Casa del tiempo 25, febrero de 2016

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La película de mi vida • Félix Candela, contratista • • Un relato de René Rueda • • Entrevista con Paulette Jonguitud •

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casadeltiempo • número 25 • febrero 2016

Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 25 • febrero 2016 • $60.00 • ISSN en trámite


Universidad Autónoma Metropolitana

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Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería 2016

Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería 2016

Programa de Presentaciones

Programa de Presentaciones

Encuentra el Foro UAM en nuestro Stand

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Jueves 18 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Contrahegemonía y buen vivir Francisco Flor Hidalgo (coord.) 13:00 hrs., Auditorio 4 Institucionalización de procesos de evaluación. Calidad y utilización de sus resultados Myriam Cardozo 17:00 hrs., Auditorio 6 El Tableau Economique de François Quesnay y los esquemas de la reproducción del capital de Karl Marx Mario Robles y Roberto Escorcia 17:00 hrs., Salón El Caballito No siempre fuimos amables Rodolfo Palma Rojo 17:00 hrs., Foro UAM Aproximaciones conceptuales para entender el diseño en el siglo xxi Varios autores 18:00 hrs., Auditorio 6 Teoría marxista de la dependencia Jaime Osorio 18:00 hrs., Foro UAM Proyectos ExpoCyAD Varios autores 19:00 hrs., Auditorio 5 Las redes de sexualidad en Tehuantepec: belleza, espacio, prácticas sexuales, maternidad y violencia íntima Verónica Rodríguez 19:00 hrs., Salón de Firmas Oriente (cuatro miradas sobre el mundo) Jaime Velasco Luján

17:00 hrs., Foro UAM MM1, un año de diseñarte 2014 Varios autores

19:00 hrs., Auditorio 5 Introducción al análisis de Rn Gloria Idalia Baca y José de Jesús Gutiérrez

18:00 hrs., Auditorio 6 La estatalidad en transformación Gerardo Ávalos

Martes 23 de febrero

18:00 hrs., Foro UAM Narración estética y política Varios autores 19:00 hrs., Foro UAM Adiós TV Francisco Mata Rosas (comp.) 19:00 hrs., Auditorio 5 Los falsos caminos al desarrollo. Las contradicciones de las políticas de cambio estructural bajo el neoliberalismo: concentración y crisis Etelberto Ortiz (coord.) Sábado 20 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Física II / Solución de problemas de Física II Luz María García Cruz, Héctor Martín Luna García, Tomás David Navarrete González y José Ángel Rocha Martínez 12:00 hrs., Salón Filomeno Mata Desarrollo sustentable. Enfoques, políticas, gestión y desafíos Juan Manuel Corona (coord.)

12:00 hrs., Auditorio 5 Mujeres, amores y otras rarezas Soledad Arellano 12:00 hrs., Auditorio 6 Revista Signos Históricos Varios autores 12:00 hrs., Foro UAM Transnacionales, gobierno corporativo y agua embotellada. El negocio del siglo xxi Delia Montero Contreras 13:00 hrs., Auditorio 4 Innovación educativa y apropiación tecnológica: experiencias docentes con el uso de las tic Carlos Roberto Jaimez González, Karen Samara Miranda Campos, Mariana Moranchel Pocaterra, Edgar Vázquez Contreras y Fernanda Vázquez Vela (eds.) 17:00 hrs., Salón El Caballito Entre el amor y la proeza: la amiga en las historias caballerescas del siglo xvi Lucila Lobato 17:00 hrs., Auditorio 6 Aprender y educar. Desde una nueva epistemología Fernando Sancén Contreras

17:00 hrs., Auditorio 5 Contribuciones para una historia de las ciencias sociales en América Latina Ricardo Yocelevzky Retamal

18:00 hrs., Galería de Rectores Tiempo de ballenas Jorge Ruiz Dueñas

17:00 hrs., Salón Filomeno Mata Biotecnología y sociedad Michelle Chauvet Sánchez Pruneda

19:00 hrs., Auditorio 5 Diana Morán. Encallar en los arrecifes de la espera Laura Cázares y Luz Elena Zamudio (coords.)

17:00 hrs., Foro UAM Anuario de espacios urbanos 2014 y 2015 Varios autores

Miércoles 24 de febrero

Viernes 19 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Estrategias y desafíos de Estados Unidos frente al siglo xxi María Antonia Correa Serrano (coord.) 13:00 hrs., Auditorio 4 Nos quieren enterrar. Olvidan que somos memoria. El devenir de las nuevas insurgencias Claudia Salazar y Raúl Cabrera (coords.) 17:00 hrs., Auditorio 4 Pueblos mágicos. Una visión interdisciplinaria Liliana López (coord.)

18:00 hrs., Salón El Caballito El México bárbaro. Plantaciones y monterías del sureste durante el porfiriato Armando Bartra

14:00 hrs., Salón Filomeno Mata Revista Fuentes Humanísticas #50 y 51 Teresita Quiroz Ávila (dir.) 18:00 hrs., Foro UAM Revista Política y Cultura Verónica Gil Montes (dir.)

18:00 hrs., Foro UAM De los métodos proyectuales al pensamiento del diseño Varios autores

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Miércoles 24 de febrero 18:00 hrs., Galería de Rectores Revista Tema y variaciones de literatura #44 Fernando Martínez Ramírez (ed.) 19:00 hrs., Salón El Caballito Reflexiones interdisciplinarias para una historiografía de la violencia Silvia Pappe y Christian Sperling (coords.) Jueves 25 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Guía de enfermería para el cuidado integral domiciliario de niños prematuros a su egreso hospitalario Ma. del Carmen Sánchez P., Miriam Figueroa, Ma. de Jesús Caballero, Sofía Méndez y Rosa Ma. Nájera 12:00 hrs., Auditorio 6 Historiografía, newtonismo y alquimia. Antología sobre la Revolución Científica Violeta Aréchiga (ant.) 12:00 hrs., Foro UAM Bilopayoo funk Ricardo Cartas 13:00 hrs., Auditorio 4 Dádivas Dionicio Morales 16:00 hrs., Galería de Rectores Revista Alegatos #91 / Revista Alegatos Coyuntural #2 Javier Huerta Jurado (dir.) 17:00 hrs., Auditorio Sotero Prieto Teoría e historia de la Sociología en México. Nuevos enfoques y prácticas Laura Angélica Moya López y Margarita Olvera Serrano (coords.)

18:00 hrs., Salón El Caballito El derecho del trabajo. Un análisis crítico Octavio Lóyzaga de la Cueva 18:00 hrs., Foro UAM Besolario Citlali Ferrer 18:00 hrs., Auditorio 5 Guía de los ácaros e insectos herbívoros de México, Vol. 2. Ácaros e insectos filófagos de importancia agrícola y forestal José Fco. Cervantes Mayagoitia y Aurea Huacuja Zamudio 19:00 hrs., Auditorio Sotero Prieto Introducción a la economía y su método: ejercicios y problemas resueltos María Beatriz García Castro 19:00 hrs., Auditorio 6 Farmacia viviente: Tlamatinime panomacani. Manual de uso de plantas medicinales Mario Jiménez Enríquez, Jesús Manuel Tarín Ramírez y Vicente Mendoza de Jesús

18:00 hrs., Foro UAM Las organizaciones civiles en los procesos electorales de México Alfonso León 19:00 hrs., Foro UAM Geopolítica del desarrollo local. Campesinos, empresas y gobiernos en la disputa por territorios y bienes naturales en el México rural Carlos Rodríguez 19:00 hrs., Salón El Caballito Dolores Castro: crecer entre ruinas Mariana Bernárdez Sábado 27 de febrero 13:00 hrs., Auditorio 4 Vivo por mi madre y muero por mi barrio. Significados de la violencia y la muerte en el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha Alfredo Nateras 17:00 hrs., Auditorio 5 Mecánica elemental Ángel Manzur Guzmán

Viernes 26 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Trashumante. Revista americana de historia social / Espacialidades. Revista de temas contemporáneos sobre lugares, política y cultura Varios autores 12:00 hrs., Auditorio 6 Breve introducción al pensamiento de Sócrates Dulce María Granja

17:00 hrs., Salón El Caballito Creatividad computacional Rafael Pérez y Pérez (coord.) 18:00 hrs., Auditorio 5 Arquitectura mudéjar en México. Elementos estructurales y compositivos aplicados en la época virreinal Inés Ortiz Bobadilla

13:00 hrs., Auditorio 4 Bauhaus: mito y realidad Antonio Toca Fernández

18:00 hrs., Foro UAM La capacidad institucional de los gobiernos locales para hacer frente al cambio climático. El caso del gobierno del Distrito Federal Angélica Rosas Huerta

17:00 hrs., Auditorio 5 Nación y alteridad. Mestizos, indígenas y extranjeros en el proceso de formación nacional Daniela Gleizer y Paula López Caballero (coords.)

14:00 hrs., Auditorio Sotero Prieto Siluetas y contornos de un sufragio. México 2012 Sergio Tamayo, Nicolasa López-Saavedra y Kathrin Wildner (coords.)

19:00 hrs., Foro UAM Revista Alteridades #50. La ciudad trasnacional: aportes teóricos y etnográficos Varios autores

17:00 hrs., Foro UAM Carson y yo en Nueva York María Eugenia Merino

17:00 hrs., Auditorio 6 Biopolítica y migración. El eslabón perdido de la globalización Bernardo Bolaños Guerra (coord.)

19:00 hrs., Galería de Rectores Debates y estudios de la movilidad laboral en la región centro del país. Alcances y dimensiones desde México Blanca Rebeca Ramírez Velázquez

17:00 hrs., Auditorio 6 Ensayos sobre ética de la salud: investigación Jorge A. Álvarez Díaz y Sergio López Moreno (coords.)

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17:00 hrs., Galería de Rectores El libro naranja de las hadas Andrew Lang (comp.)


Editorial

Se dice que ante la inminencia de la muerte, la vida pasará ante nuestros ojos. La película de nuestra vida se presentaría, si es que esto es cierto, en escenas que bocetarán nuestro tránsito vital y amoroso entre cortes inmisericordes donde se dará fe de nuestros actos y tran­ces en más de veinticuatro cuadros por segundo. Si “el cine es un espejo pintado”, como aseverara Ettore Scola, en Casa del tiempo proponemos que usted, lector, encuentre el reflejo de las obsesiones, el entramado de la memoria y los más encendidos apegos de nuestros colaboradores en cada uno de los textos que acompañan el primer número del año. Del mismo modo, junto a Blade Runner y John Ford, entre Su­ perman y Kenneth Branagh, y al lado de apuestas estilísticas que se apropian del lenguaje cinematográfico para contar nuevas historias —como sucede con Pink Floyd. The Wall entre las generaciones recientes—, ofrecemos también el retrato de una faceta poco conocida del arquitecto Félix Candela, autor de hiperbólicas estructuras como el Palacio de los Deportes y el extinto Casino de la Selva, como un secreto homenaje a las geometrías no euclidianas; junto con una muestra de la inquietante exposición de preparaciones para microscopio CM (Carcinoma), del artista plástico Christian Becerra; una entrevista con la narradora mexicana Paulette Jonguitud; una relectura de la obra del poeta Ramón López Velarde; y la reaparición entre nuestros Francotiradores de Rafael Toriz con una visión admirativa sobre Philip Roth, quien como a Jorge Luis Borges parece negársele el Premio Nobel sistemáticamente.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxv, época v, vol. iii, núm 25 • febrero 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada: Sean Young, en una escena de la película Blade Runner de 1982. (Fotografía: Stanley Bielecki Movie Collection/Getty Images) diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXV, época V, vol. III, número 25, febrero 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo.uam. mx /editoruamct@gmail.com. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; Fecha de última modificación: 30 de noviembre de 2015. Tamaño de archivo: 5.1 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil La mano del jefe, 3 René Rueda Ortiz

profanos y grafiteros La pandilla salvaje: reverso y reinvención del western, 6 Moisés Elías Fuentes Memorias halladas en una cinta vhs regrabada, 11 Verónica Bujeiro En la mente del asesino o la ontoteología en el cine, 15 Walter Beller Taboada Otra batalla en el desierto, 18 Juan Patricio Riveroll Estación Belgrado, 21 Héctor Antonio Sánchez Gracia y benevolencia, 25 Pablo Molinet Escenas de una película de bajo presupuesto, 29 Ramón Castillo Blade Runner, 34 Bernardo Ruiz

ménades y meninas Felix Candela, contratista, 38 Jorge Vázquez Ángeles cm (Carcinoma), 43 Christian Becerra

antes y después del Hubble Ramón López Velarde: el pasmo de los cinco sentidos o el proceso de escritura, 47 Maritza M. Buendía Mi cuerpo de lectura tiene una pierna más corta que la otra. Entrevista con Paulette Jonguitud Acosta, 51 Alejandro Arteaga Anselmo de Canterbury y el mercado de creencias, 55 Jaime Augusto Shelley Derechos de autor en dos mundos diferentes, 58 Paul Jaubert El extraño caso de la taquillera del metro, 61 Jesús Vicente García

armario De “La Semana Alegre”, 65 Tick-Tack

intervenciones, 68 Mateo Pizarro

francotiradores La voluntad en el discurso. Escenas del jardín de Brenda Ríos, 69 Gustavo Íñiguez Historia militar de la caloría y otros relatos sobre el cuerpo de Fabrizzio Guerrero Mc Manus, 72 Andrés García Barrios Vida y muerte de un cuerpo masculino. Las némesis de Philip Roth, 75 Rafael Toriz

página del Director El amigo acude como la sangre a la herida, 78 Fernanda Familiar

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Una enseñanza revolucionaria Antonio Toca


torredemarfil

La mano del jefe René Rueda Ortiz

Cuando Antonio Capriola fue a despedirse de su madre, ésta le rogó que no se marchara, pero el joven criminal ya había tomado una decisión: iría al Cáucaso para entrenar y convertirse en la mano izquierda de su tío, el jefe. Como la madre veía que ningún ruego surtía efecto, decidió hacerle una revelación: —Después de los funerales de tu padre, ese desgraciado me violó. Antonio no quiso imaginar a su madre domeñada por la mano del jefe. Le respondió que el odio hablaba por su boca, luego descolgó del perchero la robusta espada y se fue. Confiaba en que el severo entrenamiento disminuiría sus malestares, pero la confesión de su madre lo acosó día tras día. Antonio Capriola regresó a Vedra, luego de tres años de instrucción y, apenas desmontó, comenzó a tramar el asesinato. Descartó el envenenamiento, porque la comida del jefe era probada por cuatro criados antes de llegar a su boca; descartó una emboscada, pues no iba solo a ninguna parte; por fin, le pareció que lo mejor sería asesinarlo a traición, en el bosque de Soulis y, para ir a tal lugar, ningún motivo resultaba más atrayente que una jornada de cacería a la que el jefe no podría resistirse; no obstante, llevó a cuatro de sus más fieles hombres. Alrededor de una pira, donde se doraban los restos de varias presas, los seis criminales narraban leyendas sobre aparecidos y diablos. Estaban sentados en cómo­das sillas y los criados les repartían cerveza. El jefe amagó con retirarse. Antonio sabía que si se iba, ya no sería posible darle muerte, pues los otros cuatro vigilarían su tienda, y él no tenía las agallas para una pelea franca, pese a su corpulencia y entrenamiento. Durante la cacería, intentó asestar al jefe una cuchillada mortal, pero el señor Baird, el mejor de los cuatro, nunca apartó la vista de su amo. Tenía que ser durante esa charla; esperar a que el jefe y los otros se rindieran ante la embriaguez y la digestión, para sacar el cuchillo de entre sus ropas y clavarlo en la cara, de ser posible. Luego des-­ envainaría su espada, daría sus razones y reclamaría el mando. Estaba convencido de que ninguno se opondría. Los defectos del jefe eran a todas luces evidentes.

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—Tío, no te vayas, todavía no nos hablas de la vida de Beltrán Eslava. Un viejo me contó que lo visitó en su palacio y, aunque notó en sus modos una dureza innecesaria, no vio signos de la maldad que siempre le atribuyeron. —Eso fue porque no pasó de la antecámara —interrumpió el señor Baird—: y lo malo sucedía en los sótanos, cuyas profundidades impedían que las quejas se oyeran. Pero a veces, los lamentos lograban brotar y viajaban en el viento hasta dar con una muchedumbre, entonces se dejaban caer sobre ella. Cuando esto ocurría, la gente comenzaba a imaginar que en el palacio de Eslava ocurrían malas cosas, y terminaba por relacionar al palacio con la desaparición de inocentes a lo largo y ancho de Vedra. Mientras medía la distancia entre él y su tío, Antonio Capriola retomó la palabra: —Ya oí que en los sótanos de Eslava muchos inocentes fueron torturados, pero el viejo me indicó que, cuando la rebelión de Beltrán fue aniquilada por mi tío, se mandó registrar el palacio y, fuera de las armas y de la gran cantidad de basura, nadie vio el famoso infierno de las leyendas. —Eso fue porque Bael desapareció los vestigios, —reviró Baird. —Bael no existe —dijo Antonio. Los otros criminales se levantaron. Uno sacó un crucifijo, otro rezó una plegaria, el tercero volvió la mirada hacia las escarpaciones del bosque de Soulis. El señor Baird y Antonio miraron al jefe, quien vació su tarro de cerveza y pidió más. —Si me permites, tío, yo jamás creí en Bael. Yo pienso que Beltrán Eslava enloqueció. —Y yo creo que sigues siendo un crío —interrumpió Baird, pero Antonio siguió: —Desde que llegué, oí varias cosas de su vida: un mozuelo que hereda algunos negocios y que se

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convierte en uno de los más leales colaboradores de mi tío, hasta que un día decide encabezar una rebelión para hacerse con el poder. —Antonio —interrumpió el señor Baird—: no importunes al jefe con sucesos antiguos, y no olvides que Beltrán Eslava le vendió su alma a Bael a cambio de que lo alimentara, cada semana, con la sangre de un inocente, y después el mismo Bael lo indujo a asesinar al jefe. El jefe agotó su tarro y pidió más. Estaba ebrio. Los arneses que lo sostenían de la cintura impedían cualquier caída y si llegaba a dormirse, nada más fácil que levantarlo de su silla y llevarlo hasta la tienda. Antonio miró a su tío. El señor Baird había echado el cuerpo hacia delante mientras apuraba su propio tarro. Los otros no padecían más que un tenue rubor en las mejillas. —¿Es necesario que repita, caballeros, que no creo en eso?, ¿es necesario que explique por qué?, bien, pero antes, les pido que vacíen sus bebidas. ¡Brindemos a la salud de mi tío!, y roguemos porque las traiciones no se oculten tras leyendas de espectros. “Yo nací en el año que Beltrán Eslava intentó asesinar a mi tío. Sé que Beltrán partió de su palacio con cinco mercenarios disfrazados de criados. Pretendía encontrarse a solas con mi tío, matarlo, luego dar sus razones ante los guías criminales y hacerse con el mando. El mismo viejo que cité al principio me lo contó”. —Temo que tu viejo resultó un mentiroso —interrumpió Baird. Antonio acarició el pomo de su espada. Los demás se pusieron nerviosos—: y deja en paz tu arma, o tendré que nalguearte como a un chiquillo. El jefe rompió en espasmos; el tarro de cerveza cayó de su mano. Los criados se acercaron a limpiar, pero él los apartó. El señor Baird determinó que la velada se suspendiera. Antonio Capriola veía cómo sus planes se derruían, pero en el momento en que Baird se levantó para cargar al jefe, éste le eructó en el rostro.


—¡Alto! —dijo al fin. Los hombres se cuadraron. Antonio empuñó su cuchillo, pero algo le dijo que todavía no era el momento—: siéntense, hijos míos, y a ti, sobrino, te satisfaré. Pero voy poco atrás, porque esta verídica historia comienza con la mamá de Beltrán: Carolina, que un defecto tenía: cada vez que resultaba encinta, Nicolás Eslava, su marido, quería varón y nacía niña. Nicolás agarraba de las greñas a la parturien­ta y la pateaba y la pateaba. La pobre sólo se retorcía, le juraba a Nicolás que la próxima vez pariría varón, pero no cumplía, por eso año tras año: patadas—. El jefe hizo una pausa, Antonio empuñó el cuchillo, pero notó sobre sí, la mirada de Baird—: después de ocho incumplimientos, quedó paralítica. Nicolás la mandó a un cuartito, donde la usaba todos los días. Carolina ya no se dedicó a más y eso dio resultado, más o menos, porque el noveno engendro resultó un niño con el cuerpo lleno de pelo. Nicolás mató a Carolina. A su monstruoso hijo lo envió a los sótanos, donde lo enseñó a torturar. El niño resultó hábil verdugo, lo que alegró al padre. Por eso, al cumplir los seis años, lo dejó salir y le puso un nombre y le dio su apellido: Beltrán Eslava. Creo que Nicolás se resignó a su heredero, pues al intentar hacer hijos en otras, le salieron puras hijas, puras nenitas, puras… —Mi señor —dijo Baird—, le pido que no diga más, es hora de dormir. —¡Cállate! ¡Les contaré a estos idiotas lo de Beltrán! —¡Silencio, jefe! ¡Por Belcebú! —imploró Baird. Los otros hicieron la señal de la cruz. —Todo mi poder se lo debo a esta mano —el jefe extendió su mano—, a esta mano que manda y mata. Llegué a Vedra hace diecinueve años. Baird venía conmigo. Llegamos de noche, directo a donde Beltrán, el jefe. “Venía de un pacto con un diablo que me cortó piernas y brazos a cambio de esta mano mágica—. Antonio

decidió que era el momento de acuchillarlo, pero el arma se le había extraviado entre las ropas—: el diablo me la cosió al muñón derecho; se ve que le gustaba coser, porque se tardó mucho y todo el tiempo mostró una sonrisa grande, como un tajo de espada. Cuando estuve un poco recuperado, tu padre, Baird y yo venimos a Vedra. Habíamos escuchado sobre gente que era dueña de oro y de tierras. Los guardias de Eslava nos recibieron con insultos, no les pareció que un baldado quisiera ver al jefe. Yo les aclaré que lo quería matar y, cuando ellos quisieron atacarnos, extendí la mano y murieron. Registramos el palacio. Beltrán se encontraba descansando… le ordené a Baird que lo degollara… el pobre despertó, sólo para encontrarse con el cuchillo de mi criado. Así logré imponerme, y hasta quise compar­tir mi fortuna con tu padre, pero no pasó ni una semana y quiso traicionarme. No pudo. Esta mano puede mover cosas y estallar órganos; me enseñó a leer la mente, a vislumbrar el futuro y a satisfacer mujerzuelas”. Antonio desenvainó la espada y se tendió a fondo sin que Baird pudiera evitarlo, pero una fuerza lo dejó suspendido en el aire. Los tres criminales retumbaron de miedo. Alguno gritó, otro repitió que no podía ser, otro se creyó el desafortunado habitante de una pesadilla, pero era real: Antonio Capriola flotaba. —¡Tío! ¡Tío! ¡Perdón! —imploró, pero el jefe chasqueó los dedos y el ropaje de Antonio desapareció. Con el dedo índice, el jefe trazó un círculo y Capriola quedó en cuatro patas. —Así me recibió tu madre cuando fui a darle el pésame por la muerte de su marido, y le tuve que cumplir, pero tú no mereces gozar, sino sufrir. El jefe agitó su mano como un látigo y Antonio dio varias volteretas antes de estrellarse contra unas rocas más allá del bosque del Soulis, mientras los otros contenían su miedo y aceptaban, de una vez y para siempre, la verdadera identidad de su señor.

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profanos y grafiteros

La pandilla salvaje:

reverso y reinvención del western Moisés Elías Fuentes

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Los actores Ben Johnson, Warren Oates, William Holden y Ernest Borgnine en una escena de la cinta La pandilla salvaje, dirigida por Sam Peckinpah en 1969. (Fotografía: Hulton Archive / Getty Images)


Género surgido durante los inicios del cine silente, el western o cine del oeste masificó y consumó en definitiva la mitificación de la llamada conquista del oeste1 en filmes exultantes de patrioterismo y expresiones racistas, como ocurre en varias películas de Henry Hathaway y George Marshall, o en buena parte de la filmografía de John Ford, hasta que en la década de 1960 los conflictos sociales provocados por la segregación racial, la guerra de Vietnam, la sobreproducción del complejo industrial-militar y el asesinato de John F. Kennedy, entre otros hechos, llevaron al western a una etapa revisionista de la historia estadounidense, con cineastas como Arthur Penn y Martin Ritt en la vanguardia.2 Western de preocupaciones sociales y políticas claras, el revisionista ha de poner en tela de juicio el Manifest Destiny, base teórica que apuntaló y aún apuntala el expansionis­ mo de los Estados Unidos a costa de sus vecinos, primero, y des­pués de los demás países del mundo. Expansionismo complejo, capitalista, las más de las veces no basado en invasiones anexionistas, sino en medidas políticas y militares

El western hizo suyas muy temprano las tergiversaciones históricas que el gobierno estadounidense y las primeras grandes empresas y compañías financieras propalaron, con el fin de justificar la guerra de exterminio contra los pueblos indígenas para despojarlos de sus legítimos territorios. 2 Como suele suceder, las aseveraciones requieren atemperarse: si bien es cierto que en su apogeo, desde la década de 1920 hasta la de 1950, en el western predominó el discurso racista que justificaba la guerra punitiva contra las naciones indias, también es cierto que dio cabida a discursos reflexivos y aun humanistas como los de Howard Hawks, Anthony Mann, Nicholas Ray o Fred Zinnemann. 1

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El actor William Holden en una escena de la cinta La pandilla salvaje, dirigida por Sam Peckinpah en 1969. (Fotografía: Hulton Archive / Getty Images)

para colocar a otros países bajo situaciones de dependencia tecnológica y económica. Tal es la crítica central de Hombre de Martin Ritt, Pequeño gran hombre de Arthur Penn o Buffallo Bill y los indios de Robert Altman. Significativo, ninguno de ellos dedicó el grueso de su filmografía al western; sin embargo, echaron mano de éste para realizar filmes alegóricos sobre el pasado y el presente de los Estados Unidos, películas en las que combinaron con singular acierto la crítica social, la ironía y el intimismo. Wes­ terns anti épicos, en los que las viejas glorias del Estados Unidos triunfante y justo por designio propio derivan en una realidad histórica forjada por alevosías, farsas y truculencias. Confusión que a veces pareciera tener tintes malintencionados, algunos críticos e historiadores de cine se refieren al western revisionista y al western crepuscular como sinónimos, lo que no deja de ser desconcertante, toda vez que cada uno tiene su gramática particular, que en el caso del primero responde al discurso alegórico

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de una sociedad que ha sacrificado sus valores morales en pro de un predominio financiero que, por lo demás, sólo beneficia a unos cuantos, mientras que en el caso del segundo, obedece a la presencia de pistoleros vie­jos, depauperados, agobiados por la nostalgia de un mundo que ya no existe y relegados por una sociedad nueva, que no los necesita.3 Subgéneros claramente distinguibles, el revisionista y el crepuscular son dos tipos de western que en más de una ocasión se han enlazado, pero quizá sólo en uno de esos enlaces han encontrado el equilibrio necesario para crear una obra maestra, dirigida por un cineasta que entrañó, en sus cincuenta y nueve años de vida, las contradicciones del ciudadano desorientado y por lo mismo revuelto ante ese Estados Unidos que ya

3 Aun teniendo presente que los géneros cinematográficos, como todos los géneros artísticos, se intercomunican, me arriesgo a apuntar, como ejemplos, que Danza con lobos de Kevin Costner es un western revisionista, en tanto que Los imperdonables de Clint Eastwood es crepuscular.


no comprende ni reconoce, ese país malversado por la hipocresía, las ambiciones crematísticas y el creciente belicismo de sus clases dominantes. El director respondía al nombre de Sam Peckinpah y el filme se conoce en Hispanoamérica como La pan­ dilla salvaje,4 dirigido en 1969 a partir de un guión de Walon Green y el propio Peckinpah, quien volvió con esta película a uno de los temas caros a su cinematografía: la soledad del hombre en su edad crepuscular, al que mancomunó con otra preocupación ética, a saber, el antibelicismo. De hecho, años antes, en 1962, el director había realizado Pistoleros al atardecer, intimista y a ratos poético retrato de dos viejos pistoleros que deben cumplir una última misión antes de retirarse. Y ocho años después, en 1977, Peckinpah dirigió La cruz de hierro, filme antibélico ubicado en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial, incomprendido y desdeñado en su momento, pero revalorado con justeza tiempo más tarde. Cineasta de altibajos, Sam Peckinpah desarrolló a lo largo de poco más de dos décadas una obra fílmica en que, a reserva de la solidez o el raquitismo de las pe­lículas, predominaron siempre las filias y las fobias del hombre llamado David Samuel Peckinpah, nacido en California el 21 de febrero de 1925, donde falleció el 28 de diciembre de 1984; hombre que fue sin reservas violento y pacifista, alcohólico y trabajador compulsivo, perfeccionista y desaliñado. Y ese hombre y ese cineasta que compartían el mismo apellido acometieron algunos de los filmes más grandes de la historia del cine estadounidense. Dirigida en 1969, como apunté antes, La pandi­ lla salvaje se realizó teniendo a la vista la guerra de Vietnam y sobre todo la contraofensiva del Vietcong de 1968 contra las tropas estadounidenses y sus aliados sudvietnamitas, conocida como la ofensiva del Tet,

por haberse llevado a cabo a fines de enero, durante el año nuevo vietnamita. Dicha ofensiva, que se repelió con ferocidad por parte de los invasores y sus aliados, evidenció sin cortapisas la brutalidad ejercida por el ejército estadounidense sobre la población civil, el trasfondo corrupto y genocida de la guerra y la naturaleza venal y represiva del gobierno de Vietnam del Sur, al que Estados Unidos protegía y financiaba. Estos aspectos de la guerra fundamentaron la estructura del relato en La pandilla salvaje, e incidieron en la decisión de Peckinpah de derivar la anécdota hacia un subgénero más del western, el llamado southern.5 El director ubicó la acción del filme hacia 1913, cuando en México el general Victoriano Huerta traicionó y asesinó al legítimo presidente, Francisco I. Madero, para hacerse del poder e instaurar una efímera, pero su­mamente sangrienta, dictadura militar. Peckinpah y su coguionista Walon Green encontraron paralelismos entre la intervención del gobierno estadounidense mediante el embajador Henry Lane en el golpe de estado de Huerta, y la guerra de Vietnam, donde el apoyo de Estados Unidos al ilegítimo gobierno sudvietnamita tuvo un papel determinante para desatar la guerra. Y para enlazar estos dos momentos históricos Peckinpah se valió de una pandilla de viejos pistole­ros y asaltantes de bancos, tránsfugas de una época, que caen en la trampa que les tiende la compañía bancaria y se ven obligados a cruzar la frontera de México para escapar de los matones contratados para asesinarlos. En México, deciden apoyar la lucha armada de uno de sus compañeros, quien quiere unirse a la resistencia en contra del general Mapache, adicto a la dictadu­ra de Huerta, por lo que roban una caja de armas para respaldar a los guerrilleros. Sin embargo, todo se sale de control y los viejos pistoleros tendrán que elegir entre

El southern se caracteriza por llevar las acciones del western al sur de la frontera de los Estados Unidos, es decir, al norte de México. Tres ejemplos clásicos del southern son Los siete magníficos de John Sturges, Dos mulas para la hermana Sara, de Don Siegel y Los héroes de Mesa Verde, de Sergio Leone.

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El título original en inglés es The Wild Bunch, que en España fue traducido como Grupo salvaje, mientras que en Hispanoamérica, con mayor acierto, se le llamó La pandilla salvaje.

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dejarse comprar por el dinero del general represor y corrupto o combatirlo. Con la presencia, en los roles principales, de los actores William Holden, Robert Ryan, Ernest Borgnine, Edmond O’Brien y Emilio Fernández,6 todos veteranos curtidos, Peckinpah desarrolló la historia de la pandilla salvaje en su lucha por rescatar algo de dignidad, tras años de vivir entre la cárcel y la fuga, entre la pobreza y la opulencia pasajera. Viejos, perdedores, cansados, los pistoleros pelean a la vez con el testaferro y con los demonios interiores que no les permiten apaciguar sus ansias de redención. Al final, la batalla suicida contra las tropas de Mapache representa el único camino para limpiar toda una existencia de crímenes y evasiones. Apoyado por la edición de Lou Lombardo,7 Pe­ ckinpah concibió y elaboró en La pandilla salvaje una sofisticada interpretación de la violencia en el cine, en la que las secuencias al ralentí se compaginan con movimientos rápidos, logrando el efecto de la dilatación del tiempo, una de las características esenciales del filme. Dicha dilatación metaforiza la atmósfera asfixiante y sin esperanza en la que se halla atrapada la pandilla. La pandilla salvaje abre y cierra su ciclo con dos tiroteos violentísimos pero de naturaleza distinta: mientras que el primero deja la sensación de farsa y de sanguinario y gratuito regodeo en la brutalidad, el segundo se erige como la reivindicación anhelada por esos pistoleros fatigados de girar en el tiovivo de una violencia tan absurda como inacabable, y de la que ellos son tan culpables como lo son los banqueros y sus matones a sueldo o Mapache y sus tropas enajenadas por el alcohol. Todos son imperdonables.8

Sincero admirador de México, Peckinpah tuvo en Jerry Fielding9 un cómplice perspicaz que se aventuró con singular fortuna a recrear dos temas clásicos de la música folklórica mexicana: La Adelita y Las golondrinas. Jazzista, Fielding realizó llamativas improvisaciones sobre la base sonora de ambas canciones, en especial en el caso de La Adelita, a la que orquestó dando predominio a las cuerdas y los instrumentos de viento. Además compuso una suite elástica, con más reminiscencias de cine negro que de western. La suma de elementos aquí someramente expuestos hacen de La pandilla salvaje el reverso y la reinvención del western: reverso, porque el filme rompe en definitiva con la moral rígida y la estética lineal del western clásico, para dar paso a los antihéroes y a una estética despojada y melancólica; reinvención, porque explora nuevas posibilidades del discurso fílmico al conjuntar la vertiente crepuscular con la revisionista y con el southern, conjunción equilibrada por un guión ágil y por una realización dúctil y audaz. Tachada en su momento de hiperviolenta, clasi­ ficada por algunos historiadores del cine como una película inmoral y pesimista, a pesar de todo La pan­dilla salvaje sigue siendo el alegato antibélico que concibió originalmente Sam Peckinpah, alegato en que advertimos el sinsentido de la guerra, con una pandilla decadente en lo físico y lo emocional, pero a nivel ético superior a los financieros corruptos y a los gobernantes venales que la persiguen. Filme perturbador, doloroso, interior, pero no pesimista ni complaciente. Obra maestra que aún puede enseñarnos otras formas de entender y vivir el cine.

Todos estos actores hacia 1969 se encontraban en el nadir de su carrera cinematográfica, relegados por una industria a la que habían dado sus mejores años. 7 Lou Lombardo nació en Kansas City el 15 de febrero de 1932 y falleció en California el 8 de mayo de 2002. Maestro de la edición, dio a ésta mayor plasticidad y tensión, al punto de ser aún hoy tema de estudio e inspiración para muchos cineastas. 8 Una de las referencias evidentes en Los imperdonables es precisamente La pandilla salvaje: la edición del tiroteo final en el filme de

Eastwood remite a la película de Peckinpah. 9 El músico y compositor Jerry Fielding nació en Pennsylvania el 17 de junio de 1922 y falleció debido a problemas cardíacos en Canadá, el 17 de febrero de 1980. Como ha ocurrido con otros colaboradores de Peckinpah y con el propio cineasta, durante años se ha escamoteado el reconocimiento a su creatividad tanto en el plano de la interpretación como en el de la composición.

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Memorias halladas en una cinta vhs regrabada

Fotograma de la cinta Family Viewing, dirigida por Atom Egoyan en 1987

Verรณnica Bujeiro

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El cinéfilo pretende hacer un stand up sobre sus memorias. No le sale. Lo que lleva en la mente es más una cinta grabada encima mil veces, borrosa y maltratada. Pero persiste en su intento de comedia… —La vida de un cinéfilo se inicia dentro de un cine ¿o antes? En un chat especializado ya se debate sobre esta pregunta. Wikipedia dice: “Los cinéfilos, en general, prefieren que no les indiquen su ‘historia’, pues domina más en ellos un gusto íntimo por cierto cine; esto es, un gesto personal, más bien restringido…”. De ahí que casi nadie pueda acceder a la discusión antes mencionada. —Pasé de ver pasar la vida a verla pasar en un cine. Aquello no parece ser una broma, sino más bien una confesión. El cinéfilo consigue retener la atención del público hasta que decide usar la palabra “Cinemateca” y los abucheos sobrevienen. En su delicada cabeza, cree que un galicismo lo puede colocar en otro contexto. Acaso un escenario de una película que resulta incomprensible aun con subtítulos. Como las del director canadiense Atom Egoyan. Pero esa es mi cinta. Ocupa el rebobinar, como lo define la RAE: 1. tr. En un circuito eléctrico, sustituir el hilo de una bobina por otro. 2. tr. Hacer que un hilo o cinta se desenrolle de un carrete para enrollarse en otro.

Crecí dentro de una generación que únicamente entendió esta palabra como un motivo de multa. Be kind please rewind Y no hablábamos inglés, pero lo hacíamos. Por amenaza y no por amabilidad. Rebobino ahora con tal de hacer uso de la primera del singular. Las películas de Atom Egoyan fueron una especie de salas de interrogación en donde pasé mi adolescencia. Ahora las veo y no entiendo ni jota. Todos los personajes se desarrollaban en una realidad de tonalidad crayola. Eran feos, tristes. Cargaban tragedias insondables a cuestas. Mediante el video (una técnica entonces novedosa) creían encontrarse y al final uno nunca entendía si había ido uno al cine a ver o a ser mirado. Yo creo que ambos nos hacíamos chaquetas mentales en esos tiempos. Yo en la confusión del crecimiento y él en la confusión artística. Él se compuso y logró hacer un par de buenas películas para luego descender al lugar común al que llegan algunos cineastas. Yo en realidad no sé qué es lo que me ha pasado. Muchas veces creo seguir sentada en esa sala oscura, haciéndome preguntas. Los que me conocen seguro tienen su versión de los hechos, pero no quiero saberla. En la película de mi vida, el pasado no goza de una parte hablada, siempre lo he preferido como

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ese extra, mudo e inadvertido, que un día llega a tocar a tu puerta para anunciar que viene a matarte. —¿Hasta qué punto es mi vida y no el calco de un gesto o un movimiento que vi en una película? —se pregunta el cinéfilo. Ahora yo quisiera usar “Cinemateca” en un enunciado. Cambiarme de contexto. En realidad los cinéfilos pasamos de la vida ordinaria despreciando la salas comerciales por estos recintos especializados: “Cambiamos de contexto”. —En la “cinemateca” el que masca palomitas a la mitad de la película es conducido a la salida por un agente especial. Nadie ríe. Los cinéfilos no son conocidos por su buen sentido del humor, ya que pasan mucho tiempo en salas oscuras (y especializadas) con desconocidos. Esos lugares en donde yo misma he pasado mucho tiempo de mi vida, sin entender por qué. Jacques Rancière dice: [El cine] Es el lugar material a donde uno va a divertirse con el espectáculo de sombras, sin perjuicio de que estas nos afecten con una emoción más secreta de lo que puede expresarlo la condescendiente palabra “diversión”.1

Se le olvida mencionar que a nivel práctico funciona también para evitar el horror del domingo. La cinta del stand up del cinéfilo con aspiración de comediante se ve cada vez más invadida por la mía. Aunque algunas partes todavía se pueden escuchar las risas grabadas. No sé si son para él o para mí. Al rebobinar esta cinta ambos hacemos un recuento más bien melancólico sobre esas relaciones sentimentales que establecimos en las sombras, de las cuales, en mi caso, poco o nada queda sobre la cinta de mi memoria. Parece que no puedo rebobinar hasta ese punto. Sólo

quedan los títulos y la impresión de haber sostenido intensos soliloquios con gente que pretendió escucharme cuando hablaba sobre esas imágenes. Lo más insólito es que de ellas nada queda. Atom Egoyan regresó a mi cabeza por un ciclo que pasaron hace poco en la televisión. No sé cuánto tiempo pasé buscando en la memoria reconocer de dónde provenía la escena de un tipo que para un show de variedades recreaba una escena de North by northwest de Hitchcock. Alguien me revelaría que la película de donde provenía tal escena era Arizo­ na’s dream de Kusturica. En ese entonces dependía de la memoria de otro para certificar mi recuerdo y no de Google. Qué tiempos aquellos… Tan desesperantes para esos recuerdos que buscan completar su mitad. Sobre una película por la que juré sobre el fuego en mi aturdida adolescencia no guardaba mayor recuer­do que la de un mar grisáceo embravecido. Una imagen que en la realidad dura apenas unos segundos. Del resto descubrí que no me quedaba nada. Ahora la miro por curiosidad y no sé qué era lo que me unía a ese retrato más bien teatralizado de unos prostitutos en Portland, Oregon, que más que luchar por sobrevivir en ese duro ambiente parecían estar montando una obra de Shakespeare. En español tuvieron a bien nombrar la obra El camino de mis sueños.2 Algo digno para la interpretación de un analista perspicaz. Dice Rancière: [El cine] Es también lo que se acumula y sedimenta en nosotros de esas presencias a medida que su realidad se borra y se modifica: ese otro cine que recompone nuestros recuerdos y nuestras palabras, hasta mostrar grandes diferencias con lo que ha presentado el desarrollo de la proyección.3

My own private Idaho, dirigida por Gus Van Sant en 1991: http:// www.imdb.com/title/tt0102494/ 3 Jacques Rancière, op.cit. 2

Jacques Rancière, Las distancias del cine, Manantial, Buenos Aires, 2012, p.13. 1

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—Hay un punto en la vida del cinéfilo en el que ha visto tantas películas que no le queda más que hacer su aportación al séptimo arte —anota la recuperada cinta del malogrado cómico aquel del principio. Las risas esta vez parecen reales. El rebobinado de la cintas se confunde y mezcla con otras. Recompone y remienda de los pedazos una versión propia de esos afectos imaginarios borrados en el tiempo. Crea un argumento que considera tan “original” como para ganarse un título: Los cines que ya no existen. Una cinta intrépida y carente de acción que recorre aquellos espacios que ahora son franquicias, o peor aún, terrenos baldíos, edificios que nada saben de las sombras que proyectaron o espacios en ruinas. En una escena memorable (quizá la única) se puede ver una sala que separa el espacio de las butacas de la pantalla por una fila de escombros caídos del propio techo. Parece que es allí donde sucede la película malgastada de estos recuerdos, el stand up del cinéfilo. O al menos es donde imagino que debe pasar. Pero esa es otra película que curiosamente también alcanza título: Dos cinéfilos. ¿O es acaso el principio de un mal chiste? Ahora esta historia comienza a replicar aquellos esquemas del perturbado Egoyan. Planos de imagen dentro de otros. ¿Miramos o somos mirados? La pantalla es una superficie de deseo y algunos somos tan ilusos que deseamos actuar ahí dentro. Especialmente los cinéfilos. Por algún tiempo yo misma lo intenté, quizás como lo hago ahora, esperando proyectar dentro de una cabeza un juego de sombras. Ninguna de esas historias pasó más allá del tratamiento de lectura y mi asiento en el cine sufrió a la par una ausencia prolongada. ¿Fue por decepción? ¿Frustración? ¿Enojo? ¿Humildad ante esa mística de luz y emociones? No tiene caso hablar de eso, porque la mente del cinéfilo maquina toda historia como si fuese el protagonista de un filme.

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—Yo creo que mi vida puede ser un documental —me dijo un tipo en una fiesta. Y yo me pregunto si todos los seres humanos no podemos ser objeto de semejante proeza. Un día habrá tantas películas documentales que nadie podrá distinguir la realidad. O peor aún, a los personajes. Habrá que admitirlo. El recular en cuanto a la creación fílmica también implica una conciencia acerca de esta sobrepoblación de fantasías insulsas. —Y como mi guión sufrió tantos ataques, decidí convertirme en crítico —dice la cinta del olvidado cinéfilo. La crítica cinematográfica. Especialización de mirones amateurs elevados (por sí mismos) a profesionales en un interesante acto de soberbia, disfraz de estudio, disfraz de búsqueda por una teoría, disfraz de justificación para seguir pasando ahí dentro más tiempo de nuestra existencia. “El protagonista ha venido a este lugar porque allá no tenía ninguna clase de vida.”4 En desmentir la frase anterior podría sobrevenir la maquinación de otra película. Es mejor volver a la cinta vhs del fallido comediante y buscar un momento de claridad con la ayuda del fast forward. —Mi primer recuerdo en un cine es llegar tarde a la película y quedarme a ver la permanencia voluntaria. Desde entonces no he salido. Nadie ríe. Nadie se mueve. Parece que pese a todo, la voluntad permanece.

4 David Markson, La soledad del lector, La bestia equilátera, Buenos Aires, 2012, p. 62.


En la mente del asesino o la ontoteologĂ­a en el cine Walter Beller Taboada

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Marx afirmaba en El Capital que si la apariencia coincidiera con la esencia, toda ciencia sería superflua. La filosofía alemana desde Kant, Hegel o Fichte aborda una temática que difícilmente podría inquietar a los espíritus crédulos del empirismo más elemental, que cree que el saber se inicia con los sentidos y son ellos los más seguros para la confirmación del conocimiento de lo que es la realidad “objetiva”. Quizá por estar orientado en la filosofía alemana, el filósofo húngaro George Lukács pudo sostener que el realismo en el arte no rivaliza con la imaginación que crea seres o situaciones que no poseen existencia social o histórica, pero que el arte crítico refleja lo más esencial de esa realidad. En la película titulada en español En la mente del asesino (Afonso Poyart, 2015) vemos a John Clancy (rigurosamente interpretado por Anthony Hopkins), un médico dotado con habilidades psíquicas, viviendo como un ermitaño luego de la muerte de su hija. El fbi lo busca para descubrir la identidad de un asesino serial que actúa en una forma muy precisa y que mata a sus víctimas de una manera perturbadora y desconcertante. Para encontrar al multihomicida, presenciamos el primer contraste del filme: ante la parapsicología, que personifica Clancy, enfrenta a una escéptica criminóloga, Katherine Cowles (Abbie Cornish), que desde el inicio cuestionará todo. Es la lucha entre la ciencia racional de la investigación y los poderes antagónicos de lo inexplicable (considerados “pseudociencia”, Bunge dixit). (Sobre estos puntos ver Siegfried Kracauer, La novela policial. Un tratado filosófico, 2010). Hasta ahí parece que se trata de un discurso cinematográfico en el cual la tesis sería que “el poder de la mente lo es todo” (como podría sostener un manual de autoayuda). Pero a medida que el thriller avanza se descubre el verdadero enemigo del médico-psíquico: otro personaje, llamado Ambrose (Colin Farrell), igualmente dotado de poderes psíquicos —incluso superiores—, el asesino que va diez pasos adelante del fbi. Un asesino que aduce motivos éticos y piadosos para matar a sus víctimas. (Por cierto, el nombre “Ambrose”, de origen griego, significa “inmortal”.) Entonces la película adquiere otros matices y se transforma en un complejo tablero de ajedrez donde se debate el tema de las dos vertientes de la eutanasia (activa y pasiva). Un tema de debate ético, nada fácil en la vida real. El fundamento es un problema de la libertad, como lo dialogan los personajes. Ambos son antagónicos, pero son uno mismo, como una imagen en el espejo, aunque con diferencias. Sin embargo, ni el malo lo es totalmente, pues busca suprimir el dolor; ni el bueno deja de tener un pasado oscuro e ignominioso. Lo que uno exhibe descaradamente en la superficie, el otro lo tiene en lo recóndito. En este nivel, el filme transita al terreno de lo “siniestro”, lo que Freud identificó bajo el nombre de lo ominoso.

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Fotogramas de la cinta En la mente del asesino, dirigida por Afonso Poyart en 2015

Abominable, lo maligno Investigado por Freud en 1919 en el artículo “Lo ominoso” (Lo siniestro), se caracteriza a lo ominoso como lo terrorífico, lo que produce angustia y horror. Sin embargo, no todo lo que produce angustia es ominoso. Éste es una variante de lo terrorífico porque remite a lo más antiguo, a lo que consideramos cercano o lo más familiar. De allí la pregunta de Freud al inicio del artículo: ¿cómo lo familiar deviene siniestro? Lo que despierta lo ominoso es aquello que, siendo inmediato, muy conocido, es al mismo tiempo extraño y no evidente, inclusive resulta oculto y hasta vergonzoso. La indagación de Freud se focaliza en principio en la etimología del término Unheimlich. En alemán el término heimlich es equívoco, tiene significados distintos: “familiar”, “conocido”, “secreto”, “oculto”, “inquietante”, “extraño”. Uno coincide con unheimlich, “extraño, siniestro, raro, incómodo”, aunque también “indefinible”, “ansiógeno” (Luiz Alberto Hanns, Diccionario de términos alemanes de Freud, 1996). Y es que heimlich remite por un lado a casa, y por otro a lo clandestino, lo oculto. Así, la conclusión de Freud es que lo más familiar es también lo que nos puede resultar más angustioso. Dualidad y contradicción que se halla presente en aquello que nos angustia. Conocer el fondo de nuestra intimidad logra generar horror, miedo. Por esta razón no queremos saber de eso. No querer saber no quiere decir ignorar o desconocer del todo.

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Otra batalla en el desierto Juan Patricio Riveroll

Fotograma del filme Pink Floyd. The Wall, dirigido por Alan Parker en 1982

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A diferencia de otras artes, con un lapso evolutivo de milenios y cuyos cambios cotidianos son imperceptibles, el cine tiene una historia relativamente corta y agitada, de los inventos de Edison y los hermanos Lumière a nuestros días. La exhibición de la imagen-movimiento comenzó en ferias, pasó a salas y después a la televisión, para volverse ubicua tras el acceso a la red de banda ancha. La juventud de hoy tendría que hacer un esfuerzo de imaginación para pensar en cómo nos proveíamos películas durante los años ochenta, esas idas al Videocentro del barrio, cuando todavía no había cruzado las fronteras de nuestro país Blockbuster. Había dos formatos: Beta y vhs, y era una suerte contar con ambos reproductores para que la oferta fuera más basta. Ir con los amigos del colegio a escoger dos o tres películas para pasar la tarde del viernes frente al televisor era una verdadera dicha. Entre Rocky, Rambo, Cobra y el Hawk de Over the Top, Stallone lo era todo. Así transcurrió mi infancia. Pero mi encuentro frontal con el cinematógrafo fue durante el primer año de preparatoria, en el que después de pláticas interminables con la joven maestra que impartía la materia de Teoría del Conocimiento, decidió organizar un cineclub una tarde a la semana, abierto a cualquier interesado. Nunca rebasamos la decena de asistentes, a veces éramos sólo dos o tres. En ese tiempo, a mediados de los noventa, era realmente difícil encontrar una cinta determinada, y tenerlas representaba un tesoro. Posteriormente comprobaría que los grandes maestros de apreciación cinematográfica de la capital, de Jorge Ayala Blanco a Leonardo García Tsao y Nelson Carro, armaban sus videotecas a base de grabaciones caseras de la programación de los canales 11 y 22, y a partir de ahí erguían sus cursos. La primera película que me marcó a profundidad fue Pink Floyd. The Wall. Incluso creo que fue a partir de un “¿No has visto The Wall?” por parte de mi maestra que se armó el cineclub. A los quince años de edad me voló la cabeza, a pesar de las precarias condiciones en las que la vi. El salón asignado contaba con las clásicas bancas individuales de madera, incomodísimas; el televisor, colgado en la esquina superior derecha, era de mínimas dimensiones (como la mayoría de los televisores en aquella época); y la copia en vhs no podía ser más deficiente, comparada años más tarde con la copia en dvd y aún más con la de 35 mm. Pero esa era la única manera que teníamos de verla, y al no haber otros puntos de referencia, la situación no parecía tan mala como en efecto era. Había que verla a toda costa. Me vestí de negro durante meses, me rasuré las cejas, mantuve el pelo corto. La interpretación de Bob Geldof daba escalofríos al tiempo que se exhibía en su más cruel humanidad. Fui en busca de la música de Pink Floyd, atraído más por la obra de Waters: su último periodo con la banda y sus discos solistas, The Pros and Cons of Hitch Hiking como una extraña continuación personal a The Final Cut, y Amused to Death como el corolario posmoderno y la crítica al capitalismo consumista, temas por demás atractivos para un adolescente inadaptado.

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Vimos magníficas películas durante el año que duró el cineclub, con ese reducido grupo de gente, pero ninguna tan potente como esa. Y vale la pena recordar también la cartelera comercial en ese período: In the Name of the Father, The Piano, The Remains of the Day, Pulp Fiction, The Shawshank Redemption, Heat. Clásicos que representan para mí una discreta época de oro. El paso mental de espectador a cineasta en ciernes lo di de la mano de Hal Hartley, primero con Trust y después con Simple Men y Amateur. Conseguí sus cortometrajes, compré los guiones disponibles en formato de libro, di con un compendio de la música de sus películas y le seguí la pista durante algunos años, hasta que mi obsesión se desinfló. La simplicidad y el tono de sus historias hacían del cine algo posible, a mi alcance, o al menos parecían al alcance de cualquiera. Pocos personajes, pocas locaciones, planos sencillos para los que sólo se necesitaba un tripié. Dramas no muy elaborados, efectivos por el sello personal de Hartley, quien también componía la música bajo el seudónimo de Ned Rifle. Esas primeras películas son sus pequeños grandes logros. Su filmografía posterior es un refrito que no llegó a evolucionar. Al avanzar en el sendero de la cinefilia descubrí que tanto Hartley como Tarantino venían intensamente influenciados por Godard, y eso le abrió camino al cine europeo de los sesenta y setenta, para entender que el progreso, en cuanto a conocimiento se refiere, significa ir hacia atrás, indagar en el pasado para confrontar el presente. En el memorable ensayo “Un siglo de cine”, escrito en la época que narro, 1995, Susan Sontag, después de un encomiable recuento de esos cien primeros años, argumenta que el amor al cine ha menguado. La gente todavía disfruta ir al cine, y algunas personas aún quieren al cine y esperan algo especial y necesario de una película. Y películas maravillosas se hacen todavía, pero uno difícilmente encuentra, al menos entre los jóvenes,

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ese distintivo amor cinéfilo, que no es simplemente amor sino un cierto gusto en películas (justificado en un vasto apetito para ver y volver a ver tanto como sea posible del glorioso pasado del cine). La cinefilia en sí misma se presenta como algo pintoresco, pasado de moda y esnob, pues implica que las películas son experiencias únicas, irrepetibles y mágicas. La cinefilia no tiene cabida en la era del cine hiperindustrial, pues por el rango y el eclecticismo de sus pasiones, no puede más que apoyar la idea de la película como, antes que nada, un objeto poético; y no puede más que incitar a quienes están fuera de la industria del cine, como pintores y escritores, a querer hacer cine también. Esto es precisamente lo que debe ser derrotado. Lo que ha sido derrotado. Ignoro si está en lo correcto. Aunque podría decir que sigo siendo joven, no lo soy tanto como lo era en aquel tiempo, en que cruzaba la ciudad a la peor hora del tráfico para llegar a la única función en el único cine que exhibía una película que nadie a mi alrededor quería ver. Iba solo, costumbre que aún mantengo. Nada como ir al cine solo. Creo que Sontag podría tener razón al argumentar que la cinefilia en décadas pasadas —ella habla de los sesenta, yo de la que me tocó: los noventa— era más pura y más fuerte, pero también sospecho que esta­mos predestinados a sentir esa simpatía particular por los años en que el cine nos marcó para toda la vida. Estoy seguro de que hay adolescentes inmersos en el cinematógrafo de este momento, uno que quizá no conozco, tan potente como el que me impactó a mí, o quizá aprecian algunas películas que sí he visto con otros ojos: los ojos de la novedad, de la inocencia. Y si esto último es cierto, seguramente no estarán de acuerdo con Sontag, e inclusive podrían decir: la cinefilia continúa intacta. La nostalgia por esas primeras impresiones es una piedra de toque en mi vida, irrepetible y mágica. Al Stallone de mi infancia no lo cambio por nada.


Estación Belgrado Héctor Antonio Sánchez

Estación de tren de Belgrado, República de Serbia. (Fotografía: Getty Images)

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Hace algún tiempo, en una reunión, un poeta de los Altos de Jalisco lanzó una pregunta que nos hizo de pronto caer en el silencio de nuestra historia mítica, de nuestra biografía idealizada: ¿cuál era la figura, querida u odiosa, que reconocíamos como modelo de conducta de la tradición que nos era propia? Completaban la mesa un narrador nacido en la ciudad de México, pero criado en Querétaro, y una poeta que lleva, en su escritura y su acento, el signo de su origen yucateco. El poeta reconocía que la imagen moldeada por su educación sentimental era la del gran señor —acaso hijo del feudalismo— que por la fuerza y a veces el terror, debía imponer en la región la reciedumbre de su palabra y su dominio, lo que trajo a mi mente la ineludible figura de Pedro Páramo. Un fantasma que despertaba una permanente alerta en mi amigo: el cuidado ante el encono y la violencia de la que había sido depositario. Al cabo de un rato, emergí de aquel pozo tocado por un agua de otra índole. Para mí, el espectro que observa, y a ratos juzga mi andar, no es masculino sino femenino. Aunque nací en el sur de Veracruz, la íntima patria en la que puedo enraizar mi origen está en Oaxaca: todos mis abuelos nacieron en el istmo de Tehuantepec. No fue tan decisivo el ser educado casi sólo por mujeres, cuanto el que esas mujeres provinieran de un enclave matriarcal: mujeres recias que debían sortear los vaivenes de la existencia por la fuerza de sus manos. Mi bisabuela, que me cuidó en mis primeros años, fue alguna vez panadera: en mi infancia recuerdo mañanas con café negro, salidas tempranas a vender periódico en alguna esquina de mi ciudad —un enclave fabril que en mi memoria carga más bien los signos de un mundo ancestral—. Sí: en el improbable filme de mi vida, mi infancia preferiría locaciones en alguna de las poblaciones rurales del istmo. No he visitado otro sitio en México donde pudiera reconocer rasgos de parecido orden; en cambio, en cierto viaje por el Pacífico, vi en un pueblo insospechado aspectos familiares al que hoy reclamo como mío: entre los habitantes de Tonga, parecían las mujeres guiar los caminos de un reino aún comunitario y profundamente atado a su vida espiritual. Mujeres frondosas, festivas, tenaces. También en un filme reconocí esas formas. En Tiempo de gitanos, Emir Kusturica traza la caída en el abismo de Perhan, un adolescente gitano criado en Yugoslavia, junto a su hermana Danira, por la abuela Hatidza, una figura matriarcal, generosa y festiva, que refiere a un mundo antiguo, anclado en el sortilegio y la fiesta comunal. Aunque Perhan ha conocido por Hatidza la línea que divide la luz de las sombras, la salida del mundo que le es propio lo lleva a transponerla: es llevado a Milán por Ahmed, una suerte de jeque, que lo introduce a un envilecido comercio de prostitutas y mendigos. Perhan es noble, pero lleva en sí la semilla del mal: su historia personal transcurre entre una serie de eventos que en nuestras latitudes enlazaríamos con el realismo mágico. Hay en el filme poderosas imágenes del sueño, como la celebración gitana

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del día de san Jorge; y hay una música notable, a ratos espectral y a ratos festiva, que el célebre Goran Bregovic supo versionar a partir de melodías folclóricas. Esa música evoca también la música de mis ancestros. Es sabida la rara familiaridad que existe entre el sonido de los Balcanes y el de los zapotecas. Cierta nostalgia de los metales, el ritmo a la vez triste y alegre… es arduo describir las formas del aire, y quien no se haya expuesto a ambas tradiciones difícilmente podrá entender sus semejanzas: sentirlas, antes que entenderlas. Ahora bien, ¿cómo se cuenta una película? No soy realizador pero intuyo que, a diferencia de la profusión plausible a la novela, el cine debe ser conciso en sus asuntos. Acciones nucleares que guíen al espectador por el macrocosmos de la historia y el microcosmos del personaje; acciones a ratos caprichosas, imposibles en el mundo que habitamos, con sabio camuflaje de su falsedad. A cambio de la precisión de las palabras, la sugerencia de las imágenes. Y las imágenes, como nos dijo Aby Warburg, guardan un don espectral, hermano del delirio: cargan ecos milenarios, evocan formas contiguas en la caprichosa red de las neuronas. Integran, también, un lenguaje impuro. El agua nunca es clara e inocente. En 2006, tras laborar un año en la banlieu parisina, realicé un viaje de varios meses de Francia a Atenas. Fue un año célebre porque en los alrededores de la capital francesa ardieron automóviles entre la creciente tensión de sus habitantes. París no era una fiesta, pero el recuento de aquellos días merece su propio largometraje. En aquel trayecto pasé de las esmeradas ciudades de Europa occidental a la esfera cada vez más caótica, viva y extrañamente familiar de Europa del Este. Quería llegar a Atenas, sí, pero también explorar ese mundo incomprensible en las lenguas, pero entendible en los hábitos, que integra en cierto modo la periferia de Europa. Y quería reencontrarme con mi bella amiga serbia, Ívana, que conociera años atrás en los Estados Unidos. En el desvencijado tren de Budapest a Belgrado se intuía aún el fausto de la hora comunista. Imposible el anonimato para un mexicano de rasgos mestizos: curiosos, mis sucesivos compañeros de vagón inquirían sobre mi origen. Una chica me habló sobre cierta telenovela que yo desconocía; un hombre me invitó queso y vino… pocas veces como en aquel demorado tren me sentí tan cerca de casa durante mi estancia en Europa. Llegamos a las ocho de la mañana a Belgrado. Llevaba el número de Ívana, pero decidí tomar primero un desayuno en la añeja, bella estación, pasar al baño a acicalarme y así concederle unos minutos más de sueño. Estaba cepillándome los dientes cuando me supe observado por el espejo. Me volví: un muchacho de mi edad, blanquísimo, fijaba en mí sus ojos de un gris muy intenso. Se acercó a mí: un escalofrío recorrió mis nervios. Me dijo su nombre: Vladimir. Me invitó a seguirle hasta su casa. Dos destinos se tendían sobre a mi mano: seguir al desconocido por una ciudad desconocida, llamar más tarde a Ívana; o escuchar la voz de mis ancestros, preferir la luz.

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Vacilaba entre mis respuestas cuando Vlad me preguntó, con firmeza: “¿qué vas a decidir, Héctor Antonio?”. Alcé la vista, presa del vértigo. “¿Cómo sabes mi nombre?”. Sonrió con indulgencia, en silencio. Temblando, sólo alcancé a realizar un gesto de negación con la cabeza. Vladimir no pareció sorprendido. “Volveremos a encontrarnos”, dijo, y salió con presteza. En la calma, pude llamar más tarde a Ívana, que me condujo junto a su novio Milos por las espléndidas calles de Belgrado: avenidas señoriales, casas que en su deterioro me recordaban la discreta hermosura de la colonia Roma. Pasamos frente a una iglesia ortodoxa: terminaba una boda. Afuera, una banda tocaba músi­ca tradicional: un sonido de metales que con alegría me trasladaba de vuelta a mi infancia. “Entonces he sabido escoger el bien”, me dije con alivio. Pasamos un día más en Belgrado: al tercero condujimos por el escarpado paisaje de Serbia hacia Kruševac, donde vivían mis amigos: aún tuvimos tiempo de visitar a los padres de Milos en su pequeña finca a orillas de la carretera. Por la mediación de mis amigos, conversé con ellos sobre literatura, sobre García Márquez y el Quijote, y me ofrecieron frutos de su propiedad: era la primera vez que comía cerezas silvestres. Por la tarde pasamos a Kruševac, que fue en el medioevo capital del principado de Serbia: un promontorio de piedras atestiguaba el escenario de aquella gloria. Tras unos días con mis amigos, debí seguir mi camino: la tarde era de un azul muy intenso cuando les dije adiós desde mi ventanilla. Y he aquí que al llegar a la estación fronteriza en Macedonia, el agente migratorio miró con curiosidad mi pasaporte, y no pudo sino expresar con emoción su único referente: “¡Mexico! ¡Emiliano Zapata!”. Luego me hizo descender con mi equipaje, y me informó con cierta pena que necesitaba una visa para

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atravesar aquel suelo. Me condujo en un viejo sedán a la frontera con Serbia y me indicó el infalible referente de una gran piedra amarilla donde se detendría el autobús de vuelta. Y yo caminé como en un sueño, preguntándome si podía ser real aquel paisaje balcánico en que me sentía tan desamparado. En efecto, el autobús llegó tras unos minutos, y debí hacer el largo trayecto de regreso hacia la ciudad donde ya no estaban mis amigos. Por la mañana arreglé el molesto trámite, y me dije con sincero regocijo que al menos tenía un día más para explorar aquella capital ejemplar. Recorrí calles nuevas, la fortaleza a orillas del Danubio, los distritos bombardeados por la otan en la era de MiloševiČ, y decidí que era hora de marchar a la estación si quería alcanzar el tren nocturno hacia la Hélade. Era verano: sentía que mi origen me acompañaba por una ciudad no del todo extraña, una suerte de Perhan guiado por la luz. Mas el final de mi estancia sólo podría ya referirlo como quien refiere los hechos de otro hombre, si todo en él pareció dictado por una voluntad ajena. El muchacho llega a la estación. Decide pasar al baño antes del abordaje. Entonces nota una presencia cerca de la entrada: un muchacho alto, de cabello castaño y ojos marrón, que lo observa con dureza. Un marcado temblor conmueve los miembros del protagonista. No piensa ya en palabras, sino en imágenes: se ve otra vez entre las montañas, divisa una piedra amarilla como una tabla de salvación. No dice nada: baja la vista, a la espera de su destino. Porque siente aquella mirada fija, y sabe finalmente cuál será su respuesta. Cierra los ojos con resignación, y dice: —De acuerdo. Tú ganas, Vlad. La cámara se aparta de su rostro, se dirige a la puerta y sale a la estación, se aleja en una visión panorámica. Desde el altavoz, una frecuencia monótona anuncia la próxima salida a Macedonia.


Gracia y benevolencia Pablo Molinet

La mejor explicación que encuentro para el modo de ser de mi generación es que todos crecimos con westerns, me dijo Jordi Virallonga, con risueña lucidez, un mediodía bogotano. Apenas y es necesario glosar a qué se refería el poeta catalán nacido a mediados de los años cincuenta: para bien y para mal, sus coetáneos y él mismo actúan como en un duelo en el ok Corral, valor y cobardía les fueron enseñados por John (Ford y Wayne).

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Nací veinte años después que Virallonga; salvo por cierto Eastwood, el western me es remoto; mi generación creció con Superman y Star Wars, y no obstante el primer encuentro con el cine como artificio único, como lenguaje claro y distinto, me sucedió a los quince años, con Derek Jacobi que prende un cerillo en la oscuridad, pronuncia el exaltado prólogo shakesperiano que comienza “O for a Muse of fire”, enciende una luz eléctrica, se desplaza con gracia presurosa entre reflectores, cámaras, utilería, y se detiene frente a una puerta palaciega, para culminar sus líneas —“Gently to hear, kindly to judge, our play”— abriéndola de golpe y revelando la entraña del castillo de Windsor, apenas alumbrada por antorchas. Es el prólogo de Henry V de Kenneth Branagh (1989). Y me arrebató sin saber por qué. Un cuarto de siglo después razono que la película se distancia de la representación teatral para establecer su propia realidad —y se desprende de la historia de Inglaterra para contar la historia de un hombre, sobre ello me extenderé más adelante—; razono también que, con ese acto de instauración, el cine me dijo: “Soy.” El prólogo es también un homenaje da capo a la primera versión cinematográfica del Enrique V, dirigida y protagonizada por sir Laurence Olivier en 1944: “a patriotic booster” (Rotten Tomatoes), que comienza con el estreno de The Life of King Henry the Fifth en el Globe Theatre en 1600. Previsiblemente, Olivier inserta su película en la historia de Inglaterra y la subordina al teatro. En Branagh, la oscuridad del castillo fija un tono: lejos de la belleza visual de la Excalibur de John Boorman (1981), esta puesta en cámara busca situarse en las asperezas y las penumbras de la Edad Media —los únicos contrapuntos de luz corresponden a la princesa Catalina de Valois (Emma Thompson)—; nos hace saber que contará una historia de fuego y sombra, tal como anuncian los versos inaugurales y reitera la escena del sitio de Harfleur. En agosto de 1415, Enrique V desembarcó con mesnada en Normandía para continuar la Guerra de los Cien Años, desencadenada en 1337 por las pretensiones inglesas sobre el trono de Francia. El asunto se resolvió con una escabechina en un barrizal cerca de Calais, el 25 de octubre de 1415: la batalla de Agincourt, en la cual las fuerzas británicas, escasas y mal provistas, se rindieron a las francesas, superiores en número y —salvo por los arcos largos— mejor equipadas. Shakespeare honra Agincourt con una célebre pieza retórica, la arenga de la víspera de San Crispín (“We few, we happy few, we band of brothers”), “pilar de carga” de la obra entera. La acción ocurrió en un anegadizo entre dos boscajes, tras una noche de lluvia; espacio estrecho que, en la película de Olivier, se transforma en una planicie con ingleses peripuestos y pulquérrimas tiendas de campaña; la toma es abierta. En la puesta en cámara de Branagh hay cielo gris, árboles, suciedad, si bien hace un juego de espejo con la de Olivier —en esta última, el rey se desplaza de derecha a izquierda hasta llegar al carro que le servirá de tribuna; en aquélla, lo hace a la inversa—; la toma es cerrada.

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Fotogramas de la cinta Henry V, dirigida por Kenneth Branagh en 1989

En Branagh, Agincourt asume su carácter de epopeya de la precariedad y el coming from behind; la baja Edad Media todavía daba por imbatible a una tropa aristocrática dotada de armaduras pesadas; “Shame and eternal shame, nothing but shame!”, hará exclamar Shakespeare al duque de Borbón, al término de una jornada en la que la alta nobleza de Francia fue diezmada o capturada por una band of brothers compuesta por commons; a tal condición de buena parte de la hueste inglesa aluden estos versos de la arenga: “For he today that sheds his blood with me / Shall be my brother […].” Dicen los historiadores que aquello fue espantoso. Los ingleses estaban acorralados, con el lodo a las rodillas, entre los franceses y el Canal de la Mancha. Así pelearon. En una escena de aftermath, la del Non nobis y Te Deum —que algo debe al uso luctuoso del adagio de Albinoni (o de Giazzoto) en la Gallipoli de Peter Weir (1981)—, Branagh, más cercano a las Malvinas que al Día D, elige enfatizar el horror y la pesadumbre, en un registro que no es ajeno a Platoon (Oliver Stone, 1986), Full Metal Jacket (Stanley Kubrick, 1987), o Casualties of War (Brian de Palma, 1989). No hay euforia ni celebración. El rey tiene sangre en la cara y aflicción en la voz.

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En la primera escena, el arzobispo Canterbury y el obispo Ely cuchichean sobre cierta tribulación mundana de la Iglesia que el rey podría resolver a cambio de dinero para marchar sobre Francia; en la película de Branagh —no necesariamente en el texto de Shakespeare—, esa conversación clandestina nos mueve a duda sobre el carácter real, pues si como dice bellamente Canterbury “The king is full of grace and fair regard”, pareciera pesar lo suyo que “The courses of his youth promised it not […] his addiction was to courses vain, / His companies unletter’d, rude and shallow, / His hours fill’d up with riots, banquets, sports.” En el texto, Canterbury hace una apología de la regeneración del rey, Branagh la omite. Ante el trono, el arzobispo expone el artificio jurídico —una lectura falaz de la Ley Sálica— que emplean los Capetos contra las ambiciones de la casa de Lancaster, que se consumarían con el matrimo­nio de Catalina de Valois con Enrique V. Después, se presenta un enviado francés, con un regalo del delfín para el rey: pelotas de tenis, en escarnio de su inmadurez y frivolidad. Desde el alegato del arzobispo, Branagh organiza un juego de miradas entre los cortesanos, y en particular el conde de Westmoreland (Paul Gregory, discípulo de Olivier), que se prolonga hasta el obsequio sardónico del delfín, para cuya entrega Branagh reemplaza al emisario del texto original por el mismísimo Montjoy (Christopher Ravenscroft), desafiante heraldo del rey Carlos VI, que en la pieza teatral no aparecerá hasta el acto iii. Más allá del protocolo, y de la tirantez del momento, ¿por qué los cortesanos están tan pendientes de su rey? ¿A qué atribuir esa expectación rayana con la duda? Una vez que convencen a su soberano de ir a la guerra, ¿qué expresan las miradas de Canterbury y Westmoreland? ¿A qué atribuir esa satisfacción maliciosa, esa malicia satisfecha? A que Harry, el muchacho libertino, ha respondido como Henry, rey de Inglaterra. En el drama que Branagh dirige y protagoniza, uno en el que el reclamo dinástico es apenas pretexto para el crecimiento de un

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hombre, el desafío que Montjoy transmite no proviene de un heredero arrogante sino de la vida misma. ¿Quién o qué ocupa el centro de esta pieza del ciclo histórico de Shakespeare? Agincourt, claro; la monarquía británica, por supuesto; también —como en Captains Corageous, de Kipling, o The Shadow Line. A Confession, de Conrad—, un muchacho aturdido que debe crecer. Enrique y su batalla se reflejan mutuamente: ambos son comings from behind, triunfos improbables. La Revolución Francesa nos otorgó este derecho: que la educación de los príncipes sea de quien se la encuentre —por ejemplo, en un videoclub de provincias, en 1990—. Así vi Henry V, sin tener la menor idea de ello, por supuesto. Para que Harry se convierta en Henry debe aban­donar a su bribón e incontinente compinche de parrandas, sir John Falstaff. Éste enferma y muere: “the king hath killed bis heart”, sentencia Nell Quickly, la tabernera. Tengo para mí que Branagh se demora en el dolor de ella, y de Bardolph, Pistol y Nym —el trío canalla de soldados teporochos—, así como en el aspecto sepulcral que adoptan los lugares de beber bajo la luz del día, porque quien murió no es Falstaff, sino la juventud desordenada del rey de Inglaterra. Qué tránsito violento ese que se llama, con neutralidad engañosa, “madurar”; crecer es encarar, y para hacerlo debe inmolarse al Falstaff “de adentro”, debe matarse su corazón. Pues Falstaff, que tantas cosas del mundo sabe, una se negó a aprender: a dar la cara. ¿Leí eso en 90? Claro que no; algo que llamaré a vuelapluma “memoria estética” sólo resguarda la pul­critud con la que las piezas embonaban entre sí, la relojería de imágenes, palabras, sonidos; el qué vuelto cómo y viceversa: el arte. No supe qué responder a Virallonga ese mediodía en Bogotá. A diferencia de sheriffs y marshalls, el Enrique V de Branagh no siempre fue de fiar, y para serlo debió celebrar un sacrificio; no obstante, adivino un vínculo entre los héroes íntegros del western y los míos, rotos: si hay “grace and fair regard”, gracia y benevolencia, vivir es todavía un asunto épico.


Christopher Reeve, en una escena de la película Superman, dirigida por Richard Donner en 1978. (Fotografía: Keystone / Getty Images)

Escenas de una película de bajo presupuesto Ramón Castillo profanos y grafiteros |

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Uno de los primeros recuerdos que tengo es una serie fracturada de imágenes apenas unidas por la ilusión de un tiempo perdido y el sentir de un sueño lejano. Tengo tres o cuatro años. Estoy sentado en medio de una total oscuridad. No comprendo lo que va a suceder. Tampoco sé cómo llegué ni con quién; sin embargo, todavía puedo saborear el asombro cuando, de repente, el inmenso recuadro frente a mí se iluminó. En la pantalla un niño juega con un descaro e impunidad que, lo sé bien ya en ese entonces, escandalizarían a mi madre. Sin ningún adulto que le indique lo obvio, aquél se balancea en una barandilla que delimita la tierra firme de las impetuosas cataratas del Niágara. El imprudente, como era de esperarse, resbala. En la agónica largueza de su caída, Lois Lane grita histérica en busca de ayuda. Los segundos se prolongan lo suficiente para que Clark Kent, tras escuchar el llamado, devenga —al quitarse lentes y ponerse mallas— el hombre de acero. Superman atrapa al chiquillo justo antes de que éste se pierda en la espuma del agua. En ese instante se logró imponer en mí una confianza a veces ciega, muchas tantas escéptica, pero, al fin y al cabo, una esperanza genuina, en la posibilidad de arrojarse al vacío sabiendo que, de una u otra forma, siempre tenemos una mínima oportunidad de salvarnos, aunque sea mediante un personaje proveniente del planeta Krypton. Desde entonces, trato de vivir soltándome de aquello que me mantiene atado, crédulo de que en el derrumbe hacia la nada aparezca no tanto la fuerza imposible de un superhéroe, sino la más íntima y emocionante de no poder distinguir entre sueño y realidad. Aquellas instantáneas que dan forma a mi primer recuerdo respecto al cine siguen iluminando las habitaciones más antiguas de mi memoria, acaso más difícilmente al continuar sumando años; lo que me maravilla es que sigan ahí, como par­te de una película que aún no termina y que al continuar su proyección en el presente no puede evitar la pérdida de algunos fragmentos del pasado. La vida es, en definitiva, una serie de fotogramas que en su inalterable avance arden con la chispa del olvido, dejándonos sólo un montón de trozos sueltos de nuestra actuación en este escenario. El cine había llegado para enseñarme el propósito esencial del arte: renegar del mundo en el que nos encontramos, proponiendo en su lugar un orden distinto, tal vez no mejor, aunque sí ajeno a la lógica de lo cotidiano. A partir de aquel momento, cada película vista ha abonado a la idea de que una existencia que no entrelaza la realidad con los momentos estelares de la imaginación no es otra cosa más que una escena montada sin creatividad alguna, un ensayo en el que el actor principal se confunde con un extra cualquiera, un guión que sólo llega a esbozo flojo y sin

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sentido, ocasionalmente, conmovedor hasta la cursilería, pero, pase lo que pase, predecible y aburrido. De ahí que invariablemente termine aceptando la invitación a perderme entre las tentaciones del celuloide, a preferir la alternativa de mirar un espectáculo que amplía la aventura diaria de salir a la calle. La vida en technicolor y sonido dolby es argéntea, es intensa, es sencillamente mejor, al menos durante un par de horas. Su poder emerge gracias a que posee el embrujo de hacer evidente que, al final, un beso no es capaz de augurar un próspero futuro, pero en todo momento valdrá la pena recibirlo y, aun mejor, robarlo; que nos recuerda que un instante espléndido necesita un soundtrack para que lo armonice; que existen villanos más entrañables que los buenos de la película y que, pese a todo pronóstico, no todas las segundas partes son peores que la primera. Guillermo Cabrera Infante aseguraba que un cinéfilo de cepa no es aquel que selecciona con meticulosidad la película que habrá de ver, sino ese otro que llega a cualquier sala y contempla con idéntica fascinación lo que encuentre. En efecto, cuando el embrujo que iniciaron los hermanos Lumière se infiltra en nuestro cuerpo no importa la categoría de lo que se mire, ya que el acto en sí es razón suficiente para aventurarse en lo desconocido; sin embargo, cuando las opciones son escasas, sí es preciso observar con mayor detenimiento las alternativas. Él mismo lo señaló, a veces hay que escoger entre cine o sardina. Si bien, para mi infortunio he sido más proclive al yantar; suscribo aquello que consignara el cubano al afirmar que aunque la vida se podría concebir sin sardinas, nunca será posible hacerlo sin el cine. Aun así, en el periodo comprendido entre aquella primera visita para ver Superman II y la llegada de mi libertad económica, el número de veces que fui a uno de estos complejos donde había matinés e intermedio fueron pocas. El cine era no sólo un en­tretenimiento, era un lujo, no en el sentido de los placeres de la alta burguesía, sino en ese otro más terrenal que sopesa cada experiencia con la medida de la estrechez. Las ocasiones que visité salas cinematográficas durante mi infancia nunca tuvieron una frecuencia definida, es más, ni siquiera había frecuencia. Idénticas a los milagros, su fuerza radicaba en suceder de manera azarosa e inesperada, manifestándose como la excepción que confirma la regla. Por tal motivo, cuando por fin los astros se alineaban, la ocasión era un acontecimiento tan épico como la escena en la que Charlton Heston, disfrazado de Moisés, dividió las aguas en The Ten Com­ mandments. Estas peregrinaciones hacia la tierra prometida, donde en lugar de maná había palomitas y pasas cubiertas con chocolate, fijaban su importancia de manera inversamente proporcional a la cantidad de veces que sucedían.

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El celuloide irradiaba un aura que volvía todo lo demás superfluo; jamás se trató de una forma de pasar el tiempo, sino una vía de conocimiento que alcanzaba cotas de epifanía. Así pues, el hecho de crecer con una dosis moderada de minutos ante la gran pantalla hizo que cada uno de ellos tuviera un valor especial. Las enseñanzas del señor Miyagi a Daniel San, que aún atesoro, fueron repetidas en mi memoria, una y otra vez, durante las pruebas que el tiempo me fue imponiendo. De manera similar, hube de cuestionarme sobre las implicaciones de mis actos y su relación con el porvenir, tras haber mirado la lucha de Marty McFly para evitar la paulatina disolución de sí mismo en un futuro-presente siempre inacabado. De esta manera, mis primeras lecciones en disciplina y física cuántica las obtuve mientras me atiborraba de chatarra metida de contrabando en una sala con permanencia voluntaria. Las exiguas idas al cine me empujaron a buscar nuevos horizontes visuales más cercanos y modestos. Esa es la razón por la que el mundo, tal y como lo he experimentado, lo comprendo más bajo la luz de los rayos catódicos de la t.v. que a través de la ventana abierta por la literatura. A los libros llegué tarde, ni siquiera teníamos en casa; pero la televisión ocupó, desde meses antes de mi nacimiento, no sólo el cen­tro de nuestra sala, sino el de la vida familiar. Fruto de la oferta del canal cinco, crecí bajo la tutela, con doblaje incluido, de figuras como las que protagonizaban Roc­ ky, Terminator, Die Hard o Tango and Cash. Por fortuna, los tiempos cambiaban y mi papá observó que tener una videocasetera era no sólo una inversión útil, sino también una opción más que válida para llevar a la sala del hogar lo que antes era un privilegio difícilmente asequible. Proliferaron los videoclubes, negocios cuyo espíritu pionero los llevaba a ofrecer una analogía, limitada y tal vez honesta en su ingenuidad, de la experiencia cinematográfica. Gracias a ellos vi los estrenos

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que anhelé durante su estancia en cartelera, con la salvedad de hacerlo tres años después. Por desgracia el idilio económico no duró y tuve que volver, una vez más, a la televisión abierta. Cuando mi destino parecía inevitablemente reducido a los blockbuster más apantallantes, y no necesariamente refinados de la historia del cine, llegó a Guadalajara una nueva señal. Era un canal de corte cultural y educativo que apenas comenzaba transmisiones. La programación diurna estaba armada de documentales de Deutsche Welle o de la bbc, lecciones de telesecundaria, producciones locales de ínfimo presupuesto, repeticiones de viejas caricaturas, así como un amplio mosaico de programas que parecían más útiles para rellenar espacios que para construir una propuesta visual coherente. No obstante, a partir de las veintidós horas sucedía otro de esos prodigios que sólo la imagen cinematográfica es capaz de ofrecer. Desvelado pero con la experiencia que un nuevo horizonte despliega en nuestra comprensión del universo y sus misterios, diariamente platicaba a mis compañeros de secundaria cada detalle de las películas que a escondidas paladeaba. En esas primeras incursiones, comencé a trazar un itinerario en el que mi libido encon­tró los primeros llamados para emerger al mundo, tanteos hambrientos e indomables que se entrelazaron con imágenes en las que Anita Ekber, Juliette Binoche, Monica Bellucci o Sophia Loren fueron mis maestras de anatomía. Me regodeaba gustoso en paladear sus cuerpos al narrarlos. A mi manera y con obvias restricciones, sin saberlo recreaba esa figura que ha acompañado a los pueblos de todas las épocas, el contador de historias. Me encontré en el centro de las miradas, develando el misterio de llevar a los demás a un plano en el que la ficción se confirma más intensa que las clases de aritmética. Al escucharme, su incredulidad era tan evidente como su ánimo por no perderse ninguna de mis palabras.


Christopher Lloyd, en una escena del filme Back to the Future, dirigido por Robert Zemeckis en 1985. (Fotografía: Universal/Getty Images)

Como buen charlatán, durante el recreo utilizaba cuanto recurso podía para compartir mis hallazgos, disfrutando el momento de alargar cada escena y crear mayor incertidumbre, gozando la descripción adjetivada de los pormenores. Así descubrí, verdaderamente, el resabio agridulce de la palabra, la dificultad que entraña su manejo y la alegría inmensa que proporcionan sus revelaciones. Era un juglar adolescente, con sobrepeso y des­peinado, cuyo impulso creativo nacía de una efervescencia de las hormonas y la necesidad, hasta ahora presente, de llamar la atención. Acumulé infatigables horas nalga contemplando películas que no podía entender del todo con el doble afán de alimentarme de esas imágenes, tan seductoras y enigmáticas, al tiempo de hacerme de instrumentos con los cuales granjearme algo de popularidad. Nombres como Lynch, Kurosawa, Cronenberg, Tarantino, Fellini, Bergman, Kubrick, Hitchcock, Scorsese, Buñuel y un prolongado etcétera señalaron un camino cuya personalidad extravagante y atípica demostraba que la rareza es menos una falla que una virtud. Para un adolescente, tal certeza es necesaria por cuanto abona a la aceptación de la incomodidad que en esos años despierta en nosotros. A la manera de Superman, comencé a aceptar la feliz condena de mi doble vida. Poseedor de un secreto que sólo es comprensi­ble mediante la libertad que otorga la invención de uno mismo, cada mañana despertaba siendo un pálido reportero del día a día, pero en las noches, frente a estas cintas, y luego al narrar mis aventuras cinéfilas, era el übermensch que rescataba del aburrimiento a mis amigos. Los filmes que conforman mi videoteca mental y emotiva representan la validez vibrante de la renuncia a ser como habitualmente somos; las películas son la

ratificación de que nuestra vida no es una sola, es la superposición de planos y fragmentos que hemos ido coleccionando con paciencia y cariño, un montaje en el que lo ridículo se empalma con lo sublime a fin de crear nuevos sentidos que den cuenta de la pluralidad de nuestras fantasías. Ahora, muchos años después, me siento frente a la computadora y de manera similar a lo que le ocurre al personaje de Woody Allen en Deconstructing Harry, mis inseguridades, angustias y deslices se proyectan en una sucesión que confirma mis neurosis cotidianas, paralizando mis intentos de triunfar en sociedad y en la escritura; con todo, queda la enseñanza de que todo se reduce a abrazar la comedia negra de mi existencia, dejándome llevar por el mal gusto, el humor en todas sus variantes, los ardores que la belleza y el sexo despiertan en el cuerpo, las tramas que por inverosímiles resultan fabulosas, en fin, queda el deseo de continuar estrechando esas historias que al igual que las buenas borracheras ensanchan nuestro mundo y nos regalan un atisbo de felicidad.

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Blade Runner Bernardo Ruiz

I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die.1 Roy Batty, 2019

En 1982, la visión del futuro tecnológico era fascinante y en extremo optimista. La popularización de las computadoras estaba por iniciarse a partir de la ibm pc y sus clones; así como por las Apple, antecesoras directas de las Mac. Sin embargo, la visión de diversos futurólogos y autores de ciencia ficción no era muy optimista en cuanto al destino de las sociedades por venir en el siglo xxi. Ridley Scott, uno de los directores hollywoodenses más refinados, estrenó entonces Blade Runner, filme dedicado a analizar la naturaleza de las relaciones entre androides y seres humanos. Su película era resultado de una adaptación de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, una novela de Philip K. Dick (1928-1982), a quien la película está dedicada. Es notoria la distancia entre ambas obras, la literaria y la cinematográfica; pero a la larga, las distintas versiones pueden verse como parientes lejanos de semejante estatura. La película de Ridley Scott, asimismo, puede ubicarse en una hipotética trilogía futurística en donde comparte créditos con 2001, Odisea del espacio (Stanley Kubrik, 1968), y Solaris (Andréi Tarkovsky, 1972), en la común preocupación respecto a las preguntas fundamentales del ser humano respecto a su origen y a su destino. El argumento de Blade Runner muestra una Tierra que se ha dedicado a la colonización del espacio, lo que requiere de la mano de obra de una serie de androides

“He visto cosas que los humanos ni se imaginan: naves de ataque incendiándose más allá del hombro de Orión. He visto rayos C centellando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir”.

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Fotograma de la pelĂ­cula Blade Runner dirigida por Ridley Scott en 1982. (FotografĂ­a: Stanley Bielecki Movie Collection/Getty Images)


(replicantes) con capacidades análogas o superiores a las de sus creadores. Al modo de los robots concebidos por Karel Čapeck en R. U. R., los replicantes tienen una fuerza y una inteligencia extraordinarias; son en ex­tremo resistentes y tienen capacidad para desarrollar sus sensaciones y, en algunos casos, sus sentimientos y emociones. La empresa Tyrell ha desarrollado los replicantes Nexus 6 que tienen una duración aproximada de 4 años, además de otros prototipos únicos con menos limitaciones y más cualidades. En las colonias del espacio exterior, los replicantes son tratados como meros objetos animados, si bien tienen una mayor perfección que muchos humanos. Algunos se rebelan; lo que obliga a la Tierra a mantenerlos alejados de su ámbito. Para la defensa del planeta se organiza una fuerza especial: los Blade Runners, que son los encargados de “retirar” (destruir) a los androides. Rick Deckard es uno de los últimos de estos cazadores, a quien un detective de narcóticos de la policía angelina, Gaff, contrata por su habilidad para aniquilarlos. La mayoría de sus antiguos colegas ya ha abandonado la tierra o ha muerto en algún enfrentamiento contra los androides. Sin embargo, Deckard, un duro al modo de los detectives e investigadores de las novelas del género negro, es un hombre divorciado, neurótico, silencioso y bebedor consuetudinario cuya depre­sión lo hunde en sí mismo. Sólo la adrenalina de la acción puede activarlo y hacerlo reaccionar con éxito ante su entorno. El 8 de enero de 2016 es la fecha oficial de la creación de Roy Batty, quien morirá en Los Ángeles, de muerte natural, en 2019. Rick Deckard, encarga­do de retirarlo, atestigua con asombro su defunción. A su vez, Pris Sttraton, amante de Roy, nacida el 14 de febrero de 2016, yace asesinada a unos metros, en una habitación de The Bradbury. El ejecutor de la replicante es el propio Decker. Roy y Pris llegaron en una fecha indeterminada de 2019 a Los Ángeles junto con Leo Kolwaski y Zhora Salome. Este grupo de replicantes tiene una larga cuenta de crímenes y violencia. Escapan de la esclavitud, se apoderan de una nave y desembarcan en la Tierra con la esperanza de enfrentar a sus creadores. Los consume

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el miedo: ¿cuándo van a morir? ¿Pueden sus creadores hacer algo por ellos? Tal es el motivo de su visita. Anhelan vivir. Anhelan ser libres. De distintos modos buscan infiltrarse en la fábrica de Eldon Tyrell, su inventor. Leo Kowalski, se infiltra como obrero, pero al sentirse descubierto en una entrevista dispara sobre el Blade Runner que lo desenmascara. Para detenerlos la policía angelina contrata a Rick. Deckard en su investigación llega hasta Eldon Tyrell, quien le explica las cualidades y limitaciones de sus modelos. Para hacer más clara su exposición le pide examine a su asistente, Rachel Rosen, quien muestra una gran habilidad para parecer humana, si bien no lo es. A partir de la cinta del crimen de Leo, consigue su dirección y comienza a unir pistas. Una de ellas es Zhora Salome, bailarina, a quien logra retirar tras breve cacería, mas Leo lo acechará y está a punto de matarlo cuando la llegada de Rachel permite que ella salve a Rick y mate a Leo. Rick y Rachel piensan terminar la noche en el departamento del cazador de androides. En tanto, Pris ha seguido la pista de J. F. Sebastian, el ingeniero genético estrella de Tyrell; logra filtrear con él e ingresar a su departamento, donde los alcanzará Roy para secuestrar al genetista y obligarlo a conducirlo hasta su creador. Así sucede. La escena entre el replicante y sus dos creadores será motivo de desaliento y enojo para Roy: su vida, le explica Tyrell, no puede extenderse más. Roy, enfurecido, mata a ambos científicos y huye. Deckard es enviado a casa de J. F. Sebastian para buscar pistas. Ahí, Pris lo acecha y trata de matarlo. Él, a su vez, logra dispararle varias veces, hasta acabarla. En ese momento llega Roy Batty, cuya agonía comienza al llorar sobre el cuerpo de Pris. En su rabia ataca a Deckard y le rompe dos dedos de la mano derecha. El duelo, violento en extremo, continúa para llegar a su fin en las azoteas de los edificios. Al escapar Decker con un salto hacia una construcción vecina apenas logra sostenerse precariamente de una viga; pero va a resbalar. Roy ha atrapado una paloma. Llueve. Mira al golpeado e indefenso hombre que caerá al abismo. Sin dudarlo, da un salto magnífico. Y extiende una mano al atemorizado Deckard. Lo jala y rescata.


Se dobla sobre sí mismo acariciando a la paloma, a la que no ha soltado; es cuando, con lentitud desfalleciente pronuncia el soliloquio citado al inicio de este comentario. “Es tiempo de morir”, afirma. Sus lágrimas se confunden con la lluvia. Escapa de sus manos la paloma. Entre los hilos sueltos de la historia queda la relación entre Rachel y Deckard. En la versión de 1982, la historia se cierra con la huida de ambos hacia las tierras del norte, con la complicidad de Gaff, el engancha­dor de Deckard. A lo largo de la película, la voz de Harrison Ford (R. Deckard) ha sido usada como el narrador externo. En The Director’s Cut, la versión de una década después,2 se suprimió la voz en off. Se cierra el elevador cuando ellos parten en busca de una nueva vida y ahí finaliza la película. Se interpoló, asimismo, una escena

Consúltese el minucioso informe al respecto en https://en.wikipedia. org/wiki/Versions_of_Blade_Runner

Harrison Ford y Edward James Olmos en una escena de la película Blade Runner de 1982. (Fotografía: Stanley Bielecki Movie Collection/Getty Images)

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donde Deckard evoca el sueño de un unicornio. Gaff, quien siempre fabrica papirolas, en la escena última, ha dejado un unicornio de origami a la salida del departamento de Deckard. Ridley Scott busca sugerir que Deckard, como Rachel, es un replicante. Más allá de las dudas y discusiones de Warner Brothers y de Ridley Scott respecto a la edición definitiva de este filme, Blade Runner es una obra que al paso de los años mantiene su fuerza narrativa y el encanto de la evocación del futuro. Sin rubor, afirmo que gozo sus atmósferas sombrías, la constante caída de la lluvia, sus guiños a autores, libros y películas; la actuación y los detalles minuciosos. Y, como nunca, ahora me llama la atención el énfasis en los personajes a la hora de hablar, de referirse al miedo, a la angustia y a la muerte. Y a su pasión por la existencia. Como Casablanca, The Good, the Bad and the Ugly, The Exorcist, o como en One Flew Over the Cuckoo’s Nest, Drácula y Dos fusileros sin bala, Blade Runner es una de las películas a las que he regresado con gusto y placer a lo largo de mi vida.

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Félix Candela, contratista Jorge Vázquez Ángeles

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El suyo no era un despacho de arquitectura sino una compañía para hacer cubiertas, como quien abre una empresa para vender cocinas o soluciones en aire acondicionado. Un contratista. Alguien que se alquila para resolver un proyecto particular, sean las instalaciones hidro-sanitarias o un complejo sistema de elevadores. Algo así como un actor de reparto cuyos diálogos poseen cierta importancia en la trama pero que vive bajo la sombra del protagonista, el héroe que se lleva las palmas al término de la función. Félix Candela se consideraba a sí mismo un contratista. En una entrevista publicada en El País, el 28 de marzo de 1985, lo dijo así: “Yo he sido contratista y me hice famoso en todo el mundo como contratista, lo cual chocaba mucho a la gente”.1 Cubiertas Ala, nombre que en su simpleza resumía el objetivo del negocio —el diseño y ejecución de cascarones de concreto—, elaboró 1 437 proyectos, de los cuales se llevaron a cabo unos 800, según el catálogo que puede consultarse en el archivo del arquitecto en la Facultad de Arquitectura de la unam. Desde luego que Candela no estaba solo: lo acompañaban sus hermanos Julia y Antonio, y los hermanos Fernando y Raúl Fernández, en cuya fábrica se produjeron los primeros cascarones experimentales en México. Desde su época de estudiante en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, Candela se sintió más atraído por materias como Geometría y Resistencia de materiales, dos de las asignaturas que menos interés y pasión despiertan entre los alumnos. La Guerra Civil le impidió ir a estudiar a Alemania todo lo relativo a las estructuras laminares o cascarones, superficies delgadas y curvas de pequeño espesor capaces de resistir su propio peso y cargas exteriores. Tras pasar algunos meses en los campos de concentración franceses, Candela logró llegar a México con la oleada de exiliados que huían de las garras de Franco. Era 1939. Diez años después, Candela fundó Cubiertas Ala, tras haber experimentado con los primeros cascarones de concreto llamados paraboloides hiperbólicos o hypar, acrónimo en inglés. La característica principal de una de estas superficies es que “al ser doblemente regladas se puede construir a partir de rectas. También se lo conoce bajo los nombres de silla de montar o paso de montaña por su conformación geométrica, pues es una superficie que en una dirección tiene las secciones en forma de parábola con los lados hacia arriba y, en la sección perpendicular, las secciones son en forma de parábola con los lados hacia abajo”.2 Al unir cuatro hypar, el resultado es una paraguas, estructura que requiere de un sólo apoyo y que puede llegar a cubrir grandes claros. El ejemplo más usual y repetido se encuentra en la mayoría de las ga­solinerías de México.

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http://elpais.com/diario/1985/03/28/cultura/480812409_850215.html http://www.ecured.cu/Paraboloide_hiperbólico

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Hacia 1951, uno de sus primeros encargos le valdría la fama internacional y una nutrida cartera de clientes: el Pabellón de rayos cósmicos de Ciudad Universitaria, proyecto a cargo de Jorge González Reyna. El reto: para captar los rayos cósmicos era necesario que la cubierta fuera lo más delgada posible: 1.5 centímetros de espesor. Para poner en contexto esta medida, baste decir que una losa de concreto común y corriente mide entre 8 y 10 centímetros y necesita de una estructura interna de acero, varillas, para soportar su propio peso y cargas externas. Candela logró construir la cubierta, que parece una delicada tela sobre el pabellón. Esta proeza estructural repercutió sobre todo en el sector industrial que durante los años cincuenta y sesenta crecía gracias al apoyo gubernamental. Es probable que un republicano que luchó en distintos frentes de la Guerra Civil Española no habría imaginado que sus hypars crearían las más bellas iglesias y capillas en México, y que como contratista, se llevaría buena parte del crédito. Una iglesia y dos capillas Según sus propias palabras, la iglesia de la Medalla Milagrosa (1953-1955) era su obra más querida, quizá porque fue donde empleó los hypars por primera vez. Ubicada en la esquina de las calles de Ixcateopan y Matías Romero, en la colonia Narvarte, esta iglesia demuestra una de tantas variables de los paraguas. Aunque a simple vista no lo parezca, se trata de la misma solución que en una gasolinera, a partir de un apoyo vertical y cuatro hypars unidos. En esta caso, el paraguas se adaptó para darle forma a las ventanas de la calle de Ixcateopan, y para que la techumbre alcanzara una altura de veinte metros. Si por fuera la iglesia es impresionante, por dentro lo es más: las columnas que sostienen cada paraguas configuran la nave central y las dos laterales, tan comunes en las iglesias católicas. La curvatura de cada uno de los apoyos recuerda la arquitectura gótica, con la adición de que si ésta pretendía por medio de con­trafuertes u arcos ojivales generar una sensación de ligereza, Candela lo logra mediante una estructura que

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en verdad es ligera gracias a los cascarones de apenas cuatro centímetros de espesor, creando una atmósfera íntima, de recogimiento, emotiva, gracias a las luces que se filtran por los vitrales, obra de José Luis Benlliure. No hay mejor remedio para un ateo o para quienes se niegan a ir a la iglesia que visitar ésta o una de las capillas en las que colaboró como contratista Félix Candela. En el atrio de la Medalla Milagrosa, debajo de otra nave formada por paraguas, una estatua me llamó la atención: era de San Vicente de Paúl, proclamado patrono de todas las obras de caridad por el Papa León XIII. El nombre de este santo aparecería en otra de las obras maestras de Candela. Además de reducir costos por el menor volumen de concreto empleado en los cascarones, el bajo consumo de acero, la posibilidad de usar una y otra vez la misma cimbra que daba forma a los paraguas y la mano de obra barata y bien capacitada, para muchos arquitectos no pasó


inadvertida Cubiertas Ala. Uno de ellos fue Enrique de la Mora, el famoso “Pelón”, quien se acercaría a Félix Candela para resolver varias iglesias y capillas, como la de Nuestra Señora de la Soledad (1954-1956), en el Altillo, y la Medalla Milagrosa para las Hermanas de San Vicente (1959), ambas en Coyoacán, muy cerca una de otra. En la esquina que forman Avenida Universidad y la calle de Francisco Sosa se levanta un muro de piedra que se extiende hacia el centro de Coyoacán y hacia Miguel Ángel de Quevedo. Desde la calle se puede ver una de las fachadas de la capilla de la Soledad. Me sorprendió que sólo con decir que quería conocer la capilla me dejaran entrar a este Centro de espiritualidad San José del Altillo, donde se venden libros religiosos, se imparten clases acerca de la Biblia y catecismo. En este caso, Candela construyó un paraboloide hiperbólico de bordes rectos. Su espesor: cuatro centímetros. Dentro de la capilla, cuya planta es un rombo, la relativa baja altura de la techumbre y el vitral de Kitzia Hoffmann crean una atmósfera en la que el silencio es fundamental. Con el altar al frente, lo que “se adelanta a los preceptos de integración del sacerdote con los fieles que unos años después establecerá el Concilio Vaticano II”.3 De acuerdo con Juan Ignacio del Cueto Ruiz Funes, experto en la vida y obra de Félix Candela, el vitral de la capilla generó una discusión: Enrique de la Mora no quería uno, sino que una larga cortina de vidrio permitiera que las copas de los árboles pudieran verse, y

Arquitectura religiosa de la Ciudad de México. Siglos XVI al XX. Asociación del Patrimonio Artístico Mexicano, A. C.

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que la misa vinculara a los feligreses con la naturaleza y la divinidad. Luis Barragán zanjó el tema diciendo que a una capilla no se iba a contemplar la naturaleza sino a estar en un espacio místico. Se colocó el vitral.

Fotografías: Jorge Vázquez Ángeles

Google dice que la dirección de la capilla de la Medalla Milagrosa para las Hermanas de San Vicente se halla en el 320 de la calle de Francisco Sosa. Cuando llego y toco el timbre, un mujer responde y me pregunta qué quiero. Se lo digo. ¿Viene con un grupo? No, es una visita personal. Me dice que vaya al día siguiente a partir de las nueve y treinta de la mañana y que la entrada es por la calle de Primera cerrada de Pedregal número 33. Al día siguiente, en un inmenso terreno donde hay una casa para ancianos y una casa de monjas, me dejan entrar sin mayores problemas. Para esta estructura, Candela y de la Mora tomaron la decisión de usar tres paraboloides para imitar la forma de la toca de las monjas de San Vicente de Paúl, que ya no usan en la actualidad. Los paraboloides, sujetos a la tierra mediante tres apoyos en forma de “T”, no se unen entre sí: una estructura metálica sostiene un vitral de tonos amarillos y morados. También puedo subir al coro y contemplar la huella de la cimbra, lo que demuestra que estas estructuras alabadas están hechas, en realidad, de líneas rectas que giran a partir de un centro. No encuentro otra palabra para definir lo que veo: impresionante. Mientras el mundo de la arquitectura que le tocó vivir a Félix Candela estuvo sujeto al yugo de los lineamientos del Movimiento Moderno, él, mediante sus hypars, consiguió desligarse de lo que consideraba pereza, desperdicio de materiales y apatía ante el avance la ciencia —como los techos planos—. Como dice Alberto González Pozo: “Le dio a la arquitectura mexicana una presencia internacional que en vez de apelar a los signos reconocibles de su prestigioso pasado siguió las tendencias funcionalistas mundiales […] recurrió a un nuevo punto de partida […] que consistía en reformular los fundamentos mismos con los que se define y construyen los apoyos y las cubiertas de los espacios arquitectónicos”.4 Todo eso hizo el más famoso de los contratistas.

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La arquitectura mexicana del siglo XX, coordinación y prólogo Fernando González Gortázar, conaculta.


cm (Carcinoma) Christian Becerra

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para Isabel Salazar y a Nancy Zurschmitten

“¡Pensar acerca de la enfermedad! —dijo Nietzsche—, calmar la imaginación del inválido, de manera que al menos no deba, como hasta ahora, sufrir más por pensar en su enfermedad que por la enfermedad misma. ¡Eso, creo, sería algo! ¡Sería mucho!”. Toda narrativa de la enfermedad opera con mecanismos de esplendor y ruina propios. En cm (Carcinoma), Christian Becerra construye el escenario fantástico de ese deterioro, propone una lectura confrontativa y cruda del detonante invisi­ble del mal: la célula cancerosa, el tumor. La práctica de representación es ácida, repetir el desarreglo hasta resignificarlo es la tarea del artista. Hacernos ver y comprenderlo de golpe: el cáncer no es una maldición. Un ser humano expulsa de sí el peligro y el fenómeno estético ocurre. La aproximación al arte quirúrgico deviene plástica y lenguaje. Toda célula es irrepetible. Como lo es en el arte, la pulsión creadora. La patología se vuelve el referente simbólico que hace coincidir al observador con el artista y el enfermo. No hay alegoría. El objeto es. La realidad se representa a sí misma. Daniela Camacho

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Imágenes de la exposición cm (Carcinoma), presentada en el Museo Universitario Leopoldo Flores de la Universidad Autónoma del Estado de México entre agosto y octubre de 2015. Cortesía del autor.

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Ramón López Velarde: el pasmo de los cinco sentidos o el proceso de escritura Maritza M. Buendía

Se dice que Víctor Hugo, para escribir Nuestra señora de París, se encerró en su casa acompañado de una botella de vino, abrigado por un enorme suéter. Se dice también que la obsesión por la palabra perfecta creó la célebre “correría de voces” de Flaubert. Cierto o no, cada escritor enfrenta sus demonios de diversas maneras. Comúnmente, después de una primera impotencia verbal ante la pulcritud de la hoja, se configura un proceso que le permite liberar sus manías o sus preocupaciones literarias. En el caso de la prosa de Ramón López Velarde, este proceso es simultáneo: a un mismo tiempo se accede al pasmo de una metáfora como al germen de sus motivos. La cosmovisión de la literatura —el mundo que debe o quiere representar—, su uso y los preceptos que anhela defender se bosquejan mediante un deseo alternado que descubre a la retórica y a su empleo. No a la prosa sin fundamento, no a la creación sin doctrina. “Obra maestra” y “La derrota de la palabra” son famosas por sintetizar el pensamiento poético de su autor. El tigre que mide un metro y que apenas cabe en el interior de una jaula, su ausencia de reposo y la herida que no cauteriza, además de que dibujan la soltería del poeta, simbolizan la imagen de su escritura. El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio.1

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Ramón López Velarde, “Obra maestra”, Obras, edición de José Luis Martínez, fce, México, 1994, p. 279.

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Ética y estética comulgan bajo un sentimiento único: la escritura. Y ante el deseo del hijo que no tiene, un solo sueño: conformar al hijo literario. Por ello tiembla: la nobleza del sacrificio lo amedrenta. Por ello desearía ponerse de rodillas: sólo una sincera modestia realizaría el intercambio. Intercambio del hijo físico (único fin de la sexualidad), por el hijo inmaterial del sentimiento (único fin del erotismo). Pero mi hijo negativo lleva tiempo de existir. Existe en la gloria trascendental de que ni sus hombros ni su frente se agobien con las pesas del horror, de la santidad, de la belleza y del asco (…) Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.2

Ante el deseo de motivar horror por “el industrialismo de la palabra”, la queja del poeta se traslada hacia una crítica de quien la usa sin saber usarla, o hacia el que (sin moral) traduce simplemente el gusto del público. Se lamenta también de la extraviada inocencia, que impide leer sin buscar el análisis o la cuadrante estructura. Extravío que obstaculiza el deleite ante la simplicidad del mundo y sus palabras. Dice López Velarde: “Ya el espíritu no dicta a la palabra; ahora la palabra dicta al espíritu. ¡Infeliz dictado el de una esclava a su señor!”3 Espíritu y palabra gravitan en esferas separadas, unidos “por un solo punto”. De esclava, la palabra se convierte en ama y, como verdugo que se hilvana a sí mismo en el plano de la expresión, la palabra desdibuja su significado por el placer de quien la esgrime y la acomoda según su albedrío.

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Ibid. “La derrota de la palabra”, p. 440.

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Ramón López Velarde


Mediante la crítica, su secreto: “Que todos creamos en la eficacia de la emoción. Que la emoción nos mantenga. Que la emoción nos salve”.4 También su propuesta: el poeta como “conversador” que se sienta a la mesa y dialoga, como el sastre que corta la seda de “la deidad que lo anima”, como el explorador de la anatomía del alma. De ahí su personalidad. La codicia del bailarín que conjuga en su danza la unidad de cuerpo y alma. Y la tristeza, fantasma que impreca a la vendedora de pájaros: “¡Oh, santa tristeza, inspiradora, compañía y alivio nuestro! Los que buscamos consonantes y medimos renglones creemos en ti como un dogma de venturanza perpetua”. Y a un paso de la tristeza, la narración del silencio como metáfora de la cueva o como tónico para el alma: De mi parte, confieso que para recibir el mensaje lacó­ nico de mi propia alma, me reconcentro con esa intensidad con que en el abismo de la noche sentimos el latido infatigable de nuestras sienes y estamos escuchando el roce metódico de nuestra sangre en la almohada. El alma finca sus delicias en transmitirnos su confidencia; pero exige para ello una soledad y un silencio de alcoba. Yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra, cualquier sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos.5

Nada más sensorial —ni corporal— que el latido y la sangre que simulan descanso. Centinelas que confían en la bienvenida inspiración. El puente es la soledad y el “silencio de alcoba”. Expuesta y desnuda alcoba que aguarda una visita. “La sensualidad ante todo, por­que todo puedo tocarlo con los dedos de mis cinco sentidos”, dirá Juan José Arreola.6 Traspasada por esta “combustión de los huesos”, José Luis Martínez encuentra a lo frustrado. “El

“El secreto”, p. 386. “La derrota de la palabra”, p. 443. 6 Juan José Arreola, Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario, Alfaguara, México, 1997, p. 13.

sentimiento de frustración de cuanto anheló había de dominarlo y marca en su poesía una huella profunda y significativa. Todo en su obra aparece en función de lejanía perdida e inaccesible (…)”.7 Frustrado por lo imposible, por la derrota, por el arrepentimiento y el desencanto que emana de su escritura. “La insatisfacción con lo posible”, parece coincidir Gabriel Zaid.8 Tal vez. Yo hablaría también de nostalgia. Nostalgia por la privación, por lo que nunca se ha gozado y mucho se ha padecido; nostalgia por lo que no puede ser y sólo se puede desear; nostalgia de lo improbable. “El predominio del silabario” es otra de las prosas clarificadoras del proceso de su escritura y del sentido de su poética. Es aquí donde, devenido de la naturale­za de lo particular, el poeta propone una ruptura de lo ordinario: transportar lo común a lo inusitado, alimentar el sobresalto, observar “la majestad de lo mínimo”. Desfilan las piezas de un reloj, la resistencia de una burbuja, el nacimiento de una hormiga o la herida de un mosquito, la usanza de la cera y del pabilo, la cotidianidad del azúcar y de la vajilla, “la queja repentina de los armarios”, las sábanas, el contacto cotidiano que se muda en saber, la metáfora que inunda de magia y que eleva lo mínimo a lo universal. José Luis Martínez ubica a esta “majestad de lo mínimo” como el secreto de su creación poética. Así, todo por la poesía, por ese combustible que lo agota y que lo hace anotar en su crítica literaria, a propósito de Francisco González León, su credo literario: “Su originalidad es la verdadera originalidad poética: la de las sensaciones (…) él sabe que la poesía es el pasmo de los cinco sentidos”.9 Sí, las sensaciones: el cuerpo como el filtro por donde se percibe y se destila lo físico y emocional. ¿Y no es el pasmo de los cinco sentidos igual a la suspensión o —mejor dicho— al deseo? “Un

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Ramón López Velarde, “Prólogo”, p. 19. Gabriel Zaid, Tres poetas católicos, Océano, México, 1997, p. 129. 9 Ramón López Velarde, “Francisco González León”, p. 540. 7 8

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estilo de sorpresas y un estilo combustible. El poema ha de ser juego de artificio en el que se incendia realmente el poeta”,10 escribe Octavio Paz. López Velarde, quien exige a los poetas no sólo un estilo “personal, sino personalísimo”, quien cultiva la palabra que germina desde su honda personalidad para demostrar lo genuino de su estética, es capaz de “tomarse el pulso a sí mismo”. Sólo así se considera digno ante la palabra, sólo así se atreve a utilizarla. Alude entonces a una orgánica lujuria, donde la precisa descripción gestual construye un “género de la concupiscencia”: (…) aludo a la lujuria del oficio, a la morbidez del estilo, requisito imprescindible para cuantos persigan obra duradera (…) Este género de concupiscencia —lima que pulveriza las hostilidades de la palabra— franquea los interiores más abstrusos de la conciencia, sus trascuar­ tos y sus pasadizos (…) Guiños, parpadeos, esguinces, mohínes… el gesto gradual y total de nuestra compañera recordada en las tinieblas es para nosotros palmario como una estatua a mediodía (…).11

Y quien encarna a este género es la mujer: el silencioso deleite de contemplar su silueta, la lejanía de su figura que cercena la distancia. Vestida de palabras, la mujer se desviste en la mirada de quien la deletrea. Se traduce así en la corporalidad de su escritura. Es ella y siempre más, es el discurso del poeta. De tal suerte, se justifica un desear físico en un desear poético. Dice López Velarde: “Yo sé que aquí han de sonreír cuantos me han censurado no tener otro tema más que el femenino. Pero es que nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer”.12 Para Arreola, esta percepción femenina se transcribe en percepción del mundo (cosmovisión) o —lo que es

Octavio Paz, “El camino de la pasión”, Cuadrivio, Joaquín Mortiz, México, 1991, p. 76. 11 Ramón López Velarde, “La corona y el cetro de Lugones”, p. 528. 12 “Lo soez”, pp. 316-317.

mejor— en posesión (de la mujer, del mundo gracias a ella). Para Paz, esta fascinación que adora la firmeza de la carne es su devoción: confusión de sentimientos, casi sinónimo de amor, que intenta agolpar la sensualidad en un segundo. Escritura que deslumbra y revela. Sin embargo, sujeto a una caducidad, la carne está condenada a la putrefacción, lo que a su vez abraza la fascinación por la muerte. Dice Paz: Con demasiada frecuencia se repite que López Velarde es el “poeta del erotismo y de la muerte”. La fórmula es demasiado vaga. Si su amor es fúnebre y en cada cuerpo abraza un esqueleto, lo contrario también es verdad: la muerte es erótica. Ante ella siente la misma turbación que frente a una mujer.13

Por último, el erotismo que desafía a la muerte, que es la muerte, es también “el pasmo de los cinco sentidos”, aun la parálisis. Por eso, si su poética se traduce en la visión erótica de un cuerpo femenino, si éste se vuelve poseíble en la escritura, nada más natural que el desnudo de la palabra —exacta y abierta—. Nada más legítimo que invocar su sinceridad. Para los actos trascendentales —sueño, baño o amor—, nos desnudamos. Conviene que el verso se muestre contingente, en parangón exacto de todas las curvas, de todas las fechas; olímpico y piafante a las diez, desgarbado a las once; siempre humano.14

Sí, finalmente, al igual que el verso que habita en sus poemas, se dice que la prosa de Ramón López Velarde siempre es humana: olorosa y visual, táctil y sonora. Se dice también que su prosa siempre es comestible.

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Octavio Paz, op. cit., p. 73. Ramón López Velarde, “José Juan Tablada”, p. 550.


Fotografía: Alejandro Arteaga

Mi cuerpo de lectura tiene una pierna más corta que la otra Entrevista con Paulette Jonguitud Acosta Alejandro Arteaga antes y después del Hubble |

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En entrevista con Casa del tiempo, la joven narradora mexicana —autora de Moho (feta, 2010, y CB Editions, 2015)— nos habla del ejercicio de la escritura, las casualida­ des y los accidentes en el medio editorial, la experiencia de traducir su obra al inglés y su recepción, el deber del escritor contemporáneo, su lector y su libro ideales, y las señas de su (de)formación literaria. En tu primera novela, Moho, cuentas la historia de una mujer que paulatinamente se vuelve un monstruo; en la segunda, Algunas margaritas y sus fantasmas, aún inédita, sugieres la coincidencia ficticia de dos personajes de la historia marcados por el mismo signo aunque desde diferentes vías. ¿Por qué te atrae literariamente la figura del monstruo y la enfermedad? Me interesa el proceso de transformación y lo que ocurre en la mente cuando es testigo de la descomposición de ese cuerpo en el que se ve irremediablemente prisionera. Pocas cosas me dan tanto miedo como ser consciente de la propia degradación y la claustrofobia de saber que no hay escapatoria del cuerpo y la fragilidad que le aqueja, quizá es por este miedo primitivo que me acerco a estas degradaciones y a estos personajes que no pueden más que observar y narrar, desde su encierro, lo que terminará por acabarlos. Tradujiste al inglés tu primera novela, algo quizá inédito en tu generación. ¿A qué problemas o libertades te enfrentaste? ¿Debiste acaso reescribirla o fuiste víctima de esa tentación? Por alguna razón que aún no tengo clara me sentí mucho más libre al traducir Moho al inglés que al escribirla. Originalmente traduje sólo el inicio como muestra de obra requerida para una residencia artística en la Colonia MacDowell, y estando allá, un sitio con condiciones de trabajo tan perfectas como no había encontra­do antes, decidí terminar de traducirla; sin embargo la residencia concluyó sin que yo acabara la tarea. En esa colonia conocí a una escritora y traductora, Beverly Bie Brahic, que me recomendó enviar un fragmento a su editor en el Reino Unido, Charles Boyle, de una pequeña casa editorial, CB Editions. Le envié la mitad del libro y a la semana respondió: “Esto me gusta, ¿podrías enviarlo todo?” Yo aún no terminaba de traducirlo y para no perder la oportunidad entré en un frenesí de trabajo nocturno y conseguí terminarla a tiempo para enviársela. A esto siguieron dos años de silencio. No me respondió si la aceptaba o la rechazaba y yo estaba convencida de que, por haberla apresurado, la traducción había resultado malísima. Tanto lo pensaba que no volví a abrir el archivo de la novela en inglés en esos dos años. Temía encontrarla llena de errores, podrida. Y una mañana recibí de Charles Boyle un correo que decía: “no he podido dejar de pensar en tu libro en este tiempo, me ha perseguido estos dos años y quisiera saber si aún te interesa publicarlo con CB Editions­”. Respondí que sí y en unos meses Mildew era ya una realidad. Supuse

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que me pediría el texto original en español y lo trabajaría con algún traductor de su confianza pero me dijo que la mía le parecía una buena traducción y que sólo tendríamos que hacer algunos ajustes, cosa que hicimos en un par de meses. Confieso que sí hice algunos cambios pero fueron muy pequeños, ya no me atreví a moverle mucho más por miedo a desmembrar el texto. ¿En las primeras reseñas o notas sobre tu novela en inglés acusas una recepción distinta que la de sus lectores en lengua española? Sí. He percibido que lo primero que llama la atención al lector británico es la “extrañeza” de la novela. Esta palabra aparece en casi todas las reseñas en inglés y en muy pocas de las lecturas en español. Quizá aquí estamos un poco más acostumbrados a que la reali­dad es flexible y a que con frecuencia se ve invadida por lo que en otros sitios puede parecer fantástico. ¿Crees que el escritor —el narrador en tu caso— debe buscar la recreación de su realidad inmediata, es decir, pretendes en tus narraciones reflejar el mundo que te rodea, o acaso construir uno propio? ¿Crees que es una discusión válida aún? No me atrevería a decir qué es lo que tiene que hacer el escritor en general, pero en mi caso no estoy interesada en recrear mi realidad inmediata; el tipo de libros que disfruto leer son aquellos que crean un mundo propio, no necesariamente fantástico pero sí paralelo al cotidiano, y es este tipo de libro el que intento escribir. Sí considero que sea una discusión válida pues encuentro que en la literatura mexicana, en este momento, la recreación de la realidad inmediata es una corriente que avanza con fuerza y tiene muy buena recepción entre la crítica y los lectores. A esas alturas de la historia, ¿consideras que el escritor o su escritura deben sustentar un compromiso social? ¿Cuál crees que sea el deber social de un escritor? En primera instancia: escribir. Creo que esta pregunta la responderá de manera distinta cada escritor, para algunos es determinante este compromiso social y para otros no tiene peso dentro del proceso de escritura. ¿Piensas en un lector ideal para tus textos? ¿Tienes presente al lector cuando escribes? ¿Es un impedimento o una ventaja pensar en el lector? Me interesa el lector curioso que no busca leer sólo lo que aparece en la mesa de novedades de las librerías o que no sólo piensa en los libros recomendados por los columnistas, sin embargo no es algo que pienso cuando escribo. Al escribir lo único que trato de hacer es conseguir que el texto se parezca lo más posible al tipo de libro que tenía en mente cuando inicié el proyecto.

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¿Como se escribe una novela? Todavía no lo sé. Lo único que tengo claro es, en mi caso, el énfasis en la investigación y la disciplina de hacerlo y avanzar hasta salir del otro lado. ¿Qué novela —o qué libro— te gustaría escribir? Me gustaría escribir un libro que me perturbe desde el inicio hasta que lo termine, que no se me haga cotidiano. Quisiera retomar a dos de los personajes que aparecen en mi segunda novela y a los que creo que aún no les he hecho justicia. ¿Cómo se forma un escritor? ¿Cómo te formaste tú? Un escritor se forma leyendo. El modo de leer ya es otro asunto. Uno puede estudiar Literatura o puede formar su cuerpo de lectura como mejor entienda. Yo no estudié Letras y por tanto mi cuerpo de lectura es deforme, me formé leyendo primero lo que tenía al alcance y luego lo que me interesaba, por esto llegué tarde a muchos de los escritores “obligados”; mi cuerpo de lectura tiene una pierna más corta que la otra y está lleno de bultos y excrecencias por todos lados. A fin de cuentas creo que uno trata de escribir el libro que le gustaría leer y es así como se forma, en esa búsqueda. ¿Escribir es un placer o una tortura? Yo lo disfruto pero me cuesta mucho trabajo porque dudo todo el tiempo. Conforme avanzo me doy cuenta de que, una vez más, aquello que escribo no es como yo lo imaginaba al inicio, que se me ha desmembrado entre los dedos y lo que queda en el texto son esos pedazos que tra­to de unir sin que se noten las costuras. Para ti, ¿cuál es el contexto ideal para el oficio de la escritura? El silencio.

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Anselmo de Canterbury y el mercado de creencias Jaime Augusto Shelley

San Anselmo acepta el arzobispado de Canterbury en 1093. (Imagen: Ann Ronan Pictures / Print Collector / Getty Images)

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Conocido de nombre por algunos, poco leído, si no es que olvidado, y, sin embargo, se repiten sus decires sin darle crédito. Anselmo nace en Aosta, poblado del Piamonte, Italia, en 1033 y muere en Canterbury, Inglaterra —un país todavía en formación, inmediatamente después de la conquista de los normandos—, en 1109. La mayor parte de su vida creativa se desarrolla en el monasterio benedictino de Le Bec, en Normandía, hoy parte de Francia, al que ingresa en 1060, poco después del fallecimiento de su madre, a la que debe su devoción religiosa. Ahí, bajo la férula de un influyente intelectual escolástico, el prior Lanfranco, Anselmo desenvuelve sus virtudes eclesiásticas y humanas al punto tal que éste, al ser ascendido a abad, lo nombra su sucesor en el cargo, no sin cierta oposición de otros monjes, dada su juventud (tendría, por ese entonces, treinta años). El joven se gana la voluntad de sus opositores y continúa sus estudios y enseñanza, para luego iniciar su ciclo de escritura. Años más tarde, muerto su protector Lanfranco, Guillermo el Conquistador lo nombra, para sucederlo, arzobispo de Canterbury. Es interesante detenerse en las disputas que tiene en ese último período de su vida con los reyes de Inglaterra (Guillermo y su hijo, Enrique I), que pretenden imponer su voluntad en la designación de obispos, abades y demás autoridades eclesiásticas sin la aprobación de Roma, ya que ello significaba considerables ingresos al vender los puestos, a veces sin otra consideración que no fuera la pecunaria. Esta guerra no tendría fin por cinco siglos, hasta que Enrique VIII decretó la separación de la iglesia de Inglaterra (denominada anglicana), en casi todo parecida a la católica, excepto que el rey es la cabeza y no el Papa. Ahora bien, volviendo a los escritos de Anselmo, me viene a la mente su propósito de hacer que la fe “sea inteligente”, sin que ello signifique ponerla en duda, sino más bien, ponerla en relación con la realidad existente. Destaca por ello este enunciado: “Haz, Señor, te lo ruego, que sienta con el corazón lo que toco con la inteligencia”. (Prólogo, 1078). Jean Paul Sartre podría asumir como propio tal aserto. La propuesta religiosa de Anselmo cala hondo en el pensamiento a todo lo largo de los siglos, aunque no siempre alcanza el rigor teórico necesario en su aplicación. Dudo mucho que los maestros de Norberto Rivera hicieran énfasis en la parte de la inteligencia y sí se enfocaran más en la docilidad obligada de la fe, como nos consta a los mexicanos. A lo largo del siglo pasado, la relajación de las costumbres ha llevado a que, en nuestro país, el mercado de creencias se haya expandido para incluir una numerosa cantidad de iglesias, protestantes en su mayoría, que ofrecen ritos más cercanos a las necesidades de la población. Se necesita una proximidad mayor de los oficiantes

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con su grey. La Iglesia Apostólica Romana, cargada de una tradición autoritaria, se aleja cada vez más de sus seguidores y ello explica que sus números hayan descendido. Las estadísticas en México señalan que la población se declara católica en un ochenta y tres por ciento. Pero debemos entender eso no de forma literal. La mayo­ría de los que así se expresan en verdad lo hacen por no contrariar las buenas costumbres. En la vida dia­ria no cumplen con ninguno —o muy pocos— de los requerimientos de la religión. Los jóvenes, más que nadie, viven en una perturbadora confusión que es producto natural de la situación en la que se desenvuelven socialmente. No hay valores —y si los hay son obsoletos—; priva un desaforado deseo de vivir al día, obtener beneficios materiales inmediatos a costa de cualquier precio, sin que por ello se cuestione en términos filosóficos o teologales el comportamiento. Las competencias se dan por el beneficio alcanzado y muy pocos miran al futuro, por cierto sombrío, en el que habrán de desenvolverse más tarde. ¿Sirven de algo las odiosas y reiterativas enseñanzas de memoria del catecismo? ¿Sobrevive algo de la inteligencia de Anselmo? La educación, se nos olvida, empieza en el hogar. Es allí donde se crean los valores del individuo. La escuela será sólo una extensión de la educación recibida, sobre todo por el ejemplo que reciben de sus progenitores. La descomposición social de nuestro país lleva ya muchos años de haberse gestado. La gente es corrupta por necesidad. Digamos que, si en un mercado, la mayoría de sus integrantes venden productos robados, de contrabando o de otro origen dudoso, un integrante de esa colectividad que no participa de la misma manera es visto por los demás

como un estorbo o una amenaza, y es obligado a salir. O simplemente quiebra, porque sus precios son más altos y sus beneficios menores. Debe ser parte del colectivo. Destino ineludible. La sociedad es cómplice. Para sobrevivir es indispensable aceptar que necesitas pagar derecho de piso, o evitar multas —justificadas o no—, recibir algún puesto o canonjía, etc. Quedar excluido es quedar fuera del juego. Y perder. La sociedad es pasiva. Venidos de regímenes autoritarios por siglos, los mexicanos están acostumbrados a encogerse de hombros y esperar lo peor cuando a su lado alguien es masacrado, hecho preso o desaparecido. Sólo es cuestión de alegrarse de no haber sido la víctima y seguir adelante. Recibir cualquier mejoría en tu vida es por pura suerte, o buenas mañas o la ayuda de un compinche. No hay mérito en ello. Tampoco hay que confiarse. Puede que no dure. Hay que seguirse arrastrando, haciendo caravanas y haciendo obsequios al de turno arriba. ¿Para qué dar clases de civismo o ética en las es­cuelas? Materias inútiles, desechables. La televisión es la escuela de padres e hijos. Al observar su nivel, entendemos mejor el comportamiento de pueblo en general. ¡Imposible dejar sin televisores a los pobres! Muchos millones de pesos se han dedicado a regalar aparatos digitales a los pobres (que, por cierto, podían no tener que comer, pero sí tenían su tele en el más mísero hogar de cartón y lámina). Votos comprados, votos ganados. No es con discursos ni buenas intenciones como va a cambiar este país. Tampoco la visita del nuevo Papa servirá de mucho. Tomará tiempo y esfuerzo para que algo suceda. Y muchas más muertes. Pero eso a nadie va a sorprenderle. Nos hemos acostumbrado a eso. Como a todo lo demás.

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Derechos de autor

en dos mundos diferentes Paul Jaubert

Cinematógrafo Lumière, 1897. (Imagen: SSPL/Getty Images)

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Dentro de los distintos sistemas jurídicos contemporáneos, el derecho de autor y el copyright se contraponen frontalmente, lo que genera serias consecuencias en todo el planeta en torno a la aplicación de uno o de otro y de los respectivos pagos que se deben hacer o los que dejan de hacerse por la aplicación territorial de cada uno de estos sistemas legales.

Dentro de las múltiples diferencias que podemos encontrar entre los derechos de autor como los tenemos concebidos en el sistema romano germánico canónico, —también conocido como derecho civil napoleónico, por ser el código que concentró las disposiciones provenientes del derecho romano en un sistema moderno— el derecho de autor es de los más disímbolos en cuanto a la legislación anglosajona, aunque por otra parte encuentra grandes similitudes. El sistema jurídico del Common Law no contempla una protección directa a los derechos de los escritores, directores, compositores o intérpretes y ejecutantes, por el contrario, protege a los productores, pues al firmar un contrato con los autores, se vuelven dueños de todos los derechos de las obras a cambio de una remuneración económica. Aunque podría parecer injusto, en realidad no lo es, pues las cantidades que se pagan en los países integrantes del Common Law por adquirir los derechos de cualquier obra autoral son suficientes para satisfacer prácticamente cualquier cantidad que los creadores podrían haber percibido en el esquema del derecho de autor. Las diferencias entre ambos sistemas jurídicos son grandes, y en lo que respecta a los derechos de autor y al copyright se vuelven enormes, pues el sistema anglosajón protege los intereses del productor inversionista, quien arriesga su capital para la producción de libros, películas, obras de teatro, etcétera, mientras que en el resto del mundo se protege a los autores, buscando que éstos tengan una participación proporcional al uso y explotación de sus obras. Es decir que el sistema anglosa­jón paga por adelantado y el productor corre el riesgo total de los resultados que van a dar los distintos usos que pueda hacer de la obra; en el sistema napoleónico, los autores se vuelven una especie de socios en las producciones, al aportar los dere­ chos que les corresponden sobre las obras de su creación y los distintos medios en que se pueden explotar. El tema patrimonial es quizá el más relevante en cuanto a las diferencias que existen en ambos sistemas jurídicos. Sin embargo, existen otras tantas que no son menos importantes, como el periodo por el cual se pueden transmitir los derechos de autor, así como los territorios y los medios de explotación para los cuales se contrata. Mientras en el copyright la transmisión de derechos puede hacerse por toda la eternidad, para todo el universo y por todos los medios de explotación conocidos o por conocerse, el sistema napoleónico limita la transmisión de los derechos a periodos

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más o menos razonables (en el caso de México son quince años salvo ciertas excepciones); el territorio no puede ir más allá del planeta Tierra (aunque generalmente se limita por el idioma o idiomas por los que se autoriza la explotación de las obras), y se reserva a favor del autor los medios de explotación distintos a los específicamente contratados por el productor. Estas diferencias son realmente abismales, y no representarían mayor problema si no fuera porque las obras adquieren el don de la ubicuidad con los distintos medios por los que pueden ser usadas y explotadas. Es entonces cuando surgen los conflic­tos entre los dos sistemas jurídicos, pues cuando una obra se contrató en los Estados Unidos para su producción y realización, y dicha obra luego se explota también en México y otros países de tradición napoleónica, los derechos sobre la misma entran en choque, ya que en México existen derechos reservados exclusivamente para los autores y sus herederos, mientras que para los anglosajones, esos derechos corresponden al productor que previamente los adquirió del propio autor. Así es, para nosotros el derecho a percibir regalías corresponde en forma exclusiva a los autores y es un derecho irrenunciable, por lo que las disposiciones del copyright mediante las cuales se transmiten en forma absoluta los derechos del autor a favor del productor no son aplicables sobre nuestro territorio, aunque el contrato celebrado diga lo contrario. Tampoco se pueden transmitir tales derechos a perpetuidad, dado que en los países de tradición napoleónica, el Estado concede temporalmente el monopolio del uso y explotación de las obras a sus creadores (en México, toda la vida del autor y cien años después de su muerte para sus herederos), y después de tales periodos, los derechos caen en el dominio público y pueden ser usadas las obras libremente por quien quiera. Los conflictos que se presentan cuando las obras son explotadas en distintos sistemas jurídicos a aquellos en los que se realizó su contratación son graves, pues si una obra que se incorporó en una película fue contratada en México y se explota en Estados Unidos, las regalías correspondientes para los autores y conexos son del 1.65 por ciento del ingreso de taquilla; sin embargo, en los países regidos por el copyright tal principio no aplica, por lo que los autores y conexos se quedan sin cobrar lo que en derecho les corresponde. Por el otro lado, cuando se trata de una película contratada y realizada en los Estados Unidos y que se explota después en México, queda vacante quien reclame los derechos patrimoniales que correspon­den a los autores, pues los mismos ya fueron cedidos a las compañías productoras, y en nuestro país los únicos legitimados para cobrar estos derechos son los autores o sus herederos. Aunque lo anterior parece simple no lo es; mientras unos pierden sus derechos otros dejan de cobrarlos, lo que genera una competencia desleal en los mercados in­ volucrados, además de todos los problemas que genera la aplicación de los tratados internacionales de los que son parte los estados contratantes, tanto del Common Law, como de los sistemas romano germánico canónicos.

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El extraño caso de la taquillera del metro Jesús Vicente García

Es posible que el desocupado lector no me crea y pensará que su servidor se ha vuelto loco, que escribe con las patas antes de reflexionar, que la realidad le ha ganado a la ficción o que la ficción se ha volado la barda, aunque en los tiempos de febrero todo es posible, porque hay amor y el amor es una locura. Y es que ha sucedido algo digno de “entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro”, diría Nuestro Señor don Quijote. Hoy, una taquillera del metro respondió a mi saludo, me dijo buenos días, caballero. Por tanto, el mundo ya no es el mismo. Esta mañana se ha iluminado cuando, después de años de viajar en metro, la voz de la taquillera traspasa el vidrio-barrera que se erige como un campo inviolable entre el usuario y el Sistema de Transporte Colectivo Metro, representada por la mujer que está dentro; en general, mujeres famosas porque se la pasan hablando por teléfono, texteando, viendo las redes sociales, películas, juegos; mujeres a las que hay que decirles dos veces nuestra petición en materia de boletos, porque no oyen al que está de este lado, no les interesa, les da lo mismo dar un buen servi­cio, que por cierto es público, y una vez que saben lo que quieres, avientan los boletos y el cambio, mone­das que se azotan en el canal de metal que rompe la barrera; y en ocasiones uno se asoma para ver a la susodicha, puede ser una joven guapa recién egresada de la pubertad, una chica red social, nativa de la tecnología, que se comunica con alguien

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que no es el que tiene enfrente a quien debe atender; y si es una mujer ya entrada en años, en indiferencia, el resultado no cambia gran cosa. El silencio ante el saludo es el mismo. Sin embargo, este sábado a medio día, el mundo tuvo una metamorfosis. Juego con mis monedas en el bolso del pantalón. Selecciono con el tacto dos de a diez; saludo, pues desde pequeño me lo enseñaron. (En una ocasión, fui con mi mamá a visitar a una de sus amigas, había un niño más grande y antipático, saludó, yo no respondí. “¿Cómo se dice?” Sentí la voz imperiosa de mamá. Con la mirada hacia abajo, voz casi en susurro, balbuceé: “Es que me cae gordo”. “Cuando alguien te salude, tú debes saludar; si te cae mal o no, es tu problema, tú saludas y ya, que no digan que no estás educado”). Saludé y ha sido así en estos más de cuarenta años. Sólo que ahora la vida me ha sorprendido. Nadie hay detrás de mí, me doy el lujo de pasar saliva, abrir más los ojos, intentar ver quién es la voz de aquel lado del vidrio, ¿quién ante un buenos días me ha respondido: buenos días, caballero? Deseo que se repita para grabarlo en video, tomar una selfie con la taquillera, apuntar la hora (12:07), inmortalizarla en los medios habidos y por haber, que las páginas web de los diarios den fe de ello, encabezados que digan: “Taquillera del metro saludó a un usuario” (y el balazo: “presidentes extranjeros han enviado felicitaciones al director del sctm por su educado personal”). “Un usuario escuchó la voz amable de la taquillera”. En féisbuc, “Lady boletera ha sido felicitada por millones de usuarios, y su muro ha sido más visitado que las playas de Acapulco en semana santa”. Que mañana los diarios impresos enfaticen el saludo del año, que el mismo diario católico Desde la fe lo destaque como una benigna profecía, como si Juan lo hubiese revelado en las Escrituras. La taquillera levantaría envidias entre sus pares, la invitarían a programas de televisión, no habría revista del corazón, política, cultural e incluso de cocina que no le diese un espacio. El público conocería la voz de la taquillera 2015, año del Señor.

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Las piernas se me doblan y el corazón da un vuelco no apto para cardiacos. Intento decir ¿perdón?, pero voy a echar a perder el momento, porque es clarísimo lo que mis trompas de Eustaquio captaron: buenos días, caballero. Soy un caballero. Si la taquillera lo dice es porque así es, ¡qué caray! Un leve temblor se apodera de mi mano al depositar las monedas en el cuenco de metal. Vuelvo a saludar, se me obnubila el cerebro, y ella: “Buenos días, joven”. Ahora soy joven, lo cual no niega lo de caballero. Entonces la veo algo borrosa, cual ente de ficción que sólo existe en la imaginación y no en la realidad; así lo hizo don Quijote con Dulcinea, él creó su prototipo de “fermosura” ejemplar para todo el mundo, no sólo en sus tierras manchegas; por tanto, la taquillera que me ha saludado simboliza a la trabajadora ideal del metro, es decir, que está más del lado de la


ficción que de la realidad; lo ideal es lo que no se puede palpar, tocar, oler, y en este caso sí se puede escuchar; su voz es el conducto hacia su existencia. Debo estar orgulloso de haber sido personaje directo y puedo decir que es y está, que esa taquillera existe, y es posible que haya otras, todo puede ser después de haber sentido el placer de su voz educada, de lo hermoso que es cuando una de ellas responde y te dice joven y caballero; caballero como don Quijote, joven como Dulcinea, entonces el mundo que habitamos deja de ser el que vemos diario, porque hoy se ha roto la mo­notonía, se han resquebrajado los paradigmas de la mala educación de algunas taquilleras que no nos hacen la mañana ni el día ni la noche, que debemos soportar su indiferencia, que nos avienten las monedas, o no las

reciban, porque dicen que están sucias o maltratadas o de muy poca denominación, o no tienen ganas y nos la devuelven para permitir que pase otra persona; se convierten en obstáculo y no en permisibilidad. Y además, las esperamos media hora mientras van al baño. Aquí, la taquillera, la que me ha saludado, se convierte en símbolo de lo que no abunda. De lo bueno, poco. ¿Me da cuatro, por favor? Tartamudeo. Las palabras no me salen, se atoran, mi mirada le gana al lenguaje. “Claro”, dice. Deposita con suavidad los boletos blancos con un número en color naranja, 46, todavía están vendiendo el boleto con el que conmemoraron la edad del metro, que es la mía, 46. “Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a la luz las famosas hazañas mías”, diría don Quijote ante este acto heroico. La voz de la mujer más que delgada, aguda o hermosa, es significativa, como el nombre de Rocinante. Signos nuevos, códigos no escuchados de una taquillera del metro, ese saludo encierra el ideal de las otras colegas para tratar mejor al usuario. Abro los ojos para develar ese filtro borroso que no me permite ver a la taquillera que me ha dicho caballero y joven. Mujer de unos treinta años, cabello lacio, claro, que sobresale debajo de las orejas, columpiándose en el hombro como el mar en la curva de una ola; arriba de la cabeza, como cereza del pastel, un gorro rojo. ¡Por los cachetes de cupido!, Afrodita, su amor universal, me saluda mediante una taquillera, eso es buen indicio, se acercan tiempos mejores, la vida me está dando algún mensaje que todavía no entiendo. Lleva puesto un suéter verde y no hace otra cosa más que atender al público usuario. (No chat, no teléfono, no audífonos, no se maquilla, no come, no fuma.) Le doy las gracias y me responde: a usted, caballero, que tenga buen día. Me siento en otro mundo, y justo en ese momento me llega el mensaje de Basilio: “Te espero en Galerías Coapa, llego en media hora”. El día sigue nublado y hermoso. Para sorpresa mía, el operador del camión que sale del metro General Anaya a la uam Xochimilco también me saluda y ya se me hace sospechoso, mucha miel sobre

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Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

hojuelas. Le aviso a Basilio que voy algo retrasado. No quiero ir con prisas, deseo gozar el efecto de aquella voz. En la noche, me espera Malena en casa con un café y un pan. Le platico lo de la taquillera y su saludo, y aún no me lo cree, dice que los cuarenta y pocos no me están sentando bien. De puro gusto leo cosas de taquilleras del metro en internet, y en el féis le pongo “me gusta” a “Orgullosamente taquilleras del metro”. Los comentarios no les favorecen mucho, de hecho hay una mujer que pone: “Hay les encargo a las taquilleras de la estación Zaragoza del lado del paradero, tienen un gentío y una mala educación”. Las taquilleras di­cen que no todas son iguales, que eso es cosa individual, que también hay usuarios muy mal educados y que no escuchan porque tienen sus chícharos puestos. Otros les responden que ellas igual escuchan sus audífonos. En el muro publican un texto en el que recomiendan a los usuari@s: cuando soliciten boletos o recargas, hacerlo en voz alta, pues su cristal es de mucho grosor; al llegar a la taquilla, por favor, lleven en mente qué van a comprar. Se pierde tiempo si deciden enfrente de la taquilla. Lleven cambio, no les surten monedas como en otras empresas; paguen con billetes en buen estado, porque ellas trabajan sólo con lo que los usuarios llevan, “y si sólo tenemos un billete en mal estado para dar

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cambio, no lo recibirán y ahí empezará un problema”; de ser posible, compren sus boletos o recargas con anticipación, eso evitará que se estresen en caso que lleven prisa. El sistema de recargas es viejo y lento. “Si aplicamos estos sencillos consejos, podremos agilizar el servicio, evitaremos en lo posible largas filas, tendremos menos estrés y realizaremos un viaje, si no placentero, sí tranquilo, sin contratiempos y evitaremos molestias innecesarias. Muchas gracias. Hay un apartado en que dicen que los horarios son complejos y mal pagados, que las instalaciones son adversas. Todo eso lo entiendo, pero yo me sigo preguntando por qué no saludan y nos avientan los boletos, claro, con sus excepciones, pues de eso se queja toda la gente, de su mala educación. Pero hoy, quiero pensar que ese saludo es el principio de lo positivo y dan ganas de decir feliz viaje en metro y próspera compra de boletos, que la paz esté con quienes escuchen esa voz femeni­na que me dijo caballero y joven, y me deseó buen día y no me regaló indiferencia. Creo que esa taquillera era un reno disfrazado, un Santa Clos femenino, curveado, una Atenea, ojos de lechuza, que ayuda al usuario, un ángel sindicalizado del metro que en el saludo lleva las bienaventuranzas para los metrousuarios en este feliz viaje de subterráneo por los venideros siglos.


armario

De “La Semana Alegre”

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Una escena de Tío Canillitas, zarzuela de M. Soriano Fuentes. Grabado de Gustave Doré para el libro L’Espagne de Le Baron CH. Davillier, París, Librairie Hachette, 1874

Tick - Tack

Los reventadores. Teatro antiguo y moderno. Las funciones a mitad de precio. El gobierno del Distrito ha recordado a los concurrentes de los teatros que serán penados con multa o prisión quienes armen escándalo en aquellos centros de propaganda. Últimamente se habían hecho número de programa los “meneos” provocados por los “reventadores”, y —decía el viernes un editorialista de la casa— quienes costean los vidrios rotos en tales broncas son los espectadores pacíficos que acuden al templo de las musas con mallas, con el honesto fin de distraerse.

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Publicada en El Imparcial, 19 de junio de 1904.

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No todo el mundo —aseveraba el mismo sociólogo— guarda la debida compostura. Personas hay que por el hecho de pagar su entrada se creen con derecho a platicar en voz alta, comentar a voces, aplaudir intempestivamente, sisear de vicio, bastonear a la jineta e impedir a un vecino de localidad el goce quieto y reconcentrado de un monólogo muy movido o de un coro muy asentado. Fila su nota voluptuosa la tiple, y antes de que el mordente, o la fermata, o el do de pecho, hayan sido emitidos hasta las heces, retumba una tempestad de aplausos, siseos, oles y exclamaciones, como “¡diana!”, “¡que le den la oreja!”, “¡viva tu madre!” Naufraga, pues, en ese cordonazo de San Francisco, lo mejor de la obra. La verdad es que el público moderno está mucho mejor educado que en los tiempos de los Polvos de la Madre Celestina, la Pata de Cabra y el Reloj de Lucerna. Suprimidas las ventilas y el mosquete, siquiera puede uno oír la representación sin abrir el paraguas o cobijarse con un petate para no recibir a cuerpo limpio los bagazos, espumas de cerveza, caramelos chupados y otras atrocidades que proyectaban los de arriba sobre los de abajo. Allá en mi remota infancia, por quince centavos tenía uno derecho a toda clase de abusos. Entraba a la cazuela a punta de coces, empellones, trancazos y demás violencias; cuerpo a cuerpo disputaba la posesión de las barreras de primera fila a cualquier ocupante, se sentaba en los muslos del primer dejado, llevaba su merienda y su faldero; si hacía calor, se quitaba el saco y fumaba hasta pipa turca si le venía la gana. Nada más común que interrumpir al actor cuando alardeaba de ser gentilhombre en las tablas, para decirle que era un mamarracho sinvergüenza que estaba debiendo la hechura de un justillo acuchillado para “Venganza o el Anciano de Filipinas”. Sucedía que Azucena, Eleonora, Fidelisa u otra heroína enfermas de anemia reumática, eran papeles a cargo de Luciana Montenegro, la güera interesante y esbelta; pues bien,

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si aparecía para sustituirla Agustina Olmos, rosilla, abocinada, de muchos kilos, se armaba zamba tal, marimorena tan espantosa, que el juez ordenaba el toque de lazo y salían en calidad de mansos un par de lacayos vestidos de colorado, media blanca, peluca empolvada y pescuezo percudido, para llevarse a la contralto. No existía la luz eléctrica, tampoco se gastaba en salvas de gas hidrógeno, por manera que en el último piso de los coliseos, sumido en las sombras, esas cobijadoras de los abusos, solían escucharse invisibles bofetones, agudos gritos de damas picadas con un alfiler; y si la pieza era de amorosas desventuras, verdadera retreta de ósculos en el momento álgido del dúo pasional. Claro que sí, había gendarmes, pero los pobres gendarmes de muchachos llevaron una vida tan sedentaria y monótona, que para ellos cuidar del orden de un teatro era sacarse la lotería. Yo he visto a uno de bigotes colorados quitarle el paño al kepí para enjugarse las lágrimas, en “La huérfana de Bruselas”; a otro abrirse paso a trancazos para no perder lo más acrobático de “La carcajada”, y a todos los de mi tiempo, perder la conciencia de dónde estaban, perder la rigidez y seriedad oficiales para arrojar los hábitos a la cancha, aplaudiendo, frenéticos, en el colmo del entusiasmo artístico. Todavía pocos años ha, escuchado al célebre tenor que hacía de Otelo, en la escena siguiente a la estrangulación de Desdémona, cuando ya suicidado sigue contando el celoso moreno, decíame un charrito de bigotes atusados: —La verdad es que canta bonito y muy golpeado para estar tan mal herido. Lo gendarme no quitaba lo sensible, y el arte ha sido capaz de transportar al éxtasis no digo a un policía, a toda una fagina. Únicamente no ha cambiado ni cambiará el aspecto de los odeones y teatros en esas fiestas a precio módico, llamadas familiares. Una función familiar si es vespertina, si es de las que se llaman moralizadoras, edificantes, propias para


las jovencitas, tías ancianas y niños, si es de las que se buscan con el objeto de distraer las penas, olvidar la realidad con fiador del comercio, dar sano alimento al sentimiento estético y emplear los ahorros en algo que no sea el pan de cada día; si es de ésas, puede clasificarse entre los azotes de la humanidad para no pocos jefes de tribu, patriarcas y coroneles de una prole. Quiere la civilización que hasta las parentelas más humildes vayan cuando menos una vez cada cinco decenas a las tandas. Eso es tan necesario como saber bailar al two step y ponerse en buen sitio de la cabeza los abultadores. En la tanda se cosechan asuntos para la conversación y frases bonitas. La gramática enseña, es cierto, a hablar y escribir correctamente las cartas de pésame y correspondencia mercantil, pero no ciertos giros obligatorios en el trato social. Puede conceptuarse de retrógrada a una persona que no sepa meter la pata, dar una lata, tirarse una plancha, dar el opio, despertar al sursum corda, hacer temblar al ministerio, tener todo lo que hay que tener, irse de verano, arrancarse la jota, jalear por todo lo alto, clavarse de agujas, y conocer el canto jondo, y todo ello no se aprende sino en el tinglado. De modo que un miércoles en la noche, la señora está de pelo suelto y vistiendo la túnica pretexta, como dice el Quo Vadis; el padre llega en coche portando dos abanicos de papel, polvos para la cara, tres pañuelos, juegos de peinetas, choclos para niños, listones surti­dos, un frasco de lilas blancas, dos pares de guantes, gemelos prestados y seis boletos de empeño. Ya el jueves en la mañana ni las camas se tienden. Se charla en el corredor, mirando si hay aparatos de agua por el Peñón, se da licencia ilimitada a la camarera, se come en pie, mientras el pagano del palco impar frota con gasolina levita dramática, porque fue la del himeneo, la señora se suelta los chinos y patea las soleras para que den de sí los choclos.

Calandria amarilla, gemelos, paraguas, abrigos, cesta con pañales, biberón, leche hervida, galletas, pur­gantes, vino de hierro, zapatos de hule, sonajera, trompetita, mascada por si hay que darle al niño, y a tomar lugar. Aún no meten el contrabajo, cuando ya el sainete comenzó entre las gentes que dizque van a divertirse. —De veras que no se puede salir contigo; le amargas a uno todas sus diversiones; más valía quedarse soterrado en la casa. ¿Qué mal te hace Garduño con que­darse en el palco parado?, ¿qué tiene de particular que los niños jueguen al toro en los pasillos?, ¿y que la criada por curiosidad haya roto la bombilla eléctrica? Parece que está uno en iglesia y no en zarzuela. —No hables tan recio; veinte gemelos están sobre nosotros; apéate el sombrero, porque ya se está desbaratando el pajarraco ese que le pusieron. Despierta a tu madre, que tiene una manera más ordinaria de roncar. Dile a Juanito que no escupa a ese señor calvo que está en el patio. ¡Me queman la sangre! ¡En mala hora cargué con toda la peregrinación de naturales! Dile a la criada que aquí no se canta ni chifla como en su rancho para dormir al niño. No le des su leche aquí sino allá afuera. ¿Ya lo oyes? Nos están siseando; no golpeen las sillas, saca al muchacho que llora, preci­ samente para ponerme en la picota del ridículo. Sí, hace bien el público en tirarnos con bastones y sillas, hace bien en mugir que nos echen, hace bien en pedir que ahoguemos al chamaco. Vámonos ahí viene la policía por nosotros por escandalosos… está en su derecho… ¡Vaya modo de proporcionarle solaz a la infancia! ¡O dejas de sonar trompeta, o te mato! El mártir no opone resistencia a los gendarmes, está conforme en que lo consignen, y solamente lo hiere que un señor sin contrata diga al pasar: —Duro con ellos, ¡a la cárcel por reventadores! —Diga usted, ¡por reventado!

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intervenciones Mateo Pizarro


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La voluntad en el discurso Escenas del jardín de Brenda Ríos Gustavo Íñiguez

Bathers, Paul Cézanne, 1890. (Imagen: Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images)

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Un discurso que encuentra en la sencillez su mejor manera de decir las cosas es el que nos muestra Brenda Ríos (Acapulco, Guerrero, 1975) en su libro Escenas del jardín, un discurso que se sostiene en la voluntad, que funciona como eje magnético congregando elementos cotidianos para generar elaboradas imágenes. Palabra con la que nombra los dos apartados del libro: “Voluntad de la casa” y “Voluntad del desplazamiento”: fuerza de construcción y conducción. Es decir: se construye con voluntad, es lo que delimita, separa y sostiene las imágenes que conforman la casa y el libro. Esa misma fuerza nos conduce a desplazamientos que buscan el placer o el amor, la voluntad como impulso en los deseos: “Yo sabía que su cuerpo era mi casa / y que yo tenía la llave”. La factura de este libro es doméstica. Los elementos que al ser nombrados conforman el escenario sobre el que se desarrollarán los textos nos dan cuenta de esa casa a la que entraremos y, al revelarse, nos parecerá familiar, nuestra propia casa. Hay en el lenguaje la transparencia que permite al mensaje llegar sin sombras ni penumbras: directo. Esta capacidad comunicativa es uno de los méritos más sobresalientes en el trabajo de Ríos. Además de la bien lograda comunicación, se reconoce la visión sintética. Recortes de momentos precisos, donde se recarga la esencia más nítida de lo acontecido, hacen que sus textos consigan la tensión que permite al lector hacer una lectura atenta. Esos hijos que no veo y que su padre ama tanto que me los unta en el pan con mantequilla en el jabón en la espalda húmeda esos hijos de mermelada roja de ropa limpia que entran en la recámara sin recibir instrucciones sin amar ni un poquito sin abrir las manos sin decir: papá quiero irme a casa.

Con un tono que libra con holgura el melodrama, Brenda modela en sus textos un alto grado de contenido emocional para impregnarlos de visceralidad y que, apoyados en los excelentes recursos de ejecución que le otorga el oficio, convierte en poemas memorables. Evita, con acierto, ser autocompasiva, y con un ajuste sutil en la ironía logra que en la construcción de su escritura se perciba claramente su visión del mundo. Una visión conseguida con un fino trabajo de reconocimiento. Recoge motivos de la biografía y los pule con paciencia para dejarlos afuera, como eventos ajenos que ya no duelen pero vibran:

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Mi padre murió con maquillaje encima y varias aberturas que le fueron cosidas. Era un muñeco remendado.

En el poema de largo aliento “Los amantes” se condensa otro de los rasgos distintivos de este trabajo: el narrativo. Una historia con personajes bien perfilados en una trama que se resuelve hábilmente en el verso. Este modo de contar hace que el discurso se expanda y se vuelva un espacio más amplio donde las posibilidades de que el lector se sienta identificado se multiplican y en algún punto avanza por los puentes sensoriales que tiende la autora. Su manera de contar es impactante y clara, entretenida y novedosa, inteligente y emocional: Con final previsible —el amor es de quien da más— nunca como hoy los dos amantes estaban tan colmados de ellos mismos: sueltan el libro donde leen sus vidas miran por la ventana toman té hirviendo atentos a cualquier chasquido de puerta, suspiro, gato. Como un auto que arranca era el amor que traían y ahora se llevan de tal modo intacto.

Lo actual de este discurso lo vuelve cercano, y la fuerza de voluntad de una mujer que se conoce y por tanto conquista convoca a los dos amantes a un espacio emocional dispuesto con pericia en el texto, potencia la postura estética de esta autora que se nos en­trega con la franqueza de la buena poesía: esa que uno recuerda y repite entusiasmado. Escenas del jardín es una composición que ocurre paralela a lo cotidiano y sus versos podrían surgir de pronto en una de nuestras conversaciones sin darnos cuenta que citamos estas “escenas” que se han instaurado en nosotros naturalmente: “El desamor/ a la larga es más caro/ por ser de mejor calidad”.

Escenas del jardín Brenda Ríos México, Mantis Editores, 2015, 75 pp.

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Historia militar de la caloría y otros relatos sobre el cuerpo de Fabrizzio Guerrero Mc Manus

Máascara II, Ron Mueck, 2002. Fotografía: Alejandro Arteaga

Andrés García Barrios

Sobre el cuerpo se piensa poco. Uno puede leer grandes cantidades de filosofía sobre la mente y muy pocas sobre la piel tatuada, las bacterias del intestino, las cicatrices como testimonio del dolor o sobre el cuerpo adolescente que en apariencia está quieto frente al iPod pero que se halla intensamente activo, extendiéndose ha­cia una realidad que no por ser virtual carece de sensibilidad, emotividad e inteligencia. Sobre el cuerpo se piensa poco y menos todavía se escribe en textos de filosofía de la ciencia accesibles a todo público. Historia militar de la caloría, de Fabrizzio Guerrero Mc Manus, reúne doce ensayos que toman al cuerpo como centro de reflexión. Textos accesibles pero innovadores, audaces, que provocarían escándalo si no estuvieran escritos con lucidez, conocimiento y sobre todo con tacto, no sólo en el sentido de “prudencia” sino —permitiéndonos un juego de palabras— de cercanía, roce, caricia incluso.

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Es difícil hablar del cuerpo; transmitir con palabras una cualidad sensible es casi imposible (una excepción es la novela Seda, de Alessandro Baricco). Por eso agradecemos que quien escribe sobre el cuerpo posea una voz que nos “toque”. Como buen escritor, Guerrero Mc Manus sabe transformar el aliento físico en aliento literario: su escritura —creada no tanto para informar como para establecer contacto— resulta punto de reunión entre el lector y quien escribe. Valga esta descripción de la intimidad del libro para explicar que muchos pasajes de éste serían sencillamente escalofriantes sin la voz cálida del autor, que los envuelve. Un ejemplo es la referencia al secuestro por parte de las autoridades norteamericanas de los cadáveres de miles de japoneses muertos por la radiación de las bombas atómicas en la segunda guerra mundial, y su disección y transformación en objetos de laboratorio para estudiar ese efecto. Privados de toda identidad y dignidad, fueron por fin devueltos en 1973 al Japón donde “su estatus de objetos científicos fue abandonado y se les concedió nuevamente el respeto que todo resto humano merece”. Al hablar del cuerpo, Mc Manus evidencia que éste comprende todas las experiencias humanas, desde la acción de morder hasta la ética. El libro se convierte en motivador y guía de actitudes hoy cruciales como la disposición a resolver conflictos y la piedad por el dolor de nuestros semejantes. Una breve y poderosa alocución sobre el asesinato de cuarenta y tres estudiantes mexicanos de la normal de Ayotzinapa, Guerrero, perpetrado en septiembre de 2014 —texto añadido al libro ya terminado— es ejemplo de una escritura actual, comprometida y urgente. Pero también fluida e incluso ligera como todo buen texto de divulgación. La abundante información atrapa al lector de principio a fin. ¿Sabía usted que existen empresas que proponen con toda seriedad liberar al cuerpo del acto de comer; que hay personas que un día se sienten mujer y otro, hombre; que cuando

se inventó el concepto de caloría se pensó también en fijar “los salarios mínimos en función del tipo de alimentos que el obrero podría comprar”; que en el mundo anglosajón del siglo xix el aborto era legal; que en materia de vih y sida, México ha tenido una de las tasas de incidencia más bajas de toda la región de nor­te y centroamérica? Los anteriores son algunos de los hechos sorprendentes que el libro no sólo menciona sino que explica con sensibilidad e inteligencia. La prohibición del aborto en Gran Bretaña, por ejemplo, se debió en parte a que no sólo lo llevaban a cabo médicos sino también parteras, yerberas y no especialistas. Ciertamente esto hacía de la intervención un peligro, pero el móvil para desacreditarla no sólo tenía la intención humanista de evitar muertes sino que también aspiraba a institucionalizar a la ciencia médica como ámbito exclusivo de la salud y la enfermedad, sobre todo para las mujeres. Fue así como en el siglo xix surgió un proceso de “medicalización del cuerpo femenino que condujo a que el grueso de la fisiología femenina fuera juzgada como parte del dominio de la pericia médica. Este proceso se observa en el hecho de que básicamente todo momento en la vida de las mujeres ha recibido un nombre médico”. Otras reflexiones igualmente reveladoras se extienden hacia todo tipo de temas, difícilmente más contemporáneos: el hecho de que el cuadro de información nutrimental tenga hoy más realidad que el olor, el sabor o la textura de un producto; el que las simbiosis que mantenemos con las bacterias que viven en nuestro intestino nos inviten a considerar sus tres millones de genes como nuestros, o el que ciertas prótesis ortopédicas, sin dejar de ser altamente funcionales, se permitan aportaciones estéticas que las convierten en objetos artísticos o artesanales. Puedo imaginar una película que, con el título Web site story, narre el doloroso drama de dos personas que, ocultas tras pseudónimos, establecen una relación

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virtual, consiguiendo por primera vez comunicación genuina con alguien. Sin embargo, la pareja tiene que enfrentar trágicamente el día en que la empresa cancela el site sin previo aviso. Para mi sorpresa, Guerrero Mc Manus explica que esto no es una película: el poder de la experiencia virtual es tal que ya ha llevado a legislar en torno a los derechos de los internautas para evi­tar que sus vidas “paralelas” puedan ser dañadas por las ciberempresas. Historia militar de la caloría nos explica lo que es la “tensegridad”: una característica del cuerpo que también se halla en ese tipo de puentes que se mantienen estables gracias al equilibrio entre la flexibilidad y la tensión de su poderosa y a veces larguísima red de cables. A continuación podemos aplicar este concepto al análisis literario y hablar de los grados de tensión y flexibilidad con los que el libro de Guerrero Mc Manus ofrece llevarnos de un lugar a otro. Contra la idea generalizada de que al cuerpo sólo podemos describirlo mientras que a la mente debemos crearla, Guerrero Mc Manus demuestra que la recreación del cuerpo es uno de los aspectos más humanos de lo humano y que nuestra historia incluye la posibilidad de transformarnos físicamente no sólo de forma directa sino también mediante prótesis físicas o virtuales que amplían nuestras capacidades y límites. Este pensamiento —sólido y liberador— recorre el libro transmitiéndole, como todo tensor, una fuerza irradiada en infinitas direcciones. Sin embargo, debemos reconocer que en sus primeros ensayos la tensegridad del concepto todavía no es perfecta: al parecer, el autor aún no ha encontrado la manera de articularlo con el resto de su discurso aunque sí siente el deber (quizás académico) de introducirlo. Es como un cable suelto que hace tambalear la lectura, porque quien remonta ese leve desorden inicial, pronto advierte que los cables se integran con vitalidad a la estructura general y puede adentrarse en el puente con más y más entusiasmo para salir de él hacia otra visión del mundo.

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La multipremiada película Whiplash permite reflexionar sobre la función del crítico que, detrás de la desmesura destructiva que se le ha atribuido, esconde un espectador anhelante de perfección. No puedo (y no quiero) ocultar que, por momentos, Fabrizzio Guerrero Mc Manus ha saciado en mí este límite. Su principal virtud es una escritura hecha para todo público, lo cual, en nuestro México de orfandad, describe no sólo un atributo de cantidad sino de calidad. Promover la fraternidad entre semejantes ha sido históricamente función de la religión y del gobierno. Ahora, ante su dramática ausencia, los ciudadanos intentamos restablecer leyes de hermandad mediante el consenso de las redes sociales. Tratándose sobre todo de una red de textos, llega para los escritores una oportunidad sin precedentes de liderar la pesca. Fabrizzio Guerrero Mc Manus se destaca hasta el momento como un guía de madurez deslumbrante.

Historia militar de la caloría y otros relatos sobre el cuerpo Fabrizzio Guerrero Mc Manus México, Ediciones Paidós, 2015, 208 pp.


Vida y muerte de un cuerpo masculino Las nĂŠmesis de Philip Roth Rafael Toriz

Philip Roth, en su departamento de Nueva York en 2011. (FotografĂ­a: Julian Hibbard/Getty Images)

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Fue Cesare Pavese quien sostuvo, con la sagacidad que lo caracterizó toda su vida y con toda seguridad atisbó en los ojos de la muerte, que si algo nos habrían enseñado los escritores americanos del siglo pasado eso habría sido una nueva forma de beber. Tal idea, expresada de otra manera, no quiere decir sino que la narrativa estadunidense del siglo xx es a la literatura lo que la narrativa rusa al xix: lecciones de maestros. Entre los titanes de lo que ha sabido la fulgurante tradición americana, quedan aún cuatro pilares en activo que siguen dando la cara por un país complejo y extraño; a saber tanto Cormac McMacarty, Don DeLillo, Thomas Pynchon y Philip Roth son los autores de un paisaje convulso al que sus sucesores no ha podido alcanzar, puesto que otra de las características de la literatura norteamericana es su profundo y tóxico talante competitivo, y de cuya comparación, aún autores de largo aliento como David Foster Wallace, William T. Vollman y el sobrevalorado Jonathan Franzen no saldrían del todo avante por muy diversas circunstancias. Entre los sobrevivientes, Philip Roth ocupa un lugar privilegiado no sólo por la originalidad de su obra y el consenso de los lectores tanto como de la crítica, sino porque la suya ha sido una exploración inaudita de la psique masculina en un mundo donde todos los imperativos categóricos al respecto se han desplomado por su propio peso. Antes de Roth, era imposible conocer de manera tan “entrañable” la psique calenturienta de un judío —en una tradición que ha dado ejemplares de primera línea como Singer, Bellow o Salinger— obsesionado por su identidad, las mujeres y por el espíritu de una nación hecha de pedazos asimétricos del mundo donde prima la incomunicación, la diferencia y lo hiperbólico. Acaso por ello algunas de sus novelas más celebradas sean unos ejercicios de ironía consumada y profundidad analítica como las novelas donde florece su alter ego Nathan Zuckerman o esos frescos que explican más la psique de un temperamento proteico desarrollado en los Estados Unidos de la segunda mitad xx que al país que lo cobija (pienso en libros como La gran novela americana, El lamento de Portnoy o Pastoral americana). Roth ha sido un escritor tan jugado que se dio el lujo de escribir una novela como El seno, extraña fantasía kafkiana en la que un hombre aparece convertido de la noche a la mañana en un seno femenino con conciencia, obsesionado por los apetitos carnales propios de su fisiología. Por ello es un hallazgo que Random House publique cuatro novelas cortas —Elegía, Indignación, La humillación y Némesis— en un solo tomo que permite acercarse a un Roth observador de la decadencia del cuerpo viril y su diálogo descarnado con la muerte. Fantásticas, aunque sin lugar a dudas Elegía es la obra más contundente de las cuatro, su exploración de distintos momentos de la decrepitud es quirúrgica y desesperanzada, como corresponde a un observador curtido en los ortigosos campos

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Las némesis. Elegía, Indignación, La humillación y Némesis Philip Roth Traducción de Jordi Fibla México, Literatura Random House, 2015, 576 pp.

de la experiencia: “él había perdido ya la batalla por permanecer invulnerable, pues el tiempo había transformado su cuerpo en un almacén de artilugios artificia­les diseñados para evitar el derrumbe”. Tanto en Elegía como en La humillación prima una sensación de pérdida, la ineluctable certeza de que lo mejor ya ha terminado y para colmo una espantosa lucidez obliga a enfrentarse con los despojos de uno mismo: “lo que había sabido no era nada comparado con el ataque inevitable que es el final de la vida. De haber sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer… de la dolorosa historia de pesar, pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, asilamiento y terror… habría tenido que permanecer junto al teléfono todo el día hasta la noche. La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre”. Fluctuantes entre el miedo y la finitud de la vida —en Indignación un joven se opone por todos su medios al país represivo del macartismo y en Némesis explora la cólera y el sufrimiento que acarrea una epidemia de polio en 1944 a la ciudad de Newark— algo se cuela sin embargo del apetito sexual de sus narradores tradicionales en Elegía, donde el protagonista abandona la estabilidad de su matrimonio por la voluptuosidad que lo consume y reafirma su apetito por la carne: “empezó con una bonita muchacha de diecinueve años y cabello oscuro, a la que él había con­tratado como secretaria y que, cuando sólo llevaba dos semanas en su puesto, estaba arrodillada en el suelo del despacho culo para arriba mientras él la penetraba completamente vestido y sólo con la bragueta abierta”. Mucho se ha insistido ya desde hace varias décadas sobre la muerte de la novela, sin embargo, al leer las piezas de orfebrería de Philip Roth, queda claro que la novela bien hecha plantea mundos autónomos autosustentables que ensanchan la experiencia de la vida. Poco y nada debe importarle a un autor y sus lectores una minucia como ganar o no el premio turbio que dan unos suecos cuando se ejerce de manera tan contundente el oficio de la literatura.

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El amigo acude como la sangre a la herida Fernanda Familiar

Te conocí en tu casa del Pedregal y te despedí en tu casa de “piedra y flores”. Y no te había llorado hasta que Rosa Elvira me envió un folder con todas las Gacetas del Ángel en donde me mencionas. No había llorado porque me enseñaste a jerarquizar el dolor, así que primero había que apoyar a tus hijos, a Adriana, a tus amigos más entrañables de años y años, a tus trabajadores incondicionales. Luego yo. Y ahí se quedó todo atorado, hasta ahora. Me enseñaste a resistir el sufrimiento, a controlarlo, a no dejarme llevar por las inclemencias de las emociones. Tus manos, las recuerdo dándome palmaditas cuando chillaba contigo, diciéndome: “Ya no chilles, que me rompes el corazón”. Entré a tu mundo y sigo rodeada de la gente que amas. Nos tienes cercanos a todos, uniste nuestros hilos en una red de “cuatitud”. Dejaste más de lo que te pudimos dar. Nuestra amistad no empezó con el pie derecho. Te conocí el día que fui a entrevistarte a tu casa del Pedregal y te saqué las tripas. Tus ojos húmedos invitaban al recuerdo de tu hermano Ángel y cómo gracias a él te convertiste en un gran narrador (entrevista publicada, por cierto, tiempo después en uno de tus libros). Por un malentendido de publicación me llamaste en tu columna “trepadora” y quién sabe qué tanto insulto. Era Semana Santa, la leí en Ixtapa, tirada en una tumbona y ¡santa, pero la encanijada que me puse! Te llamé muy ofendida, nos dijimos unas cuantas cosas, aclaramos y me dijiste: “Es buen tino llamar para aclarar los malestares. Sé que el enemigo está en otra parte y no es mi tarea pelearme con una colega. Ya no estoy enojado. Nada más tengo calor”. No sabíamos que tiempo después viviríamos muy cerca y nuestra amistad nos llevaría de la mano por muchos caminos. La columna que elegí fue por lo del neumococo, ¡pensé que me moría! Me reviviste de entre los muertos con tus llamadas, con tus poemas, con historias, con

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cuatro o cinco llamadas al día. “Nada más te hablo para comprobar que no estás muerta. No me vayas a dejar sin herencia, niña”. De todas las columnas en donde me nombraste como La Feroz (encarnizadamente solidaria), La Ferruz, La Maguita, mi amiga la familiar Fernanda, ésta detonó en mí el llanto atorado. Recuerdo aquella Navidad deprimida, con frío, sola (recién separada), el chingado neumococo y tú pendiente de mí como nadie. Hombre generoso, romántico, amigo, seductor con miradas y palabras. Nuestra amistad creció en San Ángel. Veíamos juntos televisión. ¡Cómo mentabas madres en los partidos de futbol! Me hablaste de Tlacotalpan, de tus matrimonios, de tu economía, de tus travesu­ras, de tu salud, del amor de tu vida, de los aciertos, de ser padre de tus hijos, de lo que te preocupaba de ellos, de tu hermana, de tus doctores. Pasábamos ratos de vida invaluables. Nos contábamos secretos y hasta nos paró el alcoholímetro, yo manejando, tú de copiloto y Héctor Bonilla en el asiento de atrás. Nos agarraron tempra­no, apenas íbamos a tu whisky y mi tequila. ¡Guapa me iba a ver en la Vaquita y tú con Bonilla sacándome! Te reías con la mirada, con las manos, con las orejas. A mí siempre me olías a dulzura, a generosidad, a alguien que encuentra la salida y la entrada a su manera. Me quedé con tu última cajetilla de cigarros Marlboro Light suaves, abierta, quedan tres. Me quedé con un libro de entrevistas (así nos conocimos) y tengo tus lentes de ver, me los dio tu hijo Ángel sin saber que cuando me pendejeabas, siempre me decías: “Es que tú tienes que ver más allá, mírate… la vida es gozosa”. Y yo chillaba. Hoy que no estás, querido amigo, cuando la vida se ponga oscura, me pondré tus lentes, Germán, ¡para ver! Me apapachabas mucho. “¿Cuándo vamos a ser novios? ¡Qué trabajo me cuestas!” Soy tu familiar Fernanda, es tu culpa, tú así me pusiste, te decía. Sonreías. ¡Me quitaste lo bruto! Me llenaste de citas y anécdotas. “¿Cuántos libros has leído?” Como quinientos,

corazón. “Ay, mijita, con razón, cuando leas mil más se te quitará lo menso”. Fuimos al teatro, a cenar, a comer, al cine; te puse al teléfono a Gabriel García Márquez; fue un día muy hermoso cuando hablaste con él. Acordamos una comida con los Gabos en mi casa, pero ya no pudiste llegar, no te sentías bien. Te ayudé a caminar y tú a mí en momentos muy significativos, ¡nos sentíamos tan solos! Me invitabas a dormir porque no podías dormir. Tenías frío, del alma, del cuerpo; ¡qué desmadre conseguirte tu cobija eléctrica! Y qué bien te calentó por un tiempito. Escribiste, en la columna que elegí, sobre tu precaria estabilidad emocional, pero Germán, ¡si los dos éramos un racimo de corazón con patas! No había a cuál irle. Me hablaste de los seudointelectuales jodidos de este país, de los corruptos, de los ojetes que le han hecho tanto daño a México. No eras rencoroso, ¿o sí? Quizá con algunos que sabías que no te querían y te sonreían porque los ponías en su lugar con tu indiferencia macabra. Hoy “La Ciudad” no es lo mismo sin tu sarcasmo, tu narrativa, sin Montiel y sus secuaces. Muchos dormirán tranquilos desde que empacaste y te largaste, otros soñamos contigo. Aquel día que decidiste irte, llegué unos minutos después de que mi viajero se fuera. Te di besos, te acaricié la frente, te sobé el pie, te abracé, me despedí, acompañé a los tuyos viéndolos romperse en cachitos pero serenos porque los hiciste valientes. Tus hijos, Adriana, tus fieles… Éramos unos cuantos y abajo, en la sala, la medalla que te acababan de dar en tu homenaje en el Teatro de la Ciudad; tus películas, tus libros, cientos de objetos de tu vida, de tu pasado, tu ropa, tu traje de jarocho para entrar bien guapo en aquella caja don­de te velaríamos más tarde. ¡Ay, corazón, vi tu cuerpo sin vida, lleno de vida vivida! Y aquí estás, aquí sigues para siempre y hasta que te alcance. Como mi amigo, el amigo que, en mis silencios, en mis sueños y en mis recuerdos, aún acude como la sangre a la herida.

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colaboran Alejandro Arteaga (ciudad de México, 1977). Estudió lengua y literaturas hispánicas (unam). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2006-2008). Es editor en Casa del tiempo. Christian Becerra (ciudad de México, 1985). Su trabajo abarca la fotografía, el dibujo, la gráfica y la instalación. Ha realizado exposiciones individuales y colectivas en diversas partes del país y en el extranjero. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, las becas Adidas Border, en 2015, y Jóvenes Creadores del Fonca, 2014 - 2015. Walter Beller Taboada. Doctor en filosofía y maestro en teoría psicoanalítica. Ha sido profesor investigador en la uam y en otras instituciones publicas y privadas del país y ha publicado diversos textos sobre educación, epistemología e historia de la ciencia. Es Coordinador General de Difusión de la uam y profesor en la unidad Xochimilco. Maritza M. Buendía (Zacatecas, 1974). Estudió el doctorado en teoría literaria en la uam. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas 2003 - 2004 en narrativa. Premio Nacional de Cuento Julio Torri 2004 por En el jardín de los cautivos y Premio Bellas Artes de Ensayo José Revueltas 2011, por Poética del voyeur, poética del amor. Juan García Ponce e Inés Arredondo. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976). Es egresada de la licenciatura en lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las Letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía de la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles. En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el IX Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del inba en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. Gustavo Íñiguez (Jalisco, 1984). Autor de Dromedario (2008) y de Espantapáramos, publicado en 2013 con el apoyo del ceca Jalisco. Becario del pecda 2015. Junto a Luis Armenta Malpica compiló

Equinoccio. 50 poemas ecuatorianos del siglo xx. Autor de la columna crítica semanal “Muérdago” en el sitio bajopalabra.mx. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem). Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2004-2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Juan Patricio Riveroll (1979, ciudad de México). Escritor y cineasta. Dirigió dos largometrajes: Ópera, en 2007 y Panorama, en 2013. Ha publicado las novelas Punto de fuga, editada en 2014, y Fuegos artificiales publicada por Tusquets en 2015. René Rueda Ortiz (Chilpancingo, 1984). Estudió letras hispánicas en la unidad Iztapalapa de la uam. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2012-2014 en el área de Narrativa. Autor del poemario Diario postmoderno. Bernardo Ruiz (ciudad de México, 1953). Escritor, editor y traductor, es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Tiene más de veinte libros publicados; el más reciente es la colección de ensayos Asunto de familia (2014). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su más reciente libro es Mar de la tranquilidad, editado por la uam. Tick - Tack. Seudónimo de Ángel de Campo, también conocido como Micrós. Escritor y cronista mexicano, nacido en la ciudad de México en 1868. En vida publicó los libros Ocios y apuntes, Cosas vistas y Cartones. En El Nacional publicó en entregas su conocida novela corta La Rumba. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Ani­ malia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Una enseñanza revolucionaria Antonio Toca


Universidad Autónoma Metropolitana

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Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería 2016

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Programa de Presentaciones

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Encuentra el Foro UAM en nuestro Stand

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Jueves 18 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Contrahegemonía y buen vivir Francisco Flor Hidalgo (coord.) 13:00 hrs., Auditorio 4 Institucionalización de procesos de evaluación. Calidad y utilización de sus resultados Myriam Cardozo 17:00 hrs., Auditorio 6 El Tableau Economique de François Quesnay y los esquemas de la reproducción del capital de Karl Marx Mario Robles y Roberto Escorcia 17:00 hrs., Salón El Caballito No siempre fuimos amables Rodolfo Palma Rojo 17:00 hrs., Foro UAM Aproximaciones conceptuales para entender el diseño en el siglo xxi Varios autores 18:00 hrs., Auditorio 6 Teoría marxista de la dependencia Jaime Osorio 18:00 hrs., Foro UAM Proyectos ExpoCyAD Varios autores 19:00 hrs., Auditorio 5 Las redes de sexualidad en Tehuantepec: belleza, espacio, prácticas sexuales, maternidad y violencia íntima Verónica Rodríguez 19:00 hrs., Salón de Firmas Oriente (cuatro miradas sobre el mundo) Jaime Velasco Luján

17:00 hrs., Foro UAM MM1, un año de diseñarte 2014 Varios autores

19:00 hrs., Auditorio 5 Introducción al análisis de Rn Gloria Idalia Baca y José de Jesús Gutiérrez

18:00 hrs., Auditorio 6 La estatalidad en transformación Gerardo Ávalos

Martes 23 de febrero

18:00 hrs., Foro UAM Narración estética y política Varios autores 19:00 hrs., Foro UAM Adiós TV Francisco Mata Rosas (comp.) 19:00 hrs., Auditorio 5 Los falsos caminos al desarrollo. Las contradicciones de las políticas de cambio estructural bajo el neoliberalismo: concentración y crisis Etelberto Ortiz (coord.) Sábado 20 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Física II / Solución de problemas de Física II Luz María García Cruz, Héctor Martín Luna García, Tomás David Navarrete González y José Ángel Rocha Martínez 12:00 hrs., Salón Filomeno Mata Desarrollo sustentable. Enfoques, políticas, gestión y desafíos Juan Manuel Corona (coord.)

12:00 hrs., Auditorio 5 Mujeres, amores y otras rarezas Soledad Arellano 12:00 hrs., Auditorio 6 Revista Signos Históricos Varios autores 12:00 hrs., Foro UAM Transnacionales, gobierno corporativo y agua embotellada. El negocio del siglo xxi Delia Montero Contreras 13:00 hrs., Auditorio 4 Innovación educativa y apropiación tecnológica: experiencias docentes con el uso de las tic Carlos Roberto Jaimez González, Karen Samara Miranda Campos, Mariana Moranchel Pocaterra, Edgar Vázquez Contreras y Fernanda Vázquez Vela (eds.) 17:00 hrs., Salón El Caballito Entre el amor y la proeza: la amiga en las historias caballerescas del siglo xvi Lucila Lobato 17:00 hrs., Auditorio 6 Aprender y educar. Desde una nueva epistemología Fernando Sancén Contreras

17:00 hrs., Auditorio 5 Contribuciones para una historia de las ciencias sociales en América Latina Ricardo Yocelevzky Retamal

18:00 hrs., Galería de Rectores Tiempo de ballenas Jorge Ruiz Dueñas

17:00 hrs., Salón Filomeno Mata Biotecnología y sociedad Michelle Chauvet Sánchez Pruneda

19:00 hrs., Auditorio 5 Diana Morán. Encallar en los arrecifes de la espera Laura Cázares y Luz Elena Zamudio (coords.)

17:00 hrs., Foro UAM Anuario de espacios urbanos 2014 y 2015 Varios autores

Miércoles 24 de febrero

Viernes 19 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Estrategias y desafíos de Estados Unidos frente al siglo xxi María Antonia Correa Serrano (coord.) 13:00 hrs., Auditorio 4 Nos quieren enterrar. Olvidan que somos memoria. El devenir de las nuevas insurgencias Claudia Salazar y Raúl Cabrera (coords.) 17:00 hrs., Auditorio 4 Pueblos mágicos. Una visión interdisciplinaria Liliana López (coord.)

18:00 hrs., Salón El Caballito El México bárbaro. Plantaciones y monterías del sureste durante el porfiriato Armando Bartra

14:00 hrs., Salón Filomeno Mata Revista Fuentes Humanísticas #50 y 51 Teresita Quiroz Ávila (dir.) 18:00 hrs., Foro UAM Revista Política y Cultura Verónica Gil Montes (dir.)

18:00 hrs., Foro UAM De los métodos proyectuales al pensamiento del diseño Varios autores

Más presentaciones >>>

Miércoles 24 de febrero 18:00 hrs., Galería de Rectores Revista Tema y variaciones de literatura #44 Fernando Martínez Ramírez (ed.) 19:00 hrs., Salón El Caballito Reflexiones interdisciplinarias para una historiografía de la violencia Silvia Pappe y Christian Sperling (coords.) Jueves 25 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Guía de enfermería para el cuidado integral domiciliario de niños prematuros a su egreso hospitalario Ma. del Carmen Sánchez P., Miriam Figueroa, Ma. de Jesús Caballero, Sofía Méndez y Rosa Ma. Nájera 12:00 hrs., Auditorio 6 Historiografía, newtonismo y alquimia. Antología sobre la Revolución Científica Violeta Aréchiga (ant.) 12:00 hrs., Foro UAM Bilopayoo funk Ricardo Cartas 13:00 hrs., Auditorio 4 Dádivas Dionicio Morales 16:00 hrs., Galería de Rectores Revista Alegatos #91 / Revista Alegatos Coyuntural #2 Javier Huerta Jurado (dir.) 17:00 hrs., Auditorio Sotero Prieto Teoría e historia de la Sociología en México. Nuevos enfoques y prácticas Laura Angélica Moya López y Margarita Olvera Serrano (coords.)

18:00 hrs., Salón El Caballito El derecho del trabajo. Un análisis crítico Octavio Lóyzaga de la Cueva 18:00 hrs., Foro UAM Besolario Citlali Ferrer 18:00 hrs., Auditorio 5 Guía de los ácaros e insectos herbívoros de México, Vol. 2. Ácaros e insectos filófagos de importancia agrícola y forestal José Fco. Cervantes Mayagoitia y Aurea Huacuja Zamudio 19:00 hrs., Auditorio Sotero Prieto Introducción a la economía y su método: ejercicios y problemas resueltos María Beatriz García Castro 19:00 hrs., Auditorio 6 Farmacia viviente: Tlamatinime panomacani. Manual de uso de plantas medicinales Mario Jiménez Enríquez, Jesús Manuel Tarín Ramírez y Vicente Mendoza de Jesús

18:00 hrs., Foro UAM Las organizaciones civiles en los procesos electorales de México Alfonso León 19:00 hrs., Foro UAM Geopolítica del desarrollo local. Campesinos, empresas y gobiernos en la disputa por territorios y bienes naturales en el México rural Carlos Rodríguez 19:00 hrs., Salón El Caballito Dolores Castro: crecer entre ruinas Mariana Bernárdez Sábado 27 de febrero 13:00 hrs., Auditorio 4 Vivo por mi madre y muero por mi barrio. Significados de la violencia y la muerte en el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha Alfredo Nateras 17:00 hrs., Auditorio 5 Mecánica elemental Ángel Manzur Guzmán

Viernes 26 de febrero 12:00 hrs., Auditorio 5 Trashumante. Revista americana de historia social / Espacialidades. Revista de temas contemporáneos sobre lugares, política y cultura Varios autores 12:00 hrs., Auditorio 6 Breve introducción al pensamiento de Sócrates Dulce María Granja

17:00 hrs., Salón El Caballito Creatividad computacional Rafael Pérez y Pérez (coord.) 18:00 hrs., Auditorio 5 Arquitectura mudéjar en México. Elementos estructurales y compositivos aplicados en la época virreinal Inés Ortiz Bobadilla

13:00 hrs., Auditorio 4 Bauhaus: mito y realidad Antonio Toca Fernández

18:00 hrs., Foro UAM La capacidad institucional de los gobiernos locales para hacer frente al cambio climático. El caso del gobierno del Distrito Federal Angélica Rosas Huerta

17:00 hrs., Auditorio 5 Nación y alteridad. Mestizos, indígenas y extranjeros en el proceso de formación nacional Daniela Gleizer y Paula López Caballero (coords.)

14:00 hrs., Auditorio Sotero Prieto Siluetas y contornos de un sufragio. México 2012 Sergio Tamayo, Nicolasa López-Saavedra y Kathrin Wildner (coords.)

19:00 hrs., Foro UAM Revista Alteridades #50. La ciudad trasnacional: aportes teóricos y etnográficos Varios autores

17:00 hrs., Foro UAM Carson y yo en Nueva York María Eugenia Merino

17:00 hrs., Auditorio 6 Biopolítica y migración. El eslabón perdido de la globalización Bernardo Bolaños Guerra (coord.)

19:00 hrs., Galería de Rectores Debates y estudios de la movilidad laboral en la región centro del país. Alcances y dimensiones desde México Blanca Rebeca Ramírez Velázquez

17:00 hrs., Auditorio 6 Ensayos sobre ética de la salud: investigación Jorge A. Álvarez Díaz y Sergio López Moreno (coords.)

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17:00 hrs., Galería de Rectores El libro naranja de las hadas Andrew Lang (comp.)


La película de mi vida • Félix Candela, contratista • • Un relato de René Rueda • • Entrevista con Paulette Jonguitud •

(B “Un Sup us a le ca en m el se en có ñ t di an o e go za le Q re ct R r pa vol ón ra uc ico de ion T sc ar iem ar ia ga ”, po gr de en at A ui n la ta to ca en nio sa pá T : gi oc na a 80 )

casadeltiempo • número 25 • febrero 2016

Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 25 • febrero 2016 • $60.00 • ISSN en trámite


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