Casa del tiempo 11-12, diciembre de 2014-enero de 2015

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casadeltiempo • número 11 -12 • dic 2014 - ene 2015

Año XXXIII, Vol. I, época V, número 11-12 • dic 2014 - ene 2015• $70.00 • ISSN en trámite

Literatura argentina

Luis Nishizawa: tradición y originalidad


Presentaciones de Libros FIL Guadalajara 2014 Domingo 30 de noviembre 11:00 hrs., Foro uam Palabra y silencio Bela Gold 12:00 hrs., Salón Alfredo R. Placencia Lecciones de filosofía moral Miriam M.S. de Madureira y Maximiliano Martínez (coords.) 12:00 hrs., Foro uam Irradiador. Revista de vanguardia Varios autores 13:00 hrs., Foro uam Versión. Número especial 2013: “Roland Barthes: Tiempo y fotografía en la cámara lúcida / Georges Bataille: Los límites de la mirada en la historia del ojo” Varios autores 13:00 hrs., Salón Alfredo R. Placencia Tras las huellas de Rousseau (Filosofía, política, estética, religión) Enrique G. Gallegos, Gabriel Pérez Pérez y Rodolfo Suárez (coords.) 14:00 hrs., Foro UAM La defensa de la República y la soberanía nacional. El ejército de Oriente (1864-1867) Norma Zubirán Escoto 17:00 hrs., Salón A Estado y ciudadanías del agua. ¿Cómo significar las nuevas relaciones? Felipe de Alba Murrieta y Lourdes Amaya Ventura (coords.) Lunes 1 de diciembre 18:00 hrs., Foro uam Introducción a la psicología social Salvador Arciga Bernal, Juana Juárez Romero y Jorge Mendoza García (coords.) 18:30 hrs., Salón B Nuestras primeras letras. Aproximaciones a los libros de texto gratuitos de la educación básica en México María Elena Rodríguez Lara (coord.)

19:00 hrs., Foro uam Colección Déjame que te cuente Varios autores Martes 2 de diciembre 18:00 hrs., Foro uam No nos alcanzan las palabras Gabriela Contreras Pérez, Joaquín Flores Félix, Araceli Mondragón González e Isis Saavedra Luna (coords.) 18:30 hrs., Salón B La defensa de la República y la soberanía nacional. El ejército de Oriente (1864-1867) / De orden suprema: la obra de Guillermo Prieto y la literatura de viajes en México / La organización para la administración de la justicia ordinaria en el Segundo Imperio Norma Zubirán Escoto / Marina Martínez Andrade / Georgina López González 19:00 hrs., Foro uam La ecología industrial en México Graciela Carrillo González (coord.) Miércoles 3 de diciembre 18:00., Salón A El México bárbaro del siglo xxi Carlos Rodríguez Wallenius y Ramsés Arturo Arenas 18:00., Foro uam Kafka. La atroz condena de la literatura Alejandro Montes de Oca 19:00 hrs., Salón A Para contender con la pobreza Sergio de la Vega Estrada Jueves 4 de diciembre 11:00 hrs., Foro uam Colección Capitalismo: tierra y poder en América Latina (1982-2012) Guillermo Almeyra, Luciano Concheiro Bórquez, João Márcio Mendes Pereira y Carlos Walter Porto-Gonçalves (coords.)

12:00 hrs., Foro uam Las transformaciones de los exvotos pictográficos guadalupanos (1848-1999) Margarita Zires Roldán (coord.) 12:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Atlas de briofitas y pteridofitas Aniceto Mendoza Ruiz y Jaqueline Ceja Romero 13:00 hrs., Foro uam Periodismo femenino, siglos xix y xx. Revista Fuentes Humanísticas 48 Teresita Quiroz Ávila (dir.) 13:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Para entender las tecnologías de la información y las comunicaciones o el extraño caso de la chica del sombrero Gerardo Laguna Sánchez, Ricardo Marcelín Jiménez, Miguel López Guerrero et al. 17:00 hrs., Foro UAM Cultura política y procesos políticos en la región de Zumpango Armando Sánchez Albarrán 17:00 hrs., Salón A Cambios sociolingüísticos y culturales de la educación superior: representaciones y prácticas reflexivas Héctor Muñoz Cruz 18:00 hrs., Foro uam Cuerpo y afectividad en la sociedad contemporánea Adriana García Andrade y Olga Sabido Ramos (coords.) 18:00 hrs., Salón A Dudas filosóficas. Ensayos sobre escepticismo antiguo, moderno y contemporáneo Jorge Ornelas y Armando Cíntora 19:00 hrs., Foro uam Migraciones y movilidades en regiones indígenas del México actual Jorge Mercado Mondragón (coord.)

Presentaciones de Libros FIL Guadalajara 2014 Perros días de amor y otros cuentos Barry Callaghan

Tiempo en ruptura Jörn Rüsen

Viernes 5 de diciembre

18:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Perros días de amor y otros cuentos Barry Callaghan

11:00 hrs., Foro uam Geosignificación del diseño / Anuario de espacios urbanos 2013 Francisco Gutiérrez y Jorge Rodríguez Martínez (coords.) / Varios autores 11:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Derechos humanos… entre lo real y lo posible Carlos Humberto Durand Alcántara (coord.) 12:00 hrs., Foro uam MM1 un año de diseñarte 2013 / Persona y semejanza. Coloquio del retrato Varios autores 12:00 hrs., Salón A Cultura electrónica: Los e-books de la UAM Varios autores 12:30 hrs., Salón Antonio Alatorre La competitividad de la industria petroquímica mexicana Eugenia Marisol Mejía Lugo y Carlos Gómez Chiñas 13:00 hrs., Foro uam Tiempo de diseño 10 / Estrategias de internacionalización de las Pymes basadas en la información y la innovación Jorge Leroux (dir.) / Jorge Rodríguez Martínez 13:00 hrs. Salón A Pedro Ramírez Vázquez, el estratega Miquel Adriá (coord.) 17:00 hrs., Foro uam Taller Servicio 24 horas 18 y 19 Varios autores

20:00 hrs., Escuela de escritores sogem

17:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Pinotepa nacional. Mixtecos, negros y triques Gutierre Tibón 18:00 hrs., Foro uam

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19:00 hrs., Escuela de escritores sogem Revista Casa del tiempo Varios autores

19:00 hrs., Foro uam Discursos sobre el diseño, la relación con el entorno natural y la sustentabilidad Isaac Acosta Fuentes Sábado 6 de diciembre 11:00 hrs., Foro uam Colección Extensión Universitaria de la Unidad Lerma Varios autores 12:00 hrs., Foro uam Tópicos del color en México y el mundo Rodrigo Ramírez Ramírez (coord.) 12:00 hrs., Salón A Comunidades alternas: Espacio, memoria y archivo en el arte relacional Mónica Benítez y Gemma Argüello (coords.) 13:00 hrs., Foro uam Repertorio literario Vladimiro Rivas 13:00 hrs., Salón A Ciudadanía digital Alejandro Natal, Mónica Benítez y Gladys Ortíz (coords.)

Portafolio Docente. Fundamentos, modelos y experiencias María Isabel Arbesú García y Frida Díaz Barriga Arceo (coords.) 17:00 hrs., Foro uam Acción colectiva y organizaciones rurales Bruno Henri Lutz Bachere 17:00 hrs., Salón B ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género Varios autores 18:00 hrs., Foro uam How to Be a Writer in Canada Charla literaria con Barry Callaghan 18:00 hrs., Salón B Cumplimos cuarenta años Verónica Vázquez Mantecón Domingo 7 de diciembre 12:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Calendario de las señoritas mexicanas 1838, 1839, 1840, 1841 y 1843 Margarita Alegría de la Colina (present.) 13:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Introducción a la potencia fluida Gerardo Aragón González, Aurelio Canales Palma y Alejandro León Galicia

13:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Diversas miradas. La plaza pública en la ciudad de hoy en día / El último apaga la luz / La revolución silenciosa. El diseño en la vida cotidiana de la ciudad de México durante la segunda mitad del siglo xx / Tecnología y Diseño 3 Elizabeth Espinosa Dorantes y Adolf Goebel Christof / Fabricio Vanden Broeck / José Revueltas Valle / Adriana Acero Gutiérrez 16:00 hrs., Salón B

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editorial En su conocido prólogo a La estatua de sal —volumen diecinueve de la Biblioteca de Babel— Jorge Luis Borges afirma: “Si tuviéramos que cifrar en un hombre todo el proceso de la literatura argentina, ese hombre sería indiscutiblemente Lugones. En su obra están nuestros ayeres, y el hoy y, tal vez, el mañana.” Si el aserto anterior es verdad, en la figura y la bibliografía del autor de libros tan importantes como el Lunario Sentimental, Historia de Sarmiento o Las fuerzas extrañas hallaremos registros tan variados y fascinantes como el del fino poeta modernista, el rimador gauchesco, el historiador capaz de reinventar el pasado, el narrador ingenioso y erudito que lo mismo refiere pesadillas científicas que sugerentes imágenes eróticas, el filólogo implacable y el artista más riguroso; en suma, al hombre que bajó de los barcos pero nació en la Pampa, fundación y suicido de su patria. Clásico y vanguardista a un tiempo, en la figura de Leopoldo Lugones se concentra y se sugiere como en un oráculo, a favor o en contra, en su claridad reveladora y en su más lúgubre penumbra, el espíritu de la literatura argentina, aquella que dará frutos en figuras tan conocidas como el mismo Borges, Adolfo Bioy Casares, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Julio Cortázar, Victoria Ocampo, Silvina Ocampo, Ernesto Sábato, o en posteriores generaciones como la de Roberto Juarroz, Néstor Sánchez, Antonio Di Benedetto, Juan Gelman o Ricardo Piglia. Desde la base de un relato fantástico de Lugones salido del Armario, Casa del tiempo presenta un breve conjunto de acechos e incursiones en la vida y la obra de un grupo representativo —mínimamente— de escritores argentinos, sus temas y sus pasiones, sus obras extraviadas o la revelación de sus ciudades, las anécdotas de su cotidianidad, y las confirmaciones de una literatura y un país inabarcables. Asimismo, rendimos un personal homenaje por su centenario en vida al autoproclamado Cristo de Elqui, antipoeta chileno singular que oscila entre la genialidad y la locura: Nicanor Parra. Sea este número de Casa del tiempo un sencillo homenaje a los autores de una nación que ha dado a América Latina una voz propia entre las grandes literaturas del mundo.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiii, vol. i, época v, núm 11-12 • diciembre 2014enero 2015. Revista mensual de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Diseño de portada Francisco López López diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López, Director de Publicaciones y Promoción Editorial, Coordinación General de Difusión, Rectoría General, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2o piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Del. Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Dirección de Tecnologías de la Información, Ing. Jorge Ordaz Ortiz, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387. Fecha de última modificación: 30 de octubre de 2014. Tamaño de archivo: 9.8 MB Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Homicidio, 3 María Tabares

profanos y grafiteros Futuro de Roberto Arlt, 5 Marina Porcelli Taxi de Buenos Aires, 8 Verónica Bujeiro Carlos Fuentes y Julio Cortázar: historia de dos que soñaron, 11 Rafael Toriz Juan Gelman y José Emilio Pacheco: antes que nada y después de todo, 15 Moisés Elías Fuentes Roberto Arlt: argentinidad, urbe y locura, 19 Jonathan Rojas Néstor Sánchez y la errante renuncia, 23 Adán Medellín

ménades y meninas Luis Nishizawa: tradición y originalidad, 26 Mario Saavedra El antiguo aeropuerto y el mural de Juan O’Gorman, 32 Jorge Vázquez Ángeles

antes y después del Hubble Intestino perezoso, 37 Alfredo Núñez Lanz Las campanas de la gloria, 42 Vladimiro Rivas Iturralde Artefactos. Centenario de Nicanor Parra, 45 Fabiola Camacho Entre las Escuelas Normales Rurales y el Politécnico, 48 Jaime Augusto Shelley Los derechos de autor y la gestión colectiva en Argentina, 51 Paul Jaubert

armario

El escuerzo, 53 Leopoldo Lugones

intervenciones, 56 Mateo Pizarro

francotiradores Nicaragua: trío de ases, 57 Miguel Ángel Flores El arte del cajista en las portadas barrocas, neoclásicas y románticas (1777-1850), 60 Raúl Hernández Valdés Maquiavelo en persona, 63 Roberto García Jurado Y toda aquella infancia, 66 Dalí Corona Y tu mamá también, 69 Llamil Mena Brito

colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico “El caso de Antonio Rinaldeschi” y “París y sus locuras” Jorge Velázquez Delgado


torredemarfil

Homicidio María Tabares

Los metieron todos a una fosa les echaron diesel y prendieron fuego Ayotzinapa, México. Periódico El Mundo

“¡Viva la cacería!”, grita el tirano. La sangre de una joven dibuja un corazón sobre las piedras rota la cabeza como un cuenco de barro sin remiendo. A pesar de la quietud la falda arrastra todavía la reciente carrera el caudal entre las venas la libertad blanca de los muslos contra el viento. En su mano izquierda guarda una manzana invisible. “¡Han de caer para siempre los incómodos!”, ordena. “¡Tanto sueño estúpido!” “¡Que se atrevan a sentirse protegidos creyendo que, por ser muchos, no nos temblará la mano!”. La dulzura, inerte, se pudre como una flor. ¿Cuál habrá sido su pecado?

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Horrorizados los vientos se arrodillan, los pájaros, las ventanas, las puertas, los ratones. Las moscas por propia voluntad se hacen unas con los vidrios las sopas, las aguas estancadas. Nadie puede ni quiere el movimiento. Moverse es pecar tres veces, cometer un sacrilegio. Hombres, mujeres y niños se tapan la boca con las manos, permanecen a oscuras guarecidos en sus casas. Las nubes, atónitas, atraviesan con sus ojos la debacle sin llorar. ¡Réquiem! ¡Réquiem! Por milésimas de segundo el mundo abandonado de sí mismo es un cuadro al óleo, una pintura: la sangre seca junto al rostro por el suelo dibuja un corazón. El segundero del tiempo reinicia su indiferencia. Comienza otra vez el olvido.

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FotografĂ­a del libro Historia de la Literatura Argentina, Vol. I, Centro Editor de AmĂŠrica Latina, Buenos Aires, 1968

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Roberto Arlt

Futuro de

Marina Porcelli

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1926 es, como sabemos, una fecha canónica para las letras argentinas: se publica Los desterrados de Horacio Quiroga, que pone en escena la selva misionera; se publica Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, un relato iniciático sobre la gauchesca, don­de justamente la pampa es entendida como una idílica geografía existencial, y se publica El juguete rabioso, que cuenta la vida de Silvio Astier en Buenos Aires, la primera novela de Roberto Arlt. Así como la escritura de Jorge Luis Borges universaliza el español rioplatense, así como el sentido del humor en clave de lunfar­do remite principalmente a un escritor enorme como fue Leopoldo Marechal, nadie conoce a fondo Buenos Aires si nunca leyó las historias de Arlt. Y como esa frase linda con lo exagerado, agrego que Arlt instala para la literatura argentina la ciudad moderna de 1900: describe los tendidos eléctricos y las locomotoras, los conventillos, los obreros y los humillados —y esas “ventanas iluminadas en la noche crecida”, donde quizá “un estudiante pobre está leyendo a Marx”—. Habría que hablar de la Buenos Aires melancólica de las caminatas nocturnas, mates en la madrugada, y los planes políticos eufóricos; y de la Buenos Aires sombría de canallas, macrós y putas, de “las fieras”, como él la escribió —“no te diré nunca”, empieza el cuento que se llama así, Las fieras, “cómo fui hundiéndome, día tras día, en­tre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres”—. La pobreza, entonces, se halla en el centro de lo representado por Arlt. La fuerza de su prosa es descomunal, inagotable, y la hondura de su sensibilidad, también. Arlt detalla la existencia en carne viva; le calza esa frase de Sartre, que anotó Nora Avaro en un artículo sobre Salvador Benesdra, un narrador argentino, muy influido por Arlt: estamos ante “una existencia individual en su más alto grado de tensión y lucidez”. Roberto Arlt nació en Buenos Aires en 1900. Trabajaba en el periódico El Mundo, toda su vida quiso inventar “medias para mujer que fueran eternas” —con las que, afirmaba, se haría millonario—, y dejó escrito, además de una parva de artículos brillantes de formato idéntico y que llamó Aguafuertes, y un ensayo sobre las ciencias ocultas de la ciudad, casi una docena de obras de teatro, libros de cuentos y cuatro novelas. Siempre se dijo que Arlt escribía mal. Aunque se sostiene que fue la imprenta la que hacía cambios pocos felices en su escritura —le tachaban el verbo pensar, y colocaban soliloquiar—, la impugnación, en un sentido estrecho, puede ser válida. A veces, la prosa de Arlt es desprolija, y por momentos, agramatical, entremezcla tiempos verbales y pasajes narrados de tú con el voceo. O, por ejemplo, al hablar de James Joyce en su prólogo a su novela Los Lanzallamas (1931), Arlt anota que Leopoldo Bloom es un señor que “aspira olores con la nariz”. Pero no es menor, como también señala la crítica, que Arlt está remitiéndose al Ulysses, a un libro complejísimo que en esa época aún no había sido traducido al español. Cualquier maestro de primaria

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—dice la famosa sentencia de Borges refiriéndose a Sarmiento— puede corregir esas páginas, pero nadie puede escribirlas. Lo mismo calza para Roberto Arlt. Ni las incongruencias, ni los énfasis, ni las confusiones en su prosa alcanzan para anular la hondura de su planteo. No hay duda, los libros, los grandes libros, quiero decir, permanecen aún a pesar de sus fallas, y si esto es así, no son las fallas sino las categorías críticas con las que se los juzga lo que hay que precisar. Entonces bien. Si la imprenta, con tanta frecuencia, cambiaba los verbos a soliloquiar, esto se debe a que pensar es una de las cosas que más hacen los personajes de Arlt. Otra es deambular por la calle, con estos diálogos internos, donde fantasías y sufrimientos son eje de lo narrado. Me refiero muy especialmente a esa novela monumental que es Los siete locos, y su continuación, Los Lanzallamas. Se trata de seres marginales, orillados, con una complejidad existencial que conmueve. Obsesivos, envidiosos y ladrones, sobre los que pesa “una cortina de angustia”, una capa que se instala sobre las cabezas de los hombres, y los lleva al delirio y a la humillación. En la hondura psicológica de, por ejemplo, el Hombre que vio a la Partera —“un hombre que almacena intensamente el recuerdo que desata su miedo”—, en la esposa que abandona a su marido, pero si las “cosas son como decís, vuelvo y nos matamos juntos”, en la bofetada que recibe Erdosain, o en la escena mons­ truosa en la que Barsut lame la mesa de mármol, Arlt tematiza la culpa, la caída. Y tematizarla es fundarla para la literatura argentina. Por eso se lo emparenta con Dostoievski; y así, en los desesperados, aparece la pregunta sobre si el mal también puede ser una elección. El personaje feroz del Rufián melancólico —“un monstruo”, piensa Erdosain—, llega a preguntar: ¿qué es la explotación de las mujeres comparada con la explotación de millones y millones de seres en las fábricas? Y antes, en el bar del centro, aquel diálogo que es casi

una delimitación ética y poética: “¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino (…) toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna?” Porque la piedra madre que fundamenta el planteo, y que Arlt formaliza en boca del Astrólogo, remite al cuerpo. Ese cuerpo que vive, sufre, ríe, se desespera. El cuerpo como verdad del sujeto. El cuerpo que alberga una sensibilidad brutal y hace eco en el existencialismo. Esta ferocidad estética no sería posible sin los contrapuntos. El humor, por ejemplo, está presente en muchas escenas, como una especie de sorna, de mirada impiadosa o desconfiada sobre lo que sucede. No sólo en personajes absurdos como los Ezpila, también el chiste y la simulación construyen la historia. La belleza fantaseada ayuda a dar un respiro: idílica, conmovedora, que le hace decir a Erdosain, cuando soliloquia: “pero yo te amo, Vida. Te amo a pesar de todo lo que te afean los hombres”. Y que se cierra con una naturaleza geométrica en luces y sombras, que muestra cuerpos y ropas en claroscuros intensamente eróticos. Casi como un manifiesto es el prólogo del autor a Los Lanzallamas. “Si se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte”, apuntó Arlt; y después, “el futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo”. Y esta sentencia, con la certeza que implica, está entre sus mejores legados. Roberto Arlt murió de un ataque al corazón y con setenta centavos en el bolsillo en 1942. La mayoría de las necrológicas lo nombran como un autor de segundo orden. En la edición de El Mundo, sin embargo, aparece su último aguafuerte: El paisaje en las nubes. No encontré la foto que testimonia lo que sigue, pero recuerdo —aunque quizá recuerdo mal— haber visto una fotografía del féretro de Roberto Arlt. Arlt era altísimo y cuando quisieron llevarlo al cementerio, se dieron cuenta de que el cajón no pasaba por las escaleras. Así que, con sogas y poleas, decidieron sacarlo por la ventana. La fotografía, entonces, muestra el cajón suspendido, flotando, sobre la ciudad de Buenos Aires.

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Taxi de Buenos Aires Verรณnica Bujeiro

Aquellos que se nos han adelantado, no en la ruta de la vida, sino en la del viaje, siempre habrรกn de advertirnos sobre los peligros de tomar un taxi. Ha de sospecharse que los motivos no son pocos, pues eso de ponerse en manos de un desconocido en una ciudad de la que no se sabe mรกs que lo contado en las canciones y los libros, es algo con lo que habrรก que tener ciertas cautelas.

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Tito Bedoya fue mi primer Virgilio en la ciudad. El primero y el único del que conocí el nombre, pues estaba encargado de recogerme tras mi inminente cambio de aires en el aeropuerto internacional. Con él establecí de inmediato una relación de camaradería y fraternidad latinoamericana, hablando de versiones comparativas de las muchas afrentas que aquejan a nuestra realidad. Fue Tito quien también amablemente accedió a dejarme comprobar, tras la bruma y fatiga del viaje, que había finalmente llegado a mi destino, mostrándome a través de la ilusión de una ventana de automóvil algunos indicios de comprobación como el afamado Obelisco de la tierra Argentina, así como la vida agitada de la avenida Corrientes, aquella que albergaba la famo­sa casa de citas del tango, pero en la que también se marcaba el punto que convocaba mi visita a la ciudad, pues mi viaje no disfrutaba de un carácter turístico. “Uno puede ser muy estúpido, pero no tanto como para viajar por placer”, dice Samuel Beckett, y quizás es por ello que durante años busqué un pretexto “profesional” para acudir a Buenos Aires. Pero esa intención mía de disfrazar mis ansias de palpar aquella esencia incierta mentada por cantantes y autores bajo el cariz de una actividad apoyada en mi quehacer me fue ne­ gada durante años, hasta que conseguí ser aceptada para participar en un seminario intensivo para dramaturgos llamado Panorama Sur. Mi intención durante los viajes nunca es la de abordar un taxi, pues además de ser un lujo que no siempre se puede pagar, implica una comodidad que nos impide aventurarnos de lleno en los mitos de una ciudad. Pero existen circunstancias en las que abordarlos se convierten más que en opción en una necesidad. Mi arribo a tierra porteña se dio dentro de una estación que mi cuerpo entiende como verano y no invierno, convirtiéndome así, como tantos otros viajantes me con­fesaron tardíamente, en la presa fácil de un virus sañoso que ante la fatiga agobiante que me propinaba, no me dejó más elección que arrojarme en los brazos de ese contrato extraño que uno establece con el guía anónimo, aquel que nos conduce hacia parajes realmente desconocidos. Así que fue por medio de los taxistas que conocí Buenos Aires. Tanto en la comprobación de aquellos

lugares que me revelaban a través de las ventanas, como en las estaciones de radio que escuchaban, evocando el hedor de una nostalgia que acortaba nuestras distancias. “Pasajera en trance, pasajera en tránsito perpetuo. Pasajera en trance, transitando los lugares ciertos” —me cantaría con certeza Charly García, pero “¿Nostalgia de qué? Si nunca había estado ahí” —me dije. Sin embargo era el hedor de un eso que intuí en la negrura de las grafías y escuché en los lamentos de las canciones lo que yo creía respirar en mis paseos de tarifa controlada, favorecida quizás por el adusto efecto de los antigripales. Entre los taxistas y yo rara vez surgió una palabra, y si es que se me preguntaba algo, yo me encontraba titubeando, entre el tú y el vos, con un temor desconocido ante mi propio idioma. “Que no te reconozcan el acento” —me advirtieron varios por el potencial abuso en la tarifa controlada que se piensa para los extranjeros—, pero mi desenmascaramiento dialectal nunca tuvo una consecuencia adversa, salvo la comicidad de aquella escena en la que un taxista me confesó su deseo ferviente de convertirse algún día en un héroe masculino mexicano de la talla del cantante Alejandro Fernández. Los autores argentinos tiene una habilidad especial por basar una mitología en sus calles, y aunque nunca llegué al 3,4,8 de la avenida Corrientes, ni al pasar por Juncal me bajé a comprobar si en el 12-24 las alfombras no hacían ruido, hubo algo irremediable en transitar la avenida Alcorta y agregarle siempre una “cicatriz”. Pero nuevas direcciones fueron construyendo otras historias, pues las intensas actividades del seminario se imponían a cada hora del día, uniendo al trance del viaje y el padecimiento la confusión que en ocasiones produce la oscuridad de los teatros. Recuerdo que uno de mis días más aciagos con la enfermedad sucedió el día que tendría que visitar una dirección ubicada en el barrio de Palermo. Thames 1426 no había sido mentada por nadie antes y el mapa ubicaba una lejanía suficiente como para implicar una tarifa bastante alta, pero no tenía otra opción. Era sábado, un día malo para el humor de los taxistas, comprendí después, y mi guía anónimo decidió romper el silencio abundando sobre el horror de una más de las crisis financieras por las que atraviesa Argentina. Mis pocas interlocuciones, en las que expresaba insulsamente que

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su caso no era tan grave como el nuestro, sólo alcan­ zaban a arrancar aún más la furia del señor conductor, pero nuestra tensa situación se vio interrumpida dramaticamente por la oportuna aparición de una falla mecánica. Finalmente, y gracias a otro guía, llegué a mi destino, pero una hora antes de lo indicado, lo que me dio tiempo de corroborar con el viento en la cara y el malestar en el cuerpo aquello de “Sur, paredón y después…” ¿Y después? La función. Pese a mi estado, no quería perderme aquel suceso, pues unos días antes el director de lo que estaba a punto de ver, Ricardo Bartis, había dado una conferencia en la que mencionó que en el teatro “Había que preparar el sistema nervioso para meter los dedos en el enchufe”, y cuánta razón tenía. Aquel día en ese recinto de Thames 1426 entendí que no hay mejor estado para ver ciertas obras que el que se vive en conjunto entre la fiebre del cuerpo y el hervir de los actores. La máquina idiota, ubicada en el Panteón de la Chacarita con un grupo de actores muertos que intentan ensayar una representación de Hamlet que acaso logre sacarlos del olvido y el musgo de sus tumbas, cobijó mi febril estado, estableciendo frente a mis ojos aquel

momento mágico entre la vigilia y el sueño. El teatro tiene el poder de desubicarnos, espacial y temporalmente, y dado el tiempo que pasé dentro de ellos siempre me sentí ligeramente bajo el efecto de no haber llegado del todo al destino que indicaba el boleto de avión. Cuando tuve la fuerza de recuperar mis pasos y abandonar finalmente el uso de los taxis, fue demasiado tarde para avocarme a la investigación de aquellas cosas que quería corroborar con mis propios ojos. El parque Lezama en donde quise sentarme a ver la luz de invierno caer sobre las estatuas, como aquel des­tello de la novela de Ernesto Sábato, se convirtió en un eco que escuché como referencia de un alguien que tuvo a bien compartir la tarifa fija conmigo. Pero el tiempo se terminaba y mi Virgilio inicial, el buen Tito Bedoya, fue el encargado de devolverme al transporte que me regresaría no sólo a casa, sino también a la realidad. Antes de abordar su barca, decidí caminar por horas en Buenos Aires con la intención de abandonar todos los mitos que me habían llevado hasta allá y con la esperanza de encontrar mis propias ficciones. Sólo el tiempo me dirá si sabré enunciarlas.

Fotografías: Verónica Bujeiro

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Julio Cortázar en 1967. Fotografía: Sara Facio

Carlos Fuentes y Julio Cortázar:

historia de dos que soñaron Rafael Toriz


Entre las múltiples anécdotas que testimonian los encuentros culturales entre México y la Argentina, ninguna me resulta tan elocuente como la relatada por Edgardo Cozarinsky en su mítico Museo del chisme, que transcribo con deleite: “Entre 1936 y 1938, Alfonso Reyes fue embajador de México en la Argentina. Notorio ladies man, el gran escritor y erudito se enamoró apasionadamente de una actriz porteña, popularísima en el teatro de boulevard y más tarde en el cinematógrafo. Para la diplomacia de la época, esa desaprensión era censurable y el embajador fue advertido de su imprudencia por el ministro de Relaciones Exteriores de su país. Observó la discreción pedida durante unas semanas y volvió luego a su vida habitual. Una segunda advertencia llegó muy pronto; la siguió un nuevo período de recato y un nuevo regreso a la indolencia. Un tercer, definitivo mensaje, apuró la conclusión. Su forma habría sido la de un telegrama como sólo un presidente puede enviar a través de los servicios telegráficos normales: Reyes, la embajada o la puta. Cárdenas”. Este testimonio, amén de abonar los pasillos de la picaresca latinoamericana, mueve a pensar de una manera en la que poco suele repararse entre el contacto de dos culturas, dos personas o dos naciones: una fascinación auténtica y voluntad de diálogo con y por el otro, o para decirlo con Hans-George Gadamer, “el lenguaje sólo tiene su verdadero ser en la conversación, en el ejercicio del mutuo entendimiento”. La historia política y cultural entre México y Argentina se ha visto robustecida por intereses comunes y un relación de correspondencia fecunda y solidaria. En el aspecto político, el apoyo del estado mexicano fue una realidad para numerosos intelectuales y profe­ sionistas sudamericanos que tuvieron que abandonar su país durante la última dictadura, encontrando en México la posibilidad de trabajo y un hogar, lo que nutrió los horizontes culturales mexicanos —sobre todo universitarios— propiciando un contagio que al día de hoy sigue rindiendo sus frutos. En el ámbito artístico, los puntos esenciales han sido la música, la plástica y los profusos laberintos de la

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cultura popular; sin embargo, el contacto más evidente y notable —descontando desde luego las promiscuas relaciones entre el tango y el bolero, tema de un ensayo paralelo— ha sido el que atañe a la literatura, donde Buenos Aires y la ciudad de México supieron ser, durante buena parte del siglo xx, las capitales editoriales del idioma. Entre los múltiples escritores interesados en una y otra realidad —Octavio Paz fue un lector entusiasta de Enrique Molina y Alejandra Pizarnik, así como Borges lo fue de Reyes y Arreola— pocos fueron tan constan­tes en sus pasiones correspondidas como Carlos Fuentes con Argentina y Julio Cortázar con México, un diálogo permanente que Luisa Valenzuela —testigo y protagonista de una época dorada— ha sabido condensar en las páginas de Entrecruzamientos, suerte de álbum personal en el que mediante una lectura complementa­ria de ambos autores y sus diversas circunstancias logra, desde la intimidad y el afecto, trazar el perfil de una época que puede ser leída mediante los recortes de su memoria, en un collage que deja ver los puentes y las relaciones entre dos de los escritores más célebres de América Latina, figuras tutelares de un mundo que ya no existe y a no dudarlo los últimos ejemplares de su especie: temperamentos con vocación universal. El libro, aunque más preciso sería decir el álbum, repasa distintas aristas de Fuentes y Cortázar, sus puntos de convergencia —ambos nacieron en un país que no era el suyo—, de disidencia —ahí donde uno descuella como novelista otro lo hace como cuentista— y las re­ laciones que tuvieron uno y otro respectivamente, tanto con México como Argentina. En ese sentido y por la manera de organizar los materiales, Entrecruzamientos puede ser leída bajó la lógica de una cámara de maravillas relatada por una narradora diligente: más había una voz que había una vez. Por ello mismo, resulta fascinante saber que la pasión de Cortázar por México —que atraviesa su obra en textos canónicos como “Axolotl” o “La noche boca arriba”— es muy anterior al fenómeno masivo que suscitaría Rayuela en la patria tricolor, donde cuando


Carlos Fuentes en la Feria Internacional del Libro de Miami, 1987. Fotografía: Creative Commons

menos dos generaciones de lectores mexicanos se entregarían devotos a su figura y a su prosa. A finales de los años treinta, Cortázar soñaba con conocer una tierra en la que, según sus palabras, “ha vivido (pese a las encontradas tendencias de los gobiernos) una juventud llena de ideales, trabajadora y culta, que apenas se encuentra en Buenos Aires. Me gustaría poder apreciar por mí mismo si todo lo que me han contado de México es cierto: desde las pirámides aztecas hasta la poesía popular”. Corría el año de 1939 y por razones materiales no realizaría su sueño sino hasta 1975, cuando fue entrevistado por el poeta Eduardo Lizalde.1 Caso contrario fue el de Carlos Fuentes. Hijo de diplomático que pasó el final de su adolescencia golfeando por Buenos Aires, luego de haber vivido en Chile y los Estados Unidos, acá aprendió tango, pateó la noche y se hizo hombre. En un texto nunca publicado en español, “How I started to write”, Fuentes confiesa: “en Buenos Aires perdí mi virginidad. Vivíamos en un edificio de departamentos en la esquina de Callao y Quintana, y después de las 10 am, nadie excepto yo y una hermosa dama checa, cuyo esposo era un productor de cine, estábamos allí…Nos hicimos muy felices mutuamente. También muy desdichados: eso no era la libertad del amor, sino su variante libertina: nos amábamos a escondidas. Yo

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www.youtube.com/watch?v=oBZ7cxblpSY

era muy joven para ser un verdadero sádico. Por eso tuvo que terminar”. Fuentes siempre profesó una irredenta pasión por Buenos Aires, ciudad que le pareció, hasta el final de sus días, “la más hermosa, sofisticada y civilizada de América Latina” y se aficionó a las orquestas de tango de Canaro, D’Arienzo y Aníbal Troilo. Años después des­cribirá de esta manera a la reina del Plata: “Buenos Aires es una ciudad única: no se parece a nada porque es de todas partes. Buenos Aires es una ciudad española pero también italiana. Es ciudad judía, rusa y polaca. Es ciudad de putas francesas y padrotes que las acompañan. Es la ciudad del tango y el tango sólo se parece a sí mismo”. Por su parte Cortázar, verdadera máquina de pro­ ducir asombros, al margen de pasar una temporada en las playas del Pacífico mexicano —lugar de ensueño de donde brotará el onírico e inconseguible Cuaderno de Zihuatanejo— describirá como nadie algunos de los encantos del primer puerto del continente, una leyen­da en sí misma de donde provenía la familia de Fuentes: “Qué cosas pasaban en Veracruz. Llegados de noche al hotel Mocambo, del que se hablará en su momento porque un cronopio puede olvidarse de cualquier cosa menos del hotel Mocambo, nos fuimos mi mujer y yo con loables intenciones gastronómicas…En vez de hoteles hay quienes prefieren la Sociología y en ese caso yo propongo ir a un lugar cercano a Veracruz y que contesta al inquietante nombre de Mandinga. No

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sólo hay los mejores camarones de la galaxia, sino que con un poco de oído se harán descubrimientos sor­ prendentes”. En Mandinga el argentino se mostrará sorprendido por las coplas de los decimeros —suerte de payadores de la costa— que improvisan al vuelo con un nutrido rosario de obscenidades y procacidades que divierten a todos y no asustan a nadie, dando ocasión de reflexiones peregrinas al cronopio. Pero las relaciones no se agotan ahí (de hecho, más bien nunca). En 1975 Cortázar escribió el argumento de Fantomas vs los vampiros multinacionales, que sería un éxito de kioskos publicada por el periódico mexicano Excélsior, vocero líder de la época. A su vez, Fuentes, siempre interesado en definir las realidades circundantes a su paso, expresará con arrojo: “el espacio mexicano es cerrado, celoso y autocontenido. En contraste, el espacio argentino es abierto y dependiente de lo foráneo: migraciones, exportaciones, importaciones, palabras. El espacio mexicano fue sacralizado cientos de años atrás. El espacio argentino espera por su profanación horizontal”. La simetría entre ambos es tan cabal que alcanza incluso sus puntos flacos. Para nadie es un secreto que los últimos años tanto del argentino como los del mexicano estuvieron marcados por un declive de lo que fueron sus mejores momentos; el compromiso político de Cortázar toca algunos de sus textos, dándoles un sesgo ideológico que sólo demuestran que se trataba de un hombre de nobleza absoluta (empero su último libro, Deshoras, cuenta con al menos tres cuentos formidables). El caso de Fuentes también atestigua una

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sima: el consenso es general al respecto de que su obra novelística se cierra con la publicación de Terra nostra en 1975 (a título personal prefiero al Fuentes cuentista, al estupendo autor de Los días enmascarados, Cantar de ciegos y Agua quemada). Si bien para la crítica literaria y cierta parte de la comunidad lectora, la obra de ambos se ve ensombrecida por el mito que los circunda y aún por su desempeño en los años finales, es injusta y sobre todo escasa de miras la opinión que no calibra su importancia como embajadores culturales. La relevancia de Cortázar y Fuentes no puede reducirse a sus libros: su legado vivo es también la proyección que supieron darle a América Latina en el mundo entero; la capacidad de hablar de tú a tú con los principales polos de la cultura y demostrar que desde el subdesarrollo y la carencia es posible construir literatura de la más alta factura. La deuda que tenemos con ambos personajes alcanza para redimir a los que escriben en el presente, clausurando complejos atávicos y planteando otros desafíos y vastos horizontes que un latinoamericano medianamente consciente está obligado a observar. Volver a la obra de estos autores puede ser una vacuna contra el abuso de la ironía cretinizante, el clasemedierismo espiritual y la mediocridad campante en la mayor parte de la literatura latinoamericana del presente, con la renovada certeza de que es posible escribir a hombros de gigantes. Una heredad, una crítica y una esperanza cuyo próximo entrecruzamiento natural será la inminente Feria Internacional del Libro en Guadalajara.


Juan Gelman y José Emilio Pacheco:

antes que nada y después de todo

Moisés Elías Fuentes

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Fotografías: Alejandro Arteaga

El 14 de enero de 2014, a la edad de 83 años, murió en la ciudad de México el poeta argentino Juan Gelman, quien nació en Villa Crespo el 3 de mayo de 1930. Días antes de su muerte, Gelman cumplió su compromiso con el periódico argentino Página 12 al entregar el que sería su último artículo. Con unos días de diferencia, el 25 de enero, moría también en la ciudad de México el poeta José Emilio Pacheco, quien naciera el 30 de junio de 1939 en la misma. Como Gelman, Pacheco había entregado ya a la revista Proceso el que fue su último artículo, La travesía de Juan Gelman, cabal homenaje al colega sureño. Hombres con personalidad en un ámbito, el literario, en que a veces la persona se confunde con la pose y el talento se diluye en mimetismos, Gelman y Pacheco supieron vivir y compartir sus mundos interiores, y por ende comprendieron las expresiones vitales de los otros. En efecto, al parejo de su labor creativa cabalgó la crítica literaria, que en la prosa de ellos fue mucho más que recuento de observaciones, para devenir recreación del autor o la autora valorados, y en recuperación del mundo en que se desenvolvieron éstos junto con sus obras.

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Escribí recuperación, aunque me acicatea la tentación de decir reinvención, porque Gelman y Pacheco lograban que los hechos y los dichos se sintieran vivos y pululantes en sus páginas de crítica, lo que no significa que se solazaran en escribir mentiras, sino que al recuperar la fisonomía de un espacio, un tiempo histórico o la circunstancia particular de una vida, la reinventaban mediante la emoción y el entusiasmo, cuando no de la admiración y aun la exaltación. Y así como recuperaron y reinventaron el pasado, también vivieron en carne propia las vicisitudes de los tiempos históricos que les tocaron en suerte. En el caso extremo, Gelman y su compromiso político y ético con el grupo clandestino de los Montoneros, en su natal Argentina, compromiso vital en oposición al conservadurismo a ultranza de la oligarquía local y sus fuerzas de choque. En el otro caso, menos radical pero no menos comprometido advertimos la palabra oral y la palabra escrita de Pacheco, crítico honesto y sin concesiones del sistema político mexicano y sus corruptelas y mediocridades institucionalizadas. La crudelísima dictadura militar de 1976 con la que respondieron las élites argentinas a sus opositores, arrolló al poeta Juan Gelman, al igual que a miles y miles de ciudadanos del país austral. Lo arrollaron, sí, pero no lo avasallaron: desde su exilio en la ciudad de México, el poeta bonaerense supo hacer oír su voz que evidenció los crímenes de lesa humanidad cometidos por los dictadores y sus adictos, entre otros las desapariciones forzadas del hijo y la nuera del poeta. La voz de José Emilio Pacheco fue una de las que se solidarizó de manera honesta y firme a la voz de Gelman, lo que no es de extrañar, pues las luchas sociales, tanto de México como del extranjero, encontraron en Pacheco a un interlocutor generoso y perspicaz, lo que puede ates­ tiguar la propia ciudad de México, a la que tanto admiró y defendió, como se constata al leer sus prosas y poemas dedicados a los terremotos de septiembre de 1985 y las tra­gedias que se derivaron de aquéllos. Hombres de política, en tanto pertenecían a la polis, Gelman y Pacheco fueron, antes que nada y después de todo, hombres de letras y, en esencia, poetas,

y lo subrayo, porque muchos lectores hemos tenido el desacierto de obviar su labor poética y centrarnos otros aspectos de su obra, con lo que nos perdemos de disfrutar, en el sentido epicúreo del verbo, la poesía que nos han legado. Distintos en sus acentos y en sus búsquedas formales, Gelman y Pacheco coinciden sin embargo en un aspecto fundamental: la agresiva contundencia de sus poemas. Me explico: ambos evitaron a toda costa los formalismos de una poesía preciosista, así como la im­personalidad que en más de una ocasión estatiza a la poesía comprometida, y en cambio trabajaron una poesía decantada, en que el coloquialismo se expresa voz a voz con los recursos retóricos, diálogo lleno de frescura que revitaliza a la retórica, a la vez que libera al coloquialismo de su tendencia a la dispersión y al discurso deshilvanado. Experimentador constante, dueño de un oído privilegiado para los giros del habla popular, Gelman superó la autocomplacencia que pudo haber emergido de su dominio del discurso coloquial para impregnar a sus poemas de naturalidad y de ritmos espontáneos que le han dado a su poesía una personalidad distinguible, tal como en “Sudamericanos”, poema que forma parte del libro Fábulas, publicado en 1971. En su estrofa inicial, “Sudamericanos” habla en este modo: ¿se fue por el aire o era una invención de cuello verde? Isidoro Ducasse de Lautréamont se fue por el aire o era: una invención de cuello verde un Isidoro del otro amor que comía rostros podridos melancolías desesperos penas blanquitas tristes furias y erguía entonces su valor y reemplazaba la desdicha por unos cuantos resplandores

Hay que insistir: sin recurrir a la autocomplacencia y sin dejar de lado la autocrítica, Gelman nos devela su visión de la multiplicidad emocional del individuo, el

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mítico conde de Lautréamont en este caso, poeta francés nacido en Uruguay, y en discordancia con lo anterior, devela también los deseos del individuo que adopta una actitud hierática con la que se afana en desaparecer, diluirse hasta derivar en nada, en nadie. Apasionado de la Historia en mayúsculas y de sus múltiples y contradictorias historias minúsculas, Pacheco la revisó y la puso en tela de juicio, o mejor dicho, en tela de duda, en buena parte de su poesía. Y no me refiero al recurso de ironizar a la Historia, lo que puede devenir en un ejercicio autocomplaciente, sino de algo más arriesgado, a saber: dejar a la vista las autocomplacencias con las que la Historia y las historias se solazan, se solapan. Escribo estas líneas y viene a la memoria el breve y puntual “Crónica de Indias”, que forma parte de No me preguntes cómo pasa el tiempo, uno de los títulos esenciales, no en la obra de Pacheco, sino en la literatura mexicana: Con objeto de propagar la fe y arrancarlos de su inhumana vida salvaje, arrasamos los templos, dimos muerte a cuanto natural se nos opuso. Para evitarles tentaciones confiscamos su oro. Para hacerlos humildes los marcamos a fuego y aherrojamos. Dios bendiga esta empresa hecha en Su Nombre.

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Poema seco, despojado, “Crónica de Indias” entraña por lo mismo una mayor fuerza crítica ante una historia que quiere justificarse a sí misma mediante la despersonalización de sus actos. Pacheco lanza a la sensibilidad de los lectores el desafío de observarse en esa historia, en esa falta de personalidad que enmascara a los seres humanos y los pervierte al mismo tiempo en carceleros y en prisioneros de sí mismos. Ensayistas, cronistas, periodistas, Juan Gelman y José Emilio Pacheco fueron antes que nada y después de todo poetas, sustanciales y sustentables, reacios a regodearse en su bien merecida fama, en la condición de leyendas vivientes de la literatura, aun a pesar suyo. Autores, pues, de una poesía que evoluciona por sí misma, y de la que he señalado en estos escasos párrafos algunos de los aspectos en que he divisado los dos pilares básicos de la labor poética, cuando es verdadera, nacida del desconsuelo y de la esperanza: revelación y rebeldía.


Roberto Arlt:

argentinidad, urbe y locura Jonathan Rojas

Uno de los elementos siempre presentes en la obra de Roberto Arlt es la urbe. No sólo como escenario sino también como un factor determinante en la construcción de sus personajes. Del mismo modo, la narrativa arltiana muestra retratos de ciudad trazados por diversos protagonistas desde su particular situación y clase social. Con el desarrollo de la civilización americana, poco a poco la urbe comienza a adquirir presencia en los escritos literarios. La novela hispanoamericana es sensible al crecimiento de una ciudad que se industrializa: fábricas, vehículos automotores, empresas, grandes avenidas por donde la ciudad se acelera; construcciones imponentes, gente, ruido y edificios constatan la injerencia en la transformación de los personajes principales y los dota de características peculiares, propias de la misma urbe. La urbe dentro de la literatura argentina muestra a personajes alienados debido a las condiciones de masificación que en ella se desarrollan. Autómatas que intentan dejar de serlo en el momento en que comienzan a cuestionarse, como lo hace Erdosain, personaje principal de Los siete locos, en repetidas ocasiones: “¿Qué he hecho con mi vida?”. La ciudad es un factor determinante en la aparición de una de las mayores características de la novela urbana: el existencialismo. En esta atmósfera de ciudad ya consolidada se desarrollan las narraciones de Roberto Arlt, en el ambiente del conventillo, cuna del tango y del lunfardo, con una población que va en aumento desmesurado. Cuando Roberto Arlt nació en 1900, Argentina tenía una población de cuatro millones de habitantes; a sus catorce años (edad que tiene Silvio Astier al principio de El juguete rabioso), los habitantes eran ocho millones y, al cumplir dieciocho años, sumaban dieciséis millones. La pavorosa duplicación demográfica, alimentada por inmigrantes, aumentaba los problemas que ellos mismos intentarían resolver toda su vida: sustento, buena colocación, óptima

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posición social, reconocimiento…; problemas que los hijos de estos inmigrantes, como Arlt, heredarían; acrecentados con el sentimiento de orfandad que el argentino llevaba tatuado en el alma. Esta atmósfera, eminentemente urbana, en la literatura argentina, ayuda a comprender la narrativa de Arlt, ya que su temática no sólo está situada en la ciudad sino que, se podría decir pensando en sus Aguafuertes porteñas, es, de algún modo, la ciudad misma. Es esta condición de cronista la que otorga a Arlt el rubro de autor urbano del mismo modo en que la urbe es quien engendra a los personajes arltianos. Urbe saturnal que devora a sus hijos a dentelladas de soledad, alienación, angustia, incomunicación. Dado que la literatura en tiempos de Roberto Arlt se encontraba en la transición de literatura rural a urbana, muchos autores oscilarán entre una y otra otorgando sus aportaciones. Puede leerse en Borges, por ejemplo, en cuentos como “El sur” la presencia, aún, del gaucho típico de la novela telúrica. La men­ción de Borges va encaminada a rechazar la subvalo­ ración que, en comparación, ha llegado a hacerse de Arlt; principalmente cuando los críticos ubican a uno y otro en bandos separados, como el fenómeno de Boedo y Florida, nombres de calles que dieron título a cada uno de los bandos en donde se agrupaba a los autores según las características en sus temáticas literarias. Los de Boedo eran los suburbiales cuya temática se inclinaba más hacia la sordidez y crudeza de sucesos de barrio; mientras que los de Florida pertenecían al bando dedicado a hablar refinadamente, con pulcritud y claridad sobre temas cosmopolitas. Es fácil entender por qué a Borges se le situaba en Florida y a Arlt en Boedo. Borges: intelectual, cultivado; Arlt: emotivo, quien, al abordar personajes sórdidos, desarrolla el espectáculo de sus cotidianidades y tribulaciones: personajes habitantes de una urbe que los genera y, a la vez, degenera: prostitutas, ladrones, advenedizos que no encuentran cabida en la estructura social.

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Arlt dedica gran parte de su literatura a hacer crítica del sector pequeñoburgués de la sociedad, sector desde el cual Borges escribe sobre temas trascendentales y filosóficos, intelectualizando los temas ontológicos que Arlt aborda, de forma cruda, en carne propia. Mirta Arlt hace un comentario en donde valora, en su justa dimensión, a cada uno de estos dos escritores porteños: Si bien ambos pertenecen a la ciudad y están en la ciudad, Borges recibe una educación esmerada, en el ámbito de la biblioteca paterna y el jardín familiar. Arlt se enfrenta con su medio a través de la pequeña pandilla de barrio y de un hogar sin arraigo en una na­ cionalidad que no siente como propia. Arlt comienza por ser esencialmente un ‘bárbaro’ ganado por la cultu­ra subdesarrollada del país que conquista: es, en efecto, un hombre de formación dispersa, de áspera corteza, directo y brutal en el decir y demasiado individualista para que se lo pudiera integrar en una corriente o en un grupo político intelectual, como Florida y Boedo. […] Si Borges, como ha dicho muy bien alguien, es nuestro lujo, Roberto Arlt es nuestra realidad

Esta cita es toral en la comprensión de los escritos arltianos: su condición de inmigrante es condición generadora de inadaptación. Con un padre prusiano y una madre tirolesa, Roberto Arlt llega al barrio bajo de Buenos Aires a intentar, con más o menos éxito, la interrelación y la aceptación de sus coetáneos. Interrelación y aceptación que, junto con avidez de reconocimiento, buscará toda su vida como escritor, inventor, hombre de teatro y periodista. Quizá en esta condición de inmigrante y avidez de reconocimiento se encuentre el germen de la crítica acérrima que Roberto Arlt hace copiosamente en su narrativa de los valores pequeñoburgueses, no necesariamente debida a un rencor social, más bien, surgida de la rasposa reflexión que lo llevó a descubrir con pronta conciencia la crudeza de la realidad humana. Como escribe en la dedicatoria que hace a su esposa Carmen


Antinucci en su libro de cuentos El jorobadito (1933), donde pareciera, en realidad, estarse dirigiendo a sus lectores:

Roberto Arlt, 1935. Fotografía: Archivo General de la Nación, Argentina

Me hubiera gustado ofrecerte una novela amable como una nube sonrosada, pero quizá nunca escribiré obra semejante. De allí que te dedico este libro, trabajado por calles oscuras y parajes taciturnos en contacto con gente terrestre, triste y somnolienta. Te ruego lo recibas como una prueba del grande amor que te tengo. No repares en sus palabras duras. Los seres humanos son más parecidos a monstruos chapoteando en las tinieblas que a los luminosos ángeles de las historias antiguas. Por eso no encontrarás aquí doradas palabras mentirosas, ni verás asomar el pie de plata de la felicidad (…)

Es con este aroma que los textos de Arlt testimonian, a ritmo de tango, los sucesos, las vicisitudes, el contexto social de la Argentina de principios de siglo xx. Temas como el box, el teatro y el cine son tratados en sus Aguafuertes y, por supuesto, en sus novelas. La condición urbana en la novela argentina de principios de siglo xx es un factor determinante en la configuración de un personaje singular al cual diversos autores dan cabida; personaje al que le brota de su urbanidad la eclosión de las características constituyentes del perfil arquetípico del angustiado hombre posmoderno que encontrará nido en el cual proliferar, sumergido en una metrópoli que vertiginosamente se acelera, en parte, como reflejo de los medios de producción industrial que ya avisan, como un grito lejano, el arribo del capitalismo y, con él, la imposición de hábitos de consumo generadores de insatisfacción y frustración individual y colectiva que Roberto Arlt ya mostraba en 1926 con su primera novela: El juguete rabioso.

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NĂŠstor SĂĄnchez

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Néstor Sánchez

y la errante renuncia Adán Medellín

Para las editoriales soy un raro de cierto peligro para el buen negocio de la facilidad y los lugares comunes que tanto abundan. Néstor Sánchez

Néstor Sánchez (Buenos Aires, 1935-2003) era un escritor en camino al estrellato literario en los años 60. Lector de Joyce, Keroauc, Ginsberg, Eliot y Daumal, admirado por Julio Cortázar, amante del tango y del jazz, con cuatro novelas publicadas, renunció inesperadamente a la escritura y escapó de casa y de la fama editorial siguiendo las enseñanzas del filósofo G.I. Gurdjieff. Sánchez dejó la vida cotidiana por una existencia como vagabundo en distintos países, y comenzó a hacer toda actividad posible con la mano izquierda. Creía que viviría trescientos años siguiendo los ejercicios del pensador armenio. Sánchez era un hombre de extremos. Polémico y pronto para los golpes. Vivía en conflicto interior con su idiosincrasia, su inexperiencia, la realidad de la muerte. Había confrontado a Borges en una entrevista por su metafísica meramente “filológica”. Bajo las enseñanzas de su gurú, Sánchez buscó “caminar mucho cada día, rítmicamente, sin tensiones, como siguiendo un movimiento musical y manteniendo la capacidad de modificar el itinerario de forma súbita”. Vivía con dos dólares al día y dormía en un estacionamiento en California cuando su hijo pudo encontrarlo, más de quince años después de su huida. Entonces Sánchez ya oía voces y presentaba síntomas de esquizofrenia. Cuando regresó a Argentina, con más de una década de silencio narrativo, Sánchez escribió su último libro y renunció a la pluma. La condición efímera (1988) es un difícil volumen de doce relatos, guiados por la música y no por los esquemas temporales de causa y efecto que tejen una historia secuencial. Ejercicio confesional de sus años de silencio, oscura bitácora de la búsqueda de la verdad interior, libro de sintaxis trastocada, secuencias poéticas, abstracciones y disyuntivas éticas, se resiste al sentido de la trama, incomoda y empuja fuera al lector que aguarda una historia convencional.

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Osvaldo Baigorria, escritor y periodista argentino de simpatías anarquistas residente en El Tigre, decidió ahondar en Sánchez para alumbrar su último misterio: su abandono de la literatura y la vida común. Así nació Sobre Sánchez, un extraordinario ensayo narrativo que es a la vez una autobiografía soterrada donde un escritor vagabundo se confunde con el otro. Vale atisbar la teoría narrativa de Sánchez desde la lectura de Baigorria: “improvisación... más que un estilo Néstor Sánchez parece haber un modo, una forma de tocar”; “para Sánchez, la escritura fue un modo de escapar a la cárcel del sentido” o en palabras del propio Sánchez: “voy a la página despojado de todo aquello que creo saber por anticipado y la página me cuestiona cada vez más”. Vagabundeo escritural sin rumbo fijo, en el ritmo del momento. Influido por Joyce, la generación beat y el surrealismo; beneficiado por el fenómeno del boom pero crítico del mismo, Sánchez defendía la novela poemática. Su prosa crecía contra la novela esquemática tradicional, era una excusa para llegar a la poesía. Buscaba una escritu­ ra desde un punto de vista diáfano y sin preconcepciones, “que dejara entre paréntesis las pautas de la cultura y todo lo que uno creía saber de antemano”. Prefería escribir “no lo que sucede, sino el ritmo de lo que sucede”. En una atinada comparación de Baigorria, como un músico de free jazz, la escritura de Sánchez se mantenía “en una progresión de acordes, variaciones de tono y efectos espontáneos según el estado emotivo del ejecutante, que cada tanto vuelve al tema inicial pero que también puede correr la aventura y (…) no retomar el punto de partida. En una palabra, la fuga”. Néstor Sánchez sostenía una novela “en la que no hay personajes ni acciones a cumplir, no hay tesis a ilustrar ni idea que defender excepto la de una aspiración terminante: para escribir un texto hay que estar convencido de que todo texto es un texto del que se puede prescindir”. Al principio, el desmantelamiento de la novela pasaba por la apertura de formas hasta que no quedara más de ella. Luego llegó la abolición del hábito mental, corporal y literario; la ruptura del gesto narrativo como costumbre. Su nueva convicción filosófica lo alejó del “arrogante” diario íntimo para optar por un cuaderno de notas, escrito con la mano izquierda para vencer todo automatismo, que se volviera “una especie de cita consigo mismo” en páginas fecha­das donde reflexionaba sobre dudas, intuiciones, lecturas y

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luchas vitales. Sánchez anhelaba la experiencia pura y concreta, esa que no podía mentir y se asimilaba a lo sagrado. Su escritura se volvió hiperconciencia del instante, azuzada por la verdad obsesiva del cuerpo, la finitud y la muerte como leitmotiv. Tras llenar estos cuadernos de cien hojas, los incineraba. Años después, Sánchez declaró que había dejado de escribir “porque me encontré frente a un conocimiento sagrado [el Trabajo de Gurdjieff] que requería una humildad inédita”. Le dijo a la profesora y ensayista Marta Gallo que la “nostalgia de la escritura” se volvía “insignificante frente a la dimensión de conocimiento (…) al contar con un instrumento que ya no es el lenguaje sino el cuerpo en vínculo con lo sagrado”. Al final de su vida, enfermo y desencantado, repetiría lapidariamente que se le había acabado la épica. Sánchez dijo que nunca había inventado una historia. Buscaba una sinceridad total entre obra y existencia, escribía sobre lo que había pasado, tenía “un modelo épico de adhesión a lo vivido”, en palabras de la escritora Liliana Heer. El caso Sánchez salta en las letras argentinas por su extravagancia polémica. Su fe en la palabra fue reemplazada por una urgente convicción de la verdad interior. Se consagró a una ética por encima de la épica que lo hizo abandonar las letras. Sánchez, según su amigo Hugo Savino, “estaba entero en la escritura, no en la literatura”, y su alejamiento del aparato editorial, la fama, el poder o el “compromiso”, puede ganarle etiquetas de fanático, místico o esquizofrénico, pero revela ante todo la búsqueda existencial de un hombre hasta sus últimas consecuencias. Baigorria describe los gestos de fuga de Sánchez como “un movimiento de salida siguiendo el rastro de alguna verdad que ya no podía o no confiaba encontrar en la escritura. Una verdad que estaría en operaciones sobre el propio cuerpo y la propia alma. Esa verdad emergería de un principio de autoexploración, de trabajo sobre sí, de obra en proceso sobre la vida misma. La vida como obra de arte. La obra más difícil.” Al volver de ese camino, Sánchez estaba arrasado, seco, vacío para narrar. Tras años de olvido, el bonaerense ha vuelto al interés de los escritores de su país por esas ideas de ruptura que arriesgaron tanto en el papel como en la vida: Sánchez fue encarnación de la errancia humana en búsqueda de sentido, escritura inquisitiva que se acumuló hasta romper la hoja y exigió la transformación vital, incluso hacia el silencio.

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Luis Nishizawa: tradición y originalidad Mario Saavedra

La ventana son mis ojos y el todo exterior está dentro de mí Carlos Pellicer

La obra plástica de Luis Nishizawa (Hacienda de San Mateo Ixtacalco, Cuautitlán, 1918 - Toluca, Estado de México, 2014) constituye un buen ejemplo de los más generosos atributos del sincretismo cultural, en su específico caso potenciado además por ese siempre alentador cauce en la evolución estética que el polígrafo castellano Pedro Salinas identifica en su ensayo Jorge Manrique: Tradición y/o originalidad como la única vía posible en el desarrollo del arte. De padre japonés y madre mexicana, Nizhizawa ingresó a la Academia de San Carlos en 1942, donde su vocación artística acabó de afianzarse y encontrar el terreno propicio para consolidar una vena ex­presiva que se había manifestado desde su infancia. Desde su primera exposición individual en el Salón de Artes Plásticas en 1951, llamaron especialmente la atención su poético sentido de simplificación de las formas y su honda comprensión de la naturaleza que, tras el tamiz de sus sentidos y sus trazos, adquiere una dimensión metafísica que la tras­ciende, manifestando así un peculiar don como paisajista que lo emparienta —como su sucesor indirecto más notable— con artistas como José María Velasco y Gerardo Murillo.

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La madre, temple sobre papel, 1959

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La pasión de Ixtapalapa, técnica mixta sobre fibracel, 1950

Con un estilo muy personal y definido de la figuración, el arte de Nishizawa se mueve con solvencia y maestría de un manifiesto realismo hacia un expresionismo con una nutrida carga de influen­cias orientales, de ida y regreso, exhibe sus profundas raíces tanto mexicanas como japonesas. Un artista prolífico sobre todo en el arte del caballete con el que trabajó en diferentes técnicas y formatos, qué duda cabe que son precisamente sus paisajes los que mejor definen su carta de identidad, donde se reconocen el oficio decantado, la sagacidad expresiva y la imaginación sin freno de un ilusionista dotado.

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Como escribió Umberto Eco en su Obra abierta, con respecto a la implicación de un destinatario-activo que se busca complete el sentido de la creación artística y cierre así el ciclo, Nishizawa se refirió en varias ocasiones a su deseo de no pretender ofrecer una expresión de significados acabados, en cuanto su espectador-ideal es quien espera acabe o incluso mejore las posibilidades de su obra. En este sentido, la creación abierta de nuestro poeta-pintor constituye apenas una feliz provocación que suscita un diálogo abierto, un debate constructivo, a partir de un acto de seducción que desemboca a su vez en gozoso acto de complicidades. Tanto su obra de caballete como la de gran formato, incluidos sus murales, constituyen un mapa de este infatigable cazador de objetos que, potenciados por la luz, se transforman en universos poéticos con voz y vida propias, porque “la pintura es poesía que se ve”, como decía Leonardo da Vinci. El artista se desplaza por el mundo de los objetos, de las presencias vívidas, y sólo se detiene para capturarlas con su sensibilidad a flor de piel para redimensionarlas en ese microcosmos de la creación donde vislumbramos la magnificencia y la dignidad que en la cotidianidad parecieran desdibujarse y pasar inadvertidas a los sentidos y la preocupación de una humanidad homocéntrica e inconsciente. Entonces prácticamente todo se torna dócil y materia propicia para el arte, claro, si hay una mano diestra y una mirada inteligente que sepa recoger “la esencia de su ser”, parafraseando a Milan Kundera. En la obra de un artista como Nishizawa se reconocen, así, honestidad y verdad, como lo pretendía Velázquez; sólo de esa manera, cuando hay talento y oficio, no existen caminos erróneos o equivocados, porque en manos del artista auténtico se hacen provechosos y eficaces, reveladores. La verdad del arte no tiene que ver con su capacidad para reproducir la realidad exterior al pie de la letra —en este sentido, su mirada no tiene por qué

ser objetiva—, sino más bien por la manera en que emociona y trastoca la vida de quienes la admiran, de quienes son capaces de percibir el alma que es puente de comunión entre el creador, la obra con todos sus contenidos y atributos, y el destinatario sensible a su llamado. Acto esteticista y a la vez lúdico, la obra de Luis Nishizawa revela a un creador que fue siempre inquieto y provocador, porque el arte no está hecho en el ahora inmediato e inamovible de su concepción, sino que es reiteración regenerativa de un discurso que se reconstruye y enriquece de frente a los distintos tiempos y sensibilidades que justifican el porqué de su existencia. Si bien un artista es también un individuo social y cultural que se explica en la coordenada del ser y sus circunstancias del cual habla Ortega y Gasset, de igual modo es un ente atemporal que mediante su creación trasciende su época y dialoga con otros contextos y épocas. Artista de muy diversos matices y emociones, en él coinciden y se sobreponen el sentimiento trágico y la sensualidad, el grito desaforado y el silencio —tampoco le teme, por ejemplo, al vacío, al espacio en blanco—, la indagación metafísica y la audacia meramente esteti­ cista. Cada propuesta o hallazgo suyo está matizado por el tamiz de la emoción y de la forma, sobre la brújula de una inteligencia siempre vinculada a un oficio técnico que el artista domina y controla para el alcance de los fines de su inaplazable vocación. Sin ser presa ni de la tradición ni de la moda, en Nishizawa se logra expresar el artista que en la unidad personal de su creación dialoga con otras épocas y con su presente, con la propia proyección hacia futuro de un ser cuya atemporalidad responde a la trascendencia de lo que es capaz de crear y expresar. Mediante un vigoroso diálogo con sus antepa­sados, es posible reconocer en él ese clima de introspección nacional implícito en la obra de sus mayores, como se deja ver en sus manifiestos homenajes a Siqueiros,

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Niños armando un judas, óleo sobre tela sobre masonite, 1953

Rivera y Orozco, o al mismo Tamayo, ya sea mediante ensoñaciones —angelicales y felices unas, monstruosas y aterradoras otras—, de reinterpretaciones de pasajes de la historia o de escenas festivas de nuestras tradiciones. Sus tributos a otros artistas implican todas las veces una asimilación de quienes han forjado nuestra identidad cultural: su acercamiento al dibujo expresionista de Orozco, por ejemplo, es el cauce indispensable para conectar su emoción trágica en litografías como “Caín”; o su no menos personal lectura del esperpento valle-inclanesco —otro vínculo entre España y México— lo liga a su vez al Goya negro, o incluso al más remoto Bosco de “El jardín de las delicias”. Educado en la llamada “escuela mexicana”, su obra primera muestra un apego a sus maestros de formación, entre otros, Julio Castellanos, Luis Sahagún, Alfredo Zalce, José Chávez Morado y sobre todo Benjamín Coria. Hijo de su tiempo, en la obra de Nishizawa coinciden los más consistentes hallazgos y virtudes tanto de la tra­dición como de la modernidad, en la expresión decantada de un artista cuya poética se sostiene sobre todo en una asimilación de toda clase de cauces estéticos que se entrecruzan. Más allá del folclorismo que suele demeritar los invaluables aciertos de esta corriente artística, Nishizawa recupera y revalora sus aportaciones de las cuales abreva con entusiasmo y convicción, por ejemplo su espíritu de búsqueda con respecto a lo que de verdad nos identifica y hace únicos, y por lo mismo, entidad cultural entrañable. Es el caso específico, por ejemplo, del mural “El aire es vida”, donde recrea niños y deidades prehispánicas, con escalas en estados como Chiapas, Oaxaca, Yucatán o Chihuahua, y tras esa honestidad llamó al entusiasmo de artistas de la talla de David Alfaro Siqueiros, o de los japoneses Foujita

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y Toneyama, por un singular sincretismo de voces profundas que al unísono se expresan en una obra tan suya como universal. Maestro Emérito y doctor Honoris Causa de la unam y Premio Nacional de Artes en 1996, Premio “Tesoro Sagrado del Dragón” por el gobierno de Japón, Miembro Numerario de la Academia de Artes y Creador Emérito del Conaculta, Luis Nishizawa nos ha legado una extraordinaria obra presente en espacios de la ciudad de México —son parte ya de su fisonomía— como el Centro Cultural Martí, el Centro Cultural Universitario, la Procuraduría General de la República, la sep, el inba; o del interior de la República, como la Unidad del Seguro Social de Celaya, el Archivo General del Estado de México; o del extranjero, como la Esta­ción del metro Keisei de Narita, en Japón. Su creación puede ser admirada en museos como el de Arte Moderno, el Carrillo Gil o el de la Estampa, en la ciudad México; o el de Arte Moderno del Centro Mexiquense de Cultura y el de las Bellas Artes, en Toluca, donde además tuvo por mucho años su muy activo e irradiante Museo-Taller donde se exhiben óleos, acuarelas, grabados, mixografías, vitrales y un gran mural; o el de la Estampa Mexicana, en Bulgaria; o el de Arte Moderno de Kioto, el Shinanu de Nagano, el de la Cultura de la compañía Mikubisi de Yokohama, en Japón. Muchas colecciones privadas han sido enriquecidas con el talento de este mexicano universal. Un artista de la talla de Luis Nishizawa nos ha legado no sólo su magnífica obra multiforme y diversa, que ya sobra y basta para situarlo en el lugar que se merece, sino además un luminoso signo de identidad que lo trasciende, porque en él coinciden con fortuna tradición y originalidad.


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El antiguo aeropuerto

y el mural de Juan O’Gorman Jorge Vázquez Ángeles

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Nadie sabe el destino que les espera a los edificios ni a lo que resguardan dentro de sus paredes. La historia del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de la México es un palimpsesto que de tantas enmendaduras no permite, a primera vista, entender qué fue primero y qué después, o quién es el autor de qué parte. Los terrenos aledaños mostraron desde 1910 una tendencia que inexorablemente los ató a su destino. El primer vuelo efectuado en territorio nacional lo hizo Alberto Braniff, un ricachón de la época, que gustaba de la aventura y la velocidad. Después de correr coches y tras apreciar espectáculos aéreos en Francia, decidió comprarse un aeroplano y traerlo a México para pilotear. Porque don Alberto tenía todo resuelto para convertirse en el primer latinoamericano en despegar: disponía de los recursos para comprar el aeroplano, traerlo en barco desde Francia hasta Veracruz, transportarlo mediante el ferrocarril que su propio padre había construido y recogerlo en la estación San Lázaro (otro sitio marcado por el destino: ya no hay trenes pero está el metro), que curiosamente lindaba con un extenso y árido terreno propiedad de su familia, donde no crecían árboles debido a la alta concentración de sal del antiguo Lago de Texcoco. Así fue como el 8 de enero de 1910, a bordo de un aeroplano Voisin, Alberto Braniff voló alrededor de los llanos. Desde ese momento,

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el sitio se convirtió en el lugar donde otros pilotos mexicanos y extranjeros practicaban —como los aspirantes a toreros lo hacen en los Viveros de Coyoacán—, efectuaban exhibiciones y pruebas no exentas de peligro, lo cual pareció no importarle demasiado a Francisco I. Madero, quien el 30 de noviembre de 1911 se subió a un aeroplano Deperdussin, convirtiéndose en el primer mandatario del mundo en efectuar un vuelo. Durante la revolución y los gobiernos posteriores, Balbuena se transformó en un aeropuerto militar al que llegó, el 14 de diciembre de 1927, Charles Lindbergh tripulando El Espíritu de San Luis, el avión con el había cruzado el Atlántico uniendo Nueva York y París. De acuerdo a crónicas de la época, más de trescientas mil personas

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La conquista del aire por el hombre, mural al temple, 1937-1938

aguardaron durante horas la llegada del “Águila solitaria”, sorprendiendo al mismísimo Plutarco Elías Calles, quien sin más remedio esperó al famoso piloto más de cinco horas. Con los avances tecnológicos, los aviones se hicieron más pesados y ampliaron su capacidad de vuelo, por lo que las pistas de tierra dejaron de ser prácticas y se optó por asfaltarlas para hacer más segu­ros despegues y aterrizajes. Quizá por eso al año siguiente de la llegada de Lindbergh se comenzó a construir un nuevo Aeropuerto Central, menos improvisado y donde se concentrarían todos los vuelos de las líneas que ya comenzaban a proliferar. Y fue ese primer aeropuerto inaugurado por Lázaro Cárdenas el 11 de abril de 1939 al que se le harían una y otra vez añadidos y remodelaciones, donde el arquitecto y pintor Juan O’Gorman libró una de tantas batallas, casi siempre perdidas, en defensa del arte. “Con calor jurídico y volcánicas alusiones a la justicia, a la equidad y al derecho, el pintor Juan O’ Gorman se enfrenta a la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas y al Comandante de la Estación del Puerto Aéreo Central, para que no le borren ni le alteren los frescos que con ecuatorial imaginación y cálido pulso pintó en los muros de aquel edificio, mediante contrato”. Así comienza la nota aparecida el periódico El Nacional del 9 de noviembre de 1938. Las obras del nuevo aeropuerto están a poco más de cinco meses de terminarse (en realidad los trabajos se concluirían satisfactoriamente trece años después, bajo el gobierno de Miguel Alemán Valdés), y la polémica sobre un mural está a punto de ocasionar un conflicto internacional con las potencias del Eje. Apenas han pasado ocho meses de la Expropiación Petrolera efectuada por el general Lázaro Cárdenas, quien ante el bloqueo comercial de ingleses y estadounidenses, ha decidido venderle el crudo a la Alemania nazi. Comunista militante, Juan O’Gorman pinta La conquista del aire por el hombre en el vestíbulo de la nueva terminal. Se trata de un mural mixto: una tabla central de 12.5 por 3 metros, pintada en diez tableros desmontables. Ahí, fiel a su estilo y como hará en otras obras —siendo la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria la última

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en importancia—, O’Gorman cuenta su particular visión histórica plasmando diversas épocas y personajes que contribuyeron a la aeronáutica mundial. Aparecen el rey poeta Nezahualcóyotl sujetando un murciélago, Leonardo D’ Vinci y sus aparatos; los Hermanos Wright, Santos Dumont y su aeroplano; Amelia Earheart, Charles Lindbergh y el Espíritu de San Luis; hombres en paracaídas, globos aerostáticos. En los extremos, el pintor de treinta y tres años usa directamente las paredes como soporte de otras dos pinturas de cuatro metros de largo que desatan el conflicto. Se titulan Los mitos religiosos y Los mitos paganos. En ambas, O’ Gorman arremete, por una parte, contra la ignorancia que difunde la iglesia y sus dogmas; por otro, critica fe­rozmente a los políticos que usan los avances de la ciencia en su beneficio personal y en contra de la sociedad. Al fondo de Los mitos paganos, de una construcción destruida que semeja a la Torre de Babel, emergen dos serpientes: la cabeza de una de ellas es Adolf Hitler; la otra, Benito Mussolini. En su defensa, O’Gorman afirma que a petición expresa del jefe del Departamento de Edificios de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, José López Moctezuma, bajo las órdenes del secretario Francisco J. Mújica, le fue encargado hacer “un proyecto de decoración de la estación de pasajes del aeropuerto central de esta ciudad, y que escogió motivos antifascistas y de aviación en contra del (sic) fanatismo religioso por ser él revolucionario y comprender que el progreso está reñido con esas divisas”.1 Un tal ingeniero Rolland, de la misma secretaría, es señalado por el pintor como el principal promotor de que los dos frescos sean borrados, ya que no quiere perder al comprador alemán de crudo mexicano. A pesar del llamado que hizo Juan O’Gorman y del apoyo solicitado a los “artistas de México y del resto del mundo”, apelando a la libertad de expresión y de pensamiento ofrecidas por el régimen cardenista, los murales fueron borrados. Aunque no queda del todo claro si efectivamente existió alguna presión por parte del go­bierno de Hitler, es probable que factores

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internos determinaran el destino de la obra. Los ecos de la guerra Cristera aún resonaban, y el comunismo empezaba a ser mal visto por las élites. Incluso el malogrado candidato Francisco J. Mújica, en un intento por no parecer un radical como Cárdenas, prefirió no meter las manos por el pintor quien, como decía la nota periodística, “calenturientamente defiende sus frescos en contra de la gélida racha de la brocha de cal que quiere borrarlos”. Años después, O’Gorman pintó de nuevo Los mitos paganos incluyendo las cabezas de Hitler y Mussolini. El cuadro pertenece a una colección particular. La otra parte del mural no volvió a pintarla y sólo se conoce mediante de fotografías. El miércoles 19 de noviembre de 1952 se publicaron en los periódicos nacionales varios anuncios a página completa en los que se felicitaba, cómo no, a Miguel Alemán por la inauguración del nuevo Aeropuerto Central, proyecto de Augusto Álvarez, un edificio de 280 metros de longitud por 42.50 de ancho. A pocos días del cambio de poderes, el presidente se daba prisa para entregar, aunque fuera a medias, las últimas obras de su moderna administración. Al día siguiente le esperaba una larga jornada que incluía la inauguración simbólica de la joya de la corona: Ciudad Universitaria, donde Juan O’Gorman, seguramente, trabajaba en la Biblioteca Central. El desplegado de la compañía Lockheed Aircraft Corporation, con sede en Burbank, California, expresaba su regocijo en estos términos: “Simbolizando el progreso del Mundo Libre, la República Mexicana ha desarrollado un nuevo centro de aviación mundial, dedicando la gran terminal área moderna de la ciudad de México a la más estrecha comunicación y comercio entre los hombres libres del orbe”. Al final, la empresa hacía “votos por que se mantenga y acreciente este magnífico impulso en beneficio del progreso de la aviación”. Ninguna de las crónicas sobre la inauguración del aeropuerto alemanista, construido sobre los vestigios del cardenista, menciona La conquista del aire por el hombre. ¿Ahora que se va a construir el nuevo aeropuerto internacional, Norman Foster y Fernando Romero le tendrán reservado un sitio al mural de Juan O’Gorman?


Intestino perezoso Alfredo Núñez Lanz

Llevaba más de tres semanas tomando antibióticos y la tos no se iba. Me dolía la cabeza en cada espasmo y mi nariz escurría una cantidad imposible de fluidos. Ya había consumido tres frascos de jarabes diferentes, hacía gargarismos, tragaba dosis cada vez más altas de vitamina C y me untaba una pomada caliente todas las noches sin buenos resultados. Entonces una prima cercana me recomendó ver al iridólogo. —Es muy bueno —me dijo—. Es­tuvo en la cárcel por vender recetas de morfina y otras cosas, pero ahora se dedica a la medicina naturista. No le pedí más explicaciones. Tomé la tarjeta de presentación, le agradecí el gesto y dos días después le llamé para pedir una cita. Una señorita que hablaba con mucha distinción me dijo que el doctor solamente daba consultas los lunes y viernes de 3 a 8 y los sábados de 9 a 3. Me quejé de los horarios, porque entre semana salgo de trabajar tarde, como cualquier persona, y los sábados descanso. Ella me explicó que el doctor Morales era un hombre ocupado y tenía otros negocios. Al final, pedí mi cita el sábado temprano. La verdad, no me gusta ver doctores, ya no hay buenos médicos, de esos con convicción. Los días pasaron y mis molestias iban en aumento. Ahora tenía un zumbido en el oído izquierdo y el derecho se me tapaba como si estuviera en una montaña alta. Tenía que masticar un chicle para que algo explotara y volviera a escuchar. También

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sentía que cuando me acostaba, me salía un ruidito del pecho, algo así como el sonido de un globo que se desinfla poco a poco. Los ojos me lloraban de repente. Ya estaba harto de esas lágrimas molestas: salían en los peores momentos, casi siempre cuando me tocaba hablar en alguna junta. Lo curioso era que no había contagiado a nadie. Al menos ningún empleado del piso 12 —donde estaba la agencia— presentaba molestias. Tampoco había faltado nadie de mi equipo. Al principio, Rebeca, la secretaria, tomó muchas precauciones. Limpiaba con un pedazo de algodón remojado en alcohol los teclados, las pantallas, los teléfonos y las cosas que compartíamos. Después, se le olvidó. O quizá se dio cuenta de que el único afectado seguía siendo yo. Por fin llegó el día de mi esperada consulta. Tuve que levantarme muy temprano, pero fui el primero en llegar. El consultorio estaba en el segundo nivel de un edificio viejo; le calculé más de sesenta años. Esperé solamente unos cinco minutos en aquella salita y la mujer que me había atendido por teléfono me condujo por un pequeño pasillo. —Por favor, quítese los zapatos y los calcetines. Colóquelos en esta canasta —me indicó muy formal. Tardé en reaccionar, creía que aquel médico me vería sólo los ojos, al menos eso era lo poco que sabía. Obedecí y pasé a la amplia oficina del doctor Morales. Se encontraba sentado del otro lado de un escritorio antiguo y perfectamente barnizado. Llevaba unos pantalones de vestir muy bien planchados, una bata pulcra y me fijé que también estaba descalzo. El consultorio estaba decorado con ilustraciones del cuerpo humano y caracteres chinos. También había un gran espejo octagonal con un símbolo grabado en el centro. —Mucho gusto en conocerlo. Dígame, en qué puedo servirle —me dijo luego de estrecharme la mano. Su saludo era muy fuerte y aquello me dio confianza. Le conté todos los males que me aquejaban, las medicinas que tomaba frecuentemente, sin omitir ningún detalle. También le conté que sospechaba que tenía una alergia muy fuerte a alguna espora en el ambiente. Aquella era la teoría más lógica después de tanto tiempo enfermo. Él

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solamente escuchaba y se tocaba el mentón de donde le crecía una barba bien cortada y canosa. Cuando terminé de hablar, me pidió que me quitara la camisa y me recostara en una cama de masaje a mi lado derecho forrada con una sábana muy limpia. Debí poner cara de extrañeza, puesto que rápidamente me explicó: —Antes de mirar su iris debo alinear su espalda, señor. De lo contrario, las manchas no serán claras. Usted sólo relájese, verá que el masaje le resultará muy liberador. Tal vez consiga que usted crezca unos cuantos centímetros. Entonces lo obedecí. Me acosté boca abajo en la cama y puse mi cabeza sobre esa especie de almohada especial con un hueco en la cara. El doctor Morales puso música relajante y se untó aceite en las manos. Me llegó un aroma delicioso justo cuando comenzó. Sus manos recorrían mi espalda con fuerza y parecían saber exactamente a dónde dirigirse. Repentinamente, un escalofrío me recorrió el cuerpo y comencé a ver puntitos luminosos de colores. —Seguramente está viendo algunas luces, señor. Esto es completamente normal, por favor no se asuste y continúe relajado. Me impresionó su comentario, pero ya para entonces comenzaba a calmarme como nunca. Mi respiración se hizo pausada y tomó un ritmo suave. Entonces, sentí una fuerte presión en un solo punto de mi espalda, cerca del cuello. Este dolor era infringido por su dedo pulgar e inmediatamente, mi pie derecho comenzó a temblar. —Todo el cuerpo está conectado. Ahora comenzaré a estudiar sus meridianos. Entonces, presionó el dedo meñique de mi pie derecho y el movimiento terminó. Inmediatamen­ te después presionó exactamente en el arco de mi pie izquierdo con tanta fuerza que lancé un quejido. Un impulso eléctrico viajó hasta mi mano derecha y comencé a sentir un hormigueo extraño. Así siguió tocando puntos que se conectaban hasta que presionó otra vez

en mi espalda; esta vez cerca de la cintura y sucedió: liberé un tremendo gas que venía constriñendo desde mi llegada al consultorio. —Es perfectamente normal. De hecho, necesitaba que lo arrojara, señor. Entonces me dejó por unos segundos y regó con aerosol un perfume con olor a lavanda. Sentí las gotas microscópicas en mi espalda conforme iban cayendo, quizás atrapando las partículas de mi gas. Luego, volvió a tocar el mismo punto, pero del otro lado de la espalda y sucedió de nuevo. Esta vez fue más largo y ruidoso. —Recuerde que es normal. Libérese. Esta vez, la sangre se me subió a la cabeza por la vergüenza. —No se incomode, por favor. —Pero, ¿cómo sabe que estoy incómodo? —Su cuerpo me está diciendo todo sobre usted. Entonces, guardé silencio. El doctor continuó masajeando mi espalda. —Le voy a recomendar algo para su digestión. Me pidió que respirara hondo mientras visualizaba una energía roja entrando por mis pulmones. Así lo hice tres veces tal y como lo indicó. Un instante después, llegó una onda de calor. Me había relajado mucho, entonces empecé a sentir que la sangre ahora viajaba a mi centro sin remedio y empezó a crecer. —¿Es usted casado? —No. —Lo imaginé. También puedo recomendarle un buen tugurio para que libere todo eso que guarda. Terminé con su espalda, ahora dese la vuelta, por favor. Y no lo olvide: también soy hombre, que no le dé vergüenza. Con todo y sus palabras, aquel bulto en mis pantalones me hacía sentir muy incómodo. Estaba muy rígido y no podía explicarme las razones de todo aquello. Estaba confundido y me llegaba la imagen de mi prima visitando cada tanto a aquel médico que lo sabía todo. Una vez boca arriba, volvió a untarse las manos

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con aceite oloroso y empezó a masajearme el tórax. Primero se enfocó en mi vientre y luego fue subiendo, impetuoso, hasta mi pecho. Cuando terminó, me pidió que me sentara lentamente sobre la camilla y trajo una lámpara muy potente que me deslumbró. Entonces, con otra lamparita de mano me echó más luz pidiéndome que tratara de no parpadear. —¿Tiene usted frío? —No, doctor, esa luz es muy cálida. —Me refería a un frío permanente, crónico. —Pues ahora que lo menciona, puede ser que sí. —¿Se erectan sus pezones con facilidad? —¿Disculpe? Entonces sentí sus dedos sobre mi pecho, verificando lo que me había preguntado. Un escalofrío me hizo temblar. —Tal y como lo pensé. Es usted propenso a los aires. —¿Cómo? —Malos aires, como a los niños pequeños. Su cuerpo no maduró. Ahora trae un aire metido muy adentro en el pecho, pero no se preocupe, porque ahora mismo se lo vamos a sacar —dijo sonriendo, contento y seguro de sus palabras. —También, según veo, debe tratarse la vesícula. La trae muy inflamada. Pero eso no es lo más preocupante. —¿Y qué es? ¿Qué más tengo? —Pregunté nervioso. —Mire, la vesícula no sirve de mucho, puede usted vivir si se la quitan. Le puedo recomendar un té para desmoronar esas piedritas que tiene allí junto con una tintura muy buena. Es su intestino el que no trabaja muy bien. —¿Cómo es eso? Entonces él se acercó más a mí, donde casi podía tragarme su respiración y me indicó que no cerrara los ojos, argumentando que el parpadeo lo distraía. Soltó una pequeña risita y dijo: —Veo en su iris que tiene un intestino perezoso. Trabaja más lento que los demás. Puede ser el estrés de una vida muy agitada o que así haya nacido. ¿Tiene usted un trabajo muy demandante?

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—Pues como todo el mundo. —Debí imaginarlo. Bueno, procedamos con su mal aire. Me dejó allí con la lámpara prendida y se dirigió cantando con voz muy baja hacia una cajonera también de madera antigua de donde sacó unos frascos de plástico con etiquetas. Yo quería irme de allí, pero algo me decía que debía dejar a ese hombre hacer su trabajo. Me calmó el recuerdo de lo que cobraba por sus honorarios. Era muy poco, algo simbólico, así que me dejé llevar por la curiosidad. Me distraje unos momentos con los aparatos e instrumentos extraños que había en el lugar, todos sin un rastro de polvo. Al final, vi que cerca de donde nos encontrábamos había un recorte de periódico enmarcado que decía “Curó a 60 en la cárcel y ahora va por más”. Su fotografía aparecía pequeña en el lado inferior de la nota. Sentí un líquido caliente y un olor a menta en la cabeza. El doctor Morales susurraba unas cosas inaudibles a mis espaldas, como si estuviera rezando. Traía una veladora prendida y la había puesto a mi lado derecho. Entonces la cama de masajes donde estaba sentado empezó a temblar. Los rezos se hicieron audibles, pero inconexos. No entendía lo que estaba pasando, el corazón me latía fuerte. De pronto, empecé a toser y Morales comenzó a aplaudir a mis espaldas. Sentí que me faltaba el aire con cada estertor. —Siga tosiendo, no se detenga, es normal. No pude responderle. Algo me iba subiendo por la garganta y me ahogaba. Los ojos los tenía llorosos y empecé a temer que muriera en ese lugar asfixiado por las flemas. Morales continuaba aplaudiendo al ritmo de mi tos. Al fin, cuando casi no jalaba aire, lo expulsé. Morales tenía preparado un recipiente para que allí cayera. Mi tos terminó. —Mire nada más el gusano que le salió. Allí estaba, era una cosa color verde con motas amarillas. Parecía un largo y viscoso gusano. Rápidamente, Morales se llevó el recipiente y colocó aquello en un matraz. Tomó uno de los tubos de ensayo que había insertados en una larga gradilla y vertió líquido sobre ese gargajo gigante. Luego, me ofreció un


Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

vaso con el agua que había sacado de un garrafón con una etiqueta que decía “No tomar, es medicamento”. Sabía normal, aunque después de tomarla toda, una sensación amarga se me quedó en la boca. —Ya puede vestirse —sopló la veladora para apagar la llama e inmediatamente después desconectó la lámpara—. Con este gusanito le prepararé una vacuna. A partir del próximo sábado puede venir a recogerla. Mientras decía eso, mis fosas nasales se abrieron, algo me explotó en el oído derecho y comencé a escuchar. Incrédulo, jalé el aire solamente con la nariz, como ya había olvidado que se respiraba. El aire entró puro y de golpe. —Ya estoy curado. No puedo creerlo. Es usted increíble, doctor Morales —atiné a decirle mientras me abotonaba la camisa. Morales me entregó, sonriendo tranquilamente, una hoja con una serie de alimentos que debía evitar a toda costa porque, según él, mi intestino no los procesaba bien. Anotó también el nombre de una tintura y la dirección de un burdel que ya antes me habían recomendado. Me recordó pasar por la supuesta vacuna que tendría lista en una semana y me regaló unos polvos para activar mi digestión. Salí muy contento habiéndole dado las gracias cientos de veces. La señorita me cobró en la sala de espera y me comentó muy solemne: “Puede dejar un donativo extra en este sobre”. Puse allí todo el dinero que llevaba y me fui respirando por la nariz a mi casa. El lunes me fui a trabajar con una camisa de manga corta y todos en la oficina me aplaudieron por haberme aliviado. Rebeca me confesó que le desesperaba mi tono de voz mormado. A todos les recomendé que visitaran al iridólogo y repartí su dirección contento de propagar su fama. Una semana después volví como se me indicó para recoger la vacuna. La señorita de siempre me entregó un frasco con un gotero y me dijo que debía tomarme tres gotas antes del desayuno todos los días hasta terminar la preparación. Luego, me dijo que Morales ya no atendería más y que cerraba definitivamente su consultorio. Extrañado y muy decepcionado, le pregunté las razones y ella me respondió: —El doctor está detenido. Murió uno de sus pacientes.

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Las campanas de la gloria

Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

Vladimiro Rivas Iturralde


Al mediodía echa a andar cuesta arriba hacia la iglesia que corona la aldea. Las campanas no han doblado en toda la mañana ni sonado la música de banda, ni silbado los buscapiés, ni estallado los cohetes con toda esa celebración de la pólvora. Reina en los alrededores un silencio y una paz dominical que ignoran la Pascua de Resurrección. Averiguará por sí mismo si ha habido fiesta y de qué manera los comuneros la han celebrado. Y si no, ¿qué ha ocurrido? ¿Habrán ido, en domingo, al escarbe de papas o a celebrar el día glorioso en otra parte? El sol cae a plomo sobre el camino polvoriento. Los molles y eucaliptos se mecen apenas y las pencas levantan sus agujas al aire. Los campos, a ambos lados, están cultivados. Blanca la iglesia, blancas las casas, refulgen al fondo del camino, bajo ese cielo irreprochable. Ya no puede volver: su alejamiento de la casa ha tomado la forma de un placentero paseo matutino que sólo terminará allá arriba, en el poblado silencioso. A medida que la cuesta se empina, la vegetación se enrarece. El camino desemboca en esa plaza soleada y vacía. No hay señales de fiesta. Las puertas de la iglesia están cerradas bajo una llave tan grande, que serían necesarias las dos manos para hacerla girar. Se sienta en la escalinata a esperar que alguien venga a recibirlo. Pero el pueblo parece abandonado. Se seca el sudor de la cara con su pañuelo. Se dirige, en busca de un informante, hacia el sendero de su izquierda. Camina hasta detenerse en una choza en la que humean las brasas de un fuego reciente. Ve dos ollas de barro, un saco de papas, co­pos de lana. “Buenos días”, saluda. Nadie contesta. “Buenos días”, insiste. Sigue caminando hasta la choza siguiente, en cuyo fondo oscuro percibe un ronquido. “Buenos días”, repite. “¿Hay alguien aquí?” Ve dos cuyes deslizándose por la habitación en sombras. Ya no insiste y regresa al pie de la iglesia, donde nuevamente se sienta a descansar. Una mosca zumba a su oído y resuena en toda la plaza. De pronto, como salido de la nada, aparece al fondo de la plaza un indio que, tambaleándose, se aproxima hacia él. Pese al calor, viste un poncho rojo y un sombrero grisáceo de alas anchas. Le inquieta que nadie responda al saludo y

que de pronto asome este aparecido dispuesto, quizá, a interrogarle. —¿Qué querís? —le llegan vaharadas de aguardiente. Se siente invasor, no sólo intruso. —Buenos días —le dice—. Vengo a ver si hay misa en iglesia. Con aliento alcohólico, el indio se tambalea frente a él. Su pregunta aguardentosa, casi inaudible, debe haber resonado como un llamado de cuerno, porque brotan de la tierra más y más indios, hasta conformar un grupo de diez o quince, todos borrachos. Entonces empieza a presentir algo ominoso en el aire. —¿Qué querís aquí? No es tanto la insistencia de su pregunta lo que le perturba, sino que los papeles se hayan invertido, que el interrogado haya pasado a ser él. Intenta recuperar su sitio: —Les he dicho. He venido por la misa, pero la puerta está cerrada. ¿No va a haber misa? —¿A qué venís aquí? —pregunta otro, ignorando sus palabras. Entonces piensa que están esperando una respuesta que él no puede dar. El sol le encandila los ojos y tiene que hacerles sombra con la mano en visera. —¿No ha venido taita cura para misa? Hoy es domingo de fiesta y no han tocado las campanas ni han subido los cohetes.


—¿Qué querís aquí? —dice un tercero, con rabia en la voz. Y luego los demás: —¿Quién sois vos? —¿De dónde venís? —¿Qué querís aquí? —A robar venís. El grupo va formando un semicírculo a su rededor. Debe mantener la calma y un sentido común que la situación niega. —Vengo de hacienda de abajo. Don Hernán es mi primo y llegué a pasar unos días con él. —¿Don Hernán? No cierto —afirma, casi gritando, uno de ellos—. Shúa has de ser, shúa. Ladrón. —Shúa —repite otro, como un eco—. Shúa has de ser. A robar venías. Si no, ¿por qué te metiste en casa ajena? —Nunca entré. Sólo me acerqué a la puerta para que me dieran razón de la misa. Pero no había nadie—. Y, con audacia, contraataca: —A ver, vos —le pregunta a uno de ellos—, ¿qué día es hoy? —Domingo, pes. —¿Qué domingo? ¿Domingo de qué? —Pascua —dicen a coro. —Ah, bueno —dice, con tranquilidad—. Pues yo venía a celebrar con ustedes. Hay un silencio entre ellos. Siente que los ha convencido. Intercambian largos parlamentos en quichua. Sólo reconoce, de vez en cuando, la palabra fatal: “Shúa”. Parece una deliberación de los jueces luego del interrogatorio y seguramente pronunciarán la sentencia. —Shúa —sentencian—. Sois un shúa: a robar venías. —El cura —dice, procurando mantener la calma—. Quiero hablar con el cura. El primer indio suelta una fuerte bofetada en su mano en visera, haciéndola caer de la frente. Percibe en esos rostros, en medio del forcejeo, y más allá de la borrachera general, un enojo y odio ancestrales. —¡Traigan gasolina para quemar al shúa! –grita—. Y lo sujeta de la camisa con las dos manos. Otros acuden a ayudarlo.

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—¡Gasolina para el shúa! –corean. La atención general está centrada en el comunero que va por la gasolina. La mosca traza una sombra demasiado larga sobre la arena. Se pregunta si todo esto es real, si debe acabar su vida quemado vivo en una aldea de los Andes. Que ese hombre no vuelva nunca, o que regrese con las manos vacías diciendo que no hay gasolina, o que súbitamente se haya apiadado de él. Pero regresa a trote con un botellón pesado sobre su hombro, cargándolo como un hato de leña. Le tiemblan las mandíbulas, pierde la noción del lenguaje, como si nunca lo hubiera aprendido. Se ve, entre las oleadas de miedo y gasolina que le recorren el cuerpo, dando codazos a las manos borrachas que le tienen sujeto. Se ve repartiendo patadas a esas piernas tambaleantes. Se escucha gritando ayuda y exasperando más a sus verdugos. Se sacude, patalea, pero las demasiadas manos son como tenazas. Siente en sus labios el penetrante sabor de la gasolina. Un hombre agita la caja para cerciorarse de que hay fósforos. El viento apaga al primero. Encenderán otro. Alguien frota un fósforo contra la raspa y salta de su ropa una llamarada. Se ve dando patadas y empujones a diestra y siniestra hasta romper el cerco que lo rodea. Se ve derribando sombreros en medio de las llamas, del ardor indescriptible, el olor a pelo chamuscado y carne quemada, sus gritos sin sentido y la confusión general, abriéndose paso con violencia y empezando a correr con el júbilo de la liberación. Nadie le daría alcance. A su paso, se alzaría el polvo del camino; correría sin parar cuesta abajo, sin mirar atrás, con la dicha de saberse solo y ya distante, respirando el aire a pulmón lleno, recuperando el aroma de los euca­liptos, viendo los molles mecerse entre las pencas enhiestas, mientras doblan, exultantes, las campanas de la gloria, toca la banda de pueblo, bailan los danzan­tes, la cohetería rasga el cielo, las llamas consumen el cuerpo en medio de la plaza, y los estallidos de la pólvora celebran la Pascua de la Resurrección.


Artefactos Centenario de Nicanor Parra

Fabiola Camacho

Revolución cuántas contrarrevoluciones se cometen en tu nombre Nicanor Parra

i Ahora las cosas se desvanecen con la misma rapidez con la que las noticias se dispersan alrededor del mundo. Nada dura, ni las relaciones, ni las promesas, y para qué hablar de la memoria, si todo aquello que en un momento significó una poderosa forma de crear vínculos, apegos y, sobre todo, continuidad decantada en tradición, ha sido desterrada de nuestra vida cotidiana. Quizá sea la infinita in­certidumbre de los tiempos actuales esa llaga que me hace sentir la fragilidad de mi condición y de todo lo que me rodea, aunque si lo pienso bien, la misma incertidumbre es lo único que nos une con el resto de la humanidad dentro del proceso civilizatorio, al igual que otras marcas de nacimiento como la violencia o el deseo insaciable de control y poder. El miedo a lo desconocido, la carencia de porvenir, es la misma fuerza que nos hace desaparecerlo todo, es esa pulsión capaz de victimizar y victimizarnos con tal de que la acumulación del capital y el poder jamás se alejen de nuestro entorno. Si lo vemos retrospectivamente, hace cien años la violencia encontró su primera condición global, y con ello estableció los temores que dominarían al mundo moderno respecto a la sofisticación de las armas y las prácticas de exterminio, esos artefactos que hicieron el cambio en cuanto a la eliminación de millones de hombres que morían por el deseo de mayor control, capital y territorio.

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A partir de 1914 no había un lugar en el mundo donde no se sintiera el miedo al mañana, a que quizá en él no existiríamos, ni en nuestro país, tras un proceso de lucha revolucionaria que dejó a una nación doliente, ni en el extremo sur donde en Chile se sintió la carencia ante el colapso del sector fabril y del comercio exterior propiciados por la Primera Guerra Mundial. Muchas personas se preguntaban si acaso el mundo seguiría en pie, si las cosas serían como las conocieron; a veces me pregunto si alguien a su vez se preguntaba si acaso existía otra solución que no fuera la guerra. Siendo sincera, me lo pregunto de manera continua; en parte porque estoy cansada de que el dolor en mi país no sucumba, en parte porque —lo sé— mi educación pequeñoburguesa lustrada por la academia no me permite imaginarme con un arma para luchar por mis convicciones; no sé si éstas mismas no sean tan firmes como las de muchas personas que en 1914 lucharon bajo la idea de conservación de su país o simplemente mis artefactos de lucha sean distintos. De cualquier manera tengo la certeza de que en esa misma época, en San Fabián de Alico, la vida abrió una grieta desde la que se escucharía una voz capaz de crear verdaderas bombas, capaz de construir una revolución sin tregua contra el sinsentido del mundo. El 5 de septiembre de 1914 nació Nicanor Parra. ii Es verdad, “el teatro del mundo se acaba”, todo a nuestro alrededor es devorado. En el fondo siempre he sentido que pertenezco a una generación con el deseo de la muerte a cuestas. El miedo siempre nos delata, siempre de manera compulsiva pensamos con un gesto de espanto sobre la manera en cómo moriremos, y a la

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lista que antes encabezaban morir de Sida, en un asalto o incluso en un accidente de avión, se suma el miedo a ser torturados, desaparecidos, o ser parte de daños colaterales. Muchas veces me pregunto si sería buena idea dejar mi epitafio, dejarlo en un sobre junto con mi diario y, en caso de no aparecer, que alguien lo lea en voz alta, quizá me gustaría simplemente que uno de mis amores recordara un epitafio de los de Parra: “Por mí no se preocupen. Estoy mejor que cuando estaba bien. Descansen en paz”. Pensar en que ante el dolor y la angustia los demás puedan descansar en paz es un acto de ruptura, pero, ¿acaso, no es lo que los seguidores de Parra siempre buscamos? Con Parra me une su poesía y los tiempos de absoluta carencia e hipocresía. Y ante tal contexto, no existe ninguna fuerza liberadora más profunda que la risa irónica. El tiempo actual tiene la característica de estar plagado de una avasalladora condición de ser políticamente correcto, con gente llena de buenas intenciones, pero también hinchada del deseo de coronarse como luchadora social contemporánea. Estoy segura de que muy pocas de las personas de mi generación que se autonombran de izquierda o luchadores sociales soportarían el humor irradiado por las bombas molotov que se extraen de la serie de postales Chistes para desorientar a la policía/poesía de 1983. Sólo imaginen que, de pronto, alguien con tono de sorna se acercara a un grupo de manifestantes y sin decir la autoría exclamara: De aparecer apareció pero en una lista de desaparecidos.

Esa persona seguro se llevaría un par de recuerdos para la figura materna y la convicción de que en estos tiempos,


Imágenes del libro Obras Públicas de Nicanor Parra, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile / FIL Guadalajara, 2012

donde de manera desesperada necesitamos en nuestras luchas la compañía de Nicanor, los compañeros no lo están leyendo; claro, ni a él ni a nuestro otro gran centenario José Revueltas. Y no lo leen porque la autocrítica no se asoma, y si una utilidad además de la obvia tienen las líneas y artefactos parrianos es aquella de quitarte la autosatisfacción que se logra al sentir que se hacen bien las cosas, lanzarte un golpe descomunal y sentir que todo está perdido y aún así no quitar la sonrisa irónica. Parra no ha muerto y sin embargo las buenas conciencias lo han matado. iii Hace dos años en la fil Guadalajara, con motivo de que el país invitado era Chile, se montó en el Hospicio Cabañas la exposición Obras públicas, conformada por la obra escultórica, poética y visual de Nicanor Parra. No había pieza donde Parra no nos tirara a la cara su desparpajo, esa forma tan propia de gritarte que tú no sabes qué es política, ni qué es revolución, esa manera tan suya de decirte, sin embargo, que no estás sola, como si le hablara a la Viola doliente, la hermana que lo acompañó en sus luchas, de la misma que en alguna ocasión decía que la consideraba como una parte de su persona. Imagino que por eso me aferro todavía con mayor fuerza a su poesía, porque Nicanor lleva casi 48 años sin una parte de su ser y sin embargo es capaz de soltar una carcajada. En una de las piezas montadas en la

exposición se podía leer “Sólo en la medida en que uno se olvida de sí mismo puede seguir siendo”. Quizá en la medida en que se aprende a reconocer lo perdido y luego a olvidar ese dolor y miedo, con el tiempo se puede pensar en un mañana. Probablemente Nicanor a sus cien años se ha olvidado de él mismo y por eso sigue entre nosotros. Roberto Bolaño siempre decía que todo se lo debía a Parra, y si me guío por esa afirmación pienso que existe esa congruencia en sus cuentos y novelas, sobre todo en Nocturno en chile, Amuleto y Los detectives salvajes; a veces hay referencias directas a la obra o al nombre de Parra, a veces sólo matices que nos llevan a la ironía y fuerza de los antipoemas. Pero luego esa congruencia se disuelve con los múltiples lectores de Bolaño, aquellos que han llevado su obra a los aparadores, a la antilucha, a la referencia forzada sin lectura previamente hecha. Sinceramente no imagino a ninguno de los dos cargando otro artefacto que no sea la poesía, y aunque los dos comparten ideas, procesos de persecución y violencia, ambos decidieron aferrarse a ella como un clavo ardiente, como la única forma de mantenerlos con vida. Probablemente la violencia y sus motores jamás desaparezcan, en cambio existe una fuerte posibili­ dad de que nosotros seamos desaparecidos, pero Nicanor Parra nos ha enseñado que igualmente la poesía no se desvanecerá nunca, que será el artefacto que permanecerá invencible ante cada guerra, ante todo acto de vejación y puede que, también por eso, Nicanor nunca muera.

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Entre las Escuelas Normales Rurales y el PolitĂŠcnico

Jaime Augusto Shelley 48 | casa del tiempo

FotografĂ­a: Alejandro Arteaga


En los tiempos de don Porfirio se estableció un programa de incorporación de los “indios” al mundo occidental. Desde la Conquista, de hecho, los invasores habían procurado atraer, primero, a los hijos de los caciques a sus centros de enseñanza, tanto del idioma español como de la nueva religión, programa que fueron ampliando a mayores núcleos de población. Para la época posrevolucionaria, con Obregón como presidente, Vasconcelos inicia las misiones, brigadas de alfabetización más ambiciosas y estructuradas que hubieron de enfrentar la furia de los Cristeros que los veían como rojillos y ateos, por lo que les mandaban cortar la lengua y las orejas o, simplemente, los asesinaban. Sin embargo, para 1930, en el país la mayor parte de la población no hablaba español (analfabetas se les llamaba) ni sabía leer o escribir en esa lengua. Tenían, se reconoce ahora, una rica y diversa cultura en sus propias lenguas, según su etnia y región, que desafiaba, disimuladamente, la dominación persistente de los blancos, como hasta la fecha, al continuar con sus ritos y tradiciones. Era indispensable para las clases en el poder romper ese cerco cultural e integrar a la economía capitalista a ese enorme mercado potencial que se manejaba, en la mayoría de los casos, en términos de autosuficiencia y trueque. México era un país fundamentalmente de economía agraria comunitaria y ejidal. Las campañas de alfabetización masivas, la creación del Instituto Indigenista, la exaltación del glorioso pasado indígena, toda esa sarta de trampas engañosas se fueron sucediendo, así como la consolidación de las escuelas rurales (1922) que, necesariamente, habrían de ser bilingües. Y hubo que establecer, por lo mismo, una red de Escuelas Normales Rurales, con maestros que aceptaran las condiciones muy precarias del caso, ya que un maestro egresado de una Normal citadina difícilmente optaría por irse a un poblado remoto y

en condiciones laborables por demás insuficientes e inaceptables. La solución fue llevar a los jóvenes de la región a cumplir con esa misión. Unas más pobres que las otras, con buenos tiempos y otros en muy malas condiciones, siempre con presupuestos miserables, las escuelas fueron cumpliendo su función de “desindianizar”, en lo posible, a sus compatriotas, política que se vio gradual pero sistemáticamente acompañada de despojos de tierra a las comunidades, persecución de sujetos defensores de sus comunidades, tala inmisericorde de bosques, robo de aguas comunales, envenenamien­to de suelos por residuos y todo lo que ahora, ya legalmente, se les ocurra a los neocolonizadores. Pero no todo han sido malas noticias. De uno de esos centros educativos emergió una figura de gran influencia en la segunda mitad del siglo pasado: el profesor Carlos Hank González quien, como miembro importante del llamado “grupo Atlacomulco”, siguió los pasos de su modelo don Alfredo del Mazo (el original, no ese que ronda los vestíbulos del poder todavía con esperanzas de morder algún hueso sobrante). Don Alfredo inauguró —bueno, después de Miguel Alemán, pero qué chiste, éste era Presidente— la condición de político empresario o, si se prefiere, la de empresario político. La fortuna de Carlos Hank, cuantiosa, incalculable para esos tiempos al menos, se hace a la sombra del poder, del que él, hombre carismático y emprendedor, sabe arrancar migajas y repartir entre sus favorecidos o favorecedores. A su tiempo vendrían los años del auge petrolero y su infame secuela de despojo y robo desmedido (ya calculados en dólares) que nos deja hoy con inmensos depósitos de hidrocarburos vacíos y enormes deudas del Estado. Otro distinguido egresado de una Rural es el profesor Enrique Olivares Santana, Gobernador de Aguascalientes y luego Secretario de Gobernación, persona más modesta o menos hábil en el manejo empresarial. Un día, juntó sus haberes y desapareció de la escena con

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gran discreción, y habrá ido a parar con sus ahorros a alguna costa del Mediterráneo, a vivir en paz, después de los agobios que sufrió en bien de la Patria. Los polos opuestos, ya es sabido, son los maestros guerrilleros, asesinados por el Ejército entre otros mu­ chos: líderes campesinos, comunales, estudiantes y mujeres —muchas mujeres— desde hace más de cincuenta años. ¿Sorprende a algunos citadinos la muerte (casi segura y sin duda brutal) de los jóvenes de Ayotzinapa? ¿Asusta el grado de descomposición social que vive México en todos los órdenes? Si buscan una respuesta, ésta es sencilla. Se llama ignorancia, complicidad, oportunismo, clasismo, racismo, afán desmedido de lucro. Hay muchas fosas aún sin abrir. Y todos somos cóm­plices de esos miles y miles de cadáveres arrojados en ellas. Hoy es más claro que nunca: somos dos Méxicos y somos antagónicos, el mayoritario de pobres y el de la élite dominante y sus lacayos. El ipn y la mesa de monólogos con eco Un atisbo de esperanza ha resultado ver a los jóve­nes politécnicos enfrentar, con reciedumbre, a los funcionarios menores o semijubilado, que el “pobre” Secretario de Educación Pública, Emilio Chuayfett, ha enviado en su representación (¿O a su representación?). Es indudable que la razón obra a favor de los estudiantes. Sus exigencias son claras y puntuales. Algunas de ellas: No ser engullidos por los oligarcas y sus planes de control de la enseñanza american way al servicio de las empresas, monopólicas y trasnacionales, ávidas de em­plearlos en trabajos de poca monta profesional y con bajos salarios. No lo dicen, o no lo saben decir, no dejar que el pomposo programa llamado Instituto Tecnológico Nacional les vaya restando pre-eminencia, arrinconando con programas y presupuesto menores, en un proyecto

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implantado por Mexicanos Primero (Televisa) para hacer egresar personal técnico que carece de horizonte profesional y que seguramente habrá de trabajar “por honorarios”, es decir sin prestaciones, en la mayoría de los casos. La mesa de negociaciones ha sido de carácter hipócrita, con monólogos de una parte y la otra, con frases convencionales de supuesto respeto y cuidado de no ofender a la contraparte, con una tendencia a reiterar machaconamente los puntos tratados y con manipulaciones verbales por parte de los funcionarios y una carencia total de experiencia política y verbal por parte de los estudiantes, misma que se refleja en su poca agilidad mental en la confrontación con los dinosaurios. Un punto de la mayor importancia ha sido la designación del Director General, tema que los miembros del Gobierno Federal insisten en establecer paralelo al regreso a clases. Tienen razón los estudiantes, excepto en la puntualización de que se trataría de un Director General “provisional”, sólo en funciones para desahogar cuestiones administrativas inmediatas y para organizar el Congreso que cambiará la vida e historia del Instituto Politécnico Nacional. Ese Congreso sería el que nombrará, por primera vez, a su Director General, hasta hoy decisión exclusiva del Presidente de la República. Una mayoría de edad para el ipn. Ya se la merecía. Acabar con el paro —o ya de plano huelga— como condición insoslayable para designar el nuevo Director. Es decir, acabar con la movilización y empezar un juego, el mismo de siempre, de intentar cooptar, comprar, presionar a los que serían miembros de ese Congreso (que puede tomar meses o años en concretarse como realidad), o sea, maestros, funcionarios, sindicato y —dada esa composición de participantes— los estudiantes, en minoría, dejando “para más tarde” resolver las peticiones del pliego que llevó a la suspensión de actividades. ¿Caerán los estudiantes en la trampa? Escribo esto al finalizar la tercera reunión. Ignoro el desenlace.


Los derechos de autor y la gestión colectiva en Argentina

Fotografía: Verónica Bujeiro

Paul Jaubert

El mundo de la gestión colectiva se ha transformado en un sistema para el cobro de las regalías correspondientes a los derechos de los autores que recaudan las sociedades, salvo en pocos países como Argentina, en donde se conserva el sistema de “monopolios” de dichas sociedades de gestión, lo que se traduce en una cobranza más sencilla y ágil, aunque por otro lado siempre permanecerán las suspicacias respecto de la claridad y transparencia con que se realiza la misma, y especialmente la distribución de lo recaudado entre los autores.

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En nuestro país, a partir de marzo de 1997, cuando entró en vigor la actual Ley Federal del Derecho de Autor, las sociedades de gestión colectiva perdieron el derecho a ser las únicas autorizadas para recaudar las re­galías que se generan por el uso y explotación de las obras de los autores que representan, además de que se abrió la posibilidad de que existan múltiples sociedades de gestión colectiva que representen a autores del mismo género de creación. Del mismo modo, se facultó a los autores para que puedan gestionar directamente el cobro de sus regalías, o bien que lo hagan a través de apoderados, lo que ahora nos coloca en una posición avanzada respecto de Argentina, en cuanto al tema legislativo, dado que en este sentido se encuentran ahora la mayoría de las legislaciones de derechos de autor del mundo, aunque respecto a la recaudación y eficiencia en la misma, así como por lo que corresponde al respeto a los derechos de autor, realmente perdimos bastante. Lo anterior puede parecer un poco o muy retrógrada, sin embargo no lo es. Dentro de los avances que pretendíamos tener con la transformación de nuestra legislación en materia de derechos de autor, realiza­da en 1998, se buscó ponernos al nivel de las legislaciones del resto del mundo, pero con ello también se hizo una mezcla muy extraña con el copyrigth, y en vez de que nos colocáramos a la vanguardia en nuestras regulaciones, convertimos un sistema legal que operaba más o menos bien en un nuevo orden que se volvió un desorden. Mientras que aquí tratamos de ser muy avanzados, dejamos que se perdieran un sinfín de prerrogativas que tenían los autores, y ahora no nos queda más que lamentarnos y contemplar cómo en Argentina las sociedades de gestión colectiva recaudan sin problemas y conservan el poder que alguna vez tuvieron en México sus corresponsales, pero que ahora ya no lo tienen. Así es, en Argentina opera una sola sociedad de gestión colectiva que recauda los derechos de autor que generan las obras de los escritores de cine, radio, televisión y teatro, sin que exista ninguna otra sociedad que pueda cobrar las regalías generadas por la explotación de dichas obras, ni tampoco lo pueden hacer los autores directamente, lo que a pesar de parecer arbi­ trario e impositivo no lo es.

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Cuando tenemos múltiples sociedades de gestión, existe la posibilidad de que los autores se hagan representar por apoderados o bien que cobren ellos mismos en forma directa. Generalmente, los usuarios de las obras —como son cadenas de exhibidores cinematográficos, televisoras, estaciones de radio o teatros— aprovechan tal situación para retrasar o intentar evadir los pagos, so pretexto de que no tienen seguridad jurídica de que estén pagando a quien realmente tiene el derecho para hacer las gestiones del cobro de regalías, mientras que en el caso de Argentina, al haber sociedades únicas y la obligación de recaudar por conducto de éstas, nadie tiene pretexto para no pagar a dichas sociedades, lo que resulta ser ampliamente conveniente para los autores que las mismas representan. En nuestro país se consideró un abuso que se impusiera la gestión colectiva a los autores a través de sociedades únicas, dados los múltiples abusos y métodos coercitivos de cobranza que ejercían ciertas sociedades, sin embargo una vez que se derogó la ley que así lo ordenaba, todos nos dimos cuenta que resultó desfavorable para los autores el que se modificara el sistema. El hecho de que los argentinos mantuvieran el sistema de sociedades únicas de gestión colectiva obligatoria, en vez de perjudicarlos les ha resultado beneficioso, y recientemente agregaron al reconocimiento de los derechos de autor que contempla su legislación la de los directores de obras audiovisuales, lo que trajo como consecuencia una revolución en la gestión colectiva que ha sido muy favorable no sólo para los directores, sino para todos los demás autores que intervienen en la creación de obras audiovisuales, lo que nuevamente atrae los reflectores del derecho de autor mundial a las sociedades argentinas. Sería muy importante que buscáramos un justo medio entre las previsiones que en materia de gestión colectiva tiene actualmente nuestra legislación y la que tienen en Argentina, pues si bien es cierto que al conferir a las sociedades la exclusividad para la recaudación de regalías en algún territorio se pueden dar excesos e irregularidades, no es menos cierto que al establecer esa gestión única, los usuarios pierden excusas para dejar de pagar, o bien para pagar tarde y mal como ahora nos sucede en México.


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El escuerzo Ilustración del libro Wild life of the world vol. 2, Londres, 1916

Leopoldo Lugones

Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapo me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada,

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confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube comenzado la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo. —¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! —exclamó con muestras de la mayor alegría—, en este mismo instante vamos a quemarlo. —¿Quemarlo? —dije yo—; pero qué va a hacer, si ya está muerto... —¿No sabes lo que es un escuerzo —replicó en tono misterioso mi interlocutora— y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse. Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo. ¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso: ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera. —¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquia? —interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años. —De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. Julia sonrió. —No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla... —Será usted complacida, tanto más cuando que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración, que es como sigue:

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Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando maderas en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha. La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal. —Has de saber —le dijo— que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto. El buen muchacho rio grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja que aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del animal. Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que decidirse a acompañarla. No era tan distante, unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció. —¿No te dije? —exclamó ella echándose a llorar—. Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare! —Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo


mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa. Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llorosa, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minucioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí. La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas! Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro. Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia. Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de

monstruo. ¿Pero si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Más el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente. Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausadamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa. Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas. Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo. Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha. Publicado con el título de “Los animales malditos”, en El Tiempo, Buenos Aires, año iv, núm. 965, 10 de diciembre de 1897. Incluido en el volumen de relatos Las fuerzas extrañas de 1906.

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intervenciones Mateo Pizarro Produced as part of the Cisneros Fontanals Art Foundation 2014 Grants and Comissions Program.


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Nicaragua: trío de ases* Miguel Ángel Flores

Estación de paso o estación terminal. México ha estado ligado a los poetas nicaragüenses de forma entrañable. Ha sido o fue, para algunos de ellos, refugio, y para todos, campo de ejercicio de sus aptitudes y vocaciones literarias; para unos más, para otros menos. Los periódicos, las revistas, las editoriales de nuestro país les han abierto sus páginas y la publicación en México ha sido el comienzo o la consolidación de sus obras. Siempre lamentaremos que los tiempos turbulentos no hayan permitido a Rubén Darío ascender a la cima del alto valle metafísico, nos perdimos así de su experiencia y su presencia. Los poetas nicaragüenses aquí escribieron, aquí leyeron, aquí se abrieron, muy ampliamente, al ancho mundo de la letra escrita. Enriquecieron a la poesía mexicana y de ella recibieron estímulo. Gran parte de los poetas nicaragüenses no pueden prescindir del capítulo México. Nosotros no podemos pasar por alto el prodigio de sus fru­tos verbales. Han sido enseñanza para nosotros y les debemos gratitud por la calidad de su poesía. Entre nosotros vivió uno de los grandes fundadores de la vanguardia latinoamericana: Salomón de la Selva; la unam recibió como estudiantes a Ernesto Cardenal y a Ernesto Mejía Sánchez, y publicó el primer libro del primero. Ernesto Mejía Sánchez hizo de México su casa; decidió residir entre nosotros aportándonos su sabiduría y haciéndonos partícipes de vastos conocimientos mediante la cátedra en la Universidad Nacional Autónoma de México y de sus eruditos libros. Sin embargo, los tiempos han desdibujado sus obras, su presencia, sus biografías. A veces se percibe como un tenue hilo su vinculación con México. Las causas: muchas y complejas. Para los jóvenes poetas los autores nicaragüenses de relieve se han convertido en una presencia lejana, en el mejor de los casos; en el peor: figuras totalmente ignoradas. Obras tan excelsas no se merecen ese destino. La poesía escrita en español no puede prescindir de ellos: son fundamentales en la formación del espíritu moderno de nuestra poesía. Y su lección, en la que han combinado sus profundos conocimientos de los autores del Siglo de Oro español con las enseñanzas de la vanguardia del siglo xx, es de gran relevancia. Afortunadamente, para reconstruir esta historia, para no olvidarla y hacerla un acontecimiento vivo, contamos con los dones literarios de Moisés Elías Fuentes,

Ernesto Cardenal lee sus poemas en La Chascona, Santiago, Chile. Fotografía: Roman Bonnefoy

Palabras leídas en la presentación del libro, el 20 de mayo de 2014 en la Casa del Tiempo.

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que vio la luz en Nicaragua, creció en su país, donde adquirió una sólida formación que le ha permitido ser un excelente lector de poesía, un riguroso estudioso del fenómeno literario y un prosista de altura. Prendas que ha puesto al servicio de la docencia y la divulgación de la poesía. Como todo en la vida, el azar lo trajo a nuestras tierras y aquí decidió fundirse con nuestro paisaje cultural, ser parte de él: adquirió por ello la nacionalidad mexicana. Así nuestra gratitud con Moisés es doble. Digo estas palabras por cortesía, pero también con la sinceridad de quien ha visto enriquecidos sus conocimientos sobre la poesía nicaragüense y ha tenido horas inolvidables leyendo a los poetas de su país de origen gracias a las antologías que ha preparado. Hace dos años Moisés Elías armó una antología con los maestros de la vanguardia nicaragüense. Aquí lamento decir que la crítica literaria casi ha desaparecido de los suplementos y revistas culturales, de las secciones de cultura de los periódicos; nos preguntamos quiénes ha reemplazado a los editores de cultura de los periódicos que sabían valorar la importancia de los libros que en su momento fueron novedad. Este lamento se debe a que esa antología que preparó Moisés es todo un acontecimiento pues sitúa en su contexto, con las armas de la erudición, a los poetas nicaragüenses que dieron un nuevo rostro a la poesía de la tierra de Sandino. El libro: El lago y la torre, seis poetas vanguardistas nicaragüenses. Allí tenemos el mapa y las coordenadas de lo que ha significado la renovación de la poesía en el capítulo de la lengua española. El libro nos permite entender cómo se dio orgánicamente la suma de la obra que fundó la vanguardia de Nicaragua y trascendió sus fronteras. Prosiguiendo con esta importante tarea de divulgación, Moisés nos entrega ahora una muestra de los tres poetas más importantes que siguieron a la generación vanguardista, y que han hecho con sus obras una contribución de gran nivel a la poesía escrita en español. El milagro de Nicaragua consiste en que en su suelo han surgido voces relevantes y geniales como Rubén Darío. Un país pequeño, marginal en el contex­to latinoamericano, con una historia desdichada, marcado por profundas desigualdades sociales, que se

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traducen en la carencia de lectores y por ende de editoriales, ha sido capaz de poseer una de las tradiciones literarias más ricas de nuestro continente. Y si hablamos de paradojas, podríamos decir que hay una relación inversa entre la importancia de sus poetas y la pobreza de su medio editorial. Parte del milagro se explica por las excelentes instituciones educativas que poseyó en el pasado; ignoro qué pasa ahora. Los jesuitas, con sus escuelas, trasmitieron a sus discípulos el rigor de la disciplina y la solidez de los conocimientos. El libro que nos ocupa, Andanzas y voces de los tres Ernestos: generación nicaragüense del 40, se refiere a los poetas Ernesto Mejía Sánchez, Carlos Ernesto Martínez Rivas y Ernesto Cardenal, nacidos sucesivamente en la primera mitad de los años veinte: Mejía Sánchez en 1923, Martínez Rivas en 1924 y Cardenal en 1925. Tuvieron en común el nombre de pila, aunque hay que señalar que Martínez Rivas, para efectos de su carrera literaria suprimió su segundo nombre. Mejía Sánchez y Cardenal vivieron y estudiaron en México, y el vínculo más significativo de Martínez Rivas con nuestro país fue la publicación de su único libro: La insurrección solitaria. Creo recordar que la efímera editorial Vuelta lo reeditó en los años noventa, por cierto, acribillada de erratas. Fueron contemporáneos, compatriotas, los unificó el culto al malogrado y notable poeta Joaquín Pasos, compartieron los mismos intereses literarios, y cada quien tomó su propio camino en la vida. Mejía, la docencia en la unam; Cardenal, la profesión religiosa, que lo llevó a residir en varios países, y a combinarla con la militancia política, motivo de su alto perfil mediático, y Martínez Rivas, el de vida errática, el de los varios oficios y muchas necesidades, que anduvo entre dos continentes y que fue afectado seriamente por el suicidio de su madre, terminó en la diplomacia, al servicio de la sanguinaria dinastía Somoza, como Salomón de la Selva (en este aspecto, sus actos parecen escenificaciones surrealistas), y desempeñando labores editoriales en Costa Rica: el alcohol lo consumió. La obra fue breve; el genio, inmenso. Con su acostumbrado rigor y seriedad, con su sentido crítico, buena prosa y dominio del tema, Moisés inicia su libro con un prólogo en el que se destacan los


rasgos más notables de tres estilos de escribir poesía que tienen en común su habilidad para combinar, como ya lo habíamos señalado, lo permanente de una tradición: la música del poema, los patrones de la versificación y las formas establecidas, con un enfoque que toma lo esencial para dar la vuelta a esa música, elaborar una versificación que no se apega estrictamente al canon, pero que no abandona el espíritu del verso bien construido, para entrega, todo expresado con un tono adánico. Retomaron la lección de sus mayores (Pablo Antonio Cuadra, Coronel Urtecho, entre otros) y dieron gran vitalidad a la poesía. La que se apegó a la exigencia de Octavio Paz en el orden de la creación poética, para hacer de ésta una actividad permanente de renovación y de renacimiento. En una carta a José Luis Martínez escribió Paz: “La literatura es joven cuando los autores, sean jóvenes o viejos, cambian el lenguaje de una época —en el sentido más amplio y radical de la palabra lenguaje: la visión del mundo y de las cosas.” Ese fue precisamente, desde su profunda individualidad, el logro de los Ernestos, lo que hace que leamos su poesía como los nuevos clásicos cuya expresión no envejece. Nos dice Moisés Elías: “sus proyectos de vida los convirtieron en hombres entregados a una vocación, en los casos de Mejía Sánchez y Cardenal: y amarrado a un sentimiento de pérdida e incomunicación, en el caso de Martínez Rivas, porque al poeta el suicidio de su madre, doña Bertha Rivas Novoa, le dejó una sensación de vacío y la persistencia de un espectro afligido que no lo abandonó sino en la muerte”. El antólogo incluye en su libro los poemas más representativos y notables del trío de autores. Destaquemos que el trabajo realizado por Elías nos da la oportunidad de tener al alcance poemas que son inconseguibles en la actualidad. Así de Mejía Sánchez se reproduce su gran poema “La carne contigua”, alarde de dominio lingüístico y de reelaboración de la escritura y los mitos bíblicos, y poemas en prosa en los que fue maestro y cuya lectura lo confirma como un virtuoso de este difícil género. De Cardenal se incluyen sus notables relecturas de los clásicos latinos que le permiten actualizarlos mediante el epigrama que es como un juego de espejos entre las particularidades de la vida

Andanzas y voces de los tres Ernestos. La generación nicaragüense del 40 Selección y prólogo de Moisés Elías Fuentes México, uam (Molinos de Viento 157) 2013, 174 pp.

romana y la nicaragüense, y los poemas que son toda un alarde de incorporación de los recursos de Ezra Pound, su prosaísmo y expresión directa, y que han hecho su fama como “Hora 0”, y el hermoso canto fúnebre a Marilyn Monroe. De Martínez Rivas tenemos las llamas de la pasión, de la soledad y del extraviado sentido de la vida expresado con desolación; lo único que sostiene al poeta en su menguada vitalidad es el encandilamiento ante la belleza femenina. No puedo evitar terminar esta presentación citando algunos de sus versos: Y oye qué nueva trinidad tan pura: tú, yo y el aire. Y los tres somos uno. Por eso, a través de tu cuerpo puedo contemplar todo el cielo. Como si lo tuvieras dentro de ti. Y tu esqueleto brilla como los hilos de una lámpara. Y de tu corazón, en vez de sangre, sale un río astronómico y celeste, que en orden y de pies a cabeza te recorre.

Muchas gracias, Moisés.

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El arte del cajista en las portadas barrocas, neoclásicas y románticas (1777-1850)

Cajistas del siglo xvi componiendo líneas tipográficas

Raúl Hernández Valdés


La presentación de El arte del cajista en las portadas barrocas, neoclásicas y románticas (1777-1850), de la Dra. Silvia Fernández Hernández, se da en el marco de los cuarenta años de la uam y tuvo lugar en la Casa de la primera imprenta de América, donde tal vez se instalara Juan Pablos, primer impresor de América. Este conjunto de circunstancias nos invitan a reflexionar sobre la imprenta y su devenir, sobre la formación del singular gremio de los componedores, los impresores y los editores, y sobre el libro y su presencia en las múltiples formas de la cultura mexicana y universal. En este libro, Silvia Fernández hace una investiga­ ción crítica de las varias formas de trabajo del compone­ dor o cajista, de la relación sistémica con otros trabajos especializados y los muchos conocimientos que requiere su oficio. Hace énfasis en que éste es un conocedor y especialista del diseño, quien toma decisiones fundamentales. Es un estudio erudito sobre el trabajo del diseño editorial en las épocas mencionadas, con abundantes argumentaciones y datos apoyados en consistentes citas bibliográficas y hemerográficas. Por ejemplo, entre varios textos históricos de autores y practicantes del diseño editorial primero artesanal y luego industrial, cita el manual Institución y origen del arte de la imprenta del libro y reglas generales para los componedores, de Alonso Víctor de Paredes, componedor español del siglo xvii, quien declara sobre “El libro perfectamen­ te acabado”… “el cual constando de buena doctrina, y acertada disposición del impresor y corrector, que equiparo al alma del libro”… De Paredes no sólo plantea los conocimientos declarativos y los procedimientos que requiere este operador de formas que es el componedor o diseñador, sino además las actitudes, que son también conocimiento y que pueden constituir, conjuntamente con los anteriores, una sabiduría. También cita un texto admirable de Juan José de Sigüenza y Vera, impresor español del siglo xix, que da cuenta de la integridad y la integralidad del proceso de realización del libro, sin restar o aumentar valor a

ninguna de las operaciones con relación a las otras ni a quienes las realizan, sean éstas intelectuales o “técnicas”. Todas son parte integral del libro como forma cultural. Hablando de las formas de la cultura, el eje del título de este libro, “el arte del cajista …” nos remite más allá de la función utilitaria de un oficio de operación de signos que se hace para soportar contenidos predeterminados y nos lleva a recordar que las formas en este arte —al igual que en otras artes— deben ser consideradas con extrema seriedad, puesto que son “contenido” y no solamente “forma”. En cuanto a los aspectos sistemáticos de la composición y la producción editorial, tenemos aquí un libro cuyo diseño no ha olvidado que la forma es una configuración o una organización específica de elementos, que requiere la máxima precisión y sensibilidad, gran agudeza intelectual y de los sentidos, lucidez y claridad, y atención a todas sus partes constitutivas. En consecuencia, estéticamente es un libro que también motiva por estar bien impreso, con una bella tipografía, fina selección de viñetas y números de página entre otros detalles gráficos. Es generoso en márgenes y blancos, en el gramaje del papel y en lo amplio de su diseño. Los márgenes laterales contienen los pies de ilustraciones y notas que dialogan con el texto en la caja. En ellos he cedido a la tentación de hacer anotaciones para luego elaborar estos comentarios. Otros componentes físicos del libro revelan criterios canónicos que alternan con las posibilidades formales de la tecnología contemporánea. La estructura de la portada y su estilo tiene relación estrecha con otras artes gráficas. En la composición, de intención estética atemperada, la tipografía del título en blanco y el nombre de la autora en naranja se ubican en una simetría compensada con la figura grabada de un cajista, extraído de un texto del siglo xvii, flotante sobre un fondo plano rojo quemado. En este caso, uno se pregunta por la autoría de tan meritorio diseño, que no está en la página legal. Luego descubre el crédito

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en la parte inferior de la solapa de la portada y otros créditos de diseño y formación del libro que aparecen en el colofón, todos muy lejos de la autora del texto, contrariando las observaciones previas del impresor de Sigüenza y Vera y causando cierta confusión en el lector. El cartabón de jerarquías normativas actuales parece dislocar el contenido del diseño editorial y del factor estético. Pero tenemos en nuestras manos un libro de gran valor, que no necesita sustentarlo reiterando errores de otros autores, porque su propia suficiencia lo convertirá muy pronto en una necesidad permanente para los programas educativos de Diseño gráfico y los proyec­tos culturales correspondientes. Con respecto al ejercicio crítico, aunque Silvia señala con severidad ciertas apropiaciones que algunas escuelas de arquitectura han hecho de la historia del diseño, no puedo dejar de ver la similitud de procesos y operaciones del diseño gráfico con procesos y operaciones de la arquitectura. Si podemos hablar de escalas, la razón es que existe un eje común a las diferentes escalas del diseño, entre ellas la del gráfico, del industrial y de la arquitectura —respetando las particularidades lógicas de cada una, su sistemática, su ethos y sus productos—. De ahí que sea posible anticipar, hasta cierto punto, la evolución de un campo de diseño o del arte, mediante la percepción de resonancias formales entre sistemáticas afines o inclusive entre las de otras disciplinas como la literatura, la filosofía y la música. En múltiples formas de la cultura, la métrica, la disposición espacial, la naturaleza de los materiales, la textura táctil, visual o auditiva, los valores tonales o cromáticos y la intención estética son términos que pueden ser comunes a las hipótesis formales de un libro, una escultura, una casa o un proyecto urbano. Con este libro, como dice la autora, se abren muchas interrogantes y se visualizan otras tantas líneas de investigación; una principal apunta a conocer los libros, tratados, estampas y otras publicaciones que fueron

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clave en el manierismo y el barroco temprano para reproducir las formas de la cultura europea e implantar el imaginario novohispano. Otra, surge con la mención de las diferentes modernidades, los modos de hacer de cada época, el saber hacer colectivo que ha determi­nado la historia de la producción de los libros. Nos consta que la cultura se construye a partir de las tensiones entre los pulsos globales y las resistencias locales. Tal vez la resonancia entre diferentes sistemas productores de las formas de hoy nos permita disipar la incertidum­ bre actual y visualizar mediante la investigación alternativa las tendencias de la siguiente modernidad que dará nuevas formas a los libros.

Silvia Fernández Hernández El arte del cajista en las portadas barrocas, neoclásicas y románticas (1777-1850) México,iie-unam/uam, 2014


Maquiavelo en persona

Estatua de Nicolás Maquiavelo de Lorenzo Bartolini en Florencia, Italia. Fotografía: Creative Commons

Roberto García Jurado

Las cartas que escribió Maquiavelo son reveladoras, fuentes de valiosa información y medios para la confirmación o refutación de muchas interpretaciones sobre sus ideas. Algunos pasajes de sus cartas han pasado ya a ser prácticamente apéndices o anexos de sus obras mayores, otros dan cuenta de sus estados de ánimo, de sus preocupaciones o de las circunstancias que las propiciaron y condicionaron. Para ilustrar lo anterior, basta recordar un pasaje de la carta más famosa que escribiera, la del 10 de diciembre de 1513, en la que le comenta a su amigo Francisco Vettori la manera en que pasa el día, sus quehaceres domésticos, sus lecturas, sobre todo su afición a los autores antiguos, como Tibulo y Ovidio, y también a los recientes, como Dante y Petrarca. Le cuenta cómo “Cuando llega la noche, regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los an­tiguos hombres donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de ese alimento que sólo es mío, y que yo nací para él…” De manera menos emotiva, pero más reveladoramente, le comenta después que ha escrito un opúsculo, El príncipe, el cual no está seguro si dedicarlo o no al destinatario para el cual fue concebido, Juliano de Medici, el gobernante en turno de Florencia. Como ya es historia, al morir Juliano en 1516, Maquiavelo finalmente le dedicó el libro a su hermano Lorenzo, quien lo sucedió en la conducción de la ciudad.

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Ésta y la mayor parte de las cartas más importantes de Maquiavelo están contenidas en el Epistolario 15121527 que reeditó el Fondo de Cultura Económica el mes de diciembre pasado para conmemorar los 500 años de El príncipe. Cabe precisar que no se reúne aquí toda su correspondencia, la cual llenaría más de 2500 páginas, y sólo se recopilan las cartas recuperadas que van de 1512, año de la caída de la república de Florencia y de su consecuente destitución del gobierno para el cual trabajaba, hasta 1527, año de su muerte. Se agrega al final un apéndice con algunas de las cartas más importantes anteriores a 1512, con lo cual se da una perspectiva bastante completa del conjunto de su correspondencia. En las cartas incluidas en el presente volumen se pueden ver tanto las que envió y recibió de su familia, hijos, esposa y sobrinos, como las que intercambió con sus amigos, de entre los cuales destacan Francisco Vettori y Francisco Guicciardini, quienes son especialmente importantes no sólo por su cercanía con Maquiavelo, sino por el contenido de las cartas que intercambiaron. Además, hay cartas oficiales que Maquiavelo envió a sus superiores en el gobierno florentino que resultan igualmente valiosas. Estas cartas tienen un enorme valor histórico y político porque en ellas se puede apreciar con toda claridad y de una manera más personal el vigoroso razonamiento práctico, lógico y político que Maquiavelo utiliza en sus obras teóricas. De este modo, la fecunda reflexión y polémica que se ha suscitado en la interpretación de sus textos encuentra aquí un punto de apoyo invaluable. Este apoyo puede encontrarse fácilmente si se piensa por ejemplo en El príncipe, seguramente el libro de teoría política más leído en toda la historia de la humanidad, pilar del pensamiento político moderno, cuya difusión y relevancia han propiciado que se le someta a las más diversas interpretaciones; desde quienes piensan que se trata tan sólo de un manual para tiranos, como Bodino, Campanella o Voltaire, hasta quienes piensan que se encuentran ahí, entre líneas, una serie de lecciones para el pueblo, para que alcance su liberación,

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como Rousseau o Gramsci. Incluso hay quienes ven en él una simple sátira, una forma de embaucar a los príncipes o un rosario de despropósitos y maldades en manos de un hereje. Y aunque todas y cada una de estas interpretaciones tengan alguna motivación en el texto mismo, muchas de las dudas, ambigüedades o certezas que despierta podrían encontrar medios de refutación o confirmación en esta correspondencia. Es cierto que El príncipe es un libro muy peculiar, un texto de análisis político claro y directo, que puede parecer crudo y bárbaro, aunque no mucho más que el ambiente político de Italia y Europa en el Renacimiento. Es cierto que este libro no se parece mucho a las otras grandes obras de Maquiavelo, pero no debiera suscitar gran sorpresa señalar que tampoco es tan distinto. Si se presta suficiente atención a Del arte de la guerra, a la Historia de Florencia y aun a los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, se observará también aquí muchos de los juicios y opiniones que han provocado tantos cuestionamientos y condenas de El príncipe. Ahora bien, si se extiende esa misma atención a las cartas que Maquiavelo dirigió a sus amigos, se podrá observar también en ellas esos mismos principios, ese mismo ánimo. Sólo como muestra de eso es conveniente referir tres ejemplos, tres pasajes característicos contenidos en estas cartas. El primero de ellos se encuentra en una carta dirigida a los Diez de la Paz y la Libertad, uno de los órganos más importantes del gobierno de Florencia del cual Maquiavelo era secretario, encargado precisamente de los asuntos de política exterior; fundamentalmente de lo que atañía a la paz y la guerra. En esta carta fechada el 21 de noviembre de 1500, es decir, apenas tres años después de que Maquiavelo comenzara a trabajar para el gobierno de la ciudad, les decía que debían “seguir el orden de quienes en el pasado han querido poseer una provincia externa, que es disminuir a los poderosos, mimar a los súbditos, mantener a los amigos y guardarse de los compañeros, es decir de los que quieren en tal lugar tener igual autoridad”. Un pasaje que anticipa en


más de diez años los rasgos generales del Capítulo 2 de El príncipe, y que señala con unos cuantos trazos los cuidados que deben tenerse para ampliar el Estado, para anexionar nuevos territorios, sin detenerse a cuestionar la legitimidad o autoridad para hacerlo. El segundo es un pasaje de una carta dirigida a su amigo Francisco Vettori, embajador de Florencia ante el papa, en el cual le dice “veréis que a los hombres primero les basta con poder defenderse a sí mismos y no ser dominados por otros, y de esto ascienden después a ofender y querer dominar a otros”. Una breve pero contundente descripción de la naturaleza humana, de las pasiones de sobrevivencia y dominio que mueven a los hombres, y sobre todo, una simple pincelada de las relaciones políticas que pueden desarrollarse en un Estado teniendo como sustrato esas actitudes humanas congénitas. El tercero corresponde a un fragmento de una carta dirigida a su antiguo jefe, Piero Soderini, quien fuera la máxima autoridad de la república hasta septiembre de 1512, en donde le dice “Sirve para dar reputación a un dominador nuevo la crueldad, la perfidia y la irreligión en una provincia en donde la humanidad, la fe y la religión han abundado por largo tiempo, del mismo modo que sirven la humanidad, la fe y la religión donde por un tiempo han reinado la crueldad, la perfidia y la irreligión…” Esta carta no está fechada, pero data de fines de 1512 o principios de 1513, poco antes de que Maquiavelo escribiera El príncipe, y se percibe ya aquí el tipo de análisis práctico y directo que caracteriza a ese libro, más aún, está ya ahí en ciernes el problema político y ético tan debatido y polémico del Capítulo xvii de este libro, acerca del buen o mal uso de la crueldad, de cuyos pormenores por obvias razones no se dará cuenta en este comentario, por lo que sólo basta señalar el antecedente y la conexión. Estos tres pasajes son tan solo ejemplos de lo que puede encontrarse en la copiosa correspondencia de Maquiavelo; han sido seleccionados con el claro propósito de sugerir su utilidad para la interpretación del pensamiento político de Maquiavelo, haciendo a un lado muchos otros pasajes más de sumo interés para entender su vida, sus costumbres, su momento. Muy frecuentemente suele hurgarse en la correspondencia de grandes personajes para descubrir al ser real, al alter ego, al hombre normal que hay detrás de la genialidad o la excentricidad. Este no es el caso, las cartas de Maquiavelo nos lo presentan en persona, pero sus grandes obras también, era un hombre congruente con sus ideas en la esfera pública y en la privada, lo que es un incentivo adicional para seguir celebrando su legado.

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Y toda aquella infancia Dalí Corona

Retrato de Fernando Pessoa, José Sobral de Almada Negreiros, 1954, óleo sobre tela

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La bici sigue la cleta por una ave siempre nida y una trom suena su peta... ¡Qué canción tan perseguida! El ferro sigue el carril por el alti casi plano, como el pere sigue al jil y el otoño a su verano.

Estos versos, que mi hijo ha memorizado a fuerza de escucharlos desde que era muy niño, pertenecen al poema “La bicicleta”, de Eduardo Polo, heterónimo de Eugenio Montejo. Estos versos maravillan, acaso por su modesta simplicidad y su decanta­do movimiento. Obsesionado con que mi hijo adquiriera desde muy pequeño el gusto por la literatura, dediqué mucho tiempo a leerle cuentos y poemas que podían sembrar en él, más allá del gusto por la lectura, la idea de que el mundo se construye y deconstruye a partir de lo que pensamos, imaginamos y llegamos desear. Pero su gusto por la literatura no ha ido más allá de lo que a un niño, en circunstancias normales, le puede interesar; capotea sus lecturas de Verne y de Pinocho con su afición al futbol y a los videojuegos. El consuelo que queda es que ahora podemos ver películas subtituladas sin la necesidad de leerle los subtítulos. No obstante, en mi terrible obsesión por acercarle materiales que puedan ser asequibles, cada que me acerco a una librería busco textos que puedan ser de su agrado: novelas infantiles, cuentos para niños y libros de poemas con rimas. Si bien algunos libros han tenido un efecto satisfactorio, pocos son los libros que él atesora y que, cuando cree que no lo veo, hojea en la soledad de su recámara. Uno de esos libros es Y toda aquella infancia…, una selección de poemas de Fernando Pessoa traducida y prologada por Francisco Cervantes, su mejor traductor. Si bien Fernando Pessoa no escribió específicamente para niños, sí tuvo una relación muy particular con la niñez, por ejemplo, “Poema para Lily” está escrito a partir de la muñeca de su sobrina. De igual forma, muchos juegos retóricos a los que el poeta recurre son de una simplicidad, no por eso fáciles, que pueden ser perfectamente asimilados por cualquier persona. Es suave el día, suave el viento. Es suave el sol y suave el cielo. ¡Que fuera así mi pensamiento! ¡Ser yo tan suave es lo que anhelo!

El libro de Pessoa, publicado por la editorial Aldus y el Instituto Queretano para la Cultura y las Artes, está ilustrado por Fernanda Sordo y María José Sordo con algunas piezas desarrolladas con base en textiles, que conviven con los poemas de una manera espléndida y otorgan al lector una posible interpretación del texto.

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Fernando Pessoa no escribió para niños, pero ciertamente sus poemas, sus poemas más propiamente líricos, lo hacen un autor que logra convivir con la verdadera patria del hombre, escribió Rilke. A lo largo de su vida, Pessoa se sirvió de varios heterónimos para decir y pensar aquello que le preocupaba y que, debido a su manera melancólica de existir —esto lo digo yo, si a alguien habrán de juzgar de tan tremenda afirmación debe ser a mí y a nadie más— le costaba trabajo expresar por él mismo. Así, en este libro encontramos a dos de sus heterónimos más conocidos, Alberto Caerio y Álvaro de Campos, ambos con poemas que muestran el contraste del autor y sus preocupaciones. Si al inicio del libro notamos a un poeta quizá infantilizante y juguetón, en la parte de los heterónimos se ve a un poeta con una carga conceptual más realizada, es decir, sus preocupaciones pasan de ser la observación del mundo al cuestionamiento de éste. El Tajo baja de España y el Tajo entra en el mar por Portugal. Todo el mundo lo sabe. Pero pocos saben cuál es el río de mi aldea y a dónde va y de dónde viene. Y por eso, porque pertenece a menos gente, es más libre y más grande el río de mi aldea. Alberto Caeiro Sé muy bien que en la infancia de todo el mundo hubo un jardín particular o público o del vecino. Sé muy bien que nuestro jugar era su dueño. Y que la tristeza es de hoy. Álvaro de Campos

Si bien estos poemas contienen una carga semántica distinta a los aparecidos en la primera parte del libro, también pueden leerse con la inocencia y el espíritu infantil que nos hace sorprender, lo mismo con la diferencia entre dos ríos, que con una reflexión acerca

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Fernando Pessoa Y toda aquella infancia… México, Aldus, 2013, 70 pp.

de los jardines de la infancia; pero si vemos debajo de los versos, si vamos más allá de lo que linealmente dicen, nos encontraremos con que ambos poetas, Caeiro y Álvaro, hablan desde otra altura, no apelan sólo a nuestra función estética, es decir, además de buscar cierto entendimiento en el plano semántico, buscan generar comunión. Todos, en efecto, conocemos un río, el Tajo, el Usumacinta, el Pánuco, pero casi nadie conoce nuestro río, aquel que habita en nuestra memoria y que conocemos por completo; todos recordamos un pedazo de jardín, propio o ajeno, un reducto de pasto tal vez en donde divertidos dejamos nuestra infancia, y nos sabemos tristes, sí, quizá desamparados, cuando nos damos cuenta que lo hemos perdido. Y toda aquella infancia… es un libro de poemas concebido desde la idea del primer lector, diseñado para cualquier persona que quiera acercarse por primera vez a la poesía, pero en particular para que los niños pierdan el miedo a los libros y logren ver que el poema es capaz de convivir con ellos, de sumarse a su vida, de conocerlos. Quizá el mayor valor de este libro es que demuestra que la poesía funciona en distintos niveles, no en uno más alto o más bajo, sino en momentos y circunstancias tan disímiles que el lector, cualquiera que sea, puede subirse al lomo de ese caballo desbocado que suele ser la poesía y cabalgar con él, como si uno hubiera nacido también en el establo.


Y tu mamá también (2014)

Fotogramas de Y tu mamá también; fotografía de Emmanuel Lubezki; dirección de Alfonso Cuarón, 2001

Llamil Mena Brito

El arte del póster de la versión de Criterion Collection de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) retrata el nuevo sitio de tan simbólica película mexicana, muy distinto a los primeros afiches, que a principios del nuevo siglo conjuntaban a los tres protagonistas, las dos figuras emergentes: Gael García y Diego Luna y a la española Maribel Verdú en un contacto físico íntimo, ya fuera un ardiente baile tripartita o un fraterno-erótico abrazo en el mar. Bien se puede argumentar que en ese momento el énfasis simbólico estuvo en el vínculo físico, en la intimidad de una relación hasta ese momento ignota; tan sólo intuido como sexual para todo aquel que deambulara por la cartelera. El efecto del afiche actual es distinto, busca, desde otro principio estético, serlo (sólo es necesario recordar el perfil de la colección). El paso del tiempo es una nueva condición que, en cierta manera, exige un (re)trato del nuevo lugar de la obra, que aporte, al coleccionista, un espacio a la intuición histórica y, colateralmente, una nueva portada que garantice un reflejo del tiempo nuevo, la reedición. A más de una década de la primera imagen pública de Y tu mamá también, las circunstancias de la reedición especial de la obra de Cuarón ahora disocian al trío

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y enfatizan el tratamiento luminoso y espacial en la portada. Donde antes hubo cuerpos concatenados ahora existen espacios, texturas y temperaturas. Parece un buen augurio el repensar esta película desde un punto donde el espacio y el tiempo superan a los rostros, ahora tan reconocidos de sus protagonistas, obviando el lugar histórico de la obra y proponiendo otro significado cultural, pues si algo ha logrado permanecer vigente sobre esta película es la angustia sobre su trascendencia, constantemente acechada por la condición de su autoría, manifestada en la invención de personajes como Alfonso Cuarón, “el chivo” Lubezki, Diego Luna y Gael García, ahora Gael García-Bernal. La anécdota fue todo para esta película en sus primeras visitaciones. Cargada de un sentido narrativo particularísimo, esta road movie de forma marcadamente lineal siguió el trayecto de tres protagónicos por el camino que vinculó y disoció sus destinos como ritos de paso, para los unos de la adolescencia, para los otros de la pérdida última de la inocencia; la película capturó en su otro protagonista, la voz en off de Daniel Giménez Cacho, al otro personaje en transición en este viaje: México. Cierto, resulta ocioso desentenderse de un guión tan elaborado a partir de la palabra y la narración. Al fin, los charolastras permanecen en el imaginario popular como vestigios icónicos imprescindibles de la emergencia de un “nuevo cine nacional”. Sin embargo, algo más se decanta después de tanto

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tiempo, tal vez sí la reinvención de un género (el drama adolescente), la creación de dos figuras indispensables del cine latinoamericano e incluso la referencia para una cinematografía en transición. Pero a mi parecer, sólo este último concepto, el de la transición, permanece tanto por su confección como por su legado. A comienzos del nuevo siglo y la nueva etapa partidista en el gobierno federal, el trayecto de dos adolescentes por el interior de la República, acompañados por una extranjera y la idea sexual inherente al viaje, parecía la reivindicación para una nueva generación, la de la huelga de la unam del 99 que produjo una fractura de identidad de clases entre los jóvenes del país. Tenoch, Hernán y Julia engloban todos los estereotipos de una clase media mexicana aspiracional, una burguesía que ve en el otro, el extranjero, el rico y el indígena, un trauma entre pasado y futuro, pero difícilmente una ominosa realidad. El viaje fue de reconocimiento y, por ende, necesariamente descriptivo. Una aparente disección urbana donde existe una velada crítica social, pero sobre todo un dispositivo de pulsiones trabadas que derivaron en su eventual fortuna o infortunio crítico. Entre este embalaje de cuerpos y la imagen bifásica que en el nuevo póster de la película detiene un momento y un espacio se encuentra una tercera imagen en estado latente, igualmente onanista que las dos primeras, la tercera emerge desde la utopía del tiempo perdido y la distopía actual. A veces onírico, un


momento de detención y estímulo se asoma en estos trece años. Como el presagio adolescente de lo efímero y pronto de perder. La transición de un momento aparentemente especial es confrontado con la violencia de lo que el cine y el país es ahora. Y en esos puntos, artesanalmente trazados por el ojo de Lubezki y la cadencia de Cuarón, la existencia de este filme presagiaba algo enorme por venir, algo irremediablemente incierto. La anécdota ahora parece tan sólo ser la fábula de un momento convulso, pueril tal vez, pero visceralmente real. La reflexión hoy se realiza desde la crudeza de una digitalidad y una forma muy distinta de entender la relación entre la adolescencia y el cine. Si la narrativa pareció serlo todo en un momento para Y tu mamá también, tal vez se debió al presagio sobre el cambio en la forma de establecer anécdotas para una generación muy especial. Petrificado parece quedar retratado ese momento donde la comunicación emocional en el cine aún dependía de manera tan brutal de la palabra y no del texto corto. La experiencia de confrontar la adolescencia con tan pocos recursos desvinculantes de la presencia física y emocional y el sexo, las drogas y la inocencia permanecen como los pocos reductos con un tiempo que parece ahora tan distante por su poca relación entre tecnología y emociones. Sin embargo, la obra ha sido reeditada, y por tanto, se le concede la posibilidad de ser repensada desde un

nuevo sexenio y un aparente nuevo cine. La reedición replantea el lugar de la obra y su propia materialidad; una vez superada la relevancia histórica, las texturas y los reflejos de su nueva portada desean crear metáfora con una nostalgia tan contemporánea por la imagen que bajo un tratamiento digital puede lograr un efecto melancólico. Todos aquellos algoritmos que hacen de Instagram un laboratorio de imágenes y emociones digitales, bitácora y anecdotario instantáneo, fascinan por su capacidad y no por su trascendencia. Efecto contrario al del manejo estético del cine de Cuarón y Lubezki, que en el umbral de la artesanía y las posibilidades formales de la luz y el sonido apelan a recuerdos y experiencias permanentes, particularmente en el caso Y tu mamá también. Y ahí, dos generaciones tan distintas comulgan con la fotografía como único testigo de nuestro trayecto por la experiencia. La reedición de esta película, más allá del nuevo objeto de culto, es la concreción para una nueva vista a la fábula inconclusa, la resaca del viaje del primer siglo del nuevo milenio en México y el irreparable vínculo entre crítica social y objeto artístico. Tanto se escribe y se debe seguir escribiendo sobre esta relación, ahora más, en tiempos donde el cine de Luis Estrada e incluso el de Alejandro González Inárritu parecen más propicios por su crudeza y miserabilismo tan bien aceptados en la realidad del priáto.

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colaboran Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976) es egresada de la licenciatura en lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las letras Mexicanas. Fabiola Camacho (ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011- 2012 y 2012 - 2013. Es maestra en estudios latinoamericanos por la FFyL y la FCPyS de la unam. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia el doctorado en sociología en la uam-a. Dalí Corona (ciudad de México, 1983). Ha publicado, entre otros, los poemarios Voltario y Desfiladero. En 2009 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta y en 2012 el Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal. Actualmente es becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca. Miguel Ángel Flores. Es profesor de tiempo completo de la uam-Azcapotzalco. Ha publicado poesía, ensayo y traducciones de poesía, entre sus libros destacan Pasajero de sombras y Sentimiento de un accidental. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Roberto García Jurado. Licenciado y maestro en ciencia política por la unam y doctor en ciencia política por la Universidad Complutense de Madrid, es miembro del sni. Es coeditor de La democracia y los ciudadanos (uam, 2003) y autor de La teoría de la democracia en Estados Unidos. Almond, Lipset, Dahl, Huntington y Rawls (Siglo xxi, 2009). Es profesor de la uam-Xochimilco, donde coordina la maestría en políticas públicas. Raúl Hernández Valdés. Es profesor e investigador de la División de Ciencias y Artes para el Diseño de la Unidad Xochimilco de la uam. Ha sido distinguido como profesor invitado por la Universidad de Arte Tama, en Tokio, y por la Universidad Politécnica de Madrid. Ha participado en diversas exposiciones individuales y colectivas de pintura, dibujo y gráfica. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Leopoldo Lugones (Villa de María de Río Seco, Córdoba, Argentina, 1874 - Tigre, Buenos Aires, Argentina, 1938). Poeta y narrador argentino. Fundó y presidió la Sociedad Argentina de Escritores. Entre su obra, destacan los poemarios Odas seculares, Crepúsculos del jardín y Lunario sentimental. Entre su narrativa se cuentan La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas y Cuentos fatales.

Adán Medellín (ciudad de México, 1982). Licenciado en lengua y literaturas hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2010), Tiempos de Furia (Ediciones B, 2013) y El canto circular (Instituto Literario de Veracruz-Conaculta-INBA, 2013). Es jefe de redacción de Playboy México. Llamil Mena Brito Sánchez. Es historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente realiza la maestría en historia del arte en la misma institución. Alfredo Núñez Lanz (México D.F., 1984). Es licenciado en literatura latinoamericana por la Universidad Iberoamericana. Ha publicado textos de creación literaria en diversas revistas y suplementos culturales. Ganador del iv Certamen Internacional de relato breve en Cáceres, España, 2005 y finalista del Premio Nacional “Sergio Pitol” de la Universidad Veracruzana en la categoría de relato. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Vladimiro Rivas Iturralde (Latacunga, Ecuador, 1944). Maestro en letras iberoamericanas (unam), ha publicado cuentos, ensayos, novelas y poesía. En 2000 obtuvo el Premio a la Docencia de la uam. Jonathan Rojas (ciudad de México, 1980). Es egresado de la carrera de lengua y literaturas hispánicas por la unam. Ha participado co­ mo dramaturgo, actor y director en diversas compañías de teatro. Mario Saavedra. Escritor, periodista, editor, catedrático y crítico. Ha publicado en periódicos y revistas como Excélsior, El Universal, Siempre! Es autor de los ensayos biográficos Elías Nandido: Poeta de la vida, poeta de la muerte y Rafael Solana: Escribir o morir. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. María Tabares (Bogotá, Colombia). Es egresada de la Escuela de escritores de la Sogem. Ha formado parte de talleres de poesía, narrativa, dramaturgia y guión en Colmbia, España y México. En 2010 fue ganadora del Gran Premio con el libro La luz, poemas de sombra, en el concurdo de Ediciones Embalaje, versión xxvi. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

Descarga Tiempo en la casa, suplemento.

“El caso de Antonio Rinaldeschi” y “París y sus locuras” Jorge Velázquez Delgado


Presentaciones de Libros FIL Guadalajara 2014 Domingo 30 de noviembre 11:00 hrs., Foro uam Palabra y silencio Bela Gold 12:00 hrs., Salón Alfredo R. Placencia Lecciones de filosofía moral Miriam M.S. de Madureira y Maximiliano Martínez (coords.) 12:00 hrs., Foro uam Irradiador. Revista de vanguardia Varios autores 13:00 hrs., Foro uam Versión. Número especial 2013: “Roland Barthes: Tiempo y fotografía en la cámara lúcida / Georges Bataille: Los límites de la mirada en la historia del ojo” Varios autores 13:00 hrs., Salón Alfredo R. Placencia Tras las huellas de Rousseau (Filosofía, política, estética, religión) Enrique G. Gallegos, Gabriel Pérez Pérez y Rodolfo Suárez (coords.) 14:00 hrs., Foro UAM La defensa de la República y la soberanía nacional. El ejército de Oriente (1864-1867) Norma Zubirán Escoto 17:00 hrs., Salón A Estado y ciudadanías del agua. ¿Cómo significar las nuevas relaciones? Felipe de Alba Murrieta y Lourdes Amaya Ventura (coords.) Lunes 1 de diciembre 18:00 hrs., Foro uam Introducción a la psicología social Salvador Arciga Bernal, Juana Juárez Romero y Jorge Mendoza García (coords.) 18:30 hrs., Salón B Nuestras primeras letras. Aproximaciones a los libros de texto gratuitos de la educación básica en México María Elena Rodríguez Lara (coord.)

19:00 hrs., Foro uam Colección Déjame que te cuente Varios autores Martes 2 de diciembre 18:00 hrs., Foro uam No nos alcanzan las palabras Gabriela Contreras Pérez, Joaquín Flores Félix, Araceli Mondragón González e Isis Saavedra Luna (coords.) 18:30 hrs., Salón B La defensa de la República y la soberanía nacional. El ejército de Oriente (1864-1867) / De orden suprema: la obra de Guillermo Prieto y la literatura de viajes en México / La organización para la administración de la justicia ordinaria en el Segundo Imperio Norma Zubirán Escoto / Marina Martínez Andrade / Georgina López González 19:00 hrs., Foro uam La ecología industrial en México Graciela Carrillo González (coord.) Miércoles 3 de diciembre 18:00., Salón A El México bárbaro del siglo xxi Carlos Rodríguez Wallenius y Ramsés Arturo Arenas 18:00., Foro uam Kafka. La atroz condena de la literatura Alejandro Montes de Oca 19:00 hrs., Salón A Para contender con la pobreza Sergio de la Vega Estrada Jueves 4 de diciembre 11:00 hrs., Foro uam Colección Capitalismo: tierra y poder en América Latina (1982-2012) Guillermo Almeyra, Luciano Concheiro Bórquez, João Márcio Mendes Pereira y Carlos Walter Porto-Gonçalves (coords.)

12:00 hrs., Foro uam Las transformaciones de los exvotos pictográficos guadalupanos (1848-1999) Margarita Zires Roldán (coord.) 12:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Atlas de briofitas y pteridofitas Aniceto Mendoza Ruiz y Jaqueline Ceja Romero 13:00 hrs., Foro uam Periodismo femenino, siglos xix y xx. Revista Fuentes Humanísticas 48 Teresita Quiroz Ávila (dir.) 13:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Para entender las tecnologías de la información y las comunicaciones o el extraño caso de la chica del sombrero Gerardo Laguna Sánchez, Ricardo Marcelín Jiménez, Miguel López Guerrero et al. 17:00 hrs., Foro UAM Cultura política y procesos políticos en la región de Zumpango Armando Sánchez Albarrán 17:00 hrs., Salón A Cambios sociolingüísticos y culturales de la educación superior: representaciones y prácticas reflexivas Héctor Muñoz Cruz 18:00 hrs., Foro uam Cuerpo y afectividad en la sociedad contemporánea Adriana García Andrade y Olga Sabido Ramos (coords.) 18:00 hrs., Salón A Dudas filosóficas. Ensayos sobre escepticismo antiguo, moderno y contemporáneo Jorge Ornelas y Armando Cíntora 19:00 hrs., Foro uam Migraciones y movilidades en regiones indígenas del México actual Jorge Mercado Mondragón (coord.)

Presentaciones de Libros FIL Guadalajara 2014 Perros días de amor y otros cuentos Barry Callaghan

Tiempo en ruptura Jörn Rüsen

Viernes 5 de diciembre

18:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Perros días de amor y otros cuentos Barry Callaghan

11:00 hrs., Foro uam Geosignificación del diseño / Anuario de espacios urbanos 2013 Francisco Gutiérrez y Jorge Rodríguez Martínez (coords.) / Varios autores 11:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Derechos humanos… entre lo real y lo posible Carlos Humberto Durand Alcántara (coord.) 12:00 hrs., Foro uam MM1 un año de diseñarte 2013 / Persona y semejanza. Coloquio del retrato Varios autores 12:00 hrs., Salón A Cultura electrónica: Los e-books de la UAM Varios autores 12:30 hrs., Salón Antonio Alatorre La competitividad de la industria petroquímica mexicana Eugenia Marisol Mejía Lugo y Carlos Gómez Chiñas 13:00 hrs., Foro uam Tiempo de diseño 10 / Estrategias de internacionalización de las Pymes basadas en la información y la innovación Jorge Leroux (dir.) / Jorge Rodríguez Martínez 13:00 hrs. Salón A Pedro Ramírez Vázquez, el estratega Miquel Adriá (coord.) 17:00 hrs., Foro uam Taller Servicio 24 horas 18 y 19 Varios autores

20:00 hrs., Escuela de escritores sogem

17:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Pinotepa nacional. Mixtecos, negros y triques Gutierre Tibón 18:00 hrs., Foro uam

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19:00 hrs., Escuela de escritores sogem Revista Casa del tiempo Varios autores

19:00 hrs., Foro uam Discursos sobre el diseño, la relación con el entorno natural y la sustentabilidad Isaac Acosta Fuentes Sábado 6 de diciembre 11:00 hrs., Foro uam Colección Extensión Universitaria de la Unidad Lerma Varios autores 12:00 hrs., Foro uam Tópicos del color en México y el mundo Rodrigo Ramírez Ramírez (coord.) 12:00 hrs., Salón A Comunidades alternas: Espacio, memoria y archivo en el arte relacional Mónica Benítez y Gemma Argüello (coords.) 13:00 hrs., Foro uam Repertorio literario Vladimiro Rivas 13:00 hrs., Salón A Ciudadanía digital Alejandro Natal, Mónica Benítez y Gladys Ortíz (coords.)

Portafolio Docente. Fundamentos, modelos y experiencias María Isabel Arbesú García y Frida Díaz Barriga Arceo (coords.) 17:00 hrs., Foro uam Acción colectiva y organizaciones rurales Bruno Henri Lutz Bachere 17:00 hrs., Salón B ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género Varios autores 18:00 hrs., Foro uam How to Be a Writer in Canada Charla literaria con Barry Callaghan 18:00 hrs., Salón B Cumplimos cuarenta años Verónica Vázquez Mantecón Domingo 7 de diciembre 12:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Calendario de las señoritas mexicanas 1838, 1839, 1840, 1841 y 1843 Margarita Alegría de la Colina (present.) 13:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Introducción a la potencia fluida Gerardo Aragón González, Aurelio Canales Palma y Alejandro León Galicia

13:30 hrs., Salón Antonio Alatorre Diversas miradas. La plaza pública en la ciudad de hoy en día / El último apaga la luz / La revolución silenciosa. El diseño en la vida cotidiana de la ciudad de México durante la segunda mitad del siglo xx / Tecnología y Diseño 3 Elizabeth Espinosa Dorantes y Adolf Goebel Christof / Fabricio Vanden Broeck / José Revueltas Valle / Adriana Acero Gutiérrez 16:00 hrs., Salón B

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Centenario de Nicanor Parra “E Sup l c le as m e lo o de nto cu el A ra s” nto ect n de io rón Jo R ico rg ina T e Ve lde iem lá sch po zq ue i” y en l z D “P a c el arís asa ga : do y su s

casadeltiempo • número 11 -12 • dic 2014 - ene 2015

Año XXXIII, Vol. I, época V, número 11-12 • dic 2014 - ene 2015• $70.00 • ISSN en trámite

Literatura argentina

Luis Nishizawa: tradición y originalidad


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