esa suerte de avasallamiento: Lo sublime es un sentimiento turbador (que consideramos un atributo de su causa) que surge en nosotros cuando la acreditada demanda de unidad inteligible de la razón es derrotada por la informe vastedad o poder de la naturaleza […] Es una especie de sentimiento estético y, sin embargo, moral, de una mezcla de placer y dolor afín al respeto que inspira la ley moral […] En esta experiencia no somos empujados a un estudio teórico de la forma de la naturaleza, sino que recibimos el impacto de la carencia de forma de la naturaleza.

Holmes no es como Spade o Marlowe que se identifican con las víctimas: él juega ajedrez con los villanos de su estatura. La aparición del doctor Moriarty a lo largo de Las aventuras de Sherlock Holmes así lo confirma. Para mostrar su plenitud (cito la ya clásica frase de Alfred Pennyworth, mayordomo de un héroe parecido a Holmes), nuestro detective necesita ver al mundo arder.

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El actor británico Basil Rathbone caracterizado como el detective Sherlock Holmes, en 1939. (Fotorgrafía: Archive Photos / Getty Images)

Sherlock Holmes:

una máquina de raciocinio perfecta

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Gerardo Piña


Querido Sherlock Holmes: Solicito su ayuda en un asunto de vida o muerte. Hace dos semanas mi marido salió del trabajo rumbo a casa. En el camino se detuvo a comprar tabaco y estampillas en McPherson’s de la calle Strutgart. Nadie ha vuelto a saber de él y la policía se muestra reacia a ayudarme. Temo que algo irremediable le haya ocurrido porque esa tarde llevaba consigo papeles importantes… papeles que podrían comprometer a un alto funcionario del gobierno. Queda de usted llena de angustia, Deliah Robertson

Querido Sherlock Holmes: Me he dado a la tarea de encontrar un tesoro escondido en la Isle of Wight. El mapa que tengo en mis manos es auténtico. Lo hallé en el encarte de una enciclopedia que compré en una casa de antigüedades. Es evidente que alguien lo escondió ahí y olvidó recuperarlo o quizás murió sin decir nada. Le escribo porque sé que hay más de una persona conspirando en mi contra. Me han estado siguiendo desde hace un par de semanas (casualmente desde la fecha en que encontré el mapa) y temo por mi vida. A través de esta carta lo hago a usted partícipe de mi secreto. Lo único que le pido a cambio es que se reúna conmigo para juntos emprender el viaje. No conozco a alguien con mayores habilidades para acompañarme y que me ayude a evadir a mis perseguidores. Iré a verlo mañana por la noche, a las ocho. Le ruego que tenga la mayor discreción en este asunto. Su amigo, Robert M. Luton

Durante más de cincuenta años llegaron cartas como estas a la casa de sir Arthur Conan Doyle o a la redacción del periódico The Strand de Londres, si bien originalmente iban dirigidas al número 221 B de Baker Street. Otras cartas incluían confesiones de crímenes y robos, peticiones para crear una agencia de detectives clandestina y, por supuesto, cientos de declaraciones de amor dirigidas a Mr. Holmes. Para fines del siglo xix, todo el Reino Unido estaba enamorado de un modo u otro del mejor detective del mundo y muchas de esas personas, miles, ignoraban que era un personaje de ficción. Cuando la literatura se cuela en la realidad (no como su opuesto sino como parte de ella) lo hace de una forma tan sutil que con frecuencia lo ignoramos. En el siglo xii, un escritor británico de nombre Geoffrey de Monmouth escribió un libro titulado Regum Britaniae. En él hacía un recuento de todos los reyes de Gran Bretaña

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que habían existido hasta entonces. Es un libro que se consideraba entonces “materia de Roma”, es decir, un texto de carácter histórico. Sin embargo, en uno de los capítulos incluyó al rey Arturo y toda la corte de Camelot —Morgana, la reina Guniver, sir Gawain, Merlín, etcétera—. Lo hizo con el mismo estilo y en el mismo tono del resto del libro. No incluyó ningún tipo de nota o advertencia respecto a las considerables dudas que ya desde entonces existían sobre la autenticidad del rey Arturo. Así, un capítulo de ficción absoluta pasó como parte de un libro de historia durante siglos. No sólo en el siglo xii, también en el xix la literatura fue forjando el carácter de muchos hombres y mujeres quienes veían en la ficción una forma de educarse. De las grandes novelas de esa época surgieron valores de belleza, de conducta y hasta modelos para transformar tecnológica y bélicamente la realidad. Arthur Conan Doyle escribió muchas otras cosas además de la saga de Sherlock Holmes que tanta fama y dinero le trajeran. Entre éstas, hay una serie de cuentos de carácter bélico. En uno de estos cuentos describió una estrategia de ataque en un lugar que simulaba una región de África donde se desarrollaba una guerra similar a la guerra Boer entre Inglaterra y Holanda que estaba ocurriendo en esos años. La estrategia de ficción resultó tan audaz que Conan Doyle fue acusado de ser espía y propagandista del bando enemigo, ya que los holandeses realizaron una maniobra en contra de las tropas inglesas que era muy semejante a la descrita en el cuento. Doyle exigió que lo enviaran al frente para probar su lealtad al imperio. Desde luego no se lo concedieron, rebasaba ya por varios años el límite de edad permitido para combatir pero no se quedó conforme. Recorrió varias ciudades y puestos de reclutamiento hasta que llegó con el único general de toda Inglaterra que probablemente no sabía quién era Conan Doyle (o que sí sabía pero le daba lo mismo) y lo enlistó. Por fortuna fue enviado de regreso al día siguiente de haber llegado a África. En la Inglaterra victoriana, cuando Conan Doyle escribía sus primeras novelas, las mujeres no podían

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comprar ni alquilar libros de ficción en las librerías o bibliotecas sin la autorización expresa de sus padres o esposos. Ellos aprobaban los títulos antes de que ellas pudieran leerlos porque se pensaba que la lectura de ciertas novelas podía volver locas a las mujeres, deprimirlas y, sobre todo, corromperlas. Escritoras que luego serían canónicas como Mary Ann Evans (George Eliot), Amandine Dupin (George Sand) o Karen Blixen (Isak Dinesen) tuvieron que publicar sus obras con seudónimos masculinos para que los editores pudieran publicar sus obras y el público acercarse a las mismas sin prejuicios. En este contexto irrumpe Estudio en escarlata, la primera novela de la saga de Sherlock Holmes publicada en 1887 por Ward, Lock & Co., tras haber sido rechazada por varias editoriales. Es aquí donde Watson se inicia como el gran narrador que es y donde conoce, gracias a Stamford, a quien será su mejor amigo, Mr. Sherlock Holmes. Al Estudio en escarlata siguió El signo de los cuatro, una novela en donde Holmes amplía la importancia de dedicar su enorme talento sólo a conocer cosas prácticas y útiles en los procesos de detección criminal y donde Holmes le muestra la diferencia fundamental entre observación y deducción: —Por ejemplo —dijo Holmes— la observación me muestra que has estado en la oficina postal de Wigmore Street esta mañana, pero la deducción me permite saber que estando allí enviaste un telegrama. —¡Correcto! —dije—. ¡Correcto en ambos puntos! Pero confieso que no veo cómo llegaste a ellos. Fui de último momento y sin avisar a nadie. —Es la simplicidad misma —afirmó mientras se reía de mi asombro— es tan absurdamente simple que una explicación resulta superflua; sin embargo puede ayudarme a definir los límites entre la observación y la deducción. La observación me dice que tienes un poco de lodo rojizo adherido a la parte interna del zapato. Justo enfrente de la oficina postal de Wigmore Street han levantado el pavimento y lo han cubierto de tierra de un modo que resulta difícil evitar pisarlo al entrar. La tierra es de un peculiar tono rojizo que no se encuentra, hasta donde yo sé, en ningún otro lado del rumbo. Hasta aquí he hablado de observación. El resto es deducción.


—Entonces, ¿cómo dedujiste lo del telegrama? —Bueno, desde luego yo sabía que no habías escrito una carta, dado que estuve sentado junto a ti toda la mañana. Veo también que sobre tu escritorio hay una tira de estampillas y un bonche de postales. ¿Para qué otra cosa podrías ir a la oficina de correos sino para enviar un cable? Elimina todos los otros factores y el que sobra debe ser la verdad.

Arthur Conan Doyle creó el personaje de Sherlock Holmes a partir del Dr. Joseph Bell, un médico y maestro suyo de la Escuela de Medicina de Edimburgo, a quien le dedicó el primer libro de cuentos de la saga. Según contó Doyle en una entrevista, el Dr. Bell les enseñaba a los estudiantes la importancia de la observación del paciente desde el momento en que éste llega al hospital o al consultorio. Les hacía pruebas con enfermos reales que iban a consulta y deducía varios de los síntomas a simple vista. Los alumnos dudaban de su método y entonces él procedía a explicarles cómo había encontrado los síntomas a partir de una fina observación de la ropa de los pacientes, su postura al caminar, su manera de hablar, etcétera. Para Holmes, al igual que para muchos hombres y mujeres interesados por el conocimiento, la ciencia cobró una enorme importancia. Cabe aclarar que “ciencia” en aquella época no era lo mismo que entendemos hoy. Entonces la ciencia se identificaba con conocimientos adquiridos de la observación y la experimentación, pero no necesariamente de la comprobación. Será hasta el siglo xix cuando se imponga la comprobación universal y fehaciente de cualquier fenómeno para que sea incluido como verdad científica. Revisar las razones por las cuales ciertas prácticas que hoy consideramos mera superstición en ese entonces tenían un valor científico puede ayudarnos a comprender mejor el mundo en que se desenvuelve el crimen dentro y fuera de la ficción. Para ser el mejor detective del mundo no basta con conocer sólo aquello que entra en el propio campo de trabajo, hay que desarrollar también la intuición, la imaginación y la creatividad. Detrás de algún fenómeno que no comprendemos puede existir una forma de

comprobación que nuestro tiempo simplemente aún no conoce. Para huir de este problema se inventó en el siglo xx la especialización: tratar de conocer lo más de lo menos. Hoy en día es común enfrentar problemas de todo tipo a través de grupos de especialistas. En este sentido uno podría preguntarse: ¿no es Sherlock Holmes, a fin de cuentas, un especialista del crimen? ¿No sería ideal contar con un Sherlock Holmes o con un grupo de varios Sherlocks para atajar un problema en nuestro tiempo? Es probable pero sabemos que es imposible. No me refiero a lo obvio; a que es imposible encontrar a un Sherlock Holmes en Scotland Yard o en la Policía Judicial. Hablo de que hay algo que hace de él el detective infalible y eso no tiene que ver sólo con sus conocimientos y su método deductivo, sino con una ética muy particular. Lo primero que conocemos de Sherlock Holmes mediante la voz del Dr. Watson es que se trata de un personaje que rechaza el crédito oficial de lo que hace, que no le interesa formar parte de Scotland Yard ni de algún otro aparato oficial. Al contrario, él los ve como una fuerza de la que se puede valer en ciertos momentos porque sabe que la policía, como institución, es el único vehículo con el que cuenta para procesar y encarcelar a los delincuentes. Sin embargo, no le interesan los reflectores ni la fama. O al menos no como hoy en día se buscan. Holmes toca el violín y es un gran actor, lo que nos muestra su lado artístico e ingenioso. Es alguien capaz de ver en las leyes los sinsentidos, injusticias y errores que sin duda contienen. Él mismo es un adicto al opio y la cocaína; toma varias dosis de opio a causa del aburrimiento cuando no tiene trabajo. Sus defectos son también lo que lo vuelven más cercano y entrañable. Holmes es lo más cercano al héroe desconocido si lo vemos a través de sus acciones y no de lo que nos refiere su cronista. Una vez, Watson le pidió su opinión sobre M. Dupin, el primer detective literario, creado por Edgar Allan Poe. Holmes lo desprecia. “Tiene ingenio”, dice, “pero a mi lado no es nada”. Holmes se sabe y se asume como el mejor detective del mundo. Además de

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no buscar fama está su desinterés por el dinero o el amor, ya que si bien hubo reyes, príncipes y duques que solicitaron sus servicios, él nunca les dio más importancia que la ocasión en que ayudó a un usurero o a una secretaria. El reto de la detección era lo que lo motivaba. Por esta ética tan particular, la aceptación de los primeros lectores de estas historias fue tan grande que cuando Conan Doyle decidió matar al personaje hubo miles de cartas pidiendo su regreso. Para Doyle fue muy difícil seguir escribiendo estas aventuras. “He tenido tal sobredosis de Sherlock Holmes”, declaró para un reportero, “que me siento hacia él como hacia el pâté de foie gras, del cual una vez comí tanto que su sola mención me produce nauseas hasta el día de hoy”. Finalmente, Conan Doyle revivió a Sherlock Holmes en 1902 en la novela El sabueso de los Baskerville, en la que la resolución de un crimen se entreteje con un misterio de tintes sobrenaturales. En 1903 se publicó “La casa vacía”, el siguiente cuento. Le pagaron 5 000 dólares en Estados Unidos y 100 por cada mil palabras en The Strand (aproximadamente 924 000 pesos actuales por cada cuento). Conan Doyle quería ser recordado por sus novelas históricas pero al final su detective se impuso; hay quienes confunden al autor con el personaje; otros creen que Sherlock Holmes existió en la realidad. De ahí que durante tanto tiempo siguieran llegando cartas a los periódicos y revistas donde se publicaban sus cuentos o bien a casa del propio Doyle. De hecho, Scotland Yard le pidió a Conan Doyle su ayuda para resolver dos casos de personas extraviadas (una de ellas fue la escritora Agatha Christie). Esta intrusión de la ficción en la realidad se da en un contexto donde se cuestionaba el mundo con mayor fuerza. El siglo xix es el siglo de Freud, Marx, Nietzsche y Darwin (por mencionar sólo algunos). Es también el siglo literario de Dostoyevsky, Henry James, H.G. Wells y Gustave Flaubert. Todos ellos con un empeño inquebrantable, constante, hacia la comprensión de lo humano. Entre ellos aparece Holmes, un héroe magnífico, famoso entre los lectores de las crónicas que nos entrega su compañero y cómplice, el Dr. Watson. Detrás de ambos, un autor que no se conformó con explicar la realidad ni el comportamiento humano a través de lo evidente del crimen; alguien que nos recuerda la importancia de leer no sólo los libros sino todo lo que nos rodea como lectores de su tiempo. Nos recuerda que para deducir correctamente nuestra circunstancia (política, jurídica, afectiva) hay que observar, imaginar y ser creativos. No basta con ser un especialista.

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El relato policial:

la mente contra el espíritu Héctor Antonio Sánchez

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El actor británico Alec Guinness interpreta al Padre Brown en la comedia del mismo nombre dirigida por Robert Hamer en 1954. (Fotorgrafia: Keystone / Getty Images)


En un bello ensayo de 1978 sobre el relato policiaco, Jorge Luis Borges lanza una pregunta cardinal a ésta y toda vertiente literaria: ¿existen, como tal, los géneros literarios? Repaso mis dispersas lecturas y me pregunto qué nos permite cifrar bajo el mismo signo textos tan dispares como el canon holmesiano, el inmenso ciclo de Jules Maigret, los paradojas místicas de Chesterton o los retratos decadentes de la sociedad norteamericana en las novelas de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Cierto: la presencia del crimen arroja la posibilidad de un eje, pero a veces, la tradición inclina su fervor hacia el detective o hacia el asesino; a ratos, el contraste entre ambos se manifiesta en opuestos blancos y negros: a ratos los aproxima en una misma escala de grises. Otras veces privan, antes que los hombres, los símbolos o las combinatorias. Cierto también: acaso requerimos las categorías, a fin de no errar el norte en la desaforada materia del mundo. “Pensar es generalizar —nos alerta Borges— y necesitamos esos útiles arquetipos platónicos para poder afirmar algo”. Pocas veces, en la historia de las literaturas, podemos atestiguar el nacimiento de un género como quien pone fecha al advenimiento de un nuevo ser. Casi nadie discutiría hoy que el relato policiaco halló su génesis en la rue Morgue: en la célebre historia —a la que seguiría un par más— en que Auguste Dupin resuelve, con una precisión tan exacta como artificiosa, el brutal asesinato de madame y de mademoiselle L’Espanaye, sin más recursos que su prodigiosa inteligencia; una inteligencia que sabe leer —con método implacable— signos y huellas, a despecho de los torpes cuerpos policiales. Los crímenes que Allan Poe refiere allí están atravesados por el horror, por una máscara de muerte roja —un horror que no fue extraño a su siglo—:

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abundan las notas mórbidas en los diarios de la época, que presenció el ascenso de la figura del asesino. Un horror que no fue extraño al mismo Poe. En su obra anterior aparece la turbación ante el mal y la locura: ¿no es la casa Usher, también, una imagen de las estancias fantasmales de la mente? Por eso no deja de ser sorpresivo que en sus cuentos policiacos se imponga una lógica infalible, como quien quisiera asirse, frente al abismo del horror, a la luz de la razón. Esto es, en todo caso, una apariencia: lo que en Dupin se presenta como una solución dictada por una inferencia casi científica, en realidad es un juego en que constantemente intervienen el azar y la fortuna a favor del detective. Algunos autores, como José Colmeiro, han señalado también la defensa subyacente de un orden burgués: el criminal transgrede las normas e instituciones sociales; el investigador, con armas del positivismo, las restituye. La figura de Dupin sería a la postre de gran fecundidad: reaparecerá, transmutada en su anatomía y sus hechos —pero constante en su destreza—, en las figuras de Sherlock Holmes y de Hercule Poirot; en numerosos thrillers y en best-sellers, hasta decantar en series televisivas y filmes de nuestra era. Es el origen, pues, de la línea que llamamos “novela enigma”: una línea que —ojalá se me perdone la brutal simplificación— permanece casi sin cambios hasta nuestros días. Borges afirmaba, conservador: “en esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin (...) Leído con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden”. Borges atribuye a Poe una consecuencia muy importante: la concepción de la literatura como una operación de la mente, no del espíritu. Esta es una interpretación extrema, más proclive al tipo de lector, y autor, que fue nuestro entrañable argentino, que es

cierta: el vaso, desprovisto de agua, sería un instrumento inútil a nuestra sed. Pero evidentemente, este primer juego de acertijos derivó, de la mano del símbolo y de cierto misticismo, en una rica ars combinatoria: por ejemplo, en esa deslumbrante peripecia intelectual, cargada de resonancias metafísicas, que es El hombre que fue jueves (1908) de G. K. Chesterton. Allí, la infiltración de un espía de Scotland Yard en el peligroso Consejo Central de Anarquistas de Londres se convierte en un jocoso, y delirante, desenmascaramiento: los siete hombres de la cofradía —cada uno nombrado por un día de la semana; cada uno, representante de los elementos que Dios creó ese día— resultan ser detectives o policías encubiertos, incluido Domingo, que celadamente los ha convocado. La lucha contra la célula agitadora deviene persecución entre sí de miembros del mismo bando, sin que logren nunca vislumbrar a la fuerza enemiga. ¿Ésta es un grupo real, o una metáfora de Dios o de la Nada? El misterio policiaco se vuelve alegoría, ¿cristiana o nihilista? Inclinarse por una interpretación traicionaría la complejidad intelectual y carnavalesca de la obra. Alegoría: sospecho que el entusiasmo por ese libro está en el cierto homenaje que el mismo Borges le rinde en “La muerte y la brújula”, un espléndido cuento incluido en Ficciones (1944) en que el enigma detectivesco alcanza el paroxismo de la fantasía mística: una ensoñación en que la serie de crímenes adquiere los tintes de una invocación cabalística —una que adora, como su autor, las simetrías y la numerología—. El crimen allí parece resolverse por la convocatoria del último nombre de Dios: el Tetragramatón. Subrayo: parece. En este sistema de apariencias, los crímenes cometidos en Su Nombre resultan un espejismo: una urdimbre tejida por el criminal para tenderle una trampa a su adversario. Operación de la mente, no del espíritu: Borges —¿habrá que decirlo?— ha privilegiado en su relato la inferencia y la alegoría, antes que la emoción o el despilfarro.

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Nihilismo: viene a mi mente cierta obra de Georges Simenon, ajena al ciclo de Maigret, El hombre que miraba pasar los trenes. Ya la novela negra norteamericana, ajena a toda visión progresista, había explorado la atmósfera de corrupción y decadencia común a todos los hombres: la línea que separa al criminal del perseguidor, o de la víctima, es muy leve, si la hay, y poco interesa en ella la resolución del misterio; antes nos seduce su presentimiento del abismo. (Nota al margen: ¿no hay acaso ecos de esta visión en los mejores momentos de la actual literatura del narco?) La novela de Simenon va más allá. Referida desde la mirada del asesino, no aparecen en ella los elementos cruciales a otros momentos del relato policiaco: ni las motivaciones del criminal, ni la pericia del detective —no lo vemos, en realidad, pero lo adivinamos bastante estúpido—, ninguna seducción por los símbolos, ni siquiera un examen de la sociedad que funge de marco. Hay que pensar en el año de su publicación: 1938, por cierto, el mismo en que se publica La Náusea. El crimen aparece aquí como una mera inmotivación: su solución, como un mero accidente. E inmotivados y accidentales parecen, también, la biografía del homicida y la sociedad que lo aloja: su sistema de justicia, su pila de creencias, sus simbologías delirantes. El autor se guarda bien de ofrecer cualquier juicio, en una suerte de grado cero: por esa oquedad parece filtrarse el sinsentido, la gratuidad, que ha de alimentar poco después las peores pesadillas de Europa. Tras las notas anteriores, insalvablemente heteróclitas, cuya única razón de avecindarse es su comentario de obras que, al menos editorialmente, pertenecen a una misma estirpe, tiene que alzarse de nuevo la pregunta inicial: ¿existe, como tal, un subgénero policiaco? Si creyéramos en esencias, habría que responder: no. En la diversidad del relato policiaco, que es harto más amplia, acaso nada permanece. Pero, como sabemos, la más alta literatura aprende a guardarse de la inmovilidad: se sabe un instrumento dúctil, una categoría siempre mutable, por la que transitan no sólo las especies trascendentes del pensamiento, sino —las más de las veces— las circunstancias, los caprichos particulares. En esta empresa caótica del mundo, la literatura policiaca existe sólo en cuanto temporal recipiente de un torrente más vasto, que excede a la literatura, y aun al arte.

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La fauna de la imaginación, allá y aquí René Avilés Fabila Ruggiero libera a Angelica, óleo de Jean Auguste Dominique Ingres de 1819 que reproduce una escena de Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. El guerrero Ruggiero montado en un hipogrifo libera a Angelica, encadenada a una roca y amenazada por un monstruo marino. (Imagen: Walter Mori / Mondadori Portfolio via Getty Images)

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En conmemoraión del primer aniversario luctuoso del escritor, académico y profesor distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana, ofrecemos —gracias al rescate de Martha Fernández y a la generosidad de Rosario Casco— este texto inédito hasta ahora donde el autor de El gran solitario de Palacio nos habla de la tradición del relato fantástico universal en la que se inserta su libro El bosque de los prodigios (Laberinto Ediciones, 2015). Para Martha Fernández

El campo de la literatura no le fue ajeno al historiador Gastón García Cantú. En sus inicios escribió un magnífico libro de relatos que el Fondo de Cultura Económica editó: Los falsos rumores. Más adelante no volvió a la creación, pero fueron muchos sus ensayos sobre temas literarios. En uno de ellos, “De Granada a Borges”, publicado originalmente en Cuaderno de notas y luego en la antología Idea de México, Gastón habla de la fauna que produjo la imaginación europea, aunque muchas criaturas de ese bestiario vienen de Asia y del Medio Oriente. El trabajo está centrado en la figura de Fray Luis de Granada (España, 1504 – Portugal, 1588), discípulo del ilustre Pedro Mártir de Anglería, sospechoso de herejía, brillante orador y predicador de corte ciceroniano y uno de los mayores prosistas del siglo xvi, un hombre sabio, atento a la observación de los animales, como mucho más adelante lo estuvo el escritor simbolista francés Maurice Maeterlinck con dos libros notables: La vie des termites y La vie des fourmis. Lamenta Gastón que el estudio se haya limitado a los seres que la naturaleza puso ante nosotros y no se interesara en los creados por la mente humana, pródiga en trabajos artísticos. El historiador mexicano, cauteloso, protesta: “Fray Luis tuvo a la mano una vasta biblioteca —Plinio, san Ambrosio, Eliano, Aristóteles…— y su sensibilidad

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de artista. No asoman en sus páginas, ninguno de los animales que la imaginación de Europa creaba en América. Para conocerlos es necesario ir a las Décadas del Nuevo Mundo, en que Pedro Mártir de Anglería pone, en limpio latín, las pláticas de Fray Tomás Ortiz, un bravo dominico que vivió siete años en las regiones vecinas a Panamá, cerca de las salinas de Yucatán…”. La fauna que vieron los conquistadores en la América descubierta o inventada no es otra que la misma que hoy podemos contemplar. Su desbordada fantasía los hacía exagerar sus descubrimientos en cartas y crónicas que iban a Europa, principalmente a España. Hay en todos esos textos una mezcla de realidad e imaginación que sin duda tenía la necesidad de impresionar a familiares y autoridades, darse una valentía más grande de la que poseían. Sin embargo, la imaginería indígena tenía lo suyo, las culturas prehispánicas eran profundamente ensoñadoras, como sus religiones y su propia naturaleza poética. Los devotos católicos que venían atrás de la soldadesca violenta y ávida de riquezas, no podían dejar de sustraerse al encanto de las deidades extrañas y las leyendas que desgranaban poetas y artistas plásticos distantes de la cultura occidental. Algo más, también eran crédulos como acabados productos de la fe cristiana. Gastón García Cantú recuerda sueños y profecías del mundo que estaba a punto de desaparecer por la violencia española. Sahagún cuenta una historia que seguramente escuchó de bocas nativas: “…fue que los cazadores de las aves del agua cazaron una ave parda del tamaño de una grulla, y luego la fueron a mostrar a Mocthecuzoma, que estaba en una sala tenía esta ave en medio de la cabeza un espejo redondo, donde se parecía el cielo, y las estrellas, y especialmente los masatelejos que andaban cerca de las cabrillas: como la vio Mocthecuzoma espantóse, y la segunda vez miró en el espejo que tenía el ave: de ahí un poco vio muchedumbre de gente junta que venían todos armados encima de caballos, y luego Mocthecuzoma mandó llamar a los agoreros y adivinos y preguntóles, ¿no sabéis que

es esto que he visto? Que viene mucha gente junta, y antes que respondiesen los adivinos desapareció el ave, y no respondieron nada”. Jorge Luis Borges tuvo el acierto, señala Gastón García Cantú, de continuar la búsqueda de animales fantásticos, siguiendo a muchos autores de bestiarios, los colocó con inteligencia y cultura en un libro llamado en México Manual de zoología fantástica y en Argentina El libro de los seres imaginarios. Gastón destaca un lamento, una queja: que en este libro de Borges aparecen el ave Fénix, la anfisbena, las arpías, el catoblepas, el mirmecolén y el hipogrifo, y como en la obra de Fray Luis de Granada, omite animales americanos. Al parecer, el argentino vivía distante del mundo prehispánico. Una vez, en México, alguien le hizo tocar la escultura de la serpiente emplumada. Borges confiesa repulsa. Como muchos otros escritores o recopiladores de bestias extrañas, yo trabajé por muchos años con la fauna que nos venía de Europa y Asia, busqué en religiones distantes y en obras literarias el modo de hacer un zoológico mío, un bestiario. Algo logré. De tal forma que me veo como uno de los escasos escritores en español que ha trabajado con la fauna mitológica y religiosa de tradición muy antigua, y que, finalmente, ha creado sus propios animales, aberraciones o monstruos. Publiqué finalmente un libro llamado Los animales prodigiosos, obra que prologó el poeta Rubén Bonifaz Nuño e ilustró José Luis Cuevas (en España, poco después, hubo una edición aumentada con un par de textos que llevó por nombre El libro de los seres prodigiosos). Con la edición mexicana gané el Premio Colima a la mejor obra publicada, en 1997. En realidad no inventé mucho más de lo que otros me habían proporcionado, a lo sumo, a diferencia de otros escritores de bestiarios, usé a los animales como personajes de historias, esto es, no me limité a enumerarlos y narrar sus características, sino a convertirlos en personajes de mis historias, de un tipo de fábulas modernas donde la moraleja se desprendía de la propia lectura del texto, con frecuencia una mezcla de géneros: cuento, ensayo, aforismo…

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Arreola y Borges trabajaron en sendos bestiarios. El primero describió con hermosas metáforas animales que todos hemos visto, una cebra, un rinoceronte, una foca. El segundo con materiales clásicos de la fauna inventada por el hombre. Los seguí con intenciones diferentes. De Borges tomé algunas bestias, la diferencia radica en que yo los hice personajes de una historia, ejes de modestas tramas. Pronto sentí agotado el tema y pasé a la creación de una nueva clase de fauna fantástica que, suponemos, habitó en Mesoamérica antes de la llegada de los conquistadores. Dicho en otros términos, fatigada la veta fantástica, tuve necesidad de crear una mitología propia, americana, intentar darle a Mesoamérica una fauna propia capaz de competir satisfactoriamente con la griega o las orientales. De este modo surgió El bosque de los prodigios que ilustró el artista Guillermo Ceniceros. Imagino que con este trabajo voy más allá de los bestiarios tradicionales, inventé una zoología fantástica propia de Mesoamérica, una mitología prehispánica maravillosa, con seres que ya no vieron los ojos europeos, para echar luz sobre la capacidad de imaginación del mundo prehispánico. Tan antiguo como el mundo de la literatura es el arte de la invención de bestias prodigiosas: ellas han poblado la imaginación de los lectores. La Grecia clásica y la época medieval, tan profundamente religiosas a su manera, lograron despertar a la vida a una larga serie de monstruos y seres extraños. Retomé, pues, esa noble tradición y conseguí (eso espero) una mitología propia de la América anterior a la llegada de los europeos, un libro donde surge una fauna que pudo existir en la mente mágica de los primeros habitantes cuyas culturas fantásticas fueron destruidas de tajo y otras se perdieron en el misterio de selvas impenetrables y cúspides inauditas. Es posible que mi querido Gastón García Cantú pudiera estar satisfecho de lo obtenido por mi trabajo, que su preocupación por hallar una fauna prehispánica de la imaginación, la haya yo cubierto o al menos sea el inicio de trabajos mayores que nos muestren la grandeza de culturas que no pudieron desarrollarse cabalmente.

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Vistas generales de la exposición Yves Klein. Museo Universitario de Arte Contemporáneo. Agosto de 2017-Enero de 2018. Fotografías: Oliver Santana. Cortesía MUAC.

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Yves Klein:

prestidigitador del arte de la ausencia Verónica Bujeiro

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Soy un artista y amo mi libertad, que no está tocada ni por la vanidad ni por la estúpida sinceridad, aunque de vez en cuando tenga una pincelada de idiotez Yves Klein

Una icónica fotografía abre la primera muestra retrospectiva en México del artista francés Yves Klein, aquella en donde se le puede ver saltando al vacío desde un segundo piso, como si tuviera la posibilidad de estar exento de la gravedad o estar a punto de romperse cada hueso del cuerpo. Una disyuntiva que nos interpela desde el asombro y también remite a una de las preguntas que sin lugar a dudas atravesó la polémica del arte en el siglo xx: ¿qué es un artista? Teniendo a Yves Klein como evidencia, la respuesta se divide por partes iguales entre mago libertador, genio charlatán y bufón conceptual. Un hombre que como ningún otro encuentra vinculado indisolublemente su nombre al color azul, relación que sin embargo tiende a reducir otras facetas de su carrera artística. Denominada más precisamente como “una visión panorámica” por el curador Daniel Moquay, responsable del Archivo Yves Klein, la retrospectiva, presentada en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la unam, nos lleva por un camino que transita algunas instancias del artista de manera cronológica como la monocromía, reconocida mundialmente por el período azul, la materialidad de la carne y el arte como campo inmaterial “con el propósito de comprender practicas artísticas contemporáneas”. Un cometido que sin duda muestra el rol activo de la institución museística ante el reto de un artista cuya obra fue considerada por ciertos críticos como un “performance que duró siete años”, pues más allá del color, Klein ocupó buena parte de su corta existencia al desafío de un arte que prescinde de lo evidente. La muestra comienza con la primera incursión histórica del artista en la monocromía, que para sorpresa de todos no fue con el color que lo distingue, sino con el naranja. Provocación pictórica que le valió el rechazo de un salón artístico

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parisino —recinto hoy arcaico al que históricamente se le ha ubicado por su miopía y conservadurismo, acaso suplantado por otros espacios de validación, que consideró que para que algo pudiese ser denominado como una pintura requería de al menos otro elemento para poder mostrar alguna tensión a la vista—. Lejos de desanimar al joven Klein, cuya afición por el arte pictórico era cosa de familia pues era la profesión de sus padres, este rechazo catalizó en su mente una defensa a ultranza por un lienzo que manifestara la libertad del artista ante los límites que le imponen la representación y la forma, dando paso a la gestación de la personalidad artística de Yves “el Monocromo”, como se bautizó a sí mismo. Es tanto lo que se ha dicho sobre los lienzos azules de Klein que, ante su presencia, la simplicidad bien puede no causar una impresión radical, pero más allá del objeto presente, la elección cromática por el azul ultramarino responde en Klein a una libertad representada en la ausencia de límites que este color ostenta en la realidad, como podemos apreciar en el cielo y el mar. Además, responde a una vinculación con la filosofía de la orden secreta de los Rosacruces, en particular con los escritos de Max Heindel —como El concepto rosacruz del

cosmos— que inspiraron profundamente al artista, en donde el espíritu de la vida y el espacio son sinónimos que pueden ser representados por el color azul. Esta premisa es llevada al campo del arte no sólo como un concepto, sino como una afrenta a la pintura, medio considerado como obsoleto por Klein por su dependencia de la representación de formas reconocibles y ubicaciones “aprisionadas” por la hegemonía de la línea, ejemplificada dentro de la muestra con Pigmentos puros —exhibida por primera vez en 1957—, una “pintura de piso” en donde el famoso pigmento ultramarino ikb (International Klein Blue) se encuentra liberado de la verticalidad y la sujeción del lienzo, creando una perspectiva en donde el “lector” —pues el Monocromo no consideraba a sus espectadores simplemente por el sentido de la vista— puede sentirse impregnado de ese infinito espiritual que representa este color. Es por ello que las famosas esponjas azules de Klein son “retratos” de sus lectores, una especie de comunión ideal para el artista que ha logrado impregnar por completo la conciencia de quien lo mira. La expansión del distintivo monocromo en el globo terráqueo y las distintas reproducciones de esculturas clásicas son parte de esta difusión que busca el infinito como una entidad poética

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y espiritual, como si fuese capaz de dejar una marca de su paso por las cosas. Si las pinturas no conmueven o sorprenden a la conciencia de la manera en la que hemos sido condicionados —una contrariedad constante que hizo mella en la credibilidad de Klein— es porque el artista anticipa un gesto predominante en el arte contemporáneo: la primacía del proceso por encima de la obra: “Mis lienzos monocromáticos no son mis trabajos definitivos, sino la preparación para mis obras; son los restos del proceso creativo, las cenizas”. La sección representada por las “Antropometrías” da cabal muestra del objeto como huella o rastro, ya que durante esta etapa Klein utilizó a las modelos como “pinceles vivientes”; práctica interpretada como sexista, que de alguna manera perpetúa la tradición histórica de la presencia predominante del cuerpo femenino en la pintura, en donde la modelo abandona su rol pasivo para imprimir su cuerpo sobre el lienzo, sin que esto le proporcione una libertad de movimiento, pues

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el “pintor” toma ahora el rol de un director coreográfico en cuyas elecciones había un contenido implícito: Las manos, los brazos son articulaciones intelectuales... El corazón late sin pensamientos; la mente no puede detenerlo… Ciertamente, todo el cuerpo consiste en carne, pero la masa esencial está en el tronco y en los muslos. Es ahí donde uno encuentra el verdadero universo, oculto por nuestra percepción…

Fuera del estudio, la realización de estas “pinturas” involucraba actos públicos, organizados puntualmente con música y una duración determinada, práctica que antecede sin duda al performance, en donde el artista expande su papel de creador solitario al de un chamán mediador de energías o maestro de ceremonias del espectáculo del arte. Conforme avanza la muestra es notorio que un artista como Yves Klein presenta un desafío para una “retrospectiva”, puesto que la mera evidencia puede provocar una lectura errónea o simplista de la obra.


Sin embargo, basta remontarnos a la imagen inicial del intrépido salto de Klein para comprender al artista en su contexto adecuado y así acceder a otra de sus obsesiones artísticas y espirituales: el vacío. Son justamente las grabaciones en su espíritu de fantasmagoría las que se presentan como auxiliares adecuadas para comprender qué es una “zona de inmaterialidad artística”, con el fragmento del documental La revolución azul (2006), de François Levy-Kuentz, así como el recuento fotográfico que documenta la transacción de una compra venta de una de estas zonas a cambio de lingotes de oro, cuya suma se divide en cantidades iguales entre la restauración al vacío —en este caso la corriente del Sena— y el artista. Semejantes actos, en los que el performance estaba claramente ya instalado, le valieron a Klein un descrédito y fue especialmente desestimado en una visita a Estados Unidos en donde como respuesta generó uno de sus más importantes escritos “El manifiesto del hotel Chelsea” de 1961:

La pintura ya no me parecía estar funcionalmente relacionada con la mirada, ya que durante el periodo azul monocromo de 1957 me di cuenta de lo que yo llamaba la sensibilidad pictórica. Esta sensibilidad pictórica existe más allá de nuestro ser y, sin embargo, pertenece a nuestra esfera. No tenemos ningún derecho de posesión sobre la vida misma. Sólo por medio de nuestra posesión de la sensibilidad somos capaces de comprar vida. La sensibilidad nos permite llevar la vida al nivel de sus manifestaciones materiales básicas, en el intercambio y el trueque que son el universo del espacio, la inmensa totalidad de la naturaleza.

Como complemento, la curaduría eligió también mostrar el audio con la voz del propio autor Diálogo conmigo mismo, en donde el Monocromo nos abre una puerta al proceso mental de un artista, con sus tesis y dudas con respecto a su actividad, lo cual demuestra que más allá de la mera provocación y la reducción a la que se puede ver confrontado el gesto ante el paso del tiempo, Klein realmente era un artista conceptual en la medida en que todos sus actos provenían de una reflexión filosófica.

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Para finalizar la retrospectiva, el archivo personal del artista se abre a sus “lectores”, haciendo eco de las cenizas que deja la persona con sus acciones en el paso por el tiempo, con sus pasiones como el Judo, fotos familiares, así como diversos documentos que dan cuenta de las exposiciones que posicionaron el nombre de Yves Klein como una leyenda del arte en el siglo xx. También se incluyen fragmentos de El teatro del vacío, de donde se desprende la fotografía icónica que abre la muestra, obra que hizo una intervención —otra práctica artística del futuro— a las primeras páginas de un diario dominical para exponer un manifiesto para la vida cotidiana y cuyo lema era “Larga vida a lo inmaterial”. Esta vista panorámica sobre el universo azulino, como bien anunció Moquay, funciona a modo de un umbral para acceder a esta figura histórica, reducida por un apéndice reconocible, cuya vida y obra requieren sin duda de una inmersión completa, pues nos recuerda que, como toda religión, el arte es un acto de fe.1

Textos tomados de: Overcoming the problematics of art: the writings of Yves Klein, Klaus Ottman (comp.), Washington, Spring Publications, 2007.

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Fotografías: Jorge Vázquez Ángeles

La multiplicación de los cables Jorge Vázquez Ángeles

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Cuando Tina Modotti capturó cables telegráficos y telefónicos en una serie de fotografías de 1925, lo que estaba haciendo era retratar una cara de la modernidad mexicana. Noventa y dos años después, la novedad ha cobrado dimensiones de plaga bíblica. ¿Qué pensaría la Modotti si caminara por la Ciudad de México y atestiguara la multiplicación de los cables? ¿Sacaría la cámara para inmortalizar la jungla de concreto, ese lugar común del gigantismo urbano, que ya cuenta con lianas que penden sobre calles y avenidas de barrios pobres, clasemedieros y de rancio abolengo? La democratización de las telecomunicaciones nos ha dado una ventana hacia el resto del mundo y también una bobina con varios metros lineales de cable negro. Ahora el cielo y el horizonte se observan a través de una malla intrincada que probablemente le daría varias vueltas a la Tierra. Si la vida de Teseo dependía de un hilo para salir vivo del laberinto, la mitología capitalina de principios del siglo xxi cuenta una historia diferente: la misión del héroe consiste en desenredar las marañas de cables que, como panales, crecen en los postes. El fenómeno de los cables no es nuevo. El 13 de noviembre de 1850 se instalaron los primeros hilos del telégrafo entre el Palacio Nacional y el Colegio de Minería para llevar a cabo una demostración pública. Luego la red se extendió hasta Veracruz gracias al español Juan de la Granja. En 1900 se instalaron los primeros postes de luz en el centro de la ciudad y se inauguró el primer tranvía eléctrico hacia Tacubaya. Cuando la electricidad entró a los hogares, no sólo servía para encender unos cuantos focos: se convirtió en un elemento más de la decoración que en forma de trenza, recorría techos y paredes. Como las casas no contaban con ductos o tuberías donde ocultar los cables, estos se dejaban aparentes, algo que lejos de considerarse de mal gusto o falta de planeación, demostraba estatus. Entre más cables, mayor iluminación, y por ende, presupuesto para pagar el servicio.

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Los nuevos aparatos eléctricos necesitaban cables, como la radio. Lo mismo pasó con la generación de electrodomésticos que prometían hacer más cómoda la vida: refrigeradores, planchas, secadoras de pelo… a todos, sin excepción, les colgaba una cola negra. En algún punto de la historia los cables comenzaron a ocultarse dentro de las paredes, pero esto no ocurrió masivamente sino hasta bien entrados los años cuarenta, al menos en México. Hay que considerar que las casas que Juan O’Gorman proyectó hacia 1932, en San Ángel, para Diego Rivera y Frida Kahlo, el cableado eléctrico es aparente, lo mismo que el tinaco, elemento que hoy, de no ocultarse debidamente, da lugar a toda clase de calificativos clasistas. Sin embargo, los cables no duraron demasiado tiempo ocultos: la aparición de la extensión marcó un punto de no retorno y el crecimiento exponencial de su especie. No es exagerado pensar que detrás de libreros, cómodas, camas, etc., las casas modernas ocultan unos cincuenta metros de cables, ya sean de aparatos eléctricos, extensiones o tiras de contactos. En la época del triple play, término que alude al empaquetamiento de servicios de telefonía, Internet y televisión, los cables tomaron por asalto la ciudad. El libre mercado y sus pregones favoritos, variedad de ofertas y disminución de precios, ha desatado una lucha sin cuartel para ver qué empresa tiende más cables. Como los contratos de plazos forzosos parecen condenados a la extinción, cuando un sistema falla se puede contratar otro, hasta completar un ciclo de 360 grados y regresar al principio, lo que quiere decir que en las calles cuelgan cientos de metros de cables que no funcionan. Además, a la baraja de personajes urbanos que todos los días deambulan por las calles —afiladores, carteros, barrenderos, policías, etc.— hay que sumar una nueva carta: instaladores de servicios de telefonía, televisión e Internet por cable. Se les distingue por los colores de sus uniformes, por lo general se les encuentra arriba de una escalera y trabajan en pareja, con excepción de los empleados de Telmex que en aras de la eficiencia trabajan en solitario desde hace ya algún tiempo. Datos estadísticos de la Delegación Benito Juárez, donde fueron tomadas las fotografías de este artículo, indican que la longitud total de calles secundarias es de

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631 kilómetros. La manzana que forman las calles Mitla, Concepción Béistegui, La Quemada y Torres Adalid mide aproximadamente 577 metros lineales, cuenta con 52 predios (casas unifamiliares y edificios de departamentos) y 11 postes de electricidad, con una separación promedio de 50 metros, que funcionan como soportes de los cables negros. La manzana, como las otras, está rodeada de cables de telefonía, electricidad e Internet, lo que quiere decir que hay un cinturón de poco más de 577 metros, pues hay que considerar que los cableros dejan rollos en caso de necesitar extensiones. Como no se puede contar el número de cables que atraviesan las calles, si se suman los que aparecen en una de las fotos, se alcanzan a distinguir más de cuarenta. La multiplicación da como resultado 23 080 metros lineales de cable, o sea 23.08 kilómetros pero esta cuenta no considera el tendido que cruza las calles para alimentar a las casas de las manzanas de enfrente. Al multiplicar los kilómetros de calles de la delegación y la última cifra, el total es de 14 563.48 kilómetros: catorce millones y medio de metros de cables tan sólo en una de las delegaciones que debe tener un porcentaje muy alto de conectividad a los servicios del triple play. Aunque no representan un riesgo en caso de caer, los cables contaminan visualmente una ciudad de por sí contaminada. Luego del temblor del 19 de septiembre de 2017, le pregunté a un amigo que participó en las labores de rescate y remoción de escombros en la esquina de Chimalpopoca y Bolívar si notó que las marañas de cables habían complicado el paso y las maniobras de las grúas. Respondió que sí vio que los cables estaban amarrados para que pasara la maquinaria pesada. La solución, en apariencia, es sencilla: enterrar todas las instalaciones, incluyendo las líneas de transmisión eléctrica. Así desaparecerían los postes y la jungla de asfalto perdería sus “árboles” y lianas. ¿Cuánto cuesta una obra así? ¿Cuánto tiempo tomaría hacerlo sólo en los 631 kilómetros de calles de la delegación Benito Juárez? O podemos esperar a que la ciudad se llene de Torres de Tesla. Propongo una solución más: dejar todo como está y abrir una empresa de fabricación de cables.

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Rumbo al mar blanco (fragmento)1

Malcolm Lowry

Ilustración: iStockphoto

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Tiempo en la casa 46, noviembre de 2017

“Y sólo sé que no soy yo: no ser y estar en todas las fronteras. Gilberto Owen y la máscara del mito”, de Francisco Trejo A manera de un investigador policial, Francisco Trejo desentraña las líneas y las referencias, los mitos y los misterios que se entretejen entre la biografía, la obra y el yo lírico del autor de Novela como nube y Perseo vencido.

Los dos universitarios contemplaban la vieja ciudad inglesa desde lo alto de Castle Hill. Subidos al montículo de hierba que hay frente a la prisión, hasta los tejados más altos de Cambridge quedaban a sus pies; las calles presentaban un aspecto impoluto y desértico a la luz vespertina del invierno mientras una neblina solar se derramaba en cascadas hasta la lejanía entre muros, torres y terrazas. Desde la estación, que nunca reposaba, un viento bronco les llevaba el fragor de las locomotoras cuando estas arrancaban para cambiar de vía los somnolientos vagones; de cuando en cuando, sin embargo, cesaba el estrépito ferroviario dando paso a las voces de los remeros en el río o al cañonazo del tráfico, que subía de volumen con la misma presteza con que los otros ruidos se apagaban. A oídos de los hermanos llegaban los gritos de ánimo de un partido de fútbol o el súbito bullicio de las zanfoñas en la explanada de la feria: pero estos cúmulos de sonidos, cada uno un hola y un adiós procedente de su propia objetividad, se desvanecían casi al tomar cuerpo, como el gruñido de los aviones que velozmente se disipa hasta convertirse en un suspiro dentro del vendaval.1 De pie junto al poste que señalaba el lugar del último ahorcamiento en el montículo, con el pelo clarísimo al aire, tenían los ojos brillantes por el sol y el viento aunque la desesperación les pisara los talones, y como dos náufragos en una balsa se los protegían contra alguna esperanza que se esfumaba ante un mundo plano, mientras a su alrededor rompía el oleaje y los 1 Agradecemos a Malpaso Ediciones las facilidades para la publicación de este adelanto editorial.

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rociaba no de mar, sino de polvo y paja. Para Sigbjørn, el más joven, el sollozo del viento en torno a la prisión sonaba igual que el viento en las jarcias de un barco; le parecía escuchar en el aire los hilos telegráficos repitiendo el lamento fúnebre de la antena de radio en la Bahía de Bengala, y el golpeteo de algún postigo flojo bien habría podido ser el crujido de las tracas de un barco que se bamboleara en una fuerte marejada; pero, si bien volvía a sentir esa particular angustia del mar, él, que había sido marinero, detectaba también dentro de sí, por primera vez en varias semanas ahora que Tor había vuelto de una breve estancia en Londres, el cisma que los separaba y, con cierto narcisismo, el ir y venir de la marea de los muy diversos sentimientos del otro. Y es que entre estos dos hermanos había una marcada disparidad alquímica. De hecho, desde el accidente que habían sufrido durante su infancia en Noruega nunca se habían sentido tan próximos en espíritu como ahora. Hacía sólo seis semanas que el Thorstein, uno de los barcos de su padre, se había hundido frente a las costas de Montserrat con gran pérdida de vidas humanas. Desde aquel momento, durante el transcurso de la investigación y el consiguiente oprobio público, habían sido inseparables pese a sus diferencias previas.

Rumbo al mar blanco Malcolm Lowry Traducción de Ignacio Villaro Gumpert Barcelona, Malpaso Ediciones, 2017, 384 páginas. ISBN 978-84-16665-13-6 http://bit.ly/2g5JKPH


Retrato de Malcolm Lowry. FotografĂ­a: Wikimedia Commons

Palabras recobradas del incendio

La novela perdida de Malcolm Lowry Rafael Toriz

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Otra de las pruebas que demuestra que la vida es un producto del lenguaje es que del incendio que la anima, al fin y al cabo, sólo quedan las cenizas; derrelictos informes con los que algunos seres de talento —y en casos como el de Malcolm Lowry, verdaderamente poseídos— escriben en ocasiones la literatura de mayor octanaje. Ni con sangre ni con tinta: los predilectos de los dioses son un fuego que camina. Figura mítica por su manera de beber dentro de una lengua, oficio y tradición que cultiva y concibe la dipsomanía como un arte consumado, Malcolm Lowry (1909 - 1957) escribió su nombre en lumbre desde hace tiempo por haber legado una de las mayores novelas del siglo xx: Bajo el volcán, un descenso a los infiernos el día de muertos de 1938, de la mano del cónsul inglés Geoffrey Firmin, perdido en Quauhnáhuac, cuyas desventuras suceden a las faldas de los dos volcanes que custodian impasibles la miseria mexicana (acaso con afán de profecía, el protagonista de su novela Ultramarina escribirá antes de que Lowry llegue a México: “algún día encontraré una tierra corrompida hasta la ignominia, donde los niños desfallezcan por falta de leche, una tierra desdichada e inocente”). Misión cumplida. Con creces. Autor con vocación para la desdicha y con el macabro súper poder de llevar a cabo su condena, Lowry es uno de los mayores ejemplos donde la sensibilidad literaria se consuma sólo mediante la degradación de quien la ejerce, destruyendo en el camino al mundo que lo rodea; por ello se ha visto en su obra una continuación del romanticismo alemán, donde el Fausto de Goethe alumbra en su periplo luciferino al condenado por la vida, una versión del artista inmolado ante el altar de su obra, enamorado insobornable de su propia profecía. Habituado a las hogueras del alcohol —ese incendio bebestible que devora lo que toca— las llamas lo alcanzaron hasta Dollarton en Canadá, en 1944, donde vivía con su segunda esposa, Margerie Bonner, quien logró rescatar con la casa consumida por las llamas Bajo el volcán, incendio en el que Lowry casi pierde la vida al ser golpeado por una viga ardiendo al querer salvar In Ballast

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to the White Sea, publicada hace tres años en inglés y recién editada en español por Malpaso en la traducción de Ignacio Villaro con el título Rumbo al mar blanco. La historia del manuscrito parece ya uno de los enredos existenciales de Lowry. Dada por perdida en el incendio, Lowry rumió su pérdida hasta el final de sus días puesto que, literalmente, esta novela era su representación del paraíso en ese homenaje oblicuo tejido por su narrativa alrededor de la Comedia de Dante (el purgatorio era Lunar caustic y el infierno Bajo el volcán). Conservado un borrador carbónico en casa de su primera suegra, la madre de la actriz Jan Gabrial, ella misma mecanografió la versión que a su muerte sería entregada a la Biblioteca Pública de Nueva York. Gabrial es también autora del libro de memorias Inside the Volcano: My Life with Malcolm Lowry, donde relata los abismos de su relación, sus altibajos pasionales y sus fecundos años en México. Como suele suceder en estos casos, las viudas se detestaban. La crítica, maledicente y aventurera, sostiene que no es posible que Lowry ignorara esa copia y que una vez incendiado su manuscrito él, por exceso de rigor con su leyenda, habría quedado satisfecho habiendo perdido para siempre el paraíso. Como ese comentario cretino sólo puede venir de alguien que jamás ha intentado escribir una novela, conviene dejarlo de lado y señalar que Rumbo al mar blanco es una Künstlerromane, es decir, una novela de artista que al igual que en otros libros suyos, gira alrededor de los misterios propios a la creación artística, en este caso mediante los sesudos diálogos entre dos hermanos en altamar, plenos de referencias literarias y opiniones contundentes sobre los enigmas del mundo. El protagonista es un estudiante de Cambridge que ha sido previamente marinero y que se encuentra angustiado por un hecho que lo agobia: “si hubieras pasado, como yo, por la experiencia de escribir un libro para descubrir luego que ya lo había escrito otro, y mejor que tú, entonces tendrías motivos para el fatalismo”.

La novela, vista con los ojos del presente, resulta cándida por momentos. Las preocupaciones del narrador, aunque legítimas, no pocas veces suenan cursis: es obvio que el autor tiene un concepto altísimo de la creación literaria pero a sus reflexiones les falta el magma poderoso que atraviesa de cabo a rabo su novela mexicana. Empero, la culpa no es toda de Lowry: también el paraíso de Dante es la parte más floja de su obra y todos sabemos que el arte que se acerca demasiado a los dominios del Señor en menor o mayor medida y de alguna manera siempre se malogra. Está presente, desde luego, la sabiduría del novelista: “el objetivo de quien busca la sabiduría es la conjunción de dos estragos. Uno, que no sabemos nada, y el otro, saber que no hay nada que saber. ¿Qué aprendemos en este maldito lugar?”, y sobre todo el mar como horizonte, lo que recuerda que Lowry es uno de los pocos autores que ha construido novelas con elementos naturales y espacios cerrados como paisaje: el mar, el volcán, el manicomio y el barco. ¿Cambiará esta novela la concepción sobre la obra de Lowry? Me parece que no mucho, sobre todo porque se trata de una novela inconclusa. Y porque todo lo que tenía que decir su autor fue precisa y profusamente dicho en Bajo el volcán; por eso Rumbo al mar blanco —que abandona el territorio de los libros perdidos como los de Isaac Babel, Bruno Schulz, Walter Bejamin o incluso Gógol— se suma positivamente al corpus de una obra que, pese a recobrar el paraíso, sabe que su sentencia ha sido desde el inicio una cosa ya juzgada, como se lee en uno de sus poemas más entrañables traducido a la perfección por José Emilio Pacheco: “Es un desastre el éxito. Más hondo que tu casa en llamas consumida,/ el estruendo de ruinas y el desplome/ ante el que asiste inerme a su condena./ Y la fama destruye como un ebrio/ la morada del alma y te revela/ que tan sólo por ella trabajaste./ Ah, que nunca me hubiera traicionado/ el triunfo con besarme, y la tiniebla,/ la caída y zozobra permanezcan/ a mi lado y me cubran para siempre”.

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Como palmera despuĂŠs de la tormenta Cuarenta aĂąos de una desapariciĂłn forzada Camilo Vicente Ovalle

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¿Qué significa ser un detenido-desaparecido? No sólo una falta, una ausencia. Es una fractura, una catástrofe social. La articulación social significada en el cuerpo y el nombre del detenido-desaparecido queda rota. Uno se aferra, trata de anclarse en la precisión de las fechas, en la exactitud de los lugares. La desaparición forzada es como una tormenta que amenaza con arrancar todo de su suelo, con borrar cualquier referencia, volver irreconocibles los espacios, imprecisos los tiempos; amenaza con sepultar el mundo bajo los escombros de un tiempo fracturado. La tormenta El 19 de agosto de 1977 en la plazuela Rosales, en el centro de la ciudad de Culiacán, fue detenido Francisco Javier Manríquez Pérez, de 18 años, mientras hacía propaganda a la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S). Fue detenido por agentes de la Dirección Federal de Seguridad (dfs) y la Policía Municipal. Ese mismo día, durante su interrogatorio, le fue arrancada bajo tortura la dirección de José Manuel Alapizco Lizárraga, responsable de la brigada a la que pertenecía Francisco Javier.1 Inmediatamente un comando de la dfs, la Policía Judicial del estado y la Policía Municipal se trasladó a la casa señalada en donde también vivía Martha Camacho Loaiza, militante de la LC23S y esposa de José Manuel. El operativo se llevó a cabo por la tarde, alrededor de las 19 horas, momento en que tomaron por asalto la casa. A Martha, que en ese momento tenía siete meses de embarazo, la detuvieron violentamente y la usaron como carnada: la colocaron en un lugar visible desde la calle para que José Manuel se acercara con confianza a la trampa que había puesto el comando encabezado por la dfs. Alrededor de las nueve de la noche, José Manuel se acercó a la casa acompañado de Juan German Flores Carrasco, otro joven militante de la LC23S, de 17 años. José Manuel y Juan German se dieron cuenta del operativo montado, los agentes trataron de detenerlo y comenzaron un “enfrentamiento” en el que José Manuel fue ejecutado extrajudicialmente y Juan German detenido. El cuerpo de José Manuel fue desaparecido. Francisco Javier Manríquez y Juan German Flores Carrasco permanecen como detenidos-desaparecidos. Archivo General de la Nación, Fondo Dirección Federal de Seguridad, “Informe del Estado de Sinaloa”, 20 de agosto, 1977. Expediente Martha Alicia Camacho Loaiza versión pública, legajo único, 2012.

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Martha Camacho y la señora que les rentaba la casa, Josefina Machado, permanecieron más cuarenta días detenidas-desaparecidas en un centro clandestino de detención administrado por la dfs y el Ejército. Un encuentro Vuelvo a revisar mi cuaderno de notas. Fue el 16 de septiembre de 2014, un martes por la tarde en un café en el centro de Culiacán. Martha Camacho llegó puntual al encuentro, después de un breve saludo comenzó la charla, de temas generales, de mutuo reconocimiento. De los desaparecidos de Sinaloa, los de antes y los de ahora. Justo tres meses atrás habían asesinado a Sandra Luz Hernández, una madre buscadora: a su hijo lo habían desaparecido en febrero de 2011. Durante el par de horas que duró el encuentro no pude quitar mi mirada del rostro de Martha. Meses atrás había encontrado su ficha de detención con su fotografía, de 1977, en los archivos de la dfs: apenas una jovencita de veintiún años, embarazada, con el rostro ajado por la tortura, la humillación, con la mirada aterrada presenciando la tormenta que caía encima. La siguiente ocasión que me encontré con Martha fue en octubre, una semana después de la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, durante una manifestación en las calles de Culiacán para exigir la presentación de los estudiantes, y la de todos los desaparecidos. ¿Dónde están? Nuestros encuentros se hicieron cada vez más frecuentes durante los meses que estuve viviendo en Culiacán. Tenía mucho que comprender, y mucho que escuchar. La voluntad de narrar de Martha tiene la fuerza del testimonio que exige ser escuchado, pero también la necesidad de rehacer el tiempo, de suturar lo que fue fracturado. Entre guerras Las formas de violencia que habían sido características de la contrainsurgencia se generalizaron en el año de 1977. La detención arbitraria, la tortura y la

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detención-desaparición se volvieron parte de la cotidianidad sinaloense. Dos lógicas de violencia de Estado encontraron sus afinidades en ese año, y mostraron su potencial de aniquilamiento. El 15 de enero se anunció públicamente la “Operación Cóndor”, para “combatir la siembra, cosecha y tráfico de estupefacientes en los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua”. A cargo del General José Hernández Toledo, el gobierno federal desplegó en Sinaloa la Fuerza de Tareas Cóndor.2 Pensada para una corta duración, unos cuantos meses, la operación militar se prolongó varios años y llegó a involucrar hasta veinte mil efectivos militares en el supuesto combate al narcotráfico, los albores de una “guerra”. Durante su implementación las comunidades serranas fueron arrasadas: desplazamientos forzados, cientos de detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos. El narcotráfico no fue abatido, pero sí multiplicado. Aunque el objetivo inicial, al menos el declarado públicamente, fue combatir en las zonas serranas, muy pronto fueron implementadas mediadas en la ciudad de Culiacán, como patrullajes y retenes “para combatir a los delincuentes, que han bajado de la sierra como resultado de la Operación Cóndor”.3 La ciudad fue prácticamente militarizada, se convirtió en una trampa de eliminación. Ese año la movilización política se reactivó en la Universidad Autónoma de Sinaloa (uas), y la LC23S pretendió aprovechar el momento. Además de volver a impulsar las acciones de propaganda en algunos campos agrícolas y, principalmente, en la uas y el Tecnológico de Culiacán, resultaba necesaria una acción de fuerza. El 20 de abril coordinó una movilización que paralizó la ciudad.

2 Isaías Ojeda, “Operación Cóndor del Ejército para liquidar al narcotráfico”, El Diario de Culiacán, 16 de enero, 1977. 3 Guillermo Aguilar, “Nuevamente el Ejército patrullará las calles y reforzará retenes policiacos”, El Diario de Culiacán, 1 de febrero, 1977.


Ese mismo día se realizó una reunión en palacio de gobierno, con todos los responsables de la seguridad en el estado. Había que preparar la respuesta. Una reunión de alto nivel. A ella asistieron el comandante de la IX Zona Militar, general Ricardo Cervantes García Rojas, el procurador General de Justicia del Estado, Amado Estrada Rodríguez, el jefe de la Policía Judicial del Estado, Marco Antonio Camarena, el director de Tránsito del Estado, Juan S. Millán, el presidente municipal de Culiacán, Fortunato Álvarez Castro, y el inspector de Policía Municipal, capitán Ángel Moreno Ruiz. El tema de la reunión fue “el problema de los estudiantes”.4 El gobernador solicitó las opiniones de los asistentes sobre el conflicto “con el fin de terminar con este problema sin que se registren incidentes mayores”. Es decir: buscar una solución definitiva con bajo costo político. Las conclusiones centrales fueron: “aumentar el número de elementos para patrullar la ciudad tanto por parte de Tránsito y la Policía Judicial, como elementos del Ejército”, e investigar la “ubicación de los elementos de la llamada Liga Comunista 23 de Septiembre, para su localización”. Bajo las nuevas condiciones materiales que la Operación Cóndor brindó, los patrullajes conjuntos, policías y militares, los cateos y la vigilancia, se masificaron y se generalizaron. Dos semanas después se hizo pública la decisión de realizar patrullajes conjuntos e incrementar los retenes en la ciudad de Culiacán. Y en junio, aumentaron los operativos de rastreo ante “la ola de propaganda subversiva que se distribuye en los campos agrícolas”, en diversas colonias de Culiacán para localizar casas de seguridad y detener militantes de la LC23S. Los resultados no tardaron en llegar. Desde abril se llevaron a cabo las primeras detenciones, y entre julio de 1977 y febrero de 1978 la LC23S fue completamente aniquilada en Sinaloa, y muchos de sus miembros detenidos-desaparecidos.

4 DFS. “Informe del Estado de Sinaloa”, 20 de abril, 1977, expediente 11-235 L-43 H-219.

Entrar en la tormenta Martha inició su sensibilización política en la preparatoria de la Universidad Autónoma de Sinaloa, allí tomó parte del comité de lucha, y con otros miembros se acercó a las condiciones de miseria y explotación de los trabajadores de los campos agrícolas del valle de Culiacán. Al terminar la preparatoria se inscribió en la Escuela de Economía, donde conoció a José Manuel Alapizco Lizárraga. José Manuel fue quien la introdujo al trabajo político de la LC23S en 1976: repartiendo propaganda, haciendo pegas, corrigiendo manifiestos. Poco tiempo después, Martha y Manuel se casaron. A principios de 1977, Manuel asumió la coordinación de una de las brigadas de LC23S en Culiacán, Martha ya estaba embarazada y su participación en acciones políticas fue disminuyendo hasta ser marginal. Fue el periodo en que la persecución comenzó a cerrarse sobre las brigadas de la LC23S, y las exigencias de la clandestinidad aumentaron, lo que los obligó a mudarse constantemente de casa. En el mes de julio llegaron a una casa que les rentó doña Josefina, madre de una amiga de Martha. Fue allí donde la contrainsurgencia los alcanzó. El 19 de agosto de 1977 un operativo policiaco tomó por asalto la casa, detuvieron a Martha y a doña Josefina. Montaron una trampa para detener a José Manuel quien, junto con Juan German, opuso resistencia pero fue abatido. Una vez que el “enfrentamiento” terminó sacaron violentamente a Martha y la subieron a una camioneta en la que se encontraba, atado y golpeado, Francisco Manríquez. Primero fueron traslados al cuartel de la 9ª Zona Militar en calidad de detenidos-desaparecidos. Martha fue sometida a las primeras torturas, físicas y psicológicas: la obligaron a presenciar la mutilación del cuerpo de José Manuel. Allí fue donde le tomaron sus registros biométrico-políticos y la fotografía que quedó en la ficha de los archivos de la dfs. Allí siguió detenida-desaparecida algunos días, un par de semanas…

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El tiempo se fractura en la desaparición y la memoria no es tan fuerte para recuperar la precisión de los momentos. Después fue trasladada, junto a doña Josefina, a una casa de seguridad bajo el resguardo de la dfs y el Ejército, ubicada en la colonia Lomas de Boulevard, una zona habitacional de Culiacán. En esa casa ya estaban desaparecidos otros jóvenes militantes de la LC23S. Su condición de embarazo no detuvo los tormentos, aun fue usada para incrementarlos. El parto fue complicado, como si el hijo supiera que su madre había sido arrancada de su mundo y suspendida en un espacio de nadie y nada. Prácticamente debieron quitarle de las entrañas a su bebé, y a ella dejarla sufrir con las heridas no atendidas, sangrantes, esperando que la carne se le pudriera. “Pensaron que me iba a morir”. Martha se aferró a su hijo, que en las condiciones extremas de detención-desaparición, un recién nacido apenas logra ser un pequeño rastro de vida. Y a esa pequeñez se ancló Martha para no ser devorada en la tormenta. Su familia no dejó de buscarla, especialmente su padre. Después de cuarenta días pudo rescatarla, al parecer una negociación económica logró el milagro, no hubo muchas explicaciones después. La tormenta aún no terminaba, y había que guarecerse. Un año y medio pasó Martha escondida y protegiendo a su hijo. Muchas veces la habían amenazado con arrancárselo también, poco antes de ser liberada le hicieron jurar que “olvidaría que había estado allí, que olvidaría lo que había visto, que olvidaría que había tenido un hijo”. Varios años después, por invitación de un exsimpatizante de la LC23S, comenzó a dar clase en la preparatoria de la uas. Comenzó a vencer el miedo. Y fue cuando se encontró con las madres de los detenidos-desparecidos en Sinaloa, con esas madres buscadoras, y se convirtió en una de ellas. “Quedamos destruidas… pero como las palmeras en los huracanes: nomás se doblan hasta el suelo pero luego se levantan”.5

Entrevista a Martha Camacho Loaiza, realizada por Camilo Vicente Ovalle, Culiacán, Sinaloa, 4 de noviembre, 2014. Martha Camacho logró que su caso fuera considerado como crimen de lesa humanidad de acuerdo a “la resolución 209/2014, referente a la revisión de un juicio de amparo, el Cuarto Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito” que obligó a la PGR a considerar el caso como tal. Véase Gloria Leticia Díaz, “La guerra sucia sí va a juicio”, Proceso, 2 de octubre, 2015.

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Un borde abierto Virginia Negro

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Fotografía: Asociación de Regiones Fronterizas de Europa (ARFE)


La múltiple identidad del territorio fronterizo que divide México, Guatemala y Belice hace de este confín un lugar de intercambio y comunicación: una barrera porosa por la cual Europa empieza a interesarse. —¿Eres mexicano? —le pregunto al muchacho, al cual doy treinta pesos para cruzar el Suchiate (“agua de flores”, en náhuatl), el río que marca el límite entre México y Guatemala. —Sí, de aquí, de Tapachula. Tiene dieciséis años, me cuenta, mientras yo busco con la mirada mi pasaporte dentro de la mochila. Ya estoy segura de tenerlo conmigo, pero ver la esquina de cartón rojo de mi documento me tranquiliza antes de subir a bordo. Al final de la cuenta estoy atravesando la frontera ilegalmente. Igual que yo, decenas de personas cruzan de un lado al otro en barcos artesanales: las “cámaras”, las llaman así porque están hechas de neumáticos de tractores puestos sobre una base de tablas. Hay quienes llevan cajas de alimentos, quien sólo una mochila, quien incluso una moto de carreras. Esta es la fotografía que tengo grabada de la frontera entre México y Guatemala. Apenas desembarcada en tierra guatemalteca, soy testigo de una asamblea que se está teniendo en una carpa a la orilla del río, justamente entre estos peculiares gondoleros. Se establecieron en uniones informales, dividiéndose el trabajo. Los mexicanos de un lado y los guatemaltecos del otro, es decir, los primeros no pueden recoger pasajeros o mercancía del lado mexicano, ni al revés. El mexicano sale con su pasaje o su mercancía del lado mexicano para llevarlo a la otra orilla, pero no puede regresar con ninguna carga. Lo mismo opera al revés. También los precios de transporte están rígidamente regulados, pasar de México a Guatemala cuesta treinta pesos, el equivalente a los diez quetzales necesarios si se quiere cruzar el río desde el lado guatemalteco.

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Una imagen disonante respecto a la de la enorme pared insuperable que divide México de su vecino norteamericano, sobre la cual Donald Trump basó su campaña electoral. En cambio, la frontera sur es un espacio de autogestión. Sin embargo, esta frontera lejana a Norteamérica tiene un papel clave en la dinámica migratoria de los Estados Unidos. El movimiento centroamericano hacia Estados Unidos continúa creciendo año tras año. A los miles de mexicanos que cruzan la frontera norte se añaden un número similar de El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Honduras que deciden dejar su tierra con la idea de cruzar el vasto territorio mexicano para llegar a Norteamérica, pero son cada vez más las personas que buscan refugio en México. Sigue creciendo el número de poblaciones que escapan de la pandemia de violencia que las pandillas están sembrando en estos países. Por eso la frontera sur es un territorio estratégico para las políticas norteamericanas. Alan Bersins, jefe del Departamento de Seguridad Nacional de Washington en 2012, en una conferencia de prensa, definió la frontera terrestre de Chiapas como “la segunda frontera sur de Estados Unidos”. Javier Zamora es un salvadoreño de treinta y un años graduado en Berkeley, y cuenta su viaje a Estados Unidos. Llega a Guatemala con su abuelo, y luego continúa solo hacia el norte. Tiene nueve años. En su reciente libro de poesía Unaccompanied, recuerda la guerra civil que aterrorizó a su país durante más de una década. El último poema de su libro está fechado: 10 de junio de 1999, el día en que Zamora cruzó la frontera. “Hoy, como ayer, emigramos por la pobreza y la violencia”, dice. “Durante mi travesía, de los siete de nosotros, dos eran pandilleros, tratando de huir de la violencia y las maras en San Salvador. Yo, una madre y su hija, estábamos huyendo de la pobreza. Los otros dos, no sé, pero es una mezcla de estas dos razones, las mismas razones por la que todavía emigramos: pobreza y violencia”. Las guerras ya terminaron mientras la violencia aumenta. Una situación que padece toda la población, especialmente algunos grupos más vulnerables. Los responsables del Centro de Derechos Humanos fray Matías de Córdova, aquí en la ciudad fronteriza de Tapachula, destacan el aumento de las personas migrantes gays, bisexuales, transgénero e intersexuales (lgbti): “En Centroamérica una persona transexual no vive más de 35 años”, dice Patricia, una transexual activista procedente de El Salvador, y ahora residente en Tijuana. Los llaman “crímenes de odio”. Las cifras más recientes muestran un número importante de centroamericanos cruzando la frontera como indocumentados: sólo de octubre a agosto de 2016 hay alrededor de 103 000 personas según datos oficiales del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Mientras el último informe

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de Amnistía Internacional comenta que casi noventa por ciento de estos migrantes abandonan su país natal debido a amenazas de muerte. El cierre de las fronteras a las llamadas de ayuda como refugiados en México y en los Estados Unidos es una violación del marco internacional de los derechos humanos, denuncia la misma Amnistía International Si la iniciativa de la administración Trump de construir un muro fronterizo es agresiva en su declaración de intenciones, las prácticas que en México se realizan no son menores, ya que son cotidianos los abusos hacia los migrantes centroamericanos por parte de las organizaciones criminales y de las instituciones. El Centro para la Protección de los Derechos Humanos fray Matías de Córdova ha denunciado un alarmante número de casos de tortura, y no son raros los casos que involucran a la policía mexicana. De 2007 a 2016, la cndh (Comisión Nacional de Derechos Humanos) informó de casi 8 000 denuncias por tortura. Una verdadera crisis humanitaria exacerbada por el terrible mercado de trata de personas. El territorio de esta frontera sur es selvático, el lado chiapaneco montañoso, en algunos tramos delimitado por ríos, es difícil de gobernar y tiene poca infraestructura vial. Pero lejos de ser desolado, es el corazón comercial de la región; en algunas partes hay más intercambio cotidiano, como en las regiones del Soconusco y la Meseta Comiteca, en Chiapas, o en el municipio de Tenosique (por El Ceibo) en Tabasco, o en el municipio Othón P. Blanco (por Subteniente López) en Quintana Roo. También esta frontera es un complejo espacio geográfico donde México, Guatemala y Belice comparten importantes recursos naturales y cuencas hidrográficas. Por todo ello, la Comunidad Europea empieza a prestar atención a la especificidad de este espacio. A partir de este año, arfe, la Asociación de Regiones Fronterizas, junto con aexcid, la Agencia Española Extremeña de Cooperación, desarrolló un proyecto de cooperación entre los tres países vecinos. De momento se organizó un Foro Internacional en Tapachula en colaboración con la academia —El colegio de la Frontera Sur, ecosur— algunas organizaciones de la sociedad civil y la participación de gobiernos estatales, para poder conectar a diferentes pobladores y conocer el abanico de problemas que enfrentan estos países, y sus interacciones de cooperación transfronteriza. Está previsto para mayo del próximo año un nuevo encuentro, pero esta vez en Guatemala, donde se intentará aterrizar la precedente experiencia. La gran temática sigue siendo la del flujo migratorio. —¿Yo? —pregunta el muchacho que me regresa en la “cámara” hacia el lado mexicano, un hombre de casi treinta años con una mirada luminosa— Yo vengo de Honduras.

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Septiembre, mes del terremoto y del amor Jesús Vicente García

Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

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i La pantalla del féis dice que han llegado diez notificaciones. Por detrás del monitor un rayo de sol ha ingresado por la única rendija ventana que lo permite. Estar en el sótano implica acercarse a los gusanos de la tierra, de la cual Basilio siente que algo lo empuja en la silla con ruedas, alguien dice está temblando, enunciación que está de más cuando un terremoto llega como explosión amorosa; Basilio y compañeros de oficina ya están corriendo hacia la salida que implica una estancia de doce metros y luego a la izquierda un pasillo de similares medidas, aunque angosto, y aquí el protocolo de camine, no corra, no grite, mantenga la calma, póngase en el lugar que protección civil ha indicado, no sirve para nada, no hay tiempo ni oportunidad; se corre o se corre. Basilio intenta caminar rápido no sin antes darle el paso a las mujeres que ya están adelante, justamente cuando el piso lo levanta y luego lo oscila, arriba, abajo, y las paredes del edificio crujen, como si se quejaran, un sonido de taladro se deja caer de lleno y se va la luz, cae el plafón, el agua, las computadoras, algunos vidrios se rompen, luego los gritos, las ganas de vivir que ensordece su intento de correr. Basilio ve a sus compañeras que caen y no caen, parece que el techo se viene encima, todo el edificio, pero se tambalea, se destripa, gime miedo, es posible escucharlo, porque no sonó la alarma sísmica. a Pamelo y la mujer alta, Athena, deciden salir del féis para apersonarse en Ana Mary’s, un café atrás de la Lotería Nacional. Ella no estuvo en la ciudad, sino cerca de Chalco, Cuatro Vientos, la calle cerca de su casa, todavía fue al mercado, pensó: “No pasa nada”. Ambos conversan con los ojos acuosos; ella recordando lo que vio, leyó, escuchó y lo que señala la red social del féis, que es su fuente principal; él, hace 32 años, el 19 de septiembre de aquel 1985, no pensó que pudiese repetirse, como diría Newton, un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, pero el mar y la tierra no se basan en estos preceptos newtonianos, y da hasta miedo pensar en un 2 de octubre de 1968, ¿pudiera repetirse? La naturaleza grita lo suyo, exige que la respeten. La sociedad también. ii El presente no quisiera que fuera presente cuando se manifiesta en esta forma, y ya se ve Basilio corriendo entre ese pasillo de marras, sin saber qué está pasando además del movimiento de tierra y del edificio que se lo imagina a punto de caerse o yéndose a pedazos hacia abajo, como se cae un borracho que se niega llegar al piso,

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se mueve en su propio eje, oscila, y camina y se tropieza y salta para que el otro pie le permita mantenerse arriba, vuelve a saltar: oscila, salta, camina, cae, cae… b Por féis todos ayudaron y se convocó a la ayuda por parte de los jóvenes, esos héroes fugaces, tal como los de novela, que no son heroicos en todo, pero sí en algún momento, pues como hace 32 años salieron a ayudar y, duele decirlo, no fue la mejor generación para otras cosas, pues la violencia aumentó en todas sus modalidades, seguimos violando todas las leyes y buscando no pagar, eludir, transar, desviar, corromper; somos como ríos, que no dejan de ser ríos aunque no tengan agua, porque lo que importa es el cauce. Así piensa Pamelo. Athena lo ve desde su silla del Ana Mary’s, con música de jazz. Salen las anécdotas como corriente de la conciencia… La joven sirvienta que pasaba por una calle de Villa Coapa y se le cayó encima la barda de una escuela falleció al instante. Una familia que hacía los preparativos del bautizo de la nieta: a la una de la tarde todos se fueron a misa, y el abuelito se quedó en el lugar del agasajo para acomodar las sillas y ver lo de la comida, un pollo con mole exquisito, y llegó el terremoto, cayó encima de la familia en la iglesia que pereció con todo y cúpula, sólo el abuelo sobrevivió; la comida sirvió para los invitados al velorio. El terror de don Rafael, señor

de casi ochenta años, en Juárez y Eje Central, que cayó dos, tres, cuatro veces sin poder sostenerse y a su lado una señora reza, al final se sonríen, y resulta que la señora es su amiga que hacía más de treinta años no se veían y se ayudaron, en 1985, cuando los dos vivían en una calle de la colonia Obrera y se les cayó el pequeño edificio; la vida los volvió a unir. El señor de Milpa Alta que jura que por debajo de la tierra pasó algo, como una víbora, y dejó huella en el camino, un borde largo. Los perros que comenzaron a ladrar y otros se escondieron. Unos gatos que salieron de un vecindario en la Roma segundos antes del temblor que tiró la vivienda. La gente solidaria. Quienes no durmieron en días, quienes iban a ir ese martes a las ofertas de dos por uno de cafés, helados, pozole, o al súper y al centro comercial, martes, martes, ni te cases ni te embarques. Los que en Galerías Coapa corrieron ante el crujir del monstruo comercial. Los jóvenes de la estética a un lado del edificio de la policía, en la Glorieta de Insurgentes, que salieron despavoridos viendo y escuchando los edificios chocar, como dos boxeadores aguerridos. Pamelo y Athena lo vivieron en la calle. Y él sigue pensando que el aroma de esa mujer alta es algo singular. iii El piso lo levanta y lo hace mover de un lado a otro, cual tango improvisado y cumbia de barrio, de a saltito,

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de a pasos cortos y largos, de a como se pueda salir; una escena sin alarma sísmica, puro ruido del edificio que truena y gime como si te dijera de aquí no sales. Ayes y lamentos a lo lejos, pasos que corren y no se escuchan, pura pared y plafón y vidrios y ese sonido que anuncia a la parca, y Basilio corre queriéndole ganar unos pasos, para que no le sonría y no le dé tiempo ni de apuntarlo en la lista, ni a las mujeres que van delante en ese pasillo angosto, y cuando la oscuridad llega, el terremoto aumenta de intensidad, como si lo hubiesen acordado; en ese pasillo que han caminado diez días desde que los acomodaron en el sótano porque la parte de arriba (donde estaba ubicados), la iban a arreglar poniéndole techo y piso, así que de estar cerca del cielo, ahora están cerca del infierno, o de los gusanos, o de eso que llaman inframundo, debajo de la tierra, en este lugar que caminaron tantas veces después de checar, de ocho

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a ocho y media, para ir al baño, a la cafetería, a dejar documentos a otra área, a la tienda, o simplemente a la salida, tres de la tarde, hora de andar el pasillo, que es el último eslabón espacial para retirarse y seguir la vida fuera que, curioso, un compañero fue contando, de broma, los días desde que llegaron al sótano, en un pizarrón, como los convictos en las películas con rayitas verticales y a los cinco días una diagonal, y así cada que llegaba otra raya, y al salir, Basilio veía el pizarrón y se sonreía y recordaba las palabras de la jefa que preguntó cuánto tiempo pensó que estarían ahí, unos dijeron un mes, otros que dos, Basilio que hasta diciembre, pero llegó septiembre, el martes 19, soleado, la conmemoración del terremoto de hace 32 años, y por vida de Dios que no sólo se recordó con un simulacro sino con uno en serio, fuerte y sin avisar. Corre que te corre antes que todo caiga, antes que el mundo los ponga patas para


arriba. Logra, junto con sus compañeros de oficina, respirar, sentir la vida en el estacionamiento. c Caminan por las calles del metro Hidalgo; en Rosales, las escaleras de los locales están quebradas, abiertas, levantadas; el edificio de la Lotería Nacional con grietas y acordonada; los vendedores de libros en el mismo lugar: “¿Cómo está, profesor?”. “Qué tal”, con una mano en la boina; y ella sonríe al saludo. El edificio de un periódico y un banco, frente al Caballito, resquebrajado, un poco de lado, y acordonado, y las hamburguesas cerradas; a una cuadra, siguen trabajando en el socavón que se abrió en Humboldt y Colón un par de semanas antes, cuatro esquinas sin actividad económica; Pamelo lo siente por la tortería Armando, de las primeras de la ciudad, sin poder invitar a Athena que, por cierto, le reclama por qué no le dijo que escribía. “No me lo preguntaste”. Ella sonríe y ve hacia un lado y luego hacia él. “Ya te vi en Internet”. “Qué honor”, dice él, queriendo cambiar el tema. “¿Vas a escribir algo acerca de esto?”. “No lo sé”. Los terremotos hasta para escribir acerca de ellos hay que manejarlos con pinzas y es precisamente lo que no quiere Pamelo, invocarlo. Respeta a los que perdieron a sus seres queridos y a los que se quedaron sin nada y tiene que comenzar y recomenzar de cero, y lanza un planctus de dolor e intenta sonreírle a la mujer alta que carga su bolso con libros y con la esperanza de que ahora es el turno de los profesores como ella: educar a los jóvenes, que ya no son iguales después de un terremoto que septiembre le gustó para quedarse. Athena se ciñe de su brazo y quiere prederse con él en algún lugar del centro. iv Duele caminar. Nada de señal. No sabe nada de la persona querida, de la familia, del mundo exterior, es como estar entre paréntesis, en una cápsula. Los celulares no pueden contener una crisis comunicativa, lo comprueba el sistema nervioso de Basilio, que casi revienta por no saber de Vera, de amigos, novia, vida. Nada.

Andar por Miramontes es andar a la deriva, luego un aventón en auto por el Eje 3 hasta el metro Chabacano, un poquito en pesero, otro caminando. En el transporte hay gente que no sabe que se cayeron edificios, unos jóvenes planean ir al zócalo el viernes a echar desmadre, otros escuchan música, hasta que un conductor de otro microbús le informa al otro que se cayó una pinche escuela allá por Brujas. Un semáforo los detiene. Basilio camina por el metro Lázaro Cárdenas. Ve gente con otro rostro: desesperados. Llega a la Obrera, a la Algarín, pasa Viaducto y llega a la Narvarte, se comunica con Vera, quien le dice que el edificio está bien, no pasó nada, sólo que donde vive su amigo de la secundaria se derrumbó. Basilio traga saliva. Todo es rápido y lento. Ve edificios hechos añicos, gente que corre, otra llora, sentada en la banqueta, celulares que no quieren colaborar y la ayuda de miles de jóvenes no se dejó esperar. Basilio no es la excepción. Le llama a Pamelo y le dice que todo está bien, que está en una calle de la Narvarte ayudando. Basilio, vestido de traje, ya está entre unos escombros, donde le indica un capitán de brigada lo que debe hacer. Basilio-profesor-voluntario suda; el sol está en todo lo alto a las tres de la tarde. Sus zapatos son dos posibilidades de vida, sus manos se alargan para jalar escombros, hay quien le extiende un casco, pregunta por su amigo (su familia está a salvo), pues hay vecinos que afirman que no lo han visto y que otros lo vieron entrar al edificio, mas no salir; y Basilio ayuda sin tregua, escucha ambulancias, muchos chavos en chinga loca sin conocimiento del orden pero con deseos de ayudar, y el capitán de brigada organiza a todos, a lo que el profesor Valdés Balderas no tiene tiempo sino de quitar cascajo, no hay sed, no hay hambre, sólo desesperación, y ahí se queda en esa calle, como dijera Rodrigo González, entre escombros del destino. iv El amigo sobrevivió. Iba a ver a su novia. Regresó al edificio y junto con Basilio y voluntarios no durmió en tres días. El amor lo salvó.

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La historia ideal 1 de detectives G.K. Chesterton

Versión de Jesús Francisco Conde de Arriaga

Ha habido cierta renovación de la polémica sobre el problema de los relatos con conflicto, algunas veces llamados novelas policíacas, porque ahora consisten, principalmente, en una muy injusta apreciación de la policía. Veo que el Padre Ronald Knox ha escrito una introducción bastante interesante a una antología de cuentos de este tipo, y la señora Carolyn Wells, la autora de un admirable misterio llamado “Vicky Van”, ha reeditado un ensayo sobre este tema. Hay un aspecto de las historias de detectives que es casi inevitablemente elidido al momento de tratarlas, y es el que este tipo de relatos son, generalmente, ligeros, emocionantes y de algún modo superficiales; lo sé mejor que la mayoría puesto que yo mismo los he escrito. Y si digo que hay, abstractamente, algo ligeramente distinto que podría ser llamado la historia ideal de detectives, no estoy diciendo que pueda escribirlo. Lo llamo la historia ideal de detectives porque no puedo hacerlo. De cualquier modo, estoy convencido que esa historia, si bien debe ser emocionante, necesita no ser superficial. En teoría, aunque no es común en la práctica, es posible escribir una novela sutil y creativa, de una profunda filosofía y de una fina psicología, y aun así presentarla en la forma de un inquietante relato.1 Los cuentos de detectives difieren de otros en que al final el lector sólo es feliz si se siente engañado. Al terminar obras más filosóficas, el lector tal vez quiera sentirse como un filósofo, pero la primera impresión de sí mismo probablemente sea más saludable y más acertada: el abrupto camino de la ignorancia, tal vez, sea bueno para la humildad. Esto tiene que ver más con el orden en el que las cosas son mencionadas que con la naturaleza de las cosas mismas.

Versión reducida del texto “The Ideal Detective Story”, aparecido en Illustrated London News el 25 de octubre de 1930.

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Retrato de Gilbert Keith Chesterton elaborado por Alfred Priest para el suplemento The Bookman de 1910. (Imagen: The Print Collector / Print Collector / Getty Images)

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La esencia del relato de misterio es que nos confrontamos de pronto con una verdad que no habíamos sospechado y que de cualquier modo es verdad. No hay razón lógica por la que esta verdad no pueda ser profunda y convincente, tanto como superficial y convencional. No hay razón por la que el héroe que resulta ser un villano, o el villano que se torna héroe no sea un ensayo de las sutilezas y complejidades del carácter humano al nivel de las primeras figuras de la ficción humana; es sólo una coincidencia que el interés por esta incongruencia no vaya, generalmente, más allá de que una modesta institutriz resulte ser una envenenadora o que un tonto y gris oficinista tiña las calles con la sangre de las gargantas que corta. Hay incongruencias en la naturaleza humana más complejas y de un orden más misterioso, y no hay razón por la que no puedan ser presentadas de manera que impacten como lo hacen los cuentos de detectives. Existe la luz eléctrica tanto como existen las descargas eléctricas, incluso la descarga puede ser el rayo de Júpiter. Es, como he dicho, un asunto del orden de los sucesos. La faceta del personaje que no puede ser vinculada con el crimen debe presentarse primero; el crimen debe exponerse después como algo opuesto a ella, y la reconciliación sicológica de ambos debe venir después de esto, en el lugar donde el detective común explica que encontró la verdad guiado por la colilla de un cigarro dejada en el pasto o por la mancha de tinta roja en la libreta de notas sobre el tocador. Sin embargo, no hay nada en la naturaleza de las cosas que impida que la explicación, cuando llega, sea tan convincente para el sicólogo como para el policía. Shakespeare, por ejemplo, ha creado dos o tres asesinos en extremo amigables o simpáticos. Sólo nosotros podemos ver su amabilidad tornarse lenta y sutilmente en un asesinato. Otelo es un tierno esposo que asesina a su esposa por puro cariño, por decirlo de alguna manera; pero como conocemos la historia desde el principio, podemos ver este vínculo y aceptar la contradicción. Supongamos que la historia abriera con Desdémona cuando es encontrada muerta, Yago o Cassio como sospechosos, y Otelo como la última persona

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de la que se sospecharía. En este caso, Otelo sería una historia de detectives, y sería una verdadera, es decir, una que es congruente con el verdadero carácter del héroe cuando finalmente dice la verdad. Hamlet, a su vez, es encantador y pacífico, y perdonamos el gesto nervioso y levemente irritante de clavar a un viejo tonto como un cerdo detrás de una cortina. Pero supongamos que el telón abriera y mostrara el cuerpo de Polonio, y a Rosencratz y Guildenstern hablando de las sospechas que han caído inmediatamente sobre el primer actor, un personaje inmoral acostumbrado a matar personas sobre el escenario; mientras Horacio o algún personaje secundario sospecha que es un crimen más de Claudio o del inescrupuloso y temerario Laertes. Entonces, Hamlet sería una novela policíaca y la culpabilidad de Hamlet sería impactante, y sería impactante por la verdad que encierra; no sólo las novelas eróticas son impactantes. Estos personajes shakesperianos seguirían siendo coherentes y todo concordaría porque hemos juntado los límites del personaje y hemos atado sus extremos. La historia de Otelo podría ser publicada con una cubierta brillante como “El caso del asesino de la almohada”, y seguiría siendo el mismo caso, un caso serio y convincente. La muerte de Polonio podría aparecer en las librerías como “El misterio de la rata evanescente”, y sería una historia de detectives en toda regla. Podría ser, incluso, la historia ideal de detectives. No hay necesidad de que haya algo vulgar en la transición abrupta y violenta, que es la esencia de dicha historia. Las incongruencias de la naturaleza humana son en verdad terribles y estremecedoras como para ser nombradas con la misma gravedad como la hora final o el Día del Juicio. No todas son tenues sombras, pero algunas de ellas son atemorizantes tinieblas, hechas por el contraste primigenio de la oscuridad y la luz; tanto el crimen como la confesión pueden ser tan catastróficas como esclarecedoras. En realidad, la historia ideal de detectives podría hacer algún bien si llevara a los hombres a entender que en el mundo no todo son curvas, sino que hay cosas que pueden ser tan serpenteantes como el relámpago o tan inflexibles como la hoja de la espada.


intervenciones Mateo Pizarro

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El libro mayor de los negros:

Muertes y vidas de Amínata Diallo Moisés Elías Fuentes

Concebida en un principio como novela histórica en la que se reconstruye la poco conocida gesta de los esclavos que pelearon a favor de Inglaterra durante la independencia de Estados Unidos,1 El libro mayor de los negros trasciende dicha concepción porque Lawrence Hill (Canadá, 1957) prescinde, con altura de miras y pericia narrativa, del retrato estereotípico de la esclavitud,2 al que sustituye por un gran fresco en el que la historia de Amínata Diallo deviene en hilo conductor que nos guía por el laberinto de contradicciones sociales, emocionales y sexuales emergidas de la convivencia de esclavistas y esclavos. Escrita y publicada por Hill el año 2007, El libro mayor de los negros3 recupera, con singular perspicacia, la vida cotidiana de los esclavos, al punto de retratar aspectos externos y aspectos íntimos con prosa ágil y habilidosa, por lo que los lectores atestiguamos un mundo abigarrado y abrumador, en el que, por su imagen recargada, atisbamos que se desenvuelven dos tipos de orden: el de los esclavos, destinado a la sobrevivencia tanto del individuo como del grupo con sus rasgos culturales identitarios; el de los esclavistas, ideado para alcanzar altas producciones a bajos costos, por lo que debía sostener la esclavitud, a partir de la premisa de la superioridad intelectual y moral de la raza blanca. Ensayista curtido, Hill aprovecha esa experiencia para dar plasticidad y espontaneidad a las descripciones de esos órdenes contrapuestos. Las descripciones, por lo demás, están cargadas de ironías y guiños de ojo que evidencian las mínimas pero constantes rebeliones de los negros para no ser aniquilados por la maquinaria esclavista. Esta carga de ironías devela a su vez la conciencia de un grupo social que, desde la explotación y la discriminación, vislumbra con lucidez la

1 El ejército inglés reclutó centenares de esclavos de las plantaciones de colonos rebeldes bajo la promesa de permitir la creación de un estado-nación en Sierra Leona. Al finalizar la guerra de independencia, los ingleses trasladaron a muchos de esos esclavos negros a Nueva Escocia, en Canadá, y más tarde a Sierra Leona, pero su situación social distó mucho de las promesas iniciales: los llamados “negros leales” no pasaron de ser sirvientes de los colonos ingleses en África. 2 El autor evade, sobre todo, la trampa de reducir el esclavismo a la idea de que provenía de la ambición de algunos hacendados por hacerse de más dinero, y no al hecho de que los hilos esclavistas los manipulaba el sistema capitalista, que avanzaba a paso firme hacia su imposición. 3 Publicado originalmente en 2007, El libro mayor de los negros (The Book of Negroes) llega a nosotros casi diez años después, aunque el atraso se compensa por la fina traducción de Pura López Colomé, así como por el creativo diseño acometido por Almadía Ediciones, que lo ha editado aquí en México, en 2016. Las citas al libro proceden de dicha edición.

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distancia que separa la realidad ideal que predican los blancos desde iglesias y templos, de la realidad real que llevan sobre sus espaldas los esclavos. Limitados por las leyes de los blancos en casi todos los aspectos de la vida diaria, los esclavos africanos y afrodescendientes casi sólo tenían como herramienta de creación y rebelión el dominio del idioma de los explotadores, al que combinaban con sus idiomas originarios; conocimiento que guardaban con singular celo: Finalmente, según Georgia, no debía olvidar que los bucra no sabían gullah. Sólo entendían su propia manera de hablar. Yo no debía evitar enseñarle a cualquier bucra ni una palabra o expresión que usaran los negros. Y jamás dar a entender que yo entendía bastante del modo de hablar de los bucra.

Las observaciones de Amínata Diallo sobre el uso de los idiomas derivan en una serie de lúcidas reflexiones sobre la lengua materna y las lenguas aprendidas con posterioridad. En dichas reflexiones Hill subraya la función de los idiomas para crear las múltiples interpretaciones de la realidad que se reflejan en los actos comunicativos. Y es que el dominio de tales interpretaciones adquiere una importancia de vida o muerte para los esclavos: Cerca de la cúspide, vi las palabras Desierto de Berbería o Zaara, y debajo Tierra Negra, y más por debajo, a lo largo de las costas tortuosas y curvilíneas, unas secciones llamadas Costa Esclava, Costa de Oro, Costa de Marfil y Costa del Grano. Había unas palabras pequeñitas garabateadas donde la tierra se topaba con el agua; sin embargo, tierra adentro, sobre todo dibujos de elefantes, leones y mujeres de torso desnudo.

Amínata descubre así que proviene de un territorio que se divide en dos mitades antagónicas: el microcosmos populoso de aldeas en el que transcurrió su infancia, en un extremo, mientras que en el otro, el continente inventado por los colonialistas y negociantes europeos con base en su codicia y sus prejuicios culturales. Con una sutil pero clara referencia aristotélica, Hill contrasta la organización económica que rige a los pueblos africanos originarios, en cuya base no impera la apropiación de bienes en unas cuantas manos, con la enajenación crematística que impulsa las empresas occidentales. Reducida a la esclavitud desde niña, la calidad plurilingüe enlaza a Amínata con los distintos mundos y submundos que, para su asombro, surgen como soluciones emergentes, en

un cosmos humano que se confunde y se revuelve más en la medida que creemos conocerlo mejor. Talentosa para el aprendizaje de idiomas, dicho talento permite a Amínata pronunciarse a sí misma con su acento natal, y pronunciar el mundo de sus secuestradores con los giros de otros acentos y la malicia característica de los desconfiados. Es por este talento para los idiomas que la niña secuestrada por mercaderes de esclavos retorna de su propia muerte, después de la brutal travesía que la lleva de su tierra natal a las plantaciones de Carolina del Norte. Amínata recobra la vida y se reinventa, sin dejar de seguir siendo ella misma. Cada idioma aprendido, cada conocimiento asimilado, la transforma y la preserva. Complejo por su extensión y por la reunión de temas históricos colectivos y de asuntos privados y aun íntimos, El libro mayor de los negros obtiene cadencia rítmica porque el autor otorga relevancia a la etopeya de Amínata Diallo, quien narra la historia desde una primera persona que, al paso de los años y las pérdidas y los miedos, ha aprendido a balancear lo objetivo y lo subjetivo, lo intelectual y lo emocional: Escuché a Lindo con cuidado y pensé en lo que me estaba diciendo. El descubrimiento era fascinante, aunque confuso. Tal vez Lindo me podría explicar por qué los cristianos y los judíos tenían esclavos musulmanes, si todos teníamos el mismo Dios y todos celebrábamos la huida de los hebreos de Egipto. Cuánto habría pagado por mí, me preguntaba, y quién habría tramitado mi viaje hasta esta tierra…

Novela repleta de hechos y sucesos, como apunté párrafos arriba, El libro mayor de los negros es, antes que nada y después de todo, la historia de Amínata Diallo, la mujer que ha sufrido todos los saqueos: huérfana de padre y madre por la funesta intervención de los comerciantes negreros; desposeída de esposo e hijo; arrebatada de la protección de los amigos por la iniquidad de los amos; desterrada de tierra, pasado y religión. Sin embargo, Amínata descuella por su inteligencia habilidosa, que la lleva a avanzar lenta pero decidida hacia la libertad, y que a la vez la lleva a entender a los otros con sensibilidad pero también con agudeza. Así, la heroína de El libro mayor de los negros comprende por qué y aprende cómo debe reinventarse a cada paso de su vida. Y las reinvenciones sorprenden, toda vez que reflejan el espíritu de una mujer convencida de su identidad. Ensayista, periodista, Hill incursionó en la narrativa casi en paralelo con su labor de estudioso de la historia del

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esclavismo en Estados Unidos y Canadá. A través de ambas actividades, el novelista ha logrado una comprensión sensible de la esclavitud, quiero decir, no la ve sólo como fenómeno socioeconómico de una etapa determinada de la historia, o únicamente como la tragedia humana, sino que la observa desde la silenciosa epopeya que implicó, para generaciones enteras de esclavos, la reinvención de sus rasgos identitarios en las tierras de América que, para ellos, debieron significar no más que secuestro y despojo. Según ha declarado en diversas entrevistas, Hill invirtió cinco años en la revisión y el acopio de la documentación necesaria para sustentar El libro mayor de los negros. Así, la visión ordenada de historiador se alió con las perspectivas del narrador, lo que ha dado como fruto un libro ambicioso, pletórico de referencias históricas entrelazadas con hechos ficticios, al tiempo que consigue un equilibrio elegante, notable por su tersura, que es, sin duda, el que permite la libre fluencia de la realidad histórica y la ficción creativa. Tal equilibrio también ha permitido al novelista canadiense el trazado de personajes vivos, contrastantes, plásticos en suma. En este sentido Hill devela una cualidad literaria poco frecuente en la narrativa contemporánea, a saber: la de plasmar personajes verosímiles, por igual a los principales que a los secundarios y aun a los incidentales, lo que confiere a El libro mayor de los negros el carácter de una épica escrita desde la cotidianidad, misma que el autor no exagera ni recarga, porque la reconstruye a partir de sus rasgos esenciales. Novela histórica, ciertamente, pero también obra de ficción, Hill no exime a El libro mayor de los negros de varios guiños de inteligencia en los que nos indica que estamos ante una invención, una mentira que sólo cobra cariz de realidad en tanto así lo deseamos. Y, como debía de ser, la primera en poner en duda su propia existencia es Amínata, en la primera página del libro: Me está costando trabajo morir. Lo que sea de cada quien, no debería haber vivido tanto tiempo. Pero todavía tengo buen olfato para saber que tal o cual cosa promete dificultades, lo mismo que si lo que se cuece en aquella olla de metal en la estufa es un puchero de pollo o de patas de cerdo. Y todavía tengo tan buen oído como un perro de cacería. La gente asume que uno está sordo sólo porque no está erguido como una varita de nardo.

Amínata se deslinda de la narración que los ingleses abolicionistas han hecho sobre ella, y en el deslinde cuestiona además

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El libro mayor de los negros Lawrence Hill Traducción de Pura López Colomé México, Almadía, 2016, 510 pp.

las razones que tienen para la prohibición de la esclavitud, toda vez que representan las ideas y los intereses del imperio inglés, pero sin prestar oídos a las aspiraciones de los esclavos. Ella se descubre personaje de una ficción dictada por otros, lo que la impulsa a escribir su historia, rememorada y reconstruida desde ella misma. Gracias a la autonomía que otorga a su narradora, Hill esquiva con buena fortuna las intromisiones de la perspectiva contemporánea en el relato. El novelista canadiense comprende que el relato histórico de la esclavitud en Estados Unidos y Canadá ya ha sido escrito, y no pretende corregirlo o reformarlo, sino proyectarlo con las intimidades que se pierden en la reconstrucción de la Historia en mayúscula, porque tales intimidades son las que nos instan a asomarnos en la compleja tragedia humana que constituyó el esclavismo, así como en la grandeza que significó y significa la reinvención de sí mismos que acometieron los esclavos para su sobrevivencia, y que acometen día a día sus descendientes para preservar el pasado y cimentar el presente.


Hallar al hombre en el hombre: Matagatos, de Raúl Aníbal Sánchez y Continuum, de Édgar Adrián Mora

Nora de la Cruz

“Respete la vida”, aconsejaba Dostoyevski a una aspirante a escritora; según él, la vida es siempre superior a las invenciones humanas. A más de uno esta premisa pudiera parecerle corta, y por eso hemos padecido un exceso de novedades literarias que se empeñan en la pirotecnia y el disparate. Pero no es tan simple como reducirlo todo a novelas de narcos; no se trata meramente de registrar la realidad o de calcarla. El objetivo de la ficción realista, según el cuaderno de notas del novelista ruso, es hallar al hombre en el hombre, es decir, encontrar los matices del espíritu humano en los incidentes cotidianos. Cercanos a esta idea de la novela, Raúl Aníbal Sánchez y Édgar Adrián Mora parten de dos personajes reales para construir sendas novelas, en las que lo central es una idea más amplia, de la que sus historias son una manifestación elocuente. Matagatos: en las calles, muy despacio, creció el árbol de la guerra Penguin Random House ha anunciado la creación de un sello cuya orientación editorial pretende ser tan fresca como la de las editoriales independientes, pero con el gran poder de difusión y distribución de una transnacional. Al menos uno de sus títulos inaugurales no decepciona: Matagatos, de Raúl Aníbal Sánchez. Como en su colección de cuentos El genio de la familia (feta, 2014), el autor ubica su narración en la Chihuahua de los años noventa; los protagonistas son tres amigos adolescentes, por un lado, y Gilberto, un ex policía y militar que

vive en su barrio y, entre otros raros hábitos, cultiva el de asesinar gatos con lujo de crueldad para luego exponerlos como una guirnalda afuera de su casa. Los jóvenes crecen en un ambiente de pobreza e indolencia, a la buena de Dios, se diría; Gilberto los acecha pues, luego de los gatos, los jovencitos son las presas de su preferencia. La narración intercala el mundo de la adolescencia en ese particular contexto, en el que apenas se avizoraba la guerra que estallaría después, y la historia del asesino que pasó desapercibido, o fue tolerado, durante mucho tiempo, no sólo en el barrio sino en el medio policial, militar y político. La novela es sombría desde el principio y, aunque parece enfocarse en un caso aislado, observa con inteligencia y sensibilidad las condiciones que hicieron posible la violencia posterior: la indolencia de la población, la corrupción de las instituciones, la vulnerabilidad de los jóvenes y las mujeres. Pesimista en casi todo momento, el relato ofrece diversos matices de la emotividad: la inocencia, la soledad, la ternura, la (vana) esperanza. Incluso Gilberto, lejos de ser un monstruo unidimensional, es observado por el autor con compasión. Eso es, sin duda, uno de los grandes logros de la novela. Otra de sus fortalezas es la proporción entre la severidad de la dicción, que es contenida en todo momento, y la capacidad de conmoción de las escenas, que no escatiman en crueldad, pero son construidas con delicadeza. El autor delibera sutilmente varias cuestiones relevantes, entre ellas la vulnerabilidad de los jóvenes en Chihuahua —en todo el país, añadiría yo—, que es muy representativa de la realidad

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Matagatos Raúl Aníbal Sánchez México, Caballo de Troya, 2017, 136 pp.

nacional: particularmente conmovedor es el guiño a Tom Sawyer, en la escena en la que los tres amigos aceptan pintar la cerca de su predador, que termina, evidentemente, en un ataque. En Matagatos los niños no son pícaros embaucadores, ni testigos involuntarios del crimen: son las víctimas desoladas, con poca esperanza de salvación. Este retrato de la adolescencia como un tránsito inocente entre penumbras es particularmente logrado por la capacidad del autor para construir personajes cercanos y comprensibles con apenas unos trazos, y por su sensibilidad para colocar los acentos en la trama. Se trata, en suma, de una novela de gran belleza y hondura, conmovedora y memorable. Continuum: Oesterheld para la eternidad Publicada por la editorial independiente Paraíso Perdido, Continuum. Una novela sobre H. G. Oesterheld, de Édgar Adrián Mora, es una novela breve y lograda que merece mucha más atención de la que ha recibido. De narrativa discontinua, su foco cambia constantemente (aunque el narrador se sitúa desde la objetividad de la tercera persona) y ofrece una serie de segmentos breves que permiten conocer las convicciones del célebre autor del Eternauta, su visión ética y estética y el trágico destino que él y su familia padecieron como opositores a la dictadura argentina. En los segmentos predomina la información visual, guardando cierta congruencia con el género preferido por Oesterheld, la historieta, y al estar construida como un conjunto de saltos en el tiempo, evoca también la premisa del Eternauta. Se trata de una biografía minimalista, emotiva, que toma al personaje histórico como un punto de

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Continuum. Una novela sobre H. G. Oesterheld Édgar Adrián Mora México, Paraíso Perdido, 2015, 92 pp.

partida referencial para ejercer la ficción de otra manera, no necesariamente intimista pero ciertamente sutil. Al enfocar las anécdotas en los detalles y su carga emotiva, Mora libra bien la tentación historiográfica de agotar el dato, aunque al mismo tiempo resulta evidente su conocimiento del tema. No eran pocos los riesgos que enfrentaba el autor al elegir su material, pero de todos sale bien librado. El primero ya lo hemos dicho: opta por la contención y la sutileza, eligiendo bien los incidentes que hay que contar y cuáles de ellos hay que acentuar. Al tratarse de segmentos breves, cada uno tiene su propio peso y emotividad. En algunos casos, se hubiera agradecido que el diseño editorial sugiriera pausas más prolongadas entre uno y otro, de manera que la estructura temporal fuera más evidente, y hubiera respiraciones más largas entre escenas particularmente conmovedoras. Por otra parte, el autor logra salvar la verosimilitud del timbre de los personajes sin recargarlo por la tentación de “argentinizar”. Sin embargo, hay leves impostaciones en algunos parlamentos, pero, nuevamente, son detalles menores. En cambio, se aprovechan muy bien las oportunidades para exponer el ideario y el proceso creativo del personaje central, bien digerido por el novelista y capturado de forma sensible e inteligente, sin recargar. En general, el relato avanza con gran mesura y va construyendo la tensión emotiva que se desarrollará en el desenlace. Sin duda, en Continuum, Édgar Adrián Mora da buena muestra de su visión y oficio narrativo, que se convierten en un centro sólido para esta novela poderosa y delicada al mismo tiempo.


El yo en tercera persona

Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin Brenda Ríos

No hay manera de hablar de otros sin hablar de uno mismo. No hay manera de hablar de uno mismo sin hablar de los demás. Uno es lo que construye de sí a partir de lo que lo rodea. Quien crea estar solo y habla por él mismo no sólo padece de una ilusión vana sino de un ego tal que oculta la multitud que hay en cada persona. Pero de ahí a lograr escribir una obra desde la autorreferencialidad ya sea por incapacidad de movimiento o falta de interés de no salir de ahí, de uno mismo como lugar, como espacio y a la vez como un tiempo de exploración, merece una inmersión aun si breve. No hay mayor lugar de búsqueda —parece la conclusión de Lucia Berlin— que la vida, la ficción de esa vida que no guarda intimidad. La sobreexposición de esa misma intimidad será el extremo; de tanto revelar oculta, de tanto ponerse en el centro se vuelve periférica. Como en una fotografía que se sobreexpone la consecuencia es la luz, y esa misma claridad abarcará todo. En los cuentos (¿relatos, crónicas?) que componen Manual para mujeres de la limpieza Berlin apunta la diferencia entre escribir entre primera y tercera persona, ella dice que el lector tiende a creer más en lo que contamos de alguien más que en lo contamos de nosotros mismos. Sus personajes tendrán otros nombres, pero todo lo que cuenta es ella, materia prima en burdo. La ficción es estorbo. O no, la historia propia es la mejor ficción de todas. Sus relatos ocurren a partir de dos posturas: una mujer casada que habla desde los sucesos cotidianos: hijos, labores domésticas, viajes familiares; y una mujer-personaje que observa y relata lo que ve. Aun cuando en muchos de los relatos cambia de nombre, el de ella y de los esposos, de quien la rodea, no cambia el hecho de hablar de sí misma. Ella es el personaje central. El cuento menos logrado es uno donde habla uno de sus esposos, luego el abogado y finalmente ella. Es un juego de perspectiva a partir de su encarcelamiento y de su posterior juicio. Ella es personaje secundario ahí. No funciona. Parece algo hecho aprisa, incluso demasiado sentimental, se cae, se desborda. Es un texto laxo, como un traje demasiado holgado. Ella-personaje tiene la mirada empática hacia los otros, los menos favorecidos, los indios, las empleadas domésticas como lo fue ella misma, la hermana con cáncer, la madre extraña y alcohólica como su abuelo, el padre distante. La reflexión sobre el dinero, sobre la falta de

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él, sobre el trabajo duro, sobre la crianza, el matrimonio, las relaciones de pareja, todo está ahí para que notemos lo siguiente: una visión tan profunda, tan ingenua a veces, lejos del cinismo para soportarlo todo. Una mirada que no interviene, no juzga, pero enumera. En Manual para mujeres de limpieza donde cuenta un poco su experiencia limpiando casas va del humor más ácido, políticamente incorrecto, agudo, hasta el extremo de lo sórdido, la pobreza, los viajes en autobús, la distancia insalvable entre clases y razas. La rareza de ciertas personas, los avaros, los crueles, las amas de casa más extrañas. Los cuentos son mapas de un solo acontecimiento. Un enorme mapa donde el pasado y el presente no tienen la menor importancia sino esos puntos de encuentro donde coinciden. Los sucesos viven en un solo tiempo en la memoria pues es la persona, la experiencia personal, su vida misma, el lugar donde todo pasa. Simultáneas, las historias y las personas deambulan de un cuarto a otro en una casa no muy grande. Se topan frente al refrigerador los tres esposos, los hijos en sus distintas edades, o todos ellos niños y adolescentes. Se topa ella con ella misma, sobria, ebria, en détox. Todo en una sola secuencia. No puede ocultarse al ojo del lector. Pero justo juega a ello. Por eso la posibilidad de los personajes, la perspectiva, el alcance de una voz que recorre cada centímetro de las alfombras, cortinas, juegos de sábanas. Es en el inventario de tareas domésticas, observaciones vívidas, de lo que se compone el jarro de conserva en sus relatos. Potente, agridulce, guardado en la alacena, espera los tiempos duros, el invierno: el recuerdo-alimento. Si ponemos todas esas conservas en un solo lugar no importará a qué cosecha pertenece, habremos mezclado vegetales/frutos de años distintos. Algo así sucede acá. Una mujer/personaje tiene padre y madre, tres esposos, cuatro hijos, algunos viajes, tiempo en la escuela, dos o tres idiomas, una gran belleza que sería deteriorada por el gasto natural y por el abuso de estupefacientes; un modo de ver; sentido del humor; amigos; anécdotas; una idea de sí misma; problemas con la bebida; problemas en enfrentar los problemas; una relación intensa con los que la rodean; un problema de comunicación con su madre; recuerdos atorados; recuerdos liberados. Siente; actúa en consecuencia; pide perdón; promete no volver a fallar; se reconfigura; se abstiene del suicidio; mira alrededor y evalúa su vida; perdona; sobre todo eso, perdona.

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Sus relatos cuentan de la reconstrucción de un yo más allá del yo. La historia personal, con matices, aristas, pomposidades e imperfecciones inconfesables tiene límites. Hasta cierto punto podemos inventarnos, decir a otro: esto soy yo. Pero somos una plataforma-envase con poca o nula resistencia. Como meter un refractario de material inadecuado al horno: su destino es trágico y predecible, pero esa predicción está ahí sólo para quien sabe el trabajo del horno y los materiales que deben ir dentro. Simple. Pero no lo es. Berlin pone en entredicho algo que dimos por visto, o, incluso, pensado. No hace falta inventar. El único personaje es uno mismo. Se trabaja sobre esa materia de la experiencia. No es literatura barata, ni confesional, ni poesía de la experiencia, ni ficción para mujeres solas, mirándose las manos, mirando a los demás, como ella misma. Su obra pasa por el umbral que es ella y hace otra cosa. La experiencia personal atraviesa, sale, dispara, duerme, acurruca, canta una canción de cuna, hornea un pan, y se vuelve experiencia de miles. Es un yo plural pero no el yo de la poesía, que es un yo que parte de la experiencia única para hablar de la experiencia humana, sino un yo que va por otro lado: esto que me pasó a mí no doy por hecho que le pase a alguien más pero quizá alguien más puede ser yo mientras me lee. Los relatos que mejor se contraponen son los que parten de la autobiografía, de la primera persona, de la capacidad de ver, escuchar, imaginar qué siente quien está frente a ella. Lo que logra, en sí, es como periodismo de guerra: atento, arriesgado, temperamental, frío sólo para poder contarlo, pero que hierve de fiebre en su propio ritmo y su propio espanto. “Dentelladas de tigre” es un claro ejemplo de lo ferviente que puede ser su prosa. Primero describe a la prima que fue ganadora de concursos de belleza, luego la cena de navidad que las espera, Texas; el relato se transforma en una crónica realista sobre ir a una clínica de El Paso a practicarse un aborto. No se hace el aborto, pero como debe pasar la noche ahí, cuenta lo que ve. Pasa de una escritura clínica (de ahí lo frío) a lo otro: a su propio desnudamiento, la revelación de la fragilidad, de su vida frente a la prima sofisticada, cómo fue crecer, los padres situados a lo lejos; y, al final, la cena de navidad que culmina en la frivolidad de donar bastoncitos de caramelos a los niños pobres. Si uno lee como detective, sabe dónde malversa la misma historia, vinculada a padres, hermana, esposos e hijos, sabe


Manual para mujeres de la limpieza Lucia Berlin Barcelona, Alfaguara, 2016, 432 pp.

cuándo ya contó lo mismo, y por ello sabemos bien dónde lo contó primero, o si lo contó mejor en una historia que otra. O eso creemos. Las pistas están ahí. ¿Qué se puede contar de uno mismo? ¿Los pensamientos? ¿Los viajes? ¿Las anécdotas simpáticas? ¿Lo doloroso? ¿Lo que uno asegura que pasó? ¿Lo que uno contrapone junto al hermano para saber si eso pasó tal cual y lo recordamos? ¿Quién era el de la foto ahora desgastada? ¿Qué hacía el tío tal en la casa ese verano/otoño? ¿La cárcel? ¿El amor? ¿Lo que queríamos hacer y no nos dio tiempo? ¿El dinero, su falta? Berlin no tuvo una vida sofisticada de escritor. Limpió casas, dio clases de español, fue enfermera en los turnos de noche en la sala de emergencias, vivió mucho tiempo en condiciones terribles. Y escribió. Homesick ganó el American Book Award en 1991 y Manual para mujeres de la limpieza es uno de los libros más importantes de los últimos años. Al final terminó con una cátedra de escritura en una universidad de Colorado. Su vida fue intensa, prodigiosa incluso. Y no separó nunca la idea de escribir/vivir como lo hicieron tantos en beneficio de su obra. Su trabajo está lejos de ser suave y dócil, es una obra hecha de valor, rispidez, autocrítica, violencia y una cierta dulzura necesaria. Para hablar de uno también debe haber perdón.

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colaboran René Avilés Fabila (Ciudad de México, 1940 - ídem, 2016). Escritor, periodista y profesor universitario. Entre su vasta y reconocida obra se cuentan Tantadel, Réquiem por un suicida y El gran solitario de Palacio. Fue nombrado Profesor Distinguido de la uam. Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977) Narrador y reseñista. Es autor, entre otros, de los libros de cuento Ella sigue dormida, El clan de los estetas y las novelas La mujer de los macacos y Por una cabeza. Ganó el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo. Ex becario del Fonca y colaborador de diversos medios digitales e impresos. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874 - Beaconsfield, 1936). Más conocido como G. K. Chesterton, fue un escritor y periodista inglés que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narrativa, y el periodismo. Entre sus obras destacan El hombre que fue jueves, El retorno de don Quijote y El club de los incomprendidos, así como la saga dedicada al Padre Brown. Augusto Cruz (Tampico, 1971). Ha cursado talleres de guionismo cinematográfico en México y ucla, así como el Masterclass en Dirección, del Sindicato de Directores de México. Colaborador de Etiqueta Negra y La Nave, ha obtenido premios o becas por parte del cigcite, del Instituto Tamaulipeco para la Cultura y
las Artes y del Centro de las Artes de
Oaxaca. Londres después de medianoche (Océano, 2012), su primera novela, ha sido traducida al francés, holandés y alemán. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Paulette Jonguitud. Estudió Comunicación. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. Obtuvo la Mención Honorífica en el Premio Juan Rulfo para Primera Novela en 2009 por Moho (feta, 2011; publicado en Reino Unido por CB Editions en 2016). Ha publicado también el libro de relatos Son necios los fantasmas (Secretaría de Cultura, 2016) y la novela Algunas margaritas y sus fantasmas (Caballo de Troya, 2017). Malcolm Lowry (New Brighton, Inglaterra, 1909 - East Sussex, Inglaterra, 1957). Escritor inglés autor de la novela Bajo el volcán,

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publicada en 1947, y de Ultramarina, publicada en 1933. Ambas obras fueron las únicas novelas publicadas en vida del autor. Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Durango, 1964). Escritor, maestro, periodista y editor. Ha publicado, entre otros libros, El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia, Nómadas contra gángsters (apuntes para subsistir en la barbarie) y Salutación de la luz. Ha ganado, entre otros, los premios nacionales de Narrativa Joven, de Novela Jorge Ibargüengoitia y el de Cuento de San Luis Potosí. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la cultura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo y en 2016 obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam. Es colaboradora de medios como La Repubblica y Milenio Diario, entre otros. Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en Letras Inglesas por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad Veracruzana. Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Camilo Vicente Ovalle. Es maestro en Historia por la unam, en donde realiza estudios de doctorado. Sus temas de investigación son la violencia política y la represión estatal en México y América Latina en la segunda mitad del siglo xx. Actualmente escribe una historia de la desaparición forzada en México. Héctor Fernando Vizcarra (Ciudad de México, 1980). Traductor. Investigador del iif-unam. Autor de Detectives literarios en Latinoamérica, de El enigma del texto ausente, de la novela El filo diestro del durmiente y de varios libros para niños. Becario Jóvenes Creadores 2014 - 2015.


Programa de presentaciones FIL Guadalajara 2017

@LibrosUAM

Programa de presentaciones FIL Guadalajara 2017


Tiempo en la casa 46, noviembre de 2017 “Y sólo sé que no soy yo: no ser y estar en todas las fronteras. Gilberto Owen y la máscara del mito”, de Francisco Trejo

Revista mensual de cultura

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 46 • noviembre 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

A manera de un investigador pol0icial, Francisco Trejo desentraña las líneas y las referencias, los mitos y los misterios que se entretejen entre la biografía, la obra y el yo lírico del autor de Novela como nube y Perseo vencido.

COMUNICACIÓN

#RVP Realidades Video Políticas.

Jorge G. Ortiz Leroux, Iker Fidalgo Alday, Olar Zapata y Hernan E. Bula (eds.)

ECONOMÍA

Presente y perspectivas de la reforma energética de México. Una evaluación multidisciplinaria

Roberto Gutiérrez Rodríguez (coord.)

HISTORIA

Una historia de violencia. Historiografías del terror en la Europa del siglo XX Javier Rodrigo

POLÍTICA

La política del ambiente en América Latina. Una aproximación desde el cambio ambiental global

SOCIOLOGÍA

Ma. Griselda Günther y Ricardo A. Gutiérrez (coords.)

Juventudes sitiadas y resistencias afectivas II.

casadeltiempo • número 46 • noviembre 2017

Activismo y emancipación de la imagen red

Sherlock Holmes: 130 años como detective

“La fauna de la imaginación, allá y aquí”, un texto póstumo de René Avilés Fabila Yves Klein: prestidigitador del arte de la ausencia

Problematizaciones (Embarazo, trabajo, drogas, políticas)

Alfredo Nateras Domínguez (coord.)

La novela perdida de Malcolm Lowry

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