Casa del tiempo 18-19, julio-agosto de 2015

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Revista mensual de cultura Año XXXIV, época V, Vol. II, número 18-19 • julio-agosto 2015 • $70.00 • ISSN en trámite

Colección

Déjame que te cuente Presentación de títulos y espectáculo teatral

Presentación: Alma Mejía González

(coordinadora de la Colección) Espectáculo: Marcela Mora Camarena, Ana Lourdes López, 22 de julio, 13:00 hrs. Angélica Crescencio y Vestíbulo de la Biblioteca Alfredo Barrera Acosta

Pinotepa Nacional. Mixtecos, negros y triques de Gutierre Tibón 1 de julio, 13:00 hrs. UAM Azcapotzalco Sala Audiovisual E-001 Presentan: Miguel Ángel Muñoz Herón García Ruiz

Educación

La reconstrucción de vínculos en el ámbito universitario Silvia Radosh Corkidi y Leticia Flores Flores, coordinadoras Ensayo literario

De orden suprema: la obra de Guillermo Prieto y la literatura de viajes en México Marina Martínez Andrade Política

Entre la tradición y la modernidad. Cultura política y participación ciudadana en el Distrito Federal Rigoberto Ramírez López, Mario Alejandro Carrillo Luvianos, Ana María Fernández Poncela y Juan Reyes del Campillo Lona, coordinadores Sociología

Migraciones y movilidades en las regiones indígenas del México actual Jorge Mercado Mondragón, coordinador

casadeltiempo • número 18-19 • julio-agosto 2015

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

Presentación del libro

35 Aniversario

“É r S (B sze up us be l ca t, em en el la t có ba di ñi o e le go s t c a Q R de tró n pa la ra ti ico T de na sc pú iem ar ga rpu po en gr ra at ”, l ui de a c ta a en Silv sa: pá ia gi Pe na lá 7 2 ez )

Carretera Federal Los Reyes-Texcoco, km.14.3, San Miguel Coatlinchán


Presentación del libro LIBROSELECTRÓNICOSUAM El desarrollo de capacidades genéricas en el nivel licenciatura. Una experiencia María José Arroyo Paniagua

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En el marco de la FUL 2015, la Universidad Autónoma Metropolitana recibirá el premio al “Mérito Editorial Universitario” que otorga por primera ocasión la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo para reconocer el trabajo editorial de las universidades.

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7 de julio, 18:00 hrs. Auditorio Pedro Ramírez Vázquez, Rectoría General de la UAM

Miércoles 26 de agosto, 14:00 hrs. Auditorio “Josefina García Quintanar” del Polideportivo “Carlos Martínez Balmori”. Ciudad del Conocimiento, carretera Pachuca-Tulancingo km. 4.5, colonia Carboneras, Mineral de la Reforma, Hidalgo.


editorial

Casa del tiempo cumple 35 años. Como tantos proyectos editoriales universitarios, nuestra revista ha pasado por varias épocas. Fue concebida y fundada por Carlos Montemayor en 1980 y se inició bajo el impulso que trajo consigo la creación de la Universidad Autónoma Metropolitana. Al mando de un reducido equipo de trabajo, Monte-­ mayor concibió una publicación que atendiera de manera original las tendencias y las vanguardias, las obras y los personajes más importantes del país y del extranjero, todo aquello que debe tener cabida en la memoria universitaria. Literatura, artes visuales, artes escénicas, cine, filosofía, historia, antropología… Nada le ha sido ajeno, ayer y hoy. En su época v, iniciada hace casi dos años, Casa del tiempo ha dado un giro para abrirse a un abanico de posibilidades, tanto gráficas como temáticas, a fin de lograr un balance en su diversidad, base de toda institución pública de educación superior. En consonancia con ese vasto horizonte, sus páginas se involucran —número tras número— en temas y puntos de vista heterogéneos, alternativos, críticos, lejos de la indiferencia o la complacencia. El rasgo que la distingue, en el sentido más amplio de la expresión, es la búsqueda. Hacer una revista cultural universitaria requiere de un renovado equipo de articulistas, ilustradores, fotógrafos, editores y diseñadores. A lo largo del tiempo se han afanado en ofrecer lo mejor de sí para entregar una publicación atractiva y cercana al lector. Deseamos que nuestra revista sea leída con el mismo placer con el que se escribe y se edita. El espíritu que Carlos Montemayor le imprimió desde su fundación se mantiene y se renueva mes con mes. (WB)


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiv, época v, vol. ii, núm 18-19 • julio-agosto 2015. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Diseño de portada: Francisco López López diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López, Director de Publicaciones y Promoción Editorial, Coordinación General de Difusión, Rectoría General, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2o piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Del. Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Dirección de Tecnologías de la Información, Ing. Jorge Ordaz Ortiz, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387. Fecha de última modificación: 29 de junio de 2015. Tamaño de archivo: 4.1 MB Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Tres segundos, 3 Haydeé Salmones

profanos y grafiteros ¿De dónde sacaría yo a los escritores más importantes del mundo?, 6 Humberto Guzmán Los rostros de la casa, 9 Gonzalo Soltero Mi tiempo en Casa del tiempo, 12 Xavier Quirarte Casa del tiempo en la década de 1980, 15 Ernestina Loyo

ménades y meninas Corte de caja, 23 Jorge Vázquez Ángeles

antes y después del Hubble Rafael Solana. Un oficio que no cesa, 28 Mario Saavedra Érase un tópico en filosofía: la lógica dialéctica, 32 Walter Beller Raúl Rodríguez Cetina o la novela de uno mismo, 35 Carlos Martín Briceño Tres tristes tigres: Cincuenta años por los vericuetos del lenguaje, 38 Moisés Elías Fuentes No le pongas mi nombre para que no sea como yo, 42 Jesús Vicente García De oficio impostor, 46 Ramón Castillo Textículos refrangibles, 50 Jaime Augusto Shelley Declaración de ausencia y presunción de muerte, 53 Paul Jaubert

armario Colón y el castellano, 56 Andrés Henestrosa

intervenciones, 59 Mateo Pizarro

francotiradores Para curar la hermesis. ¡Cavernícolas! de Héctor Libertella, 60 Alfonso Macedo El gigante enterrado, de Kazuo Ishiguro. Una historia del medievo en que vivimos, 63 Gerardo Piña La conquista del instante. Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo de Nadia Escalante Andrade, 66 Héctor Antonio Sánchez La cadena invisible. Flujo tenso y servidumbre voluntaria de Jean-Pierre Durand, 69 José Antonio González de León

colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Érszebet, la bañista de la tina púrpura Silvia Peláez Calibán sobre Miranda. Entrevista con Silvia Peláez, dramaturga Jesús Francisco Conde de Arriaga


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Tres segundos HaydeĂŠ Salmones

la _________2 de _________9 _________15 el _________29 a _________25 en la _________12 el _________20 de _________6 _________18 un _________19 la _________53 para _________30 en el _________37 el _________34 de _________43 por _________5 la _________38 _________47 de la _________50 de un _________11 el _________13 _________40 sobre el _________24 el _________8 del _________1 para _________7 un _________51 _________52 el _________48 _________39 _________33 por los _________35 _________17 lo que le _________44 a un _________46 el _________49 de un _________4 en el _________45 una _________27 en _________42 para los _________41 _________32 de que la _________10 nos _________31 _________14 con _________28 _________23 un _________21 y _________36 el _________16 de los _________22

(Fuente3: Google26)

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Horizontales 4. Estela de materia incandescente que deja detrás de sí un meteoroide al atravesar la atmósfera. 9. Nombre y apellido del jugador de futbol nacido en Costa de Marfil el 25 de septiembre 1983; juega como delantero en el Cizrespor. 11. Cachorro humano. 12. Competencia internacional de ciclismo de ruta que se disputa en España. 13. Técnica japonesa que consiste en aplicar presión con los dedos y las palmas de las manos sobre determinados puntos del cuerpo. 15. Quitarle o hurtarle a alguien lo que era suyo. 18. Canjeando, renovando, mudando: quitando una cosa para poner otra. 20. En ciertos deportes, cada uno de los grupos que se disputan el triunfo. 21. Funda fina y elástica para cubrir el pene durante el coito a fin de evitar la fecundación o el contagio de enfermedades. 25. Apellido del ciclista de ruta italiano nacido el 14 de noviembre de 1984, apodado “El Tiburón del Estrecho”; es uno de los seis ciclistas que han ganado las tres Grandes Vueltas. 27. Baya o grano más o menos redondo y jugoso, fruto de la vid, que forma racimos. 29. Posición de líder en una competición. 31. Evite, estorbe, dificulte, obstaculice, detenga, imposibilite la ejecución de algo. 34. En matemáticas y estadística, la media que se obtiene al sumar todos los valores de un conjunto y luego dividirlo por la cantidad de números usados. 35. Recién hechos o fabricados. Que se ven por primera vez. 36. Experimentar, disfrutar, conseguir, alcanzar, gozar, disfrutar algo. 37. Vehículo, automóvil, auto. 39. Perteneciente o relativo al corazón. 41. Naturales de España. 43. Roturas de un hueso. 46. Luna nueva o interlunio; fase de la luna en la que, por la conjunción del sol con la luna, la cara iluminada de ésta no se ve. 47. Perteneciente o relativo a todo el mundo. 49. Luz muy clara que arroja o despide el sol u otro cuerpo luminoso; brillo. 50. Proceso de fallecimiento; cesación o término de la vida. 51. Conjunto de células similares. 52. Perteneciente o relativo al cáncer. 53. Descuido, despiste, lapsus; acción y efecto de distraer.

Verticales 1. Bisturí inteligente que detecta tejidos cancerígenos. 2. En futbol, cartón usado por el árbitro para indicar que un jugador ha sido expulsado. 3. Material que sirve de información a un investigador (o de inspiración a un autor). 5. Fragilidad de los huesos producida por una menor cantidad de sus componentes minerales, lo que disminuye su densidad. 6. Equipo inglés de Fórmula 1 que corre desde 2012, propiedad de Genii Capital. 7. Descubrir la existencia de algo que no era patente o que no puede ser observado directamente; captar, percibir. 8. En medicina, examen cualitativo y cuantitativo de ciertos componentes o sustancias del organismo según métodos especializados, con un fin diagnóstico. 10. Estado de agitación, nerviosismo, inquietud, temor o angustia. 14. Dicho de una persona: comunicarse con otra u otras por medio de palabras. 16. Que es inferior a otra cosa en cantidad, intensidad o calidad; menos importante con relación a algo del mismo género. 17. Aparatos que aplican descargas eléctricas para restablecer el ritmo cardiaco normal. 19. Pieza de caucho, con cámara de aire o sin ella, que se monta sobre la llanta de una rueda. Americanismo: llanta. 22. Culminaciones del placer sexual; contracciones musculares rítmicas en la región pélvica. 23. Destapar; despegar o romper por alguna parte una cubierta para sacar lo que contiene. 24. Torso; parte del cuerpo humano que se extiende desde el cuello hasta el vientre. 26. Buscador o motor de búsqueda que facilita encontrar información en internet. 28. Designa a una persona sin indicación de género ni de número; antónimo de nadie. 30. Matarse por efecto de un choque violento contra una superficie dura. 32. Adverbio que denota prioridad de tiempo en oposición a después. 33. En medicina, que es determinado o evaluado mediante el examen de sus signos. 38. Rama de la matemática; conjunto de datos numéricos para obtener inferencias basadas en el cálculo de probabilidades. 40. Suministrado, administrado, colocado, puesto. 42. Celebración para conmemorar el año que inicia. 44. Que excede, supera, sobrepasa. 45. Esfera aparente, azul y diáfana, que rodea la Tierra; atmósfera. 48. Cadencia, compás, regularidad.

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profanos y grafiteros

¿De dónde sacaría yo a los escritores más importantes del mundo? Humberto Guzmán

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Nunca es tarde para recordar. Mi experiencia vivida en la Universidad Autónoma Metropolitana fue una aportación de Carlos Montemayor. En 1979, éramos vecinos en la Colonia del Valle cuando me invitó a colaborar en Extensión Universitaria de la Unidad Azcapotzalco, de la que era coordinador. Allí me encontraría con Bernardo Ruiz, Miguel Ángel Flores, Humberto Martínez, Vladimiro Rivas, Jorge Ruiz Dueñas y otros, como José Francisco Ruiz Massieu. Alguna vez Carlos me comentó que le gustaría tener una revista para acogernos en ella. Él tenía un cierto don que hacía que sus deseos se cumplieran. Al contrario de mí que, nunca me lo creen, tiendo más bien hacia la timidez. Y aquel deseo también se lo concedió su lámpara de Aladino. La revista se llamó Casa del tiempo, juego de espejos con el lema de la uam: “Casa abierta al tiempo”. No fue —como lo insinuó aquella vez— una revista quizás del estilo de las de Octavio Paz, en la que éste era la cabeza y escribían sus amigos de México y del extranjero, que tenía muchos de calidad. No debía serlo, porque era un órgano de una universidad. Pese a esto, en los números que recuerdo de memoria de la revista la presencia de los profesores de la entonces nueva universidad era discreta, como también lo fue mi participación. Publiqué algunas reseñas de libros (como El sinarquismo: ¿un fascismo mexicano?, de Jean Meyer, que Carlos dudaba que pudiera hacerlo, en el número 1, así como artículos sobre algunos escritores que me interesaban y un fragmento de mi antinovela Historia fingida de la disección de un cuerpo...). Pensaba que yo hubiera estado bien como parte del grupo de redacción de la revista para tener una actividad propia de mis intereses, que siempre han sido los de la escritura, pero ya me había dado a conocer como promotor de difusión, en la Unidad Azcapotzalco, y de actividades culturales, en la Dirección de Difusión Cultural de Rectoría General, en las eras de Carlos. Renuncié después de cada una de las dos veces que dijo adiós. Yo era de su equipo y no me llevaba bien con los que le siguieron. Pero esta clase de desplantes casi nunca funcionan como uno espera y en la última dejé a una universidad que ya empezaba a sentir parte de ella. En 1982 hizo mutis Manuel Núñez Nava, que era el jefe de redacción de Casa del tiempo. Él y Carlos se habían tratado en Difusión de la unam, en los años de Hugo Gutiérrez Vega. Así que Núñez fue su editor estrella, como él mismo se decía: “el editor de los éxitos”. Carlos me pidió que ocupara el puesto. Fue tan de repente que me desestabilizó. Me sentía cómodo en actividades culturales. Antes, Carlos había confiado en mí para lanzar el Premio Nacional de la Danza, en convenio con el fonapas, que tuvo bastante éxito y, creo, tiene hasta la fecha. Me incorporé a la revista, no sin trabas, porque ya estaba organizada con un grupo de redacción. Era yo el que tenía que adaptarse y no ellos a mí. Así conocí a Alberto Vital. De cualquier manera fungí como jefe de redacción de Casa del tiempo va­rios números. Por otro lado, al principio me imaginé que yo tenía que conseguir a los escritores y pensé de nuevo en Octavio Paz y en su revista Plural. ¿De dónde sacaría yo a los escritores más importantes del mundo? Tan inseguro me sentí. Del número 17-18 al 26 (en 1982), si no me equivoco, aparezco con esa responsabilidad.

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Una vez Ruiz Dueñas me dijo que la revista pare­cía “el club de los elogios mutuos”. Tal vez no le faltaba razón. Los nombres de los que trabajábamos en ella se repetían; aunque aparecían también otros escritores que no eran de la uam. Al asumirme como parte de la revista traté de mantenerme un tanto fuera del índice, pero no sé si se notó. Recuerdo que, a propósito del Premio Nacional de la Danza, cuando lo ganó Cristina Gallegos, aplicado, le hice una entrevista para Casa del tiempo. Le hice preguntas diversas, no solo de la coreografía premiada, sino de su trayectoria y puntos de vista. Después que se publicó me telefoneó, para mi sorpresa, hecha un mar de lágrimas, no podía ni hablar. Incluí en la entrevista que ella había dicho que los bailarines mexicanos no eran muy “profesionales” (no es exacta la cita, es de memoria) y el mundo de la danza, como cualquier otro, es sensible a este tipo de declaraciones. No tardaron en comunicarse con ella para reclamarle —para mí fue sólo una opinión y, periodísticamente, así eran las interesantes—. Le ofrecí una disculpa, pero ya estaba publicado. No se me ocurrió cómo podríamos corregirlo, una aclaración, pero ¿en qué tono?, ni manera de que yo dijera que lo había inventado. Allí perdí la amistad de Cristina. Bernardo Ruiz, actual subdirector de Casa del tiempo, se integró a Difusión Cultural en la parte que él ha desarrollado con mayor intensidad, que es la editorial. Tuvo la gentileza de publicar una reedición de mi primera novela, El sótano blanco, en 1984, con una introducción suya. En 1998, cuando fue el director, aceptó coeditar con Aldus la única novela de terror so­ brenatural que he escrito, La caricia del mal. Por cierto, no conozco otra de este género en México.

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Me ocurre que al escribir sobre Casa del tiempo me viene todo mi paso por esta Universidad. Adivino que aquella fue un logro de Carlos Montemayor, con el acuerdo de Ruiz Dueñas y Sergio Reyes Luján, secretario general y Rector General de la Universidad, respectivamente. Carlos debió de haberla propuesto, como proponía otros proyectos. Cierto día, recibió la uam una invitación de tipo cultural, universitaria (supusimos), de Cuba. No pudo asistir por algún motivo. Entonces me llamó, solemne, como era su estilo, y me dijo que yo iría, con varias propuestas editoriales para Casa de las Américas. Incluía un número de Casa del tiempo dedicado a la nueva li­teratura de esa bullanguera isla, con la condición de que nos dedicaran otro de su revista para la literatura mexicana reciente, que ahí sí íbamos a ser nosotros; pero Carlos siempre incluía otros nombres, sobre todo si veía posibilidades de fortalecerse. Añadió, también, una propuesta de edición de libros. Habían invitado no sólo a la uam sino también a otras universidades píblicas de México. Éramos un numeroso contingente. Y allá fui. Escribir sobre ese viaje requeriría otro artículo, baste decir que el compromiso terminó y nunca vi, ni de lejos, a la gente de Casa de las Américas, a pesar de que desde mi arribo pregunté por ellos e insistí para que me llevaran a su sede. Sonreían y me decían que sí, pero no cuándo. En el “socialismo” no se puede uno mover libremente, como se sabe. Nos pusieron unos guías (resultaron viejos amigos de los de la unam, les llevaron sus botellitas de tequila e intercambiaban chanzas) y éstos nos condujeron adonde les habían instruido sus superiores, que era, ¿qué si no?, un recorrido por algunas instalaciones y lugares turísticos. Así que visitamos hoteles, ciertos lugares naturales y de diversión, incluido el célebre cabaret Tropicana. Bien, gracias. Querían que les mandáramos grupos de universitarios a gastar sus dólares, como una vulgar agencia de viajes, pero los encargados de Casa de las Américas brillaron por su ausencia. Ese proyecto no le salió a Carlos y juro que no fue por mi culpa.


s t r o o r s s de la o L Gonzalo S olte ro

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¿Cuántas horas albergan las habitaciones de Casa del tiempo? Horas de lectura, horas dedicadas a escribir sus contenidos, a su diseño y distribución. Las palabras que forman el título de la revista tienen el significado ideal como punto de partida para reflexionar y divagar un poco sobre estos 35 años: un tiempo cumplido, un tiempo para celebrar. Sí, un sustancial motivo de festejo tratándose de una publicación cultural, cuya especie parece al borde de la extinción. No está de más recordar el génesis del lema con que se identifica la Universidad Autónoma Metropolitana, que nombra también a la revista. “Casa abierta al tiempo” proviene de una frase en náhuatl —propuesta por Miguel León Portilla y adoptada oficialmente por el primer rector general de la uam, Pedro Ramírez Vázquez— que refiere: “hacia el tiempo con rostro”. Este origen resulta sumamente propicio para la memoria de mi relación con Casa del tiempo, donde tienen un lugar importante ciertas portadas, los temas de algunos números y la diagramación de sus interiores; pero en primer lugar aparecen las caras conocidas que asocio a la revista y la han hecho posible en ciertos momentos. Esos rostros no se presentan en medio de un limbo, sino en torno a un espacio muy concreto: la Galería Metropolitana en Medellín 28, colonia Roma, que fungió como domicilio primigenio de la entonces Dirección de Difusión Cultural. Un tiempo y lugar que ya no son. Esa colonia Roma se encuentra tan ajena en el tiempo que entonces era imposible conseguir un mezcal, las rentas eran baratas y nadie había oído hablar ni sospechaba lo que era un hípster. Las exposiciones de artes plásticas habitaban por algunos meses la planta baja, creando una isla casi etérea de contemplación estética. Alrededor todo era movimiento constante, con frecuencia rayando en la hiperactividad caótica. En los dos pisos superiores se hallaban las áreas encargadas de diversas actividades artísticas, su programación y difusión. Cruzando la calle se ubica (todavía) el centro de derechos humanos cencos, mientras que al lado había un estacionamiento, y entre éste y Difusión Cultural un puesto de hamburguesas al carbón que ahumaba nuestras tardes. El calor en verano era mitológico. Las oficinas superiores podrían convertirse en un laboratorio metropolitano de cambio climático: con media hora dentro, cualquier escéptico sobre el calentamiento global sale convencido del fenómeno. En este particular proscenio mi breve catálogo de rostros comenzaría, sin lugar a dudas, por el del maestro Bernardo Ruiz. Bernardo es el actual editor subdirector de Casa del tiempo, pero cuenta con el impresionante récord de estar, si no me fallan los cálculos, no en la primera ni en la segunda sino en su tercera ronda en el programa editorial de la uam. Gracias a él comencé a colaborar con la revista: mi primer texto fue sobre el laboratorio de realidad virtual de la Unidad Azcapotzalco de la uam que llevaba el sugerente nombre de “El Centro del Placer”. Los dominios digitales y las nuevas tecnologías, que entonces apenas se avistaban en el horizonte (estamos hablando de antes de que surgieran las cuentas gratuitas de correo electrónico), siempre han formado parte de los intereses de Bernardo, cuyo estilo se caracteriza

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por bautizar las secciones de la revista con nombres tan enigmáticos que hacen falta veinte años de lectura o un par de doctorados para poder comprenderlos. Poco después inicié una columna llamada primero “Redeando” y luego “Diez ventanas al ciberespacio”, que duró una buena temporada y reseñaba destinos en la red de redes, la cual comenzaba a tejerse lentamente. Al resto del equipo de esa etapa lo pude conocer mejor en mi paso por la Redacción de la revista: Teodoro Villegas, Mariana Bernárdez, Raúl Falcó, Martha Papadimitriou, Ernesto Lumbreras, Facundo Burgos, Cristina Dávila y Martín Aguilera Sanjuanero. En esa época de transferencia tanto de miembros del equipo como tecnológica recuerdo especialmente a Manuel Hérnandez, alias Brausen, quien fue el primero en digitalizar los contenidos de Casa del tiempo desde la pequeña oficina que compartíamos. Ahora que me asomo al sitio de la revista, veo que están los números de 1999 a la fecha. Es una buena porción de los 35 años que festejamos, son justamente los años posteriores a los que me refiero. Si recuerdo bien, Brausen digitalizó casi la totalidad de las dos décadas previas. Sería un proyecto tan atractivo como pertinente que se pudieran recuperar y poner en línea. En esta rememoración festiva, además de recordar a las personas y lugares que daban vida a Casa del tiempo, también es importante pensar el papel presente y la proyección a futuro que tiene como proyecto editorial y cultural. Quisiera recuperar dos conceptos que usó Raymond Williams para referirse a la cultura: proper and display. El primero tiene que ver con ese dominio auténtico de cultura donde esta se desenvuelve de forma natural y fluida, plena de significado. La segunda hace referencia al uso instrumental que se le da a la cultura como una vitrina para mostrar decorativamente algunos elementos que en la realidad cotidiana se tienen olvidados o marginados: por ejemplo, el uso de artesanía huichol o wixárika en el extranjero por parte de nuestras delegaciones diplomáticas, mientras que este grupo indígena carece de lo básico en nuestro país. George Yúdice ha llamado “performativo” a este uso ornamental de la cultura, que también puede

comprenderse como gesticulación a partir de la obra de Rodolfo Usigli. Semejante burbuja teórica en lo que hasta ahora discurría por el terreno de la nostalgia tiene que ver con que Casa del tiempo se ubica en el primer campo, manteniendo viva una tradición de discusión crítica y de géneros asfixiados por la hegemonía de las grandes industrias culturales sobre el mercado, cada vez más cercano a las pautas del mundo del espectáculo y el entretenimiento. Sin la intervención de las universidades públicas (y otras dependencias del Estado), ¿qué lugar habría para la poesía, el ensayo o el cuento? Géneros mayores de la literatura que nos acompañan desde los albores de la civilización en Gilgamesh, los textos de Montaigne o la tradición iberoamericana de historias breves, tan magnífica como cada vez menos leída. De ahí la vigencia e importancia que tiene Casa del tiempo en cada uno de sus números. Mencionaba al principio que los suplementos cul­ turales son una especie en vías de extinción. Para comprobarlo es suficiente revisar cualquier fin de semana los periódicos, donde durante décadas florecieron estas publicaciones: ahora han desaparecido casi por completo. Como menciona Gabriel Zaid, los hombres de letras construyeron la casa de los medios de comunicación desde el periodismo escrito. Hoy las letras y la cultura están arrinconadas en un cuarto de azotea de esa casa, y eso cuando no han sido lanzadas a la calle. El tránsito digital de este tipo de publicaciones (documentado en un número1 de Casa del tiempo que ayudé a coordinar) puede ser no necesariamente la panacea, pero sí al menos una vía de oxígeno. El tiempo dirá. A pesar de todas las dificultades que se enfrentan para que los ejemplares salgan a la luz, cada número mensual o bimestral de esta revista constituye un lo­gro cultural pleno de sentido. Y que no paren las prensas es, sin duda, motivo de celebración.

http://www.difusioncultural.uam.mx/casadeltiempo/62_63_v_dic_ ene_2013/index.html

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Mi tiempo en Casa del tiempo Xavier Quirarte

Quienes trabajamos en actividades de difusión cultural, en ocasiones olvidamos la fortuna que significa tener la oportunidad de desarrollar esta tarea y, además, cobrar por ello (lo que debiera ser la esencia de cualquier empleo: aprender, disfrutar y cobrar; aprender, disfrutar y cobrar…). Claro, muchas veces somos víctimas de la explotación, y si en varias ocasiones hemos trabajado gratis por causas nobles —y no tanto—, también terminamos por aceptar esos pagos miserables a los que les endilgan el adjetivo de simbólicos para que no suene tan mal. Nuestro trabajo ha sido vilipendiado y, en ocasiones, hasta ha alimentado los cestos de basura. Pero no nos quejemos: también suele ser reconocido y, en ocasiones, sin que haya sido nuestro propósito, ha pasado a formar parte de la historia de la cultura nacional. Así ha ocurrido con la revista Casa del tiempo, que se ubica en la gran tradición de las revistas culturales en México, especialmente aquellas editadas por instituciones educativas. Su acervo de 35 años refleja parte de la vida cultural del país desde las diversas ópticas que le han dado sus editores. Cuando Víctor Hugo Piña Williams me invitó a formar parte del equipo de Casa del tiempo en su “nueva época” —a principios de los noventa—, acepté el trabajo no porque pensara que contribuiría a escribir su nombre con letras de oro en el Partenón de las publicaciones culturales. No, simplemente ingresé como corrector de estilo y de pruebas porque Víctor Hugo era —y es— un buen amigo, al que había conocido cuando colaboraba con él en el suplemento El Día de los Jóvenes. Y, además, necesitaba el trabajo. Igualmente me atraía el hecho de que las oficinas de la revista estuvieran situadas en los límites de la colonia Roma, donde yo había vivido buena parte de mi vida. El edificio albergaba también a la Galería Metropolitana, donde, en 1988, invitado por mi hermano Vicente, había realizado una exposición efímera de fotografías basadas en la vida y obra de Ramón López Velarde en ocasión del bicentenario de su nacimiento. Los afectos también cuentan. Había trabajado antes en la burocracia suficientes años para conocer el ambiente sofocante que las cuestiones monetarias suelen ejercer sobre los mejores

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propósitos, sobre todo si son culturales. Por fortuna las directrices generales de la revista eran sugeridas por Cesarina Pérez Pría, directora de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana, una directora loca —en el mejor sentido del término—, temeraria, desafiante y que daba un gran margen de libertad. ¿Peleas? Las hubo, y bastantes, entre esta mujer de nombre de novela y Víctor Hugo, de apelativo de escritor célebre. Finalmente llegaban a un acuerdo amigable. Para Piña Williams resultó un desafío plantear la nueva época de Casa del tiempo: elegir columnistas y colaboradores, crear secciones y bautizarlas, impulsar innovaciones en el diseño sin alterar la tradición de la revista y, sobre todo, contar con un equipo de respondiera al reto de reinventarse mes con mes. Por sus portadas las conoceréis, podría decir sobre las revistas en las que participé —entre 1990 y 1991—, porque es el inicial signo distintivo de esta etapa. Aunque en ocasiones las propuestas de fotografía de Bernardo Arcos y de diseño por parte de Domingo Martínez parecían a punto de explotar por tantas libertades que se tomaban, luego de algunos ajustes terminaban en un saludable equilibrio entre la provocación y el buen gusto. En la alineación teníamos a Aurelio Major, un poeta de humor despiadado y un crítico feroz y devastador. Domingo Martínez, un diseñador cálido, como su nombre, un perfeccionista. Adela Iglesias, delirante como buena psicóloga y con una imaginación desbordada y desbordante que ahora aplica —espero— en sus terapias alternativas. Sara Galindo, cuyo mérito era frenar a Víctor Hugo cuando estaba a punto de desbarrar, además de dirigir la sección de reseñas de libros (que nunca fue de relleno, pues les daba un espacio generoso). Yo, un aspirante a periodista musical que había trabajado en el deporte universitario y el intercambio académico. Aunque dependíamos de la burocracia —y vaya que siempre había signos y personas que no dejaban de recordárnoslo—, los contenidos de la revista se decidían en este conciliábulo de seis personas y la complicidad de Cesarina. Tal vez porque no poníamos carteles con la frase Genios trabajando en la puerta o en una mesa de la hamburguesería Tom Boy, donde en ocasiones continuábamos las juntas, el trabajo era interrumpido —y enriquecido— por las visitas frecuentes de colaboradores, columnistas, escritores, artistas y uno que otro indeseable. De pronto aparecía Francisco Cervantes, poeta y traductor del portugués, deslizándose por las paredes como un Nosferatu que desafiaba la luz del día y no reparaba en nadie que no fuera Víctor Hugo. La sombra se desvanecía apenas llegaba Laura Emilio Pacheco, siempre sonriente, para entregar su columna —no había correo electrónico o no proliferaba, no recuerdo—. Hablo de ellos dos por ser los ejemplos extremos entre la sombra y la luz, alimento de cualquier rama del arte. Aunque el equipo en su mayoría provenía de las letras, en esta etapa se dio un equilibrio en el contenido de Casa del tiempo. Lo mismo se abordaba la literatura que las artes plásticas, la música, la danza, la caricatura y el cine, así como los trabajos de

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corte cultural que generaban algunos investigadores de la uam (aunque es muchas veces su tono académico era excesivamente formal). En un país en el que los poetas difícilmente encuentran quien acepte editar su obra en libro, la revista creó la colección de plaquettes Margen de Poesía. Se volvió uno de los proyectos más entrañables, buscado no sólo por los lectores, sino también por autores que querían ser incluidos en la serie. Alberto Blanco, Blanca Luz Pulido, José Kozer, Gloria Gervitz y Eduardo Milán fueron algunos de los poetas convocados. La sección de artes plásticas, al centro de la revista, era un dechado de imaginación no sólo por la obra presentada, sino por el diseño, que comulgaba con la propuesta de los artistas. Recuerdo, sobre todo, la que estuvo dedicada a mi amigo el pintor y músico Arturo Romero Ruiz, fallecido en 2009. Tanto le gustaba que solía pasar cotidianamente a comprar ejemplares que utilizaba como catálogos para promover sus exposiciones. Fue una etapa de aprendizaje en la que conviviendo con un grupo heterogéneo y cuestionador disfrutaba leer la prosa con sabor a tierra de don Andrés Henestrosa o los ensayos alucinados de Fernando Solana Olivares; las estampas amables de Laura Emilia o las reseñas incisivas de Aurelio, por mencionar algo. Además tenía ocasión de publicar algunas reseñas de música y otro tipo de artículos. En su autobiografía The Universal Tone. Bringing my Story to Light (Little Brown and Co., 2014), Carlos Santana refiere que en los inicios de su carrera, cuando conoció por primera vez a Miles Davis fue por teléfono. Cuando el trompetista —que era su gurú— le preguntó qué hacía, el guitarrista comentó que estaba grabando un disco. “¿Sí? ¿Y cómo va?”, inquirió Miles, a lo que Santana refirió: “Bueno, estamos aprendiendo. Aprendiendo y divirtiéndonos.” Eso me queda de Casa del tiempo: una temporada de aprendizaje y diversión en un ambiente, si se me permite decirlo, casero. Una casa, a fin de cuentas, es una construcción que cambia en cuanto sus moradores toman posesión de ella, adopta su personalidad, se humaniza. Ahora otros la habitan, pero agradezco haber tenido la oportunidad de casi vivir en la sede de la colonia Roma durante dos años. Tal vez no sea mucho, pero como el tiempo es relativo…


Casa del tiempo en la década de 1980 Ernestina Loyo

Desde que Carlos Montemayor, al frente de Difusión Cultural, animó la creación del departamento editorial tuve cercanía con este proyecto. El primer equipo editorial lo integraron Natalia Rojas, Blanca Luz Pulido, Manuel Núñez Nava, Bernardo Ruiz, Fernando Solana Olivares, Humberto Guzmán, José Martínez Torres y Alberto Vital; algunos de ellos han relatado sus recuerdos cálidos y amorosos que entretejen con el punto de quiebre de un sistema que se agotaba.

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Pronto salió el primer número de Casa del tiempo y poco después las colecciones Cultura Universitaria y Molinos de Viento; se creó el Primer Premio Nacional de Danza para promover la creación coreográfica contemporánea y apoyar a la danza mexicana. El cambio a Medellín 28 abrió espacio a la Galería Metropolitana para llevar a cabo presentaciones de libros y obras de teatro, conferencias, conciertos; fue inaugurada por el rector Fernando Salmerón, en septiembre de 1980, con una exposición homenaje a Rufino Tamayo. Medellín 28, donde siempre eras bienvenido y te podías cruzar con personajes del mundo cultural mexicanos y extranjeros —una casa que había sido acondicionada y que conservaba un cierto aire de intimidad familiar—, tenía todo al­rededor, bancos, farmacias, cantinas, tiendas, tienditas. En ocasiones algún autor o visitante prefería salir a tomar un café en un desaparecido lugar de hamburguesas que había al lado o pasear a la recién arreglada glorieta de Miravalle, en la que por esas fechas, 1980, colocaron la fuente de la Cibeles y unas cuantas bancas. En ese año José Luis Martínez recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de Lingüística y literatura; Jesús Gardea, el Villaurrutia por Septiembre y los otros días; Miguel Ángel Flores, el Aguascalientes de Poesía por Contrasuberna. Umberto Eco publicó El nombre de la rosa; Patricia Highsmith, El amigo americano; Reinaldo Arenas, El palacio de las blanquísimas mofetas; Ricardo Castillo, El pobrecito Señor X. La oruga; Ikram Antaki, Encuentro con Yasser Arafat. Aparecieron los discos [en vinil] Bicicleta de Charlie García (Serú Girán); Chica de ayer de Nacha Pop; Flesh and Blood de Roxy Music; River de Bruce Springsteen; Wild Planet de B-52’s; Esperanzas de Yuri, quien tenía 15 años, éste, su segundo disco, la lanzó a la fama en México y los países de América Latina. En su columna Miscelánea eléctrica. “Se fueron los ochenta”, José Xavier Návar (Casa del tiempo, 93) comenta: “Década de cambios, de nuevas tecnologías al servicio del rock mtv que trajo consigo el desarrollo del video como una nueva propues­ta de mirar […]; década de transición del disco al compact-disc y de la cinta de estudio convencional al dat; de los grandes conciertos a los megaconciertos. 1980:

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Asesinato, suicidio y sobredosis: muere John Lennon a manos de un psicópata; se suicida Ian Curtis de Joy Division; el Oso Bonham, bataquero de Led Zeppelin se va vía sobredosis alcohólica. The Clash graba London Calling (considerado, años más tarde, por Rolling Stone como el álbum de la década). 1981 Este año nutría las expectativas de nuestros porvenires. Las labores de Difusión Cultural se enriquecían, la Dirección y la Secretaría General, a cargo del maestro Jorge Ruiz Dueñas, impulsaron la formación de la Camerata de la Nueva España, que fundó y dirigió Daniel Catán y pronto se programaron conciertos. El catálogo de publicaciones crecía con libros de gran ca­lidad artística y literaria y Casa del tiempo albergaba las más diversas expresiones. Las actividades culturales prodigaban experiencias gozosas, una de ellas fue el Primer encuentro de poetas, que se realizó en Morelia y en el que los editores de Casa del tiempo vieron y escucharon a las élites mundiales de las letras de esa época, como Borges. José Xavier Návar comenta: “1981: mtv transmite puro y exclusivo rocanrol las 24 horas de día. Los metaleros como AC/DC, Van Halen y compañía amenazan con comerse un gran pedazo del pastel del rock. Muere Bob Marley y el reggae pierde a su más grande pilar”. 1982 Carlos Montemayor dejó la Dirección de Difusión Cultural. En el tiempo de su encargo impulsó un proyecto ambicioso en el que convergieron expresiones artísticas y culturales, universales, nacionales y regionales, lo clásico y lo moderno, artistas, actores, autores consagrados y jóvenes con talento; conformó un equipo creativo y talentoso en las diversas áreas de la Dirección de Difusión Cultural y estableció un modelo basado en la calidad. Evodio Escalante, crítico literario de amplia trayectoria tomó el relevo en la dirección e imprimió su sello personal a su labor. Desde entonces otros directores y directoras han dirigido Difusión Cultural, otros equipos editoriales y de colaboradores se han formado, se han diversificado y adaptado y adoptado

innovaciones tecnológicas, sellos personales, nuevas corrientes, pero se conserva ese modelo inicial. En la Galería Metropolitana se presentó la lectura dramatizada de Salón Calavera de Alejandro Aura, basada en una historia de un pirómano, sucedida en 1980, al que sacaron alcoholizado con sus amigos de un centro nocturno y reaccionó rociando con gasolina la entrada del lugar al que prendió fuego causando la muerte a varios trabajadores de la cocina. Bajaron los precios del petróleo y cayó el peso. Las noticias de la nota roja que parecía que sucedían solamente en “ciertos medios”, fueron manchando las ciudades y ensombreciendo poco a poco las sensaciones de bienestar. Aparecieron las primeras informacio­nes de un nuevo virus cuyo contagio es causa de muerte en poco tiempo, y afecta principalmente a los grupos minoritarios. El 19 de junio miles de personas llegaron hasta el Zócalo de la ciudad de México para expresar su apoyo al candidato del psum, Arnoldo Martínez Verdugo. Por primera vez, desde 1968, se realizaba una manifestación no oficial en esa plaza. Ese día los manifestantes, hombres y mujeres, llegaron caminando hasta el Zócalo con sus banderas rojas para ejercer sus derechos. 1983 Bajo la dirección de Evodio Escalante se rescataron títulos difíciles de encontrar, se tradujeron otros por primera vez y las colecciones Cultura Universitaria y Molinos de Viento siguieron creciendo. Además de cocinar mensualmente Casa del tiempo, el Departamento de Publicaciones se encargaba de la producción de publicaciones periódicas de las unidades de ese tiempo: Azcapotzalco, Iztapalapa y Xochimilco. Se montaron nueve exposiciones en la Galería Metropolitana, seis individuales y tres colectivas; de 43 artistas, entre éstos, Jazzamoart. Felipe Ehrenberg, Marisa Lara, Christa Cowrie, Maris Bustamante, Hersua. Ricardo Garibay publicó Par de Reyes; Paco Ignacio Taibo II, Algunas nubes; Salvador Elizondo, Camera lucida; Héctor Manjarrez, No todos los hombres son románticos; Doris Lessing, Diario de una buena vecina;

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Roald Dahl, Las brujas; Margaret Atwood, El huevo de Barba Azul. José Xavier Návar comenta: “1983: Año de David Bowie y ‘Let’s Dance’; los Talking Heads inventan un nuevo género, el Tecno-Tribal, con su ‘Speaking in Tongues’; Police realiza su obra más acabada, ‘Synchronicity’, y Michael Jackson se embolsa grandes cantidades de dinero por ‘Thriller’, ‘Beat It’ y ‘Billie Jean’”. En noviembre, murió Jorge Ibargüengoitia en un accidente de aviación en Madrid. Devota que soy de él (antes solo era admiradora), cada tanto releo sus libros y me deleito de seguir encontrando regalos en sus textos. 1984 Casa del tiempo llegó al número 34 y el catálogo de publicaciones, que sumaba 56 títulos en las colecciones Cultura Universitaria y Molinos de Viento, albergaba queridos libros secretos; dos de ellos, entre otros, son

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La señora Fönss y otros cuentos de Jens Peter Jacobsen, de quien Rilke decía que de él había “aprendido algo sobre la esencia de la creación…”, y Detente, sombra de María Elvira Bermúdez (Molinos de Viento 36), una escritora mexicana poco conocida que revalora con pasión y dedicación el género de las narraciones de misterio, tan en boga en estos tiempos, y que la uam ofreció a sus lectores. A finales del año, el grupo de editores que desde el inicio de la aventura editorial cuidó de que Casa del tiempo creciera como “un crisol ilustrado de la resistencia de las ideas, de las sensibilidades, de los objetos culturales y el lenguaje”, completó y cerró su círcu­lo en este libro que es Casa del tiempo. (Cita de Fernando Solana Olivares, núm. 35, vol. iii, época iv.) Surgió Rock 101, considerada por varias generaciones como la mejor estación de rock; tocaba música no comercial en inglés y en español; tenía espacios para


otros ritmos musicales; programas sobre otros temas como noticias, radioteatros, literatura, la comunidad gay y sus colaboradores se distinguían por sus amplios conocimientos de música, de literatura, de artes visuales, de historia, de cultura. No tocaban a Michael Jackson ni a Maná. Radio Educación transmitió la primera parte de la radionovela Palinuro de México, de Fernando del Paso; dirección de Edmundo Cepeda, guión de Paloma Villegas, música de Emilio Ebergenyi. En septiembre se fundó La Jornada por Carlos Payán, al grupo de periodistas que dejaron unomásuno, se unieron personalidades de diversas disciplinas en la labor de poner en circulación un nuevo medio. La Galería Pecanins y su café La Tecla dejaron la zona rosa y se instalaron en una agradable casa de la colonia Roma en la calle de Durango, a dos cuadras de Medellín.

José Javier Návar comenta: “1984: […] La generación mtv se aburre un poco de los videos, mientras muchos jóvenes comienzan a ponerle más atención a la radio, donde los rockeros se apoderan de las listas de popularidad y surgen éxitos como ‘Time after Time’ de Cindy Lauper, ‘Drive’ y ‘You might Think’ de The Cars, ‘Red, Red Wine’ de UB40, ‘Legs’ de ZZ Top, ‘Pink Houses’ de John Cougar Mellencap; Purple Rain y Born in the usa se vuelven álbumes imprescindibles”. Botellita de Jerez lanzó la canción “Alármala de tos”; Mecano presentó su disco Ya viene el sol; y las Flans impusieron entre jóvenes y niñas el “estilo Flans”, camisas fosforescentes y flecos parados. 1985 El nuevo grupo de editores, Christopher Domínguez al frente del Departamento Editorial, Javier Sicilia, en la Sección de Producción y Hugo Vargas, Alberto

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Schneider y yo como redactores, nos integramos a un proyecto establecido y, como lo he señalado, también heredamos un ambiente acogedor. La presentación del primer número de ese año registraba la hora del país y la hora literaria: “La crisis por la que atraviesa nuestro país no debe ser una crisis de la cultura mexicana. A las dificultades económicas no debe corresponder una quiebra o parálisis de las bellas artes y del pensamiento crítico. En esta entrega Casa del tiempo ha querido contribuir modestamente a la discusión democrática y sin exclusiones sobre el estado actual de la literatura mexicana”. Así, varios autores escriben sobre la poesía y los poetas de esos años; concuerdan en señalar las voces de Coral Bracho, Silvia Tomasa Rivera, José Luis Rivas, Luis Miguel Aguilar, Fabio Morábito, Antonio Deltoro, Alberto Blanco, Ricardo

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Castillo, Ricardo Yáñez; otro autor abarca un periodo de 30 años de poesía mexicana; un ensayo se refiere con humor a los estereotipos del crítico literario; otro a la literatura política, otro más al tema homosexual; hay un poema de David Huerta, considerado como uno de los poetas más cultos, y las columnas de la sección “El profano” completan este número doble de 112 páginas. Otro número de Casa del tiempo abordó el tema “México: tres años de gobierno, economía y política”. En uno de los ensayos al respecto, el analista Francisco Valdés comentaba: “Esta administración [de Miguel de la Madrid], empero, continúa su marcha a costa del in­­greso y de los recursos sociales de la mayoría de la población y en favor de la banca internacional y del grupo privilegiado que concentra cada vez más el ingre­so nacional. […] Las tendencias de desarrollo de la economía apuntan hacia un patrón de acumulación más salvaje y rapaz que sus versiones previas”. En las columnas de la sección “El profano”, José Jamón Enríquez escribe sobre la dramaturgia lorquiana; Amelia Vértiz sobre la vida de Cuesta; en “Hipócrita lector”, Galo Gómez Ogalde hace un recorrido de los varios libros traducidos y el más reciente, en ese tiempo, de Jean Baudrillard. Casa del tiempo costaba $150. Y los premios en efectivo del Sexto Premio Nacional de la Danza eran, para el primer y segundo lugar en coreografía $250 000 y $150 000 respectivamente, y cuatro premios de $50 000 cada uno para la mejor y el mejor ejecutante, el mejor diseño de escenografía o vestuario, y el mejor evento sonoro compuesto y realizado para coreografía. José Xavier Návar comenta: “1985: ‘Brothers in Arms’ se convierte en uno de los mejores álbumes de los Dire Straits; se realiza el concierto Live Aid, en el estadio de Wembley y en Filadelfia, entre muchas luminarias logra reunir a Led Zepellin, ocupando el lugar de Bonham, Phil Collins, el único artista que tocó en los dos escenarios el mismo día, gracias al Concorde, fletado exclusivamente para él y su banda; Bob Geldof, líder de los Boomtown Rats y organizador del Live Aid se vuelve célebre”.


1986 Después de cuatro años de dirigir Difusión Cultural, Evodio Escalante dejó el cargo en manos de Luis Hernández Palacios. El cambio de director se realizó en la Galería Metropolitana y en su intervención Evodio comentó: “[…] Hasta el momento la uam ha logrado mantener una frenética producción editorial tanto en libros como en revistas, los cuales ya ocupan un lugar dentro de las principales librerías, esto es un logro más pues como todos saben, el destino de los libros universitarios es quedarse en las bodegas. Aquí no sucede eso, nuestros libros están en la calle y son comenta­dos asiduamente por críticos, comentaristas y reseñistas que tienen a su cargo esta labor en los suplementos culturales y literarios. En Difusión Cultural de la uam nunca hemos producido un solo libro para abultar el informe de ningún rector general”. Casa del tiempo de marzo incluía un dossier de Gonzalo Rojas, que leí y releí. Este es el primer verso del poema “Qedeshím qedeshóth” / Mala suerte acostarse con fenicias, yo me acosté / con una en Cádiz bellísima / y no supe de mi horóscopo hasta / mucho después cuando el Mediterráneo me empezó a exigir / más y más oleaje, remando / hacia atrás llegué casi exhausto, a la / duodécima centuria: todo era blanco, las aves, el océano, el amanecer era blanco. […]. También un texto de Leonardo Sciascia titulado “Don Mariano Crescimanno”, traducido por David Huerta, en el que abre citando la historia de Borges, “Los teólogos”, y dice que ésta “se me quedó en la memoria como la más alta y perfecta parábola sobre el fanatismo” y es a este propósito y a la abolición del Santo Oficio que transcurre el texto. Una entrevista a Vicente Leñero por Alejandro Toledo; en la sección “El profano”, Alejandro Calvillo dedica su columna a la Organización Greenpeace y su Declaración de Interdependencia, y en la sección “Hipócrita lector”, Eduardo Vázquez escribe sobre Pedro Garfias y su Antología poética. Christopher deja la dirección de publicaciones y se une a La Orquesta, una nueva revista bimestral de letras, artes, y cultura crítica. En su lugar llega Jaime Turrent, quien permanece en el puesto durante un

tiempo; pronto también se va Javier y los cambios en la redacción se dan más seguido. El primero de julio en la ciudad de Chihuahua, don Luis H. Álvarez, junto con el empresario Francisco Villarreal y el doctor Víctor Manuel Oropeza iniciaron una huelga de hambre exigiendo al gobierno se abstuviera de meter las manos en la elección del día 6 del mismo mes, en la que el panista Francisco Barrio aspiraba a la gubernatura. En el desplegado que publicó un grupo de intelectuales pasada la elección denunciaron: “[…] los resultados electorales, 98% a favor del pri revelan una peligrosa obsesión por la unanimidad […] como para arrojar una duda razonable sobre la legalidad de todo el proceso”. Lo firmaron: Octavio Paz, Enrique Krauze, Gabriel Zaid, Lorenzo Meyer, Héctor Aguilar Camín, Huberto Bátis, Fernando Benítez, José Luis Cuevas, Juan García Ponce, Luis González y González, Hugo Hiriart, David Huerta, Teresa Lozada, Carlos Montemayor, Marco Antonio Montes de Oca, Elena Poniatowska, Ignacio Solares, Adalberto Villegas, Ramón Xirau e Isabel Turrent. 1987 Casa del tiempo de marzo-abril dedica un dossier a la poesía de Mark Strand, en traducción Elisa Ramírez; Hernán Lavín Cerda hace un recorrido a través de la obra de Jaime Sabines; Marjorie Agosti escribe sobre María Luisa Bombal y para describir la cosmogonía y magia de las narraciones de la escritora chilena, parte de Viña del Mar, su ciudad natal, y va rehaciendo su biografía. En la sección “Hipócrita lector”, Héctor Orestes Aguilar escribe sobre la obra del escritor rumano Panait Istrati, y José Homero sobre la poesía de Elías Nandino. El número de mayo-junio se dedica a la Mujer, política y cotidianidad; escribe Rosario Ibarra sobre las madres de hijos desaparecidos; Marta Lamas en entrevista habla sobre el Movimiento Feminista contemporáneo; hay un ensayo de Carlos Monsiváis sobre lo que él considera son las etapas del feminismo en México; el dossier sobre Manuel Bandeira y su poesía lo presenta Francisco Cervantes, su traductor, y se acompaña de tres artículos sobre el poeta.

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Casa del tiempo se publica bimestralmente y su costo es de $800. 1988 José María Espinasa se incorporó a Difusión Cultural como jefe de Publicaciones y echó a andar un programa editorial muy amplio que incluía la publicación de los ensayos de Tomás Segovia en tres tomos; la traducción y publicación de las obras completas de T.S. Eliot, el rescate y publicación de la obra de Francisco Tario, traducción y publicación de las Cartas de Abelardo y Eloísa; las Cartas a Clementina Otero de Gilberto Owen, entre otros. Además trazó un programa de coediciones con otras editoriales e instituciones. El número de enero de Casa del tiempo presenta un amplio dossier de literatura japonesa y en la sección “Hipócrita lector” hay textos de José Homero, Josué Ramírez, José María Espinasa y Otto-Raúl González.

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Casa del tiempo costaba $1 000. José Xavier Nava comenta: 1988: “Surgen nuevas voces de mujer: Toni Childs, Sinéad O’Connor, Suzanne Vega, Eddie Brickell y la más dramática de todas, ganadora de Grammys y con un ‘azotador look’ en el cabello: Tracy Chapman, con canciones emotivas y poderosas en su lírica” […]. Caifanes lanzó su disco Caifanes con la canción ‘Mátenme porque me muero’. 1989 El número de mayo-junio de Casa del tiempo contiene textos de y sobre escritores peruanos, y para la exposición de César Moro, pintor, en la Galería Metropolitana se elaboró un catálogo con textos de Fernando de Szyszlo, Ninfa Santos y las cartas que le envió a Emilio Adolfo Westphalen mientras estaba en México entre 1943 y 1948. A principios de año elementos del ejército detuvieron y encarcelaron a Joaquín Hernández Galicia “la Quina”, dirigente del sindicato de petroleros durante 28 años, por supuesta posesión de armas. La exposición del mam, En tiempos de la posmodernidad, se plasmó en la publicación del mismo nombre En tiempos de la posmodernidad, coedición de inah, Universidad Iberoamericana, Conaculta y Difusión Cultural de uam. José Xavier Návar comenta: “1989: Convertidos casi en sus propios abuelos, los Rolling Stones inician su gira histórica, que culmina en Atlantic City; Guns N’Roses acapara todos los honores metálicos habidos y por haber. […] Los ochenta se han ido pero han dejado su legado de transición: ¿Hacia dónde irán los grandes festivales de rock después del Live Aid, el US Festival y los grandes conciertos por Amnistía Internacional? […] ¿Cuántos de los viejos grupos de rock que regresaron con gran éxito en los ochenta se podrán sostener en los noventa? […] Vamos a esperar, siquiera el primer año de los noventa para ver qué pasa…”


Corte de caja

Ménades y Meninas

Jorge Vázquez Ángeles

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Fotografías: Alejandro Juárez, Getty Images y Jorge Vázquez Ángeles

Cuatro años y algunos meses es el tiempo máximo que he durado en un trabajo. Aunque gracias a mi empleo actual estoy por romper esa marca, llevo más tiempo publicando artículos sobre arquitectura en Casa del tiempo que dedicado a cualquier otra actividad remunerada, lo que quiere decir que mientras los editores de la revista no decidan prescindir de mis servicios, el récord se irá ampliando hasta, quizá, hacerse irrompible, como una versión de Marita Koch y los 400 metros planos.1 Aún conservo el correo que le envié a Bernardo Ruiz, un 17 de mayo de 2010. En breves líneas le cuento que me habían invitado a un congreso de escritores jóvenes —actividad que exterminó para siempre mis deseos por asistir a semejan­tes espectáculos—, y que si le hace falta un elemento no dude en llamarme porque “las cosas por acá están complicándose mucho”, en franca alusión a las desesperadas situaciones que viví durante mi incursión en el gobierno federal, sector cultura, que me curtieron para las malas épocas, los malos jefes y las malas mujeres. Tres días después, Bernardo me propuso escribir artículos y reseñas de arquitectura, algo que nunca había hecho, para Casa del tiempo, revista universitaria de los uameros a la que él había llegado recientemente. Además del dinero, publicar mensualmente me permitiría arrebatarle unas horas a la tediosa calma burocráti­ca, dedicando las horas muertas a la búsqueda de un tema y a la reflexión, recuperando, de paso, la disciplina de la escritura. Era una oportunidad única para meterme en cintura. Al ser un tránsfuga de una carrera que terminé en siete años (podría pensarse equivocadamente que aproveché el tiempo haciendo una maestría, y que este es otro récord digno de romperse, pero me tiene sin cuidado), era la primera

Marita Koch corrió los 400 metros planos en 47,60 segundos, en el Mundial de Atletismo celebrado en Canberra, el 6 de octubre de 1985. Se sospecha que debido al uso de sustancias prohibidas, Marita estableció este récord inalcanzable. 1

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vez en muchos años que me acercaba de nuevo a ese territorio en el que nunca estuve a gusto y del que, apenas pude, huí para siempre, dejando en el camino no sólo libros y materiales que poco a poco he tirado o regalado, sino amigos y relaciones de toda índole. Además del dinero, podría escribir sobre las obras que realmente me importaban, empleando el conocimiento que para bien o para mal adquirí durante mi larga estancia en la Universidad Iberoamericana y, también, criticaría abiertamente los edificios de las vacas sagradas de la arquitectura mexicana, sin correr el riesgo de topármelos en un coctel de la Sociedad de Arquitectos y que me negaran el saludo. Sería como ver los toros desde la barrera luego de una larga estancia en las tierras de esos ruedos, tras haber sufrido cornadas, banderillazos y uno que otro puyazo cuya cicatriz, cuando hace frío, aún palpita de dolor.

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Sin embargo, no comencé de inmediato a propinar patadas y zancadillas. Una de las intenciones de esos artículos era hablar sobre edificios que por el paso del tiempo, por desconocimiento o indiferencia, habían devenido parte del decorado de la ciudad, como acto­ res de reparto que no tienen nada que decir ni nada que hacer. El primer artículo tuvo buena estrella: fue publicado en la edición número 35, septiembre de 2010, y trató sobre el Edificio Ermita, ícono de Tacubaya. Una de las fotografías que Alejandro Juárez tomó del edificio se usó para la portada. No me podía quejar. Me trataron como rey. Para el siguiente número, a petición de Bernardo Ruiz, escribí sobre un juego de moda en esos años que funcionaba mediante Facebook: Mafia Wars —es el único artículo que no trata sobre arquitectura—. En el tercero hablé bien del nuevo edificio del Senado de la República, que también apareció en la portada, y cuyas virtudes urbanas se eclipsaron cuando, una vez ocupado, las lluvias pusieron al descubierto cientos de desperfectos, una que otra puerta de cristal se desprendió de sus bisagras y, por si fuera poco, los senadores

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descubrieron que sus flamantes camionetas no entraban en un estacionamiento diseñado para Mini Coopers. Este edificio y su crítica me animaron a ser más observador. Enrique Norten fue mi primera víctima: critiqué su intervención en el Museo del Chopo, que si bien creó una interesante galería continua, destruyó para siempre el eje de la nave de este templo del siglo xix hecho para adorar a las máquinas. Teodoro González de León y el muac fueron los siguientes en pasar al paredón y después, para regocijo de muchas personas, escribí sobre el Museo Soumaya de Fernando Romero. Por fortuna no me cortaron el teléfono ni aparecieron cobros indebidos en el recibo mensual. El ejercicio de la crítica deja un incomparable sabor a miel, pero me di cuenta que a los edificios nuevos hay que darles un tiempo para que se asienten, para que el sucio aire de la ciudad les quite resplandor. Comer cuando la comida aún está caliente no es una buena idea, y pasa lo mismo con la arquitectura. Hay que darle espacio para comprenderla mejor. Gracias a Casa del tiempo descubrí el enigma de las coladeras de Diego Rivera, y me metí hasta la azotea


del Condominio Insurgentes, una aventura sin igual. Las historias de la construcción de Ciudad Universitaria significaron una veta inagotable de anécdotas, intrigas y planes maléficos para quedarse con la autoría del proyecto, controversia que persiste al día de hoy. Figuras como Mario Pani, Carlos Obregón Santacilia, Enrique del Moral, Félix Candela, Juan O’Gorman o Carlos Lazo han aparecido en estos artículos que, por otra parte, me permitieron hacer mis primeras investigaciones en la hemeroteca de la Biblioteca Lerdo de Tejada y en el Archivo General de la Nación, a la búsqueda de pistas, detalles, datos reveladores, guiños de la historia, como cuando escribí sobre el cementerio inglés que estuvo en la esquina de San Cosme y la lateral del Circuito Interior, que en ese tramo se llama Melchor Ocampo. Como no soy historiador, así, sin más elementos que la libre asociación de ideas y una dosis cínica de deducción, concluí que la calle lleva ese nombre porque Ocampo estuvo enterrado ahí. Si las cuentas no me fallan, desde septiembre de 2010, Casa del tiempo ha publicado 46 artículos de mi autoría. Me he perdido algunas ediciones por no haber encontrado un tema, por haber olvidado la fecha de cierre o por falta de tiempo. En todos los casos, el trato ha sido ejemplar: desde los responsables de armar cada número, todos los meses, corrigiendo anacolutos y limpiando todo lo que haya que limpiar, hasta la persona que llega a casa y deja un sobre blanco con tres ejemplares dentro, uno de los cuales es propiedad de mi madre, quien no sólo lee mis historias, sino todo el contenido. Quiero pensar que estos textos no los escribe un arquitecto que sabe redactar, sino un escritor a quien le tocó la suerte de usar regla T, lápices y estilógrafos para dibujar planos y soñar con construir casas y edificios. Son textos que no dan lecciones de arquitectura; por el contrario, aspiran a mostrar las reflexiones de alguien a quien le importan más los porqué que los cómo, los sentimientos por encima de la técnica. Cuando Casa del tiempo cumplió 30 años se publicó “Edificio Ermita”. Ahora que celebra 35 me vuelvo a colar a la celebración.

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Rafael Solana

Un oficio que no cesa* Mario Saavedra 28 | casa del tiempo

Fotografía: autor anónimo, cnl-inba

Antes y después del Hubble


A la memoria de Luis G. Basurto

En su acepción más amplia y generosa, humanismo no puede ni debe entenderse como “altruismo” o “bondad”, como con ingenuidad suponen muchos, sino más bien como el hecho de verter todo esfuerzo de progreso y de desarrollo en bien de la humanidad, con el “Hombre” como centro motor, y el arte en sí mismo ha implicado, como bien escribió Gaston Bachelard, el más noble de los actos de progreso, de desarrollo y sobre todo de libertad. En el contexto de la literatura mexicana del siglo xx, Rafael Solana encarnó uno de esos escasos personajes que en nuestro país representaron dicho humanismo, en medio de un contexto de rampante agobio de la tecnocracia en el que la más acendrada especialización terminó por momificar al espíritu y al pensamiento, y en donde aquel ya lejano universo cultural renacentista que había dignificado al ser humano como centro mismo, gracias a la obra heroica y reveladora de personajes como Dante, Leonardo da Vinci, Cervantes y Erasmo, ha resultado ser una mera ilusión óptica y alimento de la desmemoria... Rafael Solana, hombre modesto —–no se puede adular una vida dedicada, en un mundo cada día más caótico y menos selectivo, a enaltecer las letras nacionales—–, opinó sobre el Premio Nacional de Lingüística y Literatura que se le otorgó en 1986: “Me lo dieron por la edad”. Puede que sea cierto, pero también había detrás una obra digna y sui géneris que lo respaldaba, una vida dedicada, desde su pubertad, a la lectura y la escritura incansables. Eran ya casi sesenta años los que aquel ser entonces septuagenario había dedicado a producir una obra de enormes alcances estilísticos, y en la cual se vislumbra además un acucioso y enciclopédico conocimiento de los clásicos. Aparte de constituir un placer inefable, según el mismo Solana, la literatura se convierte en oficio y en vicio irrefrenables, “para terminar uno por leer todo lo que le cae en sus manos”, a partir de unos ojos que fueron perdiendo su brillo a fuerza de pasarlos sobre el papel, en un ejemplo más de esa imagen tan borgeana del saber babilónico. Periodista —así se firmó siempre, y a mucho orgullo—, novelista, cuentista, poeta, dramaturgo y cronista de toros y de las demás artes —ya que siempre incluyó a la fiesta taurina entre éstas, por herencia de su padre, Rafael Solana, Verduguillo—, también fue un hombre de una calidez y una generosidad admirables, que siempre lo diferenciaron de aquellas llamadas “vacas sagradas” a quienes su extensa erudición y su relativo éxito alejan de toda humildad. Él dedicó su vida entera a aprender los oficios literario y periodístico, para después legarlos generosamente a otras generaciones, como un auténtico maestro, en la más amplia acepción de tan prostituido término.

Texto incluido en el libro Rafael Solana. Escribir o morir, reeditado por la Unidad Xochimilco de la uam y por la Universidad Veracruzana en el centenario del escritor veracruzano (1915-2015).

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Su segundo mote por oficio fue el de dramaturgo, género dentro del cual produjo una obra amplia y diversa, muchos de estos títulos traducidos a otras lenguas y representados en otros países, entre ellas: Debiera haber Obispas, considerada por los críticos co­mo la mejor y más exitosa de sus piezas, si bien él mismo prefirió siempre otras: Pudo haber sucedido en Verona, aleccionadora y divertida paráfrasis de la obra maestra de Shakespeare; La isla de oro; La pesca milagrosa; Cruzan como botellas alambradas, título tomado de un verso de Ramón López Velarde; su paráfrasis bíblica El arca de Noé; Lázaro ha vuelto, y entre sus últimas creaciones den­tro de este extenso bálsamo de vivificantes comedias de corte clásico, Son pláticas de familia —alegre y no menos sui géneris lectura del clásico de Zorrilla: Don Juan Tenorio, prodigio de fina versificación en el teatro moderno—, para terminar con su visionaria traslación goetheana Las cuitas del joven Vértiz. El teatro de Rafael Solana, según palabras de Luis G. Basurto, otro maestro de la dramaturgia nacional: “...enaltece, junto con los de Usigli y Villaurrutia, la escena mexicana contemporánea”. Sus obras rebosan un humor ágil y mordaz, como las de sus grandes maestros de formación —–a algunos les prologó nuevas ediciones y a otros los tradujo—–, entre quienes resulta posible reconocer a Juan Ruiz de Alarcón (obtuvo este el premio nacional que lleva este nombre, cumbre del teatro mexicano), Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Molière, Pirandello, etc. Como él mismo afirmó, el pesimismo únicamente lo atrapó en la juventud, por lo que sus comedias siempre termi­nan proyectando optimismo y esperanza, sin llegar a ser un teatro momificado y simplista, sino, por el contrario, vital y declaradamente comprometido con la dignidad humana. Sus novelas constituyen otro universo literario que si bien para muchos críticos resulta menos sólido que el de sus cuentos, en cambio recrea con maestría y enorme

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conocimiento de causa innumerables ambientes. El sol de octubre, publicada en 1959, y como homenaje en sus bodas de plata como escritor, matiza los diversos caracteres de una metrópoli tan compleja y tan vasta como la ciudad de México; en sus nítidos espejos se proyectan los tipos humanos más disímiles, en una jauría de malsa­ nas equivocaciones. Conforma, junto con La ciudad más transparente de Carlos Fuentes y Casi el paraíso de Luis Spota, la gran tríada de la narrativa citadina mexicana de los cincuenta. Otras más, como Bosque de estatuas, El palacio Maderna, La casa de la Santísima —–lujo de expresión que estructura una honda lección de humanidad—–, Las torres más altas, Juegos de invierno —–aquí se vislumbran una sorprendente gallardía y un enorme valor periodístico—–, refrendan tanto el fino olfato y la aguda capacidad de observación del narrador como la siempre discreta cultura enciclopédica del lector y el viajero incansables. Algunas más son de ambiente musical, como el de muchos de sus cuentos, y en otro terreno en el que Solana se movió con similares pasión y compromiso: Vientos del sur, que recrea el mundo de la ópera, otra de sus grandes pasiones. En sus cuentos, género en el que alcanzó gran brillantez estilística, logró un equilibrio maestro entre la forma y el contenido: “Los santos inocentes”, “La trompeta”, “Sansón y Dalila”, “La herencia” y “El oficleido”, este último considerado básico en el contexto del desarrollo de la narración corta en México. Éstos dan perfecta cuenta de una imaginación y una creatividad sorprendentes, además de un conocimiento y un uso maestros del lenguaje. Aquí estamos ante el artesano que construye sus personajes y tramas, los más de ellos tan insólitos en su naturaleza como admirables por cuanto consiguen penetrar en el interior del lector; pero también ante el fino relojero que ensambla las piezas con doctos conocimiento y habilidad, en el lugar y en el tiempo oportunos para que la máquina de la ficción se mueva sin ruidos, sin costura visible alguna.


El ensayista no desistió jamás en su oficio por ejercer la crítica certera y verdaderamente aleccionadora, constructiva, ya fuera literaria o sobre cualquiera otra de las tantas labores artísticas que abordó con tino y sabiduría: la música, la ópera, el cine, la plástica, la gastronomía, la tauromaquia, la rememoración del viajero sabio y sensible, en fin, con el talento y la agudeza de ese en sí mismo gran arte del ensayo que desde Montaigne alcanzó su mejor y más auténtica deno­minación de género independiente y autónomo. Sus ensayos son varios y diversos, y los temas que tratan (a partir de la música y la literatura la mayoría) lo son, también diversos: “Leyendo a Loti”, “Leyendo a Maugham”, “Leyendo a Queiroz,” sobre tres grandes polígrafos y maestros de la narración en sus respectivas lenguas, que Solana conoció y disfrutó a fondo: el francés, el inglés y el portugués; u “Oyendo a Verdi”, donde consigue transmitirnos su enorme y gozosa pasión por el mundo mágico de la ópera y en particular del gran genio musical y teatral de Le Roncole... su placer inefable ante las literaturas o la música sobre las cuales escribió, lo transmite, pero no únicamente en un impulso hedonista, sino además en el propio de quien fue un dotado maestro. Rafael Solana tuvo en el periodismo otra de sus ma­yores tribunas, que ejerció con no menos admirables maestría y vocación, en diversos géneros y múltiples es­pacios de los más importantes del país, donde hizo escuela y dejó una huella imborrable. Sin embargo, no he conocido escritor más orgulloso de cargar su estafeta de periodista, hecho ya lo suficientemente meritorio. Entre las muchas enseñanzas que legó a manos llenas a las nuevas generaciones, se encuentra su aguda conciencia de lo que representan los oficios literario y periodístico, que siempre asumió con talento y vocación. Memorable es aquella experiencia suya por él mismo contada sobre cómo cambió su postura ante la crítica, que ejerció desde muy joven y en diversos ámbitos de

la creación, incluida, por supuesto, la fiesta taurina: coincidencia o no, días después de la publicación de una severa crítica de José Cándido, como firmaba, en torno a la actuación de un joven novillero, este último se suicidó.... Su faceta poética es una de sus expresiones más íntimas, en la cual se traslucen con nitidez algunos de los valores más permanentes y determinantes en la obra del escritor. Fue sonetista de enormes vuelos, e hizo de esa estructura poética una de sus etapas más vivas, precisamente cuando fundó, junto con Octavio Paz y Efraín Huerta, la revista Taller, la generación más importante del siglo después de la de los Contemporáneos: Todo horror, toda muerte, todo grito, toda sombra y negror, toda demencia remontan mi tortura al infinito; en mi sangrante pecho no hay carencia de llaga o de puñal que haga exquisito más aun el incendio de su ausencia.

Rafael Solana fue artífice de una enérgica voz que se manifestó en los más diversos lenguajes, y como él mismo lo expresó en uno de sus últimos artículos de fondo escritos para la revista Siempre! —en la cual estuvo desde que la fundó don Pepe Pagés Llergo y hasta la muerte del escritor, acaecida en septiembre 1992—, fue leal y auténtico en sus convicciones, en su forma de creer en la amistad, en el cariño y la aceptación a los demás y hacia lo que éstos hacen. Su peculiar generosidad, ajena a las manidas apatías y envidias del medio —Luis G. Basurto, otro ejemplo de generosidad, hablaba de un “perpetuo canibalismo literario”—, representó una de sus banderas, por lo que contó siempre más amigos que enemigos; sus viajes, apegados a una sed por aprender y vivir, constituyeron el epílogo de sus lecturas, de las que todos los que a él nos acercamos también mucho aprendimos. La dicha de conocer, pero la superior de compartir.

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Érase un tópico en filosofía:

la lógica dialéctica Walter Beller

Eli de Gortari

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En la filosofía surgen determinados temas que adquieren actualidad en cierto momento, se convierten en objeto de múltiples disertaciones, cursos, textos y en ocasiones trascienden los muros académicos y se habla de ellos en otros ámbitos, como la novela o el cine. En los años sesenta del siglo pasado la cuestión de la lógica dialéctica acaparó la atención de filósofos y pensadores. Coincide con el desencanto que se observó en varias universidades en Europa y Estados Unidos respecto de la utilidad y aplicación de la lógica matemática en el dominio de las ciencias humanas o sociales; no obstante la lógica matemática ya había alcanzado sus mayores éxitos con el desarrollo de la informática, al dotarla de las bases algebraicas indispensables. Ante la fuerza y rigurosidad de los modelos de la lógica formal, académicos insatisfechos de varios países buscaron otros derroteros. Unos se afianzaron en la idea de que la argumentación en los ámbitos sociales se guiaba o bien por la retórica o bien por un conjunto de esquemas discursivos que dieron origen a la “lógica informal”. Un poco más tarde, asistimos a un desenvolvimiento impresionante de la retórica en todos los terrenos, y también al estudio de eso que se llama pensamiento crítico. Nadie negaba la necesidad de la lógica formal, fuera matemática o la tradicional aristotélica. Pero se cuestionaba si resultaba suficiente para dar cuenta de temas relativos al avance del conocimiento o si era el mejor instrumento para las estrategias de construcción de consensos sociales. Es decir, la lógica formal matemática resultaba demasiado rígida para ser empleada en la vida social y política. Posiblemente se añada a lo anterior el hecho de que el Círculo de Viena convirtió a la lógica matemática en el centro de la reflexión filosófica. Quienes rechazaban el positivismo lógico terminaron por rechazar las teorías formales. En abril de 1956, el ingeniero y doctor en filosofía Eli de Gortari sacó a la luz pública su Introducción a la lógica dialéctica (editada originalmente por el Fondo de Cultura Económica), la cual no sólo fue una novedad en México sino prácticamente en todo el mundo, al menos bajo el enfoque de la dialéctica materialista, concretamente marxista. En 1978, en la nota a la edición en la editorial Grijalbo, de Gortari escribió: este libro conserva su novedad original de ser, junto con la obra contemporánea de Béla Fogarasi, el primero en ofrecer un tratamiento sistemático de la lógica materialista, no solamente en México, sino en todos los países del mundo […] Por esta razón, esta obra nuestra fue también la primera Lógica Dialéctica que se publicó en ruso, al hacerse la edición soviética en 1959, traducida de la segunda del castellano.

Durante más de dos décadas, la lógica dialéctica y el nombre de Eli de Gortari a ella asociada ocuparon tanto los espacios académicos como los círculos de formación de cuadros políticos de izquierda. Así fue en México, y así fue en varios países de América Latina. Incluso, en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam se abrió un espacio para lógica dialéctica frente a la lógica expuesta por los filósofos analíticos.

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¿Qué es la lógica dialéctica? Se puede decir que, al menos en la versión que examinamos, no constituye un cuerpo teórico organizado y estructurado, como en la lógica matemática, ni tampoco una serie de estrategias discursivas para el desarrollo de argumentaciones, como lo es la Nueva Retórica o la lógica informal. Se trata en realidad de una serie de formulaciones filosóficas heterogéneas cuyos temas son “las contradicciones reales”, la inclusión de temas centrales como el tiempo y el cambio de los procesos. La lógica dialéctica nació como consigna ideológica y filosófica, pero nunca logró articular un cuerpo coherente y definido de tesis. A diferencia de la lógica formal, considerada como la disciplina que hace abstracción del desarrollo y las transformaciones de los procesos de la realidad, para concentrase exclusivamente en las modalidades del pensamiento correcto, la lógica dialéctica estudiaría: 1. el conocimiento en su totalidad, es decir, sería una guía para entender tanto los derroteros que sufre el pensamiento como los caminos diversos para alcanzar el saber que “refleja” la realidad concreta; sería así una especie de teoría del co­ nocimiento “dinámica”; 2. la determinación del desenvolvimiento de las “contradicciones objetivas” que se dan en los procesos naturales y sociales; sería así una suerte de ontología o teoría general de la realidad a la cual no escaparía ningún conocimiento. No se han propuesto reglas para el conocimiento y manejo de las “contradicciones objetivas”. De no ser por el peso ideológico que tuvo, ligada al marxismo

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soviético, la lógica dialéctica tendría que ser examinada como un conjunto abstruso de ideas y conceptos que se especificaron en la triada tesis-antítesis-síntesis, de tal manera que todo proceso se transformaría en su contrario y daría lugar a una superación de ambos opuestos, como lo pensó Federico Engels. La lógica dialéctica se convirtió en un tópico filosófico como una suerte de subproducto ideológico den­ tro de la Guerra Fría, sostenida desde el ángulo de los países del Este antes de la caída del Muro de Berlín. La urss abandonó el interés y la lógica dialéctica fue paulatinamente desapareciendo de las aulas universitarias. En México, las obras de De Gortari adquirieron un sesgo pedagógico demasiado complejo como para que los profesores del nivel medio superior pudiesen armar programas didácticos más o menos manejables. Poco a poco, la lógica dialéctica se diluyó pues Eli de Gortari no logró crear un grupo de seguidores y continuadores. Sin embargo, subsisten una serie de problemas que en las últimas décadas se decantan por otras modalida­des de la lógica matemática, en particular por los sistemas de las lógicas paraconsistentes. Estos sistemas incluyen “algunas” contradicciones (no todo es contradicción) y formulan deducciones válidas en términos formales, como se hace en la lógica matemática. ¿Son estas lógicas una forma de lógica dialéctica? Quienes las formulan piensan que sí, porque se trata de enclavarse en una tradición que se remonta a Platón. En sentido es­tricto, éstas y la lógica dialéctica no tienen realmente elementos comunes. Son un replanteamiento de algunos problemas que la dialéctica dejó pendientes. Lo que confirma que los temas en filosofía no se resuelven sino se disuelven en otros.


Raúl Rodríguez Cetina o la novela de uno mismo

Fotografía: autor anónimo, cnl-inba

Carlos Martín Briceño

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A Raúl Rodríguez Cetina lo conocí hace catorce años, en septiembre de 2001, cuando vino a Mérida a recibir el Premio Antonio Mediz Bolio, distinción que acostumbra entregar eventualmente el estado a un autor nacido en Yucatán, cuya obra hubiere trascendido las fronteras de la península. En aquel tiempo yo apenas comenzaba a acercarme formalmente al mundo de las letras y lo único que había logrado publicar era una plaquette con unos atisbos de cuentos (que dicho sea de paso espero no quede viva ninguna), y no perdía la oportunidad de escuchar, de viva voz, las disertaciones o pláticas de los narradores importantes que, eventualmente, venían a la Ciudad Blanca. Por eso, cuando se anunció el laudo que aseguró la presencia de Rodríguez Cetina, no dudé en acudir a conocerlo a la ceremonia de premiación. Recuerdo bien la imagen de Raúl aquella noche de otoño: peque­ ño, sonriente, el cabello revuelto, la camisa colorida que contrastaba con las albas guayaberas almidonadas de sus anfitriones. No olvido su emoción genuina al escuchar sentado, en primera fila, las melodías yuca­ tecas que la Orquesta Típica Yukalpetén ejecutaba en su honor, y luego, su nerviosismo al momento de pronunciar su discurso de agradecimiento, de pie, en aquella tarima colocada en medio del patio arbolado del edificio porfiriano que albergaba el Centro Esta­tal de Bellas Artes. Aquel premio, cuya candidatura había sido propuesta por el Centro Yucateco de Escritores, causó cierto malestar en algunos sectores conservadores del mundo literario yucateco, pues el recipiendario, no obstante haber publicado ya en la capital siete novelas y un libro de cuentos, a decir de algunos, no era un autor “correcto”, lo que sea que esto signifique. Confieso que, hasta ese momento, desconocía la obra de Raúl, pues no había leído más que las crónicas y artículos periodísticos que publicaba con

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regularidad en El Universal y eventualmente en el Por Esto! Sin embargo, por su amena forma de narrar, sobre todo cuando escribía sobre la vida de grandes mujeres, siempre imaginé que al leer sus novelas, más allá de cualquier comentario tendencioso, me encontraría con una obra fresca y fluida, de esas que, una vez que empiezas, te obliga a permanecer pegado al libro hasta terminarlo. No me equivoqué. Esa misma noche, luego de la ceremonia, algunos amigos y yo invitamos a Raúl a festejar su galardón al legendario restaurante Luigis. Y fue allí mismo, luego de una cena que incluyó varias botellas de vino, donde me obsequió su novela más reciente, Ya viví, ahora qué hago, la que sería, a la postre, la penúltima. A mis años, procuro no fijarme en las arrugas de los ojos, son el reflejo de mi interior devastado por treinta y ocho años de inestabilidad. Tengo la certeza de que un esperma intoxicado me condenó a la depresión. A los siete años lloré junto a un árbol por sentirme abandonado. Las líneas de los ojos se ensañaron con mis ojos antes de la juventud, de los libros y el alcohol. A los diecisiete me sentía acabado, sucio, me atormentaba haber conocido el sexo por medio de la prostitución.

Así, en primera persona, como todo el resto de su obra, con esa contundencia y sinceridad apabullantes, sin retóricas y con una marcada economía de palabras, daba inicio aquella novela que, ya en casa, me mantuvo en vilo, con las luces encendidas hasta muy tarde. ¿Quién era este yucateco que se atrevía a contar su vida mediante sus libros y que, además, refrendaba este hecho en algunas entrevistas? Esa madrugada, al terminar la lectura de Ya viví, ahora qué hago, comprendí por qué sus trabajos incomodaban a algunos. Raúl no se andaba por las ramas. Con un estilo franco, directo, hablaba de violación, bisexualismo, soledad, depresión y alcoholismo, flagelos que aquejaban constantemente al personaje principal


de la novela, álter ego del autor. Por si no fuera suficiente, en las páginas de aquel libro (luego supe que en todos los demás también), Raúl retrataba un México que a muchos disgustaba, un país signado por las frustraciones, la ignorancia de la clase política y una riqueza pésimamente distribuida; un México gris, sin ninguna esperanza para sus habitantes, y mucho menos para aquel que, como el protagonista principal, insistía en dedicarse a las letras. Narvely, Remí, Dámet, Julién, Humberto y Raúl…, conforme fui adentrándome en el resto de la obra de mi compatriota, me di cuenta que, aunque se trataba del mismo personaje, quizá en un intento por jugar con sus lectores, Raúl le cambiaba el nombre al protagonista; pero lo que nunca cambiaba eran sus obsesiones y traumas, las de un alcohólico bisexual que había llegado a los veinte años a la ciudad de México a tratar de hacer una nueva vida y convertirse en escri­tor porque había sido abandonado durante su infancia por sus padres en casa de un tía, y más tarde, abusado por un desconocido . Con este argumento base y un estilo diáfano, casi confesionario, pleno de frases cortas y diálogos vivaces, que por momentos nos remite a las voces valientes de André Gide o Yukio Mishima, Rodríguez Cetina fue capaz de crear un trabajo intimista que mantiene el interés, sin importar que desde las primeras páginas de cada una de sus historias intuyamos nula esperanza en el destino del protagonista. Algo que vale la pena señalar, y que quizá no ha sido dicho con contundencia por la crítica especializada, es que Rodríguez Cetina, con El desconocido, su ópera prima, fue uno de los primeros escritores en explorar abiertamente la novela con temática gay en México. Se adelantó, incluso, a El vampiro de la colonia Roma, la emblemática obra literaria de Luis Zapata, que fue publicada en 1978, un año después que El Desconocido.

La vasta obra literaria de Raúl está signada por un pesimismo total y una sombría visión del mundo de un autor que no le importa exhibirse y que escribe con una actitud de permanente rebelión contra la sociedad mexicana moderna, que a pesar de contar entre sus filas a varios de los hombres más ricos del mundo, no ha sido capaz de proporcionar a la mitad de sus ciento veinte millones de habitantes las condiciones de vida indispensables para acabar con el flagelo de la pobreza. “No creo que mis personajes sorprendan a nadie en este tiempo, siento que hay una inocencia en mis personajes cuando transitan por la soledad urbana, cuando deciden el suicidio o viven la bisexualidad, la prostitución, el alcohol, las violaciones físicas y los atentados terroristas políticos. La desolación que sufren algunos de mis personajes tiene que ver con mi biografía”, dice Raúl Rodríguez en una entrevista. Pero sí, algunos de sus personajes, sobre todo en aquel septiembre de 2001, alcanzaron a escandalizar a algunos. Aunque no nos veíamos con frecuencia, solíamos hablar de vez en cuando por teléfono. Una semana antes de fallecer, me había marcado. Estaba eufórico, posiblemente con unas copas de más, feliz porque tenía en mente un nuevo libro. Cuando colgó, como siempre, me aconsejó nunca dejar de escribir, lo único que le daba fuerzas para seguir adelante. Sin duda, la obra de este novelista de la depresión por antonomasia, está destinada a ser reivindicada. Hago votos porque este acto represente el primero de muchos en memoria de un yucateco que tuvo el valor de anteponer la literatura por encima de todo, inclu­so de su propia vida.

Palabras pronunciadas por el autor durante el homenaje a Raúl Rodríguez Cetina durante la Feria Internacional del Libro de Yucatán 2015.

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Tres tristes tigres:

Guillermo Cabrera Infante. (Fotografía: Quim Llenas/Cover/Getty Images)

Cincuenta años por los vericuetos del lenguaje Moisés Elías Fuentes

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No escribo nada nuevo al apuntar que la década de 1960 fue de las etapas más prolíficas y lúcidas en la historia de la novela hispanoamericana. Pero, aun a sabien­ das de que no hay mayor novedad en lo antes dicho, es hoy por hoy necesarísimo traerlo a cuento y a cuentas, toda vez que varias de las grandes novelas escritas en aquellos años se han perdido de vista en la actualidad, reducidas a tótems venerables pero apartados, o empolvándose en los anaqueles de las bibliotecas universitarias y los archivos para especialistas. Para muestra, tres novelas publicadas en 1965: Farabeuf o la crónica de un instante, del mexicano Salvador Elizondo, El banquete de Severo Arcángelo, del argen­ tino Leopoldo Marechal, y Tres tristes tigres, del cubano Guillermo Cabrera Infante. Sorprendentes, imaginativas, a un mismo tiempo negaciones y afirmaciones de la novela y del oficio del novelista, las tres han recibido el aplauso general al parejo que la relegación, diplomática si se quiere, pero no menos relegación. El desafío que implica leer cualquiera de ellas no entusiasma los ánimos de lectores y críticos, sino que más bien incita su distanciamiento. No digo que estas novelas hayan sido olvidadas, sobre todo si se tienen a la vista las reediciones que han merecido, pero esto no soslaya el hecho de que las nuevas generaciones de escritores y lectores deberían abrevar sin resquemores en estos portentosos homenajes a la creación novelística y a la lengua española, lo que abriría nuevos afluentes en los que encontrar otras maneras de pronunciar el idioma, y por tanto, de vivirlo. Y es que pronunciar al idioma es vivirlo, y lo pronunciamos no sólo al hablarlo, sino también al pensarlo, escribirlo, leerlo, escucharlo. Este hecho lo comprendieron y experimentaron los novelistas de la América hispana y del Brasil a tal punto que el mapa iberoamericano alcanzó un carácter polifónico que ahondó y por mucho las exploraciones que realizaron en su momento modernistas y vanguardistas. Iberoamérica múltiple y única. En este ambiente de nuevas exploraciones y descubrimientos surgieron en Cuba cuatro autores que llegarían a ser las insignias indiscutibles del apocalipsis neobarroco que, apenas se entreveía, habría de aportar la isla a la literatura del Continen­te: José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante. Fue en La Habana de la década de 1940, en una Cuba que buscaba una vez más su identidad artística a la vez que su libertad política y social, que se inició en la literatura Cabrera Infante, recién emigrado de Gibara, donde nació el 29 de abril de 1929. Cinéfilo, se dedicó por años a la crónica de cine, como gustaba llamarla, la que compaginó a lo largo de su vida con la narrativa y el ensayo político. Hombre

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de espíritu y pensamiento rebeldes, el autor se mantuvo firme en la convicción de que el intelectual debía comprometerse con la crítica al poder y a quienes lo ostentan, pues dicha crítica es un ejercicio de libertad social y moral. Tal compromiso lo enfrentó a las autoridades culturales de la triunfante Revolución Cubana encabezada por Fidel Castro, razón por la que se exilió de la isla en 1965, estableciéndose en Inglaterra, curiosamente otra isla, donde se entregó de lleno a la literatura hasta su muerte, acaecida el 21 de febrero de 2005 en Londres. Dos obras en apariencia distintas y, sin embargo, estrechamente relacionadas y aun hermanadas, escribió Cabrera Infante antes de su exilio sin retorno: Un oficio del siglo XX y Tres tristes tigres. La primera, un libro en que reunió las críticas de cine que escribió su alter ego, G. Caín. La segunda, una novela en la que exploró el inframundo nocturno de La Habana inmediatamente anterior a la Revolución. En ambos, el pantagruélico afán de Cabrera Infante por subvertir la convención binaria del idioma: lengua oral y lengua escrita. Subversión, sí, porque en ambos libros el lenguaje literario pasa de la crítica cinematográfica y de la narrativa a la negación de tales discursos mediante recursos polifónicos y polisémicos, al extremo de que, en sus momentos más altos, es capaz de producir la sensación de afasia en los lectores, quienes, prácticamente sin advertirlo a las primeras de cambio, se descubren fascinados y desorientados ante los vericuetos idiomáticos por los que los hace andar el autor cubano. Realidad y literatura como dos formas de creación: si en principio G. Caín es el acrónimo de Guillermo Cabrera Infante, pronto se singulariza y se deslinda de su padre intelectual, para vivir una vida social que no coincide con la de Cabrera Infante, como queda patente en los diálogos que sostienen ambos, mezcla de sátira y de ejercicio de estilo, lúdica desacralización de la intelectualidad y sus ínfulas de rigor e infalibilidad. Del mismo modo, los Tres tristes tigres se inmergen por las calles y cabarets de La Habana prerrevolucionaria con el descarado propósito de dejar de ser ellos

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mismos, de transformarse según evoluciona la noche, o mejor dicho, según lo requieran los hechos, siguiendo sin cortapisas los pasos de ciertos insolentes que murmuraron algunas palabras al oído literario de Cabrera Infante, a saber: Oscar Wilde, James Joyce, Ramón Gómez de la Serna, Enrique Jardiel Poncela. Desde su entrada, Tres tristes tigres evidencia el deseo de transgredir el orden social e idiomático mediante el travestismo discursivo, con el entertainer que combina oraciones y frases en inglés y en español, hasta crear un bilingüismo artificioso en el que ninguno de los dos idiomas transmite algo ya no digamos inteligible, sino al menos perdurable en los oídos. Sin embar­go, ahí donde la labia del entertainer aparenta el fracaso, es donde triunfa, pues los lectores nos trasmutamos en espectadores del show, que en este caso es de palabras que estallan multicolores y que al instante se retuercen en cenizas ante nuestros ojos. Como el gentío que atiborra el night club, también nosotros nos emborrachamos de esa cháchara refulgente y efímera, deseosos de más noche, pero sobre todo de más desequilibrio: Showtime¡ Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Muy buenas noches, damas y caballeros, tengan todos ustedes. Good-evening, ladies gentlemen. Tropicana, el cabaret MÁS fabuloso del mundo… ‹‹Tropicana››, the most fabulous night-club in the WORLD… presenta… presents… su nuevo espectáculo… its new show… en el que artistas de fama continental… where performers of continental fame… se encargarán de transportarlos a ustedes al mundo maravilloso… They will take you all to the wonderful world… y extraordinario… of supernatural beauty… y hermoso… of the Tropics… El Trópico para ustedes queridos compatriotas… ¡El Trópico en Tropicana¡1

Desequilibrio he escrito y lo reitero, porque los personajes de esta aventura lingüístico-noctámbula se hallan permanentemente al filo de la navaja, acechados por lo

Cabrera Infante, Guillermo, Tres tristes tigres, Editorial Seix-Barral, Barcelona, 1967. De aquí en adelante las citas del libro provendrán de esta edición. 1


que, a falta de otro nombre mejor, llamamos realidad real, la que nos ciñe a nuestras limitaciones y a vidas definidas, que no definitorias, en la que debemos interpretar el papel de nosotros, por lo que recurrimos al travestismo del lenguaje, que por unas horas nos guarda de lo que somos y nos deja escarcear lo que quisiéramos ser, aunque nos arriesgamos a ser desnudados por nuestro disfraz, como ocurre a los errabundos de otra novela cumbre del neobarroco cubano, De donde son los cantantes, de Severo Sarduy. Utilizada en primera instancia para darnos a entender y para comprender a los demás, la lengua hablada deviene sin embargo un vericueto de contradicciones, redundancias, sinsentidos y sobreentendidos en el que sólo los iniciados pueden andar sin temor a extraviarse. Y es la por su naturaleza imprecisa que la lengua hablada que campea por las páginas de Tres tristes tigres, más insinuante cuanto más embozada, más provocadora cuanto más gazmoña, como se constata en el delicioso monólogo inicial de “Los debutantes”, primer capítulo de la novela: Entonces, cuando la vieja estaba dentro, ella sacaba la cabeza por un costado y miraba y entonces él se sacaba la cosa y ella empezaba a tocársela, a pasarle la mano y entonces acariciándola, se ponía a vigilar si la vieja venía o no venía, luego cogía y se levantaba del balance y se levantaba las faldas y se sentaba encima del hom­ bre y entonces ella se empezaba a mover y el hombre se empezaba a dar balance y de pronto ella saltaba y se colocaba en su asiento y él cruzaba la pierna, así, hacia allá, de manera que no se le viera nada, porque era que la vieja venía, y la vieja muy inocente salía a la ventana y miraba para la calle o para el cielo o hacía que miraba para la calle o para el cielo y volvía a entrar y ellos volvían a acariciarse ella tocándole la cosa al hombre y el hombre ahora manoseándola a ella […] 2

Para concursar por el premio Biblioteca Breve, el autor nombró a la novela Vistas del amanecer en el trópico, título que cambió en la primera edición, de 1965, por el de Tres tristes tigres. La censura franquista prohibió la edición de 1965, por lo que Cabrera Infante, en la edición de 1967, rehízo ciertos pasajes, lo que resultó una burla mayor a la moral pacata del Generalísimo y sus censores. Vistas del amanecer en el trópico sirvió al autor para un libro donde recorrió la

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Mediante la lengua hablada, la realidad real transgrede sus limitaciones sociales y sus mezquindades emocionales y se reviste de revuelta y actitud contestataria, ya por medio de la risa, ya por medio del erotismo. Risa y erotismo, recordemos, han sido históricamente reprimidos por las religiones, cuando éstas caen en los fundamentalismos, y por los estados dictatoriales, porque el humor y el erotismo nos hacen liberar secretos y secreciones, nos hacen secretar los otros que también somos; y la mejor vía que tienen el erotismo y la risa para expresarse es la oralidad, que es momentánea pero a la vez perdurable. Tres tristes tigres lleva a los extremos la bifurcación que separa la oralidad de la escritura en el mítico capítulo “La muerte de Trostky referida por varios escritores cubanos, años después —o antes”, donde la recreación de las prosas de José Lezama Lima, Lino Novás y Alejo Carpentier, entre otros, es el pretexto para desatar una apabullante sátira sobre las dificultades de la lengua es­crita para mantener su singularidad frente al habla. El discurso de cada autor complica aún más la diferenciación entre oralidad y escritura, de manera que el tema, la muerte de Trostky, se enreda, quedando sólo la carcajada de una intertextualidad burlona que muestra el secreto, la secreción final: la lengua, esa forma particular de comunicación de los seres humanos, no se reduce a la fórmula binaria de lengua hablada y lengua escrita, pues todos los días nos valemos de otras herramientas para completar el ciclo de entender y ser entendidos, y porque siempre necesitamos decir algo más, aquello que no se concreta con simples palabras. Ahí radica la vigencia de Tres tristes tigres, en la aventura de la lengua en busca de sus otros yo, de sus dobles y complementos, aventura que es la de nosotros, hombres y mujeres de todos los días, por renovarnos, por reinventarnos, pero más que todo, por reencontrarnos con los otros que sabemos que podríamos ser.

historia de Cuba, desde la llegada de los españoles a fines del siglo xv, hasta la Revolución de 1959.

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No le pongas mi nombre para

que no sea como yo

En los caldos de gallina Mi Jacalito —calle Ayuntamiento, enfrente de la xew—, Basilio, exasperado hasta la mé­dula, cuestiona las letras de las canciones de los años setenta: Leonardo Favio, Palito Ortega, Los Yonics, Los Ángeles Negros, Los Pasteles Verdes, Los Baby’s, Los Terrícolas, (éstos unos venezolanos que pegaron con tubo). Resulta que Vera, su mamá, tuvo un reencuentro con amigos de la secun­ daria, reventón al que Basilio asistió casi al final, antes fue con Beatriz al teatro y a su regreso encontró a algunos borrachos cuarentones nostálgicos que escuchaban canciones de los grupos mencionados. Unos decían que en su momento no les gustaba nadita, pero que al paso de los años le fueron agarrando cariño, esa músi­ca los conformó, y aunque no todas eran de su época, las escuchaban. Siempre hubo una hermana mayor enamorada y una mamá que tenía su radio de una peri­lla en la cocina, en la sala, en el lavadero, lo cargaban y sintoni­zaban Radio Mil, Radio Centro, Radio Felicidad, Radio Variedades, con programas como Mortales y actuales, Viejitas pero bonitas, La hora de las complacencias, y el locutor decía quién cantaba, quién componía, de qué año, dedicada a equis persona, o tomaban en cuenta la opinión de la gente

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Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

Jesús Vicente García


que llamaba por teléfono. Esa bocina y ese cable en espiral permitía soñar con la voz del locutor, que cuando nos hablaba directamente era como romper la barrera del espacio para trasladarse al de la ficción, porque uno no se la creía, era demasiada realidad, nos preguntaba nuestro nombre y nos hablaba con familiaridad: “Vera, amiga, ¿a quién le dedicas esa hermosa canción que pediste?”, y ella, con el corazón emocionado, la mano sudada y la sonrisa impregnada de nervios: “Para Luis Manuel, que está ahorita trabajando”. “Para Luis, muy bien, amiga Vera. ¿Se puede saber en qué trabaja Luis y qué es de ti, tienen alguna relación o es sólo tu amigo?”. “Bueno, sí, claro, es… eh… él trabaja en una empresa en donde venden instrumentos musicales, en el centro. Es mi novio, bueno, apenas tenemos una semana y pues ayer no me llamó por teléfono y lo extraño… ay, señor locutor, lo que me hace decir”. “Muy bien, para ti, Luis Manuel, de parte de Vera, a quien ya escuchaste, una llamadita la haría muy feliz —y quién no quiere ver feliz a su novia—, va esta romántica canción de Palito Ortega, ¿Qué vas a hacer esta noche?, y para los amigos de la Anáhuac, los trabajadores de la construcción que están ahorita en la San Simón, las hermosas chicas del salón de belleza “Ángela” en la Artes Gráficas, para los estudiantes de la Narvarte, y para las jóvenes de la secundaria 82, en la Obrera, el terce­ro F, dedicada también…”, y la voz de Vera en segundo plano diciendo gracias. El mesero chaparrín del Jacalito nos pregunta qué queremos, le decimos que dos caldos solos. “Va, ya dijiste, de una vez, de una vez, salen dos caldos solos como yo”, y limpia por segunda vez la mesa. “¿Algo de tomar?”. Pedimos dos aguas minerales. “De una vez”, y en un dos por tres, ya están los refrescos en la mesa. De inmediato nos llegan los caldos. Basilio ve en la otra mesa un suculento plato de arroz con pollo y mole, se los saborea como gato ante unos hígados. Pide una pierna con mole y arroz. “De una vez. Compa, échame una

pierna con mole y arroz”. “¿La derecha o la izquierda?”, responde el cocinero. “La derecha, de una vez”. Se me antoja lo mismo y le pido que me dé la izquierda. “Va, de una vez. Córreme la izquierda igual, compa, pero ya, antes de que corran”. Mesa servida. El metrobús pasa delante del Jacalito. Enfrente vemos la xew olvidada, casi perdida entre las tiendas de accesorios para baño y cocina, mingitorios, tazas, lavabos, regaderas, tarjas, jacuzzi, tinas, como si el tiempo se hubiese encargado de darle más importancia al comercio que al arte; pobre de la W, sola cual muñeca fea, a la que seguramente fueron a cantar los Baby’s, Los Pasteles Verdes, Los Ángeles Negros y Los Te­rrícolas. “Tienen unas letras muy jaladas de los pelos”, agrega Basilio de Los Terrícolas, en tanto que le sopla al mole para que se enfríe un poquito, que parece de fiesta, de boda. ¿Has escuchado esa de Una carta? Me suena, a ver, cántala. No seas payaso, si apenas la escuché el sábado, así que le pregunté al señor Google si sabía la letra y mira, aquí la traigo. Saca un papel impreso, empiezo a leerla. Escucho al maestro en su crítica. —La historia es sencilla. Son dos los personajes, Néstor y Lenis. Él le escribe una carta, está solo, distanciado de sus amigos, con el humo por testigo. Le pide perdón por si la ofende al escribirle, como si escribir fuera un acto ofensivo. Después le señala que está triste por lo que anoche pasó, que está arrepentido, y que por si acaso ella también lo está, le pide que ya no llore, que debe ser valiente por si Dios le manda un hijo. ¿Captas, Flaco? Qué onda con Néstor. Eso indica que anoche tuvieron coito, de otra manera cómo le va a mandar un hijo. Y si hubo sexo anoche, ¿por qué es­tá triste y arrepentido?, por un lado; por el otro, se refiere a un hijo de ella, no de los dos. No dice “nuestro hijo”. Néstor es un hijo de perra. No es capaz de asumir una responsabilidad. Luego, lo que viene es un verdadero desconocimiento de la herencia: Por lo más grande te exijo/ que no le pongas mi nombre/ para que no sea como

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yo. ¿Qué pasa en estos octasílabos que escupe Néstor? ¿Acaso la información del adn está en el nombre y no en la sangre? ¿Quién le dijo que con el nombre se pegan las malas artes? Basilio bebe un trago largo de agua mineral, le lloran sus ojitos, se quita la gorra azul de Converse. Se echa aire. Tose como tuberculoso. Continúa: —Luego los imperativos, en heptasílabos y octasílabos, lee el último párrafo, Pame, porfis. Que nunca pruebe licor,/ que nunca sufra una pena/ y que nunca se enamore/ de las mujeres ajenas./ Que nunca sienta rencor/ que a mí me corre en las venas,/ porque es triste soportar/ esta terrible condena. Bien que me acuerdo de esta canción que está haciendo pedazos el maestro Basilio, y que tiene razón, no la había analizado en mi vida, es más, me daba igual; cuántos alcoholes me tomé con este fondo musical en tiempos preparatorianos. —Primer elemento nocivo —continúa el licenciado Basilio—: el alcohol. Néstor es un borracho, por eso le pide que no beba su retoño, porque el licor sólo da penas. Segundo: el amor. Enamorarse es malo, pero de las mujeres ajenas. ¿Entonces Lenis era ajena? ¿Casada, pedida, con novio, a punto de irse al altar, de ser monja, en concubinato? ¿Por qué era ajena? Si así fuese, Néstor ya lo sabría, ¿o no? ¿O era la ex novia quien lo recibió con derechos en el arte amatorio? Si fuese el caso, por qué sufre Néstor. Luego, si ayer tuvieron relaciones, ¿cómo sabe que ya embarazó a Lenis? ¿A poco muy atrapa óvulos el Néstor, que donde pone el ojo pone el niño? Y ella que tampoco se cuidó, no exigió condón. Ya sé, ya sé, no me veas así, era en los setenta, de todos modos, si no quieres embarazar a alguien, haces algo; si sabes que es ajena, no inviertes corazón ni la embarazas. ¿O fue a propósito? —Recuerda que está arrepentido. Es posible que lo haya hecho bajo los influjos del alcohol. Es el amor hiperbolizado. —Oquéi. Pero ¿y ella? ¿O ambos estaban borrachos? Luego el rencor que le corre en las venas. ¿De qué? ¿Porque no le pertenece Lenis? En síntesis: Néstor está triste y arrepentido, porque tuvieron sexo anoche, y es tan eficaz que sabe que la embarazó. El hijo será de ella, no de él. A él le importa un rábano el hijo. Nacerá, es un hecho, tanto que se da el lujo de dar instrucciones: que no le ponga su nombre para que no sea como él, que no beba y que no se enamore de las mujeres ajenas, porque es triste soportar esta terrible condena. ¿Condena a qué? Entonces, no nombre, no beber, no amar, no mujeres. ¿Qué quiere de hijo, una piedra? Está creando al hombre inútil del siglo xxi.

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—Néstor está condenado a estar solo, como el padre de Melibea que al final se queda sin nada. Puede ser símbolo del hombre moderno. A Néstor se le viene encima la realidad, no puede con ella, le pesa, tiene que culpar a Lenis. Su hijo es símbolo de la irresponsabilidad, de la ignorancia, del amor prohibido. Ahora, cuando dice lo que anoche pasó, puede ser que en lugar de sexo hayan platicado. —Entonces no diría lo que anoche pasó; platicar no es un “pasar algo”, no es un “hacer”, sino un “decir”, de manera que está conectado con que si Dios te man­da un hijo, cual metafórica cigüeña, es que estamos hablando de coito, relación óvulo-esperma, hombre-mujer, Lenis-Néstor, cama-hotel. Las nuevas generaciones analizan a las anteriores. Basilio continúa hablando de aquella reunión de rucos de más de cuarenta, me pregunta por qué no fui, que si acaso no me invitó Vera. “Ella y yo festejamos a solas”, me hace señas obscenas en la mesa. El mesero lo ve y lo alburea, a lo que Basilio se queda callado y sonríe y me dice “Míralo, ¿eh?” “Por menso, le respondo”. Muestro el cobre y albureo al mesero que conozco desde hace años, y sonríe con su diente de plata: “Perdí el albur, pe­ro no la dignidad, ¿que no, mi compa? Porque en albures me la ganas, pero al burro se la…”. Salimos de Mi Jacalito. Es sábado, dos de la tarde, yo debo entrar a trabajar en dos horas, así que da tiempo de tomarnos un café y discutir esas letras, que bien mirado, habría que analizar, hacerlas trizas, hacerlas que chillen, como decía Paz. En la noche llego a casa y busco en la web esas canciones y me la paso tarareando, cantando, analizando los setenta mediante sus canciones. El señor Google me permite ver y escuchar eso de No le pongas mi nombre para que no sea como yo… porque si así fuese, me hubieran puesto Chubby Checker o Miguel de Cervantes, o Italo Calvino, o Joan Sebastian Bach, o Jim Morrison… Me desvelo oyendo las letras, las diversas voces, y recuerdo mi niñez, pubertad, juventud, cuando en la radio el locutor nos decía quién cantaba y componía, sin imagen, puro oído, y mi hermana ponía Radio Mil y cantaba esas rolas y yo diciendo que le cambiara, y qué bueno que no lo hizo, porque igual que los amigos de Vera, eso me conformó. Y no me importa que Néstor no crea que la herencia se da con la palabra, con el nombre, sino con el adn, lo cual lo hace aún más literario, retoma el género epistolar, pues aunque Basilio vomite esas canciones, yo no puedo hacerlo, es mi bagaje, mi pasado, mi adn literario, la palabra es como un dios, las palabras heredan información, los nombres. Yo soy Pamelo y como tal heredaré lo pamelesco para que alguien sea como yo.

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De oficio impostor Ramรณn Castillo

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Un globo de Snoopy flota sobre las calles de Nueva York durante el Día de Acción de Gracias en noviembre de 2013. (Fotografía: Noam Galai/Getty Images)

Entre los miedos que me paralizan a grados vergonzosos, hay uno cuya influencia en mi estado de ánimo, ritmo de sueño y ciclos alimenticios es tan intenso que, tal vez, sea únicamente equiparable a los terrores primigenios de mi infancia. Me refiero a la fecha de entrega de algún texto. Esta preocupación, de manera comprensible, parecerá a los ojos de cualquiera no sólo superflua, sino hasta ridícula. Mucho hay de razón en juzgar así esta confidencia. Sin embargo, los motivos que alimentan el malestar presumen un ligero decoro que me obliga a defenderlos. Acostumbrado a escapar de toda responsabilidad o, en su defecto, a asumirla con radical imprudencia, la idea de tener que fijar un compromiso siempre me resulta asfixiante. Puedo hacer honor a la palabra empeñada, sin duda; el problema tiene su origen en una cuestión más cercana con una filosofía de vida. Se sabe, como un manido y eterno calvario, que la angustia es un mal que socava, con variaciones infini­tas, cualquier intento por escribir. La escena de un compungido acumulador de palabras ante la hoja en blanco es la más fácil de sus encarnaciones. Pero mi problema no radica en carecer de temas, sino en la rotunda negación a traerlos al mundo. La paternidad es, en términos literarios, un gesto que necesita mucho de arrojo, algo de necedad y otro tanto de candor. Virtudes escasas en mi ajuar sentimental. Por tanto, miento, a los otros y a mí mismo, al asegurar que me dedico a escribir. En otras palabras, falsifico mi existencia con una escandalosa constancia y una variedad deliciosa. No soy supersticioso, pero cuando alguien me ha cuestionado sobre lo que, supuestamente, estoy escribiendo, hay una relación directamente proporcional entre hablar de mi trabajo y su completo fracaso. Así que me invento planes increíbles, espléndidos y complicados, a un tiempo extravagantes e irrisorios, pero siempre condenados a ser maravillosos pasteles imaginarios, torres de fofo merengue verbal que jamás verá nadie. No me agobia tanto la idea de que me descubran; por el contrario, aquello que me preocupa es que no lo hagan y yo tenga que seguir fingiendo que en verdad me dedico a las letras. A estas alturas, el engaño ha crecido tanto que debo continuar con la estafa para tener un pretexto que me obligue a escribir. Por ello, cuando se acerca el día en que hay que sentarse a ordenar algunas palabras, echar mano de una que otra metáfora y escoger un título que intrigue y seduzca al descuidado lector, comienzo a sentir en el pecho el ritmo sincopado del desmayo. Sumen a lo anterior el hecho de que a la infausta hora también se le nombra, con indiferente descuido, como deadline. Cada quien sus vicios, pero en mi caso, prefiero más el placer onanista de soñar con derroteros inesperados, tramas imposibles y borradores infinitos que lidiar con la indigencia de mi talento, luchar con los verbos y sus conjugaciones, buscar el adjetivo puntual, borrar cada uno de mis desatinos para luego, con horror, ver que lo publicado carece del encanto e ingenio que esperaba. Julio Torri hablaba de los

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genios estériles como aquellos que gozan del “prestigio de lo fugaz, el refinado atractivo de lo que no se realiza, de lo que vive sólo en el encantado ambiente de nuestro huerto interior”. Carezco de las credenciales adecuadas para asumir que pertenezco a ese honorable club, mas nada me impide expresar mi absoluto deseo de unirme a él como miembro honorario. En definitiva, mi credo se reduce a confirmar que la parálisis es la única salida digna ante el ineludible fracaso del lenguaje. No obstante, presa de mis contradicciones, escribo. O, mejor aún, aparento que lo hago. Un detalle me sigue sorprendiendo: de entre mis más cercanos amigos y mis benévolos familiares, nadie sospecha el penoso trance que experimento cuando asumen, con una simpática mezcla de encanto y condescendencia, que mi oficio es el de autor. Por supuesto, todo comenzó como una burla, pero ahora la incomodidad raya en la zozobra en el momento que, para seguir en mi papel, tengo que sentarme a es­cribir una que otra línea. Tampoco quisiera caer en el victimismo, nadie me obligó a escoger esta máscara. Si uno no tiene la libertad de engañarse como se le antoje, entonces, estamos jodiendo lo más preciado que tenemos, la capacidad de inventar nuevas realidades y elevar el embuste a niveles de fina delicadeza. A la pregunta: “Y, usted, ¿a qué se dedica?”. Bien podría haber respondido que era embajador plenipotenciario en Burundi, por ejemplo; o, tal vez, chamán y lector del tarot —certificado por Jodorowsky, claro está—; músico, boxeador o torero; o en el más infame de los cinismos, asumirme como senador o diputado, pero la idea no me gustó porque, ahí sí, no hubiera hecho un carajo con mi vida. En lugar de todas esas opciones, me decanté por definirme como escritor. Pensé que sería divertido, y lo ha sido la mayor parte del tiempo, sobre todo en las fiestas del gremio, donde todo mundo se emborracha y habla mal de los demás. El problema vuelve, cada vez con mayor fuerza, cuando se vence el periodo para entregar una colaboración. Justo a un costado de donde me siento a trabajar, coloqué una imagen que me recuerda el sentido de mi doble personalidad y el placer que conlleva fingir que lo mío es la literatura. Se trata de una de las muchas apariciones de Snoopy, el entrañable perro de raza beagle, creación de Schultz. La historieta de cuatro viñetas parte con el canino sentado, en honda reflexión, frente a su maquinita de escribir; después, arremete contra el teclado. Se detiene, mira lo que ha hecho y lee: “Book one, Part I, Chapter One, Page I”. Un rictus de satisfacción y orgullo se dibuja en su cara, cierra los ojos y exclama feliz: “What a great start!”. Esa es, en síntesis, la historia de mi vida y de mis muchos, aunque inexistentes, libros. Italo Calvino señala, refiriéndose a otra de las tiras cómicas protagonizadas por esta mascota, que en el ejercicio de insinuar algunas líneas “uno se lanza a escribir anticipándose a la felicidad de una futura lectura y el vacío se abre en el papel en blanco”. Uno comprende que el destino del mejor amigo de Charlie Brown es el de

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vivir en un feliz bloqueo, hacer del fracaso su máxima vital, abrazar el rechazo apenas distraído por innumerables comienzos que nunca fructifican. Su alegría consiste no en lo que hace, sino en todo aquello que sólo alcanza a esbozar, tentativas cuya intrascendencia son su mayor atractivo. No concretar nada, he ahí la excusa pa­ra continuar pretendiendo que se es escritor y, de esta manera, disfrutar la ilusión de crear una biblioteca personal con libros improbables y espléndidos. La práctica asidua, sacrificial y deliberada del verbo escrito no es una de las gracias que me caracterizan. Mi goce se reduce a emular los ritos propios del estereotipo: leo mucho, tomo notas, compro libretas de todos los tamaños y colores, tengo montones de libros que no he leído pero cuya posesión justifico aludiendo a un plan de vida, voy a presentaciones literarias, he asistido a un par de talleres, critico a los consagrados y me muestro suspicaz con los nuevos valores, en fin, todo lo que hacen los demás miembros de la cofradía letrada, salvo escribir. Será que mis amigos son en extremo generosos o sus habilidades detectivescas son limitadas, pero incluso sabiendo que no soy un creador, con frecuencia me siguen invitando a colaborar con algún texto. Reconozco en su amabilidad una forma pa­ra integrarme al grupo, conocer nuevas personas, tomar algo de aire fresco, pero de todos modos me sorprende que no me hagan expresa su desconfianza. Sé que en el fondo, guardan verdaderas sospechas de un ensayista que no escribe, que carece de libros publicados, que no ha ganado premio alguno, que su nombre no significa nada en los círculos de conocedores, en fin, que no existe. En mis ratos de mayor paranoia, fantaseo con la idea de que todo se trata de una calculada estrategia para que, al llegar el plazo de entrega, puedan evidenciar lo hechizo de mis papeles y me arrojen, ahora sí, sin misericordia de la república de las letras. Pasado el desasosiego, me consuelo en la más valiosa de las lecciones que Snoopy ha dejado: quien escribe es, por necesidad, un artista de la simulación. Porque en las muchas aventuras de este perro, se constata que el principal talento que lo distingue es el de ser un coque­to embaucador; a ratos un profesional de la escritura o un habilidoso piloto de avión, también es un viajero interestelar, un sutil misántropo y, especialmente, un mitómano consumado. Él me estimula a confirmar que la belleza de la escritura radica en presumir al mundo lo que imaginamos, sin que esto signifique ponerlo por escrito. La mejor obra siempre se quedará en el baúl de los grandes afanes inconclusos. De hecho, espero con resignada emoción ese día en que alguien, ojalá sea un amigo piadoso, me diga que por fin se percataron de la farsa. Ya no hay necesidad de seguir mintiendo. No eres un escritor. Entonces, ya no habrá nada que esconder y, finalmente, me será otorgado disfrutar el callado deleite de imaginar los libros que jamás escribiré.

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Textículos refrangibles Jaime Augusto Shelley

Familiares de los 43 estudiantes desaparecidos de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa bloquean un camino en Tixtla, Guerrero, antes de la elecciones de junio de 2015 en México. (Fotografía: Oswaldo Ramirez/LatinContent/Getty Images)

Hay tres tipos de sujetos a considerar en México (aunque podría generalizarse a todos los países con democracias burguesas): 1. Los que creen que el proceso reformista que implica concurrir a votar puede cambiar al país. 2. Los que no creen en las trampas reformistas por tener una ideología revolucionaria y se niegan a participar en el engaño. 3. Los apáticos (o ignorantes) que no se interesan en los temas políticos y no votan.

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Habría tal vez un subgénero: Los que van con furia y anulan su voto. La abstinencia de más del 50% de votantes en las pasadas elecciones, se dice, es común en elecciones intermedias. En todo caso, es la videocracia la que se encarga de la magnificación de los hechos (antes era la prensa escrita). Con su manejo inmediatista de los sucedidos, los comentaristas dejan aflorar, a veces con vehemencia, a veces con ironía, los perfiles de la ideología que los guía. Se menciona poco las plataformas de los partidos, la significación de los porcentajes de votos o su ubicación. Se personaliza, se individualiza, se caracteriza a los sujetos triunfadores o en vías de serlo, dejando de lado los contextos. Así banalizado, el asunto deja de ser noticia a las pocas horas y se sustituye con alguna noticia (que puede ser prefabricada exprofeso). Las elecciones se convierten entonces en otro programa más de los muchos, con poco o ningún interés. Y la vida continúa. Con pausa, ya que la nueva Cámara de Diputados tomará posesión hasta septiembre, los temas pendientes, sin tener por supuesto ni la más remota idea de lo que se trata. Se obedecerá a las cúpulas. Se establecerán acuerdos. Seguirán las cosas como estaban, con algún matiz cosmético, de acuerdo a nuevas representaciones partidarias. El resultado de la democracia burguesa parlamentaria que hará ver al mundo que todo está bien. Salvo, claro está, los revoltosos de siempre con sus “demandas absurdas”, los crímenes delincuenciales de bandas y de Estado, simuladas estas últimas, la revuelta campesina, por ahora dispersa, la violación de derechos humanos y de gente, la legalización de la privatización del agua (que les urge a las empresas de todo jaez), sin olvidar las gloriosas Fiestas Patrias. Y la Educación. Oh, la Educación. Tema pendiente.  La mayor parte de mi carrera no he recibido salario o acaso un salario temporal, sin contrato. Las instituciones como el inba, las universidades de provincia y muchas otras en la ciudad de México pagan por honorarios, de tal suerte que solicitaré mi jubilación como maestro de asignatura en la FFyL con el honroso pago de un salario mínimo (no alcanzo más) por veintitrés años y medio —algunos buenos, otros no tanto— de dar clases en la unam. El nivel de mis alumnos ha decaído tanto que me veo en la fatigosa tarea de tener que explicar la diferencia de géneros literarios, la lectura de textos que debieron leer en secundaria o, a lo más, en preparatoria. No parece importar mucho, dado que la mayoría de los alumnos no se interesan por la literatura como creación artística, sino como cadáveres susceptibles de análisis forenses. Cosas inertes, aptas para su vivisección. Estudian para obtener un título y con ello obtener una plaza como maestros de Lengua y ¡Literatura!, sin el menor interés en crear pasión por la materia y la lectura. Son técnicos, sin formación artística. Y de esta manera se repetirá la aproximación a la materia. ¡Ah, la Educación!

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Hace muchos años se propuso dividir los estudios en el periodo terminal entre Letras y Literatura. El proyecto no prosperó. He allí el resultado. Dejo, pues, mi pasión por la enseñanza debido a la adversidad para desarrollarla a plenitud en un entorno que favorece la tecnificación y hace de lado el amor por el arte, el placer de leer y la formación de sujetos críticos activos en la sociedad. ¿La culpa es de los alumnos? No, en modo alguno. Las tendencias pragmáticas venidas de Estados Unidos en su afán de simplificar “las metodologías” y el acceso a la información —no a la formación— de mano de obra que cumpla con un mínimo de eficiencia a precios bajos nos lleva a “formar” un ejército de servidores y no de participantes en los procesos de la industria y el comercio —y la educación entra en ese espectro—, con inmejorables beneficios para dueños-promotores. No escapan de esa tendencia las instituciones públicas, a veces por ignorancia, otras por orientación vocacional de sus dirigentes, inclinados en su mayoría a las habituales debilidades de quedar bien políticamente antes que a pretender aspirar a un desempeño académico ejemplar. Las élites inamovibles del poder en las instituciones de nivel superior, es clara muestra de ello. Tenemos, entonces, tres tipos de maestros (y funcionarios) en la educación superior: 1. Los que creen que obedeciendo “programas reformistas” harán un bien a México. 2. Los que se oponen a dichos programas por considerarlos contrarios al cambio radical necesario y son, al menos, puramente cosméticos y sí con obvios fines de control administrativo, sin valor real, dadas las condiciones patéticas en las que opera la mayoría de las escuelas. 3. Los que sin importarles un cuerno actúan desligados de toda participación académica o gremial, y acuden a sus labores, cumplen —cuando cumplen— con sus horarios y programas y se van a su casa o al otro empleo necesario para mal que bien salir del paso y que, siendo un número importante de personas —por llamarles de algún modo—, son el jugoso botín de los poderosos intereses detrás de la mediocridad, la desidia y el mal estado que guarda la mayoría de la población. La desigualdad en México tiene sus orígenes en la desvergonzada y criminal distribución de la riqueza, eso lo sabemos todos. Y todos lo callamos. No es posible ser un ciudadano ejemplar cuando tienes hambre, enfermedad, y sin horizontes de mejoría. No, no podemos culpar a los estudiantes. Ellos son el producto de la degradación social, educativa y familiar que vive nuestro país. Son las víctimas, no los victimarios. Todos somos culpables de esta situación. Las elecciones así lo dejan patente. Más de lo mismo. Pero, me temo, agravado por la falta de soluciones a la vista. ¡Y el salario mínimo! Ya nadie parece acordarse de que es el primer paso insoslayable para la mejoría de millones de mexicanos. Un salario digno, suficiente, no menor, y que no sea devorado por el alza de precios instantánea.

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Declaración de ausencia y presunción de muerte Paul Jaubert 21 de septiembre de 1985 en la ciudad de México. (Fotografía: John Barr/Liaison)

Cuando se presentan hechos catastróficos generalmente nadie tiene previsto qué se deberá hacer en su ausencia hasta que se pueda presumir legalmente su muerte, por lo que corresponde a las leyes establecer los procedimientos y condiciones para poder llegar a ello, aunque los plazos son largos y los trámites caros y engorrosos. antes y después del Hubble |

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Dado que estamos próximos a cumplir los treinta años del terremoto que devastó la ciudad de México, en 1985, voy a tratar un tema que durante la carrera de derecho a todos nos parece muy absurdo que se conserve en nuestros códigos, pero es hasta que ocurren esta clase de sucesos —al igual que con las tragedias que provocan los crímenes de la delincuencia organizada—, que nos damos cuenta de la importancia y necesidad de contar con disposiciones que reglamenten qué hacer cuando se tiene que pedir la declaración de ausencia de una persona, y en su caso la presunción de muerte del ausente. Efectivamente, en estos tiempos modernos nos parecería absurdo el pensar que alguien se pueda ausentar de forma tal que sea necesario pedir a un juez que declare su ausencia, pues con los medios de comunicación tan avanzados, siste­mas de localización, y otros dispositivos que nos vuelven cada vez más ubicables en el mundo entero, así como con los rastros que deja el uso de instrumentos de pago, empleo de transportes, etcétera, es casi imposible desaparecer sin que medie un hecho de la naturaleza o el obrar humano que directamente se proponga hacerlo. Cuando la legislación habla de la declaración de ausencia de una persona, se refiere al caso de que alguien repentinamente desaparezca del lugar donde habitualmente habita, o bien que salga de viaje y no regrese a su residencia en un plazo razonable. En tiempos de la Colonia esto era perfectamente entendible, pues los comerciantes podían ser atracados y desaparecidos en los caminos,o que alguien durante algún viaje podía enfermara, o bien los soldados que partían a cualquier guerra y no regresaban, o tardaban años en poder volver en caso de que fueran tomados prisioneros. Estas consideraciones motivaron que el Código Civil previera cómo proceder cuando alguien desaparece, y posteriormente se pueda establecer la presunción de su muerte, pues existen consecuencias jurídicas de mayor relevancia cuando algo así sucede, dado que en el caso de los comerciantes existen obligaciones por pagar y por cobrar que sólo ellos personalmente podían cumplir y exigir. En el caso de los padres de familia, también existen responsabilidades que alguien tiene que asumir mientras estos se encuentren ausentes y sin haber proveído el cumplimiento de las mismas en su ausencia. Así, las centenarias disposiciones legales que aun hoy día tenemos al respecto, establecen la institución de administradores para que se hagan cargo de los bienes de un ausente mientras éste tenga tal carácter, en caso de que no existan nombrados apoderados que pudieran hacer frente a la situación con las facultades conferidas en sus respectivos poderes. Todas estas situaciones nos parecían prácticamente innecesarias, pues hace treinta años pensábamos que nadie desaparecía a menos que quisiera hacerlo, pero con el terremoto que derribó la ciudad y sepultó en sus escombros a decenas de miles de personas, encontramos finalmente una situación que dio sentido a la existencia en nuestras leyes de la declaración de ausencia y presunción de muerte que ahora comentamos.

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Después de asimilar la magnitud y consecuencias del sismo, los habitantes del Distrito Federal comenzamos a restablecernos de la tragedia, para la que no estábamos preparados de ninguna manera y mucho menos en nuestra estructura legal. Los tribunales colapsaron y posteriormente también, ante la oleada de solicitudes de declaración de ausencia que se promovieron respecto de todos aquellos que seguramente murieron en el temblor, pero que sus restos no fueron encontrados o identificados, amén de la ausencia de infraestructura para atender y tramitar dichas solicitudes. Los que litigamos en aquellos días recordamos cómo teníamos que llevar el papel para que se pudieran levantar las actas de las audiencias, y cómo miles de expedientes se perdieron en la tragedia, lo que nos hizo promover reposiciones de expedientes que también resultaron en trámites lentos y engorrosos. Sin embargo, lo más significativo de esos días fue que el gobierno decretó una reducción en los términos para conceder dicha declaración de ausencia y la presunción de muerte, como también disminuyó la cantidad de publicaciones de edictos (notificaciones mediante los periódicos y diarios oficiales), al tomar en cuenta la inmensa cantidad de personas que allí murieron. Los plazos que nuestra legislación contempla para la declaración de ausencia van más allá de los dos años y tres meses, en el mejor escenario, y a partir de ahí se requiere el transcurso de seis años para que se pue­da pedir la presunción de muerte de una persona. También nos obligan a realizar una serie de publicaciones, no sólo en el lugar de la residencia de la persona desaparecida, sino también en el extranjero lo que hace por demás engorroso y caro tal procedimiento. Todo lo anterior podría parecer absurdo, pero cuando no se tiene un cadáver para que se expida un acta de defunción, tendremos que agotar los procedimientos añejos de declaración de ausencia y presunción de muerte, aun cuando se trate de una persona que se le haya visto caer de un edificio, ahogarse en un río o desapare­ cer en un edificio que se desplomó, pues en extrañísimos casos estas personas no mueren en la situación en que se les vio por última vez, y reaparecen años más tarde para reclamar sus derechos. Lo mismo ocurre cuando hablamos de personas desaparecidas como los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa, de los cuales solamente de uno se tiene la certeza —legal— de que ha muerto. Así, es conveniente que nuestra legislación se modifique para abreviar los plazos y simplificar los trámites cuando se trate de devastadores fenómenos naturales, sucesos de guerra o guerrilla, o actos de la delincuencia organizada que sean públicos y notorios y que hagan presumible la desaparición de varias personas.En tales casos, lo más seguro es que las personas desaparecidas hayan muerto, por lo que si se sigue el procedimiento normal y que actualmente contempla nuestra legislación, pondríamos en riesgo y quizá causaríamos perjuicios a sus familiares.

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Colón y el castellano

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Andrés Henestrosa

En nuestro xxxv aniversario, rescatamos este entrañable texto de Andrés Henestrosa de 1992, décima entrega de una columna que el autor presentaba así: “En El Fascistol pondremos el libro abierto y en él tendrán cabida, igual que se tratara de una alacena, cajón de sastre, cuanto abalorio, rocalla, cuenta, bagatela se me ocurran acerca de las cosas de México que se tengan olvidadas, y que no por menudas dejan de tener significado en nuestra vida literaria”.

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Casa del tiempo, número 10, época ii, volumen xi, julio de 1992, p. 2.


El desembarco de Colón en América, 1715-1716. (Imagen: Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images)

¿Cuál fue, pues, la primera palabra americana que enriqueció el caudal de la lengua española? Recapacitando quizás fuera mejor preguntar no cuál fue la primera, sino cuáles las primeras, porque es indudable que Colón y sus acompañantes oyeron muchas, y las adoptaron, apenas se pusieron en contacto con los nativos de las Lucayas. Y así fue. Ya en su primera carta a Fernando e Isabel, se encuentran palabras que nombran lugares, objetos, cosas todas nuevas para los recién llegados. La primera debió ser Guanahaní, la última sílaba luenga y aguda, dijo Las Casas. Al principio, como a Cortés en relación con el náhuatl, Colón nombró las cosas por sus equivalentes, esto es, con voces castellanas que designaban cosas parecidas; pero pronto con la dicción indígena, retocada en su pronunciación.

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Otra cosa sería si preguntáramos cuál fue el primer vocablo americano que fue aceptado en el diccio-­ nario español. De ser esa la pregunta, la respuesta sería que esa voz fue canoa. Porque, en efecto, Antonio de Nebrija la recoge en su Vocabulario del año siguiente al descubrimiento de América, es decir, en 1493. Las otras palabras, aunque en uso, no alcanzaron tal honor sino más tarde. Recuerde el lector que las palabras americanas formaron parte del léxico de los grandes escritores españoles. Lope de Vega, por ejemplo, si bien recurría a ellas para provocar hilaridad. Pero dejemos esto y volvamos a nuestra historia. Colón, dijimos, usaba términos equivalentes. Así dice: “Ellos —los nativos— vinieron a la nao con almadías, que son hechas del pie de un árbol, como un barco luego, y todo de un pedazo, y labrado muy a maravilla, según la tierra, y grandes en que en algunas venían 40 o 45 hombres, y otras más pequeñas, hasta haber de ellas en que venía un solo hombre. Remaban con una pala como de fornero, y anda a maravilla; y si se le trastorna, luego se echan todos a nadar, y la enderezan y vacían con calabazas que traen ellos. Traían ovillos de algodón filado, y papagayos, y azagayas, y otras cositas que sería tedio de escribir, y todo daban por cualquier cosa que se les diese”. Vea el lector cómo en el texto transcrito, Colón usa de la palabra almadía para designar la canoa nativa, y así hasta que un mes más adelante, escribe: “Vinieron en aquel día muchas almadías o canoas a los navíos a rescatar cosas de algodón filado y redes en que dormían, que son hamacas”. Aquí, como se ve, ya escribe hamacas, cuando en otro lugar las llama “redes de algodón”.

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Colón, en el primer párrafo, por no conocer sus nombres indígenas, llama a lo que más tarde sería la jícara, calabaza; y a las flechas, azagayas. Pero a medi­da que se familiariza con el país y con las cosas del país, va recurriendo a las palabras indias para nombrar las cosas nuevas con lo cual pasaban juntas a enriquecer el acervo de la cultura europea. Lo que una vez llamó sierpe más tarde llamó iguana. Y de esa manera con otras muchísimas cosas y sus nombres, que no hay para qué traer a cuento, estando, como están en la mente de todos. La actitud de Colón frente a la lengua nativa era bien distinta a la de sus acompañantes, y a la de los conquistadores, más tarde. El español no era su idioma natural, sino que le era advenedizo, como puede verse en sus escritos. Cuál fue su lengua natural no es asunto de este lugar, ni yo quien pudiera discutirlo y resolverlo. Lo más seguro es que hablara varios idiomas y que siempre estaba dispuesto a aprender otros nuevos. Aunque no lo diga en ninguna parte —por lo menos no lo recuerdo—, Colón debe haberse sentido impulsado desde el primer momento a indagar el nombre de las cosas que iba viendo, como el que no tiene una lengua suya y quisiera aprender todas. Recapitulando, diremos que la primera palabra americana que llegó al español fue canoa, que otros, mientras no supieron su nombre, llamaron artesa, o como en el caso de Colón, almadía. Ya va para cinco siglos que traen a muy mal traer a Cristóbal Colón. No hay negación que no se le haya endilgado. Una cosa no se podrá discutir jamás, y es que con sus Cartas comenzó la historia y la leyenda, la mitología y la fábula de América; así como que en ellas se encuentran las primeras voces americanas.


intervenciones Mateo Pizarro


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Para curar la hermesis ¡Cavernícolas! de Héctor Libertella

Retrato de Héctor Libertella en la portada de ¡Cavernícolas!

Alfonso Macedo

¡Cavernícolas! es el décimo volumen de la Serie del Recienvenido de Ricardo Piglia. Se encuentra en la línea humorística heredada por Macedonio Fernández. Sus reflexiones sobre el arte y la escritura pueden ser leídas bajo la definición, ya clásica, de Roland Barthes: el texto como tejido de citas. En ese sentido, el autor, Héctor Libertella, comprende que la obra es una red que se expande, avanza, retrocede y dialoga. También lo sugiere en La librería argentina (2003), su repaso de aquellas obras que lee bajo un signo de renovación literaria en el panorama rioplatense:

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Museo de la novela de la Eterna de Macedonio, Adán Buenosayres de Marechal, El entenado de Saer, Minga! de Di Paola y La ciudad ausente, entre otras. Justamente, esta última, novela descrita por Piglia, tiene mucho en común con la noción de texto de Libertella y con el asedio constante a la tradición literaria. Cansado del Congreso de Literatura Internacional que tiene como sede a la universidad don­de imparte clases, el autor Libertella se escapa cada vez que puede de los espacios legitimadores y se encierra en su cubículo a repasar las obras de ruptura en el Río de la Plata. Esta operación lo desplaza de los espacios académicos para postular, casi en secreto, sus aficiones. ¡Cavernícolas! —–cuya primera edición es de 1985—– ya había explorado algunas obsesiones del autor, como el concepto de texto, los problemas de interpretación que suscita la obra y las relaciones entre tradición y ruptura. En el prólogo, Piglia lo explica: “En su obra anterior, Nueva escritura en Latinoamérica, de 1977, Libertella se refería a los cavernícolas como aquellos escritores […] que custodian, en las cuevas y tolderías literarias del presente, la remota tradición ¡Cavernícolas! de lo nuevo”. De este modo, el autor propone tres relatos donde Héctor Libertella una y otra vez vuelve a los viejos temas con una prosa antisolemne, Buenos Aires, fce, 2014 cargada de frases irónicas —en la más pura tradición que nace con la (Serie del Recienvenido), 125 pp. obra siempre inconclusa de Macedonio—, para explorar con nuevas lupas los caminos trazados. ¡Cavernícolas! se compone de tres relatos. En el primero, hay una recreación sobre la expedición de Fernando de Magallanes. El cronista, Antonio de Pigafetta, tiene la misión de contar la hazaña, pero su labor épica se contradice en cada párrafo: todo momento destinado a la exaltación tiene su lado paródico: el escritor, voluntaria e involuntariamente, desmitifica el viaje y lo reduce a un pasaje más de la historia del saqueo de Occidente sobre las Indias y Oriente. De paso, entiende que su relato es una suntuosa tela con la que hará trueque cuando vuelva a Europa: “ocurrióseme allí con gran claridad la idea de adornar con más diligencia mi propia tela, de modo que si éstas seducían por su tramado a nuestros compradores, la mía pudiera exigir con hábil anticipación la demanda de los más finos clientes”. El problema de la interpretación está presente en los tres relatos; la intención de Pigafetta, en “el arte de la filigrana”, es convencer con su tejido narrativo, más allá de las convenciones del género “crónica de la conquista” y las vilezas conoci­ das de los europeos metidos en el disfraz civilizador. Por eso, ni Bernal Díaz del Castillo y sus centauros peninsulares se mantienen en pie cuando el narrador evoca un momento de la conquista que en realidad resulta una burla a las hipérboles coloniales: “Cuando desembarcamos para decir misa en tierra [los indígenas] asistieron en silencio y con aire de recogimiento, y viendo que arrojábamos al mar nuestras chalupas, que estaban amarradas al costado del navío, o que le seguían, se imaginaron que eran los hijos del buque y que éste les alimentaba”.

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El segundo relato, “La leyenda de Jorge Bonino”, también establece relaciones entre Europa y América bajo la figura del artista cordobés que cimbró Buenos Aires con su performance en los años sesenta y que lo llevó, poco tiempo después, a Europa, de donde regresó afásico y con signos de locura. Para Libertella, este artis­ta argentino representa una de las cimas del arte contemporáneo: inventó una lengua privada en la que el lenguaje encontró nuevas rutas. ¡Chito!, el narrador, lo entrevista en Córdoba, lejos ya del éxito que tuvo años atrás, para reconstruir el viaje a Europa. Muy pronto, los lectores asistimos a un vértigo de fechas cruzadas, testigos imposibles y microhistorias absurdas donde aparecen Freud antes del exilio, María Moliner en Londres y Lezama Lima en Madrid. ¡Chito! ha reconstruido una historia donde él mismo aparece, sin que se comprenda si es Bonino quien lo ha in­sertado en su aventura europea o si es aquél quien ha decidido entrar en la trama. En todo caso, Bonino explica una foto tomada poco antes de volver a Argentina en donde es custodiado por los guardias de un hospital psiquiátrico, por lo que la reconstrucción de su viaje a Europa no es más que la recreación de los pasajes mentales. A su regreso, ha perdido el habla —en su relato, uno de los grandes problemas que señala es el miedo a la afasia y a perder la lengua privada que había inventado y con la que había renovado el arte contemporáneo—. Desde luego, el rescate que Libertella lleva a cabo es un homenaje a la búsqueda de un lenguaje personal que rompió las convenciones lingüísticas y estéticas. El tercer relato, “Nínive”, se centra en una variante más de los problemas de interpretación, al mismo tiempo que denuncia una variante del colonialismo europeo: las instituciones culturales. Rassam, de origen turco y asirio, es contratado por dos grupos antagónicos de arqueólogos ingleses y franceses para ayudar en la decodificación de las tablillas de la ciudad. Colmo del absurdo, este relato lleva a sus límites el problema de la interpretación. La frase de Sir Rawlinson, eminente explorador británico, es tomada al pie de la letra por ambos bandos: “Aquí, no puede hacerse un sitio al pie”, lo que provocará que varios estudiosos mueran al caer en un pozo mortal. Quien descifre los secretos de los jeroglíficos, tendrá la gloria intelectual asegurada y las obras halladas serán llevadas al Museo Oficial del país vencedor. Cada día que pasa en la antigua Asiria, se anuncia la batalla final por la comprensión de las tablillas. Ingleses y franceses trabajarán a marchas forzadas por encontrarle sentido a textos e imágenes, hasta que la historia concluye escatológicamente, como una forma satírica más. A treinta años de su primera edición, ¡Cavernícolas! mantiene su fuerza renovadora y desautomatizadora, sus juegos de palabras —que exceden en picardía a los neologismos y formas metalingüísticas de Macedonio—, así como sus variantes narrativas, sus intervenciones en el texto con subrayados, acentos, diagramas y distintas disposiciones textuales que hablan de una literatura argentina de gran vitalidad, siempre en diálogo con la tradición y en búsqueda de nuevos caminos estéticos. Que sigan llegando más recienvenidos.

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El gigante enterrado, de Kazuo Ishiguro Una historia del medievo en que vivimos Gerardo Piña

El panorama es apocalíptico, y el escenario, medieval. Lo imposible coexiste con lo cotidiano a fuerza de entrelazar los sueños con las necesidades más básicas. Ir en busca de comida implica los riesgos de encontrarse con un ogro o con otros buscadores de comida que son capaces de matarnos a la menor provocación. La guerra ha devastado los campos y la pobreza es rampante. Sin embargo, el amor y la lealtad también tienen cabida. De hecho parece lo único capaz de sostener lo que aún queda del mundo de los humanos. Si algo podemos agradecer a un autor es que trate con respeto a sus lectores. Que no nos haga menos, que no crea que no vamos a entender su obra. Algunos autores establecen esta consideración de manera muy evidente, con dificultades formales (Faulkner, Joyce), largas y minuciosas exploraciones de la psique (Proust, Munro), o mundos imaginarios construidos con gran precisión (Tolkien, Martin). Pero hay escritores a quienes es un lujo acompañar en sus búsquedas y propuestas. Uno se siente privilegiado de poder compartir con ellos lo que sus trabajos alcanzan por ser contemporáneos suyos; uno se siente parte de esa apuesta, así sea como mero espectador. La obra narrativa de Kazuo Ishiguro es una de las más sorprendentes por su diversidad. Cada uno de sus libros es tan particular que resulta casi imposible reconocer un estilo en todos ellos. Cada uno refleja un mundo depurado, una configuración ideológica siempre crítica de nuestro tiempo, una polifonía magistral, pero siempre de manera distinta. En cada una de sus novelas hay una apuesta formal y técnica diferente. Lo que queda del día es una de las novelas más entrañables

Kazuo Ishiguro firma ejemplares de su nueva novela en Londres, Inglaterra. (Fotografía: Ian Gavan/ Getty Images)

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que he leído; una narración realista, ubicada en la Inglaterra posterior a la Segunda Guerra Mundial, es una historia de amor muy particular por la tensión que genera la incapacidad del narrador por reconocer dicha historia. Stevens, el mayordomo y narrador de esta novela pareciera querer enterrar su narración al tiempo que la cuenta. Nunca me dejes es una obra de ciencia ficción en la que los vínculos y transgresiones en­tre humanos y androides construyen una historia emotiva sobre la amistad y el origen de ciertas narrativas relacionadas con la identidad. Los desconsolados es una larga e inquietante pesadilla. El gigante enterrado es una novela de fantasía que habla del olvido y el perdón. En su más reciente novela, Ishiguro abreva de la tradición medieval de los romans artúricos (es decir, histo-­ rias de aventuras cuyos personajes son el Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda). Una pareja de ancianos deciden un día emprender un viaje para reunirse con su hijo, al que hace tiempo no ven y quien, ellos piensan, los debe estar esperando en alguna aldea. El contexto es incierto; un mundo en el que aún habitan dragones y ogros. Pero éstos aparecen de manera sutil; más como amenazas o símbolos que como monstruos. Es la época de la “paz Artúrica” en Bretaña. Sajones y bretones han estado en guerra por varias décadas y en el momento de la historia que nos ocupa, esta guerra pasa por una de sus etapas menos álgidas. Hay, incluso, algunas aldeas en que conviven sajones y bretones en armonía. Los personajes principales no podrían ser más diversos. Además de Beatriz y Axl (los ancianos bretones) están Wistan, un guerrero sajón; Edwin, un niño con un talento natural para la guerra y la caza; Querig, el dragón hembra cuyo aliento ha creado una neblina que se esparce por el mundo y adormece los recuerdos; y el legendario Sir Gawain, sobrino del Rey Arturo y personaje central de uno de los poemas medievales más hermosos en lengua inglesa, “Sir Gawain y el caballero verde”. Todos ellos conforman un mundo en el que lo sobrenatural existe sin grandilocuencia (irónico al

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existir dragones, ogros y gigantes) porque lo esencial de la novela radica en la complejidad de las relaciones humanas; en el enorme peso que le damos a la memoria y a la identidad; a la lealtad y al honor sin darnos cuenta. Ishiguro recoge varios elementos de los relatos medievales ingleses (por ejemplo, el símbolo del caballero, el honor, el amor cortés, la justicia y la cristiandad) y los muestra mediante el empleo de técnicas narrativas actuales (flujo de conciencia, perspectivias múltiples, monólogo interior). El resultado es una novela de aventuras con un gran manejo del suspenso y profundidad psicológica en sus personajes. Al final del texto vemos cómo una serie de elementos simbólicos cobran gran fuerza y comienzan a manifestarse en nuestra vida cotidiana. El gigante enterrado es una novela que habla de nuestra época y nuestras grandes divisiones sociales mediante un relato de corte medieval. El mundo que uno encuentra después de la novela no es tan distinto al descrito en ella: grupos de personas que se unen y procuran porque comparten una lengua, una religión y una serie de costumbres. Grupos de personas que se enfrentarán a otros hasta el fin de los tiempos porque no comparten nada de esto. Grupos de personas, en suma, cuyas oposiciones y enfrentamientos trascien­den las clases (aunque en un contexto medieval lo correcto es hablar de estamentos, no de clases) y los roles sociales. Un mundo en que la única solución aparente para lograr la conciliación entre estos grupos es bifronte: la extinción de uno de los grupos o el olvido de los hechos pasados —que es otra forma de extinción—. Dice el narrador al inicio del capítulo quince: A algunos de ustedes les erigirán hermosos monumentos mediante los cuales los vivos recordarán el mal del que ustedes fueron víctimas. Otros solamente tendrán cruces de madera pintadas sobre rocas; y otros habrán de permanecer ocultos en las sombras de la historia.1

1

La traducción es mía.


Y luego añade cómo todos, aun los olvidados, formamos parte del devenir de la humanidad. Todos en algún momento somos el guerrero en busca de fama y aventura, el cazador que busca venganza. Todos hemos deseado la trascendencia y la justicia. Pero también todos hemos sido incapaces de reconocer el momento del olvido y la fragilidad. El Gawain que aparece en esta novela no es el de los romances artúricos; se trata de un caballero a quien le fue encomendada la aniquilación de Querig y quien lleva muchos años en el intento de matarla. Es un caballero que ha envejecido, ha perdido su agilidad aunque no su valentía. Beatriz y Axl han sido apartados en su comunidad debido a que son viejos. Ellos reciben un trato especial, pero no favorable. A ellos, por ser ancianos, se les prohibe el uso de velas para iluminar su habitación en la oscuridad; la escasez de todos los recursos hace que se les escatime a los más frágiles. En contraste a la vejez están los jóvenes, pero no como símbolos de progreso y mejoría. Los jóvenes avanzan a tientas, sin experiencia, persiguen lo inútil sin saberlo; en su afán de trascendencia son capaces de revivir lo que acaso no tiene sentido (son otra forma de encarnar la fragilidad). Dice Wistan, el gran guerrero sajón, joven aún:

visión del mundo con matices. Wistan, en su carácter de justiciero poderoso, no tiene la imaginación necesa­ria para proyectar un mundo en el que su idea de justicia tenga cabida. Sólo desea ejecutar su venganza disfrazada de búsqueda de justicia. Quizás sí haya, después de todo, un elemento visible en el estilo de Ishiguro porque El gigante enterrado también es una historia de amor, como en el fondo lo son varias de las historias que este autor británico nos ha contado. Mediante múltiples recursos estéticos y sutilezas ideológicas, Kazuo Ishiguro continúa conso­ lidando una obra fundamental para nuestro tiempo.

Cuando el gigante resucite, los lazos de amistad entre nosotros serán como los nudos que hacen las niñas con las flores. Habrá hombres que quemen las casas de sus vecinos por la noche, ahorcarán a los niños en los árboles al amanecer, los ríos apestarán por el hedor de los cuerpos hinchados tras varios días de navegar en sus aguas. Y mientras estos cuerpos sigan su curso, nuestros ejércitos crecerán, henchidos de rabia y sed de venganza.

Tal vez porque el verdadero conocimiento requiere de experiencia, Wistan habla de un predecible futuro sólo hasta que está a unos pasos del mismo. Antes de acumular las experiencias al lado de Edwin, Beatriz, Axl y Gawain en su búsqueda por matar a Querig (al igual que Arturo a Gawain, el rey sajón ha ordenado a Wistan matar a Querig), el joven guerrero carece de una

The Buried Giant Kazuo Ishiguro Londres, Faber & Faber 2015, 352 pp.

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La conquista del instante Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo, de Nadia Escalante Andrade

Fotografía: Alejandro Arteaga

Héctor Antonio Sánchez

Hay una cierta identidad entre los ciclos de germinación y de reproducción en la naturaleza y el proceso de maduración de la literatura; una analogía entre el avance del reino vegetal y la fructificación de la imaginación poética. Es cierto: existe la poesía que brota casi como un estallido y la poesía que exige una gestación más serena; pero ambas requieren, a ritmos diversos, la gemación de intuiciones visuales o sonoras hacia el árbol irrepetible del poema. El poemario Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo, de Nadia Escalante Andrade, es felizmente consciente de esta biología. Tejidos con la paciencia de Deméter, los catorce poemas que lo integran, desplegados en siete secciones, cargan el signo del mes que les da nombre, alojado en el otoño, época de siega y de cielos bajos y rojizos. La elección del nombre no es ingenua: alude al proceso mismo de la creación artística.

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Es curioso el sino de Octubre…, señalado con el Premio Internacional de Poesía “Ciudad de Mérida” 2013, como si lo imantara el aura de una ciudad de la provincia mexicana. No hace falta decirlo: la palabra “provinciano” guarda en nuestro uso un tufillo peyorativo. Con frecuencia, la modernidad de nuestra tradición poética ha sido asociada a un marcado cosmopolitismo; Escalante Andrade no rehúye, en cambio, abrazar el provincianismo, pues “hay algo anacrónico en admitir el campo”. Uso el término en la esperanza de destacar sus virtudes: lo apunto como un capricho que cifre el insuflo primigenio, atávico, de su tratamiento y de sus temas. Octubre… es libro que, de la mano por igual de Federico García Lorca y de Héctor Viel Temperley, vuelve al campo y la provincia como quien vuelve a la conquista de los ciclos naturales y al conocimiento ancestral. En su brevedad, la catorcena de poemas marca una amplia travesía de la conciencia: la del apropiamiento del mundo exterior mediante la materia y sus procesos —formación de nubes, tacto de la madera, elaboración del pan— que lentamente va dando paso, hacia la segunda mitad del libro, a una creciente presencia de lo místico, al final resuelto en la abundancia de la luz. Pero este apropiamiento no puede ser un mero acto de delectación pasiva, como no puede ser el contacto con lo espiritual un intangible rapto de éxtasis: el tránsito ocurre siempre por una suerte de continuidad entre el cuerpo que observa y el mundo observado, por el reconocimiento de la propia materia como frontera y como constituyente del mundo del que es parte; del vaso de concreción que es el cuerpo mismo: Darle forma a la materia es despertarla, moldearla como a un fruto nuevo concentrándola en sí misma; en mis manos se abre el cuerpo de la tierra, la mirada del sol, la templanza del agua y el rigor del crecimiento…

¿Cuáles son los elementos que se conjugan en el libro? Menos peso guardan para él aire y fuego; en cambio, cifran su pedagogía el agua y la tierra. Esta predilección no es un accidente, pues ocurre en él una suerte de inmersión a los abismos del interior del mundo: germinación en el humus; silencioso cauce del agua subterránea. Esta inmersión es dual: gestación y putrefacción; manantial y ahogo; muerte y renacimiento. De allí que en tantos de estos poemas, y de sus imágenes, convivan sutilmente el horror y la maravilla. Una clara muestra es el poema llamado “El pozo”, que despliega una imagen ancestral: una mujer que extrae agua con una cubeta, mientras “abajo otras siluetas aparecen / como hojas de cuchillo bajo el agua”. Yucatán, tierra de la autora, es pródiga en cenotes: una geografía calcárea bajo cuyo manto discurre el misterio de un agua adánica y edénica. Esta asociación es tan inmediata como insuficiente: en realidad, cualquiera de nosotros, capitalino o provinciano, reconoce el acto como una imagen atávica. Sí: el pequeño milagro de extraer los jugos del interior de la Tierra. Acaso por la cierta parsimonia de los versos, por su ecuanimidad, una primera lectura pudiera pasar por alto la constante proximidad de la muerte. Pues en una pieza que explora la comunión del individuo con el mundo, el encuentro del ser con la otredad necesariamente debe conducir a la otra orilla: de allí la aparición de un cierto fervor y aun de religiosidad en la sección llamada “Celebración”; allí la tierra se anima por la presencia de los muertos. No es éste otro festín que el de nuestro Día de Muertos, bajo la forma acaso del Hanal Pixán peninsular. Aquí la comunión con el mundo natural y tradicional se vuelve comunión con el otro mundo: Al monte, a mis ancestros, yo les daré un arbusto de Nochebuena, un girasol, sandías dulces y fuertes como tambores. Para que salgan de la tierra donde alimentan bulbos y ríos subterráneos.

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Esa comunión está marcada por el ritual, y no hay en ella horror sino, antes, arrebato: “baila hasta que tus ancestros despierten, sacudan las varas de los flamboyanes”. Esta sensibilidad inclinada a lo místico alcanza su estela más alta en la sección que da uno de sus títulos al libro: “Hay un cielo que baja”. Un solo poema la integra: “Cielo entre montañas”, uno de los más logrados —por visual y por denso— del volumen. En él, por el pretexto de una gotera en un apartamento, la voz que lo conduce reflexiona sobre el contacto de lo alto y de lo bajo, sobre el descenso de la materia de las alturas celestes a lo terrenal y a lo pedestre:

Nadia Escalante Andrade Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo México, Textofilia 2014, 56 pp.

Pero Dios está en esos nubarrones, preso entre las montañas, como agua en una cubeta donde caen los desperdicios del mundo.

Ese descenso no es una mera constatación; pasa por el propio cuerpo, se cumple en el pequeño ritual del individuo: “Baja tu frente a la tierra, mientras el cielo sigue cayendo sobre ti.” La última parte del libro —su título primordial, “Octubre”— parece completar su travesía mediante la conquista del instante, por la sabia administración de la luz: si el amarillo ha sido una presencia sutil, pero firme, a lo largo de sus páginas, en los dos poemas conclusivos —como tras purgarse el conocimiento de las entrañas del mundo— ilumina todas las estancias; y esa iluminación se cumple para el individuo en una “Pequeña pieza china para guitarra”, en que por la perseverancia surge —como los frutos de las semillas— la posibilidad del arte, pues las notas musicales sobre el instrumento “llegaron a ser, prender un fuego, / dejaron de ser una fricción en vano”; y se cumple, finalmente, la luz en la reunión con el otro, en el abrazo con el amante, en la conquista del espacio familiar, en la consonancia con el ritmo del mundo. En la escena de la joven poesía escrita en México, Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo, se antoja un verdadero fruto otoñal, madurado en la riqueza de sus imágenes, en el imán de sus evocaciones y, no menos importante, en la exactitud y la limpieza de sus versos, pues como bien lo muestra la autora, también las palabras merecen ser terreno de siembra y de cosecha.

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Día de trabajo en una fábrica de algodón en Shanghai. (Fotografía: Linda Grove/Getty Images)

La cadena invisible. Flujo tenso y servidumbre voluntaria de Jean-Pierre Durand José Antonio González de León La investigación de los cambios en la sicología del trabajo y sus formas de organización a partir de la crisis económica contemporánea llevan a Jean-Pierre Durand a retomar el concepto de servidumbre de Étienne de La Boétie: “Sobre la servidumbre voluntaria”, que data de mediados del siglo xvi y la relación que tiene esta idea de servidumbre con el concepto de “flujo tenso”. El taylorismo y el fordismo, como antecedentes de la organización del trabajo, provienen esencialmente de la relación con el capital productivo. En la actualidad, las definiciones alcanzan hasta los espacios más extensos del sector de los servicios, el terciario. Aquella polaridad primaria tradicional entre el trabajador y el contratista se transformó en una triada entre el trabajador, el administrador y el cliente. El trabajador se ha distanciado del centro de producción propiamente, se ha ubicado en un espacio social y cultural más abierto, compartido y entrelazado con otras actividades subsidiarias, interactuando más cercanamente con el consumidor receptor de los servicios rendidos.

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Así, el trabajador para-posmoderno queda expuesto a la confluencia de las relaciones sociales del mercado de manera inmediata. Al dejar de ser el sujeto del cen­tro de la producción, ahora se ha diseminado junto con el uso de las tecnologías de la comunicación. Así, el trabajador se presenta en dos fases evidentes: aquellas ligadas directamente a los corporativos y sus centros de producción y aquellas subsidiarias, periféricas, que participan por subcontratación. La organización del trabajo ha conceptualizado la apropiación de los resultados del trabajo mismo como una propiedad privatizada por parte del dueño de los medios con los que los trabajadores realizan sus actividades. Aunque en principio las transformaciones de las que es capaz el trabajo debiesen ser formas transformadas de la naturaleza apenas domesticada, ésta quedó dispuesta a los cuidadores del resultado de las transformaciones, y lo que era de todos se acepta que sea entregado a alguien: el propietario. La tesis principal del autor es una reinterpretación de la vieja tesis del siglo xvi, del francés Étienne de La Boétie por la que, en la condición humana nos encontramos bajo una “servidumbre voluntaria”. Esta tesis la expresa el autor en la siguiente afirmación: La gran mayoría de quienes disponen de un empleo (estable o precario) trabajan más duro que antes, ya sea debido a un aumento de la carga de trabajo, o bien por el alargamiento de la jornada laboral, pero por lo general se declaran más satisfechos que antes con su trabajo.

Durand destaca que en la actualidad despuntan dos asuntos que deben ser observados con cuidado. El primero es aquel que refiere al trabajo dentro de un proceso que lo hace inherentemente intimidatorio, debido a que las condiciones sobre su control cambiaron hacia formas mucho más complejas que antes desde las décadas de los setenta y ochenta, pero que perduran hasta hoy. La segunda, se cree que por la reorganización del trabajo pueden establecerse novedosas condiciones y fines para incrementar su productividad. El motor o punto crítico de esta idea se encuentra en lo que el autor llama implicación forzada, que hace referencia a la categoría “tensión de flujo”. Bajo estas condiciones, la

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“servidumbre voluntaria” —la disposición a intercambiar grados de autonomía que incluye un goce en el trabajo por salario— que es implicación forzada, debe ser considerada como una realidad de nuestros días. La idea de “cadena invisible”, que no es más que la seriación de operaciones concretas realizadas pa­ra llegar al consumidor, sirve de metáfora al autor para trasladarnos a los ámbitos en los que el trabajo, tanto en sus aspectos particulares como en sus dimensiones sociales, se desempeña. A diferencia de lo que se sucedía con el ordenamien­ to del trabajo cuando su organización se ceñía a las formas ordenadas y de control que tanto el taylorismo como el fordismo establecían, ahora se desempeña de maneras desordenadas y desubicadas de sus contextos. Así, ese viejo orden que daba un espacio precisado como centro de trabajo, desde el que los horarios o el centro de referencia espacial influía en un orden social establecido, desató la capacidad, en automático, de ampliarse hasta llegar a los consumidores directos. Las nuevas formas del trabajo, y sus implícitos ahora, muestran un aparente caos; aparente debido a que su orden se encuentra regido por un ordenamiento ceñido a una muy intensa comunicación alcanzada gracias a las innovaciones del mundo digitalizado y sus programas de sincronía para el registro de las acciones realizadas por los trabajadores y sus empleadores, en casi todas sus fases. La nueva organización del trabajo bajo la idea del “justo a tiempo” se ha dado a partir de la aceptación de “estaciones de trabajo” y el llamado “pilotaje desde sus resultados” obligando a una relativa autonomía entre las estaciones, dando preeminencia a una responsabilidad mayor a los trabajadores. El efecto es entonces que “la elevación de las exigencias en calificaciones y en competencias no se acompaña de una responsabilización estratégica creciente ni de una autonomía en el trabajo que dejen más espacio a la creatividad de los individuos”. Durand usa la tesis central del libro de Harry Braverman Trabajo asalariado y capital cuando escribe:


La cadena invisible. Flujo tenso y servidumbre voluntaria Jean-Pierre Durand México, fce, uam (Colección Sociología) 2011. 317 pp.

Siempre se puede entonar el discurso humanista sobre el enriquecimiento de las tareas o la humanización del trabajo, pero esta tendencia principal de la simplificación del trabajo en la historia del capitalismo sólo ha sido des­mentida en momentos particulares (en general muy breves), en que los patrones carecían de trabajadores calificados y/o motivados.

A ello añade el concepto de “flujo tenso”, que en este sentido será la aportación central de esta obra. Sin alejarnos demasiado de la realidad, podemos interpretar que el sistema de “flujo tenso” nace de una necesidad casuística impuesta por la urgencia de la realización de la venta del producto, esto es, de una modalidad casi neurótica. Para Durand, en la misma esencia del “flujo tenso” es donde se encuentra también una virtud. Dice: (…) la potencia del flujo tenso como paradigma productivo se basa precisamente en su fragilidad y en su vulnerabilidad, que imponen una movilización a cada instante de todos los asalariados sujetos a su lógica. (...) Se puede hablar de implicación forzada para caracterizar el modo de movilización intrínseca de flujo tenso: en cuanto el trabajador acepta el principio mismo, éste moviliza, a su pesar, todas sus facultades físicas e intelectuales.

Hemos hablado de una expresión de la cultura del capitalismo en la que, en todos los planos y rangos, le ha pasado el propietario su responsabilidad al trabajador y este al consumidor. De lo que nos habla Durand es algo muy similar a lo que sucede en la fila de la sucursal

bancaria, o lo que hace el usuario al memorizar, solicitar una cifra e instruir que salgan billetes en un orden preestablecido; todo ello pasa a ser una responsabilidad del consumidor del servicio. Después de eso, nos preguntamos si podemos encontrar al responsable de la falla cometida, en sucesión, de la inversión original hasta alcanzar al también responsabilizado cliente, si la hubo. En otras palabras: ¿la revolución, la más profunda del capitalismo contemporáneo para Durand, puede ser sólo la toma de conciencia de haber convertido al trabajador en el consumidor bipolar? ¿Eso puede ser una revolución bajo su acepción de desconcierto? Porque, en los términos del autor, el trabajo no parece estar en ninguna parte de la economía: ha salido de ésta. El trabajador ha perdi­do la cabeza, se encuentra disperso en todos los puntos del proceso de producción. Es su manera moderna de quedar integrado a su relación con el capital. Un problema serio en el discurso del libro es el lenguaje que intercambia categorías y conceptos en diferentes planos a lo largo de los procesos de producción y sofisticación de relaciones con los nuevos medios de comunicación aleatorios y los alcances de los productos hasta antes de llegar al consumidor directamente. Terminologías de diversos campos como son las de in­geniería, las de diseño, las de las herramientas del taller, el marketing, la comercialización y la prueba de cali­dad, ya con el producto en circulación, dificultan la lectura, y hay que ser muy cuidadosos para no perderse en un auténtico laberinto.

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colaboran Walter Beller. Doctor en filosofía y maestro en teoría psicoanalítica. Ha sido profesor investigador en la uam y en otras instituciones publicas y privadas del país y ha publicado diversos textos sobre educación, epistemología e historia de la ciencia. Es Coordinador General de Difusión de la uam y profesor en la Unidad Xochimilco. Carlos Martín Briceño (Mérida, México; 1966). Narrador. Premio Internacional de Cuento “Max Aub” 2012, Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2003 y Premio Nacional de Cuento de la Universidad Autónoma de Yucatán 2004. Algunos de sus libros son: Después del aguacero, Al final de la vigilia y Montezuma’s Revenge. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. José Antonio González de León. Sociólogo de formación y profesor universitario. Fue director del Instituto del Derecho de Asilo Museo Casa León Trotsky y director de la revista Este país. Humberto Guzmán (ciudad de México, 1948). Narrador y periodista cultural. Profesor de talleres de cuento y novela. Colaborador de El Búho, El Cuento, El Heraldo Cultural, La Cultura en México, y Revista Universidad de México. Entre su obra publicada se cuentan: Los extraños, Los buscadores de la dicha y El sótano blanco. Andrés Henestrosa (San Francisco Ixhuatán, 1906 - ciudad de México, 2008). Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Colaborador frecuente de Revista de la Universidad, Casa del tiempo, Mar abierto, El Nacional, Excélsior, El Universal, Novedades, por mencionar algunos. Entre su obra publicada destacan: Los hombres que dispersó la danza, Retrato de mi madre y Los hispanismos en el idioma zapoteco. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Ernestina Loyo (Tampico, 1958). Editora y traductora, laboró en el área de producción editorial en el Fondo de Cultura Económica. Desde 2007 es encargada de publicaciones de la Dirección de Información y Documentación de la Coordinación General de Edu­cación Intercultural y Bilingüe (sep).

Alfonso Macedo. Ha publicado ensayos en la revista La Palanca y en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Doctor en teoría literaria por la uam Iztapalapa. Ha publicado varios artículos de investigación sobre Ricardo Piglia en Signos literarios, Latinoamérica y Xihmai. Gerardo Piña (ciudad de México, 1975). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Xavier Quirarte (1956). Es periodista cultural, especializado en jazz, rock, música contemporánea y otros géneros afines. Reportero de los diarios El Nacional, La Crónica de Hoy y Milenio, y colaborador en diversas revistas. Autor del libro Ritmos de la eternidad y coautor de Coltrane y Por amor al sax. Es bajista y cantante del grupo Sociedad Acústica de Capital Variable. Mario Saavedra. Escritor, periodista, editor, catedrático y crítico. Ha publicado en periódicos y revistas como Excélsior, El Universal, Siempre!, Revista de la Universidad y El Búho. Es autor de los ensayos biográficos Elías Nandido: Poeta de la vida, poeta de la muerte y Rafael Solana: Escribir o morir. Haydeé Salmones (ciudad de México, 1989). Licenciada en lengua y literaturas hispánicas por la unam. Becaria de narrativa en la Fundación para las Letras Mexicanas 2013-2015. Actualmente inscrita en la Maestría en Producción Editorial de la uaem Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el fonca. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Gonzalo Soltero (ciudad de México, 1973). Licenciado en estudios latinoamericanos por la unam, maestro y doctor por el Centro de Estudios en Política Cultural de la Universidad de Warwick, Inglaterra. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia y el Premio Banamex a la Evolución en Internet. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

Descarga Tiempo en la casa, suplemento.

Érszebet, la bañista de la tina púrpura Silvia Peláez Calibán sobre Miranda. Entrevista con Silvia Peláez, dramaturga Jesús Francisco Conde de Arriaga


Presentación del libro LIBROSELECTRÓNICOSUAM El desarrollo de capacidades genéricas en el nivel licenciatura. Una experiencia María José Arroyo Paniagua

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En el marco de la FUL 2015, la Universidad Autónoma Metropolitana recibirá el premio al “Mérito Editorial Universitario” que otorga por primera ocasión la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo para reconocer el trabajo editorial de las universidades.

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7 de julio, 18:00 hrs. Auditorio Pedro Ramírez Vázquez, Rectoría General de la UAM

Miércoles 26 de agosto, 14:00 hrs. Auditorio “Josefina García Quintanar” del Polideportivo “Carlos Martínez Balmori”. Ciudad del Conocimiento, carretera Pachuca-Tulancingo km. 4.5, colonia Carboneras, Mineral de la Reforma, Hidalgo.


Revista mensual de cultura Año XXXIV, época V, Vol. II, número 18-19 • julio-agosto 2015 • $70.00 • ISSN en trámite

Colección

Déjame que te cuente Presentación de títulos y espectáculo teatral

Presentación: Alma Mejía González

(coordinadora de la Colección) Espectáculo: Marcela Mora Camarena, Ana Lourdes López, 22 de julio, 13:00 hrs. Angélica Crescencio y Vestíbulo de la Biblioteca Alfredo Barrera Acosta

Pinotepa Nacional. Mixtecos, negros y triques de Gutierre Tibón 1 de julio, 13:00 hrs. UAM Azcapotzalco Sala Audiovisual E-001 Presentan: Miguel Ángel Muñoz Herón García Ruiz

Educación

La reconstrucción de vínculos en el ámbito universitario Silvia Radosh Corkidi y Leticia Flores Flores, coordinadoras Ensayo literario

De orden suprema: la obra de Guillermo Prieto y la literatura de viajes en México Marina Martínez Andrade Política

Entre la tradición y la modernidad. Cultura política y participación ciudadana en el Distrito Federal Rigoberto Ramírez López, Mario Alejandro Carrillo Luvianos, Ana María Fernández Poncela y Juan Reyes del Campillo Lona, coordinadores Sociología

Migraciones y movilidades en las regiones indígenas del México actual Jorge Mercado Mondragón, coordinador

casadeltiempo • número 18-19 • julio-agosto 2015

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

Presentación del libro

35 Aniversario

“É r S (B sze up us be l ca t, em en el la t có ba di ñi o e le go s t c a Q R de tró n pa la ra ti ico T de na sc pú iem ar ga rpu po en gr ra at ”, l ui de a c ta a en Silv sa: pá ia gi Pe na lá 7 2 ez )

Carretera Federal Los Reyes-Texcoco, km.14.3, San Miguel Coatlinchán


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