Casa del tiempo 17, junio de 2015

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Homenaje a Gutierre Tibón

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Revista mensual de cultura Año XXXIV, época V, Vol. II, número 17 • junio 2015 • $60.00 • ISSN en trámite

Pinotepa Nacional. Mixtecos, negros y triques y Gog y Magog. Aventuras lingüísticas

12 de junio, 20:00 hrs.

Centro Histórico, Zacatecas, Zacatecas

María Félix: radiografía de una actitud

Carretera Federal Los Reyes-Texcoco, km.14.3, San Miguel Coatlinchán

Presentación del libro Perros días de amor y otros cuentos de Barry Callaghan

18 de junio, 17:00 hrs. Vestíbulo de la Biblioteca Presentan: Mónica Lavín Claudia Solís

Antropología

Los sueños de la modernidad. Un viaje sin fin Guadalupe Ríos de la Torre, coordinadora

casadeltiempo • número 17 • junio 2015

Las artes y el pensamiento después de la Segunda Guerra Mundial Algunas palabras de Jaime Labastida acerca de Carlos Montemayor

Diseño

Diseño para la discapacidad Dulce María García Lizárraga Compiladora Geografía

Paisaje y territorio. Articulaciones teóricas y empíricas Martín M. Checa-Artasu, Armando García Chiang Paula Soto Villagrán y Pere Sunyer Martín

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Actores y cambio social en la Revolución mexicana Nicolás Cárdenas García Enrique Guerra Manzo Coordinadores

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Historia

(B m up us in l ca ifi em el cc en t có ió di n o e le go ”, c L Q R au tró pa ro ni ra Z co T de av sc a iem ar la ga y po gr Bá en at l ui rba a c ta as a: en ra pá Fra gi ti na ce 72 lli )

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

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Presentación de sus libros:


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A los homenajes que Casa del tiempo hizo el año pasado, se suma uno que pertenece al ámbito de la cultura popular. Así, junto a Octavio Paz, Efraín Huerta y José Revueltas, además de José Emilio Pacheco, Julio Cortázar y Juan Gelman, entre otros, esta vez se abren las páginas a María Félix, mujer que enamoró lo mismo a escritores y compositores que a pintores, cineastas y multimillonarios; un personaje altamente conocido en Madrid, Nueva York, París y México. Por tanto, resulta pertinente el texto de Juan Patricio Riveroll cuando señala que la época de oro del cine mexicano —que tuvo a la diva Félix como una de sus consentidas— fue posible entre otras cosas por el giro hacia la propaganda que todas las potencias practicaron durante la Segunda Guerra Mundial. Esta confrontación entre naciones dio origen a reacciones diversas, y en este número ofrecemos asimismo lecturas que posibilitan el análisis y la reflexión de las artes en torno a uno de los eventos que signaron el siglo pasado. Por ejemplo, Ramón Castillo examina el “malestar en el pensamiento” y Héctor Antonio Sánchez narra la manera en que las vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo xx (consideradas como abiertamente libres y creativas) fueron condenadas por el nazismo como un “arte degenerado”, con la misma fuerza que adjetivaron la física de Einstein como una “física judía”. Las producciones en arte, como en el caso de la ciencia, superaron la virulencia y los estigmas del nazismo y reencausaron la pluralidad de visiones del mundo. Sin pluralismo, no hay arte posible. Por otra parte, y de manera especial, Jaime Labastida recuerda a uno de los más firmes artífices del establecimiento del área de Difusión Cultural en la Universidad Autónoma Metropolitana —y fundador de nuestra revista—: Carlos Montemayor. Y así, entre divas, poetas, vanguardias y memoria histórica, Casa del tiempo muestra un vital mosaico cultural.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate

editorial, 1 torre de marfil María Félix: radiografía de una actitud, 3 Pável Granados

Secretario Abelardo González Aragón

profanos y grafiteros

Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro

¿Qué nos salvó? ¿Para qué? La poesía y la Segunda Guerra Mundial, 9 Pablo Molinet Bosquejos cinematográficos alrededor de un episodio de guerra, 13 Juan Patricio Riveroll Las otras presas, la guerra de Kenzaburo Oé, 16 Francisco Mercado Noyola Sobre el malestar del pensamiento, 20 Ramón Castillo Le Corbusier, fascista, 24 Jorge Vázquez Ángeles

Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiv, época v, vol. ii, núm 17 • junio 2015. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada: Viento a favor. Proa del Giulio Cesare, plata sobre gelatina, Océano Atlántico, 1952, colección: Luis Martínez de Anda, curaduría: Hanzel Ortegón diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López, Director de Publicaciones y Promoción Editorial, Coordinación General de Difusión, Rectoría General, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2o piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Del. Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Dirección de Tecnologías de la Información, Ing. Jorge Ordaz Ortiz, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387. Fecha de última modificación: 30 de mayo de 2015. Tamaño de archivo: 6.7 MB Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

ménades y meninas Convocar la piedad: el cuerpo en el Expresionismo, 28 Héctor Antonio Sánchez Alfonso Mena: pintar el espacio, 33 Miguel Ángel Muñoz

antes y después del Hubble La errancia erótica o la dureza vencida, 38 Walter Beller Unas cuantas palabras por Carlos Montemayor, 41 Jaime Labastida La fierecilla, ¿domada?, 44 Gerardo Piña Dos poemas, 47 Moisés Elías Fuentes Nunca hago planes con tanta antelación (en defensa del sombrero), 49 Jesús Vicente García Asperjando los medios, 54 Jaime Augusto Shelley ¿Por qué hay prisión preventiva?, 57 Paul Jaubert

armario Dos fragmentos de guerra, 60 Kurt Vonnegut

intervenciones, 63 Mateo Pizarro

francotiradores Entre el bien público y la ortodoxia financiera: El capital en el siglo xxi de Thomas Piketty, 64 José Antonio González de León Balada para vampiros sibaritas. Sólo los amantes sobreviven, de Jim Jarmusch, 67 Verónica Bujeiro 67 Del placer y la saciedad. Umami, de Laia Jufresa, 70 Nora de la Cruz

colaboran, 72

Tiempo en la casa. Suplemento electrónico La minificción Lauro Zavala y Bárbara Fraticelli


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María Félix:

radiografía de una actitud Pável Granados La monja Alférez. Fotografía: Argumedo Jr., plata sobre gelatina, colección: Luis Martínez de Anda del archivo de Enrique Álvarez Félix, México, 1944

No quisiera explicar a María Félix en términos exclusivamente actuales, ya que hacerlo implica una lectura secular, es decir: basarme en aspectos enteramente “estéticos”, pero de una manera limitada, sería arrancarla de su contexto y entregarla a una valoración esquemática acerca de su trabajo. Es decir, una forma de reducirla. Y María Félix no puede aparecer en estos términos, ya que no sería ella. “A una diosa no se le permiten apariciones modestas”, escribió Carlos Monsiváis. Pertenece a la época en que la leyenda acompañaba a la celebridad, y eso que el cine de la Época de Oro ya pertenecía a la era de la reproductibilidad técnica (según Walter Benjamin), lo que significaría que no habría, de su lado, ese acceso a lo legendario. Sin embargo, en el caso de María Félix no hay descenso a lo profano. Se movió en otros términos y la demasiada cercanía nunca existió, no hubo familiaridad con ella. Muchas veces se le ve como pieza fundamental de una industria, como engrane central de una ideología y como primer producto ya refinado del star system. Tampoco

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podría asediarla en términos comparativos, ya que no encontraría forma de acomodarla, por lo menos en cuanto a su relación con las demás estrellas nacionales. Tendría que salir de una forma de entender el cine basado en una educación estética nacionalista. Eso se debe a que María intentó de diversas formas acercarse al cine europeo (jamás al estadounidense), en busca quizá de su propio dominio de la línea, esculpiendo una personalidad que alcanzó momentos refinados y de una expresividad elocuente y creativa. Cuando filmó su primera película, Jorge Negrete le preguntó: “¿Con quién se tuvo que acostar para lograr que le dieran su papel en El peñón de las ánimas?” Y ella contestó: “Usted lleva más tiempo que yo en este negocio, así que debe de saber con quién hay que acostarse para ser estrella”. En gran medida, los más espectaculares actores del cine internacional parecían seguir el consejo de Nietzsche: “haz de tu vida tu propia obra de arte”. El cultivo de la personalidad, de la mitología particular. Es cierto que para muchos esto fue demasiado, algo muy pesado como para llevar naturalmente por la vida. Es la larga historia de las estrellas de cine que sacrificaron su vida para poder acceder a la inmortalidad, o aunque sea a la promesa de la eternidad, con una biografía determinada por los empresarios de cine, por los asesores de imagen de las grandes compañías. Judy Garland siempre a dieta y con una vida a base de pastillas; Shirley Temple, la niña de seis años que dejó de creer en Santa Claus el día en que él se le acercó en la calle para pedirle un autógrafo. La visión de la realidad se deforma paulatinamente hasta que se reorganiza alrededor de la estrella de cine. Aunque esta estrella sea más bien un hoyo negro, como en el caso de Greta Garbo, y se cree un vacío que se intenta llenar a cada momento, ya sea con fotografías tomadas furtivamente, con chantajes periodísticos, con falsas exclusivas y finalmente con la resignación ante el desprecio de una de las actrices más buscadas del mundo. María Félix caminaba por la calle, en París, y

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vio a Greta Garbo. La actriz sueca miraba un escaparate, escondida detrás de sus anteojos oscuros. María la miró alejarse y no se atrevió a hablarle. La Garbo se alejó, como ahora se aleja María Félix. Pues yo no sabría si ella se encuentra cerca o lejos, si se aleja para morir aún más, o se encuentra a resguardo en su propia consagración. Decía que nunca descendió a lo profa­no, como si fuera inaccesible en su pináculo, porque ella misma modificó su pasado de la misma manera en que modificó su presente. De alguna manera, modificó el presente de muchas mujeres, ya que cine es igual a educación sentimental, a repartición de argumentos para las vidas de los espectadores. Por admiración o por oposición, la figura de María trascendió desde el primer momento. Ya se sabe: caminaba por la calle de Palma cuando la vio pasar el director de cine Fernando Palacios. Parecía ya un guión con influencia de Perrault. Y María entró al cine sin que existieran precedentes. El peñón de las ánimas la hizo compartir créditos con Jorge Negrete. Todo, decía, ocurrió de manera más o menos mítica, ya que las cosas que nos pasan se nos parecen. Pues como saben, Negrete terminó enamorándose de la joven debutante que tanta resistencia le opuso en su primera cinta. Aunque debe decirse que la misma resistencia le opuso a la actuación y a la naturalidad. Ni siquiera pudo aprender a bailar, y para la escena del baile de cuadrillas requirió de una doble. Es cierto, su belleza era inenarrable, indescriptible, fascinante, todavía no tocada por los clichés periodísticos de entonces; por suerte la obviedad de la trama y las desventuras de la escenografía opacaron sus deficiencias. Y Negrete murió casado con ella. Ah, y ella, en el empeño de construir su propia historia, dijo que se quedó con un collar de perlas que Negrete estaba pagando en mensualidades. No sólo eso, el día del entierro, doña Emilia Moreno, la madre de Negrete, no quería compartir carro con la viuda, ya que ésta iba con pantalones negros. María amenazó con irse sentada sobre la carroza, por lo que


doña Emilia condescendió a seguir el cortejo a un lado de María evitando así el escándalo póstumo para el “Charro Cantor”. Esto ocurrió en 1953, cuando ya la carrera de María descansaba en más de dieciséis cintas, muchas de ellas consagratorias. Consagrada asimismo por el mejor periodismo en frases como la de Salvador Novo, invitado a pasar la Navidad en casa de la actriz: “Es un positivo descaro lo hermosa que es esta mujer, que respira y exhala la felicidad de vivir, por sus ojos bárbaros, por su rostro de porcelana, por su cuerpo flexible y tenso, por su voz de calidad y por el afecto con que prodigaba atenciones a los pocos privilegiados por su invitación, que no seríamos más de veinte personas”. Para explicar a María Félix se debe considerar su figura en un momento en que el personaje lo es casi todo, ya que consistía no sólo de un desempeño en la pantalla, de filmografía y de autoleyenda, algo muy distinto de la mentira. El cine es recopilación para la posteridad de pasajes selectos de una vida. Y la personalidad cinematográfica excede la existencia fílmica. No es que esté encerrada en una película o en una industria. Está encerrada en su vida. Y en eso es tan parecida a todos nosotros que prácticamente no hay diferencia (si excluimos la fama y la fortuna, así como la fatalidad). De hecho, a esa jaula la llamamos libertad. Hay otra diferencia: la existencia fílmica tiene mucho de individual, quizá en un sentido hasta más preciso de lo que parece ya que es exaltación de uno mismo, pues convierte lo propio en ajeno, de tal manera que una co­­munidad entera se identifica al grado de convertir una escena en un periodo histórico. Así lo escribe Elena Poniatowska, en su libro Las soldaderas: En La cucaracha, la actriz María Félix nos brinda una marimacha que reparte bofetadas a diestra y a siniestra y, con su puro en la boca y su ceja levantada, trae un garrafón de aguardiente entre pecho y espalda. ¿Alguna vez hubo una soldadera parecida? No consta en actas… En realidad, la imagen ideal de la soldadera la dieron Emi­lio el Indio Fernández y Gabriel Figueroa, al poner a

María Félix, estatuaria y finalmente domada, siguiendo a pie a su hombre Pedro Armendáriz (a caballo) en la película Enamorada… Sin embargo, a María Félix jamás se le recordará por su docilidad, sino por sus desplantes al estilo de la Pintada. Juana Gallo, o sea, María Soledad Ruiz Pérez, que murió a los ciento tres años en Ciudad Juárez, es otra de sus películas que cumple al pie de la letra con el lema de Jesusa Palancares: “Antes de que me peguen es porque yo repartí varios trancazos”.

De ahí, esa imposibilidad de “estetizarla” o de verla en términos estrictos de técnica, porque el personaje y la persona se desdibujan. Borran sus fronteras. No sabemos dónde termina María Félix y dónde comienzan sus personajes. No sabemos hasta qué punto los persona­jes la moldearon. Paco Ignacio Taibo I incluso asegura que la personalidad de María cambió al descubrir a doña Bárbara, la mujer que encarna las fuerzas natu­ rales de la sabana venezolana, la perspectiva de la mujer como punto de fuga de la inteligencia, personaje de pasado mítico. El pasado de María fue pacientemente reelaborado. Cuando fue descubierta, ya tenía a su único hijo, Enrique. Su familia (salvo su hijo) fue quedando atrás, muchas veces en un lugar muy modesto de su biogra­fía, y en otras, en franca oposición con ella. Hasta su hijo, se dice, pagó las consecuencias de ser descendiente de una diva. Porque eso es bastante tentador: narrar la historia de la relación entre María y su hijo. La madre que crece como una enredadera, como una planta ve­ nenosa en el corazón de su hijo; y un hijo que imita compulsivamente a su madre y al mismo tiempo huye desesperadamente. La madre que le quita los novios a su hijo. El hijo que perdona, que se aleja, que admira, que colecciona cada parte caída de su madre y que forma con ellas un adoratorio y una fe indeclinable. Las pocas amistades, los muchos enemigos. Las grandes lealtades. Entre los escritores, Renato Leduc fue su mejor amigo, ya que no toleró mucho a Salvador Novo. María Félix, personaje literario, eso puede ser

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María Félix en París, 1960. (Fotografía: Keystone/Hulton Archive/Getty Images)

el pensamiento rápidamente regresé a aquella comida, en Tlalpan, pues Enrique deseaba enseñarme la Cama de Plata, otra de las monstruosidades de la mamá; y como ella estaba de viaje, me mostró el retrato que le pintó Diego Rivera. Malo, entre cursi y ostentoso, sin lograr el sentido de gran muñecota que por dentro se la adivinaba, como era el de Pita o aun el de la misma Pinal. Luego lo vendió a Misrachi con el pretexto de los celos de Alex Berger, pero si eran tan aterradores, ¿no merecía la pintura haberse donado al Museo de Arte Moderno, por ejemplo? Pues nada, que yo sepa, significaba un millón de pesos para ella, que fue lo que le dieron por aquella época. Así, y no de otra manera, son las cosas, Diego puede entenderlo, es de sobra muy listo, explicó la Félix uno de los días que la traté, con lo que dio por terminado el asunto.

compilado y estudiado, personaje de Novo, de Leduc, de Paz, de Pita Amor, de Fuentes… Debería de hacerse. Pero no habría que excluir el magnífico texto de Sergio Fernández, quien remarca el mal gusto y la mezquindad de la artista, en su libro Todo para los dioses; copio las líneas iniciales: “Toma”, y me dio un pequeño frasco de Nescafé. “Aquí te traigo lo prometido. ¿Te acuerdas?… ¿No?… ¡Tú y tu falta de memoria! Es el queso, el de mi mamá”. En seguida se metió en mi casa, satisfecho por haber cumplido un deber sacrosanto; encantado también de sustituir con mi hogar uno que nunca había tenido. Pero ¿cómo iba a olvidarlo? Lo que me sorprendió fue el envase. No podía ser más miserable. Ni siquiera el pomo grande de Nescafé; una verdadera mezquindad. ¿Se habría trastornado? ¿O hay gente así, de una extrema avaricia? El pedacito nadaba en un caldo color pardo, como el frasco; una especie de aborto de no sé qué animal o de persona humana, nauseabundo. Con

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Pero la amistad con María que trascendió el matrimonio con Agustín fue la de Leduc. Desafortunadamente, no escribió sobre María con la extensión con que lo hizo de Lara. Pero a José Ramón Garmabella le contó varias anécdotas sobre su amistad; cito esta, del libro Por siempre Leduc…: Recién divorciada de Agustín Lara, un día encontré a María Félix en una reunión y comenzó a contarme sus cuitas: “Ay Renatito, ya no sé qué hacer… Fíjate que de las cosas de los hombres, como son el supervisar mis contratos y cambiarles placas a mi coche, se ocupan lesbianas enamoradas de mí… Y luego, las cosas de mujeres como por ejemplo todo lo referente a mi vestuario, las hacen maricones… Como verás, yo necesito a un hombre en mi casa… ¿Por qué no te casas conmigo…?” Luego de meditar un instante, le respondí: “Mira, en primer lugar, tú no necesitas a un hombre sino a un administrador y si yo no puedo administrar mis propias cosas, comprenderás que malamente podría hacerlo con las tuyas… Después, en segundo lugar, si me caso contigo, pasaría de ser Renato Leduc a conver­tirme en el señor Félix, lo cual está de la chingada… Y, finalmente, si ya les diste en la madre al ingeniero Palacios, al padre de tu hijo, al mariachi de Los Calaveras


y hasta a mi cuate Agustín, ¿no crees que yo seguiría el mismo camino?… Sin embargo, yo conozco a un hombre con el que te podrías casar sin menoscabo de su propia personalidad, que te administraría perfectamente tus cosas y que, además, te metería en cintura…” “¿Y quién es ese hombre?”, me preguntó María intrigada. “Pues el mariscal Stalin…”

Pero esta anécdota es posterior a Doña Bárbara, bueno, casi todo es posterior a Doña Bárbara. Fue su tercera película, pero fue en realidad su segundo gran paso, puesto que antes filmó María Eugenia, una mala segunda parte con Fernando Palacios. En cambio, en Doña Bárbara es un descubrimiento para la Félix, el personaje que la hizo, pero de un modo en el que ella debió poner un poco de su parte para crear su personaje, ya que María siempre dijo que Rómulo Gallegos la había visto y de inmediato dijo: “Esa es mi doña Bárbara”. Paco Ignacio Taibo I cita las palabras del productor Salvador Elizondo, adversas a esta historia, pero siempre ante las manos de los productores las estrellas se hacen neblina insustancial (la cito extensamente): La historia de María Félix en relación con Doña Bárbara, es muy buena, se la voy a contar. En un momento los es­tudios Clasa, por medio de combinaciones financieras, los absorbieron Grovas y Compañía y cambió de nombre, convirtiéndose en Clasa Films. Me hice cargo de ella. Grovas había programado realizar esa cinta. Ya había adquirido los derechos de la novela y había prometido a Isabela Corona que sería la estrella. Entonces pensé dos cosas: primero, que sería bueno traer a México a Rómulo Gallegos, que pasaba dificultades políticas muy serias en Venezuela. Era una oportunidad para que viniera y se desentendiera un poco de aquellos problemas. Segundo, pensé que era absurdo que Isabela Corona hiciera el papel de Doña Bárbara. Pensé que para ese tipo de papel es más importante la presencia que la calidad artística. Ella es muy buena artista, pero no tiene la disposición para devorar hombres. Consideraba mejor a María Félix. Consumé el cambio y fue una verdadera tragedia; porque el Banco Cinematográfico financia­ba parcialmente la película e Isabela Corona tenía

mucha vara alta con el director del Banco, mi amigo Carlos Carriedo. Además el realizador del film sería Fernando de Fuentes, quien no quería oír hablar de María. Me presionaron por todos lados, para que no incluyera a María. Cuando llegó Don Rómulo, le ofrecieron una comida en un restaurante que estaba junto al cine Chapultepec. Le presentaron a quienes iban a interpretar la película: María Félix, María Elena Marqués, Julián Soler, Andrés Soler. También a Fernando de Fuentes y a todo el personal. Hubo discursos, como es costumbre. Al final del banquete me llamó el invitado de honor y me dijo: “Oiga, si esa señora, María Félix, es quien va a hacer de Doña Bárbara, yo me retiro, no quiero saber nada de eso”. Yo le dije: “Déjeme pensarlo, Don Rómulo”. Después le dije que yo insistía en que fuera María. “Si usted quiere regresar, hágalo. Yo le liquido los honorarios y le doy su boleto de vuelta, como está convenido”. Para entonces ya no querían a María ni Fernando de Fuentes, ni Carlos Carriedo, ni don Rómulo Gallegos. Pero al día siguiente don Rómulo me buscó y me dijo que no le importaba cómo saliera la película. Que me ayudaría a hacer la adaptación y que se quedaba. Cuando murió don Rómulo Gallegos, María Félix declaró en una comida que el escritor había dicho: “Esa es mi Doña Bárbara”. Yo le puse una carta a esa señora señalando que tenía muy mala memoria. Le escribí: “Qué mala memoria tiene, no está en discusión si lo dijo don Rómulo o no. Un mes antes de que llegara a México (eso está en las actas del Consejo de Clasa Films), usted estaba nominada para actuar en la película y don Rómulo no la conoció hasta después, así que no puede ser cierto lo que usted dice”. María Félix nunca me contestó. María nunca fue artista, por eso necesitaba papeles muy especiales. De devoradora de hombres y asuntos de este tipo, que cansaban a la gente.

María persistió en su historia y en su personaje (pero se dice que su enemistad con Taibo I provino de que el crítico incluyó en su libro la anécdota anterior). En sus memorias, la diva dio esta versión (condimentada con más injurias):

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Tuvieron que pagarle sin trabajar a la actriz que habían contratado. A mí me dieron el doble de lo que cobré por María Eugenia. Desde que leí la novela supe que tenía el nervio y la personalidad para interpretar el papel, pero no la edad. El personaje de Gallegos es una señorona que viene de regreso de todo. Tuve que suplir con firmeza, voluntad y toda la fuerza de mi carácter los años que me faltaban. La película salió muy bien y fue un éxito formidable porque me compenetré con el personaje al extremo de sentirme Doña Bárbara. Los demás actores estaban fuera de tipo. Julián Soler como Santos Luzardo resultó una mala elección. Se requería un hombre sexy, una fuerza de la naturaleza, y con Julián no daban ganas de hacer nada malo. En cuanto a la actriz que salía de mi hija, estoy segura de que era mayor que yo.

María Félix en una escena de la película La Corona Negra, dirigida por Luis Saslavsky, 1951. (Fotografía: Picture Post/Hulton Archive/Getty Images)

A Doña Bárbara, prefiero Doña Diabla, porque la historia descansa sobre María de manera más firme que en la historia de Rómulo Gallegos. En Doña Bárbara la historia se basa en la sugerencia del poder, de la mujer cuyas atribuciones se encuentran por encima de la ley. Doña Diabla representa el ascenso económico y el descenso moral. Doña Bárbara es sacrificada por la ley que impone el capitalismo; en cambio, doña Diabla utiliza el nuevo orden para escalar e imponer la ideología del dinero. De alguna manera, María Félix es el rostro de esa ideología. Al hacer recuento de la afición por el cine mexicano, ordenando los recuerdos cronológicamente, veo su imagen como representante de una nueva manera de actuar, economizando los movimientos y los gestos, antes sugiriendo que mostrando. Y en eso, y en la intensidad que le da a la pantalla baso mi admiración. No encuentro más intensidad con menor número de recursos. Quizá en Pedro Armendáriz, pero él tiene una ventaja sobre ella y no duda en usarla, dándole una cachetada en la cinta Enamorada, la cual representa una forma de educación hasta

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benévola, si se ve desde el punto de vista del machismo. María Félix: aparato de ideología, no como personaje de novela, sino como personaje en el que se afirmó. No puedo revisar su filmografía, la cual se extiende hacia muchas direcciones, pero La mujer sin alma, La diosa arrodillada y hasta Los ambiciosos (de Luis Buñuel) sucumben ante el personaje. Ella misma sucumbió, se abismó en sí misma y tropezó. María Félix es una retórica de la personalidad: el ascenso, el disfraz, el proceso de borrar las huellas del pasado, triunfar… y caer. Pero la caída es artística, hasta cierto punto redentora. No fue así el fin de María Félix; ella murió contrariando la frase de George Bernard Shaw quien aconsejaba que no hay que sobrevivirse a uno mismo.


Un soldado alemán en las ruinas del Reichstag, el 9 de mayo de 1945, Berlín, Alemania. (Fotografía: Marcos Redkin/Laski Diffusion/Getty Images)

profanos y grafiteros

¿Qué nos salvó?

¿Para qué? La poesía y la Segunda Guerra Mundial Pablo Molinet

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Where are the War Poets? They who in folly or mere greed Enslaved religion, markets, laws, Borrow our language now and bid Us to speak up in freedom’s cause. It is in the logic of our times, No subject for immortal verse— That we who lived by honest dreams Defend the bad against the worse. Cecil Day-Lewis

Este poema,1 fechado en 1943 —un año después de que Eliot terminara los Cuartetos—, se puede leer como una imitatio de los amargos, desengañados “Epitaphs of the War” (1919), de un Rudyard Kipling que, deshecho por la muerte de su hijo único, John, en la batalla de Loos (1915), osó parodiar la Antología griega —tan sagrada como el imperativo viril de “to fight for Queen and country”—. Sí, Kipling, rapso­­da de Buckingham, también escribió: Common Form If any question why we died, Tell them, because our fathers lied.

Las guerras y procesos históricos encadenados que van de 1861 a 1945 forzaron a la poesía occidental a renegar de la épica y el edificio ideológico que la sustentaba; o sea, a atentar contra uno de los pilares más robustos de su tradición. Y si bien el primer golpe contra el poderoso símbolo del caballero se puede rastrear en François Villon, el principio de este proceso desmitificador específico se localizará más bien en Whitman, con giros clave en Rimbaud y Corbière, y su culminación en textos como “What they Were Like?” (1966), de Dennise Levertov, o “The Dead Shall Be Raised Incorruptible”, del Book of Nightmares (1973), donde Galway Kinnell sostiene una conversación larguísima, infernal, con Villon. Hoy, que objetamos la estetización de la violencia y el cruento sentido económico de los conflictos bélicos, resulta embarazoso constatar qué tan profundamente se encuentra instaurado lo bélico en nuestro universo simbólico más común y corriente. O sea, la persistencia del prestigio mítico de la guerra como culminación de las

1 Jon Stallworthy, ed., The New Oxford Book of War Poetry, 2014. Los poemas aquí citados corresponden a esta edición.

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esforzadas vidas masculinas: recuérdense los reproches, genuinos o fingidos —pero escritos—, que Propercio se hace por cantar las angustias que le impone Cintia y no las glorias militares de Roma; considérese la veneración que nos despiertan Aquiles, San Jorge, el Cid, Roldán, Lohengrin. Por eso, cuesta trabajo aceptar que apenas 19 años separen a “La carga de la caballería ligera” de Tennyson (1854), los textos que Rimbaud dedica a la guerra franco-prusiana (1870) y la “Lettre du Mexique” de Tristan Corbière (1873). La consagración canónica de un acto sacrificial —la embestida de seiscientos jinetes ingleses contra los cañones de Nicolás I en Balaclava—, pertenece a un mundo; a muy otro, la mezcla turbadora de escarnio y compasión ante las tragicomedias de Napoleón III. El texto de Tennyson no pone en duda que arrojarse contra una posición artillada sea un acto heroico —luego, bello—; a Corbière y Rimbaud los horroriza tanto la guerra como su sacralización —tanto, que recurren a una ironía despiadada—. El inglés escribía para el siglo xvi; los franceses, para el xx. Los herederos de Tennyson enfrentaron una suerte de aporía estética entre la primera y la segunda guerra, pues sus lecturas grecolatinas y caballerescas les habían prometido altas virtudes y escudos resplandecientes, y en su lugar hallaron cañones Gran Bertha y gas mostaza y una mecanización —como notó Ernst Jünger— que transmutaba al señorial adalid medieval en un operario industrial, un obrero del exterminio. A pesar de los resortes críticos tensados por Rimbaud y Corbière; a pesar de que, como anota Stallworthy, Whitman había introducido en la lengua inglesa una visión proletaria y no-heroica de la Guerra Civil estadounidense (18611865), esta mutación era demasiado rápida, demasiado exhaustiva —demasiado moderna— como para ser plenamente comprendida y abarcada por los textos líricos compuestos durante la Primera Guerra Mundial, si bien la amargura de Kipling y la virulencia de Wilfred

Owen —tan cercana al expresionismo alemán— la contenían in nuce. Owen, con textos como “Anthem to Doomed Youth”, trajo una sombría libertad a la poesía en lengua inglesa: al rebatir los valores positivos tradicionalmente asociados a la guerra, también quebrantó las formas expresivas de estos valores (sus recursos retóricos, su imaginería) para descubrir la dimensión expresiva específica de las trincheras: “What passing-bells for these who die as cattle? / —Only the monstrous anger of the guns.”. Si nos guiamos por episodios conspicuos como “En 1940”, de Ana Ajmátova, los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot y el trabajo de Paul Celan a partir de “Fuga de muerte”, podría concluirse que la poesía en y desde la Segunda Guerra Mundial siguió estas vías: el lamento trascendente, la búsqueda de esferas superiores, el buceo abisal. El texto poético como denuncia de orden espiritual, o bien como evidencia de una realidad más allá de la violencia, o bien como tanteo de los límites entre el lenguaje, el pensamiento y el sueño. Y si puede aceptarse que estas concepciones serán dominantes hasta prácticamente nuestros días, no son de ninguna manera las únicas. Cuento, de los 291 textos seleccionados por Stall­ worthy, 78 referidos a la Segunda Guerra Mundial y a sus preámbulos español y chino. Casi el notable veintisiete por ciento de un libro que arranca en el Éxodo, llega hasta los años 90 y esquiva ciertas obviedades (no reproduce “Grodek”, de Trakl, ni la citada “Todesfuge”; tampoco “A refusal to mourn the death by fire of a child in London”, de Dylan Thomas, ni “There will come soft rains”, de Sarah Teasdale). Es evidente que durante la Segunda Guerra Mundial ocurrió una eclosión expresiva que, entre otras cosas, acabó de sacudir cualquier telaraña artúrica: […] How can I live among this gentle Obsolescent breed of heroes, and not weep?

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Unicorns, almost, For they are fading into two legends In which their stupidity and chivalry Are celebrated […] Keith Douglas, “Aristocrats”, 1943

En defensa de “lo malo contra lo peor”, como escribió Day-Lewis, Douglas cayó en Normandía, un año después de componer este texto donde leo una respuesta genuinamente moderna a la “Charge of the Light Brigade”, 89 años después de Balaclava; en este poema, casi epigramático en su brevedad, pareciera apoyarse, como en un gozne, un cambio de sensibilidad irreversible. El siglo xx fue, casi hasta su final, un siglo de poesía; más: un siglo de hallazgos, de modo que no se puede atribuir sólo a las guerras mundiales, ni sólo a la lengua inglesa, el arco de sucesivas transformaciones que —por verlo desde una perspectiva local— irá de un Enrique González Martínez a un Efraín Huerta. No obstante, tampoco podemos pasar por alto que la desmitificación de la violencia bélica como fuente de honor y belleza, y la subsecuente demolición de otros mitos patriarcales y blancos, abrieron un boquete tan grande como para

que lo cruzara una pequeña multitud que incluye a Allen Ginsberg, Lasse Söderberg, Derek Walcott o Sharon Olds. (Es obvio —creo— que este trabajo de picota correspondía a las literaturas de los países beneficiarios del mito caballeresco: las literaturas de los países imperiales. La obra de Miguel Hernández o Roque Dalton —o Ritsos o Elytis—, responde a otros ámbitos de conciencia, a otros imperativos. No obstante, tengo la convicción, acaso romántica, de que, una vez asumida cada particularidad, la literatura es una y que el fenómeno que aquí rastreo debió tener consecuencias en la poesía local). En última instancia, cantar glorias imperiales era una servidumbre arcaica de la cual el texto poético debía ser liberado para dejarlo convertirse en la herramienta de interrogación que es hoy día: una vez que renunció a las certezas propias de la épica, que se negó a la arenga, no sólo ganó energía para el imperativo humano de señalar el horror, sino también para hacerse las preguntas que hoy día le encomendamos; las preguntas sin respuesta que un poema de nuestro tiempo formula, como estas, de H.D. (Hilda Doolittle): “what saved us? what for?”.

Ruinas de una toma de agua del río Pegnitz en Núremberg, Alemania, abril de 1945. (Fotografía: Hulton Archive/Getty Images)

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Paracaidistas estadounidenses descienden cerca de Wesel, en Alemania, para asegurar el cruce del río Rin, el 24 de marzo de 1945. (Fotografía: Robert Capa/Keystone/Getty Images)

Bosquejos

cinematográficos alrededor de un episodio de guerra Juan Patricio Riveroll


¿Podemos contar la historia del tiempo? ¿Del tiempo mismo, de su esencia? No. Sería una empresa fútil. Jean-Luc Godard

La escalada cinematográfica preludió la gran guerra del siglo pasado, con los rusos como los grandes cineastas, precursores del cine de propaganda. Sergei Eisenstein, Dziga Vertov y Vsevolod Pudovkin, entre otros, le dieron fuerza a la entonces nueva sociedad comunista por medio del poder de sus imágenes, aunque también hubo disputas entre ellos. Vertov creía que la ficción era decadente, que el mundo debía de ser captado sin modificaciones, sin arreglos —frente a las riendas del documental— por una cuestión de responsabilidad. Entretanto se filmaron El acorazado Potemkin (1925), El hombre de la cámara (1929) y Madre (1926), cintas que per­manecerán como baluartes de lo que el cine fue capaz de hacer a fines de los años veinte, cuando aún no tenía voz. Para las primeras hostilidades de la Alemania Nazi el cine sonoro era la regla, y una mujer había caído rendida ante la elocuencia y las capacidades oratorias de un político advenedizo. El primero de diciembre de 1933 se exhibe por primera vez Victoria de la fe de Leni Riefenstahl, un documento de una hora sobre el mitin anual del partido Nazi en Núremberg. Tal como años antes Vladimir Lenin vio el poten­cial del cine como aparato ideológico, Hitler, del otro lado del espectro, supo aprovechar ese medio seductor, y utilizó para ello el talento de la joven Riefenstahl. Cautivada por el líder nacional se aboca a engrandecer su imagen y la de sus se­guidores, que se cuentan por millares. En 1935 ve la luz El triunfo de la voluntad, nombre dado por el mismo Führer, sobre el siguiente mitin en Núremberg, coronándo­se como la obra más famosa de Riefenstahl. La trilogía concluye con un cortometraje de dieciocho minutos llamado Día de la libertad: Fuerzas armadas, sobre la participación militar en el mitin un año más tarde. Imposible separar el fondo de la forma. Si Lenin tiene

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razón, y la ética es la estética, las películas de propaganda de Leni Riefenstahl se han ganado un lugar preponderante dentro de la historia universal de la infamia; sin embargo, nadie puede negar la maestría de quien estuvo tras la lente. Quizá sea más fácil poner este tema sobre la mesa a partir de Olympia (1938) y no de las arriba citadas, en la que el tema son los juegos olímpicos de 1936 en Berlín. El protagonista no es la política sino el cuerpo humano. Dividida en dos partes, Festival de naciones y Festival de belleza, los doscientos veintisés minutos de esta obra permanecerán como muestra de las capacidades técnicas y la imaginación de Riefenstahl, quien expandió las posibilidades del cine con técnicas que después serían la norma. Su fama llegó tan lejos que, en el viaje a Estados Unidos como parte de la publicidad de la película, fue recibido por el impulsor de la industria automotriz Henry Ford, negoció un posible contrato con Louis B. Mayer, cofundador de la Metro Goldwyn Mayer, y se paseó tres horas con Walt Disney en torno a la realización de Fantasía. La respuesta a las películas de Riefenstahl y a la figura de Hitler exaltada por ellas fue El gran dictador (1940) de Charles Chaplin, así como el documental para las fuerzas armadas estadounidenses Preludio a la guerra (1942), dirigido por Frank Capra, que explica en términos igualmente nacionalistas los motivos detrás de la guerra en un ánimo bélico emanado de la cruen­ ta batalla que, por otro lado, pospuso la producción cinematográfica de las grandes potencias, y le dio a México un espacio para desarrollar su industria en lo que se llamaría posteriormente la época de oro del cine mexicano, de 1936 a 1959. Y no se puede dejar de lado la estela de emigrantes a causa del conflicto, por citar sólo a algunos: Fritz Lang, Jean Renoir, Max Ophüls, Douglas Sirk, todos fuera de sus países natales para refugiarse en Estados Unidos y continuar su ca­ rrera cinematográfica, enriqueciendo así la producción de Hollywood.


Después de la tormenta viene la calma: bajo el campo de batalla y la sangre derramada surge un nuevo movimiento, quizá el más importante de la historia del cine: el neorrealismo italiano, nutrido de la desesperación de la posguerra, le da un nuevo significado a la imagen-movimiento. Luchino Visconti, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica, empujados por la pluma de Cesare Zavattini, llevan a cabo un plan maestro: salir de los estudios sonorizados, alejarse de las luces artificiales, huir de los decorados prefabricados y de las grandes estrellas para volcarse a las calles bajo la luz del sol y las figuras de personas comunes y corrientes que no saben esconder nada, que tras una mirada lo dan todo. Obsesión (1943) de Visconti y El ladrón de bicicletas (1948) de De Sica, pero sobre todo la trilogía de Rosse­ llini, dedicada a ese tema tan reciente y primordial: la Segunda Guerra Mundial. Roma, ciudad abierta (1945), Paisá (1946) y Alemania, Año cero (1948) son el tríptico que captura la calamidad, la lucha y después la vida diaria, completamente desahuciada. Y más tarde, como otra respuesta a la obra de Riefenstahl y como co­rolario a la visión de Rossellini: Noche y niebla (1955) de Alain Resnais, el documental sobre los campos de concentración a diez años de la liberación, armado con imágenes de stock en blanco y negro y un rodaje a color de los restos de aquellos campos abandonados, rodeados por el tufo de la tragedia consumada. La entrada de Resnais anuncia también la llegada de la Nueva Ola francesa, consecuencia directa del neorrealismo, es decir, de la guerra. En los setenta años que han pasado desde el cese de las hostilidades se han vertido millas de película sobre el tema, y aún se acumulan datos en los discos duros de la era digital. De Casablanca (1942) a Bastardos sin gloria (2009) caben todo tipo de dramas, documentales y hasta comedias, como la controvertida La vida es bella (1997) de Roberto Benigni. La postura de Jean-Luc Go­ dard —cuya Alemania año nueve-cero (1991) contempla la situación alemana desde la óptica del ensayo y que funciona como un epílogo al clásico de Rossellini— es que hay situaciones históricas, como la recreación en la ficción de un campo de concentración, que no se deben

tocar. Es famoso su reto a Steven Spielberg a un de­bate en torno a La lista de Schindler (1993), que para él es un largo comercial de maquillaje. Es imposible, argumenta, llevar a los actores y a los extras al grado de inanición al que llegaron las víctimas del holocausto. En comparación con la verdad esa película es un juego de niños. Una de las historias de Elogio de amor (2001) gira en torno a un viejo que formó parte de la resistencia francesa en la guerra, y que está considerando vender su historia a Hollywood, un reproche a la manera en que suelen apropiarse de las historias del mundo. En la misma vena crítica se encuentra Michael Haneke, que en El listón blanco (2009) sembró las semillas de la generación que llevaría a cabo la guerra. Para él una cinta como La caída (2004), sobre los últimos días de Hitler en el búnker, no se debió de haber filmado: Es tonta y repulsiva. Cuando estás tratando sobre una figura de tal profundidad e importancia histórica la pregunta es: ¿a quién estás humanizando? ¿Qué estás haciendo con él? Estás creando un melodrama, estás tra­tando de llegar a los espectadores y moverlos, pero ¿por medio de qué emociones? Hay una cuestión de responsabilidad, no sólo ante la persona que estás repre­ sentando en el contexto histórico, sino sobre todo ante tu público. Esta responsabilidad significa que el espectador permanezca independiente y libre de manipulación. La pregunta es ¿qué tan seriamente tomo a mi público, hasta qué punto le doy la oportunidad de crear una opinión propia, de confrontar a la figura histórica por sí mismo? Esa es la cuestión fundamental, ya sea Hitler o un personaje ficticio. Es imposible para mí hacer entretenimiento a partir de un tema como este, como la cinta de Spielberg sobre los campos de concentración. La mera idea de crear suspenso de la situación de si va a salir agua o gas de las regaderas para mí es indecible. La única película sobre el holocausto hecha por un cineasta responsable es Noche y niebla de Alain Resnais, quien le pregunta al espectador durante la película, ¿qué piensas, cuál es tu posición, qué significa para ti?

Hay interpretaciones de la historia que hay que tomar con pinzas, y la Segunda Guerra Mundial ha sido explotada por el cine a diestra y siniestra. El cine como espejo, sí, pero también como distorsión, el que analiza y contempla o el que vende boletos en taquilla.

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la guerra de Kenzaburo Oé

Francisco Mercado Noyola

16 | casa del tiempo Un piloto kamikaze japonés durante la Segunda Guerra Mundial. (Fotografía: Keystone/Getty Images)

Las otras presas,


En los países de Occidente y su periferia poscolonial conocemos sobradamente los lugares comunes de la máxima conflagración del siglo xx: la figura de un cómico y funesto Gran Dictador, una plétora de holocausto judío en la cinematografía, el liderazgo de un dipsómano inglés y de un estadounidense en silla de ruedas, el heroísmo de La Résistance, Stalingrado y el desembarco en Normandía, la insidia astuta de un poderoso cosaco, la autocracia ridícula de Il Duce y la divinidad fallida del hijo del sol naciente, la magna iniquidad de Truman… Estos son los hitos oficiales en la cosmogonía del Occidente moderno. Se trata de la versión grandilocuente escrita por los vencedores, transmitida incesantemente por el History Channel, que justifica y legitima el orden mundial de los últimos setenta años. Sin embargo, ¿quién se pregunta por los millones de microhistorias alrededor de la debacle, por la historia —acaso insignificante— de la sencilla población rural de una provincia del Japón? Esta es la guerra relatada por Kenzaburo Oé en La presa (1957), primera novela del narrador nipón, Premio Nobel de Literatura 1994. Si bien a la “visión de los vencidos” de 1945 se le ha negado voz histórica, pensemos en ésta del otro lado del Pacífico y en el seno de una pequeña comunidad rural, ajena mas sometida al discurso imperialista de Tokio. Este valle, aislado por la geografía y la marginación política, es una heterotopía lejana de esa fachada ruinosa. Para sus habitantes la ciudad más cercana sólo representa la opresión, el desprecio y la indiferencia que ésta les brinda. A su vez, los personajes infantiles desde los que se focaliza el relato se erigen en un otro aún más débil y nulificado, desde la mirada de los adultos. Un día cualquiera, esa guerra lejana de la que dan cuenta la prensa y la radio, se convierte en realidad tangible; un avión norteamericano se estrella en las cercanías de la aldea, dejando entre sus escombros una otredad casi sagrada por su inverosimilitud, un soldado negro colosal que es conducido en grilletes hacia su prisión en el almacén comunal que es también el hogar del niño —voz que narra—, su padre y su hermano. Emmanuel Levinas, en La huella del otro, afirma que la identidad del yo no radica en la permanencia de una cualidad inalterable, sino en la capacidad de identificar los objetos, los rasgos y los seres ajenos a su entidad, como lo otro. La alteridad encarnada en este personaje abandonado a su destino en el lejano Oriente, simboliza a una vez el terror y lo inefable; el roce con él constituye el tiempo sagrado, el idilio en que se erige en deidad. El filósofo judeofrancés vincula el pensamiento occidental con la obsesión por el develamiento del otro, quien al manifestarse pierde su esencia, y al no hacerlo encarna la máxima amenaza a la integridad del ser. El conocimiento del enemigo occidental, la domesticación por su condición humana y la posterior violencia que puede desencadenar representan la pérdida de la inocencia para el protagonista del relato. El gigante negro, con su talla y musculatura colosales se constituye en una alteridad que da pie a la autognosis; ante su presencia magnífica y perturbadora el niño japonés cobra conocimiento de su pequeñez insignificante y vulnerable, haciendo aun más intenso su asombro.

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Con el paso de los días y la ausencia de instrucciones por parte de la ciudad, siempre displicente y desdeñosa, el soldado afroamericano comienza a integrarse a la comunidad en plena libertad, asimilándose de modo pacífico. Durante este tiempo idílico es celebrado por los niños, con quienes se baña en el manantial, entre los juegos de éstos en su incipiente despertar sexual. Ahí tiene lugar una epifanía para los prepúberes, quienes al mirar la erección monumental del dios de ébano le entregan una cabra para que la posea. En este acto de bestialidad se halla —despojado de implicaciones morales y más allá de una simple parafilia— el clímax de un tiempo sagrado, en el que el jolgorio entre faunos y nínfulas pone de manifiesto el goce absoluto de la otredad. Jacques Derrida, en La escritura y la diferencia, sostiene que la palabra es la primera derrota sobre la agresión, aunque paradójicamente aquella no puede ser previa a su propia existencia. ¿Qué ocurriría entonces en los estadios humanos anteriores a la invención del lenguaje? ¿De qué manera podría haber amortiguado el ser humano la violencia sorda implícita en la presencia del otro, en el silencio y la incomunicación? En el tiempo idílico de La presa la ausencia de la palabra implica la paz, la beatitud; el negro —noble en su naturaleza inocente— ayuda a la comunidad y exalta sus valores, halaga a sus benefactores mediante interjecciones violentas de felicidad espontánea, mediante actos mudos de generosidad recíproca. La caren­cia de una lengua común implica aquí una fraternidad primigenia, experiencia pura de lo humano: Eros desbordado entre buenos salvajes, ignorantes el uno del otro. No obstante, la ausencia de la palabra también da génesis al terror infundado; al escuchar la campana de alarma del pueblo y al mirar las gesticulaciones graves del niño protagonista, sin saber con exactitud lo que sucede, el gigante negro se torna de animal doméstico en alimaña ponzoñosa, en guardia por su vida. Distinto es el caso de la guerra antigua y la poesía épica, en donde el abrazo carnal y el de la lucha cuerpo a cuerpo son reveses, extremos que se tocan, Eros y Tánathos que se complementan en una violencia concupiscente. En el discurso moderno de Estado, que instituye la agresión como deber patriótico, irrumpe el tiempo profano con su violencia, sembrando el terror y forzando a los que por ser inocentes aman, a la barbarie extrema. Para Derrida, el otro es el único ser cuya aniquilación podemos llegar a desear, no obstante también el único que puede imponernos el quinto mandamiento, limitando así nuestro poder de manera absoluta, sin la necesidad de oponer otra fuerza en nuestra contra, sino sólo “hablándonos y mirándonos des­de otro origen del mundo”, lo que ningún poder transitorio podría suprimir. De modo que cuando las instrucciones llegan de la ciudad, el soldado americano debe ser trasladado hacia allá como prisionero. El narrador niño, al no poder comunicar a éste la noticia con palabras, y al representar la pérdida del otro “domesticado” en su imaginario infantil la más grande tristeza, contagia a su imposible interlocutor de una angustia febril, provocando que éste lo tome como rehén, amenazando a la comunidad con hacerle daño ante cualquier tentativa de ataque en su contra. Después de varios amagos de violencia, el padre del niño da muerte al soldado, blandiendo

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Hiroshima, 1945. (Fotografía: Keystone/Getty Images)

su podadora como arma mortífera sobre el cráneo de éste, cercenando a su vez la mano de su hijo. La muerte revela entonces su rostro fársico, absurdo. Ambas razas, alguna vez en libre y natural abrazo fraterno, materializan la más alta de las pro­ fanaciones, a consecuencia de las órdenes de una otredad lejana e indiferente, no obstante jerárquicamente superior, la otredad vacía del discurso nacionalista, la que culmina con el oprobio de la bomba atómica y la ocupación yanqui. Tanto el apolíneo y colosal soldado negro como el contrahecho funcionario Chupatintas que había traído las noticias de la ciudad enfrentan la muerte absurda, el primero por su tentativa infanticida de bestia acorralada en contra de la comunidad, el segundo debido a su temerario deslizamiento entre rocas puntiagudas sobre el resto del alerón que los niños habían transformado en trineo. Nuestro niño narrador no participa en estos juegos; ha dejado ya la inocencia y —al igual que su patria en ruinas— ha dejado el tiempo sagrado para entrar en la Historia. Sólo permanecerá la ausencia de lo irrecuperable, el desengaño en la conciencia, el rencor y la sed. Es esta la mirada profunda y escrutadora de Kenzaburo Oé sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Japón como podría ser cualquier otro tiempo y lugar en los que el yo y el otro quedasen confrontados por las circunstancias, por la arbitrariedad opresiva del poder. Se trata de una mirada que Oé comparte con Yukio Mishima. En ambas obras es ostensible la predilección por los seres marginales colocados en situaciones extremas. El Japón de la posguerra nutre la imaginería de estos autores con especímenes inadaptados, atrapados por las tensiones entre la tradición y la modernidad, por ello decadentes y anacrónicos. Son en muchas ocasiones seres teratológicos, esbirros de una humanidad contrahecha, humillados por el trauma indeleble de Hiroshima y Nagazaki. En La presa, así como en El pabellón de oro de Mishima, publicada un año antes, los protagonistas proyectan sus ansias de presenciar y adorar a la belleza. Tanto el templo shintoista de El pabellón de oro como el portentoso gigante negro de La presa simbolizan constructos ilusorios cuya consunción es ideal sublime de belleza, fin teleológico del ser y el logos. En tiempos de acentuada decadencia, algunos hombres acaso sólo deseen ver el mundo arder.

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Sobre el malestar del pensamiento Ramรณn Castillo

Excursion into Philosophy, Edward Hopper, รณleo sobre tela, 1959

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 Una calma lánguida, fruto de una tarde resplandeciente, en exceso vaporosa, impregna cada resquicio de la habitación. El sopor es incómodo. Afuera, la hierba estival contempla un cielo apenas coloreado por diluidas nubes. El rayo de luz que se cuela por la ventana recorre el piso, la pared, el cuerpo que yace en la cama. La presencia luminosa aviva la imaginación y el pensamiento de quien observa. Aquel haz, hegemónico sobre todas las cosas, remite a una rotunda voluntad por el asombro, por abrir la mirada ante el desconcierto del mundo, por cuestionar lo existente desde la soledad de saberse ajeno. ¿A qué? A sí mismo, a los otros, a lo que nos rodea y sostiene.  El 29 de octubre de 1945, dos meses después de que Little Boy y Fat Man impactaran contra Hiroshima y Nagasaki, una multitud se apiñaba en el Club Maintenant de París para escuchar las palabras de un hombrecillo con lentes de fondo de botella y ojos estrábicos que, de manera inesperada, se había convertido en celebridad. Algunos días antes, apareció la revista Les Temps Modernes para seguir abonando al creciente mito de aquel hombre ubicuo que encarnaba al intelectual comprometido, al pregonero de una filosofía oscura acorde con el talante de su tiempo. El título de aquella intervención fue El existencialismo es un humanismo, conferencia que delineaba las bases de un movimiento que, como Jean-Paul Sartre lo señaló, se había convertido en una moda citada por todos y comprendida por apenas unos cuantos. La suya era una escuela que asentaba buena parte de su encanto en mostrar el rostro más descarnado de nuestra condición. La zozobra, la soledad, el desvalimiento venían aparejados con una libertad que sabía a insoportable condena.  La pareja asume posiciones opuestas. Ella se encuentra de espaldas, al parecer durmiendo, apenas cubierta por un delgado camisón que deja al aire sus nalgas desnudas. Él, al borde de la cama, tiene la mirada perdida. Sus brazos descansan en las piernas, en un gesto de agotada reflexión. Acaso la preocupación lo ha anegado o la mujer que duerme detrás suyo lo ha llevado al límite de su propia comprensión de la realidad o, probablemente, en un súbito momento de lucidez aquel recuadro brillante frente a él le ha regalado una honda revelación.  Tras la derrota del pensamiento que significó la Segunda Guerra Mundial, la búsqueda de Sartre se encaminaba hacia el reconocimiento del compromiso que tienen


los individuos ante su albedrío. Decidido a mostrar que somos un proyecto en constante hacer y que no existe una definición que nos ate a ningún fin preestablecido, el autor de La náusea apelaba a un mundo que, bajo la famosa línea de Dostoievski, reconocía que todo está permitido debido a que no hay un dios al cual temerle o rendirle cuentas. Desde este punto de vista, señalaba Sartre, no hay determinismo, sino una angustia nacida del desamparo, de la responsabilidad de “que elijamos nosotros mismos nuestro ser”. Después de una guerra que había mostrado la brutal faz del género humano, las pala­bras del pensador galo adquirían una dimensión incómoda debido a la total potestad de cada uno sobre su destino y posibilidades. Sin embargo, la de Sartre no era la única reacción ante el horror apenas terminado, el desconcierto y el escepticismo se extendió por igual a pensadores de la altura de Albert Camus, quien reflexiona y sigue derroteros distintos, pero igualmente comprometidos. Para él, es necesario hacer de la rebeldía el sino de cada persona, el imperativo de abrazar una contradicción que le permita sostener una negación radical que sea, a un tiempo, una vía que nos acerque como género. La opción que permite trascender las diferencias es, en última instancia, asumir que estamos anegados en un absurdo compartido.  Al igual que en muchos de sus cuadros, Edward Hopper hace patente su interés por ciertos elementos que, en conjunto, suelen transmitir una sensación de soledad y extrañamiento en medio de escenas cotidianas, espacios públicos o privados en los que transita un malestar indefinible, una tristeza insólita y singular. Tenemos ahí a un hombre que se ahoga en sus propias digresiones, divaga sobre algo que nosotros nunca sabremos. La mujer a su lado, indiferente, cercanamente ajena, se encuentra recluida en la erótica vastedad de su propio cuerpo. La vista se recrea en ese

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momento íntimo que, pese a su cercanía, no nos es posible dilucidar. Sin embargo, un tercer elemento eleva la confusión, la presencia de un libro abierto que sugiere una lectura interrumpida por un hallazgo que pone en evidencia la miseria personal y colectiva, por el argumento que dilata la desconfianza ante nuestra ruina, en fin, las posibilidades son excesivas, aunque todas tiendan a hacer evidente una incredulidad del pensamiento ante sí. Excursion into Philosophy fue pintado en 1959.  La desconfianza echó raíces en toda Europa. En 1947, Adorno y Horkheimer cuestionaron los límites de la razón al publicar su Dialéctica de la Ilustración. Aquel antiguo ideal de avance perpetuo, la sensación de encaminarse hacia una superación constante en la que el espíritu encontrara su máxima expresión entró en crisis. En palabras de Roudinesco: “el ejemplo de Alemania mostraba, en efecto, que los ideales de progreso podían invertirse para desembocar en una autodestrucción radical”. La conquista más importante en términos científicos había sido, de igual forma, el triunfo más sonado y destructivo de la beligerancia. La celebrada racionalidad se volvía sospechosa, demasiado arrogante, excesiva y falaz. Si ya antes se había sugerido que la cul­tura está entrecruzada por diversas fuerzas, tras la guerra era imposible no volver la mirada a elementos tan alarmantes como la pasmosa “banalidad del mal”, que describió Hannah Arendt al presenciar el juicio contra Adolf Eichmann y la escalofriante normalidad de aquella persona, responsable de asesinar a cinco millones de judíos. Efectivamente, una desazón generalizada impregnaba al ejercicio del pensar; o, recordando lo escrito por Jacques Lacan, se imponía el reconocimiento de que “la sinrazón pertenece a lo que hay de decisivo, para el mundo moderno, en toda obra: es decir, a lo que toda obra comporta de criminal y de obligatorio”.


 Se ha dicho que en el cuadro de Hopper, el ejemplar abierto en la cama es un texto de Platón. Hay incluso una interpretación de la pintura que versa sobre el mito de la caverna, el engañoso universo de las sombras en el que nos movemos los simples mortales y la oposición triunfante de su antónimo perfecto, la luz de la filosofía. Sin embargo, ¿el momento que plasma el artista norteamericano no podrá ser leído también en términos contrarios, esto es, a la manera del gesto desencantado de la mente por explicar su propia perplejidad? Este óleo puede entenderse bajo la luz de una alegoría de la imposibilidad, un desconcierto permanente ante nuestro estar en el mundo.  Pasada la Segunda Guerra Mundial el desencanto respecto a nuestra propia condición no cesó, por el contrario, continuó haciéndose presente mediante un larguísimo listado de vergonzantes episodios que han humillado toda suposición respecto a que el raciocinio es nuestro más distinguido atributo. La irritación por dichas antinomias, no obstante, en lugar de agotar las esperanzas han multiplicado los intentos por elucubrar alternativas, abrazando lo dicho por Goya respecto a los monstruos del intelecto, pero asumiendo que pese a su ignominia, el conjunto entero de la humanidad no tiene mayor escapatoria que lidiar consigo misma y encontrar salidas a sus propias contradicciones. A lo largo de estos años las escuelas y vertientes se multiplicaron igual que lenguas salidas de una Babel filosófica. Hubo una vuelta efervescente hacia la antropología, es decir, el cuestionamiento esencial del hombre sobre sí, pero también se multiplicaron las reflexiones alrededor de temas tan problemáticos y fascinantes como el lenguaje, el cerebro, la ciencia, la religión, los colonialismos, el género, el arte, los

saberes no occidentales, las mezclas duras entre alta y baja cultura, las nuevas tecnologías, en fin, ejercicios que han confirmado que no hay un radical cambio de paradigma, sino una mutación que prolonga un mismo acto: la búsqueda incansable de sentido. La asistencia multitudinaria a la conferencia de Sartre hablaba, sí, de una morbosa necesidad de endilgarse el título chic de una corriente en boga, pero también de la comprensible y necesaria demanda de la gente por encontrar asideros, por dilucidar su situación, por ensayar maneras nuevas de afrontar el caos habitual. En tiempos de crisis es urgente acudir a la plasticidad imaginativa de la mente, a sus posibilidades conceptuales y lógicas, a su habilidad para aventurar hipótesis, explicaciones y argumentos pero todavía más a la franca desconfianza ante las soluciones pueriles o absolutas, reconociendo sobre todo la terrenalidad de nuestra condición y las limitaciones que ella trae aparejadas. En este sentido, el cuadro de Hopper encierra una elocuente visión respecto a la existencia y al viaje intelectual, en otras palabras, ejemplifica el azoro de contemplar a la vida como una escena que nadie entiende, una actitud de estupor reiterado que, no obstante, no se aleja del todo de la carnalidad propia del momento. Fascinante por todo aquello que no dice pero que produce, esta pintura pareciera recordarnos que la verdadera excursión filosófica es una aventura solitaria e ingrata, condenada a turbar el espíritu, a quitar el sueño, a desinflar innumerables creencias, incluida la de suponer que el pensamiento es capaz de eludir sus propias trampas. A primera vista la imagen no es halagüeña debido al semblante, entre desesperado y rendido, del hombre sentado junto a la ventana; pero quizás, y ahí radica la única esperanza, sea mucho más real y próxima a nosotros por ese aire de cansancio y temor, desorientación e, incluso, tozudez que debe de animarnos a seguir aventurándonos en el pensar.

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Le Corbusier, fascista

Jorge Vázquez Ángeles

Le Corbusier en su taller, 1955. (Fotografía: Imagno/Getty Images)


A cincuenta años de la muerte de Le Corbusier, ocurrida el 27 de agosto de 1965, el Centro Pompidou de París ha inaugurado la exposición “Medidas de un hombre”, una amplia muestra que incluye no sólo sus obras arquitectónicas más emblemáticas, también sus pinturas y esculturas. Aprovechando la coyuntura, han salido al mercado francés dos nuevos libros sobre Charles Édouard Jeanneret-Gris, verdadero nombre del arquitecto nacido en La Chaux-de-Fonds, Suiza, en 1887, para señalarlo abiertamente como partidario del fascismo y colaborador de los nazis durante la ocupación francesa: Le Corbusier, un fascisme français, de Xavier de Jarcy, y Un Corbusier, de Francois Chaslin. La historia no es nueva: ya Marc Perelman lo había señalado en su libro Le Corbusier, una visión fría del mundo, publicado en 1979. La información sobre su antisemitismo e inclinación por Hitler no eran un secreto; en diversas cartas que escribió durante los años de la guerra, Le Corbusier dio claras muestras de su posición política e ideológica. Sin querer justificar su filiación, vale la pena pensar en un aspecto que caracteriza los pensamientos de Hitler y Le Corbusier: ambos proyectaron ciudades ideales que no pudieron realizar —el primero, la Welthauptstadt Germania en Berlín, de la mano de Albert Speer; el otro, París—; en ambos casos, lo que se buscaba era la destrucción de un pasado que, como un ancla, condenaba a los hombres a la repetición de vicios y costumbres indignas; no deja de llamar la atención que tanto el canciller alemán como el arquitecto consideraban que sus ciudades eran sucias e insalubres, y por ello había que reconstruirlas a partir de un plan preciso, exacto, que no dejara nada a la improvisación. El Plan Voisin (1925), de Le Corbusier, consistía en la demolición de cuarenta hectáreas de la capital parisina, del lado derecho del Sena, para levantar rascacielos en forma de cruz de ciento ochenta metros de alto, rodeados de jardines, edificios más pequeños destinados a vivienda y un sistema de circulaciones que separaba al peatón de los coches. Coincidentemente, ese mismo año Georges Valois fundó Le Faisceau, partido francés abiertamente fascista. El 9 de enero de 1927, probablemente usando sus características gafas negras, Le Corbusier apareció en la portada de Le Nouveau Siècle, órgano de difusión del partido. Cuatro meses después, el 1 de mayo, el famoso dibujo a un punto de fuga del Plan Voisin ilustraba la primera plana, seguido de un texto en el que Le Corbusier explicaba el polémico proyecto. Poco después, ante un nutrido grupo de fascistas, “El Cuervo” presentó una exposición con diapositivas explicando la “nueva ciudad” francesa, ante el regocijo de Valois quien veía en esos rascacielos la representación del verdadero espíritu fascista. Tras la caída de Francia, ocurrida el 25 de junio de 1940, Le Corbusier envió una carta a su madre: “La derrota de las armas me parece una milagrosa victoria. Si hubiéramos ganado, la podredumbre habría triunfado y nada limpio habría podido subsistir”.1 Como puede verse, al arquitecto le preocupaba sobremanera la higiene.

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http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/29/actualidad/1430334732_309042.html

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a uestr dem o usier u métod b r o s . Le C io de ión plana ip c in el pr construcc an/Getty de xM es) : Feli Imag grafía (Foto

Años antes, en junio de 1938, en su texto “La carretera”2 Le Corbusier cuenta cómo el Ministerio de Defensa le solicitó un análisis para emprender una serie de reformas urbanas a fin de encontrar la mejor solución para evacuar París en caso de un ataque aéreo. Desde luego que el arquitecto, que siempre que podía llevaba agua a su molino, respondió que dadas las condiciones actuales era impensable una solución a corto plazo para dicho problema. La única salida era la densificación: elevar la ciudad cinco metros por encima del suelo, construyendo edificios de vivienda de cincuenta metros de altura para alcanzar una densidad de mil habitantes por hectárea (diez metros cuadrados por persona). La intención de Le Corbusier era la de crear una ciudad donde los edificios ocuparan poco espacio (doce por ciento del terreno), destinando el resto a parques y jardines. En las épocas actuales en que tanto se habla de ecología y medio ambiente, la idea suena bastante bien, pero conlleva riesgos y peligros que se han demostrado una y otra vez con la construcción de unidades habitacionales que parten de este mismo principio. Escribía Le Corbusier en el mismo texto: La superficie de París intramuros (fortificaciones de Napoleón III) es de 76 kilómetros cuadrados, o sea 76 000 hectáreas. Para alojar 3 000 000 [de habitantes] bastan 3 000 hectáreas. Agregamos a estas 3 000 hectáreas las superficies precisas para la administración pública (450), artesanado (500), comercio (120), y la zona histórica adecuadamente conservada (245), así como los parques existentes. Con ello advertimos que queda un suelo disponible de unos 33 kilómetros cuadrados, es decir, 3 300 hectáreas, destinadas a no ser construidas, es decir terrenos libres. […] Se trata, por tanto, de una ciudad verde, enteramente nueva en los anales del urbanismo. […] Los cálculos demuestran que las ciudades con espacios despejados, que tienen el aspecto desde el aire de una delgada filigrana, y que sólo ocupan el 12% del territorio son, a priori, aptas para resistir un ataque aéreo.

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http://www.ddooss.org/articulos/textos/LeCorbusier.htm

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Más adelante, razonaba que en una ciudad típica, tal y como la conocemos, construida sobre muros portantes (de carga) y alineada a lo largo de las calles-corredor, en caso de un ataque áereo: (...) las bombas encuentran un blanco seguro en la cerrada red de construcciones. Los incendios se propagan con una facilidad extraordinaria. La explosión es desastrosa por el taponamiento producido por la estrechez del espacio libre y la resistencia masiva de los muros portantes. Es el caso de los bombardeos espaciales cuyas consecuencias catastróficas conocemos desde hace un año. Los gases nocivos se depositan en las calzadas y en los patios de los que es imposible sacarlos…

Le Corbusier deseaba, a toda costa, llevar a cabo sus planes. A estas discusiones acudían otros militares, entre ellos el mariscal Philippe Pétain, quien tras la caída de París encabezaría el gobierno títere con capital en Vichy. Por ello, no es de extrañarse que Le Corbusier, hacia 1941, se trasladara a esa capital espuria para trabajar en una oficina desde la cual se prepararían los nuevos planes urbanísticos y la reconstrucción una vez terminada la guerra. Sin embargo, como ocurrió con otras personas en otros ámbitos, el hecho de que Le Corbusier hubiera viajado a Rusia para construir el Palacio del Centrosoyus en Moscú (1929-1936), y por su participación en el concurso para el Palacio de los Soviets (1931), en el que Stalin, poseedor de un gusto refinado, se decantó por un edificio semejante a un


pastel que, para bien o para mal, no llegó a construirse. A pesar de su colaboracionismo con la Alemania nazi, Le Corbusier no sufrió ningún castigo. Al final de la guerra, cien mil colaboracionistas fueron sentenciados por los tribunales, mientras que quinientos más fueron fusilados por traición a la patria. En el verano de 1945, el Ministerio de Reconstrucción le solicitó a Le Corbusier un estudio para desarrollar su concepto de unidad habitacional, que se materializaría en Marsella (1947-1952). Era la primera vez que, de manera libre, pudo poner en práctica su concepto de la vivienda moderna, elevada sobre pilotes y de muy alta densidad. Dice Louis L. Snyder en el último capítulo de su libro La guerra. 1939-1945: 2 191 días duró la Segunda Guerra Mundial (...) [en Francia] medio millón de casas fueron totalmente destruidas y un millón y medio recibieron graves daños. El país quedó sembrado de puentes hundidos, fábricas voladas y granjas arrasadas. De su parque de 17 000 locomotoras, sólo subsistieron 3 000 al final de la guerra; el diez por ciento del tendido ferroviario fue destruido. (...) La Francia de la postguerra estaba hundida en un caos moral.

El Plan Voisin para la ciudad de París, proyectado por Le Corbusier en 1925

¿Fue Le Corbusier fascista, colaboracionista, traidor? ¿Un megalómano capaz de hacerle la cena a Hitler para poner en práctica sus planes urbanos? ¿El fin justifica los medios? Al final, tras fallecer de un ataque al corazón mientras nadaba en el Mediterráneo, Le Corbusier fue velado con honores en el Museo de Louvre. André Malraux, quien encabezó el funeral de estado, dijo en una parte de su discurso: “El más revolucionario por ser el más insultado”.


Ménades y Meninas

Convocar la piedad:

el cuerpo en el Expresionismo Héctor Antonio Sánchez Night, Max Beckmann, óleo sobre tela, 1918

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El año pasado, en la primavera, la Neue Galerie de Nueva York celebró la exposición Degenerate Art: The Attack on Modern Art in Nazi Germany, 1937. Fue una muestra singular: la mayor exhibición de arte de procedencia nacional-socialista realizada en los Estados Unidos desde la organizada en 1991 en el Los Angeles County Museum of Art. Lo fue también para la estrecha galería en el 1408 de la Quinta Avenida que, tras su apertura en 1991, había dedicado exposiciones individuales a creadores prominentes de la modernidad alemana y austriaca —Kandinsky, Kokoschka, Otto Dix—, atendiendo casi siempre su obra producida durante la República de Weimar, a cuyo término se sugerían los horrores por venir como un discreto, difuso telón. La muestra del año pasado, más osada, repasó con fortuna el escenario de la funestamente célebre exposición de arte “degenerado”, la Entartete Kunst, inaugurada en Múnich el 19 de julio de 1937, justo un día después de la Gran Exposición de Arte Alemán, desplegada en una megalómana Haus der deutschen Kunst construida para la ocasión, y hoy purgada de su innoble origen. Con fortuna, pues cuanto el estrecho palacete neoyorkino escatima en amplitud, suele prodigarlo en la excelencia de cada pieza; en su segundo piso convivían, por la mano certera del curador Olaf Peters, en una suave batalla, los dos discursos de aquel infausto verano muniquense: el arte de vanguardia, sardónico, tremendo, mayoritariamente expresionista, condenado por Hitler como antigermánico, judaico, bolchevique —un arte adverso a su delirio pseudoevolucionista—; y el arte soñado por el régimen, anclado en valores neoclásicos, transparente, racional y cándidamente anquilosado. No era extraño recordar allí el favor de que ha gozado el realismo entre los sistemas totalitarios. Lo mismo en el Deutsches Reich que en la Unión Soviética, se han tenido por aliadas del Estado las formas que quieren representar objetivamen­te la sociedad y la historia de que proceden. Cierto: ese afán es depositario de una serie de conquistas llevadas a cabo por la tradición occidental desde el Renacimiento y de un cúmulo de ideales de la Ilustración esperanzados en un porvenir luminoso para la Humanidad. Pero fue justamente ese racionalismo, y sus implicaciones, lo que pusieron a examen los artistas apenas amanecía en la pasada centuria. En realidad, habría que pensar si el realismo no ha discurrido en Occidente por dos cauces paralelos: uno, más académico, heredero del xvi y sus preceptivas, guardián de los grandes temas y celoso de la adscripción a lo bello y lo indeleble; el otro, más mundano, atravesaría el cuadro de costumbres del xvii y el xviii, hasta el naturalismo de bajos fondos del siglo xix. El primero se convirtió en aliado natural del Estado moderno, sobre todo en la centuria decimonónica, en que los grandes frescos históricos y los retratos de héroes, suerte de santos civiles, desplazaron a los grandes temas religiosos en la secularización del Estado-nación; el segundo, por

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Pietà, Oskar Kokoschka, litografñia, 1909


Hunger, Kathe Kollwitz, litografía, 1923

su coqueteo con lo inmediato —escenas cotidianas, interiores, bodegones, prostíbulos—, ganaría a la postre empatía con el espectador y, en su afán por discutir la realidad, termina­ría por fracturar irreparablemente el mimetismo pictórico durante las Vanguardias. Esas dos formas se enfrentaban en la Neue Galerie, y entre las varias discusiones que arrojaba aquella rara convivencia llamó mi atención la de la representación del cuerpo. En la sala central de la exposición se desplegaban lado a lado los trípticos Partida [1932-1935], de Max Beckmann, y Los cuatro elementos [1937] de Adolf Ziegler, paladín del régimen y organizador de la exposición del 37. La enigmática alegoría de la fuga de Beckmann, imantada de una densa aura cristiana, presenta a sus costados escenas de tormentos, en que el cuerpo es sometido a una cierta escatología sacrificial: manos cercenadas, rostros sufrientes, sujeción, tortura; escenas que enmarcan la imagen central, más luminosa, en que hay sitio para el mañana y la esperanza. Todo es armonía, en cambio, en la pieza de Ziegler, favorito de Hitler: cuatro figuras de ascendencia renacentista sostienen símbolos de los elementos naturales; cuatro des­nudeces clausuradas al tiempo, al dolor y a la muerte, a la herida incurable que el arte moderno le asestó al cuerpo occidental. Las fracturas de la estatuaria clásica no pueden ya restaurarse.

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Aquí conviene recordar acaso la muestra Expresionismo Alemán: el impulso gráfico, que tuvo lugar en nuestro Palacio de Bellas Artes en el verano de 2012. Emanada de la colección del MoMA, la exposición presentaba una amplia diversidad de temas y autores que suelen asociarse al movimiento. Pero, por cuanto refiere al tema del cuerpo, tal vez ningún testimonio resultaba allí tan hondo como los recuerdos atroces de Otto Dix. Las imágenes de su extraordinario portafolio, intitulado La guerra [1924] —cincuenta grabados en aguafuerte, aguatinta y punta seca— proceden de la traumática experiencia del artista en la Primera Guerra, donde participó como voluntario y soldado. Son recuerdos y son pesadillas: bombardeos, ciudades devastadas, la infatigable maquinaria bélica y, apenas reconocible, el cuerpo desmembrado. El cuerpo exhibido en su desnudez más honda: esqueletos, cadáveres en putrefacción, miembros amputados, órganos expuestos, rostros que —por la locura o el descarnamiento— han perdido su apariencia humana. En cierto modo, esta indefensión del cuerpo —la de Dix, la de Beckmann— estaba ya anunciada desde antes del estallido de la guerra misma. Tan pronto como 1909, la litografía Pietà, de Óskar Kokoschka, realizada como cartel publicitario a su propia obra Mörder, Höffnung der Frauen (Asesino, esperanza de las mujeres) —que hoy observamos como primer drama expresionista— le valía a su joven creador un cierto repudio de la sociedad vienesa. La piedad allí dispuesta, deudora de la cristiana, es casi impía, e insalvablemente irreden­ ta: una mujer sostiene, como la Virgen a Jesucristo, la maltrecha constitución de un hombre contrahecho en una postura imposible; ella, de piel mortecina, de rasgos lúgubres —anuncio de la calavera—, abraza una desnudez sufriente, que recuerda el tormento de los desollados. Detrás de ellos, por los costados de la composición, contra un cielo de un azul muy denso, asoma la luna en dos de sus fases, como un anuncio de la larga noche que se cierne sobre Occidente. Acaso habría que esperar algunos años para que el cuerpo en el expresionismo pudiera hallar una

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cierta redención. Acaso había que buscarla en la honda experiencia de la maternidad. Existe, en Berlín, un monumento dedicado desde 1931 a las víctimas de la guerra: la Neue Wache, diseñada en 1818 por Karl Friedrich Schinkel como cuartel militar. El bello edificio neoclásico alberga, desde la reunificación del país, una escultura singular: una versión ampliada de Mutter mit tottem Sohn de Käthe Kollwitz. También una piedad, la pieza se sitúa bajo una apertura circular en el techo del edificio, un ojo que la expone así a los elementos naturales. En Bellas Artes pudimos conocer el extraordinario portafolio de Kollwitz, Guerra (1923), formado por siete litografías, que reclama asimismo su génesis en una infausta experiencia de guerra: Peter, hijo de la artista, murió en combate en 1914, un par de meses después de alistarse en el ejército. El conjunto formaba un ciclo parcialmente narrativo, el del fracaso de un ritual: en El sacrificio, que lo inauguraba, una madre ofrecía a su hijo a la causa militar. Parecía el mismo joven que en Los voluntarios, siguiente imagen, avanzaba en actitud heroica junto a la muerte —único personaje victorioso, que portaba una corona de guirnaldas—. Se sucedían duelos, lamentaciones: Las madres; Los padres; El pueblo. Cerraban la serie dos imágenes de viudas, la última de ellas muerta con su bebé, que así cumplía el sacrificio anunciado en la primera obra. Eran imágenes tremendas, desgarradoras. En cambio, en la pietà de la Neue Wache, colocada con buen juicio, el horror se ha atemperado en una forma más grave, más silenciosa y densa, pero también más honda y más amable. Es una imagen luctuosa, sí, pero por asentarse en ella las corrientes diversas de las aguas del realismo, las líneas del cuerpo se sostienen por igual en la orilla apacible de la belleza clásica y en la orilla oscura del realismo de vanguardia. El cuerpo es todavía depositario de la sombra, pero ha vuelto, como tras un exorcismo, a su unidad primera: por esa restitución podemos transitar del horror al duelo; de la pesadilla a la memoria; por ella, como querría Bertolt Brecht, un hombre puede ser de nuevo un hombre.


Alfonso Mena: pintar el espacio Miguel Ă ngel MuĂąoz


En arte no hay herencias Octavio Paz

El historiador de arte vienés E.H. Gombrich (1909- 2001) confesaba en diversos momentos su perplejidad ante la evolución del arte contemporáneo del siglo xx, el cual vivió marcado por el despliegue de la ciencia por la sofisticación y el avance del pensamiento abstracto. El arte, sin duda, pareció anclado en el momento de genial simplificación que señalaron las vanguardias: convertir el concepto artístico, arte de contenidos, en narrativa pura, en retórica, o en ocurrencias de discutible validez. Retorno al orden, han pedido varias voces críticas del arte. Pero un orden “vencido, defensivo y hecho de retazos y prefijos post, ultra, neo, híper”, dice J. F Yvars1. Un arte salvado por la grandeza de Picasso, Gris, Braque, Matisse, Miró, Duchamp, Mondrian, Tàpies, Bacon, Pollock… Arte que reivindica la obra concreta sobre la tendencia, pero que lo convierta en un fetiche mudo, en un espacio sin tiempo. Con una trayectoria artística notable, y que, desde finales de los 1990, alcanzó una proyección en México importante, Alfonso Mena (México, DF, 1961) no necesita mucha presentación. Formado en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda”, a mediados de los años ochenta. Entre bienales, ferias, concursos, salones y colectivas, ha participado en más de noventa exposiciones. No obstante, sus dos grandes muestras en el Palacio de Bellas Artes y en el Museo de Arte Moderno, ambas en México, por citar sólo lo más relevante y reciente, pueden acreditar, a escala no sólo de nuestro país, sino en América Latina de su importancia en el arte abstracto del siglo xxi. El origen de sus construcciones pictóricas, se asocian a un hecho traducible en el plano estético: arquitecturas imaginarias, paisajes enigmáticos, atmósferas laberínticas, cuyo significado sería difícil explicar en palabras. Conversación sin sentido. Espacio abierto. Forma inconclusa. Mena es el creador de un genuino lenguaje abstracto que se define en esos espacios de colores poéticos, carentes de efectismo y perspectiva. “Los pintores abstractos —dice Octavio Paz— oscilan entre el balbuceo y la iluminación. Con la poesía ocurre lo contrario: el poeta no tiene más remedio que servirse de las palabras —cada uno con un significado semejante para todos— y con ellas crear un nuevo lenguaje”.2 La pintura de Mena representa en buena medida un cambio irreversible en la pintura abstracta

El espacio intermedio, J. F. Yvars, Randon House Mondadori, Madrid, 2005. Lenguaje y abstracción, Octavio Paz. Publicado en Los privilegios de la vista I. Arte moderno Universal. Fondo de Cultura Económica, México, 1991.

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de México. Quiere su obra ser un ejercicio de composición y color, de transforma­ción del color en forma primordial que regula los juegos visuales. El arte de Mena significa una apuesta fuer­te por la pintura. Su curiosidad vital y su dina­mismo intelectual coinciden con un complejo reducto de intimidad creativa hecha de lectura, escritura y reflexión, es verdad, pero aquilatada por la avidez de la mirada acrecentada con el tiempo, que se permite escasas condescendencias y sigue aportando un redoblado entu­siasmo por el rigor y la obra acabada. Una estética tramada por el equilibrio que contiene el explosivo discurso expresivo, sin duda, pero que reincide en la obsesiva investigación del espacio plástico como el campo de acción del drama constructivo elaborado por las formas sen­sibles sobre la tela o el papel. En su obra de finales de los años ochenta y de los años noventa encontramos señas de aquel riguroso y secreto pintor “expresionista abstracto”, que se reveló hace treinta años. Cuadros como: Tiempo para una tarde, 1987; La noche del telele II, 1987; Ventana y raya, 1989. Son un registro de las señales de su siguiente y vibrante etapa en el decenio de 1990 —cuyo registro creativo fue su exposición: Perro negro. Pinturas, dibujos, objetos, que se presentó en el Museo del Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México en 1997— ; cuando el rigor minimal cedió al vigor exquisito (un punto oriental) y al impulso poético (un punto americano) de una abstracción de trazo gestual, neo expresionista, sombría, centrada en analizar las potencialidades de la oposición entre fondo y figura. Pintura desmaterializada, paleta exuberante (centrada en el gris y el negro, el azul), formas evolucionadas hacia un código íntimo de trazos y líneas que, a veces, se anudan, se mueven como figuras de agua deslizándose sobre el soporte plano y se disuelven; por ejemplo, en piezas como: Nenúfares, 1997; Alcatraz, 1996; Desierto II, 1997 y Árbol con raíz, 1996. Es importante señalar, el hábil y sutil uso que hace Mena del blanco, sea aplicado en pigmento, o simplemente dejando emerger el soporte. El blanco no considerado como vacío, sino como inversión de

Imágenes de la obra Gabinete Pensar - Construir - Habitar de Alfonso Mena, 2015. Fotografías: Rogelio Cuéllar, cortesía de Alfonso Mena.

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descomposición lumínica, lugar común de colores y tonos, y abstracción y singularización de todos ellos. La presencia del blanco con otras yuxtaposiciones catalizará la intensidad de los colores y su cuantía. El color impone un ritmo plástico que, en contrapunto, lo domina todo. La textura hace expresiva la superficie pictórica a la mirada. El trazo impone la huella del artista en el contexto teórico. Mena entiende que pintura debe nacer de la memoria ancestral, de los viejos mitos de la humanidad y transformarse en la “presencia de lo sublime” que habita el cuadro. Pues más allá de nuestro sueño las palabras, que no nos pertenecen, se asocian como nubes que un día el viento precipita sobre la tierra…3

Como dice el poeta José Ángel Valente, las palabras son sueño, en Mena la pintura es sueño, tiempo, silencio, ausencia, signo. Todo es elisión, en estas pinturas, todo es ausencia: lo visible remite a otro lugar, lo descrito se fragmenta hasta convertirse apenas en un ritmo que recorre y articula el espacio pictórico. Precisamente aquí reside el principal interés de las nuevas obras de Mena; no tanto en reinventarse a sí mismas como en perseguir un ímpetu esencial, incontaminado por la propia memoria del oficio, transformado en una incógnita que se reformula continuamente y que nunca acaba de solucionarse por completo, una interrogación que no sólo sobreviene al artista y a su lenguaje, sino que también restituye a la pintura su más originario significado.

3 “No inútilmente”, José Ángel Valente. Publicado en Obra poética 1 (1945-1976). Editorial Alianza, Madrid, 1999.

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Descubrir los últimos cuadros realizados por Alfonso Mena —los vi en su exposición: Alfonso Mena. Seducción, que exhibió en el Museo de Arte Moderno en 2013— es, de algún modo, interrogarse en torno a la naturaleza de la pintura, a lo que ésta parece perseguir, a los recursos plásticos sobre los cuales se apoya, a las zonas de la sensibilidad que agita, al territorio que delimita. Rigor y espontaneidad. El enriquecimiento y la complejidad simbólica en la obra de Mena me parecen sorprendentes. No es sólo construcción intelectual, sino también impulso, efusión y sensibilidad. Los grises, los sienas, las gradaciones más oscuras nos inducen a pensar en una reflexión, por parte del artista, sobre las raíces más hondas de su arte y la problemática conceptual de la abstracción en el arte contemporáneo. Ocres y azules sobre construcciones limitadas en negro, que marcan una evolución necesaria de períodos pictóricos más serenos y poéticos. Cuadros como: Geometría, 2008; Trepee, 2008; Abril, 2011; Vacío, 2011; Plano intervenido, 2011; recrean el juego de espacio y luz, que el artista logra mediante el dominio extenso entre imagen, lenguaje y memoria: imagen, como proyección mental y material; lenguaje, como el carácter gestual del objeto, y memoria, como construcción a partir del reflejo del mundo sensible. Encaminada hacia este punto, su obra ha ido despojándose de cualquier certeza y seguridad, esencializando los parámetros a partir de los cuales se ha construido. “La sensación —decía Cézanne— se construye, su lógica, se organiza“. De alguna manera, la pintura de Mena posee un valor especular e inapresable, es decir, se hace visible y, al mismo tiempo, se repliega sobre sí misma. Concepción directa y temperamen­tal. Y de nuevo una deslumbrante constelación de formas. Equilibrio y dinamismo interno. Y, ¿qué queda entonces entre estos dos instantes, entre la presencia de lo pintado y su serena desaparición? Permanece, la impronta de sus construcciones cromáti­cas sobre la superficie de la tela, el rastro emocional de las figuras y los gestos, las sombras de esas arquitecturas de luz que se abren en el color. En efecto, el arte es el modo de reflexión del artista, la obra su autobiografía. Mena, al igual que Paul Valéry, conci­be poéticamente el espacio y el tiempo como algo que no es absoluto; antes, lo crea como elemento que gravita, opuesto a la fragmentación o la porosidad. Si cabe la síntesis, en Alfonso Mena la necesidad formal acaba por adueñarse del proceso creativo. No cambia: evoluciona, madura. Todo responde a una potente trama constructiva que doblega las argucias convencionales del arte. Por todo ello, al reencontrarme con su obra, me percato de su belleza estética radiante, que está predeterminada por una vida que espero siga entregada a la búsqueda pictórica constante.

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La errancia erĂłtica o la dureza vencida

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Escena de filme silente The Temple of Venus, dirigido por Henry Otto en 1923. (Fotografía: General Photographic Agency/Getty Images)

Filósofo griego nacido en Francia, Kostas Axelos (1924 - 2010) presumía del uso de una pluma deslumbrante, y con ella justamente pergeñó muchas páginas sobre los posibles vínculos entre el pensamiento de Martin Heidegger y las tesis filosóficas de Karl Marx —para sorpresa de muchos—. Axelos se hizo célebre sobre todo por sus análisis en torno al tema siempre inagotable de las relaciones entre la tecnología y la sociedad. Buscó y encontró líneas convergentes entre la dialéctica histórica y las estructuras fundamentales del ser humano, y de ahí sus hallazgos de la concurrencia entre El Capital (Das Kapital, 1867) y Ser y Tiempo (Sein und Zeit, 1927). Axelos se había refugiado en Francia luego del golpe de Estado de los coroneles en Grecia. Al poco tiempo publicó Marx, penseur de la technique (1961), un libro que le daría fama por la originalidad de su estilo y el contenido bastante audaz de sus formulaciones. De sus reflexiones destaco un solo elemento: bajo la producción capitalista, señala Axelos, la técnica obedece y reproduce un mismo mecanismo de alie­nación: “el reino de la máquina, de la industria y toda la civilización técnica llevan al cumplimiento de la alienación económica y social del ser humano”. La salida de la alienación no sólo se habrá de engendrar en el terreno de la revolución económica y política, que nunca será por sí misma suficiente, sino que debe alcanzar un terreno poco diáfano para el análisis científico: las relaciones amorosas. En 1991, la Universidad Autónoma Metropolitana publicó un breve libro titulado simplemente Tres ensayos (por cierto, traducidos por Juan Vicente Melo, Raúl Ortiz y Ortiz y Tomás Segovia). Uno de esos ensayos contiene sus reflexiones sobre la “errancia erótica” (denominación que no oculta su inspiración heideggeriana). Al examinar el lugar que ocupa la sexualidad humana en tanto estructura fundante y fundamental, señalaba Axelos: “mientras disequemos al ser humano en tres secciones: cuerpo, alma, espíritu, no lograremos captar la unidad original en el seno y a partir de la cual se dibujan las inevitables distinciones, las manifestaciones diferenciadas, las estructuras particulares”. La unidad original de la que habla Axelos no parte de las dualidades (hombre/ mujer) ofrecidas por el mito órfico que Platón divulgó en El Banquete y que la posteridad cristiana consagró como dicotomía y división nunca conciliable por obra de una sexualidad entendida como pecaminosa y establecida mediente el dualismo cuerpo/ espíritu. Para Axelos, el amor es una unidad inicial en tanto facultad de potencia. El amor, como lo consignó el romanticismo, es ante todo una actividad humana, pues lo que define a lo humano es, desde tal perspectiva, el componente activo y creativo. El joven Marx en sus Manuscritos de 1844 ya había dejado testimonio sobre el amor como factor de construcción y transformación del mundo humano; Axelos reafirma que el amor es inseparable del lenguaje, del trabajo y del juego. Los dos pri­meros estaban expresamente puntualizados en ese texto de Marx, pero no así el juego, el cual desde luego está excluido de todos esos planteamientos que ven a la sexualidad como una realización biológica destinada única y exclusivamente a la preservación de la especie. Freud lo rechaza y ve ese otro lado a la vez oscuro y luminoso del juego.

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El amor es concebido bajo la categoría de la “posibilidad”. Para el filósofo francés, constituye una más de las contingencias a las que está sujeto el ser humano. Porque nada es seguro para las parejas en el vínculo amoroso; o más bien, en el amor no puede haber certezas definitivas ni apuestas últimas. De ahí la errancia erótica. Errar, como verbo, en el sentido de no acertar (¿quién puede decir indudablemente que acierta en cuestiones de amor?); y errático, como adjetivo que se refiere a ser o andar como vagabundo, sin rumbo único (¿quién que haya vivido la experiencia profunda del amor no se ha sentido inesperadamente inestable?). El amor no es ni puede ser inevitable. Es una aventura, con frecuencia muy arriesgada, una travesía que ocasionalmente sirve para encontrarse a sí mismo en un encuentro con el otro y lo otro. En todo caso, no hay garantías sino un proceso múltiple y azaroso. Escribe Axelos: Nos encontramos adentrados en esas vías amorosas donde ninguna frontera delimita con precisión la prosa y la poesía de la vida. La búsqueda romántica y las intrigas novelescas se mezclan estrechamente a las presiones realistas, a las necesidades de estabilización y a las situaciones sórdidas. Desde el principio hasta el fin, nunca comprendemos el amor —siempre multidimensional, polivalente y lleno de interrogantes—. Es él quien nos comprende. Del mismo modo nos escapan los lazos que unen la proximidad y la distancia y nos ligan a ella. No sabiendo muy bien ni lo que desea­mos ni lo que obtenemos, no sintiendo lo que significa ese llamado del otro y esa esperanza de poder convertirse en otro y de ser en cierto modo el otro, no concibiendo lo que nos empuja a querer perpetuamente un más allá, no conseguimos entrar en contacto con el corazón del problema, no vemos claro en la constelación donde se unen paradójicamente el amor a uno mismo, en amor al otro y el amor al amor. Por eso los lazos secretos que

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envuelven la unidad y la multiplicidad no se nos hacen perceptibles. Para el hombre, las mujeres son encarnaciones de la mujer: virgen, madre, sustituto de la madre, esposa, amante, amiga, hermana, prostituta. ¿Qué son y qué llegarán a ser los hombres para la mujer? En cuanto al juego que anima la posibilidad, la contingencia y la necesidad, permanece enigmático para nosotros, y ten-­ demos a pensar ingenuamente que ciertos amores no se realizan.

Axelos diserta sobre los enigmas y las idealizaciones con las que frecuentemente acompañamos la experiencia amorosa, los equívocos y las equivocaciones, los pasos en falso y los saltos mortales. Igualmente examina el lugar de la libertad en la vida erótica. No sólo es capacidad de elección de y en la pareja. Es una dimensión histórica (hubo épocas en la que los matrimonios eran pactados por los padres; todavía así sucede en varias latitudes) y una dimensión política que involucra derechos y obligaciones que deben ser sustentados y vigilados por el Estado. No es totalmente un asunto privado, ni deja de serlo así. Sorprende que un filósofo marxista, materialista por ende, termine afirmando que la pareja no se apoya sobre la permanencia del amor y la sexualidad, sino sobre “la permanencia de la ternura”. Quizás la frase no la entenderá el adolescente arrebatado o el joven poco vivido; tampoco la asimila el cínico o el histérico. Es un pensamiento alambicado, propio de una decantada existencia y de una intensa experiencia amorosa. El Diccionario de los sentimientos (1999), de José A. Marina y Marisa López Penas, advierte: “La intimidad provoca ternura cuando desvela por debajo de las máscaras vestidas para protegerse de los extraños el rostro verdadero y vulnerable. La ternura no es, por supuesto, amor. Es sólo la dureza vencida”. Quizá por eso hay en el enternecimiento esa perplejidad que nos comunica Axelos.


Unas cuantas palabras por

Carlos Montemayor* Jaime Labastida

Carlos Montemayor, María Chumacero y Gómez Luna y Alí Chumacero. Fotografía: Virginia Abrín

*

Texto leído en la Unidad Azcapotzalco de la uam el 9 de marzo de 2015.

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Carlos Montemayor fue electo miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua el 30 de agosto de 1984. Leyó su Discurso de ingreso, gracias al que tomó posesión de la cátedra xx, el 14 de marzo de 1985. La dejó vacante al morir, el 28 de febrero de 2010. Por quince años fue el segundo ocupante de esa silla que, antes que a él, le perteneció, a lo largo de casi cuarenta años, a don Antonio Castro Leal. En la aml, Montemayor cumplió varias funciones, en especial aquellas que guardan relación con los agudos problemas de las lenguas vivas de los pueblos amerindios a los que, como ustedes saben, dedicó su interés, al grado de elaborar un breve Diccionario del náhuatl en el español de México. El diccionario está dividido en varias secciones: en la primera de ellas se ocupa de los nahuatlismos que se han incorporado en el español hablado por nuestro pueblo; le sigue una sección de herbolaria; luego, otra de toponimias y, finalmente, otra de frases y refranes. El diccionario examina casos de nahuatlismos dudosos y ofrece, por último, nombres personales en náhuatl: los que usa nuestro pueblo para registrar civilmente a sus hijos. El diccionario es, por tanto, un instrumento de gran utilidad. Montemayor se apoyó en el nahuatlato Librado Silva Galeana, originario de Milpa Alta, discípulo de Miguel León-Portilla. Conocí a Montemayor cuando era un muchacho, llegado poco tiempo antes a la capital desde el norte de la república. Aquí hizo su morada definitiva. Los dos acudíamos por entonces a la editorial que habría de publicar nuestros primeros li­bros. Hablo, por supuesto, de Siglo XXI Editores, cuya sede estaba por esos años en una vieja casona de las calles de Gabriel Mancera, hoy desaparecida. La editorial había sido fundada apenas unos años atrás, en 1965, por Arnaldo Orfila Reynal, el editor emérito de América, mi amigo, mi maestro. Montemayor era silencioso, acaso taciturno. Su primer libro, Las llaves de Urgell, se publicó en 1970, a los veintitrés años de su edad. Lo dibujó por entero: dueño de una escritura serena, dominada por el gusto de los sonidos y por la sensualidad de las palabras, más que por su sentido. Era una prosa musical, oscura, silenciosa. Por él recibió el Premio Villaurrutia. Al reeditarlo, en 2010, “como un mínimo homenaje a su memoria”, redacté el texto que aquí reproduzco: “Las palabras con las que se ha construido este libro son de tal naturaleza que fluyen con una lentitud extrema. En la música, los silencios poseen el mismo valor que las notas a las que acompañan. Otro tanto sucede con Las llaves de Urgell: los suaves intervalos de las palabras que lo componen lo acercan a la música, acaso al silencio. Los textos de Las llaves de Urgell no son narraciones en el sentido clásico del término; por lo mismo, no asumen el carácter de relatos lineales: son imágenes fijas, detenidas, sin tiempo. En todos ellos tiene una importancia decisiva el silencio. Se trata del silencio que envuelve a los pe­queños pueblos mineros, el silencio de las sierras altas, el sonido apenas audible del viento en las ramas de los encinos. Las llaves de Urgell ya mostraba al escritor exigente en que habría de convertirse”. Aquel Montemayor juvenil, embriagado por una atmósfera de silencios y penumbras, por las voces suaves que salen de las bocas de los mineros o los jinetes que

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atraviesan la serranía opaca, dejó paso, con el tiempo, a otro escritor, ahora preocupado por los asuntos políticos y sociales. Lo prueba Guerra en el paraíso, un texto en donde se enlazan realidad y ficción: la realidad cruda, el relato de hechos duros, como si se tratara de un testimonio de datos fríos, con personajes ficticios, no por eso menos reales, de una novela trágica y terrible. Montemayor estudió música en Chihuahua y siempre le satisfizo cantar con una voz de barítono. Así, en un extremo está el Montemayor de los silencios, el que se deleitaba en el goce sensual de las palabras y, en el otro, un Montemayor adulto, igualmente reposado, dueño, empero, de una dimensión diferente. El arco va de Las llaves de Urgell a Guerra en el paraíso. Con ellos, algún otro ensayo que necesito mencionar, Los pueblos indios de México, hoy, escrito y publicado en el año 2000, cuando finalizaba el segundo milenio. Este libro es un examen del estado que guardan los pueblos de México en el momento actual. Tal vez no sea una aportación teórica original, pero es de utilidad extrema. No intentaré su análisis. Tampoco mostraré ninguna de mis diferencias. Sólo subrayaré dos o tres aspectos, decisivos. Si al inicio de la colonización de lo que hoy es México, los pueblos originarios eran la mayoría de la población; si hacia finales de la época colonial, formaban el cuarenta por ciento de los habitantes del territorio (poco más de dos millones de personas); si al finalizar el siglo xix, los amerindios eran un núcleo de cuatro millones (la cuarta parte de nuestra población), ya iniciado el siglo xxi, su número, lejos de decrecer, aumenta. Disminuye en proporción al número total de habitantes del país, pero se eleva en números absolutos. Hoy, según varios censos, alcanza un número de entre diez y doce millones de personas, el diez por ciento del total de los habitantes del territorio. Su situación cultural es diversa, pero en todos hallamos, de un modo u otro, la impronta de la cultura occidental: en su visión del mundo (casi todos ellos han hecho una mezcla de sus ritos con la liturgia católica), en su ropa o en su culinaria. Ofrezco algunos rasgos. Los coras y los huicholes han incorporado en sus ritos

ciertos aspectos de la religión cristiana, pero le han dado un carácter distinto. La Semana Santa, donde no oficia ningún sacerdote católico, es la representación del nacimiento y la muerte del Sol, bajo la forma de un Cristo niño. Los danzantes son astros (diurnos y nocturnos): el ritual intenta conservar viva a la Tierra, que nos nutre. Tzotziles y tzeltales se visten con cotones de lana, proporcionados por sus ovejas, animales de los que carecían antes del arribo de los europeos. Hoy, los pueblos amerindios cocinan con grasas vegetales o animales, que no había aquí antes de la llegada de los conquistadores hispanos. Sin embargo, no cabe la menor duda de que los pueblos amerindios, vivos hoy, por fortuna, incrustan esos rasgos en el tronco de una visión mítica, ancestral, del universo. Montemayor pone en relieve, por ejemplo, un asunto de justicia, que rescato. Un joven rarámuri mató, en el curso de la festividad de Semana Santa, a uno de sus compañeros. Reunida la comunidad, adoptó la siguiente decisión: el asesino debía trabajar y hacerse cargo del sostén de la mujer y los hijos del hombre asesinado. En vez de “castigarlo”, encerrándolo en la cárcel, la autoridad del pueblo, de acuerdo con la asamblea, le exigió mantener a su familia y a la del muerto, hasta que los niños fueran capaces de bastarse a sí mismos. “El derecho rarámuri, afirma Montemayor, busca reparar el daño, restituir lo prestado, reconocer obligaciones y derechos, más que el castigo o la condena por un delito”. Este modo de impartir justicia está lejos de lo que se considera justicia entre la mayoría de los mexicanos, digo, en la mayoría nacional hispanohablante. Es obvio que se requiere de un alto grado de conciencia para obrar así. Si el asesino fuera un blanco, un mestizo, un ladino, se habría escapado para evitar cumplir con ese mandato. En nuestros pueblos originarios vive un lazo comunitario, imposible de romper. ¿Podríamos aprender de ellos, en vez de ocultarlos y desdeñados? Una de las grandes enseñanzas de Montemayor consiste, precisamente, en ese reclamo. Debemos atenderlo, sin duda alguna.

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Katharine, litografía de 1891. (Imagen: The Print Collector/Getty Images)

La fierecilla, ¿domada? Gerardo Piña

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The Taming of the Shrew (Domar a la fiera) es una comedia; una obra temprana de Shakespeare, escrita en los últimos años del siglo xvi y publicada en folio en 1623. Ya desde el título y su traducción surge un problema al interpretar esta obra. ¿La fiera es domada? Al esbozar un resumen de la trama es necesario tomar una decisión al respecto, y dicha decisión afecta el sentido de toda la obra; se trata de una comedia con elementos misóginos que reafirma la inferioridad de la mujer o una que promueve un matrimonio equitativo. Baptista tiene dos hijas: Katherina, la mayor, y Bianca. La primera es una mujer antisocial; es famosa por su mala conducta y por su lenguaje agresivo. Bianca es lo opuesto y por ello tiene más de un pretendiente (Gremio, Hortensio y Lucentio) pero Baptista ha determinado que mientras Katherina no sea dada en matrimonio, Bianca no podrá casarse. Y además ha pedido a sus allegados que le recomienden uno o dos profesores de matemáticas, gramática y música para Katherina, pues cree que una mayor educación podrá calmar su temperamento colérico. De ahí que los pretendientes de Bianca hagan hasta lo imposible por encontrar a alguien que se case con la hermana mayor. Petruchio, el susodicho, no tarda en aparecer y en pedir la mano de la “fierecilla”. Lo que es más, a él no le parece una fiera en absoluto y en una semana se casa con ella. Esto permite que los pretendientes de Bianca pug­nen por su mano. En el camino habrá confusiones, imposturas y enredos, como en toda comedia. ¿Dónde surge la importancia del título de la obra y sus implicaciones? En el matrimonio de Katherina y Petruchio; sobre todo en el último discurso de Katherina. A fuerza de no dejarla comer ni dormir, Petruchio hace de Katherina una mujer sumisa, como lo demuestra el discurso final. O bien: a pesar de no dejarla comer ni dormir, Petruchio no logra hacer de Katherina una mujer sumisa como lo demuestra el discurso final, dirigido a las otras mujeres: Katherina.- ¡Ea, ea! Desarruga esa frente colérica y amenazadora y aparta de tus ojos esas aceradas miradas de desdén que hieren a tu señor, a tu rey, a tu amo. Ese aire díscolo empaña tu hermosura lo mismo que las heladas marchitan los prados. Quebrantan asimismo tu buen renombre cual las borrascas arrancan los brotes primaverales ya en flor: lo que no es en modo alguno conveniente ni amable. Una mujer colérica es como un manantial removido, cenagoso, feo, turbio, desprovisto de toda belleza. Y mientras está de tal modo, nadie hay, por sediento que se halle, por deseoso de beber que se encuentre, que quiera remojar en él sus labios ni beber una sola gota. Tu marido es tu señor, tu vida, tu guardián, tu jefe, tu soberano. El que cuida de ti y quien, porque nada te falte, somete su cuerpo a penosos trabajos en tierra o mar; vigilando de noche mientras sopla la tempestad; de día, bajo el frío; mientras que tú, en el hogar, duermes a su calor tranquila y segura. Por todo ello, cuanto te pide como tributo de amor es una cara alegre y sincera obediencia. Lo que es pagar levemente deuda tan grande. El homenaje que el súbdito debe a su príncipe es la sumisión que la mujer debe a su marido. Y cuando es indócil, malhumorada, terca, áspera; cuando no obedece cuanto de honrado la manda, ¿qué es sino una mujer mala y rebelde, culpable de indigna traición hacia su abnegado señor? Vergüenza me da pensar que haya mujeres tan necias como para declarar la guerra a aquellos a los que deberían pedir la paz de rodillas. Vergüenza de que reclamen

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el gobierno, el poder, la supremacía, cuando su deber es servir, amar y obedecer. ¿Por qué, si no, tenemos el cuerpo delicado, frágil, tierno, impropio para la fatiga y trabajos de este mundo, si no es para que nuestro corazón y nuestras amables cualidades estén en armonía con nuestra naturaleza material? ¡Ea, ea, gusanillos de tierra insolentes y débiles! Yo he tenido también, como vosotras, el carácter altanero, el corazón orgulloso, el ánimo áspero y presto a devolver regaño por regaño, amenaza por amenaza. No obstante, bien veo ahora que nuestras lanzas son cañas y nuestras fuerzas briznas de paja. Y que no hay debilidad semejante a la de buscar antes que nada lo que menos nos conviene. Abatid, pues, vuestra altanería, que para nada sirve, y poned vues­tras manos, en signo de obediencia, a los pies de vuestros maridos. Si mi marido lo quiere, las mías dispuestas están a rendirle este homenaje...

El discurso nos remite a la ideología patriarcal. Es decir, la mujer es vista como inferior al hombre desde su creación y le debe obediencia y sumisión porque fue ella quien introdujo el pecado. Además, en un paralelo propio del mundo isabelino, el hombre representa al monarca; y la mujer, al súbdito. A pesar de los elementos ideológicos del discurso, la intención original del mismo nos quedará como un misterio para siempre porque en el modo en que éste se represente en escena se abre un abanico de posibilidades (incluida la de la ironía). Imaginemos qué hacen los demás personajes mientras escuchan estas palabras. Bien podríamos imaginar a una Katherina que habla con ironía. Esta sugerencia no es gratuita. Todo depende del director en turno. En 1594, en Inglaterra, un autor anónimo publicó una obra titulada The Taming of a Shrew, cuya anécdota es prácticamente la misma que la de Shakespeare (apenas cambian los nombres de los personajes). Sin embargo, durante la obra y en el discurso final de Kate (así se llama en esta obra) las referencias bíblicas, las sentencias patriarcales y la obediencia que debe guardar la mujer al hombre en el matrimonio son abundantes y explícitas. También era costumbre reafirmar esta ideología patriarcal en la época mediante el teatro y la poesía. Sin embargo, Shakespeare no hace nada de eso.

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Deja un testimonio más cercano a una concepción del matrimonio en el que si bien el hombre es superior a la mujer, ambos tienen roles asignados, compromisos, y ambos son responsables del funcionamiento de dicho matrimonio. Esta concepción se corresponde con las nociones protestantes propias de la época posterior a la Reforma, como lo prueban los libros protestantes a par­tir de la segunda mitad del siglo xv en los que se enfatiza el concepto de un matrimonio de compañía y no de mera conveniencia. Resulta difícil tomar una postura con respecto a esta obra. Si concluimos que refuerza la ideología patriarcal, nos resultaría más difícil aceptarla como algo valioso en nuestro tiempo (George Bernard Shaw, a quien no le gustaba nada Shakespeare, escribió una carta abierta pidiendo que se prohibiera la representación de esta obra en 1888). Si, en cambio, comparamos el mensaje de otras obras de la época de Shakespeare que abordaron el mismo tema y apreciamos las varias posibilidades que el montaje mismo ofrece, podríamos concluir que Katherine es un símbolo de un comportamiento indeseable por antisocial, pero no por feminista. Ella afirma odiar a su hermana y nunca objeta casarse; tampoco cuestiona la obediencia que le debe a su padre. Katherine representa un carácter que busca reforzar su individualidad, pero no por cualidades admirables. La individualidad, sobre todo en la comedia isabelina, siempre ha sido un concepto peligroso, pues las comedias buscan reforzar el sentimiento de grupo, y las individualidades suelen ser objetos de ataque (de ahí los disfraces y las imposturas). Definir qué es un clásico es todo un reto, pero acaso algunas características de una obra clásica sea más sencillo. Una obra clásica, entre otras cosas, prefigura formas de pensamiento posteriores a su tiempo gracias a su visión crítica del presente. Las obras de Shakespeare no son la excepción. Domar a la fiera no puede contener un discurso de equidad de género como la entendemos ahora, pero desde la perspectiva de su tiempo y, en comparación con otros autores, Shakespeare da un paso en esa dirección con esta obra, cuando menos en abrir la posibilidad a varias interpretaciones.


Dos poemas Moisés Elías Fuentes

Muro de Berlín Recuerdo, creo recordar aquel filme de István Szabó con la profesora de primaria caminando a ciegas por las calles de Budapest liberada del comunismo, condenada a la libertad condicional del mundo libre. Creo recordar, recuerdo y no ubico si la vi por primera vez, por última, en una sala de cine en Hungría, en la acera de una calle en México. Todas las calles del mundo empiezan y terminan, andan y desandan sus pasos como las películas dicen y desdicen sus sueños.

Hombres y mujeres encontrándose y desencontrándose en calles amargas como cintas con final feliz, condicionados a la libertad del mundo libre donde Emma, hija de István, ofrece su dulzura a los transeúntes, a los de a pie, tan sin trabajo como ella, tan sin deseos. Desmemoriados de vida la carne y los anhelos, insisto en recordar, recuerdo.

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El piano de miss Pardee Mistress Sarah Winchester construyó Llanada Villa, dicen, para extraviar a los miles y miles de fantasmas que dejó a su paso, entre sangre y olvido, el rifle que conquistó al Oeste, el que hizo la fortuna de los Winchester, la familia del amado esposo, muerto tan joven. Pero ella no los olvidó, sino que más bien como que conocía a cada uno, los veía morir una vez y otra, desangrados de la carne al alma, friolentos y errantes bajo las desgarradas ropas: Sioux, apaches y comanches, cheyenes y navajos; muertos también el búfalo y el venado, el berrendo, el lobo y el puma. Construyó Llanada Villa y la siguió construyendo, dicen, para extraviar a los fantasmas.

Pero sólo un fantasma vino a la casa, inadvertido como la alegría en un vals de Chopin. El fantasma de miss Pardee, la hermosa quinceañera enamorada del piano y de las sonatas de Schubert, sentenciada a morir a los veintidós años para que viviera mistress Winchester. Desde entonces el piano se deja escuchar en los pasillos de Llanada Villa y todos mal creen que es mistress Winchester deleitando a los fantasmas. Porque ella olvidó que hubo días en que fue Sarah Pardee, enamorada del piano y de la vida, ajena al rifle que conquistó al Oeste. Pero miss Pardee no la olvidó a ella, la extraviada, y decidió habitar Llanada Villa para que hubiera alguien que la acompañara en esta soledad incoherente, laberinto de sí misma, olvidada por los fantasmas.

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JesĂşs Vicente GarcĂ­a

Nunca hago planes

con tanta antelaciĂłn (en defensa del sombrero)


—¿Por qué le gente relaciona el uso del sombrero con los gánsteres o con los pachucos, acaso no hay otro referente? Es como si el cine en vez de ayudarnos a crecer, a ver las diferentes perspectivas de los personajes, de la situaciones, de la ropa, del sombrero, de saber que el mundo es cambiante nos haya cerrado los ángulos, el cerebro, las posibilidades, el mundo mismo. Basilio ha recibido comentarios gansteriles en su foto del féis con un sombrero gris de Tardán, ala mediana, cinto en la copa, traje gris cruzado, camisa azul, corbata roja con discretos círculos blancos; a su lado, Beatriz, traje casimir beige, blusa blanca, un escote discreto y una sonrisa espléndida (mirada penetrante, coqueta, ligeros pómulos realzados y mentón prolongado) que bien combina con el cabello agarrado hacia atrás. Es una fiesta de graduación de sus ex alumnos de preparatoria. Dice Basilio: los pachucos ya no existen y quien lea el ensayo de Octavio Paz no creo que se identifique; son rescatables desde el aspecto estético, como los que bailan danzón en Balderas. Está bien. ¿De cuándo a acá le interesan las opiniones feisbuqueras? Que use el sombrero y ya. Andamos en el camellón de la avenida Álvaro Obregón. El nuevo horario nos permite aún estar con luz a las siete de la noche, que más parecen las cinco de la tarde de cualquier otro día. Nuestra cita fue en la glorieta del metro Insurgentes. Llego antes. Veo personas por todos lados, parece un plantón. Hay gente sentada en las bancas, en las salidas del metro, en el piso cerca de los establecimientos de la glorieta, en las escaleras del metrobús, todo el tiempo suben y bajan, los enamorados se besan en los lugares más inverosímiles, hombres con hombres, mujeres con mujeres, hombres con no sé qué, mujeres con no sé cuál, es extraño ver parejas heterosexuales. Me parece que llegué antes de la hora. La lluvia parece inminente. Empiezan a caer unas gotas, nada grave. Me subo en la silla de un maestro del betún. La perspectiva desde arriba, cuando te bolean los zapatos, es como si estuvieras en una isla, lejano de todo y cerca al mismo tiempo. Puedo ver a las personas como si estuviera en un palco y con binoculares. Veo el rostro de desesperación de un joven que no deja de ver su celular y a su alrededor, gira su cuello a uno y a otro lado. Entre la masa, hay una mujer con sombrero café claro, vestida a la usanza de las estudiantes de filosofía, entre dejada de la vida, en apariencia, y preocupada por sus pechos, su escote podría dejar bizco al más centrado. Cerca de la calle de Génova (yo estoy de frente de la entrada de esa calle), hay un hombre de unos cuarenta años, traje azul marino, corbata azul claro, sombrero negro, se resguarda de la breve llovizna, lee un libro tabique y no ve para nada su celular, asumiendo que tiene dicho dispositivo. Hay mujeres que pasan junto a él y lo ven con cierto gusto, con coquetería; él lee y lee y vuelve a leer. Se aproxima otro trajeado gris, sombrero negro, más robusto y más bajito, se abrazan, se besan y, tomados de la mano, la calle de Génova los engulle en medio de la masa que sigue en su vaivén. El bolero me quita las agujetas y hace lo suyo. Me ofrece El Gráfico, lo tomo por mera educación, es un periódico que no me gusta, se me hace vulgar y sin mayor gracia que sus fotos de muertos y mujeres desnudas y en bikini. Lo abro al azar,

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Ilustraciones de Beatrix. G. de Velasco

veo la foto de William Pharrell, el que canta Happy (lo acusan de plagio, qué asco), sombrero gris oscuro, ala ancha. Viste una camisa amarilla con líneas verticales negras. Esa combinación de lo informal de la camisa con lo formal del sombrero no me agrada. Se veía mejor la pareja de trajeados que se acaba de ir. Tomo bien mi sombrero porque casi se me cae al dar la vuelta al diario. En cosa de unos minutos, los zapatos cafés que me regaló Malena han quedado de película. Pago. En ese momento llega Basilio quien, sin prólogos, empieza a despotricar contra los comentarios gansteriles del féis. Caminamos sobre Insurgentes entre unos puestos de disfraces y de fritangas. Basilio luce traje negro, camisa blanca, sombrero oscuro, si hasta parece galán de cine, y yo, pues mi sombrero azul marino, traje ídem. Le platico lo de los homosexuales trajeados y me ve con cara de sospecha. Torcemos hacia Álvaro Obregón y Basilio se queja de la sociedad, del inconsciente colectivo, de sus símbolos. El uso del sombrero ha sido una preocupación para Basilio en los últimos meses, le preocupa lo que digan de él, bueno o malo. A la novia en turno le parece espléndido que lo use, se lo ha dicho, lo ve guapo, como un hombre decidido; para Beatriz, en palabras de Basilio, quien usa sombrero en este siglo veintiuno en que las modas son diversas, en que los cánones desaparecen y se reciclan de un momento a otro, le parece que es un tipo aventurado, que hace cosas distintas al común, que no es masa, sino individuo. ¿Todo eso te ha dicho? Qué honor. Significa que eres único. En Álvaro Obregón hay jóvenes que sacan a sus perros con pedigrí, en sus bicicletas, sean del gobierno del df o suyas. Basilio se quita el saco y lo carga al hombro. Calado su sombrero, me parece que su uno ochenta se convierte en dos metros. Andar sobre el camellón nos permite ver los dos lados de la avenida, cantinas, cafés, librerías, y también veo hombres con sombrero. No es cierto que no se usen, eso es mentira; y no digo que sea masivo, en todo caso es como la bicicleta, no son muchos quienes


la usan. A mí no me preocupa. Le digo a Basilio que lo tome con calma, que a fin de cuentas eso nos hace distintos. Una mujer que viene caminando se detiene frente a nosotros y nos pide fuego, o mejor dicho, le pide lumbre a mi espigado amigo. Saca un Zippo plateado, le hace casita con la mano, le roza y abraza los dedos a la mujer morena, treintona, de mezclilla, con playera de John Lennon, le sonríe, y la primera pregunta que le hace a Basilio, que no a mí, es “¿dónde conseguiste ese sombrero tan elegante?”, “se te ve muy bien”. Platican. Yo finjo una llamada por celular. Me alejo. Me siento en una fuente, el agua sube y baja y me refresca verla. Espero a que terminen y veo los labios de ambos, las miradas, los ademanes, las palabras que no alcanzan a decir lo que deseamos pero lo intentamos, ellos lo intentan, ella quiere ligar, él no se deja, le gusta la idea, él se quita el sombrero, ella se lo pone, él se lo cala, no se le ve mal, ella saca su celular, se toma selfies, él sonríe, siguen hablando, me hace una seña de ahorita voy, yo sigo con el celular en la oreja para que vean que no la paso mal, me disculpo con mi interlocutora fantasma y le digo a él que lo espero en el Péndulo, debo ver a una dama, me encamino hacia allá. Pido un capuchino. Hay hombres con sombrero, mujeres igual, gente con cara de artista, los hay quienes hablan en inglés, la mujer de al lado le dice al tipo treintón que está haciendo un guión para un video que expondrá en una bienal de no sé qué; otro le dice a una chaparrita que ya está escribiendo su siguiente libro de cuentos cuyo tema son los celos, y más allá veo a una mujer alta que conozco, con sombrero. Estudiamos juntos. Levanto la mano, no me ve. Se sigue derecho hacia las escaleras. Basilio me llama por celular. Llega en veinte minutos. Saco mi libro, lo abro, pesco al vuelo en donde dice que ojalá no nos pidiera nada nadie, ni un consejo ni dinero, porque estaríamos comprometidos con esa persona, dejaríamos de ser nosotros para ser un poco otro, y digo, es cierto, esa mujer le pidió fuego a Basilio y ahora él está con ella, no sé si comprometido o por gusto o por bondad o por lujuria o por favor, él ya no está donde decía que tendría que estar, y yo aquí esperándolo, pues me pidió un favor: mi oreja para escuchar su desacuerdo ante esa crítica hacia el sombrero, que es como estar o no estar aquí o en cualquier otro lado.

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Me da risa la situación. Empiezo a tomar mi capuchino, veo a la mujer que conozco y que no voltea, ahora es poeta publicada y se mueve en un mundo artístico, y que anda ocupada de la misma manera en que ahora yo no lo estoy. A través de los ventanales apenas empieza a oscurecer, el viento es casi cálido, sabroso, el ambiente es pasivo, digno de pedir una cena, la gente aquí no es del común, lo cual agradezco, no hay gritos ni chiflidos, ni música ruidosa, ni gustos gruperos. Un tipo con sombrero entra y se sienta enfrente de mí. A un lado, se va la pareja y se sientan dos mujeres con sombrero y perfume sabroso. Quien atiende la sección de libros usa un sombrero de bombín, como el pescado de la canción de Cri-Cri, bajan dos hombres negros con sombrero de ala ancha de medio la’o, cual Pedro Navajas, por la calle la gente tiene algo en la cabeza llamado sombrero. ¡Cuánta razón tiene Basilio!, no hay gánsteres ni pachucos, y el ensayo de Paz estaría caduco, ¿será?, aunque si hay que defender el uso del sombrero, sería usándolo, así de sencillo. Me pongo mi sombrero, le pido al mesero una cena frugal y un vino blanco, una mujer me pide la hora y empieza a hacerme la plática, y de pronto veo que entra Basilio, quisiera que desapareciera en un acto de magia, que lo pudiera meter al sombrero junto con los conejos y seguir con esta dama que me habla en inglés y que no entiendo mucho, pero me pregunta dónde puede comprar un sombrero igual al mío porque me sienta muy bien, me veo handsome. Recuerdo a Segismundo, el personaje de La vida es sueño, quien dice que si esto es un sueño, pues hay que hacer las cosas bien, y si no lo es también, el caso es decidirse a actuar. No puedo detener el tiempo ni a Basilio, ni el aroma de la mujer de ojo claro, pero sí sonreírle e intentar hacer con mi lengua un hechizo, y hablar y hablar y pe­dirle que me siga hablando, y decirle al mundo que es verdad que los sombreros son herramienta necesaria para sacar conejos y sorpresas y al galán que llevamos dentro. Sigo en la charla y seguro estoy que Basilio entenderá que no puedo atenderlo, ahorita soy un hombre respetable, ocupado, galán, como Humphrey Bogart, que vive la vida como una película. Y ella me dirá o yo le diré, —¿qué más da quién lo diga antes o después?— (me acomodo el sombrero, elevo la ceja, veo de manera penetrante los ojos que tengo enfrente): “¿Qué vas a hacer esta noche?”, y ella/yo responderé/á: “Nunca hago planes con tanta antelación”. Pero sonará el celular y Malena sí sabrá mi futuro inmediato, así que sólo miraré a la mujer de habla inglesa y le diré simplemente gracias, y Basilio se sentará a mi lado y hablaremos de gánsteres y pachucos.

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Asperjando los medios Jaime Augusto Shelley

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Vanitas, naturaleza muerta con crรกneo, Evert Collier, รณleo sobre panel, 1663


La visita a una de las pocas librerías de la ciudad que venden, como en supermercado, libros de reciente aparición resulta una experiencia deprimente, a menos que uno sepa el título que busca, vaya con un dependiente y éste lo localice en la computadora, le diga dónde, lo adquiera, lo pague y salga del establecimiento sin volver la cabeza. Hay otros lugares para comprar, sólo que —por lo común— los libros están acomodados al azar, amontonados en mesas sin ningún orden, y los dependien­tes desconocen su oficio y se muestran indiferentes. Una tercera categoría son un puñado de librerías que, entre libros viejos, usados y valiosos, los venden a precios muy altos a una clientela ávida de coleccionarlos. El libro (que dicen está en vías de extinción) es una mercancía que producen (o distribuyen) en México unas cuantas marcas editoriales —que en realidad son fachadas de uno o dos monopolios trasnacionales que deciden qué van a leer los poquitos que todavía leen—. Dejemos fuera las publicaciones universitarias, de ámbito muy estrecho y sin mayor difusión. O las oficiales, de carácter institucional, para los cercanos al poder. Los autores seleccionados mayoritariamente son gente adaptada a las propuestas comerciales, que desean ser “reconocidos”, comentados, retratados y entrevistados, además de participar en las múltiples ferias del libro, donde las empresas ponen a la venta sus productos. Negocios entonces. Quién sabe qué tan modestos, considerando que dominan los mercados de toda Hispanoamérica, el ámbito anglosajón —mucho más extenso y beneficioso—, parte del francés y del alemán, y acaso del japonés y el coreano. Esta red de dominio incluye periódicos, revistas, medios audiovisuales (radio, televisión y cine), con sus respectivos noticieros que influyen en los gustos e inclinaciones del consumidor que, inadvertido, da por buena la recomendación de tal película o tal novela que un personero a sueldo pone a su consideración masivamente, por todos los frentes imaginables. Si rastreamos a los poseedores de las acciones que manejan esas empresas veremos que son —asimismo— los dueños de los bancos, las aseguradoras, las grandes empresas petroleras, las monopolistas de semillas y fertilizantes, así como de los pesticidas, las constructoras y fabricantes de autos, aviones, equipos agrícolas y militares. Pero no se ven. No aparecen por ningún lado. Se mueven como “fondos de inversión”, los mismos que compran bonos del Tesoro, aquí y allá. Según las cuentas del Banco de México, el país cuenta con “reservas” de $198 000 millones, cifra récord claman los funcionarios. Sólo que, de ellas, $133 000 millones son fondos buitres, es decir, capitales volátiles en manos de esos fondos que son utilizadas, por supuesto para presionar las decisiones del gobierno, en una u otra dirección. Todo el aparato mediático, nacional e internacional, se utiliza con esos fines: para establecer esa honrosa paz democrática en que vivimos, o para desestabilizarla en países como Argentina, Brasil o Venezuela.

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Se aplaude o se condena, a conveniencia, cualquier acción de gobierno, de sociedad, casos como el de Ayotzinapa, de clara definición como crimen de Estado, se minimizan, buscan dejarse en el olvido como sucesos únicos y no como política de represión generalizada, cabe decir, en el mundo occidental y sus colonias asiáticas y africanas, por parte de los aparatos del imperio. Hace algunos años, en un aeropuerto de Canadá, al abordar un avión que hacía escala en Estados Unidos, los funcionarios de aduana que revisaban documentos resultaron ser norteamericanos, cosa que me sorprendió. Se lo comenté a un canadiense junto a mí en la cola. Su comentario fue: “Está bien. Así ahorra el gobierno en gastos de personal”. Es claro que a los canadienses (salvo los francocanadienses) les tiene sin cuidado la soberanía. Saben que la dominación yanki es ineludible y su naturaleza, por demás pragmática, los hace encogerse de hombros ante las circunstancias. Además, son casi todos inmigrantes o hijos de inmigrantes, sin arraigo en su tierra. De hecho, si pudieran, se irían a vivir a los Estados Unidos, a la Gran Manzana. Sólo que en México la ancestral diferencia estriba en el amor por el terruño, el lugar donde yacen sus muertos y las voces que te rodean son en español. Se ama, a pesar de todo, al país. La historia nos habla de las invasiones, los despojos, las cruentas guerras por mantener nuestra libertad y soberanía. Es profundamente ofensivo enfrentar a un oficial, armado, a la hora de cruzar en un aeropuerto mexicano, a un extranjero con poderes para decidir nuestro destino. Bueno, no a todos. Para ciertos personajes —muchos de ellos altos jerarcas del gobierno—, los que han sacado del país en los últimos años $417 000 millo­nes de dólares, es “casi” como un respiro verse en situación de estar “casi” en la impunidad al verse ya en el paraíso (fiscal) al que sus crímenes de cuello blanco los llevan para acogerse y disfrutar de sus utilidades en Blackrock, Inc., o asociados.

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Mientras tanto, los miserables habitantes de este país (“que no merece el nombre de país”, como dijera el poeta Pedro Mir), somos informados de que habrá “recortes” en el presupuesto del año que viene. Eso quiere decir, en términos neoliberales, menos salud pública, menos educación, menos empleos, más devaluaciones; por lo mismo, más salarios deprimidos, más pobres, más represión social y más caos. El cultivo óptimo para una dictadura perfecta. La incapacidad de pensar se cubre las espaldas. La corrupción también. Ya tocamos fondo, decían hace treinta años… Ahora sí, ya tocamos fondo, decían hace veinte… Ya tocamos fondo, se musitaba con Fox y Calderón… Así hoy, el hartazgo aúlla, ya tocamos fondo. ¿Será?

La tradicional pasividad del mexicano está a prueba; lo ha soportado todo; la ignorancia y la apatía han servido con creces a la expoliación generalizada, rapaz, de los dueños del capital. Se carece de armas ideológicas, organizativas, de difusión popular para hacer frente al colosal enemigo que cubre todos los espectros de la vida social. Es a todas luces evidente que “habrá de nuevo sangre en el país” (de nuevo, Pedro Mir); sólo que no sa­bemos si será inútil, dispersa, y sumergida en fosas diseminadas por todo el territorio. O alcanzará a tener sentido, peso histórico y capacidad de transformación a partir del sistema avasallante en que vivimos hasta uno de fraternal convivencia humana. Otro punto de quiebre en nuestra historia. Ojalá no se convierta en otra reformita que parche lo existente para seguir siendo igual, de distinta manera. Como ha sucedido a lo largo de los años. Y para terminar: ¿por qué ese Dios, que es todopoderoso, no cesa de pedirnos dinero? El papa Francisco y sus cardenales deberían hacerse esa pregunta. No basta con hacer auditorías de sus empresas. La aldea global vive una profunda crisis.


Un prisionero confinado en régimen de aislamiento en la cárcel de Lecumberri, 1952. (Fotografía: Three Lions/Getty Images)

¿Por qué hay prisión preventiva? Paul Jaubert

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México se encuentra entre los países con los más altos índices de impunidad; sin embargo, en el Distrito Federal existen reclusorios sobrepoblados de trescientos a cuatrocientos por ciento, y en los estados de la república los Centros de Readaptación Social presentan una situación aún más difícil para tratar dignamente a sus internos, ya sea por falta de espacio, custodios, personal de atención o alimento. Lo anterior no sucedería si no existiera la prisión preventiva, o se limitara a muy especiales casos.

En México se vive un abuso de la prisión preventiva, la cual consiste en el internamiento en reclusorios de las personas que son posibles responsables de la comisión de un delito, lo que va en contra de la presunción de inocencia y en muchos casos de los derechos humanos. Sin embargo, ante la incapacidad del gobierno para asegurar que los posibles delincuentes no se sustraigan de la acción de la justicia, y luego las enormes deficiencias del sistema judicial para procesarlos y sentenciarlos, prácticamente cualquiera que sea imputado de la comisión de un delito será encarcelado antes de que se inicie su juicio. En nuestro país podemos separar del entorno social, para su “readaptación”, a aquellas personas que transgreden las leyes —las normas mínimas de convivencia— de carácter penal; pero también es necesario en caso de aquellos que han cometido ilícitos considerados graves, que aun cuando no se ha demostrado plenamente su culpabilidad, deben ser recluidos dada la peligrosidad que representan para los demás ciudadanos, o bien, por la alta probabilidad de que se evadan de la acción de la justicia. La constitución establece que se deberán internar en centros separados a los hombres de las mujeres, a los menores de edad, a los enfermos mentales y a los pro­cesados de los sentenciados, es decir, que también se internan en instituciones diferentes a aquellos que ya han sido encontrados culpables de los que están siendo juzgados. Cuando alguien es hallado culpable de la comisión de un delito, con su encarce­ lamiento —según nuestro sistema legal— se pretende readaptarlo a la sociedad, es decir, volverlo apto nuevamente para convivir con el resto de la población. Para ello se les debe realizar estudios psicológicos, sociales, y de personalidad, tanto a él como

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a su familia (en caso de tenerla), para detectar las causas que lo hicieron delinquir y remediarlas. Lo anterior, obviamente, ocurre solamente en teoría, pues como todos hemos visto, en vez de readaptar, los centros penitenciarios, los reclusorios y las co­ rreccionales de menores son auténticas escuelas del crimen, de donde se gradúan con honores y hasta doctorados alcanzan. La prisión preventiva, como dijimos, pretende apartar del resto de la población a aquellos que pueden ser altamente peligrosos para evitar que lesionen a alguno de sus miembros, o bien, por la gran factibilidad de que evadan la acción de la justicia; sin embargo, esta clase de encarcelamientos en infinidad de ocasiones son terriblemen­te injustos, pues se llega a recluir a una persona inocente durante el tiempo en que se le sigue juicio, lo que normalmente en México no es menos de un año, a pesar de que la propia Constitución lo prohíbe. Así es, como anteriormente explicamos, a quien se le dicta un auto de formal prisión apenas se le está iniciando juicio, pero en caso de que la conducta que se le impute sea considerada grave por el Código Penal aplicable, entonces dicho sujeto deberá permanecer privado de su libertad mientras no se demuestre su inocencia. En muchas ocasiones nos regocijamos cuando se detiene a alguien que pensamos culpable, y posteriormente se demuestra su inocencia, o bien no se llega a acreditar plenamente su culpabilidad. Por tanto, es injusto haberlo privado de su libertad, y en la mayoría de los casos de buena parte de su vida, pues cuando estas situaciones acontecen, obviamente, quien es alejado de su vida durante tanto tiempo pierde su empleo, en muchos casos a su familia, y su patrimonio, que empeña para cubrir los honorarios de abogados defensores. Y al final del proceso en que se demostró su inocencia, no se le indemniza o reivindica en forma alguna. La situación es difícil, pues se puede llegar a causar graves daños a una persona por recluirla mientras se le sigue juicio y se demuestra o no su culpabilidad, mientras que, por el otro lado, la sociedad reprocharía al sistema dejar a sus miembros expuestos a alguien que se presume dañino para la misma. El conflicto es serio y difícil de resolver, pues en cualquiera de las dos situaciones la probabilidad de injusticia es muy grande; sin embargo, podríamos llegar a alternativas más justas mediante el arraigo (que contempla nuestra legislación), alternativas que permitan a quien está sujeto a proceso continuar con su vida normal, bajo estricta vigilancia, mientras se le sigue juicio, agilizando los procesos, y quizá, por qué no, emplear los avances tecnológicos para tal vigilancia sin incurrir en mayores gastos.

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Dos fragmentos de guerra*

Ruinas de Dresde, 1946 (Fotografía: Apic/Getty Images)

Kurt Vonnegut

La obra de Kurt Vonnegut estuvo marcada por su experiencia en la Segunda Guerra Mundial como soldado de la 106 División de Infantería de los Estados Unidos, y luego como prisionero de guerra —de diciembre de 1944 hasta mayo de 1945— desde donde fue testigo del bombardeo que destruyó Dresde. Casa del tiempo ofrece dos breves fragmentos de las novelas Matadero 5 y Barbazul que se publicaron con casi veinte años de distancia para dar cuenta de la devastación íntima causada en el autor estadounidense. El primero es un testimonio implacable acerca del bombardeo final de Dresde; el segundo, una epifanía: la luz de la libertad retratada en un cuadro del pintor expresionista Rabo Karabekian. Tomados de SlaughterHouse Five or the Children’s Crusade y Bluebeard. The autobiography of Rabo Karabekian (1916 - 1988). Traducción de Jesús Francisco Conde de Arriaga.

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De Matadero 5 La noche en que Dresde fue destruida, Billy estaba en el almacén de carne. Afuera se escuchaban sonidos semejantes a los pasos de un gigante. Era el estruendo que producían las bombas. El gigante caminaba y caminaba. El almacén era un refugio muy seguro. Lo más que sucedía en él era una ocasional lluvia de cal. Los americanos, cuatro de los guardias y un par de cadáve­ res vestidos se encontraban ahí, nadie más. El resto de los guardias, antes de que el bombardeo iniciara, había buscado la comodidad de sus hogares en Dresde. Todos fueron asesinados junto a sus familias. Así fue. Las muchachas que Billy había visto desnudas murieron también, en un refugio mucho menos profundo en otra parte del establo. Así fue. Un guardia subía las escaleras de vez en vez para ver cómo lucía el exterior y regresaba para susurrar algo a los otros guardias. Afuera se precipitaba una tormen­ta de fuego. Dresde era una gran llama, la llama que devoraba todo lo orgánico, todo lo susceptible de quemarse. No era seguro salir del refugio sino hasta el mediodía siguiente. Cuando los americanos y los guardias salieron, el cielo estaba ennegrecido por el humo. El sol era un minúsculo alfiler malhumorado. Dresde era, ahora, como la luna, no había nada sino minerales, hasta las piedras ardían. Todos en el vecindario habían muerto. Así fue. Los guardias se acercaron entre ellos instintivamente, observaban a su alrededor y en sus rostros se dibujaba una expresión tras otra, se quedaron enmudecidos, pero con la boca bien abierta. Parecían un cuarteto vocal de una película silente. “Hasta siempre —parecían cantar— mis viejos compañeros”. “Hasta siempre viejos y queridos amigos. Dios los bendiga”. “Cuéntame una historia”, le dijo un día Montana Wildhack a Billy Pilgrim en el zoológico de Tralfamadore. Estaban juntos en la cama, lado al lado, solos, pues la lona cubría la bóveda. Montana tenía seis meses de

embarazo, estaba grande y sonrosada, y de cuando en cuando le pedía perezosamente pequeños favores a Billy. No podía mandarlo por helado o fresas, porque afuera se respiraba cianuro, y las fresas y el helado más cercanos se encontraban a millones de años luz de distancia, pero sí podía mandarlo al refrigerador que estaba decorado con una pareja montada en una bicicleta hecha para dos, o bien podía rogarle: “Cuéntame una historia, Billy” “Dresde fue destruida la noche del 13 de febrero de 1945”, empezó Billy Pilgrim. “Salimos de nuestro re­fugio al día siguiente”. Y le contó acerca de los cuatro guardias quienes entre el asombro y el dolor parecían un cuarteto vocal, sobre los establos con la cerca desaparecida, sin techos ni ventanas; le dijo que vio pequeños troncos desperdigados por todas partes, que no eran sino las personas que habían quedado atrapadas en la tormenta de fuego. Así fue. Billy le contó lo que había pasado con los edificios que solían formar colinas alrededor de los establos, todos se habían colapsado. Su madera se había consumido y sus paredes se derrumbaron, chocaron unos contra otros hasta que se detuvieron, al fin, en una armoniosa y pequeña colina. “Era como la luna”, dijo Billy Pilgrim. Los guardias le ordenaron a los americanos que formaran filas de cuatro, lo cual hicieron. Después los hicieron marchar de regreso hacia el establo de cer-­ dos que había sido su hogar. Los cimientos del establo se mantenían en pie, pero sus ventanas y techos habían desaparecido, y dentro no había nada más que cenizas y restos de cristal derretido. Era claro que ahí no había comida o agua, y que los sobrevivientes, si querían seguir como tales, tendrían que escalar colinas y colinas de aquella superficie lunar. Y así lo hicieron. Las colinas eran llanas vistas desde lejos. Sin embargo, al escalarlas aprendieron que eran traicioneras, ardientes al tacto, con salientes inestables. Debían mover piedras para acomodarlas y formar así caminos más sólidos.

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Ninguno habló mientras la expedición cruzaba la luna. No había nada qué decir. Una cosa era clara: todos, absolutamente todos en la ciudad debían estar muertos, sin importar quiénes eran, y que cualquier cosa que se moviera no representaba más que un accidente en el paisaje. No había ningún otro hombre en aquella luna. Algunos aviones americanos de combate volaron a través del humo para ver si algo se movía. Vieron a Billy y al resto deambular debajo de ellos y les dispararon con ametralladoras, pero fallaron. Después, vieron a otros caminar por la orilla del río y también dispararon. Acertaron en algunos de ellos. Así fue. Su idea era precipitar el final de la guerra. La historia de Billy terminaba, curiosamente, en un lugar lejos del fuego y las explosiones. Los guardias y los americanos llegaron al anochecer a una posada que estaba abierta. Tenían luz en los candeleros, fuego en tres chimeneas en la planta baja, tres mesas vacías y sillas que esperaban a quien quisiera llegar, y en el piso de arriba, camas vacías con las sábanas puestas.

Encontraron a un posadero ciego y a su esposa, quien sí veía y era la cocinera, así como a sus dos pequeñas hijas que trabajaban como camareras y criadas. La familia sabía que Dresde ya no existía. Quienes podían ver lo habían visto todo, y habían entendido que ahora estaban en los límites de un desierto. Aun así habían abierto y lavado las ventanas, le dieron cuerda a los relojes y avivaron el fuego, y esperaron y esperaron a que alguien llegara. No pasaban muchos refugiados que vinieran desde Dresde. En la posada sonaba el tic tac de los relojes y las crepitantes velas translúcidas derramaban cera cuando tocaron a la puerta, entraron cuatro guardias y un centenar de prisioneros de guerra americanos. El posadero preguntó a los guardias si habían venido de la ciudad. “Sí” “¿Viene alguien más?” Y los guardias respondieron que por el camino que tomaron no habían visto a una sola alma viva.

De Barbazul —Quédate donde estás —le pedí— y dime qué es lo que piensas de esto. —¿No puedo estar más cerca? —preguntó ella. —En un minuto —contesté— pero primero quiero que me digas qué se ve desde aquí. —Una gran cerca —me dijo. —Continúa —respondí. —Una cerca muy grande, una increíblemente alta y larga cerca —señaló— con cada pulgada incrustada de la más hermosa joyería. —Muchas gracias —dije— ahora toma mi mano y cierra los ojos. Voy a llevarte hacia el centro del cuarto y puedes mirar una vez más. Ella cerró los ojos y se dejó llevar oponiendo tanta resistencia como lo haría un pequeño globo. Cuando

llegamos al centro de la habitación, con diez metros de la pintura extendidos a cada lado, le pedí que abriera nuevamente los ojos. Estábamos en la orilla de un hermoso y verde valle en tiempos de primavera. En realidad, había cinco mil doscientas noventa personas en la orilla con nosotros, o debajo. La persona más alta tenía el tamaño de un cigarrillo y la más pequeña era apenas una imperceptible mancha. Había granjas aquí y allá, y ruinas de una torre medieval en la orilla en donde estábamos parados. La pintura era tan realista que podría haber sido una fotografía. —¿Dónde estamos? —dijo Circe Berman. —Donde yo estuve —respondí— cuando el sol salió el día en que la Segunda Guerra Mundial terminó en Europa.

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intervenciones Mateo Pizarro


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Entre el bien público y la ortodoxia financiera: El capital en el siglo xxi de Thomas Piketty Thomas Piketty en la Universidad de California en Berkeley, 2014. (Fotografía: Justin Sullivan/Getty Images)

José Antonio González de León

…la historia de los ingresos y de la riqueza siempre es profundamente política, caótica e imprevisible. Thomas Piketty

En El capital en el siglo xxi, Thomas Piketty rastrea desde el siglo xviii los conceptos de concentración de la riqueza, del crecimiento, de la compe­tencia, del progreso tecnológico y la estabilización de las desigualdades, y llega al desarrollo económico del capitalismo hasta nuestros días. El libro consta de dieciséis capítulos integrados en cuatro partes. La primera se titula “Ingreso y capital” y es una introducción a las nociones que el autor más utilizará a lo largo del libro. Conceptos como “ingreso nacional”, “capital” y “relación capital/ingreso” son usados para exponer el

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comportamiento de la “distribución mundial del ingreso y de la producción”. Son también analizadas, a partir de la Revolución Industrial, las tasas de crecimiento de la población, y la producción. La segunda parte, “La dinámica de la relación capital/ingreso” aborda la relación capital/ingreso en los inicios del siglo xxi y la distribución global del ingreso nacional “entre ingresos por trabajo e ingre­sos por capital”. En el capítulo 3, únicamente para los casos del Reino Unido y Francia, se estudian las “metamorfosis” de las relaciones del capital con una complejidad estadística exhaustiva reunida desde el siglo xviii. Con los mismos lineamientos del capítulo anterior estudian los cambios en los Estados Unidos y Alemania. En los siguientes capítulos, tomando como ejemplo los casos anteriores y fuentes estadísticas más reducidas, se proyecta el comportamiento de la relación entre el “capital/ ingreso” y la distribución en el “capital/trabajo” en un mayor numero de países para las siguientes décadas del siglo xxi. En una tercera parte, “La estructura de las desigualdades”, ingresamos a las dimensiones de la “desigualdad en el reparto de los ingresos por trabajo” y “la propie­dad del capital y de los ingresos que produce”. Continúa con las dinámicas contrastadas de la desigualdad entre Francia y los Estados Unidos. Las desigualdades en­tre el capital y el trabajo, respectivamente, son presentadas con información menos rica para los otros países. El capítulo 11 es especialmente atractivo debido a que considera el peso que tiene la herencia en el comportamien­to del capital y sus implícitos políticos en el largo plazo. Al final de esta parte, nos muestra la “distribución mundial de la riqueza” en las dos primeras décadas de este siglo xxi. En la última parte, “Regular el capital en el siglo xxi”, se analizan las actuales dinámicas económicas del capital, que han dado un giro y alertan sobre previsiones políticas y normativas en un futuro próximo. Sigue con las adaptaciones aplicables hoy a un “Estado social” y subraya las tendencias a las que la experiencia histórica nos ha llevado; propone “el impuesto progresivo sobre el capital” como una herramienta ideal, trata también

las formas emergentes de regulación en otros países y sugiere el impuesto progresivo para el capitalismo patrimonial en este siglo. Termina con la gravedad de la deuda pública en relación a “la acumulación óptima de capital público” y su impacto sobre el “capital natural”. Por la problemática de la desigualdad en el ingreso nacional con la que nació la economía política, Piketty nos reconduce por la experiencia del análisis eco­ nómico iniciado en el siglo xix y lo contrapuntea con los criterios generales de análisis a partir de la curva de Kuznets y su impresionante configuración estadística, que impactaron los análisis del crecimiento económico durante todo el xx. Hacía años no se publicaba un libro que recogiera las virtudes de la “gran teoría”, esa espiritualidad del pensamiento económico que fija sus vínculos concentrados en el individuo y los grupos sociales, priorizando su condición humana antes que otras cosas, porque el punto de partida de la economía política e histórica fue un desprendimiento de la filosofía moral. Adam Smith, por ejemplo, se acercó a la economía desde la filosofía moral. En sus orígenes, la economía política tiene esos antecedentes filosóficos en el siglo xviii y primera mi­tad del xix. Con el tiempo se decantó y hacia la segunda mitad del xix se transforma en un pensamiento que culmina en dogma en la década de los setenta del siglo xx, asentado en un formato abstracto de verdades acabadas. Dichas verdades están enraizadas en un pensamiento aséptico, de cálculo matemático puro y una pulcritud lógica invencible que salvaguarda la ortodoxia de la defensa del capital financiero, por encima de cualquiera otra manifestación del capital que no sea el institucionalizado de las bolsas y los bancos como supuesto único recurso para mantener la estabilidad del crecimiento económico. Todo esto envuelve un concepto de riqueza revolvente entre quienes ya se han hecho de ella desde antes de llegar a la cita. Esta crítica subyace a lo largo de todo el libro. Deduciéndolo de su análisis de la historia del ca­ pital, Piketty resalta los puntos más críticos que deben ser atendidos en lo inmediato. Por ejemplo, el peso

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distorsionador (“desestabilizador”, “fuerza de divergencia”) que produce la exorbitante riqueza trasladada por herencia de una generación a otra. Es interesante que lo haga incluyendo acciones que redefinirían necesariamente las políticas públicas de los estados: “Acciones tenues, paulatinas y en una sucesión de reformas bien medidas y calculadas para evitar cambios abruptos”. En el talento de Piketty queda el atractivo de la renovación conceptual. Socialmente, el concepto de rique­za comienza a transformarse por la lógica de la enorme concentración de ésta. El impacto de la innovación tecnológica sobre la manera y forma de comunicarnos —en todos sus planos— ha incrementado como nunca antes su intensidad. La condición de la pobreza —que disminuye el acceso al mundo de productos ofertados, satisfactores no vitales propuestos por la cultura del consumismo— ha forzado a volver la mirada hacia aquello accesible y más barato: la Internet. Con recursos económicos moderados, la mayor cantidad de consumidores de los medios electrónicos tienen un acceso virtual a un campo conceptual, emocionalmente eficiente y creativo, que conlleva otras manifestaciones de distribución de la riqueza: una forma novedosa de acceso al conocimiento en todos sus niveles que no puede impedir por subsecuente impacto en la productividad. La difusión del saber ha abierto ahora un bien público fuera de los circuitos mercantiles de capital social. Esto presupone una filtración no prevista desde el capital financiero e inmobiliario al capital humano, gracias al impacto de la optimización de la tecnología. Para Piketty, el escenario social se ha comenzado a modificar y tendríamos ya un efecto parcial favorable para “los ejecutivos merecedores sobre los accionistas barrigudos de la competencia sobre el nepotismo. Así, las desigualdades se volverían naturalmente más meritocráticas y menos determinadas (si no es que de nivel menor) a lo largo de la historia: en cierta manera, la racionalidad económica resultaría mecánicamente en la racionalidad democrática”. El bien público, concepto realmente central para la estructura de análisis del libro, es la fuerza de convergencia más importante porque marca una disminución

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El capital en el siglo XXI Thomas Piketty México, Fondo de Cultura Económica 2014, 663 pp.

en las desigualdades referentes al proceso de difusión del conocimiento, de inversión en la capacitación y formación de habilidades, posibilitando el incremento en la productividad. Con este libro, Piketty se ubica dentro de las corrientes de pensamiento más novedosas en la actualidad con una curiosidad que retoma el humanismo ante la asepsia ortodoxa de las pasadas cuatro décadas de la economía neoliberal y sus implícitos de “empirismo abstracto”, como diría C.W. Mills en dos magníficos capítulos de La imaginación sociológica. La explicación de nuestras circunstancias económicas actuales por la economía de libre mercado ha saturado su teoría. Piketty recupera las preocupaciones en el desempeño de la vida material con su naturalidad espiritual por medio de la economía política como advertencia a la conciencia de los cambios: la política. Las fuentes utilizadas para sostener su opinión son apabullantes, superan cualquier antecedente histórico que las estadísticas del “empirismo abstracto” hayan presentado. Ensaya ideas, es lúdico entre la cifras, las respeta y habla por ellas y confirma que los grandes des­cubrimientos son, bienintencionadamente, el resultado de un accidente en el desorden. El éxito del libro de Piketty está en demostrarnos que, como en la ciencia, los datos económicos hablan con su inherente subjetividad y se envuelven en una conciencia política.


Balada para vampiros sibaritas Sรณlo los amantes sobreviven, de Jim Jarmusch Verรณnica Bujeiro

Fotogramas de Sรณlo los amantes sobreviven

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A contracorriente de la cinematografía nortea­ mericana, el director Jim Jarmusch ha cimentado, a lo largo de treinta años, una filmografía cuya constante es un retrato personal del tedio, esa extendida sensación en el panorama real de la cotidianidad norteamericana y de la cual artistas como el pintor Edward Hopper revelaron su trama escondida tras la aparente bonanza y el ritmo incesante de un modelo ideal de vida. Tanto Jarmusch como Hopper guardan en común haber asumido desde temprana edad un exilio en su propia tierra, tan sólo para adquirir una posición pri­ vilegiada primero como observadores y más tarde como retratistas de la condición humana. Jarmusch “le explica América a los aliens, porque él mismo es uno de ellos”, dice atinadamente la actriz Tilda Swinton al respecto. Ya desde sus primeros trabajos, como el road movie peatonal de Permanent Vacation (1980), o el aburrimiento gélido de un encuentro entre familiares en Stranger than Paradise (1984), el canoso director demostró una destreza insólita en el campo de la inacción para la ima­­gen en movimiento, destreza con la que sellaría una firma de cine de autor. Como buen cinéfilo, Jarmusch ha adoptado los géneros cinematográficos del western (Dead Man, 1995), el escape de prisión (Down by law, 1986), la teoría de la conspiración (The limits of control, 2009) y hasta el de los samuráis (Ghost Dog, 1999) para cifrar una poética que se expresa mediante los pecu­ liares rasgos y dilemas de sus personajes, a quienes la adversidad afecta, más que en un sentido práctico, en el terreno del cuestionamiento moral y existencial. Only lovers left alive (2013) —traducida con insólito respeto en nuestro país como Sólo los amantes sobrevi­ ven— es el último filme de Jarmusch en donde indaga en un género manoseado y maquilado por la industria: el de los vampiros, esos cadáveres vivientes que, más allá del glamour y el atractivo sobrehumano que Holly­ wood tanto se ha empeñado en manufacturar, poseen la cotidiana adversidad de sobreponerse al colosal tedio de vivir por los siglos de los siglos. Un tema que sin duda atrajo las obsesiones conocidas del director y con

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el cual ensaya una más de sus inadvertidas reflexiones sobre el mundo contemporáneo. En Only lovers left alive, Jarmusch utiliza una vez más el recurso musical como vehículo. Así, descende­ mos en el lánguido universo de los personajes utilizando una pista sonora cargada de psicodelia y tintes arábigos (ejecutada por la misma banda del director, sqürl, y el laudista Jozef van Wissem) que bien parece apelar al pulso interno de estas criaturas, quizá para adecuarnos al compás de su añeja y cansina rutina. El filme cuenta la historia de Adam y Eve, una pareja de amantes ancestrales que viven una cómoda relación a distancia entre las ciudades de Tánger y Detroit. El director nos coloca ante el impasible pulso de las escenas cotidianas de estos seres sobrenaturales, adjudicándoles tareas tan monótonas como conseguir aquel elixir vital que los sostiene, no ya por el medio de la víctima, sino con la compra directa en hos­pitales “de moral distraída”, donde pueden proveerse de un material de primera clase que los mantiene alejados de las plagas adversas que cohabitan la sangre humana hoy día. Eva, una Tilda Swinton grácil y cuasi fugada del pincel de Remedios Varo, vive en el Oriente Medio bajo el hedonismo de la lectura y fiel a los pasos del mismísimo Christopher Marlowe (John Hurt), el escritor inglés vivo gracias a la conversión vampírica, pero todavía condenado a la sombra de su aparente plagiario, un tal William Shakespeare, a quien la muerte parece haberle hecho mejor justicia. Adam, interpretado por Tom Hiddleston, un actor habituado a los personajes de franquicia y que aquí encarna al personaje típi­co del director: el Buster Keaton suicida, habita un Detroit desolado, compone música para soliviantar el peso de su existencia, a la vez que considera seria­ mente acabar con el privilegio de la inmortalidad, pues expresa un creciente hartazgo por la convivencia con los zombis, esos otros muertos vivos que nunca irrumpen violentamente para acompasar el filme; por tanto, se trata de un comentario irónico hacia nosotros, la especie humana.


Incapaces de reflejarse en cualquier superficie, se entiende que Eve y Adam se tienen el uno al otro para realizar esta función y eventualmente se reúnen tan sólo para mostrarnos los mecanismos de rutina a los que la pareja se ha adecuado a través de los siglos. Lejos de mostrar la consabida lubricidad exuberante de su especie, Jarmusch prefiere tejer entre ellos un vínculo amoroso de fibras más profundas y verdaderas, sostenido en el entretenimiento mutuo que este par de sibaritas alimenta por medio de un humor culterano y la expresión de un permanente asombro por las obras del hombre y la naturaleza, un estímulo que parece funcionarles a manera de ajo o crucifijo invertido contra el hastío ante esa permanencia eterna que se balancea con el placer tradicional del vampiro por el consumo del elixir bermejo, en donde el director nos presenta más que la sesión acostumbrada de colmillos contra la carne, la ingestión de una droga que los eleva fuera de este mundo, un soplo de vida opiáceo y divino. Y entre rutinas, la pareja no podía obviarse a una de las favoritas del director: el viaje de distancia corta por una Norteamérica desolada. En este caso, el paseo por la ruina contemporánea de la ciudad de Detroit no se abandona al juicio de la vista y nos ofrece un recorrido comentado por los mismos vampiros, quienes fascinados por la gallardía sombría de la decadencia opinan sobre aquello que atestiguan con el saber y la crítica de aquel que ha visto levantarse y caer varios imperios, como quien transita físicamente por las ruinas de un recuerdo. Más que predadores, Jarmusch elige la figura del vampiro en su calidad de testigo, espectador de la de­cadencia y la corrupción humana, una historia por demás monótona y que no cesa de repetir mecánicamente su misma trama. Como dobles de él mismo, Jarmusch siempre ha tomado al forastero (real, como en el caso de Dead Man, o existenciales como el don Juan de Broken Flowers) para expresar su opinión descarnada sobre el sinsentido feroz que arrasa a la existencia. Sus personajes, como el samurái negro de Ghost Dog, parecen estar siempre por encima del pantano. No se manchan, no participan,

Sólo los amantes sobreviven Dirección de Jim Jarmusch Reino Unido-Alemania, 2013 123 minutos.

acaso como autores intelectuales u observadores juiciosos. La experiencia les ha dado un sentido de la moral más alto, una posición desde donde señalar el lugar en que comenzó el incendio. Aún entre estas criaturas sobrenaturales, el director pone como contrapunto a la joven y banal hermana de Eve, Ava (Mia Wasikowska), quien llega a alterar un poco el ambiente sin lograr agitar del todo el necio curso del destino. En toda película del canoso nativo de Ohio en realidad no pasa gran cosa, al menos en la manera en que nos tiene adiestrados el cine comercial. Sin em­bargo, hay una sensación distinta que nos queda al ver sus películas pues pese a su ritmo y temática, la sensación no es sombría, ni devastadora. El director parece expresar siempre un mensaje silente, una advertencia extraña, como la que contemplan los amantes sibaritas al final de la película: la esperanza sobrevive. En el panorama de la inercia cinematográfica, Jim Jarmusch bien pudo pasar inadvertido, tal y como esos personajes solitarios de las viñetas de Hopper, y todo quizá por ostentar un optimismo por demás desconcertante.

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Del placer y la saciedad Umami, de Laia Jufresa Nora de la Cruz

Las dos grandes fortalezas de Umami, primera novela de Laia Jufresa (ciudad de México, 1983), son evidentes desde el principio: la estructura es sólida y compleja (podría decirse que compensa a la trama, casi ausente) y la narración es fluida. Se trata de una historia insinuada, no contada, como sutil subtexto para el monólogo interior de los personajes de la novela, habitantes de la privada Campanario, donde cada casa lleva el nombre de uno de los cinco sabores que, según los japoneses, percibe la lengua humana. ¿Los sabores tienen algún vínculo con el tema? No de forma evidente: sólo el quinto, umami, se menciona de manera explícita. Sin embargo, la clave estética del relato sí guarda una relación estrecha con la lengua, no como órgano, sino como sistema y como herramienta de comprensión y expresión de la realidad, o de la identidad. Es evidente que las personalidades y los modos de estar en el mundo de los personajes del relato están determinados por su forma de expresarse. Esto no se limita a un recurso literario que nos permitiría distinguirlos entre sí (sobre todo cuando cada uno funciona como narrador o focalizador): va más allá. Hay frases que pertenecen a alguien, casi siempre recordado, y sirven para caracterizarlo en ausencia. Lo que el otro diría lo distingue del uno, pero también es el puente que sirve para comprenderlo, aunque de cierta forma (por más que se le observe o se le recuerde obsesivamente) siempre quedará en la frontera de lo indecible, como umami: el sabor que puede percibirse pero no describirse o explicarse. La estructura coral, en segmentos que corresponden a distintas épocas, ubicada en un lugar geográfico tan delimitado, recuerda a The heart is a lonely hunter, de Carson McCullers, lo mismo que el logrado tono que tienen las voces infantiles (predominantes en la novela). Esos personajes, las niñas, son los más sobresalientes y memorables de la historia, en contraste con una joven pintora, Marina, que queda justo a la mitad de la infancia y la madurez y nunca gana dimensiones

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Laia Jufresa. Fotografía: Claudia Leal


Umami Laia Jufresa México, Literatura Random House 2015, 240 pp.

suficientes, a tal grado que, por momentos, su hilo narrativo parece prescindible. Por su parte, la historia de Alfredo, el antropólogo, única voz masculina, se enfoca por completo en la muerte de su mujer y su vida de casados, de manera que el personaje palidece, sobre todo por el interés de la autora en retratar a los personajes mediante sus manías y las peculiaridades de su idiolecto: la esposa muerta resulta mucho más colorida que su viudo —aunque no más interesante— debido a que estos rasgos son variados y graciosos, mientras que el narrador se distingue apenas por su uso de malas palabras. Curiosamente, el único personaje que comparte con él ese rasgo lingüístico es una bailarina frívola, una especie de hippie trasnochada cuya única participación en la historia consiste en un par de excentricidades y, claro, el abandono de su marido y su hija. Uno podría preguntarse si la autora considera que las palabras altisonantes son una marca de masculinidad; que en la faja del libro un reconocido escritor use una para alabar las dotes narrativas de Jufresa resulta, desde esta perspectiva, desafortunado. El carisma de la novela radica en la singularidad de los personajes y sus voces. Todos están caracterizados por sus percepciones y recuerdos, relacionados en su mayoría con la pérdida. Sin embargo, cada uno tiene una clave, un entendimiento peculiar de la realidad, que moldea su visión. Es digno de reconocimiento el dominio del oficio que demuestra la autora para construir personajes informados y verosímiles sin ceder a la tentación de brindar demasiada información. Jufresa elige bien los momentos en los que conviene mostrar el

conocimiento del antropólogo, o la amplia cultura de la adolescente, o la relación de la pintora con los colores y el proceso creativo; lo hace, además, de maneras sutiles y naturales (por medio de analogías, por ejemplo, lo cual no es nada sencillo). Además, en la novela hay un sentido del humor inteligente y agridulce que permite al lector transitarla con ligereza; en esto se notan el atinado pulso de la escritora y su instinto —poderoso y sagaz—: consigue acercarse a lo peculiar, a lo íntimo y a lo pintoresco sin que nada parezca afectado o estorbe la fluidez con la que narra. Sin embargo, en este ejercicio de la interiorización permanente y de la contemplación casi absorta (¿es el título de la novela un guiño a la literatura japonesa?) se encuentra tal vez la mayor debilidad de la obra. Si bien no existe una trama compleja ni picos narrativos, es claro que todos los personajes afrontan un suceso que ha cambiado sus vidas. Pero estos sucesos nunca ganan la profundidad necesaria, o al menos la que se esperaría. La acumulación de detalles entrañamente nimios pesa siempre más que lo que habría de otorgarles sentido y, por momentos, hay segmentos que parecen estar de más. La novela narra que, en su primer encuentro, el antropólogo explica a su futura esposa que la proteína por sí misma no crea la sensación de saciedad, sino que requiere umami, es decir, lo que nuestra lengua percibe como placer. En Umami ocurre lo contrario: el lector encuentra siempre el placer producido por un manejo lúdico de las facultades narrativas. Lo que se echa en falta es la hondura, lo nutricio. Lo que verdaderamente sacia.

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colaboran Walter Beller. Doctor en filosofía y maestro en teoría psicoanalítica. Ha sido profesor investigador en la uam y en otras instituciones publicas y privadas del país y ha publicado diversos textos sobre educación, epistemología e historia de la ciencia. Es Coordinador General de Difusión de la uam y profesor en la unidad Xochimilco. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976). Es egresada de la licenciatura en lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. José Antonio González de León. Sociólogo de formación y profesor universitario. Fue director del Instituto del Derecho de Asilo Museo Casa León Trotsky y director de la revista Este país. Pável Granados. Ensayista y editor, fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Es autor de los libros Apague la luz… y escuche y xew. 70 años en el aire, así como El ocaso del Porfiriato. Antología histórica de la poesía en México (1901-1910). Escribió con Guadalupe Loaeza la biografía de Agustín Lara Mi novia, la tristeza y con Miguel Capistrán la antología de poemas sobre la Revolución Mexicana El edén subvertido, Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa 1939). Poeta y ensayista. Doctor en filosofía en la por la unam. Miembro de número del Colegio de Sinaloa, de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Aso-

ciación Filosófica de México. Recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes 2009, el Premio Juan Pablos 2009 y el Premio Mazatlan de Literatura 2013. Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2004-2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Gerardo Piña (ciudad de México, 1975). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Juan Patricio Riveroll (1979, ciudad de México). Director, escritor y productor de cine. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Realizó su primer largometraje, Ópera, en 2007. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el fonca. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Kurt Vonnegut (Indianapolis, 1922 - Nueva York, 2007). Escritor estadounidense. Autor de más de una decena de novelas, entre las que destacan Matadero 5, Barbazul, Las sirenas de Titán y El desayuno de los campeones. Combatió en la Segunda Guerra Mundial donde fue hecho prisionero por el ejército alemán.

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