Revista mensual de cultura Año XXXVI, época V, Vol. III, número 35 - 36 • diciembre 2016 - enero 2017 • $70.00 • ISSN 2448-5446
CIENCIAS MÉDICAS
Lactancia humana y equidad de género
Salvador Vega y León, Víctor Sosa Godínez, Gisela González Ramírez y Claudia Cecilia Radilla Vázquez (comps.)
Armando Bartra
NARRATIVA
Sabacio Kristín Dimitrova
SOCIOLOGÍA
Apreciaciones socioculturales de la música Alan Edmundo Granados Sevilla y José Hernández Prado (coords.)
URBANISMO
La Ciudad de México. Visiones críticas desde la arquitectura, el urbanismo y el diseño
Gerardo Guadalupe Sánchez Ruiz y Fausto E. Rodríguez Manzo
1916-1998
Teodoro González de León, escultor de espacios “El porqué de la escritura”, Aline Pettersson
De venta en Librerías UAM · EDUCAL FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo www.casadelibrosabiertos.uam.mx
“T S o up (B a do le us la em m ca n p en el ov ez to có el ó e di a g en lec go rá la t Q fic ti rón R e pa a”, nd ico ra de a d T de G el iem sc ab ch p ar ri o ga el ino en gr Tru : d la at ji e l c ui llo os as ta a en Mu cóm : pá ño ic gi z s na 80 )
Goethe y el despojo
casadeltiempo • número 35 - 36 • diciembre 2016 - enero 2017
FILOSOFÍA
Elena Garro
Molinos de Viento Serie Mayor/Narrativa
Colección Cultura Universitaria
Memorias de guerra de una pequeña francesa
Sabacio
de Marie-Claire Figueroa
Kristín Dimitrova En ésta, su primera novela, Kristín Dimitrova contrapone y entrelaza los antiguos mitos tracios de Sabacio (Dionisio, Baco) y Orfeo para crear una ficción moderna, ingeniosa, con un fino sentido del humor, que tiene lugar en la Bulgaria contemporánea.
«Cuando la justicia desaparece no queda nada que pueda dar valor a la vida». “En realidad los recuerdos del pasado sirven ahora para los recuerdos del porvenir…”
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La invasión de Francia por la Wehrmacht en junio de 1940 marca el inicio de una larga lucha del pueblo francés para recuperar su libertad. Para Marie-Claire Figueroa, una niña francesa, este acontecimiento origina una serie de descubrimientos, pérdidas y separaciones que formaron su carácter y su vocación.
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
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Editorial
En su literatura —que abarcó la narrativa, la dramaturgia y el periodismo— se puede entrever una realidad obscura y determinante del México del siglo xx. Asimismo, sin su icónica figura es imposible entender los entresijos de un siglo que comenzó con una guerra civil y terminó muy pronto con una modernidad que, aunque anunciada prematuramente, no hizo por llegar. Escritora ineludible del panorama literario mexicano e hispanoamericano, referente necesario para comprender el llamado “realismo mágico” —de quien se dice, y no sin razón, fue precursora—, Elena Garro surcó los avatares de la república de las letras y de la polis entre el delirio y la persecución, la política y el arte, el glamour y el agrarismo. Para celebrar el centenario de Elena Garro, en este número de Casa del tiempo presentamos cinco aproximaciones a una figura tan trascendente como compleja en un intento por destacar y revalorar su escritura a la par de advertir en ella las señales que nos permitan desmadejar su tránsito vital. Del mismo modo, rendimos homenaje a la memoria del arquitecto y pintor Teodoro González de León, quien dejó su impronta en la Ciudad de México con edificios tan representativos como el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la Ciudad Universitaria y El Colegio de México. Además, en este número el intrépido lector hallará un retrato del poeta argentino Jorge Ariel Madrazo; el análisis de la obra más experimental de William Shakespeare, Cuento de invierno; una lúcida y entrañable reflexión del acto de escribir de la pluma de Aline Pettersson; y obras de Raúl Falcó, David Foster Wallace, Myiriam Moscona y Adriana González Mateos en la mira de nuestros francotiradores. Sirva este número dedicado al centenario de Elena Garro como una afrenta ante la adversidad contemporánea, que sea la libertad la que rija su lectura y sea un pretexto para conciliar los recuerdos y el porvenir.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iii, núm 35 - 36 • diciembre 2016 - enero 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, (†) María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Francisco Segura / Secretaría de Cultura Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. III, número 35 - 36, diciembre 2016 - enero 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@ correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de noviembre de 2016. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Tres poemas, 3 Julieta Gamboa
profanos y grafiteros Elena Garro: la libertad de escribir para nadie, 7 Nora de la Cruz Las migraciones de Lelinca, 11 Moisés Elías Fuentes A falta de casa, el país fue otro. Notas sobre Elena Garro, 15 Brenda Ríos Elena Garro: la conciencia del absurdo, 19 Julia Santibáñez Sócrates y los gatos o el teatro como forma de expiación, 22 Verónica Bujeiro
ménades y meninas Teodoro González de León, escultor de espacios, 26 Héctor Antonio Sánchez La arquitectura: ¿una actividad artística?, 31 Antonio Toca Fernández Las afinidades electivas. Principio y fin del Cine Ermita, 37 Jorge Vázquez Ángeles
antes y después del Hubble El porqué de la escritura, 40 Aline Pettersson Cuento de invierno, una vieja obra experimental, 44 Gerardo Piña Entre el sonido y la palabra: A song for St. Cecilia’s Day de John Dryden, 49 Diego Prado Imagen de Jorge Ariel Madrazo, 54 Audomaro Hidalgo El tiempo de los carteristas está contado, 58 Jesús Vicente García Leer el mundo, 63 Ramón Castillo
armario Otra Estirpe, 67 Delmira Agustini
intervenciones, 68 Mateo Pizarro
francotiradores Escena nacional. Tres obras de Raúl Falcó, 69 Mario Conde Al infinito y más allá: una celebración, 72 Juan Patricio Riveroll Un kompás ke eskrive lo redondo. Ansina, de Myriam Moscona, 75 Guillermo Espinosa Estrada En bicicleta y por los andenes de Nueva York, 78 Lauro Zavala
colaboran, 80 Tiempo en la casa. Todo empezó en la tienda del chino: de los cómics a la novela gráfica Gabriel Trujillo Muñoz
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Tres poemas Julieta Gamboa
Disección El tiempo de vida de mi célula más vieja es mucho menor que el de mi edad biológica. No queda ninguna de la infancia, pero me veo en esa explosión originaria de las primeras células, y conservo las señas que dejaron las antiguas en las nuevas, antes de su muerte. La naturaleza quedó firme: una sentencia grabada en la memoria de las células. Despojada de un nombre me dieron un trasplante de anormalidad. Mis órganos de desviada congénita, como me dice la ciencia, cedieron. En el ciclo de bipartición el mapa celular trazó mi falta de pertenencia, la rigidez de mis músculos, la superficie incomunicada del centro.
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Tal vez adentro, lejos del oído hipertrofiado, hinchado de palabras, me reconozca en la textura de mis órganos, en sus destellos o su principio único, protegido de las disecciones. Me imagino cómo sería trazar una incisión vertical, fina, en un punto preciso, centímetros adentro. Traspasar la piel, los tejidos, removiendo el peso muerto. Cómo sería prolongar el camino de las redes nerviosas, comprender los movimientos sordos de mis órganos, su acomodo, la relación impalpable de unos con otros. Adentro, vaciarme en sus batallas invisibles. Más cerca del sistema que transporta mi sangre, del rojo arterial, quizá encuentre algo extraviado, ensordecido ante el bullicio que me nombra.
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Monolingüe Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo Audre Lorde
La lengua materna es la puerta falsa del cuarto que me acoge mientras deja que los muros caigan. El sistema gramatical innato, monolingüe, que tengo desde niña con sus silencios medidos, la censura como marca primera, oculta el peso de sus siglos sobre sí, su calco de palabras como piedras. A fuerza de juzgarme en el habla cotidiana de esta lengua que va de quinientas a mil palabras que se repiten, he quedado oculta, sin un vocabulario individual. Quedan los anversos del lenguaje: los monólogos, la relación accidental entre palabras como: no nunca mujer está prohibido Articulo sonidos en mi lengua flexiva, huellas acústicas reconocibles, familiares, que han estado ahí, anidando como propias. Pertenezco a sus reiteraciones, a sus ecos continuos, y a la vez disonantes: a los silencios que se multiplican en su extrañeza.
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Respiración Si no hubiera desarrollado el ciclo de inhalar y exhalar, y tuviera una respiración distinta, no reaccionaría quizá con un ritmo agitado ante un insulto callejero o una contracción de los pulmones frente a un grito de dolor. No me provocaría infiltraciones profundas para acompasar los instantes de violencia. Cómo sería caminar sin sostener el compás fijo de ese movimiento involuntario. Hay peces pulmonados. seres híbridos, mitad pez, mitad anfibio, con aletas lobuladas y orificios nasales, que pueden respirar en aire y agua, Eso los hace seres flexibles, de movimientos que se anticipan al peligro. Si experimentara una respiración cutánea, el intercambio de gases expandido sobre toda la piel, la piel sin filtros, sin capa sobre capa para separar el afuera del adentro, protegiendo el adentro; si mis pulmones con sus formas poligonales, fueran un órgano secundario probaría un cuerpo distendido no tan pendiente de los intercambios, la espera, los tiempos de los otros para asirlos, en el ciclo de las repeticiones.
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FotografĂa: Francisco Segura / SecretarĂa de Cultura
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Elena Garro:
la libertad de escribir para nadie
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Escribir es un acto de libertad privada Elena Garro
Al hablar de Elena Garro, se suele decir en algún punto que se trataba de una mujer compleja. Sin embargo, tarde o temprano se redunda: casi todos los que se ocupan de su vida o de su obra se alejan poco de los mismos términos. Realismo mágico. Feminismo. Tlatelolco. Polémica. Exilio. Delirio persecutorio. Octavio Paz. Esto se debe, posiblemente, a que la crítica y la mayoría de los académicos se han enfocado en la primera parte de su producción, la que se publicó con el apoyo del poeta, esto es, la novela Los recuerdos del porvenir, las obras de teatro de Un hogar sólido y los cuentos de La semana de colores. Menor atención han recibido la novela Testimonios sobre Mariana y la colección de relatos Andamos huyendo, Lola, aunque notable en comparación con el resto de la producción. Dichos libros fueron los más sobresalientes del conjunto publicado por intervención de Emilio Carballido en la editorial Grijalbo. En cambio, los que se editaron por mediación de Patricia Rosas Lopátegui, estudiosa y agente literaria de Garro, han sido ignorados por la crítica, y son prácticamente desconocidos para los lectores. Con toda honestidad, los muy pocos lectores de Garro, a menos que sean especializados, suelen conocer solamente los libros que contaron con el aval de Octavio Paz. Sin embargo, y esto llama la atención, tampoco se niega la importancia de la obra de Garro, ni su gran calidad. Pero esta calidad se atribuye solamente a los textos que su esposo calificó como valiosos. Es probable que en el resto de la producción de la autora no existan textos de los alcances de Los recuerdos del porvenir, o de su dramaturgia, sin embargo, una valoración completa y justa de su aportación literaria tendría que incluir el resto de su narrativa que, por otra parte, tampoco es
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menor como ciertos críticos señalan. El problema, o uno de ellos, es que, en el caso de la escritora, la biografía —y el mito— distraen la atención de la obra en sí. Se ha representado a Elena Garro de mil formas, desde diversas perspectivas, casi todas extremas: la defensora de los indígenas, la víctima de un marido opresor, la reaccionaria que llevó a sus amantes a la ruina, la narcisista, la paranoica, la delatora, la frívola enfundada en abrigos de piel, la anciana rodeada de gatos. Pero nunca la escritora. Acaso la loca genial que de vez en cuando creaba una obra magna, pero luego se perdía en la dispersión. Nadie duda al señalar Los recuerdos del porvenir como una de las grandes novelas mexicanas del siglo xx. El propio Paz la calificó como una de las creaciones más perfectas de la literatura hispanoamericana contemporánea. Pero esos mismos especialistas coinciden también en la idea de que Elena Garro escribía esporádicamente, sin disciplina y con mucha más inspiración que técnica. Emmanuel Carballo fue, probablemente, el más enfático a este respecto, al afirmar por ejemplo que “Elena tenía un baúl donde amontonaba las obras que iba escribiendo y que no se preocupaba por publicar, entonces, cuando tenía carencias de dinero, cosa muy frecuente, sacaba un libro y lo entregaba a la imprenta, pero ya no se ocupaba en corregir”;1 “era muy floja, no escribía todos los días”;2 “había picoteado la danza, el teatro, la literatura, la teosofía y había
Emmanuel Carballo, “Elena Garro, la mejor escritora mexicana del siglo xx”, en Tierra Adentro, núm. 95, 1999, p. 4. 2 Carlos Landeros, “Entrevista a Emmanuel Carballo”, en Yo, Elena Garro, Lumen, México, 2007, p. 183. 1
formado su pequeña cultura al lado de Octavio […] no tenía una cultura hecha y derecha. Su cultura estaba pegada con alfileres”.3 Además, a raíz de la gran pausa que hubo en la publicación de los libros, Carballo concluye que “aunque Elena Garro murió en 1998, para la literatura murió algún tiempo antes. Ya no escribía”.4 Visto así, parecería que para Garro la escritura fue un ejercicio ocasional más que un oficio propiamente, lo cual explicaría que sólo sus primeros escritos tuvieran calidad y el resto fuera menor, como se afirma debido al desconocimiento de una parte importante de ciertos documentos personales (diarios y correspondencia, en su mayoría) que dan cuenta, no sólo de ciertos elementos biográficos (como las condiciones en que vivieron Garro y su hija durante el exilio, o su creciente sensación de angustia y desamparo), sino también de sus impresiones como lectora y de su proceso como escritora, que era prácticamente desconocido, salvo por algunas menciones en entrevistas. Así, las aportaciones hechas en este sentido por Lucía Melgar, Gabriela Mora y Patricia Rosas Lopátegui, y las entrevistas realizadas principalmente en los años sesenta, muestran otra faceta de Elena Garro: la de escritora consciente del oficio, con una postura propia sobre lo literario. En las entrevistas y cartas que corresponden a sus años activos se lee su intención de afirmarse como autora, idea que fue perdiendo fuerza conforme pasó el tiempo y crecieron las dificultades. Así, estos años son los que marcan el inicio de su carrera; la novelista se muestra confiada en sus opiniones sobre la literatura, aunque aún escéptica sobre su propia condición. Carlos Landeros le pregunta por qué no se toma más en serio como escritora, a lo que Garro responde con ironía: “no soy yo quien me debo tomar en serio, sino ustedes, mis millones de lectores”. 3 4
Ibid., pp. 173-174. Emmanuel Carballo, art. cit., 1999, p. 4.
A pesar de esta visión, aparentemente pesimista, es en esa época cuando Garro asume con mayor rigor la tarea de escribir. En estos años produce o inicia obras que tienen como rasgo en común el uso de recursos narrativos modernos y complejos, como los puntos de vista múltiples y la metaficción, entre ellas Reencuentro de personajes y Testimonios sobre Mariana. Sin embargo, quedan pocos registros de ese proceso creativo, pues es en esa etapa también cuando Garro se enfoca, casi de tiempo completo, a defender las causas indígenas, incluso por la vía periodística, a lo que seguiría el conflicto estudiantil de 1968 y luego el largo exilio. Durante su estancia en Estados Unidos y Europa, Garro escribe el diario que más tarde Patricia Rosas Lopátegui editaría como “biografía autorizada”. En los años ochenta, pasado el terror inicial que las hiciera escapar de México, Elena Garro y Helena Paz comienzan a recibir visitas, particularmente en Madrid. La novelista comienza sólidas relaciones epistolares, sobre todo con estudiosas de su obra, como Gabriela Mora, o con críticos y escritores, como Emmanuel y Marco Aurelio Carballo, Emilio Carballido y Guillermo Schmidhuber, entre otros. En estos documentos constan los libros que lee, las obras en las que trabaja y los obstáculos a los que se enfrenta, además de la importancia que concede Garro a la claridad y la estructura en un texto literario, y la capacidad que le otorga de fungir como principio de orden y como ejercicio de libertad; también es relevante señalar que en ningún momento de su trayectoria la novelista dejó de cuestionar su propia obra, actitud que se intensifica hacia el final de su vida. En la última etapa de su vida, el rigor con el que Garro escribía fue afectado por sus condiciones de vida, sumadas al desencanto producido por considerarse alienada de la vida intelectual y cultural, tanto de México como de los países en los que residió durante el exilio. A este respecto, Lucía Melgar señala que, durante los años ochenta, Garro se quejaba de no poder escribir por
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falta de papel, por ejemplo, o que no publicaba por temor a que sus textos le ocasionaran problemas. En carta a Guillermo Schmidhuber, explica que “quería que la novela [Mi hermanita Magdalena] fuera graciosa, pero no logro darle la alegría que busco dar en ella. Tal vez se deba a la congoja económica y a la censura interior, que paraliza mi mente y mi mano”.5 A Miguel Ángel Quemain le expresa la importancia que tiene la crítica en el desarrollo de la literatura, pero se lamenta de que a ella no le beneficia: “a mí me critican diciéndome que soy una paranoica como me lo han dicho siempre: otra vez Elena Garro con una novela paranoica…”.6 La autora llega al límite del desencanto durante su estancia en Madrid, y no logra revertirlo a pesar de que es en esa época, a principios de los años ochenta, cuando Emilio Carballido gestiona la publicación de algunas de sus obras. Este desencanto radicaliza la idea de que no había valido la pena escribir, lo cual explicaría que las últimas novelas que produjo sean historias mucho menos complejas en el aspecto formal, en comparación con el resto de su obra, y que por ello sean calificadas como “menores” por ciertos críticos. Garro declara en las cartas a Carballo, publicadas en Protagonistas de la literatura mexicana, que el único beneficio de haber escrito fue que “le permitió comer algunos días”, pero que si no hubiera tenido necesidad económica “nunca me hubiera sentado horas enteras a la máquina para escribir estupideces”; dice que su vocación real era el teatro y se refiere despectivamente a su obra, sin asumirse nunca como una escritora en toda la extensión de la palabra. Este conjunto de misivas es
Guillermo Schmidhuber, “Dos cartas de Elena Garro sobre el teatro mexicano”, en Deslinde, núm. xx, 1993, p. 81. 6 Miguel Ángel Quemain, apud Vicente Francisco Torres, “Elena Garro en sus novelas”, en Tierra Adentro, núm. 95, 1999, p. 10.
particularmente revelador al respecto; en ellas, Garro se califica como fracasada, habla de su novela como “la aburrida Mariana”, minimiza su labor al decir que “escribe para nadie”, sólo para “matar el tiempo”, dice que sus manuscritos se pierden o se echan a perder porque nadie los quiere y, veladamente, señala que algunos de ellos “se publican en otros países” firmados por otros autores.7 A pesar de esta visión pesimista, de aparente decepción, la gran cantidad de diarios, cartas y manuscritos producidos por Elena Garro desde los años cincuenta prueban que la escritura fue una actividad permanente en su vida. Sea como ejercicio de creación, mecanismo de evasión o incluso como recurso terapéutico, la novelista lo concibió como “un acto de libertad privada”, que probablemente ayudó a paliar la angustia ocasionada por las dificultades enfrentadas por ella y su hija, pero también para expresar su postura sobre la realidad y la época que le tocó vivir, como ella misma comenta a Marco Aurelio Carballo: “hacer puramente literatura no me parece muy honrado. Desprecio ese purismo que quiere desprenderse de los hechos bajo la certidumbre de que un arte puro es posible. Yo creo que si se vive en un tiempo y están sucediendo cosas hay que meterlas en el contexto literario, de lo contrario no sirve para nada”. Hasta este punto queda claro que Garro estaba lejos de ser una escritora incidental, impulsada a crear únicamente por fines económicos; por el contrario, era consciente de las implicaciones del oficio y de la importancia de la literatura como arte y medio de expresión, crítica y cuestionamiento.
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Cfr. Emmanuel Carballo, op. cit., 1994, pp. 473-497.
Las migraciones de Lelinca Moisés Elías Fuentes
Fotografía: Benjamín Flores / Procesofoto
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Dramaturga y narradora, Elena Garro desplegó con profusión su agudeza creativa en ambos géneros, legando lo mismo al teatro que al cuento y la novela algunas obras que pueden y deben ser ubicadas entre lo mejor de la dramaturgia y la narrativa de la literatura hispanoamericana del siglo xx. Tal irradiación en los dos géneros casi ha tornado en lugar común la discusión sobre si son más valederos y perdurables sus piezas teatrales o sus textos narrativos, discusión ociosa cuando se constata que, incluso hoy, se tiende a leer la obra literaria de Garro bajo la lente de las polémicas y las contradicciones que persiguieron a la escritora en vida, como si estuviéramos aún en los días en que dichas polémicas se hallaban vigentes y actuantes,1 en lugar de apreciarlas a la luz de la insólita libertad creativa que rubrica tanto la obra narrativa como la dramatúrgica. En efecto, más allá de los episodios de su vida personal que ocupó como base para varios de sus textos, recurso por lo demás común entre los escritores, lo que debe revisarse y destacarse en la obra literaria de Garro es el magistral aprovechamiento del surrealismo, las leyendas populares y el costumbrismo, elementos que la autora imbricaba para la creación de mundos en los que confluyen la fantasía y el hiperrealismo, la violencia verbal y la topografía idílica, y en los que el sueño y la realidad una vez y otra cruzan sus fronteras. Autora de poco más de una treintena de cuentos, Garro desenvolvió en éstos las diversas posibilidades de la relación entre la realidad y la fantasía, posibilidades en que convergen lo mismo la ambigüedad que la aseveración, el desconcierto que el desengaño. Así, en buena parte de sus cuentos, Garro pone en duda la anécdota, de modo que certidumbre y ficción se truecan en las indisociables caras de una misma moneda: la de la existencia llana y terrena. Concurre, además, otro aspecto que delinea los relatos de Garro: la evolución de un personaje, Lelinca, desde que es una niña bien trazada en la casa familiar, hasta sus días de exilio y constantes fugas en el extranjero. Niña inquieta, con imaginación propia, Lelinca es al mismo tiempo una pequeña que no quiere crecer; quiere metamorfosearse, ser sombra y carne, pero no crecer. Y a pesar de tal negación, o tal vez por ésta misma, Lelinca está condenada, desde niña, a emigrar. Dos hechos signaron a fuego la vida de Elena Garro: la ruptura con Octavio Paz en 1959, después de un matrimonio de veintidós años, jalonado por los desencuentros de sus temperamentos orgullosos, y sus feroces declaraciones contra los intelectuales de izquierda, recién ocurrida la masacre del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, acusándolos de haber empujado a los estudiantes a la brutal resolución del conflicto que dispuso el gobierno. Ambos hechos derivaron en abruptos aislamientos sociales para la escritora. 1
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Lelinca interviene en las dos primeras colecciones de cuentos de Elena Garro, La semana de colores, publicada en 1964, y Andamos huyendo, Lola, editada en 1980. En la primera colección, Lelinca es una niña que vive en Tiztla, pueblo creado por la escritora. Tiztla es la tierra natal de Lelinca, pero también es algo más: es el lugar donde la imaginación de la niña puede expandirse y divagar a sus anchas; es un pueblo ignorado por el mundo, pero al fin y al cabo, centro de él para sus habitantes. Es el sitio ideal para que Lelinca y su hermana Eva conozcan el zoomorfismo, como acontece en “El día que fuimos perros”: Ahora en ninguno de los dos había lugar para nosotros tres. Los alquimistas, los griegos, los anarquistas, los románticos, los ocultistas, los franciscanos y los romanos, ocupaban los anaqueles de la biblioteca y las conversaciones de la mesa. Tenían un lugar aparte los Evangelios, los Vedas y los poetas. Para los perros no había más lugar que el pie del llano. ¿Y después? Después estaríamos tirados en cualquier llano.
El juego zoomórfico devela la existencia de la otredad a las niñas; por eso es que ellas advierten la existencia de dos días que transcurren en dos planos distintos que es a la vez uno solo: el día de ellas como perros, y el día de los sirvientes y del pueblo con su monotonía apenas sobresaltada por alguna violencia abrupta. Diríase un plano mágico, como en los cuentos de hadas, pero a diferencia del mundo de magos y hadas de los cuentos de la Europa occidental, aquí los que coexisten son mundos con su imaginería y su fantasía específica, que no por nada Eva y Lelinca, convertidas en perros, no encontraron refugio en la biblioteca, lugar en el que habitan otros seres no menos fantásticos: religiosos, poetas, filósofos y practicantes del esoterismo. Y así como descubren su otredad como perros, en “Antes de la Guerra de Troya”, Lelinca y Eva descubren la posibilidad de confundirse la una en la otra, pero también la de distinguirse, observarse y vivirse desde planos distintos, separadas por la inesperada irrupción de sus individualidades:
—Yo estoy con Héctor —afirmaba en la mañana en medio de los muros evanescentes de mi cuarto. —Yo, con Aquiles —decía la voz de Eva muy lejos de su lengua. Las dos voces estaban muy lejos de los cuerpos, sentados en la misma cama.
Lelinca, conmovida por Héctor y su muerte trágica, cobra conciencia de su singularidad, y es entonces que, de manera imperceptible pero tenaz, comienza su negación a crecer. En “El Duende”, la niña descubre las mentiras de su hermana, lo que la lleva a la decepción: Leli comprendió que ninguna de las dos estaba muerta y se sintió defraudada. Eva mentía. No era verdad su amistad con el Duende, ni verdaderos sus poderes. La hoja verde les había hecho el mismo daño. Disgustada, también ella se volvió a mirar a la pared.
Sin embargo, ante la evidencia de la mitomanía de su hermana, Lelinca decide a su vez auto engañarse, como testimonian molestos Estrellita, la hermana menor, y el Duende: Sus palabras llegaron hasta el tejado y Estrellita, con las manos cruzadas sobre la falda blanca, constató que Leli había olvidado que Eva no tenía ningún secreto. —Fue el Duende, que estaba enojado conmigo — afirmó Eva con desvergüenza. —¡Es cierto¡ ¡Es cierto¡ Él les puso el veneno —gritó Leli abriendo la boca como una completa tonta.
Pero ni siquiera el autoengaño salva a Lelinca de la migración y el acecho, aun en el destierro, de una Némesis invisible que la persigue debido a un crimen impreciso. En “El niño perdido”, primer relato del volumen Andamos huyendo, Lola, encontramos a Lelinca adulta y a su hija Lucía, deambulando por la ciudad, sin hogar ni amistades, tan huérfanas como Faustino, el niño que ha huido de sus padres golpeadores y alcohólicos, quien sin conocer detalles y circunstancias comprende a las dos mujeres, pues los tres están solos y desorientados, aferrándose a un gato, Serafín, único que parece mirar hasta lo profundo de cada uno de ellos:
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Y Serafín se la pasó jugando con las patas anaranjaditas de su langosta mucho rato y luego se subió corriendo a las cortinas y quién sabe por qué, cuando la noche comenzó a hacerse muy oscura, Serafín dejó de jugar y se arrimó a nosotros, que nos fuimos quedando tristes y nada más mirábamos las patitas esparcidas de la langosta del gatito.
Lola permaneció de pie; se dejó contemplar; estaba triste metida en su gabán de pobre. Agachó la cabeza y se sintió avergonzada. Hubiera deseado ser invisible para escapar de sus perseguidores. La señora Lelinca sintió compasión por aquella vieja fugitiva. —Andamos huyendo, Lola… —le dijo para tranquilizarla.
El mundo de imaginerías y mascaradas infantiles que gozó Lelinca en Tiztla degenera en un mundo árido, en el que las imaginerías y las mascaradas son los disfraces de la traición, la hipocresía, el rencor y la cobardía. Lelinca ha sido expulsada del paraíso y no tiene ya oportunidad de recobrarlo. Como en la mitología griega, está condenada a huir sin remedio de las Erinias, una fuga que no lleva nunca a la libertad ni al retorno al paraíso, por más que Lelinca quiere conservar aunque sea un poco de la ingenuidad infantil, que no por nada Faustino observa:
Lelinca, Lucía, Lola y todos los que se solidarizan o se identifican con su fuga andan huyendo. ¿De qué? Es inútil preguntarlo, o mejor dicho, es ocioso: huyen de esa revolución interior con la que construirían un nuevo paraíso, esta vez no infantil sino adulto, profundamente humano; sin embargo, parte esencial de la humanidad son sus contradicciones, tanto como lo son sus afinidades, razón por la que Lelinca pretende huir de sí misma. Ella es su propio Némesis, por ello teme a “Las cabezas bien pensantes”:
Yo ya no las vi, era más prudente por aquello de que la seño todo lo dice sin darse cuenta. Se le figura que no se perjudica, y los compañeros por prudencia revolucionaria prefirieron que ella no supiera mi incorporación a las filas de la revolución, ¡como era yo muy menor y andaba fugado!
Apunta José Miguel Oviedo que en la narrativa de Garro “…la vida es un tejido de muchos hilos que forman difusas y complejas figuras que escapan a los límites de la realidad”.2 El apunte del ensayista e investigador peruano esclarece por qué, aun cuando en Andamos huyendo, Lola desaparecen los elementos lúdicos y mágicos, se mantienen los entresijos que trastocan la anécdota principal y la devienen una serie insospechada de minucias tan azarosas como desconcertantes; tal es lo que ocurre en el cuento que da título a la colección: —¡Traje a Lola porque es como tú: escapó de la cámara de gas! —anunció Karin con un gesto que quiso ser alegre.
2 José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana 4. De Borges al presente, Alianza Editorial, Madrid, 2004.
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Claro que no sabemos de quien huimos, Lola, ni por qué huimos, pero en este tiempo de los Derechos del Hombre y de los Decretos es necesario huir y huir sin tregua, Lola, lo sabes…
Ante la imperiosa fuga, no queda más que el refugio en el laberinto, el que Lelinca y su hija Lucía para que nadie las reconozca, y acaso para no reconocerse. El discurso narrativo en Andamos huyendo, Lola se sostiene en un equilibrio precario, siempre a punto de perder el punto de apoyo, pero al fin saliendo airoso. Con agilidad y virtuosismo, Garro resuelve las situaciones límite de un recuento de hechos nervioso, hiperactivo. A reserva de su difícil personalidad, compuesta por contradicciones y extremismos, vale la pena revisar los relatos de esta escritora fallecida el 22 de agosto de 1998 para apreciar la capacidad de reinvención que otorgaba a sus personajes, capacidad que se escatimó a sí misma. Así se comprenderá mejor la importancia de rememorarla a cien años de su nacimiento, verificado el 11 de diciembre de 1916.
Fotografía: Benjamín Flores / Procesofoto
A falta de casa, el país fue otro
Notas sobre Elena Garro Brenda Ríos profanos y grafiteros |
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Una de las obras literarias más sólidas de la narrativa universal está marcada por el caos personal que vivió su autora. A mayor derrumbe íntimo mayor la calidad de los ladrillos de su casa-trabajo, como una maldición de cuento de hadas. No hubo príncipe, hubo un poeta oficial, al servicio del Estado, imagen nacional: casi héroe patrio. No hubo hija princesa que alumbrara el mundo, sino una alcohólica que odiaba al padre. Es de odio como se hizo esa trinidad diabólica. No de amor para siempre donde todos fueran felices y tan tan. El ingenuo director del documental sobre su vida le pregunta “Elena, ¿eres feliz?”, y ella, con sorna, responde “La felicidad no existe”. Elena Garro, autora del siglo pasado, es una de las mejores que ha dado México. Su historia está marcada por dos elementos siniestros: el azar del amor y el delirio de persecución. Es conocido que ella le ganó el término de realismo mágico al tedioso pero célebre Gabriel García Márquez, ya que publica cuatro años antes que Cien años de soledad esa obra, si bien breve, Los recuerdos del porvenir. Lo irónico es que mientras los críticos apalearían años después a la bestseller Isabel Allende por publicar una novela muy parecida a la del colombiano, La casa de los espíritus, pocos se fijaron en el colombiano publicando algo similar a la mexicana. Coincidencias. Entre 1991 y 1996, José Antonio Cordero realiza un documental sobre su vida. La cuarta casa, retrato de Elena Garro (2002) es un relato crudo, en blanco y negro, con entrevistas a ella y a Helena Paz. Un documental que se filmó en la casa donde Garro fue alojada a su regreso a México, en Cuernavaca, donde pasaría los últimos años de su vida subvencionada por una beca del gobierno mexicano, el mismo que, ella diría, la orilló a irse años antes. El mismo que tenía intervenida su casa y donde ella temió por su seguridad. El documental es una lección de vida. Cuando uno ve un documental sobre una estrella de rock queda la enseñanza de cómo las estrellas
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brillan por muy poco tiempo y luego se pulverizan: Hendrix, Joplin, Winehouse o fill in the blanks. Lo que los griegos sabían hacer tan bien: el drama era una enseñanza moral para conservar el orden público, las leyes deben ser resguardadas. Sófocles era el mejor: mostraba lo que podía pasar a cualquiera que osara desobedecer. Pero cuando uno ve el “final” literal de esta mujer convertida en una anciana con poca coordinación mental, absorta por la enfermedad, la soledad, hecha esqueleto con bata de algodón, acompañada por una hija que balbucea completamente borracha, lo que queda es un espectador atónito y no afligido por la vida perdida. Nadie nos tenía que decir que los dioses bajan a tener grandes vidas como fuimos enseñados a creer que es una gran vida. Nadie nos tiene que decir que hay un Olimpo y hay una mujer que se llama Nina Simone cuyo triunfo hace soñar a toda niña, negra y blanca, pero más a la negra, que todo podría estar en sus manos si hay talento. Luego, tristemente, ese talento no sirve para mucho. Esa es la moraleja griega. Cruda, como si estuviera filmada en blanco y negro. Garro no estaría exenta de su fatal, definitiva, cruenta, blanda humanidad. La anciana confiesa a la cámara (el entrevistador no aparece nunca a cuadro) lo que ella creía que iba a pasar. Su racismo, su lucha de clases particular. Ella, la güera, la blanca, la todopoderosa, no iba a ser menos que los indios, esos salvajes entrenados en la maleza y lo sobrenatural. Se mete en una lucha extraña para defender lo más lejano: la lucha de la tierra en los años sesenta, luego tomaría tanto protagonismo que estaría involucrada en una historia de traición a la patria en el movimiento estudiantil de 1968. Nunca pensó que le sucedería algo, como en los cuentos que tienen lugar en su infancia, ella debió ser eximida por su color de piel y su clase. Los culpables debían ser otros. La caída de su propio pedestal fue insalvable. Comenzó la huida
de su país y la búsqueda de cualquier otro sitio. A eso le debemos cuentos donde su protagonista se halla en hoteles en París sin salir de la habitación, pidiendo comida al cuarto, esperando a alguien y empeñando las joyas mientras llega. En teoría, es el amante, Adolfo Bioy Casares. Pero en teoría eso también fracasa. Ella permanece con la hija, viajando de un lugar a otro con los veinte gatos y los pocos trastos que pudieran coger en el camino. Se dice que su ex marido pagó innumerables cuentas de hoteles. Pero también se dicen muchas otras cosas. Un mito. Hay en su obra el hálito fuerte de quien asume el temor como lo más natural y actúa en consecuencia. Garro daría un diamante en bruto a quien pudiera leer. Pero su obra no llegaría tan fácil a los lectores. Apenas hace un par de años el Fondo de Cultura Económica “rescató” a escritoras mexicanas de lectura obligada como ella, Inés Arredondo, Amparo Dávila, Josefina Vicens. Nelly Campobello tenía a su favor el siglo antepasado, Cartucho y Las manos de mamá habían asegurado su entrada al altar de los pequeños dioses. Debe ser coincidencia que tal hazaña ocurra después de la muerte de Paz, ya que mientras él vivió no se movía el aire en ninguna dirección sin su permiso. Ella, Narciso, se oculta en la imagen propia, en su rostro, incapaz de ver algo más y quizá por ello ve demasiado. “El único hogar sólido que voy a tener es la tumba”, dice en el documental cuando confiesa que sólo quería una casa, una casa normal, con papá y mamá, que tomaran café con leche pues el matrimonio era para poder tomar café con leche. Dice en Un hogar sólido: —¡Un hogar sólido, Muni! Eso mismo quería yo... Y ya sabes, me llevaron a una casa extraña y en ella no hallé sino relojes y unos ojos sin párpados, que miraron durante años. Yo pulía los pisos, para no ver los miles de palabras muertas que las criadas barrían por las mañanas. Lustraban los espejos, para ahuyentar nuestras
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miradas hostiles. Esperaba que una mañana surgiera de su azogue la imagen amorosa. Abría libros, para abrir avenidas en aquel infierno circular. Bordaba servilletas, con iniciales enlazadas, para hallar el hilo mágico, irrompible, que hace de dos nombres uno...
El final de esa obra de teatro donde los muertos viven con los vestidos en que fueron enterrados es de una perfección notable. Una escritura cerrada como tejido impermeable. En el sube y baja de la vida y la obra ella iba de un lugar a otro con el peso multiplicado. Si hubiera tomado la escritura como tomó el proyecto de vivir, su droga fue su propia ocultación. Al contrario de la estrella de rock consumida por sobredosis de heroína, ella alcanzó a vivir ochenta y dos años, como un castigo tal vez: una larga vida para lamentarse y sin un último fix de felicidad. Pero todo fue inútil. Los ojos furiosos no dejaron de mirarme nunca. Si pudiera encontrar la araña que vivió en mi casa —me decía a mí misma— con su hilo invisible que une la flor a la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre, cosería amorosos párpados a estos ojos que me miran, y esta casa entraría en el orden solar. Cada balcón sería una patria diferente; sus muebles florecerían; de sus copas brotarían surtidores; de las sábanas, alfombras mágicas para viajar al sueño; de las manos de mis niños, castillos, banderas, y batallas... pero no encontré el hilo, Muni...
La anciana del documental en cambio recuerda un río cerca de Iguala —al que intentó volver y no encontró— donde pasó su infancia, a la cual se refiere como un paraíso, y a su primo rubio con quien jugaba de niña. Quizá ese primo-esposo del que estaba enamorada en La culpa es de los tlaxcaltecas. Se lamenta de su mala suerte. Todo salió mal, afirma, y chasquea la lengua.
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Elena Garro:
la conciencia del absurdo Julia Santibáñez
Fotografía: Benjamín Flores / Procesofoto
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—Se puede tener confianza [en el doctor Mackenzie-King]. Nunca recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo. —¿Cómo es posible que el doctor saliera bien de la operación y Parker muriera a consecuencia de ella? —Porque la operación dio buen resultado en el caso del doctor y no en el de Parker.
Este fragmento de La cantante calva del dramaturgo Eugène Ionesco entreteje el desvarío y el humor negro que malabarea en la línea del mal gusto que se burla de la muerte. Esa vena punzante fue uno de los territorios por derecho de la escritora mexicana Elena Garro (1916-1998), influida por el teatro existencialista de Ionesco y Samuel Beckett, entre otros. Si hasta hace poco se trató de una autora más bien oculta y de culto, ubicada por críticos entre las plumas hispanoamericanas más robustas del siglo xx, de un tiempo a esta parte figura en ediciones, artículos y puestas en escena. Pero la controversia que la rodea no se resuelve: como sus personajes, vive la muerte con intensidad. Durante veinte años fue esposa de Octavio Paz y tuvo con él una relación de rencor. Hoy, devotos y lapidarios de cada uno de los dos lanzan lodo desde orillas opuestas: ella habría brillado más sin él; gracias a él se publicó la novela de ella; ella dedicó su vida a odiarlo; él le bloqueó la carrera: ella pagó con marginalidad el hecho de atacarlo; él fue responsable de la penuria final de Elena y de la hija de ambos, Helena. Incluso sin la presencia del poeta, las intrigas fueron comparsa de la dramaturga poblana. Aquí, tres datos: primero, inexplicablemente se le excluyó del Boom latinoamericano, a pesar de haber anticipado signos determinantes del mismo. Su novela Los recuerdos del porvenir, acaso iniciadora del realismo mágico, se publicó cuatro años antes de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Segundo, su activismo en
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defensa de los campesinos la volvió una suerte de valquiria protectora de los desposeídos, aunque se dice que mantuvo cercanía con el Departamento Agrario de Díaz Ordaz. Finalmente, pesaron sobre ella acusaciones de haber sido espía del gobierno durante 1968. Ella se dijo víctima del sistema totalitario. Así, una semana es la patética manipuladora del panteón literario tricolor, y la siguiente, la castigada destinataria de una confabulación que empieza con el Nobel mexicano y remata con el mundo intelectual del país. En cualquier caso, las posturas que destacan la vida por encima del oficio resultan lamentables, por reduccionistas. Si alguna aportación pretenden las líneas que siguen es la de poner el foco en un aspecto de su obra que merece más análisis: el humor negro que dominó la discípula de Rodolfo Usigli, la contemporánea del ironista Jorge Ibargüengoitia. La negrura espesa Una lectura superficial del trabajo de Garro destaca las constantes que aborda libro tras libro: corrupción, injusticia, crímenes, explotación. Es decir, va del tingo al tango de los temas manidos en México desde hace décadas. Sin embargo, un acercamiento más puntual subraya su ironía, al filo de la negrura espesa. Echando por delante el instinto de cirujano, la escritora indaga en la tipología mexicana. Con Un hogar sólido (1957), pieza en un acto, la poblana se estrenó como autora y aprovechó para cuestionar la escena costumbrista. La Agrupación de Críticos de Teatro nombró a esta farsa “la mejor obra” del año. Además, fue el único texto nacional incluido en la determinante Antología de la literatura fantástica (1965) preparada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. En ella, la recién muerta Lidia está a punto de bajar a la cripta familiar, donde sus parientes la esperan
con “nostalgia de catástrofes”. Se oye de fondo el discurso del funeral, pronunciado por el presidente de la Asociación de Ciegos: la describe como “virtuosa dama, madre ejemplarísima, esposa modelo”. Para bienvenirla a la cripta, su madre exclama: “¡Qué gusto, hijita, qué gusto que te hayas muerto tan pronto!”. Y más tarde:
—Sí, no te preocupes, ya lo olvidaron —contestaba su cuñada. —Estoy tan arrepentida... Pero la señora, a pesar de su arrepentimiento, no podía recordar aquel rostro compungido, de muerto vestido de negro, con corbata negra y con zapatos negros, sin echarse a reír.
Lidia: ¿Y tú quién eres, preciosa? Catalina: ¡Catita! Lidia: ¡Ah, claro! Si la teníamos sobre el piano […] ¡Tío Vicente! También a ti te teníamos en la sala, con tu uniforme, y en una cajita de terciopelo rojo, tu medalla.
De nuevo, el manejo tradicional de la muerte aviva la comicidad: ¡qué bárbara costumbre acicalar a los difuntos, vestirlos de gala! Garro también echa mano de la antropofagia que habrían practicado los miembros de la expedición al Ártico, en el siglo xix:
Con pinceladas mordaces, la escritora se toma a chunga la tradición que idealiza al fallecido y lo vuelve un santo irreprochable, reliquias incluidas. Además se burla del estereotipo de la madre mexicana, la abnegada que se entrega por los hijos y, a cambio, los retiene cuestelo-que-cueste. Tan Sara García. Por otro lado, en la farsa en un acto Benito Fernández —también de 1957—, Julián tiene un puesto en La Lagunilla, donde vende cabezas humanas al pregón de: “¡Cabezas! ¡Cabezas! ¡Las mejores de México! […] ¡Cambie su cabeza para cambiar su suerte! ¡Cabeza nueva, año nuevo!”. Ofrece gran variedad: de negro, de caballero español, de indio, de insurgente, de mujer criolla, de extranjero. De este modo, la autora examina al mestizo que necesita “mercar” su identidad porque se pierde en contradicciones: quiere ser sólo rubio. Blanco. No indígena ni negro. Así lo esboza Benito: “¿Tiene usted cabezas a mi medida? ¿Cabezas de alcurnia?”. La obra cierra con la frase “Cómprese una cabeza y sabrá quién es”. En apenas un acto, la creadora cuaja un retrato crudo de quiénes somos. Reírse del reflejo En Los recuerdos del porvenir (1963), el pueblo de Ixtepec narra los hechos, mientras los habitantes son muertos, dentellados por la Guerra Cristera. En esa atmósfera, la historia se arriesga tanto en la inmaterialidad como en el humor que se mira en el espejo y se hace gracia: Cuando alguien moría, [doña Matilde] no iba al duelo. No sabía por qué la cara muerta de sus conocidos la hacía reír. —Por Dios, Ana, ¿crees que los Olvera me hayan perdonado la risa que me dio la cara de su padre muerto?
Hemos vivido como caníbales. ¿Sabes que hay caníbales? ¡Qué horror! Hoy leí en el periódico el caso de los exploradores que se comieron en el Polo Norte. ¡Que dizque porque tenían frío! Un pretexto. También nosotros porque tenemos calor somos capaces de comernos cualquier día […] Debe ser muy azucarada la carne de los güeros. Se me ocurrió que tiene un saborcito a flan […].
El personaje, un cadáver, evoca el gusto a calaverita de Día de Muertos y devuelve la imagen renovada, con matiz retórico: a qué sabrá esa carne güera con la que queremos identificarnos, pero no aceptamos como nuestra. La lucidez de ver el absurdo Han sido objeto de estudio la poética y los sobrados recursos de la pluma de Elena Garro. La solvencia al aportar registros narrativos, al fracturar el tiempo, al dar nuevo vigor a temas desgastados. Pero su filo irónico amerita más atención. Bajo la lupa de su quehacer, la mexicanidad es blanco del sarcasmo más exquisito. En el teatro de Eugène Ionesco, el humor se revela como “la conciencia lúcida de la condición trágica o irrisoria del ser humano”. En otras palabras, asumir el absurdo mientras se habita en él. Supongo que desde Cuernavaca, en su tumba del panteón de la Paz (qué ácido, el nombre), la creadora suscribiría ese concepto: al potenciar el sinsentido y mediante la risa incómoda, la que no tolera la apatía, Garro tomó distancia para señalar desde el arte las incoherencias de nuestra filiación y aportar matices a la imagen que nos devuelve el espejo identitario nacional. El que nos muestra siempre en busca de una cabeza propia.
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Sócrates y los gatos
o el teatro como una forma de expiación Verónica Bujeiro
Fotografía: Benjamín Flores / Procesofoto
Elena Garro vivió a caballo entre la gloria y la opulencia, el olvido y la miseria. Extremos derivados de su compleja existencia llena de obsesiones y esa visión tan personal sobre la historia de nuestro país, elementos que sin duda definieron el universo literario que la caracteriza y permearon su personalidad hacia la frontera con el personaje. Sobre su testamento de obra correspondiente a la dramaturgia mexicana, en donde se destacó por su vuelta de tuerca al costumbrismo reinante de mitad del siglo xx mediante ambientes escénicos en donde primaban situaciones absurdas y soluciones fuera de toda lógica a los conflictos de los personajes —motivo que le acuñó el mote de teatro surrealista o simbólico—, aparece un colofón publicado cinco años después de su muerte bajo el título de Sócrates y los gatos. Si bien fue escrita en 1974 —aunque algunas fuentes la ubican en 1969—, el motivo de su publicación tardía es la complicada materia que aborda, puesto que más que leerse como una obra dramática es un documento inquietante que expone diversas tramas que apuntan hacia una capa exterior a la ficción y que constituyen parte de la leyenda y el personaje que Elena Garro hizo de sí misma, pues narran su polémica vivencia dentro de los trágicos acontecimientos que marcaron el año de 1968 en México. La obra puede resumirse como la historia de persecución y huida de Verónica y Lely, madre e hija respectivamente, quienes se refugian en la casa de huéspedes de una antigua criada de la familia, María, con motivo de la acusación que se ha hecho en contra de la madre por el Sócrates del título como presunta líder de un movimiento estudiantil que amenaza con desestabilizar el orden político reinante, pues todo parece ser
un complot fraguado por comunistas. La declaración de inocencia por parte de Verónica ante tal injuria le vale ser protegida por personas del gobierno quienes piensa utilizarla como informante y por ello la mantienen escondida. Durante este encierro, Verónica expresa abiertamente su ideología con respecto al movimiento estudiantil y la política de la época, al mismo tiempo que ata cabos sobre el pasado de la casa que las alberga, puesto que todos sus parientes al parecer han muerto a manos de María. La hija Lely, mientras tanto, se preocupa por sus mascotas, pues sabe que son el objetivo por el cual pueden vulnerarlas dada la inconmensurable importancia que tienen en sus vidas. A este cuadro se unen diversos personajes que trastocan el frágil estado de las mujeres, desde la recamarera que patea sus abrigos de pieles por rencor social, pasando por el niño Félix, un hábil espía quien las ayudará a dilucidar los planes e intrigas que se fraguan en su contra al interior de la misma casa, pues Echauri, un viejo comunista español y amante de María, también intenta sacar información a Verónica sobre el supuesto complot para ayudar a su propio movimiento, en donde se encuentran involucrados guerrilleros guatemaltecos que se hacen pasar frente a las mujeres como veterinarios. El envenenamiento de las mascotas será la acción que provoque una escalada en la locura y tormento de madre e hija, así como un avance entre los actos, perola fuerza policiaca que las custodia en el exterior distará de hacer algo por ellas al resumir, a la par de la trama dramática, que la protegida no les funciona como informante porque sufre de un intenso delirio de persecución. Abandonadas a su suerte, Verónica y Lely escapan arrebatadamente de la casa no sin dejar a María con un surreal cargo de conciencia por todas las
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muertes que provocó en el pasado y a las que se suman las de los inocentes felinos del título. La pieza conserva todas las señales del estilo de Garro, como los cándidos diálogos en donde el sueño y la creencias religiosas dan indicios sobre realidad, personajes marcados por su jerarquía social y sino histórico, la memoria como un negativo fotográfico del presente, etcétera, pero en este territorio se presentan como meros artificios que no logran sostener la máscara detrás de la pluma que escribe los diálogos. Para quienes reparamos en su existencia a mediados de los noventa —dado su publicitado regreso a México tras un largo exilio impuesto aparentemente por una vendetta de su exesposo Octavio Paz—, Sócrates y los gatos abre una lectura inquietante sobre el pasado de la autora, cuyo vínculo, de algún modo accidental, pero adverso, con los acontecimientos del movimiento estudiantil de 1968 nos revelan a un personaje complejo y contradictorio, cuyo imaginario se desdobló más allá de la página. Hay en la obra literaria de Garro un claro interés por desentrañar el peso histórico que todos los mexicanos cargamos como producto de una colonización prolongada en nuestra conciencia, nuestras costumbres y divisiones sociales, y que se manifiesta en un complejo de culpa, en el rencor social o en la afirmación certera de que la clase privilegiada determinará por siempre el rumbo de la historia. La misma autora vivió atribulada en esta contradicción toda su vida, pululando entre la aristocracia intelectual y diplomática en la que convivió en los años con Paz, a la vez que mostraba un interés y presencia activa dentro de la lucha campesina por el reclamo de tierras, en donde protestaba a un lado del campesinado ataviada con un abrigo de pieles.
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La autora apoyó comprometidamente esta causa y en su vocación de justicia y cambio para los campesinos de México, llegó a vincularse en los años sesenta con el político Carlos Madrazo Becerra, militante del pri, que disentía de la ideología del poder y pretendía formar su propio partido como una opción a la hegemonía reinante, relación que impactó a la autora a tal grado que lo incluyó en algunas de sus obras como Matarazo no llamó. Fue este vínculo el que, se dice, llamó la atención de los estudiantes que se manifestaban en 1968 y por ello invitaron a la autora a algunas de sus asambleas con la intención de acercarse a su vez a dicho personaje. A partir de la experiencia con los estudiantes, Garro escribió una disertación pública sobre el tema llamada “El complot de los cobardes”, en donde concluía que el movimiento estudiantil no era más que el vehículo de un complot comunista, en el que varios intelectuales estaban involucrados, tenía por objetivo desestabilizar al país y se descartaban de tajo las demandas de los jóvenes y su poder de decisión: “Si los estudiantes se tomaran el trabajo de estudiar su caso, descubrirían a quien están sirviendo y que de estudiantes se han convertido en borregada o acarreados”.1 Pese a las controvertidas declaraciones publicadas en agosto de ese año, días después de la masacre del 2 de octubre, Garro y Madrazo fueron inculpados como líderes del movimiento estudiantil por Sócrates Campus Lemus, miembro del Consejo Nacional de Huelga. Garro contraatacó a la acusación señalando directamente a varios intelectuales, académicos universitarios y escritores como los auténticos líderes, manipuladores 1 Elena Garro, “El complot de los cobardes”, Revista de América, México, 17 de agosto de 1968, número 1182, pp. 20-21.
de la frágil voluntad estudiantil y reales culpables de la violencia, declaración que le ganó el repudio absoluto del gremio, que celebró el mote de “la cantante del año” asignado por el escritor Carlos Monsiváis. Helena Paz Garro, hija y eterna comparsa, con quien experimentó una auténtica folie á deux, se unió al ataque por medio de una carta pública dirigida a su padre, en donde reclamaba el conocido gesto de renuncia a la embajada de la India como protesta a los acontecimientos. Fue tal el escándalo y la ignominia en la que se sumieron madre e hija por sus palabras que comenzaron a recibir amenazas y a esconderse bajo el amparo y protección del Estado, como consta en un archivo desenterrado en 2006 por el ifai que corrobora su reclutamiento como informantes. A este periodo corresponde la acción temporal de Sócrates y los gatos, pues efectivamente se guarecieron en la casa de huéspedes de María Collado, nana de Garro, y sus amadas mascotas fueron víctimas de un envenenamiento para amedrentarlas. También es verdad que la Secretaría de Gobernación perdió interés en ellas por el auténtico delirio de persecución que la misma Elena Garro confesó sufrir por las constantes amenazas. Sin embargo, y como ella afirmó, los encarcelamientos y desapariciones de los personajes clave del movimiento ya habían entrado en vigor para entonces. Es ante el terror por la muerte “accidental” de Carlos Madrazo, en 1969, que las mujeres deciden huir definitivamente de México y su suerte en el extranjero oscila entre la ocasional ayuda, dada su filiación a la cultura mexicana, y la penuria económica por su latente inutilidad laboral. La fama ganada por Garro como autora también sufre estragos en México, pues
sus libros son descatalogados con intención de desaparecerla del mapa. No cabe duda que aquellas palabras y acciones proferidas en 1968 se convirtieron en una carga funesta durante todos los años de exilio, carga que se hizo patente en el notorio desgaste físico y mental que ambas mostraron en su regreso a México dos décadas más tarde. Los paralelismos entre realidad y ficción que presenta Sócrates y los gatos retan a una lectura que no transcurre sin resucitar esta controversia. Los motivos de Elena Garro para escribirla y su publicación póstuma a cargo de Helena Paz muestran una clara necesidad de explicarse ante los hechos y las acusaciones que, sin embargo, no encuentran una redención ni la posibilidad de una lectura abierta a una sencilla exégesis, pues ya desde sus diálogos es muy difícil desasociar a la madre y a la hija reales, cuyas opiniones no distan de los hechos y denotan una pobre conciencia de clase que desemboca en un miedo delirante ante la “toma del poder por los comunistas”. Con cierta justicia, el investigador Armando Partida Tayzan afirma en el prólogo que esta es una obra “polisémica”, dado que los niveles de significación intrínseca la tornan un documento por demás interesante en donde realidad y ficción luchan por sostener una coherencia que apunta directamente a esa herida abierta en la historia de México. Sócrates y los gatos —cuya escenificación jamás se ha conseguido y su publicación no superó la primera— sobrevive en las sombras como un testimonio en clave dramática sobre la infausta vivencia de una autora cuyo pasado, al parecer, la perseguirá in saecula saeculorum, tal y como sucede con los personajes de su reconocida y celebrada obra literaria.
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Teodoro González de León, escultor de espacios Héctor Antonio Sánchez
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Reforma 222. Fotografías: iStock
En uno de mis recuerdos más prístinos —uno de los más queridos, por tanto— subo, de la mano de mi madre, por una alta torre de concreto con amplios ventanales que escalan el centro de sus muros. Hace calor afuera: el sol se cuela intenso por los vitrales, pero la contundencia del material resguarda para el interior del inmueble un aire menos denso. Durante años creí que aquellas imágenes fueron emanadas de un sueño. No lograba precisar, en la memoria de mi madre, aquel sitio, aquel viaje. ¿Existía, realmente? Al cerrar mi adolescencia tuve la confirmación de que aquello tenía que ser real. Vivía por primera vez en la Ciudad de México: una mañana quise visitar alguna exposición de arte. No recuerdo las obras que vi, sólo el recinto que les daba alojo: una colosal, pero discreta edificación que acogía al visitante en un extenso patio central, cuya alta techumbre permitía el paso de la luz por la convivencia de paralelepípedos de vidrio y de concreto, y cuyo fondo se abría, por un amable vitral, al jardín que circundaba al edificio —suerte de gran monolito—. Era, desde luego, el Museo Tamayo Arte Contemporáneo. Algo de familiar existía entre aquel recinto y mi temprano recuerdo de infancia. ¿La belleza del concreto “martelinado”, del material de construcción sin mayor revestimiento: su solidez y su sosiego hipnótico? ¿La ausencia de ornamentos, la reducción a formas geométricas? Cierto: de niño no habría podido notar aquellas propiedades. Más bien, pude sentirlas: su cierta espiritualidad, su aura luminosa. El Museo Tamayo mereció en 1981 el Premio Nacional de Arquitectura. La distinción no era vana: es una obra de gran solidez estilística en el decurso creativo de sus autores, Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León, cuya afinidad es responsable de tantos edificios icónicos de la Ciudad de México como el Colegio de México, la Universidad Pedagógica Nacional, varios conjuntos pertenecientes al Banco Nacional y la remodelación del Auditorio Nacional de 1991, que marcará el final de la mancuerna. De esa y otras colaboraciones, y de su propio decurso vital, nos ha dejado testimonio González de León (1926-2016) en numerosos textos, reunidos en su forma final en Retrato de arquitecto con ciudad. Es un libro de bella factura y de una prosa que fluye como agua potable, y evidencia el enorme talante artístico de su autor. Los hechos nos dicen que se formó —como su congénere Zabludovsky— en la Universidad Nacional y que colaboró en proyectos de Carlos Obregón Santacilia y Mario Pani durante la licenciatura; al término de ésta obtuvo una beca del gobierno francés que le permitió trabajar durante dieciocho meses en el taller de Le Corbusier, entre 1947 y 1948, y establecer así lazos con el Congrès International d’Architecture Moderne. Más interesantes son, naturalmente, sus propias reflexiones sobre estos hechos: el recuento de su formación, sus ideas sobre la arquitectura misma. González de León refiere su experiencia en tanto alumno de la Academia de San Carlos: la animada
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Conjunto Arcos Bosques: Fotografía: Alejandro Arteaga
convivencia en el patio central, la presencia de asignaturas como geometría e historia del arte —que luego desaparecieron de los planes de estudio—, la interacción con la ciudad misma, que permitía al arquitecto en ciernes trabajar al tiempo que estudiaba. Todos estos aspectos serían centrales a la evolución de sus ideas. El movimiento moderno, animado por las nacientes técnicas y materiales de construcción, significó una profunda ruptura con los principios clásicos y aspiró a fundar una suerte de ciencia que permitiría desterrar para siempre la insalubridad, el vicio y la pobreza de las ciudades: una tabla rasa, un grado cero de la arquitectura que estaría en la base de su industrialización a gran escala. No es otro el sueño que inspiraba el plan Voisin de Le Corbusier, ni sus reelaboraciones en la Ville Contemporaine y la Ville Radieuse: un nuevo comienzo, un afán mesiánico que abominaba la historia y fundía —y confundía— arquitectura, urbanismo, sociología y ciencia: Brasilia es la empresa más acabada de esa quimera. También lo es nuestra Ciudad Universitaria, en que participó un muy joven Teodoro, que en esa época fantaseaba “con una Ciudad de México arrasada en la que sólo quedarían los monumentos y los nuevos edificios, entre jardines, parques y autopistas”. Una consecuencia natural de esta visión tajante del futuro fue el principio de que la forma del edificio está supeditada a su función. Fuera en la postura maquínica de Hannes Meyer (“todo en este mundo es producto de la fórmula: la función por la economía; todo arte es composición y, en consecuencia, antifuncional”); o en la postura emocional de Le Corbusier (“la arquitectura existe cuando hay emoción poética, la arquitectura es cosa plástica”); esto es, fuera en el funcionalismo puro de organización espacial homogénea o en el funcionalismo de raíz clásica y organización jerárquica, la apuesta era la misma: una arquitectura que pudiera reproducirse a gran escala.
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Museo Universitario Arte Contemporáneo. Fotografía: iStock
González de León refiere que de 1955 a 1970 realizó más de quince estudios de vivienda y de desarrollo urbano. “Éramos aprendices de sociólogo, estadísticos de segunda y arquitectos que descuidaban su tarea natural: el diseño de los espacios urbanos”. No todo fue pérdida: la revelación del México profundo desembocó en la conciencia de la ciudad histórica. El pasado reaparece al final del camino: Teodoro terminó por convocar como cierto el planteamiento de Aldo Rossi: “la arquitectura tiene una indiferencia a la función”. Si las obras arquitectónicas aspiran a perdurar más que ningún otro arte, natural es que su uso varíe a lo largo del tiempo: el azar, y no sólo el programa inicial, cifra su creación. En fin, la fascinación por el estilo mesoamericano y el virreinal del siglo xvi, y su reconciliación con el pasado, permitió a González de León solventar un estilo de madurez, a salvo del anonimato o la estandarización que sufrieron tantas obras del movimiento moderno. En las oficinas centrales del infonavit, entre un bullicio de avenidas, una gran explanada recibe al visitante, limitada por dos grandes cuerpos de concreto cincelado. Es un recuerdo, a la vez, del ágora griega y de los grandes atrios virreinales, que confiere al espacio urbano una clara dignidad y un cierto misticismo. En el Colegio de México, un gran patio central organiza los diversos elementos: es una sombra del patio colonial cuyos placeres y posibilidades el arquitecto conoció en la Academia de San Carlos. Ambos elementos reaparecerían en esa pieza maestra que es el Museo Tamayo, suerte de gran monolito escultórico cuyo interior se recorre sin cesuras. Hay otras presencias. La marcada volumetría es fiel al movimiento moderno pero recuerda, también, a la obra mesoamericana que le sirve de inspiración: la pirámide maya de Zacuelo. El talud y el muro, formas caras a sus autores, conviven en la fachada y paredes del complejo, y permiten una integración armoniosa al paisaje; uno
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Museo Rufino Tamayo Arte Contemporáneo. Fotografía: Wikimedia
alude al pasado; el otro, a la eternidad. Se han convocado así dos maneras del tiempo: la ruina y la permanencia. Es claro que en ésta y otras obras hay una avenencia de cosmopolitismo y localismo: las grandes ideas del movimiento moderno se adaptan a la tradición y la circunstancia locales. El amor al material puro, sin revestimientos, es afín a la buena calidad del concreto mexicano y a la economía de su mantenimiento. Tras la fructífera colaboración con Zabludovsky, vendrían para González de Léon proyectos cada vez más marcados por el postmodernismo: el Conjunto Arcos Bosques, Reforma 222 o el muac. Algunos elementos ya eran visibles en su obra anterior: ¿qué es, si no, la audaz estructura metálica que atraviesa la casa matriz del Fondo de Cultura Económica, enclavada en el sur de la ciudad como la escultura de un gigante solitario? También vendrían proyectos urbanos ambiciosos, como la malograda resurrección de la ciudad lacustre: México, ciudad futura. El pasado 16 de septiembre nos enteramos de la muerte de ese arquitecto enorme que fue Teodoro González de León. Pocos meses antes, en un viaje a Villahermosa, yo había podido recuperar la ubicación de mi recuerdo de infancia: el Mirador de las Águilas del Parque Tomás Garrido Canabal. Como otros espacios públicos diseñados por él —la Plaza Rufino Tamayo, en Insurgentes Sur—, ese sitio está marcado por un aura mística: un remanso en el ritmo veloz y a veces caótico de la ciudad. Aquel encuentro con mi propio pasado fue una revelación: junto a la alegría de que mi memoria no era un engaño, la reflexión de que —más allá de fundamentos y convicciones—, la visión del arquitecto, al alcanzar la pureza, toca el borde espiritual en la materia de los hombres. Teodoro González de León, figura central de nuestra modernidad arquitectónica, supo asentar, por una profunda visión artística, espacios de nobleza en nuestra capital y en nuestro país: un país en que el espacio público tanto ha resentido la indolencia, la torpeza o la vulgaridad de nuestras instituciones. Su obra, pues, no sólo nos acompaña: nos dignifica, y nos da cobijo.
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Galería Allan Lambert en Toronto, Canadá, diseñado por Santiago Calatrava. (Fotografía: Roberto Machado Noa / LightRocket por Getty Images)
¿una actividad artística?
Arquitectura:
Antonio Toca Fernández
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Una de las creencias más arraigadas en la profesión de los arquitectos, por el enorme impacto que ha tenido, es considerarla como una actividad artística. Los efectos de esa suposición han sido muy significativos durante siglos, y siguen siendo importantes para miles de arquitectos que aún tienen esa creencia. La idea de que la arquitectura es una actividad artística se remonta al imperio romano. Sin negar la importancia del valor artístico o significativo de la arquitectura, conviene mencionar el origen de esa creencia. Se menciona reiteradamente la importancia del tratado de Vitruvio para definir tanto a la arquitectura como a la actividad de los arquitectos en Occidente. La intención de Vitruvio al redactar su tratado fue evidente desde la extensa dedicatoria que hizo al César Augusto. Al definir a la arquitectura como: “una ciencia adornada de muchas disciplinas y diversas enseñanzas”, reforzó la importancia de la actividad con una extensa lista de características que debería tener el arquitecto: culto, sensible e instruido en filosofía, música, medicina, leyes y geometría. La lista tenía como objetivo, además, separar al arquitecto del trabajo de los artesanos, que eran inferiores en la rígida escala social grecorromana. En el capítulo segundo del libro primero, Vitruvio definió los seis elementos de que consta la arquitectura utilizando términos griegos, que tradujo al latín. En el siguiente capítulo, señaló que una de las partes de la arquitectura —la construcción— debería de lograr “firmeza, utilidad y belleza”.1 El problema principal que se ha generado con esa triada es que, desde entonces, se ha tomado como guía y referencia para la actividad de los arquitectos. Sin embargo, ese orden es importante porque señala la prioridad que tienen en cualquier obra, desde la mayor a la menor objetividad; como es el extremo entre “la firmeza” y “la belleza”. Lo grave es que ese orden ha sido alterado, y muchas veces “la belleza” aparece primero.2 El siguiente problema, es que esa triada se ha tomado sin considerar que es resultado de la integración de los seis elementos que previamente se habían definido y que le dan sentido. Son —de hecho— los elementos que integran la coherencia formal de un edificio.
1 En el capítulo se mencionan seis elementos: orden (taxei), disposición (diathesin), euritmia (eurytmia), simetría, (simmetria), ornamento (thematis) y economía (oeconomia). En el tratado sólo se menciona una vez las características que deberían tener los edificios públicos, en este orden: firmitas, utilitas, venustas. 2 Desde el final del Renacimiento, en algunos tratados de Arquitectura “la belleza” se colocó antes que “la utilidad” o “la firmeza” de los edificios.
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Condominio en Milán, Italia, diseñado por Zaha Hadid. (Fotografía: Lorenzo De Simone / AGF / UIG por Getty Images)
Tanto los pensadores griegos como los romanos mencionaron que el arte práctico (poiesis) debía definir tres principios; el primero es tener un fin o utilidad explícita, una causa finalis. Cuando este fin se determina, se tiene que integrar después una forma que cumpla con todos los requisitos que se requieren, la causa formalis. Por último, el arte de hacer o construir es la causa materialis. El resultado de ese proceso de integración se definía por los griegos como kalos; que literalmente significa “luminosidad” o “resplandor”, y no “belleza”, que fue la palabra que introdujo Vitruvio. De esa manera, al incluir el concepto de “belleza”, se provocó que desde entonces la percepción de la obra tenga un valor subjetivo, que no es evaluable. Enrique Dussel ha señalado las características de kalos: Fácil sería traducirlo por la belleza o lo bello. En realidad se trata del resplandor o luminosidad en la coherencia de la obra de la tecné (técnica). Por ello se dice kalos a la obra que guarda un cierto orden (taxei), con respecto a sus propias partes (coherencia formal) y con respecto al todo dentro del cual se encuentra inserta (coherencia funcional).3
Del arte de la construcción a lo que no tiene propósito En el siglo xv, en su famoso tratado De Aedificatoria, Alberti definió a la arquitectura como el arte de la construcción: “nacido de la necesidad y nutrido por el uso”, y ratificó al arquitecto como un artista que integra en la obra lo firme, lo útil y lo bello.4 Por eso, se entiende la necesidad de que los arquitectos se separaran de los artesanos, a los que se consideraba inferiores en el reconocimiento social. Esa definición fue una constante en Europa y justificó la aplicación de normas y de obligaciones morales a los artesanos, como se puede comprobar en el Compendio Moral Salmaticense, publicado en 1805: Las obras serviles son las propias de siervos y criados. Las obras liberales son las que convienen a las personas nobles. ¿Es obra servil prohibida en día de fiesta el pintar? Respuesta: que lo es; porque el arte de pintar
Enrique Dussel, Filosofía de la poiésis, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1977, p. 40 4 Françoise Choay, The rule and the model, Cambridge, MIT. Press, 1997, pp.4 y 5. Este tratado ha sido considerado como una versión mejorada del De Architetura de Vitruvio. La persistencia de este error es, sin duda, causado por las traducciones imprecisas del título del tratado de Alberti como Sobre arquitectura. Si Alberti, que era un excelente latinista, llamó a su tratado De re aedificatoria (De la edificación), en lugar de De Architectura, era para apartarse de Vitruvio y para enfatizar todo el contenido de su tema, del que la arquitectura como arte era sólo una parte. 3
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está contenido en lo fabril. Mas no es obra servil formar con la pluma algunas figuras para la instrucción. Y así pueden los arquitectos formar en día de fiestas las trazas de los edificios que después han de construir.5
En el siglo xviii, la definición del trabajo del arquitecto se modificó aún más, aplicando erróneamente las propuestas estéticas de Immanuel Kant. La confusión que causó esa interpretación está aún vigente y ha sido analizada por el arquitecto inglés Colin St. John Wilson: La aplicación a la arquitectura de la definición estética de Kant como la prosecusión de lo que no tiene propósito, o fin determinado, dividió a la arquitectura en Arte y Construcción (utilidad) (…) De un golpe, el concepto que era fundamental en el pensamiento clásico griego, y que concebía lo bello y lo útil como una sola cosa, fue separado en dos conceptos antagónicos (…) Los griegos no tenían dudas en este sentido. Para ellos era evidente que la Arquitectura estaba en la categoría de arte práctico, cuya virtud residía en cumplir un próposito.6
Aristóteles había definido antes dos clases de “arte”: el arte cuyo fin es sólo servirse a sí mismo y el arte práctico, cuyo fin es servir un propósito. En la obra de Kant, el arte no tiene un propósito útil —como en la primera definición de Aristóteles— y, por eso, la estética no puede ser objetiva porque: “no es posible ningún principio objetivo del gusto”. Muchos arquitectos aún suponen que la arquitectura es una actividad artística, o que es la “madre de las artes”, y consideran que su actividad principal es el “arte”: …lo que no tiene propósito. St. John Wilson ha desmitificado esa creencia: Los griegos mencionaron muy poco a la arquitectura; no hay una palabra en Platón o Aristóteles, y no tiene cabida entre las nueve musas. Tampoco llamaron a la arquitectura la madre de las artes; que es un ejemplo de ignoran-
Marcos de Santa Teresa, Compendio Moral Salmaticense. De la obligación de abstenernos de obras serviles, Pamplona, 1805. 6 St. John Wilson, The other tradition of modern architecture, Londres, Academy editions, 1995.
cia que se ha convertido en parte del lenguaje común; ya que la madre de las artes era Mnemosyne, la memoria.7
Walter Benjamin estudió también las características de las obras de arte, destacando su “aura”, su valor ritual original: “En sus orígenes, la integración contextual del arte en la tradición encontró su expresión en el culto (…) Sabemos que las primeras obras de arte se originaron al servicio del ritual, de la magia y, después, de la religión”. Es evidente que la creencia sobre el valor artístico de las obras de arquitectura se remonta a su concepción como objeto único y sagrado. Esta concepción mítica de la arquitectura, reforzada por la separación entre “las bellas artes” y “las artes serviles”, pervive aún en la profesión. Esa actitud explica que, en 1934, el joven Juan O’Gorman planteara radicalmente la diferencia entre arte “artístico” y “útil”: “el único y verdadero arte de nuestra época, como la verdadera ética, es también producto de la necesidad de vivir organizados para producir lo útil”. Sin negar la importancia del valor artístico o significativo de la arquitectura, conviene mencionar que las características de la arquitectura —desde sus orígenes— son más las de un arte práctico; un arte que, como lo definió W. R. Lethaby, “es la manera correcta de hacer cosas correctas; aunque está más cerca de lo correcto decir que el arte es, simplemente, la manera correcta de hacer las cosas”.8 Autonomía de la arquitectura La supuesta “autonomía” de la arquitectura, o la consideración de que el valor “estético” de una obra es lo más importante ha sido reiteradamente usada por muchos arquitectos para justificarse como artistas. Esa suposición se contradice por el hecho de que para construir una obras se requieren grandes inversiones que condicionan su “autonomía”. Otro aspecto es que
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St. John Wilson, op. cit., p. 40 Stanley Abercrombie, Architecture as art, Nueva York, Harper & Row, 1986, p.130
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Estación de tren Lieja-Guillemins, en Bélgica, diseñada por Santiago Calatrava. (Fotografía: Adolph / ullstein bild por Getty Images)
el trabajo del arquitecto no es autónomo, porque las obras están condicionadas por otros criterios —como su valor de uso— además del estético; porque son inversiones inmobiliarias y, finalmente, se requiere la participación de muchas personas para construirlas. Lo que resulta sorprendente es que se acepte la “autonomía” que promueven algunos arquitectos que realizan edificios como si fueran obras de arte, aunque el costo es pagado por sus clientes. En arquitectura, la práctica real está condicionada por los recursos financieros y por decisiones, restricciones y reglamentos que el arquitecto no controla. Por eso es absurdo que algunos supongan que su trabajo es autónomo, o que en muchas escuelas de arquitectura se pretenda que esos condicionamientos son un impedimento para la creatividad de los alumnos. El valor práctico de las obras de arquitectura se demuestra con la encuesta realizada a seiscientas grandes compañías estadounidenses, donde se analizaron las razones por las que contrataban sus proyectos con alguna oficina de arquitectos. En orden de importancia, las razones fueron: porque la oficina desarrolló el proyecto dentro del presupuesto solicitado; el edificio funcionó adecuadamente; el proyecto se entregó a tiempo; la habilidad del arquitecto para trabajar en equipo, y —en décimo lugar— por la calidad “estética” del proyecto. Paradójicamente, la misión del American Institute of Architects es definida en orden inverso al valor de uso de los edificios y al que planteó Vitruvio: “promover la eficiencia estética, científica y práctica de la profesión”. 9 Las obras de arquitectura son tanto obras útiles como artísticas. Eso señala que pueden modificar el entorno —con su diseño y tecnología— y que también pueden modificar nuestra percepción de ese entorno, por su significado sociocultural. Aunque es evidente que lo primero que se espera de un edificio es que sea firme y útil, lo que ha sucedido es que en la práctica y en la enseñanza de la arquitectura se ha privilegiado su valor artístico, en obras que anteponen la forma exterior por Cfr. Dana Cuff, Architecture: the story of practice, Cambridge, MIT Press, 1995, p.55 y American Institute of Architects, Graduating into architecture, Washington, 1991, p.9
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Edificios diseñados por Frank Gehry en Duesseldorf, Alemania. (Fotografía: Michael Gottschalk / Photothek por Getty Images)
encima de aspectos ambientales, económicos, funcionales, técnicos y sociales. Las consecuencias de ese desequilibrio son evidentes en los edificios en los que se ha privilegiado la expresión artística, suponiendo que el arquitecto sólo se debe concentrar en la generación de proyectos, en los que ha descuidado o renunciado a integrarse activamente en todo el proceso de diseño, que necesariamente incluye la construcción. Como se ha mencionado, muchos arquitectos suponen que su trabajo es artístico; aunque en realidad su intención es mantener sus privilegios, separándose de los constructores. Esa decisión fue importante durante siglos, pero ahora es equivocada y sus consecuencias son evidentes. Una de ellas es que —en la práctica— los arquitectos han perdido su papel protagónico y no han aprovechado los avances tecnológicos que en muchas otras profesiones se han realizado. Lo mismo ha sucedido, salvo algunas excepciones notables, en la investigación y en la docencia. No es difícil comprender que esa situación afecta profundamente la actividad de muchos arquitectos y estudiantes que no son conscientes de ella, por la ideología vigente o por su incapacidad o resistencia a cambiarla. Sin embargo, las reiteradas crisis de la profesión son una prueba de se ha llegado a un límite que anuncia otra transformación, que tendrá consecuencias graves si no se actúa: “Todo sistema tiende a desintegrarse cuando los conflictos que acumula en su interior alcanzan un umbral determinado de tensión (…) a fin de cuentas, el propio sistema tiene que generar la superación de sus conflictos, como una exigencia interior de su sobrevivencia, como un principio de esperanza”.10
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Eduardo Subirats, La cultura como espectáculo, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, p. 214
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Las afinidades electivas Principio y fin del Cine Ermita Jorge Vázquez Ángeles
Fotografías: Jorge Vázquez Ángeles
Mis padres se besaron por primera vez afuera del Cine Ermita, en la esquina de Antonio Maceo y Cerrada Antonio Maceo. Mi papá le pidió un beso a mi madre pero ella se negó bajo el argumento de que aún no eran novios. “Entonces ya somos novios”, dijo mi papá, con esa practicidad que siempre lo caracterizó. Hoy ese lugar ya no existe. Tras permanecer varios años cerrado, el Cine Ermita sufrió el destino de las grandes salas de cine, infectadas por esa enfermedad incurable que las aniquiló a todas: una mezcla de olvido, indiferencia y malos manejos de la industria cinematográfica nacional. Ahora las nuevas salas de cine son genéricas, predecibles desde las alfombras hasta las butacas.
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Uno de los primeros avisos de que los días del Ermita estaban contados fue el cierre de un Oxxo que ocupó el sitio de la entrada principal, sobre Avenida Revolución. Era una tienda apretada y calurosa, metida con calzador en el lugar equivocado. La aparición de chipotes como éste es síntoma de que un edificio está herido de muerte; su lenta degradación lo dejará a merced del pico, la pala y la especulación inmobiliaria. En la manzana de poco menos de cinco mil metros cuadrados donde estaba el cine había un edificio insulso y gris que fue demolido primero. Los trabajos, a paso lento, fueron carcomiendo el cine hasta provocar un derrumbe el 17 de marzo de este año. El saldo: dos heridos, algunos daños materiales y la clausura temporal. Después, el frente del cine, semejante a la popa de un barco, fue desapareciendo hasta convertirse en polvo. El Ermita fue presentado como “Un palacio para usted”. Diseñado por Juan Sordo Madaleno (1916-1985), el cine era de “lujo severo y suntuoso decorado”, como dice el pie de foto publicado en la primera sección, página 14, de El Universal, el miércoles 1 de noviembre de 1950, día en que se inauguró con la proyección de Huellas del pasado, con Libertad Lamarque y Emilia Guiú. En El Universal y en Excélsior se publicaron varios desplegados para felicitar a los propietarios del cine, los hermanos Óscar y Samuel Granat, sobrinos del empresario judío Jacobo Granat, quien hiciera fortuna abriendo las primeras salas de cine silente en la ciudad. Amigo de Francisco I. Madero, regresó a Europa al inicio de la Revolución mexicana, y murió años más tarde en el campo de concentración de Auschwitz. Los hermanos Granat no escatimaron en la inversión. En el Ermita se instalaron los equipos más modernos de la época: proyectores Simplex XL, sonido Simplex 4 Star, lámparas Peerless Magnarc, generadores Hertner y pantalla Walker. La empresa Cátodo Frío de México instaló las marquesinas equipadas con “los famosos productos Wagner Sign Service Inc.”; las butacas fueron diseñadas exclusivamente para este teatro por Central de Industrias, S.A. y las alfombras, “colocadas por alfombristas especializados”, procedían de La casa de los tapetes.
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En El Universal o en Excélsior no hay una crónica que describa la “solemne inauguración” del Ermita. En la columna “Nuestro cinema”, escrita por el Duende Filmo y publicada el viernes 3 de noviembre en El Universal, se cuenta que la niña Fanny Granat, hija de Samuel, fue la madrina del cine. La ceremonia debió de ser muy importante para los Granat: en mayo de 1950, Nora, la otra hija de Samuel, de seis años de edad, fue secuestrada afuera de su casa en las Lomas de Chapultepec. Aunque no se pagó el rescate de veinte mil pesos, la niña regresó a salvo. En la nota del Duende Filmo también se destaca la arquitectura del cine, “de un modernismo de buen gusto”. A diferencia de otras salas que se construyeron en predios flanqueados por otras construcciones, que el Ermita ocupara prácticamente una manzana permitió a Sordo Madaleno crear un volumen sólido, prácticamente ciego, que expresaba el funcionamiento del cine y su método constructivo, a base de columnas de concreto y una cubierta metálica triangular, como el de una fábrica, para librar el claro de la sala para más de tres mil personas. En la página de Sordo Madaleno Arquitectos se describe así el Ermita: “En su tiempo fue
uno de los cines más modernos de México y, posiblemente, del continente. Ocupaba casi una cuadra entera y su estética se relaciona de manera franca con el espacio y el material que se usó para construirlo. El arquitecto creó un volumen que habla por sí mismo”.1 En otro de los desplegados donde se anunció de la “grandiosa inauguración”, en letras pequeñas, se lee: “Pinturas murales del pintor mexicano Xavier Guerrero”. Este muralista, un tanto olvidado por la historia, nació en San Pedro de las Colonias, Coahuila, en 1896. Vivió un tiempo, junto con su esposa Clara Porset, en el edificio número 38 de la calle Plaza Melchor Ocampo, colonia Cuauhtémoc, un edificio diseñado ex profeso por Luis Barragán y Max Cetto para albergar estudios para pintores. Este pequeño inmueble forma parte de un conjunto construido entre 1936 y 19422 por seis arquitectos que al paso de los años se convirtieron en referentes de la arquitectura moderna de México y que establecerían entre ellos toda clase de vínculos profesionales. El primer inmueble, en la esquina de Río Duero, es obra de Enrique del Moral; le sigue el de Juan Sordo Madaleno y Augusto H. Álvarez; luego el de Barragán y Cetto; el último, también de Luis Barragán en sociedad con José Creixell. Clara Porset, diseñadora industrial cubana, también colaboró con todos estos arquitectos, principalmente con Barragán, quien le encargó el mobiliario de su casa en Tacubaya, incluida la famosa silla Butaque, que erróneamente suele atribuirse al ganador del premio Pritzker. Mario Pani, por su parte, le pidió
http://www.sordomadaleno.com/sma/es/about-history/ Ciudad de México. Guía de arquitectura. Ernesto Alva Martínez (coordinador). Gobierno de la Ciudad de México, Colegio de Arquitectos de la Ciudad de México, A.C., Junta de Andalucía. Página 180. 1999. Sin embargo, en La arquitectura mexicana del siglo XX, coordinado por Fernando González Gortázar, conaculta, 1994. Se dice que el conjunto fue edificado entre 1939 y 1945. 1 2
que diseñara los muebles del Multifamiliar Presidente Miguel Alemán, en la colonia del Valle, aunque el proyecto no prosperó. Aunque Porset no diseñó los muebles del Cine Ermita —lo hizo en el Cine París (1954), también de Sordo Madaleno—, su esposo ejecutó el mural El día y la noche empleando pinturas fosforescentes que “dan un efecto fantástico a la sala”, como escribió el Duende Filmo. “Él empezó con el fresco, pero en obras posteriores, como la del Cine Ermita, hizo murales con incisiones, donde trazó las figuras y las llenó con un polvo verde que brillaba de noche”, dice la investigadora del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) Guillermina Guadarrama. El destino del mural es incierto. Según una nota publicada en El Universal sobre la restauración de Los danzantes,3 de Carlos Mérida, telón que estuvo en el Cine Manacar, es probable que El día y la noche esté almacenado en los talleres del Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble (Cencropam), en la calle Héroes de la colonia Guerrero, “a la espera de ser restaurado”. Sesenta y seis años después, el cine Ermita, “un palacio para usted”, dejó de existir. Sólo resta esperar a que un edificio genérico, una enésima plaza comercial, sea construido en el predio número 67 de Avenida Revolución. No habría que hacerse muchas ilusiones sobre su calidad arquitectónica, pues figuras como Juan Sordo Madaleno no nacen todos los días. Max Cetto escribió sobre su colega: “diseñaba con ‘mano segura’ produciendo edificios ‘armoniosos’, ‘ajustados a su sitio’, ‘con un aire de elegancia’ y ‘muy bien proyectados tanto en la distribución como en el detalle’”.4
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http://eluni.mx/2a87QE1 Ibidem.
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Mujer escribiendo, Christian Valdemar Clausen, siglo XIX. (Imagen: Photo12 / UIG por Getty Images)
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El porquĂŠ de la escritura
Aline Pettersson
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Somos narradores, hay mucha gente que lo es y para esa gente hay otra que está deseando que le narren historias. Adolfo Bioy Casares
El universo que forjan las palabras es tan grande que ahora, en tiempos de la impresionante exploración cosmológica que ha expandido el concepto del espacio sideral, bien sirva aquí éste de metáfora maestra. La capacidad del habla que sólo corresponde al género humano permite crecer, crecer sin freno, sin límite alguno. La competencia verbal cava hasta lo más profundo y se eleva hasta lo más alto. Y quien emprende el proyecto de explorar las palabras, seleccionarlas, yuxtaponerlas, encadenarlas, se encuentra inmerso en un viaje de conocimiento continuo. Conocimiento que lo lleva a descubrir más aristas de sí mismo y ángulos más finos del mundo que lo rodea. Sabemos que el deseo innato de entender, de compartir ciertos hechos de vida ha estado presente desde épocas muy tempranas de la tribu. Los relatos surgieron como medio para desplegar experiencias, compartir temores, resaltar victorias, manejar el paso del tiempo de reposo antes del sueño. Y quien narra —al posesionarse de su historia— le otorga tal volumen y la revive con tal fuerza que cautiva a sus escuchas. Así salvó la vida Scherezada. Y no se sabe si después el sultán Shahiriar, a su vez, decidió relatar sus hazañas, ya que es tan grato hacer lo uno como lo otro. Habría que señalar que la misma tradición de la tribu la llevó a buscar que perduraran su herencia, conocimientos, hechos conspicuos para justificar su paso por un tiempo y espacio dados. La memoria intenta permanecer en el “siempre” más largo al que le sea posible extenderse. Con la aparición del alfabeto fue tanto más fácil enriquecer el relato con matices diversos. La posibilidad de emplear palabras que adjetivaran los hechos permitió la trasmisión de un conocimiento más amplio de lo que antes podía consignarse. Imagen y discurso escrito se reflejaban mutuamente durante muchas centurias. Dos muestras de cercanía temporal relativa: los libros de horas, La divina comedia, con la clásica ilustración, muchos siglos posterior, de Gustave Doré. Este esquema nunca ha desaparecido del todo y no sólo pervive alrededor de la literatura infantil. Ahora con los avances de la tecnología
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es muy sencillo incorporar cierto tipo de imágenes a un libro sin, por ello, encarecer su precio. La figura gráfica es la respuesta personal de quien, a partir del relato, la externa y entrega al contemplador. El escrito es la textura verbal que será interpretada individualmente por quien la recibe. Tanto oyente como lector deben elaborar, cada uno, su propia versión del entramado de frases que, a su vez, conforman otro tipo de figuras, en este caso, mentales. La riqueza de su armado traba la imaginación del narrador con la del receptor para dar pie, así, al surgimiento y desarrollo de un universo que brota a partir de las palabras. La escritura, en su aspecto de camino profundo hacia el Otro, ese Otro que en primera instancia será el propio autor, para posteriormente ir en pos del contacto con alguien más del prisma humano, potencia ciertos mecanismos del pensamiento. Hay un diálogo mental que despeja el horizonte ampliando las fronteras de la reflexión. Es claro que muchas veces, por poner un ejemplo, el campesino tradicional, el que dejaba transcurrir el tiempo lento en su faena y soledad, recorrió un camino semejante. El contrastar las palabras, el saberlas cintilando en su mente lo llevaron a cavilar, recrear, pero también a imaginar y soñar con historias que lo transportaban a otras regiones acaso más amables. El proceso de la escritura a eso obliga también. No debe quedarse en un acto solipsista; ese Otro, allá afuera, está esperando quizá entablar el diálogo. Lo estuvo desde el recuento de historias al pie del árbol o al calor de la hoguera. Y cuando las palabras pudieron encontrar un molde en la escritura, su capacidad para irradiarse fue prodigiosa. En la actualidad hemos vuelto a privilegiar la imagen por sobre lo escrito, y, además, la escritura misma tiende a modificarse, a codificarse de otra manera. El tiempo lento similar al del antiguo campesino se ha
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vuelto relampagueante, el espacio interior parece ocultarse, por lo pronto, para ceder su sitio a una escritura vertiginosa que busca respuesta inmediata. Ello no puede dejar de ser tomado en cuenta ya que ése es el tono que permea esta época. Hace años, antes de que la red virtual nos avasallara, empezaron a proliferar libros de autoayuda que obviaban al lector una búsqueda más profunda para remediar sus males o llegar a la imposible felicidad. El éxito de libros de narrativa fácil y de ocasión ha desplazado, asimismo, a los libros que exploran y profundizan en la escritura y cuya elaboración de ninguna manera pretende ser oscura, pero sí apelar a la inteligencia y a una mayor sensibilidad en quien los lea. A donde se dirige esta forma de encarar el texto es hacia la posibilidad de despertar gozosamente otras regiones, acaso no tan superficiales pero que conforman la estructura mental del individuo. El largo proceso de la humanidad en busca de expandir sus capacidades de interiorización, de aprehensión y comprensión de sí y su entorno, por lo pronto se ha detenido en la capa más externa del pensamiento. No suele haber voluntad para explorar más en la lectura. Estoy hablando del libro aún en soporte de papel cuya vigencia futura se pone en entredicho. Ahora en un solo aparato de ínfimo tamaño todo tiene cabida distanciando, sin remedio, la cercanía cómplice entre el texto del autor y la lectura comprometida del lector. La velocidad de la comunicación de hoy la aleja y, en esa lejanía, adviene la banalidad de los pensamientos al no serles posible navegar por el tiempo sosegado de la reflexión. Es un lugar común de viejo cuño afirmar que el hombre es el dominio que tenga sobre las palabras, al menos en cuanto a extender el rango de su pensamiento. Los múltiples nombres que un esquimal le otorga a
la nieve eran el ejemplo al que se recurría para ilustrar el hecho de que los matices de la nieve, o los matices del verbo que los nombraba, podrían advertir de un peligro mortal. Es probable que este ejemplo acabará modificándose al paso del calentamiento global. De cualquier forma, no es difícil estar de acuerdo en que un registro más amplio de palabras permite explorar con vastedad mayor los vericuetos mentales. En el acto de escribir, al extenderse el prisma, se extienden de manera prodigiosa las perspectivas, no sólo de la exploración interior sino que el examen filoso de la palabra otorga un placer muy grande a quien lo lleva a cabo y, asimismo, al lector que lo recibe. Después de arrojar en el papel, o en la pantalla, un cúmulo de frases, después de proseguir por ese momento privilegiado que suelta las riendas en la escritura, aparece una pausa inevitable. La atención se modifica y se vuelve hacia atrás para llevar a cabo una celosa relectura. Y surge, entonces, el gozo inefable de elegir el término que va a caer en su sitio de la manera más exacta posible. Acaso antes se trató de una primera exploración en el acto de escribir que debía ser ponderada, evaluada con mayor rigor. El proceso puede ser largo y exige paciencia como la del astrónomo que observa la bóveda celeste y calcula y mide el fulgor del camino de luz en el tiempo. O que intenta asomarse a la ignota oscuridad de un hoyo negro. Aquí, como con el escritor, después del vislumbre, viene el placer del hallazgo que enriquecerá, ya sea el conocimiento de la cartografía del universo, como el del plano creciente de palabras sobre la superficie de la página. La emoción que produce este hurgar en las redes verbales conduce tanto a afilar y afinar su textura como posibilita también seguir un hilo más claro de pensamiento. Con lentitud en reiteradas ocasiones y a
veces en un proceso delirante, las al menos dos capas que conforman el hecho de la escritura se despliegan propiciando la celebración de constelaciones de frases forjadoras del panorama textual. Así como se enlazan bajo el brillo de las ideas, las anécdotas, las sensaciones y sentimientos que dan cuenta de esa reunión siempre inacabada de voces. La composición laboriosa del texto va a encontrarse con la mirada del lector dueño de una experiencia de vida que va a acercarlo o a alejarlo de esas páginas. Pero de tratarse de lo primero, se abrirá un diálogo que lo invitará a adentrarse no sólo en la anécdota, de ser el caso, sino que incidirá para conducirlo a través de los muchos recovecos que conforman la mente. Afinidades y rechazos fulguran frente a la propuesta escritural. Así, la reflexión del autor puede dirigirse y encontrarse con los diversos registros que lo conforman y que la lectura del texto suscita en el lector. Y entonces echarse a volar arropados por los pliegues del relato, del poema, arropados por el poder fascinante de las palabras. La escritura acaba siendo la ascensión o inmersión en los espacios a los que el género humano puede llegar mediante las palabras. Esas mismas palabras proceden de un tiempo previo en el pensamiento en donde ya sea alrededor de la reflexión, ya sea en el estado puro de las emociones, la mente busca antes del momento en que va a cobijarse en el verbo. Es algo así como el punto infinitesimal del Big Bang personal. Ese donde hay una especie de explosión que funde y confunde aquello que se agita en el interior del hombre buscando, al nombrar, poner orden al propio caos. Las palabras son de todo el género humano, pero su selección en el tiempo de la escritura, su hallazgo en el de la lectura ofrecen la magnitud luminosa de un inconmensurable descubrimiento.
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Cuento de invierno,
una vieja obra experimental Gerardo Piña
La actriz Judi Dench, en el papel Perdita, y el actor David Bailie, en el papel de Florizel, en la producción de The Winter’s Tale de la Royal Shakespeare Company en el teatro de Londres en 1970. (Fotografías Evening Standard/Hulton casaAldwych del tiempo Archive/Getty Images)
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Mirar cómo la estatua de una reina cobra vida poco a poco ante el azoro de la corte y del rey; un rey que lleva un remordimiento de dieciséis años, pues por su culpa la reina quedó convertida en estatua, es muy diferente a escuchar a alguien contárnoslo. Mostrar una acción (a fuerza de depurar la manera de describirla) y contar la acción son dos recursos distintos y complementarios en el quehacer literario. En muy pocos casos suele predominar uno sobre el otro.1 Y aunque al hablar de dramaturgia ambos son inseparables, mostrar ha sido y será el recurso predominante porque, en el teatro, tanto las acciones como los parlamentos ocurren en tiempo real. Al final de su vida, Shakespeare seguía experimentando con nuevas formas de hacer teatro. Cuento de invierno es uno de estos experimentos. En esta obra se privilegia el relato sobre la mímesis; el decir sobre el mostrar.2 Y la propuesta de Shakespeare al respecto es tomar el mundo del romance como el ámbito para hacer una nueva obra de teatro. Algo inédito hasta entonces. Hermiona, reina de Sicilia, es acusada por Leontes, el rey, de haber cometido adulterio con el rey de Bohemia, a pesar de no tener prueba alguna. El rey de Bohemia escapa y Leontes decide encerrar a Hermiona, quien da a luz a Perdita en prisión. Leontes rechaza a su hija (piensa que ni ella ni Mamilius, su primogénito, son hijos suyos) y la manda matar. Sin embargo, es abandonada con una suma considerable de dinero. Unos campesinos la recogen y la crían como suya. En la corte, unos enviados a consultar al Oráculo de Delfos confirman la inocencia de Hermiona, pero Leontes mantiene su postura y, al poco tiempo, la reina y Mamilius mueren súbitamente. Leontes pasará dieciséis años lamentándose por sus errores y la injusticia cometida hacia su esposa y sus hijos hasta que Perdita, su hija, sea hallada por Florizel, el hijo del rey de Bohemia. Es entonces cuando Paulina, la dama de compañía de Hermiona, revela que ha ocultado en secreto a esta última en espera de que Perdita fuera encontrada. Perdita se casa con Florizel, y el rey la reina de Sicilia se reúnen nuevamente.
Por ejemplo, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad es una manera de contar mientras que El sonido y la furia de William Faulkner muestra mucho más de lo que relata. 2 De hecho la duración de esta obra ocupa exactamente el mismo tiempo que los diálogos que contienen. Es un caso muy poco frecuente en el arte dramático isabelino. 1
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A diferencia de Othelo, cuyos celos son alimentados por Iago, aquí nunca hay una explicación sobre por qué Leontes decide que la reina lo ha engañado. Leontes: Has visto, sí, has visto (y no se puede dudar de ello o el lente de tus ojos es más opaco que el de un ciego), has oído (pues en cosa tan visible el público rumor no ha de guardar silencio), has pensado (¿y cómo no lo pensaría cualquiera que tuviese entendimiento?); sí, has visto, oído y pensado que la reina es infiel. Si lo confiesas y no tienes el descaro de pretender que careces de vista, de oído y de entendimiento, has de convenir en que la reina es una prostituta: que merece tan vil trato como la más vil meretriz: has de decirlo, y has de probarlo.3
Cuento de invierno pone a prueba la habilidad de narrador de Shakespeare y nuestra credulidad como espectadores. Con esta obra, Shakespeare parece preguntarnos qué tan lejos estamos dispuestos a llegar en términos de verosimilitud. Desde finales del siglo xix, varios críticos han incluido Cuento de invierno dentro del grupo de las llamadas “romances”; un grupo formado por Pericles, Cymbeline y La tempestad. Hablamos de “romance” en el sentido de una historia de aventuras que aborda temas de amor y caballería; historias que fueron satirizadas por Chaucer (Sir Thopas) y Cervantes (Don Quijote),4 entre otros. En los romances también hay elementos sobrenaturales y de fantasía dentro de una narrativa de heroísmo y logros espectaculares. Los
3 William Shakespeare, Cuento de invierno, traducción de José Arnaldo Marqués, 1884, Biblioteca “Arte y Letras”, Barcelona. Introducción de Juan Jesús Zaro, Universidad de Málaga, 2007. Todos los fragmentos citados de la obra pertenecen a esta misma edición. 4 El Quijote apareció en Inglaterra, traducido, el mismo año en que se estrenó Cuento de invierno, 1612. Los autores isabelinos escribían romances, pero en prosa (por ejemplo, Arcadia, de Philip Sidney).
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romances y la literatura pastoral son, como los ha llamado Emma Smith, la moda retro del periodo jacobino. Esta suerte de nostalgia por los romances se debió a varias circunstancias. La primera es que la compañía de teatro de Shakespeare (King’s Men) se mudó a un teatro nuevo, el Blackfriars. Éste era un teatro cerrado, lo cual permitía una serie de innovaciones escénicas tales como manejo de luces (antes sólo aparecía un letrero que indicaba que la escena ocurría de noche o de día), música de varios tipos —pues ahora ésta podía escucharse desde cualquier parte del auditorio— y un vestuario que no dependía más de las inclemencias del tiempo; en suma, lo que actualmente llamamos banda sonora, escenografía y efectos especiales. Cuento de invierno no es una simple adaptación del discurso diegético (narrativo) al mimético (el que muestra), también es una tragicomedia. En 1612, este género aún desorientaba un poco a los espectadores porque el número de muertes no es excesivo como en una tragedia, pero impiden que la obra sea mera comedia. Nos gusta pensar que Shakespeare siempre escribía por motivaciones estéticas, como un artista que respetara el código de conducta de un romántico (el arte por el arte mismo). Sin embargo, lo que es constante en Shakespeare es su gran habilidad para escribir de manera muy acertada según la moda dramática del momento. Por ejemplo, las comedias urbanas (Medida por medida), la tragedia doméstica (Macbeth), o la combinación de venganza y tragedia (Hamlet) y conferirles un carácter particular. Por ejemplo, entre las convenciones de los romances está el que un noble no acepte que su hijo se case con alguien que no sea noble también. Sin embargo, el lenguaje que utiliza Shakespeare para referir esta situación es extraordinario. Políxenes amenaza a Florizel y a Perdita para que no se casen.
Políxenes (Descubriéndose): Que conste vuestro divorcio, mozo, a quien no me atrevo a llamar hijo. Tan bajo caíste que no puedo reconocerte. Tú, heredero de un cetro, te agachas a recoger un cayado. En cuanto a ti, viejo traidor, sólo siento que haciéndote ahorcar apenas te quitaría una semana de vida. Y tú [se dirige a Perdita, la novia de Florizel], acabada muestra de hechicería, necesariamente habías de saber qué regio imbécil estabas atrapando […] Haré que tu belleza sea arañada y desfigurada, hasta que se vuelva tan repugnante como tu propia condición… obcecado muchacho, si jamás llego a saber que has dado siquiera un suspiro por no haber vuelto a ver a esta muñeca (y cuenta con que nunca volverás a verla) te excluiremos de nuestra sucesión, y no te reconoceremos por hijo, no, ni como ligado a Nos por el más remoto parentesco. Tú, vejete, aunque merecedor de nuestra reprobación, quedas por ahora libre del golpe de muerte que debía caer sobre ti. Y tú, hechicera, digna por cierto de un labriego; si alguna vez se abre este rústico umbral para el que deshonrando mi sangre se hace hasta indigno de ti; si alguna vez lo atraes a tus brazos, yo encontraré para ti una muerte tan cruel como se pueda inventar.
Si vemos esta obra únicamente con referencia a las obras anteriores de Shakespeare nos resulta extrañísima. Sin embargo, al compararla con otras obras del momento (El caballero del mortero en llamas, de Francis Beaumont y John Fletcher) resulta bastante típica, si bien de mucho mayor factura. Ahora, si necesitáramos comparar esta obra con otra del mismo autor, su pariente más cercano sería probablemente La tempestad. Ambas son romances en las que los hechos ocupan grandes lapsos de tiempo y espacio. Cada una presenta un problema que sólo puede resolverse por la siguiente generación de personajes. A partir de que Próspero deja Milán habrán de pasar doce años para que sus enemigos atraquen en la isla que él habita con su hija y pueda vengarse. Del mismo modo, Políxenes y Leontes volverán a ser amigos sólo hasta que Florizel y Perdita, sus hijos, se casen. Que Shakespeare haya escrito estas dos obras al final de su vida nos sugiere que entonces experimentaba con la tríada aristotélica de unidades: acción, tiempo y lugar. Estaba jugando con estas posibilidades como nunca antes lo había hecho. Tras haber experimentado con distintas posibilidades de personajes y de mostrar la interioridad de los mismos, ahora experimenta en la espacio-temporalidad de sus obras. A la mitad de la obra encontramos los cambios más importantes y que contribuyen a reafirmar la idea de Cuento de invierno como una tragicomedia. Al final del acto tercero encontramos un cambio importante de lugar (cuando abandonan a Perdita en lugar de matarla), luego un cambio de tono, es inolvidable la siguiente acotación que aparece en el Acto III, escena 3 después de que habla Antígono: “Jamás he visto el cielo tan lóbrego de día. ¿Qué rugido salvaje? Ya es tiempo de volver
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a bordo… ¡Me da caza! ¡Soy perdido para siempre! (Sale perseguido por un oso. Entra un viejo pastor)”. Es de no creerse la cantidad de debates académicos que esta acotación ha sucitado sobre si en 1611 podría haber sido un oso real, un oso entrenado para “perseguir” al personaje o era otro actor disfrazado de oso. Después encontramos la música, los juegos de palabras, y la aparición de un renacimiento, pues Hermiona vuelve a la vida tras un encantamiento de Paulina, su compañera. Ahí sabemos que el bebé está a salvo, etcétera. Y nuevamente un cambio extremo de tiempo. Aparece un personaje, el Tiempo, para indicarnos que han pasado dieciséis años. Entra el Tiempo Yo que suelo complacer a algunos, y pongo a prueba a todos, siendo alegría y terror para buenos y malos; yo que engendro el error y lo revelo; quiero ahora, en uso de mi prerrogativa, servirme de mis alas. No atribuyáis a delito que en mi veloz carrera salte diez y seis años, sin detenerme a exhibir lo que pasó en el transcurso de ellos; pues está en mi poder derribar leyes, y en un instante abolir viejas costumbres y plantar otras nuevas. Dejadme ser, pues, lo que siempre fui, desde antes que se estableciera el orden más antiguo o se pensara en el que hoy existe […] Contando con vuestra indulgencia, doy vuelta, pues, a mi reloj, y muestro mi panorama como si hubiéseis estado dormidos en todo el intervalo. Curado ya Leontes de sus celos, y tan apesadumbrado por haberlos tenido, que vive en un encierro, imaginad, amados espectadores, que estoy ahora en la hermosa Bohemia, y acordaos que mencioné a un hijo del rey, a quien doy por nombre Florizel. Con igual presteza mostraré a Perdita, crecida con maravillosa gracia y hermosura; pero no profetizaré lo que debe acontecerle. Ahora es hija de un pastor, y veréis desenvolverse lo que la concierne, y sus consecuencias. Permitidme este juego, si antes empleásteis peor el tiempo; y si no, creed que el Tiempo mismo desea que nunca lo gastéis en peores cosas.
Paradójicamente, Cuento de invierno es una de las obras que más puede representar un reto en el lector/espectador actual. Por un lado, es lo más cercano a una película que Shakespeare escribió (y el lenguaje cinematográfico es casi natural para nosotros); pero por otra parte, es una obra que se distancia en varios aspectos de otras obras de Shakespeare. Para una mejor apreciación de sus innovaciones y experimentos conviene leer, además, algunos romances: la saga de romances artúricos de Chrétien de Troyes (como El caballero de la carreta, el Amadís de Gaula y, desde luego, El Quijote). Con esta obra Shakespeare reitera que la experimentación artística no es sino una manera de expandir la tradición.
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Entre el sonido y la palabra: A Song for St. Cecilia’s Day de John Dryden Diego Prado
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John Dryden lee uno de sus poemas ante la Corte, Adrien Ferdinand de Braekeleer, 1869. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)
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Durante los siglos xvi y xvii, con la creciente manufactura y demanda de instrumentos, el desarrollo de los estudios organológicos y los nuevos estilos musicales, la música comenzó a filtrarse en espacios públicos que antes eran exclusivos de la palabra. Este desarrollo desató una importante discusión sobre la capacidad del sonido para producir significado y sobre la relación que puede llegar a tener con el lenguaje.1 Al surgir este nuevo potencial musical, los clásicos fueron el ideal a seguir. Se idealizaba la manera en que lo divino, lo celebrativo y lo popular se conjugaban de manera tan precisa y clara en las expresiones artísticas clásicas y, al tratar de imitarlos, los musicólogos hablaban de cómo las proporciones sagradas de Pitágoras y la rítmica clásica apelaba, mediante su perfección racional, al alma. También se reflexionaba sobre cómo acompañar el drama u otras actividades poéticas con música y sobre cómo darles un mayor significado social. Así, la fuerza de los instrumentos y la discusión intelectual sobre ellos se amplió a tal grado que comenzó a quebrar el yugo retórico-verbal que comenzaba a limitar su creciente potencial polifónico y significativo. Durante 1680, después de un largo silencio por parte de Inglaterra ante la ya amplia discusión musicológica que se daba en Italia y Francia, surge la Sociedad de Música de Londres; un grupo que se involucró en la teoría y en la práctica de este nuevo potencial sonoro. De 1683 a 1703, esta sociedad organizó una celebración anual en honor a la patrona de la música, Santa Cecilia. La celebración consistía en un servicio religioso y un concierto público; era la plataforma principal para compartir y poner en práctica estas nuevas ideas sobre la música. El poeta John Dryden aprovechó esta nueva posición de la música frente a la palabra para lograr una pieza que une al sonido con el sentido y que participa en un movimiento barroco en el que el valor de la palabra está más en su cualidad sonora y sensorial que en su valor como símbolo intelectual. 1 Mace, D.T.,. “Musical Humanism, the Doctrine of Rhythmus, and the Saint Cecilia Odes of Dryden”, en Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, no. 27, 1964, p. 251.
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A principios de 1580, musicólogos italianos comenzaron a discutir sobre la incapacidad de la música moderna para producir el antiguo efecto divino y celebratorio. En ese momento, el concepto de armonía comenzó a alterarse para explorar nuevos valores que, a su vez, comenzaban a darle más importancia a la posibilidad polifónica de la música que a las cualidades monódicas de la voz. Estas novedosas discusiones sobre el potencial de la música comenzaron a estimular una visión en la que la música dejaba de funcionar como un mero acompañante subordinado a la voz para adquirir su propia capacidad significativa. Esta independencia de la música alcanzó tal importancia que la voz comenzó a adoptar características musicales.2 Un medio que permite apreciar los inicios de este cambio son los sonetos y canciones italianas de inicios del siglo xvi. Los cantos anteriores a estas nuevas definiciones de lo musical —como las fratollas— tenían una relación muy superficial con la música. En estas canciones, la voz no tenía la flexibilidad para adaptarse a los cambios de armonía, ni intentaba hacer figuras retóricas análogas a los arreglos musicales. Incluso, las mismas letras podían funcionar en distintas composiciones. Posteriormente, ya en la década de 1530, conforme el discurso musical iba tomando fuerza por sus propios méritos, el estilo de la poesía lírica fue cambiando y se comenzaba a dar mayor consideración al ritmo y al sonido para lograr una relación más compleja con la música. Esta nueva manera de trabajar la voz la definió, en una primera instancia, Pietro Bembo en su libro Prosa della volgar lingua donde explica el nuevo papel que juegan el sonido y el ritmo en las canciones derivadas de la obra de Petrarca. En las canciones derivadas de la misma corriente que
Bembo, las llamadas petrarquistas, la armonía era un análogo natural al significado de la palabra. Es decir, había arreglos vocales que imitaban efectos musicales, además de palabras con sonoridad ruda y áspera que también lo eran en significado, como “crudele” y “acerba”, que podían acompañarse con disonancias en la música; así como palabras opuestas en significado y sonoridad como “dolce” y “soave”, que podían acompañarse con consonancias. De esta manera, los escritores de estas canciones se ocupaban de enfatizar los detalles del sentido de las palabras con su mismo sonido.3 Lo que se comenzaba a debatir en este tipo de cambios estructurales era la misma definición de la palabra. Como señala Mace, los poetas del siglo xvi consideraban a la palabra como poseedora primordial de un contenido intelectual, mientras que las cualidades materiales de su ritmo y sonido eran periféricas. Por otra parte, a lo largo del siglo xvii comienza a surgir una concepción de la palabra como la materia prima para construir figuras rítmicas y sonoras con un significado afectivo propio.4 En el Renacimiento se creía que existía una relación directa entre proporciones numéricas y el alma humana. Así, los poetas buscaban proporciones rítmicas racionales mediante las cuales se podía apelar a la mente. Las proporciones matemáticas definían las emociones y de esta manera la creación artística recaía más en el gusto por las formulas métricas perfectas que en la individualidad de cada pasión. El cambio en las ideas sobre musicalidad que se da del Renacimiento al siglo xvii significó el cambio de la idea de la proporción rítmica como una estructura perfecta e ideal a una concepción del ritmo como una imagen de los movimientos de las pasiones. Así, no se buscaba 3
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Ibíd., p. 253.
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Ibíd., p. 254. Ibíd., p. 292.
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ya una exactitud numérica, sino una afinidad libre e individual con cada pasión representada. Las pasiones entonces se consideraban un organismo autónomo a la razón y requerían por ello su propio lenguaje, uno que no buscaba proporciones perfectas numéricas, sino fidelidad a los sentimientos. En términos amplios, este cambio de la conceptualización del valor sonoro de la palabra se relaciona con el mismo cambio de estética que se da del Renacimiento al Barroco. En esta línea, el poema de Dryden representa un momento avanzado de estas nuevas definiciones artísticas donde la palabra como un símbolo intelectual decaía y su valor como un sonido representativo aumentaba. John Dryden sintió un gran entusiasmo por estas ideas y veremos que las aprovechó en la primera obra que escribió para la celebración de Santa Cecilia y se empeñó en reflejar los estados anímicos de los pensamientos mediante el uso del ritmo, la armonía y el sentido que permitía más musicalidad en sus palabras. Así, sus recursos poéticos no organizan el material en los patrones de verso lírico convencionales, sino que buscó el ritmo corporal de los movimientos del ánimo y trató de dar forma a sus versos mediante el contenido emocional.5 En el poema A Song for St. Cecilia’s Day, una oda compuesta de siete estrofas y un gran coro final, cada estrofa se acopla a una emoción y a un ordenamiento distinto. Cada una de las cuatro estrofas concuerda con un instrumento y una pasión distinta y cada verso emplea recursos rítmicos, métricos y sonoros distintos para imitar a la pasión y a los instrumentos de manera individual. En la tercera estrofa de la oda de Dryden vemos una serie de técnicas rítmicas y sonidos onomatopéyicos Clifford Ames. Variations on a Theme: Baroque and Neoclassical Aesthetics in the St. Cecilia Day Odes of Dryden and Pope, The Johns Hopkins University Press, 1998, p. 618 5
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que imitan al instrumento y a la pasión que se representa. La estrofa versa de la siguiente manera: The trumpet’s loud clangor Excites us to arms With shrill notes of anger And mortal alarms. The double double double beat Of the thund’ring drum Cries, hark the foes come; Charge, charge, ‘tis too late to retreat. 6
En esta estrofa que trata de la trompeta y el tambor —instrumentos marciales— Dryden ilustra cómo el espíritu se mueve hacia la acción violenta. Uno de los primeros recursos estilísticos que busca recrear este efecto es el uso del nosotros en tiempo presente que, de esta forma, involucra al escucha de manera inmediata. El verso se divide en dos secciones, uno para la trompeta y otro para el tambor y cada sección utiliza esquemas rítmicos distintos. Por el lado de la trompeta, el efecto del yambo mezclado con el trocaico y las líneas encabalgadas producen un efecto de un fuerte llamado marcial. Por el lado del tambor, el ritmo cambia y utiliza un patrón yámbico constante que imita la regularidad del tambor al igual que la repetición en “double double beat”, un efecto puramente sonoro que transmite la intensidad del tambor. En su totalidad, la estrofa, como señala el crítico Clifford Ames, es una acumulación de movimientos fuertes y sensoriales que resultan de los patrones repetitivos utilizados en la búsqueda de una fidelidad sonora al instrumento y a la pasión que representan.
6 “El fuerte estruendo de la trompeta/ nos llama a la lucha,/con notas estridentes de rabia / y de mortal alarma./ El redoble del estruendoso tambor grita:/ ¡Oíd, viene el enemigo!/¡A la carga, a la carga!/ ¡Ya es tarde para la retirada!” Traducción de Osvaldo Castro en Kareol.es.
Con una métrica y asonancias contrastantes, como las usadas para la trompeta y el tambor, Dryden evoca, en la cuarta y quinta estrofa, a la flauta, al violín y a las pasiones más melancólicas que estos instrumentos son capaces de suscitar: The soft complaining flute In dying notes discovers The woes of hopeless lovers, Whose dirge is whisper’d by the warbling lute. Sharp violins proclaim Their jealous pangs, and desperation, Fury, frantic indignation, Depth of pains and height of passion, For the fair, disdainful dame.7
El metro de estas estrofas es más regular que el anterior y los efectos recaen en elementos más sutiles de asonancia con las vocales “O”, en la primera estrofa, e “I”, en la segunda. Estas palabras, que a su vez tienen vocales prolongadas, buscan reproducir el sonido calmado y uniforme de los instrumentos y las emociones solemnes que pueden evocar. Ante todo, el poema A Song for St. Cecilia’s Day busca explotar los elementos sonoros de la palabra para así crear significado. El resultado de este empeño es que los recursos poéticos no organizan el material en patrones recurrentes y predecibles, sino que quedan subordinados a ritmos dinámicos que crean más emotividad. El uso del lenguaje imitativo con imágenes aurales para sugerir el sonido de los instrumentos y las pasiones subordina los elementos estructurales tradicionales de la poesía al contenido subjetivo y los convierte en una función de la textura emocional del poema.8 Esta novedosa arquitectura poética es característica del cambio estético que se dio del Renacimiento al Barroco y que surge, en gran medida, debido a esta nueva relación que comenzó a surgir entre la palabra y la música durante los siglos xvi y xvii.
La flauta de suave lamento/ en agonizantes notas descubre/ las penas de los enamorados sin esperanza/ a cuyo canto fúnebre se une el trino del laúd/ Los ásperos violines proclaman/ sus dolores de celo y desesperación,/ furia, indignación desesperada,/ dolores profundos y pasión elevada,/ por la bella y desdeñosa dama. 8 Clifford Ames, p. 622. 7
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Imagen de
Jorge Ariel Madrazo Audomaro Hidalgo
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FotografĂa: http://bit.ly/2eV1RCt
Conocí a Jorge Ariel Madrazo (1931 - 2016) en Villahermosa, en las jornadas del Encuentro Iberoamericano de Poesía “Carlos Pellicer”. Su nombre se me había aparecido en aquel tiempo de estudiante, sabía que era un poeta argentino nacido y radicado en Buenos Aires y que había vivido en Caracas. Cuando al fin lo traté comprobé rápidamente que Jorge Ariel era una persona abierta al diálogo, vital. Quizá la palabra que mejor defina su ser es empatía, en el primer sentido de esta palabra: Jorge fue siempre una persona apasionada, su pasión no era beligerante, siempre ligero de carácter, sabía reírse de los otros y sobre todo de sí mismo. La bondad era otro rasgo suyo. Jorge Ariel Madrazo vivió el exilio en Venezuela a causa de la dictadura de Rafael Videla. En Caracas practicó el periodismo. En Argentina había publicado ya su primer poemario, Orden del día (1966). De regreso a su patria siguió escribiendo y publicando poesía, además de un volumen de cuentos, Ventana con Ornella (1992), la novela Gardel se fue a la guerra (2011), unos Quarks (2011), ensayos, décimas, crónicas periodísticas y también tradujo a algunos escritores y poetas: Jack London, Mateja Matevsky e Itzet Zarajlic. Sin embargo, Jorge Ariel Madrazo fue sobre todo un poeta. La poesía para él era un juego muy serio. Su poesía es inmediata, en el sentido que hace de lo cotidiano una exploración y en ello encuentra su porción de belleza constante y de revelación. Madrazo poseía una mirada sensual que impregna toda su obra, desde su poesía hasta sus narraciones. En el centro de su poesía late la estrella que lo guía: la mujer. Y al lado de ella está la inevitable y certera fatalidad: “la párvula”, lo que para nosotros los mexicanos es “la catrina”, pero para todos los hombres es la muerte. Los giros y las expresiones lingüísticas propias del “idioma de los argentinos” recorren de principio a fin su obra, saltan a la vista, en el caso de la poesía tal vez esta sea una de sus limitaciones. En Ayer decías mañana (2012) su frase se vuelve más compleja que en sus libros anteriores, tiende a ser más que una línea, una espiral con cortes aparentemente arbitrarios en el ritmo, así el verso es intrincado, se extiende y se dilata gracias a la alteración cotidiana de la oración y a la conjugación de diversos tiempos verbales, para caer, después de idas y venidas, en una imagen suave como un golpe que nos recuerda la vida: No pensarás: “estoy mirando la festoneada malva el deseo voraz de algún ácaro malvácea real esparcida en riveras del Tigris que crece en cementerios y en caminos vellosa malva igual a la vida si se lo piensa con detenimiento”. Sólo miras una hierba una malva y el tiempo (brusco) te despena.
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De vos (2da. edición 2012) es un poema largo escrito a la muerte de la esposa, atravesado por momentos de honda poesía: testamento lírico templado, más que desgarro, lo que hay es una sabia y asumida conciencia del dolor, necesaria para ser trascendida no sin resignación, en la que el lenguaje se muestra inservible porque no es capaz de asir la presencia frente a la certeza última que tenemos los hombres: Esta yerma construcción verbal carente del tu cuerpo que alzóse un día en altiva saga de amor
Pero precisamente porque las palabras no pueden convocar la presencia amada, ésta permanece en un mismo estado físico en el corazón del amante gracias a la acción benigna de la muerte, que nos exilia del tiempo común y que a todos desgasta: Siempre serás joven yo envejeceré Agrio en tus labios busco lo que no es (…) te reís de este viejo que anda a los traspiés
Lo mismo sucede en un poema de Ayer decías mañana, donde aparecen, como en Paul Eluard, “los actores de un film mudo”: Anoche visité amigos muertos (…) Los descubrí trajeados y alegres, tanto que me hallé confesando: —No hubiera jamás creído Edgard, Francisco, Antonio, jamás pensé Gianni, Joaquín, Enrique (…) hallarlos tan contentos como si fuese un suspiro vuestro transcurrir. Conversamos sobre bares y dragones y amores frutecidos en sórdidos hoteles y en parques con dedos de niebla.
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Los nombres que menciona el poeta Madrazo en este poema son los de sus amigos Edgard Bayley, Francisco Madariaga, Antonio Aliberti, Gianni Siccard, Joaquín Giannuzzi y Enrique Molina. Después de casi diez años de haber regresado a México, en agosto de 2013 volví a Sudamérica. Había sido invitado para participar en un encuentro de escritores en Concepción, Chile, así que aproveché la cercanía para volar a Argentina. Antes de hacerlo estuve en comunicación con Jorge Ariel, quien sin pensarlo dos veces me ofreció su casa. Nunca olvidaré ese gesto. Jorge Ariel Madrazo me hospedó durante una semana en su departamento de Buenos Aires. Vivía solo. Una noche nos quedamos hablando hasta tarde en su estudio. En medio de la charla, Jorge Ariel ordenaba los papeles de su escritorio. Sin quererlo, se topó con unos documentos y unas cartas. Una era de Severo Sarduy, quien se la había enviado desde París; la otra, la que atrapó de inmediato mi atención, era de Olga Orozco, en la que recomendaba a Madrazo para una beca artística. Pero el documento central de esa noche, el papel que Jorge Ariel había olvidado que tenía consigo, la hoja que había permanecido no sé cuánto tiempo entre sus carpetas, cuadernos, archivos y apuntes, era un poema escrito a máquina, inédito, firmado por un tal Enrique “El incierto”. Jorge no fue indiferente ante tal hecho, se emocionó (aún recuerdo su rostro lleno de alegría y sorpresa) y me leyó el poema. El lenguaje, quiero decir las imágenes y el impulso lírico me eran familiares. Acabada la lectura me arriesgué: —Me suena ese tono —dije—, me suena mucho a Enrique Molina. —Evidentemente —finalizó Jorge Ariel.
No recuerdo si fue unos días antes o después pero un día le mostré al poeta Madrazo el engargolado de mi libro Dos de copas. Jorge Ariel leía con calma cada hoja, hasta que se detuvo y centró su atención en un poema. Yo lo miraba de reojo porque en el fondo sabía por qué se había detenido allí. Después de un largo rato de su lectura en silencio, me miró y me dijo señalando con
su mano el poema: “pero esto es Enrique Molina”. Jorge Ariel Madrazo dio en el blanco, o mejor dicho lo escuchó perfectamente. Esto nos llevó a hablar sobre la vida y la obra del autor de Amantes antípodas. Comentamos sobre todo un poema suyo que figura en muchas antologías: “Alta marea”. Verso a verso, imagen tras imagen, Jorge Ariel me daba su impresión acerca de ese intenso poema. “Para escribir así a esa edad —Molina tenía sesenta años cuando lo escribió— se necesita conservar el impulso vital y tener una juventud de espíritu”, esas fueron las palabras exactas de Madrazo. Por mi parte, siempre he creído que Enrique Molina es el menos argentino de los poetas argentinos, es más bien un poeta “del trópico innombrable” como lo podría calificar este verso de Jorge Ariel. A pesar de ello, existe un ligero parentesco entre Enrique Molina y Jorge Ariel Madrazo, apenas los acerca y los distancia irremediablemente. Ambos poseen una intuición metafísica de lo inmediato: las cosas y los objetos son portadores de una relevación latente, casi sagrada. Así, Enrique Molina dice en un poema que significativamente se llama “La felicidad sin testigos”: “Preparo mi alimento/ la mesa indolente cambia de forma a la intemperie/ toma la apariencia de una mujer”; mientras que Jorge Ariel Madrazo, con igual mirada pero con distinto espíritu, confiesa: “Deseo aquí alabar los dioses cotidianos:/ la sartén donde abjura la cebolla/ su nácar chantaje lagrimal/ la compotera de niñez que/ torna a caer y el suelo afelpa/con un subversivo dulzor”. Estas similitudes no logran sino distanciarlos: la raíz de la poesía de Molina es el deseo; en Madrazo el eje rector es la muerte, pero en ambos aparece el sol central de la mujer. La diferencia esencial entre ambos poetas es la actitud asumida frente al lenguaje: Molina, en sus cuatro primeros títulos, pero sobre todo en sus libros tercero y cuarto, explota y explora la vertiente surrealista de su espíritu por medio de imágenes opulentas que acontecen como en un paisaje entre onírico y real pues esa “enferma sentada bajo la luz del plátano/ Cubierta de yeso y de magnolias sombrías sobre su alto trono de tortura que ha labrado el fracaso/ Pero más bella que toda primavera y que toda victoria sobre el mundo”, cuyas raíces están en el linaje de la mejor poesía francesa, de Baudelaire al surrealismo, me hace pensar en un poeta más de la emoción que del pensamiento; Madrazo permanece fiel de principio a fin a su Historia inmediata, por eso su lenguaje es profundamente argentino, su poesía está llena de giros lingüísticos propios del habla de aquel país, además de la utilización excesiva de diminutivos y la creación de neologismos, rasgos que Madrazo no se preocupa en ocultar sino hace de ellos un recurso estilístico. En una entrevista le preguntaron a Enrique Molina cuál de los caminos abiertos por Baudelaire y Mallarmé elegiría: “Evidentemente elijo el del primero”, respondió. Supongo que la respuesta de Jorge Ariel Madrazo habría sido la misma. Ambos, Enrique Molina y Jorge Ariel Madrazo, fueron poetas con igual temperamento y el mismo impulso vital, seducidos y atraídos por la estrella de la pasión que guiaba su horizonte poético. Esto los hermana, pero también —como dije—, por la visión de Molina y por la idea que Madrazo tenía de la literatura, los aleja irremediablemente: “Hasta un paraje donde puedas gozar de un espacio abierto: allí donde no lleguen, nunca más, los poéticos aplausos de la jauría”.
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Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
El tiempo de los carteristas está contado Jesús Vicente García
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Y limpiará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no será más, ni existirá ya más lamento ni calmor, ni dolor. Las cosas anteriores han pasado. Revelación 21:4.
i Calor. Cuatro de la tarde. Estación metro Hidalgo. La gente que no va a bajar estorba en la salida de la puerta, los gritos de los ambulantes retumban en los oídos de los usuarios, hay que esquivar a una viejita que ni se sienta ni se hace a un lado, no tocar a la mujer de glúteos ostentosos que se pone en el paso; se anda cual sierpe entre asientos, tubos, niños, bolsas de mandado y de cosas que insinúan fiesta dentro de un vagón que tiene motivos por los cien años de la Revolución mexicana; por cierto, de mal gusto para este narrador, y aunque no quise calificar nada, huelga decirlo, porque en este ambiente y en este vagón baja Basilio quitado de la pena, con su mariconera cruzada, traje negro y camisa azul, todo metrosexual, todo homofashion, que al pasar en medio de dos tipos que ve sospechosos no hace nada por evitarlos ni empujarlos, entre la manada de personas sale desproporcionada, sin orden, sin respeto, porque en el metro de la Ciudad de México, los hombres se convierten en salvajes, regresan al origen del mundo, deseosos de sacar sus ímpetus animales, de quedarse con lo que no es suyo. Basilio camina el pasillo con paredes de triplay blancas, esquivando acá y acullá, piensa en Pamelo; acordaron comer juntos en esas calles de la colonia Tabacalera. Busca la salida hacia Rosales, en la mera orilla del Centro. Sale del metro, sube escaleras, un olor a coladera lo recibe, el sol está en su apogeo, lo saluda el amigo vendelibros: “Licenciado, ¿cómo está?”. Pasa unos puestos de tacos, una zapatería que tiene años y que cada que la ve sigue preguntándose cómo es que subsiste, casi no hay consumidores y los ambulantes no le permiten la visualización. Da vuelta en la esquina de la cantina Salón Palacio, visitado por periodistas, escritores, críticos, correctores, dibujantes, fotógrafos, diseñadores y demás fauna periodística. Sigue sobre Ignacio Mariscal y antes de Jesús Terán entra a la fonda “El rincón del sabor”, atendida por cuatro mujeres arriba de los cuarenta y debajo de los sesenta. Sólo quedan flautas y un chile relleno, le dice una mujer güera de ojo claro, que siempre lo atiende a cuerpo de rey. Basilio se va a quitar el saco, pero antes busca la cartera para pasarla al pantalón, pues la vida nocturna con Pamelo le ha enseñado que nunca hay que dejar un saco solo con la cartera ni nada dentro. Busca hasta el fondo de los bolsillos, en el pantalón, dentro de la mariconera, en los libros, calcetines, con la esperanza encendida, la cual se apaga cuando las veras le indican que no hay cartera. Se siente
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olvidado por la vida, como Pleberio, padre de Melibea, al verla muerta, y queda solo. Adiós, tarjeta del banco, de vales, del ine, cédula profesional, un par de centros comerciales, de librerías y una farmacia, dinero, su gato de la suerte, su vaca de la buena vibra, que por lo visto, hoy no trabajaron. Sale disparado hacia la calle, con la esperanza de ver al Flaco. “Joven, ¿qué le damos? Joven, joven, ¿qué se le olvidó?, ¿le podemos ayudar?”. Gracias. Responde Basilio con el rostro descompuesto y el coraje hasta en las pezuñas. En la esquina encuentra a Pamelo. Reportan todas las tarjetas; luego vendría la odisea de visitar las oficinas de gobierno. Estamos en mayo de 2016, un jueves caluroso en que Basilio va sudado, sediento, hambriento. Todo eso se ha borrado. a La prensa dice que una acción denominada Código rojo, que es una especie de razia dentro del metro, ha detenido a ciento ocho delincuentes en flagrancia; a setentaicuatro se les dio carpeta de investigación y treintaicuatro logró conciliación entre delincuente y víctima, es decir, se negoció para que la justicia no cumpliera su trabajo. También se detuvo a la banda “La Burra”, relacionado con cincuenta robos. ii Calzada de Tlalpan. A lo lejos, la panadería de logotipo de elefante. Basilio viaja en un vagón en la estación Chabacano, línea azul. Recibe llamada de Zafiro. No podrá verlo. Es el cumple de un pariente. Mienta madres. El medio día es algo frío. Guats y feisbucazos a Pamelo, quien está en Balderas escribiendo una serie de cuentos que tiene que ver con las esquinas y con los robos de dos de bastos, nada de violencia.
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Acuerdan verse en Salto del Agua. Mete el cel en el bolso exterior de la chamarra café. Transborda en Pino Suárez. La gente es un tropel. Lee algo de Patricia Highsmith, Carol. Siente que un aire lo despeina, se acerca el tren. Ve a varios tipos con suéter enrollado en la mano. Espera. Se abren puertas. La gente se arremolina en la entrada. Él se hace a un lado. Otros lo avientan, quieren entrar. Le embarra el cuerpo un tipo de su estatura, más gordo, él lo avienta fuerte, el otro quiere ponérsele al brinco, pero no dice ni pío; Basilio lo ve de frente, sin miedo. En Isabel la Católica baja el gordo. Él se sigue. La otra es Salto del Agua. Sale del vagón. Camina hacia abajo del reloj. Pamelo no llega y ya es pasada la una de la tarde. Un guats o una llamada. Busca el cel en el pantalón, en la dos bolsas de la chamarra, en la de adentro, en la mariconera, en el pantalón, en las dos bolsas de la chamarra, en la de adentro, en la mariconera, en el pantalón, en las calcetas, en la bolsa de la camisa, en las orejas, en el pantalón. La boca se le seca, se le baja y sube la presión, ve a ambos lados, con la esperanza de encontrarse a esos tipos y mostrarles para qué vinieron al mundo. Camina por el andén. Sin celular. Busca un policía. Va a los torniquetes. No hay ninguno, y si uno no es ninguno, pues cero ha de ser menos dos, piensa. Pamelo llega con audífonos escuchando música en su cel. “Te estuve llamando, me tardé porque unos ambulantes se pelearon y luego la policía”. “Me robaron mi celular”. Pamelo calla y ve el rostro compungido de Basilio. Lo abraza y lo saca a la calle y lo primero que hace Pamelo es reportar la pérdida del celular a la compañía correspondiente. Entran al féis para desconectarlo desde cualquier lugar que lo haya dejado abierto. Todo desde el cel de Pamelo. Ya. Nadie puede usarlo, no les va a servir ni para venderlo. El rostro de
Basilio es otro. Está más tranquilo. Estamos en octubre de 2016, día con sol algo impetuoso y el viento frío. b Diversas bandas de carteristas se han adueñado de las instalaciones del metro y las autoridades no hacen nada, dice un periódico con logotipo rojo, además del féis. Han creado un corredor para el robo: Hidalgo - Bellas Artes - Zócalo; Pino Suárez - Isabel la Católica - Salto del Agua - Balderas; también andan en Tacuba, Pantitlán, Indios Verdes y Constitución de 1917. Desde hace meses se ha reportado a las autoridades del metro, a la policía, a la procuraduría, al perro de la esquina, y dicen que tienen los videos, que están detectados. iii La vida en el metro es estresante, asquerosa, calurosa, babosa, todo lo que acabe en “osa”. Pero también afuera la situación no es tan hermosa. Basilio ha decidido cortar a Zafiro vía cel, el nuevo que tiene, claro; un guats. Desde la ocasión que no la vio a causa de la lluvia, ya no es lo mismo. Van varias veces que le cancela citas, le cambia lugares, le pone pretextos, si no es el clima es un familiar, o tiene que ver a su gran amiga. Y con esto, ni ganas de verla, y pensar que en algún momento le dijo Zafinea, por Dulcinea, pero no se lo merece. Si le hubiera dicho que sí se veían, si le hubiese dado algo de esperanzas. Quién sabe. Está enojado. Ella tiene la culpa. Él ha atravesado la ciudad por sentirla, por ver su sonrisa, la redondez de su cuerpo, su gusto por el pulque y la cerveza. Y ahí está la cosa. Hay situaciones que a Basilio ya no le gustan, entre ellas, las charlas y no verla. Las últimas veces le canceló, como ahorita. iv En una relectura del Quijote, Basilio le platica a Basilio que el manchego buscaba la justicia y por eso quiso resucitar la caballería andante, y creó su propio ambiente. No son las reglas escritas y aplicables nuestras mejores herramientas, el hombre tiene que inventarse y reinventarse todo el tiempo, de otra manera no hay progreso, y la lucha por la justicia no siempre es
mediante las leyes, por muy distributiva que así lo deseaba el Caballero de los Leones. Basilio y Pamelo, por su lado cada uno, leen diarios y se informan de los robos de carteristas en el metro. Basilio se desvela viendo videos. Youtube es su fuente visual; hace acercamientos, congela la pantalla, atrasa, adelanta, aleja, le pone sonido, se lo quita. Pregunta en el féis: “¿Te han robado en el metro sin que te des cuenta? ¿Cómo fue?” Hay quienes sólo ponen “Me gusta”, “Me asombra”, “Me enoja”, “Jejeje”, “¿Te chingaron?”. Otros sueltan sus anécdotas, hay quienes escriben sus obras completas. Gatito de Barda le comenta que van dos veces que le quitan el celular. Cuentista de a Devis afirma que él tiene dos grabaciones de robo y las comparte en su muro, lo cual es bueno, porque Macarena y Elpinchepepe las suben en el muro de la policía y del metro, y sí hay respuesta. Se suman Oskar Guail, Bandera Rojiza, Nora Pérez, Estridentista, Flaca 87, Baudelaire, Rucio, Martí y otros más para subir evidencias a dichos muros, que más parece de los lamentos. Por supuesto que se llenó de “Me gusta” y “Me asombra”, comentarios a favor y en contra, memes y todos los artilugios que el féis tiene a bien ofrecer. En la cabeza de Basilio hay algo: resucitar la caballería andante de alguna manera. Estudia y analiza la forma en que trabajan esas bandas o los solitarios carteristas; la forma es igual, lo que cambia es el número de elementos. Ve cómo un tipo por atrás mete mano en bolsillos o chamarras de los usuarios, dos de bastos, algo fino, no hay enfrentamiento; eso lo valora. Ha entendido la forma de operar, sean el Solitario, con seis reingresos al reclusorio, sale y vuelve a robar en el metro, o el Lalo, que ha estado en cárceles de provincia y en la Ciudad de México, y vuelve a lo mismo. ¿Y las autoridades? ¿Y los videos para qué sirven? La policía, dice Pamelo, es como una novela negra, cuyo fondo no está en esclarecer el caso, sino en oscurecerlo más. ¿Por qué no han acabado con los ambulantes del metro, si está prohibido, o con los bocineros, con los rateros? ¿Corrupción? ¿Negociación? ¿Quién se beneficia de ello? Pamelo dice todo esto con la calidad moral absoluta; le han hecho dos de bastos,
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lo han cartereado. Diciembre y enero son los meses con más asaltos en la Ciudad de México. El jefe de gobierno lo niega, la policía igual. c En 2015 se elevó este tipo de robo un 25%. Pero aclara el director del metro, Jorge Gaviño Ambriz: no es que haya aumentado el número de delitos, sino que se han detenido a más probables responsables. Es decir, la cosa es acomodar las cifras y los porcentajes. En 2016, ascendieron los robos, pero las cifras parecen andar en la inexactitud, porque no son lo que parecen, y la pérdida de celulares y de carteras son situaciones aisladas, esto es, como que en una isla, en medio del mar, no es para tanto, los chilangos exageran la nota. v Basilio ha descubierto una opción para revivir a cada Quijote que todos llevamos dentro: meter trampas para rata en los bolsillos de los usuarios. Así, si alguien mete mano, se llevará unos dedos aplastados, darán un ¡ay! de dolor y se delatarán. Vía féis, Basilio reúne a más de veinte quijotes para evidenciar a los rateros. Él ya tiene un plan: acercarse a los rateros, servir de señuelo y permitir que metan mano a placer; finalmente, se llevarán una sorpresa: los dedos aplastados, y ahí se verá quién es valiente y quién no. Otros, desde atrás o adelante, según el ángulo, grabarán con su cel en tiempo simultáneo para tener evidencias y así demandar ante la justicia, porque lo transmitirán por Periscope. Otros más, estarán cerca de los policías para que al momento de que caiga alguna rata, embarrárselo en su cara. La tecnología al servicio de la resucitada caballería andante sin caballo, sino en metro. Todo está puesto, este 2017, los rateros caerán uno a uno. Su tiempo está contado. d Los carteristas son sutiles, roban sin que la víctima se dé cuenta. El asaltante se enfrenta con ella, con violencia. Luego salen libres por falta de denuncias o evidencias. Aquí, la evidencia será lo primero en buscar. Veamos de qué cuero salen más correas. La guerra está declarada.
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Leer el mundo Ramón Castillo
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Spinoza no creía en la esperanza, ni siquiera en el coraje; sólo creía en la alegría, y en la visión. Gilles Deleuze
¿Cuándo y cómo descubrimos que vemos las cosas distintas a los otros? Noté los primeros signos alrededor de 1995. No recuerdo con precisión un momento exacto. Supongo que comencé a acumular sospechas sobre lo que veía o comenzaba a dejar de ver, aquello que los demás señalaban como obvio y a mí me parecía brumoso o lejano. La incertidumbre respecto a mis ojos, primero, y sobre la vista y su función, después, creció. Sin saberlo, nació el impulso de dudar ante lo que me rodeaba y, por supuesto, igualmente desconfiar de mí mismo. Uno no se percata de ciertas figuras que conforman y animan lo cotidiano hasta que se malogran o desaparecen. La llanta de un auto resulta anodina excepto cuando amanece sin aire. Sabemos velada, casi ingenuamente, que está ahí, haciendo lo único que tiene que hacer; recordamos de vez en vez su presencia al caer en un bache. Pero se vuelve real sólo al ver su desgano, al mostrarnos la patente inutilidad al despertar vacía. Entonces, la tristeza de su condición nos empuja a hacer preguntas. Mi vista se comenzó a desinflar en el periodo que va del final de la secundaria al inicio de la preparatoria. Quiero pensar que fue el costo que pagué al entrar en la adolescencia o fue el mecanismo encontrado para no crecer del todo o fue, tal vez, otra forma de evadir la realidad. Quizá sucedió que las tres cosas ocurrieron al mismo tiempo o, tan sólo, la miopía y el estigmatismo obedecen al peso absurdo de los dictados del adn. En aquellos años, los despertares eran intensos. Pese a la creciente disminución de la agudeza visual, descubrí que las maravillas del exterior no nos deslumbran realmente sino hasta que tenemos edad de enamorarnos. Antes de recibir una sonrisa carnosa y brillante, experimentar el cruce de miradas ansiosas o conmoverse pleno de miedo y alegría ante una caricia, uno no puede decir que ha visto nada. En ese sentido, los privilegios de la vista se hacen presentes por entero en la pubertad. A la par que era consciente de mi cuerpo, sus palpitaciones y exabruptos, conocía la pérdida de nitidez de lo que me rodeaba. Como cualquier púber lo haría en mi lugar, no dije nada respecto a los poderes menguados de mis ojos. Con miras a sobrevivir, sin aceptar todavía mi circunstancia, desarrollé nuevas habilidades. La dificultad para copiar lo que el maestro de
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matemáticas garabateaba en el pizarrón aumentaba, de ahí que tuviera que mejorar mis dotes sociales, es decir, perfeccioné el embuste y la zalamería con fines propedéuticos a fin de conseguir apuntes y tareas. Identificar a la distancia el autobús que debía tomar exigía que utilizara trucos distintos. Veía aquellas moles motorizadas acercarse echando humo y, ante la duda de si era o no el que me llevaría a mi destino, pedía por igual a todos que se detuvieran. Ya frente a mí, a la distancia justa, leía el itinerario de la ruta, y decepcionado sólo encogía los hombros a manera de disculpa idiota al certificar mi equívoco. Pronto, los choferes me reconocieron y comenzaron a ignorarme, no sin antes utilizar con puntual zafiedad el claxon. Me vi, pues, obligado a encontrar el gusto a las largas caminatas rumbo a casa. Lo que veía ya no era igual, tenía una capa turbia alrededor, una pátina de extrañamiento, eran las cosas de todos los días, pero también me encontraba en medio de esa etapa en que nada, y absolutamente todo, es igual y diferente. Estaba absorto y, en la misma medida, en crisis. Ahora, muchos años después, pienso que tal vez, si somos benévolos e imaginativos, podría suponerse que, en el inicio de la humanidad, el primer gran esfuerzo filosófico bien pudo haber nacido de un adolescente miope. Sergio Pitol cuenta, en Todo está en todas las cosas, que a su llegada a Venecia descubre que ha perdido sus anteojos, lo que detona una escritura a caballo entre el ensayo y la crónica, la narración y el recuerdo, el paseo por tiempos y espacios distintos. En ese viaje percibe, no sin asombro, que un detalle cualquiera da pie para deshilvanar la trama de una vida entera. Ahí dice, “con o sin lentes nunca he alcanzado sino vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas”. Y me pregunté qué tanto podría avanzar yo en una ciudad desconocida, en el amor o en la existencia, incluso, sin
la ayuda de mis aliados visuales. La experiencia, hasta el momento, me dice que bien poco. Pertrechado en mis flamantes dioptrías, iniciaron los escarceos con esa otra forma de enamorarse que, la mayoría de las veces, ocurre por el influjo de la mirada. La mezcla, novedosa para mí, entre literatura y cuerpo, la viví de forma asaz placentera y por demás significativa. Tenía que cumplir la tarea de leer un libro cualquiera y hacer un ensayo breve. Me topé con una reseña diminuta, escueta, sin estilo ni complicaciones que, sin embargo, tuvo tal poder de persuasión que no hubo fuerza que evitara que leyera el texto recomendado. Lo cierto es que, siendo fiel a McLuhan, el verdadero peso al tomar tal decisión lo tuvo el hecho de que el medio es el mensaje. Desde las páginas de aquella maltratada Playboy que llegó a mí por esos azahares propios de las inquietas manos adolescentes, acepté que el reino de la vista tiene en mí un resignado esclavo. Así que, a hurtadillas y en silencio, no sólo viví en carne propia —sin metáfora— los influjos benéficos de aquel encuentro; sino que disfruté el trance todo, desde buscar y comprar el libro, hasta consumir sus páginas en un par de días. Cuando presenté ante el profesor mi rudimentario ensayo, una versión inspirada en la reseña leída, sin imaginarlo, ya estaba aceptando un destino. Éste, que años después, me tiene escribiendo en la computadora durante las silenciosas horas de la madrugada. Mientras mis ojos necesitaban ayuda, los lentes y la lectura se afianzaron como valiosos apoyos para no zozobrar en un entorno que es feroz con todos, pero lo es todavía más con quienes sueñan despiertos y los que no pueden ni quieren ver lo que los demás creen irrebatible. Leer comenzó a ser una manera distinta de mirar. Los anteojos, como aquellos enamoramientos juveniles, fueron menos un despertar —aunque nada lo vi igual desde entonces— que una vía de reconciliación conmigo mismo. Los primeros goces y, por supuesto, los incipientes fracasos amorosos, me señalaron con luminosa contundencia, al igual que estos objetos que
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cargo perennemente sobre la nariz, que mi transcurrir sería la de un corto de vista que, con el propósito de no perder el autobús de la existencia, debe idear nuevas y constantes artimañas. La miopía, el astigmatismo, la literatura y el amor tienen en común la capacidad de distorsionar la forma como luce el mundo, pero esa falta de agudeza se compensa con un sentir extraño que puede emparentarse con la paz. Hay ocasiones en que para tranquilizarme me quito los lentes y dejo que la bruma tranquilizadora de esta falaz duermevela inunde mis ojos. Por un instante, absorto en la indeterminación del escenario en el que me encuentro, hallo la calma y fuerza suficientes. Ver demasiado también es una forma de agotamiento. Otra confesión. Tengo la costumbre de medir la violencia de mis parrandas según el estado en el que terminen estos diestros proveedores de visiones. La escala comienza cuando sólo están sucios y totalmente empañados; el siguiente grado es cuando quedan chuecos o con algunos raspones; y llega al paroxismo si de plano los rompo o, peor, los pierdo —cosa que ha ocurrido más veces de lo que la decencia me impide confesar—. Mis anteojos son a mi persona lo que el principio categórico a la moralidad kantiana, si los pierdo, todo se va al carajo. Su función va más allá de sólo corregir las imperfecciones de mis córneas, son talismán de la suerte, muleta mental y asidero anímico, mástil al cual aferrarme en medio de las tormentas. Empero, desembarazarme de ellos algunos minutos sosiega mi ansiedad; pero cuando he intentado sobrevivir en su ausencia, por más hondo que respire e intente servirme de la clara geometría del pensamiento, fracaso con rotundo esplendor. Hay que observar que similar a esos alambres en los dientes, los zapatos de gordas suelas o cualquier otro artículo que compense una falla estructural, los anteojos son el ingenio hecho ortopedia. Estos trozos de vidrio o plástico son adminículos que desafían la selección natural. Hacen útil al que de otra forma estaría
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desprotegido de la ardua tarea de mirar con claridad su presente y aventurar el inasible futuro. A su modo, rudimentario si bien extremadamente sutil, este objeto es la prueba mecánica del empeño humano por transformarse a sí mismo. Lo que alguna vez fue para mí una deficiencia, hoy lo abrazo en tanto virtud. Mi vida es, como mi caligrafía, el deambular torpe de un cegatón que siempre tantea sus alrededores en busca de las refracciones adecuadas que iluminen el paseo. Predominante y obvio, la vista es un sentido cuya potencia aquilato cuando me descubre la constelación de pecas dibujada en ese rostro que contemplo, feliz, cada mañana a mi lado. Con regularidad anual, acudo al oftalmólogo para que corrija, en aumento, las dioptrías. Tal ajuste es un recordatorio de mis limitaciones y paulatino desgaste. Al estrenar nuevos ojos descubro destellos que se encontraban apagados en un afuera contemplado a diario, teatro cuyas luces disminuyen su intensidad, suavemente pero con persistencia, hasta el momento en que me coloco la nueva graduación. En más de un sentido, la precariedad de mis ojos me ha demostrado que el regocijo es imposible sin una alteración en la mirada que lo torne distinto, singular e íntimo, que cada uno debe comprender por sus propios métodos ese verbo tan dócil que es el ver. Lo bueno de estar tan limitado en cuanto a la vista es que, para apreciar mejor los detalles, se impone la necesidad de acercarse a aquello que uno desea escudriñar, ya sea el pizarrón en la clase de matemáticas, el cuerpo enamorado o el párrafo de algún libro. Leo el mundo tal cual se lee el insondable cuestionar sobre lo que somos, atenazado por la duda, pero también aliviado por la alegría y la visión que motivaran a Spinoza, aquel filósofo que se dedicaba a pulir lentes con afanosa delicadeza, sabiendo que hay anteojos para el alma, ópticas que son reveladoramente necesarias si se desea contemplar en plenitud esas realidades ocultas en la sonrisa de las mujeres amadas, el fulgor de las páginas leídas y el abrazo de los amigos conocidos.
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Otra Estirpe Delmira Agustini
Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego... pido a tus manos todopoderosas, su cuerpo excelso derramado en fuego sobre mi cuerpo desmayado en rosas. La eléctrica corola que hoy desplego brinda el nectario de un jardín de Esposas; para sus buitres en mi carne entrego todo un enjambre de palomas rosas. Da a las dos sierpes de su abrazo, crueles, mi gran tallo febril... Absintio, mieles, viérteme de sus venas, de su boca... ¡Así tendida soy un surco ardiente, donde puede nutrirse la simiente, de otra Estirpe, sublimemente loca! (De Los cálices vacíos, 1913)
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intervenciones Mateo Pizarro
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Escena nacional
Tres obras, de Raúl Falcó Mario Conde
Vivimos un teatro que prejuzga los intelectos del público en una balanza descalibrada: desde el platillo de los espectáculos complacientes que coleccionan chistes y los hilan bajo la mala copia de una trama, hasta el extremo opuesto donde más que exigir del espectador el esfuerzo de su raciocinio, le demandan desentrañar los laberintos de la mente del creador. Ambos tipos de teatro presentan síntomas de efectismo que apelan a la brutalidad de una imagen o a la estulticia de un chiste fácil. La acción dramática se presenta en tres estilos, cada uno con manifestaciones distintas en el espectador: acción física, que despierta reacciones físicas (como un gesto de escándalo, de incomodidad o la risa); la acción emocional, que desemboca en iguales reacciones (llanto, furia, serenidad, alegría) y la descuidada acción intelectual. Raúl Falcó desentierra de los escombros de la facilidad un tipo de dramaturgia que debe (necesita) leerse más de una vez, cuya disposición escénica, con la velocidad de O’Neill o Brecht, ametrallan ideas contra el espectador. Por supuesto, los tiempos teatrales no permiten la digestión adecuada de todos los autores, de ahí que exista la fortuna de una literatura dramática. Los tres dramas de Falcó contenidos en esta edición que la Universidad Autónoma Metropolitana tuvo a bien llamar, con todo sincretismo, Tres obras dejan entrever una tendencia a la autocrítica gremial, no en el reclamo explícito ni en la caricatura satírica del rencor, se forma en la reflexión y la duda, un ejercicio dialéctico con las formas en que pensamos en nuestro propio nacionalismo histórico y la política teatral, artística en general. “¡Atrapen al conejo!” es un ejemplo de la concepción del Mexicano desde que éste podría contarse como tal, a partir del mestizaje y la Conquista, la cual se define en la obra como una negociación de dos idiosincrasias para conseguir la comunión espiritual e intelectual de los colonos y los indígenas, retratados con el aire picaresco que
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nunca falta en el espejo nacional. Los conquistadores españoles, por el contrario, se caracterizan por una voracidad solemne y fanática, donde desprecian la risa y los placeres que ellos mismos disfrutan en el “nuevo continente”; quizá no con los mismos obstáculos de un Guillermo de Baskerville en su abadía, pero los naturales no pueden soslayar este rasgo de carácter en sus forzados inquilinos. No por esto debemos intuir un estilo realista o una trama meramente histórica; la acción intelectual de Falcó no carece en absoluto de escenarios delirantes que, a nivel espectáculo, seguramente supondrán un reto creativo para los diseñadores involucrados en un montaje; y a nivel trama suponen el gran desafío que toda metáfora envuelve. Pero habría que advertir al lector/espectador que estos dramas deben manejarse como los cuadros del Bosco: si uno mira El Jardín de las Delicias para concentrarse en la primera figura de una esquina podría hacerse una idea muy errónea de la totalidad de la imagen. Así funcionan los ensueños de Falcó. Confusos en principio, no deben razonarse de inmediato, se deben dejar pasar frente a los ojos y reunir las imágenes para completar, hacia el final, el significado de la acción. En el caso de “¡Atrapen al conejo!”, la contención de la espiritualidad indígena mediante sus figuras animales malentendidas por los colonizadores. Dentro de la tríada ejemplar de este libro, “La audición” es aquella que más atención exige del espectador, sin mencionar el increíble trabajo que le demandará a cada histrión que pase por el montaje de este monólogo. Un actor de edad media, con una carrera más crepuscular que trunca, más reanimada que viva, acude a una audición cuyo inicio ignora en apariencia. Los espectadores son testigos de los razonamientos por los que deambula el actor que ora se impacienta, ora
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se calma, estudia el texto y regresa sobre sus pasos filosóficos para hablar del quehacer actoral. La metateatralidad es siempre un arma de doble filo; si bien, es cierto que de lo que mejor se escribe es de aquello que mejor se conoce, involucrar al teatro dentro del teatro supone el riesgo de caer en entendidos que sólo atañen al gremio, por no decir de los chistes locales. ¿Hasta qué momento puede hablar un actor sobre el quehacer actoral sin que los mismos actores sean los únicos en entender, o cuando menos sonreír? A partir de que el conflicto se generaliza, lo que Falcó retrata no es tan sólo la supervivencia de un actor bajo la política teatral de nuestro país, es la duda ante el trabajo de toda la vida, los cuestionamientos ante aquello que creemos fuera de la espiritualidad y la tensión constante de entregar cuentas de estas acciones. Ante cualquier contingencia de vida, todos somos actores esperando cumplir las expectativas de algún jurado. En la obra maestra de Gerard Corbiau, Farinelli (1994), Riccardo Broschi, el hermano del castrado trabaja sobre la idee fixe de componer una ópera del mayor músico de la mitología. La historia de Orfeo sedujo a Monteverdi, Gluck y al humor de Offenbach; despertó cosquillas en Liszt y Francisco de Quevedo, Rilke; y corona esta publicación la tragedia bufa “Orfeo sin fin”. El título parece reunir todos los intentos en que el músico ha tratado de rescatar a Eurídice del inframundo, interpretado de tantas maneras y con tantos giros anecdóticos, pero en el drama de Falcó, Orfeo es y no es. Orfeo es un joven dramaturgo invitado, junto con su mujer Eurídice, a un prestigioso Festival Artístico; su obra será representada por Oreoff, actor de trayectoria que se en el momento de la obra cruza por algunos baches profesionales (¿continuidad de “La Audición”?, ¿referencia o intertextualidad?).
Tres obras. ¡Atrapen al conejo!, La audición, Orfeo sin fin Raúl Falcó México, uam, 2016, 202 pp.
La historia oscila entre los puntos de realidad que se atañen a esta trama y a los escenarios atípicos, fuera del tiempo y el espacio, donde se nos sugiere un Oreoff muerto que coincide con otras sombras que, al carecer de sepultura, no consiguen subir a la barca de Caronte ni por el óbolo más valioso de su colección. Oreoff parece ensayar la obra de Orfeo en este espacio límbico, a ratos abandonando el personaje, de pronto reflexionando gracias a él. Si el lector está acostumbrado a la literatura dramática y los procesos de traducción escénica, encontrará un verdadero placer en imaginar la dificultad que supone este juego donde la metateatralidad se convierte en una trampa, ¿está Oreoff actuando o ensayando, o ensaya que actúa, o es el actor ensayando a Oreoff ensayando o es el actor actuando un ensayo fallido o en realidad está fallando y Falcó le entregó una excusa en bandeja de plata? De nuevo la política artística se presenta, sólo que de manera más salvaje y voraz, en el retrato perfecto del ministro poderoso e ignorante, incapaz de sostenerse
frente a una idea creativa; y también se muestra a los creativos en la cúspide de su insípido esplendor, con actitudes “creativas”, “artísticas” que tan sólo empañan la profesión, pero que tan bien caben en los espacios oficiales y ante las sombras de los apoyos gubernamentales. No hay que adentrarse en la lectura de Falcó buscando parlamentos realistas, los personajes se expresan de acuerdo con las ideas necesarias, se dejan arrastrar por una gramática elevada pero asequible a la vez, se ven mezcladas las galimatías y las enciclopedias en un lenguaje que acentúa el absurdo de sus escenas fantásticas. Ofrezco un voto de confianza por la acción intelectual, el verdadero; no aquel donde el nihilismo y la sangre se mezclan con los aforismos de cajón en un fallido intento por “hacer conciencia” de lo que sea; voto a favor de textos como los de Falcó, que invitan a hacer de la introspección un monólogo público para desnudar nuestros miedos compartidos, nuestras dudas asesinas y nuestras certezas agudas e incómodas para curar al teatro de la frivolidad que le aqueja.
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Al infinito y más allá: una celebración Juan Patricio Riveroll
David Foster Wallace. (Fotografía: Steve Liss // Time Life Pictures / Getty Images)
I knew him, Horatio. A fellow of infinite jest, of most excellent fancy. He hath bore me on his back a thousand times. Shakespeare, Hamlet
A veinte años de su publicación, Infinite Jest ha demostrado ser la gran novela de su generación y, además, una obra rejuvenecida por el paso del tiempo, la única medida de calidad realmente fiable. Hay productos culturales perecederos, que en su momento causan revuelo y dan la impresión de una longevidad futura inevitable, y que de un día para otro pierden relevancia y se olvidan. Cuando apareció, Infinite Jest pudo haber aparentado lo contrario, que el alboroto a su alrededor era producto del despliegue publicitario provocado por su editorial, Little Brown, dado que buena parte de quienes escribieron sobre ella y entrevistaron a su autor no la habían leído. Ese es un hecho que David Foster Wallace mencionó varias veces en entrevistas subsiguientes: si la novela necesita de al menos mes y medio de intensa labor de lectura para terminarla, era imposible que quienes tenía en frente lo hubieran logrado. En lo que estaban interesados era el alboroto del que el mundo literario estaba hablando. Hoy lleva más de un millón de copias vendidas, un dato extraordinario dada su endiablada complejidad formal y las pocas concesiones al lector tradicional que espera de una novela una línea narrativa que guíe la estructura, avances y retrocesos en el tiempo y, al menos, ciertas conclusiones finales, que los caminos lleguen a
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un fin más o menos ordenado. En Infinite Jest no hay nada de eso. El tiempo apenas avanza, aunque sí hay recuerdos recurrentes; en vez de líneas narrativas hay personajes y los entornos en los que se mueven; y si después de leer las más de mil páginas el lector espera ser recompensado con saber qué les deparará a los personajes principales en ese momento de sus vidas, llegar al final significará frustración. Hay tantas dudas por resolver al cerrar el libro que, después de un arduo trabajo de lectura, parece increíble que no exista siquiera un esbozo de posibles desenlaces, después de que la manera en que se mueve la trama da la impresión de uno o varios cierres posibles. Todo aparenta avanzar hacia una sólida resolución: ahí podría estar la broma. Lo que sí sabemos es cómo piensan gran parte de los personajes. Se es partícipe no sólo de la vida de Hal Incandenza, sino también, y mucho más importante, hemos formado parte de él, conocemos el ángulo desde el cual ve el mundo, su angustia es la nuestra, es posible tocar las telarañas de su pensamiento a partir de las palabras de su autor. Estar dentro de la piel de un personaje nunca había sido una experiencia tan palpable hasta que Wallace escribió Infinite Jest. Es fácil abusar de la palabra genio, pero en este caso el sustantivo es atinado. La gente que lo conoció se refiere a él de esa manera, y sus lectores pueden comprobarlo a partir de su obra, de la que el consenso más común es que Infinite Jest es la obra cumbre. Un maestro del lenguaje, Wallace juega con el argot de cada personaje para hacer del contacto lector - personaje una experiencia aún más inmediata. La profundidad que alcanza borda en lo esquizofrénico: es evidente que el autor se convierte en Hal, el adolescente en vías de convertirse en tenista profesional; en Don Gately, el adicto recuperado al que cada día le cuesta no tocar una sustancia; en Madame Psychosis, la locutora de radio desfigurada que forma parte del elenco de Infinite Jest, la película que, de tan entretenida, destruye la psique de quien la ve, así como un larguísimo etcétera. Hasta los personajes que aparecen de paso poseen una innegable presencia, una compleja densidad.
Ambientada en un futuro cercano a 1996, la novela contiene elementos satíricos y surreales que conviven con los trazos realistas que implica la intrincada psicología de los personajes que la pueblan. Para recabar dinero el gobierno de Johnny Gentle, el presidente de inquietantes similitudes con Trump, ha decidido venderle el nombre de cada año a diferentes compañías, como publicidad, y así tenemos “El año de la Whopper”, “El año del pañal para adulto Depend”, “El año de los productos lácteos del corazón de América” o, el más estrafalario, “Year of the Yushityu 2007 Mimetic-Resolution-Cartridge-View-Motherboard-Easy-To-Install-Upgrade For Infernatron / InterLace TP Systems For Home, Office, Or Mobile.1 La ocurrencia suscita una sonrisa al imaginar a los pobladores de ese mundo a la vez íntimo y extraño referirse al año en cuestión de una manera exageradamente barroca, y es que el otro gran ingrediente de la novela es su humor. Hay abundantes pasajes que causan risas en voz alta, y otros tantos más en los que el disfrute en la lectura tiene que ver con la comicidad, ya sea en situaciones determinadas —como cuando los pequeños pupilos de la academia de tenis desatan una guerra mundial entre ellos— en diálogos o en la manera de ver el mundo por parte de, por ejemplo, Mario, uno de los dos hermanos de Hal, con un variado abanico de impedimentos físicos y mentales que lo hacen tan ingenuo como querido por todos a su alrededor. También es una novela inmensamente triste. No sólo el dolor de lo que significa una verdadera depresión mental, sino la soledad que ello implica, está plasmado en páginas lacerantes, que a la par con lo que sabemos 1 El nombre de este año en particular es difícil de traducir, como es posible apreciar. Me refiero en este texto a la versión original en lengua inglesa de Infinite Jest, no a la traducción al castellano. Bien valdría la pena comprar la versión de Marcelo Covián para Mondadori con el original, una tarea titánica e imposible desde el arranque. El juego de lenguaje es tal que cualquier intento de equiparar tantas libertades lingüísticas a nuestro idioma sería superfluo. Podríamos hablar más de un acercamiento a la obra que de una verdadera traducción, puesto que estamos frente a una novela intraducible en su miles de detalles.
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Infinite Jest 20th Anniversary David Foster Wallace Nueva York, Back Bay Books, 2016, 1079 pp.
de su autor2 se tornan aún más reveladoras. Sobre esta depresión particular a la que se refieren como Eso: Eso es un nivel de dolor psíquico completamente incompatible con la vida humana como la conocemos. Eso es una sensación de un mal radical no sólo como una parte sino como la esencia de la existencia consciente. Eso es una sensación de envenenamiento que permea el ser y los niveles más elementales del ser. Eso es la nausea de las células y el alma. Eso es una intuición no adormecida en la que el mundo es cabalmente rico y animado y sin-mapa y también plenamente doloroso y maligno y antagónico al ser, al cual ser depresivo Eso se une y se coagula a su alrededor y se envuelve en Sus dobleces negros y se absorbe en Sí, para que se logre una unidad casi mística con un mundo en el que todas sus partes constitutivas significan un daño doloroso al ser.
Una de las herramientas de Wallace es el método de Alcohólicos Anónimos, que propone como proceso de cura que sus integrantes hablen sobre sí mismos, sobre cómo acabaron ahí. Las historias que de aquí se desprenden se complementan con tribulaciones privadas y los más oscuros pensamientos. Y están también las notas finales que obligan al lector a consultar las últimas páginas a lo largo de la lectura; notas que acompañan la narración de manera tangencial, en las que muchas veces sucede la acción y que pueden parecer, en ocasiones, autoindulgentes. Al igual que las objeciones arriba mencionadas en cuanto a narrativa y desenlace, las notas pueden ser vistas como obstáculos que entorpecen la lectura o como El suicidio de David Foster Wallace el 12 de septiembre de 2008 tiene explicaciones en las páginas de Infinite Jest. Es claro que domina el tema y la sensación de depresión, que conoce todo tipo de sustancias químicas tanto recreativas como las que forman parte de un tratamiento psiquiátrico, y que esta lucha interna es uno de los motores que impulsan la novela.
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otro regalo más en el laberíntico entretenimiento en el que te envuelve la novela que, como la película homónima dirigida por James O. Incandenza, el padre de Hal, es exquisitamente entretenida. El genio de Wallace está en haber creado una obra difícil y entretenida al mismo grado. Además de lamentar su prematura muerte, que como bien dice D. T. Max, su biógrafo, fue su elección, se agradece que haya existido alguien capaz de escribir esta novela, que apenas comienza su huella en el firmamento cultural. Una novela que quizá no sea perfecta, pero que llega a ciertos límites de la consciencia. Hay quienes argumentan, quizá con razón, que hay segmentos prescindibles, como los que tratan sobre los separatistas quebequenses que buscan la independencia de su región. El país de Infinite Jest es la unión entre Canadá, Estados Unidos y México, con una Gran Concavidad en la que se depositan los desechos nucleares y que ha desplazado a millones de personas. Es posible que pudiera haber funcionado sin esas partes, pero no es lo que Wallace quiso. Los ingredientes surreales de los separatistas, la mayoría de los cuales lisiados y que andan en sillas de ruedas, la ayudan a distanciarla de alguna vertiente del realismo, del que huía frenéticamente. Wallace creía que para dejar escrito algo que perdure en el lector es necesario morir un poco. Quien se acerque a estas páginas de fuego verá su esfuerzo recompensado con una visión de un mundo interno alucinante, con risas que parten el corazón, infinitamente.
Un kompás ke eskrive lo redondo
Ansina, de Myriam Moscona Guillermo Espinosa Estrada Imagen: iStock
En una de sus novelas autobiográficas, Fernando Vallejo relata un encuentro “portentoso”. Una noche, mientras pasea por los pasillos de una residencia estudiantil en Roma, una niña se le acerca para hablarle desde otra galaxia. “Vos he visto llegar”, le dice, “¿de dónde venís?”. Se trata de una judía expresándose en ladino, el idioma “que se fue de Toledo expulsado por los Reyes Católicos al Cairo, a Estambul, a Salónica”. El joven Vallejo, que en ese momento desconoce la existencia de esa lengua, se maravilla —“¡oía las dobles eses y la ce con cedilla que nadie que viva ha oído en mi vida!”— y concluye que nuestro español actual (el que uso para escribir estas líneas) no tiene alma si lo comparamos con su “extraño y arcaico” gemelo. Experimento esa misma sensación de milagro cada que me acerco al ladino y su literatura, que en México practica Myriam Moscona y... tal vez nadie más. Al menos Tela de sevoya (2012) y Ansina (2015), sus dos últimas publicaciones, abordan las vicisitudes de esta lengua extraterrestre. El primero iba a ser un libro de kantikas (versos escritos en ladino) que extravió su camino para convertirse en una novela híbrida —conformada por ensayos, autobiografía y poemas— donde la narradora hace una pesquisa histórica y familiar para explicarnos cómo fue posible que ella, una niña sefardí de familia búlgara, terminara disfrazada de China poblana en un festival escolar. Ansina, por su parte,
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parece tratarse del libro de kantikas que Tela de sevoya no llegó a ser. Casi todos los poemas que figuran en la novela reaparecen aquí, aunque podría ser lo único que ambos títulos comparten. Cuando un texto se enuncia en una lengua minoritaria y agonizante como puede ser el zapoteco, el aragonés o el ladino, es difícil que su asunto central no sea la lengua misma. ¿Cómo podría ser de otra manera? Los idiomas que presienten su extinción se contraen sobre sí mismos como una de esas estrellas que se transforman en enanas blancas. No sólo un poema, cualquier palabra expresada en esa lengua termina dejando patente la enorme fortaleza y perseverancia que ese sistema particular de signos ha requerido para sobrevivir: ...si plazieras tu lingua al foego i la lingua no se kemara si plazieras tu lingua a la agua i tu lingua rezia kedara si plazieras tu lingua al viento i no se adgitara tu lingua dunke tenesh una lingua santa i kale morir en eya (“Para mejor morir”)
Moscona asegura en el “Exordio” (contradictoriamente publicado en español) que escribió los poemas directamente en ladino y se negó a traducirlos porque expresan cosas que “sólo pueden ser dichas en una lengua y no en otra”; nada más el ladino le “permite entrar en otra dimensión del tiempo, en una más íntima, familiar y primitiva”. Y aunque esto es verdad, parece ser una declaración más certera para el universo doméstico y personal de Tela de sevoya que para los textos más cerebrales de Ansina. “Mucho se puede / dezir en esta lingua”, dice la voz, y es útil para “eskrivir de amor o sensya”. Aunque este no sea un poemario estrictamente científico, no deja de preguntarse sobre asuntos por demás abstractos como el porqué de la poesía y su relación con la eternidad. Explicando el famoso significado alegórico de la letra bet (b) al inicio de la Torá, Moscona escribe: Atras del muro de la beth, nada ai ke un bivo pueda provar, i por ese silenzio los poetas eskriven i por ese silenzio los profetas traduzen las suias profezias i por ese silenzio los geometras de los sielos multiplikan, i por ese silenzio se fazen kadenas de orar. Puedes pedalear al fin del mundo ke el muro de la beth, prime saverlo, kedará serrado komo un ojo kozido. (“La letra beth: el muro”)
Ante esta impotencia cósmica (la imposibilidad de comprender el misterio divino y de ir más allá de nuestro precario entendimiento) se despliegan los poemas de
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Ansina Myriam Moscona México, Vaso Roto, 2015, 88 pp.
Ansina, esbozando una oscilación pendular que va de un ojo “serrado” y “enmudezido” a otro que “se avre”. Este movimiento crea una especie de espiral incesante que reaparece en muchas piezas de la colección. No sólo en “Para mejor morir” la concatenación del término “lingua” estructura una suerte de poema-tornado, además Moscona insiste con imágenes circulares y esféricas que siempre regresan, tal como una “kordela de Möbius”: por kualo una kurva al ir i volver se torna al lugar ande empezó? toma el lapis i da lynia lo verash:
Si keresh saver algo muestro desina un sirkulo mete lapis a la oriya izkiedra sirkula sirkula da volta sin alevantar sirkulazion no kites la punta, janum agora dimanda si el tiempo es kastigo o bendizion kualo keres tu? keresh saver algo muestro? mira el ojo vazío blanko: se topa al sentro de lo kreado avre se avre
es un kompás ke eskrive lo redondo ondo grande ondo i vazío kreze el ojo kreze como un tornado se kreze i demanda: kualo kieres saver? (“Un bomboniko”)
la kordela una sola banda tiene (“La kordela de Möbius”)
La circunferencia no sólo es la imagen central de Ansina, además podríamos decir que se trata de un texto circular, o más bien un libro giratorio. Rota en órbitas concéntricas y su trayecto incesante recuerda a los rotorelieves que los encantadores ponen en marcha para hipnotizar, para dar acceso a un nivel superior de conciencia:
“Kualo kieres saver?”, pregunta el estribillo de este poema, y es que la finalidad de los versos de Moscona radica en conocer aquello que aún nos resulta inexplicable. Este es el misterio, la aporía, que sólo podrá esclarecer el ojo de dios en una vida postrera. Mientras tanto, nos quedan las “kantikas” y sus “vierbos” en ladino, que con sus dobles eses y su ce con cedilla transmiten el milagroso espectáculo de una sabiduría milenaria contenida en un puñado de versos. En otras palabras: una lengua que agoniza con la misma dignidad de una enana blanca.
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En bicicleta y por los andenes de Nueva York
Lauro Zavala Fotografía: iStock
La experiencia de vivir en la ciudad de Nueva York, especialmente si es por razones académicas, puede convertirse en un proceso de autodescubrimiento. Se podría decir que es una especie de Ciudad Rorschach donde cada residente temporal encuentra lo que busca, de manera sorprendente y casi inesperada, por ser una condensación de todas las demás ciudades. Y si las circunstancias lo propician, la ciudad magnifica la búsqueda personal y la conecta con realidades concretas, que parecen posibles sólo en un espacio cosmopolita por excelencia. La experiencia de Adriana González Mateos que registran las crónicas de And then… Andenes. Crónicas DF NY se puede condensar en varias ciudades: La ciudad de las crónicas. Durante su estancia, Adriana envió a La Jornada varias crónicas sobre la dimensión política, ecológica y gastronómica de la ciudad. Algunas de ellas se recuperan en este volumen. La ciudad de las mujeres. Aquí se reseña la experiencia de enseñar inglés a las mujeres latinas que hacían el trabajo manual en un hospital del Bronx. Pero la estancia también propició un paulatino y despacioso redescubrimiento de La Malinche, sobre cuya figura se incluye un bien meditado ensayo, elaborado desde la perspectiva de la teoría queer. La ciudad del cine. Todos los horizontes terminan por ser ampliados con la experiencia de asistir a uno de los cineclubes de cine extranjero que hay por toda la ciudad. La ciudad de los mexicanos. Casi al inicio de su crónica se comentan las condiciones de muchos mexicanos que residen de manera permanente y que, en su mayoría, (como muchos otros extranjeros) han llegado de manera ilegal.
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Adriana González Mateos, And then… Andenes. Crónicas DF NY, México, Dirección de Literatura, unam, 2015, 134 pp.
La ciudad de las tertulias. La frecuentación de amigos que comparten intereses comunes y que provienen de lugares distantes se convierte en algo imprescindible para compartir una experiencia irrepetible. La ciudad del subway. Todas las zonas, todas las clases sociales, todas las razas y todas las lenguas se conectan de manera azarosa y casual en el viejo metro de la ciudad, donde estas diferencias se convierten en la rutina de lo que siempre es distinto de sí mismo. La ciudad del español. En varias zonas de la ciudad se habla español. Pero en otras zonas es necesario enseñar el español, traducir al español textos escritos en otras lenguas o simplemente olvidarse de esta lengua. La experiencia como maestra de español y, sobre todo, como traductora de complejos textos literarios, ocuparon gran parte de la estancia. La ciudad del 11 de septiembre. El lapso necesario para estudiar y obtener el doctorado en letras en nyu estuvo enmarcado por dos momentos claramente identificables: el Affaire Lewinsky (1998) y el 11 de Septiembre (2011). Esta última experiencia fue vivida por todos los residentes de manera traumática en más de un sentido. Pero esta crónica incluye muchas otras ciudades: la ciudad donde se obtuvo el doctorado; la ciudad donde terminó la relación de pareja; la ciudad donde se tomó la decisión de no tener hijos; la ciudad de la Alta Cocina Mexicana y, sobre todo, la ciudad donde todo está marcado por un activismo que se extendió a una breve pero intensa visita a Río de Janeiro. Andenes se abre con dos crónicas ajenas a Nueva York, pero necesarias para entender el sentido de la experiencia que será reseñada en el resto del libro: una crónica del movimiento bicicletero en San Francisco y otra sobre la experiencia personal de haber estudiado
en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. La experiencia de Nueva york fue una extensión de estas estancias que crearon expectativas que la ciudad no decepcionó. El hecho de que este libro sea una crónica no impide que en algunos momentos la prosa llegue a ser poética. Cuando Adriana visita a los padres de su novio Chris conoce a su hermana, que ocasionalmente hace galletas. Este detalle aparentemente nimio adquiere un sentido alegórico: Me ofreció un prodigio que se desintegraba en la boca, dejando un rastro de nuez y especias de nombres desconocidos que se iban esfumando poco a poco, como una bailarina entre velos arremolinados.
Unas líneas más adelante, esta imagen le permite confesar: “…como el dinosaurio y por más que alardeara de cavernícola, la falta seguía ahí. Jamás había logrado nada que se acercara ni de lejos a esa galleta”. Al final, la estancia en la ciudad terminó abruptamente por las condiciones de la beca. Pero en las páginas de estas crónicas podemos compartir la experiencia de un espacio múltiple, que no deja de ser único para cada visitante. La ciudad de Nueva York que conocemos en estos andenes es simultáneamente íntima y política, ajena pero intensa, a veces difícil y con frecuencia deslumbrante. Como estas crónicas.
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colaboran Delmira Agustini (Montevideo, 1886 - íbid., 1914). Poeta uruguaya. A partir de 1902, a los dieciséis años, empieza a publicar sus primeros poemas en la revista La Alborada. Publicó en vida los poemarios El libro blanco (Frágil), de 1907; Cantos de la mañana, de 1910 y Los cálices vacíos, de 1913. Sus obras completas, El rosario de Eros, fueron publicadas póstumamente en 1924. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las Letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Mario Conde (Ciudad Nezahualcóyotl, 1988). Estudió la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro en la unam. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de dramaturgia. Director general de la compañía Primera Obscena Teatro. Actualmente es productor, guionista y locutor de Radio unam. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Guillermo Espinosa Estrada (Puebla, 1978). Es doctor en Literatura por la Universidad de Boston y profesor del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Ciudad de México. Es autor de La sonrisa de la desilusión, publicado por Tumbona Ediciones. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc”, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Julieta Gamboa (Ciudad de México, 1981). Autora de los poemarios Taxonomía de un cuerpo y Sedimentos. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2008 a 2010. Maestra en Letras Latinoamericanas por la unam. Sus poemas fueron incluidos en Dos voces dentro de mí. Antología de la poesía mexicana contemporánea, editada por la Asociación de Escritores de Voivodina, Serbia, en 2014. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Juana de Asbaje” 2010 y el Premio Tabasco de Poesía “José Carlos Becerra” 2013. Autor del libro El fuego de las noches. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía “Ramón López Ve-
larde” 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Ha publicado textos suyos en La Nave, La Otra, y Tierra Adentro. Aline Pettersson (Ciudad de México, 1938). Narradora y poeta. Becaria del Centro Mexicano de Escritores en 1977. Entre su vasta obra se encuentran las novelas Las batallas de Natalia Bauer y A la intemperie; los libros de cuento Más allá de la mirada y Tiempo robado, así como los poemarios Ya era tarde y Estancias del tiempo. Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en Letras Inglesas por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Diego Prado (Ciudad de México, 1987). Escribe ensayo y narrativa. Hizo la carrera de Lengua y Literaturas Modernas Inglesas en la unam y tiene un máster en Escritura Creativa en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido traductor, copy creativo y maestro de literatura en preparatoria. Actualmente imparte talleres de crítica literaria y escritura creativa en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Juan Patricio Riveroll (México, 1979). Escritor y cineasta. Dirigió dos largometrajes: Ópera, en 2007, y Panorama, en 2013. Ha publicado también las novelas: Punto de fuga y Fuegos artificiales. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Julia Santibáñez (Ciudad de México, 1967). Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas y la maestría en Literatura Comparada en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es editora, columnista y conferencista. Ha publicado, entre otros, los poemarios Ser azar, en 2016, y Rabia de vida, en 2015. Antonio Toca Fernández (Ciudad de México, 1943). Estudió Arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Lauro Zavala. (Ciudad de México, 1954). Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores desde 1994. Es autor de varios libros de investigación sobre teoría del cine, teoría literaria, teoría museológica y procesos editoriales. Es investigador en la unidad Xochimilco de la uam.
Tiempo en la casa. Todo empezó en la tienda del chino: de los cómics a la novela gráfica Gabriel Trujillo Muñoz
Molinos de Viento Serie Mayor/Narrativa
Colección Cultura Universitaria
Memorias de guerra de una pequeña francesa
Sabacio
de Marie-Claire Figueroa
Kristín Dimitrova En ésta, su primera novela, Kristín Dimitrova contrapone y entrelaza los antiguos mitos tracios de Sabacio (Dionisio, Baco) y Orfeo para crear una ficción moderna, ingeniosa, con un fino sentido del humor, que tiene lugar en la Bulgaria contemporánea.
«Cuando la justicia desaparece no queda nada que pueda dar valor a la vida». “En realidad los recuerdos del pasado sirven ahora para los recuerdos del porvenir…”
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La invasión de Francia por la Wehrmacht en junio de 1940 marca el inicio de una larga lucha del pueblo francés para recuperar su libertad. Para Marie-Claire Figueroa, una niña francesa, este acontecimiento origina una serie de descubrimientos, pérdidas y separaciones que formaron su carácter y su vocación.
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
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Revista mensual de cultura Año XXXVI, época V, Vol. III, número 35 - 36 • diciembre 2016 - enero 2017 • $70.00 • ISSN 2448-5446
CIENCIAS MÉDICAS
Lactancia humana y equidad de género
Salvador Vega y León, Víctor Sosa Godínez, Gisela González Ramírez y Claudia Cecilia Radilla Vázquez (comps.)
Armando Bartra
NARRATIVA
Sabacio Kristín Dimitrova
SOCIOLOGÍA
Apreciaciones socioculturales de la música Alan Edmundo Granados Sevilla y José Hernández Prado (coords.)
URBANISMO
La Ciudad de México. Visiones críticas desde la arquitectura, el urbanismo y el diseño
Gerardo Guadalupe Sánchez Ruiz y Fausto E. Rodríguez Manzo
1916-1998
Teodoro González de León, escultor de espacios “El porqué de la escritura”, Aline Pettersson
De venta en Librerías UAM · EDUCAL FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo www.casadelibrosabiertos.uam.mx
“T S o up (B a do le us la em m ca n p en el ov ez to có el ó e di a g en lec go rá la t Q fic ti rón R e pa a”, nd ico ra de a d T de G el iem sc ab ch p ar ri o ga el ino en gr Tru : d la at ji e l c ui llo os as ta a en Mu cóm : pá ño ic gi z s na 80 )
Goethe y el despojo
casadeltiempo • número 35 - 36 • diciembre 2016 - enero 2017
FILOSOFÍA
Elena Garro