Presentación de libro Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. II, número 20 • Septiembre 2015 • $60.00 • ISSN en trámite
La mirada urbana en Mariano Azuela (1920-1940) de Teresita Quiroz Ávila
1 de octubre, 17:00 hrs.
Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, XXVII Feria Internacional de Antropología e Historia
Arquitectura
Segunda Modernidad urbano arquitectónica: lecciones significativas de la Segunda Modernidad en México Catherine Rose Ettinger McEnulty, Louise Noelle Gras, Alejandro Ochoa Vega (coordinadores) Ensayo literario
Gente con nombre de calle. La Historia está en la calle Héctor Anaya Filosofía
Lecciones de filosofía moral Miriam M. S. de Madureira, Maximiliano Martínez Fotografía
Diálogos de la mirada. Retratos Norma Patiño
casadeltiempo • número 20 • septiembre 2015
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
Memoria del sismo
Matemáticas
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Introducción a las ecuaciones diferenciales parciales Gabriel López Garza Francisco Hugo Martínez Ortiz
Suplemento de la Revista
Año tras año, nuestra universidad ha participado en las ferias de libro más importantes del país. En septiembre y octubre, podrás encontrar nuestra oferta editorial en la:
IV Feria del Libro en Derechos Humanos 10 y 11 de septiembre
Facultad de Derecho de la UNAM, Ciudad de México
XXVII Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia Del 24 de septiembre al 4 de octubre
Patio Central del Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México C
XXXIV Feria Internacional del Libro del Instituto Politécnico Nacional
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Unidad Profesional “Adolfo López Mateos”, Ciudad de México
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Del 30 de septiembre al 11 de octubre
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XXXI Feria del Libro Chapingo 2015 Del 1 al 11 de octubre
Universidad Autónoma de Chapingo, Texcoco, Estado de México
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XV Feria Internacional del Libro en el Zócalo de la Ciudad de México Del 9 al 18 de octubre
XXV Feria Internacional del Libro Monterrey 2015 Del 10 al 18 de octubre
CINTERMEX, Parque Fundidora, Monterrey, Nuevo León
IV Feria de Revistas de la ENAH Del 26 al 30 de octubre
Escuela Nacional de Antropología e Historia, Ciudad de México
4ta. Feria Internacional del Libro Chiapas Centroamérica Del 26 al 31 de octubre
Biblioteca Central Universitaria “Carlos Maciel Espinosa”, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas
septiembre
editorial Inundaciones y temblores son consustanciales a la biografía de la ciudad de México. En la memoria reciente de la capital, los sismos del 19 y 20 de septiembre de 1985 son un referente histórico preciso, como antes lo fueron el llamado sismo de la Ibero (del 14 de marzo de 1979), el sismo que derribó al Ángel de la Independencia (28 de julio de 1957) y el sismo de la llegada de Madero (7 de junio de 1911). Sufrió otros la ciudad, junto con poblaciones diversas, entre estos periodos; algunos fueron más letales que los mencionados; pero la mayoría no posee una efeméride significativa que los relacione entre sí, excepto el número de decesos o la proporción de los daños. Del temblor del 85, como los recuentos de asistencia a las marchas, hay siempre un cuestionamiento de las partes. La cifra de defunciones y accidentados que dio oficialmente el gobierno mexicano partió de evidencias circunstanciales: en principio se admitieron dos mil quinientas defunciones; pero la magnitud de la catástrofe y otros momios (los desaparecidos, los miles de edificios dañados y destruidos) ofrecieron números aterradores: los noticieros y diarios de Estados Unidos calcularon diez mil muertos; los años han aumentado las cantidades de pérdidas humanas hasta tres o cuatro veces este número. Quedará siempre la interrogante. El artículo que contiene la data y estadísticas del temblor del 85 en la Wikipedia tiene una edición rigurosa. Sin embargo, la duda queda para el patrimonio del imaginario: un efecto que se replica en la actualidad en las redes sociales. Se da un mayor crédito al rumor y a la teoría de las conspiraciones cuando la desinformación propiciada por el gobierno es insatisfactoria para la sociedad. Al cumplirse treinta años de estos hechos no se ha olvidado el rostro estupefacto, incrédulo del presidente Miguel de la Madrid ante la desolación de la ciudad, ni la lenta capacidad de respuesta de nuestros funcionarios. A la vez, se recuerdan con orgullo diversas gestas personales y actitudes de los ciudadanos, su conciencia y capacidad de organización y empatía por sus vecinos y por sus amigos o por meros desconocidos. Solidaridad, la llamaron los políticos. En contraste, las generaciones de entonces mostraron y atestiguaron su capacidad humana y colectiva para enfrentar la adversidad y demostrar su fuerza y entereza ante su hogar destruido. Deseamos que este mínimo recuento exprese el sentir de Casa del tiempo.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxv, época v, vol. ii, núm 20 • septiembre 2015. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada: Andrés Garay © diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López, Director de Publicaciones y Promoción Editorial, Coordinación General de Difusión, Rectoría General, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2o piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Del. Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2013-092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Dirección de Tecnologías de la Información, Ing. Jorge Ordaz Ortiz, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387. Fecha de última modificación: 29 de junio de 2015. Tamaño de archivo: 6.8 MB Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil De Sulamith, 3 Pablo Piceno
profanos y grafiteros Vestigios de la Alameda, 5 Tayde Bautista Vuelo imaginario sobre historias de concreto, 10 Jesús Vicente García Trepidaciones, 15 Ramón Castillo Tlatelolco: ingenua visión de una ciudad posible, 18 Héctor Antonio Sánchez Managua 72, México 85: la poesía testimonia las tragedias, 23 Moisés Elías Fuentes La morgue más grande de la ciudad, 26 Jorge Vázquez Ángeles
ménades y meninas Ernesto Ríos Lanz, Portafolio, 30 Arquitectura e ingeniería, 35 Antonio Toca Fernández
antes y después del Hubble La fortaleza del huracán. Ezequiel Martínez Estrada, narrador, 41 Rafael Toriz Dimes y diretes, 45 Jaime Augusto Shelley Declaración de ausencia y presunción de muerte. Segunda parte, 48 Paul Jaubert
armario Hemos perdido el reino (fragmento) 52 Marco Antonio Campos
intervenciones, 54 Mateo Pizarro
francotiradores Un arte de fantasmas de José de la Colina, 55 Andrés García Barrios Dos películas en tres dimensiones, 58 Juan Patricio Riveroll Memoria necrofílica y cartografías del sur. Estética y emancipación. Fantasma, fetiche, fantasmagoría, 62 Fabiola Camacho Entre la inquietud y el descontento: Perros días de amor de Barry Callaghan, 65 José Antonio González de León Los valientes no ceden: De orden suprema, Guillermo Prieto y el periplo literario en México, 69 Francisco Mercado Noyola
colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico La herencia como herida y luz: entrevista con Piedad Bonnett Claudia Posadas
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De Sulamith Pablo Piceno
* si en todo lo que odias u odiarás si en todo lo que muere como un sauce herido en su vigor más puro estuvo ya tu temblor contenido tu angustia de morir amando, de que no bastara la rendición heroica, el poema más total, ¿por qué no huir ahora, desnuda como estás, del campamento?
** como no te conozco ni sabría pintarte ni sé si hoy mismo te he de soñar y por eso tal vez mañana te olvide o te mire andar y no te reconozca —porque cambiamos todos— como todo eso ha de pasar me tomaré en tu honor una copa de vino y te escribo estas coplas para disecar el encanto por los ojos tuyos que nunca me han visto y por tus manos que nunca he tocado
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no saldré del pueblo si bebo del pozo ni soñaré el sueño si te invento un nombre. (gira a intermitencias la cajita de música y te borda / como un memorial / la carne de la plegaria arrumbada en la sombra.)
*** toda la noche llueves sobre mí sulamith tu elíxir de cenizas
**** la víspera de otoño la primera noche para remediar los males de la tierra para detener la guerra canto un nombre. en méxico no caen hojas no sopla el viento este otoño es otro otoño. para detener el tiempo canto un nombre hace meses que no lloro los dolores grandes callan siento temblor en la sien tosiendo por no resistirme. canto un nombre me pregunto cuántas lámparas cuántos oriones contemplan cuántos cuerpos alumbraste. porque seas en mí / por verte canto un nombre.
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Vestigios de la Alameda Tayde Bautista
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A las ocho de la mañana la avenida Juárez está repleta de gente. Mujeres en tacones, hombres trajeados, jóvenes en patineta. Tal vez se dirigen al hotel Hilton, al Museo de la Tolerancia, a la oficina de Relaciones Exteriores, a la Plaza Alameda, a Bellas Artes o a Sears. Se escucha el claxon de una bocina. El panorama es muy distinto de lo que fuera treinta años atrás, en 1985, cuando un temblor sacudió a la ciudad de México. Algunos de los edificios de la manzana delimitada por Juárez, Balderas, Doctor Mora y la Alameda Central se derrumbaron, otros quedaron cojos; tiempo después tuvieron que demolerse. Justo enfrente se ubica el parque de la Alameda Central, restaurado en el 2012. Si le preguntáramos qué vio la mañana del 19 de septiembre de 1985, ¿qué nos diría de aquellos hoteles y edificios? El Hotel Regis En la parte alta del edificio destacaban las letras Regis pintadas de amarillo. Ese letrero era el emblema de uno de los hoteles mejor ubicados y más lujosos de la época. Su historia comienza en 1908, cuando Rafael Reyes Spíndola mandó construir un edificio para albergar las oficinas del diario El Imparcial. Eran siete pisos construidos al estilo neoclásico, el diseño estuvo a cargo del arquitecto Pedro M. Vallejo.
Septiembre de 1985 en la ciudad de México. (Fotografías: John Downing / Getty Images)
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Debido al temblor de 1911, de 7.8 grados en la escala richter, el quinto piso se desplomó. El lugar cayó en el abandono y más tarde se remodeló para rentarse como departamentos, pero no tuvo éxito. Se vendió al magnate Rodolfo Montes quien lo convirtió en hotel, pero el Regis alcanzó su esplendor cuando, después de haber pasado por varios dueños, lo compró Anacarsis Peralta Díaz, “Carcho”. Él lo remodeló y construyó el cabaret Capri, la cafetería y el cine Regis con palcos estilo teatro. Al Regis asistía la crema y nata de la metrópoli, solía divertirse en el cabaret donde tocaba Agustín Lara; se dice que Frank Sinatra y Ava Gardner, en su luna de miel, visitaron este centro nocturno. El primer trabajo de Luis Spota fue de asistente de mesero en la cafetería. Al morir Anacarsis, en 1958, su viuda María Elena Sandoval se quedó a cargo y después lo cedió a su hijo Sergio Peralta quien lo remodeló e inauguró la cafetería terraza y el restaurante Medaillon. En 1970 cedió su administración a su hermana Yolanda Peralta quien mandó hacer el bar Establo. Actualmente, en este espacio, se encuentra el Parque Solidaridad. El Hotel del Prado En 1946 Luis Osorio decidió construir un hotel moderno para albergar a los turistas que comenzaban a llegar a la ciudad de México que se volvía uno de los centros cosmopolitas más importantes de Latinoamérica. El edificio, al principio, recibió críticas de los urbanistas, decían que el hotel se asemejaba a enormes cajas de sardinas, pero al poco tiempo, el Prado fue otro de los lugares emblemáticos del lujo y el buen gusto. Gente como Jorge Negrete, Gloria Marín y María Félix departían en el salón comedor Versalles que se utilizaba para las grandes fiestas y en el que tocaban “Los Churumbeles de España”. Dos pisos abajo estaba el Nicte-Ha, uno de los centros nocturnos más visitados. En la planta baja, el Sanborns abrió por primera vez sus puertas y era el sitio preferido para beber una taza de café, comer un club sándwich o un helado. Más tarde, junto a estas instalaciones abrió la cafetería Pam Pam, sin mucho éxito. Mientras tanto, en la planta baja del hotel se inauguró el cine Trans-Lux Prado. El Prado tenía una ancha escalinata que iba desde la banqueta hasta la recepción, y debido al tipo de personalidades que se hospedaban siempre había fotógrafos de prensa en sus alrededores. Sin duda, el mural de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central en el que aparecía el Nigromante con el letrero “Dios no existe” causó gran polémica; el arzobispo Martínez se negó a bendecir la inauguración del hotel y pidió borrar la frase. El asunto causó revuelo en la clase artística de México y en 1948 unos vándalos mutilaron la cara de Diego Rivera y la frase, por lo que durante años, la obra permaneció cubierta por miedo a que alguien la volviera a dañar. El Prado no se derrumbó pero quedó inhabilitado, el mural quedó intacto y se trasladó al Museo Mural Diego Rivera.
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Edificio Aztlán Eran dos edificios gemelos, cada uno de nueve pisos, y estaban unidos por la planta baja. El diseño arquitectónico fue de Carlos Obregón, tenía un restaurante, se ubicaban las tiendas Golfo y Caribe s.a. y las oficinas de la empresa skf. En este espacio, hoy, se alza el centro comercial Parque Alameda. La Alameda Es el testigo mudo del temblor de 1985, es el parque más antiguo de la ciudad y ha sido el escenario de varios acontecimientos históricos. En 1846, el general Santa Anna hizo su entrada triunfal en la capital y mandó llenar las fuentes de ponche para que el pueblo bebiera hasta hartarse. Madame Calderón de la Barca se ufanaba en que era una de las pocas mujeres que se atrevía a pasear sin carreta; criticaba a las damas que no querían ensuciar sus zapatos. En julio de 1867, Benito Juárez celebró su entrada triunfal en la capital con un gran banquete en la Alameda. Aquí sucedió el atentado contra Porfirio Díaz el 16 de septiembre de 1897 cuando llegaba a la Alameda para celebrar el aniversario 87 de la Independencia. Salvador Novo solía acudir para buscar galanes y se dice que Manuel Acuña recitó en ella sus últimos versos. La historia de este parque se remonta a 1592, cuando por iniciativa del virrey Luis de Velasco se mandó construir un jardín en lo que era el tianguis de San Hipólito. Se le llamó Alameda porque al principio se plantaron álamos, luego sauces y fresnos. Se trazaron las calzadas y una fuente, fue el paseo público de la ciudad, pero debido a la zona fangosa se inundaba frecuentemente y el ganado solía pastar en los jardines. Durante la Guerra de Independencia y la consecuente inestabilidad política y económica el jardín se abandonó. Fue hasta el periodo de la República restaurada cuando se reanudó la remoción de la Alameda y se instalaron fuentes, monumentos clásicos, bancas de fierro fundido, banquetas de cemento. En su época más resplandeciente, la Alameda contaba con cuatro mil árboles: sauces, fresnos y álamos, pero en 1869 solo quedaba un poco más de la mitad, cerca de 2 226 de los cuales 99 estaban secos. Se decía que era lugar preferido para pasear por la mañana porque había un poco de todo: perfume en la tierra, tranquilidad en el cielo, frescura en el espacio. Los domingos eran los días especiales: los niños jugaban a las canicas, brincaban la reata. La banda musical de la Gendarmería o la de Zapadores amenizaban el paseo; la caja armónica donde se colocaba la banda musical estaba escondida en lo más espeso del bosque. Se escuchaba el coro de Alzira, la cavatina de Verdi, Tristán, la marcha de Sehaki. Los poetas y artistas solían ir para buscar inspiración. Hoy, el parque es un emblema, aún es uno de los sitios preferidos para caminar por las mañanas y, a su manera, es un lugar para descansar, todavía es posible sentarse y mirar lo que pasa: a los transeúntes, a los autos, mirar los edificios del frente y pensar en toda la historia de esta zona de la ciudad, en todo lo que sucedía en esos edificios y hoteles que ya no están y que se convirtieron en polvo en 1985.
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Vuelo imaginario
sobre historias de concreto Jesús Vicente García
i Beatriz cumplió treinta años en julio. Es del año del terremoto. Basilio fue a la fiesta, en el departamento de ella en la colonia Roma. Vio algo raro y me pidió que no le dijera a nadie; pecaré de indiscreto. Al final del festejo, cuando ya los pocos invitados ebrios se sentaron para platicar y tomarse las últimas copas, Basilio vio las fotos de la pared que al parecer a nadie le interesaron o al menos no escuchó ni un comentario al respecto, ni él las había visto. Las fotografías eran del terremoto: edificios derrumbados, casas hechas añicos, fierros retorcidos, acercamientos de rostros compungidos, relojes detenidos a las 7:19 de la mañana, un cine con la marquesina anunciando Rambo y a un lado brigadas civiles y bomberos sofocando un incendio entre ruinas, adolescentes polvoreados orinando en un poste inclinado, gente entre montañas de escombros con picos y palas, ángulos diversos del entonces estadio de béisbol Parque Delta del Seguro Social, con cuerpos cubiertos por una sábana en la orilla del campo y la gente en fila para reconocerlos cubriéndose la nariz, o diversos ataúdes hechos al vapor con madera que se usa para los guacales en que transportan el tomate; cuerpos entre los escombros, cuerpos aplastados, sangre regada, alguna mano alzada en señal de vida. La reacción de Basilio fue de silencio. En la mañana, Beatriz le sirvió café y desayunaron; la interrogó, no comprendía ese gusto por la catástrofe. —Es mi raíz, yo nací en el desastre de 1985, ¿por qué no puedo tener esto como parte de mí de la misma manera que otros tienen sus fotos con su familia o en algún viaje a Acapulco cuando eran niños? —lo dijo con mucha tranquilidad, según palabras de Basilio. Éste no respondió. La cruda no lo dejó pensar. Cuando Beti entró a bañarse, Basilio aprovechó para sacar fotos de las fotos de su sala que están enmarcadas, como si fuera exposición y hasta con su ficha técnica. Es un trabajo bien hecho, afirma Basilio. “Está algo lurias la Beti, ¿qué no?”, comentó por lo bajo.
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Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco
Beatriz es una verdadera hija del terremoto. Tenía dos meses de nacida cuando sucedió. La lucha por la vivienda comenzó por parte de su mamá. Vivieron en campamentos, en vecindades, con las dos abuelas, hasta que por fin logró obtener un departamento; en donde vivían se derrumbó, y sufrieron los embates de la burocracia, nos les querían dar vivienda por mil trabas. Consiguió el departamento en el cual vive Beti y otro cerca de Tacuba. Por eso, el ejemplo de ésta ha sido de lucha constante, siempre en movimiento, como un sismo, no se detiene y menos ahora, a sus treinta y enamorada de Basilio, toda una licenciada en contabilidad por el ipn. Su mamá es líder en materia de vivienda. Su papá falleció a los cinco años de aquéllo. Esto no lo sabía Basilio, el que pregunta todo. ii El terremoto de 1985 es el parteaguas de este Distrito Federal. Miles de muertos, desaparecidos, heridos, olvidados en su soledad, en la búsqueda de sus seres,
convertidos en detectives de sí mismos, en albañiles de su vida, en luchadores por la vivienda, creadores de la sociedad civil (término que existió a partir de este desastroso hecho). Basilio no había nacido, sino hasta dos años después del terremoto, a uno del Mundial de México 86, el mundo unido por un balón (recuerdo que fui con mi hermano Andrés a Reforma cuando la selección le ganó no sé a quién y eso era una locura, jamás había visto tanta gente junta), cuando la televisión puso de moda a una mujer que tenía unos pechos que se le salían de la playera de la selección, que cantaba “Chiquitibum a la bimbombá, México, México, ra-ra-rá”. Llegó el 87 y el rock en español llegó para quedarse. En la radio sonaba Alaska y Dinarama, “dónde está nuestro error sin solución, fuiste tú el culpable o lo fui yo, ni tú ni nadie, nadie, pueden cambiarme”; los casetes daban vida durante media hora o cuarenta y cinco minutos por lado con Radio Futura, Soda Stéreo, Git, Nacha Pop, El Último de la Fila, Los Toreros Muertos, Hombres G, La Unión, Olé Olé, Miguel Mateos, Mecano y muchos solistas y grupos que nos hicieron bailar y cantar cosas
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distintas a las que hasta ese momento había. En inglés, Toto, Super Tramp, Police, Brian Adams, Quiet Riot (después del terremoto vino a México y se presentó en Siempre en Domingo), Madonna, Scorpions, David Bowie, Duran Duran, Men At Work, Cindy Lauper y otros que sería interminable enumerar y que ahora son clásicos. Pero dos años antes, en los diarios, muy inmediato al desastre de aquel jueves 19 de septiembre de 1985, uno veía a nuestra ciudad hecha añicos, edificios grandes y hermosos que no llegaban ya ni a obra negra, eran “escombros del destino”, como diría Rodrigo González en su canción “No tengo tiempo de cambiar mi vida” (quien murió en el temblor). A mis dieciséis, veía las fotos, porque no podía ir a todos lados y mirar todo, de manera que ésa era nuestra conexión con el mundo aún no globalizado, e incluso recorté imágenes de las costureras de San Antonio Abad, de los Multifamiliares Juárez, de la colonia Roma, de Televisa Chapultepec, en fin. La ciudad se tornó gris, como el rostro de un enfermo al que le tienen que poner sondas para alimentarlo. Nosotros nos quedamos sin agua unas semanas. Había que ir a Viaducto y Bolívar a acarrear. Andrés hizo un carrito de baleros desde antes del temblor y sirvió para
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llevar nuestros botes. Un tiempo no hubo luz. Caminar por las colonias Centro, Obrera, Doctores, Roma, Tránsito era andar entre ruinas y el olor era a gas, a podredumbre, como si el mismo aire tosiera y no tuviera ánimos de andar. La ciudad era terrosa, aunque uno se bañara, parecíamos polvorones; había movimiento y en algunos tramos parecía que el tiempo se hubiese detenido. Sobre la calle de Independencia, bares y cafés se quedaron en pausa, algunos derrumbados parcialmente, otros completos, los dueños los dejaron ahí a su suerte; muchos años así estuvieron y no fue sino hasta el 2000 que esa calle fue cambiando poco a poco, parecía que la hubieran bombardeado. Donde había edificios pusieron zonas verdes, algunos con placas enumerando los nombres de quienes fallecieron. Todo esto le fui platicando a Basilio al caminar sobre Eje Central hacia Viaducto, mientras llovía un poco. Al pasar por el metro San Juan de Letrán, me pidió que le platicara cosas del terremoto, qué vi, qué sentí, a qué olía la ciudad, de qué color era, qué ambiente se creó; eso no lo pudo ver en internet, o no del todo. Una revista de no sé qué estado le pidió un artículo que hablase de la literatura que se ha generado a propósito del terremoto.
—Entonces investiga eso y no lo que te platico. —Me interesan las dos cosas —en su cel me muestra una lista de libros que encontró en su investigación (luego me lo envió por correo), entre los que estaban unos que no eran de narrativa, sino de información y que se hicieron al vapor, repletos de fotos, y ese punto lo enfatizó: las fotos. Entre los libros, señala los siguientes: ¡Terremoto!… Septiembre rojo, Elena Colmenares, octubre de 1985; Terremoto en México, Xavier Gómez Coronel, noviembre de 1985; Ciudad quebrada, Humberto Musacchio, noviembre de 1985; Museo nacional de horrores (con crónicas de Ana Lilia Arias), Nikito Nipongo, abril de 1986; Zona de desastre, Cristina Pacheco, febrero de 1986; Imágenes; México mártir. Crisis y sismos, Carlos Samayoa Lizárraga, enero de 1986; Reseña periodística del macrosismo que arrasó a la ciudad de México. Almanaque de México, varios autores, sin fecha; Esto pasó en México, varios, diciembre de 1985; 19 de septiembre, varios, 1985; Entrada libre, Carlos Monsiváis, 1987, y No sin nosotros: los días del terremoto 1985-2005; Elena Poniatowska, Nada, nadie: las voces del temblor, 1988; Terremoto, Guadalupe Loaeza, 2005. Para Basilio hay dos importantes: Hemos perdido el reino, Marco Antonio Campos, 1987, basada en sucesos reales durante los sismos, relatado mediante tres historias distintas, y Miro la tierra, de José Emilio Pacheco, 1986, donde poetiza el terremoto y a la gente que estuvo ahí. También se le atravesó un cuento que trata acerca del sismo, de Alain-Paul Mallard, en una antología de la unam; en Arte y olvido del terremoto, 2010, Ignacio Padilla reflexiona las razones de la ausencia de la representación artística de la catástrofe; en el número de octubre de 1985, en Revista de Revistas, vio un texto de Alfredo Cardona Peña; en Proceso del 23 septiembre de 1986, una crónica de Monsiváis, así como dos textos literarios, uno de Miguel Ángel Flores, “Cuadros para una danza de la muerte”, y un poema de David Huerta, “Elegía del Ajusco”. Otra curiosidad que halló fue que en 1987 el pri lanzó una convocatoria con cuatro categorías: poesía, testimonio, ensayo y cuento, el resultado fue El pueblo como protagonista en el sismo y la
reconstrucción. Entre el jurado estuvo Alí Chumacero. Por su parte, Estela Leñero, en 1990, puso en escena Las máquinas de coser, cuya trama se basa en la problemática de las costureras que perdieron la vida en el sismo y las condiciones laborales en las que se encontraban. En 2005, Milenio, mediante su suplemento “Laberinto”, y El Universal, en su “Confabulario”, hicieron un compendio sobre el sismo. Hace un par de años, Sexto Piso publicó la novela gráfica Septiembre. Zona de desastre, de Fabrizio Mejía Madrid y José Hernández, escritor y dibujante, respectivamente. Este año, Mónica Lavín publicará un libro con el mismo tema. Me sorprendió que anexara la novela de mi gran amigo Jesús Vicente García, El Gran Vals, 2002, cuyo personaje es consecuencia del terremoto de 85; es más, sin temblor no habría personaje ni historia. Y nadie la comenta, excepto Basilio. “¿Conoces al autor?”, pregunta asombrado. “Nacimos y crecimos juntos en la Obrera, ambos estudiamos letras. Él es barrio, es como yo, hijo de la noche”. Ahora quiere que se lo presente. iii Cada que Basilio visita a Beti, el terremoto lo tiene muy presente y hasta le ha tomado más interés por razones obvias. De hecho, me ha pedido que lo acompañe a Tlatelolco, a donde estaban los Multifamiliares Juárez, a Televisa Chapultepec, a San Antonio Abad, a un tour singular que deberían de poner en marcha para los turistas, que se llame la Ruta del Terremoto, que todo el mundo sepa que ello cambió fisonomía, política, arquitectura, estética, sociedad civil, sensibilidad del chilango, aunque no está muy seguro que el habitante haya mejorado, a juzgar por la inseguridad que predomina, pero puede ser un buen comienzo para el cambio, según me dice mientras caminamos sobre la Doctores y le platico lo poco que sé de la historia del cine Maya, que ya no existe (ahora es un monstruo abandonado que a última fechas lo usaron para vender autos), pero lo hacemos existir con la imaginación, a punta de palabras, en este pedazo de concreto.
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Trepidaciones Ramón Castillo
La ciudad, ya lo dijimos, perfecciona a diario el plan maestro de su demolición, de su regreso hacia el embrión, las breñas, las piedras del principio. Eduardo Lizalde
La ciudad de México exige de sus habitantes la aceptación sumisa del azar y, de manera contraria, la tenaz voluntad de sobreponerse a sus designios. Como espacio de enorme peso histórico, las inercias que han signado su desarrollo tienen importantes repercusiones simbólicas, destacando de entre ellas el despropósito y la obstinación. Rasgos que, en buena parte, definen los derroteros de nuestro ser nacional. Mucho se ha escrito sobre el frágil escenario donde se asienta el monstruo de casi nueve millones de personas y el crecimiento inusitado, caótico e improvisado de sus calles y edificios, la anarquía de sus reglas no escritas, así como el franco espíritu de supervivencia de sus habitantes. Corazón de arterias taponadas e inmuebles carcomidos, este es el teatro donde se escenifica el juego del poder. Ha recibido con igual coquetería lo mismo a conquistadores que a tlatoanis, a presidentes que a pobres diablos, a libertadores y revolucionarios, a hordas de burócratas y a empresarios de obscenas fortunas; de ahí que para una parte del imaginario colectivo todos los caminos lleven al Zócalo. Se sabe que, al igual que Roma, la ciudad no se construyó en un día, es más, aún no termina de configurarse. En permanente hechura, tapizada de remiendos y nuevas obras, esta metrópoli emerge cada mañana de sus ruinas para seguir, mostrenca y vanidosa, su camino hacia la disolución.
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Majestuoso y al mismo tiempo atroz, este territorio expresa su vitalidad mediante convulsiones reiteradas, demostrando que en el centro mismo de la república llevamos inscrita a la turbulencia como el sino que nos define. El visitante tiene que aprender a lidiar con la potencia inconmensurable de la tierra, la constancia de lo provisional del esfuerzo humano. Vivir en el Distrito Federal conlleva abrazar la futilidad y, a la vez, saborear la aventura de estar parados sobre suelo incierto. Existe un pacto tácito que firma cada uno de los pobladores. Saben que la ciudad tiene una naturaleza efímera. Ese es uno de sus más terribles encantos y el no menos infame de sus excesos. Como pocos lugares del territorio, aquí se vive y se goza con la certidumbre de que para la naturaleza todo afán terreno es nimio. Como dijera un clásico, la vida no vale nada. O si lo vale, tiene el precio que impone el ser parte de este enorme animal citadino llamado Distrito Federal. En palabras de Fernando Curiel, “ningún psicólogo social o antropólogo urbano o historiador de las mentalidades o economista de coyuntura o tecnócrata de la anexión podrá explicar, razonablemente, cabalmente, por qué carajos permanecemos aquí, retrepados a dos mil y pico de metros de altura sobre el nivel del mar, sofocados en invierno, al borde de un estiaje total, respirando toneladas de mierda, sobre un suelo arcilloso que o se anega o resquebraja o hunde o trepida”. Este arrojo incomprensible bien podría ser uno de los núcleos elementales que definen a nuestra raza, en definitiva, somos proclives a amancebarnos con el capricho suicida o el absoluto desdén. Si bien México no es la única ciudad que padece con frecuencia veleidades tectónicas, no deja de llamar la atención que los movimientos telúricos de la capital parezcan tener un correlato en casi todos los registros sociales. Octavio Paz utilizó una imagen que pretendía explicar el orden de la cosmovisión nacional. La pirámide como el eje del universo —señaló el Nobel— es “el sitio en que se cruzan los cuatro puntos cardinales, el centro del cuadrilátero: el fin y el principio del movimiento”, y más adelante abunda “si México es una
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pirámide trunca, el Valle de Anáhuac es la plataforma de esa pirámide. En el centro del valle está la ciudad de México, la antigua México-Tenochtitlan, sede del poder azteca y hoy capital de la República”. Si bajo tal argumento este es el lugar desde el cual se define y traza el destino de todo un pueblo, donde se erige la confluencia de los tiempos y fuerzas, quizá tendríamos que aventurar un elemento más para integrar una lectura de mayor amplitud, esto es, la naturaleza convulsa y sobresaltada de la base donde la pirámide se asienta. En otras palabras, si la centralización del poder hace de este lugar ombligo de la historia, la economía y el gobierno; entonces, en el país cada sismo es una forma de hacer presente nuestra atropellada existencia como nación. Bajo una lectura que se desplaza de la topografía a la metáfora, todo nuestro sistema vive con la fantasmagórica presencia de una inevitable caída, pues reconocemos que el monolito jerárquico que simboliza nuestra altanería adolece de unos ridículos y enclenques pies de barro. El temblor y la zozobra son, pues, parte constitutiva de este país. El propósito de la pirámide es crecer en altura, sobreponiendo capas que disfracen su precariedad, aunque se imponga de manera obsesiva la natural tendencia al hundimiento. Su camino es sólo una larga dilación ante el destino manifiesto de ser engullidos por el oscuro lodo de nuestro devenir. Cada reconstrucción es un gesto entre heroico y risible, pues la urbe debe su grandeza a la paciente contumacia de sobreponerse a la fatalidad. Este país tiene mucho de imposible y muy poco de cierto, no obstante, ha sobrevivido a su propia desmesura. El temor latente de que todo pueda derrumbarse no sólo es una presencia para los habitantes del de saparecido lago; es una preocupación perenne para el resto de los mexicanos. Crecemos y vivimos como artistas existenciales que sonríen ante el desastre de su propia personalidad. En esta tierra, las turbulencias del terreno son extensivas al valor de nuestro dinero, a la seguridad en el trabajo, a la probidad de los políticos y a los vaivenes de cada sexenio.
Los sismos que sacuden a la ciudad de México nos recuerdan, especialmente a quienes los padecemos, la trémula característica que define a todo nuestro proyecto de nación, su estructura endeble, los cimientos pobres y mal hechos, el siempre obstinado afán de sostener batallas contra la gravedad o el buen juicio. Las trepidaciones sacan a la luz primitivos temores e inusitadas creencias. Sin embargo, uno se percata de que a fuerza de repetirse, el sismo nos hace receptivos al impacto, convivimos con la incertidumbre y la vida misma está en permanente suspenso. Si debemos leer nuestra identidad a partir de la escala de Mercalli, también debemos admitir que al cimbrarse nuestras certezas, algo en nosotros se empecina en luchar rabiosamente. La tragedia íntima de la nación es que se
crece al castigo. Estamos habituados a emplazamientos dementes y desaforados. He ahí nuestra gallardía y también nuestra vergüenza. Cada segundo de vibraciones prolonga el vetusto grito de la tierra, es un canto indecible. Pero luego, ya pasado el susto, los rezos terminan, los llantos desaparecen y comienza, otra vez, el acelerado ritmo de lo cotidiano. La inveterada fuerza que emana de este lugar nace de su fragilidad y tozudez, del espíritu que pareciera irradiar su influencia en todos los sentidos, dando así forma e inspiración al entrañable esperpento nacional. Al ser la ciudad de México el centro metonímico del país, en un nivel de símbolos y representaciones arquetípicas, una tarea para los futuros mexicanos quizá sería comenzar a emprender una historia patria a la luz de la sismología.
Equipos de rescate buscan supervivientes en los restos de un edificio del Conjunto Pino Suárez en la ciudad de México en 1985. (Fotografías: John Barr/Liaison)
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Tlatelolco:
ingenua visión de una ciudad posible Héctor Antonio Sánchez
Restos del edificio Nuevo León del Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco, septiembre de 1985. (Fotografía: John Barr/ Liaison)
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Hace casi ya dos años, la exposición Arquitectura en México 1900-2010, inaugurada en diciembre de 2013 en el Palacio de Iturbide de la ciudad de México, sorprendía al visitante con una imponente fotografía aérea del Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco: una imagen que conservaba el signo de vanguardia de aquel tremendo proyecto habitacional en la hora de su nacimiento (1964-1966). No poco llamaba la atención la elección de Tlatelolco como seña de identidad del quehacer arquitectónico en México durante el siglo xx, en que no fueron menores las aportaciones de nuestro país a la tradición moderna. Desde su origen, el delirante proyecto de Mario Pani debió sortear la polémica y aun la adversidad: ya entonces se le acusaba de megalomanía y, más simplemente, de fealdad. La catástrofe de 1985, que tantas vidas cobró en el vecindario, sumó a estas acusaciones una más grave: la de las fatales omisiones de su ingeniería. El colapso y posterior demolición de tantas de sus estructuras volverían a la postre irreconocible la inicial modernidad del que naciera como el mayor proyecto de vivienda social en América Latina. No fueron las únicas obras de Pani destruidas en el sismo. También en ese año pereció la torre de Aseguradora Mexicana, ubicada en Reforma y Lafragua —diseñada junto a Enrique del Moral—, y varios edificios de cuantos componían el Centro Urbano Presidente Juárez (1951-1952). Esta última mención es significativa. En realidad, el desarrollo de viviendas que resolvieran las necesidades de una metrópolis en aumento, con graves carencias para amplios sectores de su población, así como un trazo urbano que volviera la ciudad moderna un espacio más ameno, fueron preocupaciones constantes en la trayectoria de Pani, y dan de ello fe el Multifamiliar Alemán de 1947 —proyecto pionero en nuestra América, todavía en pie—, los condominios en Reforma 369, el frustrado plan vial e inmobiliario para el cruce de Reforma e Insurgentes, el trazo de Ciudad Satélite y, cómo no, el novedoso plan maestro para la Ciudad Universitaria. Es imposible continuar esta exposición sin traer a escena las ideas de Le Corbusier. Después de todo, Pani tuvo por destino una de esas fructíferas confluencias de un talento indudable y una situación de privilegio. Hijo de cónsul, fue aceptado en la prestigiosa École Nationale Supérieure des Beaux-Arts de París en 1928, tras varios infructuosos intentos. Vladimir Kaspé lo recordaría como “un joven moreno, delgado y de talla mediana; de rasgos fuertes y equilibrados a la vez”. La Ciudad Luz era entonces el corazón de la neuralgia que después nombraríamos el movimiento
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moderno en arquitectura, y aún resentía el embate de la emblemática Exposition Internationale des Arts Décoratifs et Industriels Modernes, de 1925. En la sala Pleyel, Pani conoció de viva voz las novedosas ideas del arquitecto suizo, quien proponía tres principios a la arquitectura moderna: el desarrollo de vivienda social, como lo exigía la enorme empresa de reconstrucción tras la Primera Guerra, ansiosa de ma teriales y sistemas que permitieran la fácil edificación en serie; una nueva planeación urbana, que aligerara los congestionados centros de las grandes ciudades decimonónicas, y el señalado uso de formas cubistas en la vivienda privada, con estructuras dispuestas sobre pilotis y así la posibilidad de plantas bajas libres. No son otros los fundamentos que permiten, por ejemplo, el carácter aéreo del campus central de la unam. En Urbanisme, Le Corbusier imaginó una ville contemporaine pour 3 millions d’habitants: un sueño tan paradójico y radical como premonitorio, según el cual la ciudad contemporánea, a fin de crear un espacio digno, debía aliviar la congestión de sus vetustos centros, aun al precio de su demolición: se requería optimar el uso del suelo mediante altos edificios; separar con áreas verdes a los diferentes sectores de población, de acuerdo a sus funciones (por ejemplo, las colonias de obreros se hallarían cerca del sector industrial), y apartar la circulación de peatones y automóviles. En el corazón de la ciudad confluirían las arterias del transporte en una gran terminal, flanqueada por rascacielos libres en su primera planta, que así permitieran el tránsito: trenes urbanos, autobuses, automóviles, y hasta un delirante aeropuerto en la cima. Para el suizo, esta solución de vivienda y cohabitación era de una importancia mayor: por ella era posible salvarse de graves tensiones y aun de revueltas sociales. Tras su contacto con los arquitectos de Moscú y otros sectores de izquierda, Le Corbusier modificó sus propuestas hacia 1932, en la Ville Radieuse: casi los mismos principios que en la Ville Contemporaine, salvo en su disposición; ya no más una urbe centralizada
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y elitista, sino una sucesión lineal de elementos, como el cuerpo de un hombre, a cuya cabeza se hallarían los rascacielos administrativos y cuyas partes estarían formadas por zonas residenciales. Le Corbusier adoptaba para ello las formas de edificios à redents, en zigzag, cuyos vértices crearían una suerte de bahías aprovechables para servicios comunes: canchas, jardines, áreas de circulación. Pues era su sueño una ciudad autosuficiente, que cubriera todas las necesidades y aficiones de sus habitantes, con espacios abiertos, con aire libre. Sí: Brasilia es la concreción más alta de estos ideales. En 1947, ya establecido en México, Mario Pani fue llamado por la Dirección de Pensiones Civiles y de Retiro, el actual issste, que contaba en la Colonia del Valle con un terreno de 40 000 m2, para desarrollar en él un conjunto de doscientas casas para sus trabajadores. El arquitecto hizo una oferta mejor: una gran unidad de edificios de departamentos: una “supermanzana”. Varias familias quedaban así avecindadas en un escaso uso del área, cuya construcción también reducía costos y liberaba amplias zonas de esparcimiento. Fiel a Le Corbusier, Pani dejaba libre la primera planta para otras necesidades: oficinas, lavanderías, escuela, negocios, que sumados a la alberca, las canchas, los jardines, convertían al Multifamiliar Alemán en una auténtica Ville Radieuse al interior de la ciudad de México; un núcleo habitacional autosuficiente. La buena fortuna del proyecto desembocó en un nuevo encargo, el Multifamiliar Juárez (1951-1952), que continuaba los aciertos del anterior a una mayor escala: 19 edificios, 984 departamentos, 3 000 habitantes. Una pequeña ciudad en que el peatón no se topaba jamás con una vía automovilística: un túnel de alta velocidad atravesaba el predio a desnivel, por debajo de los edificios. Aquí Pani sustituyó la disposición en zigzag por estructuras rectangulares, en que aire y sol beneficiaran por igual a todas las viviendas, e integró con sabiduría y elegancia creaciones plásticas de Carlos Mérida: un afán por dignificar la vivienda cuyo testimonio perdimos,
junto a tantas vidas, en 1985, por el fatal deterioro en que se sumía el conjunto. Algo fue distinto en Tlatelolco. Ciertamente, nadie parecía más adecuado que Mario Pani para realizar el enorme proyecto de recomposición urbana y desarrollo inmobiliario que buscaba desmembrar de una vez por todas la “herradura de tugurios” al norte del Centro Histórico. Pero frente al discreto encanto de su obra anterior, Tlatelolco se asentaba por igual en las orillas del gigantismo y del diseño de avanzada. Acaso lo primero era insalvable: después de todo, era un proyecto gubernamental, en una era en que el Estado mexicano buscó en la arquitectura un aliado de su grandilocuencia, del cual nuestro Museo de Antropología, más riguroso en el discurso político que en el histórico, es la muestra más notable. De esta cercanía con el régimen provienen, acaso, los mayores reproches al conjunto. Se le acusa, aún a
la fecha, de haber incurrido en los excesos del funcionalismo internacional: de haber despersonalizado un amplio sector de honda raigambre popular y haberlo sustituido por un entorno anónimo, de proporciones inhumanas y aun amorfas. Es difícil sopesar la balanza hoy, sobre un referente dos veces marcado por la tragedia. En todo caso, es claro que a la postre Tlatelolco conservó el espíritu de barrio, de núcleo propio al interior de la ciudad, que hubiera hecho las delicias de su diseñador. Desvencijada su forma, parece un acto de arqueología resucitar lo que fue en su origen: una noble, e ingenua, visión del futuro, la visión de una ciudad posible, en que sus habitantes pudieran acceder a una vivienda propia y digna. Una tierra prometida en que la arquitectura, más allá del insalvable orden económico y político que por desgracia le es marco, volviera a su función primera: contener el espacio, y restituirlo. Hacerlo, otra vez, un espacio humano.
Restos del edificio Nuevo León del Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco, septiembre de 1985. (Fotografía: Roland Neveu/Liaison)
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Rescatistas en la ciudad de MĂŠxico, septiembre de 1985. (FotografĂa: Roland Neveu/Liaison)
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Managua 72, México 85:
la poesía testimonia las tragedias Moisés Elías Fuentes
A Francisco Napoleón, mi hermano, quien me enseño a vivir Managua y México
Aunque ya vivía en la ciudad de México, los terremotos que la mortificaron el 19 y 20 de septiembre de 1985 no fueron míos sino tiempo después, cuando la adolescencia, de manera imperceptible, me convirtió en ciudadano de la capital de México, vetusta y juvenil a un tiempo. Fue con esa nueva identidad que el adolescente experimentó el vértigo emocional implícito en este verso de José Emilio Pacheco: “La caída no toca fondo.” Ese vértigo emocional, dicho sea de paso, se avecindó desde entonces en mis sentimientos cuando rememoro aquel septiembre. Casi trece años antes de los terremotos de 1985 en la ciudad de México, el 23 de diciembre de 1972 hacia las doce y treinta y cinco minutos, un sismo que cruzó la falla de la laguna Tiscapa arrasó con el centro de Managua, la capital de Nicaragua, donde yo nací ese mismo año, pero meses antes. Es decir, no crecí en la que, desde aquellos días, se nombra como la vieja Managua, sino en la Managua “terremoteada”, ese conjunto de suburbios hacia el este de la ciudad que terminaron por convertirse en el improvisado nuevo centro capitalino. Muchísimo más grande, poblada y desarrollada que mi natal Managua, la ciudad de México no se dispersó en suburbios ni fue despojada de su centro y, sin embargo, todo cambió, como bien me demostró la lectura de “Las ruinas de México (Elegía del retorno)”, largo poema en varios cantos que escribió José Emilio Pacheco poco después de los terremotos de 1985, y que forma parte del libro Miro la tierra. Dije poema en varios cantos, aunque también podrían ser versículos que conforman un salmo, toda vez que el poeta mexicano sin duda tuvo la Biblia a un lado al escribir el poema. Pero en realidad hablar de cantos o versículos es sólo un intento burdo por reducir “Las ruinas de México…” a formas, porque el poema, más allá de la elegía y el llanto, es una introspección en la propia tristeza, en la dolorosa certidumbre de nuestra finitud. Dice el poeta en la primera parte:
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Esquina de Humboldt y Artículo 123 en la ciudad de México. (Fotografía: John Downing / Getty Images)
Sube del fondo el viento de la muerte. El mundo se estremece en fragor de muerte. La tierra sale de sus goznes de muerte. Como secreto humo avanza la muerte. De su jaula profunda escapa la muerte. De lo más hondo y turbio surge la muerte.
Introspección en la tristeza, he dicho al referirme al poema de José Emilio Pacheco, y es esa misma introspección la que se devela en “Apocalipsis con figuras”, segunda sección del poemario Esos rostros que asoman en la multitud, en la que el poeta Pablo Antonio Cuadra reunió los poemas que escribió teniendo a la vista las múltiples tragedias emergidas con el terremoto de Managua. Uno de esos poemas, “El sirviente de Darío”, me llevó a comprender en unas cuantas estrofas el calado de la herida: Goyito, el hijo de Gregorio Blandón criado por los Darío se presentó al poeta —y entró a su servicio— cuando vino en su último viaje. Hoy está cubierto por un bramante en la calle y su nieta lo llora.
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Ateridos por el mismo dolor, el poeta mexicano y el nicaragüense lo expresaron de modo distinto: mientras que para Pacheco se imponía su dolor individual ante la tragedia, para Cuadra se imponía la tragedia colectiva con sus singularidades. Diríase que el nicaragüense y el mexicano sintieron las tragedias humanas de sus ciudades natales desde perspectivas opuestas, pero si observamos con atención comprendemos que, más bien, ambos poetas se identificaron con el gran dolor anónimo que recorrió las calles de Managua y México por aquellos días, el gran dolor provocado por la ambigüedad de la naturaleza humana: por un lado físicamente débil, por otro emocionalmente mezquina. Incuestionable, ambos poetas se impacientan y se sublevan ante la mezquindad humana, pero la impaciencia y la sublevación no determinan sus testimonios poéticos, sino que son otros más de los aspectos que se enlazan para el entramado de aquéllos. Lo que predomina en ambos testimonios es el dolor por la vida, o dicho de otro modo, el dolor del que quiere vivir, por lo que debe transitar el llanto y la desolación para recuperar la vida. Pacheco lo expresó con claridad meridiana en una estrofa:
Terminó mi pasado. Las ruinas se desploman en mi interior. Siempre hay más, siempre hay más. La caída no toca fondo.
También Cuadra miró al dolor de frente, a los ojos, no tanto para exorcizarlo sino para saber identificarlo entre los escombros en que acabó la ciudad, ruinas de una sociedad que había perdido la voz, como sugieren las dos últimas estrofas de “El sirviente de Darío”: Con este viejo sirviente quizás se apagan los últimos oídos que conservaban la voz de Darío. Al enterrar a Goyo en la fosa común enterramos al pueblo y con el pueblo la voz de su Poeta.
Ni el nicaragüense ni el mexicano se autocomplacieron en la exposición de su propia tristeza, de su extravío emocional, rodeados por esas casas y edificios que devinieron ruinas, tumbas. Al contrario, ambos prefirieron compartir su llanto y su incertidumbre con los demás, los hombres y las mujeres del común que con su ir y venir vitalizaban Managua y México. Ha ahí este fragmento del poema de Pacheco: A los amigos que no volveré a ver, a la desconocida que salió a las seis para ir a su trabajo de costurera o mesera; a la que iba a la escuela para aprender computación e inglés en seis meses, quiero pedir disculpas por su vida y su muerte.
Poesía elegíaca, sin embargo los textos de Cuadra y de Pacheco no son exaltaciones de la derrota, toda vez que ninguno de los dos poetas cedió a la autocompasión; antes bien, los poemas son cantos de amor, lo que esclarece la compleja sencillez de sus versos, mezcla de metáforas fuertes, que no violentas, y de rítmica cambiante, pero nunca cacofónicas. Los versos finales de “El hermano mayor”, de Cuadra, cifran y suman estas cualidades que he procurado resaltar:
Con las manos sangrando lo encontré en el rescate de Juan, lo vi cargarlo, me dirigió sus ojos llenos de ternura: “¡Ayúdame!” dijo. Debí gritarle ¡Padre, padre! ¿por qué nos abandonas? ¡Es inútil! ¡Ya lo conoces! siempre abandona el rebaño por una oveja perdida!
Lúdicos y reservados a un tiempo, el nicaragüense y el mexicano vivieron y murieron en sus capitales nativas, o mejor dicho, las vivieron y las murieron. Nacido en Managua el 4 de noviembre de 1912, Pablo Antonio Cuadra contaba sesenta años cuando el terremoto de 1972, y 89 años al fallecer el 2 de enero de 2002. Originario de ciudad de México, en la que nació el 30 de junio de 1939, José Emilio Pacheco tenía cuarenta y seis años al acaecer los sismos de septiembre de 1985, cuarenta y seis a los que agregó casi veintinueve años más, pues feneció el 26 de enero de 2014. Sin la pretensión de ser los “rapsodas” de sus ciudades natales, ambos atestiguaron ante la poesía sus particulares visiones del desamparo humano, de la fragilidad de nuestra vida, pero a la vez atestiguaron la valentía y la grandeza de los hombres y las mujeres cotidianos, los muertos y los héroes anónimos que no ambicionan el pedestal o el aplauso, sino tener una vida que sea por entero suya, para vivirla. Los poemas de Cuadra y de Pacheco testimonian aquellos días áridos; testimonios entrañables porque ambos poetas supieron escuchar los gritos y los silencios interiores, los que sólo la poesía se atreve a pronunciar, pues con los gritos y silencios reinventaron la íntima relación que nos une al entorno que nos rodea y a nuestro microcosmos personal. Y fue por la lectura de sus testimonios poéticos que he aprendido y aprendo cada día a vivir Managua y México como lo que son, las ciudades en que me invento y renuevo.
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La morgue mรกs grande de la ciudad Jorge Vรกzquez ร ngeles
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Resulta muy difícil no repetir la misma historia, los mismos datos o las mismas imágenes de lo que sucedió hace treinta años, el 19 de septiembre de 1985. Tampoco puedo recurrir al recuerdo personal porque en ese entonces tenía ocho años y tardé demasiado en comprender la magnitud de lo que había sucedido. Ahora que lo pienso, el temblor del 85 fue el primero que experimenté. Esa mañana, mi madre me peinaba frente al espejo de su recámara. Cuando la tierra comenzó a moverse, ella nos abrazó a mi hermano y a mí y nos quedamos quietos hasta que todo terminó. Para cientos de personas que hicieron lo mismo que nosotros, ese abrazo, ese gesto, resultó lo último que hicieron en vida. Esa ciudad que se destruyó me era totalmente ajena. Nunca conocí los hoteles Regis o del Prado, ni las torres del Conjunto Pino Suárez; tampoco el edificio Nuevo León en Tlatelolco, o el Multifamiliar Juárez; ni el Hospital General o el Centro Médico. Son edificios que por medio de fotografías identifico pero que no representan mucho para mí. Sólo recuerdo las estructuras partidas de los “Televiteatros”, en las calles de Cuauhtémoc y Puebla, que durante mucho tiempo permanecieron así, abandonados, con esa extraña quietud que ronda los cementerios. En Tacubaya, lugar donde vivo, no pasó nada porque las aguas del lago de Texcoco no llegaban hasta aquí. Las colonias ubicadas en las antiguas zonas lacustres fueron las más castigadas, sobre todo las correspondientes a la Delegación Cuauhtémoc. En conjunto, cuarenta kilómetros cuadrados de la ciudad fueron devastados, y suele olvidarse que estados como Michoacán, Jalisco y Colima también resultaron afectados. El informe de la Comisión Metropolitana de Emergencia del Distrito Federal señaló que “2 831 edificios sufrieron daños estructurales de algún tipo, 880 (31%) quedaron en ruinas, 370 (13%) requerían reparaciones mayores y 1 581 (56%) requerían reparaciones menores”.1 No obstante, hay una imagen que aunque tampoco viví, no deja de estremecerme cada vez que aparece durante las conmemoraciones del sismo: la de los ataúdes enfilados sobre los jardines del Parque Deportivo del Seguro Social, el estadio de beisbol construido en el terreno del antiguo Parque Delta que se quemó alguna vez y que, hacia 1952, debió de ser clausurado para siempre cuando sus tribunas de madera se vinieron abajo por el peso de la multitud, causando la muerte de dos aficionados. En ese lugar, el 30 de mayo de 1946, Babe Ruth conectó su último cuadrangular. La primera bola del nuevo estadio de acero y concreto se lanzó el 8 de marzo de 1955. Se trataba de un lugar moderno que contaba con los servicios de los que careció el Delta. La zona de palcos y butacas detrás de home estaba techada y protegida por
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http://bit.ly/1K7KZ8p
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una extensa red que caía con gracia y suavidad hasta fijarse en el backstop; para los cronistas se construyó un “palomar” en el primer nivel del estadio. Para los juegos nocturnos, antes irrealizables, el Parque contaba con siete torres de iluminación, esbeltas y ligeras, con potentes focos que irradiaban una luz blanca que iluminaba el cuadro y los jardines, haciendo visible el estadio como una perla brillante. Desde las instalaciones del Centro Médico, ubicado a pocos metros de distancia, y otros edificios aledaños, se percibía la iluminación. De acuerdo con un artículo publicado en el periódico Excélsior, 2 que el Instituto Mexicano del Seguro Social (imss) apoyara la construcción y luego administrara el estadio fue gracias a su director, Antonio Ortiz Mena. La tragedia de 1952 no significó la muerte del beisbol capitalino, ni permitió que el extenso terreno de Viaducto y Cuauhtémoc se empleara para otra cosa, como le ocurrió al dueño del Hotel Regis, Sergio Peralta Sandoval, a quien el entonces Departamento del Distrito Federal “decidió” comprarle el terreno para erigir la Plaza de la Solidaridad. Esa noche inaugural, cuando todavía el estadio olía a pintura fresca, los Gigantes de Tokio se enfrentaron contra una selección mexicana que ante veinticinco mil aficionados se llevó la victoria por marcador de 7-0. Días más tarde, el 4 de abril, se efectuó el primer juego de la Liga Mexicana de Beisbol, entre los Diablos Rojos del México y los Sultanes de Monterrey. A decir de los cronistas de la época, se trató de una feria de hits, triples y home runs que al final los rojos ganaron 18 a 14. Treinta años después, la importancia y popularidad del beisbol en la ciudad iban a la baja. El estadio ya de notaba la falta de mantenimiento: baños inservibles, butacas averiadas, lámparas fundidas, hoyos en la red
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de protección. Además, la huelga de peloteros de 1980 no sólo había roto la liga: también la relación con el público que dejó de asistir en masa al ser proscritos los líderes del movimiento. Ese año y mes fatídicos como la séptima entrada, la temporada ya había terminado. Los Diablos Rojos habían sido campeones al vencer a los Tecolotes de los Dos Laredos. Cuando aquella mañana dejó de temblar y los pri meros rescatistas improvisados comenzaron a buscar sobrevivientes entre los escombros, gesto de solidaridad que cambiaría para siempre el rumbo de la sociedad civil, los muertos comenzaron a amontonarse en las banquetas, como sucedió en Tlatelolco, donde los cuerpos hacían fila sobre la lateral de Paseo de la Reforma. No pasaron muchas horas para que las morgues de las delegaciones resultaran insuficientes, y con la destrucción de los hospitales más grandes —casi seis mil camas de hospital perdió el sector salud del Distrito Federal—, por su ubicación y cercanía con los lugares más castigados, se tomó la decisión de habilitar el parque de beisbol como una morgue, quizá la más grande en la historia de la ciudad. En los jardines del estadio se habilitaron tres zonas: identificados, no identificados y restos. Las fotografías de la época muestran a las personas que buscaban a sus familiares portando cubrebocas debido al olor de la carne en descomposición, a pesar de las bolsas de hielo que se colocaban dentro de las cajas para hacer más lento el proceso de putrefacción. En otras, se ven clavos, triplays y tablas con los que se construían las cajas. Cerca del dugout de los Tigres, una mujer de anteojos, detrás de un pequeño escritorio de metal y una máquina de escribir, certificaba la entrega de los cuerpos. Los anuncios de Barcel, lth, Renault, Corona o Garcís que rodeaban los jardines y que hasta donde recuerdo permanecieron ahí durante muchos años, vuelven irreal la escena, como si el estadio hubiera sido indiferente a lo que ocurría en el campo. La línea de
cal del jardín izquierdo que indica cuando un batazo es válido o es foul separaba la fila de los vivos de la fila de los muertos. Los empleados del Parque, personal de jardinería, administración y mantenimiento, tuvieron que cambiar sus tareas habituales para recibir y clasificar la interminable cantidad de cuerpos que no paraban de llegar. Martín Vidal, jefe de mantenimiento,3 contó que durante la semana que estuvo en el parque se recibieron más de tres mil cadáveres. El lunes 23 de septiembre,
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el periódico El Universal publicó que la Secretaría de Salud afirmaba que el número de muertos no pasaría de cinco mil. ¿Cómo lo sabían? Es un enigma. Diversas estimaciones calculan que por lo menos diez mil personas fallecieron por el terremoto. El 1 de junio del año 2000, los Tigres y los Diablos jugaron el último partido en el Parque Deportivo del Seguro Social, “el coloso de la colonia Narvarte”. En su lugar se edificó otro Parque Delta, no un nuevo estadio sino un centro comercial.
http://eluni.mx/1f49m9x
Parque de beisbol del Seguro Social, septiembre de 1985. (Fotografías: Roland Neveu/Liaison)
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MĂŠnades y Meninas
Ernesto RĂos Lanz
Portafolio
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Maze-Lab, Level 8, RMIT Design Hub, 2014
Ernesto Ríos es un artista plástico mexicano y universal que en un ejercicio de coherencia no solo ofrece las vigorosas y deseadas propuestas de un integrante de su generación, sino que al talento manifiesto de su trabajo ha unido un riguroso proceso de formación artística y académica en diversos países, como en Australia y Estados Unidos […] Las obras contemporáneas de Ríos son fruto del estudio, de una técnica depurada, de un conjunto de herramientas muy variadas, de conceptos y avances aplicables que benefician a sus procesos de creación. En la obra de Ernesto Ríos encontramos, recurrentemente —como un eco de la historia, la memoria y la prospección al futuro—, el tema mítico y siempre fascinante del laberinto. En sus pinturas flotan sin gravedad pirámides intrincadas o laberintos piramidales, creados mediante el uso de la geometría, la perspectiva axonométrica y un juego lúdico de contrastes y tonos. En Ríos, su fascinación por la arquitectura, las matemáticas y la lingüística se hace presente en obras que se hallan siempre abiertas a la interpretación y a ser complementadas por el espectador. […] Todo lo anterior, en conjunto con el uso y la fusión de los medios tradicionales y las nuevas tecnologías, da como resultado una obra que se enriquece conscientemente del pasado, reflejando su presente, pero siempre apuntando a futuro, en esa permanente búsqueda de nosotros mismos y lo que nos rodea, precisamente la esencia laberíntica. David Adberstein http://www.ernestorios.com/
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Reconfiguring the Labyrinth, RMIT School of Art Gallery, Melbourne, Australia, 2013
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Figure 52. Sand-Clock, detail. Reconfiguring the Labyrinth, RMIT School of Art Gallery, Melbourne, Australia. 2013.
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Pyramidal labyrinth, impresiรณn 3D, 2014.
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Labyrinthine sphere I, Impresión 3D, 2014
Maze III, San Luis Potosí, Mexico, 2013
gure 133. Maze III, San Luis Potosí, Mexico, 2013.
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Arquitectura e ingeniería Antonio Toca Fernández
Ópera de Sydney. (Fotografía: Ian Waldie/Getty Images)
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Los enfrentamientos entre arquitectos e ingenieros han sido muy frecuentes —y se remontan al inicio del siglo xix—. Esos pleitos se escenificaron en París a partir de 1804 y sus consecuencias han sido muy graves. Una de las causas fue la formulación del Código Civil de Napoleón (Code civil des Français), que reglamentó los procedimientos civiles y que ha tenido desde entonces una enorme influencia. La otra fue el inicio de la actividad de la Escuela Politécnica. Esos hechos provocaron enfrentamientos. El primero fue entre los arquitectos, porque el Artículo 1792 del Código los responsabilizaba, junto con el constructor, de la estabilidad de los edificios, durante diez años. Los arquitectos se negaron, desde entonces, a aceptar esa responsabilidad que dejaron al constructor. El tema fue ampliamente discutido y surgieron muchas propuestas, la más importante fue el Código de deberes profesionales del arquitecto, de Julien Guadet (1895). Otro hecho, aparentemente desconectado, fue que Napoleón fundó —como una academia militar— la Escuela Politécnica (1805), y así surgió la nueva profesión de “ingeniero”. Poco después se fundaron “Politécnicos” en otros países europeos. Desde entonces los ingenieros, con una fuerte preparación en matemáticas y física, ejecutaron
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Vista aérea de The Shard, en Londres, Inglaterra, el edificio más alto de Europa, diseñado por el arquitecto Renzo Piano. (Fotografía: Greg Fonne/Getty Images)
obras civiles de enorme importancia y promovieron el desarrollo del cálculo estructural y la administración y control de las obras. Una revisión de los edificios significativos del siglo xix demuestra la creatividad y destreza de algunos ingenieros para realizar todo tipo de construcciones; la torre Eiffel es un ejemplo significativo. No se puede responsabilizar a nadie, pero la reacción de los arquitectos ante esos hechos fue muy lenta y la de los ingenieros muy rápida. Los arquitectos se reagruparon en la Escuela Real de Bellas Artes (1816) y se negaron a aceptar una responsabilidad que les exigía fuertes obligaciones, pero que también ofrecía nuevas posibilidades: “(…) a principios del siglo xix los arquitectos inventaron el concepto de arquitecto-artista. Su intención fue distinguirse de los constructores e imponer la idea de una práctica arquitectónica específica de tipo artístico”. La Sociedad Central de Arquitectos de París discutió: El código civil y los actores de la construcción (1879), y La polémica sobre la naturaleza del contrato (1873) y, finalmente, aprobó por unanimidad el Código Guadet, donde se especificaban: los deberes del arquitecto para sí mismo y con sus compañeros; los deberes del arquitecto con su cliente, con los constructores y el personal de la construcción. Se estableció también que el arquitecto: (…) ejerce una profesión liberal, y no comercial. Esa profesión no es compatible con la de constructor, o proveedor de materiales de construcción… y que únicamente es retribuido mediante sus honorarios.1
Ante esta reacción no es difícil comprender los pleitos que surgieron en cuanto los arquitectos vieron que se
Epron, J.P., Architecture: une anthologie, Liége, Institut Francaise d’Architecture. Mardaga Editeur, Tome 3, 1992, p. 241-251.
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“invadían” actividades que habían abandonado. Después de doscientos años el resultado de estos enfrentamientos es muy claro: los arquitectos redujeron su responsabilidad y su campo de trabajo, y por eso les ha sido cada vez más difícil conservar su antiguo prestigio y reconocimiento social. En cambio, los ingenieros han ampliado su actividad e influencia a nivel mundial. Educación científica La educación superior con una fuerte base científica fue una característica durante los siglos xix y xx. Se fundaron politécnicos, escuelas superiores e institutos que revolucionaron la aplicación de la ciencia en muchos campos. En España se tenía la carrera de arquitecto-técnico —el aparejador— y eso ha permitido que intervengan en las construcciones. En norteamérica surgieron también numerosos politécnicos e institutos superiores, como el Instituto Tecnológico de Massachusetts (1861). En México la influencia europea de la ingeniería se concretó en 1857 cuando: “…se inició en la Academia de San Carlos la carrera de arquitecto e ingeniero civil; que incluyó por primera vez el estudio de materias técnicas como álgebra, mecánica de las construcciones, caminos, puentes y canales así como materias de cálculo”. Diez años después, mediante la Ley de Instrucción Pública, se separaron estas carreras y en 1869 se decidió suprimir la carrera de arquitecto para constituir la de ingeniero-arquitecto. Esa modificación a la ley de 1867 establecía también que la carrera se estudiaría en la Escuela de Ingenieros y no en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Posteriormente, en 1877 el gobierno de Porfirio Díaz determinó el reestablecimiento de la carrera de arquitecto, cuya sede volvería a ser la Escuela Nacional de Bellas Artes. Como se comprueba con esos cambios, la relación entre los arquitectos e ingenieros ha sido difícil y explica desde entonces sus conflictos. La necesidad de contar con personas capaces de realizar las obras civiles, de equipamiento y de infraestructura que se requirieron en México impulsó el surgimiento de las ingenierías:
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En 1868 se fundó la Sociedad de Ingenieros y Arquitectos de México que estuvo integrada por 39 miembros, 14 ingenieros, 16 ingenieros-arquitectos y 9 arquitectos. Para 1895, el número de arquitectos aumentó de 9 a 80, pero el de los ingenieros aumentó de 14 a 718. El 88% de los ingenieros vivían en la ciudad de México, pero en el caso de los arquitectos la concentración es casi absoluta pues todos, excepto uno, vivían en la capital del país.2
No es dificil comprender que al ser integradas, separadas, suprimidas y vueltas a establecer, estas profesiones han tenido en México continuos conflictos. Lo lamentable es que al separarlas se perdió la oportunidad de contar con una profesión que integrara el desarrollo de proyectos con la necesidad de realizarlos y construirlos sobre bases científicas evaluables. Esa posibilidad se aprovechó en Alemania, España y Estados Unidos por citar algunos casos, donde el arquitecto técnico, o el arquitecto-ingeniero ha tenido una enorme importancia. En México, la fundación del Instituto Politécnico Nacional fue hasta el siglo xx, en 1936 durante el periodo de Lázaro Cárdenas, y representó un enorme avance para las carreras tecnológicas. La actual Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura, cuyos anteceden tes fueron la Escuela Técnica de Maestros Constructores (1922) y la Escuela Superior de Construcción, estableció la carrera de ingeniero-arquitecto, para reintegrar esas actividades. Separación o integración La rivalidad entre arquitectos e ingenieros ha tenido diversas manifestaciones que van desde las peleas inútiles hasta los intentos de integración en beneficio de ambas actividades. Esta situación no es nueva porque —a partir del siglo xix— se han confundido las palabras y las funciones del arquitecto y del ingeniero de forma reiterada.3 La actividad tradicional de los arquitectos fue —durante milenios— el diseño y la edificación de obras, en las que recibía la ayuda de una gran cantidad
Historia de la arquitectura y el urbanismo mexicanos, México, Fondo Cultura Económica, unam, vol. iii, p. 280-283. 3 Addis, Bill, Building: 3,000 years of Design, Engineering and Construction, London, Phaidon Press, 2007, p. 28
de personas con diferentes especializaciones. La necesidad de construir con eficiencia y rapidez una enorme cantidad de edificios e infraestructuras propició —desde el siglo xix— el surgimiento de la actividad de los ingenieros. En una primera etapa se separó el trabajo de diseño, realizado por arquitectos, y el de la construcción, que acapararon los ingenieros. Esa división no fue positiva y se buscó la integración de las dos actividades. Sin embargo, se mantiene aún la división entre esas profesiones a pesar de que el diseño y la construcción de cualquier edificación es un proceso que requiere la integración de un grupo que garantice su seguridad, eficiencia y belleza. Dos experiencias importantes Ante la necesidad de definir y reglamentar las responsabilidades y derechos de los arquitectos, se promulgó en Francia —en 1977— la Ley sobre Arquitectura. En el artículo 1o. de la esa Ley, se establece que la arquitectura es una expresión de la cultura y que sus intervenciones son de interés público: La misión del arquitecto es rica y variada. Realiza la concepción y la realización de los edificios y las intervenciones en la ciudad y en el territorio. Además, se advierte que: (...) el arquitecto debe responder al programa de dirección o supervisión de la obra aportando su sensibilidad y su competencia, especialmente en términos de su funcionalidad, en cuanto a la necesidad de desarrollo durable, y a las restricciones socio-económicas y urbanísticas.4
Se precisa también que el trabajo que el arquitecto realiza en una edificación está sujeto a un contrato. Como consecuencia de esta ley, en Francia es obligatoria la intervención del arquitecto en las construcciones de más de 170 m.2 Para complementar esta ley se promulgó, en 1980, el Código de deberes profesionales del arquitecto. Es muy significativo que casi doscientos años después de que los arquitectos franceses rechazaran el Código Civil de Napoleón se precisaran en una ley sus obligaciones.
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Ley sobre Arquitectura, actualizada en 2011: www.architectes.org/connaitre-l-ordre/textes-regissant-la-profession/loi-nb0-77-2-du-3-janvier-1977
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Otra experiencia valiosa es la promulgación en España del Código Técnico de la Edificación (1999), que norma y regula las obligaciones y responsabilidades de todos los que intervienen para cumplir las exigencias básicas de calidad de los nuevos edificios y de sus instalaciones.5 El Código establece los requisitos básicos de la edificación, con respecto a la funcionalidad, utilidad y accesibilidad; los relativos a la seguridad estructural; la atención de emergencias, y los de habitabilidad, protección del medio ambiente, protección contra el ruido, ahorro de energía y aislamiento térmico. Señala también a los participantes en todo el proceso: desde el proyectista, el constructor, el director de la obra, y el director ejecutivo de la obra que, según corresponda, deben tener título de arquitecto o ingeniero. Este ejemplo resulta sorprendente porque obliga al grupo a responsabilizarse durante diez años por los daños materiales causados en el edificio por vicios o defectos; por tres años, por daños materiales causados por defectos de los elementos constructivos o de las instalaciones; y además obliga al constructor a responder —por un año— de los daños materiales causados por defectos de ejecución en la obra. Desafortunadamente en México no se tiene aún un código semejante.
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Errores y alternativas La habilidad básica del arquitecto es el diseño de edificios, que erróneamente se ha confundido con el dibujo de proyectos. Un edificio no es lo mismo que un proyecto. El primero implica un proceso en el que se diseña, se especifica y se construye el edificio. El segundo es sólo el dibujo de un edificio, que muchas veces no tiene la posibilidad de construirse. La diferencia es fundamental y sigue causando enormes errores y problemas en la construcción de las obras. Quizá uno de los casos más conocidos fue el proyecto de Jorn Utzon, para la ópera en Sidney (1967). Cuando se intentó construir, el proyecto tenía errores en el diseño de su estructura que no se habían resuelto. En la misma época, el arquitecto Félix Candela construyó en México sus espectaculares estructuras de concreto; pero desafortunadamente no se le invitó a resolver el problema estructural de las bóvedas de Sidney, que la firma inglesa de ingeniería Ove Arup tardaría en solucionar inadecuadamente, y con gran costo. Sólo con la intervención de otros especalistas se corrigió así un proyecto que es ahora un edificio emblemático. Esos errores, que se acumulan y agravan dependiendo del tamaño y complejidad de los edificios, se han intentado solucionar con varias alternativas.
Epron, J.P. op. cit., p. 241 - 251
Nave oriental del Crystal Palace de Londres diseñado por sir Joseph Paxton para la Gran Exposición de 1851. (Fotografía: Hulton Archive/Getty Images)
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Interior del Crystal Palace de Londres en 1851. (Fotografía: Hulton Archive/Getty Images)
Arquingeniería Ante la complejidad de las obras y el costo que representan, es urgente integrar grupos que sumen experiencias para diseñar y construir edificios que se perfeccionen en cada nuevo proyecto. Si se analiza, muchas organizaciones internacionales como las de Arup, Foster, Jahn, Piano, o Skidmore, Owings & Merrill, han avanzado para integrar esas profesiones —desde el inicio de los proyectos— sustituyendo así la anacrónica “desintegración” por especialidades. Hace sesenta años se desarrollaron dos alternativas: la “integración multidisciplinaria”, en la firma de Chicago de Skdmore, Owings & Merrill; y de “colaboración interdisciplinar”, en las oficinas de Eero Saarinen, y de I. M. Pei. El primer modelo estaba organizado como un eficiente sistema de producción, con grandes departamentos de diseño, desarrollo y construcción, que trabajaban como una línea de producción, en la que arquitectos e ingenieros atendían tareas específicas de su especialidad. El segundo se organizaba en pequeños grupos, en los que cada uno de los integrantes aportaba su experiencia en el desarrollo de un proyecto específico. Esas experiencias transformaron la práctica y ahora muchas grandes compañías tienen una organización similar —de verdadera “arquingeniería”— que les permite realizar con enorme eficiencia edificios que no se diseñan aisladamente, sino que son parte de una serie que en cada proyecto incorpora aciertos y evita errores. Esa colaboración permite que grupos interdisciplinares diseñen —desde el inicio— edificios en los que se aporta la experiencia y conocimientos de cada profesión.6 El reciente concurso para diseñar la nueva terminal en la ampliación del Aeropuerto de la ciudad de México es un ejemplo de aplicación de la “arquingeniería”. El plan maestro fue diseñado por la firma de ingeniería Arup, y cada uno de los arquitectos seleccionados tuvo que integrarse a grupos con reconocido prestigio internacional, con experiencia en el diseño y construcción de aeropuertos. Actualmente, en muchos países, la calidad de las diversas obras que se logran con la integración del trabajo de los arquitectos y de los ingenierios muestra —después de doscientos años— las grandes ventajas de esa colaboración interdisciplinar.
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www.e-coac.org/normativa/_nmt/Gen/E864.Pdf
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La fortaleza del huracán
Ezequiel Martínez Estrada, narrador Rafael Toriz
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A nadie parece responder con mayor ingratitud la esquiva gloria literaria que a los temperamentos sensibles, casi siempre atormentados, abocados a la escritura de ensayos. Basado en pruebas empíricas —recuérdese los casos de José Vasconcelos en México, Luis Cardoza y Aragón en Guatemala, Germán Arciniegas en Colombia (autor de la fascinante y elegante Biografía del caribe) José Carlos Mariátegui en el Perú, Ángel Rama en Uruguay o José Edmundo Clemente en la Argentina— queda claro que el oficio de la llamada “literatura de ideas” es un salvoconducto efectivo para engrosar los incontables pasillos de la Biblioteca del Olvido Universal, donde reposan algunas de las manifestaciones más lúcidas y poderosas de la otrora fulgurante inteligencia literaria. El caso de Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), prócer imbatible de la ensayística latinoamericana, es sintomático por varias causas. Autor de cuando menos dos libros perennes —pienso en Radiografía de la pampa y sobre todo en La cabeza de Goliath— el grueso de su obra prosística se lee poco y nada salvo en círculos intelectuales específicos y desperdigados seminarios universitarios. Al margen de su libro sobre Nietzsche, su Muerte y transfiguración de Martín Fierro y sus diversas consideraciones sobre Sarmiento, la suya es la maldición del hombre orquesta, parecida a la de Alfonso Reyes o Carlos Monsiváis: por haber hecho del mundo su morada y paladar, la sustancia más noble de sus obras se pierde dentro de la hojarasca inmanejable que alguna vez convocó legiones pero difícilmente se lee con el alcance y el provecho de su época fuera de círculos especializados (una obra como Diferencias y semejanzas entre los países de América Latina debería ser una lectura obligatoria para los alumnos de bachillerato del subcontinente, portento de una inteligencia visceral hermanada con un esfuerzo desaforado). La reciente edición de los Cuentos completos publicada por el Fondo de Cultura Económica se impone como una de las joyas de la Serie del Recienvenido, edición que reproduce con apenas unos cambios ortográficos la preparada por Roberto Yahnni para Alianza Editorial publicada en Madrid en 1975. Dicha impostura tiene que ver con la disponibilidad y acercamiento a una de las facetas menos conocidas del ensayista y, a no dudarlo, una de las más jugosas (cuando un ensayista de su calibre narra, la realidad acusa el golpe). En opinión de Ricardo Piglia, flamante receptor del prestigioso premio Formentor, “sus relatos no explican ni interpretan, dan a juzgar. La cuestión central aquí es —como siempre en literatura— la enunciación. El que narra es un coleccionista de calamidades, un sujeto distanciado que registra los hechos con cierta ironía y resuelve magistralmente con detalles circunstanciales y diálogos de gran eficacia la construcción de un mundo a la vez cotidiano y condenado”. Por su extensión y complejidad, más que cuentos se trata de nouvelles, o para decirlo en buen cristiano, de noveletas densas y complejas de corte kafkiano, donde un destino inexorable mueve las vidas de feroces desgraciados, recortados siempre en un momento particular de profundo patetismo que no se resuelve de ninguna
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manera, para bien ni para mal, como suele suceder en nuestras existencias miserables. En textos como “La inundación” —de crueldad inclemente y obstinada— “La escalera”, “Examen sin conciencia” —circular y áspero, más bien espeso— y particularmente “Sábado de gloria”, la sensación de sofocamiento y opresión llega a ser intolerable. “Hay esperanza, pero no para nosotros”, podrían decir a voz en cuello sus personajes, remedos de marionetas que ni siquiera mueven a la conmiseración porque con un par de pinceladas asesinas el narrador devela descarnadamente su naturaleza de canallas. Dicha opresión es una herencia directa de Kafka que el autor explicitó en más de una ocasión: “confieso que le debo muchísimo al checo —el haber pasado de una credulidad ingenua a una certeza fenomenológica de que las leyes del mundo del espíritu son las del laberinto y no las del teorema— y creo que su influencia es evidente en mis obras de imaginación”. Es visible en la totalidad de los relatos un pesimismo radical sostenido por una narración pasmosa que retrata los infortunios de la vida en sociedad cuestionando directamente sus fundamentos mediante la erosión de valores como la compasión, la empatía o el sentido del deber, que luego de su mirada quirúrgica se revelan como fugitivos y aparentes. Los cuentos en los que describe las relaciones y correspondencias que se dan en la miseria, como en el caso del extraordinario “Juan Florido, padre e hijo, minervistas”, revelan un temperamento que, si no la conoce desde las entrañas, la ha mirado con detenimiento muy de cerca. En este relato aflora un humor discreto y cuasi criminal donde destaca el carácter necrológico y hasta abyecto que envuelve al libro, siempre mediante digresiones eternas que se solazan en el detalle y de manera pendular apuntalan la anécdota casi sin querer. Martínez Estrada crea mundos y atmósferas cada tres líneas, a la manera de Rulfo o de Zweig, apuntalando un estilo menos contenido que torrencial: en su prosa se adivina la sangre del novelista: “cuando hallaban en el camino algún caballo uncido a un carro,
solían detenerse un instante para contemplarlo en silencio, pues uno y otro estaban convencidos de que los caballos que reposan con la cabeza gacha padecen también de cefalea y que habían enmudecido a consecuencia de esos indecibles dolores”. El dolor de los hombres. El dolor de los caballos. Chéjov y Nietzsche para el alma del ensayista acongojado. En este relato extraño, además de describir cierta idiosincrasia profunda del rioplantese, se dan cita un niño muerto de pene gigante conservado en formol como testimonio de un territorio inmundo y envilecido: “el angelito permanecía en la misma actitud desde hacía cuarenta años, las piernas un poco torcidas, el vientre y alguna otra parte del cuerpo muy desarrollados, por ejemplo la cabeza, los bracitos levantados y como llevándose las manos a las sienes”. Hay en estas páginas descarnadas niñas con la cara embarrada de mierda, prostitutas, delincuentes, muertos de hambre y una carroza para niños muertos en el que llevarán a enterrar, de la manera más humillante posible, a un extraño caballero: “Así son los pobres, ¿ven? Miseria y mugre y todavía buscan basura”. Cadáveres roídos por las ratas. Martínez Estrada acusa una sensibilidad lucida y por ello no deja títere con cabeza, como en “La tos”, donde también disecciona los encantos del matrimonio: “no se le ocurrió que tuviera que contestar esas palabras, que eran acaso una parte insignificante de las acusaciones reprimidas durante muchos años de vida conyugal. Mantenidas latentes con esfuerzos por mutuas concesiones que en este momento perdían para siempre toda contención. Delante de sí tenía a su mujer, una mujer de otra sangre y de otro espíritu, con la que nunca le había sido posible entenderse sino sobre las cuestiones más triviales y rutinarias de la vida de hogar”. Escamoteado en vida por sus veleidades de poeta (Tres poemas del anochecer acaso sea el mejor de sus títulos), algunos fragmentos de sus relatos imantan por su belleza, como en el caso de “La cosecha”, una pieza magistral: “el mediodía encendía y arrojaba fuegos por todas partes. Los campos brillaban en reverberación
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metálica, fundiéndose la tierra y el cielo en un bloque de piedra preciosa”. Con una lectura no exenta de fatiga, precisamente por un trasfondo en el que sin la tortura de la inquietud metafísica se adivina un severo desasosiego existencial, los cuentos de Martínez Estrada irrumpen con la fuerza de un huracán desde un pasado presente en el que destacan, por sobre todo, dos elementos esenciales: una dicción casi profética, profundamente desgarradora, que hace de sus piezas ejercicios de orfebrería, descorazonadores, en la línea telúrica de José Revueltas o Thomas Bernhard: Martínez Estrada escribe una narrativa crepuscular. El otro elemento es la incomunicable soledad; esa imposibilidad de comunión que reduce a los personajes al tamaño de su mirada. Por ello resuenan en sus páginas las palabras de José Edmundo Clemente vertidas en la Historia de la soledad: “el infinito es uno de los nombres de la soledad, porque la soledad no dura un tiempo dado sino la distancia de un camino. Por eso sentimos la soledad como si la anduviéramos”. Siempre es difícil sopesar con justeza la obra de un autor proteico y titánico en cuyo aliento se dieron cita la historia con la filosofía y la moral con la política: tiempos como el nuestro, donde la vida literaria ha sucumbido a la farandulización barata y cretinizante, no verán en lo absoluto una figura del tamaño de Martínez Estrada; sin embargo, la lectura de sus relatos permite conocer el paisaje interior de un hombre que supo dictaminar, con aliento de profeta, a un joven Ricardo Piglia que “la Argentina se tiene que hundir. Si merece vivir, saldrá a flote, y si no, mejor será que permanezca hundida en el pantano de la Historia”. Las ficciones del ensayista, ni duda cabe, continúan navegando.
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Dimes y diretes Jaime Augusto Shelley
El poeta inglés Lord Byron en Grecia a los 19 años, a partir de una pintura de George Sanders de 1807. (Imagen: Hulton Archive/Getty Images)
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Todo es aceptable y nadie es responsable Joseph Stiglitz
Siempre es bueno, para comprender nuestra lastimosa condición humana presente, volver a lo más memorable de nuestro pasado (cada quién tendrá un clavo del cual aferrarse). Me inclino, en este caso, por Giuseppe Verdi en su ópera Otelo, cuando hace decir a Yago: “Dios es un ser perverso y me hizo a su imagen y semejanza”. Y que equivale a lo afirmado por el lingüista y crítico social norteamericano Noam Chomsky: “la democracia es incompatible con el capitalismo”. El mundo de cabeza, los principios en que se ha sustentado toda la civilización occidental se han venido abajo y se vive sin rumbo y sin claridad, tanto los países en su conjunto como los individuos en su diario rumiar por los baches del mundo. La alegoría de los zombies tan de moda en el cine yanki no es otra que la aceptación de un fin del mundo en el que algunos sobrevivientes, muy lejos ya de su condición humana gracias a su necesidad —animal— de mantenerse vivos, obran despiadadamente contra esos seres desprovistos de alma y venidos de algún designio infernal. Syriza —partido que gobierna hoy en Grecia— y su líder se ven rodeados de seres monstruosos que desean devorar al puñado de seres humanos que aspiran a seguir vivos a pesar de todas las ominosas amenazas de sus enemigos. No nos es, a los mexicanos, herederos del fobaproa, extraña esta lucha. Hace ya más de tres decenios fuimos devorados por las bestias usureras y convertidos en seres sumisos e inanimados, cada vez más sometidos a políticas de explotación salvaje, sin levantar la cabeza. Hemos entregado todo y ahora, ya convertidos en harapientas sombras, vemos cómo se asesina, con la ley en la mano, a los pocos que se manifiestan débilmente por cerrar el puño y no soltar el pedazo de tortilla que aspiran a nombrar como suyo. El pueblo griego ha sufrido mucho desde los tiempos de su declinación como centro del mundo. Llamado por un grupo (seguramente de codiciosos inversionistas) ingleses, Lord Byron, deseoso de congraciarse con la nobleza de su país que lo había desterrado por sus conductas “inmorales”, acepta participar en la reconquista de Grecia, que soportaba el dominio de los turcos. El poeta, megalómano, se manda hacer una armadura cubierta de oro y una espada —a la manera de los guerreros gloriosos de la Ilíada— y llega junto con los mercenarios contratados para la ocasión, a los que ahora se llama pomposamente “contratistas”, a las playas de Grecia. Establece su campamento y aguarda el fin de los preparativos para el combate. Es un momento glorioso para él. La prensa sajona exalta su figura y su futuro se antoja promisorio
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y poblado de éxitos editoriales y de acrecentamiento de su leyenda como héroe romántico. Para su mala fortuna, le sobreviene una infección intestinal, un bicho cualquiera, al sorber un poco de agua o al probar algún bocado nativo, y entre los peores retortijones, vómitos y diarrea, sin haber siquiera llegado a desenvainar la espada, muere. Los griegos, años después, ya libres de la opresión otomana, le erigen una estatua conmemorativa. La diferencia, no siempre apreciada, entre acción y gesto que tanto insistía Jean Paul Sartre en señalar queda allí vivamente señalada. La celebración del referendo los días pasados en Grecia, en mucho se parece al noble gesto del vate posromántico inglés. El movimiento Syriza, en coalición gubernamental con una serie de organizaciones de ideología dudosa o francamente nacionalsocialistas —que se aliaron para derrocar al partido en el poder y buscar sacar provecho de la coyuntura, por demás crítica, del caótico y corrupto sistema imperante por décadas y que había llevado al país a una situación de inevitable suspensión de pagos a los demandantes usureros de Alemania y otros (el fmi y demás) que propiciaron el desbarajuste financiero con sus maniobras turbias en complicidad con los funcionarios-socios de algún banco y llevando, por supuesto, sendas comisiones en cada operación (nada que nos extrañe a los mexicanos), ahora lleno de fervor patrio y exaltación de valores democráticos, con referencias a la historia de la Antigüedad y demás parafernalias acordes con el momento “histórico”— volverá a las mesas de negociación y acordará, con matices gramaticales, un nuevo “Acuerdo” que tendrá por fuerza que contener las mismas condiciones expresadas con un nuevo discurso, lleno de comprensión respecto al sufrimiento del pueblo. Pero las exigencias del capital usurero no podrán ser distintas. Grecia tendrá que pagar, así se trate de
veinte o treinta años (los mexicanos seguimos pagando y asumiendo las demandas de control del gasto social y el deterioro abismal de nuestro salario que determinan los “organismos” internacionales). A Syriza le vendrá bien, por un tiempo, el “triunfo de la democracia” en términos de gobernabilidad al interior del país; se cumple con una de las fórmulas esenciales de la política, el desgaste emocional de la población. Ya salieron a la calle, ya lanzaron vociferaciones y agotaron su exaltación y frustraciones a los cuatro vientos. Repetir ese gesto deja de ser dramático y suele tornarse tragicómico, grotesco, fútil. En unas semanas más habrá de reunirse la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (no estoy seguro de que así se llame, pero expresa su intención) compuesta por distinguidos miembros de la Iniciativa Privada (o para mayor claridad, la clase explotadora o empleados a su servicio), representantes de las centrales obreras (cooptadas, por supuesto, por el gobierno) y un oscuro pero muy bien remunerado aparato de administración para estudiar las condiciones que privan en términos económicos y sociales para la fijación de un salario suficiente, como la manda la Constitución, para que un trabajador pueda brindar a su familia la satisfacción de todas sus necesidades. Se ha establecido, ya por muchos años, que los aumentos anuales sean de dos pesos y centavos, suma a la que llega de acuerdo con los índices de inflación previstos. Lo contrario, afirman, crearía espirales de aumento de costos y precios y resultaría dañino para el equilibrio económico de la nación. No entra en esas consideraciones, se da por sentado, que más de la mitad de la población vive por debajo de los estándares mínimos. La razón es sencilla, esa gente no cuenta en sus sesudas deliberaciones. No son factores de comercialización, no existen.
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Declaración de ausencia
y presunción de muerte Segunda parte
Paul Jaubert La ciudad de México en 1985. (Fotografía: John Downing / Getty Images)
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En nuestra entrega anterior hablamos de la situación de las personas desaparecidas y cómo debemos solicitar legalmente que se declare, primero, el estado de ausencia, para luego proceder a la presunción de muerte, así como cuáles son las medidas que la ley establece para la salvaguarda de los bienes de aquellos desaparecidos y para el cumplimiento de sus más estrictas obligaciones.
Para el caso de aquellas personas que desaparecen súbitamente sin nombrar a sus apoderados, nuestra legislación prevé condiciones muy similares a la designación de interventores y tutores como en el caso de las sucesiones, es decir, como si la persona desaparecida prácticamente hubiera muerto. Esto resulta, en apariencia, muy práctico, pues si consideramos que el procedimiento tiene al final la determinación legal de muerte de alguien que realmente no se puede demostrar que esté muerto —como es el caso de tantos militares que en algún momento jamás volvieron de la guerra o de aquellas personas que desaparecen en territorios controlados por la delincuencia organizada— entonces se hacen obvias las ventajas de este procedimiento. Lo anterior obvia la sabiduría de los romanos, pues estos procesos provienen de hace más de dos mil años y hasta la fecha son necesarios, pero lo que resulta incongruente —con la era de nuevas tecnologías y súper comunicaciones en que vivimos— es que no podamos facilitar y mejorar los procedimientos para llegar a la presunción de muerte de una persona desaparecida, especialmente en casos en los cuales existen pruebas que hacen casi indudable la muerte de alguien. Los excesivos plazos que determina nuestra actual legislación para poder llegar a establecer la presunción de muerte de una persona —que como comentamos en nuestra entrega anterior rebasan los ocho años— pueden traer serias consecuencias para sus familiares. Quienes administran los bienes de una persona desaparecida, para no incurrir en cualquier tipo de responsabilidades, generalmente se mantienen al margen y se contentan con conservarlos medianamente, lo que puede traer serias consecuencias y perjuicios tanto para los herederos como para el propio ausente, en caso de que repentinamente vuelva de un secuestro, estado de amnesia, o simplemente de una parranda muy larga. También, en una situación absolutamente novelesca, podría darse el caso de que desapareciera una persona sin cónyuge ni hijos, que interviniera un administrador para controlar sus bienes mermándolos a grado tal que casi desaparezcan, y de pronto regrese el desaparecido a reclamar lo que dejó y que en derecho le corresponde sólo
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para encontrar ruinas o migajas de los bienes que tenía. Como ésta se pueden dar tantas situaciones grotescas como nos dé la imaginación, pero mientras más pronto se pueda determinar la situación real y legal de una persona que ha desaparecido y que seguramente esté muerta, más fácil es evitar mayores daños a su patrimonio, al de sus dependientes y, en su caso, al de sus herederos o legatarios. Siempre que nos encontramos en un situación de indefinición, alguien puede tratar de tomar ventaja y sacar provecho de la situación confusa que se vive. También es importante ponderar que son bastante frecuentes los fenómenos naturales catastróficos que nos llevan a vivir situaciones extraordinarias e imprevistas por la ley que deberían estar contempladas. Especialmente después de lo que padecimos con el terremoto de hace treinta años, el cual dejó a la ciudad de México no sólo incomunicada y devastada, sino también física y materialmente incapacitada para atender a tantos y tantos afectados que tuvieron que acudir a los tribunales a pedir la declaración de ausencia de sus familiares. Los que vivimos esos momentos de angustia claramente nos dimos cuenta de que los muertos en esos sismos fueron más de los diez mil que reconoció el gobierno, y los desaparecidos deben haber sido cientos de miles. Lo que nunca nadie pensó es de qué vivirían las familias de aquellos que murieron sepultados bajo los escombros sin que se recuperaran sus cuerpos. Tampoco nadie consideró, como no lo hicieron nuestros legisladores, de dónde se podrían sacar tantos depositarios y tutores para custodiar los bienes y a los hijos de los miles y miles de desaparecidos tras los sismos. Como comentamos, el gobierno tomó medidas extraordinarias y abrevió los plazos para llegar a la presunción de muerte —en vez de ocho años, se redujo todo a tres a partir de la desaparición—, pero para arribar a estas medidas fue necesario que se dieran una serie de procesos legales que lo permitieran. Hoy por hoy, si somos previsores, estos procesos se podrían llegar a obviar estableciendo condiciones especiales para la declaración de ausencia y presunción de muerte cuando estemos en presencia de situaciones tan claras como lo fueron los temblores del ochenta y cinco, y ahora lo es la desaparición de los cuarenta y tres de Ayotzinapa. Las leyes tienen por fuerza que ajustarse al ámbito que quieren regular, comprendiendo las características de las personas, el territorio y la cultura respecto de las cuales se van a aplicar, pero también tienen que prever situaciones generales que se pueden llegar a presentar en todo o en parte del territorio y de la población a las que van dirigidas. Se debe ponderar la posibilidad de desastres naturales como inundaciones, sismos, huracanes, derrumbes, y tantos otros factores naturales que pueden alterar la vida diaria de nuestra sociedad, así como los hechos del hombre que actualmente nos afectan tanto como son la delincuencia organizada, disturbios, turbas y demás zafarranchos que día con día padecemos más.
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(FotografĂa: John Barr/Liaison)
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Hemos perdido el reino (fragmento)*
Marco Antonio Campos
M deja su coche detrás del cine Chapultepec y camina por Reforma. Cruza Río Mississippi y después Río Guadalquivir: pasa el Ángel de la Independencia y recuerda el año del 57 cuando cayó y su padre lo llevó a verlo. En Río Marne y Reforma vio los primeros edificios semicaídos o rajados. En la acera y en la calle, tapetes de vidrio mal cosidos y trozos de fachadas destruyéndose. Antes de llegar al cruce de Reforma e Insurgentes recuerda que en anteriores sismos se han dañado el hotel Continental y el edificio del cine Roble. Al llegar lo comprueba. En la manzana más cara o una de las más caras de la ciudad de México (Reforma, Insurgentes, Viena, Roma y General Prim) no hay casi edificio que no haya sido alcanzado por la furia de la tierra. Se le empieza a cerrar el pecho y a faltarle la respiración. Sólo con lo que pasó aquí, sólo con eso, era para que temblara el país. El edificio del cine Roble se dañó como en el 79 y los edificios consecutivos hacia Insurgentes son amontonamientos de piedras. En las aceras y la calle hacinamientos de escombros, grandes flores de piedra que florecen sobre el pavimento, innumerables fragmentaciones y pulverizaciones de vidrio que recuerdan el movimiento vertiginoso de los caleidoscopios. Desde Gómez Farías ve la gigantesca mole del monumento a la Revolución. No puede pasar, le dice mecánicamente un soldado. Le muestra su credencial de periodista. Entra a la Plaza de la República. Edificios doblados, inclinados, hincados sobre sí mismos. Cayeron —oye a alguien— como fichas de dominó.
Casa del tiempo agradece a Marco Antonio Campos la autorización para reproducir este fragmento de su novela Hemos perdido el reino, editada por Joaquín Mortiz, en la Serie del volador, en 1987, pp. 113 - 115.
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Atardece. El cielo es gris con lejanos tintes de azul. Desde Lafragua y Reforma, frente al Sanborn’s, vuelve de nuevo la vista hacia la Plaza de la República. Hay un edificio acribillado a dos metros, y el hotel Casablanca, a media cuadra, aún parece agitarse. Le corre un ligero escalofrío. Vuelve a Reforma y al llegar a avenida Juárez hay un hervidero de soldados, policías y socorristas. En las áreas verdes de la glorieta se han plantado, como un árbol más, los campamentos. Los edificios de la Lotería Nacional se yerguen majestuosos. Se vuelve hacia la Plaza de la República para verla desde otro ángulo. Ese fue el hotel De Carlo, esos los edificios del issste, aquél el hotel Principado... ¿Cuántos dormirán allí todavía? Se vuelve hacia avenida Juárez y en las ruinas del hotel Regis aún se alzan humaredas leves. Camina hacia la calle de Bucareli, que ya se abrió a los peatones. Saluda a lo lejos a Perla Schwartz y a Rafael Luviano que llevan al periódico sus notas informativas. Nos vemos mañana, le grita a Rafael. Entra a Bucareli. Fachadas roñosas, prolongadas líneas y círculos de vidrio. Dobla hacia Artículo 123 y ve una iglesia ladeada. El centro de la ciudad es una torre de Pisa. Un cordón de soldados no permite seguir. ¿Qué edificio era éste? El hotel Roma, contesta el soldado con una vaga sonrisa. El hotel Romano, corrige él mentalmente. Cayó piso sobre piso y ahora es un piso grande. Conversa con unos jóvenes socorristas que vienen de Tlatelolco. Acaban de rescatar a una anciana de setenta años. Los jóvenes son los verdaderos héroes. Le vuelven imágenes del 68. Frente al Romano está Raúl Mocoroa. Lo saluda de lejos. Regresa a Bucareli y en la esquina con Morelos hay un edificio de catorce pisos que parece a punto de caer. Se va a caer —le dice a un soldado—. El soldado contesta como si no entendiera nada. Camina por Morelos y en la esquina con Enrico Martínez dos edificios habitación se vinieron a tierra. Vuelve a ver el Romano desde Morelos e Iturbide. Llega a Balderas. A partir de allí el centro está acordonado. Más que la vista de la destrucción, le pesa la respiración de la destrucción. ¿Qué va a hacer de nosotros, Dios mío? ¿Qué va a hacer? Cruza Morelos y entra a un restorán. Pide un café cargado para levantarse un poco. Triste, fatigado, oye cruzar en el aire —como ráfaga, como flecha— una sentencia del príncipe Mischkin: La felicidad pasa de largo y se olvida de nosotros.
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intervenciones Mateo Pizarro
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Un arte de fantasmas de José de la Colina Andrés García Barrios
Los actores Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en un still de la película Casablanca de 1942. (Fotografía: Ann Ronan Pictures/Print Collector/Getty Images)
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Hacia fines del siglo xix un grupo de británicos se dio a la tarea de demostrar científicamente la existencia de una vida después de la muerte. En su libro La comisión para la inmortalización, el célebre pensador John Gray nos explica que la intención de esos hombres y mujeres era seria, y que entre ellos se hallaban no sólo destacadísimos políticos y pensadores sino científicos de la talla de Alfred Russel Wallace, a quien Darwin reconocía como codescubridor de la selección natural. Gray nos explica cómo la supremacía que el materialismo científico iba adquiriendo sobre la fe religiosa había desatado, como peste espiritual, una crisis social de angustia ante la muerte, y que no eran pocos los que buscaban en el espiritismo y los fantasmas la demostración empírica de que ésta podía ser trascendida. Quizás no es coincidencia que justo en esos años los hermanos Lumière dieran a luz el cine (arte de fantasmas para José de la Colina) y encontraran la forma de inmortalizar la imagen de personas en movimiento que, si atendemos a la afirmación de Wittgenstein de que “el cuerpo es el mejor ícono del alma”, equivale tanto como a una simbólica inmortalidad humana. Desde este punto de vista, el cine resultaría un poderoso tranquilizante para la naciente mentalidad escéptica y ello explicaría en parte su apogeo durante todo el siglo xx, sobre todo en su primera mitad (es bien sabido, por ejemplo, que el atormentado Wittgenstein era asiduo espectador de la comedia musical hollywoodense). José de la Colina nació en España en 1934, es decir, justo en la cúspide de aquella angustia europea alimentada por una ciencia ahora armada y en pie de guerra. Hay que recordar a Brecht: “Estrechando contra sí a los niños, las madres vigilan el cielo, con terror a que aparezcan en él los descubrimientos de los sabios”. El pequeño José vivió sus primeros años rodeado de muerte y sin vida eterna. Poco después, ya en México, encontró algún consuelo en el cine. Los ensayos reunidos en Un arte de fantasmas nos remiten a aquel tiempo en que entusiasmarse con ese arte no era disfrutar de algunas piezas selectas sino de cualquier proyección cinematográfica (la que pasaran
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“a la vuelta de la calle”); todavía, con sólo ver personas en la pantalla, uno podía comprobar de forma empírica, compartida y repetible —¡como en la ciencia!— que el alma es eterna. Si el “alma” es la “apariencia” (así dice De la Colina al final del primer ensayo del libro), comprendemos por qué, hablando por ejemplo de la danza, el cuerpo de las bailarinas en el escenario le parece demasiado carnal (“huele a esfuerzo muscular”, dice) y que prefiera verlo en el cine donde, nos explica, se libera no sólo de su materia y su gravedad sino de esas “limitaciones que llamamos personalidad” y de todo aquello que remite al universo cotidiano. “La auténtica danza moderna está en el cine musical”, repite una y otra vez en “Cyd Charisse o La Danza”, ensayo en el que describe a la que para él es la máxima diva femenina de este arte. Mía Cyd (así se la apropia) “es el mejor caso de esa especie de nuevo ser creado por el cine” (Fred Astaire, “astro danzante”, sería lo mismo pero en hombre). Muchas veces dijo antes y repetirá el maestro que éste “nuevo ser” se caracteriza por su poder de “aparición”, juego de palabras que alude al impacto que produce su primer surgimiento en la pantalla pero también, obviamente, a “las virtudes de su fantasmalidad”, de su inmortalidad. El cine crea para nosotros esa “mejor vida” que todos deseamos más allá de ésta. Las reflexiones anteriores intentan comprender la filosofía que —unas veces visible y otras oculta— recorre los ensayos de Un arte de fantasmas. Pero no se presten a confusión, el libro no es —salvo excepción— un texto filosófico. Más bien es su ligereza lo que le da altura. Invitar a su lectura hubiera sido tarea más fácil simplemente mostrando al lector un botón de sus deliciosos títulos (“Bogart o la invicta ceniza”, “Teoría de MM”) y narrando algunas de sus divertidas anécdotas. ¿Sabía usted, por ejemplo, que en vez de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, Casablanca iba a ser protagonizada por Ronald Reagan y Ann Sheridan, pero que éstos no se hallaban disponibles para actuar en ese momento? El maestro de la Colina lo deja claro: hoy no podemos imaginar la película con ellos “salvo que sea en una pesadilla”.
Un arte de fantasmas José de la Colina México, Textofilia, 2014, 140 pp.
Lo cierto es que, aunque en Un arte de fantasmas no faltan la complejidad del filósofo ni la erudición histórica, éstas están siempre enlazadas con opiniones ligeras, divertidas y lúcidas, anécdotas personales, mucho de humor y poesía y, sobre todo, con ese estilo de los buenos ensayos donde la gama de matices se despliega sabrosamente sin atender a un fondo único. En breves textos, José de la Colina visita con nosotros las memorias de ese “más allá” vivido en su devenir de cinéfilo y nos regala una selección de los mejores momentos. Bogart e Ingrid, Harry Earls (el enano protagonista de Freaks), Cyd, Fred, Loreliardi (“Elgordoyelflaco”, así, en singular, como una sola persona), Marlene, Marilyn, Dean… fantasmas protagonistas que, como en cabaret, turnan su aparición con otras estrellas espectrales: un muerto de verdad, dos muertos vivos, un espectacular caso de amnesia, un perro no visto y un rey mono gigante. Por telones de fondo contemplamos un cielo y un limbo, y eventualmente otro de vida real que con frecuencia hace de infierno.
Este último cierra el libro. En el ensayo final el autor se dirige a sí mismo en segunda persona para dictar memoria de una dolorosa experiencia de infancia; empieza con su madre mostrándole un muñeco de cartón cuyos hilos le dan vida de pronto; la súbita animación le hace parecer un muerto en movimiento, un fantasma. La historia continúa años después en Bélgica, en ausencia de los padres que se hallan, él peleando en la guerra civil española y ella trabajando de sirvienta. El niño está en una fiesta cuando el mismo muñeco hace su aparición, ahora de carne y hueso: salta aquí y allá, desordena todo, camina con un andar convulsivo y termina tomando de las manos al chiquillo y bailando con él, aterrorizándolo. Durante muchos años, José de la Colina no podrá ver a aquel personaje ni siquiera en pantalla —es el Charlot de Charlie Chaplin—, sin sentir que ha aparecido un muerto vivo y que su gesticular, su correr, su pelear y bailar, son sólo una danza de la muerte en torno al terror de la España de los años treinta y de la Europa convulsionada por la guerra. “James Dean o la juventud eterna” contiene la mejor descripción en prosa que puede haber —estoy seguro— del accidente automovilístico que le quitó la vida al joven inmenso. Como segundo final, me permito viajar hacia mis propios fantasmas y me veo adolescente, casi un niño, sentado en un café, a solas con Joanna Máynez, compañera de escuela dos años mayor que yo, elegante y bellísima… En la escuela corría el rumor de que, bajo el nombre artístico de Marissa Makendosky (¿o era su nombre real?), la hermosa chica acababa de protagonizar La lucha con la pantera, ¡una película para adultos! Y ahora estaba ahí, a mi lado en aquel diminuto y frío café, haciéndome preguntas de amor que me ponían a temblar. Cuarenta años después, mientras escribo este comentario, caigo en cuenta que aquella película está basada en el cuento de José de la Colina que lleva el mismo título. Seguro que él se acuerda de Joanna o Marissa o como quiera que sea su verdadero nombre, y me invade una oleada de orgullo al saber que comparto con el octogenario maestro el recuerdo de uno de sus hermosos fantasmas.
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Dos películas en tres dimensiones
Juan Patricio Riveroll
Fotograma de Mad Max: Fury Road
Una película es como un campo de batalla: tiene amor, odio, acción, violencia y muerte. En una palabra: emociones. Samuel Fuller, Pierrot el loco
En mayo de 2015 coincidieron en la cartelera cinematográfica del Distrito Federal dos magníficas películas, una en cientos de salas y otra sólo en la Cineteca Nacional. Mad Max: Fury Road de George Miller se pudo ver en casi cualquier múltiplex en distintas versiones: doblada, con subtítulos, en 3D o en proyección tradicional en 2D. En cambio, Adiós al lenguaje de Jean-Luc Godard sólo se exhibió en una sala y en una única modalidad: 3D.
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La popularización del 3D le regresa al cine ese halo de fascinación que tuvo desde sus inicios. Renueva. Es una herramienta que aumenta la sensación de fantasía en obras hechas para soñar, y que profundiza la experiencia estética y formal en el cine de autor. Werner Herzog, por ejemplo, nunca ha estado completamente de acuerdo con la tecnología 3D, pero al tener la oportunidad de filmar las pinturas rupestres de la cueva Chauvet no dudó en utilizarla, y pese al mencionado titubeo con respecto a dicha herramienta, en su momento sentenció que La caverna de los sueños olvidados debe verse, forzosamente, en 3D. Verla en 2D es ver una versión diluida. La profundidad visual que da el efecto de dos imágenes sobrepuestas es perfecta para percibir las pinturas sobre las paredes irregulares de la cueva, cuyos trazos, que forman parte de las protuberancias, se aprecian mejor así. Lo mismo sucede con la más reciente entrega de Mad Max a manos de su creador, más de treinta y cinco años después de la primera. Al ver que Fury Road contaba con un inusitado porcentaje de aceptación de 98% en el tomatómetro de RottenTomatoes.com, corrí a verla. Pocas películas de ficción tocan esa cifra en la página dedicada a recabar el mayor número de críticas para establecer un consenso. Por lo general las cintas que llegan a ese nivel son documentales, rara vez ficciones, y más raro aún blockbusters de gran presupuesto sin más pretensión que la de dar un espectáculo. Cintas intimistas, socialmente comprometidas, sobre la lucha de ciertas minorías, suelen tener buenas críticas; películas de acción, no. Y es que todos los aspectos de Mad Max son extraordinarios, empezando por el guión, que mantiene al espectador en vilo a lo largo de dos horas sin descanso, sin respiro, sin momentos necesarios para el avance de la trama pero que detienen la emoción. El camino de la furia es un caballo desbocado que al llegar al límite del desfiladero, donde no puede seguir, regresa a confrontar a los monstruosos seres de quienes viene huyendo. Decenas de cámaras al unísono son testigos del vertiginoso viaje de los personajes interpretados por Tom Hardy y Charlize Theron, grandes actores bajo las órdenes de un veterano con la vitalidad de un adolescente. Días después la volví a ver en 2D, la única función disponible ese día, y la comparación me decepcionó. Al igual que La caverna de
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Mad Max: Fury Road Dirección de George Miller Australia/Estados Unidos, 2014 120 minutos
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los sueños olvidados, cuando una obra está pensada para proyectarse de una manera hay algo que se pierde al trasladarla. La profundidad de campo de una película concebida en 3D es vital, imposible de replicar. Del mismo modo, gran parte de la propuesta visual de Adiós al lenguaje, que en Godard se acerca a una cuestión filosófica, tiene que ver con la tecnología 3D. Experimenta, juega, confronta al espectador. Como cualquier otro ejemplo, de Pina de Wim Wenders a Gravity de Alfonso Cuarón, Adiós al lenguaje se sostiene también en formato regular y en la televisión, sin embargo la pérdida de aquello insustancial es irreparable, como sucede con la traducción de un lenguaje a otro. Es difícil sintetizar los temas que trata el más reciente ensayo cinematográfico de Godard, pues sus películas cada vez más rehúyen la posibilidad de ser contenidas con palabras en una síntesis. Estoy seguro que la sinopsis publicada en el sitio web de la Cineteca Nacional salió, en parte, del paquete de prensa enviado por el agente de ventas y no de haberla visto, porque la premisa “una mujer casada y un hombre se encuentran”, no es clara. Reto al lector que encuentre el momento que transmita que la mujer es casada. Tal vez más que el resto de su obra, Adiós al lenguaje es una experiencia abstracta que teje ideas cinematográficas, es decir, palabras con sonidos o música o ambas en conjunto con planos grabados en 3D o sacados de la historia del cine; varias aristas de una misma cosa, la película, que en conjunto crea una sinfonía filosófica contenida en el cinematógrafo e intraducible a otra plataforma. Conforme a su costumbre de llevar al cine a rincones poco explorados ahora no solamente usa un tipo de cámara, sino varios: Canon 23.98, Fuji 24, Mini Sony 29.97, Flip Flop 30, Go Pro 15, Lumix 25. Y aun más radical que la experimentación visual es la banda sonora, la cual parece estar armada en tres o más dimensiones sonoras. Las nuevas y crecientes posibilidades para mezclar el audio y el equipo de reproducción en salas dan como resultado, en manos de Godard, una
barroca proliferación de capas auditivas. Una misma frase se escucha, primero, lejos, saturada y sólo del lado superior derecho; inmediatamente después la misma voz se transforma y acapara toda la sala, con profundidad, grave en vez de aguda, para entonces convertirse en algo que a su vez se ahoga entre las cuerdas iniciales de la “Marcha eslava” de Tchaikovski, que luego se interrumpe de manera abrupta para dar paso al silencio durante algunos segundos. La lista de autores, cineastas y músicos citados es, como de costumbre, amplia: Conrad, Freud, Valéry, Derrida, Faulkner, Artaud, Cocteau, Victor Hugo, Proust, Flaubert, Beckett, Sartre, Schoenberg, Beethoven, Sibelius, entre muchos otros. Los créditos finales son la bibliografía, si bien demasiado general. Su obra es también un rompecabezas o un ejercicio de memoria que lúdicamente desafía al espectador para ver si es capaz de identificar las palabras, piezas musicales o pedazos de film de cada autor. Mad Max y Adiós al lenguaje podrán ser, conceptualmente, polos opuestos, pero podemos hablar de ellos como un par de viejos experimentados. Cuando Miller hacía su ópera prima, Godard llevaba ya un par de décadas a cuestas como cineasta, con dos periodos tras de sí y empezando uno nuevo: el de ensayista que usa el cine como medio de expresión, periodo que continúa hasta hoy y que tiene una de sus obras cumbre en Adiós al lenguaje. Sin embargo, sea Mad Max un mero divertimento es también una proeza, no sólo de técnica y de lenguaje cinematográfico, sino de emociones, como Sam Fuller definió el cine frente a la cámara del joven Godard, en 1965. Cuando Robert Bresson presentó El dinero, su última película, en el festival de Cannes, un entrevistador le preguntó si era cierto que había ido al cine a ver la más reciente entrega de James Bond. Él sonrió y asintió, y dijo que For Your Eyes Only de John Glen le había maravillado debido a la escritura cinematográfica. “Ya sólo pienso en eso: en la escritura cinematográfica”, dijo, y creo que tanto la de Miller como la de Godard, disímiles entre sí, son asombrosas muestras de escritura cinematográfica en 3D. El cine goza de buena salud en los brazos de sus viejos acólitos.
Adiós al lenguaje Dirección de Jean-Luc Godard Francia, 2014 70 minutos
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Memoria necrofílica y cartografías del sur Estética y emancipación Fantasma, fetiche, fantasmagoría Fabiola Camacho
Vista de un grafiti del artista Banksy en un muro cerca de Belén en Cisjordania, en 2013. (Fotografía: Ian Walton/ Getty Images)
Durante las últimas décadas, la globalización y los efectos del capitalismo gore, denominado de esta manera por Sayak Valencia, han construido un paisaje no solamente fragmentado sino una transformación cartográfica donde las dunas y los millones de hectáreas devastadas en el tercer mundo dan cuenta del profundo dolor social y de la idea de que no nos queda sino la muerte. Ante este panorama, diversos actores involucrados con la producción cultural y estética plantean no solamente preguntas en busca de una resolución para los problemas económicos, políticos y ecológicos a los que nos enfrentamos de manera cotidiana, sino también formas de producir nuevas estrategias de supervivencia e incluso la construcción de una cartografía donde aquellos que no fuimos contemplados por el neoliberalismo hace más de tres décadas conformemos nuestras respuestas desde este marco amplio que algunos artistas e intelectuales han formulado sin más como el sur. Sin duda, el arte
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contemporáneo ha contribuido para que se originen estrategias y dispositivos de cambio y articulación de discursos políticos desde la propia sociedad, es decir, formas de emancipación frente a la precarización y la nula vida que distingue a la globalización hegemónica. En el caso de México, en el 2010, con motivo de la celebración del tan nombrado y caricaturizado bicentenario, un grupo de críticos culturales y críticos-artistas convocados por la unam y diversas instituciones conformaron el Simposio internacional en “Estética y Emancipación: Fantasma, Fetiche y Fantasmagoría”, coordinado por Helena Chávez MacGregor, espacio donde los discursos críticos orientados desde una perspectiva poscolonial motivaron a pensar la zona en la que los otros nos encontramos, indígenas, mestizos, desplazados, mujeres, comunidad lgbt… como un sur desde el cual puede constituirse un destino que contraponga los mares de sangre y los inmensos desiertos en los que se está convirtiendo esta región. En ese proyecto, críticos como Cuauhtémoc Medina, Mariana Botey, José Luis Barrios, y directores del mismo, Néstor García Canclini, Ackbar Abbas, Claudio Lomnitz, entre otros, plantearon una serie de preguntas e incluso dieron algunas resoluciones desde las prácticas estéticas ante la contingencia que a todos nos atañe. De ese proyecto y de otros como Campus expandido del muac, nace el volumen perteneciente a la colección Zona crítica coeditado por la uam, Siglo XXI y la unam titulado Estética y emancipación, fantasma, fetiche y fantasmagoría. A manera de curaduría, Botey y Medina realizan una cuidadosa selección de textos, algunos inéditos y otros publicados en otros idiomas, que dividen en cuatro ejes temáticos. El primero es “Tácticas”, compuesto por textos que de la pluma de Shuddhabrata Sengupta, Marcelo Expósito, Suely Rolnik, por mencionar algunos, nos describen desde un ángulo no necesariamente académico, sino desde las prácticas artísticas, maneras de contrarrestar los discursos hegemónicos, no solamente de la academia o la globalización, también desde las corrientes artísticas dominantes. Con un
tono ensayístico, los autores construyen veredas para transitar por espacios donde se experimente la condición liberadora del arte mediante los dispositivos que cada autor expone. En “Hacia una historiografía de la decepción” se realiza un viraje en la ruta para interpelar desde una voz académica la construcción de la idea Estado-nación. Mediante el análisis de casos específicos sobre la historia moderna de las Américas, y expuestas por académicos y curadores como Claudio Lomnitz, Zita Nunes, Renato González Mello y Gustavo Buntinx, el lector confronta su propia identidad cultural y pone en tensión la condición de otredad sobre la de habitante, la de proceso civilizatorio y condición de cultura humanística con empuñadura blanca, sobre la salvación que ofrece el canibalismo, el mestizaje o la propia contracultura. Sin embargo, se observan algunas disonancias en los discursos, pues si bien es cierto que la mayoría son sustentados desde el espacio académico, sin mencionar meramente el hegemónico y occidental, la crítica queda un tanto desdibujada por no dejar de cargar con ese atisbo de autoridad que el espacio de poder siempre logra filtrar. En “Escenas de violencia poscolonial” se desarrolla un recorrido por cuatro escenas donde la violencia cotidiana contemporánea hace resonancia con el discurso de la necropolítica del filósofo camerunés Achille Mbembe. Las escenas que tienen como fondo Palestina, Sudáfrica, Chile y fronteras o muros históricos, como el de Berlín, exponen momentos coyunturales y prácticas de resolución que exploran desde la voz de los autores las condiciones de exacerbación de la violencia, aún en el proyecto emancipatorio del sur. Como lo identifica Nelly Richard en su texto “Estadio de Chile: posproducción y memorias de uso”, a propósito de la intervención artística de L. Rosenfeld titulada Estadio de Chile: ¿Cómo simbolizar la pérdida y la ausencia de cuerpos y personas que fueron víctimas de la desaparición política durante los años de la dictadura militar? ¿Cómo
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representar el angustioso hueco de no identidad que dibujó la tortura y la represión en el cuerpo social? Este dilema crítico reaparece cada vez que el arte se hace cargo de la problemática del recuerdo en sitios marcados por lo ominoso de un pasado de identidades suprimidas por los aparatos de terror.
Las diversas reflexiones sitúan al espectador en un lugar de continúa tensión ante esas escenas donde la violencia invade la memoria y, por tanto, la producción artística del espacio geográfico propuesto. Finalmente en “Estética del final de los tiempos” se logra crear un espacio teórico tal como el que se ofrece al concluir el recorrido de alguna exposición de arte en cualquier museo. Ackbar Abbas, Eduardo Subirats y Néstor García Canclini discuten sobre las ligaduras entre arte, estética y emancipación observadas en los dispositivos e intervenciones realizadas desde el arte contemporáneo. Si bien cada autor parte desde una perspectiva y tema distintos, los tres coinciden en reflexionar acerca de lo que entendemos por la liberación que otorga el proyecto emancipador, del cual se discute a lo largo de todo el volumen y que se halla en buena parte de la producción estética y cultural contemporáneas. Para García Canclini hablamos más que de una estética como disciplina “de lo estético como una reflexión diseminada que trabaja sobre las prácticas aún denominadas artísticas” frente a lo que comprendemos como emancipación, o mejor dicho, sobre aquello de lo que creemos debemos emanciparnos. Sin duda, Estética y emancipación es un recorrido que logra abrirnos la mirada a pasajes y discursos con los que de manera cotidiana convivimos, pero que no logramos del todo definir. Sin embargo, como el propio Medina lo objeta en su introducción, el discurso de emancipación de este volumen está regido no desde un proyecto unificado que restituya el daño promovido por el neoliberalismo. Por el contrario y bajo el enfoque de Ernesto Laclau, se entiende como la creación de
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diversos proyectos emancipadores que develen su condición histórica y centren su discurso en la propia praxis, con el fin mismo de diferenciarse del poder. Si la circulación así como el consumo artístico se presentan como un elemento central de la economía y la política del mundo contemporáneo, resulta necesario romper con la ingenuidad de que algún movimiento determinado, acto creador o actor mesiánico nos liberará de este lúgubre momento. En sí, se trata de comprender la existencia de espacios y prácticas que nos otorgan la oportunidad no de emanciparnos sino de desarrollar otros espacios y discursos que construyan esta cartografía de nuestro sur.
Estética y emancipación. Fantasma, fetiche, fantasmagoría Mariana Botey y Cuauhtémoc Medina, coordinadores México, uam, unam, Siglo XXI, 2014, 286 pp.
Entre la inquietud y el descontento: Perros días de amor de Barry Callaghan
Barry Callaghan. Fotografía: http://www.openbooktoronto.com/
José Antonio González de León
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The wound goes into hiding —wears comouflage— if not adressed
Perros días de amor está formado por la reunión de quince cuentos cortos, seleccionados de entre tres obras publicadas anteriormente por Barry Callaghan. Y el lector se pregunta: ¿qué puede hacer que se publiquen estos cuentos justo ahora? Una respuesta inmediata es que buena parte de la obra, en su mayoría, no ha sido leída por el público de habla española, será por ello la primera vez. La segunda respuesta puede ser que a lo largo de los cuentos reunidos, los personajes y sus circunstancias recrean, metafóricamente, la vida cotidiana de las emociones que dan vida a las noticias en nuestros días. De manera que a pesar de la aparente extraordinariedad de los personajes, presenta la vida tal y como lo puede ser cuando, detrás de los cuerpos, estaba el asiento del tedio producido por el desconsuelo. Esto no será arbitrario en las historias de Callaghan: una de las constantes es que los espacios en los que se desarrollan éstas someten de antemano a los personajes integrándolos plenamente. Las almas de ellos son las almas de los espacios que los dominan. En el primer cuento, “La reina negra” —que pertenece a los reunidos en The Black Queen Stories—, el acoplamiento de la novedad en la vida gay y la inclinación de la pareja por la defensa de sus encantos en las formas más tradicionales de la vida resultará en una extravagancia que logra renovar temporalmente los aspectos más tediosos de la repetición de todos los días. La reina negra en la forma impresa de un timbre de correo aparece, finalmente, después de una espera de años en la tienda de filatelia, en la que han comprado anteriormente una gran parte de su colección. La reina negra, la reina Victoria, la reina de una moral que recorre el siglo xix, es el símbolo de identidad que sostiene la relación de MacCrae y Hughes. El pensamiento nos lleva entonces a lo sorpresivo que puede ser una idea de moral que se rompe y recompone en otra: un resultado inesperado. Muy frecuentemente leemos noticias sobre situaciones que derivan hacia condiciones deprimentes de la vida, no porque sean noticias realmente negativas en sí, sino por el efecto que genera la manera en que se presentan. Se nos impide, entonces, superar aquello que nos deprime saber. Y ese efecto se produce porque la noticia es empaquetada y sellada, queda dentro de una caja hermética. Las alternativas nulifican cualquier intento de aprender de los hechos terribles que son narrados, porque esos hechos se disponen de manera tal que, aunque podamos aprender de ellos para modificarlos o no repetirlos, terminan por ser una condena sin salida y hasta complaciente. No hay margen para reconocer errores que nos dejen ver soluciones. Así, en estas historias todo transcurre como si la vida hubiese sido diseñada para ser lo único que pueda ser, para saber que el destino impuesto a nosotros es absoluto e inamovible. Cuando la noticia es expresada sólo por su mirada exterior, narrada meramente, se hace frívola y permite que se haga
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referencia a lo que se observa como cotidiano y universal; las salidas están cerradas, no hay nada extraordinario que pueda salvarse en lo recurrente. En “Un beso es siempre un beso” , los personajes se trenzan desde un desdén primario y van creciendo, variando por las tonalidades. Los personajes viven en esos tonos bajos, y la escritura de Callaghan es así. Además, en todos los objetos que aparecen, paisajes, colores, insinuaciones nada es realidad, nada es cierto. El cuento se desenvuelve en lo irreal. Pero la sentencia final produce un deleite: “Carajo, la infelicidad es sobrevalorada”. Los cuentos de Callaghan son la noticia de vidas que duran porque no dejan de flotar en una especie de nada, porque los personajes esperan que lo que les sucede tiene sentido, a pesar de no saber cuál es éste. El tedio está presente a lo largo de la narrativa y en su punto, pero no sucederá algo que pueda transformarse en algo más, algo que pueda encontrar plenitud, que le dé a sus vidas alguna consistencia diferente y siempre se quedará en una espera. “Crow Jane Blues” es la caminata de una cantante muchos años después de haber vivido su mejor época. Ella recorre un mundo que conoció antes y en el que las imágenes desprendidas de la televisión vuelven a la chica negra en blanca, o su fotografía en el periódico desparece en puros puntitos cuando es amplificada para ser colgada en la cabecera de su cama. Crow Jane está de regreso, llega a su casa ya de madrugada, reconoce por sus caras a uno que otro, pero la experiencia vivida tiempo atrás, con ellos, ya no está en su memoria, se han convertido en figuras animadas que nada dicen ya. Callaghan cuenta historias que surgieron de circunstancias creadas a espaldas de los actores, incluso en otros tiempos a los de ellos, como si aparecieran de quién sabe donde, quedando envueltos en dinámicas determinantes. Sí, la lectura produce inquietud, pero el lector desea que sea una inquietud crítica, contrapuesta y negadora de la historia narrada. Por debajo de las historias hay otra noticia que debemos buscar, y el esfuerzo es obligatorio. El escritor crea entonces un misterio inédito si es posible decirlo así. La vida de Collette, la vida vacía de una joven que regresa a casa después de buscar pero no encontrar en dónde descansar su descontento, es seguir buscando al hombre, al hombre que no existirá. Nacida del mal parto de su madre queda ella y su hermano Simón, huérfanos de madre. Su padre, trabajador del ferrocarril, también había muerto ya y queda en su recuerdo el tendido de los rieles invadidos de hojas y tierra. Todavía el día que éste murió, Collette acercó su oreja a los rieles para tratar de encontrarlo en algún punto de las vibraciones. La vieja que la cuidó de chica, con las uñas y la piel como las del gallo que siempre la acompañó son asesinados por Collette. El gallo por decapitación, la vieja por sostener el ritmo de los golpes del bastón hurtado por Collette y la incapacidad de sostener la velocidad de movimiento de la silla en la que estaba sentada. Collette es “un terrible descontento” y eterno sembrado en la planicie de su pueblo.
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Por lo demás, el autor se ubica dentro de un realismo aplastante. Las historias se suceden no solamente en un plano serial, pues en cada imagen hay también una vibración, un ruido permanente que amenaza con disolver la imagen en turno que mantiene una tensión en el lector que, dándose cuenta o no, abre la expectativa de liberación, liberación en sí mismo que es posible sacudir para dar luz a otras circunstancias de vida. En ese aspecto, Callaghan nos convierte en lectores que asumen su responsabilidad cuando nos damos cuenta que hemos sido invadidos por su escritura. En momentos, Callaghan es casi insoportable. Sus cuentos se asemejan a una bola de plastilina gris que alguna vez fue la reunión de barras de colores que se mezclaron. En “Perros días de amor” aparece Vernon Wilson, el viejo cura. Está también el nuevo cura padre Kukic que no ve de Perros días de amor y otros cuentos buena manera tener el perro que le han regalado al padre Vernon. Al perro se le nombró Anselmo. Con Anselmo el padre Barry Callaghan Vernon podrá vivir plenamente, dándole al animal el lugar de Selección, prólogo y coordinación lo vivo y reconociendo lo muerto que queda en las reliquias. de Mónica Lavín El amor que el perro le muestra al padre Vernon superará México, uam, 2014, 231 pp. la inclinación por infundirle miedo. Eso deja que la vida del sacerdote permanezca en paz. Las historias son posibles porque en la trama en la que se desenvuelven los espacios acaban manipulando a los personajes, dejándolos sin voluntad: los espacios de estos cuentos imponen los aires, las humedades, los trazos y las horas. Cada historia queda en una sola dimensión, como lo comprobará el lector. Todos los espacios descritos quedan como uno solo con sus habitantes, sus temperaturas. Quizá lo que Callaghan dice es que perdimos, hace tiempo, los campos que podían hacer de nuestras vidas algo diferente entre una y otras, pero eso es ya imposible. Todo se ha hecho lo mismo. Poder haber sido diferentes entre nosotros queda como un deseo que nos condenó a ser iguales o a estar muy cerca de lo que el otro es. Si los cuentos en este libro son concluyentes, ya nada podemos hacer por nosotros. Las emociones que dan vida en nuestros días hicieron también de los espacios los mismos. Nada afuera y nada adentro nos salvará. La incapacidad de sentir con plenitud las emociones lleva al extravío de lo que sentimos y disfrazarlas no es una buena táctica, nos impide acercarnos a la construcción de ideas que diferencian lo que sí podemos hacer de aquello que resultará en una mera ociosidad y puede ser el ingreso al sufrimiento. La lectura de Callaghan resulta inquietante.
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Los valientes no ceden: De orden suprema, Guillermo Prieto y el periplo literario en México Francisco Mercado Noyola
Guillermo Prieto
Desde el Liber millionis de Marco Polo hasta la guía Lonely Planet, el trashumante moderno ha buscado dejar testimonio escrito de sus travesías, domésticas o lejanas, plácidas o azarosas, por propia iniciativa o por designios de una autoridad inobjetable. La Biblioteca de Signos, de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, publica De orden suprema: la obra de Guillermo Prieto y la literatura de viajes en México, de la profesora Marina Martínez Andrade, quien trata con amenidad y rigor metodológico el tema de la escritura itinerante, abocándose al estudio de la veta nómada de nuestro gran poeta popular del siglo xix. Don Guillermo Prieto —para los mexicanos actuales, acaso tan sólo personaje incidental que salvó la vida de Juárez con su broncíneo adagio “Los valientes no asesinan”— es para nosotros, sus afortunados lectores, prisma luminoso de la historia patria. En Memorias de mis tiempos cataliza el libre flujo del recuerdo, desde el manantial del ayer hacia las compuertas del hoy. El pacto autobiográfico —el cual se establece en este relato fundamental— es formulado en la narrativa como testimonio del yo, postulando que todo viaje es tanto interior como exterior. En este curso fluvial los meandros de la memoria transfiguran los de la escritura, de tal manera que todo viaje se halla predeterminado por el sueño y el deseo; asimismo, posee una carga introspectiva y sentimental. Esta poética fue abrevada por nuestros románticos del siglo xix en sus lecturas de Lawrence Sterne y Xavier de Maistre. En el caso de los Viajes de orden suprema,
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materia de su lúcido estudio, Marina Martínez percibe un vínculo evidente con la escritura autobiográfica, la cual es ejercida por Prieto desde un contexto presente, durante un periplo emprendido por voluntad ajena (la del dictador Santa Anna), con doble intencionalidad: la de recorrer y discurrir la patria, mostrándola a los ciudadanos para que éstos la habiten, la amen y luchen por su engrandecimiento. De ahí el carácter misceláneo de este extenso relato de peripecias, observaciones y digresiones, cuya naturaleza discursiva ostenta una hibridez similar a la de las crónicas de Fidel en la prensa nacional. Martínez Andrade nos señala que la literatura de viajes escrita por mexicanos es en el siglo xix tan incipiente como la propia nación. Nuestra geografía escarpada y fragmentaria demuestra serlo como nunca antes, ante la nueva libertad de tránsito que rompe las ataduras del estatismo virreinal. Los caminos y medios de locomoción prueban su absoluta deficiencia ante los nuevos viandantes, deseosos de dinamismo comercial y cultural, y que hallan incontables impedimentos para sus periplos dentro y fuera de la República. Punto de contacto que es percibido por la autora, los relatos de viaje producidos por extranjeros en México y por mexicanos en el extranjero se relacionan con los estudios poscoloniales en el mismo sentido que Ignacio Manuel Altamirano advierte en su tiempo. Es decir, al igual que los conquistadores españoles determinaron el sedentarismo de los novohispanos, los nuevos domi nadores europeos y norteamericanos imprimieron dinamismo a México, inventariando el nuevo territorio independiente para dar cuenta de sus recursos explotables; así como los viajeros mexicanos describieron con pasmo las naciones hegemónicas con el fin de seguir sus modelos políticos, económicos y culturales. Después del medio siglo de caos en que es difundida en Europa y Norteamérica la imagen de un México rehén de la corrupción, la ineptitud, la discordia y la rapiña, Altamirano y sus cofrades desean combatir
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este desprestigio ante el mundo civilizado; del país de salvajes erigir una nación en desarrollo. Ante la brecha civilizatoria, los viajeros mexicanos dejan testimonio escrito de su experiencia en los modelos dominantes o reivindicando, dentro de su patria, una nueva disposición al progreso científico, social y moral. Es así el caso de Prieto en su Viaje a los Estados Unidos y en la obra estudiada por Marina Martínez en su libro. Para el Occidente decimonónico la incomunicación es proporcional al atraso y barbarie de un pueblo. Ya Octavio Paz en Los hijos del limo escribe sobre “las míticas criaturas del progreso” secular: el ferrocarril, el telégrafo. El relato de viajes de Prieto tiene, en este sentido, un papel ancilar y utilitario, un compromiso social con “la comunidad imaginaria”. Pertenece plenamente al período en que la literatura era concebida como un medio para fundar la nación y fomentar su progreso material y social. La lectura de Viajes de orden suprema, como la de numerosos textos coetáneos, tenía como objeto la aculturación, el adoctrinamiento y la formación del patriota modelo. Este relato de viajes funge como pretexto para describir la geografía de la nación, su belleza, sus recursos, sus habitantes, sus costumbres, sus profundos conflictos, y así contribuir a fundarla en el imaginario colectivo. La descripción, planteada por Roland Barthes en El efecto de lo real como recurso retórico para lograr la imitatio más fidedigna, postula que a mayor acumulación de objetividades representadas, mayor identificación del lector con el entorno descrito (en este caso la nación), la cual sólo puede ser construida en su imaginario mediante un periplo literario. Quienes hemos tenido la fortuna de vivir el siglo xix en Memorias de mis tiempos, hemos apreciado una cualidad muy escasa en la narrativa mexicana: el sentido del humor de Guillermo Prieto, como rasgo único entre sus coetáneos y aún entre los escritores mexicanos de todos los tiempos. Martínez Andrade pone de relieve en su trabajo la ironía y la sátira como figuras retóricas
que operaron en la obra de Fidel como formas de resistencia y supervivencia ante una realidad nacional descarnada. Este seudónimo, que se hizo tan popular en las columnas de la prensa capitalina, funge como alter ego, como máscara carnavalesca. En Viajes de orden suprema desacredita la solemnidad de Guillermo Prieto como autoridad pública, como ciudadano ejemplar, dejando —después de este recurso teatral— la dramatis personae de un lépero ingenioso y astuto, que pretende captar la complicidad del ciudadano lector promedio. Paradójicamente, su humildad artificiosa aporta la mayor legitimidad a su relato; le imprime el sello de la igualdad entre pares, y por tanto, mayor credibilidad y cohesión entre los miembros de una comunidad que se desea solidaria. La escritura de viajes de Prieto se adscribe al ejercicio de la escritura autobiográfica, y a su vez al sub género de la narratio vera. El pacto de verosimilitud de la ficción se transforma aquí en pacto de veracidad. En la teoría de Pierre Nora sobre el locus memoriae de la preceptiva retórica clásica, don Guillermo ejercita la función simbólica del topos, es decir, de los lugares físicos que abren los efluvios de la mnemotecnia. Con el fin de crear la patria, de fijar su imaginario territorial, es necesario recorrer su geografía y nombrarla. Guillermo Prieto fue sin duda uno de los grandes fundadores de la República prístina, desde el periodismo costumbrista, desde la narrativa autobiográfica y desde la poesía popular. Desde un recorrido bastante exiguo por el Camino de Tierra Adentro, el autor de La musa callejera inicia la azarosa construcción literaria de nuestra —entonces ignota, no obstante ineludible— hinterland. Con su libro, Marina Martínez Andrade hace un aporte teórico, crítico y metodológico sustancial al estudio de la literatura de viajes en México, así como al análisis de la obra narrativa de uno de nuestros personajes-hitos históricos y literarios.
De orden suprema: la obra de Guillermo Prieto y la literatura de viajes en México Mariana Martínez Andrade México, uam, 2014, 278 pp.
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colaboran Tayde Bautista (ciudad de México, 1971). Estudió derecho y literatura. Ha colaborado en distintos medios como Revista de Poesía, Día Siete, National Geographic, Travel Leisure y Reforma. En el 2010 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo y publicó el libro De paso. Fabiola Camacho (ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011 - 2012 y 2012 - 2013. Es maestra en estudios latinoamericanos por la unam. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia el doctorado en sociología en la unidad Azcapotzalco de la uam. Marco Antonio Campos (ciudad de México, 1949). Cronista, ensayista, narrador, poeta y traductor. Ha traducido la obra de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Guide, Roger Munier, entre otros. Ha publicado, entre otros, los poemarios Muertos y disfraces, La ceniza en la frente y Ningún sitio que sea mío, así como la novela Hemos perdido el reino. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles. En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del inba en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. José Antonio González de León. Sociólogo de formación y profesor universitario. Fue director del Instituto del Derecho de Asilo Museo Casa León Trotsky y director de la revista Este país. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Llamil Mena Brito. Es historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente realiza la maestría en historia del arte en la misma institución.
Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i. Pablo Piceno (1990, Wolfsburg, Alemania). Estudiante de literatura y filosofía en la Universidad Iberoamericana. Ha publicado en Opción, Crítica, La Cigarra, registromx y Círculo de poesía, así como en el suplemento cultural Laberinto. Forma parte del consejo editorial de las revistas Órfico y Torpedo. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Ernesto Ríos Lanz (ciudad de México, 1975). Artista visual que se ha desarrollado en diversas disciplinas como el dibujo, la pintura, el video, la fotografía, la animación y la realidad virtual, entre otras. Ha participado en exposiciones individuales y grupales en galerías y museos de ciudades como Londres, París, Tokyo, Nueva York, Valencia, Sao Paulo, Melbourne y la ciudad de México. Juan Patricio Riveroll (1979, ciudad de México). Director, escritor y productor de cine. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Realizó su primer largometraje, Ópera, en 2007. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Antonio Toca Fernández (ciudad de México, 1943). Estudió arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.
Descarga Tiempo en la casa, suplemento.
La herencia como herida y luz: entrevista con Piedad Bonnet Claudia Posadas
Suplemento de la Revista
Año tras año, nuestra universidad ha participado en las ferias de libro más importantes del país. En septiembre y octubre, podrás encontrar nuestra oferta editorial en la:
IV Feria del Libro en Derechos Humanos 10 y 11 de septiembre
Facultad de Derecho de la UNAM, Ciudad de México
XXVII Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia Del 24 de septiembre al 4 de octubre
Patio Central del Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México C
XXXIV Feria Internacional del Libro del Instituto Politécnico Nacional
M
Unidad Profesional “Adolfo López Mateos”, Ciudad de México
CM
Del 30 de septiembre al 11 de octubre
Y
MY
XXXI Feria del Libro Chapingo 2015 Del 1 al 11 de octubre
Universidad Autónoma de Chapingo, Texcoco, Estado de México
CY
CMY
K
XV Feria Internacional del Libro en el Zócalo de la Ciudad de México Del 9 al 18 de octubre
XXV Feria Internacional del Libro Monterrey 2015 Del 10 al 18 de octubre
CINTERMEX, Parque Fundidora, Monterrey, Nuevo León
IV Feria de Revistas de la ENAH Del 26 al 30 de octubre
Escuela Nacional de Antropología e Historia, Ciudad de México
4ta. Feria Internacional del Libro Chiapas Centroamérica Del 26 al 31 de octubre
Biblioteca Central Universitaria “Carlos Maciel Espinosa”, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas
septiembre
Presentación de libro Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. II, número 20 • Septiembre 2015 • $60.00 • ISSN en trámite
La mirada urbana en Mariano Azuela (1920-1940) de Teresita Quiroz Ávila
1 de octubre, 17:00 hrs.
Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, XXVII Feria Internacional de Antropología e Historia
Arquitectura
Segunda Modernidad urbano arquitectónica: lecciones significativas de la Segunda Modernidad en México Catherine Rose Ettinger McEnulty, Louise Noelle Gras, Alejandro Ochoa Vega (coordinadores) Ensayo literario
Gente con nombre de calle. La Historia está en la calle Héctor Anaya Filosofía
Lecciones de filosofía moral Miriam M. S. de Madureira, Maximiliano Martínez Fotografía
Diálogos de la mirada. Retratos Norma Patiño
casadeltiempo • número 20 • septiembre 2015
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
Memoria del sismo
Matemáticas
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Introducción a las ecuaciones diferenciales parciales Gabriel López Garza Francisco Hugo Martínez Ortiz