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casadeltiempo • número 23-24 • diciembre 2015-enero 2016
Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. II, número 23-24 • diciembre 2015-enero 2016 • $70.00 • ISSN en trámite
Shakespeare & Co. Centenario de Roland Barthes Cincuenta años de Gazapo, de Gustavo Sainz
NOVEDAD EDITORIAL
Suplemento electrónico de la revista
El libro rojo de las hadas y El libro naranja de las hadas son parte del proyecto que emprendió Andrew Lang en 1889 para compilar uno de los más amplios acervos en inglés de la literatura de tradición popular y folklórica del mundo entero. Estos libros nos devolverán a territorios que alguna vez fueron nuestros y merecemos conservar.
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Editorial
La memoria humana no sólo se refiere a la evocación de datos, informaciones o al recuerdo de imágenes, se trata sobre todo de emociones. Lo sabían los retóricos clásicos y lo confirman las neurociencias: sin una carga emocional no hay memoria. Para este número doble de Casa del tiempo, el sentimiento —base del análisis y la crítica— se tiñe con los colores británicos, porque rememoramos, entre otros, parte de la obra de Shakespeare y su exhibición en las pantallas y los escenarios de nuestro país, y a Harold Pinter, dramaturgo, guionista, poeta, actor, director y activista político inglés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2005. Evocamos la literatura y la poesía, pero también el espíritu libertario de los hombres y las mujeres que labraron para la humanidad la mejor defensa de los valores individuales frente a toda forma de opresión. No hay espíritu sin cuerpo, y el cuerpo ocupa un lugar peculiar en las formaciones discursivas y pictóricas en Inglaterra. El legado inglés está presente en las páginas que la Universidad Autónoma Metropolitana dedica a una nación que es tan lejana como cercana a nosotros, según podrá constatar la lectora, el lector. Ofrecemos, asimismo, una revisión crítica de la obra y el pensamiento de un intelectual —en el amplio sentido— que volcó su emoción al estudio de los signos: Roland Barthes, acucioso investigador de los alcances y límites de la memoria en su análisis del discurso amoroso. Mención especial en estos ejercicios de memoria ocupa el recuerdo de nuestro compañero y amigo Raúl Hernández Valdés, quien se distinguió por su apasionada defensa de la cultura, las artes visuales y escénicas ya como profesor de la Unidad Xochimilco, director de cyad o coordinador General de Difusión en la Rectoría General de la uam. ¿De qué está hecha la memoria? No de totalidades, sin duda, sino de fragmentos e instantes. Recuperarlos, así sea en partes selectivas, es labor de las instancias de difusión y preservación de la cultura de las universidades públicas. La nuestra cumple con ese cometido, mes tras mes, en estas (y otras) páginas. (WB)
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate
editorial, 1 torre de marfil Mara, 3 Emiliano Aréstegui
Secretario Abelardo González Aragón
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Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro
El rey Lear ante la crítica, 5 Gerardo Piña William Shakespeare en pantallas y escenarios mexicanos: una crónica personal, 10 Jorge Galván Lady Lazarus, 14 Verónica Bujeiro Harold Pinter, poeta: el laberinto y la luz, 18 Moisés Elías Fuentes Doris Lessing: la crisis de la identidad, 22 Cecilia Urbina Lejos de un mundo feliz, 27 Francisco Mercado Noyola La tradición libertaria del paseo inglés, 31 Fabiola Camacho
Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxv, época v, vol. ii, núm 23-24 • diciembre 2015enero 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada: Claire Bloom, en Ricardo III, dirigida por Laurence Olivier en 1955 (Fotografía: Thurston Hopkins/ Picture Post/ Getty Images) diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo. Época V, Volumen II, número 23-24, diciembre 2015 - enero 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx /editoruamct@gmail.com. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 042013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; Fecha de última modificación: 30 de noviembre de 2015. Tamaño de archivo: 2.4 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
ménades y meninas Territorio insular: el cuerpo masculino en el arte de Gran Bretaña, 34 Héctor Antonio Sánchez El genio abstracto de Kandinsky, 40 Miguel Ángel Muñoz Raúl Hernández Valdés. In memoriam, 44 Magdalena Báez
antes y después del Hubble Centenario de Roland Barthes, 46 Ramón Castillo Gustavo Sainz: cincuenta años de Gazapo. De la onda al “hombre invisible”, 50 Humberto Guzmán El fin de una época, 53 Jorge Vázquez Ángeles Trascendencia de la vida, intrascendencia de la muerte, 57 Jaime Augusto Shelley Ayn Rand y el asunto de la cannabis, 60 Walter Beller Taboada
intervenciones, 62 Mateo Pizarro
francotiradores Pozos de José Ramón Ruisánchez, 63 Tamara R. Williams Óptica sanguínea, de Daniela Bojórquez y Conjunto vacío, de Verónica Gerber Bicecci, 66 Nora de la Cruz La escritura como construcción. Los procesos de Erik Alonso, 69 Giorgio Lavezzaro
colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico El amante de Marguerite Duras o la literatura como dolor César Benedicto Callejas
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Mara Emiliano Aréstegui
con ojos de nube diciendo mi abuela dice de un pueblo con las orillas rotas y las esquinas desgastadas en sepia de animales que se hicieron árboles árboles que bufan en las noches corriendo en su quebradero de ramas y en una sola noche la calle se cobija de todas estaciones en la memoria de mi abuela no hay silencio pero sí un motor cansado en los metales y un hedor a óxido entre su tiempo de palabras extraviadas mi abuela es un pueblo quieto a veces laguna otras marejada de sueño sin cogollos pero las más la mar mi abuela toma aguardiente sonríe mira el sol y yo le miro el sol muriendo perpetuo en los sus ojos enormes barcos rojos y oxidados sin marras ya sin velas
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en su malecón me calmo me siento meto los pies en sus ojos ahora azules después de tantos años y me duelen sus barcos y el olor a fragancia deportiva de los que fueron sus amantes debajo de mis pies los peces miran beben de mis plantas sus raíces los ojos de mi abuela son esteros y su voz un bosque que mira y que refleja en el mar me dejo derramando el vaso de lo que veo habito mi estómago repleto de peces y todos estos suyos barcos que no dejan de dolerme todo el tiempo.
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El rey Lear ante la crítica Gerardo Piña
El actor inglés Laurence Olivier caracterizado como el rey Lear en una producción del New Theatre de Londres en 1946. (Fotografía: Kurt Hutton/Picture Post/Hulton Archive/Getty Images)
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Estrenada un 26 de diciembre de 1606, publicada como “cuarto” en 1608 y —con varios cambios— en folio en 1623, El rey Lear es considerada por la mayoría de los críticos la mejor obra de Shakespeare. No sólo eso, es la que más ha sido manipulada para decir cosas acordes con las distintas épocas en que se ha montado. El rey Lear cuenta la historia de un rey, anciano, que tiene tres hijas y organiza una suerte de concurso retórico para ver cuál de las tres lo quiere más y dividir su reino en consecuencia, pues va a heredarlas en vida. Las dos primeras, Regan y Gonoril, adulan a su padre como él lo esperaba. Gonoril: Señor, te amo más de lo que las palabras pueden expresar y más que a vista, espacio, libertad, más muchísimo más que lo estimado, lo precioso, lo raro, no menos que la vida, llena de dignidad, salud, belleza, honor, tanto como jamás amó un hijo, o un padre fuese amado; un amor que empobrece el aliento y debilita el habla, te amo más allá de la forma de decir “muchísimo” (i, 50-6) 1
Cordelia, la menor, carece de zalamería y le dice a su padre que lo quiere así, sin más. Le agradece el haberla criado y por ello lo ama y lo honra. Esto enfurece al rey. Lear: ¿Es eso lo que dice tu corazón? Cordelia: Sí, mi señor. Lear: ¿Tan joven y tan dura? Cordelia: Tan joven, mi señor, y tan sincera. Lear: ¡Que la sinceridad sea, pues, tu dote! Porque, por el sagrado resplandor del sol, por los misterios de Hécate y la noche, por toda la influencia de los astros que nos dan la existencia y nos la quitan renuncio a todo parentezco, afinidad de sangre o cualquier otra paterna obligación
William Shakespeare, El rey Lear, edición del Instituto Shakespeare, dirigida por Manuel Ángel Conejero. Versión definitiva de M.A. Conejero y Jenaro Talens. Cátedra, Madrid, 2000. Todas las traducciones de este texto han sido tomadas de esta edición.
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El actor alemán y director teatral Alex Otto, en el papel protagonista de El rey Lear, en Hamburgo en 1920. (Fotografía: Estate of Emil Bieber/Klaus Niermann/Getty Images)
y te tendré siempre como extraña para mi corazón y para mí… (I, 103-111).
El rey no sólo la deshereda sino la desconoce y divide su reino entre sus otras dos hijas. Cordelia se va y se casa con el rey de Francia (quien la acepta por esposa aun sin dote). Las otras dos hijas se vuelven contra su padre corriéndolo de sus respectivos reinos, y el rey Lear acaba enloquecido en medio de una tormenta, acompañado únicamente por su bufón. Cordelia vuelve acompañada de su esposo —al mando de su ejército— para reencontrarse con su padre y luchar por devolverle el trono, pero pierden la batalla. Cordelia es capturada y muerta por el enemigo. Su padre, al ver esto, muere también. Esta historia de amor y traición filial va entremezclada con otra: Edmund, el hijo bastardo de Gloucester, organiza un complot en contra de su medio hermano Edgar para que sea desheredado y él pueda aspirar a una herencia que su bastardía le niega. Edmund: ¿Por qué innoble o bastardo, cuando mis proporciones son armoniosas, noble mi intención, legítima mi forma como si fuese el hijo de una mujer honrada? ¿Por qué se nos señala como innobles o viles? ¿Por qué como bastardos? ¿Por qué como ilegítimos a quienes obtuvimos de la furtiva lascivia de la Naturaleza más gallardía e ímpetu que el que en un lecho insípido, tedioso y duro sirve para procrear una tribu de necios, engendrados entre sueño y vigilia? Bien, legítimo Edgar, poseeré tu patrimonio (II, 1-16).
Gonoril y su esposo le arrancan los ojos a Gloucester al considerarlo traidor, quien merodea hasta reencontrarse con Edgar, su hijo, y hacen las paces. Al final de la obra todos los personajes importantes mueren, Cordelia y Lear incluidos (los personajes con los que se busca la empatía del público mueren, algo inusual para la época). ¿Es El rey Lear demasiado cruel? La pregunta ha sido el eje de la crítica desde el siglo xvii. Cada época ha reescrito esta obra para ajustarla a los tiempos en curso, y la enorme tristeza con la que queda el espectador al final de El rey Lear es considerada un efecto deliberado de Shakespeare, pero ¿con qué fin?
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Durante la Restauración, Nem Tate deja vivos a Lear y a Gloucester, y casa a Cordelia con Edgar. Esto obedece a fines estéticos, pero también políticos (la Restauración es igual a una monarquía restaurada). Para Tate, el final debe cambiarse porque la historia es demasiado terrible para permitir su disfrute. Desde Aristóteles, la cuestión de si lo terrible puede ser disfrutado ha tenido varias respuestas; algunas se refieren al lado perverso de quienes encuentran placenteras este tipo de historias. A su vez, Samuel Johnson, en la introducción que escribió para una edición de las obras completas de Shakespeare en 1765 se quejó de lo mismo. Aplaude a Tate por corregirle la plana a Shakespeare. Para él, el bardo había rebasado los límites de la justicia dramática y de las expectativas del espectador. En el romanticismo, Schlegel describe El rey Lear como la representación de una caída desde lo más alto hacia el abismo de la miseria, pero esta caída tiene algo de hermoso para él y la sensibilidad romántica. A su vez, Coleridge comenta de esta obra que Shakespeare muestra en ella una gran lectura de la naturaleza vinculada con el poder —tema recurrente en la crítica romántica inglesa—. Subraya, aludiendo a Lear y a Cordelia, que la valentía, el intelecto y la fuerza de carácter son las formas más impresionantes del poder, y del poder en sí mismo, sin ninguna guía moral en la historia, surge una inevitable admiración. Para él, la obra es atractiva porque el poder es atractivo. Por su parte, Hazlitt dice que la mente de Lear es como un barco muy alto conducido por el viento, zarandeado por las olas, pero que logra sobreponerse a ellas por tener un ancla fija en el fondo del mar (también en una clara alusión a la naturaleza y el poder). Para ellos la idea de lo sublime es la que impera, no las “burguesas nociones de justicia o moral”, como afirma en su texto sobre esta obra de Shakespeare. A. C. Bradley, el crítico inglés más representativo de los inicios del siglo xx, traza un paralelismo entre el rey Lear y Job, ya que ambos se enfrentan al despojo
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después de haber gozado de la mayor riqueza (con la pequeña diferencia de que a Job todo lo perdido le es restituido y multiplicado). De esta época datan las lecturas cristianas de esta obra, pese a que hábilmente el bardo se cuidó de no hacer en ella ninguna referencia directa al catolicismo o al cristianismo. Para la década de 1920, los estudios de Wilson Knight apuntan al amor como el tema principal de esta obra y pone énfasis en la visión del bien como algo natural, así como del mal como lo que es antinatura. Las lecturas de esta época se centran en el final de El rey Lear como algo redentor: el sufrimiento del rey y su hija menor es terrible, pero es la marca de la bienaventuranza que les espera en la vida más allá de ésta. Para ellos, el discurso trágico en esta obra es una necesidad dramática para enfatizar la importancia del sufrimiento como moneda de cambio en el día del Juicio Final. Para la década de 1960, una parte de la crítica busca recuperar El rey Lear como una obra ortodoxa (por ejemplo, los trabajos de Barbara Everett y el libro King Lear and the Gods de William R. Elton). Enfatizan la crueldad del final de la obra como un tema existencialista. En una visión paralela, el mayor exponente en esta época es el crítico polaco Jan Kott, quien en un ensayo titulado “El rey Lear o Final de juego” compara esta obra de Shakespeare con el teatro del absurdo de Samuel Beckett (y, en consecuencia, de Ionesco). Kott afirma que la crueldad isabelina estaba reflejada en la obra; era el tipo de crueldad cotidiana a la que se enfrentaba el público primigenio del El rey Lear. En cambio, para el público de mediados y fines de los años sesenta, dice Kott, esta crueldad es un símbolo del absurdo de la existencia. La diversidad de destinos y la aparente causalidad de los mismos refleja más un caos que un orden oculto y descifrable. El rey Lear nos recuerda lo grotesco de nuestra existencia, remata Kott. Peter Brook, el mayor exponente de las obras de Shakespeare en esta época, está claramente influenciado por esta idea del absurdo y lo grotesco (de hecho
es gracias a Brook que se traduce al inglés la obra de Kott) y lo ilustra de manera ejemplar en sus montajes. Es inolvidable la escena en que le arrancan los ojos a Gloucester —usualmente omitida en las puestas teatrales— que Brook resuelve presentando a Gloucester de espaldas al público, en el centro del escenario, y del que se ven los finos chorros de sangre al momento en que le extraen cada globo ocular. Jonathan Dollimore, en su libro Radical Tragedy (1984) encabeza el movimiento que busca devolver El rey Lear al contexto del Renacimiento. Dollimore aboga por un pragmatismo cuyo lema es una cita de Edmund, personaje de esta obra: “Men are as the time is”. Para él, la tragedia de Lear representa un asunto de carácter social más que la mala fortuna de un individuo. La obra representa en su conjunto distintos matices de acciones culturales frente a temas comunes como son el poder, la traición y las alianzas políticas. ¿Es posible hablar de una aproximación crítica actual de El rey Lear? Los intentos de lecturas que involucran a Lear con el psicoanálisis o el feminismo, por ejemplo, han sido dispersos y menos sólidos en su argumentación. Si toda la obra de Shakespeare es materia suficiente para mantener la crítica por muchos años más, El rey Lear constituye el mayor reto de la misma. Desentrañar su simbolismo (si lo tiene) o adjudicarle uno (si le queda) parece una tarea imposible. Las fuentes principales de Shakespeare para esta obra fueron Arcadia (1590) de Philip Sidney; un texto anónimo llamado King Leir; la Historia Regum Britanniae (1136) de Geoffrey de Montmouth y “De las aflicciones de un padre por sus hijos” (traducida al inglés en 1603) de Montaigne. Con esta heterogeneidad de fuentes no es de extrañar que la obra abarque varios niveles de expresión simultáneamente; que cada pasaje funcione como un poema perfectamente ejecutado en el que la polisemia, paradójicamente, se nos muestra
con increíble claridad. Porque es una tragedia, sin duda, pero también es una historia de lealtad, de amor y traición filial, y de algo que quedaba claro para los isabelinos y no sé qué tanto para los lectores de este tiempo: El rey Lear da cuenta de un desorden cósmico. El rey es el representante del sol para los isabelinos. La caída del rey por sus propias hijas no equivale a una derrota bélica o política sino a un desequilibrio mayor. Es algo que escapa a la comprensión de los propios afectados. De ahí que Lear se vuelva loco cuando por fin se da cuenta de que ante la traición de un hijo no hay mayor explicación que un gravísimo error (por acto u omisión) del propio padre. Ante un dolor tan profundo sólo puede venir la ira, lo que en el caso del rey equivale a un desorden natural, cósmico; irreversible y mucho mayor que cualquier intriga política. Al terminar de pronunciar el rey Lear estas palabras inicia una tormenta como presagio del fin de los tiempos: Lear: ¡Vamos, cielos, dadme esa paciencia, la paciencia de que necesito!.. Aquí me ven, oh dioses, sólo un viejo, con tantas penas como años y mísero en los dos. Si son ustedes quienes mueven los corazones de estas hijas contra su padre, no me enloquezcan hasta el extremo de que impasible lo soporte; ¡denme la noble ira, y no dejen que el arma femenina, el agua goteante, mancille mis mejillas de hombre! No, brujas desnaturalizadas, tomaré tal venganza contra ustedes dos [se refiere a sus hijas Regan y Gonoril] que todo el mundo… He de hacer tales cosas… las que serán aún no lo sé; pero sí que serán el terror de la tierra. Piensan que lloraré; pero no lloraré. Tengo razones suficientes para llorar, pero este corazón estallará antes en cien mil pedazos que yo derrame lágrimas. ¡Bufón, me vuelvo loco! (vii, 266 - 281)
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William Shakespeare
en pantallas y escenarios mexicanos: una crรณnica personal Jorge Galvรกn 10 | casa del tiempo
William Shakespeare, retrato del siglo XIX. (Imagen: The Print Collector/Print Collector/Getty Images)
La vida es una historia contada por un idiota, una historia llena de estruendo y furia, que nada significa. William Shakespeare, Macbeth, 5º acto, escena v
El poderoso impacto universal de la poética teatral de William Shakespeare se conserva intacto y es fuente inspiradora y nutricia en la formación de teatristas de todo el mundo a través de los siglos. En México, Shakespeare ha sido puesto en escena lo mismo en los grandes escenarios en producciones del Estado o universitarias que por grupos de amateurs, inclusive en carpas y en escenarios naturales; predominantemente con montajes apegados al texto dramático original, o en versiones parafrásticas y hasta definitivamente experimentales —en particular en décadas recientes— al reducir una tragedia, siempre de extenso reparto, a unos cuantos personajes o a los protagónicos en propuestas minimalistas y audaces que de toda suerte mantienen viva la presencia de su autor, sea quien fuere éste, pues cobra fuerza la corriente de investigadores que consideran a Shakespeare solamente el director y actor de estas maravillas del teatro universal. Me limitaré a repasar mi contacto con él, como hombre de teatro y espectador de este repertorio a lo largo de mi trayectoria de sesenta y tres años en los escenarios, incluyendo algunos años previos hasta decidir en plena adolescencia mi proyecto de vida. Mi familia acudía al teatro por lo menos un par de veces al mes, y cuando las obras eran adecuadas para ser atendidas y más o menos entendidas por los niños, era convidado al ritual en los teatros antañones de los años cuarenta y cincuenta, incluido el flamante teatro del Palacio de Bellas Artes, inaugurado en 1934, un año antes de mi nacimiento. En la ciudad de México se escuchaba entonces hablar de las puestas en escena de calificados directores, nacionales y extranjeros, en los mejores escenarios y también de los de directores más modestos que recorrían con sus carpas colonias y barrios con la concha del apuntador en primer término. Es memorable el homenaje y beneficio que se hizo al maestro Albani de Teresa, quien presentó en su teatro portátil —el mismo día— tres funciones con obras de Shakespeare: Hamlet (tarde), Romeo y Julieta (moda) y Macbeth (noche) a mediados de los años cincuenta. Los estudiantes de primaria de mi época fuimos llevados a Bellas Artes para establecer contacto con Shakespeare en un montaje a cargo del maestro André Moreau quien llegó a nuestro país con la compañía de la Comedia Francesa con algunas obras de Jean Baptiste Poquelin, mejor conocido como Moliére, y decidió quedarse en México; y puso ante nuestra sorprendida mirada Sueño de una noche de
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verano, con escenografía de Julio Prieto. En el reparto hubo jóvenes actores egresados de la Escuela de Arte Teatral del Instituto Nacional de Bellas Artes (inba), quienes poco después se integraron al teatro profesional y algunos de ellos, años después, escalaron las máximas alturas. En los primeros años de la década de los cincuenta conocí a Sergio de Bustamante, quien sabía de memoria, como afirmación de su potencialidad interpretativa, los más importantes monólogos de las obras del dramaturgo inglés, y logró ser uno de los primeros intérpretes del Hamlet paradigmático en los años cincuenta (representado en los años ochenta por la actriz Rosenda Monteros en el rol masculino, y en este tercer lustro del siglo xxi por Daniel Giménez Cacho, en impecable producción). Es sorprende y grato consignar que en 2014 se presentó en el Festival Internacional Cervantino, y por televisión, un Hamlet con la participación de cincuenta internos del cefereso No. 12, bajo la dirección de Jorge Correa Fuentes, uno de los pioneros del teatro penitenciario en México, quien además ofreció un ciclo de funciones especiales para los internos de ese centro federal de máxima seguridad y sus familiares, invitados especiales y medios de comunicación, quienes disfrutamos de un montaje al pie de la letra, interpretado por hombres que pagan las consecuencias de sus delitos, la mayoría de ellos con cadena perpetua, y cuyas edades fluctúan entre los veinte y los setenta años de edad. A la manera del teatro isabelino, los personajes femeninos fueron interpretados por varones. Culpables de secuestros, asesinatos, tráfico de drogas y otros delitos conmovieron al público con su capacidad interpretativa pues ofrecieron un impactante montaje de la paradigmática tragedia. Con un monólogo del rey Claudio —tío y padrastro de Hamlet, quien pide a los cielos suficiente lluvia para lavar sus ensangrentadas manos— inicié mi tercer año de aprendizaje actoral con el maestro Charles Rooner. Ese mismo año (1954) admiré su puesta en escena de “No es cordero, que es cordera”, cuento milesio contado dramáticamente en inglés por William Shakespeare con el nombre de La doceava noche, vertido al castellano por León Felipe con una libertad que va más allá de la paráfrasis, y que sirvió de lanzamiento a un primer plano a mi compañera Maricruz Olivier. Conocí así al poeta español, quien me obsequió otras dos paráfrasis suyas: Macbeth o el asesino del sueño y Otelo o el pañuelo encantado, que dos décadas más tarde, ya como director de escena, presenté con la compañía repertorial Teatristas de Aguascalientes. Una década antes había yo representado al señor Capuleto en Romeo y Julieta, dirigido por Lola Bravo para la Carpa No. 2 del inba, de la cual fui director artístico. Más o menos he cubierto mi cuota, porque hay de aquel actor, actriz o director que no haya encarado el reto de formar parte de una producción que difunda el variado repertorio del llamado Cisne de Avón. La desorbitada violencia que agobia al México del siglo xxi nos aproxima a las tragedias que estremecen con sus finales violentos, lo mismo por las pugnas familiares que se oponen a la unión de jóvenes amantes, que la ambición por el poder en circunstancias incestuosas, o acaso la desbocada lucha
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por satisfacer nuestros peores instintos. Viejo ya, la tragedia que más me conmueve es El rey Lear, quien reparte sus bienes, heredando en vida, para luego reconocerse en lo que prescribió Ptah-Hotep, escriba egipcio (2450 a.C.): “¡Qué penoso es el fin de un viejo!/ Se va debilitando cada día; su vista disminuye/ sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina/ su corazón ya no descansa: su boca se vuelve silenciosa y no habla./ Sus facultades intelectuales disminuyen/ y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer./ Todos los huesos están doloridos./ Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace mucho con placer,/ sólo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece./ La vejez es la peor de las desgracias que puede afligir a un hombre”. Recuerdo a otros actores mexicanos que, a diferencia de Narciso Busquets, quien lo caracterizó aún joven en una puesta en escena de Seki Sano, interpretaron al noble y perturbado anciano de El rey Lear: Claudio Obregón e Ignacio López Tarso. Este último se plantó a mediados del siglo xx como indiscutible primer actor mexicano al representar Macbeth acompañado por Isabela Corona en el escenario del Palacio de Bellas Artes, bajo la dirección de Celestino Gorostiza y escenografía de Julio Prieto; sólo para repetir el éxito con El mercader de Venecia, nuevamente bajo los auspicios del inba. También el cine y la televisión cultural han acercado a su público a este paradigmático autor mediante versiones cinematográficas con definitivo acento teatral y con guiones respetuosos del texto original. En México se han aplaudido obras en los tres espacios actorales de nuestro tiempo, con figuras nacionales y con actores y actrices de otras culturas: Lawrence Oliver, Orson Welles, John Gielgud, Liz Taylor, Richard Burton, James Cagney, Mickey Rooney, Olivia de Havilland, Anthony Hopkins, Derek Jacobi, Kenneth Branagh, Kevin Kline, Michelle Pfeiffer, Richard Harris, Leonardo DiCaprio y Claire Danes, entre otros. Dado mi especial interés en El rey Lear, me propuse realizar una adaptación cinematográfica trasvasada al México de nuestros días, la única realizada en un país de habla hispana, de cara a un país con más de un tercio de su población en edad senecta; hombres y mujeres que trabajaron en su juventud y en su madurez para que México pusiera en marcha proyectos sociales equitativos, democráticos y amorosos, ya que es preciso que el arte y la cultura echen mano de los medios masivos para evitar, o paliar por lo menos, el maltrato a los mayores. ¿No es ésta una preocupación permanente del creador de El rey Lear, Ricardo III, Enrique V, Medida por medida, Troilo y Crésida, La tempestad, Tito Andrónico, Julio César, y tantas otras obras, ya tragedias, comedias o piezas históricas? Los festivales culturales del país, con el Cervantino en primer plano, han presentado compañías inglesas, españolas, rusas y polacas que también mantienen vivo este repertorio, que también es leído en traducciones diversas y casas editoriales nacionales, para deleite y superación de las nuevas generaciones.
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Lady Lazarus Verรณnica Bujeiro
Sarah Kane
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No hubo nota que reclamara la posible salvación de Sylvia, Anne, Alejandra, Virginia y las demás que forman el club de las que se quitaron la vida. Sin embargo, en febrero de 1999, la prensa londinense demandaba al hospital psiquiátrico King’s College haber bajado la guardia ante Sarah Kane, una dramaturga de 28 años, a quien no se le retiraron las cuerdas de sus zapatos, el fatal instrumento que utilizó como salida. El personal responsable del hospital se excusó argumentando que ella lo habría hecho de todos modos, y lo decían por su historial médico, no por conocer su obra, en la que sin hacer ningún tipo de análisis psicológicos, hay claros indicios de una mente enfrentada al abismo. Difícilmente una escritora miró tan de frente y de forma tan desnuda la condición humana como Kane, quien murió con el siglo señalando sus horrores. Fue un curioso error el que llevó a Sarah Kane a una fama que la perseguiría hasta la posteridad, pues ante el sobrecupo de un estreno teatral cercano, un nutrido grupo de críticos londinenses decidieron entrar a la función del Theatre Upstairs del Royal Court Theatre, espacio dedicado a la experimentación y a las nuevas voces de la dramaturgia inglesa, para ver la obra de la debutante Kane titulada Blasted (traducida como Devastados en México). Al terminar la función nadie expresó comentario alguno, pero al día siguiente se describiría a la obra como una obscenidad suprema, “un festín repugnante de inmundicia”, al que la prensa se preocuparía más por enlistar algunas de las acciones de la obra y señalar flamígeramente la locura de la joven Sarah y no así su precoz talento. Blasted se convirtió en la obra más comentada y menos vista de toda la década en Londres. La obra cuenta la historia de la reunión entre la joven discapacitada Cate con Ian, periodista maduro que parece estar en el último estado de una cirrosis crónica, en un cuarto de hotel de lujo para demostrar las tácticas de un perpetrador contra su víctima, pero sin dejar de lado aquellas aristas que muestran esos rasgos tan contradictorios que forjan lo humano. La escena se ve interrumpida por la invasión de una guerra exterior, personificada en un soldado anónimo que somete a Ian a ultrajes corporales extremos tan sólo para buscar un paliativo al sinsentido que lo habita. En completa devastación, Cate regresa a la escena con un bebé muerto en brazos que servirá como alimento al moribundo Ian, quien termina la obra con un “Gracias” a modo de seña que apunta hacia una desconcertante redención.
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A veinte años del suceso, la pieza sigue resultando precisa en su brutalidad, quirúrgica en sus diálogos, que no exentan el fino humor negro de la autora, y posee una actualidad que puede ser adaptada a contextos varios, incluyendo el mexicano. El uso de la violencia extrema en Kane era una reacción directa a esa ola de guerras televisadas en la que la generación de los noventa comenzó a coexistir con gran indiferencia, además de manifestar una lucha interna brutal que acabaría con su vida. La crítica inglesa, tan dada a crear grupillos para vender a sus artistas más allá de sus fronteras, agrupó a Sarah con autores dramáticos como Mark Ravenhill y Anthony Neilson en el denominado In-yer-face theatre (algo así como “teatro en tu jeta”) dadas sus temáticas similares, la preocupación de hacer un cruce entre lo personal y lo político, que trajeron de vuelta asimismo la vieja controversia sobre la ética de la mirada ante la brutalidad de lo que se presenta en escena. Hay que recordar que la palabra “obsceno” tiene su raíz en las representaciones teatrales griegas que a nivel social consideraban degradante mostrar escenas de corte sexual o violento, por esto sucedían ob skena o fuera de escena. Pero identificada con el noble linaje inglés que hizo de la violencia un espectáculo (en el que se incluye a Shakespeare), así como el de ejemplos más contemporáneos como Harold Pinter, Edward Bond y Howard Baker, Kane practica en el mundo contenido en la acotación dramática imágenes que van de una genuina necesidad de representación para hacer experimentar al espectador un atisbo sobre el sentir de una víctima a bromas enfocadas a proponer un reto inalcanzable para el futuro director. He aquí algunos ejemplos: He puts his mouth over one of Ian’s eyes, sucks it out, bites it off and eats it (Blasted, 1995) 1 The rats carry Carl’s feet away (Cleansed, 1998)2 A vulture descends and begins to eat his body (Phaedra’s Love, 1996)3
Kane cuenta que esta escena la tomó de un libro sobre hooligans en donde se relataba que un policía enardecido realizó esta misma acción en un fanático incontrolable. 2 En 1998, el director alemán Peter Zadek intentó amaestrar a un grupo de ratas para que hicieran lo que la acotación pedía, pero antes del estreno decidió que un pie falso era demasiado peso para un roedor. 3 La misma Kane fue quien dirigió esta obra en 1996, “disparándose en el zapato” con su propia acotación, como quien diría. No se encontró registro fotográfico sobre la resolución de tal proeza escénica, si es que se llevó a cabo. 1
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Más allá del juego y la provocación, Kane tenía una agenda muy precisa con esta postura y su sondeo en el terreno del dolor, como un intrincado grito de ayuda que no alcanza a romper la autoimposición de su silencio. Contrario a lo que pudiera pensarse, Kane decía que su tema principal era el amor, pero el amor como carencia, vacío y anhelo imposible. Un sentimiento motor que hace de lo violento un modo de relación interpersonal que busca llevar a la superficie esa condición impronunciable del dolor, pero no lo logra. El verdadero escenario de Sarah Kane, aquel que nos ofrece un vistazo al interior de su mente, es más devastador que cualquier juego espectacular teñido de sangre y vísceras. Entre sarcasmo y desprecio por sus contemporáneos, la jovial Sarah confiesa en una de sus raras entrevistas: “Escribo para salir del infierno”. Sus últimas obras parecen corroborar la verdad en esta declaración. En Crave (estrenada en México como Ansia), Kane pasa de la exploración en la obscenidad estética y la acción visceral para volcar su estilo a una economía de recursos que se centra en la precisión lingüística de la autora para crear diálogos cortos y efectivos, lacerantes como armas. Más que personajes serán voces anónimas a las que los actores les prestarán un cuerpo, al más puro estilo del nihilismo tragicómico de Samuel Beckett. El uso de la violencia continúa presente, pero esta vez en un lenguaje que lucha contra el sinsentido para evitar la disolución del sujeto ante una nada aterradora. Sin duda un paso antes del abismo que sería su obra póstuma 4.48 Psychosis. Pese a su fragmentación y la nula indicación de personajes, la situación que presenta esta última obra es del todo clara: un paciente lidia con el encierro dentro del ala psiquiátrica de un hospital y se enfrenta con los cuestionarios interminables de los psiquiatras, sólo para mofarse y exhibir la impotencia ante una mente decidida a destruirse. La obra goza de distintos ritmos en los que la conmiseración llega a rozar lo cómico, pero que finalmente se centra en un canto repetitivo y difícil, como si nos llevara de la mano para pasear por el círculo del infierno de uno mismo. Al terminar esta escena cae el telón, viene el ahorcamiento de la autora, el reclamo al descuido de las autoridades por la prensa que en un principio la condenó y el montaje de todas sus obras como un homenaje a esa mirada que penetró en el abismo. Los escritores suicidas como Kane parecen condenarse a un único camino de lectura que apunta a una revisión clínica de su obra, aunque para su suerte: El teatro no tiene memoria... Yo sigo regresando con la esperanza de que alguien en un cuarto oscuro en algún lugar me muestre una imagen que se queme para siempre en mi mente.
Y de esta manera los escenarios mundiales olvidan su tragedia personal y la resucitan de vez en cuando para que Lady Lazarus nos vuelva a lacerar con su claridad.
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Harold Pinter,
poeta: el laberinto y la luz MoisĂŠs ElĂas Fuentes 18 | casa del tiempo
Harold Pinter en 1970. (Fotografía: Evening Standard/Getty Images)
Dramaturgo de la segunda mitad del siglo xx, influido por la revolución vanguardista encabezada en el teatro por Bertolt Brecht, Eugene O’Neill y Luigi Pirandello, para mencionar sólo algunos, Harold Pinter arribó a las tablas cuando aún los críticos se enredaban en la dilucidación de las propuestas de Eugène Ionesco y Samuel Beckett, a quienes endilgaron, después de mucha polémica engreída, el mote de absurdos, término que le concernía muy poco a la demoledora crítica social y emocional que desataron en escena. Como ellos, Harold Pinter sobrellevó el mote de absurdo, toda vez que resulta más cómodo aludir al sinsentido y al desatino que reconocernos en los hombres y mujeres normales moviéndose en ambientes políticamente correctos, que abundan en las piezas teatrales y en los relatos y guiones cinematográficos de este prolífico autor. Porque los personajes de Pinter no son locos o rebeldes, sino atildados habitantes de una sociedad convencida de su buen juicio, mismo que la asfixia en la atmósfera de la vida morigerada y ordenada. Nacido en Londres el 10 de octubre de 1930, la infancia de Harold Pinter transcurrió en la Inglaterra de entreguerras, con el Imperio Británico en la cúspide de su poder económico, político y militar, pero ya con las insoslayables señales del cercano declive del sistema. La generación de Pinter atestiguó y protagonizó la pugna entre el pueblo inglés, ávido de reinventar su presente para fraguar su futuro, y la clase alta aferrada a una doble moral, metaforizada a las claras por el corsé victoriano: opulento y opresivo a un tiempo. El absurdo que invade las obras de teatro de Pinter se deriva del hecho de que la convivencia entre los personajes se basa en la mascarada social y la parálisis emocional. De ahí que desde sus primeras puestas en escena, a fines de la década de 1950, hasta las últimas, llevadas a cabo poco antes de su muerte, acaecida el 24 de diciembre de 2008, Pinter insistió en el laconismo del diálogo y en la economía de recursos escenográficos. Las mejores piezas de Pinter se circunscribieron a diálogos signados por la ambigüedad, justo porque, como en la vida real, en el teatro los personajes se camuflan mediante un lenguaje que deviene cortina de humo, para que no atisbemos las interioridades desgarradas por el hábito de fundamentar la existencia en la pretensión de ser otros, de ostentar una vida y un carácter que no se corresponden con lo que somos, con lo que de verdad desearíamos ser, eso que acallamos con tal de seguir festejando en la mascarada.
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En esencia, los personajes de Pinter están desnudos, protegidos sólo por la hipócrita hoja de parra de diálogos imprecisos, por lo que en el teatro del Premio Nobel 2005 predominan los escenarios despojados e incluso elípticos, alegorías de la carencia de fortaleza interior que subyuga parejamente a protagonistas y antagonistas y los empuja a la condición de turiferarios de un existir que nunca será de ellos ni para ellos. Esta visión depauperada y aguda de la vida en las sociedades occidentales posteriores a la Segunda Guerra, que Pinter llevó con acierto a las tablas, se presentó además en sus trabajos para el cine, fueran adaptaciones o guiones originales. De estos trabajos, resulta ineludible el tríptico que realizó como guionista del director Joseph Losey: El sirviente, Accidente y El mensajero. Beneficiándose de la naturaleza visual del cine, en el tríptico concibió diálogos perspicaces apoyados en los contrastantes microcosmos, por igual angustiantes y eróticos, creados por la imaginería de un Losey en su mejor momento. Dramaturgo, narrador, ensayista, poeta, Pinter supo respetar las características de cada género, y al mismo tiempo mantenerse fiel a la economía de recursos. Y es tal economía la que traza el perfil de sus poemas, sucintos y contenidos en las expresiones visibles, pero profusos y excesivos en los desafíos intrínsecos. Poesía llana, que no vacía, toda vez que en sus versos la memoria y la alucinación van de la mano, de modo tal que se transfiguran, quiero decir, que se convierten en complemento una de la otra, juego de personalidades que sólo podemos interpretar cuando acudimos a nuestra comprensión emocional y sentimental. Parco en cuanto a la creación poética, Pinter no lo fue en los temas, pues en su poesía campean las preocupaciones formales que trascendieron como centrales en su obra dramática, tal es el caso de la guerra, que surge en versos que inútilmente quieren esconder el miedo
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y el desamparo que recorren el alma del escritor. He ahí los versos de “El enano”1: Yo vi al enano en los aires tintineantes, Aquella noche en la cresta. Los árboles agachados, la silenciosa bestia, Bajo el viento.
El sentimiento de vacío que provoca la guerra encuentra su eco en la sensación de soledad que persigue a los hombres y mujeres contemporáneos, atrapados en sociedades alucinadas por la codicia financiera y por la irresponsabilidad ética. Ante tal panorama, es la revuelta del loco en “Me arrancaré mi gorro terrible” la que ofrece palabras de cordura: El tiempo dejará caer su baba en mi taza, Con este golpe sañudo él cerrará mi buzón Y me vomitará en el regazo de un borracho. Todos los espíritus se me aparecerán y todos los [demonios me beberán: Ay, a pesar de sus drogas oscuras y las zumbas que me [burlan, Me arrancaré mi gorro terrible.
El protagonista de este monólogo poético se revuelve ante un orden social que absorbe, avasalla y nulifica a los seres que lo integran, de los cuales depende para existir, lo que evidencia lo absurdo y farsante del orden establecido, que no del poeta ni de sus personajes. Pinter no buscaba mostrarse urbano ni simpático a los ojos de una sociedad organizada de un modo estratificado, y por tanto asentada en la discriminación y el clasismo. El escritor inglés sólo declaró su solidaridad y
Los poemas de Harold Pinter aquí citados han sido tomados de Poemas. Selección del autor. Traducción de John Lyons. Colección Visor de Poesía, Visor libros, Madrid, 2006.
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filiación a quienes, como él, pertenecían y pertenecen a los comunes, los segregados por esa organización social que, por otra parte, se apoyaba y apoya en ellos para erigir su pretendida superioridad moral y de clase. Y su filiación se manifestaba en sencillos y reposados poemas de amor, como el “Poema”, fechado en 1964: Tocando para abrazar en ti La única forma de nuestra mirada Tengo tu cara contra mí Siempre donde estás Mi toque para quererte mira en tus ojos.
En oposición a la sexualidad falsaria y mercantil apologizada por las sociedades capitalistas, Pinter recuperó la espontaneidad vital del erotismo en su doble vertiente, a saber: deseo sentimental y apetito sensual, porque el erotismo, cuando es verdadero, entraña una sexualidad que no es simplemente física e inmediata, sino trascendente y sensible. Erotismo que es rebelión ante las limitaciones del yo y revelación ante la presencia del otro. En otro “Poema”, fechado en 1973, con feroz ironía el autor contrastaba estas dos concepciones de la sexualidad humana: Senos, trasero, muslos, el rollo entero, Mando un respetuoso saludo a mi hermana no censurada. Quien con luz del amor iluminó a aquellos a su alrededor quienes con más larga lascivia apetecían su liga negra.
Como en el teatro, en los poemas Pinter apeló a la memoria para reforzar las pasiones y las ideas de los personajes. Hablo, claro, de una memoria emotiva, intelectual, y no de la mal llamada memoria eidética, que reproduce hechos pero no recobra sensaciones y pensamientos. Memoria que reflexiona sobre sí misma y su entorno y dice “Aquí está”:
¿Qué fue ese sonido que entró en la oscuridad? ¿Qué es este laberinto de luz en que nos deja? ¿Qué es esta postura que asumimos, Para volver la cara y luego devolverla? ¿Qué fue lo que oímos?
Los personajes retornan a la memoria sensible para reconstruir sus experiencias, porque los seres humanos vivimos a través tanto de los sentidos como de la razón, y es la alianza de ésta y aquéllos la que otorga a hombres y mujeres el privilegio y el compromiso de ser al mismo tiempo nos y otros, condición de la que no goza “Dios”, limitado por su univocidad, como expone nuestro autor con singular ironía: Pero por mucho que buscara y rebuscara Y suplicando a unos fantasmas que volvieran a vivir Mas no oyendo canción alguna en aquel aposento Descubrió con áspero y ardiente dolor Que no tenía ninguna bendición que otorgar.
Omnipotente, omnisciente, omnipresente, Dios se descubre solo, y a diferencia de los seres humanos, la certidumbre de la soledad no lo conduce a la introspección, sino al vacío. Restringidos por la naturaleza mortal y efímera, los hombres y las mujeres exploramos dentro de nosotros mismos y desenterramos del polvo y la ceniza que somos la otredad y la unidad que nos conforman. La poesía de Harold Pinter fue y es, en suma, más allá de todo lo que hemos atisbado a apreciar en estas mal provistas líneas, una incitación a arriesgarnos en la multiplicidad que somos, esa que con miedo evadimos mediante una organización social absurda que nos estanca y depreda. Y a ese estancamiento depredador el veterano autor inglés opuso, apasionado, que no iracundo, un puñado de versos que nos incitan a sentirnos vivos.
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Doris Lessing: la crisis de la identidad Cecilia Urbina
Doris Lessing participa de un fenómeno muy común en algunas generaciones (que ya han engendrado excelentes escritores) de ciudadanos ingleses: nació en 1919 en Persia, pero vivió veinticinco años en Rodesia, entonces colonia de su majestad británica en África. El crecer en un sistema social de clases divididas, racista y discriminatorio, suele producir dos categorías de individuos; aquel a quien el medio marcó inevitablemente y participa de esa manera de pensar, y el liberal innato que se rebela contra una estructura que le repugna. Doris Lessing pertenece a este último grupo. Pero ésta no es la única consecuencia de sus circunstancias. Lessing emigra de África a Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial y arriba “a casa” con un bagaje ideológico arraigado y una mirada de privilegio: tiene la distancia para evaluar el contexto social y político. La Inglaterra de la posguerra: el inamovible sistema de clases y sus símbolos, vestido, escuela, acento, que ningún conflicto bélico, ese nivelador por excelencia, ha logrado desmantelar completamente. La mirada de Doris Lessing tiene distancia, pero no sólo para ese medio que la confunde; también para el que dejó atrás, la colonia, que se proyecta en el tiempo y el espacio con una nueva perspectiva. Esa sensación de no pertenecer totalmente a ningún mundo se añade a otra coordenada constante en la obra de Lessing: la situación de la mujer en apariencia liberada y en la realidad víctima de un contexto social desfavorable: “las mujeres son cobardes porque han sido semi esclavas durante tanto tiempo”, dice Lessing en el prefacio a El cuaderno dorado.
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La novelista britĂĄnica Doris Lessing, en su departamento del norte de Londres, en 2003. (FotografĂa: John Downing/ Getty Images)
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El trayecto de la colonia al país de origen idealizado desde la lejanía, de la niñez a la edad madura, del entusiasmo político a la desilusión es narrado por Lessing en esa larga serie de cinco novelas, una saga del individuo y la sociedad, Los hijos de la violencia. Martha Quest, protagonista y seguramente alter ego de la autora, crece en una doble tierra de nadie: la campiña de Rodesia, donde la vida se estanca en la rigidez de la supremacía racial blanca, y el período entre las dos guerras, cuando la momentánea tranquilidad se tiñe de angustia en la espera de lo que va a suceder de nuevo. Si la vida en el campo adormece, en la ciudad se respiran aires trasnochados de los alegres veintes. Es el momento dorado del modelo comunista, cuando el intelectual se siente obligado a adherirse al partido o a simpatizar con él en una manifestación progresista. El descontrol de los socialistas europeos inmersos en una sociedad de castas y violencia racial se confunde con el ingenuo y fanático idealismo compartido por grupos sujetos al liderazgo de unos cuantos auténticos políticos. El nacimiento de un nuevo mundo se contempla desde la irrealidad: acción política e intelectual desprovista del toque humano, y euforia de la lucha en un medio de provincia desquiciado por la invasión de la guerra. Cuando ésta termina, quedan los despojos de las ilusiones, de la embriaguez de la tragedia, del entusiasmo con el ideal comunista. El único recurso es huir. Martha Quest huye; la época de la guerra fría es el fin de la lucidez, de la lógica y las lealtades; el fin de la credulidad para el hombre común. Los hijos de la violencia es un análisis de los cambios en el individuo y la sociedad de los años treinta a los sesenta, y un comentario acerca del poder y la corrupción. Martha Quest, eje y protagonista, permanece casi hasta el final en un ambivalente papel de observadora. La vida sucede a su alrededor, los acontecimientos llegan, ella no los provoca; son otros los que deciden lo
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que ha de pasar, otros los que la motivan, la rechazan o la acogen. Su entusiasmo y su pasión responden a estímulos ajenos, y cuando éstos desaparecen también lo hacen aquéllos. Su terrible relación de amor/odio con su madre, sus matrimonios, sus affaires, sus actitudes políticas carecen de claros parámetros voluntarios propios; Martha es a veces un mero transmisor de emociones ajenas, casi un objeto sustituto, incluso sexual, de otros seres. “...Más que nunca, y exactamente como recordaba haber sentido tantas veces, (tantas, tantas, tantas,) su vida se asemejaba a una estación de ferrocarril que daba servicio a trenes que partían velozmente en todas direcciones”. Sólo al final de La ciudad de las cuatro puertas, última novela de la serie, Martha Quest adquiere la estatura de una madre tierra, madre universal protectora de una nueva raza y un nuevo orden posteriores al holocausto que Lessing esboza como amenaza a esta sociedad desquiciada. Si ese nuevo orden es el anuncio de otra temática de Lessing —su incursión en fantasías futuristas en el estilo de la ciencia ficción— el personaje de Martha Quest ofrece una síntesis de la mujer en el conjunto de su obra. La transformación de Martha de vehículo a motor se opera por medio de un acercamiento a la locura. Lessing se apoya en teorías sufí acerca de la trascendencia del tiempo y el espacio, de los poderes telepáticos y proféticos como síntoma de una evolución de la cual depende el futuro de la humanidad. Pero sólo puede lograrse en una etapa de la vida cuando “las deudas han sido pagadas... empiezas a crecer por ti mismo cuando has rebasado el bagaje con el que naciste. Hasta entonces, sólo estás pagando deudas”. Tanto el bagaje como las deudas son terribles para las heroínas de Doris Lessing; y no lo es menos el camino de introspección que las lleva por fin a apropiarse de su vida y su persona. En medio de la serie de Los hijos de la violencia, Lessing publica tal vez la más famosa de
sus obras, El cuaderno dorado, en 1962. Es en esta novela donde por primera vez explora el tema de la locura, o el desprendimiento de la realidad conocida, como medio para acceder a una integración del yo. La complejidad estructural de El cuaderno dorado —una especie de marco, o relato básico, Mujeres libres, entremezclado con cuatro diarios o cuadernos de la protagonista, Anna Wulf, cada uno con un asunto o hilo conductor propio— responde a lo intrincado de la temática. La obra intenta con éxito edificar un fresco de una época y una generación, la suya, con su carga emocional e ideológica, y las deudas que menciona. El cuaderno negro retoma el pasado en el África colonial que ya habíamos encontrado bajo la mirada de Martha Quest; aquí hay una retrospectiva más madura, objetiva, como si un yo paralelo e inteligente reexplicara con mayor introspección lo que la joven Martha velaba de una ingenuidad subjetiva. Una frase clave aparece en un momento, aterradora en sus implicaciones: “No disfruto el placer”. El placer, no en el sentido sexual del término, sino ese Eros que Marcuse define como una experiencia de la realidad totalmente sensual, estética y agradable, subyugado por los sistemas represivos de las sociedades industrializadas, en Lessing se somete a una conflictiva de relaciones interpersonales sin solución aparente. La relación padres-hijos arroja seres atrapados en buenas intenciones y consecuencias en general catastróficas, un idioma carente de símbolos comunes. El único camino viable de entendimiento se da en relaciones sin lazos biológicos, es decir, en esas madres sustitutas a quienes la distancia emocional permite adquirir un lenguaje igualitario sin tintes de autoritarismo. La relación sexual y de pareja aparece en los Cuadernos bajo el esquema de desencuentros de todo tipo; no hay forma de lograr un equilibrio de fuerzas psicológicas y emocionales, un tiempo simultáneo en
el cual un hombre y una mujer se comuniquen intelectual y sexualmente con éxito: “...el resentimiento, la ira, son impersonales. Es la enfermedad de las mujeres de nuestro tiempo... resentimiento contra la injusticia, un veneno impersonal. Las infortunadas que no están conscientes de que es impersonal lo dirigen contra sus hombres”. Pero el resentimiento no es un impulso salvador. Está la culpa: “... las mujeres... tienen que luchar contra toda clase de culpas que reconocen como irracionales, porque trabajan o quieren tener tiempo para sí mismas; y la culpa es una costumbre de los nervios que viene del pasado”. Estas mujeres tan vulnerables a la culpa lo son también al abandono o a la indiferencia de los hombres. Las parejas se unen y desunen mediante la necesidad de dominio o protección, pero rara vez en un equilibrio sano. Anna Wulf y su amiga, esas independientes mujeres que afrontan la responsabilidad de sí mismas y de sus hijos, se derrumban en la lucha sexual: “...hemos elegido ser mujeres libres y éste es el precio que pagamos”. El precio es la confrontación con hombres que no son libres ni comprenden la libertad ajena; los persigue, como en el pasado, la dicotomía moralista entre mujeres “buenas” y “malas”. En última instancia sucumben en el ancestral juego de amante-madre, amante-prostituta con todas sus implicaciones desfavorables para la mujer. Estos hombres que poseen inteligencia, cultura, que son capaces de profundas intuiciones históricas o de un valor político notable, se vuelven niños o tiranos en su relación con mujeres; en el mejor de los casos, sufren de ceguera congénita para enfrentar la soledad, las inquietudes e incluso la locura de sus parejas. La culpa ante el placer o la independencia produce insatisfacción y fragmenta la identidad; pero también lo hace el nuevo rol de la mujer como ser político en un tiempo de traiciones. “Siempre había dos personalidades en mí, la ‘comunista’ y Anna, y Anna juzgaba a la
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comunista todo el tiempo. Y viceversa”. El cuaderno rojo se ocupa sobre todo de la terrible confrontación de los comunistas con la muerte de un sueño de igualdad y progreso destruido por las noticias cada vez más aterradoras que se filtran de la Unión Soviética en época de Stalin; la dicotomía entre la lealtad al antiguo ideal, estimulada por la represión capitalista de los cincuenta, y el desencanto de un sector político que se ahoga en la rigidez y el fanatismo. El socialista que reparte panfletos a favor de los Rosenberg tendría que hacerlo también a favor de los condenados en Praga. El cuaderno azul toma por momentos el esquema de flashes telegráficos, noticias de periódico sintomáticas para edificar una historia contemporánea y una cierta metáfora de nuestro tiempo. Martha Quest, Anna Wulf y su amiga son mujeres fuertes; se sobreponen a matrimonios destruidos, amores infelices, educan solas a sus hijos o a los ajenos y se rehúsan a admitir el fracaso. Por el contrario, las protagonistas de El verano de la Sra. Brown o La habitación 19 son amas de casa en apariencia exitosas y felices. En todas hay una fragmentación irreversible de la identidad; los múltiples roles de mujer-esposa, mujer-amante, mujer-madre, mujer-ser político, mujer-creadora o artista, incluso mujer-amiga, parecen conducir a la pérdida de contacto con la realidad y el exterior, y con su propia manera de percibir el yo. Kate Brown1 experimenta con su atuendo para obtener reacciones distintas en la gente: puede atraer las miradas o ser casi invisible. ¿Implica esto que somos esclavas de un disfraz, y bajo él nos desconocemos, y nos desconocen? Dentro de esta difusa presencia, se da la impotencia para definirse, una aterradora incapacidad para decir “no”. El espacio de las mujeres de Lessing es agredido
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El verano antes de la oscuridad.
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continuamente, invasores de todo tipo lo ocupan sin su consentimiento. Cada una llegará a una crisis total, casi siempre anunciada por un estado de alteración: “...el piso entre la cama y yo se levantaba, se abultaba. Las paredes parecían abultarse hacia adentro, luego flotaban y desaparecían en el espacio”: así describe Anna Wulf su encuentro con el exterior deformado; las mismas sensaciones persiguen a Martha Quest. En ambas, la fragmentación total y los experimentos con algo convencionalmente llamado locura conducirán a integrar un yo nuevo desligado de las circunstancias externas. La crisis de identidad tan evidente en los individuos se manifiesta también en la sociedad. Si el ser humano es un ser político, Lessing lo asume profundamente en su obra. Ninguno de sus personajes se sustrae al momento social e histórico ni logra descartarlo de su conflictiva como persona. La misma incoherencia que fragmenta a los individuos aparece en las sociedades: los ingleses, heroicos combatientes en la cruzada contra el nazismo, subyugan y explotan a sus colonias; el comunista dispuesto a morir por la igualdad se ciega a los crímenes cometidos en nombre de la diferencia de credo; los científicos empeñados en explorar el universo en beneficio de la humanidad desembocan en inventos monstruosos destinados a destruirla. El proceso del individuo y la sociedad se asemejan, marchan paralelos hacia un futuro que se intuye como una esperanza y la posibilidad de un mundo mejor, esboza Lessing en su obra. Su detallado análisis de este proceso utiliza la voz de personajes, sobre todo femeninos, que habitan un universo de angustia y cuestionamiento. “...Me empeño en tratar de escribir la verdad y luego me doy cuenta que no lo es”; esa inquietante ambivalencia entre verdad, ficción, individuo y medio social es lo que integra por último un reflejo de la verdad y la ficción que existen en todos nosotros.
Lejos de un mundo feliz
Francisco Mercado Noyola
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Retrato expresionista de Aldous Huxley, realizado por Feliks Topolski en 1962. (Imagen: Feliks Topolski/ Hulton Archive/Getty Images)
Las instituciones democráticas sólo pueden funcionar donde los individuos han sido condicionados para mostrar espíritu cívico y sentido de responsabilidad. aldous huxley, Más allá del Golfo de México
Acaso como un visionario de la “democracia” mexicana en los albores del siglo xxi, y como anatema en contra de nuestra capacidad como pueblo para regir nuestro destino, Aldous Huxley escribió la proposición consignada en el epígrafe, y con sideró —quizá con ligereza— que nuestro espíritu cívico se reducía a un criminal ascendido a autoridad, con su verborrea demagógica, desplegada desde un bello kiosco morisco en el centro de una plaza tan raquítica como su cohesión social y su madurez política. ¿Qué había motivado las impresiones cáusticas de este autor inglés? Es notoria y conocida la fascinación anglosajona por la cultura mexicana, desde el shock traumático de la Conquista hasta nuestra siempre insatisfecha sed de modernidad. Durante la primera mitad del siglo xx, algunos autores canónicos de las letras británicas tuvieron acercamientos vitales y estéticos significativos a nuestra cultura. Ejemplos de ello son D. H. Lawrence con su novela La serpiente emplumada, Graham Greene con El poder y la gloria y Malcolm Lowry con Bajo el volcán. Aldous Huxley, por su parte, realizó un viaje por Centroamérica y México en 1933 que dio como fruto el libro de viajes Más allá del Golfo de México. Novelista, ensayista, autor de la célebre novela distópica Un mundo feliz y descendiente de científicos de renombre, inscribió aquí a vuelapluma sus impresiones someras sobre los antiguos territorios coloniales que visitó. Otro de sus libros, La cuestión humana, un texto a la medida de su autosuficiencia cognoscitiva, se formó a partir de una serie de conferencias dictadas en ucla en 1959. En éste se halla patente una obsesión global de su obra por conjuntar el mundo de las abstracciones con el de las sensaciones, así como los frutos del empirismo con los de la espiritualidad, fusión que acaso creyó concretada en el cultivo de la ciencia ficción. He aquí que —esta suerte de poética en Huxley más su capital intelectual, más su breve periplo— dieron como resultado un libro de apuntes subjetivos más que un estudio serio y docto. Hernán Lara Zavala, en su “Antiprólogo” a la más reciente edición del Fondo de Cultura Económica, percibe en Más allá… una actitud condescendiente y despectiva ante una cultura que el inglés considera inferior, la evidencia de un conocimiento superficial de la mitología y cosmogonía mayas, la formulación de hipótesis arbitrarias y seudocientíficas, una manifiesta incomprensión del barroco novohispano y del muralismo —aunque reconoce la suntuosidad de Santa Prisca y el genio de Orozco—, así como un claro menosprecio por la artesanía popular, a la que asigna valor psicológico y social,
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negándole el estético. Entre otros pecados que Lara condena en el texto están la concepción de nuestro país como “Edén subvertido”, una visión pesimista del mestizaje, y la resemblanza de los sacrificios humanos en festividades como la quema de Judas y la tauromaquia. Quizá el crítico anglófilo goce de razón en muchos de sus asertos; no obstante, aunque atribuye la liviandad de Más allá… al cientificismo heredado por Huxley y a su breve estancia en la América hispana, tal vez también soslaye numerosas observaciones valiosas de éste sobre lo que le fue dado observar en su periplo. Es así que el narrador de Surrey expresa su asombro ante la arquitectura monumental y la administración de los enormes señoríos precolombinos, que carecieron de bestias de tiro y carga, así como de monturas. Vislumbra la Conquista de Tenochtitlan y la expedición a las Hibueras de Cortés en 1525 como hazañas históricas —debido a las grandes distancias y a lo escarpado de la geografía— vencida ésta por la misma fuerza dinámica del espíritu español que percibe en un taxider mista y talabartero ibérico que conoce en Atitlán. Es también sensible ante la “magnífica y digna altivez que es característica de los indios”, en contraste con el sentimiento de inferioridad evidente en los mestizos, que se manifiesta en arrogancia belicosa y desprecio por lo indígena. Aunque cree ver en la mirada del habitante originario un brillo vacío o melancólico, considera a la raza de bronce impasible en su proverbial honestidad, en su placer irrenunciable por la vanidad satisfecha —como la de sus derroches en las festividades religiosas—, lo que llama “esa última debilidad de una noble mente”. Desarrolla con firme coherencia su teoría sobre la imposibilidad del nacionalismo en los súbditos virreinales, quienes admitían su sumisión al rey y a la
Iglesia y gozaban de suficientes válvulas de escape social ante ésta. El derecho divino del soberano constituía la piedra angular del dominio español, instituyendo una cultura paternalista en los sojuzgados que derivó en su sistemática desobediencia privada y clandestina. Ésta posee un funcionamiento orgánico en los sistemas autoritarios de gobierno, pero en las nacientes repúblicas del siglo xix representó el desastre; millones de voluntades violando la ley de manera subrepticia resquebrajaron con mayor eficacia al incipiente y débil Estado que la desobediencia cívica. Aun con los esfuerzos liberales por secularizar el espacio ritual y festivo, el santoral cívico jamás pudo remplazar la eficacia psicológica del religioso. Ahí registra Huxley el fracaso del Estado laico y republicano. En ausencia de una mitología unificadora, los titubeos del individuo entre el bien común y la comodidad egoísta dieron a esta última la victoria. Lo carnavalesco en los ritos, la superstición y el sincretismo —única práctica concreta para conciliar la ruptura de la liturgia católica con el origen politeísta— eran, sin duda, paradigmas culturales más eficientes que un panteón heroico fundacional, ilegible para las masas. Ya en nuestro territorio, Huxley entra directamente en materia. Escribe sobre la decadencia del puerto porfiriano de Salina Cruz y del alguna vez floreciente negocio del ferrocarril transoceánico que corría a través del Istmo de Tehuantepec, rebasado por el auge mercantil del Canal de Panamá. Atribuye el desastre de la agricultura en México al minifundio improductivo, a la sobreexplotación de los suelos y al incendio de los bosques, el cual vincula con la pasión de los mexica nos por la fiesta cromática de los fuegos de artificio. El pensamiento ecológico que elabora más tarde en La cuestión humana contempla la dimensión metafísica,
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ética y estética del hombre en relación con la naturaleza. Génesis de ello, ya en 1933 también equiparaba las fincas cafetaleras oaxaqueñas al paraíso perdido de Milton, aquí a manos de la corrupción y la violencia. En Miahuatlán advierte que es preferible la civilización aberrante de una ciudad victoriana industrializada —con todo el horror de sus contrastes sociales— a la barbarie de la supervivencia elemental en una aldea mexicana, donde el hambre y la indigencia no dejan lugar a las tareas del intelecto y el decoro espiritual. En este sentido, observa que Marx buscaba la reivindicación humana en la Revolución del futuro, otros pensadores en la idealización del pasado primitivo. Más adelante en su ruta, conoce la desesperanza en el paisaje árido de México —el cual ofrece la impresión de “no-estar-allí”— en desoladores autobuses foráneos del trópico, que traen a la memoria las piernas de Lilia Prado, lúbricas en la feracidad de Subida al cielo. Huxley considera a Oaxaca una ciudad majestuosa, bella y alegre que —a pesar de sus históricos asedios— conserva su Santo Domingo extravagante y magnífica, sus bellos rostros indígenas fundiéndose en la noche y la turgente morbidez de caderas y nalgas femeninas en el vaivén de su zócalo. Percibe la magnificencia de Monte Albán y su disposición arquitectónica, que obedece a la comunión con las deidades, no apta para la habitación pedestre de lo cotidiano. En Puebla reconoce un estilo arquitectónico propio, “algo extravagante y fantástico”, en que admira las fachadas de ladrillo y Talavera. Analiza el carácter de los mexicanos en sus espacios públicos y festivos, ya desde el siglo xix reconocido como taciturno por muchos extranjeros. En Cholula exalta las cúpulas católicas que se yerguen sobre los cúes prehispánicos, y Santa María Tonantzintla constituye para el británico “la más extraña iglesia de la cristiandad”, con un tema ejecutado con la mayor libertad y fuerza expresiva de
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todas las que visitó en este viaje. Desde el hito de la persecución callista los indígenas eran dueños aquí de sus ritos, apartados de la ortodoxia católica. En la ciudad de México sufre un conflicto interior ante el placer sensual de los mexicas por la sangre, la muerte y la violencia, aún presente en la urbe, como falacia patética. Los deplorables signos de pobreza y deformidad ostensibles en la urbe tenochca sirven a Huxley como argumentos contra el poscolonialismo. Experimenta un afrancesamiento tardío, anacrónico e impráctico en la alta cultura mexicana, así como cree absurdos y estériles los esfuerzos vasconcelistas por la elevación cultural del pueblo. Taxco es para el autor inglés un antiguo Tepoztlán, pleno de charlatanes y artistas de la disipación fantoche. D. H. Lawrence en La serpiente emplumada transfigura la sordidez del estadio salvaje del hombre, en la violencia del México posrevolucionario, y en el origen sanguinario del pasado prehispánico. Aldous Huxley admira y teme profundamente los postulados estéticos de Lawrence, ante los que se ve irremediablemente seducido, mas obligado a su rechazo por principio, por flema británica. Resuelve su fascinación y animadversión por su coterráneo en un juicio sumario, en el que niega credibilidad a su tesis en favor de la consunción de la sensibilidad refinada, en aras de la corporeidad de las pulsiones primigenias. Coincido con Lara Zavala sólo en esto: los mexicanos tendemos a rasgarnos las vestiduras ante las críticas acerbas del exterior. Sin embargo, ¿por qué la “indignación virtuosa” ante una crítica tan acertada, aún para un espectador ocasional y de breve paso? El propio Aldous Huxley respondería, con sus prolegómenos a La cuestión humana, que es privilegio de la modernidad el postulado científico —la hipótesis— vencedora contundente del dogma incuestionable.
Los actores Virginia Cherrill y Charlie Chaplin, en una escena del filme Luces de la ciudad de 1931. (Fotografía: John Kobal Foundation/Getty Images)
La tradición libertaria
del paseo inglés Fabiola Camacho
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No cabe duda que toda práctica —por menor e insulsa que parezca— cuando deja de hacerse se añora con marcada ensoñación. Parece mentira que el simple placer de dejarse llevar por el tiempo y su lento transcurrir en soledad se vuelva una inmensa ansia cuando no resulta posible hacer otra cosa que mirar por la ventana y dejar que el rigor de la vida llena de tareas y responsabilidades nos aprisione, dejando para quizá otro momento el simple placer de deambular sin esperar otra cosa, acaso alguna imagen que capte nuestros sentidos embelesados por el vaivén de nuestro lento andar. Nuestra época se devela como aquella donde ya nadie tiene tiempo para perderlo, ser ocioso se presenta incluso como un tipo de respuesta anárquica a los tiempos postindustriales. La tecnología ha rebasado las alucinaciones del período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Baste con decir que en la era del cronómetro y la línea de ensamblaje los obreros contaban con que sus pequeños placeres aguardarían hasta el espacio doméstico donde prácticas como cenar, tomarse una o varias copas, hacer el amor, dormir al menos un par de horas fuera del panóptico desde el cual recibían órdenes y pagos ínfimos se convirtieran en escenas donde la resignación de la pobreza se ungiera con esas pequeñas alegrías. Pero hoy nadie puede desconectarse, tener vida privada, contar con que en casa la terrible cara del jefe o supervisor no estará preparando el gesto para vociferar y darnos órdenes en tonos que superan los decibeles del ladrido de un bulldog. Parece que no existe más el espacio privado, pues en cualquier momento un mail, un whats o cualquier pitido emanado por el celular romperá con el instante en que justamente intentábamos fundirnos en las piernas del otro. Los modos de generación del capital han logrado conquistar incluso nuestro lugar de descanso, nuestro retiro momentáneo. En pleno neoliberalismo, el free lance no es una opción sino un deber en tanto no existen condiciones laborales que respeten los derechos mínimos de cada trabajador, es decir, tener un lugar específico para el trabajo, una remuneración de acuerdo con el tipo de labor desempeñada y, desde luego, ese sueño que ahora suena opiáceo y que acaso nuestros padres conocieron como seguridad social. Si no es posible ni siquiera cenar sin estar al tanto de los correos, cómo soñar con salir a perdernos por las calles de la ciudad. Mientras miro por la ventana —que no ofrece otra imagen que la de un muro de ladrillos— recuerdo la sensación de mis piernas cuando me perdía por las calles del Centro. Entonces como ahora pensaba que lo único que nos unía al pensamiento inglés del siglo xix era en definitiva el descubrimiento del contraste que aún prevalece en las ciudades contemporáneas. Aun con su expansión incapaz de sucumbir a las fronteras estatales, nuestra ciudad sigue presumiendo sus rojizas llagas sobre la
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grisura de los caminos viales. Las fragmentaciones que tales caminos unen todavía de manera más cínica develan diversas tonalidades de la miseria mezclada con los tonos de una ciudad que, como tantas otras, no sucumbe ni siquiera al ocaso vespertino. La noche se convierte en un espacio liminal donde podemos encontrarnos con las descripciones de Charles Dickens quien insomne deambulaba por terrenos noctívagos donde sin esfuerzo encontraba una secuencia de cuadros donde el decadentismo se mezclaba con la felicidad ambarina emanada de los pubs. La noche desde siempre deviene refugio para las piernas inquietas que no desean desperdiciar horas dando vueltas en la cama habitada por el yerto fantasma de quien no está para acompañarnos. No es de extrañar que en esas escenas el ocio —y sí, quizá la soledad— sean las responsables de captar imágenes que para el ojo diurno son imposibles, pues cansado y programado para mirar solamente donde el renglón de sus deberes lo permiten no tiene tiempo, ni ganas, de ver al interior de los intersticios de su ciudad. Tampoco me extraña que en la cuna de la Revolución Industrial naciera un fuerte deseo por expandir en la escritura las prácticas del ocio y la necesidad de aprender de la fuerza de la caminata. Desde luego que los hallazgos que se traducen en un tipo de ars poetica de la caminata no se desplazan únicamente por escenas urbanas. Para el inglés del siglo xix el campo representaba ese respiro necesario del vértigo citadino, un viraje incluso hacia la salud mental y la libertad. El paseo entonces se contempla como esa disolución de la pesadez de la vida cotidiana, se presenta más como una esponjosa y suculenta sorpresa que aguarda a estallar en nuestros sentidos tanto como el budín, postre inglés por antonomasia. Si precisamos encontrar un máximo exponente del arte del paseo debemos volcar nuestra mirada hacia la figura de William Hazlitt. Para el crítico y ensayista inglés, la caminata era un ejercicio que apuntaba hacia dos direcciones; por un lado, el perder la pesadez de la vida diaria mediante el desplazamiento sin rumbo fijo,
porque en el andar se produce un flujo de conciencia que vacía al espíritu para, en un segundo momento, deambular de manera libre por ideas que ni en compañía ni en escenarios visitados constantemente nos atreveríamos a develar. La pausada pluma de Hazlitt nos lleva por una vereda donde el ambiente huele a césped, a verbena y a lavanda inglesa, olores de una calma hipnótica que permite liberarnos incluso de nosotros mismos. En su travesía lo mismo visita a Virgilio, Coleridge y Sterne para defender su preciada libertad y la necesidad de estar solo. Inaugura un estilo libre que nace del hallazgo de engendrar una poiesis del paseo para convertirse acaso en una mímesis de la caminata recreada en el ensayo. Acaso la idea de desplazarnos por rumbos desconocidos con el deseo de reconocernos en esos lugares sea una impronta del pensamiento de Hazlitt. Esas ideas flotantes abren puertas a espacios que reflejamos en el ejercicio de la escritura, esas mismas, después de largas digresiones, nos harán recorrer todavía un largo trayecto acompañados de nuestra experiencia. En esa casa, en la que también se convierte la escri tura, permaneceremos libres, impolutos del hollín y el bullicio de las grandes urbes que odiamos de la misma forma que escribimos de ellas. Mientras todos corren para llegar a sus cubículos, mientras otros tantos no llegan a tiempo para checar su tarjeta de llegada a la fábrica, yo me quedo en casa y recreo en la escritura esos paseos que otrora inauguré por casi toda la ciudad. Vacilo en devolver esos pasos al ensayo, pero me mantengo firme en seguir el otro extremo de la tradición inglesa, me quedo en el lado del ocio, en el ejercicio de los dedos que también han padecido la revolución tecnológica. Intento con todas mis fuerzas entregarme al hallazgo y al paseo por la escritura, y hacer contrapeso a los recursos que el pensamiento inglés creó para conquistar la tan añorada libertad.
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Territorio insular:
el cuerpo masculino en el arte de Gran Bretaña
Colonel Acland and Lord Sydney: The Archers, Joshua Reynolds, 1770
Héctor Antonio Sánchez 34 | casa del tiempo
En la Tate Gallery de Londres puede verse un hermoso óleo firmado hacia 1770 por sir Joshua Reynolds, Colonel Acland and Lord Sydney: The Archers. En él, las figuras principescas de dos jóvenes se despliegan con gracia en la noble labor del tiro con arco. Uno de ellos, vestido en ocre, va al frente de la empresa: su arco en tensión, su cabello y capa revueltos contrastan con el aura impasible del rostro; el otro, ataviado en un fino traje verde, le va a la zaga. La escena, desprovista de violencia —antes señalada por un aire apacible y casi legendario—, es una escena de caza: detrás de ellos yacen un venado y aves de diversa especie, y a su alrededor se elevan árboles otoñales removidos por el viento. Algo hay en el óleo que lo dicta dulcemente británico: ¿la alusión a la campiña nublada de la isla acaso, o su nostalgia del medioevo, que haría sospechar tal vez un anuncio del Romanticismo? Los cuerpos de los muchachos, ágiles y esbeltos, culminan en la extrema palidez del rostro, signo de una belleza afín al vaporoso encanto del entorno. Es, de hecho, un óleo inusual en la obra de Reynolds, fervoroso del retrato realista y poco proclive al paisaje: paradójicamente, lo aproxima a la esfera de su rival, Thomas Gainsborough, cuya obra acaso más célebre, The blue boy (1770), es un notable homenaje a The Children of King Charles I of England (1637) de Anton van Dyck. En la pieza del inglés, un joven ataviado en un exquisito traje azul observa al espectador con parsimonia: como en la obra de Reynolds, la palidez del rostro se recorta contra los ocres de la naturaleza. No es vana la mención de Van Dyck. Después de todo, fue costumbre en la corte inglesa importar durante décadas, siglos incluso, a los grandes artistas del continente, particularmente de estirpe flamenca: de allí la marcada influencia del barroco en el paisaje y el retrato inglés del siglo xviii, primeros géneros en forjar una tradición propia. Lo sabemos: extensos periodos del arte británico palidecen al lado de sus coetáneos mediterráneos o septentrionales. En el Renacimiento y la era barroca, algo tuvo que ver la fuerza destructiva y puritana del Protestantismo. De allí el peculiar sino de Inglaterra: a diferencia de italianos, españoles, holandeses, el esplendor comercial y político no tuvo en el xvi o el xvii una contrapartida en la tradición pictórica. Shakespeare puede medirse con Cervantes, pero no hay nadie comparable a Velázquez en la corte de los Tudor. Los óleos de Gainsborough y Reynolds señalan el advenimiento de una poderosa clase aristocrática, capaz de crear un mercado local que supliera la debilidad de la Corona en cuanto consumidora de arte: de allí la excelencia y abundancia del retrato a partir de su era, considerada la época clásica de la pintura inglesa. En ellos es notable el garbo de los varones: sus signos asoman en ropas, gestos, posturas. Pertenecen a una clase ilustrada, consciente de su rango y de su herencia, que no rehúye cierta languidez y hasta amaneramiento, y que se opone a la solidez de las figuras del gran cuadro histórico, género dominante en el continente y más bien exiguo en Gran Bretaña.
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Esta sutileza de los hábitos pasará al cuerpo un siglo después. En el Musée d’Orsay ocupa un sitio prominente la enigmática The Wheel of Fortune, firmada en 1883 por Edward Burne-Jones. Es un óleo peculiarmente alto: a la izquierda, una colosal figura femenina, de clara raigambre clásica —la denuncian su toga y su postura— hace girar con la mano una enorme rueda de madera sobre la que se apoya, en sucesivas presencias, un hombre desnudo, apenas cubierto en la pelvis por una escasa tela que más bien sugiere la transparencia, si es su color igual al de la piel que vela; en la parte superior, con la contorsión de un mártir, uno de sus muslos se recoge frente al espectador en una actitud tan sensual como impúdica, hasta mostrar en el tobillo la delgada cadena que lo aprisiona. Ese pie se posa sobre su misma cabeza, hacia el centro de la rueda, donde otra imagen de sí mismo nos lo ofrece en una leve actitud de triunfo: el orgulloso rostro vuelto hacia un costado, los símbolos del poder —corona y cetro— como únicos accesorios a su desnudez; finalmente, de la parte inferior asoma la cabeza del mismo varón, coronada por laureles. Su cuerpo proviene de la estatuaria clásica: es el cuerpo irreprochable de un hombre joven, cerrado al tiempo, lejano por igual de muerte y de nacimiento. Su actitud, en cambio, lo acerca a las formas del decadentismo finisecular: es una postura feminizada, que lo enlaza al hermafrodita de nuestro origen mítico, a nuestra materia primige nia, anterior a la separación de los sexos; es así un cuerpo estéril, que se basta a sí mismo, anuncio de los últimos días de la humanidad. Quien quisiera extraer de la obra de Burne-Jones un testimonio de la era vic toriana tendría que estudiarlo como un acto de negación. Casi autista, el óleo pertenece a la última etapa de esa singular cofradía que fue la hermandad prerrafaelista, fundada en 1848, año de revoluciones. Un acto de insularidad en un país insular, el movimiento volvió el rostro hacia la simbología, los temas de raigambre medieval, los secretos de la naturaleza y la búsqueda de espiritualidad en el arte. En una época marcada por el disturbio político, en una nación que se aventuraba como ninguna en la historia por el desarrollo industrial, Rossetti, Hunt, Millais, y sus discípulos, Morris y Burne-Jones, a diferencia de los impresionistas, daban la espalda a la ciudad más populosa de la Tierra y se refugiaban en la esfera idealizada de la campiña y el pasado legendario. Inglaterra conquistaba el orbe con una vigorosa rueda mecánica: si la rueda de madera de Burne-Jones era una sustracción a su avance implacable, el cuerpo que en ella se reclina es todavía un cuerpo comprensible, que no cesa en su unidad a pesar de desplegarse en la sucesión del tiempo. Ambos órdenes —el mundo moderno y el cuerpo— estaban por fracturarse en el amanecer del nuevo siglo. Nuestro Museo Tamayo resguarda el extraordinario lienzo Two figures with a monkey, firmado en 1973 por Francis Bacon. En él, una mesa verde recorta en dos el espacio, de un intenso fondo naranja: sobre ella intuimos la presencia de dos hom bres, uno dispuesto sobre el otro, en tonos dominados por el gris, que no rehúyen el amarillo y el púrpura. Cerca de sus cabezas, una almohada: debajo, sobre las patas
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The blue boy, Thomas Gainsborough, 1770
metálicas del mueble, un mono en cuclillas. La obra es reminiscente de otra del autor, datada en 1953; también allí dos cuerpos masculinos se enlazaban en una postura cargada de violencia, que sugiere tanto la lucha grecorromana como la cópula. Uso el término con toda intención: hay algo profundamente animal en las obras de Bacon, una disposición que confronta al espectador como si se paseara frente a las jaulas de un zoológico. Alguna vez Margaret Thatcher repudió las imágenes de Bacon como “asquerosos trozos de carne”. No se extraviaba la Dama de Hierro: el pintor confesaría su emoción en las carnicerías, la fascinación de no estar allí expuesto en pedazos en lugar de otro animal. ¿Y no fue la Segunda Guerra una enorme carnicería que el pintor presenció con sus propios ojos? ¿Y no es el erotismo, como querría Bataille, “la expresión de la vida hasta en la muerte”? La mesa de Bacon es una mesa de disección, y el cuerpo que despliega sobre ella, el cuerpo que ha perdido valor y forma reconocible en un mundo que ha ejercido contra él toda su violencia: es un producto más en el aparador de las ideologías. Cierto: la obra de Bacon no puede explicarse sin Picasso y las vanguardias. Pero tampoco sin su entendimiento de la sexualidad y su cercanía con el Existencialismo. A los dieciséis años, el adolescente transgredía las normas imputadas a su género: descubierto en la lencería materna, fue expulsado de la casa familiar. Conocida es su afición casi patológica al Papa de Velázquez: en esas variaciones, y en otros tantos óleos, vemos la gran boca abierta del grito: un gesto pánico frente al vacío de la existencia (no habrá Resurrección: no llegará el Reino que nos dieron en promesa). Por la insuficiencia del mundo, por el deseo, por su sinsentido, la nuestra es carne perecedera que se abre al exterior en una expresión de horror. La obra de Bacon, a partir de la experiencia irrepetible que es el cuerpo propio, señala una angustia que los hombres y el arte de nuestro siglo no terminan aún de resolver. Es una angustia que excede a lo británico y al arte mismo. ¿Habría que re plantear el entendimiento del cuerpo en el éxtasis barroco —grotesco y sublime— de la lente de Peter Greenaway? ¿Entenderlo en el placer sensorial de la obra de Derek Jarman? ¿Entregarse a los placeres materiales de la era moderna, como en los cuadros californianos y homoeróticos de David Hockney? ¿O abrazar la materia que somos e implacable avanza hacia su fin, como en los rostros severos de Lucien Freud? Cierto también: un esfuerzo por extraer de representaciones particulares de lo masculino narrativas generales, y aun la narrativa del arte de una nación, merece más de un reproche y se presta a torpeza y superfluidad. Más nos valdría, como aquí he intentado, ver en piezas peculiares la relación que el cuerpo guarda con su entorno: pues es nuestra carne el lienzo en que se inscriben como cicatrices todos los signos del mundo. Y sí: todos los signos del mundo nos hablan de la muerte.
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Vista de la obra de Francis Bacon Study from the Human Body, Man Turning on the Light, en 2007 en Londres Inglaterra. (FotografĂa: Cate Gillon/Getty Images)
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Delicate tension, 1923
El genio abstracto de Kandinsky Miguel Ángel Muñoz
El artista ruso Vasili Kandinsky (Moscú, Rusia, 1866-Neuilly-sur-Seine, Francia, 1944) ha proyectado una larga sombra en el arte moderno. Su pintura es un continuo viaje de asombros, de pasajes de la memoria interminables que lo llevaron a Munich antes de la Primera Guerra Mundial; Rusia después de una larga estancia en el Bauhaus; Alemania durante los años vente, y finalmente a París. Un vagabundo universal, Kandinsky es un icono de la vanguardia, y sus desconcertantes composiciones pictóricas atraen con fuerza la mirada contemporánea, al margen de la compleja trama estética que desafía su despliegue estético. No fue el inventor del arte abstracto, pero sí el que más promovió el concepto de la abstracción ideal, en aquellos tiempos de cambios radicales en el arte de finales del siglo xix y principios del xx. Su obra teórica consta de tres títulos: De lo espiritual en el arte, 1911; Mirada retrospectiva, 1901-1913, su escrito más personal, y Punto y línea sobre el plano, 1926, ensayo dedicado a los elementos gráficos en la creación artística. Sus últimos escritos se publicaron en las revistas francesas Cahiers d’ Art (1931) y XX’ Siecle (1933- 1939), y complementan sus teorías expuestas en sus libros, que son, en definitiva, instauradores de múltiples conceptos teóricos. En Kandinsky sorprende casi todo. Pintor, poeta, autor dramático, sobre todo coherente teórico del arte y perseverante pedagogo de sí mismo. Pero lo que no sorprende es que, con Malevich y Mondrian, es pionero de un arte nuevo que renuncia al objeto y entiende las formas artísticas como la expresión acabada de un imperativo expresivo interior. Kandisnsky da el paso de la figuración a la abstracción —Pintura con borde blanco es el mejor ejemplo— en un largo y lento proceso con avances y retrocesos, en absoluto lineal, y con un resultado de una profunda reflexión. La obra de arte como la visualización de la presencia real de sensaciones y percepciones sensibles que sólo alcanzan la realización mediante las formas del arte. Un obstinado
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al extremo en sus imágenes: una vaca, una mujer y un árbol son figuras concretas en el estado natural, pero cambian y se reconstruyen constantemente en la paleta imaginaria de Kandinsky; es decir, abstracciones que sólo la experiencia estética nos descubre. En 1911 Kandinsky funda junto a Franz Marc y August Macke el grupo Der Blaue Reiter (El Jinete Azul), organizando diversas exposiciones en Berlín y Munich. Un documento incomparable de nuestro tiempo, que suscitó el problema del nuevo “contenido” del arte, de la “construcción interior y mística”. Con ellos comparte alguno de sus supuestos, como el activo antinaturalismo que conduce a la abstracción, pero con ideas propias. A los fauves se debe su preferencia por los estridentes colores primarios pero desconfiado siempre de la tendencia decorativa y suntuaria del extremismo cromático que “neutralizó” el arte de su compañera Gabriele Münter. En estos años Kandinsky concede mayor atención al colorido cubista y difuso de Robert Delaunay y a las atenuadas cualidades ornamentales de la estética bizantina todavía activa en la iconografía popular rusa, una pasión confesada por el artista durante toda su vida. Kandinsky pretende siempre un arte concreto, en el que las formas cumplen una función puntual. Un camino hacia la abstracción que no se considera la desviación gratuita del ilusionismo del renacimiento, ni la secuela del simbolismo cromático. De esta época hay cuadros clave para entender esa transición creativa: El Jardín I, 1910; Paseo en barca, 1910; Fiesta de todos los Santos I, 1911, y, Otoño II, 1912, que dejan ver todavía objetos reconocibles, aunque la abstracción ya es reconocible. El tema se disuelve en las masas de color, aunque Kandinsky no lo deja totalmente. La disposición del color define y delimita los juegos de sus composiciones. “La belleza del color —afirma el artista— y la forma no es meta suficiente para el arte”. La primera “época genial” de Kandinsky es la que pintó durante 1910 y 1920. Es en Paisaje cerca de Murnau con locomotora donde prepara el desarrollo de su visión abstracta. “Se puede reconocer en esta pintura —dice
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Robert Hughes— las formas de las nubes, colinas y árboles, junto a un tren que arrastra su pañuelo de humo a lo largo del valle, y también su deuda con las pinturas fauvistas de Matisse y Derain”.1 Una pintura evocativa. El artista distorsiona la naturaleza y la somete a una composición que recuerda el arte popular de Rusia, y saca a la luz la vida interior de las cosas, como si se tratara de un juego infantil. Son años cercanos y de colaboración al artista alemán Franz Marc, ya que apuestan por un arte total que reúna música y teatro en un proceso de recuperación de los valores trascendentes de la obra de arte. En 1910 culminan con las improvisaciones: un sorprendente Paisaje de Mornau y un conjunto de obras magistrales tituladas Compositions, serie de diez cuadros, y un número importante de bocetos. Por ejemplo, Composición 11 se perdió en la primera guerra, un cuadro descomunal, de 200 por 275 centímetros. Pero contamos con el boceto preparatorio y con un estudio al óleo en el Guggenheim de Nueva York. En el dibujo se destacan los detalles formales de la composición que en el óleo se difuminan en un entramado de formas v colores regido por un fuerte dinamismo. Ningún efecto de perspectiva. Manchas de color que se afirman med iante una dinámica de contrastes. Impresión III es todavía más elocuente. Surge tras el primer concierto de Arnold Schönberg en Munich en 1911, y desencadena las afinidades entre los dos artistas. Brillan el amarillo y el negro —¿leve alusión al piano?— en tonos que deben ser disonantes. Es el momento de creativa absorción musical, de atrevidas analogías musicales que elevan el tono de la estética sensible del artista a la abstracción absoluta de la notación renovadora del compositor vienés. El cuadro entendido como un drama sinfónico. Kand insky aspira a “ilustrar armonías”: abandona la confrontación entre realidad natural y realidad pictórica y
1 Robert Hughes, A toda crítica. Ensayos sobre arte y artistas, Anagrama, Barcelona, 1992.
Yellow Red Blue, 1925
desarrolla un complejo de cualidades formales que se afianzan por sí mismas sobre la superficie del cuadro. “Ve” la naturaleza como un complejo de asociaciones y fuerzas, traducidas a elementos vivos del mundo del arte. “El pintor abstracto no recibe su inspiración de un fragmento cualquiera de la naturaleza —dice Kandinsky—, sino de la naturaleza en su conjunto, de las diversas manifestaciones que se acumulan en él y conducen a la obra”.2 Una línea puede capturar un objeto o actuar libremente como medio artístico. Los acentos de color marcan la intensidad y el ritmo de esas confidencias. Para Kandinsky su exilio en París fue difícil, pero el impulso que le dio Mies Van der Rohe fue importante, sobre todo en la difusión de sus murales de formas geométricas y estructuras abstractas que tanto influyeron en Joan Miró. Son años de tempesta des creativas, que no minan su creatividad pero que
Vasili Kandinsky, Punto y línea sobre el plano, Editorial Andromeda, Madrid, 2005.
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sí denotan un comienzo de “decadencia” creativa. Sus últimos trabajos parisinos son un alud de signos ordenados casi gestualmente sobre diversos rectángulos. Figuras que divagan sobre el espacio pictórico trazando diversas composiciones. Algunas de sus últimas pinturas, Azul celeste (1940); Círculo y cuadrado (1943) El pequeño círculo rojo (1944), se caracterizan por el abandono de las composiciones geométricas de los años de la Bauhaus para practicar lo que los críticos han llamado “abstracción biomorfa”, por la frcuencia con que aparecen formas curvas y orgánicas. “Este Kandinsky tardío —dice el crítico Guillermo Solana— puede ser un pintor más débil, pero es fascinante por sus extrañas afinidades, que lo vinculan a la vez a las dos tendencias rivales de la vanguardia de la época: la abstracción geométrica y el surrealismo”. Es cierto, la potencia constructiva del color y su elocuente combinación, marcaron hasta el final el lenguaje y la obra de Kandinsky. Un artista que mediante la materialidad de la línea y el color creó una de las obras más intensas y emotivas del siglo xx. Sin duda, un genial innovador del arte de las vanguardias.
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Fotografía: Centro de Información y Documentación Histórica uam
Raúl Hernández Valdés In memoriam Magdalena Báez 44 | casa del tiempo
Caminabas hacia la oficina cada mañana con el termo en la mano. Nunca te pregunté qué brebaje tomabas a diario en ese artilugio-tapa que usabas. A media mañana se había agotado y, sentado en la Coordinación General de Difusión, girabas instrucciones para hacer nuestro trabajo. Me imagino que no fue diferente en la Coordinación de Extensión Universitaria de la Unidad Xochimilco, ahí coincidíamos siempre en el elevador al terminar la jornada. En esa época sólo me parecías un hombre bien vestido y educado. Sonreías y preguntabas si todo iba bien en la Unidad. Mi respuesta siempre era la misma: “ya hicimos nuestra parte, por lo menos eso debe ir bien”. El viaje acababa y nos despedíamos. Ya habías recorrido esos pasillos muchas veces como profesor, como director de la División de Ciencias y Artes para el Diseño. Tu capacidad expresiva estaba centrada en las manos, lo noté pronto. Cuando balbuceabas buscando las palabras correctas tus manos tejían, las yemas de tus dedos bailaban unas con otras, se reunían las puntas de todas las uñas y, como si fuera a aparecer un hilo, se separaban. Si se trataba de discutir algún problema o enfrentar una situación difícil tus manos vociferaban. Los largos y delgados dedos se agitaban y la palma contraria los atrapaba para encontrar la calma. Pronto aparecía una mueca de tranquilidad en tu rostro: habías encontrado la manera de sortear la situación. La libreta negra de apuntes tenían esas largas letras que hacías y que en conjunto formaban una nota, casi siempre acompañada de un dibujo; así tus ideas encontraban un espacio libre en la hoja para asociarlas a la imagen. Muchas veces te vi hacerlo durante las reuniones de trabajo. En varios manteles de papel quedaron dibujadas con café muchas ideas. Creo que algunas cayeron en esta misma revista, Casa del tiempo, lo mismo integrando tu mirada en algunos ensayos como cuando la dirigiste. En el editorial del número 52, época iv, de febrero de 2012, reconocen tu labor: “A Raúl Hernández Valdés le reconocemos el cuidado entrañable del equilibrio de cada número”.
Esos días, cuando me avisaste que ya no estarías a cargo de la Coordinación, encontramos de lleno la amistad. Dejé de llamarte “maestro Hernández”. “Raúl” fue mucho más familiar y cercano. Si tu capacidad para darle la vuelta a las dificultades era buena, debemos reconocer que era mejor tu sentido del humor. Gracias a la literatura y al cine nos regalaste largos episodios de carcajadas en las sobremesas con Víctor Muñoz y Bernardo Ruiz, lecciones de vida esas tardes. Recordabas los diferentes climas de Ensenada, en cierto modo sabías del contraste y te gustaba. Hacías la comparación con el centro del país, tan barroco, tan cargado. Insistías siempre en que pasara el aire, con un hueco, con el silencio; una influencia de Japón, supongo. En contraposición al barullo, todos los colores en un lienzo, no importa del tamaño que fuere: el vacío sin espacio. Sabías que igual era con la comida, aunque ahí perdonabas lo recargado de ingredientes de cualquier mole. Compartir platos en la mesa, postres y recetas de varios antojos, fue lo nuestro. Aunque tú siempre escogías el vino, de eso sabías mucho. Alumnos tuyos conocí varios, todos reconocen la dedicación, la disciplina y la generosidad que tuviste como profesor. Tú decías robarles la juventud y el entusiasmo para generar proyectos nuevos. Nunca te negaste si se trataba de participar, te dabas el tiempo lo mismo para participar en las publicaciones de la universidad o simplemente escuchar algún proyecto y dar tu opinión. La verdad, no era difícil que tú mismo te buscaras un tiempo para apoyar alguna idea. La noticia de tu partida no fue sorpresa. Dolió. Un mareo cerró mis ojos y ahí te encontré, extendiendo los brazos para abrazarme, como siempre me saludabas: ¡Hola, niña linda! Meses antes habíamos intercambiado mensajes esperando encontrarnos pronto. Las noticias de quienes te vieron sólo atinaban a subrayar lo delgado que estabas, y destacaban que tu ánimo y sonrisa permanecían. Te extrañaré siempre.
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El escritor y ensayista francés Roland Barthes en 1979 en París. (Fotografía: Ulf Andersen/Getty Images)
Antes y después del Hubble
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Centenario de Roland Barthes
Ramón Castillo
Pocos días antes de morir, Roland Barthes escribió un texto luminoso y sensible dirigido a uno de los cineastas que más admiraba. En aquella carta, que era la confesión no sólo de un profundo respeto en términos intelectuales y creativos, sino también una toma de postura ante el arrebato artístico; el pensador francés evocaba una virtud esencial a todo creador: la fragilidad. En aquellas palabras dirigidas a Michelangelo Antonioni con motivo de la entrega del premio más importante que otorga la ciudad de Bolonia, L’Archiginnasio d’oro, Barthes condensó esa inasible pero constante precariedad que acompaña en su deambular a todo ser humano y, en grado superlativo, al artista. La fragilidad es algo evidente, simple hasta convertirse en pasmo y, pese a ello, la olvidamos de manera frecuente, negándola mediante rodeos inverosímiles. En otras palabras, buscamos evadir el hecho de que el “desvanecimiento es algo posible”. Sin embargo, las maquinarias del pensar y el sentir tienen como una de sus facultades más poderosas traer de vuelta ante nosotros esa verdad. Y si bien, como apunta el escritor galo, tal condición es inherente al ejercicio creativo; por otro lado, la evidencia íntima nos dice que no es posible circunscribirla únicamente a dicho campo. Todos, en distintas gradaciones y en inesperados momentos, somos susceptibles de toparnos con los abatimientos y fisuras de mirar con demasiada fijeza al mundo. La fragilidad es una ruta de dos vías: el punto desde donde se afianza nuestra finitud, así como la alternativa de trascender esa barrera física. Bordear tal abatimiento es, pues, un acto lumínico, en tanto nos hace más conscientes de lo que somos y, especialmente, de lo que nunca podremos llegar a ser. De esta manera, se convierte en liberación. A través de ella se cuela el eco, lejano y brumoso, de una escapatoria. Su naturaleza es ser un aliento, el respiro sofocado pero todavía intenso de quien se aferra a la vida. A treinta años de que un accidente hiciera efectiva esa posibilidad de disolución, la potencia de las palabras de Barthes nos invitan con fiereza a la reescritura, eminente acto creativo, de nuestra existencia a la luz de un final siempre acechante. Ante lo catastrófica que puede ser cada tragedia cotidiana, es fundamental enfatizar también esa otra forma de la fragilidad, imponer la duda y el asombro ante los otros. Aquel guiño trágico y ridículo que le quitó la vida —lo atropelló una camioneta de una tintorería, justo afuera de la Sorbonne—, “la violencia boba de las cosas” diría Foucault al recordarlo, si bien enfatiza la necesidad de recordar una obra retadora y estimulante, original y sugestiva; todavía con mayor intensidad es una invitación a reconocer el sesgo profundamente amoroso de su entrega al pensamiento. Así como lo constataba en el texto Querido Antonioni..., esa magnitud vibrante trasluce por igual en sus Diez razones para escribir. Ahí, coloca en primer lugar al placer y al encanto erótico como impulsos para “producir una diferencia”. Este latido
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se escucha en los primeros volúmenes que Barthes entrega a sus lectores, pero será más adelante cuando, sin menoscabar su obra previa, realmente se aventure como un escritor en el que ha madurado la conjugación total de los verbos que el intelecto y la sensibilidad movilizan. Mediante la escritura, no sólo se desestabiliza el habla, también al individuo —nos recuerda Barthes—; se escribe para buscar sentidos y maneras nuevas de apoderarse de las cosas, en definitiva, para eludir las causas rígidas, las finalidades monótonas. Escribir es pensar y sentir distinto. La escritura erotiza, es un requiebro, un susurro a media noche. La entrega amorosa es, per se, una apuesta por la fragilidad, la confidencia ante aquello que nos vuelve vulnerables y, por tanto, más felices. Desde ahí se mira con otros ojos, se distiende el correr del tiempo y se frecuenta, con júbilo, la ansiedad loca que sólo la pasión es capaz de encender. Por eso el placer es creativo, pues despierta la dimensión sensual del intelecto, el cuerpo cambia a su paso, se transmuta a la luz de sus efluvios. Desde otro ángulo, tanto el arrebato voluptuoso como la cualidad endeble de nuestro ser, despiertan una suerte de duda profunda que allana todo espacio. Se complementan y potencian; bajo su influjo nos abrimos para derramarnos en sentidos diversos y fomentar un encuentro con el mundo y con los otros, con formas distintas de leer e interpretar la realidad. Mediante la aventura creativa hallamos tanto la fragilidad como la fuerza propia de las personas, sujetos en perenne desequilibrio que, no obstante, encuentran en este punto la auténtica riqueza de contemplar un panorama abierto, una página en blanco que habremos de saturar con los sentidos que nos sea dable. Cada vida es un texto, cada texto una posibilidad. Pero también, este ejercicio demanda lo que muchos no quieren dar, pues pone en entredicho nuestra consistencia al grado que, incluso, la vacía, a fin de dar paso a una callada revelación. Esa es su virtud, su mayor potencia. Acaso por tal razón, Barthes apostara por el goce, extravagante y esforzado, de buscar tentativas que lindaran con los márgenes, poner en entredicho lo acostumbrado, desarticular lo que se suele abrazar como evidente con el propósito de demostrar que todo es un empalme, ora sospechoso, ora ingenuo, pero nunca impasible. La escritura, apunta en El imperio de los signos, es a su manera un satori, la iluminación Zen, una vía luminosa que hace temblar todo conocimiento y toda palabra, un paso hacia a una escritura-vivencia que se esparce por jardines, gestos, habitaciones y rostros. Libros como el mencionado son una tentativa de intercambiar significados, de hacer que mediante los lazos entre imagen y grafía se consoliden rutas desconocidas, amores insospechados y mudos temblores. La pluma se arraiga de esta manera como una extensión más de la epidermis y la mirada se vuelve un
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conducto para descubrir rutas que cristalicen la fragilidad del mundo en el que nos inscribimos. En esa búsqueda, el imperativo consiste en eludir estereotipos, tal vez como una forma de alcanzar una cierta catarsis, la eliminación de aspectos superfluos, pero también, posiblemente, una soterrada pesquisa para esbozar la dimensión evanescente y caprichosa delineada por el yo. Somos un álbum de imágenes en movimiento, un filme ambiguo, polisémico y encantador. Cuando presenta Roland Barthes por Roland Barthes, el autor reconoce un placer egoísta, intransmisible, aunque abierto e inscrito en un contorno que lo diluye; un ensamblaje sometido al arbitrio de la lectura. Reconoce, antes que nada, que en esas páginas no se ofrece, aunque así parezca, su propia vida. El libro es un ejercicio en el que confirma que la biografía se reduce al momento en el que se construyeron las imágenes y discursos que habrán de despojarnos de todo tiempo y, a la vez, la entrada a ese territorio extraño e indefinible que es la creación de uno mismo. “Las palabras confunden, intimidan, hacen sufrir —afirma—, desencadenan procesos afectivos y traumáticos infinitos”, es decir, ellas son uno de los medios más idóneos para crear e imaginar, pero también, desde una esquina contraria, para decirnos lo que nos vuelve turbulentos e insospechados, azarosos y también falibles. La fragilidad propia de nuestro ser vive como núcleo de todo lenguaje, de ahí que nadie sea ajeno a dicha condición, al desgarro esencial que significa descubrir sus bordes, experimentar que la palabra nos traiciona cuando queremos articular las explosiones y revueltas amorosas. Y, aun así, esa falta se convierte en la posibilidad de lo que realmente es posible decir. Gracias a esta carencia podemos hablar un idioma distinto dentro de un mundo plagado de convenciones, dejar que las voces concurran en un concierto un tanto cacofónico, sin duda, pero a ratos, igualmente portentoso y liberador. Bajo esta perspectiva, cuando se leen aquellas palabras que escribió antes de morir, uno no percibe un tono melancólico y derrotado, Barthes prefería pensar en esos vacíos como aperturas, invitaciones a pasar y a perderse. La carta a Antonioni no es otra cosa que una profesión de amor, de cariño admirado, de auténtico recono cimiento creativo y, por supuesto, la voz de su propia mirada. En la fragilidad que enumera, en el desvarío erótico que constantemente busca mediante las palabras, de la lectura, de la aventura intelectual, hay una marcha decidida hacia la construcción de un género literario y vivencial nuevo, amorfo, todavía por venir que él mismo delineaba al decir que el ensayo tendría que volverse más como una novela, pero una novela sin personajes. Lo que él trazó fue una vereda para construir una escritura que albergara, en su polifonía, la diferencia radical que diese sentido al texto mismo de la vida.
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Gustavo Sainz:
cincuenta años de Gazapo De la onda al “hombre invisible” Humberto Guzmán
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Imágenes de la primera edición de Gazapo, de Gustavo Sainz, publicado por la editorial Joaquín Mortiz en 1965
En 1965 se publicó Gazapo, de Gustavo Sainz. Era el momento para publicar un libro así. Con esta novela de jóvenes, junto con La tumba y luego De perfil, de José Agustín, sin olvidar El rey criollo de Parménides García Saldaña, Sainz se inscribe en la corriente que se conocería en México como de “la onda”. Sus características eran sencillas y directas: protagonistas jóvenes que despiertan al mundo, al sexo, que saben que pueden actuar por sí mismos. En José Agustín y García Saldaña aparece el rock, la música juvenil por antonomasia. El desmadre adolescente, de clase media, de la Narvarte o la Del Valle, como signo de individualidad. En los tres autores el lenguaje juvenil citadino es imprescindible. Allí empezó la carrera exitosa como escritor de Gustavo Sainz (1940-2015). Eran los años sesenta. Pero la juventud, como es sabido, no es eterna. Sainz se arriesgó con otras novelas, trató de renovarse, de escribir no sólo para adolescentes. Incursionó en estructuras y lenguajes más audaces. Fue el caso de La princesa del Palacio de Hierro y Obsesivos días circulares. Era ingenioso. La primera tuvo una buena acogida; a él le entusiasmaba la segunda. Además, hizo una carrera académica, de editor, de creador de revistas; alguna vez comentó que le había pedido a don Joaquín Diez Canedo que lo pusiera como director editorial. No le faltaban ideas y parece que no hacía mal las cosas. Una vez declaró que Salvador Elizondo no sabía escribir. No supe cómo interpretarlo. No sé qué vio, pero me pareció exagerado el comentario. Era evidente que entre los dos autores no había muchas semejanzas. Quizás, como habían aparecido en el mismo año de 1965 Farabeuf o la crónica de un instante y Gazapo (ambas novelas cumplen cincuenta años), se libraba una pequeña lucha por el lugar de honor entre ellos, o de Sainz contra Elizondo, porque nunca me enteré que el segundo hablara en contra de Gazapo o De perfil. Pero, tal vez, en esos años sí había alguna rivalidad entre estas dos maneras de escribir ficción, de escribir novelas, en México. De ahí que a Margo Glantz se le ocurriera hacer esa antología con el planteamiento de “onda y escritura”. Alguna vez escuché a Esther Seligson referirse a las novelas de “la onda” de manera desfavorable. En un ciclo organizado por Alejandro Aura en la Casa del Lago y que llamó “Nueva literatura” o “Literatura joven”, Elizondo rechazó la invitación, dijo que él no era de la “literatura joven”. En este contexto, Sainz tenía su lugar y creo que al irse de México, donde era “estrella”, dejó su trono, y ya se sabe, el que se va a la Villa, pierde la silla. Cosa que no le pasaba a Carlos Fuentes, por ejemplo. Éste iba y venía y siempre tuvo cotos de poder firmes. A propósito, Fuentes publicó La nueva novela hispanoamericana en 1969, en donde se refiere a estos autores sesenteros: “...a la improvisación picaresca —De perfil de José Agustín—, a la ironía sentimental —Gazapo de Gustavo Sainz—”. Eran los jóvenes brillantes de entonces. Fuentes no citaba a nadie si no estaba seguro del sitio que ocupaban.
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Recuerdo que Sainz tenía programas de televisión, puestos burocráticos, dirigió revistas comerciales, fue director de literatura en el inba, organizaba antologías, tuvo alumnos, lo seguía gente más joven que él. Gozó de becas, premios, una posición académica en la unam. Fundó la publicación de Bellas Artes en la que se dio el dislate que, según dijeron, lo orilló a “asilarse” en Estados Unidos, lo que yo no comparto tanto. Se fue porque, probablemente, vio un horizonte más amplio y más cómodo. Me da la impresión de que al irse a la nube del american dream de algún modo perdió contacto con el país. Siguió publicando aquí, pero ya no fue lo mismo. A pesar de que había gente que le fue fiel a la distancia. Un amigo mío recuerda que una vez se lo encontró en la FIL de Guadalajara y le confió que “andaba de hombre invisible”. No lo seguían las cámaras ni los micrófonos. Hace algunos años, en uno de sus viajes a México, nos encontramos. Él tenía el plan de crear una serie de nuevas novelas con una editorial que yo no conocía. Le pregunté “¿cómo estás?” Me contestó: “esperando publicarte”. No se hizo nada. Pero me dio “mi importancia” verbalmente, como un político lo hace. Más que generoso era un entusiasta organizador, un político literario, en el sentido de organizador, promotor de grupos. En Estados Unidos ¿lo habrá seguido siendo?; ¿o, en su caso, se sintió frustrado, olvidado ingratamente por sus paisanos? Tal vez en Estados Unidos los escritores no son “estrellas”, con excepción de Hemingway, como Fuentes o Paz lo eran (y lo son aún) en México. Meterse en el océano estadounidense, desde este punto de vista, es perderse. Por la Internet me enteré que quiso donar o vender su biblioteca y archivos personales al estado de Coahuila, no sé si a la Universidad de Saltillo. Tampoco se hizo. Hasta que: “La noticia de su muerte pudo saberse gracias al obituario publicado por el portal Herald Times Online, en Bloomington, Indiana, donde residía el autor mexicano y en donde laboraba como académico en la Indiana University”. El 2 de julio, me llegó la noticia de que el viernes 26 de junio había muerto Gustavo Sainz en Indiana; ya se había jubilado en la universidad de allí. Parecía la noticia de un escritor underground, y no lo era. En México, tiene aún un lugar destacado dentro de la literatura nacional. “La familia ha mantenido hermetismo total sobre el deceso del escritor y hasta el momento no se han dado detalles sobre las causas.” Esto fue lo que se me hizo más raro. ¿Por qué su familia no dio a conocer la noticia? Se sabía que padecía Alzheimer. Se ha comentado que Sainz planeaba regresar a México. Su deseo era, según parece, retornar a su país, a su ambiente. Pero lo asaltó la penosa enfermedad. Dicen que empezó a no reconocer a nadie. Las fotografías de sus últimos días que han aparecido con motivo de su muerte lo muestran descuidado, no absorto, sino desorientado. Pues sí, enfermo. Triste ese final para el autor de Gazapo —entre muchos otros libros—, esa alegre novela juvenil de resonancia en los años sesenta, cuyos cincuenta años se celebraron o se recordaron con su muerte.
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n u a e d é poc n i f El Jorge Vázquez Ángeles
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Admiro a las personas que se han mudado de casa tantas veces como quien colecciona timbres postales o figuras de porcelana. Hay que tener los nervios templados del corredor de autos, la fuerza del levantador de pesas y el espíritu errante de los gitanos para ser capaz de mudarse tres, cuatro o cinco veces y estar siempre dispuesto a hacerlo de nuevo. Conocí a una mujer que por diversas razones, en un lapso de cuatro años, se había mudado siete veces —casi dos veces al año—; cuando volví a verla, años después, ese récord de terror seguía incrementándose. Ella no acumulaba millas de avión ni kilómetros de maratones, lo suyo era volar hacia donde la llevara el viento. Era la Leo Messi de la mudanzas. Comparado con ella y con otras personas que afirman haberse cambiado de casa hasta tres veces en un año, mi récord es modesto: apenas tres en un lapso de once años: la primera vez en el año 2004; la segunda en 2008 y la última, eso espero, en octubre de 2015. Así como al final de cada partido de beisbol sólo queda la frialdad de los números, decir que viví siete años en el edifico Ermita es más o menos lo mismo: alegrías y tristezas que no se reflejan en una oración. Lo cierto es que había llegado el momento de retirarse y cerrar el ciclo, terminar con una época, como decía mi papá. Una de las razones por las que decidí dejarlo fue por el elevador. Vivir en un edificio de siete niveles (yo vivía en el quinto) y regresar cada tarde después del trabajo con la preocupación de que se hubiera descompuesto una vez más, poco a poco pasó de lo inconcebible a lo ridículo. El elevador manual Otis, uno de los pocos que aún quedaban en la ciudad de México, dejó de funcionar el 27 de abril de 2010 para ser sustituido por uno automático. La obra duró cerca de tres meses, y cuando se inauguró el flamante modelo, los habitantes del Ermita descubrimos que en realidad el cascarón era el mismo: se había rediseñado la puerta para que abriera de forma automática y, aparentemente, el motor era nuevo. El viejo elevador que se movía accionando una palanca y que se cerraba con una reja de bronce había quedado a medio camino entre una restauración de juguete y una modernización parcial —para abrirse, las puertas usaban una cuerda como la de los cortineros de cualquier casa—. La Fundación Mier y Pesado, propietaria del edificio, había creado un Frankenstein. No había que ser un experto en ingeniería mecánica para anticipar que, en un edificio ocupado mayoritariamente por jóvenes, bohemios y artistas, el elevador activo las veinticuatro horas y sin la vigilancia de los porteros que cuando manejaban el viejo de una u otra forma lo cuidaban, las descomposturas estarían a la orden del día. Y así fue.
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Fotografías: Alejandro Juárez
En primer lugar, no era normal que un elevador “nuevo” crujiera conforme subía o bajaba. Acostumbrados a los rechinidos del antiguo, de entrada no nos pareció anormal. No pasó mucho para que se atorara debido a que alguna de las viejas puertas que no fueron sustituidas resultaban ser incompatibles con lo moderno. El letrero de “Fuera de servicio” aparecía cada semana anunciando el calvario de subir cuatro, cinco o seis pisos. Una vez, la conjunción de varias fiestas ocasionó que, al calor de las copas, más de diez personas se apretujaran dentro de la cabina y, entre el segundo y el primer piso, el elevador se atorara. No sé cuánto tiempo permanecieron ahí, pero cuando fueron a sacarlos, los técnicos descubrieron que habían tratado de forzar las puertas, al grado de que una quedó doblada, y también rastros de la fiesta: latas de cerveza, lo que fue usado como prueba de que la descompostura se debió al mal uso. Uno de mis vecinos, otro Jorge Vázquez, fue señalado como responsable, pues uno de los porteros lo identificó entre los borrachos. Tuvo que irse del edificio y sortear una demanda de parte de Lomelí Bienes Raíces, empresa que en ese momento administraba el inmueble. El experimento de la Mier y Pesado naufragó. Una cosa era administrar la decadencia del Ermita parchando aquí y allá, desazolvando desagües o dando una que otra manita de gato, que someter a uso rudo al elevador, pieza de primera necesidad en un edificio como este. Cuando alguien se mudaba, era común que horas después el elevador dejara de funcionar debido al sobrepeso, y varias personas tuvieron que bajar sus cosas por las escaleras. En el Ermita las mudanzas son un tema de alto riesgo. Ya había empezado a empacar mis cosas cuando el edificio de Revolución y Jalisco decidió despedirse de mí. Lo hizo con estilo. Durante una semana el lavabo permaneció tapado. Una mañana desperté y descubrí que un agua turbia lo llenaba hasta la mitad. Intenté destaparlo con una bomba pero fue inútil: no sólo sacaba más agua sino más inmundicias. Cuando regresaba del trabajo, el lavabo estaba lleno de nuevo, a punto de desbordarse. Esa semana, antes de que llegaran a destaparlo, me quedé varias noches a dormir en otro lugar. Antes de acostarme, imaginaba una inundación que echaba a perder los muebles y mojaba mis libros. No era paranoia, ya había sucedido en otros pisos. Por fortuna eso no pasó. Mientras se retiraba el tapón de cabellos y tierra que obstruía la bajada, mis vecinos de al lado resultaron afectados: la vibración de la máquina desprendió el céspol de su lavabo, aunque sin consecuencias.
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Después ocurrió lo de la lavanda. En el pretil de la ventana que da a Avenida Jalisco, coloqué tres cebollines y una lavanda. A esa altura, la planta soportó lluvia, granizadas, fuertes vientos y demás condiciones climatológicas. Un día advertí que algo faltaba en el pretil. La lavanda ya no estaba. Me asomé por la ventana y la descubrí abajo, en una de las marquesinas, deshecha. ¿Cómo se había caído? Quizá fue una paloma, me dijo alguien. Nunca lo sabré. Esa misma semana, al salir a trabajar, me subí al elevador que por fortuna sí funcionaba. Descendió crujiendo y agitándose hasta llegar al vestíbulo, donde siempre hacía una pausa dramática antes de que la puerta se abriera con estrépito. Al salir, descubrí a un hombre joven, como de unos veinticinco años, completamente desnudo. Era uno de tantos vagabundos que abundan en Tacubaya y que pernoctan en las cortinas metálicas de los negocios. Quiso decirme algo pero estaba tan drogado que sólo balbuceaba. Le pedí que se vistiera y que se marchara. Salí a buscar a un policía y no encontré a nadie. Regresé al vestíbulo donde el joven se vestía con lentitud, con el pie le acerqué una de sus botas y luego se fue, no sin antes pedirme dinero. No le di nada. Intentó meterse de nuevo y le cerré la puerta en la cara. Después, tras relatarle mi aventura a Jesús, el vigilante nocturno, me dijo que al menos tres personas lo habían visto ahí mismo, y que por miedo o indiferencia no hicieron nada por sacarlo. Me decepcionaron mis vecinos. Los días previos a la mudanza no ocurrió otra cosa, pero el elevador, como un futbolista, entró en una racha de lesiones que requerían algo más que ungüentos antiinflamatorios. Por si esto no fuera suficiente, corría el rumor de que en cualquier momento el servicio volvería a suspenderse para, ahora sí, cuatro años después, cambiar todas las puertas y automatizarlas. ¿Cuánto me costaría la mudanza considerando que habría que bajar más de treinta cajas llenas de libros a través de una escalera empinada y estrecha? Además, otras dos personas también planeaban irse en octubre, lo que aumentaba las posibilidades de que el elevador fallara otra vez. El viernes, antes de que llegaran los cargadores, ajustaron el elevador. Hasta le pedí a Jesús que lo apagara y que no dejara que nadie se subiera. El sábado a las ocho de la mañana, bajo la amenaza latente de que todo se lo llevara el carajo, el elevador cumplió su tarea. Me enteré de que horas más tarde se descompuso, lo que probablemente me hizo acreedor a una dotación de insultos de parte de mis exvecinos. El último día que fui a sacar lo poco que aún quedaba, me tomé una selfie en medio de la habitación desnuda y me asomé a la ventana por última vez. Me despedí de mi hogar. No soy pesimista pero estoy seguro de que el edificio Ermita vive sus últimos días. Lo pienso porque devolverle su esplendor costaría una fortuna que no va a pagar nadie. ¿Para qué, dirán, si lo que vale es el terreno en una ciudad que se destruye todos los días? Es una lástima. Será el final de una época, como decía mi papá.
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Trascendencia de la vida,
intrascendencia de la muerte Jaime Augusto Shelley antes y despuĂŠs del Hubble |
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Desde que somos memoria, el tema de la muerte ha permeado nuestra existencia. Se han escrito toda clase de textos, erigido monumentos, repetido leyendas y obras plásticas ad nauseam sin que el tema se agote (aunque se haya frivolizado un tanto a últimas fechas gracias a los programas televisivos). En suma, todo el mundo vive pendiente de la muerte, o muertes, alrededor. Y las otras, a veces escalofriantes sucesos distantes, se miran como cosas que nos resultan ajenas, como si no fueran reales, y productos de la imaginación. Las religiones han gozado de pingües riquezas y poder desde el principio de los tiempos, el manipular de las conciencias con algún grado de culpa, las amenazas de castigos por toda la eternidad, la posibilidad de paliar los sufrimientos mediante donativos —según el sapo la pedrada— han sido medios de ejercer dominio sobre las personas. Y es que todo el mundo se pregunta sobre su existencia, su destino, su razón de ser, y los más listos —brujos, sacerdotes y predicadores— se han servido de toda clase de artificios para desplumar a sus seguidores de manera pertinaz, legal y aprobada por la sociedad y las buenas costumbres. Se hace caso omiso de las voces sensatas que proponen otra explicación porque hacerlo sería asumir la responsabilidad de la propia existencia. Vivimos aún en el reino de la necesidad, como lo planteara Marx: “ir del reino de la necesidad al reino de la voluntad” no es cosa fácil. Durante la llamada era cristiana (que entiendo ya llegó a su fin, aunque la mayor parte de la gente no se haya enterado y esté viviendo en la era cibernética, sin darle nombre preciso), la cuestión en vilo era la división de cuerpo y alma y, por supuesto, la vida eterna. La vida después de la muerte. Muchas son las propuestas a lo largo de las épocas y las civilizaciones. A mí, la que más me gusta es la de la recompensa de un harem por mis grandes esfuerzos para servir a Alá. Pero eso queda a preferencia de cada individuo. Al final de la historia de occidente, de los griegos al principio de la Primera Guerra Mundial, como expresan algunos; o a la explosión de las bombas atómicas al final de la Segunda, como sugieren otros, el mundo se quedó sin asideros metafísicos. Es cierto que ya Martin Heidegger en su célebre Ser y Tiempo habría construido un hermoso y complicado edificio filosófico que, publicado en 1927, se transforma en la culminación del pensamiento decimonónico metafísico. Posiblemente también en su sepulcro. Queda poco por decir sobre el tema. En el infantilismo social en que yacemos los mexicanos no existe mucho espacio, entre veladoras y rezos repetitivos, para ahondar en el tema: “el ser humano es un
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Página 57: Sterne and Death, 1768. Ilustración del libro Social Caricature in the Eighteenth Century With over two hundred, ilustraciones de George Paston, Londres, 1905. (Fotografía: The Print Collector/Print Collector/Getty Images)
ser para la muerte”, pero, también, “se es siendo”. La temporalidad es esencial para comprender: “no qué es, sino cómo es”. O dicho en el texto en el mexica actual, más lúcido y sincero de José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos hace veinte años”. En nuestro entorno, otra cuestión que se maneja con ligereza desaprehensiva es la diferencia entre el concepto de muerte y la verdad no explícita del miedo a la agonía. Se engloban en el tránsito del ser al no ser ambas circunstancias. De la segunda no se habla precisamente porque es la que causa de mayor terror. Se pregunta a los médicos o los parientes cercanos ¿cómo murió?, ¿sufrió o murió en paz? Generalmente, por compasión, se dice que su muerte fue tranquila, que dormía y no despertó, etc. Y así dejamos que nuestra tranquilidad se restablezca y enterramos la ansiedad. La pregunta es: ¿a qué le temes en realidad, a la percepción de la agonía, con su cauda de dolor y sufrimiento sin fin?, ¿o a la más metafísica, del qué será de mí en el otro mundo? Los más tradicionales piden que un cura los acompañe en esos últimos momentos con sus respectivas exculpaciones y oraciones de cajón. Me cuentan que al expirar mi padre le preguntaron si deseaba llamar a un sacerdote y él, un hombre ateo, pero pragmático, contestó: nunca está de más tomar precauciones. Así, no sé cómo habrán de morir los corruptos, los asesinos, los criminales de toda laya, aunque muchos de ellos se curan en salud y dan con frecuencia dinero a los curas, obispos, cardenales y demás miembros de la casta religiosa recibiendo a cambio sendas bendiciones. Sucede, asimismo, con los políticos y funcionarios de alto nivel. Temen morir de mala manera y perder su salvación eterna, dados sus incontables crímenes. Pero eso sólo hasta llegar a los minutos finales.
Me decía, hace ya algunos años, un viejo político priísta de la vieja guardia, ya vuelto empresario: “Tiene razón, joven, la revolución comunista va a llegar, tarde o temprano… pero mientras llega, pues hay que aprovechar.” Y sonreía. Una agonía del capitalista que resultara llevadera. Los franceses llaman al orgasmo “muerte chiquita”, pues parece que en esos momentos se le va el alma a uno. Una agonía placentera, podríamos llamarla. Para algunos de nosotros, siguiendo el postulado de Platón de que hay una cantidad limitada de almas que se reciclan, pero al mismo tiempo considerando el crecimiento de población de sus tiempos a la fecha, debemos suponer, no sin justificación, que muchos millones que deambulan por allí no tienen alma. No habría suficientes, a menos que dado el incremento de la demanda, los dioses decidieran aumentar la producción, cosa que me parece inviable dada la falta de flexibilidad de las deidades, su natural tendencia al rigor inamovible de las leyes y costumbres. Para los que pensamos, unos pocos, que el alma es un instrumento de tortura, válido hasta el siglo xix, que fue reemplazado por esa otra entelequia todavía sin definición precisa, denominada espíritu, las cosas resultan más fáciles, pero al mismo tiempo, más difíciles porque va implícita la noción de responsabilidad. Ya lo decía D.H. Lawrence, “nadie quiere hacerse responsable de sí mismo”. Entonces es natural señalar a un dios, a un político, a un padre, de las consecuencias de mi quehacer u omisión del mismo. Mejor me asumo como una víctima del Destino y sigo tan campante por la vida como Johnnie Walker. O como dice Nietzche: “no hay hechos, sólo interpretaciones”.
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Ayn Rand
Ayn Rand y el asunto de la cannabis
Walter Beller Taboada Varios líderes del Movimiento Estudiantil de 1968 en México confiesan que en aquel año —que Octavio Paz calificó como “axial”— no conocían ni por supuesto habían leído al filósofo Herbert Marcuse. A diferencia de los estudiantes de Berkeley, los mexicanos no sabían que Marcuse había propuesto que los movimientos comunitarios transformadores en las sociedades del capitalismo avanzado ya no serían encabezados por el proletariado ni por el campesinado sino por grupos de los sectores medios de la población, en particular por los estudiantes y las mujeres. Algo análogo ocurre en la actualidad respecto a la novelista y filósofa Ayn Rand (1905-1982), en relación con la discusión derivada fundamentalmente de la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, del 4 de noviembre de 2015, mediante la cual se amparó a cuatro personas para que pudieran usar la mariguana con fines recreativos. La ponencia del ministro Arturo Zaldívar se centró en el alegato prestado por ese grupo de personas en el sentido de que cada persona tiene el derecho humano de consumir con libertad la cannabis, bajo las limitaciones que la ley impone para el ejercicio de tales derechos, como es el de no tener injerencia en las prerrogativas y libertades de los demás. El mismo ministro ponente hizo énfasis en que existe y subsiste un problema de salud puesto que se trata de una sustancia psicotrópica.
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El debate parte justamente de la prohibición legal, que viene del Estado, sobre la producción, distribución, venta, incluso el regalo (aunque no se castiga el consumo) del estupefaciente, frente a la libertad de las personas de usar —o no— la droga con fines recreativos. Es en este punto donde las tesis defendidas por Ayn Rand parecen estar en el fondo de una posición ante la vida que han adoptado quienes defienden la liberalización en el plano del consumo. (De los propósitos terapéuticos, que también han surgido con renovado vigor a raíz de la decisión de la Corte, aquí no nos ocupamos). Alisa Zinóvievna Rosenbaum nació en la última época de los zares rusos, el 2 de febrero de 1905. En muchas partes del mundo se conmemora esa fecha, denominada el Rand’s Day, y los celebrantes realizan algo inusual: se hacen un autorregalo, reconociendo así su propio valor. Una expresión del egoísmo racional que defendió quien adoptó el nombre de Ayn Rand. Rand nació en el seno de una familia de clase media que poseía una farmacia, un modesto negocio que terminó siendo “expropiado” y “nacionalizado” por el gobierno bolchevique. Su familia experimentó los rigores del socialismo real, aunque ella logró matricularse en la Universidad de San Petersburgo, donde concluyó sus estudios de filosofía e historia en 1924. Años aciagos para ella que describió en una obra de muy fuerte contenido emocional, Los que
vivimos (1936), en la cual destila un odio rigurosamente adolescente contra el comunismo o contra cualquier ideología totalitaria, contra toda expresión de intolerancia frente a los individuos y sus creencias “no sancionadas” por el Estado. Escapó de esa vida de terror y emigró a los Estados Unidos. En 1926 se estableció en la ciudad de Nueva York y desempeñó todo tipo de trabajos (con los cuales documentó las descripciones de sus obras). Viajó a Hollywood y tuvo la enorme suerte de encontrar trabajo, primero como extra y luego como lectora de guiones. Estuvo cerca de Cecil B. DeMille. Hizo amistad con el actor Frank O’Connor, con quien se casó en 1929. Su matrimonio duró hasta la muerte del actor, cincuenta años después. Nada le fue fácil, pero en 1932 logró vender a los Estudios Universal un guión (Red Pawn), y más tarde vivió la experiencia de la puesta en escena en Broadway de su obra de teatro el 16 de enero. Su novela El manantial (The foutainhead) fue rechazada por varias editoriales hasta que finalmente fue publicada en 1943, convirtiéndose en un best seller (aún se sigue reeditando). Como Diderot o como Sartre, Rand se vale de la novela para exponer ideas filosóficas. En su caso, el protagonista de la novela, Howard Roack (“el hombre que no existe para otros”) expresa las tesis de lo que Rand llamó el objetivismo, así como sus formulaciones sobre el egoísmo racional (radical, es decir, en sus raíces mismas). Al éxito de esa novela siguió La rebelión de Atlas, publicada originalmente en 1957. Al igual que en su anterior novela, Rand concibió a sus personajes con la dureza del realismo, pero al mismo tiempo dotados de valores filosóficos e ideológicos en defensa de la individualidad y el egoísmo. La novela fue considerada una obra maestra, aunque también satanizada por la extrema derecha y, por supuesto, por la extrema izquierda. No se puede olvidar que cuando fue concebida y leída la novela era la época de la gran crisis por la que aún transitaba Europa y Estados Unidos. Ayn Rand se concentró posteriormente en la producción de textos filosóficos. Publicó en 1964 La virtud del egoísmo. Dueña de una escritura directa, contundente y muy seductora, Rand se constituyó en adalid de
los planteamientos del liberalismo en todos los órdenes de la vida social. Buscó afanosamente poner límites a toda injerencia abusiva del Estado en la vida y decisiones de las personas (no se olvide sus padecimientos bajo el régimen socialista; es decir, sabía de los riesgos del totalitarismo). Su apuesta fue por la razón, y para ello se apoyó en Aristóteles (sus libros están hermosamente estructurados sobre silogismos complejos), tomando en serio dos vertientes del filósofo griego: el hombre como animal racional y como habitante del Estado, como ciudadano. Otro aspecto de la filosofía aristotélica que Rand asumió fue la tendencia del ser humano hacia la felicidad. Con la Constitución de Estados Unidos en la mano, la escritora y filósofa defendió sin concesiones ese legítimo derecho, que no debería tener más limitaciones que el no pasar por encima de los derechos de los demás. Resumía su posición de esta manera: “No soy primariamente una defensora del capitalismo, sino del egoísmo; y no soy primariamente defensora del egoísmo, sino de la razón. Si uno reconoce la primacía de esta y la aplica consistentemente, todo lo demás viene por descontado. La supremacía de la razón era, es y será el principal interés de mi trabajo y la esencia del objetivismo”. Respaldó en todo momento la tesis de que el ser humano debe elegir sus valores y acciones mediante la razón, que cada individuo tiene que salvaguardar su existencia sin sacrificarse por los demás ni ser sacrificado por los otros, de manera que nadie tiene el derecho de imponerse a otros, y menos cuando las acciones contradicen o pueden contradecir la razón. Algo de estas ideas circula en las discusiones entorno a la “legalización de la mariguana” que, hoy por hoy, no es un tema nacional sino regional, de nuestra América del Norte, al menos. Seguramente la mayoría de quienes están por esa vocación no habrán leído a Ayn Rand. Pero seguramente les sorprendería cuántas coincidencias puede haber entre lo que defienden y lo que defendió en su tiempo esta mujer, que decidió ser polémica y no tener concesiones más que a los dictados de la razón. Parece, pues, que algo similar ocurre como con Marcuse y el Movimiento Estudiantil de 1968.
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intervenciones Mateo Pizarro
Ilustración: M. C. Escher, Relativity, 1953
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Pozos de José Ramón Ruisánchez1 Tamara R. Williams Hace siete años tuve el gran placer de presentar Nada cruel, la última novela de José Ramón Ruisánchez publicada por ERA en 2008. La menciono aquí porque funciona como una suerte de texto-gozne para hablar de Pozos, su obra más reciente. En esa presentación mi objetivo fue bosquejar un mapa del deseo masculino en la novela, un mapa que abre el camino y cala hondo en el terreno impredecible y fisurado de un discurso alternativo sobre la masculinidad mexicana. Uno de los argumentos de la novela es la disolución paulatina de un matrimonio entre un protagonista entrañable, Santi, estudiante en letras que llega arrastrando hondura y tristeza desde México a una Universidad en el este de los Estados Unidos, y Ana, una hermosa y brillante quechuóloga del estado de Oregon, excampeona del salto Una versión extensa de este texto fue leído durante la presentación de Pozos en junio de 2015, en el Centro Cultural Elena Garro.
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de altura. Junto con el quiebre de la pareja se disuelve también el círculo de amistades que la nutría y apoyaba: amigos y amigas, estudiantes, escritores, poetas, que forjan una suerte de tercer espacio comunitario transnacional en que los integrantes comparten fragmentos de sus pasados, el presente, sus placeres y gustos, sus presiones y obsesiones. El segundo argumento gira en torno a Santi, al descubrir que el matrimonio joven y feliz es solamente un refugio; una interrupción interina y temporal, en su huida de un pasado triste e inaudito ligado a un presente aterrador. La historia de Santi y Ana, en efecto, cede el paso al enfrentamiento de Santi con la persecución amenazadora de Raúl, su hermano mayor, encarnación psicótica de la virilidad y del animus hiper-masculino asociado con el crimen organizado y el narcotráfico. Raúl es, además, el hermano que escribe y en el que —y aquí cito de Nada cruel— todo “confluye en una verga central, ingobernable, salvaje, tiránica, destructiva, independiente”; que por medio de la amenaza, la traición, la burla, amordaza a su hermano menor, quien, sin poder escribirse es condenado a la persecución en un laberinto hasta llegar a un aparente callejón sin salida. ¿Pero por qué volver a Nada cruel para hablar de Pozos? Es que no es difícil imaginar que esa escena dramática al final de la novela del hermano menor atrapado, derrotado y amordazado, es a la vez el umbral de su viaje iniciático. Visto de este modo, es posible pensar que Santi sobrevive y que Pozos es el resultado de una suerte de descenso catábico a un inframundo laberíntico de pozos, cavernas y pasadizos del que emerge transformado; transformado y también fortalecido pero no con la fuerza hipermasculina del hermano psicótico. Situado ya al margen del orden simbólico, hecho que le permite y lo impulsa a otras maneras de estar en el mundo, el sujeto hablante de Pozos emerge dotado de una manera singular de contarse que recuerda ciertas idiosincrasias memorables del entrañable Santi. Para su vejez, por ejemplo, añoraba tener las obras completas de Balzac así como un “tú y yo”, mueble para la sala que consiste de dos sillones pegados pero que miran en direcciones contrarias permitiendo que dos
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personas puedan mirarse al hablar. Y las pláticas de las que más gozaba Santi eran las hondas y largas con su amiga traicionera, Kweelen, la única con quien logra soltar el silencio y con quien era lindo “contarse sin cronología, cambiarse estampitas desordenadas de sus vidas, no esperar que en algún momento se completara la narración, pero ante todo, porque a ambos les gustaban los huecos”. Y en efecto, entre las cualidades más sobresalientes de Pozos, está la sensación, al leer, de hospitalidad e intimidad, de estar ante un sujeto-anfitrión que nos invita a acomodarnos en un “tú y yo” para un tête-à-tête cuyo horizonte es abierto por ser una aventura compartida con el lector. En la conversación, el “yo” se revela como lector voraz y ecléctico, así como escritor de creación y crítico-teórico de la literatura, pero también viajero incansable, amigo, hijo, hermano. Es tan aficionado del son jarocho como de Peter, Paul and Mary; de la historia del psicoanálisis desde Freud hasta Copjec, del cine arte de Pasolini y de Bergman como de la prosa de Roth, Saer; de la poesía de Dickinson, Rilke, Cardenal y Pacheco, asi como de Twitter y Facebook. La conversación, por supuesto, tiene pausas. Pozos se divide en nueve partes, cada una compuesta de una serie de fragmentos multívocos y heterogéneos que incluyen memorias de viaje, viñetas, mini-ensayos críticos y teóricos, pequeñas ficciones, trazos autobiográficos, poemas propios y ajenos, letras de música, traducciones, citas, fotografías, dibujos, citas, dichos y hechos. Leídos retrospectivamente, los fragmentos ponen en evidencia las lógicas dispersivas y asociativas que enla zan las partes aparentemente desasociadas del texto dibujando la deriva del hablante de Pozos y trazando las huellas de su gusto, por un lado, pero ante todo de sus obsesiones —el psicoanálisis, las ruinas, los pozos, la filosofía y la teoría literaria, la poesía, la pulsión, la mimesis— en los que se reconcentra el texto y que finalmente son el andamio que lo estructura y genera su inteligibilidad. Pero lo que termina por fortalecer la arquitectura de Pozos es la esmedarísima atención a la forma en cada uno de los pozos. Es notabilísima la gama de dones que posee José Ramón Ruisánchez y que se despliegan en
Pozos José Ramón Ruisánchez México, unam / era, 2015, 145 pp.
este texto. Por ejemplo, habría que señalar la extraordinaria habilidad de aislar, por medio del trabajo arduo en la factura, en la precisión y la nitidez del lenguaje de cada fragmento así como su atención a la creación de la imagen, y de hacer brillar a cada personaje, lectura, o texto re-elaborado. El uso del fragmento como medio y materia que fundamenta el texto, genera varias capas de sentido. Por un lado, recalca uno de los temas centrales de Pozos, el de las ruinas, y ¿qué son los fragmentos textuales, sino las ruinas de los discursos del saber? Y en la medida que es una obra construida sobre las ruinas del saber, los fragmentos reafirman el hecho que todo discurso es tentativo, parcial, contingente. No se cierra sobre sí misma, sino que está abierta a una multiciplidad de futuros ya que invita a sus lectores a sus propias aventuras espeleológicas; a cavar nuestros propios pozos. La cuidadosa disposición de los fragmentos en la página, la cantidad de espacio en blanco, sin embargo, tienen otra función. Desaceleran el ritmo de la lectura invitándonos a la pausa, a la escucha atenta, o bien a la reflexión, y a nuestros propios desvíos y obsesiones. Los huecos en Pozos, por tanto, apoyan el ritmo de la lectura, y su persistencia hasta el final deja a sus lectores con la sensación de que el libro no se acaba, simplemente se interrumpe. ¿Dónde ubicar o cómo clasificar Pozos en términos de género literario? El escritor mismo pone al descubierto algunas de las lecturas que lo guiaron e inspiraron: “Hay ciertos libros —Saña de Margo Glantz, Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, los Petits traités de Pascal Quinard, Swimming Studies de Leanne Shapton, Reality Hunger de David Shields y Las ciudades invisibles de Italo Calvino— que están tan
cerca de mi proyecto que me resulta imposible citarlos de manera amplia. Este es el lugar donde confieso mi deuda, en donde confieso que lo trouvé est toujours déjà volé.” Junto con estos, además, hay otros. En la articulación fragmentada y plural de Pozos, en su dimensión autobiográfica, en su lógica tanto dispersiva como asociativa y su dimensión espacio-temporal transhumante, en su inteligencia diversa, aguda, ágil narrada desde una intimidad cercana, sensible, inquisitiva y generosa, en la nitidez y vitalidad de sus fragmentos narrativos irresueltos que oscilan con una esmerada atención a la imagen poética (ambas fuentes de una inminencia palpable), en su des-apropiación de, y co-autoría y diálogo explícitos con sus fuentes, y en su insistencia en que: “Los saberes jamás cierran sobre sí mismos completándose”, hay huellas de Sebald y de su extraordinario maestro, Walter Benjamin. Pozos es un texto dedicado a los muertos y a los vivos, a los jóvenes y a los viejos, a los amigos, a la familia, a su editora impecable y a su compiladora imperfecta pero paciente, pero ante todo a sus lectores, a quienes agradece y convida a la amistad; un libro que nos invita a respirar, pensar, reflexionar, e imaginar; que estimula, abre, intima, enlaza, ahonda, ofreciendo una aventura humana distinta que al ser compartida nos ayuda a reconocer no nuestra desolación, sino nuestras soledades solidarias. Alejandro Crotto, el extraordinario poeta argentino, autor de Abejas, es quizás el que mejor articula la experiencia de lectura de Pozos cuando dice: “‘terminar’ no es un verbo que vaya con Pozos, tan inteligente y a la vez tan íntimo... sé que volveré mucho a sus páginas, a buscar citas, a seguir tocando al hombre que uno toca al tocar tu libro, a seguir conociendo, a seguir haciéndome amigo del hombre que uno toca en tu libro.”
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Óptica sanguínea, de Daniela Bojórquez y Conjunto vacío, de Verónica Gerber Bicecci
Imagen de Conjunto Vacío de Verónica Gerber Bicecci
Nora de la Cruz
Decir de un autor que su trabajo es innovador o experimental puede ser, tal vez, uno de los mejores cumplidos; sin embargo, usar esos términos para calificar una novela o un relato puede restarle atractivo ante lectores que no se consideren a sí mismos expertos en literatura. El principal riesgo de lo experimental radica en la distancia que crea con lo que habitualmente entendemos como legible. Pero ese no es el único: también puede suceder que el afán transgresivo sea un propósito en sí mismo, mucho más cercano a un alarde que a una propuesta estética. Por ello, las obras recientes de dos autoras jóvenes —Verónica Gerber y Daniela Bojórquez— son casos dignos de mención: se trata de textos que exploran nuevas rutas creativas.
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Óptica sanguínea En la colección de relatos de Daniela Bojórquez, escritora y fotógrafa, es notable el uso de lo que Lauro Zavala denomina intercodicidad, es decir, un juego intertextual centrado en la co-presencia de distintos códigos o materiales. La autora emplea la fotografía y su lenguaje como un recurso más para narrar sus historias. Las imágenes empleadas no se perciben como una incrustación, sino que es evidente la naturalidad con la que la autora se desenvuelve en las dos formas de expresión —la literaria y la gráfica—, de modo que los gráficos no resultan un añadido, Bojórquez los emplea por analogía o como extensión, es decir, como significantes de algunos de los ejes temáticos del libro: la falibilidad de la percepción y la memoria, por ejemplo. Los relatos en sí mismos tienen pocas acciones, sin embargo, los elementos gráficos contribuyen a construir el subtexto en el que está su densidad; aunque sin duda es complejo en su composición, no es pretencioso, por el contrario, se aprecian su originalidad y el oficio, sobre todo por la dicción que en todo momento muestra el conocimiento del propio estilo. Los relatos de Óptica sanguínea no son lineales o clásicos, y la peculiaridad que más salta a la vista, además de la presencia de elementos gráficos en todos ellos (que pueden ser fotografías —o la sugerencia de fotografías—, tipografías o la superposición de aparentes correcciones manuscritas encima de la narración) es la importancia que adquieren los subtextos en los relatos. Las historias se construyen a partir de lo que no se nombra pero se sugiere, y rara vez lo fundamental se encuentra dicho de manera explícita. La radicalización de este propósito estético se encuentra en dos de los cuentos: “El interleph”, relato de la ausencia realizado
con la sugerencia de fotografías que no aparecen en sus marcos, que dialoga además con el célebre cuento de Borges; y “Speaking”, microhistoria de los conflic tos de comunicación escrita como discurso indirecto, en letra aparentemente manuscrita, y extendida en las fotografías del interlocutor aludido mientras habla y gesticula. En todos los casos, lo significativo está en lo sutil: lo no dicho, lo poco confiable de nuestra relación con la realidad, y nociones tan lábiles como la identidad y la memoria. Conjunto vacío Verónica Gerber Bicecci se entiende a sí misma como una artista plástica que escribe. En Conjunto vacío, una novela que recibió el premio Aura Estrada 2014 y una beca del Fonca para su realización, una historia de ausencias se construye mediante palabras y figuras: la voz narrativa —en primera persona— pone delante de nuestros ojos la representación gráfica de su realidad interior, casi de la misma forma en la que, al conversar con alguien, podemos dibujar ante él un esquema, un croquis, un diagrama. Como ocurre con Bojórquez, es sobresaliente la naturalidad con la que la autora integra este recurso como una extensión de su relato, como parte del código de su novela y de su dicción misma. El artificio, aunque pudiera generar distancia perceptiva con el lector al alejarse de la forma habitual del género, está siempre ligado a la emotividad, con lo cual se vuelve cercano. El uso de figuras, lejos de ser frío, dota a la voz narrativa de cierta candidez: como si intentara expresarse con precisión matemática la sensación de la pérdida, de la confusión, del dolor o del encuentro amoroso. Esta
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extensión de la narración a su expresión visual (otro caso de intercodicidad) se equilibra con el gran acierto de la dicción: su contención. El equilibrio entre un libro tan innovador que demandara demasiado de los lectores y uno que pudiera ser accesible para casi cualquiera se encuentra en la sensatez con la que se desenvuelve la voz narrativa, verosímil y emotiva, que da la impresión de ser objetiva pues no abusa de descripciones ni valoraciones, aunque se desenvuelva casi siempre en el mundo interior de la narradora-personaje. Simpleza aparente que crece de la anécdota nimia —el rompimiento ocasionado por un triángulo amoroso— a la exploración honda de la ausencia y la pérdida en varias de sus formas: la desaparición de la madre, la añoranza de la pareja, el afán por capturar la identidad propia por medio de la memoria y esa especie de síndrome del miembro amputado en la que se puede convertir a veces el exilio. El vacío es el gran tema del relato y, por paradójico que pudiera ser, ese vacío se vuelve visible, concreto y, de este modo, más comunicable. Son muchos los puntos de contacto entre Daniela Bojórquez y Verónica Gerber Bicecci: dotadas de una formación sólida en al menos dos lenguajes artísticos, ofrecen historias que exploran la emotividad desde un ángulo novedoso y construyen el relato con recursos que lo enriquecen. Su dicción cuidada refleja el dominio del oficio y la solidez de ambas obras, el proceso consciente y posiblemente largo que devino su culminación. Se trata, sin duda, de dos de las publicaciones más notables de este año, no sólo en el ámbito independiente, sino en el panorama editorial mexicano.
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Óptica sanguínea Daniela Bojórquez Vértiz México, Tumbona / dgp-Conaculta, 2015, 96 pp.
Conjunto vacío Verónica Gerber Bicecci México, Almadía, 2015, 180 pp.
La escritura como construcción Los procesos de Erik Alonso Giorgio Lavezzaro Deconstrucción de un auto en la bienal de Venecia en 2004. (Fotografía: Aurora Fierro/Cover/Getty Images)
Se dice que el arte “contemporáneo”, desde la idea de posmodernidad, ha intentado poner relevancia al proceso antes que al resultado estético. Ignoro las teorías que sustentan esta práctica pero he visto varias obras que sin la plica que expone lo relevante, a saber, la manera de proceder, se vuelven pedazos de plástico o pintura que no logran transmitir ninguna emotividad, que no detonan nada en el espectador. Recuerdo un cuadro que estaba hecho de bolsas de plástico negras para basura; el resultado era una plasta informe, pliegues oscuros amontonados. No había modo de no fijarse en ella por lo desencajada que parecía frente a otras piezas llenas de color —creo que el hecho de que resaltara era más un mérito de la curaduría que del autor de la pieza—. Detenerme e intentar ver entre los pliegues algo más, me hizo reparar en que la mayor parte de la gente iba y venía, que no se detenía en esa pieza. Luego de algunos minutos me rendí a la experiencia “inasistida” y recurrí a la plica para saber si en esa prótesis del cuadro encontraba algo más, algo que no podían hallar mis ojos frente a la pieza. Leí que se trataba de un paisaje “pintado” —así decía la plica— por un ciego, un paisaje interior que había sido detonado de alguna experiencia provocada —acaso música o meditación guiada, no lo recuerdo—, construido con sus manos a partir del intento de replicar lo “visto” en su interior
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hacia un medio externo. Leer la plica, más que la obra misma, me hizo estremecer. Me provocó acercarme del modo en que el autor lo había hecho: tocar los pliegues y ver de otro modo. Pero estaba de por medio el impedimento clásico de los museos: “no tocar”. Me pareció una exposición fallida, al menos para esa pieza. Pero fue la única que no olvidé. Todo lo demás, el resto de las obras, la colección que las reunía, el museo que las alojaba, se perdió o lo perdí al interior del olvido. Quedó la imagen de las bolsas negras, pero no la réplica exacta sino la historia del proceso. A veces he escuchado que de eso se trata el “arte contemporáneo”. Muchas exploraciones resultan intrigantes o despiertan diversas cosas en el espectador por el proceso mismo más que por el resultado —o a pesar de él—. He fantaseado con una exposición de esos procesos sin las obras. ¿Hay exposiciones que reúnen y muestran el proceso y la obra pero donde ambos sean relevantes, donde uno no sea simple accesorio del otro? Lo ignoro. Pero el libro Los procesos de Erik Alonso funciona de este modo. Una escritura que revela la manera de construir una frase contundente poniendo relevancia a todo el recorrido escriturístico que derivó en esa oración. A veces, en el gesto de subrayar, el lector persigue esas iluminaciones que se desprenden, futuras citas, de un libro. En el caso de Los procesos uno se deslumbra ante la luz pero no por la luz misma sino por el camino eléctrico que la hace posible. La frase “Mi abuelo no fue un especialista” pierde su brillo sin la acumulación de imágenes que Alonso agrupa en el cableado interior de uno de los ensayos vertidos dentro de “Una casa”.1 Para preciar la imagen se necesita del recorrido que
1 Sólo tres nombres figuran en el índice de las noventa y ocho pá ginas del libro de ensayos de Alonso: “Una casa”, “Imágenes en la pantalla” y “El espacio interior”. Cada uno reúne varios ensayos de extensión diversa —algunos de una sola página—. Cada nombre agolpa una serie de textos que se encadenan desde adentro, desde el proceso de construcción.
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Erik hace en su lectura de Bernhard, en el personaje de Roithamer —de alguna forma el mismo Bernhard, según Erik Alonso—, cuando dice de éste que desprecia a los especialistas por usar esa “mínima diferencia como forma de poder”. Una línea apenas que estremece por la desnudez y la honestidad con que está hecha, colocada entre párrafos como una idea suelta, que sorprende porque está colocada en el lugar justo luego del recorrido: “Mi abuelo no fue un especialista”. Línea que revela la posición del escritor frente a la figura de ese abuelo que construyó una casa en un cerro. Una oración que resume la manera de ver a un ser humano, de resaltar su más íntima cualidad en el acto de construir, en la arquitectura como manera de acuñar esa acción; de eso habla el ensayo: de la construcción como gesto. Una frase que se queda en lector hasta el final del ensayo y que, por su poder mnémico, conmueve cuando todas las líneas convergen en un solo párrafo. Donde aparece un Wittgestein alejado del mundo en una cabaña o un Roithamer que construye un cono en medio del bosque para su hermana o un abuelo que edifica con sus manos una casa enclavada en un cerro, porque de pronto revelan su conexión secreta: “Roithamer ama a su hermana ‘más que a nada en el mundo’. Y Wittgenstein también. Y Bernhard decía eso mismo de su abuelo. Y mi abuelo de su familia. Como si el gesto de construir fuera la representación más elemental del amor, su síntesis perfecta. Pienso que si la vida sirve para algo, sería para eso, para edificar conos en el bosque, casas en los cerros; para empeñar la vida en las ideas más desmesuradas; para construir con las manos un lugar dónde descubrir el mundo”. La idea de este ensayo, la construcción como gesto, se disemina en todos los textos; escritos dentro de otros proyectos, publicados —algunos— en otros sitios antes de llegar al libro; transformados de algún modo cuando el autor descubrió que estaba escribiendo sobre los mismos temas en diversos lugares y acomodó el material en un solo espacio. Quizá la transformación no sucedió porque modificara algunas palabras o borrara otras, sino porque encontró el sitio exacto en
dónde debían presentarse esos textos. O pudo modificarlos tras el tiempo y dejar la estela de su recorrido en publicaciones previas. Sin saber muy bien cómo ocurren estas transformaciones, cuando uno lee los textos en los medios publicados anteriormente y luego los que reúne Los procesos la experiencia es diferente, se percibe el “acompañamiento que el autor le dio a cada texto”, el proceso de construcción que llevaron. Ver una película en el autobús detona un ensayo de apenas tres páginas donde se expone la fragilidad de las relaciones humanas, cómo se construyen, los gestos que las acaban: los malentendidos. O ver de otro modo un objeto cotidiano, la “tele”, hace que el autor revele la “gloriosa sensación de pérdida” que ofrece mirar televisión; frase que sólo adquiere su resplandor completo cuando se lee al interior de Los procesos, cuando se entiende la necesidad de perder o “el triste sonido de la compañía” que oferta la tele. Textos que se construyen a partir de “Imágenes en la pantalla”, sección intermedia antes del final del libro, “El espacio interior”. La manera de proceder de Erik Alonso se repite y obliga al lector a subrayar una frase y volver para marcar el párrafo, los párrafos anteriores, por descubrir la intensa relación que los conecta. La línea: “Ensuciar los platos, lavarlos de nuevo: así podría resumir la vida. En ese ir y venir de lo mismo”. Obliga al lector a marcar los párrafos anteriores porque, pese a la luz que irradia la frase misma, la revelación se opaca sin la construcción previa, sin el camino hasta ella. Esta frase aparece en el ensayo donde el autor escribe sobre Brodsky y la revelación telefónica que su madre le hace; Alonso ficciona la imagen de Brodsky lavando los trastes en su departamento de Nueva York mientras su madre le habla por teléfono, desde la hoy desaparecida urss, y le dice que “lavar los platos podía ser terapéutico”. Luego detona una digresión sobre la fatalidad del olvido que se resume —pero no se condensa— en la frase “Registrar el olvido, en torno a esa imposibilidad gira la escritura”. Falanges que articulan el cuerpo del ensayo cuando llega hasta la frase que obliga a regresar y marcar el proceso:
Hace tiempo que la urss no existe. Quedó algo parecido a un país. Tal vez el pasado de todos sea una especie de urss, un lugar al que no podemos regresar y del que los recuerdos no pueden salir porque ya no existe. Ensuciar los platos, lavarlos de nuevo: así podría resumir la vida. En ese ir y venir de lo mismo.
Procesos encadenados que se perciben porque acompañan a cada palabra hasta la revelación en una sola frase que agolpa —pero no concentra— la experiencia de lectura anterior: oraciones que marcan el proceso de construcción. Así podría resumir Los procesos de Erik Alonso: una secuencia de párrafos que dependen de los anteriores porque están colocados en el lugar jus to; frases que revelan la importancia del trayecto hasta la frase misma; procesos que se sienten entre líneas al conocer la obra; como una casa que se levanta, donde el trazado oculto del cemento entre los ladrillos dice algo de las manos que lo pusieron en ese lugar. Los procesos son eso: gestos de construcción.
Los procesos Erik Alonso México, feta, 2015, 100 pp.
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colaboran Emiliano Aréstegui (Cuajinicuilapa, Guerrero, 1982). Con el libro Diez mil venados o primero el mar obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Gilberto Owen Estrada” 2011. Becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca 2014 - 2015, en la categoría de poesía. Magdalena Báez (ciudad de México, 1975). Es licenciada en comuni cación social por la unidad Xochimilco de la uam. Ha sido guionista, profesora y productora de documentales. Actualmentes es Coordinadora de Extensión Universitaria de la unidad Cuajimalpa. Walter Beller. Doctor en filosofía y maestro en teoría psicoanalítica. Ha sido profesor investigador en la uam y en otras instituciones publicas y privadas del país y ha publicado diversos textos sobre educación, epistemología e historia de la ciencia. Es Coordinador General de Difusión de la uam y profesor en la unidad Xochimilco. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976) es egresada de la licenciatura en lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las letras Mexicanas. Fabiola Camacho (ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011 - 2012 y 2012 - 2013. Es maestra en estudios latinoamericanos por la unam. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles. En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Humberto Guzmán (ciudad de México, 1948). Narrador y periodista cultural. Profesor de talleres de cuento y novela. Colaborador de El Búho, El Cuento, El Heraldo Cultural, La Cultura en México, y Revista Universidad de México. Miembro del Sistema Nacional de Creadores. Entre su obra publicada se cuentan: Los extraños, Los buscadores de la dicha y El sótano blanco. Giorgio Lavezzaro (ciudad de México, 1985). Estudió la licenciatura en psicología y la maestría en saberes sobre subjetividad y violencia. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fonca.
Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Jorge Galván (ciudad de México, 1935) Actor, director y dramaturgo. Ha publicado ocho obras de teatro: Réquiem por una esperanza, Clase a medias, La cuadrilla, Para burlar el tiempo, Te quiero lo mismo, El cuchara de oro y Los años sin cuenta. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Dramaturgia en 1990. Ha publicado, también, Para que tú lo cuentes, De memoria y Los ojos de Tiresias. Obutvo el Ariel y la Diosa de Plata a Mejor Actor por la película Por si no te vuelvo a ver. Gerardo Piña (ciudad de México, 1975). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su más reciente libro es Mar de la tranquilidad, editado por la uam. Cecilia Urbina. Ha publicado ocho novelas. De noche llegan obtuvo el Premio Coatlicue de Letras 2007 y Un martes como hoy fue nominada al Impac Dublin Award por la Biblioteca del Colegio de México. Es Coordinadora del Departamento de Letras de Casa Lamm e imparte clases de literatura y talleres de creación. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Tamara R. Williams. Es profesora de Hispanic Studies en la Pacific Lutheran University, en Tacoma, Washington. Ha publicado ensayos en revistas como Anales de literatura chilena, Revista de estudios hispánicos y Chasqui: revista de literatura latinoamericana.
Tiempo en la casa. Suplemento electrónico El amante de Marguerite Duras o la literatura como dolor César Benedicto Callejas
NOVEDAD EDITORIAL
Suplemento electrónico de la revista
El libro rojo de las hadas y El libro naranja de las hadas son parte del proyecto que emprendió Andrew Lang en 1889 para compilar uno de los más amplios acervos en inglés de la literatura de tradición popular y folklórica del mundo entero. Estos libros nos devolverán a territorios que alguna vez fueron nuestros y merecemos conservar.
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casadeltiempo • número 23-24 • diciembre 2015-enero 2016
Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. II, número 23-24 • diciembre 2015-enero 2016 • $70.00 • ISSN en trámite
Shakespeare & Co. Centenario de Roland Barthes Cincuenta años de Gazapo, de Gustavo Sainz