Casa del tiempo 21, octubre de 2015

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Presentación de libro Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. II, número 21 • octubre 2015 • $60.00 • ISSN en trámite

La joya de las siete estrellas de Bram Stoker

Presenta: Jesús Francisco Conde de Arriaga

29 de octubre, 17:00 hrs.

Vestíbulo de la Biblioteca Centro Cultural Mexiquense Bicentenario Carretera Federal Los Reyes-Texcoco, km.14.3, San Miguel Coatlinchán, Edo. México

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

Contaminación del Atoyac. Daños ambientales y tecnologías de mitigación Lilia Rodríguez Tapa y Jorge Morales Novelo (coordinadores)

ANTROPOLOGÍA

Nación y alteridad. Mestizos, indígenas y extranjeros en el proceso de formación nacional Daniela Gleizer y Paula López Caballero (coordinadoras)

ENSAYO LITERARIO

casadeltiempo • número 21 • octubre 2015

BIOLOGÍA

Quirarte + Ornelas: Casa portátil Elizabeth Bishop: quizás alcanzar una estrella John McGahern y la cotidiana tribulación

El precipicio de Faetón Alberto Pérez-Amador Adam

FILOSOFÍA

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Los sonidos del viento. La obra coral inaudita del altiplano de Chiquitania Alberto Carvajal

(B us ca

MÚSICA

u “A ple lg m ui e en nt el o có d an e di e J da lec go oa d t Q qu ici rón R e pa ín- nd ico ra Ar o T de ma po iem sc nd r a p ar h o ga o C í q en gr ha ue la at có so c ui n y asa ta yo : en ”, pá gi na 72 )

El sentido de la hermenéutica. La articulación simbólica del mundo Luis Garagalza


Este mes de octubre, encuentra nuestros libros y revistas en las siguientes actividades dedicadas al mundo del libro: Feria Internacional del Libro del Instituto Politécnico Nacional Del 30 de septiembre al 11 de octubre IPN Zacatenco, México, D.F.

Número 21 • octubre 2015

Feria del Libro Chapingo Del 1 al 11 de octubre

Suplemento de la revista Casa del tiempo

Universidad Autónoma Chapingo, Texcoco, Estado de México

XVI Feria del Libro de Aguascalientes Del 7 al 11 de octubre

Universidad Autónoma de Aguascalientes, Aguascalientes

C

M

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Feria Internacional del Libro en el Zócalo de la Ciudad de México Del 9 al 18 de octubre

Zócalo capitalino, México, D.F.

CM

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CY

CMY

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Feria Internacional del Libro de Monterrey Del 10 al 18 de octubre

Cintermex, Monterrey, Nuevo León

Jornada Altexto COLMICH Del 21 al 23 de octubre

El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán

Alguien anda diciendo por ahí que soy yo Joaquín-Armando Chacón

Feria de Revistas de la ENAH Del 26 al 30 de octubre

Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, D.F.

4 Feria Internacional del Libro Chiapas Centroamérica Del 26 al 31 de octubre

Universidad Autónoma de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas

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Editorial Soslayar la importancia cultural y política de los actos deportivos en la historia del hombre sería un despropósito. Si consideramos hazañas físicas extremas a la epopeya de Gilgamesh, el viaje de Orfeo o la guerra de Troya, concluiremos que las artes nunca olvidaron su relato ni su canto. En un principio sangrientas y salvajes, las justas humanas se transformaron, mediante la organización social, en competencias primordialmente pacíficas, hermanas del juego y la recreación, el aprendizaje y la cultura física, sin abandonar —no obstante— la ferocidad y la fuerza. Deportes como el futbol remiten de inmediato a la competencia política y apasionada de las multitudes y elevan lo colectivo a un carácter cuasi religioso, pero sobre todo, mediante esa coincidencia exhiben lo más valioso en la conformación del espíritu y la cultura: la identidad. En este número de Casa del tiempo, de la pluma de nuestros colaboradores, ofrecemos diversas lecturas que esbozan la complejidad de las lides deportivas y sus protagonistas como un modo de entender, también, nuestra propia existencia y circunstancia.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxv, época v, vol. ii, núm 21 • octubre 2015. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada: iStock diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López, Director de Publicaciones y Promoción Editorial, Coordinación General de Difusión, Rectoría General, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2o piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Del. Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Dirección de Tecnologías de la Información, Ing. Jorge Ordaz Ortiz, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387. Fecha de última modificación: 30 de septiembre de 2015. Tamaño de archivo: 3.1 MB Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Las Góndolas, 3 Jorge Pablo Graue

profanos y grafiteros Sergio Ramírez y la soledad del beisbolista: “El centerfielder” y “Juego perfecto”, 6 Moisés Elías Fuentes El parque Álamos y una cascarita de básquet, 10 Jesús Vicente García Nobleza callejera, 15 Ramón Castillo El aire, la poesía y la duela, 19 Francisco Mercado Noyola Federer, en la orilla, 23 Alfonso Nava Los guantes de portero, 27 Roberto Ríos Michel Un sitio con vocación: el Estadio Nacional de México, 1924-1949, 31 Jorge Vázquez Ángeles

ménades y meninas Afición a la oscuridad: el box y la obra de George Bellows, 35 Héctor Antonio Sánchez Casa portátil, 40 Quirarte + Ornelas

antes y después del Hubble Elizabeth Bishop: quizás alcanzar una estrella, 44 Miguel Ángel Flores Sobre La tempestad de William Shakespeare, 49 Gerardo Piña John McGahern y la cotidiana tribulación, 52 Stephen Murray Kiernan Sobre la “verdad histórica” en el análisis, 56 Walter Beller

armario Sullivan vs. Ryan, 59 José Martí

intervenciones, 61 Mateo Pizarro

francotiradores Precisiones para entender aquella tarde de Hugo Abraham Wirth, 62 Lucía Leonor Enríquez Reflejarse en el mar: Repertorio literario de Vladimiro Rivas, 65 Llamil Mena Brito Orozco o la imposibilidad de la mano siniestra, 68 Baudelio Lara

colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Alguien anda diciendo por ahí que soy yo Joaquín-Armando Chacón


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Las Góndolas Jorge Pablo Graue

Me encuentro afuera de Las Góndolas con una enorme ansiedad. Solamente me queda un día para lograr bañar a Mitzi. De lo contrario, tendré serios problemas. Toco el timbre con impaciencia. Esta vez es Madame Villalba quien abre la puerta. Me mira conteniendo un ataque de risa, que explota cuando dejo caer mis colosales nalgas en el sillón del vestíbulo. Mientras espero impaciente a que se me permita entrar al patio para encontrarme con Mitzi, celebro la ocurrencia de mi amigo Óscar. Qué buen mote para este sitio, porque Las Góndolas se encuentra en la calle de Venecia. Él fue quien me trajo a este lugar. Desde entonces, jamás he vuelto acompañado. La verdad es que las actividades en equipo me cohíben. Invitan a una competencia que me desagrada. Aquel día, me presumió que Las Góndolas lo había liberado de la necesidad de buscarse una novia. Ante esa promoción, yo no sabía si sentirme atraído o atemorizado. No lo pensé demasiado, pues tenía seis meses sin acostarme con alguien. Había quedado deprimido tras una ruptura y la vuelta de la libido a mi vida era un suceso que no quería desaprovechar. Las Góndolas es un lugar fenomenal. Primero, porque se ajusta perfectamente a mi presupuesto. Nunca he sido muy desprendido con el dinero, ni siquiera en aquello que me produce placer. Prefiero revolcarme en un catre con una prostituta

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desdentada y lépera que hacerlo con una mujer elegante, cuya segunda boca oculte una dentadura de barracuda. Segundo, porque me parece imposible involucrarme sentimentalmente con alguna de ellas. Usan un perfume muy desagradable que se impregna en toda mi ropa. Cuando vuelvo a casa, mi perro Sac no me deja tranquilo por un buen tiempo. Husmea casi con lujuria la parte más recóndita de mi pantalón. En tanto me olfatea, pienso que hay que ser un animal para embelesarse con alguien que despide semejante tufo. Cuando comencé a venir me sentí victorioso. Al fin le estaba ganando al dolor una de tantas partidas. Me parecía imposible involucrarme con alguna de ellas. Cogería con impunidad durante el tiempo que me diera la gana. Sólo tenía que desprenderme de una cantidad monetaria mínima y a cambio ganaba mu­cha paz. Doscientos pesos por media hora. ¿Quién podía obsesionarse con alguien en ese tiempo? Tres posiciones. Era un mundo de posibilidades que no despertaban interés para mi única finalidad. Lo cierto es que con una me bastaba. Era la que me permitía terminar. Yo arriba, ligeramente cargado sobre el costado izquierdo de su cuerpo. Las muchachas se quejaron de mi sobrepeso. La única a la que no le molestó fue a Lety. Ella había sido la muchacha más solicitada de Las Góndolas hasta que llegó la Vampirita, quien comenzó a trabajar en el tugurio la noche de brujas. De ahí que un policía del sector 18, con bastante sentido del humor, comenzara a llamarla así. El apodo se le quedó. Madame Villalba celebró mucho la ocurrencia de quien se había vuelto el primer fanático de la nueva chica. Dulce María se apropió de su reciente apodo con gran entusiasmo. Puedo decir que le permitió renovar esperanzas en el oficio, sobre todo porque la empoderó. Se maquillaba inspirándose en el reciente sobrenombre que le abría las puertas hacia una nueva vida. También logró advertir que tenía unos colmillitos filosos que

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podía usar como arma para quitarse de encima a los clientes que se ponían muy pesados, o bien, para hacerlos regresar, si es que encontraban sus mordidas como un condimento imprescindible del placer retorcido. De inmediato se convirtió en la más socorrida del lugar. Naturalmente, despertó la envidia de sus compañeras, entre ellas la de Lety, quien no aceptaba de buena forma la competencia. Yo soy de los pocos que la sigue eligiendo por encima de Dulce María. Desde hace algún tiempo encabezo su cada vez más reducida lista de clientes. Un día Hilario, el policía, me preguntó inquieto sobre la causa que me orillaba a seguir cogiendo con esa pinche vieja guanga, pedera y tullida (porque Lety es cojita). Le respondí que se debía a la misión que tenía en este mundo: proteger a los menesterosos y socorrer a los desvalidos. Los clientes suelen burlarse de su andar, incluso lo imitan, aunque siempre a sus espaldas, pues no quieren recibir un bastonazo. Una vez Lety dejó noqueado a un cliente borracho que hizo un comentario despectivo. Madame Villalba no se atrevió a correrla, pero la obligó a pagar las cuentas de los estudios realizados y el soborno a un policía que amenazó con cerrar el changarro esa misma noche. Para Lety nada es suficiente y eso me encanta. Sé que jamás podré complacerla. Ser la segunda opción la enloquece. Me lo dijo una vez en la cama dirigiéndome una mirada llena de rabia. Lo hizo apretándome los huevos con determinación. Por mi parte, me limité a asentir con un agudo quejido que imploraba recobrar mi virilidad. Una vez que una mujer me atiende bien, es difícil que una experiencia nueva despierte mi interés. Además, Lety cumplió mi deseo de contarme detalladamente cómo se la había metido el marido de su tía la noche del año nuevo, mientras yo bufaba de placer, logrando una eyaculación rabiosa.


Solamente me he acostado dos veces con la Vampirita, pero fue porque Lety estaba muy enferma y se había quedado en casa. Tuve que pedirle a Madame Villalba que fuera discreta porque, si Lety se enteraba de lo que había hecho, de seguro tendría problemas. Cuando los celos la dominan, la Cojita es temible. La transformación de su rostro y sus ojos incendiados me horrorizan. Eso me orilló también a pagarle una suma extra a la Vampirita para que reprimiera el deseo de humillar a su enemiga. Lo malo fue que de inmediato decidió pedirme más dinero. No quise pagarlo, así que para detener las ganas que tenía de revelarle a Lety que la había traicionado, ofrecí cumplir cualquiera de sus deseos. Entonces, la cada vez más hábil prostituta, me pidió que bañara a Mitzi, su cocker spaniel, a cambio de silencio y heme aquí intentando cumplir con mi parte del trato. Meterla en la tina ha sido todo un reto, una tarea imposible. Se trata de uno de los animales más déspotas que he conocido. La Vampirita me ha dicho que no desespere. Prometió ser compasiva y darme una semana completa para lograr la encomienda. He aprovechado la nueva dolencia de Lety para acudir diario a Las Góndolas. Paso alrededor de seis horas al día con Mitzi. La paseo con su correíta color de rosa alrededor del patio central, donde destaca una fuente cuyo chorro de agua sale del culo de un Cupido. También le cambio el agua de su traste, me obligo a que siempre tenga alimento y, por supuesto, me ocupo de su mierda. La recojo con gran esfuerzo, ya que no estoy acostumbrado a flexionar mi tronco tantas veces al día. Los continuos movimientos que realizo me producen dolores de espalda. He pensado en claudicar, sobre todo por el espectáculo que doy cuando me agacho. Los pantalones se me caen y sobresale el pliegue que parte mis nalgas. Esto provoca agudas y punzantes carcajadas de la Vampirita y compañía. Sin embargo, el miedo a la rabia de Lety fortalece la determinación de lograr mi cometido e ignorar lo que ocurre alrededor de mi empresa.

La perrita me ha aceptado, aunque hasta el día de hoy no he podido meterla en la tina. Mitzi siempre está alerta y parece tenerle miedo al agua. Soy cuidadoso en mantenerla tibia; pero, cuando intento arrojarla, se mueve con desesperación y se escurre de entre mis brazos. No la aprieto con mayor fuerza porque temo lastimarla. Me es imposible olvidar que, cuando tenía doce años, asfixié a un gato por no medir los alcances de las demostraciones físicas de mi incontinente afecto. La perrita se ha tomado unas libertades a mi juicio desproporcionadas y no por ello exentas de morbo y simpatía. Se deleita con mi pierna frenéticamente. Esa ha sido la consolidación de nuestro vínculo, pero no he podido bañarla. La aviento con una fuerza moderada, aunque vuelve una y otra vez con bríos renovados. Ayer, harto ya de luchar con ella, permití que gozara de mi pierna por algunos minutos más. Sin embargo, terminé por interrumpirla abruptamente. Mi corpulencia no ha sido de gran ayuda, me dificulta agacharme para poder cargarla y zambullirla en el agua. Entonces, mueve su cuerpo con desesperación hasta que la suelto y cae al piso toda descompuesta. Es un milagro que no se haya roto la espina. Finalmente, Madame Villalba permite que entre al patio. Me siento en la banca de siempre. Las muchachas observan divertidas desde sus habitaciones. La perrita corre ansiosa hacia mí. Estiro la pierna y me dispongo a complacerla hasta dejarla exhausta. Se sirve de mi extremidad, mientras con la punta de mi zapato hago lo posible para saciarla. Por un momento, miro compasivamente mi panza que implora por algo de comida. De pronto, ya no escucho las risas ni los chiflidos de la Vampirita y las demás chicas. Tampoco pienso en la furia de Lety. Mantengo mi cuerpo firme, mientras miro cómplice el gesto de placer de Cupido y escucho el agua incesante. Entonces, espero el momento en el que Mitzi se encuentra rendida y, cuando lo advierto, la meto en la tina y empiezo a cubrirla de espuma.

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profanos y grafiteros

Sergio Ramírez

y la soledad del beisbolista: “El centerfielder” y “Juego perfecto” Moisés Elías Fuentes

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El centerfielder Tim Raines Jr. de los Orioles de Baltimore y su compañero Larry Bigbie durante un partido frente a los Medias Rojas de Boston en septiembre de 2003 en Baltimore, Maryland. (Fotografía: Doug Pensinger/Getty Images)


“El béisbol y la poesía fueron los únicos aportes positivos que dejaron las invasiones estadounidenses en Nicaragua”, aseguran muchos escritores nicaragüenses que dijo el poeta José Coronel Urtecho, aunque también adjudican la declaración a otros, por lo que preferí no constatar quién la dijo, porque lo importante de la aseveración, a pesar de ser imprecisa, es que subraya un aspecto esencial si se quiere comprender la evolución cultural del Caribe en el siglo xx, para bien y para mal: la influencia de los Estados Unidos. Y si califico a la aseveración de imprecisa, es porque el béisbol llegó a Nicaragua en varias oleadas y no de un golpe, con la romántica imagen de los marines corriendo las bases, mientras los jóvenes nicaragüenses apreciaban la belleza del recién descubierto deporte; así como tampoco corresponde a la realidad la idea de los marines departiendo en las tertulias literarias y leyendo poemas de Ezra Pound, T.S. Eliot o William Carlos Williams. Lo que sí es cierto y verificable es que la cultura de masas de Estados Unidos se mezcló —de manera ya agresiva, ya sutil— con las culturas populares de la cuenca del Caribe; del Golfo de México, Venezuela y de Cuba a las dos costas centroamericanas. Y en esa mezcla se incluye al béisbol, que sin dificultades sentó sus reales por casi todos los países del Caribe, por lo que un recuerdo de mi infancia es común a muchos caribeños: los mayores que literalmente sitiaban al viejo radio de transistores para escuchar el juego del sábado por la tarde, cuando amainaba un poco el sol abrileño. Como el rugby para varios países de África y Oceanía, o el futbol para casi el mundo entero, el béisbol es religión en casi todo el Caribe, y de paso en varios países del Asia mayor. Nicaragua es país beisbolero a pesar de que sus vecinos, El Salvador, Honduras y Costa Rica, son moridores con el fútbol, y aunque en Nicaragua se festejan los éxitos futboleros de sus vecinos y durante los mundiales apoyan a las selecciones latinoamericanas, sobre todo las de Brasil y Argentina, la casaca que de verdad enciende las pasiones nicaragüenses es la de béisbol, y más si se juega contra las selecciones de Cuba o Estados Unidos, sempiternos cocos de la selección “pinolera”. Curiosamente, a pesar de tal tradición, pocos escritores le han dedicado algunas de sus páginas al béisbol. Prueba de ello es que las pocas historias de este juego en Nicaragua que se han escrito se advierten faltas de sustento, demasiado panorámicas o demasiado anecdóticas, lo que deja una pobre idea de cómo arraigó en la cultura popular este juego, porque la clave de todo deporte es, al fin y al cabo, cómo se convierte en parte de los rasgos identitarios de un pueblo, y el viejo New York Game es desde hace mucho uno de los rasgos que dan identidad y sentido de pertenencia a buena parte de la cuenca caribeña.

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He dicho que casi ningún escritor nicaragüense ha dedicado algunas de sus páginas al béisbol, pero señalo que esos pocos por lo común han regalado páginas dignas de leerse y releerse. Curioso, no siempre se tra­ta de fanáticos de los que atiborran los parques de pelota los fines de semana, pero sí autores que han percibido a plenitud las aristas de un juego de suyo extraño, donde un jugador solitario tiene que sortear la habilidad de nueve contrarios. Cuentista, novelista, ensayista, desde los inicios de su carrera literaria, Sergio Ramírez destacó por su agudeza para captar los grandes temas de la historia nicaragüense y reflejarlos mediante una prosa depurada en la que se combina la parquedad descriptiva con el habla popular, de manera tal que ha evitado caer en los folklorismos de souvenir que dañan la prosa de otros centroamericanos. Pero así como aborda la historia, Ramírez también tiene buen ojo para los temas populares, y el béisbol nicaragüense le debe al menos los dos cuentos que motivan estas líneas. Nacido en Nicaragua el cinco de agosto de 1942, como todos los escritores surgidos hacia la década de 1960, Ramírez atestiguó la época de oro del béisbol nicaragüense, en la que surgieron leyendas beisboleras y sus días de triunfos monumentales, aunque también de fracasos estrepitosos que hundieron en el olvido a quienes los sufrieron. Y es ese microcosmos de éxitos efímeros y derrotas interminables la base sobre la que Ramírez escribió en aquella década “El centerfielder”, el relato de un ex beisbolista agobiado por el infranqueable recuerdo de un único error en el campo, que terminó redefiniendo su vida. Escrito y publicado en 1969 como parte del libro Nuevos cuentos e incorporado después al volumen de Charles Atlas también muere, publicado en 1976, “El centerfielder” se sostiene en uno de los recursos técnicos preferidos de Ramírez: la elipsis narrativa, que funciona aquí para relatar la historia del “Matraca” Parrales, ex jardinero central de las ligas profesionales, preso bajo la acusación de colaborar con la guerrilla que lucha contra la dictadura del general Anastasio Somoza Debayle.

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Afecto a los temas históricos, en “El centerfielder” Ramírez utiliza a la historia como telón de fondo, al punto que no se menciona al entonces clandestino Frente Sandinista ni al dictador Somoza, sino que ambos emergen para los lectores por el contexto y el año en que está fechado el cuento. El drama esencial del cuento no es el del ex beisbolista y su relación con el movimiento guerrillero, sino la relación de aquél consigo mismo, así como las consecuencias de su personal toma de conciencia humana. El “Matraca” Parrales no está agobiado por la acu-­ sación que pesa en su contra, sino por el peso de un error como jugador que no lo ha dejado desde el instante en que ocurrió. El cuento, pues, se divide en dos tensiones, la del recuerdo y la del presente: Era casi igual la plaza, con los guarumos junto al atrio de la iglesia y yo con mi manopla patrullando el centerfield, el único de los fielders que tenía una manopla de lona era yo y los demás tenían que coger a mano pelada, y a las seis de la tarde seguía fildeando aunque casi no se veía pero no se me iba ningún batazo, y sólo por su rumor presentía la bola que venía como una paloma a caer en mi mano. —Aquí está, capitán —dijo el guardia asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Desde dentro venía el zumbido del aparato del aire acondicionado.1

Joven escritor al concebir este cuento, se advierte cierta vaguedad en el relato del nicaragüense, que quizá pudo haber estructurado un discurso más fluido y amplio. Pero apartando este desliz, resalta la habilidad de Ramírez para el manejo del tiempo narrativo y en especial el uso de la analepsis, la que trabaja con tanta fineza que da el efecto de entablar un diálogo con el presente. Acosado por su falta como jugador, la que malogró su carrera deportiva, Parrales vislumbra la posible redención al no traicionar a los guerrilleros

Sergio Ramírez, “El centerfielder”, en Perdón y olvido. Antología de cuentos (1960-2009). Selección y edición de Francisco Ruiz Udiel y Ulises Juárez Polanco, Leteo Ediciones, Managua, 2009.

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por bolas, pero no logró pasar de primera, lo agarraron movido; después un hit más, pero no hubo nada, una línea de aire a las manos del pitcher, un ponchado, el juego iba rápido. Otra vez el Bóer iba a batear y en el lucky seven, al muchacho le tocaba enfrentar la batería gruesa, una carga pesada aquí en el cierre del séptimo inning, el inning de las cábalas, las sorpresas y los sustos. A temblar todo el mundo.2

camaradas de su hijo; toma de conciencia que no es ideológica, sino humana. Por ello el sacrificio del centerfielder es el momento clave en que puede volver al pasado y atrapar la bola que perdió años atrás en un partido contra Aruba: —Era beisbolista, así que inventate cualquier babosada: que estaba jugando con los otros presos, que era centerfielder, que le llegó un batazo contra el muro, que aprovechó para subirse al almendro, que se saltó la tapia, que corriendo en el solar del rastro lo tiramos.

De manera sobria, pero no fría, Ramírez emparienta las dos realidades de la Nicaragua de entonces: la de las aspiraciones de gloria y fama propias de un pueblo ayuno de ellas, y las de un sistema dictatorial que había impuesto su personal y muy cruel versión de la realidad. Entre ambas, el béisbol como único alivio posible. Pero si “El centerfielder” lo escribió un joven, “Juego perfecto” lo hilvanó un autor ya veterano, dueño de una técnica más definida pero aun así capaz de hacerla a un lado para permitirse otra incursión, desde el plano de la sensibilidad, en el microcosmos beisbolero. De la mano de un viejo que asiste todos los días al estadio para presenciar el improbable debut de su hijo como pitcher, Ramírez se da el lujo, incluso, de ubicar el debut del jugador todavía adolescente en un partido entre el San Fernando de Masaya y el Bóer de Managua, dos equipos de vieja data en las ligas nicaragüenses. Publicado en la colección de cuentos Clave de sol en 1992, y reeditado como título de una colección de cuentos, en su mayoría deportivos, editada por Ramírez en 2008, “Juego perfecto” entraña uno de los temas caros a la narrativa deportiva de Ramírez: la soledad de la derrota, que en este caso carga un muchacho de diecisiete años, aunque es todo el equipo el que perdió el juego. Con inteligencia, Ramírez comprende la fluctuación de tensiones y distensiones que distinguen al béisbol y las vierte en el relato de una manera equilibrada: Y la apertura del séptimo inning, el inning de la suerte. El San Fernando al bate: un hombre recibió una base

En “Juego perfecto”, Ramírez traza un relato lineal, cuya emotividad surge de su sencillez y cotidianidad; no por nada la narración “sólo en apariencia” se centra en los personajes que acompañan al padre del joven pitcher, y digo sólo en apariencia, porque tanto padre como hijo están solos, preparados para el triunfo o la derrota, el extraño instante en que el jugador, y nosotros con él, comprende que el béisbol no es sino una metáfora de la vida, en que alguien sale de casa y anda por terrenos hostiles hasta que regresa al hogar, el home anhelado pero no siempre recobrado. Y es en la conciencia de la soledad donde Ramírez consigue uno de sus mejores pasajes narrativos, que recupera la belleza y la dureza del béisbol, que es en el fondo lo que admiramos de este viejo y generoso deporte: Mientras comía se quitó la gorra para secarse el sudor del pelo y una ráfaga de viento que arrastraba polvo desde el diamante se le llevó la gorra. Él se levantó presuroso para ir tras la gorra del muchacho, y logró recogerla más allá del home plate. Del lado del rightfield comenzaron a apagar las torres. Sólo quedaban los dos en el estadio, rodeados por las graderías silenciosas que empezaban a ser invadidas por la oscuridad. Volvió con la gorra y se la puso cuidadosamente en la cabeza al muchacho, que seguía comiendo.

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Sergio Ramírez, “Juego perfecto”, op. cit.

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El parque Álamos y una cascarita de básquet Jesús Vicente García

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i El puente de Viaducto divide las delegaciones Cuauhtémoc y Benito Juárez, y también separa a la colonia Algarín de la Álamos; y si se camina hacia el sur, en cinco minutos se llega al primero de los veintitrés parques de la Benito Juárez, el Álamos, que oficialmente se llama Jardín Felipe Xicoténcatl (nadie le dice así), militar que participó, entre otras, en la batalla en contra de la invasión norteamericana, a mediados del siglo xix. Ese parque está situado entre las calles Isabel la Católica y Castilla, y entre Cádiz y Soria, y, transversalmente, Fernando, la calle por la que ingresamos a las canchas de básquet los que llegamos por Bolívar, ángulo desde el que vi por primera vez a Basilio, el grandote, o el “Güero”, como suele decirle la voz basquetbolera popular. Ganaba los balones en el tablero con muy buena técnica, era evidente su preparación en equipos serios. a A lo largo de mi juventud, de una u otra forma, siempre llegaba al parque. Si estaba crudo, la cancha me invitaba a cascarear para sacar las toxinas. A veces fue cantina al aire libre para beberme las últimas cervezas de la parranda bajo el tablero de básquet o viendo hacia el terreno de fut que está a un lado. Hubo un momento de mi vida, o un proceso, en que adquirí, sin percatarme de ello, el vicio de la lectura. Intenté compaginarla con el baloncesto. Algunos años ganaron las letras, pero no me separaba del parque, así que si no iba a la Biblioteca México en Balderas, me iba al parque Álamos a hincarle el diente a alguna novela. Ya más grande, casado, después haber estudiado letras hispánicas, regresé, aunque antes las canchas de la uam Iztapalapa me prepararon para las siguientes cáscaras de mi vida. Fue por el 2009 que en el tianguis de la Doctores me encontré al “Greñas”, un bróder de juventud y de esclavitud laboral; fuimos mensajeros, trabajamos en una imprenta e hicimos limpieza en un edificio en Tepito para ganarnos la vida, y la vida nos desunió: el “Greñas” partió hacia Acapulco a trabajar de mesero y por años no supe de él. Yo entré de obrero. En este reencuentro sorpresivo, casi cuarentones, regresamos al Álamos a echarnos una cáscara. Jugamos tercias. Basilio era nuestro opositor. Resultaba difícil ganarle los balones debajo del tablero con su casi uno ochenta y nuestro uno sesenta y cinco. Nuestro juego tenía que ser por abajo y muy aguerrido, como la vida misma. ii En el parque Álamos (mi infancia, pubertad y adolescencia) corrí entre su andadores setenteros terrosos y lodosos en tiempo de lluvias. La cancha de futbol en lugar de pasto, como ahora, tenía más piedras que tierra; una caída hacía

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trizas las rodillas, las manos, los codos, la cara. Ahí hice mis pininos en materia deportiva en un equipo cuyo nombre no recuerdo. Yo quería ser portero y lo fui a mis nueve años; los guantes no servían para maldita la cosa porque la dureza del piso era terrible; los balones eran de cuero, por tanto, al mojarse, un trallazo en cualquier parte de nuestro enclenque cuerpo dolía Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco más que una mentada de madre, pero ahí estábamos niños de la cuadra y calles circunvecinas en el cuadrilátero del juego del hombre; al crecer, dejamos el futbol por la cerveza, el cigarro, la música, la hojalatería, el ocio, la literatura, el mismo básquet. Me encantaba el olor del pasto mojado, beber agua de un tubo que salía entre el pasto y que jamás me hizo daño; gozaba el sudor que corría por mis patillas, por el cuello, por el rostro, era para mí signo de fortaleza; corríamos sin cansarnos. La mayoría, jóvenes de clase baja, unidos por un balón de cuero. En la pubertad, la secundaria unió a unos y desunió a otros; ahí cambié el futbol por el básquet. En esa época supe que oficialmente se llama Parque Xicoténcatl, en honor al militar que en 1847, compañero de los Niños Héroes, también se envolvió en la bandera y no dejó que el enemigo se la llevara (el gusto por la bandera en los militares me sorprende), aunque acabó muerto con catorce balazos, dice la historia; no lo sé de cierto, diría Sabines. Los andadores ya tenían asfalto, cero piedras. b Empezamos a ir cada ocho días. Basilio nos platicaba de los equipos en los que ha desfilado. A la tercera semana supe que ya nomás le faltaba cursar dos materias y la tesis para ser licenciado en Letras. Vi cómo sudó la gota gorda, aunque en las can­chas sacaba el estrés. Conocí a Vera, su mamá, muy guapa. Hablamos mucho de algunas novelas de la Brozon, que a Vera tanto le gustan. Pero siempre volvíamos al básquet y al Quijote. Basilio juega desde la primaria; en la secundaria y la prepa fue seleccionado, y como estudió en escuelas de paga, iba poco al parque Álamos. Al platicarle todo esto, y de cómo era en los setenta este lugar, se sorprende y escucha con atención. El deporte nos unió, la literatura convirtió la charla en amistad, igual su tono fresa al hablar, y con cierta ingenuidad que me hacía gracia: esos deseos de parecer que sabía mucho de la vida, me agradaba; es posible que así fuese yo cuando apenas salía del cascarón veinteañero, pero Basilio en la cancha es un maestro del balón, goza al tocarlo, salta, dribla, pivotea, tira, defiende y ataca como un león, como don Quijote, ciertamente.

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iii Durante treinta años, en el parque vi todo tipo de basquetbolistas y aficionados que realmente se enojaban cuando su equipo no encestaba, peleas (incluido yo), torneos de mujeres a los que nos quedábamos embobados, jugadores crudos que daba miedo acercárseles, olían a “nenúfares putrefactos”, diría el Gran Sarán (Andrés Soler) en la película Lo que le pasó a Sansón. Por cierto, nunca tuve una novia ahí, como muchos sí lo pueden presumir. Basilio no me cree, no porque yo sea un galán, sino porque ve que conozco a mucha gente. “Tas gacho, pero eres simpático”. “Pues tú tas bonito, pero muy pendejo”, y volvemos al juego de manos, nos correteamos y nos reímos, y así como entró la literatura a mi vida —esa adicción de leer otras vidas, conocer otras formas, otras situaciones distintas a las mías, espacios que jamás imaginé, viajes a la luna o a otros planetas—, de esa manera —como el basquetbol, juego que exige disciplina, concentración y estrategia—, así comenzó la amistad con Basilio. Por eso quise contar esta historia desde la cancha de básquet del parque Álamos, pues el mismo “Greñas” subió una foto al féis en la que estoy botando aquel balón que compramos entre Miguel, Víctor, Norma y yo en el mercado Hidalgo; Miguel me está viendo y Norma al fondo platica con “Capulina”. Me dio eso que llaman nostalgia, difícil controlar. El deporte me ha acercado a gente como Basilio y sus cuates, e incluso debo decir que cuando le presté Corre, Conejo, de John Updike, nos la pasa­mos platicando horas. “¿Cuántos Harry ‘Rabbit’ Armstrong hay, o cuántas veces lo somos al no querer enfrentar el mundo y sólo vivimos de glorias anteriores? Arm­ s­trong es un fracasado por no agarrar al problema de frente. Esa novela no tiene madre”, decía el analítico Basilio. Agradecido, me invitó a los sopes que están en la esquina de la primaria Chiapas para que sepa lo que es bueno. “Antes que nacieras, yo comía aquí con los cuates. Los sopes de Olga”. Un día le contaré esa historia. c Hubo mañanas ochenteras que Miguel y Norma pasaban por mí a la vecindad a las siete de la mañana para irnos a las canchas. Allí íbamos sobre Bolívar, botando el balón, riéndonos de las cosas que decíamos, o Miguel contando la película Cujo; o Norma se quejaba que su hermana pusiera toda la mañana el reciente disco de Scorpions, Blackout, regalo de su novio roquero. Al llegar al parque, hacíamos ejercicios en el pasto y luego entrábamos a la cancha. El famoso “Capulina”, que quería con Norma, nos saludaba en cuanto nos veía; en las retas siempre hacía pareja con la susodicha. Norma era una chava llenita, guapa, tenía su pegue; con ella y otros cuates más nos íbamos a las fiestas en la Obrera, a los quince años, bodas, tocadas por amor al arte, y se arreglaba bien, le gustaba más el básquet que bailar, y estudiar más que Miguel, Víctor y yo.

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Al término de la secundaria, cada quien tomó rumbos bien distintos, unos a la prepa, otros a trabajar, otros a las dos cosas, algunos se embarcaron y tuvieron hijos desde jóvenes, otros se convirtieron en rateros, algunos entraron a la burocracia gracias a las bondades del influyentismo familiar. Pero antes de eso, vino el terremoto, y por un tiempo dejamos esa cancha de básquet, por cierto, la primaria de enfrente quedó mal y creo que volvieron a rehacerla. A Norma, desde que entró a la prepa, la vimos pocas ocasiones, alguna fiesta, en su cumple, le enviábamos saludos mediante su hermana más grande, porque casi no la veíamos. “Yo tampoco”, decía. Lo último que supe es que se tituló en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Miguel y yo vivimos cosas semejantes, trabajar en donde se pudiese. Miguel se fue a Uriangato, Guanajuato, a principios de los noventa. Le iba bien. Parece que ahora la cosa es distinta (el narco, las extorsiones, las muertes). iv El sabor de la cancha, los gritos, las idas a la tienda, las peleas, conocer gente, recordar a otras, el amor al básquet por el que conocí a Basilio, me llevó a contar esto. Ha ganado mi amistad. Después de todo, es un buen tipo, aunque sea fresa, ingenuo, querendón y menso con las mujeres, pero así es el bato, el licenciado, el maestro, el galán; y ya que le cuento esto, igual le digo que en la colonia donde él vive, la Álamos, también vivió Lucía Méndez, el cantante Manolo Muñoz, dos elementos del Escuadrón 201 (el Sr. Google me lo confió), y es posible que en ese parque, cuando no tenían asfalto los andadores, cuando la cancha de fut de pasto era de piedra, cuando el agua no contaminaba al beberla de los tubos o de cualquier llave de algún edificio, en los setenta, se conocieron Ernesto Zedillo y Nilda Patricia, y no me digas quiénes son porque sería imperdonable. Me ve y me quiere dar un golpe en el brazo. Lo esquivo. Sonríe. “¿Y habrán ido a algún hotelito de por acá?”. Su cara de pícaro me da risa, pero no me río. Vemos jugar tercias a unos treintañeros. Se acerca un güero, casi escandinavo, y en su español poco fluido nos dice que si hacemos la reta. Estoy a punto de decir que no, que yo ya estoy cansado, pero Basilio dice sí a la menor provocación. Entramos. Jugamos. Sudamos. El parque se llena de mirones, jugadores, niños, padres, perros, vendedores de paletas. En un descanso, Basilio me pregunta en qué año entró Zedillo al poder. Cuando mataron a Colosio, respondo, cuando el sub Marcos escribía comunicados, cuando Camacho Solís renunció al pri, cuando se devaluó el peso, cuando una cascarita de básquet era el mejor remedio contra el estrés, aún podías beber agua del parque, pero debo seguir jugando igual que la vida misma.

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Nobleza callejera Ramón Castillo El marchista Raúl González de México en la prueba de los 50 kilómetros durante los Juegos Olímpicos de 1984. (Fotografía: Steve Powell/Getty Images)

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…me limité a mis pies, a mi sentido del cansancio. Fabio Morábito

En la Inglaterra de inicios del siglo xviii, la palabra de origen latino pedestrian dejó de referirse únicamente a la persona que se desplaza servida de su natural sistema de locomoción. Abrazó un significado más y se convirtió en un calificativo para endilgar a las cosas que se considerasen de naturaleza llana y hasta vulgar. Dicha coincidencia, que también tiene lugar en el español, no se quedó ahí. El salto verbal dado por los ingleses incluyó otra variante. En aquella época, pedestre fue un vocablo que se comenzó a utilizar para referirse a algo que, a diferencia de la sofisticación de la poesía, estaba escrito en prosa y que, además, se abocaba a perorar sobre asuntos de naturaleza trivial. De esta manera, un texto que no estuviera conformado por la aritmética perfección del verso solía merecer el adjetivo de marras. Así nació la afortunada y elocuente liga que hermana a la caminata con el acto de escribir, al tiempo que fincó la ascendencia británica sobre una peculiar variante del discurrir verbal, imaginativo y terrestre. Qué mejor ejemplo de prosa ambulatoria y mundana que el ensayo; y qué mejor escuela que la calle para ofrecer una saludable, así como nutrida cantidad de oportunidades para que los dos registros se avengan con fortuna. Deporte cuya nobleza radica en su indiferencia ante el mundo y la com­petencia, la caminata se ha caracterizado por ser literatura a ras de suelo. Dar pasos es un ejercicio que ensaya nuevos derroteros sobre la superficie del mundo. Así, ambas prácticas, la literaria y la andariega, refrendan su mutua cercanía, al tiempo que confirman que para ensayar es preciso tener propensión por la nimiedad de los objetos y sentir debilidad por un andar descuidado que juega con la hipnótica fascinación ante lo baladí. Vagabundear entre avenidas e ideas es una imagen cuya atracción ha tendido puentes que facilitan el desplazamiento físico e imaginativo pero, especialmente, un pretexto perfecto para recorrer las anfractuosidades que ambos despliegues gimnásticos generan en sus aficionados. Caminar y escribir, verbos vitales y placenteros como sólo unos pocos, son motivados por inquietudes contingentes e inesperadas, lo que imprime a sus resultados las sugestivas marcas tanto de la coquetería como del capricho. El afortunado cruce de caminos nos muestra, por un lado, el alma indomeñable del ensayo, su naturaleza amorfa, rebelde e inquieta; y por el otro, los rasgos más distintivos sobre la cercana relación que ha mantenido con el viejo oficio de callejear.

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En este sentido, vale la pena echarle un ojo a El arte del paseo inglés, libro antologado por Luigi Amara, pues muestra un racimo de excursiones y digresiones en el que se presentan veredictos a favor y en contra de la caminata, puntos de vista que, siempre ingeniosos, abordan el tema no con el interés de zanjar una cuestión sino para celebrar el noble ejercicio, demostrando que en todo deambular, ya sea mental o escrito, la imaginación junto con una adecuada dosis de originalidad son las insignias que distinguen a un buen paseante. Thomas de Quincey y William Hazlitt, autores que pueden considerarse padres de dos maneras distintas, aunque no necesariamente opuestas, de entender el hábito de la errancia son un pasaje indispensable si uno busca convertirse en un caminante de alcurnia literaria. Eminentemente citadino, De Quincey se pierde por los laberintos londinenses de la mano de un recuerdo, el de su querida Ann, pero también aprovecha el viaje para hacer explícita su afición por los influjos del opio, especialmente cuando se maridan con los rumbos y distancias de la capital inglesa. Hazlitt, en cambio, tal vez por su proclividad a la misantropía, abraza el paisaje abierto, pacífico y solitario del campo, rehuyendo el aje­treo y bullicio de la metrópoli. Enrique Vila-Matas, al recordar las páginas de éste, señala que su prosa nos contagia de esa respiración andante, cadenciosa, profundamente humana, distendida y luminosa que sólo el paseo puede imprimir en quien escribe y, por extensión, en quien lo lee. Fiel a su gusto por la pintura, Hazlitt plasma con énfasis las reverberaciones de la vegetación, las tonalidades del paisaje y la sucesión de emociones que el camino impregna en sus pensamientos, no sin advertir la añoranza implícita de todo viaje: abandonar la vida cotidiana y buscar nuestra callada desaparición. Continuadores de ese debate cordial y lúdico entre la estirpe de los aplanadores de calles o los dibujantes del paisaje abierto, se suman Charles Dickens y Robert Louis Stevenson, ensayistas de pedestre nobleza, quienes prolongan el paseo desde flancos opuestos. Una vez más, entre la urbe y la naturaleza pareciera abrirse

una discusión en el que ningún espacio anula al otro, sin embargo, mediante sus respectivos defensores se favorecen los circunloquios que enaltecen, ante todo, la deriva sobre el trayecto unívoco. En este tenor, no podía faltar Virginia Woolf y su célebre cacería, entre avenidas e impresiones, en pos de un humilde lápiz. Mediante la lectura la acompañamos en un frío atardecer inglés, desde Bloomsbury y hasta las inmediaciones del río Támesis, con el fin de atestiguar un desfile de personajes que despiertan la tentativa de imaginar destinos azarosos y variopintos, acaso para escapar hacia otras vidas, acaso para perderse en otras mentes. La coincidencia nace de un ardor por evadir la línea recta y preferir, en su lugar, los giros de último momento, la improvisación pero, especialmente, la ociosidad. Así, la caminata se vuelve un recurso estético y vital, una manifestación de estilo propio, una suerte de expresión lúdica de nuestro albedrío. Por otro lado, si de caminar se trata, mediante un copioso y ameno discurrir, Rebecca Solnit nos recuerda en su libro Wanderlust. Una historia del caminar, el poder simbólico de este acto. La resistencia que origina y, también, la cohesión que puede generar en quienes lo hacen juntos, conscientes del peso que su marcha tiene en el lenguaje social. En una época que utiliza con desparpajo términos como eficiencia y productividad, la caminata nos salva de las dinámicas de economía salvaje, recordándonos que su naturaleza es humilde, extravagante y autosuficiente. Su práctica cuestiona algunos de los imperativos con los que tenemos que lidiar de manera cotidiana, siendo el primero de ellos el de recordarnos que para caminar no debería de haber mayor motivo salvo el placer de hacerlo. No recurrimos a esta práctica con el fin de engrandecer el culto a la quema de calorías, ni competir contra otros o disminuir nuestra huella de carbono, se trata sólo de poner en marcha la maquinaria del pensar, el acto de reescribir la ciudad. A diferencia de los deportes de alto rendimiento, profesionales y, por tanto, sometidos a estándares donde

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el dinero y la publicidad definen la brillantez de una carrera, la caminata nos recuerda el poder del cuerpo y su libertad, la necesaria impudicia que hay que tener para preferir nuestros pies a cualquier otro modo de desplazamiento. Al andar definimos trayectos, pero también hay una integración con el ambiente, una vivencia real que no está sometida a las deformaciones y distanciamiento que imponen los medios de transporte. Al inclinarnos por este tipo de locomoción, apostamos también por una manera de vivir que desconfía de los horarios rígidos, de la velocidad a toda costa, del desplazamiento que niega el espacio que atraviesa. En su lugar, participamos de un acercamiento directo con la urbe, un movimiento en el que uno se apropia de las particularidades más inesperadas del camino y descubre en sí mismo el eco de los pasos de generaciones anteriores. De esta manera, se hace aún más explícita la línea que comunica al ejercicio ensayístico con la aventura pedestre pues, a su manera, cada una de ellas nos muestra la necesidad de tantear rutas disconformes, alternati­vas e impensadas. Decía Balzac que al meditar en torno a ese acto elemental y primigenio que es el caminar, nos estamos aproximando a terrenos en los que todos los sis­temas filosóficos, psicológicos y políticos convergen. Porque en ese trance, tan en apariencia simple, se han definido derroteros esenciales de la historia humana. Nadie puede ser ajeno a la aventura de conocer el mundo mediante la suela de los zapatos, ya que en su práctica, por nimia que sea, regresamos al ori­gen esencial de nuestro tránsito por este planeta. Sucede lo mismo con el ensayo, que no es otra cosa que salir a dar un paseo que, muchas de las veces, suele terminar en un hallazgo o una pérdida total del rumbo. Su aparente fruslería es la mascarada perfecta para rodear territorios diversos con total desenfado, celebrando el primordial empuje que alimenta el espíritu del curioso. En dicho apremio, Solnit señala que es preciso recobrar la intensidad que está de por medio al utilizar el cuerpo, la imaginación y la mente para evadir los páramos

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que las ciudades y sus aparentes comodidades tienden alrededor de nosotros. Leer libros sobre la caminata amerita que se les recorra varias veces, todavía más cuando son muestras rotundas de que el ensayo es un género que celebra con alegre impunidad su cualidad terrena, que nos enseña que si se busca delinear el horizonte de nuestra condición es preciso cruzar algunos charcos, desandar varias veces el camino y corregir constantemente el trayecto; en suma, que es un género que necesita algo de insensatez e irreverencia para hallar senderos insospechados pero, especialmente, para que cualquier ocasión sea favorable a nuevas andanzas. Los textos consagrados a la vagancia comparten un gusto por expresar, desde la potestad de la independencia, su devoción por el extravío. Cada uno de ellos afirma que es preciso dar vuelta a las cosas, aventurarse sin prisa, no temer a lanzar afirmaciones lapidarias pero, a un tiempo, juguetonas, provocadoras o sugestivas. La táctica, simple tanto como eficaz, aunque mucho más difícil de lo que pudiera suponerse, consiste en evadir con gracia y suficiencia algunos de los tópicos más bruñidos a fuerza de repetición, con el propósito de señalar, con ademán insolente, la garbosa soberanía del paseo. La escritura aparejada al desplazamiento suele ser jovial y variada, tal vez porque dicha correspondencia apela a una respiración distinta, a un estado en el que ser pedestre, con todas y cada una de sus definiciones, no es motivo de vergüenza, sino de contenida satisfacción. Todavía más cuando el verbo “flanear” en este país se cosecha a contracorriente de pasos a desnivel, ejes viales y ciudades que conspiran de manera grotesca para anular la independencia y el vagabundeo. Deambular es un ejercicio aristocrático, en tanto construye un linaje cuya secreta resistencia regala nuevas lecturas de la ciudad y de la literatura, también traza derroteros que invitan a redescubrir calles y recovecos y así devolver, aunque sea un poco, la dignidad al talante y figura del peatón.


Michael Jordan, de los Bulls de Chicago, durante las finales de la Conferencia Este de la NBA en el United Center de Chicago, Illinois, en 1998. (FotografĂ­a: Jonathan Daniel /Allsport)

El aire, la poesĂ­a y la duela

Francisco Mercado Noyola

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Como salir sudado a la calle luego del sexo o del entrenamiento y absorber por los poros el brillo de la luna en las gotas de sudor así fue mi paso por la nba. Francisco Ide Wolleter, Poemas para Michael Jordan

Ícaro cayendo al mar desprendidas sus alas por efecto del calor solar o Faetón fulminado por el rayo de Zeus al conducir el carro de su padre Apolo advierten al ser humano desde fechas muy antiguas sobre el riesgo mortal de remontar los cielos. “El albatros” de Baudelaire, por el contrario, muestra la magnificencia del ave al surcar el aire y su grotesco andar en tierra firme, presa del escarnio de los zafios marineros. Acaso la memoria que el astro del baloncesto, Michael Jordan, dejó a su paso por la nba se asemeje más a esta última referencia. No somos hoy distintos a los antiguos que nos legaron su mitología y su poesía épica; los héroes y sus hazañas nos son indispensables, no sabemos vivir en paz con nuestra pequeñez deficiente. Ante el vacío descarnado de la guerra moderna, ante la visión lejana del soldado como operario de la muerte y la desolación, producidas en serie, hemos sido artífices de la invención de nuevas epopeyas; por ello, en muy buena medida, en el mundo moderno los deportistas —nuestros nuevos héroes— cargan con el peso de la honra colectiva a cuestas. Ya en 1938, Johan Huizinga, en su ensayo Homo ludens, había sostenido que los juegos (en este caso los corporales) eran una función humana tan esencial como el pensamiento y el trabajo, una actividad desinteresada que desencadenaba la libertad pura y quizá se asemejaba a la liviandad aérea. El argot del juego se adjudica al dominio de la estética; posee las altas virtudes del ritmo y la armonía; asimismo el rito, la liturgia y las acciones sublimes se asocian tanto a las hazañas del espíritu como a las del cuerpo. Una cancha se equipara a un templo o a un círculo mágico; la naturaleza del jugador es la de un aventurero, la de un cómplice de la incertidumbre. De modo que no es absurdo vincular la estética del cuerpo con la de la palabra. Con este cariz lo ha percibido un joven poeta chileno, Francisco Ide Wolleter, ganador del Premio de Poesía Roberto Bolaño 2014, con el libro Poemas para Michael Jordan. Wolleter, nacido en Santiago en 1989, y quien presenció durante su infancia los vuelos del gran basquetbolista, declaró para el medio electrónico ComunicArte, en una entrevista publicada en diciembre de 2014: …durante un año me metí a clases de karate con un monje budista y empecé a creer que entendía el lenguaje del cuerpo. Me pareció interesante escribir a partir de la apreciación.

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Además, cuando chico jugaba básquetbol… desde ahí surgió una fascinación […]. En Poemas para Michael Jordan hablo de su retiro, de su hijo, lo que significó ser tan famoso y desafiar a la física con los saltos. Son veintisiete poemas breves. En una hora escribí casi la mitad del libro y después, en dos meses, la otra mitad.

En esa misma ocasión añadió: “Justamente, la temática del amor te desconecta del miedo a la muerte”. Ese Eros, manifestado en tantos haces luminosos de la vida humana, es el que desea imponerse a la finitud, a todos los rostros de la opresión, a la fuerza de gravedad. Acaso el poeta rememore las parábolas prodigiosas de “Air Jordan” por encima de las secuelas de la dictadura en su país. Durante su prodigiosa década de los años noventa, los Chicago Bulls se impusieron en las finales —bajo la batuta de Phil Jackson— a poderosos oponentes como los Lakers de Magic Johnson, los Blazers de Clyde Drexler, los Suns de Charles Barkley, los Supersonics de Shawn Kemp y el Jazz de Karl Malone. La decadencia de esos raging Bulls coincide —temporal y simbólicamente— con el fin de siglo, con el general Augusto Pinochet (plenamente exonerado de todos los cargos en su contra, gracias a la férrea defensa de sus aliados británicos) apeándose de su silla de ruedas y esgrimiendo su bastón en actitud triunfal en el aeropuerto de Santiago. His Airness tocó tierra entonces, para ya no elevarse más; la justicia en Latinoamérica plegó sus alas también. Michael Jeffrey Jordan, hijo de Brooklyn, nacido en el seno de una familia afroamericana de clase trabajadora, atesora seis anillos de campeonato con los Chicago Bulls; cinco trofeos de Most Valuable Player de la temporada y seis de las finales; una mención como mejor deportista de 1991 para Sports Illustrated y la de mejor atleta del siglo xx según la cadena espn, la de segundo mejor de la historia —sólo detrás de Babe

Ruth— para Associated Press; una medalla de oro en Los Ángeles 84 y otra con el Dream Team en Barcelona 92. Apartado de su equipo de baloncesto de Laney High School, en North Carolina, debido a su “baja estatura”, pocos años más tarde es definido así por el célebre alero de los Celtics de Boston, Larry Bird: “He visto a Dios disfrazado de jugador de baloncesto.” La otra cara de la moneda evidencia un Jordan atrapado en la ludopatía de un obsessive gambler, quizá causante indirecto del asesinato de su propio padre, un adolescente reprimido y frustrado, atrapado en una figura “ejemplar” del deporte y la salud pública, un ególatra megalómano que denuesta el trabajo de sus com­pañeros e inhibe el desarrollo profesional de sus contrincantes. Después de su retiro definitivo en 2003 explotaba su propia leyenda como un hábil mercadólogo y empresario de los Wizards de Washington mientras degustaba habanos en el campo de golf. El ideal romántico de juventud, el del ocaso en combate con honores para el joven que había retado a la gravedad adversa, cedía su paso a la mezquindad y al cálculo. La juventud manirrota dejaba en su lugar a un bon vivant. ¿Por qué las acrobacias arrogantes de Air Jordan fueron capaces de inspirar la vida de un joven poeta chileno, o las de millones de espectadores en todo el mundo, incluido un servidor?, acaso porque todos sufrimos esa angustia de la materia, de su contacto efímero. Todo lo que tocamos se desliza entre nuestras manos como el flujo del tiempo, como intuimos la belleza sublime de la voluntad humana frente al torrente ciego de la vida. Desearíamos hacer del mundo y sus espectadores una lucha del solipsismo, del yo como centro del universo, del mismo modo que nuestra especie se ha autonombrado eje de la creación. Vencer la gravedad es vencer un poco a la muerte, ambas nuestras máximas tiranas. El hombre es también guerrero de sí mismo, cuyo alter ego es la mayor

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Némesis, cuyo amor propio es la machina maxima, cuyo egoísmo es el liderazgo más legítimo, y cuya autocompasión es la única flaqueza imperdonable. Es pequeño y avaro el que persigue lo accesorio; es excelso el que juega por jugar, ya es dueño de ese triunfo. El juego es la devoción y el balón el ídolo que se venera. La concepción latina y católica del trabajo lo vincula con la culpa primigenia, pero el juego es hedonismo y fecundidad, mientras que la solemnidad es el fardo de la esclavitud. En la esfericidad del balón se concentra el núcleo de la vida, la facultad creativa de lo humano. El homo ludens comprende que las leyes de la naturaleza son las únicas reglas del juego. El mundo es la gran duela; el otro es de vez en vez con­ trincante o aliado. En el balón se hallan Eros, la gloria y la caída, y cada visión de cancha es una oportunidad para apoderarse del mundo. Cada jugada, decidida en la cres­ta de la ola, es un salto al vacío, un desafío arrogante al tirano Birján. El atleta que corre bajo el manto oscuro de la madrugada hiende la atmósfera cargada de aromas vegetales. Es una saeta en el corazón de la noche hacia un interregno de criaturas del alba en una puerta dimensional de seres livianos que dominan los elementos. El alba es tierra de promisión ilimitada. El homo ludens superdotado también es un proscrito, un ser marginal, aislado en una cofradía de fieras en tácito armisticio, en muda tregua. El balón es también la mujer que se ama y se seduce cada día; se le susurra con ternura y pasión al oído. O es el amigo a quien se confiesan los secretos más oscuros del alma, ante cuya ausencia prolongada revienta la conciencia de angustia y remordimiento. El juego es trascendente; la cancha es el tálamo amoroso o la tierra de nadie. Se apuesta la carne y el espíritu; la ruleta gira, la fortuna es deidad caprichosa. Así también, la fama en un mundo masificado es un continuo desencuentro con los otros, soledad en la

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multitud, como un flâneur de la aldea global a quien queda vedado un último confort: el anonimato; es ojo omnividente que castiga la soberbia, como Yahvé a Luzbel. El esférico es el protagonista de las contiendas; su anatomía guarda el soplo de Dios, el hálito de vida. Su sistema vascular se enlaza con los brazos y los globos oculares. Es un corazón palpitante conectado a los últimos segundos en el reloj de la arena. La mayor ambición del espíritu es desprenderse del lastre de la carne, de su onerosa corporalidad, alcanzar el estado de mayor ingravidez, la libertad aérea del viento. Michael Jordan fue el máximo alquimista de la duela, un taumaturgo que encontró la piedra filosofal no del oro, sino del aire. Amor y juego son indisolubles, antagónicos infatigables contra el tedio y la muerte. Tal vez por ello vimos en el vuelo del gran basquetbolista una metáfora, poderosa, para no morir del todo. ¿Por qué, aunque en nuestro país existan aún hoy en día numerosos aficionados a la nba, no ha vuelto con la misma intensidad aquella fiebre de los años noventa? Hoy milita en esa misma liga LeBron James, pero en un mundo en que los outstanding son fabricados en serie. Aunque figuren en las primeras planas deportivas Lionel Messi y Neymar Junior, el mundo ya no verá un Maradona ni un Pelé. Aunque el diamante de los New York Yankees lo presidan Alex Rodríguez y Derek Jeter, no volverá a ser visto un Babe Ruth. ¿Nostalgia infundada de la edad de oro? Quizás. Sin embargo, no existe paradigma o unidad de mesura capaz de poner en igualdad de circunstancias las maravillas y los adefesios de dos épocas distintas. No es posible equiparar la gesta espacial de 1969 al descubrimiento de América. El ejército estadounidense puede invadir más naciones en Medio Oriente, pueden imponerse nuevas dictadu­ras en América Latina, pero no volverá a haber una guerra de teucros contra troyanos que inspire una gran epopeya.


El tenista suizo Roger Federer en 2009 durante el ATP World Tour; en 2010 durante el Davidoff Swiss Indoors; en 2010 durante el ATP World Tour; y en 2015 en Wimbledon. (FotografĂ­as: Julian Finney/Getty Images)

Federer, en la orilla Alfonso Nava

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“La belleza no es la meta en deportes competitivos, pero las disciplinas de alto nivel son escenario propicio para que se exprese. La relación es igual al coraje durante la guerra”, escribió David Foster Wallace en su ya clásico texto “Federer como experiencia religiosa”, publicado en 2006 en The New York Times. Esta clase de belleza y sus valores asociados —coraje, fortaleza, honor—, en el transcurso de la gesta, surgen de la descomposición, del efecto de “la fuerza” sobre los jugadores: Franz Beckenbauer juega con el brazo en cabestrillo durante un partido del Mundial de 1970, Diego “Chico” Corrales noquea a José Luis “Temible” Castillo tras ser derribado dos veces, la mexicana María González se desmaya tras ganar la maratón en los Juegos Panamericanos de Toronto en 2015. Es “la fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la cual la carne de los hombres se crispa”, escribe Simone Weil en su análisis del verdadero héroe de la Iliada. Pero el tenis, en su carácter ritual y solemne, parece rechazar el tema de lo degradante y patético en su trama de belleza. Miremos Wimbledon: los participan­tes deben jugar de blanco por fuerza, no entrar en shorts al court y los espectadores guardar reglas importantes de recato. No hay celebraciones escandalosas, no hay riñas. Existe además la equivocada presunción de que el llamado “deporte blanco” (y en ese alias parece recaer una dosis de subestimación) tiene poca apuesta física y un mínimo despliegue de las pasiones súbitas que otros deportes despiertan. El orden recorre las gradas. La aparición de un prodigio como Roger Federer, con su juego perfecto, no hace sino acentuar esta presunción. El “reloj suizo”, el “lujo helvético” lo llaman algunos, y el mote refuerza el tema elitista y la excelencia fría, desposeída de lo in­sólito. Cuando Novak Djokovic, hoy por hoy su archirrival, hace su graciosa imitación de tenistas, la de Federer está impregnada de cabriolas, arabescos de ballerina y la hipérbole se anula: la burla se torna homenaje al sugerir que el estilo de Fed recorre la frontera del arte inaccesible y sublime. El fanático del deporte de contacto desestimaría este despliegue de belleza, pero los obuses disparados a continuación confirmarían el verso de Rilke: “pues lo hermoso no es sino el inicio de lo terrible”. Fue esa clase de belleza, la monstruosa, la que encontró Foster Wallace en Federer antes de escribir su clásico texto. Pero si no fuera suficiente, ahora el suizo despliega esa otra belleza, la de la descomposición heróica: la derrota. En Novela de Ajedrez de Stefan Zweig hay un pasaje de aterradora claustrofobia: el personaje principal narra que su única forma de sobrevivir al encierro en la cárcel fue repasar mentalmente todas las jugadas que conocía de un libro de ajedrez. En la tiniebla, el personaje forja de una tirada la maestría y el autodesprecio al erigirse como contrincante.

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El tenis, de más está decirlo, no es un deporte de contacto, y en ello está una de sus más terribles implicaciones. Es común oír a los expertos decir que quien gana las partidas es el jugador que se equivoca menos, y de allí colegimos que —aunque parezca slogan— el verdadero contrincante es uno mismo. Cada tenista está solo en su lado de la cancha y juega contra lo que viene de enfrente, contra una fuerza dada, invisible. Con la vista en la bola y la noción de trabajo sobre el court, dudo que —en la inmediatez del intercambio— un tenista pondere que existe un adversario frente a él. Un tiro es adivinado o presentido antes que visto. El jugador se halla solo en un vaivén de alto desgaste físico y sobre todo mental. En esa orilla, el tenista luce como un mimo que construye una prisión personal e invisible: un universo reducido a centímetros. Un encierro. Saber que el contrincante es uno mismo no es cosa simple. Como lo revela la novela de Zweig, como ocurre en el ajedrez de donde el tenis toma parte de este entramado de autocombate, las derivaciones en un juego intenso, las apuestas emocionales y de razón, pueden ser a menudo autodestructivas. El tenis tiene en su elegancia ese discreto trasfondo suicida. En su autobiografía, titulada Open, publicada en 2009, Andre Agassi hace una confesión cerval: el tenista más popular de la última década del siglo pasado —quien con el estilo más desparpajado (arracada, melena larga, atuendos coloridos, citas con celebridades) parecía gozar más el juego— siempre odió el tenis. En 2005, en su último US Open, Agassi conjuró ese odio. Con una vida ya distinta, treinta y cinco años de edad, pasado de peso, rapada la melena (en apoyo a su hermana Tami, quien padeció cáncer de mama) y casado con la indiscutible reina del tenis femenil Stefi Graph, Agassi sufrió físicamente cada uno de los encuentros hasta llegar a la final de ese torneo. Casi todos los jugó a cinco sets y en muertes súbitas extenuantes, la

mayoría contra oponentes hasta diez años más jóvenes. El estadounidense jugó la semifinal contra su compatriota James Blake y le ganó en cinco conmovedores sets, donde no pocas veces paró para recobrar aire e incluso vomitar. La gente se volcó hacia él. La belleza del desgaste estuvo del lado de Agassi. En la final, sin embargo, Federer triunfó. O digámoslo distinto: Federer administró los errores y el cansancio de Andre, quien aún así ganó el segundo set y forzó un tie break en el tercero. No importa: la magia ya había ocurrido. Tras ganar el partido contra Blake, Agassi dijo que uno de sus objetivos había sido llevar de nuevo a un esta­dounidense a la final en el Arthur Ashe. Cumplida esa presencia, Agassi jugó la final pagado de sí mismo. Casi diría que no le importó perder o que incluso lo decidió. La derrota fue igual de conmovedora: era un hombre que parecía renunciar de una vez y para siempre, tras un torneo que libró como viejo titán, a la condena de pelear contra sí mismo y las pelotas que llegan quién sabe de dónde. Agassi fue el héroe. Roger Federer, el campeón de ese US Open, era entonces once años menor que Agassi y ya lo había ganado todo, salvo el escurridizo Roland Garros que sólo pudo conseguir hasta 2009, cuando Rafael Nadal —entonces el mejor en arcilla— dejó el torneo por lesión. Pete Sampras, a quien muchos consideran antecesor en el linaje de perfección coreográfica de Federer, apoyó en ese 2005 a su archirrival Agassi, pero al mismo tiempo dijo que el suizo ya era el mejor tenista en la historia. Quizá con eso se quitaba la propia losa de un título que le perteneció indudablemente entre dos siglos. Ahí otro asunto fue conjurado. Federer ganaba juegos enteros con aces; su devolución de saques mortales se convirtió en la mejor, sus reveses dibujaban elipses que cambiaban de trayectoria

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súbitamente, como el tirabuzón del Toro Valenzuela. Era demasiado joven y ya era demasiado grande. El tenis se volvió, con la matemática de Federer, menos emocionante por un tiempo, el tiempo en que todo lo ganaba con raquetazos que parecían la mano arriba antes del disparo de una fila de cañones. En 2008 pasó lo inevitable: Novak Djokovic, un muchacho apenas, lo dejó fuera de las semifinales del Australian Open en un juego lleno de azares. Hasta entonces, Federer no era precisamente querido en los courts y en ese juego el público estaba con el serbio. Pero la derrota no alegró al estadio: Federer lloró, y para los asistentes quedó claro que algo en el mundo se había roto. Al año siguiente, Federer llegó a la final en Melbourne y lo derrotó Rafael Nadal: lloró de nuevo. Una extraña racha se inició: Federer jugaba los torneos como titán, en gran condición física y con promedios de efectividad superiores al ochenta por ciento, pero ya no ganaba finales. Lo suyo era jugar para perder en la orilla. La final de Wimbledon de 2014 tuvo un aspecto inusual. Federer se dio el lujo de no perder un solo set a lo largo del torneo y nunca le quebraron el saque. Eso podría ser ordinario en su historial, pero hubo otras rarezas: en al menos tres partidos agasajaba a los expectadores con pases de fantasía (dos cruzados ganadores pegando de espaldas y con la raqueta en medio de las piernas), se mensajeaba discretamente con Michael Jordan —presente en los palcos—, sonreía, estrenaba tiros, etcétera. Ese mismo año, varias millas hacia el oeste, otro titán jugaba su campaña de retiro con los Yankees y las cámaras captaban imágenes inéditas: el viejo capitán hacia bromas a los compañeros en el dugout, celebraba todo, sonreía en cada salida al diamante, un gesto nunca visto en un jugador todo disciplina y rigor profesional. El comentarista Ernesto Jerez lo resumió a la perfección: “Ahora sí, Dereck Jeter puede darse el lujo de disfrutar el juego”. A diferencia del Agassi de 2005, Federer no sufrió cada partido y llegó a la final con la condición física

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de un jugador de veinticinco años; ganó en tres sets la semifinal, sin dificultad. En Centre Court, el juego fue más mental que físico, a cinco sets y con un 4 - 4 en el último, cada tiro olía a muerte súbita. Federer ganó dos de esos cuatro juegos del set con puro saque as, blanqueando al serbio e incluso poniéndolo un par de veces en situación de quiebre de servicio. Renunció a poner 5 - 3 encima con un rompimiento en el quinto set. La derrota posterior fue inexplicable. Federer perdió ese 2014 con un ochenta y tres por ciento de efectividad en saque y recepción, muy por encima de su oponente. Luego, también perdería la final de 2015 en Wimbledon tras una semifinal contra Andy Murray que hasta el momento se considera el juego del año. Otra vez fue un torneo de tiros de fantasía, de paso perfecto, de golpes estrenados (en la final del Cincinnati Masters, dejó boquiabierto a Boris Becker, entrenador de Nole, al estrenar una devolución de saque a sobrepique, pegando casi a ras de piso, en un tiro que ralentiza la bola al cruzar la red y aprovecha la desestabilización del oponente tras el saque). Federer pierde finales, pero atraviesa torneos como si no necesitase las copas. En su ya mencionado y clásico ensayo sobre la Iliada, Simone Weil plantea que los momentos de mayor poesía y verdadero aliento épico se dan cuando el hombre reconoce la presencia de “la fuerza” y entiende que, aunque la ejerza, no es su patrimonio. Cuando se somete a ella sabiendo que no hay conclusión, el peligro, la derrota, el sometimiento quedan continuamente suspendidos, en acecho, pues el hombre se ennoblece sólo cuando puede eludir la enorme mentira de la grandeza. La perfección suiza se mantiene, aunque ya más calada, ya no imbatible como a principios de siglo. La ciencia deportiva puede descifrar los trucos y las potencias de los titanes. Es cursi decirlo, pero lo que ha vuelto el tenis de Roger Federer más irresistible y conmovedor es su coqueteo con la derrota, que en este deporte de autocombate significa también la victoria contra uno mismo.


Jorge Campos en el Rose Bowl de Pasadena, California, en 1996. (FotografĂ­a: Stephen Dunn / Allsport)

Los guantes de portero

Roberto RĂ­os Michel

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Davicito agarra la aguja y el hilo de cáñamo y se dirige a la enramada donde está colgado el chinchorro de su padre. Aunque acaba de llegar de la escuela —una hora a pie, quince minutos en panga—, debe reparar los hoyos que han dejado anoche en la red las tenazas de las jaibas. Davicito arrima un taburete y se sienta. Frente a él está la laguna. Buena parte cubierta de lirio. Un canal la divide en dos y asoma una superficie cristalina, de orilla a orilla. Las canoas no se aventuran entre el lirio. Es peligroso, hay animales y montículos de lama que lo succionan a uno como si fuera un desperdicio. Antes, junto a la enramada, estaban también las casas de los hombres. Pero desde el año pasado que se salió el agua han preferido hacer sus casas del otro lado. También hicieron un campo de futbol. Y juegan todas las tardes. Hasta hace unos días Davicito jugaba igual con ellos. Ahora sólo mira. Su padre ha hablado con él. Ha sido muy claro al respecto. Una parvada de alondras pasa a ras del agua, cazando con sus picos el plancton de la superficie. Luego elevan el vuelo y se esconden entre los palos guajes. Davicito une la aguja en la red e intenta zurcirla. No puede. Todavía siente los calambres de la golpiza de ayer. Agobiado, apoya los codos en las piernas y arquea ligeramente el tronco. Si tan sólo las tuviera buenisanas, piensa, y se mira las manos. Luego suspira. Un estremecimiento le recorre el cuerpo. Se estruja en el taburete. Como ha sido en los últimos días, sabe que no tendrá listo el chinchorro a la hora en que llegue su padre. Davicito va a cumplir doce años. Aprendió el trabajo de remiendo desde los siete. De un tiempo para acá, sin embargo, algo ha fallado. Saca cuentas y piensa que la culpa viene desde aquel día en que a su padre se le ocurrió atrapar el crío de caimán. Es lo que piensa. Pero él sabe que no es cierto. Bien sabe que viene haciéndolo mal desde más tiempo, desde que se le metió en la cabeza la idea esa de ser portero, como Jorge Campos. Y en eso su maestro de escuela había tenido mucho que ver. Fue él quien le regaló la revista donde se leía que Jorge Campos había sido también pescador de niño. Desde entonces no quería ser otra cosa que no fuera Jorge Campos. Por eso el brete de cuidarse las manos, de dejar de apretar los rombos de los remiendos para no herírselas con el hilo del cáñamo. Su padre no lo había notado. Hasta que tuvo esa maldita idea de pescar el caimán. Fue hace unos días, recuerda. Lo vio volver temprano. Bajó de la panga —bufaba maldiciones—, y dio largas zancadas hasta donde él remendaba el chinchorro de repuesto. Se le había escapado el crío del caimán, le dijo. Era un animal de encargo. Había acordado buen precio. Su padre jaló los rombos, recuerda, con la fuerza de sus manos duras, y todos los remiendos se barrieron. Luego no le dijo nada. Pero lo vio caminar hasta el tapanco, y traer de regreso el trozo de trasmallo emplomado que usaba para matar a las culebras.

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Una alondra que había quedado rezagada se sumerge en el agua quieta. Irrumpe moviendo el pico y luego se funde en la claridad de la tarde. Sentado en el taburete, Davicito se retuerce. Siente el cuerpo entumido. Mete la aguja, sin ganas, e intenta formar de nuevo un rombo. No puede. Mueve la aguja como antes, como cuando hacía bien el trabajo, y por más que la dirige hasta tres veces por el mismo hoyo no logra zurcir alguno. Se pone triste. Sabe que su cabeza está del otro lado de la laguna, donde los hombres juegan al futbol. Lleva bien la cuenta de los goles que le han metido a su equipo. Allá está toda su atención. No guarda aunque sea tantita para coser el chinchorro. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que fue feliz. Eran los días cuando estaba su madre. Ella preparaba la comida, y remendaba también los hoyos que dejaban las jaibas. Su padre se la pasaba contento entonces. Hasta iba por él a la escuela. Pero un día la madre se marchó. Su padre lo llevó a buscarla en las otras rancherías, hasta que dieron con alguien que les dijo que se había ido con un soldado. Entonces se acabaron los días felices. Pequeñas olas se forman en la superficie. El viento las pasea durante un rato y luego las hace invisibles bajo los lirios. El sol comienza a caer en la laguna. Davicito se mira las manos, amoratadas. De pronto piensa que antes eran buenas; pero que ahora se han encariñado con la textura del balón. Es lo que pasó, dice. El maestro de escuela le ha prometido unos guantes, como los de Jorge Campos. Le ha dicho que se los va a traer cuando vaya a Tomatlán. Y entonces, imagina, cuando ya tenga los guantes, podré otra vez apretar los remiendos. Y su padre no se molestará más con él. Es lo que piensa. El maestro le dijo que iría a Tomatlán en unas semanas. Es cosa de esperar. Toma el chinchorro entre sus manos. Lo acaricia. Está frío, dice. No es como el balón. Cree que alguien le regaló un don en sus manos, que puede distinguir el alma de las cosas. Está muerto, dice. Una cosa muerta no puede servir para nada. No tiene caso que siga intentando componerlo, dice. Mira al chichorro y siente ganas de llevarlo al otro lado, donde juegan los hombres, y ponerlo como malla en una de las porterías. Sonríe. La idea lo seduce. Alza la cabeza y mira la naranja redonda que se va ocultando ya en la laguna. Davizón regresará dentro de un rato. Bajará de la panga y caminará en dirección de la enramada, erguido. Empujará a su hijo del taburete y revisará rabioso los remiendos. Luego irá por el trasmallo. El que usa para matar a las culebras. Davicito echa una mirada a los hombres. Cree entender que uno de ellos le hace señales con la mano. Quiere descolgar el chinchorro, pero advierte que eso le quitaría tiempo. Sube en la panga y rema. El hombre que le hacía señales lo recibe con una sonrisa. Es su maestro. Le pone un brazo sobre los hombros y lo invita a co­locarse en la portería. Davicito está extasiado. Recibe el balón del maestro, como

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invitándolo a que despeje, pero no lo hace. Primero reconoce su textura, sonríe, lo gira entre sus manos, lo huele. El balón no se maltrata, dice, se trata con suavidad. El maestro debería saber que yo lo trato con cariño, piensa, y descarga con ternura el balón a su derecha, donde un compañero. Sonríe. Después hace unas paradas. Y ya no permite que a su equipo le metan otro gol. Es tanta su felicidad que, en los minutos siguientes, no se le ocurre ver el camino de terracería. El maestro, desentendido del juego, se queda a mitad de la cancha, mirando hacia su portería. Davicito lo advierte y piensa que le apunta con la mano para que mire hacia atrás. De pronto, como el ataque de un caimán, siente que alguien le toma los brazos y se los cruza con fuerza sobre su espalda. Luego lo hace caminar a trompicones y lo sube con violencia a una de las canoas. Davizón rema, sentado en uno de los extremos. ¿Usted no sabe seguir indicaciones, verdad?, le dice. ¿Ve cómo se gana mi maltrato, lo mira usted? Davicito está aterrado. Imagina lo que le espera cuando lleguen a la orilla. Vuelve la mirada, como buscando una esperanza, y cree entender que el maestro toma otra canoa y rema detrás de ellos. Davizón no lo advierte. A pocos metros de la playa, deja un remo en la cubierta y se para junto a la proa con el otro. Davicito mira el remo. Piensa que puede tomarlo. No me verá, dice. Pero algo lo detiene. Él es portero. Si tuviera los guantes, dice, tendría el poder de Jorge Campos. Entonces tomaría el remo. Pero no lo usaría para atacar. Yo soy portero. Davizón ancla la canoa en la playa. Camina lleno de furia. Ande, dice, que le voy a enseñar cómo se educa a los de su calaña. Deja unas huellas profundas en la arena, mientras se dirige al tapanco, y regresa con el trasmallo emplomado en una de las manos. Anteponiendo su cuerpo al de Davicito, el maestro aparece. Buenas, don David, dice. Davizón se detiene, lo mira unos minutos, con respeto, pero advierte: No es cosa de su incumbencia, maestro. Es entre él y yo. Davicito atiende una voz que le ordena subir a la canoa. Váyase, escucha. Sube de prisa, confundido, tropieza. Ya dentro de la panga toma los remos y se aleja. Pocos minutos después vuelve la mirada. El sol se ha escondido; pero en la playa alcanza a distinguir forcejeos. El crepúsculo funde a su padre y al maestro en única figura, monstruosa, que rueda por la arena, vomitando sangre, y cae en la parte de la laguna habitada por el lirio, donde placen los caimanes. Davicito no quiere ver. Llora. Entonces decide que sólo debe remar. Remará hasta los hombres, y seguirá, caminará hasta la próxima ranchería, y a la otra, y a las que sean necesarias. No parará hasta encontrar a su madre, porque sabe que la va a encontrar, y entonces le contará todo lo que ha pasado, y ella lo entenderá, está seguro de que ella lo entenderá. Guarda confianza. Espera convencerla. Ella entenderá que soy portero, dice, y que me faltan unos guantes. Se los comprará, está seguro. Unos guantes de portero, como los de Jorge Campos.

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Un sitio con vocación: el Estadio Nacional de México, 1924-1949

Fotografía: Compañía Mexicana de Aerofoto

Jorge Vázquez Ángeles


En la esquina de las calles Antonio M. Anza y Toluca hay una estatua sobre un pedestal de piedra. Representa un poderoso atleta a punto de lanzar una jabalina. Para no herir susceptibilidades, un taparrabos poco discreto cubre su entrepier­na. ¿Qué hace ahí? ¿Qué representa y que relación guarda con su entorno? Detrás de ella se levanta un edificio de la Secretaría de Finanzas del Distrito Federal que, al igual que las demás construcciones de la tesorería capitalina, representa lo peor de la arquitectura burocrática, aquella que no está pensada para trascender y que lleva grabada desde los cimientos el signo de lo anodino. La estatua podría estar dos metros más delante de su ubicación actual o en la acera de enfrente, junto al muro maltrecho que indica que alguna vez, en ese terreno de veinticinco hectáreas, es­tuvo el Centro Urbano Presidente Juárez, uno de los multifamiliares más grandes creado bajo la fiebre del Movimiento Moderno, que la mañana del 19 de septiembre de 1985, cuando sucedió el terremoto, terminó de golpe.1 La estatua está ahí desde 1954, año en que fue colocada para conmemorar los primeros Juegos Centroamericanos celebrados en nuestro país, en 1926. ¿Por qué? Porque en ese lugar se encontraba el Estadio Nacional, sitio en que compitieron las delegaciones de Cuba, Guatemala y México. Caminar a través de este extenso terre­no delimitado por las calles de Jalapa, Huatabampo, Antonio M. Anza y Cuauh­ témoc, es recorrer un intrincado palimpsesto, como pocos en la ciudad. Hay sitios que no pierden su vocación, como si la tierra estuviera destinada a cumplir un destino ineludible: antes del estadio, en ese lugar existió un panteón municipal, el de La Piedad, clausurado en 1878 al abrirse el de Dolores. Luego vino el Estadio Nacional con capacidad para sesenta mil espectadores, después el Centro Urbano Juárez, diseñado para albergar una población de entre tres y cinco mil personas. Fue y ha sido un lugar para concentrar personas, vivas o muertas.

1 Otro clavo en el ataúd del Movimiento Moderno lo representó la ruina parcial de Tlatelolco, el otro gran proyecto de vivienda social en México.

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 Los rastros del multifamiliar aún pueden observarse detrás de las alambradas coronadas de púas que protegen los edificios que sobrevivieron al temblor. Al pasar por fuera de los edificios que dan a la calle de Toluca, que en los planos originales del Conjunto Juárez se llamaba Orizaba, no se escucha nada, como si estuvieran abandonados. El deterioro es evidente y parece que los edificios están en alerta, a la defensiva. Quizá por eso, detrás de las rejas, bajo la luz del sol, descansan varios perros que ante cualquier movimiento sospechoso, seguramente comenzarán a ladrar. Del panteón de La Piedad no queda nada, más que la quietud en algunos sitios del parque que unos llaman Antonio M. Anza o Ramón López Velarde. Trato de contrastar la soledad de algunos de sus parajes imaginando un sábado típico en la vida de los habitantes del Conjunto Juárez o los días en que miles de estudiantes abarrotaban las gradas del estadio, vitoreando a los jugadores de futbol americano de la Universidad o del Politécnico, que se batieron en ese mismo campo lodoso durante varias temporadas. A punto de llegar a avenida Cuauhtémoc, a un costado del espantoso edificio del centro comercial Pabellón Cuauhtémoc —construido de manera ilegal, supongo, en terrenos pertenecientes al Conjunto Juárez2—, encuentro un monumento vandalizado, que reafirma la vocación del lugar: se titula “Paseo del Rock Mexicano” y pretende homenajear las cincuenta canciones más representativas del rock nacional. Como se han robado todas las placas, nadie sabe qué canciones fueron las elegidas por la Delegación Cuauhtémoc. Por su forma y disposición, es el mausoleo de rock.  Aunque a José Vasconcelos el deporte le parecía una pérdida de tiempo, “aburridos pasatiempos”, “servil

Hoy en día continúa el litigio por la posesión del terreno entre los propietarios de los edificios destruidos y aún en pie, contra el Gobierno del df y el issste, quienes reclaman para sí las veinticinco hectáreas originales.

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mecanización del músculo, en todos esos saltos y carreras que tienen por objeto colocar una pelotita dentro o fuera de un marco o de una pista”,3 la idea de construir un estadio favorecía sus intereses e ideales. Por una parte, tanto Vasconcelos como Álvaro Obregón, presidente de México, y principal impulsor de la campaña de alfabetización y construcción de escuelas, sabían que el dominio de las masas era indispensable para sustentar sus proyectos nacionales que casi siempre se confundían con sus intereses personales. No le costó mucho a Vasconcelos convencer a Obregón de que expropiara el terreno donde había estado el panteón de La Piedad. Después, y siempre bajo su mando, explicó a los arquitectos del Departamento de Proyectos de la sep qué era lo que necesitaba. Admirador de civilizaciones como la griega y la romana, el secretario decidió que el estadio debía de estar inspirado en el Panathinaikó, estadio donde se efectuó la primera olimpiada moderna. A grandes rasgos, se trata de un estadio en forma de herradura, con una cabecera principal semicircular y que, a diferencia de los estadios modernos, no está delimitado, dando la apariencia de que puede ex­tenderse infinitamente. El Estadio Nacional medía, a “nivel cancha”, 172 metros de largo por sesenta de ancho, sin contar las veintiocho gradas, que le daban otros 30.50 metros más de ancho. Como ha pasado en otros proyectos, el estadio no estuvo exento de polémicas. Para empezar, fue, según Rubén Gallo, la obra más costosa de las emprendidas por Vasconcelos: costó un millón de pesos.4 El dinero se reunió por medio de la “donación voluntaria” de los trabajadores de la sep, quienes aceptaron donar un día de su sueldo,5 y mediante aportaciones del gobierno federal. La autoría del estadio desató varios problemas que se ventilaron en los diarios de la época: aunque el primer dibujo que se dio a conocer llevaba la firma de un joven de veintidós años llamado José Villagrán García, posteriormente uno de

3 El Estadio Nacional: escenario de la raza cósmica, de Diana Briulo Destéfano en: http://bit.ly/1VY4aVb 4 Máquinas de vanguardia, Rubén Gallo, Sexto Piso 2014, p. 237. 5 Ibid.

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los arquitectos más importantes y reconocidos en el medio nacional, quien diseñó hospitales y escuelas, no se le dio el crédito correspondiente sino muchos años después debido a que era pasante. Por si fuera poco, una serie de problemas técnicos pondrían a Vasconcelos en el ojo del huracán: para empezar, él deseaba que el estadio se construyera de piedra, el material de lo eterno, como hacían los griegos. Debido al costo, las opciones más viables eran dos materiales modernos: cemento y acero. Aunque no estuvo de acuerdo, no le quedó más remedio que aceptar sobre todo porque la Compañía Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey le vendería el material a precios módicos.6 Después, a la hora de comenzar la obra, muy pronto se dieron cuenta que algo andaba mal: en el exterior del estadio, la escalera principal que rodeaba la cabecera principal estaba mal resuelta, de tal modo que los peraltes de los escalones no alcanzaban a cubrir la altura necesaria. Como nadie quería cargar con la culpa, se señaló tanto al joven Villagrán como a su jefe, el ingeniero Federico Méndez Rivas. En medio de la disputa y la necesidad de resolver el error, Vasconcelos llamó a quien, según su parecer, sabía más de estética y arte que los arquitectos: Diego Rivera, quien había ganado el concurso para realizar la decoración exterior del estadio, representando “dos cualidades fundamentales de la naturaleza humana: la Voluntad y la Videncia”.7 Aunque no que­da claro cómo se resolvió el tema de la escalera, la obra prosiguió. El estadio, al final, resultó una mezcla de estilos neocolonial, griego y romano. Incluso su función tampoco era muy clara: para José Vasconcelos era el último peldaño para crear hombres y mujeres que buscaran, en todo momento, “ideales estéticos”. Era la “raza cósmica”. El ensayo general, efectuado el 27 de abril de 1924 volvió a avivar la polémica del proyecto: alrededor de cien niñas, de las doce mil que cantarían el Himno

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Diana Briulo Destéfano, op. cit. Ibid.

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Nacional, “La Pajarera” y “La Norteña”, se desmayaron debido a la insolación, por lo que el propio Vasconcelos ordenó que el día de la inauguración se contara con cuatro tanques con agua de frutas, uniformes, tranvías y veinte mil sándwiches para los niños.8 Por fin, el 5 de mayo de 1924 fue inaugurado el Estadio Nacional por Álvaro Obregón. Además de las canciones interpretadas por el coro, se llevaron a cabo tablas gimnásticas, ejercicios de primeros auxilios, carrera de relevos, juegos con un balón gigante de dos metros de diámetro y “el Jarabe Nacional”, bailado por quinientas parejas. El Estadio Nacional nunca fue terminado. Se dice que el propio Vasconcelos, el día de la inauguración, al ver una escalera inconclusa, le dijo a Obregón que estaba seguro que quienes venían detrás de ellos —Plutarco Elías Calles y los suyos—, serían incapaces de terminar esos escalones. Voz de profeta: la que sería su obra más grandiosa duró apenas veinticinco años. Fue derrumbada en 1949 por la picota modernizadora de Miguel Alemán.  Un sábado cualquiera, entre el lanzador de jabalina y un monumento más a Juárez —que aparece de medio cuerpo, como emergiendo de la pared, debidamente chapado en oro, sosteniendo una bandera y su infaltable rúbrica “El respeto al derecho ajeno es la paz”—, se reúne un grupo de muchachas y muchachos que por razones desconocidas siguen las instrucciones de hombres y mujeres que, vestidos como militares, accionan silbatos, los llaman al orden y tratan de aleccionarlos en el arte de hacer la escolta y marcar bien el paso redoblado. Todos usan botas con agujetas blancas y llevan puesta una playera que los identifica con algún tipo de gimnasio militarizado. Hay lugares que jamás pierden su vocación.

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Ibídem.


Ménades y Meninas

Afición a la oscuridad:

el box y la obra de George Bellows Club Night, óleo sobre tela, 1907

Héctor Antonio Sánchez

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En enero de 2013 tuve ocasión de asistir a la exposición llanamente titulada George Bellows, que a la sazón acogía el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, tras su inaugural montaje en la National Gallery of Art de Washington, D.C. El cartel de la muestra seducía al espectador con el óleo más emblemático de Bellows, Stag at Sharkey’s (1909), portada también del catálogo relativo, sin duda la imagen más contundente de cuantas el pintor produjo en torno al tema del boxeo. Había una cierta oscuridad en las salas del recinto, que atinadamente conducía al espectador por un teatro caro al pintor: escenas metropolitanas —el ring, sí, pero también las grandes obras de ingeniería de una ciudad en expansión, con la febrilidad de sus habitantes—; paisajes urbanos y marítimos —crepúsculos de la ciudad, parques nevados—; retratos y aun escenas de guerra. No era casual esta diversidad: con más de cien piezas fue, en casi medio siglo, la primera retrospectiva de un artista que en la hora temprana de su muerte ya era tenido por uno de los más grandes pintores norteamericanos. Ahora bien, quien visitara la muestra difícilmente podría intuir el origen provinciano del autor. Nacido en Columbus, Ohio, en 1882, George Bellows tuvo por destino una de esas trayectorias que, a falta de una expresión más elegante, calificamos como un ascenso meteórico. La leyenda quiere que, a despecho de su padre, deliberadamente “olvidara” presentar sus exámenes finales en su último año en la Ohio State University, y así reprobara todos sus cursos; tras mudarse a Nueva York en 1904, Bellows se incorporó a la New York School of Art, donde comenzó clases con Robert Henri, la figura dominante de lo que conoceríamos a la postre como el Grupo de los 8, origen de la Ashcan School. Hambrientas de un nuevo realismo, estas cofradías se decantaban por retratar las escenas cotidianas de la metrópoli, en particular de sus barrios más empobrecidos, a despecho del preciosismo impresionista y del realismo academicista dominantes por igual en la afición de la crítica y entre los consumidores de arte. Antes de alcanzar los treinta años, Bellows se había posicionado como un artista reconocido, incluso en el extranjero: recibía importantes comisiones de retratos, fue ingresado a la National Academy of Design —uno de sus más jóvenes miembros— y vendió obras a museos emblemáticos de los Estados Unidos, entre ellos el propio Met y la Pennsylvania Academy of the Arts. Y, en verdad, Bellows parecía por igual dotado para captar la esencia del individuo en el retrato como de la ciudad en el paisaje urbano. Sus cuadros de personalidades están marcados por el claroscuro, con graves ecos de pintura holandesa. Otro tanto ocurre con sus vigorosas imágenes del paisaje americano y la ciudad: Bellows supo capturar el milagro de la luz sobre las costas septentrionales y sobre los parques nevados de Nueva York; también, la algarabía de la metrópolis y sus grandes proyectos urbanos. Uno que pareció seducirlo particularmente fue la construcción de la Pennsylvania Station, a cuya colosal excavación dedicó varios hermosos óleos. Más que el edificio, el proceso de su construcción: cuando la estación estuvo por fin

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concluida, tras nueve largos años, Bellows mudó sus afectos a las obras del ambicioso Quennsboro Bridge. Y quizá no poco tuvo que ver en ello el oficio paterno: George Bellows padre había supervisado la construcción de varios edificios emblemáticos en su natal Columbus, entre ellos la Central High School, donde el pintor cursó su educación media. Quizá también de la añoranza de la juventud y la tierra natal proviniera su afición al boxeo, tema de sus obras sin duda más emblemáticas. Otra vez el rumor quiere que en su adolescencia Bellows fuese discriminado por su afición a las bellas artes. Acaso ello incentivó su natural talento para los deportes: jugó futbol americano desde la infancia, y en la Ohio State University fue parte del equipo de baloncesto —un deporte entonces recién nacido— y de béisbol, donde descollaba como delantero central.

Dempsey and Firpo, óleo sobre tela, 1924

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Uno echa de menos la presencia mayor de estas prácticas en su obra. Salvo por algunos cuadros —más bien aristocráticos— dedicados a juegos de polo y tenis, el único deporte que pareció apasionarle fue el box, que afloró en su producción a poco de su llegada a Nueva York y ya no habría de abandonarlo hasta su muerte. Las peleas eran ilegales en espacios públicos en 1907, pero a Bellows le bastaba unirse al “club privado” del Tom Sharkey’s Saloon, a unas cuadras de su casa, para presenciar peleas clandestinas. De ese año procede The knock out, un dibujo al pastel en que una airada multitud se precipita sobre un ring donde se acaba de manifestar el éxtasis: un réferi lucha por controlar a un boxeador ya victorioso, que aun busca abalanzarse sobre su oponente, el vencido cuerpo que yace sobre la lona, desorientado y casi desnudo: sólo lo visten sus guantes ahora inermes. No sólo por esa desnudez, sino por la ilegalidad del boxeo mismo, la pieza fue censurada en 1910 en Columbus, a despecho de su autor, en la que sería su primera exposición colectiva en su tierra natal.

Stag at Sharkey’s, óleo sobre tela, 1909

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Del mismo año, pero más logrado, es el óleo Club night, marcado por el claroscuro: la luz que se cuela por un lado sugiere la tensión de los dos combatientes que dominan el espacio, el cuerpo a la defensiva a la izquierda, la constitución que va a su encuentro a la derecha: todo es drama en sus miembros apenas visibles. El público aquí se ha replegado con fortuna: son rostros goyescos en la sombra, casi sugeridos, casi horrendos. Nada más contrario al yeso que el cuerpo de un pugilista o de un atleta: debió ser fascinante a Bellows la captura del instante exacto en el lienzo; el desafío que suponía a su imaginación y su memoria. Se ha señalado ya la presencia del realismo renacentista y barroco en su trabajo —de Caravaggio a Franz Hals—: merece atención también la presencia del grotes­co y del horror, que lo acercarían a las formas de Honoré Daumier y de Goya, como la atestigua la litografía Dance in a Madhouse, en que el autor parece francamente coquetear con las formas oscuras del decadentismo decimonónico. En el Met podía verse el retrato de Paddy Flannigan (1908), que ya en su tiempo le causó severas críticas. Es un óleo extraño y a ratos perturbador. Como tantos miembros de la Ashcan School, Bellows se sintió fascinado por esos nuevos ros­tros de inmigrantes que pululaban los barrios hambrientos y aún amorfos del Lower East Side; Paddy parece un personaje extraído de la pintura española, un pícaro acaso, pero hay algo en su desparpajo que desconcierta: lleva el torso expuesto, pues la parte superior de su vestimenta va desplegada en una pose que casi se diría de una seducción un tanto malsana. Otro tanto podría referirse de las imágenes de niños desnudos que pululaban el Hudson y Coney Island, que alguna censura y algu­nos reproches costaron a su autor, como Forty two kids (1907). Curiosamente, el realismo grotesco parece haberse diluido hacia el final de su trayectoria. Todavía en 1924, año de su muerte, pintó Dempsey and Firpo, el último óleo que dedicó a su tema predilecto. Bellows era entonces un hombre de 41 años y el box se había legalizado: no es ésta otra que la “pelea del siglo” en que Luis Ángel Firpo, el “Toro Salvaje de las Pampas”, enfrentó a Jack Dempsey por el título mundial de peso completo. Pero la imagen aquí se ha domesticado: la luz ilumina el recinto; el color y los gestos son más amables, casi impasibles, y la pincelada de Bellows, otrora imprecisa y fuerte, cede aquí a líneas definidas que crean un entorno más inocuo y descriptivo que sugerente. Stag at Sharkey’s (1909), en cambio, la obra que lo cifra, nos entusiasma más a la postre: la disposición triangular de combatientes y árbitro al centro, en que los cuerpos casi enteramente expuestos y el suelo del ring confieren los puntos de luz al dramático espacio sumido en la penumbra, donde sólo es posible adivinar ya los gestos y las facciones por el audaz, si breve, uso del color: dos cuerpos anóni­mos cuyas líneas tensas sugieren la violencia, la emoción del enfrentamiento y, también, la disposición a transfigurar sus propios límites. Su aportación estaba lista desde entonces: George Wesley Bellows murió el 8 de enero de 1925, víctima de una peritonitis. Se hallaba en estado de delirio.

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Casa portátil

Quirarte + Ornelas

[Anabel Quirarte y Jorge Ornelas]

En el año 2004 recibimos una beca de intercambio otorgada por el estado de Baden- Württemberg en Karlsruhe Alemania, la cual tenía una duración de seis meses, debido a lo cual tuvimos que dejar el departamento en el que vivíamos en la ciudad de México. Teníamos un apego importante con aquel departamento en la colonia Narvarte, ya que era el primero en el que habíamos vivido juntos, y no transcurrió mucho tiempo antes de que tuviéramos que dejarlo. Debido a esto decidimos llevar ese espacio personal con nosotros a Alemania, dando inicio al proyecto Casa portátil. La primera parte del proyecto consistió en el registro del departamento, realizado mediante dos piezas. La primera de ellas, un registro visual del lugar a partir de una secuencia de fotografías frontales de

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todo el espacio con las cuales, ensambladas a manera de mosaico, se recreó el espacio completo de nuestra vivienda. Estas imágenes ensambladas integraron una maqueta en la cual se muestra el departamento a escala, con cuartos, muebles y pisos bidimensionalmente registrados y montados en los muros y pisos del modelo a escala, recreando el espacio. La segunda pieza consistió en el registro a escala real del espacio del departamento. Registramos el perímetro de la planta del espacio con una cinta de poliuretano que, al estar fragmentada, permitía ser enrollada y transportada en tres rollos de aproximadamente cuarenta centímetros. de diámetro cada uno. La finalidad de este registro era llevar el espacio con nosotros y emplazarlo en algún espacio abierto en la nueva ciudad en la que viviríamos. Llegamos a nuestra nueva residencia, ubicada en Weber Strasse en Karlsruhe, Alemania, en el mes de enero de 2004. Se trata de un conjunto de cuatro edificios que rodean un pequeño parque semicircular, Hayndplatz, que en esos días se encontraba nevado. Decidimos emplazar la cinta de poliuretano en el parque frente al nuevo domicilio, deli­mitando el perímetro de nuestro departamento de la ciudad de México en Alemania, trasladando simbólicamente nuestra vivienda al espacio que sería por los siguientes seis meses nuestro nuevo hogar. Esta pieza, a la par de trasladar el espacio delimitado de nuestro departamento, también generaba un enunciado que implicaba mudar nuestro espacio privado al espacio público. Posteriormente al emplazamiento en el parque realizamos una exposición con los avances del proyecto en POLY Galerie, ubicada en la misma ciudad. La muestra incluía

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Quirarte + Ornelas, Casa portátil 1, 2005, Acuarela sobre papel. Políptico 5 piezas, 15.5 x 20.5 cm c/u.

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diversas piezas de carácter documental, las cuales consistían en: una serie de fotografías que mostraban la línea de poliuretano siguiendo el perímetro del departamento; el registro fotográfico del em­ plazamiento del perímetro del mismo en el parque; un dibujo de la planta arquitectónica del departamento; la maqueta fotográfica, y por último, emplazada en el espacio de la galería, la línea de poliuretano del perímetro del departamento, que abarcaba por completo la sala de exhibición y subía por las paredes, ya que el área que contenía era mayor al de la galería, produciendo una modificación espacial al registro del área original, que se doblaba y transformaba al ser insertada en el espacio de exhibición. La última parte de Casa portátil consiste en un registro final de todo el proceso del proyecto en una serie de acuarelas, tres polípticos de cinco piezas cada uno, en las cuales se presenta de nueva cuenta el registro, ahora pictórico, de la línea emplazada en el departamento de la ciudad de México, en Haydnplatz, y finalmente un registro pictórico de la exhibición realizada en POLY Galerie.

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Antes y después del Hubble

Elizabeth Bishop:

Miguel Ángel Flores

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Foto tomada de: http://elizabethbishopsociety.org/

quizás alcanzar una estrella


Lo que podríamos llamar los resquicios de la voracidad financiera, nos permiten ver de vez en cuando películas llamadas “independientes”, aquellas que se colocan al margen de los grandes circuitos de distribución dominados por empresas gigantes, expertas en prácticas monopólicas. Vivimos tiempos de la ganancia instantánea. Los tiempos de recuperación en taquilla del costo y obtención de la ganancia son muy breves; si no se logra encandilar al público con espectacularidad y tonterías, cualquier película estará condenada a la ruina. No se les da la oportunidad de la publicidad de boca en boca, y si tiene suerte, según el país, pasarán a ser exhibidas en pequeñas salas, ante un reducido público especializado o espectadores distraídos. Otras no alcanzarán ni siquiera ese privilegio. No sabemos qué fin tendrá la reciente película basada en las relaciones entre la poetisa norteamericana Elizabeth Bishop y la arquitecta brasileña autodidacta Lota de Macedo Soares. Por su buena factura el fime, seguramente, se convertirá en objeto de culto, como ha pasado con la figura de Elizabeth Bishop. La cinta, intitulada en inglés Reaching the moon, y en español Tocando la luna, ha cruzado fugazmente las pantallas mexicanas. Las biopic, las películas biográficas, como se acostumbra llamarlas en inglés, siempre han representado un problema para quienes se embarcan en su realización. Se da por descontado que una figura pública, sobre todo, la dedicada a la actividad política, por ejemplo, tiene ya de antemano un posible público por su gran visibilidad: sus biografías, en la gran mayoría, han sido consignadas en el papel. En muchos casos, hay un punto de partida, un consenso sobre los hechos más relevantes de esas vidas. El aspecto de cómo resumir el conjunto de una existencia parece un hecho casi resuelto. Imposible abarcar todo el ámbito de los años de una persona, aunque se cuente con la documentación detallada de ésta y con el auxilio de Funes. Quién podría aguantar horas y horas de la narración de una vida, que como todas las vidas está repleta de actos intrascendentes y vulgares. Filmar la biografía de Paul Léautaud consignada en sus abundantes diarios sólo nos llevaría a la desolación del aburrimiento. Una de las mejores biopic jamás filmadas se basó en una vida pública y se la debemos a Orson Welles, de quien recordamos este año el centenario de su nacimiento: El ciudadano Kane. Ficción de una vida, es verdad, pero su obra es más que notable al decirnos, con imágenes, cómo se arma el espectáculo de alguien que pasó por los pasillos de la fama, el poder, la ambición y el fracaso. Elegir la vida de Elizabeth Bishop es todo un reto para elaborar una biopic. Decía el gran poeta norteamericano Wallace Stevens, importante protagonista de la modernidad de la poesía escrita en su país, que los hechos en la vida de un poeta son harto vulgares. Tal vez ni Villon escape a su juicio. Cómo elaborar el guión de una película que parte de la biografía de una poetisa en la que nada sucedió de extraordinario, al menos que así se considere la residencia,

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por algunos años, de un poeta en una tierra con no es la natal. Si hubo una vida discreta entre los poetas nacidos las primeras décadas del siglo xx en Estados Unidos, esa fue la Elizabeth Bishop. Superó el trauma de la temprana orfandad y del alejamiento de su madre, quien fue internada en un manicomio. Le quedó de esa experiencia un profundo sentido de marginalidad, de desasosiego por no sentirse integrada a los ambientes que la rodeaban, sentimientos que se plasmaron en su poesía, pero nunca adquirieron en su vida una dimensión dramática. Su biografía pudo ser documentada en sus aspectos más importantes debido a su inclinación por ser una corresponsal constante de sus amigos en los Estados Unidos. Su obra fue breve, y escribió más cartas que poemas. A pesar de su talento, que le fue reconocido pronto, y de que gozó del aprecio de sus editores, no fue una autora prolífica. Le mortificaba que el proceso de es­cribir un poema le tomara demasiado tiempo, sobre todo porque estaba sometida a la presión de sus editores, conscientes de que cada vez más la obra de Bishop conquistaba un mayor número de devotos lectores y poco a poco se iba convirtiendo en una figura de culto. La editorial Farrar, Strauss & Giroux siempre la tuvo en su catálogo, y esperaba con infinita paciencia los libros prometidos, y la revista New Yorker se enorgullecía de tenerla como colaboradora con sus poemas. Recibió el premio Pulitzer y en el último periodo de su vida impartió clases en la prestigiosa universidad de Harvard. Al final, la obra poética fue muy breve, pero el puñado de poemas que dejó es de los más notables de la poesía norteamericana del siglo xx. Una vida llevada con discreción, en la que lo más sobresaliente de ella fue el periodo de los años vividos en Brasil. Y sobre ese periodo se centró el director de cine brasileño Bruno Barreto para hacer su película, de excelente factura. La composición de cada escena está llena de aciertos, y en su aspecto visual supo encontrar un tono inspirado en los cuadros de Edward Hooper, cuyas atmósferas pueden muy bien habitar los poemas de Bishop en la concreción del detalle y su luminosidad. En su desamparo emocional y sentimental, Bishop encontró refugio en el amor por las mujeres. Su

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inesperada estancia en Brasil fue motivada por la atracción mutua que sintieron la poetisa y Lota de Macedo, una mujer culta, talentosa y acaudalada que le abrió las puertas de la élite política, social y literaria del país que sería su refugio durante quince años. Bishop vivió con pasión su amor y tuvo la oportunidad de conocer Brasil bajo sus más esplendorosas luces y sus más pronunciadas sombras. E inevitablemente, el paisaje natural y social de su tierra de adopción dejaría una profunda huella en su poesía. Aunque la película sólo alude a este aspecto quizá con mucha sutileza. La productora de la película contó, en una declaración al New York Times que desde el remoto año de 1959, cuando fue invitada a una comida en la casa de Lota de Macedo, en las montañas de Petrópolis, tuvo la idea de promover una película con el tema de la relación entre dos mujeres de excepción cuando percibió la empatía entre ella. Aunque una se hallara en un extremo de la sala, alejada de la otra, al cruzarse sus miradas las bocas sonreían: “fue algo especial que nunca olvidaré”, dijo. Pasaron los años, Lucy Barreto tuvo un hijo, Bruno; el hijo se hizo adulto y se dedicó a la dirección cinematográfica. Lucy se enteró que en 1995 una autora brasileña, Carmen Oliveira, había escrito un libro sobre la pare­ja Bishop-Macedo: Flores raras y comunes. Allí tenían ya un punto de partida para el guion de la película que Lucy había soñado. Bruno por su parte comentó que fue la lectura de los poemas de Bishop inspirados en Brasil lo que más lo animó a emprender la película. Esos poemas eran más interesantes que los conflictos de la poetisa derivados de su choque cultural con Brasil y de los problemas que la atormentaban. Para él, la película tenía que reflejar una pérdida, derivada de un encuentro y desencuentro. No otra cosa había querido expresar en su poema “On Art”: “El arte de perder no es difícil de dominar, / muchas cosas parecían impregnadas del intento / de perderse que su pérdida no es un desastre”. Lo que no comentan los Barreto es que la discre­ ta vida de Bishop ya había sido objeto de una novela: The more I owe you, escrita por su compatriota Michael Sledge. Tal vez a Bishop le causaría horror, a ella que en cuestión de orientación sexual prefería que todo se


quedara en el closet, saber que su intimidad ha sido expuesta en una película. La novela se apega con el exceso de la biografía a los hechos de la vida de Bishop. Pero sobre su vida se sabe lo suficiente por la publicación de sus cartas con el título One Art, sobre todo las que envió a su gran amigo, el poeta Robert Lowell, quien aparece en el inicio de la película, sin contextualizar la relación tan cercana que hubo entre ellos; o la biografía armada con testimonios orales de las personas que tuvieron trato con la poetisa divulgados en el libro Remembering Elizabeth Bishop: an oral biography (1994), de Gray Fountain y Peter Brazen. Ante la escasez de la obra poética y las necesidades del mercado, los editores se apresuraron a recopilar y divulgar sus cartas, y a publicar todo tipo de papeles, muchos de ellos deleznables. ¿Por qué fue Elizabeth a Brasil? El antecedente del viaje fue un quebranto emocional para ella, quien se sentía infeliz con su vida. Los poemas se le daban con dificultad y su vida sentimental se traducía en conflictos. Alejarse de su medio, de su país, le aportaría la calma que da el tiempo y el olvido. Un largo viaje que la llevase lejos del país natal era el mejor bálsamo a sus males. En la película no se nos informa sobre los motivos que habían llevado a Bishop a embarcarse hacia San Francisco rodeando todo un enorme subcontinente que la haría conocer la Tierra del Fuego. Pero en el camino hizo una escala en Brasil y le salió al encuentro Lota, a quien había conocido en Nueva York años antes. La pasión se encendió entre ellas: dos mujeres tocadas por la genialidad, opuestas en temperamento y complementarias por sus intereses comunes. Dos mujeres que vivieron el amor no sin dolor y cuya relación tuvo un desenlace fatal. El lazo de unión entre Elizabeth y Lota fue tan fuerte que la poetisa permaneció en Brasil quince años, lo que nunca hubría imaginado que sucedería cuando subió al barco en Nueva York. Bishop comentó que había sido imposible rechazar el cariño y la generosidad de Lota, quien le ofreció el hogar que nunca había tenido en su vida. Le construyó un hermoso estudio en la casa de Petrópolis, en unas montañas llenas de vegetación feraz; le ofreció la posibilidad de dedicarse a su obra

rodeada de la vegetación del trópico con su exuberancia y la novedad de su nueva patria, llena de una flora y fauna inéditas para ella, y que poco a poco fue plasmándose en sus versos. Fue su temporada en el paraíso ensombrecida por sus problemas de alcoholismo, por el inevitable desgaste que la convivencia conlleva y por el conflicto que le provocaba el trato con los brasileños y su dificultad para hallar la expresión correcta en sus poemas que escribía a cuenta gotas, mientras que su entrañable amigo Robert Lowell publicaba libro tras libro. En On Art había hablado del arte de la pérdida. Lo que detonó el camino de la debacle entre las dos mujeres fue la dedicación total de Lota a la construcción del Parque Flamingo, en Rio de Janeiro, en un lote muy extenso limítrofe con el mar, un proyecto muy entrañable para Lota y que iba a ser realidad gracias al apoyo de su gran amigo Carlos Lacerda, devorado por la ambición política al grado de prestar su apoyo al golpe militar que derrocó a João Gulart. Se instauró así la dictadura. Elizabeth Bishop que acompañó a su amigo en su entusiasmo por los militares, se dio cuenta poco tiempo después que sus valores políticos la hacían inclinarse, a fin de cuentas, por la tradición liberal que tiene en alto aprecio a la democracia. La aceptación de Elizabeth por parte de una universidad norteamericana para impartir clases de poesía —ella que nunca había tenido ni interés ni preparación para el mundo académico— fue su mejor pretexto para abandonar Brasil, para alejarse de Lota, para renunciar a la casa que había comprado en Ouro Preto. El viaje a los Estados Unidos era en realidad una huida. Lota se aferraba a su amante, visitó a Elizabeth en su nueva casa y agobiada por los problemas políticos que le habían complicado en extremo la vida, Carlos Lacerda había tenido que abandonar Brasil, y por el enfriamiento de sus relaciones con la poetisa, tomó la decisión de acabar con su vida ingiriendo barbitúricos. Los amigos brasileños de Lota culparon a Elizabeth por el triste fin de quien le había ofrecido demasiado cuando ella estaba muy necesitada de afecto. El ciclo Brasil se cerró definitivamente. Pero no dejó de estar presente en los poemas de Elizabeth Bishop:

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el armadillo1 a Robert Lowell

Es la época del año cuando casi todas las noches suben globos de papel, frágiles, clandestinos. Impulsados por el fuego ascienden a la alta montaña, Suben hacia un santo que aún adoran por estos rumbos, y por dentro el globo se hincha y se llena de luz en sístole y diástole, como el corazón. Ya arriba en el cielo es difícil distinguirlos de las estrellas — es decir, de los planetas — por sus vivos colores: Venus que cae, o Marte, O el pálido verde. Con el viento, estallan y se dañan, oscilan y caen pero si hay calma navegan entre los papalotes de la Cruz del Sur, Retrocediendo, encogiéndose, con solemnidad y abandonándonos firmemente en su caída desde la cima, se convierten de pronto en un peligro.

Anoche uno enorme cayó. Estalló como un huevo de fuego sobre el acantilado tras la casa. Las llamas se extendieron. Vimos a un par de búhos cuyo nido voló en pedazos, revoloteaba blanco y negro con una mancha de rosa vivo debajo, hasta que se perdió de vista. El viejo nido debió haber ardido. De prisa, completamente solo, un armadillo centelleante abandonó el lugar salpicado de rosa, cabizbajo, con la cola entre las patas. Y luego saltó un conejo, de orejas cortas, para nuestra sorpresa. ¡Tan suave! — un puñado de intangible ceniza con ojos fijos, inyectados. ¡Tan lindo, como un mimetismo onírico! Oh, fuego en caída y punzante grito y pánico, y un puño cerrado apretado ignorante contra el cielo.

Traducción de Miguel Ángel Flores.

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El actor británico Ralph Richardson caracterizado como Próspero durante la escena de una producción de la Royal Shakespeare Company de La Tempestad en Stratford en 1952. (Fotografía: Kurt Hutton/Picture Post/Getty Images)

Sobre La tempestad de William Shakespeare Gerardo Piña

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Aunque La tempestad ha sido leída como un romance de reconciliación, una alegoría cristiana sobre el perdón, un tratado sobre los límites del arte frente a la imaginación, una obra sobre la paternidad o sobre la política isabelina, la mayoría de los especialistas afirma que La tempestad fue la última obra que escribió Shakespeare y que la hizo para despedirse de los escenarios. Dicen que esta obra es el testamento de Shakespeare (una suerte de retrato del artista) y Próspero es el personaje que lo representa. Sin embargo, no hay evidencia que confirme que La tempestad (1610-11) fue realmente la última obra de Shakespeare; de esa misma época datan Cuento de navidad y Cimbeline y cualquiera de las tres pudo ser la última. Se dice que La tempestad es la última porque se ajusta a la gran narrativa impulsada en el siglo dieciocho que quiere ver a Shakespeare como Próspero y La tempestad como su despedida de los escenarios. Este debate no es banal porque la mayoría de las interpretaciones de esta obra fuerzan la biografía para ajustarla al texto y mantienen la idea román­tica del autor que “cifra” lo esencial de su vida en una de sus obras. Las interpretaciones que parten de esta idea arrojan conclusiones absurdas por anacrónicas. Con guiños al Fausto de Marlowe, a la obra de Ovidio y a la Eneida de Virgilio, La tempestad es un breve tratado de magia. Recordemos su trama: Una tormenta causa un naufragio y un grupo de nobles arriba a una isla. Descubrimos que la tormenta ha sido provocada por un acto de magia de Próspero, quien fuera el duque de Milán y quien había sido exiliado doce años antes en esa isla tras la deposición de su ducado por parte de Antonio, su hermano. Próspero vive en la isla con Miranda, su hija, y dos “sirvientes”: Ariel (un espíritu) y Calibán (un nativo de la isla). Alonso, uno de los nobles del barco, piensa que Fernando, su hijo, ha muerto en el naufragio, pero en realidad está en otra parte de la isla. Próspero hace que Fernando y Miranda se conozcan como si fuera por casualidad y ellos se enamoran. Trínculo y Stéfano, dos sirivientes del barco, se emborrrachan y conspiran junto con Calibán para deponer a Próspero. Otros dos nobles: Sebastián y Antonio (hermano de Próspero) planean matar a Alonso. Ariel se da cuenta de ambas conspiraciones y da aviso a Próspero para frustrarlas y éste castiga a los involucrados mediante actos de magia. Después celebra el matrimonio entre Miranda y Fernando, y al final de la obra opta por perdonar a Antonio en lugar de vengarse como había planeado, libera a Ariel y, en el epílogo, él mismo pide permiso para poder retirarse del escenario; pide ser liberado por el público. La idea de que esta obra es una cifra autobiográfica es insostenible por varias razones, pero menciono la más importante. En la época isabelina, los escritores no escribían con guiños autobiográficos. Ni Johnson, Spencer o Marlowe lo hicieron; Shakespeare tampoco. Hablamos de una época en la que los dramaturgos recreaban

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obras anteriores (mitos, leyendas, pasajes históricos) y las adaptaban a su tiempo. Es hasta el romanticismo cuando los autores comienzan a escribir obras autobiográficas a manera de poéticas. He aquí la cita que varios críticos utilizan como “prueba” de que La tempestad fue la última obra de Shakespeare: próspero.—
Ahora magia no me queda
y sólo tengo mis fuerzas,
que son pocas. Si os complace, retenedme aquí, o dejadme
ir a Nápoles. Con todo,
si ya el ducado recobro
tras perdonar al traidor,
no quede hechiza­do yo
en la isla, y de este encanto
libradme con vuestro aplauso. Vuestro aliento hinche mis velas
o fracasará mi idea,
que fue agradar. Sin dominio
sobre espíritus o hechizos,
me vencerá el desaliento
si no me alivia algún rezo
tan sentido que emocione
al cielo y excuse errores.
Igual que por pecar rogáis clemencia, libéreme también vuestra indulgencia.1

Una vez que se echa a andar una narrativa que conviene a los más vinculados con la autoridad, la gente no hará más que contribuir a su propagación aunque sea sin pruebas. Por ejemplo, en 1740 se erigió una estatua de Shakespeare en Westminster y como epitafio transcribieron una parte de la cita anterior para vincular al autor con Próspero, su personaje. Sin embargo, la gratuidad de interpretaciones como ésta no es privativa de nuestra época. En el primer Folio de la edición de las obras completas de Shakespeare de 1623, La tempestad fue la primera obra que se incluyó en el volumen. Eso bastó para que en el siglo diecisiete muchos críticos afirmaran que era la primera que Shakespeare había escrito y veían en ella a un Shakespeare todavía inmaduro. Actualmente las interpretaciones sobre esta obra son tantas y tan variadas que prácticamente requie-­ ren de interpretaciones ellas mismas y muy pocas atienden al tema de la magia en el Renacimiento.

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Traducción de Ángel L. Pujante, ed. Austral.

La tempestad es un compendio de las distintas maneras en que entonces se entendía la magia; como blanca (manipulación de los fenómenos naturales) y negra (creación de fenómenos sobrenaturales a partir de fuentes diabólicas). La distinción importaba entonces quizás tanto como ahora aunque desde ángulos distintos. La magia blanca, la que emplea Próspero para procurarse justicia a sí mismo y a su hija, refleja una visión científica de la época isabelina. Es decir, la idea de ciencia tiene que ver con la manipulación de hechos naturales para conseguir objetivos aceptados socialmente como positivos (¿qué otra cosa es la medicina, por ejemplo?). Por otra parte, la magia negra también implica una manipulación de elementos, pero al surgir de un pacto con el mal (y por tanto con la destrucción) trastoca el orden cósmico y sus repercusiones son inconmensurables (¿qué fueron las bombas atómicas arrojadas por Estados Unidos en Nagasaki e Hiroshima al final de la Segunda Guerra Mundial?) Mediante La tempestad, Shakespeare aborda para sus contemporáneos un debate sobre las implicaciones de la magia (del tipo que fuere) y concluye con que la única magia que nos debe ser permitida es la de la ilusión (i.e. la del arte). La música o el teatro fungen de magia en la medida en que sostienen una ilusión con los espectadores o escuchas y logra un efecto en ellos por cierto tiempo. Una vez terminada la obra, la ilusión desaparece pero quedan la memoria y las reflexiones derivadas de la misma. De ahí la famosa cita de Próspero: “Somos la sustancia de la que están hechos los sueños y nuestra pequeña vida está circunscrita al dormir”. Desde la perspectiva de la magia, somos sueños porque somos pasajeros del mismo modo que la imaginación y el arte también lo son. Lo único real son nuestros actos. Sin duda, la dicotomía magia/arte es apenas un aspecto de la obra, pero a veces es suficiente una estampa clara y sencilla para vislumbrar la riqueza y complejidad de una época como lo fue la isabelina y, de paso, rescatar cuánto de esa época aún persiste en la nuestra.

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El escritor irlandés John McGahern, en París, Francia, en 1989. (Fotografía: Ulf Andersen/Getty Images)

John McGahern

y la cotidiana tribulación Stephen Murray Kiernan

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Traducción de Jesús Francisco Conde de Arriaga

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Si se piensa en una carrera exitosa como escritor, entendida ésta como fama y cierta prosperidad económica, debemos tomar en cuenta que el lugar de nacimiento del novelista John McGahern no le fue favorable. Si bien tuvo a su lado maes­tros del cuento corto como sus compatriotas Sean O’Faolain, Liam O’Flaherty y Frank O`Connor, resintió, como ellos, la falta del prestigio que gozaron otros escritores de talla similar por la nula importancia de su país y porque sus partidarios y lectores eran pocos y no gozaban de fuerza literaria. John McGahern nació y escogió vivir la mayor parte de su vida adulta en pequeñas granjas del interior de Irlanda. Sin embargo, un escritor no es sólo un fabricante en serie de personajes, diálogos y escenarios; si es claro en sus metas como creador de ficción, se espera que esté consciente de que ciertas circunstancias —como las atmósferas y el lenguaje que lo rodea— pueden ser aprovechadas como fuente de inspiración para combinarlo con su talento natural. Y McGahern conocía su entorno bastante bien. El mayor de siete hermanos tuvo como madre a una mujer que combinaba la administración de su granja con la enseñanza en una escuela primaria; su padre estuvo ausente la mayor parte del tiempo por su trabajo como policía en un lugar de Irlanda con nombre militar: “Las barracas”. Sus primeros años son tan parecidos a los de otros escritores irlandeses de su tiempo que parece que son prue­bas obligatorias para los novelistas jóvenes: un trabajo “seguro” como profesor, la pérdida de éste porque su primera novela fue considerada pornográfica, traslado a Inglaterra para trabajar en construcciones y de vuelta a vivir en una granja para dedicarse de tiempo completo a la escritura. La siguiente introducción puede ayudar al lector que no esté familiarizado con la sociedad rural irlandesa de la segunda mitad del siglo veinte a entender el cuidado que McGahern puso en los pequeños y cotidianos problemas de sus personajes, escritos con cierto lirismo dentro de un ambiente cíclico tanto de la agricultura como de la naturaleza. Cuando todas las praderas eran segadas se veían maravillosamente limpias y solitarias; el gran roble y los fresnos junto a los arbustos se erigían sobre las pilas de pasto cortado, los cuervos y las gaviotas descendían en turbas escandalosas para cazar ranas, caracoles y gusanos. Las moras de los serbales a lo largo de la costa relucían con un color rojo tal que estaba claro el porqué se utilizaban para resaltar los labios de niñas y mujeres. Las ovejas y las vacas reposaban pesada y plácidamente en el pasto. Cada día se recogían, junto a las papas, rábanos, lechuga, cebollines, chícharos y habas.

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Me gustaría señalar estos temas en la última novela de McGahern, That they may face the rising sun, publicada en 2002, cuatro años antes de su muerte por cáncer a los setenta y un años. Como es constante en su obra, este libro no es ostentoso: la narración es breve y sus personajes tienen predominantemente obligaciones, ambiciones y limitaciones ordinarias. De cualquier modo, lo que sobresale es la descripción del lugar. Es una tierra llena de insectos, pájaros y peces; grandes árboles, pasto y, sobre todo, un lago, lugar de arcoíris, reflexión y abundancia. El agua era cristalina, reflejaba el cielo a cada lado de un centelleante río de luz de un sol en ascenso. Los arcoíris estaban tan rotos como el clima, aparecían aquí y allá en líneas o brillantes manchas de color en el cielo caprichoso. Cuando la lluvia no humedecía las hojas o los techos, el aire era tan pesado que respiraba lluvia. El lago era un enorme espejo vuelto hacia la profundidad del cielo, conteniendo sus luces y colores.

En medio de todas estas poblaciones, ocupados en sus necesidades de alimento, reproducción y seguridad, la gente común de la campiña irlandesa realizan sus deberes con un cuidado y una solemnidad típicas de esas regiones. Ella perdió a un buen esposo después de criar a su familia, y como yo, no pensaba que fuera bueno vivir sola. Los jóvenes en ocasiones encuentran difícil entender que los mayores necesitan las mismas cosas, comodidades y placeres que ellos.

Hay un énfasis en el tacto, en la vista, en las voces y aromas de la región que se convierten en una celebración, aunque McGahern mantiene el control al conservar la claridad de una prosa estilizada, pero no exagerada, y en consecuencia es una celebración más realista que romántica, aunque cierto romanticismo esté presente. Hay tanta abundancia que a menudo la gente no es obligada a trabajar ya que los animales de granja crecen sin su ayuda al alimentarse con el pasto. Al mismo tiempo, incluso ahora, aquellos con dinero recuerdan los malos tiempos recientes. Algunos tienen la sensación de estar en un buen lugar en un tiempo generoso, pero mantienen cierto escepticismo, esa duda que es parte de la definición de la felicidad humana incompleta. De hecho, en cierto momento, dos personajes son descritos cuando toman vagamente consciencia de que “no hay certeza de lo que constituye la felicidad o la infelicidad del otro”. Más adelante, otro personaje piensa, ayudado por el whiskey, que un paseo acompañado alrededor del lago le ha otorgado la experiencia de una alegría profunda, y combate este sentir pensando que “la felicidad no puede buscarse ni atormentar al ser ni incluso ser totalmente comprendida; debe permitírsele su propio ritmo hasta que pase completamente inadvertida, si es que alguna vez llega”.

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Probablemente haya en esta propensión a no aceptar tan fácilmente la felicidad cierta conducta aprendida de las enseñanzas de la iglesia. De modo inevitable están presentes las prácticas católicas, tanto como una obligación social como un gesto de piedad y fe. En la novela de McGahern se habla de la casa tradicional y de “la virgen sonriente, la sangre que se derrama de la corona de espinas”. Incluso el hecho de que la gente no tenga ni los recursos ni el interés por cambiar los enseres domésticos significa que, en un sentido estrictamente material, ellos viven, al menos en su cotidianidad, casi en el pasado. Muchos de ellos preferirían que las cosas se mantuvieran siempre iguales, la súplica eterna de los padres que desearían ver a sus hijos siempre del mismo modo. Por su rostro parecían atiborrarse sensaciones y pensamientos: era como si le doliera acariciar y recoger y asimilar todos esos intermitentes años de cambio. ¿Cómo es posible reunir y besar el tiempo cuando sólo hay carne?

La novela es un viaje a través del tiempo, pero en lugar de mencionar el devenir cronológico de días, meses y estaciones, presenta una sucesión de escenas que muestran el nacimiento, el esplendor, la decadencia y los restos de plantas, animales y atmósferas. Por ejemplo, esta descripción del verano que casi cierra la novela: Los pájaros serpentean en el aire y llevan pequeñas ramas en sus picos. Un cisne melancólico toma su lugar en un trono entre los carrizos. En la orilla el agua se ensortija con la vida de la freza de los lucios y los sargos. Un gato negro, atento, se sienta en medio del desove y la agitación del agua.

McGahern fue parte de una tradición en la que se inscriben O’Faolain y O’Flaherty, quienes la escribieron así porque sus espacios vitales estaban colmados de tormentas y lluvia, coloreados por los verdes del pasto, el amarillo del heno, las grisáceas nubes y el color de la tierra; movidos al paso cansino de vacas y ovejas, con los peces encrespando los lagos y ríos y el nervioso vuelo de aves solitarias o parvadas de ellas. Y la gente podía sentirlo y trastocaba su manera de hablar, la velocidad y el rumbo de sus pensamientos, sus momentos de alegría y sus arranques de pesadumbre y rencor. Por supuesto, los críticos dirán que, por lo mismo, McGahern está pasado de moda y es “el último de su estirpe”. Sin embargo, la imponente estética de un entorno natural, debe de ser tomada en cuenta de algún modo. Para escritores con la sensibilidad de McGahern, reducir la presencia de la naturaleza —animales, plantas, clima, ciclos— sería engañarse ante la realidad, cegarse ante sus colores, sin olfato para percibir sus aromas ni oído para sus voces y murmullos. En otras palabras, sería no decir la verdad como el autor la percibe.

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Sobre la “verdad histórica” en el análisis

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Walter Beller

Protestas en Guadalajara por la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos en Ayotzinapa. (Fotografía: Leonardo Álvarez/LatinContent Editorial)


El caso de los 43 jóvenes desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa sigue atrayendo miradas y discursos, y no es para menos cuando se trata, según todas las evidencias, de un asesinato múltiple y atroz que no sólo ha conmocionado a las fa­milias, sino ha cimbrado las estructuras del Estado mexicano. Uno de los efectos colaterales fue la desafortunada expresión del ex procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, cuando en su informe final sobre el caso dijo que lo expuesto por él era “la verdad histórica”. Esta frase despertó el inmediato rechazo de la opinión pública. No se hubiese dado tal reacción si —en cambio— el funcionario hubiera dicho que “esa es la verdad formal”, o que “esa es la verdad del expediente” (fórmula común en los contextos judiciales). Dio la impresión de ser un asunto concluido y cerrado: no hay más de esto. Más allá del dislate, la noción de “verdad histórica” tiene un peso específico no sólo en el derecho (por ejemplo en la parte procesal, o bien respecto a la defensa y protección internacional de los derechos humanos) sino también en la práctica del psicoanálisis. En este último ámbito, la verdad es fundamental para la dirección de la cura. Para el tratamiento psicoanalítico la transferencia desempeña un operador cardinal. La transferencia se inicia —en sentido estricto, técnico— cuando el paciente acepta la regla fundamental y accede —declarativamente— a decir todo lo que se le ocurra. Con su aceptación de la regla fundamental el analizante se compromete con una búsqueda que tienen que ver justamente con la verdad. Freud observó que se trata nada menos que de la verdad histórica. Cuando Freud se interrogaba sobre el porqué de la fuerza de las creencias religiosas en su ensayo de 1939, Moisés y la religión monoteísta, le da un estatuto peculiar a la verdad histórica. Al formular su argumento central, Freud señalaba que la inclinación por la verdad no es asunto del supuesto reconocimiento de verdades previas a toda experiencia (como las verdades que Descartes creía descubrir de manera innata, una de las cuales era justamente la unicidad y existencia divina), sino una cuestión histórica y vivencial. Pero, ¿cuál es la vivencia que la humanidad habría tenido para tal efecto? No se trata de una experiencia constatable y verificable, sino de una experiencia conjeturada por Freud. Postula que “en tiempos primordiales hubo una única persona que entonces debió de aparecer hipergrande, y que luego ha retornado en el recuerdo de los seres humanos enaltecida a la condición divina” (Freud, O.C. xxiii, p. 124-5) Así pues, la creencia religiosa tiene un contenido de verdad, pero no la verdad material (referida a su presunta verificación o constatación) sino a la verdad con la cual trabaja el analista. Asienta Freud: “creemos que la solución de los creyentes contiene la verdad, pero no la verdad material sino la verdad histórico-vivencial”. (Loc. cit)

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A diferencia de las aproximaciones filosóficas más representativas al tema de verdad, el psicoanálisis propone que la verdad es del orden del acontecimiento. El acontecimiento puede o no suceder, pero si sucede, ocurre en una trama compleja que articula lo previo y lo actual, el pasado y el presente, o incluso el presente y el porvenir. Una cosa es lo —realmente— acontecido y otra el acontecimiento. Lo acontecido es letra inerte, letra que insiste sin llegar a existir; es repetición. Por ejemplo, el paciente repite una y otra vez que experimentó el abandono de sus padres. Freud advertía que la repetición es un mecanismo que impide el recuerdo, aunque sólo mediante la repetición se articula el recuerdo. Jorge Belinsky lo puntualiza así: “La repetición implica, por así decirlo, que las cosas no sean recordadas y, a la vez, que no sean olvidadas. Para que ese insistir de lo acontecido alcance su existencia, algo nuevo debe advenir a él y arrancarlo de la inercia uniforme de su movimiento”. (J. Belinsky, El psicoanálisis y los límites de su formalización, Lumen, 1985, p. 29) Lo que transforma lo inerte del pasado (Sartre lo llamaba el en-sí) es que emerja algo nuevo: el sentido. Es una (hasta cierto punto) novedosa respuesta que el paciente construye ante la pregunta “¿por qué ocurrió lo que ocurrió?”. Entonces el sentido se hace cargo de lo acontecido “y lo constituye (lo hace historia) como acontecimiento” (p. 30). En síntesis, si el sujeto repite (o rememora para olvidar lo fundamental, pues se trata de recuerdos encubridores) y vuelve una y otra vez sobre un mismo relato con simples variaciones, está fuera de la historia, como una especie de eterno retorno. Bajo esas condiciones, no hay nada parecido al deseo ya que todo es como si fuese eterno, incambiable, inmodificable. Por tanto,

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sería ahistórico. El sujeto debe advenir en el sentido: ¿por qué yo no…?, ¿por qué no a mí…? Es entonces cuando lo acontecido se transforma en acontecimiento. La verdad es historia y la historia el fundamento de la verdad, que en parte es pasado pero también en parte es porvenir. La contradicción es esta: si todo pasa al campo de lo olvidado, no podrá haber recuerdo posible. Así no habrá verdad, ni verdad a medias, ni media verdad siquiera, cuando para el individuo todo ha sido confinado al olvido. Por eso, paradójicamente, el trabajo terapéutico requiere de la repetición, que no es historia, puesto que sin repetición (lo contario es el olvido) la historia no advendría como verdad histórica. El fragmento xxxv de Heráclito sentencia: De esta razón inmutable, incapaces de comprensión se muestran los hombres, tanto antes como después de haberla oído. Pues, aunque todo sucede de acuerdo con ella, se comportan como ignorantes cada vez que hablan y obran. Mientras que yo distingo y enuncio cada cosa explicando como es, a los demás hombres permanece oculto cuanto hacen, tal como olvidan lo que hacen dormidos.

Para Heráclito los hombres que no comprenden el logos olvidan. Es decir, son constitutivamente “olvidadizos” de la “razón” o de la verdad que esencialmente los constituye. La verdad más originaria, histórica, es la coin­cidencia del sujeto consigo mismo (pero siendo un sujeto dividido, escindido, por el deseo). Su verdad no se sabe porque está amenazada bajo la deriva de la repetición, cuyo límite es el olvido (y éste por obra de la represión), pero que debe emerger del logos, que también es palabra. En este anudamiento es donde emerge, para el psicoanálisis, la verdad histórica.


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Sullivan vs. Ryan

Pelea de John L. Sullivan vs. Jake Kilrain en Richburg, Mississippi, en 1889. Fotografía: Biblioteca del Congreso, Washington, EU.

José Martí

Toda la ciudad parecía de viaje en la noche que acabó en la madrugada de la marcha. En sillas, y en sofás y de codos en los balcones, dormían: temerosos de que partiese el tren sin ellos, los que habían comprado, a cambio de diez pesos, el derecho de ver la anhelada lucha. Vacilaban en los mostradores de los hoteles, porque no se las robasen en el camino, las joyas, a que son los rufianes muy aficionados. Y allá va al fin, cruzando los llanos pantanosos de la Luisiana, el tren veloz con los peleadores, con sus segundos, con la esponja y menjurjes de curar, con los dineros de la lidia, con sus vagones repletos, techados de gente, rebosada de los carros. Allí el beber; allí el vocear; allí el proponer apuestas y aceptarlas. Allí el decir que un buen peleador ha de tener arrojo, agilidad y resistencia. Allí al hacer memoria de cómo en otros tiempos

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se libraban al vigor del puño las contiendas electorales de los neoyorquinos; cómo un Mc Coy mató en el circo a un Chris Lilly; cómo cuando Hyer venció a Sullivan, en “pelea de huracán se encendieron luminarias en Park Row”, que es la calle vieja y famosa, que da al costado del correo, y se leyó por largo tiempo en un gran lienzo transparente: “Tom Hyer, campeón de América”. Era allí el recordar, entre sorbos de pócimas ardientes, que Morrisey dejó a Heenan por muerto; que cuando Jones peleó con Mc Coole recibió de él tal golpe en la frente, que rodó al suelo, víctima de náuseas y como con el cerebro desquiciado; y que Mace era un gran golpeador, que braceaba como aspa de molino, y quebró de un buen golpe el cuello de Allen. ¡Y el sol entraba a raudales por las ventanillas de los carros! Ya en el lugar de la pelea, que fue la ciudad de Mississippi, estaban llenos de gente los alrededores del sitio elegido para el circo, y a horcajadas los hombres en los árboles, y repletos de curiosos los halcones, y almenados de espectadores los techos de las casas. Vació el tren su carga. Se alzó el circo en el suelo, y otro circo concéntrico: entre los que podían vagar los privilegiados; cantando alegres, se sentaron por la arena en batallón gozoso los cronistas, que cuando se pobló el aire de hurras, y fueron todas las manos astas de sombreros: era que venían el huraño Sullivan con su calzón corto y su camiseta de franela verde, y el hermoso Ryan, el gigante de Troya, en arreos blancos. En el circo, había damas. Y a la par que los jayanes se dieron las manos y ponían a hervir la sangre que iba a correr abundosa a los golpes, encuclillados en el suelo, contaban los segundos los dineros que se habían apostado a los dos hombres. ¿A qué mirarlos? A poco, ruedan por tierra; llévanlos a su rincón, y báñanles los miembros con menjurjes, embístense de nuevo, sacúdense sobre el cráneo golpes de maza; suenan los cráneos como yunque herido; mancha la sangre las ropas de Ryan, que cae de rodillas, en tanto que el mozo de Boston, saltando alegre y sonriendo, se vuelve a su “esquina”. Atruena el vocerío, álzase Ryan tambaleando; le enviste Sullivan riendo; ásense de los cuellos y estrújanse los rostros; van tropezando a caer sobre las cuerdas; nueve veces se atacan, nueve veces se hieren; ya se arrastra el gigante, ya no le sustentan en pie sus zapatos espigados. Ya cae exánime de un golpe en el cuello, y al verlo sin sentido, echa al aire la esponja, en señal de derrota, su segundo. Se han cruzado $300,000, apostados en todas las ciudades de la nación a la pelea de estos dos mozos; se han alquilado hilos de telégrafo para dar cuenta menuda a todos los vientos de los detalles de la lidia; han recorrido las calles de las grandes ciudades, muchedumbres ansiosas que recibieron con clamores de aplausos, o ruidos de ira, la nueva del triunfo; se ha celebrado con músicas y fiestas al bostonés victorioso; y se exhiben de nuevo en circos y cantinas, agasajados y regalados, el mozo y el gigante. ¡Aún está roja y castigada de los pies, en la ciudad del Mississippi, la arena de la mar! Es este pueblo como grande árbol: tal vez es ley que en la raíz de los árboles grandes aniden los gusanos. Nueva York, febrero 17 de 1882

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intervenciones Mateo Pizarro


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Precisiones para entender aquella tarde de Hugo Abraham Wirth LucĂ­a Leonor EnrĂ­quez

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Since the world drives to a delirious state of things, we must drive to a delirious point of view. Jean Baudrillard

Saben tu nombre, cuánto debes, dónde trabajas, tu estado civil. Han pasado por un arduo y efectivo entrenamiento que los vuelve incapaces de escucharte. Así que no te equivoques, tus ocupaciones y vicisitudes no son de su incumbencia, tú no les interesas en lo absoluto. Tú eres un cúmulo de datos y un monto a cubrir. Ellos quieren saber si pagarás, cómo pagarás y cuándo pagarás, ¿aceptarás el plan que te proponen o tienes alguna contrapropuesta? Llaman de madrugada, en la tarde, a mitad de una junta y por la noche, en días de asueto y fines de semana. Puedes gritarles, colgarles, maldecirlos y desviar infinidad de veces la llamada, ellos son inmunes, ellos volverán a insistir. Cuando piensas en los trabajos rutinarios que asignan en el inframundo, ya nadie lleva piedras a la cima de una montaña, tienen instalado un Call Center. Ahí se repite hasta el hartazgo la misma tarea, ahí se tortura a operadores y deudores. En Precisiones para entender aquella tarde de Hugo Abraham Wirth, la frustración y la astenia de los que laboran en una gran corporación se ven sacudidas por un temblor. Para entender las consecuencias del extraordinario suceso, habrá que mirar de cerca a los habitantes del hermoso edificio de enormes ventanales, aunque ellos en realidad no existen, están desdibujados en su medianía. Los tibios, los de vida gris, los abúlicos. Desde los primeros momentos en que tuve conciencia de mí mismo, sentí que me apagaba. Iván Goncharov

La industria de los Call Centers se desarrolló a partir de la década de 1970 para resolver las necesidades de las empresas que requerían masificar la atención y contacto con sus consumidores y atraer a potenciales clientes. Al incrementarse su alcance, se volvió más

agresiva la intrusión del operador en el espacio privado del usuario, y aparentemente, la fuerte crítica que esto motivó, permitió el avance de la industria hacia el concepto de Contact Centers, donde la negociación es menos rutinaria y el trato es individualizado. ¿Trato individualizado? Por eso se presentan, te llaman por tu nombre y te preguntan cómo estás. Ante tan profunda y a la vez trivial pregunta, ni de broma respondas como lo hacía un connotado escritor nacional: “Bien o ¿tienes tiempo?”. Una honesta replica para alguien que difícilmente espera que el interrogado se someta a un análisis minucioso y responda con brutal sinceridad. No, los operadores esperan el cívico y cortés: bien. Aceptémoslo, tú sólo eres un número de registro, eres lo que consumes y lo que eres capaz de pagar. Lucy, Fátima, el Cerdo, José y el Jefe de todos los Jefes de Personal tampoco importan, son los agentes infernales que te recordarán los dígitos de tu miseria, lo insignificante que eres en el trabajo, si lo lograste o no. A ambos lados de la línea, hiede a desilusión… Tal vez a costa de tener dos trabajos y las tarjetas de crédito al límite, tengas al perro, el depa, el coche, pero todavía no sientes la paz y el regocijo de los que “ya la hicieron”. Quizá como Lucy, tengas la sensación de que no has hecho nada que valga la pena. Posiblemente te llenes de libros de superación personal y como Fátima te cuestiones qué haces con sutano, por qué le permites tal cosa a perengano. En el fondo, sólo quieres entender cuál es la razón por la que has venido a este mundo. Tiene que ser algo más que trabajar para vivir, pagar puntualmente la renta, obtener la comisión y la promoción laboral. ¿Cuál es la chispa que te está haciendo falta? En esa compulsión casi enfermiza por la felici­dad a cualquier precio, no faltan las terapias y consejos de autoayuda, la trivialización del Carpe Diem, los “sonríe aunque no estés contento” y una sarta de idioteces

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que te recuerdan que, sin importar lo que pase, tie­nes que disfrutar al máximo el día a día pero, oh calamidad, hacerlo depende de ti. No basta con que lo desees, no es suficiente con que lo decretes, la felicidad, dicen, está al alcance de tu mano, pero tienes que esforzarte para ga­nártela, vaya responsabilidad, ¡un trabajo más para agobiarte! Ahora los miserables tienen una razón más para acongojarse: han fracasado en su búsqueda de la felicidad (sea lo que ésta sea). Enfrascados en esta loca carrera hacia ningún lado, Lucy, Fátima, el Cerdo, José y el Jefe de todos los Jefes de Personal toman su lugar en el gran engranaje, y si bien todos parecen hechos de la misma materia insignificante, hay jerarquías. Siempre hay alguien con más poder. Siempre hay alguno parado sobre un ladrillo, investido con la autoridad suficiente para humillar sistemáticamente y hacer más diminuto al otro. Dice Baudrillard en La transparencia del mal que es humano depositar nuestra suerte, nuestro deseo y nuestra voluntad en manos de algún otro. Nos deshacemos del peso de la responsabilidad pues es mejor, más cómodo quizás, ser oprimido por alguien más, ser feliz, o desdichado, por otro que por uno mismo, y el jefe suele ser el chivo expiatorio de tu falta de tiempo, el cansancio, el mal humor y las jaquecas. El jefe, ese ser instalado unos peldaños más arriba que puede vio­ lentarte hasta el grado del entumecimiento, llevarte al punto en que nada te indigna, y donde te descubres con la disposición de tolerar aún más. Cuando un organismo deja de funcionar según la regla del juego genético, las células comienzan a proliferar en el desorden e invaden todo alrededor; esta dinámica perversa se reproduce en otros ambientes. No hay buenos ni malos. No hay querubines nalgones ni demonios astados. Hay una vocación por contaminar al otro. Y es esa metástasis lo que Wirth muestra, lo salvaje del contacto de un hombre con su semejante. Muestra la trampa en que se volvió el mundo y cómo ese funcionamiento voraz y caótico se propaga en la vida y el trabajo. Pero los temblores tienen consecuencias, ¿o no?

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La dramaturgia de Hugo Wirth se distingue por una potente visceralidad que en Precisiones para entender aquella tarde se muestra más madura, y por tanto, contundente. A contramano de esa escritura teatral buena onda y bienaventurada, Wirth es un dramaturgo honesto que se plantea retos. Los campos de batalla que elige para su escritura permiten adivinar lo que le afecta, la involución que le indigna. La sordidez de los universos que plantea está lejos del lugar común y se agradece su mirada sin complacencias. Aquí palpita un interés genuino por los personajes, y sus historias. No hay turismo dramatúrgico. Los parias de este y cualquier otro infernillo del ritmo de vida nuestro se encarnarán y cobrarán su justa dimensión en escena, cuando la obra ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia uam/UdeG/scgdf 2013 sea representada en alguno de los escenarios del Sistema de Teatros. Hasta entonces, sigamos en la búsqueda.

Precisiones para entender aquella tarde Hugo Abraham Wirth México, uam (Molinos de Viento 163) 2014, 55 pp.


Reflejarse en el mar: Repertorio literario de Vladimiro Rivas

William Faulkner. (Fotografía: Hulton Archive/Getty Images)

Llamil Mena Brito

El tatuaje es la escritura, la marca de que él ha sido inscrito desde su nacimiento en una cultura determinada Vladimiro Rivas, Repertorio literario

Repertorio literario reúne treinta ensayos del escritor ecuatoriano-mexicano Vladimiro Rivas Iturralde, en donde “la interpretación y sobreinterpretación de los textos; la relación entre las literaturas norteamericana y latinoamericana, y entre literatura y poder; el examen de ciertos procedimientos y características de la narración: el punto de vista, la unidad tonal y el uso del tiempo narrativo; el realismo y la literatura fantástica; la seducción de otredad y la poesía” confluyen como una colección de temas que, en palabras del escritor, “le han concedido el placer incomparable de pensar la literatura”.

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Repertorio literario (ensayos) Vladimiro Rivas Iturralde Colección Abate Faria México, uam, 2014, 303 pp.

Si a este sugestivo corpus se le añaden las particulares filiaciones personales del autor —por ejemplo el caso de Melville— entonces el lector cuenta en sus manos con un libro que documenta de manera excepcional el trayecto intelectual de un lúcido académico latinoamericano como lo es Rivas Iturralde. Valga subrayar que esta condición académica del autor no es mero dato curricular. La trayectoria de Vladimiro Rivas, que transcurre entre la formación, el quehacer pedagó­ gico y la creación literaria, convierte a este libro en un mapa de temas y motivos del universo de Rivas. Un crisol donde el profesor piensa en “obras (y autores) que por su riqueza, abundancia y complejidad requieren de una orientación, de una guía para su lectura”, que conviven en un libro cuya estructura permite detectar el desarrollo de los intereses del escritor y, por ende, parte de su perspectiva sobre el mundo y el arte, la cultura que ha cobijado al autor. En esta compilación, el realismo mágico y el boom latinoamericano emergen como temas ambiguos, complejos y por momentos íntimos. Los estudiosos sobre

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la literatura latinoamericana del siglo xx encontrarán una perspectiva sobre este fenómeno que después de la segunda mitad del siglo comenzó a debatir la identidad y los alcances de la producción literaria en América Latina. Y es una de las virtudes de este Repertorio el distender enfáticamente el desbordamiento de fronteras y motivos inherentes a este movimiento cultural, es decir, más allá de los confines de América Latina. Si algo acentúa el autor es que el realismo maravilloso supera cualquier insularidad, y en exponentes como Malcolm Lowry y precursores como William Faulkner, encuentra los vasos comunicantes que consolidan una perspectiva eminentemente cultural ante el debate académico sobre la literatura de nuestro continente, vistos mediante un escritor que por propio derecho binacional puede explicar algo sobre la falacia de las fronteras. Repertorio literario es también el testimonio de un autor que no diluye su fascinación por el momento histórico que atestigua. Tiempos de revoluciones y guerrillas donde “los demonios latinoamericanos” deambulan por sueños rotos. “Un mundo rural desgarrado


por agudas contradicciones étnicas y desigualdades sociales” donde se posibilita “una sólida intención narrativa e ideológica, la de mostrar cómo se infiltra, en una historia determinada y en un mundo que lentamente se moderniza [...] esos rasgos de inocencia, de pureza incontaminada, esa visión tan entrañable de la naturaleza”. Sin embargo, este bucólico paraje es tan sólo una parte del ecosistema de nuestro continente cultural, que además debe rectificar su otra identidad, la ideológica, ésta, sobre el camino de sus fracasos. Rescato por el momento el caso cubano, una ventana en dos ensayos escritos por Rivas sobre Reinaldo Arenas y Virgilio Piñera, cuya revolución se vio mutilada mucho antes de la triunfal entrada de Castro a la Habana, por lo que mucho tiempo se consideró un problema ideológico referido como homofóbico. Sin embargo, en un análisis más profundo, esto puede percibirse como un rasgo distintivo de prácticamente todos los movimientos revolucionarios que devinieron gobiernos: la misoginia y la repulsión a otras formas de ejercer esa otra revolución (la sexual) que también se gestaba en la América Latina de la segunda mitad del siglo xx, pero que resultaba incompatible con una carga católica profundamente arraigada. Así, el giro satírico de Piñera y el picaresco de Arenas apenas quedan como estudios de caso sobre las posibilidades de una literatura cubana netamente revolucionaria, y por ende, utópica; al contrario, tan sólo encontramos el análisis de dos escritores que deben entenderse a partir de la persecución y la censura; quedando en medio de ambos escenarios, la historia de influencias, exilios y fortuna crítica internacional por la que navegaron sin poder hallar aún el puerto de una historia conciliadora. Como Vladimiro sentencia: “todo gran narrador acaba construyendo un mundo personal, con sus leyes propias, su geografía peculiar, su exclusivo sistema de fuerzas”, y ese mundo, literario, no necesariamente está circunscrito al de la a veces bucólica y a veces cosmopolita América, también es el del mar o al menos el de su metáfora.

El mar, como la historia de la literatura, son los es­pacios donde Vladimiro Rivas encuentra sus motivos como escritor. En su vastedad y fuerza infiere algo poético, místico y metafísico; algo que sólo un buen escritor puede convertir en literario por la riqueza connotativa de un texto. Estos elementos, todos constitutivos para Rivas de lo que hace a Herman Melville un referen­te (en cuya omnipresencia se funda buena parte de este libro) parecen ser también los principios estéticos que rigen al Rivas no ensayista. Conciliar la poética de Melville con el realismo (mágico) de una América Latina convulsa, hallar en la producción japonesa los cuentos ya escritos por intuición o argumentar el motivo musical en la sinfonía de la historia de la literatura universa son algunos de los caminos por los que podemos hallar al escritor que es Rivas Iturralde y que en este libro quedan como legados de su producción ensayística. Dice el autor que “leer Moby Dick es asistir a un prodigioso espectáculo de la naturaleza; experimentar el vértigo del espacio ilimitado; descifrar una larga y prolija metáfora impía; contemplar el drama de la mente en su narcisismo, autocontemplación hipnótica y monomanía; arbitrar un combate a muerte entre el orden y el caos; compartir la vehemencia casi demoníaca de un escritor empeñado en romper todas las fronteras y sólo detenerse en la catástrofe”. Y debo usar este pretexto como colofón a lo que este Repertorio literario conce­de como testimonio de la obra de un escritor, testigo y profesor. En este fragmento se encuentra lo político, lo pragmático y lo poético: la labor entera y eterna de un escritor. Imaginar los tiempos, la producción de los pares y la propia vocación de un hombre de letras es siempre un trabajo que reduce su mundo interno. Probablemente, sólo la labor de un tutor puede conceder orden al caos en que la historia y el quehacer poético se desarrollan día a día. Como el mar, la historia de la literatura es inconmensurable, pero no por ello es inútil ver y reflejarse en sus aguas, pues tal vez sólo ahí la metáfora emerge en todo su esplendor, reclamando su lugar.

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Orozco o la imposibilidad de la mano siniestra Baudelio Lara

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Sección del mural Hombre en llamas de José Clemente Orozco en el Centro Cultural Cabañas de Guadalajara. Fotografía: Alejandro Arteaga


Si la literatura moderna surge de un desencuentro, a saber, la conciencia del lenguaje como objeto histórico y la consecuente necesidad de explorar sus límites y posibilidades, el ensayo, género moderno por excelencia, constituye el artefacto preferido por medio del cual se trató de dilucidar la naturaleza de la materia verbal y su relación con el mundo o, dicho de otro modo, de restaurar la fractura del principio de identidad entre las palabras y las cosas. Esta conciencia del lenguaje (lenguaje que había estado ahí todo el tiempo), derivaría en una certeza y en una incertidumbre: la imposibilidad de la escritura. A diferencia de la escritura previa, que se basaba en la forma y no cuestionó la naturaleza del Verbo, este conflicto cultural, herencia de la Ilustración, surge de haber trasladado el lenguaje del sitio de la forma al espacio del conocimiento. De este modo, la imposibilidad de la escritura está compuesta de la misma materia que la imposibilidad de los saberes y se encarna en la falta de sentido de un mundo que se volvió extraño, incapaz de ser reflejado por palabras que eran a su vez ineficaces de referirse a ellas mismas, de revelar sin escollos su significado, limitación simultánea en la que, de pronto, el mundo y su representación se volvieron ilegibles. La mano siniestra de José Clemente Orozco. Derivaciones, transbordos y fugas, de Ernesto Lumbreras, libro merecedor del 12o Premio Internacional de Ensayo Siglo xxi, es, en este escenario, un destacado ejemplo de un texto imposible. Si bien, en un nivel epistemológico, la obra de Lumbreras se inscribe en esta problemática esencial del lenguaje que ubica a todo escritor moderno en un lugar crítico de desamparo y naufragio con respecto a sus herramientas y su profesión, en un nivel más específico, como diría Eduardo Milán, el ejercicio del oficio escritural implica que el autor deber ser “el primero en crearse sus propias imposibilidades textuales y el primero en resolverlas con honradez” al punto de poder mediar de alguna manera con esa “imposibilidad del decir y del nombrar” para poder decir algo, lo que sea, “contra toda evidencia”, para imponer tozudamente “una virtualidad al mundo que suponga, por ese gesto arbitrario, una posibilidad”. De entre las diversas capas en que se sustenta la obra, sobresalen dos categorías, ambos elementos virtuales y negativos, a saber, la falta y la siniestralidad, es decir, la ausencia o la nada, por una parte y, por la otra, el lado izquierdo, esto es, simbólicamente, el lugar oculto, la otredad. El primer guiño de esta virtualidad aparece en el título mismo. Si el tema del libro es la mano izquierda de Orozco, la argumentación trata, entonces, sobre un miembro fantasma, inexistente, amputado y explotado como signo rector, al mismo tiempo unívoco y equívoco, convocado para aparecer en esta trama como actor protagónico, escenario y pretexto.

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Pronto se advierte que otras dos dificultades pavimentan el camino del autor, una de carácter estético y otra de índole biográfico. Ambas se nutren de la escasez de referencias históricas, textuales e icónicas que permitan aseverar de manera directa o contundente que la falta de la mano, o incluso el siniestro y dramático episodio de la amputación, constituyeron un leit motiv en la vida de Orozco que justifique un relato en el que la sublimación trascendente de la pérdida de una parte del cuerpo pudiera explicar o ayudarnos a comprender el núcleo de su trayectoria vital y su obra. La poderosa figura de Orozco está más allá de eso. Lumbreras lo sabe y se cuida de proponer esa tesis. El autor alude pero no afirma; sabe que esos pocos datos abren una ventana pero no despejan el umbral para iluminar una poderosa figura que es mucho más complicada y misteriosa, la cual no puede reducirse al argumento que un lector descuidado podría proyectar en esta escena en una dudosa e irrelevante lectura psicoanalítica basada en el episodio traumático. Como estudioso y admirador de Orozco de larga data, Lumbreras sabe que el objeto y el episodio no son reductibles, por ejemplo, a una estética del cuerpo sufriente al estilo de Frida Kahlo, ni a las visiones cosmogónicas y sociales, igualmente ricas y complejas, pero fechadas ideológicamente, de Rivera y Siqueiros, por mencionar a algunos de sus ilustres contemporáneos. En su lugar, Lumbreras acepta el reto y elige usar una mirada oblicua, mirada que parece observar más el espacio negativo que rodea al objeto que al objeto mismo, como se mira un eclipse. El símil no es gratuito dada la dificultad de observar la imagen solar de Orozco al margen de su temprano reconocimiento como un genio, condición que se impone y nos impide acercarnos al hombre, cualidad compartida sólo por unas pocas figuras del siglo xx mexicano, como en el caso de Octavio Paz. En la rotonda de los hombres ilustres, la estatua del personaje tiene como pedestal oculto su humanidad; debajo del bronce está la carne, al grado que, por ejemplo, si bien para sus contemporáneos era

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evidente la falta de la mano, para las generaciones posteriores el dato parece secundario al grado que terminó por volverse invisible. Para citar a Zygmunt Bauman, se trata entonces de una hipótesis blanda, desarrollada con una lógica líquida, que encuentra su piedra fundacional precisamente en esta falta de datos, pilar en el que se erige una propuesta alternativa, un pequeño universo fragmentario en el que se crea y recrea un personaje histórico aun­que imaginario por la vía de la metonimia y de múltiples referencias simbólicas, icónicas, artísticas y cultura­les que van de la psicología a la historia del arte, de la neurofisiología a la música, del derecho a la poesía, de la etimología a la política, de la filosofía a las anécdotas pacientemente coleccionadas, para regresar siempre al ensayo y la literatura. Siguiendo la directriz de un signo culturalmente seductor como es la mano humana, el contenido de libro fluye mediante una estructura dual. La falta y la otredad como motivos temáticos generales se entretejen y desarrollan estructuralmente en capítulos nones y pares, en un recorrido a dos bandas, la primera dedica­ da a la pasión artística de Orozco por pintar manos a lo largo de su trayectoria, y la segunda, a mostrar los enigmas asociados a la versatilidad de la mano como “matriz multiplicadora del inventario de la realidad”. Milán, citado nuevamente, advierte que para transitar más allá de la imposibilidad de la escritura, el texto (él habla del poema) debe concebirse en algún momento como un ordinario “tráfico, un negocio con lo imposible”. Tráfico y negocio, palabras vulgares, relacionadas con la calle y el comercio, es decir, con las realidades mundanas. En este punto se manifiesta el oficio de Lumbreras y su capacidad para negociar de manera mundana y efectiva con el lector y con la imposibilidad de su misión. En un libro dedicado a la mano izquierda de Orozco, la mitad de los ensayos está destinado a las otras manos, los otros mancos, las otras referencias paralelas: la recreación de la figura principal se produce


por contraste o por analogía con otras vidas, otras circunstancias, otras posibilidades. En la revelación de sus mecanismos escriturales, podría decirse que el subtítulo de la obra adquiere de este modo mayor importancia que el título: se trata, efectivamente, de un trayecto de derivaciones, transbordos y fugas. En esta negociación con lo imposible, Lumbreras nos da gato por liebre, y viceversa. Para enfrentar la imposibilidad del texto, el autor hace que gato y liebre, inteligencia y ligereza, se crucen y entrecrucen, se distingan y confundan, que nos miren agazapados uno y otra, aquí y allá, y que aparezcan de pronto en el detalle desconocido, en la anécdota consabida elevada a categoría casi mítica o en la intuición reveladora que jamás podrá ser confirmada. El poeta construye un universo textual a partir de casi nada; sin embargo, esta escasez constituye precisamente la fuente que permite a Lumbreras suponer, crear, fabular, ensayar, imaginar explicaciones posibles y plausibles. Baste traer a colación el ensayo 7, que nombra el libro, donde el autor expone lo que se antoja su idea seminal. Dice rulfianamente: “Tengo una teoría: José Clemente era zurdo”. De esa certeza falsa, el autor deriva la hipótesis de que la mano izquierda tuvo que enseñar a la mano derecha sus habilidades y conocimientos, así como que fue el miembro que aportó, metafóricamente hablando, la visión subversiva y transgresora característica del muralista. Y luego, renglones después, aquella que destruye la teoría inicial: “Si el pintor hubiera perdido también la mano derecha —situación que estuvo a punto de ocurrir (...)— no tengo la menor duda de que hubiera aprendido a dibujar y a pintar con los pies o con la boca”. Al final de este trayecto, Lumbreras tiene el mérito de regresarnos una imagen de Orozco más humana, menos distante; tenemos la sensación de que conocemos un poco más al personaje, no por las conclusiones que puedan desprenderse de los escasos pasajes históricos y biográficos, sino por su maestría para construir posibilidades posibles (valga el guiño quijotesco) a partir de

los márgenes, las analogías y semejanzas, las alusiones y las miradas con el rabillo del ojo. La imposibilidad inicial se resuelve, por tanto, en nuevas posibilidades que abren las texturas del texto y pueden derivar en experiencias compartidas. Como resultado, nos encontramos con un libro cuya lectura es estimulante, un ejercicio de la imaginación que se dirige a la imaginación del lector, al que invita a completar el cuadro de un tema que se abandona por conclusión, no por agotamiento, en el doble sentido del término. De este modo, el lector —fue mi caso—, puede caer libremente en la tentación de continuar mentalmente el texto, de comenzar a fabular y completarlo con otros datos, otras vidas, otros juegos de manos.

La mano siniestra de José Clemente Orozco. Derivaciones, transbordos y fugas Ernesto Lumbreras México, Siglo XXI, 2015, 160 pp.

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colaboran Walter Beller. Doctor en filosofía y maestro en teoría psicoanalítica. Ha sido profesor investigador en la uam y en otras instituciones publicas y privadas del país y ha publicado diversos textos sobre educación, epistemología e historia de la ciencia. Es Coordinador General de Difusión de la uam y profesor en la unidad Xochimilco. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Colaborador de Laberinto, suplemento del periódico Milenio, Replicante y Casa del tiempo. Lucía Leonor Enríquez (ciudad de México, 1981). Directora, dramaturga, actriz y traductora. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. En 2009 publicó Nadie se va a reír. Miguel Ángel Flores. Es profesor de tiempo completo de la uam-Azcapotzalco. Ha publicado poesía, ensayo y traducciones de poesía, entre sus libros destacan Pasajero de sombras y Sentimiento de un accidental. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles. En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el IX Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Jorge Pablo Graue (Bielefeld, Alemania, 1979). Estudió la carrera de letras hispánicas en la Unidad Iztapalapa de la uam, donde cursó también la maestría y el doctorado en Humanidades. Ha sido profesor de literatura en el Tecnológico de Monterrey, campus ciudad de México y Santa Fe. Baudelio Lara (Teocaltiche, Jalisco, 1959). Poeta y ensayista. Editor de El Zahir. Colaborador de El Cocodrilo Poeta, El Zahir, La Jornada Semanal, Luvina, Tierra Adentro y Transhumancia. Ha publicado numerosos textos sobre artes plásticas. Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta en 1997 por El ángel ebrio. José Martí 
(La Habana, 1853 - Dos Ríos, 1895). 
Escritor cubano, apóstol de la independencia de Cuba. Ejerció el
periodismo y fundó en 1892 el diario Patria. Algunos de sus libros son Ismaelillo, Versos sencillos, Versos
libres y la novela Amistad funesta. En 1889 fundó y dirigió la revista para niños La edad de oro.

Llamil Mena Brito. Es historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente realiza la maestría en historia del arte en la misma institución. Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Stephen Murray Kiernan (Dublín, Irlanda). Es director del Instituto Carlyle, consultor principal en asuntos universitarios para el Banco Mundial y editor del Anáhuac Journal publicado por la Universidad de Oxford. Es académico de la Academia Nacional de Historia y Geografía y miembro de la Legión de Honor Nacional de México. Alfonso Nava (ciudad de México, 1981). Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la cultura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo. En 2010 publicó la antología de autores capitalinos Letras en el asfalto. Gerardo Piña (ciudad de México, 1975). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Quirarte + Ornelas. Pareja de artistas mexicanos integrada por Anabel Quirarte (México, 1980) y Jorge Ornelas (México, 1979). Su obra, realizada en colaboración desde el 2004, ha sido expuesta individualmente en Nueva York, Frankfurt, Seúl, Monterrey y la ciudad de México, y colectivamente en distintas ciudades de América, Europa y Asia. Su obra se encuentra en colecciones de arte de instituciones y fundaciones de todo el mundo. Roberto Ríos Michel (Puerto Vallarta, 1981). Es cocinero. Estudió letras hispánicas e historia en la Universidad de Guadalajara. Becario en 2009-20110 de la Fundación para las Letras Mexicanas. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

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ENSAYO LITERARIO

casadeltiempo • número 21 • octubre 2015

BIOLOGÍA

Quirarte + Ornelas: Casa portátil Elizabeth Bishop: quizás alcanzar una estrella John McGahern y la cotidiana tribulación

El precipicio de Faetón Alberto Pérez-Amador Adam

FILOSOFÍA

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Los sonidos del viento. La obra coral inaudita del altiplano de Chiquitania Alberto Carvajal

(B us ca

MÚSICA

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El sentido de la hermenéutica. La articulación simbólica del mundo Luis Garagalza


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