Casa del tiempo 15, abril de 2015

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Extranjeros perdidos en México Huberto Batis: cuando el magisterio hincó raíces Las pasiones visuales y místicas de Bill Viola Un ladrón de libros novohispano

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casadeltiempo • número 15 • abril 2015

Revista mensual de cultura Año XXXIV, Vol. II, época V, número 15 • abril 2015 • $60.00 • ISSN en trámite



editorial En el libro Hegel, de Gerardo Ávalos Tenorio (Biblioteca Básica, uam, 2011), se toca el tema de la libertad al comentar el ensayo del filósofo alemán titulado Creer y saber. El comentario es tan inquietante como elocuente: “La inversión hegeliana también se muestra en el tema de la libertad. Las filosofías que somete a crítica con todo y que se comprometen explícitamente con la libertad, se revelan como proclives a la tiranía por sus bases conceptuales”. (p. 62) Un planteamiento como este hace ver que las formulaciones libertarias suelen provenir de filosofías o de ideologías con elevadas dosis de dogmatismo e intransigencia. Ejemplo de ello fue la versión leninista, primero, y luego estalinista del marxismo, una filosofía que apuntaba a la liberación de las masas. Se habla mucho de las atrocidades y crueldad de los campos de concentración de los nazis, pero —al menos en nuestros círculos intelectuales— se menciona muy poco de las barbaridades y atropellos sin límite que el socialismo real cometió en contra de aquellos que creyeron alcanzar el paraíso terrenal vía la consumación de la lucha de clases. En los días que corren, meses antes de las elecciones de medio sexenio, resurgen los planteamientos fundamentalistas que se hacen en nombre de la libertad del “pueblo”. Se escuchan voces que hablan supuestamente en nombre de la justicia y la equidad, pero se decantan en amenazas contra toda opinión divergente. Cuando alguien cree que la verdad es sólo una (por supuesto, la propia), todos los que piensen de manera distinta serán objeto de censura y rechazo. No ha calado aún entre amplios sectores de la población la premisa de que democracia significa que no existen verdades únicas, exclusivas y excluyentes. Jakob Schlesinger, retrato de G.F.W. Hegel, 1831 La democracia no es solamente la regla de la mayoría; es también el reconocimiento de la pluralidad humana, social y cultural, pluralidad que obliga a que convivamos todos en medio de nuestras diferencias, reconociendo siempre el valor de la diferencia en todos los terrenos de la realidad humana. Pero así como el estalinismo no sepultó los impulsos de libertad (aunque el costo en vidas humanas y sufrimiento fue enorme), las voces y acciones contra los procesos democráticos, y en particular electorales, no habrán de enterrar el ideal de libertad que deriva de visiones antidogmáticas y plurales. Esto no signi­fica dejar de estar atentas y atentos a las amenazas que se ciernen sobre los programas comiciales de este año. Nadie ha dicho que el tema de la libertad esté exento de contradicciones, como lo vio en su momento Hegel. (WB)


editorial, 1 Rector General Salvador Vega y León

torre de marfil

Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez

Duermo al cobijo de Melville, 3 Mariana Bernárdez

Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate

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Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiv, época v, vol. ii, núm 15 • abril 2015. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografías de portada: Amelia Earhart en 1928 frente a su biplano llamado “Friendship” en Newfoundland. (Fotografía: Getty Images) diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electróni­ co: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López, Director de Publicaciones y Promoción Editorial, Coordinación General de Difusión, Rectoría General, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2o piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Del. Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Certificado de Re­ serva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Dirección de Tecnologías de la Información, Ing. Jorge Ordaz Ortiz, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387. Fecha de última modifica­ ción: 30 de marzo de 2015. Tamaño de archivo: 4.2 MB Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

Amelia Earhart, la aviatriz, en México y en Nopala de Villagrán, Hidalgo, 5 Hugo Alejandro Sánchez Zúñiga Ernesto Mejía Sánchez: la claridad y el ardid, 10 Moisés Elías Fuentes El barón de Gostkowski, un liberal eslavo y mexicano, 13 Francisco Mercado Noyola Viajes germinales, 17 Fabiola Camacho Un aire más puro: itinerario de Benjamin Péret, 21 Héctor Antonio Sánchez Jaguares en el cenote, 25 Pablo Molinet Eat, drink, enjoy, 29 Ramón Castillo

ménades y meninas Historia de una pérgola y una librería de cristal. Adamo Boari y Arturo Sáenz de la Calzada Gorostiza, 32 Jorge Vázquez Ángeles Las pasiones visuales y místicas de Bill Viola, 37 Miguel Ángel Muñoz

antes y después del Hubble Huberto Batis, cuando el magisterio hincó raíces, 43 Leopoldo Lezama Remembranza de un ladrón de libros novohispano, 47 Carlos Francisco Gallardo Sánchez La suspensión de garantías. Segunda parte, 51 Paul Jaubert Presagios, 53 Jaime Augusto Shelley

armario

Diario de un francés en México, 56 Eugène Cuzin

intervenciones, 59 Mateo Pizarro

francotiradores Un acto de prestidigitación: Nada me falta de Gonzalo Soltero, 60 Andrés García Barrios Ese ruido humano o ¿de quién hablamos cuando hablamos de Alejandro González Iñárritu?, 63 Verónica Bujeiro Una traducción al límite. Maggie Cassidy y Visiones de Gerard de Jack Kerouac, 67 Nora de la Cruz Esa muchedumbre solitaria, 70 Rafael Toriz

colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico “La casa del cuerpo de los condenados” Pablo Piceno

Fe de erratas: se consignó equivocadamente en los números 13 y 14 de Casa del tiempo que la revista pertenecía a la “Época VI. Vol. I”, lo que debió corregirse por “Época V. Vol. II”. Esperamos se disculpe la confusión.


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Duermo al cobijo de Melville Mariana Bernárdez

Duermo al cobijo de Melville ¿será el trance la búsqueda del Leviatán o eras tú el capitán Ahab? Lo cierto es que en el techo de la habitación se leía Call me Ishmael y detrás de su reverberación afloraba el ámbar de la fotografía familiar intocada por la guerra de rostros aún no arañados por la inmisericordia y ahora sólo queda en el pozo de mis ojos la sal de su nombre y un golpe seco en el diafragma a mitad de la noche que me alerta del azar y sus maniobras santo y seña de un ángel encumbrado en el contrafuerte de un hotel de Praga figura que habrá de desgranarse en destello en un museo de Buda en el pretil de un edificio de Pest en el sol incandescente de Mérida y Cádiz en el olor a jazmín del barrio de la Santa Cruz y ante la anchura de Cacela Velha

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vestigios de una nostalgia incapaz de hilar salvo la isla del escorzo insaciable en la audacia feroz del sobreviviente —Huimos en los vagones de carbón —Papá era médico del barco Príncipe de Asturias que naufragó cerca de las costas de Brasil su título estaba firmado por Alfonso XIII Tengo miedo de que se me quiebre la memoria de que por la rajadura se escape su río y se deslave lo vivido y se vaya en canturreo por los adoquines de las calles de la Medina Te conté que en la Plaza de las Cruces cantaba una mujer por bulerías ¿Eras tú quien deambulaba entre las ruinas de Al-zahra? Se me deshilan los pronombres en el nocturno de la letra en la nitidez de la Selva Lacandona y los Montes Azules Sólo el silencio lava la luz del olvido Y las cuentas del komboloi corren como chinillas acicateadas por los cascos de caballos en galope de viento.

*Este poema pertenece al volumen En el fondo de mis ojos, publicado recientemente por Ediciones Papeles Privados

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Amelia Earhart,

la aviatriz, en México y en Nopala de Villagrán, Hidalgo

Hugo Alejandro Sánchez Zúñiga Amelia Earhart, el día de su viaje a Northolt, el 24 de junio de1928. (Fotografía: Topical Press Agency/Getty Images))

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Amelia Earhart en la cabina de su avión circa 1929. (Fotografía: Getty Images)

Amelia Mary Earhart, legendaria aviadora estadounidense, nació el 24 de julio de 1897 en Atchison, Kansas, y desapareció junto con el navegante Fred Noonan y su avión bimotor Lockheed Electra el 2 de julio de 1937 en el Océano Pacífico, cerca de la isla Howland, en su intento por dar la vuelta al mundo por el Ecuador. Hasta la fecha se desconocen las causas reales de su accidente y de su paradero. De pequeña fue conocida como Milly. Algunos cronistas le decían la “aviatriz”, y por su parecido con Charles Lindbergh también le llamaban “Lady Lindy”. En 1920 su padre la invitó a “una reunión aérea” en donde voló durante diez minutos sobre Los Ángeles, California, y de ahí nació su afición por la aviación. Durante la Primera Guerra Mundial estudió enfermería y sirvió en un hospital de campaña canadiense en donde atendía a los pilotos heridos con quienes intercambiaba opiniones. Tomó clases de aviación con Anita Neta Snook, otra pionera de la aviación femenina, y en 1922 compró un biplano al que llamó “El Canario”, con el que consiguió su primer record de altitud de más de 14 000 pies. En junio de 1928, a sugerencia de George Palmer Putnam, un editor de revistas neoyorquino con quien se casaría en 1931, se convirtió en la primera mujer en

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sobrevolar el Océano Atlántico como pasajera entre Terranova y Escocia en un avión biplano llamado “Amistad”, comandado por el piloto Wilmer Stultz y el mecánico Louis Gordon; también en 1928 atravesó los Estados Unidos de Nueva York a Los Ángeles. En 1932 realizó en solitario la travesía del Atlántico, partiendo de Canadá con dirección a París y estableció una nueva marca de velocidad; sin embargo, aterrizó en Irlanda debido a las condiciones meteorológicas. En ese mismo año, Amelia voló de Los Ángeles, California, a Newark, Nueva Jersey; el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt le otorgó la medalla de oro de la National Geographic Society y el Congreso de los Estados Unidos la galardonó con la Cruz Distinguida de Vuelo, la primera otorgada a una mujer, por lo que también se le conoció como la “primera dama del aire”. Earhart compitió en varias carreras aéreas como la de Cleveland a Los Ángeles, llevó a cabo la carrera de aviación para mujeres y defendió la incorporación de per­sonas del sexo femenino en este campo. En enero de 1935 voló de Honolulu, Hawaii, a Oakland, California, sobre las aguas del Océano Pacífico recorriendo una distancia mayor a la que existe entre los Estados Unidos y Europa. Así, fue la primera piloto en conseguir esta hazaña, ya que los diez hombres que lo intentaron previamente perdieron la vida en el trayecto. A su arribo a la parte continental de los Estados Unidos, Amelia tuvo un recibimiento multitudinario. En ese momento Amelia tenía 37 años de edad y ya gozaba de reconocimiento, admiración y de una gran popularidad. Después de su viaje entre Hawaii y California, Amelia Earhart fue invitada por el presidente Lázaro Cárdenas a realizar un “vuelo de buena voluntad” a nuestro país. El gobierno mexicano le otorgó el permiso para que Amelia visitara México del 20 de abril al 9 de mayo de 1935. Uno de los objetivos era establecer la marca de ser la primera mujer que hiciera un vuelo en solitario y sin escalas desde California a la ciudad de México, sin tratar de romper el récord de velocidad establecido por Leland Andrews unos meses antes con el mismo trayecto.

En la noche del 19 de abril salió desde Burbank hacia la ciudad de México con 2 700 kms por recorrer en su avión Lockheed Vega Hi-Speed Special 5C con número de serie NR-965Y, también conocido como el “Ave Roja de los Aires”, el mismo aeroplano con el que había hecho la travesía de Hawaii a California a principios de ese mismo año. En la mañana del 20 de abril localizó las ciudades de Mazatlán, Tepic y Guadalajara, y giró hacia el este rumbo a la capital mexicana. Más adelante, vio un ferrocarril que no identificó en los mapas y, casi al mismo tiempo, se lastimó un ojo, lo que le impedía ver los planos con claridad. Desorientada, decidió aterrizar para orientarse y “preguntar el camino”. Identificó un pastizal decorado por cactus y espinos que parecía una cama de lago seca, no demasiado grande, pero nivelada y razonablemente libre de obs­ trucciones peligrosas. Repasó un par de veces el terreno para ver si un aterrizaje era posible y llamó la atención de rancheros y pobladores que surgieron por todos lados, incluso antes del descenso. Amelia aterrizó en la presa de Nopala, Hidalgo, que en ese momento estaba seca, aproximadamente al mediodía, en medio de un imperturbable hato de vacas. Ese 20 de abril de 1935 era sábado de gloria y la población de Nopala se preparaba para terminar la semana santa con la tradicional quema de “Judas”. Mi español no existía y ninguno de los rancheros hablaba inglés. Así, nuestras negociaciones fueron realizadas principalmente con señas y sonrisas que nos satisficieron bastante bien, particularmente con un brillante niño de piel morena que estableció mi ubicación en el mapa, que resultó estar a cincuenta millas de la ciudad de México. Encontré que el pueblo cercano se llamaba Nopala, que significa nopal.

Amelia comentó que los rancheros y pobladores de Nopala fueron amables, serviciales y entusiastas; que no todos se asombraron al verla, incluso le pareció que algunos la reconocieron. El señor Samuel Salinas la

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reconoció y le envió una tarjeta postal y una fotografía de Nopala como un recuerdo del evento con la gen­te de este pueblo, las cuales se encuentran en los archivos de su correspondencia. Amelia permaneció en Nopala aproximadamente treinta minutos y después levantó el vuelo con su “Ave Roja de los Aires” rumbo a la capital del país. La aviatriz llegó al campo de aterrizaje de Balbuena de la ciudad de México a las 13:30 horas, sólo media hora después de haber estado en Nopala, realizando el recorrido desde Burbank, California, a la ciudad de México en 13 horas y 23 minutos. Amelia tuvo un gran recibimiento, la multitud eufórica rompió la línea de seguridad e invadió el terreno de maniobras. Amelia se hospedó en el Hotel Ritz, en donde una muchedumbre la aclamó y recibió una gran cantidad de arreglos florales. En una entrevista radiofónica realizada dos días después de su arribo, Amelia explicó el moti­vo de su retraso y lamentó no haber podido hacer el vuelo directo sin escalas y declaró: “Mi aterrizaje en Nopala fue una aventura agradable...” Su estancia en la capital del país fue de más de dos semanas, durante las cuales fue ampliamente festejada y galardonada; fue recibida por el presidente Lázaro Cárdenas y convivió con personalidades como el pintor y muralista Diego Rivera. El Consejo Consultivo de la Ciudad de México la declaró huésped de honor, el Ateneo Mexicano de Mujeres le realizó un homenaje y recibió la medalla de la Sociedad Geográfica de México. El gobierno mexicano canceló un timbre postal en conmemoración de su “vuelo de buena voluntad” y le confirió la Condecoración Nacional de la Orden Mexicana del Águila Azteca. Visitó Xochimilco, asistió a varios conciertos y a una charreada en su honor, presenció un juego de pelota vasca en el Frontón México y le obsequiaron un traje y un sombrero de charro, entre otras cosas. Amelia planeó que su regreso a los Estados Unidos se convirtiera en una nueva marca y el 9 de mayo de 1935 despegó de una pista rellenada y nivelada por el ejército mexicano en el lecho del lago de Texcoco con rumbo a Newark, Nueva Jersey, vuelo con el cual

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estableció un nuevo récord de velocidad al realizar el trayecto en 14 horas y 19 minutos. Durante su estancia en la ciudad de México, Amelia planeó su proyecto más ambicioso: dar la vuelta al mundo por la línea del Ecuador para tratar de conseguir el récord de la mayor distancia recorrida. Este viaje lo intentaría en un bimotor Lockheed Electra 10E, y su acompañante sería el navegante Fred Noonan, periplo que iniciaron el 20 de mayo de 1937. Viajaron de Oakland hasta Miami, Florida; volaron a Puerto Rico, bordearon hacia América del Sur por Venezuela y Surinam hasta Brasil, y de allí cruza­ron al continente africano por el Atlántico. Atravesaron África por Senegal, Mali, Chad, Sudán y Etiopia hasta el mar Rojo; siguieron por Pakistán, India, Tailandia, Indonesia, Australia y Papúa Nueva Guinea. Habían recorrido más de 33 000 kilómetros y estaban en la penúltima etapa de su viaje que los llevaría de Lae, Nueva Guinea, a la pequeña isla Howland de apenas dos kilómetros de largo y medio kilómetro de ancho; Amelia y Noonan despegarían a la media noche del 2 de julio de 1937. El guardacostas itasca los esperaba en la isla Howland para suministrarles el combustible necesario para llegar a Honolulu, y partir de allí hasta Oakland, desde donde habían partido el 20 de mayo; sin embargo, se perdió la comunicación con ellos y desaparecieron en medio del Océano Pacífico sin lograr la hazaña. En una de las últimas comunicaciones recibidas, Amelia informaba: “khaqq llamando al itasca. Debemos de estar sobre ustedes pero no los vemos. Nos estamos quedando sin combustible y no logramos es­tablecer contacto por radio. Si nos escuchan transmitan en 7 500”. Sin embargo, Amelia, Fred y su avión desaparecieron ese 2 de julio de 1937. El presidente Roosevelt, consternado, autorizó la búsqueda que duró varios meses, la cual incluyó más de tres mil personas, diez barcos y al menos sesenta y cinco aviones, pero no encontraron ningún rastro de Amelia, Fred Noonan o del avión Lockheed Electra. Su desaparición sigue siendo uno de los más grandes misterios de la aviación y ha sido motivo de


Amelia Earhart durante un viaje a Northolt en 1928. (Fotografía: Davis/Topical Press Agency/Hulton Archive/Getty Images)

numerosas especulaciones. Lo cierto es que hasta hoy se desconocen las causas reales del accidente y de su paradero. Entre las teorías de su desaparición se encuentran: La versión oficial de 1937 que dice que se quedaron sin combustible y se estrellaron en el Océano Pacífico. En la actualidad, el Grupo Internacional para la Recuperación de Aviones Históricos, tighar por sus siglas en inglés, en el proyecto Earhart plantea la hipótesis de que Amelia Earhart y Fred Noonan se extraviaron, aterrizaron en la isla Gardner, ahora Nikumaroro, en la República de Kiribati, y perecieron porque no recibieron ayuda. Esta es la teoría más aceptada actualmente. Otra teoría plantea que Amelia realizaba una misión de espionaje autorizada por el Presidente Roosevelt; sin embargo, fue capturada por los japoneses y después fue obligada a transmitir para los soldados americanos como “la rosa de Tokio” durante la Segunda Guerra Mundial. Una más señala que al no encontrar la isla Howland, Amelia se dirigió a las islas Marshall en donde abandonó el avión y tiempo después regresó a los Estados Unidos con un nombre falso y murió en 1982. Amelia Earhart es toda una leyenda y es considerada como la mujer más importante en la historia de la aviación, estuvo en México y Nopala de Villagrán. Su vida se ha llevado varias veces a las pantallas del cine y la televisión y en abril de 2015 se cumplen ochenta años de su viaje de buena voluntad a nuestro país.

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Ernesto Mejía Sánchez:

la claridad y el ardid Moisés Elías Fuentes

Retrato de Ernesto Mejía Sánchez

Ernesto Mejía Sánchez murió el 29 de octubre de 1985 en Mérida, Yucatán, ciudad a la que se había retirado a reposar un poco de la enfermedad hepática que terminó venciéndolo, y que sin embargo no pudo, aun con lo agresiva e irremediable que fue, afrentar el fervor casi religioso que Mejía Sánchez profesaba a la creación literaria y a la investigación filológica, actividades ambas en las que alcanzó el virtuosismo, como también fue virtuoso en el arte de la amistad, no tan apegado a la hosquedad de carácter que se le achacaba, la que en efecto existió, pero que no fue perentoria como algunos han supuesto, como sí lo fue en cambio la sinceridad y la estabilidad de su afecto, como lo podrían testimoniar sus muy diversos amigos, comenzando con los que cultivó y cosechó en la nicaragüense ciudad de Masaya, donde nació el 6 de julio de 1923. Tenía veintiún años en 1944, cuando decidió estudiar en la Universidad Nacional Autónoma de México la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, y de ese año en adelante pasó su vida en el extranjero, con estancias en España, Argentina y los Estados Unidos, pero principalmente en México, donde radicó la mayor parte de su vida fuera de Nicaragua y en donde forjó de manera definitiva la

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vocación literaria y la filológica, mismas que le abrieron las puertas del mundo literario y del académico, porque en la Universidad de México fue catedrático indiscutido, si bien antipático al decir de unos, aunque también brillante y aun ejemplar, al sentir de otros.1 Hombre contrastante, Mejía Sánchez osciló entre la feracidad con que emprendió la filología y la parquedad con que abordó la creación literaria, en específico la poesía y el cuento, en los que despuntó por su irrefutable talento, pero que no trabajó lo suficiente como para dejarnos una obra más amplia, sino tan sólo una muestra de su genio creativo, con lo que no digo que la literatura de Mejía Sánchez sea menor, sino que nos queda la sed de haber podido disfrutar más de ese ingenio fulgurante, cargado de humor lúcido, así como de ese enfoque crítico, disidente y sin concesiones de la vida íntima y de la vida social. La obra creativa del nicaragüense fue una invectiva vital y aguda contra la hipocresía y la actitud acomodaticia de hombres y mujeres ante las limitaciones y opresiones que les impone la doble moral de las sociedades modernas, pero también una muestra de afecto y solidaridad para con aquellos y aquellas que protestan y desobedecen al ardid social con la claridad de la palabra, la que no puede utilizarse para tergiversar la realidad. Es la que desnuda y denuncia “A un poeta del régimen”:2

Cuando estabas chavalo celebramos tus gracias y vaivenes; de hombrecito tu ingenioso buen gusto y osadía. Ahora que utilizas tu Cervantes, tu francés, tu Péguy, todo lo que antes aprendiste, oíste y has escrito en alabanza de la tiranía, deja que celebremos tu delito.

El poeta constata que el idioma de las tiranías es un ardid porque está inmóvil, mientras que la esencia del lenguaje humano libre estriba en la movilidad del intelecto y de las emociones. Lenguaje hecho de contradicciones que, sin embargo, son las que clarifican las intimidades del alma humana, como nos muestra la segunda endecha de “El río”: Entre lo incesante y lo discontinuo, entre lo inmutable y lo pasajero, permanezco. Entre una luna opaca y un corazón que tiembla, entre una verdad que hiere y una mentira que satisface, ahí es donde perpetuamente oscilante, verdadero encuentro mi ser ahora. No es verdad que no pueda estar alegre —¿no se hizo el mundo para mi boca? Pero me quedo donde la entusiasmada, enloquecida palabra de este mundo reina, y me desdigo, y pierdo.

Entre los denostadores del escritor y filólogo que nos ocupa hay varios intelectuales y académicos, tanto de México como de Nicaragua, y he escuchado de voz de más de uno su distanciamiento con éste, pero no es el caso mencionarlos aquí, pues no pretendo abrir una polémica ni mucho menos, a más de que también he escuchado las voces de algunos de sus seguidores, por lo que he apreciado la diversidad intelectual y anímica de un hombre hecho de equívocos y equilibrios, humano y único por esto mismo. 2 Los poemas aquí citados han sido consultados en Recolección a mediodía. Colección Biblioteca paralela. Editorial Joaquín Mortiz. México, 1980. En dicho volumen recopiló el poeta todos los poemarios que había publicado para ese entonces. 1

Si el ardid social se dilucida porque evidencia su agarrotamiento, la claridad en cambio devela sus anhelos y secretos mediante la insinuación que dice todo y nada, pero que nos hace cómplices de su felicidad inconfesa. Es la afirmación retadora de “Sobremesa”, poema de Contemplaciones europeas:

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Una mancha de vino en el mantel me recordó París, unas horas que nadie me podrá disputar mientras viva.

Versado y ejercitado en el uso de la palabra, Mejía Sánchez no buscó, sin embargo, convertirse en orfebre del discurso poético, sino que reivindicó su derecho a ser hablante de la calle, que a la vista de sus errores y limitaciones no se envanece ni se avergüenza, y tan sólo pregunta, responde o argumenta, según como se desenvuelve el día. De esta convicción de ser uno del común y por tanto único surge la “Filología callejera”, poema en prosa inspirado en una anécdota relata­da por Alfonso Reyes: Venirme a mí que soy de Toro, hijo de las Leyes de ídem, ca hombre, a decirme que Atlántico se pronuncia a la manera azteca, con te-ele, no faltaba más, cuando sabemos por la sangre que siempre se ha dicho A-lántico, A-las, o Ad-lántico, Ad-las, si queréis ser relamidos como sois. Ignorantes, mastuerzos, que no sabéis de la misa la media ni el trueque de sibilantes en antiguo español, nada de la erre y la ele implosivas ni de la caída de la de intervocálica.

Es innegable que en la obra poética de nuestro autor abunda la precisión en el manejo de la palabra, que evidencia el disfrute del escritor por la pulcritud discursiva, pero no hay que confundir esta predilección con la timorata literatura emperifollada por la que se inclinan ciertos escritores que se imaginan “exquisitos”. El discurso poético de Mejía Sánchez se sustentó tanto en el conocimiento profundo del idioma como en la admiración por el habla popular y su destreza para reinventar la lengua mediante metáforas, jitanjáforas, neologismos y otros recursos lingüísticos, liberados de su carga académica. Así son los rostros nicaragüenses que asoman en “Apunte en la embajada”, texto en que saluda entre burlón y serio el mestizaje del español con

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el indígena y con el negro, lo que identifica, a pesar de la repugnante pero aún vigente ideología racista, al país y sus naturales: Veo a los nicaragüeños malhablados, hijos de mona y guardia, negros, renegridos, morenos, morados, morochos o morunos y murrucos, hablando francés, francés cercopithéque —porque antes creíamos los del Centro que éramos más o menos blancos, cara blanca, cebus albifrons, pues no visitamos las afueras— y ahora, afuera, de lejos, te vemos, tierra, como sos.

Ciudadano de Nicaragua y de México, natural por derecho propio de ambos países, Mejía Sánchez recibió de sus dos naciones la riqueza de las hablas populares, mismas que asimiló de manera a un tiempo rigurosa y festiva, porque el habla del común sólo puede comprenderse cuando la escuchamos y la sentimos en su multiplicidad, en la claridad de sus ardides y en el ardid de sus claridades. Nicaragua y México le otorgaron al poeta el derecho de crearse y recrearse por medio de la diversidad del idioma que se dispersa en fragmentos para renovarse y conservarse, para pensarse y realizarse. Es el idioma en que está escrita la “Historia breve y verdadera del perro mexicano”, pieza maestra en que Mejía Sánchez celebró la suculenta y caudalosa composición del idioma, así como en estas líneas he querido, y acaso logrado, aplaudir la obra y el legado de este poeta, narrador y ensayista, hombre de dos mundos que son muchos mundos: Todo cierto, menos que éramos mudos. Lo que pasa es que ladrábamos sin erre y ellos no sabían oír nuestros delicados sonidos: sh, sh, sh, ni las te-ele: tl, tl, tl. Luego vino el de Alvarado echando putas y culebras la Noche Triste y nosotros chupando pulquito curado de Luna Llena, que nos llegó la matazón. Algunos nos salvamos en La Merced y cuando la primera virreina trajo la perrita española, ahí está que a cojé, a cojé, y aquí estamos. ¿Nagual yo? Ni mother.


El barón de Gostkowski,

un liberal eslavo y mexicano Francisco Mercado Noyola

Portadas de tres publicaciones en las que las colaboró Gustavo Gosdawa, barón de Gostkowski: El Monitor Republicano, El Renacimiento y Revista Azul

Ocho clases de moralidad en circulación: 1ª) Engañar a todos, menos a sí mismo, máxima de los gobiernos; 2ª) la de los hombres políticos: perezca el universo antes que se deje de creer que somos indispensables; 3ª) la del pueblo: sólo respeto al que me intimida; 4ª) la de la Iglesia: viva la libertad de discusión… pero sólo para mí; 5ª) la de los financieros: el fin justifica los medios; 6ª) la del mundo: haced lo que queráis, con tal de no dar escándalo; 7ª) la de las mujeres: el amado es perfecto, y el abandonado detestable; 8ª) la de los jóvenes… G. Gostkowski1

1 “Humoradas dominicales”, en El Monitor Republicano, 5ª época, año xx, núm. 5540 (3 de abril de 1870), pp. 1-2.

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Nihil sub sole novum, el epígrafe anterior nos muestra lo poco que dista entre el México que en 1870 percibía un cronista polaco en nuestra capital y el de la actualidad. Se trata de Gustavo Gosdawa, barón de Gostkowski, quien nació en Polonia entre 1840 y 1846. De madre francesa y padre polaco, perteneció a una familia aristócrata dividida geográficamente entre el país galo y el eslavo. Su padre, ingeniero ferroviario, combatió a los rusos en la insurrección polaca de 1831, de igual forma él combatió en la de 1863. Ante la brutal represión rusa, se vio forzado a salir al exilio hacia Berlín al año siguiente. La presencia del barón en México se registra hasta 1868, año en que es colaborador del periódico francés Le Trait d’Union. Un año más tarde se da a conocer de forma masiva en la prensa mexicana con sus “Humoradas dominicales”, publicadas en el longevo y radical Monitor Republicano y calificadas por Ignacio Manuel Altamirano como “verdaderas joyas”. A instancias de éste, el barón publica crónicas en el fundamental Renacimiento de 1869, año en el que también se bate en duelo —con el padrinazgo del prócer tixtlense y sin funestas consecuencias— con el periodista Roberto A. Esteva, jovenzuelo que alardeaba de erudición en la Revista Literaria, debido a los artículos satíricos que sobre éste y su imberbe petulancia Gosdawa publica en El Monitor. En la significativa fecha del 5 de mayo, en 1870, funda junto con el autor de Clemencia, Francisco Bulnes y los hermanos Justo y Santiago Sierra, la Sociedad de Libres Pensadores, con el fin de combatir la superchería clerical. Es autor de dos obras de teatro, arte escénico que para él debía ser una suerte de clínica moral donde las ridiculeces y los vicios debían mostrarse desnudos con toda la veracidad posible. En alguna ocasión Gostkowski reconoce haberse iniciado en la dramaturgia y en el periodismo en tierras mexicanas, en época posterior a sus trabajos con la compañía inglesa que construía nuestro primer ferrocarril, el México-Veracruz. Es probable que haya escrito sus guiones y crónicas en francés, y que Manuel Peredo, un reconocido crítico teatral de la época, haya sido su traductor. Así lo comentaron en su momento Altamirano y Gutiérrez Nájera, mas no existe prueba fehaciente de ello. El Duque Job, a quien algunos consideran su epígono en el periodismo, veinte años más adelante lo recuerda simpático, talentoso y plagiario de los cronistas parisienses, vicio que considera propio de un “escritor de sangre azul”. Por otra parte, su entrañable amigo Justo Sierra lo concibe como un “flâneur del mundo a quien todo divierte”, y hace su apología aduciendo el dicho de Alexandre Dumas: “un ladrón roba, Alejandro conquista”. Como miembro de asociaciones literarias mexicanas forma parte de La Bohemia Literaria y de La Sociedad Literaria La Concordia en 1872, a invitación de José Tomás de Cuéllar y del agitador político italiano Alberto G. Bianchi, respectivamente. Durante sus interrumpi­das estancias en nuestro país colabora también en los periódicos El Domingo —del cual es fundador y propietario de 1871 a 1873, y al que Emmanuel Carballo considera continuador de El Renacimiento—, El Federalista (1871), La Linterna Mágica (1872), La Revista Universal (1875-1876), El Partido Liberal (1890) y La Revista Azul (1894).

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De 1869 a 1871 el barón de Gostkowski pergeña en sus “Humoradas dominicales” de El Monitor Republicano la silueta de una ciudad de México tan ávida de dinamismo cosmopolita como anquilosada en su tradi­cionalismo y rémoras sociales. Su nostalgia del “gran mundo” parisiense le hace posar una atenta mirada en el frecuente vacío en las funciones de teatro y ópera en la ciudad, en contraste con el lleno abarrotado del Circo Chiarini, con su trapecista Adolfo Buislay y sus hermanos equilibristas Bell, cuya temeridad ante la muerte asombra a un pueblo acostumbrado a lidiar con ella en el día a día desde hace décadas. Si en nuestros días el torpe oportunismo de una facción de nuestra democracia de mampostería se adjudica como causa el sufrimiento de los animales, en 1870 Gostkowski ya deploraba la codicia de los empresarios sobre los niños trabajadores del circo, y la negligencia ante ello de una autoridad local que recién había suprimido las corridas de toros. Repara apesadumbrado en el carácter taciturno de los mexicanos en el espacio público, en la melancolía de sus fiestas populares, en su rechazo a la abierta camaradería y al espíritu de asociación, en su vida nocturna comatosa y de criminalidad agazapada tras de su iluminación deficiente. En las columnas estelares de El Monitor se suceden, prófugos cinéticos del tintero del polaco, la “raza de víboras” de los usureros que afilan colmillos sobre los osarios de la miseria pública, viajando en carruaje y siendo admitidos en los altos es­caños de la sociedad; los liberales jacobinos como Juan José Baz que, con la venia de Juárez volarían de un cañonazo las puertas de Catedral en un Jueves Santo; un perfil de pueblo mexicano cebándose en la voluptuosidad bestial, en la adoración del Becerro de Oro a ultranza. Asimismo, es posible hallar en estas páginas hoy amarillentas la apoteosis de un “ciudadano modelo”, como lo fue para la élite republicana el empresario veracruzano Rafael Martínez de la Torre, en cuya Hacienda de la Teja —hoy colonia Juárez— su chef italiano Omarini repartía los milagros de la gastronomía entre la selecta concurrencia, mientras que la méritocracia brillaba por su ausencia en una sociedad poscolonial en que el besamanos aún podía obtener una canonjía pagada por el erario. La visita de Ignacio Manuel Altamirano al barrio miserable de la Candelaria de los Patos y su testimonio cronístico se atrevía a poner el dedo en la llaga social, en la marginalización sistémica del proyecto liberal de nación, con una capital pujante y cosmopolita, abierta al intercambio mercantil y cultural con Europa y Norteamérica. En esta ocasión, el aristócrata europeo encomia al eminente escritor mexicano, no sin dejar de sostener que estos cuadros de indigencia eran comprensibles en los grandes hacinamientos urbanos del mundo, como París, Londres o Nueva York, no así en una población de doscientas mil almas bajo un clima tan benigno y sobre un suelo tan fecundo. Como en otras numerosas ocasiones, culpa de este fenómeno al catolicismo, por destruir el impulso del individuo bajo el peso de una doctrina que santifica la indolencia y aniquila la libertad de empresa.

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Las festividades de Día de Muertos de 1869 le ofrecen el cuadro desalentador de un Zócalo sitiado por esfinges femeninas cuyo enigma casi pétreo deja en perplejidad a una tribu de varones cuya mudez acusa el pauperismo del trato entre ambos sexos, al son de lúgubres valses que parecen ejecutados en un cementerio en honor a los difuntos. En abril de 1870 el barón anuncia la próxima apertura, que sería presidida por Margarita Maza de Juárez, de un Tívoli situado entre las calles de la Providencia (hoy Artículo 123) y el Paseo de Bucareli. Este lujoso establecimiento sería propiedad del empresario italiano Lorenzo Fulcheri, también dueño del concurrido Café del Refugio (en la cuarta calle de la Providencia, hoy 16 de septiembre), y contaría con fuentes esculpidas en el taller de mármoles de Tangassi, jardines, gabinetes, boliches, billares, una línea de tranvía para llegar hasta él desde el centro de la ciudad y bellas terrazas desde donde se podría disfrutar:

…de una de las más pintorescas perspectivas del Valle de México. El Paseo, los potreros, las alegres casitas derramadas aquí y allá por la llanura, el ferrocarril en continuo movimiento, la promesa de frío salutífero que implican las albercas de Pane, el acueducto, y muy lejos, pero muy hermoso, el alcázar de Chapultepec, de pie sobre el bosque de su nombre y sobre el que el sol Poniente derrama torrentes de oro y de púrpura, como si quisiera ceñirle con coronas dignas de sus reyes y de su altivez.2

Gostkowski fue un conspicuo viajero cuyas travesías entre el Viejo y el Nuevo Mundo imprimieron a sus columnas el esprit cosmopolita tan anhelado por nuestra provinciana capital. El general Riva Palacio lo caracteriza en sus Ceros como un dandy de buhardilla que sabía cómo “distraer poéticamente el apetito”. En 1873, el barón forma una compañía de ópera en Italia cuyas ejecuciones de La traviata y El barbero de Sevilla fueron en México un rotundo fracaso. En 1875, en La Revista Universal publica comentarios sumamente ácidos en contra de la juventud mexicana, ante los cuales sale a su defensa el vate cubano José Martí, aduciendo que es el amor del polaco por su nueva patria lo que los motiva. De 1879 a 1884 ejerce con algún éxito, por mandato de Porfirio Díaz, el cargo de agente de colonización en Francia. En 1891, encontrándose radicado en París, en la jefatura del periódico Le Nouveau Monde —y siendo Altamirano cónsul de México en esa ciudad— el barón y éste tienen sucesivos desencuentros que con el paso del tiempo van resolviéndose. En 1894 es factible rastrearlo en México, publicando sólo dos colaboraciones en La Revista Azul. Finalmente, en 1899 se publica en París su libro De Paris á México par les Etats Unis y el barón muere dos años más tarde, acaso en Francia o en Inglaterra, dato irrelevante en la vida de un personaje cuya patria era el gran mundo europeo, tan­ to como nuestro país, que llegó a ser para él un segundo terruño, amado por sus imperfecciones y sus promesas de grandeza futura.

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G. Gostkowski, en El Monitor Republicano, 5ª época, año xx, núm. 5552 (17 de abril de 1870), pp. 1-2.

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Viajes germinales Fabiola Camacho

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Escribir es una forma de organizar la vida. Y la necesidad de hacerlo sigue presente aunque no se tenga público.

Patricia Highsmith

I Cada año reviso mis diarios, es una costumbre que se ha extendido en la última década. El ejercicio lo hago por recordar cómo es que ciertos problemas, ahora cotidianos, tuvieron su inicio, también lo hago por no olvidar el germen de la persona en quien me he convertido. Esa revisión incluye algunas libretas de trabajo que desde hace algunos años he llenado quizá con mayor soltura y dedicación que los diarios. Esos esquemas y anotaciones me dan la certeza de que en algún momento se convertirán en historias con vida propia, imágenes paralelas de mi diario desdoblamiento que deambula por toda la ciudad. Y esos paseos largos, las esperas que en ocasiones se vuelven interminables ante la sed de soledad y protección que la casa otorga, no me dan otra cosa que imagénes y sensaciones que en la comodidad de mi sofá no experimentaría. Esas imágenes dejan ver a una persona que dentro de ambientes tranquilos probablemente nunca sería develada. En un par de ocasiones mis exabruptos y sentimientos de indignación dan como resultado un par de líneas que se tornan violentas descargas de adrenalina. Definitivamente no me imagino dando viajes alrededor de mi habitación. Aun cuando mis travesías últimamente se han resuelto en atravesar en más de dos horas la ciudad para ir de la tranquilidad de la vida que el paraje coapense otorga a la estridencia de la zona centro y a la incomodidad de la zona norte —donde mi rojo campus de la uam me espera para darme consuelo—, esa excursión se torna azarosa por las propias condiciones de la gran urbe. Ningún día se parece al otro, el halo de extrañeza aparece en el momento que menos lo espero, la ocasión de presenciar una escena que me dote de material para escribir nunca se hace esperar: siempre me encuentro al acecho. Es cierto, en momentos me siento como una victimaria que espera el momento ideal para aparecer detrás de mi víctima y de manera sigilosa seguirla los primeros días, conocer sus rutinas, parecerle incluso familiar, sonreir cada vez que me vea, bajar mi escote distraídamente e invitarla a tomar un mezcal; sonrojarla y llevarla a una habitación, hacer que trace en la sábanas la señal de su pequeña muerte para finalmente escapar de manera tranquila, sin ningún dejo de culpa. El asesino siempre es quien menos esperas. ii Cuando se es joven existe una tendencia a deambular por diversas experiencias si además se admite la desorientación de querer ser escritor. Somos funambulistas en plena búsqueda de imágenes que nos ayuden a encarnar esos secretos que siempre

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La novelista Patricia Highsmith, en un tren de Locarno a Zurich en Suiza el 5 de septiembre de 1987. (Fotografías: Ulf Andersen/Getty Images)

hemos ocultado. Esa necesidad de sentirse a la deriva, como si la sensación límite nos diera la respuesta, se sostiene con el impulso de querer conocer lugares lejanos a nuestro pequeño departamento. Parece que para algunos, el viaje alrededor de la habitación no es suficiente para dar rienda suelta a los deseos de construir una realidad paralela, para ellos hacen falta escenarios distintos a los que se frecuentan de manera cotidiana, otros paraísos que se tornen vulnerables ante nuestra mirada y donde nos permitamos desnudar nuestros secretos. La literatura nos muestra que el viaje se traduce como la manera de desvelar nuestro inconsciente amaestrado ya por la cegadora rutina. Cuando la aventura se presenta desde la juventud, el rito de paso puede extenderse hasta el encuentro con la voz que tiempo atrás entre alucinaciones se abría camino en busca del momento exacto para encarnarse en nuestras notas e historias por compartir. En la historia literaria una voz poderosa se encarnó un 19 de enero de 1921 en Forth Worth Texas. Mary Patricia Plangman, mejor conocida como Patricia Highsmith, desde pequeña comenzó a crear un universo plagado de sensaciones que para la mayoría podían, y pueden, resultar incómodas; maneras de ser que aunque sean naturales deben de conservarse en secreto si es que se desea ser parte de los esquemas sociales.

Al igual que sus personajes infantiles, desde los ocho años leía temas sobre psicología clínica, enfer­mos mentales, así como a Dostoievski y a Gide. A partir de los doce años se da cuenta de su homosexualidad. El descubrimiento que si bien sería por mucho tiempo motivo de angustia, igualmente logró crear en ella una condición de dualidad e, incluso, una sensación de desplazamiento, elementos que más adelante darían personalidad a personajes como Tom Ripley, Thea, Edith o Carol, por mencionar algunos. La propia Highsmith no miente al admitir en su libro Suspense, cómo se escribe una novela de misterio: “Las buenas narraciones se hacen sólo con las emociones del escritor”, puede que la distinción de tales emociones sean los primeros gérmenes de esa historia que espera ser contada, aunque igualmente se necesita de un detonador, imágenes que logren transmitir esa red de emociones y secretos. Para la autora de Extraños en un tren, la oportunidad del viaje se presentó como un combustible que lograría hacer explotar lecturas e ideas. Luego de su graduación del Barnard College, una universidad para mujeres en Nueva York donde estudió literatura inglesa, griego y latín, en 1943 comenzó a trabajar en Fawcett Publications haciendo guiones para cómics, tales como Black Terror. Pero en 1945 decidiría cruzar la frontera y viajar a nuestro país. Su estancia se configuró entre Monterrey, Guerrero y la ciudad de México. En las

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biografías realizadas por Joan Schenkar, El talento de Mrs. Highsmith, y Andrew Wilson, Beautiful shadow. A life of Patricia Highsmith, se rescatan pasajes sobre su estancia; la mayoría dejan ver su madurez literaria, y su deseo de encumbrar la ruta que otros escritores angloparlantes habían emprendido hacia nuestras cordilleras, tales como D.H. Lawrence, Malcolm Lowry o John Dos Passos. Y al igual que ellos, las imágenes contrastantes entre pobreza y exotismo, vida y muerte que presentaba el México posrevolucionario encumbraron una sensibilidad que habilitó esa mirada doble que se tradujo en dos cuentos creados en Taxco y la ciudad de México, “En la plaza” y “El coche”. En ambos relatos observamos la necesidad de exponer la condición de extranjera en lugares extraños. Aun con atmósferas sumamente contrastantes con la propia educación y vivencias que la joven Patricia había tenido en Nueva York, nunca deja que su voz se diluya, como tampoco la necesidad de distinguirse y crear una identidad aun dentro de su condición dual.

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iii Los viajes se presentan como una alucinación, donde no dejamos de ser nosotros mismos, pero nos embarca­mos de tajo a una experiencia límite. Para William Hazlitt es una experiencia que reclama un esfuerzo para cambiar nuestra identidad actual por otra ideal, nuestro pasado cobra de vida de manera intempestuosa: El tiempo que pasamos fuera de casa es, al mismo tiempo, delicioso e instructivo; pero parece que se escinde del escenario real de nuestra vida y nunca se mezcla apropiadamente con ella. Nunca somos los mismos, sino otros —acaso mejores— durante el tiemo que pasamos fuera de nuestro país. Estamos perdidos para noso­tros tanto como para nuestros amigos.

En sus cuadernos y diarios, Patricia deja ver la manera en que los viajes contribuyeron a enriquecer sus historias, como en la saga de Mr. Ripley, donde según Schenkar, es posible ver algunos elementos que durante su estadía en México impresionarion a la dama de las letras oscuras. En ocasiones me pregunto si alguna vez las líneas de mis cuadernos y diarios serán en realidad gérmenes de una buena idea, si mis vivencias en viajes y paseos daran lugar a otras historias. Para High­ smith resulta fácil admitir que reconoce cuándo será una buena idea, y aunque el mundo está lleno de “ideas germinales”, es posible sentir que uno se queda sin ellas. Sin embargo, esta no es una opción, pero cuando a causa de la fatiga mental estos momentos atraviesen nuestro ánimo, lo mejor es dejarlo y hacer un viaje, “incluso un viaje corto, barato, simplemente para cambiar de escenario”. En este oficio todo es cuestión de organizar la vida a través de la escri­tura, todos te­ nemos instintos y voces que reclaman una salida, y ante eso quizá las vacunas más precisas para nuestra cura sean la escritura y, claro, el viaje.


Benjamin Péret en 1950. Fotografía de Paul Facchetti

Un aire más puro:

itinerario de Benjamin Péret Héctor Antonio Sánchez

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El 20 de noviembre de 1941 zarpó de Marsella, con destino al puerto de Veracruz, un trasatlántico portugués, el “Serpa Pinto”, cuyo trayecto realizaría breves estancias en Casablanca y en La Habana. Llevaba a bordo tres notables pasajeros: el crítico alemán Paul Westheim, el escritor Benjamin Péret y la pintora Remedios Varo, que a mediados de diciembre tocaban tierra en el Golfo de México. Es significativa, mas no extraña, la coincidencia de los tres intelectuales en esa travesía. Después de todo, se contaban entre los pensadores y artistas europeos que en la década de los 40 emigraron a México huyendo de los horrores de la guerra, en un proceso que insuflaría nuevos bríos al arte y la literatura de nuestros rumbos y que, también, habría de arrojar otra mirada sobre la herencia precolombina. Para Benjamin Péret, el éxodo iba precedido de una doble espera: la posibilidad del viaje mismo, con todos los prolijos reveses de un tiempo de guerra y —no menos importante— la vacilación de Remedios Varo, su compañera desde la Guerra Civil Española. En efecto, ya en 1938 Péret comunicaba en una carta a René Magritte su inten­ ción de hacerse a la mar, “a Tampico o la Vera Cruz”, y le solicitaba incluso que investigara sobre un carguero “que no asegurara un servicio regular”, puesto que tal era para él demasiado caro: fue justamente monetaria la razón por la que fracasa­ ra esta primera tentativa de partir. Una escasez que será un signo constante en su existencia, oscilante siempre entre la carestía y la franca penuria. La otra espera no fue menos sinuosa: también, como a una sombra recurrente, el escritor deberá adaptarse a los vaivenes emocionales de la pintora. Ya en 1937, en su primera época en París, debió disputar su favor con el pintor surrealista Esteban Francés, en el estudio que los tres compartían en Montparnasse. En marzo de 1941, cuando la pareja pasa a Marsella, Varo vive un romance con Victor Brauner: al final la situación decanta a favor de nuestro autor. Marsella era entonces el refugio de una diáspora de eminencias reunidas por el infortunio: André Breton, Wilfredo Lam, Max Ernst, André Masson, Marcel Duchamp, entre tantos otros. Victor Serge lo describió con hondura: “tantos talentos y especialistas como los que podrían haberse convocado en París en sus días de esplendor; pero ya no quedan más que hombres perseguidos, al borde de sus recursos nerviosos…”. Finalmente, el favor de Peggy Guggenheim concedería a la pareja la posibilidad del viaje, disuadida por Breton, Masson y Helena Rubinstein. De Péret ha sido señalada la importancia en la hora del surrealismo —será fiel al movimiento, y a Breton, hasta la tumba, aun entre la posguerra y el ascenso del existencialismo—, así como sus ecos en páginas de César Moro, Enrique Molina y, notablemente, nuestro Octavio Paz, que siempre lo ensalzó. También ha sido apuntado el amplio desconocimiento de su obra, que en nuestra lengua alcanza apenas unos pocos títulos. Debemos a Fabienne Bradu la reconstrucción de los hechos y la traducción de la miscelánea que produjo en nuestro país.

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Benjamin Péret y Remedios Varo

Más difícil parece elucidar los signos de su personalidad. Inexpugnable dilema del biógrafo: podemos recrear las escenas pero no al actor, como no pode­mos asir al fantasma o a la sombra. Si algunos testimonios lo sitúan como un ser hostil, otros lo quieren optimista; otros más, como alguien incompatible con los asuntos prácticos de este mundo. Paz lo llamará “incorruptible”: alguien que nunca dejó de confiar en la vida. Diversa de la de otros emigrados, la relación de Péret con México fue más bien tirante. Sus primeros años en el país padecen un cierto ahogo, la falta de oxígeno por la elevación del altiplano central: “a 2 500 metros, uno se cansa rápidamente”. Pero no fue la orografía su principal padecimiento, sino el profundo repliegue ante una ci­vilización que se le resistía: se sentía entonces “casi tan aislado como en una isla en medio del Atlántico”. Y más: “me aburrí profundamente. México es un país que sólo se interesa en México… y ya es un eufemismo hablar de cultura. En realidad, la mitad de la población no sabe leer ni escribir”. Apenas parece participar de la bullente actividad de esos años; además, por su filiación trotskista, se topará con varias puertas condenadas. Así, deberá realizar a des­tajo oficios diversos, en general mal remunerados: artículos sobre música, clases de francés, bibliotecario del ifal. Gunther Gerzso recordaría años después la honda modestia de Péret y Remedios Varo en la casa cinco de una vecindad en la calle de Gabino Barreda: hoyos en el piso donde se acumulaban las colillas, objetos devocionales coleccionados por la pintora —piedras, conchas, cristales, pedazos de madera imantados de un aura mágica— y, única y callada pompa, dibujos en las paredes de Tanguy, Ernst, Picasso. El mismo Gerzso preservaría en un óleo la atmósfera de aquel sitio de reunión para amigos como Leonora Carrington y Renato Leduc; Wolfgang Paalen y sus mujeres, Alice Rahon y Eva Sultzer; Kati Horna y Xavier Villaurrutia, y demás. También había

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visitantes indeseables: la vecindad estaba infestada de ratas que el escritor buscaba exterminar con veneno y que la pintora secretamente alimentaba con queso, en un duelo infatigable. Episodio curioso: la casa daba a un terreno baldío donde un hospital depositaba sus desechos; parece que Péret vio allí un día una mano envuelta en periódicos. Pasada la revelación de que el surrealismo vivía en México, la mano se coló a dos relatos escritos por la pareja, en los que resulta una intromisión francamente caprichosa y más bien incongruente. Esto, lo sabemos, no es extraño al movimiento: muchos de sus textos, por sus propios métodos de creación, han llegado a nosotros nublados por una cierta criptografía y aun por un involuntario hermetismo. Por desgracia, lo que en pintura puede ser sugerente o enigmático resulta a veces impenetrable en literatura: ocurre con algunos poemas y cuentos de Péret. Sus textos críticos testimonian otro aislamiento: intervienen en la discusión coetánea en revistas internacionales —sobre literatura, política o arte— pero nunca refieren temas o autores contemporáneos mexicanos. En cambio, sí tocan el pasado remoto de México. Sus primeros acercamientos van imbuidos de ese aire denso, no sólo del altiplano, sino de la guerra de la que apenas escapara. Digámoslo con claridad: Péret participa de un proceso harto más amplio, por el que la tradición occidental se examina a sí misma, ante el horror y la caducidad de su propia imagen, e incorpora el flujo de otras tradiciones al torrente del arte. Tardíamente desembocan las aguas mexicanas en ese decurso: mucho antes, los artistas y teóricos europeos —Picasso y Worringer; Gauguin y Karl Nebel— han explorado las formas africanas, polinesias, orientales, ante la insuficiencia de la estética marcadamente evolucionista de una civilización que en aquellos días parecía próxima a su consumación. Péret vio las obras mesoamericanas con una mezcla de horror y fascinación. Fascinación: los antiguos estilos mexicanos se hallan para él más cercanos al impulso primordial de la creación que el siempre

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racional canon griego. Horror: recuerda que ese arte tendió a petrificarse de mano de la religión y del Estado. Y ninguna de sus expresiones produjo formas tan pavorosas como el arte mexica, que en las imágenes de Péret mucho remite a los desastres de la guerra: una escultura y una arquitectura que exigen el sacrificio, que quieren la sangre. Hacia 1945 esta visión parece aligerarse. Año de gran actividad creativa, acaso animado por el júbilo de la inminente liberación, es también escenario de la experiencia más feliz de Péret en México, y del texto que de ello da fe: “El descubrimiento de Chichén Itzá”. La felicidad nunca es completa: fiel a su naturaleza, Remedios Varo comienza una relación con Jean Nicolle, un apuesto piloto hospedado con la pareja. La poca disposición de la pintora a las grandes distancias, y acaso su deseo de privacidad, inauguran una serie de travesías en solitario para el autor, que recordará su visita a la ciudad maya en una prodigiosa síntesis de relato de viaje, estudio de arquitectura, indagación del mundo mítico e imaginación poética. Uxmal, Campeche, Oaxaca, Cuernavaca: seguirán nuevas exploraciones del país, en un natural proceso de separación, hasta el ansiado regreso a París en 1947. También allí irá solo: en adelante, Remedios Varo, su esposa legal hasta la muerte, será sobre todo una presencia epistolar, mas siempre querida. Tampoco con México romperá del todo. En 1949, ya en Francia, firmará un largo poema épico, Air mexicain: sus imágenes provienen de las cosmogonías antiguas, de la historia moderna, del paisaje, y están tocadas más por la luz que vio en el reino maya que por el horror que atisbó entre los aztecas. Sí: es una suerte de reconciliación, y el texto más hermoso que dedicó al país. Acaso, pensado desde “una ciudad habitable”, el aire de esa región del mundo que le produjo emociones tan dispares, pareció al cabo menos turbio, más amable, más respirable. Pero cómo podríamos ya saberlo; Benjamin Péret fue hasta su muerte, acaecida en 1959, un hombre profundamente críptico.


n e e l s c e e r n a u ote g Ja

Pablo Molinet profanos y grafiteros |

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Zor era hindú; Loría, gitano. Por supuesto que el Instituto Nacional de Migración no corroboraría esos datos; es más, a principios de los años 90, el Poder Judicial del Estado Libre y Soberano de Guanajuato había emprendido procesos penales en contra de ambos —y de quien esto escribe—. Eran hirsutos, bajitos, ornitoformes, articulaciones endebles y pectorales estrechos. A Loría lo trajo el tren, que seguido obsequiaba a la cárcel municipal de Salamanca con banda que venía de lejos, polizones de vagón carguero —“viajar de trampa” se llamaba en el argot de entonces—, que se metía en broncas por hambre y porque sí. Junto con un malandro decrépito —al que llamaré Venancio—, Alejandro Loría Fogarasi intentó tumbar un cantón, lo que el código penal tipifica como robo a casa habitación. El dueño se dio cuenta. Los patrulleros los capturaron sin hacer iris —sin mayor esfuerzo—. —¿Y por qué no salió juido, compa? —le fue preguntado en su primera mañana en el angosto patio de El Cajón. Y le fue inquirido a él, y no al tullido Venancio que, sentado en la banca de concreto, tomaba melancólicamente el sol, pues la respuesta saltaba a la vista. Loría le dio una calada a su Faro y respondió, con suma seriedad, que los ojos de la santa imagen en la hornacina que dominaba la cochera de la casa les habían fijado un límite infranqueable a partir del cual “no pudieron moverse más”. Añadió que le había advertido a Venancio que la casa en cuestión estaba bajo protección especial, con un trabajo grande, y que éste no había querido escuchar. Se asintió con gravedad, ponderando aquellas palabras. Por esos días se fumaba muchísima mota en la Sala 1 —el del desayuno y el de mediodía, el de la comida, el de después-de-la-lista, el dormilón—, de modo que aquello no sonó particular­ mente descabellado. Ese mismo clima de reggae que privaba en El Cajón ese otoño del 93 le permitió a Loría persistir impunemente en su aversión por la regadera —que, meses después, cuando nos trasladaron a Irapuato, estaría a punto de salirle muy cara, pues en la cárcel la pregunta “¿Qué, ni un bañito ni nada?” no era un sarcasmo inocuo sino una intimación amenazante—. La tira y el MP le vendieron barata la salida a Venancio: todo lo que debía hacer era empinar a Loría como autor intelectual del robo. Previsiblemente, el viejo aceptó y dejó atoradísimo al socio. Loría es un apellido catalán —sin el acento, es más o menos frecuente en la península de Yucatán—. Fogarasi es centroeuropeo, aparentemente húngaro —cualquier cosa que eso signifique—. —No nací aquí —decía en un español perfectamente mexicano, mientras lavábamos los platos de la comida o preparábamos el Nescafé azucaradísimo del anochecer. Las conversaciones allá adentro son así, recurren, se calcan, reinciden. —¿Y entonces?

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Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

—Soy gitano. Nací en un remolque, en la carretera. —¿Pero en este país o en otro? —de veras queríamos entender. No respondía, sólo nos miraba como si se tratara de algo que de veras no pudiera explicar. En algún momento nebuloso entre los 70 y los 80, compraba kilos y kilos de arroz, frijoles, azúcar en la tienda del issste de Chetumal, hasta colmar la cajue­la generosa del vocho con el que cruzaba a Belice; allá canjeaba aquello por kilos y kilos de una mota buenísima que unos carnales sembraban por Bluefields. Y la vendía en Cancún —en dólares, por supuesto—. Esos eran negocios, afirmaba con toda la vehemencia que su garganta, ahumada por décadas de Faros, le permitía. Era, como dicen los que saben, un activo de la empresa. Nosotros producíamos piñatas, industria cuyo único auge es fatalmente estacional; él, en cambio, era un artista de la chaquira. De sus curvas garritas de codorniz brotaban aretes, collares, pulseras fulgurantes que adquirieron cierto renombre entre las muchachas de los barrios. Después del desayuno y la lista matutina, se forjaba un churrote —un chancho— y se ponía a trabajar en su mesita, sin parar, por horas. “¿De dónde sacas eso?”, le preguntábamos, intrigados por las lujosas combinaciones de verdes, dorados, rojos, amarillos, y la rigurosa geometría de sus patrones.

“¿De la mota?”. “Simón”, respondía con sencillez. “Viajo a la selva de Quintana Roo, empiezo a caminar por las veredas de allá y con lo que voy mirando saco los jales.” Los días de visita se acicalaba para no desentonar pero nadie lo visitó nunca, nadie lo llamó por teléfono ni le mandó postales. En el invierno toda la población de la municipal de Salamanca fue trasladada a Irapuato: cárcel dura, cana pesada. (“Los arrimados”, nos motejaron. Éramos, para mal, unos exiliados cuya presencia agravaba el hacinamiento). Estuvo cerca de una muerte atroz. Su costillar a flor de piel, su hedor, su mirada brillante —chaquira bajo el sol—, atrajeron ese impulso predatorio que, lo mismo en una cárcel de 1993 que en un patio escolar ahora mismo, despierta cierta belleza aparejada a lo endeble, a lo indefenso. Lo rondaban ya pero no alcanzaron a tocarlo más que de palabra y mirada —que no es poca cosa—. Salió, nunca supimos cómo, si estaba embarcadísimo con el juez. Se fue a la sorda, sin despedirse. Así se hace cuando se corre el riesgo de que lo enfierren a uno en el último pasillo antes de la aduana. Un par de semanas antes de que Loría le llegara a la lleca, a la calle, Zor Ael-Kor fue a dar con sus delicados huesos —y sus ojos azulísimos y sus barbas grises— a la cárcel de Irapuato. Se refugió entre nosotros, los salamanquillas, los apestados. —Soy un yogui —nos hizo saber. —¿Como el oso? —le preguntamos, no de mala fe. —No, un meditador. Budista —nos explicó. Y asentimos gravemente, nadie le preguntó cómo se las había arreglado para que American Express lo encarcelara.

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Usaba un suéter gris con un par de agujeros y unos lentes delicados y aristocráticos, reparados con masking. —Entonces, ¿eres hindú? —le preguntábamos mientras lavábamos los platos del desayuno o preparábamos el Nescafé azucaradísimo de mediodía. —Sí —nos respondía en un español impecablemente mexicano—. Mi papá es diplomático, fue embajador de la India en México. Había vivido en un monasterio, decía. En su país, por supuesto. Estaba haciendo negocios en León para financiar a una comunidad budista cuando había ocurrido aquel malentendido —que otra cosa no fue— con unos proveedores. Lo visitaba una mujer de grandes ojos verdes, con las arrugas en las comisuras de quien vuelve de todas las decepciones. Si raída ya, su ropa era de un gusto educado y discreto. Hablaban poco. Apenas se tocaban. Pero ella no faltaba un solo domingo. —¿Cómo va tu bronca? —le preguntábamos. —Todo es pasajero —atajaba, y sonreía. Vaya usted a saber por qué artes, la chispó en febrero de 94. A la sorda. No fuera siendo. “¿Quiere que me lo coma, güey?”: así se amenazaba de muerte. En las canchas, en los pasillos, en el comedor, en las regaderas, clanes antropófagos rondaban a los salamanquillas, que nunca andaban solos. “Enséñame a meditar”, le pedí a Zor por esos días de cautela y acechanza. Me ordenó adoptar posición de loto sobre mi colchoneta. “Res­pira profundo e imagínate que una vela encendida que se está derritiendo. Inhala profundo, exhala con calma: eres una vela encendida, te estás derritiendo.” Y si se inventó la Meditación de la Vela en ese preciso instante, o si la había leído en Selecciones, no importa. En una celda del pasillo B del área de población Zor Ael-Kor era Zor Ael-Kor; yo, su discípulo; y mi cabeza se sosegaba y de su quietud surgía una serenidad al borde del desastre. Acaso deba a esa calma insólita recordar, con tanta nitidez, con tanta lentitud, el vuelo de un gorrión que, en la primera luz de la ma­ñana, cruzó las rejas. Acaso también la nitidez de este otro recuerdo, que data de ese mismo tiempo: “Una vez seguí todo el día una vereda en la selva”, me contó Loría, “hasta que llegué a un cenote. Parecía que muchas libélulas estaban volando sobre el agua, pero ¿sabes qué eran, carnal? Jaguares. Jaguares chiquitos, con alas transparentes, co­mo de libélula.”

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Eat, drink, enjoy

Ramón Castillo

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Anthony Bourdain en Nueva York. (Fotografía: Amy Sussman/Getty Images for Discovery)


Esta es una tierra que se define en el reflejo de sus atribuladas rugosidades históricas. Ese característico andar, haciendo malabares sobre el canto de nuestra naturaleza, resulta para muchos, por cuestiones lindantes con la locura, una invitación seductora y terrible. De ahí que México presuma un prolongado récord de visitantes cuya vida ha corrido bajo el signo de la extravagancia, la desmesura y la irracionalidad. Soñadores, poetas, vagos y drogadictos son habitantes frecuentes de un país que desde siempre ha estado, de igual forma, marcado por los excesos y la contradicción. El turismo extremo que nos caracteriza es sólo para quienes gustan de las emociones aderezadas con el desgarrador coraje de un chile toreado, la suficiencia de un tequila y los acordes de una canción de José Alfredo, en suma, de la muerte al filo del Tenampa. Entre esa desbandada de gustosos adictos a las mezclas duras no podrían faltar, por supuesto, personajes como Anthony Bourdain, cuyo singular origen y trayectoria lo vuelven particularmente sensible a nuestra excentricidad Escritor, trotamundos y estrella de la televisión, este neoyorquino se estrelló con la fama gracias a Kitchen confidential, un volumen autobiográfico en el que narra su paso por varios restaurantes, las aventuras que ahí sobrevivió, la temporada que estuvo colgado a la cocaína, los aprendizajes que ganó a lo largo de su carrera y, claro está, su amor por ese primer momento en el que, tras probar una ostra cuando era niño, su vida quedó marcada para siempre. Así relata él dicha cicatriz: “Había tenido una aventura, y todas cuantas le siguieron en la vida —la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o cualquier sensación nueva— todas han sido fruto de aquel momento”. Así pues, teniendo como antecedentes a un tipo como Bourdain, uno quizá no necesita mucha imaginación para suponer por qué siente predilección por México. Lo cierto es que más allá de los lugares comunes que caracterizan a esta tierra, una de las cosas que ha atrapado su atención es el reconocimiento nacido de entrar en contacto directo con individuos que trabajan

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en cocinas calurosas, apretadas, en constante presión por entregar las órdenes a tiempo, maldiciendo y partiéndose la madre por alcanzar el codiciado sueño americano. A diferencia de los flamantes egresados de las mejores escuelas culinarias, Bourdain respeta más a quienes sin arrogancia ni complicaciones se levantan todos los días a hacer lo que es necesario hacer: trabajar, trabajar con intensidad, aprendiendo, chingándole y, como él mismo señala, reuniendo la mezcla justa de rudeza y alegría para saber que ese no es sólo un trabajo, es una forma de vida. En uno de los capítulos titulado “¿De modo que quieres ser chef ? Advertencias previas”, lanza una instrucción a los jefes de cocina del vecino del norte: aprendan español. ¿Por qué? Por la imperiosa necesidad de asumir que mexicanos, salvadoreños, ecuatorianos, etcétera, no únicamente son compañeros de trabajo, es elemental darse cuenta de que ellos también son una de las más importantes piezas de su labor, así que —dice a sus camaradas—, “demuéstrales algún respeto, moléstate en conocerlos. Aprende su idioma. Come sus comidas. Será una gratificación personal y, desde el punto de vista profesional, una ayuda invaluable”. Gracias a que su primer libro fue un bestseller, el buen Tony ha tenido la oportunidad de conducir programas como No Reservations o Parts Unknow, emisiones donde hemos podido ver la desfachatada imagen del otrora chef del restaurante de cocina francesa Brasserie Les Halles echar tragos en cantinas del Distrito Federal; deambular por las dos orillas de la frontera, así como por sus diferencias y muchas semejanzas; empacarse un plato oaxaqueño y hasta tomarse una michelada en Tepito. De esta manera, Bourdain confirma que conocer a una cultura, valorar a la gente y salir del solipsismo al que la actual homogeneización del gusto nos ha llevado tiene que comenzar por la parte más terrenal: la comida, el cuerpo, la empatía. Celebrar la existencia de una concepción distinta de los alimentos, un acercamiento más lúdico, más libre, más amplio de lo relacionado con el comer, es una proclama que se traduce en una cultura gastronómica


amplia, tolerante, inteligente y razonada. De lo que se trata es de abrazar una relación más profunda o compleja entre el hombre y lo que se lleva a la boca, compren­diendo y experimentando el acto manducatorio como una búsqueda que trascienda lo inmediato de la necesidad y se avoque a la búsqueda de sensaciones y vivencias enriquecedoras. Bourdain nos recuerda que el conocimiento y la apertura para explorar nuevas posibilidades, el reconocimiento de la diferencia y la disposición a salir de nuestra zona de confort pueden tener una oportunidad, un significativo chance, si comenzamos por la aventura culinaria. Tal vez, con suerte, de ahí podamos brincar a otros campos igual de importantes y necesarios para la convivencia. Sin duda, “el hastío de la vida se evapora cuando nos encontramos, entre amigos, alrededor de una mesa”, escribe el filósofo Michel Onfray. En el mismo tenor, y en diametral disparidad profesional, Anthony dice, y suscribimos cada palabra, lo mismo, aunque con su peculiar estilo enunciativo: “Cuando nos vemos ante un buen plato de comida desaparece como por encanto —aunque sea un momento, un segundo— la expresión amargada que hemos adquirido todos los cabrones cínicos, cansados del mundo y sus circunstancias, capaces de darle al prójimo contra la esquina”. A este chef devenido estrella pop, sin duda, le gusta pasearse por este país debido a la tradición antiquísima que tenemos tatuada en nuestro código genético, la bonhomía de algunos de los habitantes de las ciudades que ha visitado, los destinos turísticos que lo mismo atraen a spring breakers que a viejos jubilados, la afición por la bebida y la fiesta, o tal vez nuestro perenne afán de contradicción, pero me inclino a pensar que el verdadero motivo es que nos caracteriza, y eso se expresa por ente­ro en nuestros platos, un temple temerario, un pasado para nada apacible y una imaginación desaforada. A sus ojos, y probablemente tenga razón, los mexicanos gozamos de una altanería vital que se refleja en

esa vocación por jugar con la muerte y sobre todo con la vida misma. Ningún ingrediente nos es ajeno, ni tampoco hay combinación que nos parezca excesiva. Desde el respetable y complejo mole de guajolote hasta los estrambóticos dorilocos, la comida es un elemento que no pasa inadvertido. Ella se recrea, muta, avanza, se mueve en direcciones inesperadas pero sin traicionarse, y mantiene siempre el dejo necesario para mantener su identidad, de la misma forma que lo hacemos nosotros, todos los días y a todas horas. Bajo la máscara desconfiada y recatada que Octavio Paz señalara como muy nuestra, los mexicanos sonreímos de manera taimada, golosa y carnal, pues hemos elevamos a categoría estética el acto de comer: alimentamos a los dioses con nuestra propia sangre; devoramos a su vez a las antiguas deidades, ya sea en forma de peyote o de hongos, para obtener sabiduría; engullimos al prójimo, como parte de un pozole o sa­ zonando a los tamales; nos agotamos a nosotros mismos mediante el atasque consuetudinario de la propia existencia; saboreamos la otredad de la carne desde el ruedo privilegiado de la buena cama. Una manera de conocer a la gente es mediante sus gustos alimenticios, máxime cuando confluye el gusto por paladear la fuerza indeterminada que nos anima como género. Y una vía para hacerlo es suscribiendo las palabras de Bourdain: “Como dije antes, tu cuerpo no es un templo, es un parque de diversiones. Disfruta de la salida. […] ¿Queremos de verdad viajar en papamóviles herméticamente sellados a través de las zonas rurales de Francia, México y el lejano oriente, comiendo sólo en Hard Rock Cafés y McDonalds? ¿O queremos comer sin temor, arremeter con los guisos locales, las humildes taquerías de carnes misteriosas, el regalo sinceramente ofrecido de una cabeza de pescado apenas dorada? Yo sé lo que quiero. Quiero de todo. Quiero probarlo todo, por lo menos una vez”. En conclusión, caemos en la certeza de que la vida misma se resume en tres palabras: come, bebe, disfruta.

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Historia de una pérgola y una librería de cristal Adamo Boari y Arturo Sáenz de la Calzada Gorostiza

Jorge Vázquez Ángeles


Como muchas películas mexicanas de la época, Estrategia: matrimonio (cómo casarse con un millonario)1, de 1966, protagonizada por Silvia Pinal y Joaquín Cordero, comienza con una secuencia área que recorre varias zonas de la ciudad de México. La toma se arruina con la extensa lista del staff, como si interesara saber el nombre del sonidista o del encargado de “efectos especiales”, lo que impide reconocer barrios y edificios aún en pie, como algunas torres en Insurgentes y Reforma de esa capital que ya no existe. Luego, una cámara ubicada en la azotea del Banco de México muestra en primer plano el edificio La Nacional y el incesante tránsito sobre avenida Juárez. En donde hoy se extiende la explanada del Palacio de Bellas Artes hay un estacionamiento que, abarrotado de coches, desafía la imaginación y cualquier concepto de forma, espacio y orden. Los cuatro pegasos del escultor catalán Agustín Querol y Subirat sirven para delimitar los bordes de ese caos de motores, metal y vidrio. La cámara hace un paneo hacia la derecha y aparece de forma parcial el Palacio de Bellas Artes. En esos años, la calle 5 de mayo no terminaba en el actual Eje Central, sino que cruzaba frente a la puerta principal del “teatro blanquito” y remataba en la calle Ángela Peralta, límite de la Alameda Central. Lo que llama la atención es que detrás de Bellas Artes, en terrenos de la Alameda, hacia donde se dirigirá la cámara en un vertiginoso zoom in, hay una estructura que hoy en día ya no existe. Era la Li­brería de Cristal —en la que Silvia Pinal, en el papel de Mónica Ferrer, trabaja como dependiente—, construida en la que fue la pérgola contemplada en el proyecto original del llamado Teatro Nacional. Adamo Boari y un arquitecto vasco-español llamado Arturo Sáenz de la Calzada Gorostiza, exiliado en nuestro país durante la Guerra Civil Española, están involucrados en la historia de la pérgola, elemento arquitectónico que por medio de vigas y columnas genera un corredor semiabierto, por lo general adornada con plantas tre­padoras, para articular dos o más espacios; se trata de un recurso para marcar una transición entre un espacio abierto y uno cerrado. Así como en el Zócalo hace muchos años dejó de existir un zócalo, lo que la gente llamaba “pérgola”, hacia 1934 ya no era tal, pues en el año de la inauguración del Palacio de Bellas Artes se había transformado en portales de gruesas columnas de mármol blanco en cuyos basamentos resaltaban unas máscaras de caballeros águila que funcionaban como botaguas. Divido en cuatro secciones, durante algún tiempo funcionó un mercado de flores y el resto de los portales se usaban para montar exposiciones de la Academia de San Carlos. En algunas fotos que muestran el avance de la construcción del Teatro Nacional se distingue la pérgola original, que no sólo funcionaba como ornamentación: a nivel urbano fungía como un paréntesis que cerraba el conjunto de edificios que se iniciaba con el Palacio de Comunicaciones, el Palacio Postal y el Teatro Nacional.

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http://ow.ly/K4Cma

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Fotografías: cortesía de Jorge Vázquez Ángeles y Skyscrapercity

En el texto En busca de Martín Luis Guzmán2, de Angélica Prieto, José Rogelio Álvarez cuenta su relación con el autor de La sombra del caudillo: “Siempre declaró que estaba en la más extrema de las miserias mientras realizaba los más brillantes negocios. Esto lo hizo a lo largo de todo su vida, a tal punto que cuando fundó la revista Tiempo, en lugar de alquilar un local para instalar la redacción y la dirección, consiguió del Presidente Alemán, de quien era muy amigo, que le prestara una de las pérgolas de la Alameda, la que está en el extremo norte; en los bajos se puso la librería ediapsa, en asociación con Rafael Giménez Siles, cadena que todavía sobrevive, y en la parte alta estaba la redacción de Tiempo, en un espacio que debe haber tenido ciento cincuenta metros cuadrados, incluyendo la dirección donde don Martín despachaba”. Aunque el relato de Álvarez no ahonda en detalles, el “préstamo” de la pérgola en época del alemanismo contradice el testimonio del propio Giménez Siles, quien dice que fue el regente de la ciudad “Raúl Castellanos, previa conformidad del Presidente de la República, general Lázaro Cárdenas, [quien] la ofreció para que ediapsa instalase en ella la primera Librería

de Cristal”3. Y es que hacia 1940, un año después de fundar la Editora Iberoamericana de Publicaciones S.A. (ediapsa), Giménez Siles le pidió a Arturo Sáenz de la Calzada un proyecto para adecuar la pérgola y abrir una librería que debido al uso de grandes ventanales fue bautizada como “Librería de Cristal”. Su proyecto debió de resultar sumamente atractivo (contaba con áreas de exposiciones, café y restorán) que un reportero del New York Times la calificó como la librería más extraordinaria del mundo, según una nota aparecida en El Universal el 16 de agosto de 1946, y que Giménez Siles reproduce en su Testamento Profesional4: en los estados unidos de norteamérica fue calificada como la más interesante del mundo «NUEVA YORK, agosto 15.- Un reportaje de Milton Bracker en el «New York Times», ha provocado un vivo interés por la «Librería de Cristal» de la ciudad de México, pues la califica como la más extraordinaria del mundo. El interés suscitado culminó en el programa de radio «La Revista del Aire» que la National Broadcasting Company ofrece a millones de oyentes. Parte de dicho programa estuvo dedicado, el sábado último, a la descripción de la «Librería de Cristal», situada en la Pérgola de la Alameda de México. Fue un brillante viaje

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http://ow.ly/K4CoH

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http://ow.ly/K4Zjm Ibídem.

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imaginario por esa librería que ha sido designada como «la única en su género en todo el mundo».

Como otros españoles, Sáenz de la Calzada luchó en la Guerra Civil y en 1938 se enroló a un batallón de ingenieros dirigido por Félix Candela, acaso el más famosos de los arquitectos españoles que se exiliaron en México, y con quien realizaría algunos otros proyectos. Dentro de su proyección, realizó una casa en las Lomas de Chapultepec, convertida después en embajada de Suecia, y la embajada de Noruega. Quizá su proyecto más conocido sea la casa que hizo en la calle de Cerrada de Félix Cuevas número 27, en Mixcoac, para un amigo

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suyo que conoció en la Residencia de Estudiantes de Madrid: Luis Buñuel, quien años después le pediría que diseñara la columna que aparece en Simón de desierto. Se trató de la primera librería de autoservicio que hubo en México, tal y como puede apreciarse en la película de Silvia Pinal: todos los libros están a disposición de los clientes, algo que las siguientes cadenas de librerías aplicarían como recurso mercadológico. Sin embargo, fotografías de la época muestran que las cuatro partes de la pérgola estaban ocupadas por la librería, que contaba con el mismo número de secciones divididas en “Técnica”, “General”, “Infantil” y “Popular”, lo que contradice el testimonio de José Rogelio Álvarez o hace suponer que se trató de un gran negocio que se expandió con facilidad. La Librería de Cristal de la Alameda fue arrasada por la picota en aras de una idea perversa de progreso, como dice Fernando Benítez en Historia de la Ciudad de México. La pérgola fue destruida en 1973, bajo el mandato del regente Octavio Sentíes. La causa: la construcción de la estación del metro Bellas Artes. Un acto de barbarie. Arturo Sáenz de la Calzada murió en México en 2003. Adamo Boari sólo pudo ver terminadas las pér­ golas de un proyecto tortuoso y demorado que no pudo concluir. Murió el 24 de febrero de 1924.


Breve recuerdo de un encuentro

Las pasiones visuales y místicas de Bill Viola

Miguel Ángel Muñoz

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Bill Viola, en una reunión con estudiantes de la Academia de Bellas Artes de la Universidad de Bolonia, Italia, en 2010. (Fotografía: Roberto Serra-Iguana Press/Getty Images)


Lo sublime ya no se encuentra en el arte, sino en la especulación con el arte. Jean-François Lyotard, La sombra sublime y la vanguardia Para Harald Szeemann, maestro y cómplice de siempre

El artista norteamericano Bill Viola (Nueva York, 1951) es pionero en el empleo del video, de la exploración de la imagen en movimiento, de las instalaciones de carácter arquitectónico, de performances a base de música electrónica, que son un referente clave en el lenguaje audiovisual para el arte contemporáneo. Desde la década de los setenta ha creado videos monocanal, instalaciones y otras obras que reflejan su profunda vinculación con la historia del arte, la espiritualidad, lo conceptual y la percepción. Su formación y su colaboración constante con diversas instituciones, así como sus estancias en países como Italia, Japón, India o España, han marcado su forma de entender y afrontar la creación desde lenguajes artísticos diferentes. Viola se formó en el Collage of Visual and Performing Arts de Syracuse University en Nueva York, donde se graduó en Bellas Artes en 1973. En los años sesenta Viola trabajó como ayudante de Nam June Paik y Peter Campus, los tres grandes artífices del video —sin olvidar a Francesc Torres, a Bruce Nauman y a Vito Acconci, artistas y pioneros de la instalación en Estados Unidos—, quienes parten del principio de que el video es una forma de comunicación del artista consigo mismo, lo que hace que en ellos siempre esté presente su propia imagen. La utilización del video no sólo les permitió explorar una nueva percepción ilusionista del espacio, sino buscar una confrontación interactiva entre artista, objeto y espectador. En estas primeras obras, Bill Viola considera el sonido como algo a lo que se le puede dar forma: “Para mí la cuestión crucial fue el proceso de dominar el sistema electrónico. Me di cuenta de que la señal electrónica era un material con el que se podía trabajar. La manipulación física es fundamental en mi proceso de pensamiento. Nunca he pensado el video en términos de imágenes, sino como un proceso electrónico, como una señal. Y ahora en esta nueva exposición, que estás viendo, ese es el objetivo central”.1 Sus trabajos se centran en experiencias humanas universales —nacimiento, muerte, evolución de la conciencia— y tienen sus raíces tanto en el arte oriental como en el occidental, así como en las tradiciones espirituales. Viola plantea sus videos y videoinstalaciones de los años sesenta y ochenta: Wild Horses, 1972, Cycles, 1973, o He weeps for you, 1977, como composiciones audiovisuales, liberadas de las estructuras narrativas, verbales y convencionales de la cinematografía; comenzaba a inclinarse hacia una reflexión del mundo, en ocasiones fundada en las percepciones, la conciencia, los sueños y la memoria, que le sirven para referirse al ciclo básico de nacer, vivir, morir y renacer. Viola afronta la cuestión de cómo

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Raymon Bellour, “An Interviev with Bill Viola”, October, Núm. 34, otoño de 1985.


Hall of Wispers, de Bill Viola, durante la exhibición de la Colección François Pinault en la Conciergerie de París, Francia, en 2013. (Fotografías: Bertrand Rindoff Petroff/Getty Images)

pintar y reflejar la visión sobrenatural, la angustia, el recuerdo, la sorpresa o el sentimiento más profundo que atormenta a los místicos; una gramática visual de las emociones que nos interpela y atrae. A partir de los setenta, la obra de Viola se exhibe en casi todos los museos del mundo. Sus videos, instalaciones, teorías y tesis sobre arte se vuelven referentes en el escenario artístico del arte contemporáneo. Conocí a Viola en el verano del 2005 en Madrid, unos días después de la inauguración de su exposición Las pasiones —que se exhibió en la Fundación La Caixa—. El espacio del museo se encontraba repleto de visitantes —Bill Viola (misterioso extraordinario) y yo caminamos alrededor de la gente­— mirando en silencio rostros, cuerpos y espacios que cuelgan de las paredes. ¿Cuál de ellos es de verdad la realidad?, ¿cuál es la ficción? La obra cumple, así, uno de los objetivos que siempre persiguió Viola: estar conectado con la comunidad de la que nació o de la que es parte por el simple acto de la contemplación. El tiempo, el espacio, el contexto… Una emoción rodada en 35 milímetros y atrapada en una pantalla digital de plasma, capturada en las pasiones de Bill Viola. El artista se enfrentó, y lo sigue haciendo, a la tarea de reflejar mediante el arte la complejidad de emociones humanas como la tristeza, la ira, el dolor o las alegrías. Pero la realidad es siempre más complicada que su verbalización, en especial por lo que atañe a los videos de Viola, adiestrado en un silencio

nutrido por John Cage: alcanzar un momento neutro en el que lo importante es sentir las emociones que difunden las imágenes, o como decía Cézanne, captar la petite sensation de cada imagen. El origen de la serie Las pasiones se remonta a 1998, cuando el artista fue invitado una temporada al Getty Research Institute como scholar-in-residence, donde se integró al cuerpo de investigadores que estudiaban la representación de la pasión en la historia del arte. Ahí leyó el estudio de Henk van Os sobre arte devocional. Días después viajó a Chicago y en el Art Institute descubrió una Dolorosa de Dieric Bouts. Un rostro representado con el realismo minucioso de los primitivos flamencos, con una escena de un rostro de mujer con ojos hinchados y llorosos. Frente a este cuadro, Viola decidió explorar este territorio. La primera iniciativa para desarrollar este tema se dio cuando la National Gallery de Londres le invitó a ser parte del proyecto de reinterpretar grandes obras maestras de su colección. Bill Viola escogió el Cristo encarnecido del Bosco. Creó una obra titulada The Quintet of the Astonished, Viola se propuso filmar a un grupo de actores que reflejaran sus gamas de emociones, en medio de un conflicto doloroso: de la risa al llanto, de la tranquilidad al desquicio. El objetivo es registrar todas las emociones en estado puro, desvinculado de todo contexto irreal, en una continuidad fluida, registrada en cámara lenta. Casi todas las piezas de la serie, fueron

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Hall of Wispers, de Bill Viola, durante la exhibición de la Colección François Pinault en la Conciergerie de París, Francia, en 2013. (Fotografías: Bertrand Rindoff Petroff/Getty Images)

filmadas en película de 35 mm, con cámaras de alta velocidad, trabajando en un ritmo de trescientos fotogramas por segundo, transferidas después a video digital y ralentizarlas, para lograr el efecto poético e histó­rico deseado. A Viola le obsesiona captar esa curva, ese “arco de intensidad”, como él mismo lo llama, y lograrlo en el espacio de un minuto. El resultado es el conjunto de video creaciones de exquisita factura, íntimas y silenciosas, que retratan fielmente los estados emocionales, los cambios de sentimientos y pensamientos que aparecen en los videos. “El tiempo —dice Viola— es el material de base del video. Todos mis intereses van dirigidos hacia este dominio y es por ello que siempre he afirmado que el video está más cerca de la música que de la escritura, la pintura o la fotografía. Componer imágenes de video es lo mismo que componer música; en los dos casos, los acontecimientos se ordenan según un tiempo preciso. En el video, la imagen fija no existe”.2 Bill Viola ha partido del estudio de la obra de pintores medievales, especialmente del hieratismo que preside la pintura religiosa. Así, una buena parte de las trece videoinstalaciones de la exposición —mostradas en pantallas digitales planas, a modo de cuadros dinámicos— se inspira en pinturas de los siglos xv y xvi

de artistas como Durero o Masolino, referencias que le permiten añadir una dimensión mítica a las esce­nas cotidianas. En una conversación que tuve con Viola durante la presentación de la serie, destacó la influencia que ha ejercido San Juan de la Cruz en su obra, en especial en este proyecto: “Es un ejemplo de cómo se puede superar el sufrimiento y transformar el odio en poesía de amor. Sus palabras siguen vivas y son más poderosas que las protestas”. Al mismo tiempo se refiere al uso de las nuevas tecnologías y la importancia que tienen en su trabajo. “En el fondo —dice—, el arte es una manipulación de las formas, de las cosas, de las ideas, y las nuevas tecnologías me permiten retener y dar forma al tiempo. El tiempo es el gran descubrimiento, es tan importante como en su momento lo fue el de la perspectiva, el ángulo de fuga, que permitió pasar de las dos a las tres dimensiones. Hoy los artistas trabajamos con cuatro dimensiones, hemos añadido el tiempo al espacio”.3 El fin de los grandes místicos en la historia era traducir las experiencias y no presentar sus imágenes o descripciones. En ese espacio oscuro, silencioso y sorpresivo de los videos e instalaciones de Viola bien vale recordar a San Juan de la Cruz:

2 Dany Bloch, “Les video-paysages de Bill Viola”, en Art Press, abril de 1984.

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Miguel Ángel Muñoz, El espacio vacío, Conaculta, dgp, México, 1998.


A oscuras y segura Por la secreta escala disfrazada, ¡oh dichosa ventura! A oscuras, y en la celada, Estando ya mi casa sosegada…4

Al hablar del montaje y compararlo con su exposición en el Museo Guggenheim de Bilbao realizada 2005, Viola aseguraba que la diferencia está en la estructura, “ésta depende de que se trate de un trabajo que refleje una emoción individual o una emoción colectiva. La diferencia está entre la escala personal y la escala social, o mejor dicho, entre lo interior y lo exterior”. En el Guggenheim se reunió una selección de cinco

San Juan de la Cruz, “Noche oscura”, en Poesía completa, Ediciones Brontes, Barcelona, 2013. 4

videos titulados Temporalidad y trascendencia, realizados en gran formato, en un montaje muy efectista y esce­ nográfico, que revisaba su trabajo sobre el agua, el fuego y el tiempo, temas recurrentes en su carrera. Abundan en estos planteamientos generales de la trayectoria creativa de Viola, como en The Crossing, donde se contrapone la figura del hombre a dos de los elementos constituyentes del mundo en la filosofía clásica (agua y fuego) y al deseo permanente de autodestrucción, que en palabras del artista, en su proyecto más ambicioso e importante. Lo cierto, es que la compleja tecnología queda al servicio del final de su obra. Las pasiones —conjunto de trece piezas realizadas entre 2000 y 2003—, es un proyecto intimista y silencioso. Sobre paredes negras, imágenes desnudas filmadas por Viola. El video permite al artista mostrar con mayor intensidad, el flujo en la lentitud de las imágenes, en las expresiones cambiantes, y en la inquietud prolongada de los rostros de los personajes. El artista

Bonnie Clearwater, directora y curadora en jefe del Museo de Arte Contemporáneo de Miami, y el artista Bill Viola hablan durante el Salón de Arte en Art Basel Miami Beach. (Fotografía: John Parra/Getty Images for Art Basel Miami 2012)

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La American Composers Orchestra interpreta Desiertos de Varese, acompañada de un video de Bill Viola, en el Carnegie Hall, en octubre de 2001. (Fotografía: Hiroyuki Ito/Getty Images)

crea una gramática de las emociones: dolor, angustia, incertidumbre, recuerdo, sorpresa y soledad, de los artistas medievales y renacentistas, que interpelan y atraen al espectador. Al implicar y apelar a los sentidos, Viola ofrece una reflexión universal y espiritual de la temporalidad y la trascendencia. La selección incluyó obras clave de la serie, entre las que destaca Aparición, realizada en el 2002, una obra basada en el fresco de La Piedad ( 1424) del artista italiano Masolino, que representa a Cristo de medio cuerpo en el sarcófago, sostenido por su madre y por san Juan. En ella se puede contemplar a dos mujeres sentadas junto a un pozo del que emerge lentamente un joven pálido. Con gran esfuerzo lo sacan del agua y lo tumban

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en el suelo, para protegerlo. Pueden verse otras obras como Mañana silenciosa, Seis cabezas —donde el artista examina seis estados emocionales distintos— y El quinteto de los atónitos, un encargo de la National Gallery de Londres inspirado en el cuadro del Bosco El cuadro burlado. El proceso de realización de Las pasiones surgió tras la muerte del padre del artista, y de la necesidad de mirar en los pintores del pasado el tratamiento de las emociones, para compartir el dolor de una perdida inevitable. “Nosotros —dice Viola— existimos para inspirarnos los unos a los otros y en este sentido puedo tomar la inspiración de los artistas del pasado. En un continuo de inspiración, y en una época de la propiedad intelectual, de las ideas, creo que el arte de compartir, es colaborar entre todos”. Este continuo profundizar en la esencia de la vida y del universo es lo que llevó al crítico Raymond Bellour a decir que “para Viola la cámara de video es como el ojo visionario de un místico, observa en tiempo real”. Bill Viola siempre quería ser un artista profesional, aunque en realidad hace falta mucho valor para hacerlo. Viola tuvo la suerte de “inventar la mística y la magia del video”: de encontrarse con un lenguaje y su tiempo. Es un ejemplo de cómo la historia del arte está presente y es indispensable para la comprensión del arte contemporáneo. Quienes lo proclaman como uno de los artistas más importantes de la segunda mitad del siglo xx, lo dicen porque es de los pocos que encontró la manera de vivir, y desde luego, de entender el arte.


antes y después del Hubble

Huberto Batis,

cuando el magisterio hincó raíces Leopoldo Lezama


El promotor Huberto Batis es uno de los intelectuales mexicanos de la segunda mitad del siglo veinte que más ha hecho por la difusión de la cultura. Su trabajo en revistas y suplementos culturales abrió las puertas a generaciones de escritores que hoy son parte de la literatura mexicana. Sabemos que su vocación inicial fue la narrativa. En la adolescencia llevó sus cuentos a las oficinas de El Informador de Guadalajara y en 1958, becado por el Centro Mexicano de Escritores, publicó el relato “El rumor del silencio”, en la revista La Palabra y el Hombre dirigida por Sergio Galindo. Sin embargo, Batis decidió dedicar sus empeños a la academia, la crítica literaria y el oficio de editor. Su participación en publicaciones como la legendaria Revista Mexicana de Literatura fundada por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo, y Cuadernos del Viento, codirigida con Carlos Valdés fue crucial en la transición entre los grandes escritores anteriores a 1960 y la llamada Generación de Medio Siglo: Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, José de la Colina, Sergio Pitol, José Carlos Becerra, Juan José Gurrola y Esther Seligson. También le dio voz a un grupo de jóvenes que comenzaban a escribir con otro lenguaje y otros referentes: José Agustín, Gustavo Sainz y Parménides García Saldaña. Siempre incluyente, en el suplemento Sábado del diario Unomásuno, confió en plumas inéditas y así se dieron a conocer los escritores del Crack, la denominada literatura basura, y una buena cantidad de notables narradores y ensayistas (Enrique Serna, Evodio Escalante, Sandro Cohen, entre muchos otros). El editor Luis Mario Schneider escribió que Huberto Batis, como en su momento Octavio G. Barreda, ofrendó su talento a la promoción de la cultura: “Los dos eruditos sin pérdida de la frescura descuidan su propia obra por desprendimiento”. El profesor Como Daniel Cosío Villegas y José Vasconcelos, Huberto Batis cree que la cultura debe ser un bien público: “Una de las funciones de la universidad es enseñar, la segunda es investigar, y la tercera es sacar a la universidad a la calle”. Humanista moderno, celebró la iniciativa de Juan José Arreola de fundar la Casa de Lago: “El haber llevado la universidad al bosque de Chapultepec, el hacer conciertos con la orquesta de la unam, el fundar Poesía en voz alta con Octavio Paz fue algo extraordinario para la gente”. Huberto Batis lleva cincuenta años impartiendo magisterio en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. En sus clases de “Iniciación a la investigación literaria” y “Taller de revista”, enseñó a editores principiantes a establecer un dossier, organizar un índice o redactar fichas bibliográficas con un particular cuidado. Este rigor no es gratuito: el maestro octogenario estudió griego y latín en un colegio jesuita, trabajó en la Imprenta Universitaria y corrigió pruebas en el Fondo de Cultura Económica. Además, aprendió las minucias filológicas con Alfonso Reyes en la Nueva Revista de Filología Hispánica, y fue discípulo de Antonio Alatorre en el Colegio de México.

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Huberto Batis no olvida que Reyes lo ayudó a establecerse en la gran ciudad, a la cual llegó con 300 pesos: “Llegué a casa de Reyes en Benjamín Hill: me esperaba en la puerta su mujer, Manuelita Mota, pagó el libre y me introdujo al sancta santorum, hasta el mezzanine de la Capilla Alfonsina, donde estaba su escritorio, sus ficheros y el echadero donde dormitaba en las vigilias interminables”. Hace algunos años, en la presentación de una antología de narradores y poetas de la Facultad de Filosofía y Letras, los coordinadores del libro discutían en torno al papel de la academia en la formación de los escritores. No quedaba muy claro cuál era la función de los estudios literarios formales en un trabajo que consistía básicamente en escribir. Desde el público, el profesor Batis pidió la palabra y explicó el lugar de la universidad en la vida de un escritor: “Los jóvenes vienen aquí a ser hombres cultos. Entonces, también serán escritores cultos”. A lo largo de muchas décadas, Huberto Batis ha defendido la función constitutiva de la lectura. Para él, la producción hemerográfica va más allá de encumbrar figuras literarias: aporta a la construcción de una sociedad lectora: “Hay miles de libros, pero la gente no tiene cómo conseguirlos, no tiene dinero para comprarlos porque cada vez son más caros. Entonces, un periódico que tiene un buen suplemento cultural puede hacer la labor que los libros no pueden hacer”. Impulsor de Pedro Páramo En el año 2007, entrevisté a Huberto Batis con motivo de los noventa años de Juan Rulfo. En esa charla, el ex director de Cuadernos del viento dibujó uno de los retratos más ricos que se han hecho del escritor jalisciense. Habló de un hombre humilde, de pocas palabras y carácter hosco que trabajó en los más diversos oficios. Este “escritor nato”, dijo, en contraposición al enciclopedismo de Arreola, por muchos años no tuvo el reconocimiento que merecía (su propio editor, Alí

Chumacero, no le auguró un buen destino) y fue el tiempo quien puso a Juan Rulfo en el lugar más alto de la literatura castellana. No obstante, Batis contribuyó a que la novela tuviera un mayor alcance en nuestro país: “Yo era gerente en el Fondo de Cultura Económica y vino un impresor que tenía una máquina que sacaba un libro cada tres minutos. Me ofreció hacer un tiraje enorme de un libro y yo le di Pedro Páramo. Hicimos cincuenta mil ejemplares de Pedro Páramo. Entonces le di la noticia a Rulfo: ‘Hemos hecho cincuenta mil ejemplares de tu libro’, y él me dijo ‘¡Estás loco! ¡Nunca se van a vender!’ Y yo le dije: ‘¡Sí se van a vender porque van a ser muy baratos’. Él se enojó porque el libro estaba empastado en la colección Letras Mexicanas y tenía un precio, y ahora yo lo iba a vender más barato. ¿Quién lo iba a comprar? La sep lo puso como libro de texto en todo el país y se acabaron los cincuenta mil ejemplares. Además le dieron a Juan treinta centavos de regalías por ejemplar. Entonces le dije: ‘¿No que no?’” A la muerte del escritor en enero de 1986, Batis hizo otro aporte a la bibliografía rulfiana al sacar a la luz los famosos fragmentos que posteriormente publicó la editorial era como Los cuadernos de Juan Rulfo. En aquella entrevista, Batis contó la historia de ese archivo: “De pronto llegó Carlos Velo, el que llevó al cine Pedro Páramo, y nos llevó a Benítez y a mí a Sábado una caja de zapatos llena de papeles alisados y recortes. Porque Rulfo decía a Velo: ‘Tú te vas a hacer cine. Déjame tu departamento porque yo en mi casa no puedo trabajar. Tengo un montón de hijos, mi mujer, la cocina, la aspiradora’. Entonces se iba a escribir ahí, y todo lo que no le gustaba lo desgarraba y lo tiraba a la basura. Y Velo por la noche lo guardaba como reliquia. Entonces entre Benítez y yo armamos un Sábado de fragmentos de escrituras inéditas de Rulfo, de Pedro Páramo o de El llano en llamas: fragmentos, distintas versiones. Ahora todo eso lo ha editado ediciones era y le han puesto prólogo de la esposa y lo venden como un libro de Rulfo. Pero nosotros lo hicimos antes en Sábado”.

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Huberto Batis en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Fotografías: Alejandro Arteaga

El legado A pesar de haber dirigido publicaciones capitales en la vida intelectual mexicana y de haber sido elogiado por hombres de la estatura de Agustín Yáñez y Octavio Paz, Huberto Batis nunca hizo del despotismo una maniobra para abrirse paso entre la jungla de las letras mexicanas. En sus revistas y suplementos hubo lugar para todos: los nombres consagrados y aquellos que esperaban una oportunidad para publicar sus primeros textos. Enrique Serna ha hablado de esta apertura: “Quienes han hecho de la pedantería un hábito mental y un estilo de vida, nunca pudieron tolerar que en las páginas del suplemento un exquisito ensayo sobre Mallarmé cohabitara promiscuamente con la crónica de un homosexual masoquista narrando sus experiencias en los bares leather de Nueva York”. Su charla mordaz y devastadora también nos alertó de ese inframundo en que nacen y mueren los libros: la hipocresía, las mafias, las corruptelas, los compadraz­gos,

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el servilismo extremo a favor del éxito inmediato, los cacicazgos que hacen y deshacen, el peligroso y por desgracia necesario auspicio gubernamental, los odios, las traiciones, la insana convivencia entre críticos y criticados, el oro falso de los aduladores, la creación express de autores chatarra. La ausencia de Huberto Batis en el orbe de las publicaciones periódicas ha dejado una oquedad que aún no se ha llenado. Al parecer, el inframundo ha ido ganando terreno. Su ausencia en las aulas de la Universidad Nacional también dejará una grieta. Y aunque Carlos Monsiváis le recomendó no perder el tiempo con alumnos cada vez más laxos, Huberto Batis sigue de pie, dando la batalla. Como los grandes maestros que han despertado en muchos estudiantes y escritores el maestro interior, el rebelde dormido, ahí seguirá hasta el último día de su vida.


Taller de impresión de Juan Pablos, primer impresor de la Nueva España

Remembranza de un ladrón de libros novohispano

Carlos Francisco Gallardo Sánchez antes y después del Hubble |

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Cuando se roban libros, uno es persona y personaje. Rodrigo Fresán

Hay diferentes maneras de sucumbir ante los libros, algunas tan magnánimas o con tal ruido que sus artífices logran irrevocablemente la fama. Sus retratos comparten la galería de los grandes bibliófilos y bibliómanos en la épica del coleccionismo, por una vez y para siempre acompañados, tras la vida solitaria de quienes se encumbran o se devastan por pasiones así. Viene al caso, reiterado ejemplo, el Conde Guglielmo Libri Carucci dalla Sommaja (1803-1869), mejor conocido como Conde Libri, natural de Florencia y de parentela acaudalada, a quien una religiosidad heterodoxa coloca la aureola de patrón de los bibliocleptas, es decir, de los ladrones de libros.1 Acumuló 40,000 volúmenes para su goce personal, muchos de los cuales robó. Una labor en la que se combinaron su rigor como matemático y su posición como inspector de bibliotecas públicas, sin importar las acusaciones que buscaban truncar su vuelo. La historia de Antón es de otra naturaleza, sucede a ras de tierra, con las motivaciones de un hombre más o menos ordinario, envuelto en una cotidianidad de horizontes cerrados, la pobreza que afila sus habilidades para sobrevivir y el atrevimiento en el momento en que la tentación de los libros se cruza frente a él. La circunstancia que lo hace visible no merece la consagración o la celebridad que se otorga a los héroes o bandidos de alta escuela, incluso podría considerársele un vulgar y ocasional ladrón de libros que tarde o temprano los venderá a un ínfimo precio. A no ser porque se distingue en él la mentalidad de un pícaro malogrado, cuyo actuar incomoda con su pragmatismo a las buenas conciencias de la Colonia española. Más allá de cualquier interpretación, su estampa tiene el poder de lo inusitado. Los pormenores quedaron registrados en las actas de un proceso que se inició el 13 de febrero de 1561 y se salvaron del olvido gracias a Francisco Fernández del Castillo, quien en 1914 dio a la imprenta una compilación titulada Libros y libreros en el siglo xvi.2 En sus páginas se transcriben los documentos encontrados en el Archivo General de la Nación “relativos a los procedimientos que seguía el Santo Oficio de la Inquisición de la Nueva España en materia de libros”, según lo explica Luis González Obregón en el texto preliminar. ¿Qué hizo exactamente Antón que lo empujó fuera del anonimato y lo hizo rendir cuentas a las autoridades? El título bajo el cual se reúnen los documentos

Miguel Albero, Enfermos del libro. Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas, 2a edición, Salamanca, Universidad de Sevilla, 2013, p. 37. 2 Francisco Fernández del Castillo (comp.), Libros y libreros en el siglo xvi, México, Fondo de Cultura Económica, 1982 (1914). 1

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de este caso es prolijo y obsequioso: “Proceso seguido contra Antón, sacristán, por haberse robado ciertos libros prohibidos, que se habían recogido y estaban de­positados en la iglesia de Zacatecas”. Tras la lectura del auto mediante el cual se ordena la investigación y de las declaraciones de los indiciados, el relato que se obtiene nos lleva al año de 1560, cuando el bachiller Álvaro Gutiérrez y el maestro Francisco Cervantes de Salazar llegan al Real de Minas de Nuestra Señora de los Zacatecas, con el encargo por parte del obis­pado de la Nueva Galicia de recoger a los habitantes del lugar los libros que “estoviesen en contra de nuestra Santa Fe Católica”. ¿Qué libros albergarían en sus páginas esta ene­ mistad? La sospecha apunta hacia libros surgidos desde el propio catolicismo, pero que no contaban con la venia de los jerarcas. Tal vez los comentarios y las traducciones de las Sagradas Escrituras en castellano que fueron objeto de persecución a raíz de la llamada Censura de Biblias de 1554.3 Dos títulos de libros prohibidos y requisados quedaron inscritos en las actas de los hechos protagonizados por Antón: Doctrina Xpiana y Epístolas e Evangelios, de intransferible carácter religioso. Sin embargo, y para emoción de la sensibilidad literaria, tampoco se puede descartar la presencia incriminatoria de libros de ficción, como los de caballerías, que acompañaron a los colonizadores españoles desde su llegada a tierras indígenas y cuya circulación en este lado del mundo dejó de estar permitida desde las primeras décadas del siglo xvi. Gutiérrez y Cervantes confiscan los libros catalogados como prohibidos, ordenan que se guarden en tres “petacas” aseguradas con cordeles y que éstas sean trasladadas a la “capilla del Crucifixo” de la iglesia mayor de Zacatecas, donde esperarán su envío a la ciudad de Guadalajara. Un día a inicios de febrero de 1561, tres meses después de que aquellos dos hombres llevaran a cabo su tarea de inquisidores entre los pobladores de la mina, el vicario de Zacatecas, bachiller Juan de

Norma E. Jiménez, “Indígenas michoacanos y escritura fonética: tres datos del siglo xvi”, p. 47.

Rivas, descubre que las cajas han sido abiertas, tras ser destruidas sus amarras. En el interior de los contenedores encuentra el vacío que produce una cantidad considerable de volúmenes ausentes. Surge entonces el nombre de Antón, sacristán del templo, y surge también el hecho de que tiene a su cargo las llaves del lugar y la responsabilidad de cuidar las cajas. Ante un notario, el día 13 del mismo mes, el bachiller Rivas lo acusa de robar “la mayor y mejor par­ te de los dichos libros” y venderlos o repartirlos, por lo cual había “cometido grave y atroz delito, digno de gran punición y castigo”. De este modo, el funcionario inicia la pesquisa que nos dejará algunos datos sobre este la­ drón de libros novohispano, tal vez el primero de su estirpe del que se tiene registro en la historia de México. Antón es un “indio”, lo describen sin perder el tiempo las líneas que anteceden la transcripción del in­terrogatorio al que lo somete el vicario de Zacatecas. Con la mediación de un intérprete que traduce del náhuatl al castellano, este indio precisa que es originario de Michoacán, específicamente de “Vycilo”, es decir, de Pátzcuaro. Antón no sólo habla purépecha, también náhuatl, lo cual explica que responda en esta lengua y que más adelante él mismo sirva como intérprete de sus compañeros involucrados, que también son originarios de Michoacán y únicamente hablan el idioma de su lugar natal. Esta singularidad le da una pista a la historiadora Norma E. Jiménez para seguirle los pasos al sacristán y encontrar una posible huella de su identidad en un documento resguardado en el Archivo Histórico del Cabildo de Pátzcuaro, que habla de la presencia en Tzintzuntzan de un “indio naguatato de la lengua española”, en el año de 1554. Un indio que sabe náhuatl y que está “acostumbrado a traducir testimonios y familiarizado con los resortes que solían estar detrás de los interrogatorios de los españoles”.4 El tránsito de este indígena por Michoacán y Zacatecas hace pensar en él como un viajero. Pero mejor decirlo sin romanticismos: se trata de un errante

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Ibid.,p. 49.

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sojuzgado por la fuerza colonizadora española que se abrió paso a mediados del siglo xvi en el norte del país y que llevaba consigo a quienes servían como mano de obra. Si acaso pudiera darse un resquicio de libertad en esta condición, ése sería el de ser un trashumante que acumula conocimientos para sacar un provecho mínimo: sobrevivir aferrado a su inteligencia. Habla dos lenguas y posiblemente entiende una tercera, el castellano, debido a su contacto frecuente con los peninsulares. Ejerce una posición de intermediario con la población indígena y, de los males el menor, trabaja en un templo y no en una mina. Antón contesta las preguntas de Rivas. Ha sido sacristán por más de seis meses en la iglesia de esa villa llamada Zacatecas que no tiene más de quince años de fundada. Está enterado del propósito de la visita de Álvaro Gutiérrez y Francisco Cervantes de Salazar, y de hecho él mismo participa en el traslado de los libros prohibidos a la iglesia. No sólo eso, sino que antes ha conminado a los indígenas a que entreguen los libros que poseen, con el riesgo de la excomunión si no lo hacen. La conciencia del estigma que pesa sobre esas obras, y de la pena que conlleva tenerlas, no es suficiente para impedir lo que confiesa: sí, tomó un libro pero no “pa­ra leerlo sino porque tenía muchos santos y para verlos”, dice en un intento por exculparse frente al inquisidor. Pero ante nosotros, este hombre se revela con su afirmación como un lector que lee con la reminiscencia de su tradición cultural, desde el tipo de lectura basada en el desciframiento de imágenes con la cual cobraban sentido los códices indígenas plenos de jeroglíficos. Un recurso visual que fue aprovechado por los primeros misioneros españoles en su misión evangelizadora y que se utilizó, de acuerdo con Pilar Gonzalbo A., para crear “libritos pictográficos que servían de apoyo en la memorización de oraciones y textos catequísticos y que resultaron particularmente útiles para facilitar el trabajo de los indígenas catequistas”, los cuales, no obstante, “parecieron sumamente peligrosos a los clérigos preocupados en primer término por la ortodoxia”.5 Este

5 Pilar Gonzalbo A., “La lectura de evangelización en la Nueva España”, en Historia de la lectura en México, Seminario de Historia de la Educación en México, 3a reimp., México, El Colegio de México, 2005, p. 14.

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fervor ortodoxo hizo que se proscribieran gradualmente las lecturas dirigidas a los indígenas, principalmente traducciones y adaptaciones a las lenguas locales. Por supuesto que Antón no se deja embaucar por la idealización que irradian los santos que observa y su fascinación se expande hacia intereses más mundanos cuando confirma que a sus pies, en los libros resguardados en las petacas, tiene un pequeño tesoro del que puede obtener mayores dividendos. En esos días los libros eran bienes escasos y por tanto económicamen­ te más valiosos que ahora. De este modo, la suspicacia de Rivas se ve recompensada cuando Antón desliza que ha extraído no un ejemplar sino varios, los cuales pensaba regresar en algún momento propicio, pero hasta entonces indeterminado. En total, suman alrededor de treinta los ejemplares que fueron sustraí­dos de las cajas. En el hurto, el sacristán no estuvo solo y en la escena del delito aparecen sus paisanos Pedro, Francisco y Juan, que también son interrogados, además de Jerónimo, su hermano, y Martín, que se encuentran prófugos. Por la información de los otros que comparecen, a quienes se les asocia con la posesión de diez de estos libros, se entiende que Antón es el que orquestó todo o por lo menos estuvo al tanto de todo, un privilegio que lo vuelve el principal culpable. Sin embargo, ellos, que son músicos, también aprovecharon la fuga de estas obras: un ejemplar (Doctrina Xpiana, su título) les sirve para dejarlo en prenda al mercader español Gil de Mesa a cambio de una trompeta, empeñada un mes atrás para obtener dos cuartillos de vino. Antón o Antonio Hernández, tal es su firma en el acta de su confesión, sucumbió al encanto de los libros, ante la visión de su faceta como mercancía valiosa, por encima de los contenidos señalados como prohibidos y por encima de su propio avasallamiento como indígena. En la polvareda de las calles de la naciente Zacatecas, dos gestos como símbolos se cruzan durante el trasiego de estos ejemplares: el de Antón, el sacristán biblioclepta que mientras ayuda a cargar los volúmenes que se depositarán en la iglesia urde un plan para congraciar sus esfuerzos; y el de Francisco Cervantes de Salazar y su séquito, que se encaminan, con el deber de la censura cumplido, hacia la biblioclas­ tia, la destrucción de libros.


La suspensión de garantías Segunda parte

Fotografía: Alejandro Arteaga

Paul Jaubert

¿Pueden suspenderse las garantías individuales en el próximo proceso electoral en los territorios tomados por el narcotráfico y la delincuencia organizada? En la anterior entrega comentábamos la posibilidad de que se ordenara una suspensión de garantías en parte del territorio nacional, considerando que la delincuencia se ha escabullido tanto en gobiernos como en partidos políticos. Esto evidentemen­te pone en tela de juicio la seguridad de la ciudadanía en esas regiones, no sólo durante el proceso electoral, sino también después de que éste se lleve a cabo, pues existe un enorme riesgo de que los criminales asciendan a cargos públicos que facilitarían la operación de sus organizaciones y, obviamente, el sometimiento de la población. En efecto, nuestra Constitución contempla, en su artículo vigesimonoveno, un mecanismo para que el presidente de la República, en determinadas situaciones y con determinados requisitos, suspenda temporalmente una o varias garantías en

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determinadas regiones o territorios para hacer frente a situaciones de grave peligro para el país o la población. El texto original de dicho artículo permaneció intacto desde la promulgación de nuestra Constitución en 1917 hasta el año de 1981, año en el que se le hicieron pequeñas modificaciones de carácter semántico para hacerlo coincidir con otras modificaciones hechas a través de los años a nuestra Carta Magna. Por ejemplo, en el texto que perduró hasta 1981, el artículo hablaba de ministros de Gabinete, y se modificó tal expresión por la de secretarios de Estado, además de incluir a los Departamentos Administrativos y al procurador General de la República. Luego, en el año 2007 se realizó otra reforma a este artículo mediante la cual se suprimió la injerencia de los Departamentos Administrativos, suprimiendo así la opinión de éstos para que el presidente pudiera decretar la suspensión de garantías. Así, durante todos estos años, la Constitución exigía para que el presidente de la República pudiera ordenar la suspensión de garantías que se tratara de una invasión o de otra realidad que pusiera en grave peligro o conflicto a la población, que estuvieran de acuerdo los Secretarios de Estado y el Procurador y que el Congreso de la Unión la aprobara. Además, la suspensión se debía decretar por tiempo determinado, para todo el territorio o determinadas regiones, señalando cuál o cuáles garantías habrían de suspenderse y sin poder estar dirigida a un individuo o individuos en particular. La única ocasión en que se ha decretado una suspensión de garantías en nuestro país fue con la forzada incursión de México en la Segunda Guerra Mundial, misma que en realidad no trajo consecuencias en nuestro territorio. Sin embargo, para el 2011 se realizaron modificaciones de fondo, dentro de las cuales se formalizó una referencia directa a múltiples garantías que resultaría absurdo siquiera considerar que pudieran ser objeto de ser suspendidas como es el derecho a la vida, al nombre, a la nacionalidad, a la niñez o a la libertad, pero dentro de éstos se enlistan también los derechos políticos, que quizá sí deban considerarse dentro de la posibilidad de ser suspendidos. En efecto, en dicha reforma se incluyeron conceptos valiosos, tales como la facultad del Congreso de la Unión

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para poder determinar la terminación de la suspensión de garantías o que la Suprema Corte de Justicia tenga la facultad para revisar y determinar la legalidad de cualquier decreto emitido por el presidente estando en suspensión de garantías, pero con la prohibición de suspender los derechos políticos se impide que el Gobierno pueda suspender el próximo proceso electoral en un estado de caos como el que se vive en buena parte del país. Así es, inexplicablemente se reformó en el 2011 el artículo vigesimonoveno constitucional —a menos que alguien pensara en la posibilidad de que se ordenara una suspensión de garantías—, el cual había funcionado perfectamente durante varios años. En esta reforma se excluyó la posibilidad de limitar los derechos políticos, con lo que se impide la posibilidad de cancelar las elecciones, facilitando así el que narcotraficantes o delincuentes asuman cargos de elección popular que, además de darles más poder, les otorguen fuero. Imagino para este año un proceso electoral muy obscuro y complicado en la región de Tierra Caliente, en Tamaulipas, Coahuila y tantos otros territorios claramente invadidos por el narcotráfico en donde la población no podrá votar libremente, pues se encuentran realmente hostigados y temerosos de la inseguridad que los rodea sin que exista quien haga valer sus derechos constitucionales. Es importante recordar el caso del narcotraficante colombiano Pablo Escobar Gaviria, quien incursionó activamente en la política de su país, y pensar en cómo podemos evitar que algo así llegue a ocurrir en México. Quizá no sea necesario decretar una suspensión de garantías, pero definitivamente esta posibilidad facilitaría el evitar situaciones tan absurdas y caóticas como las que se llegaron a dar en Colombia. En el caso de las próximas elecciones, es muy posible que se anulen por la inseguridad en que se llevarán a cabo, así como por la evidente imposibilidad del gobierno para garantizar que dicho proceso se efectúe de forma libre y pacífica. Sin embargo, tal nulidad llevaría mucho tiempo y desgastantes procesos legales ante los tribunales electorales correspondientes.


Presagios Jaime Augusto Shelley

Las lápidas del poeta John Keats y el pintor Joseph Severn, en el Cementerio Protestante de Roma, Italia. (Fotografía: Dan Kitwood/Getty Images)

Sabemos por diversas fuentes que algunas personas, en algún momento de su vida, experimentan momentos de visiones o antelaciones de situaciones extrañas. Puede suceder en sueños, en percepciones súbitas en mitad de actividades simples o en momentos límite de circunstancias peculiares.

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En la mayor parte de los casos, quien las vive tiende a hacerlas a un lado, con la habitual costumbre de ha­cer desaparecer los momentos desagradables o inusuales de su existencia y continuar su vida normal, ordenada, comprensible, mediocre, sin alterar su flujo. No ocurre así con personas de sensibilidad aguda. Bertrand Russell escribió un libro en el que revela las pesadillas de personas de cierta importancia en su momento. No todas las experiencias contadas son de interés para una mente inquisitiva de nuestros días, lo que resulta intrigante es el interés del gran filósofo por adentrarse en ese terreno, en busca de respuestas tal vez de sus propias ansiedades o inquietudes ante fenómenos similares. Nuestra cotidianidad de homovidentes, infestados de información —si bien nos va— plurivalente, nos ha vacunado de los miedos y asombros de tipo primario, ahora las vivencias parecen haberse ido a segundo plano y la percepción se estanca en una sensación continua de no estar plenamente al tanto de tal o cual suceso en tiempo real. Y hay mucho sucediendo, de importancia variable, según los niveles de comprensión de los sujetos en cuestión. La peor pesadilla de Sócrates (o Platón) parece cumplirse cuando lo aparente prevalece sobre lo esencial. Las cosas, los entes, lo meramente circunstancial se vuelven prioritarios al margen de su posible o efectivo valor. La reflexión cede su lugar al reflejo. La imagen supera la expresión de lo reflejado. (¿Photoshop?) El poeta Hölderlin sufrió una crisis aguda al darse cuenta de que Dios había muerto (o al menos se había marchado a otra parte) y, resignado —y sin duda no monoteísta— aguarda la aparición del siguiente, porque, dice: “Muchos dioses ha habido y todos han aportado algo al diálogo que es la Historia del hombre”. Nada es permanente. Y sin embargo, sigue allí. Entonces, asumamos este interregno de nuestro acontecer, donde el dinero es Dios (que agoniza o ya ha muerto) y la crisis dominante es sólo un mal pasajero y debemos aguardar el ascenso al trono del siguiente ser reinante.

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La economía está repleta de predicciones (que casi siempre fallan) —si no, que lo diga nuestro multi­ premiado secretario de Hacienda— y en su mayoría hablan del fin del imperio yanqui. Lo que no se sabe es cuándo y cómo morirá el pestilente dominio del dólar sobre las naciones bajo sus garras. Cuestión de optimismos o escepticismos. Aunque hay otro orden de eventos que nos puede conducir a la sensación del hallazgo o descubrimiento de lo que parecería estar más allá de nuestra capacidad. Al unir piezas, como en un rompecabezas, se presentan datos que por sí solos no tendrían mayor importancia, se les llama presagios, anticipaciones de algo visto parcialmente o en forma desordenada y que requieren, cuando mucho, de una concentración y/o la acumulación de más datos específicos para alcanzar una certidumbre o su descarte como hipótesis comprobable. Corría el año de 1966 y yo no libraba la quincena con el magro sueldo que devengaba. Revueltas trabajaba en la Subsecretaría de Asuntos Culturales de la sep y editaba una colección de libritos para consumo de los maestros llamada “Cuadernos de lectura popular”, y dentro de la colección, una serie que se llamaba la “Honda del Espíritu”; para ésta me pidió que escribiera una pequeña biografía de Percy Bysshe Shelley, bardo inglés del post-romanticismo, poco conocido en nuestro idioma. Me lancé a la tarea que me tomó un par de meses, y ya adentrado en el tema titulé dicho ensayo “Hierofante”, por las razones que expondré más adelante. Un grupo de amigos que admiran su poesía instan a John Keats a que se les una en Italia; a causa de su penosa salud, los doctores le han recomendado que busque un clima más templado y así se recupere de la tisis que lo agobia. Sus amigos organizan una colecta y le pagan el pasaje. La situación de Keats es mucho más grave de lo previsto y alcanza a llegar apenas hasta Roma, donde muere. Su casa es una modesta vivienda a un lado de las Escaleras de España, donde se creó un pequeño museo llamado Casa Keats-Shelley que hasta nuestros días abre sus puertas a los visitantes.


La muerte del poeta duele mucho a Percy, su amor y admiración por su compatriota era genuina y ello se deja ver en la elegía que escribe, llamada “Adonais”, texto extenso y muy celebrado como una de sus mejo­ res composiciones. (“Murió Adonais y por su muerte lloro”, dice su primera línea). Al final del texto, aparece la premonición sombría: Desciende a mí la vida cuya esencia invoca el canto. Lejos de la playa la barca de mi espíritu deriva, muy lejos de la turba temblorosa que nunca dio su vela al huracán. ¡La tierra ponderosa se desgaja de la celeste esfera! Voy llevado

Lápida del poeta Inglés Percy Bysshe Shelley en el cementerio protestante de Roma, Italia. (Fotografía: Hulton Archive/Getty Images)

a lejanías de pavor y sombra mientras en lo más íntimo del cielo el alma de Adonais, como una estrella, fulgura en su mansión de eternidad.

Unos meses después, en julio de 1822, se embarca en un viaje en su pequeño barco, Ariel, a pesar de las advertencias que se le hacen de una posible tormenta. La embarcación naufraga y sus tres tripulantes mueren ahogados. ¿Quiso el poeta —que, por cierto, no sabía nadar— experimentar vívidamente el fenómeno de un mar embravecido? Sabemos que era arrojado, pasional y, a sus 29 años, estaba lleno de alegría de vivir y proyectos inconclusos. ¿Cómo pudo ocurrir una tragedia así?, casi calcada de los versos antes citados. Además, deja inconcluso un ensayo llamado “El triunfo de la vida”. ¡Oh, paradoja! Se usaba en los años en que escribí mi estudio que uno entregaba un recibo (a éste se le adherían unas es­tampillas fiscales compradas en las papelerías que cubrían el monto del impuesto). En una pequeña ventanilla en la planta baja de la Secretaría, después de hacer fila, se recibía el do­ cumento y se le entregaba al solicitante un contrarrecibo con una fecha de pago que no quedaba definida. Había que ir, hacer otra fila y preguntar. Fui, en un término de varios meses, al me­nos en tres ocasiones. Nunca pude cobrar mis 500 pesos por derechos de autor. Por fin desistí. Yo ya lo presentía. Y ahora parece que la Secretaría de Educación, de nuevo centralizada, vuelve a hacer de las suyas, es decir, a jinetear el dinero y así manipular a sus trabajadores. ¿Premoniciones?

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Diario de un francés en México1 Eugène Cuzin Francisco Villa, con una de las motocicletas usadas en la batalla de Torrero, agosto de 1914. (Fotografía: Topical Press Agency/Getty Images)

Eugène Cuzin, Diario de un francés en México durante la Revolución, tr. y notas de Silvia Pratt, México, Plan C Editores, 2008, pp. 90-93

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Casa del tiempo presenta un fragmento del diario de Eugène Cuzin, político, empresario y viajero francés que llegó a México en 1890 y llegó a ser consejero propietario del Banco de Jalisco. Además, dirigió importantes tiendas y fábricas porfiristas en Guadalajara como La Ciudad de México. Este texto, cortesía de Plan C Editores, da cuenta de las cotidianas tribulaciones del México revolucionario.

9 de enero de 1915 Hay bastantes billetes falsificados y es muy difícil reconocerlos. La Compañía Industrial Manufacturera tiene actualmente $30 000 en México y no puede desha­ cerse de ellos, todos los vendedores de algodón y medicamentos se los rechazan. Intentaremos traerlos aquí para que circulen. Algunos que rechazan allá circulan todavía aquí. El otro día, en una droguería en México un joven entregó un billete, se le rechazó, entonces un oficial, que esperaba afuera y que sin duda había enviado este billete dudoso, entró, se presentó ante el joven que se había negado a aceptar el billete y lo mandó a prisión. Luego preguntó quién era el dueño; éste, avisado, se fue por la azotea —es lo que se le aconsejó— y no se le pudo atrapar. ¡Ya podrá ver de qué garantías gozamos! Aquí estamos un poco mejor que en México. Esta mañana se publicó un artículo en el periódico que decía que se iba a empe­ zar a repartir las propiedades y que un ingeniero se había ido para dividir Atequiza. Esta mañana vi a José Cuervo, quien alquiló esta hacienda, me comentó que nada se le había dicho al respecto y piensa que no se llegará hasta ese extremo. El señor O’Kelard sigue trabajando al servicio del señor Markasussa. El otro día recibió una carta de su patrón en la hacienda de Jurumato, en la cual le decía que se fijara el salario a $0.50 diarios y otras condiciones más. Reunió a los trabajadores para comu­ nicarles el contenido de la carta. Estos últimos, nada contentos, empezaron a gritar y se le fueron encima a O’Kelard, a quien golpearon y patearon; parece ser que tiene el rostro negro por los golpes. Se fue de ahí, hacia León, a otra hacienda del señor Markasussa. Su criado quiso defenderlo y recibió dos cuchilladas de las que con toda seguridad no se recuperará. Los mexicanos temen por sus propiedades; muchos han venido a solicitarme que ponga sus propiedades a nombre del establecimiento y al mío, nosotros nos nega­ mos porque esto podría acarrearnos grandes riesgos en nuestros propios inmuebles. Acaba de ser decretada una ley que dice que cualquier extranjero que ayude a los mexicanos a ocultar sus bienes sería castigado y sus bienes serían confiscados. Así que debemos abstenernos de hacerlo. El señor Moutton ya está completamente fuera de peligro, regresó a trabajar en la oficina desde hace tres o cuatro días. Compró, de acuerdo con Brun, $600 000 de algodón para la Compañía Industrial Manufacturera. Nos fue muy bien, el precio es bastante bajo.

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10 de enero de 1915 Resulta que otra vez nos enteramos de que Puebla cayó en poder de los carrancistas que tienen a Obregón y a Coss a la cabeza. Esto siembra otra vez la desconfianza, hasta se llegará a decir que dado el bajo número de tropas que hay en México, esta ciudad puede ser amenazada de nuevo. Nos estamos dando cuenta de que ya no saldremos de este atolladero. Aquí, creemos estar seguros, sin embargo, los carrancistas siguen estando en Sayula y Zapotlán, de donde todavía no se les ha podido expulsar. Se enviaron contra ellos las tropas de aquí y cinco trenes militares pasaron por las Juntas y se dirigieron a Zapotlán. Esperamos un cambio en los próximos días. Enviaremos un cable hoy o mañana para tener el último tipo de cambio que será probablemente de 15 sous por peso; ayer bajó hasta 14.90. En virtud de todos los billetes que están circulando y todas las dificultades para que circulen, bajará tal vez hasta 0.50 F. Seguimos teniendo clientes que pagan con un billete de alta denominación y no quieren aceptar el cambio en billetes de la misma especie. Estamos pasando por serias dificultades respecto a las declaraciones del capital de nuestro comercio y en cuanto a la colonia. Si nuestra declaración es muy alta, tendremos que pagar mucho, y si no declaramos un valor tan alto, nuestros bienes pueden ser expropiados. El gobierno ha comenzado a estudiar el fraccionamiento de las haciendas y la repartición de las tierras que había prometido, entre los soldados, oficiales, etcétera. Las haciendas de las personas que se declararon hostiles a la revolución serán simple y sencillamente confiscadas. En cuanto a quienes permanecieron neutrales, se negociará con ellos para comprarles sus haciendas pagándoles con bonos pagaderos a un plazo más o menos largo. El ingeniero, que al parecer envió el general Villa, hoy citó al señor Hermosillo Aurelio, fue llamado para preguntarle el precio de la hacienda del señor Lareategui, su sobrino, y otorgue el permiso con objeto de que se tomen las medidas necesarias para la repartición, cuantificar el agua y los terrenos y hacer la evaluación. El gobierno desea comprar esta hacienda y posiblemente Atequiza y Zapotlanejo para

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repartirlas. Lo principal será saber con certeza lo que valdrá el papel con el que van a pagar. Todo sigue subiendo de precio: las cajas de cerillos, que valían 1 sou aumentaron a 5 sous; los periódicos han llegado a costar hasta 15 sous, pero ahora han reducido el papel y se venden a 5 sous. Los pesos moneda se venden a $2 en papel, los hidalgos de $10 se venden a $29 o a $30. Los billetes de buenos bancos tienen una prima sobre los billetes del gobierno, que varía de 3 hasta el 20 por ciento dependiendo de los estados. Tal vez vamos a estudiar la eventualidad de realizar nuestras ventas en oro. Algunas fábricas de casimir de México ya nos venden así. Marcaríamos nuestras mercancías a precio oro en la mañana según el tipo de cambio del día anterior, fijaríamos el tipo que deben pagar los clientes. Así, tenemos una mercancía marcada a un dólar, el tipo de cambio del día anterior estaba, por ejemplo, a 1 franco, por consiguiente haremos que el comprador pague $5 en papel, y cada día según el cambio haremos que se pague más o menos en papel. De esta manera, nuestros precios ya no variarán, ahora ya no marcamos la mercancía. Nos queda por saber si no tendremos dificultades de parte del gobierno. El pueblo no entenderá fácilmente, pero pienso que éste será el único medio para no exponerse a no saber lo que se hace. No podemos recibir mercancías de México, los trenes de carga todavía no han podido organizarse a falta de combustibles; los trenes de viajeros circulan muy irregularmente, para ir a México se necesitan dos días y una gran parte de los viajeros permanece de pie en los pasillos y en las plataformas. Ahora que hace tanto frío, toda la noche de pie en la plataforma no es muy agradable. Continuamos sin noticias y sin comunicación con Tampico, Veracruz, Manzanillo y Maza­ tlán. Se dice que las ciudades de Tampico, Monterrey y Coatzacoalcos han sido tomadas por los villistas, pero nada se sabe con seguridad. Imagínese a todos esos indígenas que tendrán tierras y no tendrán dinero para trabajarlas; no tendremos cosechas para el año próximo, la vida se va a volver muy difícil. Pensamos reducir nuestras compras y ya sólo vender al contado lo que nos queda, en fin, actuaremos en función de las circunstancias.


intervenciones Mateo Pizarro Produced as part of the Cisneros Fontanals Art Foundation 2014 Grants and Comissions Program.


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Un acto de prestidigitación: Nada me falta de Gonzalo Soltero

Fotografía: Alejandro Arteaga

Andrés García Barrios

Hay que tener siempre a mano la definición de Chesterton para la palabra “divertido”: lo que no es aburrido. Así de simple. No se necesita reír para divertirse. De hecho, la etimología permite pensar que la clave está en lo diverso, en la variedad de emociones, ideas, intuiciones y sensaciones que algo nos provoca. Nada me falta, de Gonzalo Soltero, es así.

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Se trata de un thriller realista en el escenario del narcotráfico, una road movie —mejor dicho, road novel— en la que un sesentón enfermo terminal que ha deci­ dido abandonar su tratamiento médico para entregarse a la muerte toma el auto y emprende la huida de casa, dispuesto a perderse en el camino. En sus breves pero sustanciales notas de viaje —poéticas por la cercanía de la muerte—, inscribe su nombre, pero enseguida lo tachonea para irse acostumbrando a desaparecer. Un temprano desfallecimiento lo pone en manos de otro ser anónimo que lo recoge, lo atiende y, siendo médico, parece resultar la aparición perfecta. Pero co­mienza el thriller y averiguamos que el silencioso doctor —pequeño y moreno co­mo ídolo de barro— urde otra trama: propone al moribundo hacer el papel de enfermo en su plan para huir de un grupo de sicarios, otrora sus secuaces, que lo persiguen para matarlo. A cambio le ofrece llevarlo al país de al lado y hacerle más largo y divertido el paseo hacia el desvanecimiento. Entrañables, ambos personajes recorrerán entonces miles de kilómetros en busca de la única persona que puede apoyar su fuga, escondiéndose en hoteles, asesinando gente y estrechando una amistad que hará que, incluso, lleguen a revelarse el uno al otro sus nombres, que a nosotros, los lectores, el autor nos oculta. La arquetípica y versátil mancuerna del médico y su paciente presenta aquí una versión inédita. En el México actual —de movimiento alterado— todo rol social puede trastocarse, incluso el de moribundo. Aquí, el “enfermo imaginario” que precisa atención imaginaria urgente no es interpretado por un hombre sano pero hipocondriaco, sino por alguien a quien la medicina ya no podrá salvar pero que con valentía asume el papel de quien aún tiene remedio. Todo para ayudar al médico que no puede curarlo. La potencia humorística de esta cláusula subyace al tono dramático de la novela y es lo que le da a la relación de los protagonistas su valor entrañable. El “Don” y el “Doc” quedan en la memoria del lector como pareja inseparable, apoyada por la afinidad de sus nombres y el contraste de sus figuras, una presumiblemente delgada y pálida, y otra pequeña, cuadrada y oscura.

La pluma de Gonzalo Soltero se mueve con sensibilidad poética en la recreación de la cercanía de la muerte, y con destreza va del lenguaje elegante del narrador a la vulgaridad del habla de los narcotraficantes, logrando que la voz cotidiana refresque el marco abatido de la mente que está muriendo. Nada me falta contiene, además, un fragmento que materializa la experiencia interior del desvanecimiento corporal a la manera en que ocurre con el sentido del tacto en Seda de Alessandro Baricco. A lo anterior se añade una innovación que da a Nada me falta cierta singularidad. Al ser una novela de acción, realista, en lenguaje objetivo (no sin destellos líricos) y en tiempo lineal, el autor elige dosificar en cada página sólo uno o dos párrafos breves, como diminutos capítulos cuya extensión es congruente con la condición del narrador moribundo. Quizás el proyecto nació como una novela para twitter. Lo cierto es que al terminar la lectura hemos recorrido ciento sesenta páginas (y muchísima acción) en una hora. De nuevo sorprende, pues, que a pesar de tratarse de un thriller, su concreción narrativa logre total elocuencia para tratar el asunto y, como la brevedad poética del haikú, fluya sin omisiones ni restos. Sin afán de originalidad, podemos proponer el término “mini” o “micro novela” para este género en el que la lectura se reduce en tiempo sin perder ninguno de los atributos de la novela larga en los que coinciden el sentido común y la teoría: en cuanto al formato, numerosas páginas; y en lo formal: evolución sustancial de los personajes, desarrollo de varias líneas de acción y estructura con diferentes puntos de quiebre. Inciso aparte merece el efecto que produce este paso veloz de las páginas, en cada una de las cuales leemos una acción puntual que es a la vez parte de un todo en avance. Aclaremos que aunque en Nada me falta es evidente la cantidad de espacio en blanco que rodea a cada texto (al grado de que al comenzar la lectura podemos pensar que se trata de una narrativa “poética”), el diálogo entre la palabra y la página no pa­rece ser sustancial en la experiencia. Quizás un libro más pequeño, de bolsillo, se sostendría igual e incluso acentuaría su carácter de “mini novela”. No cabe pues

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hablar de Mallarmé y sus innovaciones en ese aspecto si no es más que para señalar cómo éstas hicieron evidente (no por primera vez pero sí de la forma más transparente) que el acto físico de leer (tener en las manos el papel, desdoblarlo, doblarlo, pasar los ojos por la línea, saltar a otra…) es esencial en la experiencia estética. No es extraño que para el poeta francés la plenitud del oficio radicara en la creación no del texto ideal sino del libro perfecto. Libro ideal —cuyo texto y soporte son lo mismo— es el Libro de arena de Borges, volumen concreto, asible, que sin embargo no comienza ni termina y que deve-­ la que, en esencia, hojearlo (aún más, sólo sostenerlo) sería tanto como leerlo. Otro texto —éste sí una novela real— en el que el rol del papel es notable es Rayuela de Julio Cortázar, donde el lector puede, si quiere, elegir la ruta de lectura al azar, brincando de un capítulo a otro en desorden. Así, tras emigrar del pasado al futuro y de París a Argentina, encuentra que la narración se ha

Nada me falta Gonzalo Soltero México, Textofilia, 2014, 162 pp.

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acabado de pronto pero que el libro sigue ahí, en sus manos, guardando un misterio. Otra especie de sortilegio ocurre con Nada me falta, por el que se hace evidente la importancia de haber colocado en cada página una sola acción (¿un solo “mini capítulo”?) y de extender el texto en una buena cantidad de páginas. A pesar del poder literario de los fragmentos, Nada me falta no sería lo mismo si todos ellos se reunieran —para economizar, por ejemplo— en las cuarenta páginas en las que cabrían sin esos cortes. Una especie de acto de prestidigitación provoca que el aliento de la lectura se vuelva largo, amplio, y que a pesar del tiempo real del reloj, el tiempo subjetivo se dilate y la experiencia de lectura se nutra y evolucione como si los textos fueran tan largos como en las demás novelas. Da la impresión, sin embargo, de que cierta timidez —o cierto desconocimiento del alcance de su logro— llevó a Gonzalo Soltero a justificar, en la anécdota, la distribución del texto en la página, planteando el libro como verdadero cuaderno de notas escritas de puño y letra por el narrador moribundo. El dato, que se concreta hacia el final, contradice el hecho de que, después de cierto punto muy cercano al inicio, el lector tiene todo el tiempo la claridad de que lo que sostiene en las manos son sólo las notas mentales de un hombre que —incapaz de escribir cualquier cosa por su estado físico— divaga o a lo sumo imagina que está narrando algo a alguien. Concesión innecesaria del autor, o ingenuidad, que perturba la cualidad casi etérea del libro. Uno también podría desear que Soltero no hubiera caído en la tentación de la contundencia final, con esas dos últimas palabras que, aún cuando le hacen eco al inicio, dan demasiada solidez a la experiencia de desvanecimiento (experiencia sostenida en parte, por cierto, en una tipografía que palidece, como otro acertado detalle de la materialidad expresiva del libro). Finalmente, hablando de materia editorial —que aquí evidencia, según lo dicho, su vértice poético—, debemos destacar la cuidadosa labor de Textofilia y la bella ilustración de Xeví Vilaró para la portada. La editorial, joven, obtuvo la licitación del Fondo de Apoyo a la Producción Editorial convocada en 2012 por Conaculta. Gracias a ello nos ofrece ahora Nada me falta.


Ese ruido humano o ¿de quién hablamos cuando hablamos de Alejandro González Iñárritu? Verónica Bujeiro Me sentí vieja cuando mi acompañante al cine dijo desconocer que Alejandro González Iñárritu era locutor de radio. Y aun entre los conocidos de mi edad, algu­nos aceptaron no estar al tanto de esa “insólita” información. Fue allá al final de los años ochenta que el ahora famosísimo “Negro” invadía no sólo mi imaginación, sino la de millones de capitalinos que escuchábamos sus peripecias radiofónicas entre la de­cadencia de un pop que ya sufría cierta crisis de identidad por la nostalgia del inminente fin de aquella década fiestera. De esas noches de radio me queda más clara la música que el carisma como locutor de Iñárritu y de su comparsa Martín Hernández, voces a las que todos (los que conocía en aquel entonces) celebrábamos aún sin saber nada de sus rostros por su desfachatez y “sentido del humor”. Aquella mítica estación

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(wfm Magia Digital) sentó sin duda las bases para las creatividades radiofónicas que ocuparían los noventas como Rock 101 y Radioactivo, que no sólo continuaron con la misión de difundir sonoridades para la mitigación de la angustia post adolescente, sino que prosiguieron con el vicio, no sé si implantado por González Iñárritu y sus secuaces, de pronunciar co­rrecta y exageradamente el idioma inglés de las canciones que programaban, para orgullo de la colegiatura de escuela bilingüe pagada por sus padres. Alrededor de diez años más tarde, la cara de Alejandro González Iñárritu aparecería para sorpresa de aquellos que recordábamos su voz, pues ahora se había convertido en director de cine. Lejos del cinismo que le recordábamos algunos como animador de radio, el tipo que se presentaba en todos los medios era un meloso megalómano que anunciaba su película ampulosa y afectadamente, casi como si se tratara de la segunda llegada de Jesucristo. Por mucho tiempo evité asistir a una sala de cine para regalarle mi tiempo y dinero al otrora promotor de música pop, pero el destino finalmente me puso frente a Amores Perros para dimensionar la película lejos de su creador con buenos resultados. Sus siguientes filmes me pasaron de noche, porque soy de esas personas a las que el artista le estorba frente a la obra, y nuevamente la promoción reiterada, con esas escenas oscuras en donde todos parecen sufrir, distaron mi motivación a ocupar el asiento de una sala, ni siquiera la que contiene en casa al aparato televisor. Pero una entrevista con Martín Hernán­dez, quien apenas me entero continúa siendo su fiel escudero en el ámbito de lo sonoro, me haría pensar en aquel ruido de frecuencias controladas. Fue la nostalgia de ese éter compartido lo que me hizo aventurarme y darle una segunda oportunidad a la carrera cinematográfica de Iñárritu. El subtítulo bien da cuenta que Birdman no especula con la franquicia de un superhéroe, aunque su protagonista se verá enfrentado a otra empresa sobrehumana que lo empatará en desgaste de fuerzas con el personaje de fantasía. La historia se mueve alrededor de la puesta en escena de una adaptación a un cuento de Raymond Carver (“¿De qué hablamos cuando hablamos del amor?”),

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Fotogramas de Birdman


acaso el autor más anti dramático de la narrativa gringa, cuyo laconismo es difícil de imaginar como parte de un espectáculo de Broadway. Una industria que si bien no puede trascender los límites de lo local, impregna con su tufo hollywoodense todo lo que toca, dando aparentemente la oportunidad a las estrellas del otrora ce­luloide de probarse en las llamadas tablas o poner a prueba su ego dentro de ese acantilado de ficción que bordea con la realidad que es el escenario. Bajo esta premisa bien calculada, el actor Riggan Thompson —un Michael Keaton rescatado, tal como su personaje, de una fama ya pasada por interpretar a un superhéroe que lo condenó de alguna manera a no recuperar a la persona que se escondía debajo del traje— hace un intento heroico por reivindicarse en el mundo haciendo lo único que parece hacer bien, actuar. A su alrededor yacen las esquirlas de la catástrofe de su fama, tal como la hija recién salida de un centro de desintoxicación, una ex esposa clemente, la actual novia, una actriz alterada por interpretar no el papel de la obra sino aquel obligado por la naturaleza a las mujeres de cierta edad, además de las consecuentes calamidades económicas, técnicas y artísticas que trae consigo una producción teatral, que al tratar en carne viva con el fenómeno de lo humano, no puede esperar sino lidiar con el drama en persona. Este tema se ve resaltado en la pugna que Riggan sostiene con Mike Shiner, un actor diestro que viene a dar lecciones a la celebridad de Hollywood, un Edward Norton que metido en el mismo juego de muñeca rusa que Keaton, parece interpretar cualidades que no distan de la realidad de cualquier astro de su estirpe. Carver decía que una historia necesita tensión, creada en parte por “las cosas que se quedan fuera, que están implicadas en el paisaje justo debajo de la superficie lisa, pero a veces sin resolver de las cosas”; y tomando la lección del maestro, Iñárritu traza un complicado plano secuencia en el que los cortes dan cuenta de un uso brillante y rítmico de la elipsis narrativa, puntualizada por la lacerante voz interna del superhéroe que no ha abandonado al actor, superhéroe que cuestiona cada paso, cada juicio, provocando una destrucción que se une a la pila de escombros que ya ha labrado el histrión. El pulso de esa voz interna, ese ser no resuelto de las cosas, tiene un contrapunto en la banda sonora proporcionada por el baterista mexicano Antonio Sánchez, quien acentúa esa tensión interna y las tribulaciones de Riggan Thompson casi a manera de un coro griego que participa de la trama. Pero los intestinos de ese teatro de Broadway, matizados por el casi imperceptible paso de atmósferas creado por la lúcida y ágil fotografía de Emmanuel Lubezki, no sólo se concentran en el protagonista. Pronto se demuestra que aquella bravura con la que los demás personajes que rodean a Riggan interpelan su paso no sólo por el teatro sino por la vida, no es más que otro disfraz que encubre a seres desubicados, cuerpos que se alivian en la comodidad del escenario o de una droga, pero que fuera de él están en búsqueda de aquel personaje que puedan interpretar en la vida real. Una de las más interesantes premisas del filme reside en aquella máxima de Berkeley, muy utilizada en el contexto teatral, de “Ser es ser visto”, en donde se

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Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) Dirección de Alejandro González Inárritu Estados Unidos, 2014, 119 minutos

expone el uso de las redes sociales como un medio retorcido que parece certificar la existencia misma, según lo denuncia Sam, la hija alucinada del personaje. Y así, el éxito de Riggan no viene por sus cansinos esfuerzos por interpretar un papel dentro de un escenario, sino por la reproducción viral que se hace de aquel accidente que lo pone a correr en calzones por Times Square para salvar su función de teatro. Un detalle que sin duda ayuda a descender a Riggan en una resolución categórica, como si respondiera mediante el personaje Carveriano: I’m not interested in that kind of love. If that’s love, you can have it. Al extraño epílogo de la película, mismo para el que el lector seguramente tendrá su propia versión, le sigue una sensación similar al final de cuento utilizado por Iñárritu dentro de la cinta: “Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.”1 Birdman (o la inesperada virtud de Alejandro González Iñárritu) parecer ser una puesta en acto de ese ruido humano. Una frecuencia extraña que algunas veces nos deja escuchar alguna melodía agradable y que cuando creemos haber sintonizado se escapa, dejando a su paso una nube de interferencias con las que a veces sabemos lidiar. No por algo me vino a la mente ese eco de nostalgia de aquello que creímos escuchar, hace tantas noches, por las ondas del radio.

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Traducción libre tomada de: http://www.newyorker.com/magazine/2007/12/24/beginners


Una traducción al límite Maggie Cassidy y Visiones de Gerard de Jack Kerouac Nora de la Cruz Jack Kerouac en 1959. (Fotografía: John Cohen/Getty Images)

Si bien es cierto que Jack Kerouac (1922-1969) es un autor de culto que cuenta con seguidores apasionados, no creo exagerar si afirmo que no hay alguien que no pueda disfrutar de su lectura (una vez que descifre su código estético), sobre todo en una era en la que la adolescencia aparece idealizada y extendida la mayor cantidad de años posible, a cualquier costo. ¿Cuál es este código? La construcción de un relato por acumulación, altos niveles de lirismo, viñetas, sobrecarga sensorial, ritmo sincopado y la originalidad en las imágenes y las figuras retóricas empleadas para representarlas. Tanto Maggie Cassidy como Visiones de Gerard (novelas no tan

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célebres como su antecesora, En el camino) comparten este código y guardan una relación intratextual —dentro de la obra de Kerouac, quiero decir— explícita por formar parte del ciclo sobre los años del autor en Lowell, construido alrededor de su alter ego Jack Duluoz. La primera novela narra su juventud y primer amor, mientras que la segunda —más tensa— relata un suceso determinante de su niñez: la muerte de hermano mayor, Gerard. La historia de infatuación sirve para mostrar un retrato de la época y, de manera casi alegórica, la pérdida de la inocencia de esa generación que habría de ser sacudida por la guerra. Por otro lado, la enfermedad de Gerard y su muerte se narran en un tono que podría parecer hagiográfico, pertinente para las reflexiones del autor sobre lo divino y los conceptos metafísicos de bien, mal y trascendencia. De las dos, Maggie Cassidy es mucho más cercana al Kerouac de En el camino, mientras que Visiones de Gerard ofrece una prosa más mesurada y, aunque aguda, permanentemente melancólica donde el leitmotiv podría resumirse en una idea atribuida al pequeño Gerard que camina en la noche fría (y luego enferma): Dios no parece haber creado el mundo para la gente. Además, el ritmo de la primera novela —producido por los cambios de escenarios, las acciones y los múltiples personajes— es mucho más acelerado que el de la segunda, compuesto por pasajes de poca movilidad, centrados casi siempre en Gerard y su interacción con una o dos personas que rara vez son ajenas al ámbito doméstico. Sin embargo, a raíz de ello, Visiones… gana profundidad y tensión. En ambos textos el estilo de Kerouac está presente, no sólo en el intenso lirismo, sino también en la densidad que adquieren los acontecimientos al narrarse, densidad producida por las extensas catálisis que rodean cada pequeña acción. De cierta manera —mucho más evidente en Maggie Cassidy— percibimos un hilo narrativo muy fino alrededor del cual se superponen capas de información sensorial o interior que imponen al lector un ritmo de lectura particular (en esto, entre otras cosas, Kerouac es semejante a Proust); un ejemplo memorable es la secuencia en la cual se cuenta con gran detalle la participación de Duluoz en una competencia de atletismo, un episodio casi completamente ajeno a la trama principal y vinculado con ella mediante un detalle sutil pero significativo. Como suele ocurrir con los autores catalogados como longsellers, existen diferentes ediciones de cada obra. Los especialistas o admiradores se decantan por alguna en función de lo que ofrece de particular (prólogos, cronologías, estudios preliminares, etcéJack Kerouac tera). Los libros que nos ocupan son publicados por Juan Pablos Visiones de Gerard Editor y cuentan con prólogos fervorosos pero informados: Jorge Traducción de Jorge García-Robles García-Robles (encargado también de la traducción de ambos México, Juan Pablos, 2014, 208 pp.

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tomos) ofrece una introducción accesible para quienes no conocen al autor, pero también interesante para quienes sí, por la frescura de su perspectiva y lo desenfadado de su estilo. Sin embargo, lo verdaderamente llamativo en ambos libros es, precisamente, la traducción. En este punto no es ocioso decir que uno de los aspectos de lo literario es su “intraducibilidad”: el autor no consigue nunca transmitir a cabalidad sus pensamientos por medio del lenguaje y, por otra parte, una obra solamente es “plena” —uso el adjetivo laxamente— en su idioma original, pues al ser transferida a otra lengua pierde Jack Kerouac los matices sonoros, sintácticos, formales y semánticos que Maggie Cassidy le daban identidad estética: al leer una traducción siempre Traducción de Jorge García-Robles nos encontramos ante otra obra. En este sentido, la elección México, Juan Pablos, 2014, 208 pp. de una traducción particular se basa en distintos criterios, que suelen estar ligados a la precisión (siempre ilusoria) que a su vez puede depender del grado de especialización del traductor, no sólo en la lengua original, sino en el estilo del autor: sus coordenadas históricas y culturales y el código estético de la obra. Usualmente, el traductor aspira a ofrecer una interpretación fidedigna e informada, que comunique los matices de la voz del autor, de modo que —se entiende—, si aspira a la fidelidad textual, parte de su trabajo es volverse translúcido. Por ello nos parece chocante, en Latinoamérica, la lectura de los tomos publicados por editoriales ibéricas que no tienen empacho en cargarlos de localismos que de inmediato nos recuerdan la mediación existente y crean una distancia entre nosotros, lectores, y la obra en sí. Jorge García-Robles toma una decisión atrevida en sus versiones de Kerouac al usar deliberadamente jerga mexicana, por lo general de la capital, combinada con nahuatlismos. La discusión sobre esta decisión (estética e incluso política) podría ser muy amplia y escabrosa. Lo cierto es que se trata de una edición interesante por la personalidad que le aporta esta decisión del traductor que, en algunos casos, acierta al elegir el equivalente del matiz original o enriquecerlo; pero también es notorio que este recurso no siempre es consistente pues en una misma página pueden convivir un giro idiomático sustituido (“rómpele su madre”) y otro calcado (“métete en sus pantalones”). Por otro lado, la priorización de los giros mexicanos y coloquiales en ocasiones rompen sin notarlo la verosimilitud del texto, como cuando los personajes, en el Massachusetts de los años veinte o treinta, usan giros propios de la ciudad de México del siglo xx, y el lector se distrae preguntándose un minuto si los jóvenes atletas, los padres y los borrachos son iguales en toda época y latitud, o si el afán transgresor fue demasiado lejos al cruzar los límites del sentido.

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Esa muchedumbre solitaria Rafael Toriz

Para todo geminiano fervoroso —e incluso para todos aquellos a los que incendia la poesía— cada vez que se publica un tomo de Fernando Pessoa en nuestra lengua se trata de un motivo de reflexión. La antología publicada por Galaxia Gutenberg Un corazón de nadie, traducida por Ángel Campos Pámpano, permite volver a las andadas con el vate lusitano, que brilla con su oscuridad característica en estas páginas insignes, en las que lo único deplorable, debido al uso castizo de la lengua, es la enfadosa traducción. Si como dijo Calvino la naturaleza de los clásicos radica en que nunca terminan de decir lo que tienen que decir, en el caso Pessoa el axioma se cumple con naturalidad y lo trasciende, puesto que para sorpresa de todos sus acólitos, el último censo del mítico baúl revela la escandalosa cantidad de 136 heterónimos, dueños de una poderosa obra fragmentaria; muestrario que será publicado a la manera de almanaque próximamente en España. Para quien no esté del todo familiarizado con la obra de uno de los mayores escritores del siglo veinte, conviene apuntalar que Pessoa, más que una literatura o un sistema literario, es una cosmogonía, mítica galaxia en expansión que trasciende y devora todo posible comentario: en su obra no sólo están contenidas y negadas las claves Fernando Pessoa en 1914. (Fotografía: Apic/Getty Images) de su interpretación: basta leer cualquiera

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de sus versos para obtener una comprobación empírica, esotérica y sensualista del mundo. En este tomo, que puede servir como introducción para el neófito, se echa en falta una antología de veras general con algunos de sus heterónimos menos leídos, y no los consabidos de Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reiss y Pessoa como ortónimo, que pueden cotejarse en innumerables traducciones por la red. Empero, el tomo sirve para recordar el evangelio instaurado por Fernando Pessoa, único laurel posible para los temperamentos sensibles y lúcidos, los poetas verdaderos: devenir Don Nadie (“el más grande de nosotros no es más que aquel que conoce de cerca lo hueco y lo incierto de todo”). El escritor lusitano fue esa multitud de escritores cuya única verdad tangible era aquella que lo negaba, es decir, lo liberara de sí mismo. (“puedo imaginarlo todo, porque no soy nada”). Sólo mediante la manumisión de la muchedumbre que nos habita llegaremos a la experiencia radical de la libertad, que es también la experiencia radical de la soledad. Vivir todos nuestros desarrollos posibles, así sea mediante la imaginación o las palabras, es un camino para disolvernos en la multiplicidad que nos habita, sobrepasando los límites que pudo ver con extraordinaria lucidez Elías Canetti: “Necesito personajes. Sólo puedo subsistir repartido en personajes. Soy demasiado fuerte para permitirme vivir indiviso. Temo la destrucción que podría brotar de mí”. De acuerdo con Theodor Adorno, “la función de la heteronimia ordenada por la autonomía es la figura más reciente de la conciencia desgraciada, por ello no hay felicidad más grande que cuando uno no es uno mismo”. En ese sentido negativo y positivo de la experiencia al mismo tiempo es posible calibrar la obra de un oscuro personaje perdido en una de las más provincianas ciudades europeas, alguien que supo que “tener opiniones es estar vendido a uno mismo. No tener opiniones es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta”. Pessoa fue ese hombre que supo disiparse para vivir en el aire y en el viento a la manera de la niebla. Por fortuna, otra de las ventajas permanentes de Pessoa es que hay tantos de sus autores como traductores, por tanto, como quiso T.S. Eliot, a quien de veras le interese conocer la sustancia de este clásico contemporáneo —quien es el más rabiosamente moderno de todos los autores que en el mundo han sido— se verá obligado tarde o temprano a traducirlo.

Fernando Pessoa Un corazón de nadie, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, 656 pp.

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colaboran Mariana Bernárdez (ciudad de México, 1964). Estudió comunicación (Universidad Anáhuac) y tiene maestría y doctorado en letras modernas (Universidad Iberoamericana). Sus más recientes publicaciones son Simetría del silencio (2008) y Ramón Xirau hacia el sentido de la presencia (2010). Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976) es egresada de la licenciatura en lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las letras Mexicanas. Fabiola Camacho (ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011- 2012 y 2012 - 2013. Es maestra en estudios latinoamerica­nos por la FFyL y la FCPyS de la unam. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia el doctorado en sociología en la uam-a. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Eugène Cuzin (Jausiers, Alpes Bajos, 1872 - París, 1930). Emigró a México en 1890. En 1900 ya era socio de La Ciudad de México. Desde 1905 comenzó a construir en Guadalajara una casa en la avenida Vallarta que sería, tras su nombramiento como cónsul, el Consulado de Francia. Llegó a ser consejero propietario del Banco de Jalisco. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Carlos Francisco Gallardo Sánchez (Cuernavaca, 1980). Estudió comunicación social e hizo una maestría en diseño y producción editorial en la uam. Ha publicado en los libros colectivos Guía alquimista para desaparecer Cuernavaca (2012) y Sobre Lowry (2013), así como en las revistas Tabique, Versión, Zona de Obras y La otra L. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del inba en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba.

Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Leopoldo Lezama. Ensayista y editor. Estudió lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha colaborado en diversas publicaciones nacionales e internacionales. Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2004-2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el fonca. Hugo Alejandro Sánchez Zúñiga (Nopala de Villagrán, Hidalgo, 1963). Estudió la licenciatura en Relaciones Internacionales en la unam; desde marzo de 1986 trabaja en la uam. Actualmente ocupa el cargo de Contralor Presupuestal. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

Descarga Tiempo en la casa, suplemento.

La casa del cuerpo de los condenados, de Pablo Piceno



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casadeltiempo • número 15 • abril 2015

Revista mensual de cultura Año XXXIV, Vol. II, época V, número 15 • abril 2015 • $60.00 • ISSN en trámite


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