Casa del tiempo 16, mayo de 2015

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Feria Internacional del Libro Universitario

Del 24 de abril al 3 de mayo Complejo deportivo Omega

Revista mensual de cultura Año XXXIV, época V, Vol. II, número 16 • mayo 2015 • $60.00 • ISSN en trámite

Feria del Libro de Relaciones Internacionales

Xalapa, Veracruz

Del 14 al 16 de mayo Edificio sede del Instituto Matías Romero

Del 24 de abril al 3 de mayo Poliforum León

Feria del Libro Antropológico

León, Guanajuato

Del 20 al 22 de mayo Vestíbulo del Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM

Aniversarios

México, D. F.

Carretera Federal Los Reyes-Texcoco km.14.3, San Miguel Coatlinchán

Presentación del libro Gog y Magog de Gutierre Tibón 7 de mayo, 17:00 hrs. Vestíbulo de la Biblioteca Presentan: Miguel Ángel Muñoz (compilador) René Rueda Ortiz

ANTROPOLOGÍA SOCIAL

América del Sur en la época de la Revolución mexicana: procesos políticos, sociales y culturales Sara Ortelli (coordinadora) Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva (editor) SOCIOLOGÍA

Cien años de Los de abajo Cien años de La muerte del cisne Setenta años de Pedro Páramo Cincuenta años de Farabeuf Cincuenta años de Los relámpagos de agosto Cincuenta años de Los signos en rotación Cuarenta años de Terra Nostra Treinta años de Vocación de silencio David Martín del Campo rememora a María Luisa Puga

ARTE

Persona y semejanza, Coloquio del Retrato Norma Patiño (coordinadora)

“J ua Su pl n e “D Rul me iá fo, nto lo e de go l m ele J. s d ae ctró An e st n to un ro” ico ni a t , d Ti o ra e em G on ged Ren po zá ia é en le m Av la c z de ito ilés asa Le lóg Fa : ón ica bi ”, la .

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La estampa y el grabado mexicanos: tradición e identidad cultural Alma Barbosa Sánchez

casadeltiempo • número 16 • mayo 2015

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

B I L

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México, D. F.

Feria Nacional del Libro de León


NOVEDAD EDITORIAL

En esta obra, Rafael Doníz nos lleva por la luz y la sombra del mundo de los kwemwarusi. A través de imágenes deslumbrantes, quien acceda a estas páginas contemplará el paisaje, la vida cotidiana y los rituales con los que, año tras año, esta enigmática cultura recrea el tiempo originario. Las fotografías capturadas por el artista condensan, en su sabia superficie, el ser mismo de una cultura amurallada en su historia, creencias, valores y costumbres que ha sabido soportar las embestidas de la moderna barbarie.


editorial Alumno: Maestro, usted nos ha enseñado que debemos esforzarnos por pensar por nosotros mismos y tener puntos de vista propios. Maestro: Así es, en efecto. Seguramente recuerdas que Kant aseveraba que no se aprende filosofía; sólo se aprende a filosofar. Justo de eso se trata: de lograr una cierta autoformación del pensamiento propio, que no es sino una forma de autonomía de las personas. Alumno: El temor, maestro, es que en razón de ello uno desarrolle una argumentación que incluso podría no coincidir en nada con sus enseñanzas y tesis… Maestro: Mejor, porque entonces habrá diálogo entre nosotros y no un monólogo. América Latina empieza a cerrar paulatinamente una de esas venas abiertas por la larga exclusión de Cuba en el sistema diplomático, económico y político latinoamericano. El acercamiento de los presidentes Obama y Castro en Panamá, un encuentro esperado desde que se anunció el restablecimiento de relaciones entre eua y Cuba, estuvo precisamente marcado por la afirmación del diálogo que, por ser tal, procede de las diferencias y las divergencias. Ningún diálogo verdadero elimina o entierra las oposiciones, ni tendría por qué hacerlo. Obviamente, el diálogo requiere de un mínimo de comprensión entre los participantes, así como una dosis mayor o menor de simpatía por el otro. Deben existir valores concomitantes tales como la tolerancia y una cierta apertura de propósitos, y ánimo conciliatorio, por supuesto; pero también claridad respecto aquello que, para cada cual, no se podrá transigir o negociar. Nadie pretende que quienes dialogan se desdibujen y termine uno subordinado al otro. Eso no sería diálogo sino imposición, esté o no esté disfrazada por intercambios verbales. Que el diálo­go auténtico lleva consigo el cambio respectivo de los participantes, es una consecuencia en el mediano o largo plazo. No será fácil, pero tiene que haber modificaciones en el discurso y en las acciones. Hoy, merced a los acontecimientos de mutua apertura entre eua y Cuba, se respira un mejor ambiente entre los pueblos americanos, e incluso se podría confiar que con estas incipientes seguridades se tengan más posibilidades para renovar y ampliar los intercambios científicos, técnicos, comerciales, académicos y culturales entre nuestras naciones, sin querer inmolar las características y destino que cada nación ha elegido. La política exterior mexicana se ha basado en este ideario. La tenaz, y en un principio solitaria, oposición de México a la exclusión de Cuba de la oea es un hito que no debe olvidarse en toda esta narrativa reciente. La historia muestra una vez más que no se trata de permanecer encerrados en los monólogos, sino de que se privilegie el diálogo en todo momento y bajo cualquier situación.


editorial, 1 Rector General Salvador Vega y León

torre de marfil

Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez

La inocencia de María (fragmento), 3 David Martín del Campo

Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate

profanos y grafiteros

Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiv, época v, vol. ii, núm 16 • mayo 2015. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada: María Luisa Puga, autor anónimo, cnl-inba diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López, Director de Publicaciones y Promoción Editorial, Coordinación General de Difusión, Rectoría General, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2o piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Del. Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Dirección de Tecnologías de la Información, Ing. Jorge Ordaz Ortiz, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387. Fecha de última modificación: 30 de abril de 2015. Tamaño de archivo: 5.6 MB Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

¿Águila o sol? ¿Demetrio Macías o Luis Cervantes? México en un albur. Cien años de Los de abajo, 6 Francisco Mercado Noyola Enrique González Martínez: el ocio atento y un silencio dulce. Cien años de La muerte del cisne, 10 José Francisco Conde Ortega Pedro Páramo, agua disuelta en la eternidad, 14 Leopoldo Lezama Cuando triunfe la Revolución, etcétera… Medio siglo de Los relámpagos de agosto, 18 Nora de la Cruz Apuntes sobre la novela grieta. Cincuenta años de Farabeuf, 21 Verónica Bujeiro Responsabilidad como desafío. A cincuenta años de Los signos en rotación, 24 Pablo Molinet Dramaturgia para un mundo erizado de colmillos. Cincuenta años de Los motivos del lobo, 27 Lucía Leonor Enríquez Un sueño de la razón que no produce monstruos. Cuarenta años de Terra Nostra, 31 Héctor Antonio Sánchez Vocación de silencio: hallar luz en la claridad, 34 Manuel Becerra Salazar

ménades y meninas A cuarenta y cinco años de la destrucción de la casa cueva de Juan O’Gorman, 38 Jorge Vázquez Ángeles La prodigiosa memoria de Balthus, 42 Miguel Ángel Muñoz

antes y después del Hubble Número y enigma, 47 Ramón Castillo Un laberinto llamado tianguis, 51 Jesús Vicente García Menores infractores, 56 Paul Jaubert Letra muerta, 59 Jaime Augusto Shelley

armario Poemita, 62 Abigael Bohórquez

intervenciones, 63 Mateo Pizarro

francotiradores La mariposa y el tsunami. Me llamo Hokusai, de Christian Peña, 64 Ernesto Lumbreras La memoria y su estela en el cuerpo. Erigir una fortaleza de Lorena Huitrón Vázquez, 67 Julieta Gamboa Tratado del amor mundano, 70 Rafael Toriz

colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Juan Rulfo, el maestro, René Avilés Fabila Diálogos de una tragedia mitológica, J. Antonio González de León


torredemarfil

La inocencia de María

(fragmento)1

María Luisa Puga, autor anónimo / cnl-inba

David Martín del Campo

Se había escurrido de la cama en secreto. Amanecía apenas. Se montó la playera en silencio y de ese modo avanzó hasta el cuarto de baño. Al sentarse fue que descubrió el preservativo adherido a su muslo; trató de recordar. Había sido la segunda vez. Sonrió, balanceó la cabeza festejando la travesura. La mañana se anunciaba fresca, nublada. ¿Travesura? No tiró de la cadena; el remolino del retrete podría despertarlo. Habían dormido poco y ya sería la hora en que él se incorporase. Todavía revoloteaba en su memoria la historia de Aldana, la chica radiofónica. Se notaba que la había amado pero el problema fue de identidad; algo así. ¿Cómo soportar que un día tu mujer se abra a ti y a la noche siguiente a una mujer? Le había producido unos celos demasiado confusos. No concebía el quid del conflicto. Ese había sido el problema: “No entendí”. Destapó un bote de Coca-cola y se dirigió a la mesa de trabajo. Hizo a un lado la Olivetti y revisó las hojas mecanografiadas. “Era un gato leonado. Se llamaba Naamá, como afirman que fue el nombre de la mujer de Noé”. La novela de Roma, el desamor, la ciudad patrullada por los carabinieri. Cogió un bolígrafo, dio un sorbo a la Coca, continuó escribiendo. ¿Aprobaría eso su mentora, la escritora Puga? Dejó volar la pluma, cedió el discurso a sus recuerdos, había algo en el fondo donde concurrían las presencias de Fabrizio y Santiago. ¿El tono de voz, el buen humor, las caricias?

1 La inocencia de María, México, Lectorum/Conaculta, 2014, 254 pp. Agradecemos al autor y a la editorial Lectorum y a Conaculta el permiso para publicar este fragmento.

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—Goliarda. Pareció despertar. Alzó la mirada y observó la radiación solar apoderada ya de un muro de la cocineta. ¿Qué hora era? Miró a Santiago Abril, en calzoncillos, señalando el refresco de lata a su lado. —Golosa —insistió—. ¿Qué en tu casa no se acostumbra recibir el día con un jugo de naranja? María Montes acabó de sufrir la transición. De Roma a la Aldea Zazil-Ha. ¿Cómo saludar al hombre que la había poseído horas atrás? Suspiró, alzó el bolígrafo, se maravilló con las cinco páginas manuscritas dispersas ante ella. ¿Poseído? —No quise despertarte. —Sí. Es tardísimo. Entro a la regadera y salgo como rayo. —¿No desayunas? Santiago Abril dio un sorbo a la Coca-cola. Sí, gracias. Le ofreció una sonrisa en lo que se retiraba saltando hacia al baño. Tenía razón. En su habitación no había nada de eso. Cereal, yogurt, tostadas de pan, tocino frito, mermelada de chabacano, café recién colado. Seguramente que por eso la había repudiado Ramón Kuri. Comenzó a releer las páginas manuscritas. Algunas líneas mostraban sus naturales tachones, enmendaduras, palabras entre signos de interrogación, “¿menester, apremio?”. Después de todo así nace el arte, con imperfecciones, rebabas, disonancias. Estaba asombrada por la peripecia. Desde los exámenes de la preparatoria que no soltaba de ese modo “el fluir de la tinta”. Todo pasaba por la máquina de escribir, sobre todo si eran eléctricas, y en algunas oficinas ya asomaban las computadoras con su ruidosa impresora de puntos. Santiago Abril salió como ánima llevada por el diablo. Pasó junto a ella montándose la camiseta de los Rolling y con la cabellera humedecida.

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—Me voy, mi amor —se despidió rozándola con un beso—. ¿Pasas tú por los niños al colegio? Y se fue. María Montes apenas tuvo tiempo de reaccionar. ¿Podía alguien trabajar con esa prenda ofensiva, la lengua voluptuosa, los labios provocadores de Mick Jagger? Debería visitar la tienda de abarrotes frente al hotel. Corn-flakes, leche empaquetada, un racimo de plátanos. Alzó las hojas manuscritas y fueron como un trofeo de felicidad. La novela avanzaba, tenía sed, le dolían los pezones.  Tengo una buena mala noticia. “¿Una buena mala? ¿De qué se trata?” El apartamento era frío, con una zotehuela umbrosa alegrada por tres violeteros en flor. Sólo durante el verano, “de San Pascual a Santa Cristina”, era que el sol visitaba el patiecillo. Pero el sitio no entristecía dado que su espíritu era nocturno y amenizado permanentemente por la música de jazz, un Rioja descorchado y dos lámparas de cristales coloridos. Una reminiscencia de los años hippies. —Mala porque me voy a vivir al bosque y dejaré el taller. Ustedes sabrán arreglarse, discutir civilizadamente, escribir con los rigores de la sintaxis. Y buena por lo mismo; me hallé un señor que quiere ser mi marido, mi “como-marido”. Isaac, se llama, y es judío. Imperfecto, pero buen hombre. Dice que me cuidará, y con eso basta. —¿Al bosque? —Sí, como Blanca Nieves, pero en la meseta tarasca. Zirahuén se llama el lago. Cerca de Pátzcuaro. ¿Y tú?, te nos perdiste varios meses. —También tengo una mala y una buena. Renuncié al museo, escribí una novela que se llevó el


vendaval. Entré a trabajar en La Jornada como correctora de estilo y escribí una segunda primera novela, que es ésta. —¿Cuál es la buena? ¿Cuál la mala? —Ambas. Además que enviudé… —¿No te estabas divorciando? —Cambió el trámite; y perdí un amor que… Bueno. —Mucha perdición, ¿no? —Absoluta. ¿No tendrás un vodka por ahí? —Vino, sí. Vodka, no sé. —Se me han contagiado algunos excesos. —María Montes, muchas noticias excesivas. ¿No preferirías un cafecito? —Insisto. Quiero un vodka, o ginebra, si no te molesta. —No me dirás que durante todo este tiempo te volviste alcohólica. —No. No lo diré. La escritora había puesto su disco favorito. Underground, de Thelonius Monk. Bostezaba. Dejó su poltrona y fue a preparar el vodka-tónic. Eran las nueve de la noche y al día siguiente anunciaría su renuncia, también, a la editorial Siglo XXI. Qué cara le pondría don Arnaldo Orfila, que la escudaba como su favorita. Y ni modo que ocultara la verdad. Me amancebo, me voy a lago Zirahuén donde todas las noches comeré malvaviscos asados en la chimenea. Se supone que seré feliz. —¿De qué se trata tu novela, María Montes? —Buena pregunta. No sé cómo responder; ¿de qué se tratan las novelas? La escritora sopesó el manuscrito que descansaba sobre sus muslos. Dos kilogramos de narrativa quimé­ rica. Revisó la frase del arranque: “Estoy muerta, nadando en un charco de sangre. Ramón, despierta… Aquello en su pecho era simplemente desazón.” —¿La leerás? —Esta semana no. Ni la próxima, ni la próxima.

Dame chance. Estoy a punto de volver a nacer… Así se dice, ¿no? —Santiago Abril —pronunció María Montes. —Quién es ése. —En la novela… —dejó la frase inacabada. La Puga sonrió, paseó un dedo por la resma de aquel engargolado. Llevó la mirada al tocadiscos don­ de la melodía “Round About Midnight” las sitiaba. —¿Sabías que en 1972 se retiró del todo, sospechando que estaba perdiendo la razón? —Quién perdía la razón. —La razón y la memoria. Todo. La famosa enfermedad de nuestro novio el alemán. Ya sabes. Thelonius, que tocaba como los ángeles. —En la novela aparece como un personaje. Santiago Abril. Pero en la realidad fue como un sueño. Un sueño breve. Se llamará Suriana, la novela. —Suena a autobiografía. —Un poco. La tutora comenzó a hojear el mazo de fotocopias. Repetía en voz alta: “Campamento chiclero”, “azul ine­ fable”, “Bonampak”. —Ah, una novela histórica —adivinó. —Tampoco, María Luisa. Por Dios, una novela es una novela. Tú lo sabes. —Yo lo sé… y tengo sueño, María Montes. Estoy cansada, simplemente cansada. A las cuatro y media suena mi despertador y me enrollo con un grupo de chavas en Europa. Londres, Berlín, los años sesenta. —Me acabo el vodka y me voy. Discúlpame. Debí llamar antes de venir. María Luisa Puga alzó una mano señalando esa frase musical. Blue monk. Las notas del piano fugándose por la ventana hacia la noche. —No te disculpo —le confió palmeándole una rodilla—. No hay culpa. —¿No hay culpa? ¿Qué quieres decir con eso? —Que somos inocentes, María. Todos somos inocentes.

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profanos y grafiteros Revolucionarios y sus mujeres, 1910-1915, Biblioteca del Congreso, Washington, E.U.

¿Águila o sol?

¿Demetrio Macías o Luis Cervantes? México en un albur

Cien años de Los de abajo 6 | casa del tiempo

Francisco Mercado Noyola


Últimamente he pensado a menudo que Demetrio Macías personifica a toda esta nación, o al menos a la gran mayoría atontada. También nosotros hemos tropezado con grandes problemas mientras tratamos de ganar nuestro diario sustento y nos vemos envueltos en un gran huracán. Como Demetrio, sentimos que no hay nada qué hacer más que luchar por salir, comprendamos o no las órdenes que recibamos. / Por mi parte digo como Valderrama, el Loco: ¡Hitler!... ¡Churchill!... ¡Roosevelt!... ¡Stalin!... ¡Y las rocas queden boca arriba o abajo después del cataclismo! Amo al volcán porque es volcán y a la Revolución porque es Revolución.” Carta del maestro carnicero Fred W. Coldicutt a Mariano Azuela, Londres, 7 de agosto de 1941

En medio del cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, un lector inglés de Los de abajo —a casi tres décadas de su publicación—, carnicero de oficio, escribe una carta al doctor Mariano Azuela, poniendo de manifiesto el más alto poder de la literatura: el de la fraternidad humana en el dolor colectivo. Veintiséis años antes, la primera fase de redacción de la novela se había realizado en campaña, y se había concluido en las oficinas del diario carrancista El Paso del Norte, donde también fue publica­da en 1915 por el propietario Fernando Gamiochipi. Mariano Azuela aseveró durante su vida que su cosecha había sido levantada en cuarteles, hospitales, fandangos, carreteras y ferrocarriles. Para el autor laguense el espíritu de amor y sacrificio de la etapa maderista de la Revolución se había transformado para entonces en “un mundillo de amistades fingidas, envidias, adulación, espionaje, intrigas, chismes y perfidia”, asegurando a López Portillo y Rojas, en carta de 1916, que —de haber existido un verdadero Macías— lo hubiese seguido hasta la muerte. Poco después afirma, en el mismo tenor, que los literatos mexicanos de profesión eran evasores ajenos a las palpitaciones del alma nacional, señalando el caso ruso, en el que los parias habían clamado por su patria en la narrativa. Doce años después de la primera edición de Los de abajo, en El Universal Ilustrado, el jalisciense sostiene que la “sociología en pantuflas” era incapaz de percibir la desolación de la lucha armada al erigir el marmóreo monumento oficialista cuando la “animosidad vesánica” había sido alimentada por los de arriba, en su hambre por el botín. En entrevista con Gregorio Ortega para Revista de Revistas en 1930, don Mariano reitera el realismo vital que pergeña Los de abajo, concordante con la farsa de los pícaros encumbrados en el poder mediante la energía primitiva de criminales vulgares, ascendidos a luchadores sociales. La adaptación de la novela al teatro por Antonieta Rivas Mercado, poco antes, había privilegiado los pasajes más cruentos, dejando una impresión del relato como obra reaccionaria. Poco más adelante, Azuela comenta a Rafael Heliodoro Valle que sólo los más espurios representantes del movimiento habían observado estos resquemores. En 1937, en

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entrevista para Hoy, don Mariano manifiesta a Cipriano Campos Alatorre un nuevo desencanto, advirtiendo que los intelectuales mexicanos —lejos de ejercer su vocación ética como orientadores del pueblo— se contentaban con admirarse a sí mismos e implorar al Estado por los medios para vivir. En la crítica nacional, Los de abajo sigue un proceso dialéctico: en 1925, en El Universal, Eduardo Colín ve en el relato un asunto de vindicta privada con débiles atisbos de reivindicación social. Victoriano Salado Álvarez no escatima a los cofrades de Demetrio Macías el calificativo de “lombrosianos”, el de “señorito cínico” a Luis Cervantes y el de “nihilista” a la novela. José Luis Martínez en 1947, dos años antes de que un Azuela mucho menos crítico recibiera el Premio Nacional de Literatura de manos de Miguel Alemán, resalta en la muerte de Macías la “patética imagen de nuestro fatalismo heroico”. Pasaron más de treinta años para que Carlos Fuentes retomara el análisis de la cuestión en su ensayo La Ilíada descalza, donde visualiza a Macías y sus secuaces bajo la losa secular del poder, emergiendo como “alacranes ciegos”; así como establece la analogía de un Cervantes-Sancho Panza vertiendo el dulce veneno de la adulación en los oídos de un Demetrio-Quijote, de cuya inocente bravura se sirve para medrar, ambos personajes son congruentes sólo en la voracidad que les es común. Quizá la interpretación más reciente la ofrezca Arturo Azuela, percibiendo en la novela una visión escéptica, oscilante entre la violencia y el heroísmo, entre el clamor espontáneo del pueblo y la insidia viperina de la dirigencia. Por cuanto hace a la crítica internacional, Valéry Larbaud (1930) equipara a Azuela con el autor romano Tácito en sus Historias, y a la rapiña de los personajes mexicanos con la de las huestes de Antonius Primus en el saqueo de Cremona en el 69 de nuestra era. El hispanista estadounidense Seymour Menton, en los años sesenta, encuentra una inquietante metáfora entre el pasaje de la destrucción de un magnífico

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ejemplar de La Comedia y el descenso a los ínferos de la barbarie soldadesca. Por su parte, Vera Kutéischikova, en el crucial 1968, encuentra vasos comunicantes entre las secuencias de Eisenstein y los cuadros sucesivos de Azuela, recordando también que el peruano José Carlos Mariátegui vinculaba ideológicamente Los de abajo con los Relatos guerrilleros del soviético Vsévolod Ivánov. Opiniones encontradas o no en el transcurso del tiempo, resulta indudable que Demetrio Macías –—violencia telúrica de la masa popular— simboliza una potencia irracional de la naturaleza. El guerrillero serrano se yergue como cataclismo igualador cuya mecánica justiciera es invidente y amoral. Roba, mata, comanda forajidos, sin vergüenza ni orgullo. No obstante, es magnánimo y compasivo con sus hombres, porque sabe que exponen el pecho a las balas. Percibe una melodía en la voz generosa de Camila ofreciéndole agua en su convalecencia, y es capaz de experimentar delicados sentimientos por ella pese a la tosquedad de rasgos físicos de la joven. Es dueño de una sensibilidad estética primitiva, que aún él mismo ignora. Añora los días idílicos de su terruño Limón, la mujer y el tierno vástago, de quienes fue separado por la arbitrariedad brutal del cacicazgo. Solloza, bajo el velo del macho invulnerable, con los acordes de El enterrador, y le tiene “voluntá” a su ejecutante —el Loco Valderrama—, cuyos desvaríos poéticos “lo ponen a uno a pensar”. Carente de las herramientas culturales para racionalizar y verbalizar un discurso, metaforiza la Bola como esa piedrecilla que rueda pendiente abajo, incapaz de detener la inercia de su desboque. Demetrio Macías es dignificación del pundonor del pueblo, de una suerte de hombre precortesiano tardío, cuya naturaleza nómada le exige trashumar y combatir. Rebosante de vitalidad para hacer frente al mundo y sus lides, es dueño cierto y conocido de los eriales con sólo hollarlos. Absolutamente ajeno a cálculos y especulaciones, es inocente en intriga política y terreno fértil a la manipulación


Mariano Azuela

de Luis Cervantes, quien encarna a los calculistas beneficiarios del movimiento. Mientras que el incidental Alberto Solís, aun en su gélido desencanto de la Revolución, encarna acaso un alter ego de don Mariano, envuelto —también genuinamente— por el huracán de la circunstancia y por la integridad en los ideales, Luis Cervantes represen­ta la clase hipócrita y corrompida que aún hoy sufrimos, aquella que busca ocultar sus intereses individuales y de grupo bajo el velo de una falsa retórica populista. Proxenetas de la palabra y de la justicia social, son tam­bién vulgares apostadores, frenéticos ante la ruleta veleidosa de la política. Sus argumentos sofísticos quizá sean de reconocimiento para quienes sobreponen ante todo el legítimo derecho a la supervivencia. No existe una verdad única y suspensa en el tiempo. No hay ideales inmutables. Ergo, no existe fundamento para las convicciones imperecederas sobre el bien común, sino sólo justificaciones posibles ante los vaivenes de la fortuna. ¿Habrá hoy lugar para la inocencia de un Demetrio Macías? No parece posible; el instinto suspicaz del pueblo reconoce ya demasiado bien la oquedad de la demagogia. El tristemente inmortal personaje de Luis Cervantes será siempre espejo de la nutrida y renovada

burguesía acomodaticia, con su blandura de falderillo solícito —siempre aterrado ante el rostro bestial de “los de abajo”— e inerme, sin sus privilegios de clase, frente a esta feracidad, cultivada en la miseria cíclica. Como la sociedad racionalista de imposición occidental que somos, creemos que nos es siempre exigible no pensar en absolutos. Las férreas convicciones y las posturas extremas nos son exhibidas, usualmente, como atavismos que debemos rechazar a priori. Pese a ello, es imperioso reconocer que nuestra situación nacional actual admite problematización —siempre por principio— mas ahora, de ningún modo, titubeos. Si bien es cierto que la violencia no es deseable como vía de resolución de nuestros intrincados conflictos sociales, esta voluntad general no debiera ser vecina peligrosa de la pusilanimidad. A cien años de la publicación de uno de los relatos que nos fundan e interpretan como nación auténtica, los mexicanos nos vemos en una crucial disyuntiva. Ante el evidente vacío de legitimidad y propuestas sustentables por parte de los partidos políticos, el profundo Demetrio Macías de nuestro ser colectivo se mostraría siempre altruista y dinámico en su postura beligerante, volcado contra todo el espectro de cacicazgos de nuestra vida pública, a pesar de su ingenuidad y propensión a la ignorancia y al error. Si optásemos —como ha sido regla general en nuestra historia— por el egoísmo y la falsedad de nuestro Luis Cervantes consuetudinario, implicaría dar un paso más, esta vez decisivo, en nuestra precipitación hacia la ruina colectiva, hacia la condenación de un pueblo perpetuamente desmembrado y presa gratuita de los demagogos. En este tiempo adverso la solidaridad se nos impone como un valor fundamental. ¿Demetrio Macías o Luis Cervantes? Entre una barbarie combativa y frontal y una civilización cobarde y taimada se juega el albur de nuestra digni­dad como pueblo. Resulta más asequible adjudicar nuestra probidad colectiva al primer peculio, mientras que el segundo es ya un obstáculo de superarse en nuestra senda común.

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Enrique González Martínez: el ocio atento y un silencio dulce

Cien años de La muerte del cisne José Francisco Conde Ortega

Enrique González Martínez

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1915 es un año decisivo para intentar una explicación de la andadura política, social y cultural de nuestro país durante la vigésima centuria; acaso para atisbar en las (sin)razones que han contribuido para que México, en estos primeros años del siglo xxi, se encuentre cada vez más asolado por la ignorancia, la rapiña y la codicia. En plena era del estallido de las comunicaciones, el país parece caminar hacia atrás. Aunado al espectáculo vergonzoso que ofrece sin recato la clase política (corrupción, impunidad, violencia, crimen) un puritanismo a ultranza ha erigido un nuevo Santo Oficio para conculcar todo anhelo de libertad, sobre todo a partir del uso del idioma. Hace cien años ocurren tres hechos por demás significativos: la Batalla de Celaya, entre el 6 y el 15 de abril; la constitución de la llamada Generación del caos, y la publicación de tres libros de Enrique González Martínez: Jardines de Francia, La muerte del cisne y la reedición de Los senderos ocultos. El primero da un rumbo definitivo por el que habrá de transitar el país, sustentado en una retórica centrada en un leit motiv: la Revolución; el segundo se erige como una reflexión moderna del hecho armado, y el tercero significaría la consolidación y permanencia de una educación y un “gusto” necesario para la gente con instrucción. El triunfo de Álvaro Obregón, al mando del ejército constitucionalista es, seguramente, el hecho decisivo de la lucha armada que conocemos como Revolución Mexicana. Quizás porque conocía mejor el terreno, Obregón derrota a las fuerzas


villistas y se instaura una forma de ver el conflicto armado. En 1914 se había cancelado todo vestigio de la usurpación huertista; los “ciudadanos en armas”, con sus facciones, defendían su idea de lo que tendría que ser una revolución triunfante. Simplificando, pueden notarse dos bandos: los que, de cierta manera, aprovecharían los restos del antiguo régimen para irlos corrigiendo y los que pretendían un cambio radical para que la lucha armada se dotara de sentido. Éstos tenían como cabezas visibles a Francisco Villa y a Emiliano Zapata. Un análisis desprejuiciado de este momento ofrecería, quizás, conclusiones no ortodoxas. Una solamente: el proyecto de Villa y Zapata iba más allá de lo que consignan las historias oficiales. Pero perdieron. Y el triunfo de Obregón en la Batalla de Celaya le da el giro definitivo a la Revolución Mexicana. Y allí surge el México de casi todo el siglo xx. Con un santoral cívico y una retórica maniquea, aunque efectiva. La Revolución se institucionaliza y esa masa informe, pretexto y carne de cañón que es el pueblo contempla, prácticamente inerme, cómo los militares ceden la Presidencia a los abogados y éstos, con una retórica gastada por los tropiezos de las promesas incumplidas, dan el paso a los economistas, adiestrados en universidades gringas, que heredan, no una ideología, si bien caduca, sino un país considerado como botín. La llamada Generación del caos, constituida por jóvenes de entre 17 y 21 años, algunos todavía estudiantes de preparatoria y otros cursando estudios de jurisprudencia, buscó hacer una reflexión para dar respuestas “modernas” a las interrogantes planteadas por la Revolución. La situación en la ciudad y en todo el país era alarmante. En 1915 se había enconado la lucha de facciones. Era urgente pensar en el pasado, presente y futuro del país. Esos jóvenes organizaron conferencias, conciertos y reeditaron la obra de El Ateneo de la juventud, cuyos miembros estaban en el extranjero o comprometidos en la lucha —solamente Antonio Caso continuaba dando su cátedra— pero habían ofrecido un ejemplo del empleo de la razón y de la inteligencia para dar el cauce necesario a los problemas sociales. Las cabezas visibles de ese grupo eran Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Alfonso

Caso, Teófilo Olea y Leyva, Miguel Palacios Macedo, Manuel Toussaint, Narciso Bassols, Antonio Castro Leal y Daniel Cosío Villegas. Su propósito de establecer un camino razonable y civilizado a la lucha armada muy pronto los llevó a colaborar con los gobiernos emanados de la Revolución. Y no sé si es a partir de este momento cuando la instrucción universitaria y la educación “popular” comienzan a seguir, cada una, su propia ruta. Parece un contrasentido; no obstante, la observación de la vida cotidiana ofrece resultados contundentes. En la realidad de todos los días, los espacios universitarios parecieran ser una aspiración improbable para la mayoría de la gente. Enrique González Martínez, Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón, Luis G. Urbina y Amado Nervo ocupan el sitio de honor dentro del Modernismo mexicano. Buena parte de su obra ofrece, aun ahora, razones suficientes para pensar en una vigencia estética que ha sorteado los avatares de Enrique González Martínez

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prejuicios grupales, modas de crítica literaria y gustos temporales. Y es obvio: toda obra de arte requiere de una revisión que la confronte, a partir de los imponderables de su tiempo, con los ojos renovados de otros, renovados, lectores. Así, su permanencia tendría que ir más allá de la piedad del contexto. Escrita en el tiempo, la poesía se resguarda en el reloj y apela al calendario. Presente y futuro acendrados en el lenguaje: un presente vivo —el autor— y un futuro que se vuelca en el presente imperioso del lector. En 1915, Enrique González Martínez publica tres libros: la reedición de Los senderos ocultos, cuya primera edición es de 1913; sus traducciones de poetas en lengua francesa, Jardines de Francia, y una suerte de temprano testamento poético, La muerte del cisne. Escribe Jaime Torres Bodet: Quienes no habíamos leído a tiempo Los senderos ocultos, fuimos a buscar ese libro, en su segunda edición, alentados ya entonces por la lectura de los volúmenes aparecidos en 1915. Para los jóvenes que teníamos aproximadamente la edad del siglo, e incluso para los que eran nuestros mayores, porque habían cumplido más de veinte años, esas tres obras significaron una deslumbrante revelación.

Vale la pena destacar dos aspectos de esta cita. Por un lado, la extrema juventud de los lectores aludidos; por otro, la “deslumbrante revelación” que significaron esos libros. Es decir, la manera en que los jóvenes instrui­dos de un nuevo siglo se apropiaban de una sensibilidad lingüística gestada en el anterior. De otro modo, es la curiosidad intelectual que supone apropiarse de una tradición para así encontrar con menos tropiezos el propio camino. Con todo esto es posible verificar el en­sanchamiento de los límites del Modernismo como movimiento epocal. La primera edición de Los senderos ocultos es de 1913. Y este libro incluye el que, probablemente, sea el poema más citado de González Martínez, “Tuércele el cuello al cisne”, paráfrasis de un verso del Arte poética de Paul Verlaine: “Prends l´éloquence et tords-lui son cou”, que significa, tal cual, “torcerle el cuello a la elocuen­cia”. Unión de dos símbolos para un solo proyecto estético. “Cisne” y “elocuencia” constituyen, así, lo accesorio

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y superficial a que habían llegado algunos epígonos del Modernismo. González Martínez define, así, su modo de entender la tradición heredada, sus lecturas, sus autores predilectos, sus temas y el tratamiento de lenguaje que éstos requieren. Este propósito comienza con sus tres libros anteriores: Preludios, Lirismos y Silenter. Tiene su centro con La muerte del cisne y se prolonga tres libros más: El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño, Parábolas y otros poemas y La palabra del viento. Ocho libros que van de 1903 a 1921. Libros que encontraron, como lo quería Pedro Henríquez Ureña, multitud de lectores, sobre todo jóvenes, que hallaron en ese discurso su señal de identidad en una comunidad lingüística orgullosa de sus tradiciones. Los lectores de este González Martínez se pueden encontrar hasta más allá de la segunda mitad del siglo xx. Es el González Martínez modernista. A partir de El romero alucinado será otro. Quedémonos, entre tanto, con el primero. No se debe olvidar que el Modernismo es un movimiento epocal; y que sus influencias son tantas, o más, que las que señalan los manuales de literatura, como apuntó José Emilio Pacheco; que surgió primero en la prosa y que dio, en poesía, sus más sazonados y brillantes frutos en las postrimerías del siglo xix. Y su apropiación mayor fue en el idioma. El español de los modernistas ya es el español de América. Curiosamente, la influencia francesa fue el detonador de una conciencia lingüística definitiva. Por eso, los poetas que consiguieron remontar el siglo calaron hondo en la sensibilidad de los lectores. Les hablaban en una lengua reconocible, por más que ésta fuera enriquecida con los artificios de la retórica. El léxico de los modernistas era asequible para las personas instruidas. Y se convirtió en un modo de ser de una época y ensanchó sus fronteras temporales. Es cierto, la Revolución institucionalizada agrandó la brecha entre ricos y pobres; pero la idea de la instrucción como la única vía válida para el ascenso social se mantuvo mucho tiempo. Concluir la educación primera suponía escribir con bella letra y cuidada ortografía… y leer. La lectura era una costumbre de todos los días. Por eso la gente conocía a sus poetas, y aunque los libros no actualizaran su lista de autores,


éstos, ya muertos, depuraron muchas sensibilidades. Enrique González Martínez murió en 1952. Es posible que en esa década nacieran los últimos cultivadores de la lectura de poemas, de la escritura legible y de la ortografía. Y cambiaron los tiempos. Enrique González Martínez comienza su obra a principios de la vigésima centuria. A la elegante, brillante —y aparente— frivolidad de Manuel Gutiérrez Nájera y a los arduos ejercicios estilísticos del último Salvador Díaz Mirón, un ingenuo diabolismo había contagiado a los más jóvenes. Los paraísos artificiales co­braron más de una víctima. El hastío de fin de siglo y los aires de la ya inminente Revolución templaron de otra manera los ánimos. Y si Othón se refugia en las lobregueces de su alma pecadora en consonancia con el paisaje, y Urbina depura su tono conversacional y límpido, Nervo decide indagar en su interior y escribir “sin literatura”. Ésta es la búsqueda primera de González Martínez: a partir del conocimiento interior, indagar en el secreto del mundo. Así, La muerte del cisne es una suerte de testamento poético. Depura los procedimientos estilísticos de sus primeros libros y el verso transcurre sin tropiezos por la estrofa. Entre Antonio Machado y san Francisco de Asís, se hace amigo de las cosas más sencillas de la naturaleza y las interroga sobre el secre­to del mundo, que conoce intuitivamente: la calma, la tranquilidad, la templanza: la sabiduría. Y aunque pretende ajus­tar cuentas con cierto Modernismo, un espléndido poema del conjunto —“Hortus conclusus”— es como un aviso de que la muerte de ese cisne iba a ser precedida de una prolongada agonía. Quizá por eso, en el prólogo a Jardines de Francia, Henríquez Ureña se afana en destacar las virtudes de González Martínez como poeta. La traducción de sus poetas preferidos es la manera más certera de apropiarse de la tradición. Es decir, el poema traducido es ya un poema propio. (En estos tiempos se llamaría intertextualidad.) Por otra parte, éste era un procedimiento que González Martínez utiliza desde su primer libro. Y que concreta en Jardines de Francia como guía inequívoca de su forma de ver la poesía. No es casual que el mayor número de poemas traducidos sea de la autoría de Francis Jammes, tan cercano a él en muchos aspectos.

Sí, González Martínez ha sido uno de los autores más leídos de la historia literaria mexicana. No sé si se ha valorado lo suficiente su capacidad de transformación. La primera parte de su obra configuró un discurso reconocible y necesario. Con ella educó su sensibilidad gran parte de nuestro siglo xx. La segunda, menos severa y meditativa, constituye la apuesta de un poeta maduro con los nuevos tiempos. Henríquez Ureña, al final del prólogo a Jardines de Francia, esperaba tiempos mejores. A cien años de distancia no estamos mejor. Tal vez, un poco a la manera de Machado y otro tanto como san Juan de la Cruz, González Martínez nos diga que “el ocio atento y un oído dulce” nos ayude a soportar estos tiempos en los que la rapiña y la codicia son moneda corriente.


Juan Rulfo. (FotografĂ­a: Paco Junquera/Cover/Getty Images)

Pedro PĂĄramo,

agua disuelta en la eternidad Leopoldo Lezama 14 | casa del tiempo


Emmanuel Carballo y La amortajada, un aporte En diciembre del año 2006, cuando estaban por cumplirse 90 años de Juan Rulfo, el crítico Emmanuel Carballo me recibió en su casa para contar su experiencia con Pedro Páramo. En aquellos años, Carballo recién había llegado a la ciudad de México y compartió con Juan Rulfo el tercer ciclo de becarios del Centro Mexicano de Escritores, de septiembre de 1953 a junio de 1954, periodo en que Rulfo escribió la célebre novela. En aquel grupo también estaba un viejo amigo que había sido su editor en la revista Pan de Guadalajara una década antes: Juan José Arreola. Los primeros registros de la elaboración de la novela, cuya concepción, según Rulfo, data de 1939, han quedado asentados en los archivos del cme. En un primer informe correspondiente al mes de septiembre del año 1953, Rulfo detalla que la novela se llamará Los desiertos de la tierra. El 1 de noviembre del mismo año, informa: “He realizado ya los primeros dos capítulos de la novela, aunque no en forma definitiva, pues algunas cosas tienen que ser rehechas para dejarlos por terminados. Tengo también formados varios fragmentos de partes que irán en los capítulos subsecuentes”.1 En el número 1 (enero-marzo de 1954) de la revista auspiciada por el Instituto Nacional de Bellas Artes, Las Letras Patrias, dirigida por Andrés Henestrosa, Rulfo publicó como “Un cuento” lo que posteriormente sería la primera secuencia de la novela definitiva: “Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Salvo el cambio de nombre y lugar (“fui” por “vine”) por razones estéticas, el fragmento es el mismo. Son los primeros meses de 1954, y Juan Rulfo está redactando la novela que habrá de entregar en octubre al Fondo de Cultura Económica. Es aquí donde debemos ubicar el testimonio de Emmanuel Carballo, quien en marzo publicó en el número 7 de la Revista Universidad de México, “Arreola y Rulfo”, ensayo que por vez primera puso al escritor de Apulco en el primer plano de la narrativa mexicana: “Raros son los escritores, sea cual fuere el género que practiquen, que al publicar su primer libro ofrecen una obra madura, una voz propia [El llano en llamas]. Y más raros aún son aquellos que con el primer título inauguran o consolidan una válida aportación en el campo de las letras”. El sentido del texto manifiesta una gran admiración por el compañero becario, con quien compartía sesiones de lectura los miércoles por la tarde en un edificio de la calle de Yucatán. No obstante, la historia de Carballo con el autor y su novela va más allá: —Yo me acuerdo que cuando escribió Pedro Páramo vivíamos en el mismo edificio, en Tigris 84 […] Estábamos en el Centro Mexicano de Escritores. Él era una especie de supervisor y al mismo tiempo becario. Era una gente muy querida por Margaret Sheed, que era la directora, y quería mucho a Rulfo con sobrada razón, como escritor. Difícilmente había un par que se le pudiera poner enfrente. Estaba haciendo Pedro Páramo. Yo

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Archivos del cme.

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corregía pruebas para alcanzar a redondear mi presupuesto en el Fondo de Cultura Económica. Y me tocó corregir las páginas de Anderson Imbert, la Historia de la literatura hispanoamericana, y corrigiendo me encontré una escritora chilena, María Luisa Bombal, de 1920, y La amortajada. Y el señor Anderson Imbert no te analiza los libros, te cuenta las historias que cuenta cada libro, y gracias a eso vi que lo que estaba haciendo Rulfo era lo que hizo Maria Luisa Bombal. El personaje era Susana San Juan, era muy importante. No era un plagio y puedo asegurarlo, no era plagio, Rulfo no conocía la novela. Pasamos un día entero en la librería Robredo. —De los Porrúa. —Sí, de los Robredo. Eran Porrúa, Jerónimo y Rafael Porrúa. Ahí estaba la librería en el Centro Histórico, en Donceles, entre Guatemala y Argentina. Por fin lo encontramos. Rulfo se metió a su casa, lo leyó, no siguió adelante con el plan que tenía. Enloquece a Susana San Juan y surge, poco a poco, poco a poco, Pedro Páramo, hasta que es el personaje central de la obra. Y la otra es una loca, perdió la razón, la adora Pedro Páramo pero no puede desposarla siendo una loca. Cambia totalmente. Esa fue una aportación. Yo de ninguna manera diría que Rulfo era plagiario, que estaba plagiando a la Bombal. No, era una coincidencia2.

Este hecho cobra validez si atendemos el mencionado informe del cme de noviembre de 1953, donde Rulfo añade un dato fundamental: “El nombre de la protagonista ha sido cambiado al de Susana San Juan, y el del personaje principal al de Pedro Páramo”. Esta especificación se debe a que originalmente se llamaban Susana Foster y Maurilio Gutiérrez. Lo esencial es el hecho de que “la protagonista” era Susana San Juan. En palabras de Rulfo se sostiene lo que afirma Carballo. Aún más, Carballo no fue el único que encontró relación entre la novela de la escritora chilena y la de Rulfo. El editor de la revista Sur, de Buenos Aires, José Bianco, en un homenaje realizado a María Luisa Bombal en 1984, tras cumplirse cuatro años de su muerte, mencionó:

Borges hizo una crítica de La amortajada en el número 47 de Sur, el primer número de la revista preparado por mí. Allí decía que los libros de María Luisa Bombal eran esencialmente poéticos. Ignoro —continuaba Borges— si esa involuntaria virtud es obra de su sangre germánica o de su amorosa frecuentación de las literaturas de Francia y de Inglaterra. Lo cierto es que en La amortajada no faltan sentencias ni tampoco páginas memorables, pero que vastamente las supera el conjunto del libro. “Libro de triste magia, deliberadamente suranné, li­bro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América.” He pensado en esta última frase de Borges, libro que no olvidará nuestra América, porque años, años después, conversando con un escritor mexicano de gran talento, menor que María Luisa, menor que yo, y autor de una obra tan breve como admirable, me dijo, creo recordar, que La amortajada era un libro que lo había impresionado mucho en su juventud. Ese escritor es Juan Rulfo. Quizá en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, podríamos discernir alguna influencia de La amortajada. En ese caso las palabras de Borges sobre la novela de María Luisa Bombal, nuestra amiga tan querida, habrían resultado proféticas.

La amortajada (1938) es una mujer que escucha, reflexiona y recuerda desde la tumba. La concentración poética del lenguaje, la sensación de atemporalidad y la propia estructura de los monólogos son muy parecidos a los que rodean a los muertos de Rulfo. Expongo brevemente un fragmento de la novela de María Luisa Bombal. La escena ocurre en la habitación donde están velando a la amortajada. Muy cerca del féretro, se encuentra una amante de la difunta que evoca tiempos pasados. Ella puede escuchar sus pensamientos: —Ana María, ¡es posible! ¡Me descansa tu muerte!... “Necesitaba tanto descansar, Ana María. ¡Me descansa tu muerte!...” “Sí, volveré a gozar los humildes placeres que la vida no me ha quitado aún y que mi amor por ti me envenenaba en su fuente.”

Lezama, Leopoldo, “Amo al escritor y me es indiferente el hombre”, entrevista con Emmanuel Carballo, Viento en Vela, Rulfo, medio siglo de su obra, año 2, número 1, México, Diciembre de 2006.

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“Volveré a dormir, Ana María, a dormir hasta bien entrada la mañana, como duermen los que nadie ni nada apremia…”


“Me sabías egoísta, ¿verdad? Pero no sabías hasta dónde era capaz de llegar mi egoísmo. Tal vez deseé tu muerte, Ana María…”

El lector tiene a la mano las dos obras. Será él quien juzgue. Agua disuelta en la eternidad La obra maestra de Rulfo es universal porque es un poema narrativo sobre la condición humana. El mundo es ese lugar al que hemos llegado a presenciar cómo se deteriora la vida. Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche. La vida se parece más a ese cielo plomizo que a una luz esclarecedora; en la existencia, como en Comala, siempre está anocheciendo. Y los ruidos que llegan a rastras no pertenecen a nadie, son un espectro que surge para en seguida desintegrarse. Y las fuerzas que motivan al espíritu pronto envejecen; el amor deviene sufrimiento, la memoria, en olvido. El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Rulfo fue un escritor que comprendió la fragilidad del hombre frente al violento paso del tiempo. Quizás por eso prefirió un lugar donde el tiempo estuviera ya descuartizado; al menos ahí las almas hablarían sin el pesar de los recuerdos. Pero no, aquí no se oye nada, ni siquiera la lluvia. Ruidos callados, lágrimas, oraciones sin destino. Oyes quejidos, risas, unas risas ya muy viejas como cansadas de reír. Y voces desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que todos esos sonidos se apaguen. La vida, como el amanecer de

Comala, es brumosa. Y en el cielo se ven una cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día; cielo entorpecido, cielo sin aire que no escucha las plegarias. El mundo es ese sorbo de vida del que uno se deshace, un ruido sin forma como si hubiera sido pronunciado en el delirio. Juan Rulfo fue un escritor sumido en el desánimo, porque vio que el fundamento de la vida es su propio exterminio; una flama a punto de consumirse, un sueño que habrá de disiparse con el primer fulgor del día. Y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si se viviera siempre en la eternidad, diría Rulfo en “Luvina”. Porque los muertos aún tienen recuerdos y en el cielo del inframundo aún pueden verse las estrellas. Los entes de Comala aún tienen deseos; su rencor, su tristeza, aún se escapan de las paredes; son agua despierta, agua disuelta en la eternidad. Más allá, ahí donde la noche solloza en una lluvia de estrellas, los muertos aún aman. Pero el amor de Pedro Páramo a Susana San Juan ha librado las fronteras que delimitan la realidad y la fantasía. Más allá, ahí donde una mente maestra creó un pueblo que ha trascendido todos los tiempos, hay un hombre, desmoronado como piedras, que seguirá anhelando: Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana…

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Cuando triunfe la Revolución, etcétera… Medio siglo de Los relámpagos de agosto

Jorge Ibargüengoitia

Nora de la Cruz

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Es injusta la desconfianza con la que se mira a los críticos. La crítica es, después de todo, un ejercicio de la fe: quien la realiza cree que es comprendido por aquellos a quienes apela y, más todavía, que aquello que critica puede cambiar. Esto viene a cuento porque a Jorge Ibargüengoitia se le etiqueta siempre como un crítico feroz, desmitificador de la historia, agudo observador de la idiosincrasia nacional y desmembrador del discurso oficial, pero —por encima de todo— como un escritor de prosa ligera y accesible, con un notable sentido del humor y absolutamente fascinado por México y su historia. Todos estos rasgos, originados en su dramaturgia y continuados en toda su producción, se encuentran ya en Los relámpagos de agosto, su primera novela, con la cual inicia no sólo su etapa de narrador, sino también el ciclo de obras que él denomina “de tendencia pública”, porque sus “sucesos […] son reales y conocidos, los personajes son imaginarios”1 (lo que actualmente llamaríamos ficción histórica). Sin embargo, aunque este juicio crítico sobre la obra del autor sea prácticamente unánime, vale la pena revisarlo a medio siglo del hito que representó esta publicación en la literatura mexicana moderna. Se considera que Ibargüengoitia es divertido, ligero y legible; esto se debe, en gran medida, a la velocidad que adquiere el relato conformado por acciones constantes y pocos segmentos descriptivos o explicativos, a lo cual contribuye la agilidad de los diálogos debida seguramente a la experiencia del autor como dramaturgo. La novela relata el conflicto armado entre revolucionarios —ya en ese entonces militares retirados— con el fin de hacerse con el poder tras la muerte del presidente, desde la perspectiva de uno de ellos: José Guadalupe Arroyo. Los suce­sos que componen la trama son simultáneamente absurdos y terribles —fusilamientos ordenados arbitrariamente, abusos de poder y corruptelas, todo realizado con absurda solemnidad y con franca torpeza—; la trama está construida, pues, por disparates en tono de farsa o incluso de slapstick, como cuando Arroyo empuja a Pérez H. a una fosa recién cavada, no por rivalidades políticas o diferencias ideológicas, sino por creer que le había robado un reloj. En este punto podría decirse que el absurdo se consigue de la extrapolación de los vicios de los personajes, sin embargo, en las novelas históricas de Ibargüengoitia —y en su obra en general— diríamos que este recurso es más bien el resultado de mostrarnos a los mexicanos tal como somos.2 Esta intención estética estaba signada ya en las indicaciones escénicas con las que se inicia El Atentado (antecedente directo de Los relámpagos…): “Esta obra es una farsa documental, mientras más fantasía se le ponga, peor dará. Advertencia: si alguna semejanza hay entre esta obra y algún hecho de nuestra historia, no se trata de un accidente, sino de una vergüenza nacional”.

Jorge Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, México, Planeta, 2007, p. 14. Un parentesco interesante aunque aleatorio: en Los relámpagos… quienes no consiguen concretar sus chapuzas mueren por su propia imbecilidad o mala suerte —los menos— o bien, desertan o escapan, como Ubú, el célebre personaje creado por Alfred Jarry. 1 2

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El otro recurso en el que se sustenta el humor en Ibargüengoitia, además del absurdo, es la ironía, que funciona para mostrar las contradicciones de los ideales y los próceres que son, en el discurso oficial, unívocos3. Esa ironía contribuye a la impresión de desmitificador de la historia que el autor genera entre los críticos y lectores. Tanto en Los relámpagos…, como en Los pasos de López, Ibargüengoitia se enfoca en hechos poco conocidos de la historia nacional —algunos referidos por la tradición oral— y aporta una nueva interpretación que no por graciosa deja de ser aguda. Diríamos que en el mismo recurso en el que se sustenta su ligereza radica también su ferocidad: los personajes son caracterizados por sus acciones —casi todas despreciables— que aparecen desprovistas de las dos cosas de las que el discurso oficial más ha abusado históricamente: la solemnidad y las excusas. Por ello, en cuanto alguno de los personajes intenta elaborar una perorata cuyo contenido es, por manido, predecible, el narrador la interrumpe y sintetiza en un trivial etcétera.4 Así se ridiculiza la grandilocuencia de los ideales revolucionarios que, al institucionalizarse, se diluyeron hasta convertirse en una mera justificación para las luchas entre facciones políticas. Además, el uso de este recurso es una marca significativa de la perspectiva que tiene Ibargüengoitia sobre el discurso oficial, que suele ser vacío e incongruente con las acciones de quienes lo profieren. En este punto es claro que uno de los temas que más inte­resaron al autor fue el de la mexicanidad, abordado desde una perspectiva humorística pero poco complaciente. Podría decirse que no se ocupó de otra cosa en su producción que no fuera de hablar de sus compatriotas, de su país y de las causas que nos han conducido al fracaso. La idea que desarrolla en su teatro, su narrativa y su periodismo podría resumirse en la afirmación que hace en su “examen de conciencia patriótica”: el principal defecto de México es estar poblado por mexicanos5. Los relámpagos de agosto es la primera inmersión narrativa, tristemente vigente, en esta catástrofe que todavía es la vida nacional de un autor cuyo humor no era un efecto, sino una forma de ver la realidad. Él mismo es categórico al respecto: “quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue en broma es un imbécil”.6

El autor señala que El Atentado fue escrita en 1962 y no se montó sino hasta 1975 porque las autoridades consideraban que trataba con poco respeto a una figura histórica. “Jorge Ibargüengoitia dice de sí mismo”, en Instrucciones…, 12. 4 Con este recurso se eliden también los lugares comunes del discurso histórico y político en los artículos de Ibargüengoitia. 5 Ibargüengoitia, Ibid…, 61. 6 Ibargüengoitia, apud. Vicente Leñero, Los pasos de Jorge, México, Joaquín Mortiz, 1989, p. 110. 3

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Apuntes sobre la novela grieta Cincuenta aĂąos de Farabeuf

VerĂłnica Bujeiro


El libro, cosa escrita, entra en el mundo en donde realiza su obra de transformación y de negación. Él también es porvenir de muchas otras cosas y no sólo de libros, sino que, por los proyectos que de él pueden nacer, por las empresas que favorece, por la totalidad del mundo cuyo reflejo cambiado es, es fuente infinita de nuevas realidades, a partir de lo que la existencia será lo que no era. Maurice Blanchot

Ilustraciones de Verónica Bujeiro

Las portadas de los libros, esos simulacros de ilustración del contenido de las cajas blancas llenas de grafías, han hecho poca o nula justicia a lo largo de su historia, pero en el caso de Farabeuf o la crónica de un instante de Salvador Elizondo han errado aún más. Hasta ahora no hay quién se haya atrevido a editarlo con una portada negra, acaso con un recuadro blanco a modo de indicación para una entrada, al que los iniciados habrán de entender como la invitación a un umbral. Farabeuf es una novela grieta de la literatura mexicana, porque más que un texto literario, lo que propone Elizondo es arrojarnos dentro de un estado mental. ¿Cuántas veces ya he entrado en ese cuarto de clima lluvioso, he escuchado las tablillas de la ouija deslizarse unas sobre otras, sentido el hedor de un desinfectante médico que anticipa la sangre que habrá de derramarse y ocultará asimismo el olor de esos cuerpos que acaban de con­sumar el acto carnal? Y ahora me coloco en la fila de los escribientes que tendrán que acceder al nulo ejercicio de hablar sobre ella, añadiendo capas a ese palimpsesto inútil que difícilmente deshará el escrito base de Salvador Elizondo, ese inoculador de recuerdos falsos que pasarán inadvertidamente a la memoria de sus lectores. “Venimos de una escena en la que no estuvimos”,1 dice Pascal Quignard acerca de nuestra concepción, pero la lectura de Farabeuf nos arroja hacia un sentido de pertenencia que nada tiene que ver con lo consanguíneo sino más bien con algo que puede ser nombrado del todo, quizá porque como el mismo autor francés dice: “El hombre es aquel a quien le falta una imagen”.2 Tras ese desliz que invoca el ¿Recuerdas? constante del libro, quien entra en la zona delimitada por esa tarde de lluvia, los pasos de alguien que se acerca y la mediación que pretende hacer la ouija entre el aquí y el ahora de los sucesos del libro con el tiempo del lector, sabe que la caza de esa imagen que nos falta resultará una búsqueda obsesiva que, en su inutilidad, traza las coordenadas para la celebración de un rito, aquel en el que un hombre y una mujer habrán de encontrarse

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Pascal Quignard, El sexo y el espanto, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2005, pág. 9. Ídem.


para representar una cópula. Esa cópula tendrá como consecuencia el encabalgamiento de otros seres y momentos que establecen una reconfiguración maniática, cual si una tijera divina interviniera en su trama para armar y desarmar sin fin. La novela grieta nos trasgrede anteponiendo al acto carnal la realidad de un instinto que busca hundirse dentro de otra carne para descomponerla en mil pedazos, y es tarde cuando nos damos cuenta que nuestros cuerpos también han sido atravesados por la misma sensación. Me piden hablar de esta obra y yo sólo siento la cabeza hundirse en un callejón sin salida. Si estuviese frente a un público me supondría muda y únicamente vendrían a mi cabeza los vocablos para pedir una herramienta similar a la de un cirujano, como el que utilizaba el doctor del título, para hacer la amputación a este cadáver textual. No tendría nada de raro ni de trans­gresor, tantos otros antes de mí lo han hecho de forma disimulada o acaso inconsciente, sólo para tener algo propio que decir. Además sé que hay un punto que me une a Salvador Elizondo y esto es el gusto por el montaje y el collage, procedimientos perversos que cortan y pegan trozos de realidad para recomponerlos a nuestra manera, como si fuera una forma de encontrar un sentido o quizás aquella imagen que nos falta. En toda construcción de un organismo textual existen una suerte de objetos encontrados que se funden bajo una mirada que los reconstituye en un nuevo cuerpo. “Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de un paraguas y una máquina de coser”, Salvador Elizondo se tropieza en el bazar de la Lagunilla con el libro Précis de manuel opératoire de Louis Hubert Farabeuf, cirujano francés que creó los instrumentos de disección y amputación que llevan su nombre, al tiempo que José de la Colina le muestra una edición de Las lágrimas de Eros de Georges Bataille, en donde aparece aquella fotografía de la tortura de los Mil Cortes, el Leng T’ché, esa inesperada cumbre del erotismo y el amor carnal que se aprecia en la expresión de aquel que enfrenta la muerte de la manera más bestial. Sobre el

cadáver textual de Farabeuf aparece el cuerpo humano como el cruce que intercepta estos caminos en líneas y líneas que forman maniacos hexagramas del I Ching, a la vez que disparan nuevos cortes y recomposiciones para afirmar la tesis central del libro: “El suplicio es una forma de escritura”. Las imágenes del manual operatorio y la fotografía del suplicio funcionan a modo de vehículo entre el encuentro de los amantes en diversos tiempos, desplazando sus identidades hasta borrarlas, propiciando así la representación dentro de este teatro que fija sus escenas como una instantánea tan sólo para repetirlas en la grabación privada de la mente. A cada línea la grieta se abre y nos escurre entre sus recovecos. La cadencia de los cuerpos ante el acto ritual amatorio que se estimulan y funden ante la pregunta “¿De quién es ese cuerpo que hubiera amado infinitamente?” encuentran correspondencia en otros seres y objetos, derramándose en nuevas fisuras. ¿Recuerdas? La tijera divina corta, pega, amputa y postra frente a nuestros ojos imágenes que se revuelven en la memoria. ¿En dónde estamos? ¿Quiénes somos? ¿Acaso hemos estado nosotros también en la playa? ¿Tocando esa masa inerte de la estrella de mar como si fuese una hendidura en la carne de ese cuerpo que siempre quisimos tocar? Ese instante en la cara del supliciado chino tal vez evoca esa imagen faltante que menciona Quignard, pero también erige la sombra de una duda. Sobre mí aparece un canturreo, una extraña melodía: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escri­bo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía.”3 Es aquí cuando suelto el cursor para abandonar las palabras y tomo las tijeras a modo de intervención. Que las imágenes sigan su curso, yo me rindo: “…no decir nada es la única esperanza de decirlo todo”.4

Salvador Elizondo, El grafógrafo, México, Joaquín Mortiz, 1972, pág. 9. 4 Maurice Blanchot, “La literatura y el derecho a la muerte”, en Kafka sobre Kafka, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, pág. 47. 3

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Responsabilidad como desafío

A cincuenta años de Los signos en rotación Pablo Molinet

Octavio Paz, en una recepción de la American Academy of Arts and Letters en Nueva York, 1984. (Fotografía: Fred R. Conrad/New York Times Co./Getty Images)

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Los signos en rotación es un ensayo de largo alcance sobre las relaciones de la poesía moderna occidental consigo misma, con la historia, la sociedad, la utopía. Su propósito central es imaginar una “encarnación” del texto poético ajustada a su momento histórico: un poema será —después de Rimbaud y después de Mallarmé— “una parvada de signos que buscan su significado y que no significan más que ser búsqueda”. Pacianamente, esta encarnación responde a una conciliación de opuestos: la (negativa) preeminencia epocal del signo sobre el significado, y el (positivo) valor otorgado al espacio en blanco, que “ha perdido, por decirlo así, su pasividad: […] Es el agente de las mutaciones, es energía […] A espacio en movimiento, palabra en rotación […]”. Por supuesto que las nociones de signo y espacio no están acotadas a lo puramente literario, sino que surgen de una imagen del mundo: el texto arriesga una de esas construcciones totalizantes, tan de Paz —el arte, la política, la sociedad, la historia, el espíritu— que extasían a sus admiradores y enfurecen a sus detractores. Contemporáneo de “Viento entero” y precursor inmediato de Salamandra y —claro está— “Blanco”, el texto en cuestión es, además, un episodio particularmente lúcido del periodo hindú de Paz y un gran momento de esa prosa suya —tan, de nuevo, arrebatadora para unos como cargante para otros— que se eleva por sobre los tiempos, las fronteras, las lenguas, las disciplinas. Y la clase de pieza crítica que en­sancha definitivamente la conciencia literaria de su lector, como “The Common


Reader”, de Woolf; “La postulación de la realidad”, de Borges; “/que sepa abrir la puerta para ir a jugar”, de Cortázar. También es un texto que debe leerse a la luz de una prevención: fue escrito desde y para un tiempo en el que el texto poético gozaba de un estatuto distinto. Sin duda, la poesía conoció un periodo de auge entre el arranque del Romanticismo y el estallido de la Revolución francesa hasta —por fijar un límite a vuelapluma— 1990: el año del Omeros de Derek Walcott, el año del Nobel de Paz. Novelas inmensas fueron publicadas en esos doscientos años, ocurrieron enérgicas reinvenciones y giros de la dramaturgia y el ensayo; y no obstante, la poesía pareciera ocupar el nicho reservado al primero entre iguales. Un nicho al que lectores y críticos debían acercarse con la reverente cautela dedicada a — nada menos— las “torres de Dios”. Hoy día, vocativos así merecen una sonrisa cáustica. Las invectivas de Connolly y Gombrowicz muestran el hastío que provocan las pretensiones sacerdotales del gremio. Y si un ensayista, si un narrador invitan a sostener larguísimas conversaciones entre iguales, ¿por qué habríamos de hacerle el juego a ese Custodio del Fuego Sagrado que no se apea de la Revelación? Esta no es cuestión central para Los signos en rotación (Buenos Aires, Sur, 1965), pero no me sentiría cómodo pretendiéndola ilusoria o irrelevante en 2015 y leyendo esta (épica) primera frase, “La historia de la poesía moderna es la de una desmesura”, como si se hubiera publicado antier. Constatación boba: tómese el número de años que separaba 1965 de la edición príncipe de cualquier libro clave de poesía moderna —incluido, por supuesto, La estación violenta (1958)— y súmesele una cantidad modesta: 50. Ha transcurrido medio siglo. Giros magníficos de estilo, como “la gesta de la poesía en Occidente”, me suenan hoy día tan remotos como “la gesta de los dinosaurios en Pangea”. Con ello, no pretendo fingir la caducidad del texto que, desde 1967, cerrará El arco y la lira —nada menos— sino aceptar uno de sus retos: “la interrogación sobre las posibilidades de encarnación de la poesía no es una pregunta sobre el poema sino sobre la historia”. La pregunta que Paz se plantea es —como quería Eliot de la traducción de los clásicos—, una que cada generación debe hacerse: ¿qué poemas escribir ahora? Para ello, busca “en la realidad ese punto de inserción de la poesía que es también un

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punto de intersección, centro fijo y vibrante donde se anulan y renacen sin tregua las contradicciones […]”. En la realidad, no en Tamoanchán, ese enigmático “punto de inserción” es una pregunta: “¿es quimera pensar en una sociedad que reconcilie al poema y al acto, que sea palabra viva y palabra vivida, creación de la comunidad y comunidad creadora? […] Esa pregunta es la pregunta. […]”. Y que no tenga respuesta no obvia un hecho, “no hay poesía sin sociedad”, que a su vez comporta una paradoja, “la poesía […] afirma y niega simultáneamente al habla, que es palabra social […]”. En efecto, la perspectiva es marxista: “Nuestros juicios y categorías morales, nuestra idea del porvenir […] todo, sin excluir nuestras negaciones del marxismo, está impregnado de marxismo […]”. En mi lectura, el punto de apoyo, el fulcro en que el ensayo entero se apalanca es la asunción —ineludible, creo—, de que sólo puede tomarse en serio el texto poético si éste aspira a hacerse real, a realizarse, y que ello depende de “poetizar la vida social, socializar la palabra poética. Transformación de la sociedad en comunidad creadora, en poema vivo; y del poema en vida social, en imagen encarnada”. Comienza a sonar el estremecedor principio esperanza de la “An die Freude” en la novena sinfonía y se interrumpe bruscamente: “La conversión de la sociedad en comunidad y la del poema en poesía práctica no están a la vista.” Esa interrupción plantea el problema de la poesía en su exacta crudeza: “no se puede escribir un poema sin vencer un sentimiento de vergüenza: ¿no se trata de un acto irrisorio o, lo que es peor, no se incurre en una mentira?”. Problema sin solución —quizá la literatura represente, ella misma, un problema irresoluble—, que describirá dos giros clave en la modernidad. El primero: “A partir de Une Saison en enfer nuestros grandes poetas han hecho de la negación de la poesía la forma más alta de la poesía: sus poemas son crítica de la experiencia

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poética, crítica del lenguaje y el significado [….]”. Y el segundo: “la novedad de Un Coup de dés consiste en ser un poema crítico. […] la unión de estas dos palabras contradictorias quiere decir: aquel poema que contiene su propia negación y que hace de esa negación el punto de partida del canto […]”. El ensayo propone un tercer giro sucesivo y concorde: “el poema como una configuración de signos sobre un espacio animado.” La imagen es hermosamente adecuada para describir la poesía de Paz desde el ciclo hindú y quizá hasta el cabo postrero de Árbol adentro. Como la “Filosofía de la composición” de Poe, Los signos en rotación propone una vara que sirve únicamente para medir el trabajo de su autor —¿podía ser de otra manera?—. No me siento apremiado a asimilarla a mi propio trabajo, tampoco a buscarle fisuras para invalidarla a como dé lugar. Lo primero es sumiso; lo segundo, petulante. No sé si algún texto de Paz busque devoción servil; tampoco, si alguno de los principales pueda ser decisivamente refutado. Y creo que la responsabilidad de un escritor con la tradición y con el futuro es más compleja que esas dos operaciones. Octavio Paz, lo sabemos, se asumía heredero de Occidente. No sé si se deba tomar distancia de esa deci­ sión, sé que se puede. Y de ello se seguirá un universo drásticamente distinto que impondrá otros distanciamientos. Como quiera, un hecho será insoslayable: que, al decidirse heredero, y luego sucesor —de Blake, de Rimbaud, de Mallarmé, de Marx—, Paz se hizo responsable de problemas espirituales e intelectuales de gran calado. Esa toma de responsabilidad es el desafío auténtico de la tradición. Y, al enfrentarlo, Paz lo arrojó al futuro: nos lo arrojó a nosotros. Con ello, con todo ello en mente es que afirmo que textos como Los signos en rotación reclaman algo más modesto que la refutación y más difícil que el elogio: otros textos.


Fotografías de la prensa de la época del caso de Rafael Pérez Hernández y familia

Dramaturgia para un mundo erizado de colmillos

Cincuenta años de Los motivos del lobo Lucía Leonor Enríquez profanos y grafiteros |

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“El teatro me pervirtió”, reconoció públicamente Sergio Magaña acerca de ese arte que ni siquiera le entusiasmaba y al que lo introdujo Emilio Carballido. José Sergio Alejandro Magaña Hidalgo, uno de los más brillantes e innovadores autores de mediados del siglo xx, nació el 24 de septiembre de 1924 en Tepalcatepec, Michoacán, y fue el menor de doce hermanos. Montó su primera obra dramática, Como las estrellas y todas las cosas, en su habitación, y si bien tuvo como singulares espectadores a Carballido, a Luisa Josefina Hernández y a Rosario Castellanos, integrantes del “Teatro de Recámara”, su debut profesional sería más que memorable. El 17 de febrero de 1951, bajo una lluvia de aplausos y ovaciones se estrenó en el escenario del Palacio de Bellas Artes Los signos del zodíaco dirigida por Salvador Novo, entonces direc­tor del Departamento de Teatro del inba; sin lugar a dudas, un arranque que anunciaba el lugar preponderante que ocuparía el joven autor de apenas veintiséis años y que, sorprendentemente, se había iniciado en la dramaturgia sólo tres años antes. Narrador, crítico, poeta, cuentista, guionista y dramaturgo, Magaña confesó que fue el teatro el que le mostró una vida nueva que lo despojó del yoísmo, “nada de yo, yo, yo…”. Lejos de la simpleza y reduccionismo del cliché, sin intención de complacer ni edulcorar la realidad, el michoacano tenía la impronta de que su teatro debía ser comprendido por el espectador común, pero también poseer la complejidad suficiente en sus símbolos para la culta minoría que apreciara sus piezas. Como dramaturgo, abordó el drama, el melodrama, la tragedia, la farsa, la comedia, la comedia musical, la pastorela y el teatro para niños. Entusiasta de la exploración, amplió el panorama del teatro mexicano al escribir nuestra primera obra naturalista: Los signos del zodíaco (1950); las primeras comedias musicales modernas: Rentas congeladas (1960) y El mundo que tú heredas (1970); la primera obra dramática con trama policiaca, El pequeño caso de Jorge Lívido (1958); y los primeros textos del llamado teatro documental o de hechos con Los motivos del lobo (1965). Su afán de hacer una obra para México, “con nuestro modo de mirar la vida, para mi gente”, su deseo de denunciar la corrupción y mostrar la traición, lo impulsaron a escribir los dramas históricos Moctezuma II (1954) y Los Argonautas (1967), rebautizada Cortés y La Malinche. En 1971 fue declarado Hijo Predilecto en su tierra natal, en 1988 fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura “Juan Ruiz de Alarcón” y fue también en ese año que inba y unam le rindieron merecido homenaje. Sergio Magaña murió el 23 de agosto de 1990. A manera de reconocimiento, desde 1991, un teatro de la ciudad de México que se caracteriza por dar cabida a proyectos comunitarios y espectáculos populares, así como por ser una plataforma para las nuevas generaciones de creadores, lleva su nombre. El nombre del lobo En 1959, Rafael Pérez Hernández ganó una triste notoriedad en los tabloides amarillistas cuando se reveló que había encerrado a su familia durante quince años

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para protegerlos de la maldad del exterior. Bautizado por la prensa como el “Maniático Pérez”, el extraño personaje nombró a sus hijos según los valores e ideales que supuestamente enarbolaba: Soberano, Librepensador, Indómita, Triunfador y Bienvivir. Fue hasta que una nota anónima llegó a la policía cuando la familia de Pérez Hernández se liberó de la “pureza y bondad” a la que los habían confinado. Además de la obra de Magaña, la desafortunada historia inspi­ró la novela La carcajada del gato (1964) de Luis Spota y la película El castillo de la pureza (1972) dirigida por Arturo Ripstein. Con Los motivos del Lobo, Sergio Magaña ganó el premio “Manuel Eduardo Gorostiza”. Por razones poco claras, el texto no se publicó sino hasta muchos años después de haber sido escrito y existen dos versiones, el texto estrenado en 1968 y otro, publicado por la revista Tramoya en 1990. Los motivos del lobo fue seleccionada como la obra inaugural de las Olimpiadas Culturales de 1968, este acto artístico contó con la participación de 91 de los 113 países convocados para la justa deportiva. Sin embargo, ambas Olimpiadas se vieron eclipsadas por la represión estudiantil que culminó con los infames eventos del 2 de octubre en Tlatelolco. Según Magaña, hubo otra poderosa razón por la que la obra no tuvo éxito entre el público: el director Juan José Gurrola. En un hecho casi insólito en la escena nacional, donde el texto dramático todavía era el punto indiscutible de partida para la creación escénica, Gurrola realizó cambios anecdóticos en la obra de Magaña, hecho que deploró el autor como un intento del director de ser “el centro de todo”, en lugar de coordinar el espectáculo. Cada quién vive en el mundo como mejor le place Martín Guolfe encierra a su mujer Eloísa y a sus hijos, Fortaleza, Lucero, Libertad y Azul, durante 17 años. Lo que saben del mundo lo han aprendido mediante los libros. La tarde de un 15 de septiembre, el señor Guolfe no echa llave a la reja que aísla a su familia del exterior. La Sra. Maud irrumpe en el hogar de los Guolfe para entregar un telegrama que anuncia una visita —hecho que trastornará el universo

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inmaculado y puro que Guolfe pensaba había dentro de las murallas— y exhibe a los depredadores que habitan a ambos lados de la reja. Si partimos del aserto que el propio Magaña refirió como punto de arranque para la escritura de esta obra: “todos los aislamientos son nocivos”, hallamos que la amalgama de degeneración y abuso que se plantean en el hogar de los Guolfe se multiplica y se torna aún más terrible en la sociedad. Magaña no sólo crítica la cosmovisión de Guolfe, también critica la ferocidad carnicera de nuestra entorno, que pareciera experimentar un encierro de pensamiento y conducta. En el poema de Rubén Darío que da título a la obra, se confronta la maldad del hombre contra la naturaleza salvaje de las bestias. En su obra, Magaña hace un parangón entre el salvajismo que ocurre al interior del hogar de los Guolfe y en el mundo de afuera, y alude claramente al poema en boca de Fortaleza, la hija de 18 años, a quien Guolfe ha pedido memorice sus versos, quizá en un afán de hacerles ver lo cruento de los seres humanos y, por ende, lo necesario del encierro. El dramaturgo humaniza al monstruo que podría ser Guolfe al mostrarlo como un padre que desea prote­ger a sus lobeznos: guolfe: No quiero que los muerdan (…) como me mordieron a mí. Estoy lleno de cicatrices, Eloísa.

Nublado por su temor al otro, Guolfe es incapaz de ver que es él quien lastima a su prole y quien despierta en ellos esa ferocidad animal de la que pretende salvarlos. Personaje complejo, Martín Guolfe defiende la única libertad de la que gozan sus hijos, la del lenguaje, pues sólo “la gente mediocre tiene miedo de las palabras”. Lo que el patriarca ignora es que las palabras son caminos, y sus hijos encuentran dentro del encierro oscuros senderos para sentir plena libertad. En el tenor de sentimientos libertarios, cabe señalar el momento de la acción que elige el dramaturgo, el cumpleaños de Lucero del 15 de septiembre, el día en que se celebra la Independencia de México. Esta alusión da pie a una lectura política de la obra: ¿qué

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independencia se celebra? No sólo la que le es negada a la familia Guolfe. “Puedes verlo todo desde los muros”, dice el patriarca/dictador. La independencia se pasea frente a ellos pero es inalcanzable, y acaso esa independencia es sólo un montaje espectacular también para todos los que habitan fuera de la casa, los que marchan y celebran, los que creen que pueden protestar y manifestar su descontento, sólo para ser silenciados. guolfe: […] Y yo pago mis impuestos para mantener esa tropa... que luego ellos usan no para defender la patria, sino para encadenar la opinión libre de los ciudadanos. ¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Y el 16 de septiembre, cuando llega la tan anhelada independencia, una horda de chacales saquea y violenta el hogar dando paso a una nueva dictadura. Se ha ido Guolfe pero otro lobo toma su lugar. Conocer o revisitar la obra de Sergio Magaña es sumergirse en la mirada crítica y sin complacencias de quien, sin la artificiosa pretensión de los creadores que saturan de símbolos sus obras para simular una complejidad inexistente, buscó dialogar de forma honesta con el público de su época: un tiempo y una obra que, aún hoy, resuenan.


Un sueño de la razón que no produce monstruos

Cuarenta años de Terra Nostra Héctor Antonio Sánchez

Como sabemos, instantes varios del siglo que nos precede vaticinaron la muerte de la novela. Ya las vanguardias anunciaban la necesaria crisis de un género —el más joven entre los literarios— que alcanzara su madurez de la mano de la sociedad burguesa y sus valores, justamente puestos en entredicho en el amanecer de la centuria y en sus primeras décadas convulsas. El mediodía nos sorprendió ante un mundo repartido entre dos tierras enemigas: en él, el ascenso de la tecnología y los medios masivos de comunicación, el furor del entretenimiento y el consumo —pero, también, la indefensión de una tierra inflamable en la carrera nuclear— desplazaron a la novela como el sitio de privilegio en que el hombre occidental podía reconocerse. ¿No había lanzado Flaubert un dardo mortífero al relato de costumbres, llevado de la mano de Cervantes? ¿No habían agotado Proust y Joyce los recovecos de la mente, el uno en la excavación del tiempo pasado, el otro en la conquista del instante? En la posguerra, la pangea que fuera el territorio de la ficción quedaba repartida, y a veces trivializada, en los continentes del cine, la televisión, la radio, la sociología, la psicología o el Estado. Presenciamos, a las dos orillas del mundo, la verdadera muerte del género: los estertores de

Carlos Fuentes, en 1979, en París. (Fotografía: Ulf Andersen/ Getty Images)

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la conciencia burguesa, ya fragmentaria, en el nouveau roman français; la muralla inconmovible e infecunda del realismo soviético. A lo largo de su vida, Carlos Fuentes participó vivamente de esa discusión. Hacia 1969 resumía con lu­cidez el hallazgo de novelistas y lectores en la década: la novela es, antes que nada, una estructura verbal. Mito, lenguaje, estructura: “la necesidad mítica ha surgi­do en Occidente sobre las ruinas de la cultura que negó al mito”. En efecto, la narrativa debió alzarse sobre las cenizas de los ideales modernos y discurrir por el soterrado cauce de nuestra esfera atávica: ser otra vez, como lo fue por siglos la poesía, depositaria del fuego originario, recuerdo del comienzo, burla del tiempo y sus delirios. No en vano convocaría Fuentes, en 1975, a un poeta al epígrafe de Terra Nostra: al W.B. Yeats que proclamaba “utterly transformed, a terrible beauty is born”; sospecho que esa novela, a menudo tenida por su magnum opus, fue su tentativa por resolver la encrucijada en que se hallaba el género en esa hora de su renacimiento. Adepto cosmopolita, irrenunciable citoyen du monde, Fuentes se aventuraba no en el afluente de la literatura nacional, no en el mar de las letras hispánicas, sino en el océano de la novela moderna. ¿Podía, desde su excentricidad ibérica y mestiza, un mexicano abrir nuevos derroteros a la corriente de la narrativa universal?

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No parecía una ambición delirante. Fuentes nos había entregado ya, en 1958, la pieza decisiva que migraba la ficción posterior a la revolu­ ción del campo a la ciudad, en un arrobado afán por conquistar el altiplano central, la región más transparente del aire; una pieza saludada con entusiasmo por lectores y críticos en las dos orillas de nuestra América; cargada de eros, sí, como la quería Lezama Lima, pero a la vez tan ambiciosa que el autor se había “despachado su comedia humana en un volumen”, como le señalaría Julio Cortázar. Unos años después, en 1962, La muerte de Artemio Cruz colocaba a Fuentes a la vanguardia de ese peculiar momento que fue el boom: no sólo refrendaba su papel como intérprete del ámbito urbano; buscaba ser una síntesis casi épica del llamado carácter nacional, que por la veta de la imaginación poética, la exploración de situaciones límite y una poderosa estructura, alteraba con arrojo el decurso de la novelística en lengua española. Milan Kundera ha sostenido que cada nueva obra contiene la experiencia anterior de la historia de la novela: que las grandes piezas heredan y continúan la búsqueda de nuestro ser frente al mundo exterior. Esa búsqueda desembocaba, en la segunda mitad del siglo xx, no en la recuperación de la memoria perso­nal, sino en el “enigma del tiempo colectivo”. Terra Nostra ansió ser, sin duda, el gran volumen que recogiera la memoria del dominio hispánico, y aun


mediterráneo, y así occidental. Es, en verdad, una síntesis prodigiosa, como la llamó Juan Goytisolo: un crisol en que confluyen los símbolos, las edades, la literatura y las artes del Viejo Mundo con la mitología del Nuevo, reunidos por la política, el delirio de la imaginación poética y, al fin, por el apocalipsis y la erótica, en el otro mundo, en el París posterior al 68. Una novela tan vasta que intentar siquiera su síntesis sería tan abrumador como infructuoso: al cabo, el acto de Fuentes sustituye la causalidad progresista de la era moderna por el tiempo cíclico del mito, en que la muerte está embarazada: no ya el tiempo perdido de Proust; no el presente proteico de Joyce; la perenne confluencia de todos los instantes, la memoria de todos los hombres. Todos podemos recordar el consabido chiste de Carlos Monsiváis: se necesita una beca para leer Terra Nostra. La broma no carece de interés. Siempre me ha llamado la atención el escaso afecto que merece la novela titánica de Fuentes frente a otros textos emblemáticos del boom, como Cien años de soledad o Rayuela, depositarios por igual de los afectos de críticos y lectores. Suele considerársela, sí, su mayor trabajo, pero permanece intocada en un pedestal como un enorme mausoleo. Juan Villoro ha sugerido el parentesco entre sus páginas y la obra de Francisco de Goya. Es un reclamo que hace Fuentes desde el prólogo; la descripción es, a mi gusto, inexacta. En efecto, Terra Nostra es una suerte de laberinto en que los personajes, seres que nos escatiman su carne y sus huesos, parecen encarnar bajo distintos rostros procedentes de edades y dominios lejanos: la España de los Austrias, el México prehispánico, la Roma del César Tiberio. Para decirlo con Aby Warburg, es un relato fantasmático, habitado por espectros: las imágenes se disuelven en un parentesco orgiástico y, en momentos álgidos, forman un delirante despliegue de recursos, que convocan el horror, que anhelan la sombra. Por desgracia, esta buena conducta de las imágenes no perduró en el espesor de las palabras, la materia de

que está tejida la literatura. En su afán por desplegar una inmensa galería de espejos, Fuentes condenó su prosa y a sus personajes a un intenso hieratismo. Imposible sufrirlos como a un Buendía o a un Oliveira; imposible padecer su mundo como el de El obsceno pájaro de la noche. Fuentes era tal vez demasiado inteligente, y aquí su inteligencia atenta contra su criatura: nunca se deja dominar por ella, nunca le permite — como Donoso— derramar la espesura que le es propia. Un tremendo experimento controlado, Terra Nostra representa, como el vuelo de Ícaro, una oportunidad tan alta como fallida: un sueño de la razón que no produce monstruos. En 2009, en una charla memorable, tuve ocasión de preguntarle al autor si podría aventurar una situación actual de la novela. En Hispanoamérica, dijo, se ha agotado el tiempo de las grandes sumas: no ya los libros que explican a la colectividad, sino los que afirman nuestra individualidad. Pues diferentes somos física, social, emocional, sexualmente. Es claro que él mismo fue incapaz de ese tránsito: Los años con Laura Díaz es una auténtica calamidad. Pero algo de ello aparece ya como sospecha en los seres que pueblan sus exaltadas obras de juventud: nos asombren o nos dejen fríos, resulta difícil negar que esas páginas están plagadas de azufre. No así Terra Nostra. Ciertamente, son apenas un puñado las novelas que en nuestro país y aun en nuestra lengua puedan reclamar una arquitectura tan compleja, tal voracidad intelectual, una discusión tan densa y, en fin, una perseverancia y una ambición de su autor tan dilatadas. No son méritos menores. Pero su apuesta mayor, la creación de un nuevo lenguaje, echó en falta desde el principio ese proceso inexplicable, casi alquímico, que arrebata al creador del espacio que le es propio y lo deja inerme ante su propia criatura: abandonarse él mismo al indescifrable torrente mítico del arte, al incendio del origen, para traer con él de vuelta —como la flor de Coleridge— eso que todo libro indeleble aspira a ser: una herida en las costillas de la lengua.

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Vocación de silencio:

hallar luz en la claridad Fotografía: Elena Juárez/ Coordinación Nacional de Literatura-INBA

Manuel Becerra Salazar

Siempre es necesario hablar sobre el primer libro de un autor. Es indudablemente una invitación a un viaje inicial donde, más allá de los titubeos naturales de los jóvenes arrebatos o la presencia aún evidente de otros poetas, siempre permanece el origen de un detonante, ese motivo indescifrable que llevó al autor al camino de la escritura. Uno es joven, y parafraseando al poeta Rubén Bonifaz Nuño, en la juventud uno está ávido de necesidades. La poesía, antes que cualquier cosa, es una necesidad. “A lo mucho oímos voces”, dice el chileno Gonzalo Rojas, pero el sólo hecho de escuchar o creer que estamos frente a un dictado, un posible acto de automatismo, es ya suficiente para dar rienda suelta a toda una posible serie de obsesiones, ideas, imágenes que pueden incluso persistir durante toda la obra que vendrá después.

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En este caso, en Vocación de silencio, primer libro de José Francisco Conde Ortega, publicado en 1985 por la Universidad Autónoma Metropolitana, se siente prematuramente una poética que continuará, con sus evoluciones, a lo largo de sus poemarios posteriores. La noche, el desamor, el amor nocturno, la nostalgia, el olvido son temas que fascinan y por los que se apuesta en cada una de sus páginas. José Francisco Conde tiene la virtud para elegir certeramente, y con una fuerte carga de belleza, cada uno de los títulos de sus libros: Para perder tus ojos, La sed del marinero que regresa, Los lobos viven del viento, Estudios para un cuerpo y, particularmente seductor, Fiera urgencia del día, entre otros. Por ejemplo, de este último seducen las posibilidades y variantes de lectura que existen. Fiera urgencia del día: el sol detenido en su transcurso, quizá bajo nuestros pies; el verso dictado por un insomne, un “sin consuelo”; o sencillamente un momento que estará sucediendo para siempre en la sombra. Y Vocación de silencio no es la excepción en cuanto a la sonoridad para elegir el título de un libro. En este poemario, los versos transitan sobre una música lenta; se defiende la parsimonia del poema ante la impaciencia del mundo exterior y cada poema está escrito con la minuciosidad detallista de un orfebre; respeta el espacio del texto y no lo ensucia con esta realidad, la realidad paralela y propia del verso. Este ritmo es palpable a lo largo de toda su escritura. Literalmente, José Francisco Conde Ortega es también un poeta que va sin prisa por el curso literario. No se precipita ante los cambios ruidosamente “radicales” de la poesía ni con la saturación de los medios nuevos, premios y otras ofertas que muchas veces sirven como fuegos fatuos o cantos de sirena —“nadar sabe mi llama al agua fría”, escribiría Quevedo—. Es un transeúnte en pleno tumulto que sabe mirar y se da el lujo de de­tenerse sin preocuparse por la multitud que viene detrás. Lo antecede la honestidad del oficio. El crepúsculo, la luna llena, octubre, la palabra silencio, los cabellos a luz de un recuerdo son cuadros

recurrentes a lo largo de todo el libro. Una paloma aparece en “Un poema de la tarde”, “Lejos del día 13”, “Sólo en líneas generales”, y sin embargo, nunca es la misma. En poemas como “La muchacha del metro”, el poeta paga una deuda literaria con “La muchacha ebria” del cocodrilo mayor, Efraín Huerta. Algo parecido pasa con “Sólo en líneas generales” donde vuelve a reconocer con un guiño sutil a ese mismo mentor literario, ya desde ese tiempo: Platicamos, a veces, sobre cosas triviales y aparece nuestro miedo: hablamos —como Sandra, Efraín— sólo en líneas generales; y de nuevo la mudez de nuestras manos, el abismo en tus ojos de paloma: esa ausencia de tus manos como nubes.

Con el poema “Permagnum” el poeta abre una puerta para anunciar un concierto distinto. La siguiente parte, y con la que finaliza el libro, está conformada por siete sonetos. Esto no es sorpresivo si tenemos en cuenta que se trata de un libro donde se cuida la cadencia de cada uno de sus versos. El endecasílabo existe con libertad. En el poema “Nosotros”, el lenguaje es el protagonista, pero es un lenguaje del cuerpo, el del amor probable, un idioma silencioso en código visible sólo para el amante: Hay un idioma que los dos sabemos: es una lengua antigua, tan sencilla como el viajero fiel que ve la orilla en una barca sin timón ni remos.

Con el soneto “Clausura” deja para el cierre la mejor de sus cartas: un soneto escrito bajo un consciente dominio sobre la estructura y la rima. Está escrito con una rima consonante que permite entramar los dos primeros cuartetos entre sí. De esta forma, el primer verso hace

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eco con el primero del segundo cuarteto, y el segundo verso, con el segundo verso del segundo cuarteto. Es decir, el segundo cuarteto es una red de armonía donde recae el eco de todas las rimas de la primera estrofa. Del mismo modo, en los dos tercetos que le siguen se entretejen los versos cadenciosamente. El primer verso del primer terceto rima con el que le sigue y deja al tercer endecasílabo, de ese primer terceto, hacer eco sobre el verso final del poema. Pero más allá de la forma, “Clausura” es un poema hecho para leerse más de una vez. Es un recuerdo que lucha por serlo apostando a la memoria, y esta vez a la memoria escrita. Es una despedida, una forma de hacerse fantasma “a fuerza de palabras”. Zarparemos los dos cualquier mañana por los mares poblados de violetas: bordearemos las llamas de tus ojos el lento mar será una tumba gris sobre mi escasa voz y tu mirada. Partiremos, amor, por otros rumbos que no serán ya más los de nosotros; amor, en otro otoño no estaremos. La tarde buscará otra vez el ruido de la gente: las cosas que dijimos: el agua más remota del recuerdo. Tu clara voz perdida en esos mares que agotamos a fuerza de palabras. Y no estarás, amor: ya no estaremos.

En el arte mayor —el soneto en este caso— difícilmente puede quedar un cabo suelto. Y no es porque así “deba” de ser, sino porque las piezas a armar del modelo simplemente no asegurarían un progreso si algo anterior está fallando. El soneto es un pequeño mundo donde entran al juego un pertinente sentido de la música, el oído, el significado, el curso de la palabra y, de nuevo, un oído alerta al menor movimiento del lenguaje. No

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fue en vano que Gilberto Owen escribiera en Simbad el varado, bitácora furiosa, dos de sus dos endecasílabos más contundentes: “me quedaré completamente sordo; / haré versos medidos con los dedos”. Todo Vocación de silencio está cimentado sobre versos breves. Se escribe con la aparente sencillez de una conversación, esa sencillez que tanto cuesta llevar a cabo de manera triunfante en la poesía. Pensar que a más oscuridad y hermetismo más materia poética es un error muy común. La creación literaria certera, clara y precisa les infunda a la mayoría de los poetas un temor muchas veces inconsciente para sentir que el poema es “menos” si no se cubre de imágenes pura­mente ornamentales y ajenas a la necesidad inicial. En esto se pierde la verosimilitud y la idea original del texto. He ahí la complejidad de hallar luz en la claridad. Por esta razón, Vocación del silencio está unido por la misma vena a otro libro evidentemente cercano a su lirismo en cuanto a mesura y lucidez —y he aquí de nuevo Rubén Bonifaz Nuño—: As de oros. Libro donde definitivamente la claridad para nombrar las cosas es fundamental para hallar la revelación. Finalmente la poesía es un ejercicio de introspección, un sueño colectivo. No hay sitio más adecuado que el silencio para estar, casi peligrosamente, a solas con nosotros mismos. Esto no significa que estamos solos. Tenemos la respiración y los pensamientos difíciles de callar; la posibilidad de conocer, sentir, la presen­cia de la sangre: ese fluir delicadísimo que sigue su curso por el cuerpo y atraviesa sin daño las venas del corazón. La poesía, que está llena de voces, continúa siendo un ejercicio de introspección: sucede en el silencio a través del tiempo. La poesía es un trabajo que se hace desde la soledad y en defensa de ésta y por tal razón logra que el lector sea atraído hasta el punto de sentir suyo lo que lee. Entonces escribir o leer poesía es un acto de soledad compartida. ¿Qué hay entonces en Vocación de silencio? Está la exposición de un universo sonoro que ha iniciado sin fecha de término. Hay una soledad gemela, un silencio donde estamos, y no, completamente solos.


Uno de los “judas” en la entrada principal de la casa-cueva de O’Gorman. Fotografías: Esther McCoy

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A cuarenta y cinco años

de la destrucción de la casa cueva de Juan O’Gorman Jorge Vázquez Ángeles

El 16 de junio de 1951, Esther McCoy, escritora estadounidense que abandonó la ficción para dedicarse a escribir sobre arte y arquitectura, recibió una carta de Juan O’Gorman. En ella, el autor de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, el edificio más emblemático de la arquitectura mexicana, le dice que no pudo enviarle los planos de la casa que está construyendo en el Pedregal porque sin fotografías del producto terminado significarían poco o nada, pero que en cuanto concluya la obra le enviará todo el material si aún lo desea. Así transcurrirán varios años de amistad y de artículos sobre la obra de O’Gorman que McCoy publicará los siguientes años en revistas como Progressive Architecture, en la que, por ejemplo, en febrero de 1964 publica “Mosaics of Juan O’Gorman”, en el contexto de la exposición retrospectiva del arquitecto que ella organiza en el San Fernando Valley State College, en California. Diecinueve años después, McCoy recibe otra carta de su amigo mexicano, fechada el 5 de enero de 1970. Aunque el documento original no pudo rastrearse entre el extenso archivo1 de esta mujer —que consta de más de cincuenta cajas con diarios, artículos, recortes, fotografías, diapositivas y películas—, en la caja 27, folder 20, “Notes and Writings, circa 1942-1960s”, se encuentran una serie de hojas escritas a máquina en las que McCoy rememora la primera vez que vio esa misma casa en construcción, —recuerda la fecha exacta porque O’Gorman llevó cervezas a los albañiles que la construían, el 3 de mayo de 1951, el día de la Santa Cruz—, y que posteriormente registraría en fotografías, ayudando a popularizarla. En otra hoja de color rosa contenida en el mismo folder, una flecha roja apunta a la referencia

1 Todo el archivo de Esther McCoy puede consultarse en línea en Archives of American Art, del Instituto Smithsoniano: http://www.aaa.si.edu/collections/container/viewer/O-Gorman-House-1951--493100

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de esa segunda carta escurridiza: “Helen me pidió que no te lo contara pero tengo que decírselo a alguien porque esto me ha causado un pequeño trauma del que quiero recuperarme. Esta casa fue, considero, el único y verdadero trabajo creativo que he hecho. Los otros fueron más o menos poco originales”. Se trata de la segunda casa que O’Gorman construyera para sí mismo, una casa-cueva construida en la avenida San Jerónimo 162, en un terreno típico del Pedregal, con una ancha capa de lava del Xitle y una pequeña gruta natural que O’Gorman aprovecharía para vivir, literalmente, en una cueva. Una casa diametralmente opuesta a la primera que inauguró en México la arquitectura funcionalista en Latinoamérica y con la cual convencería a Diego Rivera para construir su estudio y el de Frida Kahlo en San Ángel. Atrás había quedado su desencanto por el Movimiento Moderno cuyos postulados fueron prostituidos tanto por arquitectos como por desarrolladores que en aras del beneficio económico aprovecharon la austeridad y eficiencia de las “máquinas de habitar” lecorbuseanas para lucrar y causar, años después, el desastre urbano de las ciudades de la segunda mitad del siglo xx. Es probable que O’Gorman se sintiera responsable de haber abierto la caja de Pandora, por lo que abandonó

la arquitectura para dedicarse a la pintura de caballete y mural que en cierto modo aplicaría en su gran proyecto, la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, por medio de la técnica del mosaicos de colores en bastidores de metal, y que paralelamente utilizaría, en otra escala, en su segunda casa, más cercana a los postulados de la arquitectura orgánica de Frank Lloyd Wright y a las lecciones de Antonio Gaudí en el Parque Güell. El destino fue caprichoso con las obras de O’Gorman: la primera casa, proyectada para su padre Cecil O’Gorman, fue vendida al matrimonio Borissof en 1965 y fue sufriendo una serie de modificaciones que la dejaron irreconocible hasta que el inba la rescató; la segunda no corrió con mejor suerte: según el testimonio de la escultora Ángela Gurría, reproducido por Elena Poniatowska en la tercera parte de su artículo “Juan O’Gorman”2, el arquitecto tuvo que vender su cueva en 1969 para poder pagar la escuela de su nieta Bunny que estudiaba en Estados Unidos. A sus sesenta y cuatro años de edad, O’Gorman le cuenta a McCoy que consultó con abogados sobre la destrucción de su casa, pero éstos le aconsejaron que dejara así las cosas porque

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http://www.jornada.unam.mx/2000/02/04/cul3.html

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Croquis de la planta y alzado. Dibujo de Juan O’Gorman

había firmado tontamente un acuerdo de compra que le impedía legalmente interferir en el futuro y en el uso que se le diera a su obra. Dice Esther McCoy en su artículo publicado en Progressive Architecture en marzo de 1970, que desde el principio, a O’Gorman le preocupaba si la nueva propietaria dejaría entrar a los visitantes, en promedio mil al año, que comúnmente iban al Pedregal para conocer la casa. En el mismo artículo de Poniatowska, Ángela Gurría dice que un día llegó Mathias Goeritz a su estudio con una caja de cartón, en la cual llevaba piedras y cascajo: “¡Mira lo que queda de la casa de Juan!”3 La compradora de la casa-cueva fue la escultora Helen Escobedo, quien en ese momento encabezaba la Dirección de Galerías y Museos de la unam. “Helen pronto se hartó de la casa, a punto de vender el todo por el valor del terreno, que es bastante grande y que estaba ocupado en buena parte por uno de los jardines más bellos de México, compuesto y cultivado por Helen O’Gorman, esposa del pintor-arquitecto […]

Las deidades aztecas que ornamentaban la fachada ya no existen, debieron ser destruidas para volver habitable uno de los más obvios fracasos arquitectónicos de O’Gorman”, sentenció Raquel Tibol.4 En la actualidad, del proyecto quedan vestigios en la barda de piedra. Esther McCoy hablaba de las dos rebeliones de Juan O’Gorman: la primera con sus casas funcionalistas inspiradas en Le Corbusier que rompieron la tradición de la típica casa colonial española; la segunda, con su casa-cueva, cuyos mosaicos él mismo construyó con la ayuda de un solo albañil, seleccionando cada piedra, dando forma a dioses prehispánicos como Chaac, soles, lunas, mariposas, jaguares y dos Judas que flanqueban la puerta principal. Su cueva fungió como una venganza en contra de quienes rechazaron su primera propuesta para la Biblioteca Central, que quería construir con muros inclinados de piedra volcánica, como si un nuevo Xitle hiciera erupción en pleno campus universitario. El siempre combativo David Alfaro Siqueiros se mofó de la Biblioteca Central al decir que se trataba de una “gringa vestida de china poblana”, aludiendo a la contradicción de un edificio eminentemente funcionalista, una caja, forrada con piedras traídas de todos los estados de México. La crítica de Siqueiros no le afectó tanto como la destrucción de su casa, ocurrida hace cuarenta y cinco años. El desgaste que fue sufriendo su matrimonio, la depresión y ciertas presiones económicas orillaron a Juan O’Gorman a suicidarse en “tres actos” 5 el 17 de enero de 1982: masticó una sustancia venenosa con la que preparaba los pigmentos de sus pinturas, al tiem-­ po que, dejándose caer con una soga al cuello, amarrada a un árbol de su casa en San Ángel, se disparó en la sien. Esther McCoy falleció el 30 de diciembre de 1989, no sin antes escribir “The death of Juan O’Gorman”, artículo publicado en Arts and Architecture en la primavera de 1982.

Íbid. http://cultura.elpais.com/cultura/2013/03/22/actualidad/136398 0562_541976.html 4

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Íbid.

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La prodigiosa memoria de Balthus

Miguel Ă ngel MuĂąoz

The Fear of Ghosts, oleo sobre tela,162.2 x 114.3 cm., 1933, Indiana University Art Museum


La luz sostiene —ingrávidos, reales— el cerro blanco y las encías negras, el sendero que avanza, el árbol que se queda. Octavio Paz

En la magna exposición de Balthasar Klossowski de Rola, conocido como Balthus (1908- 2001), que se presentó en el Palazzo Grassi de Venecia en 2001, se reunieron doscientas cincuenta obras. Significativo no sólo porque Balthus produjo poco y siempre fue cortejado por una selecta clienta que le quitaba todo lo pintado, sino porque siempre fue difícil obtener cuadros suyos para las escasas muestras individuales que permitió organizar: la primera en 1924, en París, y una de las últimas en 1996, organizada por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, con apenas un centenar de obras magistrales entre dibujos, bocetos y telas. Por ello, la exposición de Venecia fue un acontecimiento inédito pues se pudo ver casi un inventario de toda su producción, para lo cual se contó con la curaduría de Jean Clair y un montaje de la prestigiosa arquitecta Gae Aulenti. A Balthus hay que deducirlo en su obra, como ha exigido en todo momento, e intuirlo en múltiples referencias. Hijo de un historiador y escenógrafo y de una pintora judía de raíces rusas, con sólo once años dibuja una diestra serie de cuarenta tintas que relatan las aventuras de su gato, en un ambiente palaciego y suntuario que impregnará su imaginario existencial toda su vida. Este artista exigente y caprichoso fue apadrinado por algunos de los más grandes creadores del siglo xx. El primero fue el poeta Rainer Maria Rilke —que prologó en 1931 una compilación de sus dibujos—, con quien mantuvo una relación cercana. Otros poetas que lo alentaron fueron Artaud, Bataille, Malraux, Camus, René Char, Yves Bonnefoy, Eluard, Tristan Tzara, o grandes historiadores y críticos del arte como Rewald, Clark, Lord, Cooper, Calvo Serraller, Hess, etcétera. Y desde luego, no hay que dejar de lado la fuerte simpatía que producía su obra en pintores como Bonnard —que tuvo sobre él una fuerte influencia hasta 1930—, Braque, Giacometti, Mondrian y Picasso, que al principio de la carrera de Balthus le dijo: “Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú no”. A Baladine —su madre— se debe el escrúpulo y la tenacidad de las copias clásicas que Balthus hizo en el Louvre, su afición por Poussin y las directrices figurativas de Maurice Denis. La gran influencia francés logra en él forjar una identidad artística única en la densidad de los fragmentos y la transparencia del color, “el empastado que da la presencia y vida a la pintura y revela el espesor del mundo”, decía el artista. Enfants au Luxemburg (1925), dos niños en colores claros jugando a la petaca, vigilados por una desdibujada estatua equivocada, son ejemplo de sus primeras obras maestras. Aun con todo este maravilloso telón de fondo, la obra de Balthus no ha sido de fácil asimilación para el gran público, a pesar de su orientación literaria y figurativa, que es lo que se suele alegarse como requisito imprescindible para agradar al mundillo

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de la frivolidad. Es cierto, logró pasar casi inadvertido durante las tres cuartas partes de su existencia. Nunca le interesaron los medios de comunicación, ni mucho menos las grandes exposiciones de su obra. En 1926 Balthus descubre Italia. En Arezzo estudia los frescos de Piero en la iglesia de San Francisco; después Florencia y Fray Angelico, más tarde Masolino y Masaccio en la capilla de Bracacci, y se admira ante “la insistencia en representar la figura en términos de la experiencia diaria”. No es casual que en una obra tan discutida como La reu (1933) el artista recupere la composición desde la cotidianidad e intente disponer del espacio a la manera de la Flagelación del Palacio Ducal de Urbino. La Montaigne (1937) es una obra clave que adelanta los motivos del discurso estético de Balthus: figuras minuciosamente pintadas que actúan

con hermética ritualidad, sobrepuestas a un paisaje de constructiva formalidad cezanniana y cromatismo plano pero de estridencia casi fauve. “Tengo grabada —dice Francisco Calvo Serraller sobre Balthus— una primera impresión de algunos cuadros de una luminosidad radiante, de mediodía, junto a otros, inundados de perturbadores claroscuros, como heridos por la brutal irrupción de un rayo luminoso que una mano siniestra ha producido al retirar una cortina, desvelando así el fruto descarnado. Luces violentamente contrapuestas. La paz y el horror, la pastoral y el Sabbat embrujado, Corot y Füssli”.1

En busca de Balthus, Francisco Calvo Serraller, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, España, 1996.

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Drawing Room, óleo sobre tela, 113.7 x 146.7 cm., 1943, Minneapolis Institute of Arts

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memoria, quizá en compañía de otros ángeles que también me alentaban con su dulce presencia”.2 Balthus fue un pintor que amó y entendió la pintura clásica, dedicó tiempo preciso para mirar y dialogar con Giotto, Masaccio, Piero della Francesca, Rafael, Ingres, Carot, Poussin o Cézanne. Por otra parte, fue un artista que estuvo vinculado a la vanguardia artística y cultural del siglo xx. Estuvo The Golden Years, óleo sobre tela, 1945, Hirshhorn Museum and Sculpture Garden, Washington cercano al surrealismo “maldito” y a la vez muy ligado con figuras clave de En 1934 presenta en la galería Pierre Lección de la vanguardia histórica, como André Derain. Fue un guitarra, el escándalo fue brutal. Un pintor pornográsolitario, un “independiente” que vivió en los márgenes fico, en una primera caracterización, que impresionó más radicales de su tiempo, pero siempre dentro de una a Artaud. Un “maldito” con suerte que Pierre Matisse complaciente cercanía. lanza en Nueva York a partir de 1938. Su admiración Los magistrales retratos de Miró y su hija Dolores por Joan Miró paisajista y presurrealista se mantuvo (1938) y del fiel galerista Pierre Matisse hablan de un dominio técnico y acentúan el contrapunto espacial que siempre. A partir de los años treinta y cuarenta crea cuairrealiza los motivos figurativos priorizando la atmósdros soberbios: El salón (1940), Juego de paciencia (1943), fera cromática. De 1940 datan los cuadros Autorretrato Días dorados (1944). “Estoy fuera —dice Balthus— de y Le cérisier, homenaje a Poussin en el doble ámbito todo. Sólo aspiro a cumplir mi destino como pintor”. En compositivo y colorista, un clasicismo sobrio, que cuida 1953 es ya referencia realista indiscutible. Encuentra en obsesivamente el detalle y marca para siempre la obra su sobrina Federique Pison el modelo ideal que reprode Balthus, quien afirma: “La pintura requiere una exiduce sus ensoñaciones pictóricas. En 1956 el Museo de gencia enorme, que la sociedad moderna ni se imagina. Arte Moderno de Nueva York le brinda la retrospectiva Si queremos ir a la pintura, meternos en el meollo de definitiva. En 1960 Malraux culmina su carrera ofreciénla pintura, debemos aceptar esa exigencia, esa lentitud, dole la dirección de la Academia Francesa en Roma, y los pintores contemporáneos no se deciden a ello”.3 situada en Villa Medici, y lo convierte en el fetiche más Balthus intenta transcribir el espesor del sueño a través admirado de la cultura francesa. Habitación turca (1963), de la materia plástica, los pigmentos, la luz sobre las Jugadores de cartas (1966), Figura japonesa con espejo leves capas de pintura, las veladuras y transparencias. negro (1969) son los cuadros romanos que adelantan Es ese redescubrir el arte en donde su mirada es el estilo último de Balthus. “A Balthus —dice Antoni sorprendente. En su libro Balthus. Memorias, nos deja Tàpies— le he imaginado como una de esas naturalezas descubrir no sólo su prodigiosa memoria, sino todo angélicas, enigmáticas y fugaces que de vez en cuando su pensamiento sobre el arte, la poesía y la vida. Este aparecen y desaparecen de nuestras vidas, en momentos inesperados pero oportunos. Lo detecté por primera vez viendo sus ilustraciones de Wuthering Heights con los adolescentes deliciosos y perversos que publicó Skyra 2 El ángel Balthus, Antoni Tàpies, Museo Nacional Centro de Arte en la revista Minotaure a inicios de los años treinta. Y Reina Sofía, Madrid, España, 1996 3 Balthus. Memorias (Éditions du Rocher, 2006). emprendió en seguida su vuelo por los registros de mi

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pequeño volumen no es un mero juego empalagoso de erudición, sino algo inquietante, cargado de misterio. En sus telas se fija el tiempo, se inmoviliza el curso de su mundo; en sus escritos congela los gestos, las emociones, el cruce sagrado de detener al mismo tiempo la mirada y la palabra. En cualquier caso, Balthus poseía un mundo propio, conservó desde su juventud hasta el último día de su vida una energía y una intensidad casi violentas en el aspecto creativo. Asimiló como pocos el arte oriental y lo llevó al extremo en su vida. En su pintura afloraba el mal, lo prohibido que se desvanece en sus figuras lánguidas, cotidianas, núbiles, adormecidas, el tiempo parece suspendido en cada trazo, en cada imagen creada. Sus pinturas parecen detenidas en una atmósfera onírica, desecados en gestos casi inexpresivos: Un à la guitare (1983-1986), No couché (1986). Su discurso

esté­tico asimila la estructura de los viejos grabados del expresionismo centroeuropeo. Los paisajes romanos acentúan la reflexión constructivista a partir de Cézanne, con una ligera cromática oriental que en ciertos momentos los transfigura en etéreos: Paysage (1960), Paysage de Mont Calvello (1979). Es claro cómo Balthus trata de unir el arte chino con los primitivos toscanos. Destellos de verdadera sabiduría poética y pictórica. “Pintar —repetía el artista— es intentar llegar a la profundidad de las cosas”. Balthus. Memorias es un libro imprescindible para entender los grandes senderos de este creador fundamental del siglo xx, y nos da la oportunidad de comprobar el alcance estético de su obra mediante la intensidad de la palabra. Quizás por eso, en sus días finales, marchándose en silencio, sin impostar la voz, le dictaba a Alain Vircondelet: “He vivido”.

The street, óleo sobre tela, 195 x 240 cm., 1933, Museum of Modern Art, Nueva York


Número y enigma

Ramón Castillo

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Piedra de la Coatlicue, Museo Nacional de Antropología. Fotografía: Alejandro Arteaga


Los dioses apostaron a favor de la creación, y en el azar de su juego, los dados se inclinaron hacia la suma del cielo y de la tierra, consignada en el número cinco. Boda mistérica que enlaza niveles de realidad opuestos y a la vez complementarios. Este dígito señala desde cada una de sus connotaciones el movimiento de una perenne hechura. El mundo gira solitario por un universo donde cada punto cardinal suscita la invención, la creatividad e, incluso, el sacrificio como parte de una dinámica que para ser fértil no debe parar. Esta cifra es, a la luz de la simbología de muchos pueblos, una manifestación suprema que se refleja en la cantidad de sentidos que poseemos, así como en el número de elementos fundamentales que dan forma y contenido a cuanto existe. Pero también expresa la simetría del cuerpo y, por ende, de todo lo creado, como lo atestigua Leonardo da Vinci al trazar al hombre de Vitruvio, destacando la proporción áurea, regla elemental de la naturaleza. Los extremos convergen en un centro, unión armónica y equilibrada que, como señala Chevalier, nos recuerda la síntesis de lo humano y lo divino, pero también la totalidad del mundo sensible. Es preciso recordar que cuando el filósofo y nigromante alemán Agrippa de Nettesheim dibujó una estrella de cinco picos con una figura humana a su interior, con brazos y piernas extendidos, buscaba representar al microcosmos; de igual manera, en China esta cifra es el número que expresa, y he aquí la maravilla, la suma de la Tierra y el Cielo, el yin y el yang, el símbolo mismo del corazón; el cinco es, para el simbolismo hindú, el nombre de Shiva transformador; por su parte, en el Islam este número es el número de las horas, de la oración, de los bienes para el diezmo, de los géneros de ayuno, los cinco dedos de la mano de Fátima; en Marruecos, para protegerse del mal de ojo se recurre a la expresión hamsa fi anek, que significa, cinco en tu ojo. Este dígito es utilizado por muchos amuletos y talismanes para aludir al amor y a la salud, es el signo de la vida manifestada. El cinco es un portal a hondos y vetustos significados que nos trasladan a una primera imagen, una idea originaria que, a la manera de un arquetipo jungiano, los

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Solución a un problema de Vitruvio por Leonardo da Vinci, 1480. (Imagen: Hulton Archive/Getty Images)


seres humanos han heredado como un recuerdo secreto, una visión deslumbrante que contemplaron con azoro en diversos tiempos y latitudes sólo algunos iniciados. Será, tal vez, que la sugestiva potencia de este número sea una pista perdida que ha encontrado espacio en las innumerables formas de explicar el cosmos; será que es tal la fuerza de su presencia, de las muchas coincidencias en diferentes estratos, que ninguna cultura ha sido ajena a su seducción. Los antiguos mexicanos hicieron de este guarismo un significante mítico, indispensable para dar coherencia a su paisaje vital. Desde la civilización madre representada por los olmecas y hasta las postrimerías del imperio mexica, esta visión se expresa de manera plástica mediante una elemental y, por esto mismo, poderosa imagen, el quincunce: un centro con cuatro puntos equidistantes, angulares respecto a él. Puede verse, en su versión más simple, como la cara de un dado que indica el número cinco, en las más complejas toma forma de flor de cuatro pétalos o como dos bandas o huesos que se sobreponen de manera transversal o aspas que emergen de un mismo punto o como serpientes enredadas en el medio. En monumentos y cabezas colosales, en pinturas rupestres y figurillas, en estelas, códices y murales zapotecas, teotihuacanos, mixtecos, mayas y aztecas esta forma, con sus abundantes variaciones, aparece de manera reiterada, como dando testimonio ininterrumpido de un hecho elemental, una forma de hacer permanente un destino, o acaso una marca divina tatuada en la imaginación y espíritu de nuestros antepasados. El peso y trascendencia de este signo ha sido objeto de múltiples lecturas, una de ellas, notable por la minuciosa sensibilidad de su artífice, es la que podemos leer en Cosmogonía antigua mexicana, de Rubén Bonifaz Nuño. Alimentada por el agudo sentido poético del autor, esta propuesta es sugestiva tanto por el acucioso entramado que la sostiene, como por presentarnos no sólo a un experto, sino a un fino e inteligente lector de arcanos. La base sobre la cual Bonifaz Nuño erige su acercamiento es un texto por demás interesante, ya que de él se conoce sólo una versión, traducida por André Thevet, en lengua francesa, allá por el siglo xvi. Histoire du mechique es una recopilación de datos relativos a la mitología y a la religión de los pueblos mexicanos, originalmente escrita en español pero desaparecida entre la arena de los siglos. Ahí, se consigna, entre otros relatos, el de la creación del cielo y de la tierra que, por su riqueza y brevedad, es oportuno traer aquí: Algunos otros dicen que la tierra fue creada de esta suerte: dos dioses, Çalcoatl y Tezcatlipuca, trajeron a la diosa de la tierra Atlalteutli de los cielos abajo, la cual estaba plena en todas las coyunturas de ojos y de bocas, con las cuales mordía como bestia salvaje; y antes que la hubieran bajado, había ya agua, la cual no saben quién la creó, sobre la cual esta diosa caminaba. Viendo esto los dioses, dijeron: ‘Hay necesidad de hacer la tierra’. Y en diciendo tal, se cambiaron los dos en dos grandes serpientes, de las cuales una asió a la diosa desde la mano derecha hasta el pie izquierdo, otra de la

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mano izquierda al pie derecho, y la oprimieron tanto que la hicieron romperse por la mitad, y de la mitad hacia los hombros hicieron la tierra, y la otra mitad la llevaron al cielo.

Esta evocadora narración seguramente fue pronunciada a lo largo de innumerables generaciones, hasta llegar al ignoto escriba que la apresó en papel, dejando con ello el único vestigio de su existencia. Sin embargo, Bonifaz Nuño aventura una original interpretación, al asegurar que existe una transcripción aún más explícita y poderosa de este episodio, no en otro idioma, sino en el mutismo imponente de la “mal llamada” Coatlicue, monolito descubierto hace más de doscientos años y, actualmente, resguardado en el Museo Nacional de Antropología. Con el propósito de hacer explícita la imagen de un momento en el que el motor de la creación se echó a andar, los mexicas esculpieron una obra de arte que llama a la perplejidad y a la reverencia, despierta un temor ancestral y estimula en el espectador una energía incesante que ha perdurado a lo largo de los siglos. Pero su elocuencia no se reduce al despliegue estético, a la depurada técnica y al detalle minucioso, sino que va más allá, y se convierte, en palabras de Bonifaz, en un “documento escrito a los dictados de espíritus que se preguntaron, que inquirieron asiduamente acerca de su propio ser y del ser de su mundo, y que encontraron respuestas cuya importancia les impuso el imperio de darles perdurable expresión”. Detalle a detalle, página a página, el poeta describe las similitudes entre el texto de la Histoire du mechique, y los rasgos iconográficos de la vetusta piedra, demostrando con esto las reverberaciones del quincunce, signo de la acción cosmogónica. Como en todo mito, en la efigie se manifiestan los elementos esenciales para sostener el relato de un inicio que nadie pudo atestiguar y que, sin embargo, es indispensable conocer para vislumbrar el origen y razón de todo.

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Grabados con expresiva agudeza mineral, en ella se conjuntan numerosos significados, siendo el de mayor importancia, ya por su potencia figurativa, ya por la trascendencia del instante, cuando las deidades cruzan sus cuerpos ofidios, en una tensión grandiosa, para dar paso a los reinos celeste y terrenal. Es, justo ahí, señala Rubén Bonifaz, cuando se cristaliza la fulgurante visión del quincunce, los cuatro puntos reunidos en torno a un centro, el número cinco como señal de la fertilidad, del equilibrio de fuerzas, de la unión amorosa que da paso a la creación permanente, las dos serpientes que luchan desde ángulos opuestos, dibujando esa X que es al mismo tiempo herida y cicatriz, nacimiento de todo cuanto hay y perenne recordatorio de nuestra procedencia. Desde la espectral mano dibujada en las cuevas de Altamira, el número cinco ha estado presente como un milenario indicio de nuestro asombro, de la inagotable búsqueda por encontrar sentidos allá donde, tal vez, no los haya; y aún así, tal afán actúa como un hilo conductor, un motivo recurrente a lo largo de la historia humana, como prueba de que en el fondo somos parte de un mismo relato. Hijos de una coincidencia misteriosa y desconocida, las correspondencias trazadas nos invitan a reflexionar sobre ese fondo universal que nos hace partícipes de una idea que sólo entre sueños y fantasías podemos atisbar. Miramos nuestro reflejo anhelando comprender el caudal amplísimo en el cual estamos inscritos, uno cuya homogeneidad se nutre y vivifica a partir de las muchas diferencias que nos definen. Al observar las secretas relacio­nes que se tienden entre momentos y tiempos distintos, los seres humanos damos cuenta de un llamado de la eternidad, una voz que nos guía por senderos radicalmente múltiples y que, aún así, se encaminan hacia el encuentro de algo que nadie conoce pero que todos intuimos, la duda esencial sobre el enigma de la existencia.


Un laberinto llamado tianguis Jesús Vicente García

i Es medio día. Los rayos de sol penetran más allá de los huesos. Ayer, sábado, llovió, así que el olor a verano en pleno mayo y la presencia del rubicundo Apolo le recordó a Basilio la forma en que Cervantes describe el nuevo día: “La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo”, que son ahora sus Converse rojos que compró en el Centro en mi compañía; y ahí va Basilio con su casi uno ochenta, gorra roja, pantalón de mezclilla justo y sudadera azul marino de los Patriotas de Nueva Inglaterra; piensa que hoy no verá a su novia de cabello largo y aroma a princesa (asumiendo que ellas huelen riquísimo), de ese tamaño mi joven amigo ama a su Dulcinea de carne y hueso que en la realidad se llama Beatriz. Camina sobre Lázaro Cárdenas, se detiene en la explanada del metro del mismo nombre. Habla por celular. Su rostro me dice que es con su dama. Lo saludo con un golpe de puño a puño. Sigue hablan­do y así con su aparato en la oreja nos dirigimos al maravilloso mundo del tianguis de la colonia Doctores.


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a A esa calle entré por vez primera cuando tenía unos ocho años. Fue en una vecindad de Doctor Neva, segunda cuadra después del Eje Central, y ahí nos quedamos una noche en casa de una familia amiga de la mía. Amistad hecha mediante Salvador, el primogénito de los Islas, quien era amigo de mi hermano Andrés, en la primaria. Chava era un tipo delgado, no muy alto y hasta simpático, pero que al poco tiempo perdió todo eso. El caso es que nosotros, los cuatro hermanos, coincidíamos en edad y en escuela con ellos; nosotros somos tres hombres y una mujer, ellos cuatro y una. Su papá tenía una camioneta de redilas, no sé a qué se dedicaba; el señor, dicen, ejerció el box de joven, sólo que el alcohol terminó con él. La razón de pasar la noche ahí es que al otro día nos llevaría el papá de Salvador a ver a Chabelo, a su programa; sí, el señor grandote que habla como niño y tiene un programa en televisión que tiene más años que la televisión misma. Era 1977. Después de ver En familia con Chabelo (previa fila gigantesca sobre avenida Chapultepec) y que uno de los Islas ganó unas chaparritas de uva y otro se agenció unos glo­bos, llegamos a su calle, ya con el tianguis en pleno, a medio día; recuerdo esos puestos de fierros oxidados, con cabezas de muñecas y ojos de fuera, patitos de hule sucios, resortes torcidos, discos rotos, historietas viejas (El Santo, Los Agachados), con sus marchantes bebiendo cerveza, fumando, señoras con mandil en la elabo­ ración de sopes y quesadillas, un ambiente raro para mi infancia, y que pronto me hizo ver al ser humano en su desnudez, con su violencia en el hablar, la grosería constante, la burla inmediata, el papá de Salvador gritándole majaderías a sus hi­jos como si fueran sus iguales, ellos respondiendo a la altura. Iba a llover, y junto con mis hermanos emprendimos el regreso a la otra colonia. Sorteamos puestos de ropa usada y chácharas, casi no había cosas de nuevo.

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ii Basilio pregunta por unas playeras que en Martí cuestan un ojo de la cara. Aquí están a mitad de precio. El mundo, para él, ha cambiado este domingo. b A mis diecinueve años fui a una tocada a Antonio Solís, en la Obrera, salí con ganas de beberme otra cerveza. Me metí a Doctor Neva para seguirla y saludar a José Luis, miembro de la familia Islas, de mi edad, fuimos juntos a la primaria 18 de Marzo. No estaba en casa. Aún vivía su papá, quien estaba mosqueado y olía a alcohol a kilómetros. El señor se dejaba morir. En el terremoto perdió a su esposa, a sus hijos Araceli y a Óscar. Después, Bulmaro, el segundo, se suicidó. Salvador estaba en ese momento en el reclusorio. Recuerdo que después fue a la casa y me dijo que él fue uno de los ayudantes de Ríos Galena. No sé si fue cierto. Él iba drogado y perdía la idea todo el tiempo. El caso es que eran como las dos de la mañana. Cuando salí de la vecindad (ya mucho mejor que antes del terremoto, un edificio favorecido por el programa de Reconstrucción Habitacional), vi una bolita de chavos de mi edad que le pegaban a alguien. Yo me seguí de largo, nadie me hizo caso; en la calle había dos tres jóvenes dándose un “gallo”. Escuché una voz chillona que reconocí, era José Luis, él era el receptor de esa patiza. Quizá fue el efecto de la cerveza o me sentí héroe pero me regresé, uno de ellos lo pateó en la cabeza cuando mi cuate decía ya estuvo, ni hablar, y el otro seguía, y se me hizo fácil ponerme enfrente y decirle: ya te dijo que ya estuvo. Él ni me peló. Me quiso hacer a un lado, no me movió, lo tomé de las greñas, lo bajé, lo patee, lo tiré y me sentí todo un Aquiles. José Luis se levantó y logró pegarle a otro. Se escuchó un chiflido y ambos caímos al piso, recibimos más patadas y golpes que Don Quijote y Sancho en la aventura de la venta. Quedamos tirados en esa esquina de Neva por no sé cuánto tiempo. Otros chavos ayudaron a levantarnos. Nos dieron cerveza. Entramos a la casa de José Luis. Su papá estuvo todo el tiempo tirado en el piso hablando solo. Nosotros nos la amanecimos bebiendo y escuchando rock y rancheras. Dormimos. Desperté cuando el sol estaba en lo alto. Salí y apenas se estaban poniendo algunos puestos del tianguis. Una señora joven que vendía los famosos walkman me preguntó que qué tenía. Me sentó. Dijo que me conocía. Me lavó la cara y me puso alcohol, me ardió, pero se me quitó con una pomada que me aplicó. Me enseñó un espejo y me vi un ojo hinchado, el labio flameado, el pómulo aún rojo, y de pronto sentí dolor en mi brazo derecho, la rodilla ídem, el pantalón roto, mi chamarra negra de piel raspada, rota del cuello, mis Converse llenos de tierra mojada. La cruda me hizo sentir una porquería. Di las gracias. Caminé hacia mi casa y envidié a los tianguistas que saboreaban su atole, que se veían recién bañados, frescos; a mí, en casa me esperaba otra zarandeada de mi mamá.

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iii Vera, la mamá de Basilio, le platicó que ella conoció gente de Neva y por eso le prohibió andar por estos lugares. Vente, le digo, lo prohibido es lo más sabroso y lo verdaderamente sabio. c A partir de mis veintitantos, el tianguis me ha ayudado en mi trayectoria como lector. Antes del dos mil, había unos puestos en el callejón de Neva, Dr. Andrade y en Dr. Norma que tenían libros de todo tipo de a tres pesos, diez, el más caro a veinte, pero nunca se pagaba eso, uno le regateaba al señor y decía “ya vas, dame tanto”, lo tomaba y enviaba a su hijo a la tienda por su cerveza. A mí me conocía desde que iba en el Cetis 49 de Xochimilco. Por él leí a Emiliano Pérez Cruz, con Borracho no vale; a Armando Ramírez y Noche de califas; a Steinbeck con La perla; a Philip K. Dick, con Tiempo de Marte, en buenas condiciones, en cinco pesos; una edición argentina del Quijote, con ilustraciones bien psicodélicas, por la época (1969), en dos tomos, me costó veinte pesos, y la he visto y no baja de trescientos cincuenta. No quedó casi nada de la familia Islas, acaso el recuerdo. El papá murió por el 95 de cirrosis. A José Luis lo encontré por el 93 en pleno Eje 3 y 5 de Febrero, una mañana de mayo, a las cinco de la mañana. Me dirigía a mi primer trabajo que tuve como redactor, varios jóvenes hacíamos síntesis informativas, en Insurgentes Centro 132, el Edificio Mallorca. Un auto negro sacaba chispas, arrastraba la defensa. Me hice a un lado y que escucho mi nombre. Era él. Venía de Toluca, traía un carro para “realizarlo” y me

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dijo orgulloso que había salido de la cárcel de Almoloya y que ya había estado un ratito en una de Guadalajara. Meses después fue a la casa, me pidió dinero y se fue. Cuenta la leyenda que lo metieron al bote porque hizo algo muy grande y que iba para largo, y ya no supe más. Cuando iba al tianguis, en algún momento volteaba a la vecindad por si veía a alguien, después se me fue olvidando eso que en algún momento me dolió, porque los conocí muy bien y saber que ya no vivían o estaban en la cárcel me hacían sentir raro, no sabría explicarlo. Ahora veo al tianguis de otra manera y me permite recordarlo cuando no había tantos puestos y había más cosas usadas, porque era de chácharas, y así decíamos en la casa: vamos a las chácharas, no decíamos tianguis. iv No puedo creer que Basilio no conociera este tianguis, como si viviese al otro lado de la ciudad. Andamos entre los puestos de plásticos verdes. Una mujer grande de edad, delgada, con ojos de maldad, les pide la cuota a los vendedores. Nos sorprendemos cuando le dice a un tipo que él dijo que usaría metro y medio, no dos, así que o me pagas lo que falta o te me largas. “¿Dónde me metes?”. “Calla”, le digo. Tú sigue y sigue como el flaco manchego, acuérdate que en la lentitud está el peligro. v Le voy platicando todo eso a Basilio mientras caminamos y vemos puestos de libros de viejo, que hay pocos, pero hay. Él se compra Al este del edén, de Steinbeck, 1953, veinte pesos y buen estado; encontramos una colección de La vida de los tiburones (con fotos y grabados), otra de Escritores ingleses siglo xix y xx. Me llevo una edición rara, chilena, de El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet, veinte pesos, “me cae que no la va

a encontrar, señor”. Basilio me hace burla porque me dijeron señor. Con respeto pasamos frente a la Santa Muerte en su nicho, negra y alta, en una esquina. Nos da hambre y vamos a Doctor Andrade y Doctor Norma por unos tacos de carnitas. Ahí revisamos los libros que compramos. Dice que le echó el ojo a una muñe-­ ca que quiere regalarle a Bety. Le platico que yo he sido hombre de calle, anduve en bicicleta varios años, conocí tianguis en Tetelpan, en San Ángel, en el Olivar de los Padres, en La Raza, en la Anáhuac, enfrente de cch Oriente; mi primera bicicleta de carreras la compré en el de San Felipe de Jesús, mis pantalones de mezclilla los compré con mis primeros trabajos en Coruña, ese tianguis largo que permaneció muchos años cerca del metro Viaducto; Tepito y la Lagunilla los conocí por mi mamá y por mis hermanos. Quiere regresar por esa muñeca. No se acuerda en dónde estaba. “No tienes memoria de tianguista. El comprador de tianguis debe ser como una recamarera o sirvienta, recordar cómo estaba hecha la cama, dónde las corbatas, cómo la almohada, pues así los que recorren tianguis, visualizar las esquinas, ver señales de mitades de calles, todo lo que te pueda recordar aquel al que de­seas regresar, para eso hay que perderse. Primera lección al visitar un tianguis, si no te pierdes, no buscas, no encuentras. El tianguis es nuestro laberinto del minotauro, o como Hansel y Gretel que usan moronas de pan para no perderse”. Dice que no le eche tanto rollo y vamos para que me siga platicando de Bety, y mientras habla y habla, entiendo que uno no debe memorizar y analizar sólo para no perderse, sino para encontrarse en estos tianguis que a veces son nuestro propio espejo y salvación. Perdámonos. Encontrémonos. Es posible que hallemos unos cartapacios como en el lector-narrador del Quijote y así descubriremos al narrador de esta verdadera historia de domingo y de un Basilio que jode y jode con su Bety.

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Menores infractores Paul Jaubert

(FotografĂ­a: Chris Hondros/ Getty Images)

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No obstante el gran incremento en los índices de delincuencia de menores de edad que se ha presentado en nuestro país, no es una solución de fondo tratarlos como delincuentes mayores, aunque por su grado de perversidad en muchos casos así debería de ser. Tampoco es una solución pretender resolver el problema en la legislación, sino actuando con los niños y adolescentes en su ámbito familiar, escolar y comunal para dar un tono preventivo al problema que nos aqueja.

Ante el gran aumento de delitos cometidos por menores de edad en estos días, así como su empleo por organizaciones delictivas para traficar drogas y ejecutar robos, asaltos y secuestros principalmente, es importante que reflexionemos sobre la situación que legalmente rige hoy día para dichos menores. Al respecto, a nivel internacional, se han establecido dos importantes instrumentos, la Convención sobre los Derechos del Niño y las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores (también conocida como las Reglas de Beijing), en las cuales se reconocen como niños a todas aquellas personas menores de doce años, y como adolescentes a aquellos que están entre los doce y los dieciocho años de edad. Por su parte, en México, la Ley Para el Tratamiento de Menores Infractores separa en menores de once años y mayores de once y menores de dieciocho. Establece que los primeros, al incurrir en faltas administrativas o cometer algún delito, sólo podrán ser sujetos de asistencia social por instituciones públicas, sociales o privadas, es decir, no podrán ser sujetos de internamiento en los Consejos de Menores. Para el caso de los mayores de once años pero que continúan siendo menores de edad, sólo se les podrá internar en los Consejos de Menores cuando el delito que hayan cometido sea grave, y no podrá exceder el tratamiento de cinco años; mientras, si el tratamiento se lleva a cabo sin internación, no podrá durar más de un año, y deberá continuar el tratamiento cuando el menor llegue a adquirir la mayoría de edad, pero sin exceder los límites antes mencionados. Es decir, si un menor delinque dos días antes de cumplir los 18 años, será tratado como tal, pero se le aplicará el tratamiento por los plazos previstos en la Ley. Según la Ley, el objeto del tratamiento que se dé a los menores infractores, bien sea en internación o no, tiene como finalidad adaptarlos a la sociedad y modificar los factores negativos de su estructura biopsicosocial. Lo anterior nos da un panorama de la situación que tenemos actualmente respecto de los menores, pero es necesario reflexionar si dichas medidas son correctas y adecuadas a la actualidad, y a las instituciones y dependencias que en nuestro país se encargan de los menores infractores o no. Desafortunadamente una cosa dice la

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ley y otra muy diferente es nuestra realidad. No vivimos en ese México que imaginó el legislador. Los Consejos de Menores que hay en nuestro país no cumplen con los fines que establece la ley y, francamente, parecen más bien escuelas de delincuentes que, más tarde, al adquirir la mayoría de edad, con su ingreso al reclusorio recibirán su doctorado. El seguimiento de los tratamientos por grupos interdisciplinarios que se plantea no se lleva a cabo, con lo que obviamente tampoco se consigue eliminar los factores negativos que llevaron al menor a delinquir. El entorno familiar en que vive la mayoría se encuentra colmado de factores negativos que difícilmente se pueden cambiar, bien por razones económicas, sociales o culturales, en medio de altos grados de alcoholismo, violencia intrafamiliar y entornos sociales poco o nada edificantes. En este orden de ideas, sería deseable buscar una nueva legislación que realmente se ajuste a nuestra realidad y a las capacidades que tenemos para atender estos problemas, pues, por ejemplo, con el establecimiento del programa “mochila segura” lo único que se logrará es llenar los Consejos de Menores con más aprendices de delincuentes que, lejos de adaptarse a la vida en sociedad, continúan preparándose y asociándose para el delito. Así, es necesario plantear un México en donde se sancione a los delincuentes, sean menores o mayores de edad, para así desalentar el crimen. Hoy por hoy, cualquier delincuente mide las posibilidades de que sea sancionado; y si se considera la ineficiencia de nuestras policías, ministerio público y la corrupción de algunos jueces, francamente es remota la posibilidad de que vayan a prisión, lo que les facilita animarse a delinquir. Si el porcentaje de criminales efectivamente sancionado se incrementara fuertemente, todos lo pensarían dos veces antes de atreverse a incurrir en delito. Por otra parte, también es importante replantear la educación tanto en el ámbito familiar como en las escuelas e instituciones, pues la incidencia de menores delincuentes se debe en gran parte a la falta de atención por parte de los padres. Es un camino largo que le llevará tiempo arrojar resultados, pero definitivamente sólo mediante la educación se logrará un mejor ambiente familiar y social que realmente prevenga la delincuencia. En noviembre de 2014, el presidente Peña Nieto publicó en el Diario Oficial la Ley General de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, la cual contiene un sinfín de disposiciones que tienden a establecer medidas preventivas para el sano desarrollo y crecimiento de los niños y jóvenes, pero —como todas estas disposiciones— no dice cómo se harán realidad sus ordenanzas. También se ha publicado una nueva Ley Federal de Justicia Para Adolescentes, la cual entrará en vigor cuando lo haga el Código Nacional de Procedimientos Penales, antes de junio de 2016. Todo esto nos deja clarísimo que este Gobierno, como los anteriores, no tiene la menor prisa en resolver de fondo un problema que llevará décadas solucionar, pues es un asunto de educación y no de represión.

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Letra muerta Jaime Augusto Shelley

Manifestaciones en Guadalajara, Jalisco, por el crimen de Ayotzinapa, octubre de 2014. (FotografĂ­a: Servando Gomez Camarillo/LatinContent/Getty Images)

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Algunos pobres despistados (u oportunistas dejados de lado) insisten en hablar de la “democracia” mexicana que está en peligro. No hay tal. En México, siempre, aunque solapada, ha existido una plutocracia asociada con intereses extranjeros que determinan, por las buenas o las malas, la política económica del país. En el gol­ pe a Echeverría, sacaron todos los dólares y lo forzaron a poner a un presidente que, junto al descubrimiento de los yacimientos petrolíferos de la Sonda de Campeche (que por cierto ya se conocían desde antes), pusieron a nuestro país en la mira de las corporaciones yankis. Del mismo modo, un socio (menor) de la familia Bush fue impuesto como director de Pemex e hizo las trapacerías necesarias para engañar al presidente novato —quien se autonombró el último Presidente de la Revolución—, y las grandes oportunidades que brindaba el abundantísimo petróleo que afloró de las plataformas marinas (casualmente rentadas por los Bush) se vio obligado a otorgarlas como garantía del préstamo para la construcción de un gasoducto que después, a fin de cuentas, no se concretó para vender a los gringos el gas. Ese gas que se siguió quemando en la atmósfera. Un empréstito cuantioso para aquella época. Unos miles de millones. Nada que ver con lo que ahora debe el gobierno: billones y más billones cada año, que dejan a la economía del país totalmente postrada e incapaz de levantar vuelo. No empezó con epn el despeñadero, es cierto, pero sin duda su entrega a los consorcios ha agravado aún más la crisis sistémica. El desmantelamiento de la industria nacional y el ingreso de las mercancías de las compañías extranjeras sustitutivas de las que dejaban de producirse aquí, además de la compra de las de componente capitalista propio, dejó en situación muy crítica al mercado. Incluso el campo padeció la sustitución de productos básicos para la siembra de mercancías de exportación; aquellos de consumo básico como el maíz, el chile o el trigo se importan. La dependencia es absoluta. Y la deuda pública crece para pagar deuda anterior. Entrampada, la economía da pasos moribundos, palos de ciego, se presume de que somos exportadores principalísimos de autos, lo que no deja beneficios significativos al país; las utilidades de las corporaciones son trasladadas a sus respectivos países (como las bancarias), con beneficios extraordinarios dado el bajo costo que obtienen mediante la explotación de los trabajadores. La ley laboral es letra muerta. Que lo digan los obreros agrícolas de Baja California parece un signo extremo. No lo es. Es cotidianidad, en las minas, los empleados por outsourcing, los desempleados, sígale contando.La letra muerta de la ley en nuestro país es evidente. Y tiene que venir uno de afuera para denunciar la tortura como un ejercicio generalizado en la procuración de la justicia (las policías de todo nivel, el ejército, la marina) para resaltar algo que todos sabíamos pero no estábamos en posición de aceptar, salvo en las novelas. Se realizó un gasto enorme a finales del año pasado y principios de éste para proveer a las fuerzas armadas de equipos, armas y municiones que es claro indicio de los preparativos que hacen para enfrentar conflictos a la puerta. Letra muerta la de los derechos humanos.

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Los estropicios electorales serían una vergüenza inaceptable en cualquier país, aquí resultan sólo más basura en las calles, los oídos y los ojos. Y el costo es inmenso. El falso partido verde se ríe a carcajadas de las supuestas autoridades del brazo de su contlapache, el pri. Letra muera la ley electoral. Hace algunos años, saliendo de un motel, después de una noche de amor casual, vi que sería un día esplendoroso. Se veían con inusitada claridad los volcanes guardianes del Valle. Sorpresivamente me empezó a her­vir la sangre. Al llegar a mi casa tomé papel y lápiz y escribí: Patria Prometida En lo que era país frescas tumbas sin acceso. Sortilegio de pasada pretensión su alumbre. A la vera, desasido, rasco. Pero no hay féretro. Húndese el hueco, más y más. Enrarece a paletadas el aire mientras yermo. Otras allá tumbas alineadas Sin resistir un orden. El cierto olor, la crasa pesantez advierten: asumen el poder los muertos. Y yo, ¿cómo distinguir? ¿Quienes los muertos?

Y entonces, sin retórica, sin falsas conclusiones, ni arrebatos de agobio, que alguien me conteste: ¿dónde están los estudiantes de Ayotzinapa? ¿Vivos o muertos? ¿De república plutocrática nos hemos de convertir en dictadura sin tapujos? Letra muerta la ley. Ciudadanos indefensos, agobiados, sin horizonte a la vista, nos encaminamos por un estrecho sendero al despeñadero. Es preciso despertar de esta prolongada pesadilla y entrar en acción. Ese México mayoritario debe oponer a la gavilla de depredadores en el poder otro proyecto de país, otra manera de convivir y volver a soñar con emoción en el futuro. Sobre todo los jóvenes que, al parecer, han perdido ese espíritu de lucha y se conforman con su des­tino de servidores y aspiran tan sólo a la búsqueda de un bienestar al alcance de las manos. Es casi un hecho que los priámbicos mantendrán —por cualquier medio necesario— el poder y el virrey en funciones asumirá la Presidencia en el próximo gobierno, como representante dócil de los poderes realmente existentes, es decir, el núcleo secreto de inversionistas ya presentes en el diseño y operación de nuestra economía. La aparente oposición con el sujeto en Gobernación es simulada. A menos que algo se descarrile seriamente y las aguas se salgan de madre, los sujetos se­guirán siendo socios, y alguna ocupación tendrá el sujeto en cuestión. Se me ocurre, como Presidente del partido, con gran poder decisorio en la conformación de los cuadros gobernantes. Cosa de risa esto de las premoniciones. Pero hay un país tan pobre, tan pobre, que acepta las limosnas y no parece querer levantar la cabeza. La papa es primero, ni modo.

¿Cuáles los vivos? ¿Cómo saber? En lo que era país, de vivos contra muertos vendrá, ineludible, la guerra.

p.d. Omito las nombres de los sujetos en cuestión porque carecen de valor. ¿Quién recuerda los nombres de todos esos seres que pasaron por las cumbres del poder, hace unos años? Se los traga la mediocracia, sin contemplaciones. Nunca existieron.

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armario

Poemita Abigael Bohórquez

A trago y trago de recuerdos voy, muertoandando, el corazón, el vino, el duelo, la ácida noche, la hermandad oculta; no siempre me contengo; si pregunto por nadie llamo a todos; salgo a pasear mi lividez, mis ojos miserables, mi tullida soberbia, mi resplandor perdido. pero es mentira que esté yo aquí; eres tú este terror y estoy a oscuras… opresor. niño de tibias maquinaciones, oficiante de la perturbación, petálico, rincón más claro, ahora que no estás: desnudémonos húndete.

A veinte años de la muerte de Abigael Bohórquez —quien, en palabras de Dionicio Morales,“pertenece a esa estirpe de poetas caudalosos para los que no existe un dique capaz de contenerlos”—, Casa del tiempo presenta este texto para recordarlo y mantener estos versos en la memoria de nuestros lectores.1

Tomado de: Bohórquez, Abigael, Las amarras terrestres. Antología poética (1957 - 1995), México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2000. (Col. Molinos de viento, 131), p. 180.

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intervenciones Mateo Pizarro


francotiradores

La mariposa y el tsunami Me llamo Hokusai, de Christian PeĂąa Ernesto Lumbreras

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La gran ola de Kanagawa, Katsushika Hokusai, de la serie 36 vistas del monte Fuji, 1829-1831, Museo Pushkin de MoscĂş. (Imagen: Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images)


Estimulado por el libro de Edmond Goncourt, con toda seguridad, José Juan Tablada fue el primer divulgador de la obra de Katsushika Hokusai (1760-1849) en México. Antes de su viaje al Japón, en 1901, la fascinación por el Oriente tenía en el espíritu del poeta a uno de sus más devotos y escrupulosos seguidores. La mítica casa de Coyoacán, un trasplante del aristocrático hogar nipón, con sus jardines de sauces llorones y sus estanques con sapos y nenúfares, acentuaban hasta la exageración su gusto y pasión por la cultura japonesa. Fechado en 1918, “El poema de Hokusai” es una reseña lírica —y por supuesto, algo más que eso— de varias pinturas y grabados del genial artista; según el poeta de Li-Po y otros poemas: “Hokusai lo dibujó todo, / desde las larvas hasta el sol!”. Varias imágenes del llamado por sus contemporáneos, “el viejo loco del dibujo”, se han sedimentado en eso que la sociología ha denominado “imaginario colectivo”. O, desde otra trinchera del estudio de masas, podríamos afirmar que dicha iconografía ha sido cubierta por el barniz de lo kitsch; a la definición convencional del vocablo alemán, “estética de fácil digestión a la que aspiran los nuevos ricos”, agregaría que en las representaciones del archivo visual del kitsch se oculta una presencia irrevocablemente funesta: la muerte tras un biombo de papel arroz. Una lectura con enfoque kitsch de Me llamo Hokusai de Christian Peña (ciudad de México, 1985) deberá conducirnos a esa encrucijada fatal, cubiertos por un vaho azul y glacial. De los cinco capítulos del libro, cuatro toman como pretexto una pieza —y sus incontables variantes— ejecutadas por la mano de Hokusai: La gran ola de Kanagawa, El monte Fuji rojo, El sueño de la esposa del pescador y El fantasma de Kohada Koheiji. Lejos del usufructo de prestigio cultural, el discurso del libro elude la ilustración, la narrativa del personaje y su contexto así como el contrapunto lírico en diálogo con la iconografía de Hokusai. En lo absoluto, Peña no tiene interés en poetizar la vida y la obra del pintor japonés ni en recrear cuadros de épocas con pinceladas de color local a diestra y siniestra. Ciertamente hay un juego, deliberadamente irónico y de semiótica pura, por parte de la voz hablante del poema por “llamarse Hokusai”: “Mi nombre es lo único mío que es de todos”. El juego de conexiones entre las partes del libro, al mismo tiempo, extramuros, se enlaza con otros libros y con otros episodios de la historia documentada por los medios de comunicación. En un sentido abierto, Christian Peña no identifica diferencias sustantivas entre literatura y vida o entre historia y biografía; ambas experiencias,

Me llamo Hokusai Christian Peña México, fce / cnca / inba / ica, 2014, 75 pp.

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en la sensibilidad del poeta, en su plano electivo y en su “código de conciencia” (Auden, dixit) mezclan sus aguas y borran todo límite. En esa alquimia, los relatos esbozados, las clases de natación de un niño, el cáncer de pulmón de un fumador, una vacacionista en Vallarta y el fantasma de un familiar, embonan con las piezas de Hokusai antes mencionadas. A partir de esas tramas anecdóticas, relacionadas o no con la biografía de autor, se va formando un palimpsesto, cuyo añadido inmediato son las cuatro obras del grabador japonés a las que se incorporarán otros referentes literarios y documentales. La escritura de un libro como Me llamo Hokusai revela no sólo a un poeta con talento narrativo y ensayístico notable, aplicado en dosis justas y en el lugar indicado a lo largo de la composición. Lo que delata también la escritura del volumen es un trabajo de posproducción, término, es cierto, muy socorrido por las obras de arte conceptual y su crítica respectiva. Sin embargo, el ensamblaje de Christian Peña no reclama para su justificación o probables interpretaciones, ningún texto teórico que avale o contextualice su empresa. No obstante las múltiples referencias que concentra y despliega o la coexistencia de variados lenguajes, el soporte medular del libro es el discurso poético. ¿Es posible hablar, ahora mismo, de lo poético y de la extrañeza? ¿O del grado y de la diferencia, según Gilles Deleuze, para referir lo poético? Dado los escalofríos o los bostezos que provocan las palabras “sublime”, “inspirada” o “extraordinaria” en relación a la poesía, diré que Me llamo Hokusai es una obra decididamente extraña —en su gradual diferenciación— del contexto reciente de la poesía mexicana. La corriente multiplicadora de sentidos del monólogo joyceano que elige Peña para narrar y ensayar, desde “la querencia” de la poesía, no es otra que la del ritmo de la palabra en el tiempo o, en cierto modo, la respiración de los mortales que vacila, acelera y se detiene frente a los avatares del amor y la muerte. A todo

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eso habrá que agregar la poética del azar y la teoría del efecto mariposa. Bajo tal concierto, las cinco estaciones del libro reúnen en un mismo orbe, un patito de bañera, el complejo nuclear de Fukushima, los personajes emblema de Juan Carlos Onetti, un decapitado en la carretera de Matehuala, los leones dibujados por Hokusai, un hombre que traza las líneas de su rostro y un fascinante e inusitado etcétera. En la proyección de ese aliento de hechizo y de vértigo, de seducción y complicidad, por ejemplo, Puerto Vallarta es Yakohama y el pulpo lujurioso de Hokusai es servido —desdichadamente frío— en el poema “Dobrada à modo do Porto” de Álvaro de Campos para que muchos años después un poeta mexicano escriba: También mi lengua es un molusco; [papilas como ventosas, idioma de caverna, palabras que se adhieren a las rocas, [tentáculos que se pegan a tu boca, que bailan dentro y fuera de tu sexo.

Entre la ya considerable bibliografía de Christian Peña este libro, merecedor del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2014, es un aparte cualitativo. Sin el mimetismo prestigioso del legado de Ulises Carrión, Juan Luis Martínez o Leónidas Lamborghini, Me llamo Hokusai toma y reformula algunos conceptos puestos en práctica por este trío de radicales, en poco tiempo, convertidos en figuras canónicas. Los conceptos de edición, de coexistencia de lenguajes literarios y docu­ mentales y de borraduras o ampliaciones a la idea de autor, confluyen en el poema narrativo-ensayístico de Peña configurando un sistema-archipiélago de fértiles y atractivas correspondencias. Surgido del aleteo visual de las obras Katsushika Hokusai, el pretexto artístico evitó, como anotaba párrafos atrás, lo predecible, dando lugar a una pieza que enriquece, además del paisaje de nuestra lírica, el concepto de articulación y proyección del discurso poético.


La memoria y su estela en el cuerpo Erigir una fortaleza de Lorena Huitrón Vázquez Julieta Gamboa

El recuerdo es, siempre, una ruina carcomida, como toda construcción humana, por los cuatro elementos clásicos: agua, aire, fuego y tierra y por el padre de los cuatro: el infatigable Cronos. Néstor A. Braunstein

Toda autobiografía está inscrita en la confluencia de distintas historias y cada vida es susceptible de representarse a partir de narraciones múltiples. La exploración de la subjetividad como punto de partida para desarrollar zonas textuales autobiográficas supone la traducción de una mirada sobre la realidad y la revelación de una perspectiva de uno ante los otros. Implica también una reflexión acerca de la identidad, a partir de distintos ejes significativos: el cuerpo, los espacios, los afectos. Para ello, la relación del sujeto con la memoria como mecanismo selectivo es relevante. La reconstrucción de la memoria individual y la relación emotiva de ésta con distintos lugares que se vuelven significativos se desarrolla en Erigir una fortaleza, poemario de Lorena Huitrón Vázquez (Xalapa, 1982), mediante resoluciones líricas múltiples e imágenes enlazadas que delimitan un sujeto definido en su relación con el pasado. No obstante, la memoria no es sólo un mecanismo de la mente que codifica y recupera información antigua sino que se vuelve la posibilidad para conformar un cuerpo subjetivo desde el presente en que se enuncia. La voz poética manifiesta su relación con distintos tiempos y espacios ligados a experiencias afectivas configuradoras de una identidad personal.

Madre e hija, Egon Shiele, 1914, Leopold Museum, Viena. (Fotografía: Fine Art Images/ Heritage Images/Getty Images)

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Huitrón propone una lectura (y reescritura) del espacio/tiempo de manera transversal. La memoria llena zonas de vacío en el presente e intenta sujetar algunas imágenes y dotarlas de sentido al asociarlas entre sí, lo que se lleva a cabo por medio de la reconstrucción de las experiencias físicas y sensoriales que son provocadas con el tránsito por distintos espacios: Para Lucrecio todo se compone de átomos [y espacio vacío. Me figuro el granizo acunado en las palmas de la mano de mi madre, obsequiándolos a puñados [como si fuesen perlas. El atomista se equivocaba. Nuestra materia es de acero que descarna [en incesante tambor. […]

Así, las sensaciones pasadas son la materia para ahondar en el recuerdo y delimitar un cuerpo presente, el cual se configura cuando se confronta con las sensaciones físicas que las relaciones con los otros le han provocado. El otro roza, circunda y cerca el propio cuerpo, nombrado mediante un lenguaje poético reconstructivo. Los momentos significativos relacionados con cómo se define el sujeto a partir de sus lazos afectivos otorgan la densidad lingüística del texto. El otro es la presencia que determina las relaciones emotivas con el espacio y las decisiones para ensanchar el tiempo, extenderlo o transitarlo más rápidamente, pues mediante los afectos se cimienta un puente hacia ese pasado que configura el cuerpo y lo que se es en el presente. La memoria se sustenta en una descripción del paso contiguo de los otros para generar sentidos identitarios. En la sección “Elegía a un nadador”, la red de relaciones entre tres mujeres —la madre, la abuela y la nieta— que se despiden del abuelo muerto, delimi­ta la memoria de lo que fue el otro ausente, enmarcada en la experiencia del río Huitzilapan como espacio memorístico. El cuerpo se vincula de manera sensorial con la naturaleza, y la imagen del río y su cauce se

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emparentan con el flujo de la memoria y con la vivencia de las relaciones familiares. La elegía al abuelo es un medio para unir la infancia y el presente y las asociaciones entre la muerte percibida desde el pasado infantil (“De niña, tras comer, mi madre me decía: espera un poco, si no morirás y te llevará el río”). Por su parte, la experimentada en alguien cercano afirma la resistencia al olvido, visto como un proceso de extinción contra el que se ejerce resistencia. Tal como los otros marcan la constitución del cuerpo del sujeto que enuncia, desde una identidad contingente, los espacios se vuelven intersticiales, pues no son permanentes en la experiencia del sujeto. Son transitorios, como transitoria es la identidad, territorio fronterizo, que cambia en función del instante autobiográfico poetizado, como si el devenir se sucediera a partir de los lugares por los que se circula (como Howth o el río Papaloapan), los cuales son la huella de un desplazamiento de la subjetividad. Los espacios adquieren entonces un significado no sólo en función de su anclaje con el pasado, sino a partir de la relación que establecen con el sujeto que enuncia. Los territorios, los instantes experimentados en ellos y las relaciones que derivan de su paso son la base de descripciones carga­ das de fisicidad que fijan una serie de detalles con los que se enmarca el espacio autobiográfico. Esta cohesión temporal es, no obstante, siempre efímera, pues los lugares se multiplican y las vivencias se suceden (como un encuentro amoroso o la experiencia corporal que da el baile) en un orden subjetivo. Por ello, la percepción del tiempo se altera y puede hablarse de un presente extendido en la enunciación poética. Ante el intento por reconstruir un pasado fragmentario y difuso, se opone la posibilidad de inventar y enunciar la experiencia: La idea del pasado hiere al pecho, desbroza su musgo, lo descarna, regresa en boomerang las palabras cuyo luto impide saber cómo decirlas.


Erigir una fortaleza Lorena Huitrón Vázquez Xalapa, Instituto Literario de Veracruz (Licencia Poética), 2013, 98 pp.

Y aunque las palabras no logran reconstruir el tiempo y la experiencia tal como ocurrió, sí se apropian de las huellas del sujeto en el espacio y las enuncian (el paso por la arena, el roce de la corteza de un árbol, el contacto del cuerpo en el agua). En ese sentido, la poeta asoma, al mismo tiempo, a la realidad material cotidiana que forma un espejo autobiográfico, usan­do como herramienta textual la exploración de la narratividad, sin dejar de lado el desarrollo de imágenes poéticas ligadas a los recursos más sensoriales del texto. Los poemas que cierran cada sección, todos con el título “Sauróctonos”, otorgan una pausa en la construcción de ese sujeto autobiográfico. Como instantáneas, que a la vez densifican y retienen la experiencia del pasado contenida en el resto de los textos, en ellos se desarrolla la imagen de 400 cocodrilos que han escapado, a partir de una voz que elabora un discurso sobre la violencia contenida que representan y el enfrentamiento entre lo humano y la animalidad a la que se teme. La tradición filosófica ha insistido en asimilar la memoria singular con la identidad personal. Según Néstor A. Braunstein, la identidad personal depende de la memoria y de la posibilidad de hacer una narración continua y coherente de quién se ha sido para dar cuenta de quién se es. Si el sujeto no posee una memoria de su pasado, no puede configurarse como sujeto y elaborar un discurso de sí ante el otro. La noción de

memoria implica entonces la idea de conservación del pasado. No obstante, en Erigir una fortaleza se encuadra tal conservación del pasado desde un presente que se sabe cambiante, a partir de distintas historias y construcciones individuales múltiples enfrentadas a la inminencia del paso del tiempo. La memoria es siempre biográfica. El producto más genuino de la memoria es por tanto la subjetividad. La memoria puede ser un prisma cuyas caras determinan la construcción identitaria del sujeto, pero aparece al mismo tiempo como un elemento discontinuo, relacio­ nada sobre todo con campos emotivos. La enunciación poética faculta la ficcionalización de la memoria, nue­ vamente desde un punto de vista personal. La recuperación de la memoria a partir de las palabras cobra sentido a partir del uso de un código común que, sin embargo, tiene la posibilidad de modificarse y reinventarse. En este sentido, el intertexto de las cartas de Carlota de Bélgica empleado a lo largo de los poemas funciona también como signo que refuerza la reconstrucción memorística. El sujeto que enuncia en Erigir una fortaleza construye ante todo una continuidad subjetiva, siempre consciente de los juegos de la memoria en su repetición del pasado: Somos hijos de una memoria gastada que llena cubetas para calmar la sed.

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Tratado del amor mundano Rafael Toriz

Cada vez que un autor maduro y consagrado —es decir, alguien que para ciertas convenciones sociales ha llegado al improbable cénit de la profesión— da una obra nueva a la imprenta es motivo de inquietud y sorpresa para sus lectores devotos, puesto que son en realidad escasos los escritores capaces de superponerse a la carga del éxito y el prestigio y las alimañas que los acompañan. Incontables son los autores a los que los premios, las obras completas o incluso la misma eufonía de su nombre lo aplasta como una losa en vida. No es ese del todo el caso de Mario Vargas Llosa, el último protagonista vivo y en servicio del bastardeado boom de la literatura latinoamericana. Nadie ignora que sus últimas novelas, al menos las posteriores a La fiesta del chivo, han caído en esa terrible suerte que acongoja a los autores millonarios: se leen como novelas de aeropuerto y se encuentran a una distancia muy lejana de obras señeras como Conversación en la catedral, La ciudad y los perros o La guerra del fin del mundo. Sin embargo, al margen de sus ensayos sobre literatura que prodiga de vez

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El escritor peruano Mario Vargas Llosa y la actriz española Aitana Sánchez Gijón durante el ensayo general de su obra de teatro Los cuentos de la peste en el escenario del Teatro Español en enero de 2015, en Madrid, España. (Fotografía: Quim Llenas / Getty Images)


en cuando —donde La verdad de las mentiras brilla con luz auténtica, al margen de sus estupendos análisis sobre Flaubert, García Márquez y Juan Carlos Onetti—, la publicación del ensayo teatral Los cuentos de la peste demuestra no sólo que Vargas Llosa sigue siendo un autor de fuste y no únicamente por la factura de la obra, que es impecable, sino por su capacidad de tejer distintos materiales verbales en una argamasa sólida pero tersa; equilibrada y seductora: construida con un esqueleto fuerte y casi imperceptible por su absoluta naturalidad. Si algo no podrá escatimársele nunca al peruano es su profundo y transparente conocimiento del oficio (su lectura es siempre una clase de preceptiva literaria; hasta para lo que no se debe hacer). El libro —publicado en una edición de lujo por Alfaguara que contiene fotos del montaje llevado a cabo en principios de año en Madrid, donde actuó él mismo junto a la bella Aitiana Sánchez-Gijón— despliega una extenso ejercicio dramático inspirado en el Decamerón, esa obra maestra del más profano de los tres milagros que sucedieron en Italia antes del Renacimiento y que cambió para siempre el rostro de la literatura occidental. Entre Dante y Petrarca, Boccaccio es el único que retrató en una obra imperecedera los vulgares y terrenos milagros de la carne. Los relatos de Giovanni, plagados de placeres sensuales, ficciones conmovedoras, goces del vientre y otros encantamientos entre bucólicos y sexuales son una celebración desaforada de la vida, lo que le permite al nobel reconstruir, a la manera de un remix escénico, un fresco en donde las pasiones de los hombres y mujeres —infidelidades, vicios y crueldades— son puestos ante los ojos del espectador para pitorrearse del aparente mundo de la virtud. En el estupendo ensayo introductorio, Vargas Llosa explicita su contenido: “en el Decamerón no hay el menor prurito en disimular los defectos y los vicios inherentes a la condición humana; por el contrario, la razón de ser de muchos cuentos es describir al hombre esclavizado por sus pasiones más bajas, sin que nada consiga atajarlas”. Releyendo a Bo­ ccaccio mediante el peruano, queda claro que ninguna

argucia ni ningún embuste es demasiado para conseguir los favores sexuales de una señora suculenta. Por ello, la obra está surcada por otro personaje cercano a la sensibilidad “vargasllosana”: el viejo rabo verde, aquel anciano corrupto que mediante el engaño consigue mancillar lo puro con el saber de la experiencia. Empero, el tema principal de Los cuentos de la peste no es sólo el reflejo de las prácticas desenfrenadas a las que nos entregamos los mundanos, sino la de la capacidad de la imaginación de sustraernos de un entorno enfermo y miserable para aspirar a una salud en la que podemos habitar una realidad mejor y más completa a través de las ficciones, puesto que no todo está perdido si aún podemos contarnos para conjurar lo que nos duele.

Los cuentos de la peste Mario Vargas Llosa Barcelona, Alfaguara, 2015, 232 pp.

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colaboran Manuel Becerra Salazar (ciudad de México, 1983). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde en 2010 y el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa en 2015. Ha publicado, entre otros, Cantata castrati en 2004 y Los alumbrados en 2008. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el periodo 2009 - 2010. Abigael Bohórquez (Caborca, Sonora, 1937 - Hermosillo, Sonora, 1995). Dramaturgo y poeta. Entre sus libros de poesía se cuentan Fe de bautizmo, La madrugada del centauro, Acta de confirmación y Las amarras terrestres. Antología poética 1957 - 1995. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976). Es egresada de la licenciatura en lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. José Francisco Conde Ortega (Atlixco, Puebla, 1951). Es poeta, crítico y ensayista. Estudió letras en la unam y es profesor e investigador de la uam-Azcapotzalco. Es autor, entre otros libros de poesía, de Vocación de silencio (1985), La sed del marinero que regresa (1988), Los lobos viven del viento (1992), y Cuaderno de febrero (2006). Su libro más reciente es Espina del tiempo. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Lucía Leonor Enríquez (ciudad de México, 1981). Directora, dramaturga, actriz y traductora. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. En 2009 publicó Nadie se va a reír. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Julieta Gamboa (ciudad de México, 1981). Es licenciada en lengua y literatura hispánicas por la unam. Participó en los talleres de poesía de Hernán Lavín Cerda y Máximo Cerdio. Ha publicado en revistas como Punto de partida y Los poetas del 5. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2008 a 2010. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Leopoldo Lezama. Ensayista y editor. Estudió lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad

Fe de erratas: en el número 15, del mes de abril, al escribir Eugène Cuizin como autor en la sección Armario debió escribirse: Eugène Cuzin. Esperamos se disculpe nuestro error.

Nacional Autónoma de México. Ha colaborado en diversas publicaciones nacionales e internacionales. Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966). Poeta, crítico y editor. Ha sido merecedor del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Bellas Artes de Ensayo Malcolm Lowry, entre otros. Miembro del Sistema Nacional de Creadores. Entre sus poemarios se cuentan Órdenes del colibrí al jardinero, Espuela para demorar el viaje y Lo que dijeron las estrellas en el ojo del un sapo. David Martín del Campo (ciudad de México, 1952). Narrador y ensayista. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Sistema Nacional de Creadores, el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero y el Premio Mazatlán, entro otros. Su novela más reciente es El último gladiador, de 2015. Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 20042006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el fonca. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

Descarga Tiempo en la casa, suplemento. Juan Rulfo, el maestro, René Avilés Fabila y Diálogos de una tragedia mitológica, J. Antonio González de León


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En esta obra, Rafael Doníz nos lleva por la luz y la sombra del mundo de los kwemwarusi. A través de imágenes deslumbrantes, quien acceda a estas páginas contemplará el paisaje, la vida cotidiana y los rituales con los que, año tras año, esta enigmática cultura recrea el tiempo originario. Las fotografías capturadas por el artista condensan, en su sabia superficie, el ser mismo de una cultura amurallada en su historia, creencias, valores y costumbres que ha sabido soportar las embestidas de la moderna barbarie.


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La estampa y el grabado mexicanos: tradición e identidad cultural Alma Barbosa Sánchez

casadeltiempo • número 16 • mayo 2015

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