Casa del tiempo 27, abril de 2016

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Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 27 • abril 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Diálogo entre siglos

casadeltiempo • número 27 • abril 2016

Miguel de Cervantes • William Shakespeare

Celebración de Rubén Darío Michel Tournier: el mito y la palabra Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015

“C h (B arl Sup us as le ca c m el on en có Jo to di sé go R ele Q am ct R r pa ón ón ra Ri ico de po T sc ll” iem ar , d ga e po gr M en at ar ui ia la ta na ca en B sa pá ern : gi á na rd 80 ez )

Entrevista con Fernando del Río



Editorial

Una oscura ficción hermana a dos figuras de la literatura universal, William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra: la fatal aunque falsa coincidencia de una misma fecha de muerte, el 23 de abril de 1616. (La fecha no es exacta, ya que sus países se regían por calendarios distintos: el juliano y el gregoriano, respectivamente). Sus obras comparten un mismo tiempo de gestación y una celebridad póstuma. Para conmemorar los cuatrocientos años de ese mito, Casa del tiempo les rinde homenaje en este número con textos que recorren las obras y sus circunstancias; la impronta de sus personajes en la literatura universal y el esbozo de un camino por el cual acercarse por vez primera a ellos —o reincidir en sus páginas—. Como sucede con los clásicos, el diálogo con sus obras continúa y se actualiza. Las nuevas generaciones se apropian de ellos mediante soportes y medios diversos: la Internet, el cine, la multimedia o las artes gráficas guardan reminiscencias cervantinas e isabelinas que mantienen un diálogo abierto y constante en el transcurrir de los siglos. Asimismo, celebramos al escritor modernista Rubén Darío a cien años de su muerte con artículos de Jaime Labastida y Moisés Elías Fuentes. Al pasar por el tamiz de ambos poetas, los versos, la vida y la obra del autor de Prosas profanas y otros poemas adquieren nuevos matices y nos recuerdan, como escribió Víctor Hugo, que en Darío L’art c’est l’azur. De este modo, Casa del tiempo quiere provocar en usted, avezado lector, que estas líneas, llenas de pasión y furia, signifiquen y perduren en su memoria, o cuando menos, sean pretexto para continuar con la tradición del Cisne de Avon y del Manco de Lepanto.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxv, época v, vol. iii, núm 27 • abril 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director José Lucino Gutiérez y Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Portada Francisco López López Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXV, época V, vol. III, número 27, abril 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de marzo de 2016. Tamaño de archivo: 8.7 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Estar desnudo es estar despierto, 3 Ana María Vargas

profanos y grafiteros Carta a Cervantes, 5 Vladimiro Rivas Iturralde El mercader de Venecia o hablemos de amor, hablemos de dinero, 9 Gerardo Piña ¿Apetito? Prueba los entremeses de Cervantes, 13 Lucía Leonor Enríquez El Quijote, elixir de la eterna adolescencia, 16 Jesús Vicente García William Shakespeare y la profesión del actor, 21 Stephen Murray Kiernan Don Quijote de la Mancha: El ferido en punta de ausencia, 24 José Francisco Conde Ortega Un Shandy en la Mancha, 29 Ramón Castillo Música cervantina, 35 Antonio Bravo

ménades y meninas De la sin par hazaña reservada a don Quijote y Sancho Panza por los caminos del Arte, 39 Héctor Antonio Sánchez Polaroid de una risa nerviosa: Zona Maco, 44 Fabiola Camacho Navarrete

antes y después del Hubble La ciencia se aproxima al arte. Entrevista con Fernando del Río, 48 Miguel Ángel Flores Vilchis Darío, su revolución poética, 53 Jaime Labastida Baudelaire y Darío: fatalismos lumínicos, 58 Moisés Elías Fuentes Michel Tournier: el mito y la palabra, 61 Cecilia Urbina

armario Letanía de nuestro señor don Quijote, 65 Ruben Darío

intervenciones, 67 Mateo Pizarro

francotiradores El amor carece de verdad: Cartas de Kelly de Wolf Wondratschek, 68 Jorge Comensal Tantas orillas del río. El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra, 71 Brenda Ríos Cartografía de la memoria: Los misterios de la pasión. Cuadernos de espiral azul de Esteban Ascencio, 74 Obed Pérez Saucedo Cuerpos, rostros y miradas: el arte fotográfico de Rogelio Cuéllar, 77 Gabriel Trujillo Muñoz

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Charlas con José Ramón Ripoll Mariana Bernárdez


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Estar desnudo es estar despierto Ana María Vargas

i No quiero repetir lo que yo misma dijera antes, pero hablar frente al cuerpo que se preparó para vivir su propio destino —su envejecimiento y quizá su propia muerte—, me resulta ensordecedor y difícil de pronunciar. Y no porque, al despojarme de las ropas frente al espejo, me asuste la desnudez y la imperfección de las formas en el cuerpo. No. Lo que me asusta es que esa imagen es una confesión silenciosa y toda confesión que carece de palabras es también una sentencia en la que no existe un defensor, sino un juez que es uno mismo devorando carne y conciencia sin piedad.

ii Estar desnudo es estar despierto. Nos despojamos del rostro que es la piel —la sombra de uno mismo, que es también un enigma—, y nos entregamos a la humildad de la muerte, la derrota, la complejidad de los placeres propios y de los otros, sin saber que la desnudez no es totalmente íntima, ni solitaria. Estar desnudo es crear un vínculo sin retorno con el lenguaje, con los extraños que lo habitan desde otros mundos o instantes en los que compartimos la agonía y el insomnio; la dulzura y la violencia.

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Retrato de Miguel de Cervantes Saavedra, Juan de Jรกuregui y Aguilar. (Imagen: DeAgostini / Getty Images)

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Carta a Cervantes Vladimiro Rivas Iturralde

Querido don Miguel: Vengo de leer un libro sobre usted escrito en 1912 y publicado en 1913 por un investigador inglés llamado James Fitzmaurice-Kelly. Ignoro si es el quinto o el décimo intento del futuro por seguir, en vano, paso a paso, los de su escabrosa existencia terrestre. Ignoro también qué opinión le merecían a usted los impíos ingleses, aunque debo afirmar que usted —quien tuvo la oportunidad de odiarlos aunque sea de lejos, como todo su pueblo— supo dar, por el contrario, en una época de cucuruchos infamantes y de fuego inquisitorial, una lección de tolerancia escribiendo esa deliciosa novela ejemplar que es “La española inglesa”. Dicen por ahí que usted los ignoraba, usted, que admiraba a Ariosto y estuvo francamente enamorado de las letras italianas. Usted amaba también las leyendas artúricas, de las cuales, siendo normandas, se han prácticamente apropiado los corsarios de Inglaterra. (Antes de seguir, me disculpo por haberlas llamado “leyendas”, pues usted sabía mejor que yo que la historia de los caballeros de la Mesa Redonda no era vana invención sino historia verdadera y modelo ejemplar). Ignoro, una vez más, si llegó usted a enterarse de que el inglés fue el primer idioma extranjero al cual se tradujo su Quijote. Así son de inescrutables los designios de la Providencia. Lo hizo en vida de usted un tal Thomas Shelton, en 1612, y es sabido que el poeta y dramaturgo William Shakespeare quiso llevar al teatro su novela del Curioso impertinente. No alcanzó a hacerlo porque, si bien retirado ya de la escena, movido seguramente por el juego de almas que su novela proponía, vivió con esa intención hasta que la muerte lo alcanzó en la misma fecha que a usted, aunque no en el mismo día, porque los ingleses, tan torpes en asuntos de fe, no habían adoptado aún el calendario gregoriano. Todo esto pasaba mientras usted se debatía por conseguir la protección de algún noble que por fin le ofreciera la holgura económica que nunca tuvo. Usted, que nos acostumbró a referir unas historias a otras (intertextualidad llaman a este arte fríamente ahora), que nos enseñó a leer en unas vidas la suerte de otras vidas, a entender que la conducta humana es con demasiada frecuencia imitación de una vida imaginaria, si no mero reflejo de aquel platónico arquetipo, usted, digo, ha encontrado en James Fitzmaurice-Kelly a un sabio historiador en quien se

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cruzan, como buen inglés, el positivismo sabueso de un detective y la afición, forzada, en este caso, por las historias de fantasmas. (Le aclaro que en nuestros también aciagos tiempos llamamos detective al sabio inquisidor que rastrea las huellas que uno deja en las cosas para saber a dónde lo llevan o para averiguar quién fue el autor de un delito; el positivismo es, más que una doctrina filosófica sobre la verdad por el camino de la observación, una manera de ser: usted, Cervantes, lo entendería muy bien: un positivista arrancaría toda la cólera de don Quijote y hasta la de Sancho, y exasperaría toda, toda su paciencia, queridísimo amigo). Con todo esto quiero decir que el profesor inglés no escribió sino lo que de usted estrictamente se sabía en 1912 y podía demostrarse con documentos. No hay emoción en el libro —Reseña documentada de su vida, la subtitulan—. La emoción está en nosotros, don Miguel, no sólo porque deducimos de ese libro lo infortunada que fue su vida, y cómo fue a parar el héroe de Lepanto y el preso de Argel solidario con sus compañeros de infortunio, en el hombre oscuro agobiado por la pobreza de los últimos años, en el duro veterano dado a soñar para hacer vivible una vida invivible. No sólo por esto, digo, sino porque su verdadera biografía, que es su obra completa, y en particular su Quijote, nos remite a alguna desdicha de su existencia y viceversa. Quizá no necesito decirlo, pero usted sabía muy bien que su condición de humanidad subalterna sería compensada con creces por su entrañable creación literaria. Y digo también que su verdadera biografía es su propia obra porque el libro del inglés deja dos impresiones sobre el lector: primera, la calidad fantasmal del biografiado: usted aparece y desaparece en las páginas y en la mente del lector según lo dicte la palabra del documento que le da presencia física y moral. Por eso abundan expresiones como estas: “Luego sabemos de él que está en Italia”, “Se desvanece enseguida hasta el 15 de octubre, día en que lo vemos, y eso por un momento”, “En 1592 apareció en Burgos”, “No vuelven a hacerse visibles sus huellas hasta el 2 de mayo de 1600”, “Se hace visible de nuevo por estos días en Madrid”, et sic de caeteris. Usted, querido Cervantes, podía darse el lujo de escamotear a la Historia el curso de sus pasos porque ya sabía misteriosamente que otro hombre estaba viviendo y creciendo en usted, ese hidalgo que, en tres jornadas, emprendió desde la literatura un viaje en

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pos de la literatura, ese caballero que, como el Mesías, velaba mientras los demás dormían, y que adoptó el oficio de cargar sobre sus hombros la responsabilidad de todo un mundo que no sé hasta qué punto merecía su sacrificio. Segundo, más una evidencia que una impresión: a medida que sus años transcurren, Cervantes, más hay qué decir de usted, porque su imagen se ha convertido poco a poco, en virtud de su obra literaria y de la magnitud de sus desdichas domésticas, en una imagen pública. Su infancia y su adolescencia no parecen haber tenido, como en muchos otros artistas, una dimensión historiable. De hecho, usted es un escritor de la madurez del hombre y acaso también de su vejez. De ahí la nostalgia que se respira en sus páginas, colmadas de una indescriptible, inanalizable sabiduría de la vida. No sé qué opinaría usted de este libro. Quiero confesarle que a menudo me he sorprendido a mí mismo jugando a ser usted que lo lee, fingiendo que yo soy usted que lee y sonríe, como tantas veces lo he sorprendido en su Quijote, con una humana, demasiado humana sonrisa indulgente. Para empezar, imagino que pese a la conciencia que usted tenía del valor de su obra, le sorprendería cuánto llegó usted a importar a la posteridad, sin embargo de que el sabio erudito inglés omite por principio todo juicio crítico acerca de su obra. Le molestaría sin duda que se hayan publicado una vez más los rumores acerca de la vida privada de las cinco mujeres que vivieron con usted en Valladolid cuando la corte se estableció en ella. Cuánto estuvo usted a merced de la pobreza nos lo dice cada página del libro. Abundan en su vida, al igual que en la de un escritor ruso que mucho lo amó y admiró, llamado Dostoyevski, los acreedores y deudas, la ronda de fiadores: “El 3 de noviembre, año de 1590, tuvo necesidad de tela ordinaria para cubrir su desnudez, y la obtuvo de Miguel de Caviedes y Compañía, en Sevilla, no empero, antes de que su amigo Gutiérrez lo fiase por el precio (diez ducados) y no sin que Gutiérrez hubiera firmado la escritura de fianza ante cuatro notarios, formalidades suficientes para garantizar el pago de la deuda nacional”. No sé qué importancia dio usted a las palabras del censor Márquez Torres, que preceden a su segunda parte del Quijote y que en este libro sobre usted son subrayadas: según ellas era conveniente mantenerlo a usted en la pobreza para que enriqueciera a España y a la literatura. Quizá usted acató esta sentencia como un elogio, como el reconocimiento de una virtud, emparentada a la voluntad de sacrificio del soldado y del caballero andante. A mí, queridísimo amigo, me ha dado mucho qué pensar. Esta

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injusticia —porque me parece una injusticia más— nos convierte entonces a nosotros, los beneficiarios de su obra, en deudores de una suma impagable y eterna, y en verdugos por principio de todos los artistas del presente y del porvenir. No se trata de adularlos tampoco: yo, como usted, considero la adulación uno de los mayores vicios humanos; se trata simplemente de evitar toda forma de servilismo, de tortura y represión. Usted tuvo que disfrazarse mucho para decir las verdades: por eso quiso tanto a los locos y se expresó mediante ellos. Y yo quiero confesarle una, amigo mío: que yo reconozca la injusticia detrás de las palabras del censor Márquez Torres no significa que haya resuelto mi problema de una vez y para siempre en esto de la relación entre sufrimiento del artista y calidad del producto artístico, relación que daría lugar a toda una sesuda reflexión acerca de lo que pedantemente he dado en llamar “economía política de la escritura”. No la he resuelto porque encuentro algo de razón en las palabras condenatorias del censor. Yo leo y releo y disfruto de su gran libro y sé para mí que sin esa suma de miserias de su vida habría sido quizá más difícil para usted llegar a una transformación que fuera —como llegó a ser en efecto— una más alta forma de existencia. Esté usted tranquilo, amigo mío, que por méritos propios su “hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno” es para la posteridad el seguro fiador de su gloria. Lo abrazo con la amistad que supo darme, Vladimiro

El actor inglés Arthur Bourchier caracterizado como Shylock, personaje de El mercader de Venecia, en 1906. (Fotografía: The Print Collector / Print Collector / Getty Images)

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El mercader de Venecia

o hablemos de amor, hablemos de dinero Gerardo Piña

Debo, no niego; pago, no tengo Antonio (el mercader de Venecia) es un hombre melancólico que decide pedirle dinero prestado a Bassanio, su amigo, para ir a cortejar a Porcia, una princesa soltera y que acaba de heredar una gran fortuna. Antonio acuerda con Shylock, un usurero judío, que le prestaría los tres mil ducados que su amigo necesita. Si en noventa días no le paga el dinero, Shylock demandará una libra de la carne de Antonio en recompensa. En lugar de dinero Shylock exige esto porque quiere aprovechar la situación para vengarse por los insultos y las humillaciones que ha sufrido de parte de Antonio. Bassanio viaja a Belmont para participar en el rito que ha dispuesto el difunto padre de Porcia para obtener la mano de su hija. Los pretendientes habrán de elegir entre un cofre de oro, uno de plata y uno de plomo. En el interior de uno de ellos se esconde la imagen de Porcia; quien elija el cofre adecuado obtendrá su mano y, por extensión, el reino. Bassanio acierta y se casa con Porcia. Entonces le llegan noticias de que el plazo para pagar el préstamo a Shylock ha vencido y de que la vida de Antonio está en peligro; Bassanio decide apresurarse a volver a Venecia. Porcia y Nerissa, su dama de compañía, se disfrazan de juez y ayudante respectivamente para interceder a favor de Antonio. Shylock se ve forzado a dejar pasar la cláusula por la cual le sería entregada una libra de la carne de Antonio, a convertirse al cristianismo y a entregar la mitad

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de su riqueza a Jessica, su hija, quien ha huído y se ha casado en secreto con Lorenzo, un hombre cristiano. La mayoría de los lectores piensan que Shylock, el judío, es “el malo” de la historia; el pérfido usurero inflexible, el mercader de Venecia. En realidad, Antonio es el mercader (o uno de ellos) y Shylock no es sino uno más de los eslabones que construyen la cadena mercantil del capitalismo incipiente de la Inglaterra isabelina. El mercader de Venecia es, sobre todo, una representación simbólica del mundo financiero isabelino y de cómo este afecta las relaciones interpersonales. Con esta obra Shakespeare nos recuerda lo que Marx nos dijo antes que él: las relaciones laborales y económicas se encuentran en la base del resto de las relaciones interpersonales. Esta comedia enfatiza la importancia del valor económico como agente afectivo, amoroso. Las amistades perdurables estarán sostenidas por lazos económicos sostenidos, nos dice Shakespeare con esta obra. ¿Por qué Bassanio elige el cofre de plomo, el que contiene la imagen de Porcia, si su valor es evidentemente menor que el de oro o el de plata? Esta pregunta da pie a dos elementos importantes de la obra: su relación con el mundo mercantil y con la tradición de los cuentos de hadas. Una posible respuesta apunta a que Bassanio —como nosotros— conocía la tradición de los cuentos de hadas. En estos cuentos la elección entre tres objetos es común; así como también lo es que lo maravilloso en apariencia resulte una decepción. Bassanio: Las más brillantes apariencias pueden cubrir las más vulgares realidades. El mundo vive siempre engañado por los relumbrones […] El ornamento no es, pues, más que la orilla falaz de una mar peligrosa; el brillante velo que cubre una belleza indiana; en una palabra, una verdad superficial de la que el siglo, astuto, se sirve para atrapar a los más sensatos. Por eso te rechazo en absoluto, oro, alimento de Midas, y a ti también, pálido y vil agente entre el hombre y el hombre; pero

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a ti, débil plomo, que amenazas más bien que prometes, tu sencillez me convence más que la elocuencia, y es a ti al que escojo. ¡Que sea dichosa la consecuencia de esta elección!1

De ahí que asociar el oro y la plata con la mano de la princesa resulte incorrecto casi por intuición.2 Sabemos que Bassanio elegirá el cofre de plomo no sólo porque estamos familiarizados con las convenciones de relatos feéricos sino porque cuando Bassanio va a elegir, ya hemos visto que otros dos pretendientes han fracasado al escoger los cofres de oro y plata respectivamente. Desde luego, esto no exime a Bassanio de escoger uno de ellos (por una simple regla de probabilidad) pero narrativamente resulta imposible. Sabemos que va a elegir el cofre de plomo y que ésta será la elección correcta. Por último, si uno atiende a las acotaciones escénicas al momento en que Bassanio entra en la cámara y le toca elegir veremos que la música que debe tocarse mientras él se aproxima a los cofres, y las palabras de Porcia muy bien podrían orientarlo a elegir correctamente. Esto importa en la medida en que Shakespeare confiere a una mujer la facultad de elegir a su propio esposo a pesar de lo ordenado por su padre. Tanto Jessica, la hija del judío Shylock, quien huye con su prometido para casarse con él y volverse cristiana, como Porcia, representarían así dos personajes femeninos con un tratamiento inusual para su tiempo: mujeres con determinación propia en lo que respecta a su futuro amoroso y, sobre todo, económico. Aunque la mayoría de los comentarios y estudios sobre esta obra se centran en Shylock es interesante ver que su presencia en realidad ocurre en apenas cinco William Shakespeare, El mercader de Venecia, traducción de Luis Astrana Marín. Tomado del sitio www.biblioteca.org.ar 2 En la Gesta Romanorum (siglos xiii-xiv), una de las fuentes de Shakespeare para escribir esta parte de la obra, es una princesa quien debe elegir entre tres cofres para poder casarse con el hijo del emperador. Shakespeare le da un giro de género a esta convención. 1


escenas. Mientras, la parte de los cofres y los pretendientes de Porcia ocupan un lugar central —en términos estructurales— y más preponderante. Además, el lenguaje empleado por Shakespeare en estas escenas (casi todo en verso a diferencia de la prosa del resto de la obra) y los largos parlamentos de los personajes involucrados en estas escenas indican su gran relevancia. Prueba de ello es la cantidad de diálogo otorgada a los pretendientes. El príncipe de Marruecos habla por cuarenta y siete líneas sin pausa; el príncipe arrogante por treinta y cinco; Bassanio por cuarenta, a diferencia del discurso de Porcia sobre la clemencia —de apenas veinte líneas— y que es por mucho uno de los más citados de El mercader de Venecia.

En la época de Shakespeare se consolida el mercantilismo; al que podemos definir de manera simple como un sistema económico basado en el papel de los comerciantes como intermediarios entre productores y consumidores (a diferencia del sistema feudal, por ejemplo, en el que casi la totalidad de los productores eran los consumidores). La labor principal del comerciante o mercader consiste en comprar y vender, pero para ello tiene que especular en función de cuándo hacerlo. La especulación, como parte integral del mercantilismo, introduce el riesgo y la incertidumbre en la economía de una sociedad con consecuencias funestas como puede verse en la actualidad. Y es en este contexto en que es relevante el tema de la usura.

Hablemos de amor (o de dinero, da igual) Antonio admite que Bassanio ha gastado más de lo que debería por guardar apariencias. Bassanio presenta su caso como una aventura (habla de Porcia como el vellocino de oro y se refiere a sí mismo como a Jasón, el argonauta); enfatiza que habrá de ganar la mano de Porcia y volver como un hombre rico, pero en realidad se trata más de un asunto incierto, casi una apuesta. Los 3 000 ducados que Bassanio le pide prestados a Antonio equivalen a 375 000 libras actuales (es decir, 9 862 500 pesos mexicanos). Más dinero del que uno pensaría que se necesita para ir a pedir la mano de alguien, así sea una princesa. Y más si sabemos que el matrimonio no está garantizado. El lenguaje del amor encuentra equivalencias en el de la especulación y la inversión financieras. Como prueba está la escena de los cofres que habrán de determinar con quién se casará Porcia, la cual está dominada por referencias a la especulación, el riesgo y la inversión. En el cofre de plomo podemos leer la inscripción: “Quien me elija habrá de poner en riesgo todo lo que posee”. Y así lo hace Bassanio, aunque con la particularidad de que el dinero que arriesga no es suyo (de ahí la especulación).

Hoy no fío; mañana, sí La usura estuvo prohibida durante muchos años por la censura bíblica contra ella, pero en Inglaterra se volvió una práctica legal en 1571 con un interés del diez por ciento. Sin embargo, el debate en torno a la parte ética de la misma se mantuvo abierto durante toda la época isabelina. Shakespeare aprovecha este debate para ilustrar de manera simbólica las relaciones económicas de su tiempo en función de las relaciones personales. Las figuras del mercader y del prestamista están representadas como alegorías en esta obra: Bassanio necesita dinero; va con Antonio para pedírselo, quien a su vez va con Shylock, quien va con Tubal (la cantidad es tan alta que hasta Shylock tiene que buscar apoyo financiero de alguien más). En esta secuencia tenemos ya un hilo conductor interpersonal que está determinado por transacciones financieras (compromisos y deudas). ¿Cuál es el papel de Antonio en toda esta cadena? ¿Por qué tiene tanto interés en el probable arreglo matrimonial entre Bassanio y Porcia? Si utilizamos un lenguaje metafórico podríamos decir que Antonio le añade valor a Bassanio mediante el préstamo otorgado y se lo vende a Porcia obteniendo

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una ganancia de doce veces más la inversión. Nada despreciable. (No olvidemos que Porcia está dispuesta a pagar 36 000 ducados por la liberación de Antonio; es decir, doce veces más que los 3 000 ducados del préstamo). Porcia, a su vez, está consciente de la mercantilización de su matrimonio: “Ya que fuiste comprado muy caro, muy caro habré de amarte”,3 le dice a Bassanio apenas han formalizado el matrimonio. Por último, tanto Porcia como Nerissa les dan sendos anillos a Bassanio y Graciano (sus respectivos novios) para guardarlos y no perderlos por absolutamente ningún motivo. Después, como sabemos, ambas se disfrazan de juez y escribano. Y tras la liberación de Antonio —lograda por la astucia lingüística y retórica de Porcia— ambas consiguen que Bassanio y Graciano regalen sus anillos en recompensa por los excelentes servicios del “juez y su ayudante”. Bassanio: (Aparte.) ¡Pardiez! Valdría más cortarme la mano izquierda y jurar que he perdido el anillo defendiéndolo.
 Graciano: El señor Bassanio ha dado el anillo al juez, que se lo pidió, y lo merecía verdaderamente; luego su escribiente, que había hecho algunos trabajos, me pidió el mío, y ni el amo ni el servidor 
han querido tomar otra cosa que los dos anillos.
 Porcia: ¿Qué anillo habéis dado, señor? No será, supongo, el que habéis recibido de mí.
 Bassanio: Lo negaría si pudiera añadir una mentira a una falta; pero veis que mi dedo no tiene el anillo. No lo conservo.
 El original dice: “Since you are dear bought, I will love you dear”, con un juego de sentidos en la palabra dear (caro y querido). Mi traducción.

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Porcia: Vuestro corazón hipócrita carece de fe, igual que vuestro dedo de anillo. Por el cielo que no entraré en vuestro lecho como no haya visto mi anillo.
 Nerissa: Ni yo en el vuestro como no haya vuelto a ver el mío.

En este contexto, los anillos no son sólo objetos de compromiso sino recordatorios de la riqueza material como prueba de amor y fidelidad. Después de que Porcia y Nerissa se han divertido un rato, les muestran los anillos a sus prometidos y deciden celebrar ambos matrimonios. No sin antes escuchar a Antonio volver a fungir de testaferro de Bassanio. Esta vez pone en prenda su alma por el interés de su amigo: Antonio: Interesado por su suerte presté una vez mi cuerpo, que habría salido malparado sin el que ha conseguido el anillo de
 vuestro esposo. Me atrevo de nuevo a comprometerme, y esta vez mi alma servirá de prenda, que vuestro señor no romperá nunca más voluntariamente su promesa.

En el capitalismo, el dinero sienta las bases del amor
 y la amistad. Depende de nosotros que no las determine.


Ilustración para El Juez de los divorcios, 1868. (Fotografía: Prisma / UIG by Getty Images)

¿Apetito?

Prueba los entremeses de Cervantes Lucía Leonor Enríquez

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Seguramente ha probado un entremés, coquetas y frugales porciones de comida que uno puede picar mientras sirven los distintos tiempos de una comida o cena. Además de entretener y hacer menos largo el tiempo de espera para el comensal, los entremeses “limpian” el paladar del platillo previamente degustado y lo preparan para el siguiente. Asimismo, en el teatro, uno podía disfrutar los puntillosos y divertidos bocados escénicos en un acto, que se representaban entre una y otra jornada de la comedia o en medio de la jornada, e inclusive se interrumpía la presentación de una tragedia y se daba un entremés para desahogo del público. Se buscaba que el género fuese entretenimiento sin grandes pretensiones, la urdimbre compleja y la escritura en verso se reservaba a las comedias, aunque se puede encontrar en los ocho entremeses de Cervantes, tanto la escritura en verso, como la mirada crítica y sin complacencias a la realidad de su tiempo. A riesgo de empacharnos, hemos elegido sólo tres entremeses y tres bocadillos1 según lo precisa la situación planteada. Dispongámonos pues a saborearlos. El juez de los divorcios Varios matrimonios se presentan ante el juez alegando las razones por las que desean divorciarse. Una no soporta ni el aliento del marido, ni servirle de enfermera; otra reclama que no se ha casado con un hombre sino con un leño; un médico alega cuatro razones: “La primera, porque no la puedo ver más que a todos los diablos; la segunda, por lo que ella se sabe; la tercera, por lo que yo me callo; la cuarta, porque no me lleven los demonios, cuando desta vida vaya…”;2 y uno último alega que no puede ya con las riñas constantes en las que se mete su mujer. Para este primer bocado, pensamos que sería ideal ofrecer unas lenguas de vaca. Lenguas, bofes, entrañas y orejas eran suculencias muy estimadas en los tiempos del manco de Lepanto. Habrá que cocerlas, pelarlas y limpiarlas bien, y sazonar al gusto. La elección de los Alcaldes de Daganzo Ahora que el Distrito Federal ha sido reconocido oficialmente como Ciudad de México, este tema es de sumo interés. ¿Cuáles son las cualidades que debe poseer un alcalde? ¿Qué dones preciosos lo hacen ideal para tan importante cargo? Pero más importante aún, ¿quiénes son y bajo qué sensibilidad e inteligencia han sido electos los responsables de señalar a un candidato? Ya que es mucho lo que se halla en juego, Algarroba propone hacer un examen a los posibles alcaldes, pues si se somete a pruebas a barberos, herradores y sastres, ¡con mayor razón debe probar su valía y destreza un futuro alcalde! A continuación, los cuatro hombres que se proponen para el cargo, así como sus habilidades: 1 2

Los platillos y recetas del artículo pueden encontrarse en: http://bit.ly/1TJeIcL. “El juez de los divorcios”, http://bit.ly/1mBnScz.

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Humillos no sabe leer, pues en su linaje “no hay persona de tan poco asiento que se ponga a aprender esas quimeras”, pero se sabe de memoria cuatro oraciones que reza cada semana, cuatro y cinco veces. Jarrete lee poco, pero sabe deletrear, goza de buena salud, puede calzar, arar y herrar, se jacta de su estupenda salud, la fortaleza de sus miembros y una maestría sin igual para el tiro al arco. La virtud de Berrocal es ser alcohólico y catavinos, pero una vez que está bajo la influencia de Baco, se agudizan sus sentidos y desde luego, de ser electo, promete “echar el bodegón por la ventana”. Rana promete ser recto, justo, comedido, y asegura que no habrá poder que pueda corromper su buena crianza. Para tan ardua tarea, proponemos unas criadillas, pues a decir de Bartolomé de las Casas, es uno de los manjares que confortan a la mente y ayudan a la claridad, templanza y sobriedad del entendimiento,3 ¿qué mejor alimento para tan importante elección? Para prepararlas, baste hervirlas en agua con sal, rebanarlas cuando estén tiernas, rebozarlas en huevo batido y pan rallado, y freír con aceite de oliva. El Retablo de las Maravillas Los embaucadores Chanfalla y Chirinos viajan con el maravilloso Retablo de las Maravillas, un escenario donde los títeres protagonizan un espectáculo que sólo los que provengan de un matrimonio legítimo y que tengan pureza de sangre,4 podrán apreciar. El más cono-

Bartolomé de las Casas, Apologética historia sumaria, Madrid, Alianza ed., 1992, en http://bit.ly/1UcoHWf. 4 De acuerdo con Hugo Hiriart, esta política tenía que ver con aquellos cristianos que tenían antepasados judíos o moros. Se les denominaba cristianos nuevos y sufrían hostilidades y vejaciones. Aquellos que podían jactarse de la “pureza de su linaje” eran cristianos viejos. “Observaciones mínimas sobre entremeses cervantinos”, Letras Libres (2012), en http://bit.ly/1TqR58t.

cido y, para muchos, el más logrado de los entremeses cervantinos, su estructura, por supuesto, nos remite a El traje nuevo del emperador. En este breve bocado escénico podemos encontrar una crítica al trasfondo político que permite el engaño de Chanfalla y Chirinos, y que evidencia la veleidad y vileza de aquellos al mando. Para poder apreciar las maravillas, o pretender con convicción que uno ve el desfile de impresionantes y bíblicas escenas que se supone que se desarrollan en el Retablo, sugerimos una fritada de ratas. Tras cazar a las ratas y quitarles la piel, se limpian bien y se ponen a cocer para poder deshuesarlas. Corte en trocitos y aliñe con sal y pimienta y póngalas a freír con condimentos al gusto. Por alguna razón, se sugiere tomarlas con un buen vino.5 Una probada a los entremeses, un vistazo a la gastronomía, que por supuesto no termina de dar cuenta de la riqueza de ambos universos. Y aunque mucho se ha dicho que estas breves piezas de Cervantes no son iguales en ingenio, que no se comparan en maestría con aquella historia que sucede en un lugar de la Mancha, no puede objetarse que sí son una grata y mordaz introducción al universo de Cervantes para aquellos que a cuatrocientos años de su muerte aún no lo han leído, y especialmente para aquellos que aún afirman con voz queda que han leído las aventuras del Quijote y mienten.

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http://bit.ly/1TJfBlG.

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El Quijote, elíxir de la eterna adolescencia Jesús Vicente García

Ilustración de Beatrix G. de Velasco

A En la esquina de José Azueta e Independencia, Centro Histórico de la Ciudad de México, en el Wings Station, pedimos papas a la francesa y hamburguesas para mantener el gobierno de las tripas. Basilio me hace la crónica de cuando fui a hablar con sus alumnos de tercero de secundaria respecto a la importancia de leer El Quijote. Él guatsapeaba con Zafiro y al mismo tiempo, junto con otros profesores, cuidaba a los salvajes de los tres grupos de tercero. En tiempo simultáneo, en el féis, subió fotos mías en plena charla, en tanto proyectaban películas del manchego: la de Orson Wells y la de Arthur Hiller, en donde aparece Sophia Loren con un escote tremendo. Estamos en contra esquina del teatro Metropólitan, al otro lado el bar Miramar y el hotel Calvin, y justo en donde estamos, de frente, la gente que ve el vidrio que se le convierte en espejo, las perspectivas cambian; para nosotros es como un

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escaparate. Basilio saluda a las mujeres que se miran el rostro, el cabello, las nalgas, los pechos, la ropa, y en su brillo de ojos afirman que hoy están hermosas; algunos mancebos se acomodan la corbata, se arreglan el cinturón, el cuello de la camisa, la gorra rapera, el morral cruzado, el rostro afeitado. “Igual que en El Quijote”, me dice. “Cada quien ve lo que le interesa”. Manipula su cel y me pregunta si me quiero escuchar. Tiene el audio y video completos. Me pone los audífonos mientras él hace una llamada (tiene tres celulares, no sé para qué). I “En el mes de diciembre, en la época en que la tele nos dice que la felicidad está en todos lados, siempre y cuando se consuman los productos que vende; en ese mes en que todos dicen que hay que sonreír, que la familia debe estar unida, en que los enemigos se convierten en amigos, el féisbuc se transforma en el nexo con el mundo, nuestro ‘estado’ se llena de cursilerías y el ‘perfil’ con imágenes navideñas; bien, en esa época llegó un día Leonardo: ‘Tío, ¿me puedes prestar tus películas del Quijote?’ Por supuesto que acepté a la menor provocación. Tomé los doce videos en caricatura, los abracé y se los di”. “Leonardo es un joven de nueve años. Inquieto, habla hasta por los codos, salta, grita, se enferma de tos, se recupera y vuelve a gritar y a saltar, y es capaz de inventar a sus héroes, de acabar con esos enemigos creados en su mente, colecciona ranas de peluche y las viste con chalecos de manchas de vaca, gusta de las arañas e imita a la gente; en suma, vive mucho por fuera y por dentro, porque imagina y crea”. “Tiempo después me dijo que él era don Quijote. Tomó una hoja de papel y dibujó a Rocinante, ese caballo flaco y roñoso que siempre lo acompaña en sus aventuras. Hizo un movimiento de esgrima, puso cara de seriedad y arremetió como si estuviese en una gran y nunca vista batalla. Yo tuve que hacerme a un lado, pensé que si en

verdad se cree don Quijote es porque lo es, porque ser un Quijote no es creerse ser sino ser en verdad”. B Esperamos las hamburguesas y las papas. Una mujer de edad universitaria se pinta los labios en nuestro vidrio, espejo para ella. Se acomoda el sostén, sonríe. Sigue su camino. En su lugar, quedan unos novios jóvenes, se abrazan, se sonríen, ven sus celulares; él tiene mirada de enamorado, ella no. Basilio dice que el chavo va a sufrir ahí. Ella no. ¿Por qué? Ahorita que se besen lo verás, responde muy conocedor. Sigue hablando con Zafinea, así le dice, por celular. II “Siempre quise ser un héroe, y no hay mejor motor para ello que leer al Quijote. Por supuesto que leer para muchos jóvenes resulta algo tedioso, y, sin embargo, lo hacen. Todos ustedes leen sus correos vía internet y están inmersos en las redes sociales, así que lo quieran o no, están leyendo, la diferencia radica en que no leen precisamente aventuras, sino el ‘estado’ de sus amigos; por ejemplo: ‘Hoy me llegó el chavo que me gusta’, o ‘Le gusto a un güey que ni al caso’. O están los comentarios chistosos, frases más o menos inteligentes, pero no me convencen, porque eso no las dirían los héroes, esos tipos que en las novelas arriesgan su vida de una forma casi animal, incivilizada, como si no fuese suya”. “Cuando yo leí El Quijote, no había toda esta tecnología, es decir, ni féis ni guats, ni tuiter, ni escaip, ni portales de correo electrónico, ni blutut, ni celular, ni mensajes, ni enviaba invitaciones para tener amigos o para bloquearlos. Aunque me declaro internauta de corazón, desde el fondo de mi ratón cliqueo y el espacio virtual se abre ante mis ojos. Internet me ha mostrado que el mundo es más idiota de lo que pensaba antes que se inventara la red de redes. Pero también sé que internet puede ser una gran herramienta

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para imaginar, ver, escuchar, sentir y aprender. Es la entrada a ese mundo que jamás imaginé. Es la varita mágica de los cuentos de hadas, es lo impensable hace veinte años, es el milagro cibernético, es el paso obligado en esta revolución virtual para pertenecer a este siglo, es ver todo y analizar poco; en fin, me permite una panorámica nunca vista”. “Y a pesar de todas esas ventajas, cuando leí a Cervantes y conocí El Quijote, cuando lo vi andando en ese lugar de la Mancha y salió con su caballo flaco, Rocinante, que decidía los caminos por los que andarían; cuando vi a Sancho Panza subido en su rucio, un asno cafecito muy animoso, con quien lloró más de una ocasión; cuando vi pelear al Caballero de la Triste Figura contra sus enemigos para que el mundo supiera que Dulcinea es la mujer más hermosa que jamás haya existido, no me quedó la menor duda de que Cervantes supera todas las tecnologías, que ni el féis le llega a los talones, cada uno tiene su coto de poder, cada uno tiene su estilo, pero el Quijote va más allá de esto, supera lo imaginable, pues además nos inyecta algo que no se consigue por otras vías: la imaginación. Esta cosa que parece que no se toca, que no sabemos de dónde sale, que quién sabe qué es; la imaginación es la madre de las artes, es la que nos permite ver más allá de nuestras narices, porque sin imaginación no le podríamos decir a la mujer que tenemos enfrente que nos gusta, que sus ojos son hermosos, como lo hizo nuestro héroe, quien pensó en una guapa para dedicarle sus hazañas y buscó una dama de quien enamorarse, “porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma”. B Llegan hamburguesas y papas. Por un momento olvidamos que se tardaron. Basilio sigue hablando por el cel y me hace señas para que continúe viendo a la pareja. Ella besa, él da la vida en cada acercamiento. Ella es delgada y bajita, él poco más alto y algo fornido. III “¿Por qué ha cambiado la visión de todo aquel que la ha leído? Será porque además de la imaginación tiene

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otra cosa: energía para seguir viviendo. Con don Quijote aprendemos a continuar en la vida a pesar de que las cosas se tornan difíciles y casi imposibles; sabemos entonces que no hay nada que nos detenga, que no hay imposibles, que debemos luchar por conseguir nuestros sueños, que no todo debe quedar en la imaginación, que es necesario echarle realidad; que los golpes de la vida duelen, pero no acaban con nosotros, porque en el fondo todos hemos deseado ser héroes, y el héroe no es el que se la pasa de pelos, que nomás porque sí es amado; es un ser que nos muestra la forma y el empuje, eso llamado convicción que nos moviliza hacia delante. Don Quijote es como ustedes, un eterno adolescente, alguien que no se aplatana a la primera ni a la segunda, simplemente sigue y sigue andando en su caballo, porque su intención es ejercer la justicia aunque los golpes también a él le caen en la cabeza, y la misma suerte corre el buen Sancho Panza y los dos animales personaje: Rocinante y el rucio”. “Como lector de Cervantes, soy un eterno adolescente, como ustedes, porque ello implica ser un eterno alumno, siempre aprendiendo de la vida; uno no acaba de conocer cosas, no importa la edad. Con don Quijote he creado mi mundo de imaginación, he aprendido que de la adversidad hay buenos resultados si se le enfrenta, y para eso es necesario creerse lo que somos. Un día, dejen de chatear y siéntanse a conocer a Cervantes, sin miedo, con emoción, de la misma manera y con el mismo ímpetu que cuando saben que el fin de semana irán al cine; entonces, estarán emocionados y comenzarán a pensar qué ropa usarán, qué perfume, cómo estará la película. Estarán nerviosos. Y cuando la oscuridad del cine permita las primeras luces de la película, algo correrá por su sangre, disfrutarán las escenas, los efectos, los diálogos, los colores y se dejarán llevar y suspirarán en algún beso de los protagonistas, se tensarán cuando correteen al héroe en turno, se enamorarán de la novia y sentirán ternura por algún animalito que salga en escena; en dos horas amarán, odiarán, tomarán partido, les darán ganas de gritar a la pantalla: ¡dile que la amas, anda, dile, antes que llegue el malo! ¡No seas tonta, él te ama, él es el que te hará feliz! ¡No, él es malo, es el asesino, corre, salte de ese cuarto!”


“Con esa actitud hay que subirse a su Rocinante y sentirse un Quijote, ejercer la justicia, escribirle cartas a la amada y amarla aunque no la conozcan, porque la adolescencia es la edad dorada del aprendizaje en el amor, de descubrir que la dama que ven diario sentada en su pupitre, con sus amigas en los descansos, en las canchas de básquet, en las tareas de equipos, en la parada del micro, en el metro, de pronto, un día, la ven distinta, más guapa, más alegre, con algo que les jala los ojos y el corazón, y no saben si son sus labios o su voz, o su inteligencia, simplemente les gusta, y querrán decírselo algún día, querrán asirla de la mano y caminar juntos, platicarse sus problemas para que ella haga suyos sus temas y ustedes se involucren en los de ella, y así nacerá su Dulcinea; ellas conocerán también a su Quijote, a ese hombre que hará imposibles por ustedes, que será capaz de escribirle un poema, una carta, una línea, un recado repleto de amor aunque no se hable de amor; así, una tarde, cuando el sol se ponga pálido, en esa hora en que ni es de día ni es de noche, cuando el cielo adquiera un color violeta, o al final de una lluvia, con ese peculiar olor a pasto húmedo, esa Dulcinea con uniforme de secundaria abrirá su féis y en su ‘estado’ escribirá: Hoy me tocó la mano, hoy me escribió, hoy conocí el amor”. “La literatura los hará fuertes, les permitirá alejarse un poco de la realidad, en apariencia, pero siempre regresarán mejor armados, con más herramientas para enfrentarla y vencer las adversidades, su lenguaje cambiará, sus palabras adquirirán un no sé qué, una magia que los hará distintos, que les dará ese chance de plantarse en medio del aula, de un trabajo, de la vida y saberse seguros de sí mismos; el buen uso del lenguaje da seguridad, da carácter, da atractivo, ilumina al ser humano, tendrán color en la forma de decir, de entonar, de expresar y, sin darse cuenta, aprenderán a pronunciar palabras, a darle otros sentidos, a sentirlas antes de decirlas, entonces no bastará con amar, sino que también sabrán susurrar el amor en cualquier terreno; al mirarse su interior notarán que ahí hay un

eterno adolescente, un eterno niño, como Leonardo, mi sobrino, que corre, que juega, que va apenas conociendo una parte del mundo, que de seguro se tropieza, se cae, se levanta y siempre sigue y sigue, porque han leído y leer es abrir otra puerta del conocimiento, es ver otra posibilidad de vida, es estar por encima de quien no lee, porque ustedes ya le han dado el golpe al libro, y a partir de aquí ya no serán iguales; quien ha leído, quien lee, es superior al otro, la fuerza de las palabras los hará invencibles; si a esto le agregamos que se acercaron al Quijote, entonces ya no me queda la menor duda que no sólo gozarán sino que aprenderán a luchar y a soñar y, por tanto, a vivir”. C Basilio dice que subirá el video a su féis. Ya casi acabamos las hamburguesas, a pesar que se la pasó hablando con su Zafinea. Se besan los novios del otro lado del vidrio. Ella no cierra los ojos, él sí. Qué difícil es el amor, incluso el ajeno. Los novios se despiden. Él va hacia Balderas, ella hacia Juárez. Salimos del Wings Station. Le digo que así le ha de hacer Zafiro. “Eres la reserva”. Deja de textear y me quiere dar un golpe en el brazo, no me dejo, corremos todo Juárez, rebaso a la que no cierra los ojos al besar, le sonreímos y seguimos nuestro camino. En la explanada del museo Memoria y Tolerancia nos sentamos. Reímos. Jadeamos. Él textea. La que no cierra los ojos al besar entra en donde estamos. Saluda a un tipo delgado, más alto que ella y más bajo que Basilio. Se abrazan como de a cartoncito de cerveza, se besan y ella cierra los ojos largamente. Movemos la cabeza. Cierto. El otro sufrirá. El amor en algún momento se convierte en violencia y en lágrimas. “Quizá la chava es como Marcela. No está obligada a amar al otro sólo porque él sí la ama”, sentencia Basilio. Me levanto, jugamos, me quiere atrapar y echamos a correr sobre Juárez entre la multitud que nos ve como unos locos ya viejos para esas payasadas, pero es que la adolescencia se ha metido en nuestras quijotescas piernas.

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El actor Orson Welles dirige y actúa una versión cinematográfica de Macbeth, en 1948. (Fotografía: John Kobal Foundation / Getty Images)


William Shakespeare y la profesión del actor* Stephen Murray Kiernan

Hace1cuatrocientos años, William Shakespeare vivió en una pequeña isla situada al noroeste de países con una gran sabiduría, creatividad y el poder militar y político de Europa. El verdadero auge de lo que se convertiría después en el Imperio Británico no ocurriría sino varias generaciones después, en parte por accidente, en parte por un proyecto consciente de los incansables habitantes de la isla que llevaría a la lengua inglesa a ser la primera, y hasta ahora, la única verdaderamente global que este mundo haya visto. En las décadas siguientes a su muerte, un hombre dedicado al cuestionado oficio de escribir obras de teatro y actuar en ellas y en las de otros sería la más grande estrella en una constelación de escritores de clase mundial, venidos de ese pequeño país al lado de la Europa continental. Como dramaturgo, sus obras están en la página impresa listas para leerse, así como en escenarios, radio, televisión y películas presentadas por lo mejor y lo peor del mundo actoral. Sin lugar a dudas, en ellas hay un extraordinario amor por las palabras y las frases, todas presentadas en el ritmo y la retórica de la prosa y la poesía. Al mismo tiempo, Shakespeare trabajaba como actor y empresario teatral, consciente de lo que los actores son capaces de hacer y del gusto del público que asiste a las representaciones y que paga (o no) por aquello que los entretiene. En contraposición, Bernard Shaw escribió sus obras después de años de ver teatro y de escribir a menudo sus juicios para periódicos y revistas londinenses; después, él sería un enérgico director de sus obras —sus lúcidas y elaboradas acotaciones que llegaron a publicarse son la evidencia de esto—. Shakespeare, por el contrario, fue un actor que trabajaba mientras escribía. Para mucha gente, tal vez la mayoría, sus obras por sí solas son vistas con reverencia —los comentarios de “expertos” los inclinan y hasta los fuerzan a pensar esto—, pero no hay un deseo verdadero de leerlas o de verlas montadas. ¿La persona promedio abre una página del Coriolanus buscando un par de horas de diversión? Podría decirse que sucede algo similar con la ópera o con el ballet, pensados para una

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Traducción de Jesús Francisco Conde de Arriaga.

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élite intelectual o social, aunque algunos escépticos vayan al teatro y se den cuenta de que la experiencia escénica es mucho más accesible y entretenida que lo que habían imaginado. Por esta precisa razón, quisiera concentrarme en el Shakespeare presentado recientemente, no en las obras de los libros desprovistos de escenarios, luces y directores, o de las voces, el lenguaje corporal y el carisma de los actores. La mayoría de los actores (y directores) involucrados en la producción de las obras de Shakespeare han pasado por años de estudio y experiencia en escuelas de arte dramático. En Gran Bretaña hasta pueden haber pasado algunos años —o incluso toda su vida— participando en una vertiginosa serie de obras clásicas y contemporáneas que constituyen el corpus principal del teatro de repertorio. Y en él, la verdadera experiencia actoral debe ser por sí misma la principal fuente de satisfacción, en compensación por el sueldo y las lamentables condiciones laborales y económicas. Sin embargo, ha habido otros caminos para hacer a Shakespeare. Dos de las grandes voces del cine del siglo pasado, Orson Welles y Richard Burton, fueron desde muy jóvenes vehementes entusiastas de esas obras y nunca tomaron clases exhaustivas de ellas. Ambos se iniciaron en el teatro sin los títulos que se han hecho cada vez más necesarios desde su época (entre las décadas de los treinta y cuarenta) y recibieron en sus veintes comentarios halagüeños de los críticos, quienes después los denostarían ramplonamente por no usar su talento en el escenario. En realidad, Welles prefería la dirección de cine y pasaría años tratando de financiar sus películas y de sobrellevar su inestabilidad y su falta de disciplina para terminarlas adecuadamente; Burton, por su parte, estaba aburrido de interpretar el mismo personaje noche tras noche y buscó mayor versatilidad, así como mayores sueldos, en el cine. En la tradición inglesa de los últimos cien años, los actores de las adaptaciones cinematográficas de Shakespeare han sido, generalmente, egresados de escuelas de actuación, con la consecuente acumulación de experiencia trabajando en papeles principales y secundarios en obras de distintas épocas y géneros, desde el drama en verso de la antigua Grecia hasta el teatro contemporáneo y sus anodinos personajes. Y para muchos de estos actores, una gran parte de las obras de Shakespeare tienen un nivel de importancia y de desafío mayor a todo lo demás: el actor novel interpreta Hamlet; el actor de mediana edad encarna a Julio César o a Ricardo III, y el actor experimentado de arrugas en el rostro y una voz profunda que expresa años de tensión y desengaños puede ser Lear. Algunas veces, la edad no importa, John Gielgud y John Barrymore personificaron a Hamlet cuando ambos tenían suficiente edad como para ser el padre del personaje. No hay duda alguna que el estilo aprendido y desarrollado funciona muy bien en el espacio teatral, en el cual el espectador puede estar, literalmente, a cien metros del escenario, resulta exageradamente cómico en el lenguaje cinematográfico, donde se prefiere la sutileza de la voz, la gestualidad y el movimiento. Un buen ejemplo de esta diferencia puede ser vista en el Otelo de Laurence Olivier, de principios de los años sesenta: fue presentada en teatro, donde fue bien recibida, y después filmada

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y exhibida como película que reveló que la actuación del mismo Oliver —un gran actor teatral— era un compendio de gestos sin control y rostros exagerados. En general, un buen director trata de controlar la grandilocuencia de la expresión vocal y corporal —después de todo, el director es tanto un juez como una fuente de inspiración para el juego en conjunto— y los mejores directores son conocidos por hacerlo con sabiduría y respeto por el texto y por los actores. Olivier y Kenneth Branagh lidiaron con esto en sus respectivos Hamlet y Henry V, incluso se percibe un tanto la contención de sus usuales técnicas teatrales. Hace unos años, otro gran director, Peter Brook, le dijo a su elenco al inicio del primer ensayo de una tragedia de Shakespeare que ésta nunca sería tan buena como el guión. ¿Qué esperaba al decir esto? Uno podría especular que estaba advirtiendo a sus colegas que inevitablemente se produciría una decepción y una baja en la autoestima profesional. Otro modo de entender sus palabras sería como un llamado a la mesura y a hacer lo mejor que pudieran sin resentimientos. Finalmente, se puede conjeturar que la calidad y la originalidad de la interpretación de cada uno de los integrantes del elenco tenía su propia importancia, más allá de la obra misma. Pero, ¿son estas obras una inacabable fuente de frustración que atisba la enorme diferencia que hay entre la absoluta genialidad y las limitaciones propias de los actores? Para alcanzar el verdadero éxito, cada generación, cada intérprete, tiene el deber de crear algo nuevo utilizando las mismas palabras de antes, decir de otro modo lo mismo. Hay, también, otros obstáculos que tienen que ser superados o ser aprovechados: la mayor parte de las veces, las adaptaciones cinematográficas de Shakespeare tienen que lidiar con un presupuesto mínimo —uno piensa inmediatamente en el Macbeth de Wells, Otelo y Falstaff. Chimes at Midnight, cada una de ellas un portento de riqueza creativa encima de la pobreza de la producción— y con los caprichos del personal y de las preferencias del mercado. La tradición de hacer películas basadas completa o parcialmente en obras de Shakespeare, especialmente las doce favoritas, más o menos (Hamlet, sobre todo, con Romeo y Julieta, Otelo y El mercader de Venecia un poco detrás) continuará, y no porque haya un gran público esperándolas ni porque generen muchos ingresos. Algunos actores adquieren un nivel de respeto tal en la industria que pueden obtener la anuencia para producirlas, es decir, una muy cara muestra de gratitud, respeto y confianza. Por ejemplo, Al Pacino ha tenido este respaldo en varias ocasiones. En algunos casos, puede que exista un deseo, de parte de la compañía productora, de ser relacionada con un proyecto de “prestigio”, y cualquiera que sea el dinero invertido o las pérdidas, éstas no se consideran imperdonables. Lo que ha sido impresionante es la genuina y profunda motivación de ciertas personas para enfrentar todas las negociaciones y el prejuicio de que las películas difíciles no venden boletos: Welles es el mejor ejemplo de esto, aunque Ralph Fiennes recientemente logró hacer Coriolanus, con la participación de un joven Leonardo Di Caprio para atraer al público.

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Don Quijote de la Mancha:

Don Quijote y Sancho frente a los toros. Grabado de Gustave DorĂŠ, siglo XIX. (Imagen: Prisma / UIG / Getty Images)

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El ferido de punta de ausencia José Francisco Conde Ortega

“No hay realidades simples. Hay maneras simples de ver la realidad”, escribió Xavier Villaurrutia. Esta afirmación, tan certera como sugerente, surgió a propósito de que la mayoría de la crítica de su tiempo se había quedado en una apreciación superficial de la obra de Ramón López Velarde. El trasfondo de iglesias, campanarios, momentos de la liturgia y un léxico preciso para referirse a aquéllos, en un ambiente provinciano, había soslayado el drama vital de un espíritu complejo en la poesía del autor de La sangre devota. La pulsión sexual y la angustiosamente gozosa atracción por el pecado, para una buena parte de los críticos, habían pasado prácticamente inadvertidas. El autor de Canto a la primavera se sumerge en el complicado sistema lingüístico del jerezano y consigue ver más allá de las referencias inmediatas a los misales y devocionarios. Perspicaz e inteligente, Xavier Villaurrutia hizo hincapié en el requisito central de la crítica de arte: saber ver más allá de las primeras impresiones: más allá de la realidad aparente. Con ello alude a uno de los goznes fundamentales de la cultura occidental: el mito platónico de la caverna. Es decir, mediante un ejercicio tenaz de la inteligencia, aumentar la capacidad perceptiva propia para que, así, sea posible indagar en esos aspectos de la realidad que parecieran ocultos o distantes. De tal suerte, resulta menos azaroso externar una opinión sobre la actividad humana, sobre todo la artística en este caso, cuando se obliga a la mente a escudriñar en esas posibilidades cuya dificultad supone, quizás, el riesgo mayor de los espíritus libres. Al comenzar el libro vii de La República, Sócrates le refiere a Glaucón el “mito de la caverna”. Amén del apretado simbolismo a propósito del bien y de la ardua adquisición del conocimiento, vale

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la pena detenerse en la idea de la percepción de la realidad. Como el hombre, dentro de la caverna y frente a una pared, no puede ver la luz de la entrada, únicamente ve el reflejo del mundo real que está afuera. Esos reflejos, esas sombras, como son lo único que ve y conoce, son para él la realidad. Por eso, cuando alguien consigue huir de esa esclavitud y ve, después de muchos trabajos y esfuerzo paulatino, la luz y la verdadera realidad, cuando pretende regresar para compartir su descubrimiento, nadie le cree y todos lo toman por loco. La mayoría se conforma con la realidad que ya conoce; no se arriesga a ver algo nuevo. Esta confrontación de realidades, obviamente, es uno de los motores que dan sentido a la andadura de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Y lo es en la medida en que don Quijote y Sancho tienen una visión de la realidad que choca abruptamente con la de todos los demás personajes. La de aquéllos es la que debiera ser; la de éstos, la que es. Y en ambos casos, cada parte responde a un momento crucial de la “realidad histórica de España”, como la estudió Américo Castro. Miguel de Cervantes, autor de la novela, pero también juez y parte, es asimismo un hombre rabiosamente de su tiempo. Solamente que su pericia narrativa, su sabiduría en el arte de contar, le permiten establecer una andadura argumental que en la verosimilitud consigue la complicidad del lector y su vigencia como una de las cimas de la literatura universal. Martín de Riquer afirma que don Quijote está “rematadamente loco”. ¿En qué consiste, entonces, la suerte de locura del manchego ilustre para que su historia haya logrado la inmortalidad literaria? La décimo sexta centuria es el siglo de oro español. Carlos I de España y V de Alemania es el verdadero “Rey Sol”, pues en sus dominios nunca se ocultaba. Cuando era de noche en América era de día en Europa y viceversa. Y, además del reino terrenal, esa España había conquistado el de Dios con la mística. San Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús

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constituyen la culminación de la aspiración espiritual de los españoles de su tiempo. Nada más que la imprevisión y la falta de pericia política trajeron consigo el descenso. La expulsión de los judíos hizo que no hubiera quien administrara los ríos de oro que llegaban de América. Así, al fasto de las ciudades muy pronto le siguieron tumultos de gente empobrecida que no tuvieron oportunidad en el reparto. Dos fechas son decisivas: 1571 y 1588. Es decir, “La batalla de Lepanto” y “La derrota de la Armada Invencible”. Aquélla es el momento culminante de la gloria de España, “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, como escribió Cervantes en “El prólogo al lector” en la segunda parte de su novela; ésta, el principio del fin del ensueño español, cuando los pesados navíos españoles son vencidos por las inclemencias del clima y la rapidez de las ligeras embarcaciones inglesas. A la gloria del bienestar renacentista sucede el desengaño vital del barroco. Por eso el equilibrado arte del Renacimiento es sustituido por las arduas implicaciones del Barroco. Sí, la gran revancha de España, al despertar abruptamente del ensueño de poder, se da en el arte. Por eso el miedo al vacío; de ahí los claroscuros y la complicación del concepto. Miguel de Cervantes Saavedra, testigo de los dos momentos de su España, publica la historia de don Quijote justamente en los primeros años del siglo xvii. De este modo, “el ilustre manchego”, por la edad en que aparece en la novela, es, asimismo, testigo de las dos realidades de España. Y al elegir la profesión de “caballero andante”, asume que los tiempos heroicos no tenían por qué terminar. Su obligación era restituir la justicia, el amor a la libertad y el Ideal. Por otra parte, en toda Europa, y desde luego en España, circulaban profusamente los libros de caballerías. Éstos habían surgido, a finales del siglo xii, con Chrétian de Troyes, como una manera de ofrecer un asidero espiritual a los caballeros, empeñados en batallas


menores, que debían incorporarse a Las Cruzadas. De este modo se configura, literariamente, la búsqueda de un Ideal, en este caso con el santo Grial. Poco a poco la figura del caballero se va sublimando, del mismo modo que sus propósitos se amplían, favorecidos por las características de una sociedad guerrera que, por sus largas ausencias de los castillos, favorecieron el ocio de las cortes y las maneras de entretenerlos, como las “cortes de amor”. Los libros de caballerías encontraron terreno fértil. Sobre todo la figura del caballero. Solamente que en la España del siglo xvi, los lectores creían ver las hazañas de los Amadises, Esplandianes, Lisuartes y demás caballeros andantes en su realidad verificable cotidianamente. Ellos tenían héroes de carne y hueso. Apenas si vale la pena mencionar que Garcilaso de la Vega es uno de los paradigmas. Tal vez el episodio más significativo, durante el siglo xvi español, sea el de 1527, cuando las tropas imperiales derrotan a las del papa. El poder de Carlos I de España y V de Alemania ya no conocía límites. Alfonso de Valdés escribe, en el “Prólogo al lector” de su Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, estas palabras que reflejan la soberbia, fundamentada, de los españoles de su tiempo. “…no escribo para brutos, sino para españoles, cuyos ingenios, por más arduas que sean las cosas, pueden fácilmente entenderlas”. Después vendría ese desengaño vital que generaciones de españoles no supieron asimilar. El despertar de ese ensueño fue brutal. Es en esa confrontación de realidades en la que se mueve “El caballero de la triste figura”. Si uno de los mayores logros de la novela es la “contemporaneidad” del personaje, como afirma Martín de Riquer, es posible, entonces, advertir cómo don Quijote tiene los pies bien puestos en su tiempo. Por eso su visión de la realidad no es la misma que la de los otros personajes, excepto Sancho. Retomando el mito platónico, el hidalgo manchego no se conforma con la realidad vulgar y adocenada con la que los demás están

conformes, bajo el peso imperioso de la historia reciente. Él cree que puede resucitarse esa “edad de oro”, en la que el heroísmo traía consigo el amor a la justicia y a la libertad como condición insoslayable del hombre de bien. De ahí sus afanes y su “locura”, dictaminada por censores vulgares y conformistas, incapaces de ver un poco más allá de su triste realidad. Después de su primera salida, con el escrutinio de sus libros el cura, el barbero, el ama y la sobrina creen acabar con el achaque de la locura quemando los ejemplares. Allí Cervantes utiliza toda su pericia narrativa hábilmente socarrona. Por un lado, la incineración es a todas luces inútil, pues don Quijote conocía sus libros de memoria; por otro, el repaso de los títulos es un luminoso testimonio epocal —y personal— de las simpatías y diferencias del autor de La Galatea (que se salva de la hoguera) con la literatura de su tiempo. Y el tener el hidalgo manchego sus libros de caballerías en la memoria le permite referir, argumentar, relatar y ejemplificar, a todo el que lo quiera escuchar, las razones y los motivos de su búsqueda del Ideal. Es decir, don Quijote es un “loco” capaz de explicar con claridad los entretelones de su “locura”. Por eso no debe sorprender a nadie que mezcle, durante sus “desvaríos”, las hazañas de los héroes de ficción con los de la historia real. Ya se dijo arriba: los españoles del siglo xvi, encontraban que los caballeros de los libros se parecían asombrosamente a sus héroes históricos. Por eso son tan importantes tres de los hechos acaecidos en la Sierra Morena: la penitencia del “Caballero de la triste figura”, la aparición de Cardenio y la carta a Dulcinea. En primer lugar, después de la liberación de los galeotes, don Quijote encuentra propicio el lugar para que, a la manera de Amadís, haga penitencia en honor de Dulcinea. Al dudar entre los modelos de Roldán o Amadís, se decide por el de éste, pues el de aquél se da por una infidelidad, y don Quijote, entonces, no tiene ningún motivo para imitarlo. Y se decide

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a hacer unas cuantas locuras. ¿Un loco que razona y decide hacer locuras? No, simplemente seguía el orden de acontecimientos de su profesión de caballero, de “su” manera de ver la realidad. Por el contrario, la forma de actuar de Cardenio sí es la de un loco. Y como cree que fue engañado por Luscinda, su locura es semejante a la de Roldán. Y aquí se asoma el apartado xxxviii del Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, cuando dice que hay una locura dañina. En cambio, la de don Quijote estaría descrita en el apartado l, la de los “espíritus independientes”. Como hombre de bien que eligió la profesión de caballero andante, al no conformarse con una realidad vulgar y sin heroísmo, debía completar todas las condiciones inherentes a su fe. Ya había sido armado cabalero, ya había realizado hazañas, ya tenía en puerta otra, ya tenía una Dama por quién arrostrar todos los peligros. Ahora debía consolidar este último requerimiento en su realidad. Entonces le ordena a Sancho que lleve una carta a Dulcinea. Y aquí es donde se ve que don Quijote sabe bien dónde está parado y qué realidad es la que lo rodea. Pero su voluntad es la de trascender esa realidad. Su profesión de caballero andante, al encontrar el símbolo del Ideal en Dulcinea, lo justifica y le da sentido. Y Sancho, quien comparte la esperanza del caballero en otra realidad, así sea por codicia y teniendo como único referente la grosera realidad circundante, es el cómplice perfecto. Al revelarle don Quijote a Sancho que Dulcinea es Aldonza Lorenzo, está declarando que sabe bien que él —y su escudero— se mueven conscientemente entre las dos realidades —o visiones de la realidad— que sostienen la novela. Los dos conocen a la honesta labradora; ninguno ha visto a Dulcinea. Dice don Quijote: “Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta.” Y remata: “Yo imagino que todo lo que digo es así”. Para concordar con todos los otros caballeros andantes, reales o ficticios, también se construyó su delirio amoroso, a la manera del amor cortés, aunque nada más hubiera llegado a la primera etapa —la del “suspirante”— según la reglas fijadas, entre otros, por María de Francia. No necesitaba más. La ausencia de la amada siempre ha sido un buen pretexto literario. Por eso el principio de la carta —un decasílabo italianizante perfecto—, es conmovedoramente eterno: “El ferido de punta de ausencia”.

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Un Shandy en la Mancha RamĂłn Castillo

Un discurso nocturno. Grabado de Gustave DorĂŠ, siglo XIX. (Imagen: Universal History Archive / UIG by Getty Images)

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En uno de sus versos, José Gorostiza señala que la orilla del mar no está hecha ni de agua ni de arena. La orilla del mar es otra cosa, es una costura invisible que reúne y concilia esos dos ingredientes que, por sí solos, no pueden dar forma al lugar en el que se abraza la tierra con la espuma. Sin embargo, el filo que delimita ambos reinos necesita, por fuerza, que se confundan. Agua y arena se amanceban con el fin de dar pie al ir y venir, incansable e hipnótico, de la marea. Bajo esta imagen, la literatura es una ola que recoge los azotados y revueltos sedimentos de su propia historia. Los contornos en ella se pierden, los flujos marinos llevan consigo vestigios de ciudades perdidas, ecos de lenguas y palabras antes pronunciadas, temas que por ser comunes a todos nosotros resultan perennes. Así pues, en la playa de una biblioteca es posible encontrar trozos dispersos de un alfabeto universal que se recompone de manera incesante, maravillosa. Supongamos que la pleamar ha arrojado el Tristram Shandy, que abrimos sus páginas y, entonces, ya sin suponer, escucharemos cómo resuenan en su interior reverberaciones diversas, una de ellas —fuerte y nítida— es la de la pluma de Cervantes. Pero comencemos desde el principio. Para que esto sucediera, antes tuvo que desembarcar don Quijote en costas inglesas y esto ocurrió casi cien años antes de que naciera Laurence Sterne. Pero tal bagatela cronológica no debe ser motivo para eludir un viaje sentimental por las orillas de estos libros inmortales. Si la narración de Tristram comienza aun antes de que éste naciera, por qué no habríamos de ir todavía más atrás en el tiempo, a fin de contemplar una escena por demás sugestiva. Aquí recurro al erudito José de Armas, cuya conferencia Cervantes en la literatura inglesa, dictada en 1916, comienza aludiendo al “memorable mes de mayo de 1588”, cuando la Armada Invencible “salió de Lisboa a someter a los ingleses al dominio de Felipe II”. De Armas suelta las bridas de la imaginación y construye una secuencia simultánea. En una de las costas, observamos a un Shakespeare de veinticuatro años que siente el fervor patriótico y se apresta a defender a la reina Isabel; en la otra orilla, la de enfrente, aparece Cervantes, “inválido glorioso” que pudo sólo contribuir “como agente modesto a proveer los barcos españoles”. Aquí, pues, vemos ya un guiño en el que los bordes, de tan cercanos, coquetean con unirse. Pasado el conflicto armado, Cervantes llega —en forma de libro— a tierra británica en 1612, gracias a la traducción de Thomas

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Shelton, la primera en inglés, publicada apenas siete años después de aparecido el texto original en España; mientras que la segunda parte, datada en 1615, ya estaba traducida, también por Shelton, cinco años más tarde. Pese a lo que pudiera creerse, la reciente guerra entre ambas naciones no impidió que las aventuras del ingenioso hidalgo tuvieran una recepción entusiasta del otro lado del Canal de la Mancha. Más aún, antes de que se mandara a la imprenta la traducción, hay registros de que los literatos de la isla ya tenían noticia del opus magnum de don Miguel. Pese a la cálida admiración y a la enorme fama que el orgulloso combatiente de Lepanto ganó en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo xvii, fueron abrazadas con mayor fruición las Novelas ejemplares que el mismo Quijote. Tal vez, aventura De Armas, esto se debió al papel que el teatro tenía entre la sociedad inglesa de entonces, que veía en esta obra mayor potencial para ser “explotado en sus argumentos por los dramaturgos”. La lista de escritores británicos influenciados por la obra cervantina es larga y diversa, no obstante, de tal enumeración destaca la apropiación de Laurence Sterne debido al carácter sutil, armonioso y elegante con el que recurre al espíritu de nuestro entrañable manco, pues buena parte de sus antecesores intentaron, en muy diversos grados, imitar de manera burda los temas y estructuras recogidos en las enloquecidas visiones de Alonso Quijano. Devoto del genio de Cervantes, el párroco de Sutton-in-the-Forest le rindió homenaje en diversas ocasiones. Ya sea a lo largo de Tristram Shandy o en pasajes de su Viaje sentimental por Francia e Italia, es frecuente encontrar claves que recuerdan un rasgo de la personalidad de don Quijote o de Sancho o, tal vez, sea posible distinguir un escenario retocado de alguna de las dos partes que conforman la llamada primera novela moderna. Pero el camino que Mr. Sterne sigue para retomar la obra del autor hispano es, empero, de mayor valía por cuanto utiliza el material de sus lecturas con un notorio gesto de originalidad e inteligencia. La suya no es una calca, sino una reverencia respetuosa mas no grave,

en todo momento llena de alegría y auténtico sentido humano. De esta manera, la complicidad se torna camaradería y ésta última deviene estirpe literaria. Desde el nombre de ambos libros ya es posible percibir el guiño entre el “caballero” Tristram y el “hidalgo” don Quijote, parentesco que Javier Marías apunta en su traducción al indicar que ambos términos corresponden a rangos de poco nivel en la complicada gradación de los títulos nobiliarios. Los héroes de ambos textos son, pues, hombres de a pie, no necesariamente parias, pero tampoco miembros del selecto grupo de quienes han nacido con servidumbre a su disposición y desconocen el hambre o el frío. La empatía nace de saber y sentir que son cercanos, de imaginar que podemos comprender sus extravagancias y, de alguna manera, que sus deslices o fantasías son también los nuestros. La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, un poco a la usanza cervantina, en su largo desarrollo cae frecuentemente en descuidos y equívocos. Señalo esto no en un sentido negativo, sino antes bien, como una forma de llamar la atención sobre una característica que denota el deseo de su autor por estirar al máximo el hilo argumental. Sterne busca enriquecer por todos los medios el divertimento esencial de contar una historia que guarda, a su vez, varias narraciones más; en este juego, tienta a los lectores para ver hasta dónde lo siguen, lo que incita a que algunos pierdan la paciencia, pero también es una manera de no tomarse demasiado en serio, bromeando con la relativa importancia de la historia misma y, por supuesto, de las responsabilidades propias del escritor y del lector. Guillermo Cabrera Infante, que era un admirador declarado de ambos autores, solía citar con regocijo aquella afirmación contenida en Tristram que equipara los circunloquios con la luz. La digresión es el sol de la prosa, decía. Así pues, por un afán lumínico, el predicador de Yorkshire gusta de hacer largos paréntesis que paralizan el decurso de la narración, a fin de insertar pasajes que refuljan sobre nuevas, diversas e inesperadas aristas. Por supuesto, hay una deliberada voluntad

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de servirse hasta el paroxismo de este recurso. Dichas desviaciones hacen que, como en la aventuras del ingenioso hidalgo, la trama central se vaya extendiendo en múltiples ríos verbales. Alfonso Reyes, al glosar un ensayo de William Paton Ker sobre don Quijote, escribe que la máxima obra de Cervantes es un libro que “resulta una confusión, una selva de invenciones, pero también de estilos e ideales artísticos”. Las mismas palabras pueden aplicarse, sin pérdida alguna, a la novela que le granjeó la fama a Laurence. Si en las aventuras del caballero andante una fuente de humor es la mirada del protagonista —pues ahí donde éste ve amenazadores gigantes el resto mira molinos o unos cueros de vino tinto— es preciso reconocer en dicha fantasía la invitación a un mundo paralelo. En Sterne, el wit británico se expresa mediante una desaforada retahíla verbal en la que el sentido de las palabras genera equívocos. Cada uno de estos escritores transita por veredas propias, pero coinciden en el punto de llegada, es decir, aseguran una lúcida carcajada, se burlan de la monotonía y la univocidad de lo cotiadino. Los dos ponen en duda ese espacio que asumimos como dado y tratan de infiltrar una duda que tome forma de escapatoria. Ambos gozan de una forma distinta de mirar, ambos pueden concebir las cosas desde ángulos si bien contrastantes, igualmente complementarios. En este zambullirse en los vaivenes de ambos textos, se materializa un ejemplo más de los cauces subterráneos de las letras. Nos referimos a Yorick. Pero, ¿quién es este personaje que parece sonar lejanamente familiar? Yorick es, tal vez, dentro de la obra de Laurence Stern la más interesante y sustanciosa de sus creaciones, incluso a pesar del mismo Tristram Shandy o del querido Tío Toby. Esta resonancia se debe en parte porque Yorick es muchas cosas a la vez, es un personaje-maleta, para recordar las palabras portmanteu de Carroll. En su interior guarda tantas cosas como la chistera de un mago. En términos llanos, Yorick es un humilde pero irónico párroco; un aguzado sensualista de noble corazón, siempre listo para rematar cualquier charla con

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un giro de inesperado y punzante humor. En determinados momentos es un velado alter ego de su autor, otros tantos es una presencia que hilvana en un solo universo —no necesariamente coherente— lo narrado en las dos novelas de Sterne pero, sobre todo, es una síntesis emotiva de rasgos shakesperianos y cervantinos. En la presentación que hace Sterne de Yorick lo hace pariente directo, si bien lejano, del bufón que, reducido a los huesos, conmueve a Hamlet en el quinto acto. Igualmente, lo caracteriza como el enamorado y sensible narrador del Viaje sentimental por Francia e Italia. Y además, para mezclar un poco más el ya revuelto fondo del océano, Yorick también es el nombre bajo el que se publicaron los sermones que el propio Laurence pronunció en su parroquia. Cierto grado de ternura, una sonrisa matizada, la pesadumbre de verlos fracasar en sus andanzas se mezcla en las dosis que, Cervantes primero y Sterne después, saben dosificar para crear impresiones duraderas en el ánimo del lector al regalarnos personajes cordiales y absolutamente terrenos. La muerte de Yorick, referida en el capítulo doce de la vida y opiniones de Shandy, se equipara en mucho al fallecimiento de Alonso Quijano, quien en su último y patético suspiro se despide del mundo en paz, aunque melancólico por haberse desprendido del hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. En sentido inverso, el párroco muere atribulado por la infamia, resignado a su suerte, apaleado por las circunstancias y, aun así, en el último momento su voz asume un tono “cervantino” —las comillas son de Sterne— mientras “un destello de fuego centelleante se encendía en su ojos durante un segundo: pálido reflejo de aquellos relampagueos de su espíritu”. Tanto el español como el inglés encuentran en la muerte una última dignidad, se van aporreados mas no vencidos. De esta forma, la expresión que aparece en la tumba de uno, si bien es una ocasión de risa, no deja por ello de ajustarse al carácter extravagante y melancólico de los dos. El epitafio se reduce a tres lacónicas palabras, tomadas de Hamlet: “¡Ay, pobre Yorick!” Lo


mismo, tras su fallecimiento, podríamos decir de don Quijote, muerto antes incluso que don Alonso. La obra de Cervantes ilumina con gracia libros destacados de la literatura universal, su presencia se percibe en afluentes de diversos tiempos y geografías, pero en el caso de la literatura inglesa, es significativo que su peso sea tanto. Como puntualizara hace ya más de cien años José de Armas, Inglaterra es la nación que más ha hecho por la gloria del Quijote. Aun más, retomando las palabras del hispanista inglés Fitzmaurice-Keilly, fue dicha tierra “la primera en traducir El Quijote, la primera en publicarlo en español lujosamente, la primera en publicar una biografía de Cervantes, la primera en hacer el comentario de su libro y la primera en publicar una edición crítica de su texto, la de 1899”. El linaje creado por Miguel de Cervantes, y al que muchos otros se han adherido, mantiene como primer axioma burlar la desgracia servidos de la burla, aprender que la imaginación debe prevalecer sobre la certeza, y que es preciso contagiarnos del andar ligero de un Shandy discurriendo por la Mancha. Yorick y don Quijote, recordemos, son arena y agua, son orillas de un mismo océano literario.

Grabado de Gustave Doré, siglo XIX. (Imagen: Prisma / UIG / Getty Images)

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Música cervantina Antonio Bravo

Señora, donde hay música no puede haber cosa mala Sancho Panza

Del caballero andante grazioso En el Madrid de 1615 apareció publicada —por el mismo editor y la misma imprenta que diez años antes había dado a luz a la primera— la Segunda Parte del Ingenioso Cavallero Don Quixote de la Mancha, obra que estuvo a punto de ser póstuma, ya que su autor, Miguel de Cervantes, falleció pocos meses después, el 22 de abril del año siguiente. Además de que el hidalgo ha pasado a ser “Cavallero”, los setenta y dos capítulos de esta obra superan a su antecesora en aventuras, composición narrativa y diálogos, a decir de no pocos cervantistas. Pero antes que el entrañable personaje central de esta novela de novelas sucumba ante el Caballero de la Blanca Luna, y so pretexto conmemorativo de otro aniversario mortal de Cervantes, es menester compartir algunas músicas —poquísimas a decir verdad— encontradas dentro del corpus creativo del “manco de Lepanto”. También estas líneas llevan intenciones de que usted, querido lector, adopte el poder curativo del arte musical —quizá como último recurso— , efectivo para combatir los trastornos y desequilibrios psíquicos, tal como lo hiciera Dorotea, según les cuenta ella misma al barbero y al cura, a quienes les dice que terminando su trabajo y obligaciones, “se acogía al entretenimiento de leer un libro devoto, o a tocar un arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu”. Del prudente Rey vihuelista Lindaba Miguel de Cervantes la adolescencia cuando Felipe II recibía en las habitaciones de su antecesor, Carlos I (sin ninguna pompa

Grabado de Gustave Doré, siglo XIX. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)

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ceremonial de por medio), la corona de los reinos hispánicos, además de Sicilia y las Indias. El historiador británico John Lynch, en su monografía La España de Felipe II, definió al monarca como “un autócrata encerrado en la burocracia, un hombre sumamente religioso que rendía culto al poder; un gobernante prudente que se arriesgaba mucho”. Esa bipolaridad rectora hizo que el llamado Rey Prudente tuviera grandes batallas y mejores victorias militares —San Quintín, 1557, o Lepanto, 1571—, aunque también padeciera derrotas, tanto o más significativas —la de la Armada Invencible, 1588—. Mucha tinta ha corrido en relación a los tortuosos pasajes soportados por Cervantes en la batalla de Lepanto, no obstante su postrer alegato a favor de su participación en ella: “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”. En este mismo tenor bélico, pero con alusiones musicales, Cervantes, en el capítulo segundo del libro primero del Persiles nos obsequia unas líneas, similares a las pronunciadas por don Quijote a su arribo a la playa de Barcelona la víspera de San Juan: “el mar tranquilo, el cielo claro, el son de las chirimías y de otros instrumentos tan bélicos como alegres suspendían los ánimos”. El toral asunto de mentar a Felipe II en esta ocasión se debe a la gran acogida que éste tuvo a bien dispensar a los artistas durante sus cuarenta y dos años de gestión: fue inspirador del magno proyecto de El Escorial, así como de artistas, entre los que descuellan Tiziano, Navarrete “el Mudo” y El Greco. Pero su amor por la música no se quedaba a la zaga de las artes plásticas. Ya su padre, el emperador Carlos V, había recibido una férrea formación en esta disciplina sonora por parte de los más destacados compositores flamencos. Y aunque la de él no fue tan completa —Baltazar Porreño en Dichos y hechos de Felipe II (1628) escribió que el rey “no sabiendo de música, juzgaba de ella advertidamente”—, sí que tañía con deleite la vihuela, afición que le valió la dedicatoria de Diego Pisador en su Libro de música de vihuela (1552). Al igual que la polifonía vocal, la vihuela, instrumento del Rey, se destacó por encima de los demás

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hasta convertirse en el emblema de la época y captar la atención de Cervantes y sus contemporáneos, quienes recrearon, en textos de variada escritura, villancicos, romances y canciones, acompañados por el cordófono. Sin embargo, también otros instrumentos de cuerda pulsada o punteada subyugaron al creador de las Novelas Ejemplares, uno de ellos el laúd, al que probablemente tuvo como bálsamo consolador durante su cautiverio en Argel. En el capítulo xlvi de la segunda parte de El Quijote, el “cavallero” exige un laúd para consolar a Altisidora: “Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi aposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a ésta lastimada doncella […]”. Y a decir de la propia Altisidora en la casa del duque, el de la triste figura no era malo en las artes musicales: “Menester será que se le ponga el laúd, que sin duda don Quijote quiere darnos música y no será mala siendo suya”. De músicas y danzas ejemplares Loaysa, seductor protagonista de El celoso extremeño, músico y embaucador profesional, se allega de recursos económicos dando lecciones del arte que de buen grado interpreta. Este tenorio pertinaz tiene entre sus objetivos de conquista a la joven y bella Leonora, esposa del celosísimo Carrizales, quien dispone como portero de su casa al negro Luis, encargado de no permitir el acceso a propios y extraños, en especial si de varón se trata. Con lo que no contaba el desconfiado extremeño era con la melomanía hiperestésica del vigilante. A sabiendas de ello, Loaysa lo hechiza mediante tocatas y canciones ante las que sucumbe sin apenas ofrecer resistencia. Una vez adentro del fortificado inmueble, embelesa con su música al resto de la servidumbre hasta obtener la tan anhelada joya. No es difícil saber cuál pudo ser el repertorio empleado para lograr aquel carnal propósito. El propio Loaysa refiere que “el endemoniado son de la zarabanda era nuevo entonces en España”, y también entonces en esas latitudes eran célebres las canciones “Por un verde prado” y “A los hierros de tu reja”, además de los romances del moro “Abíndarrez y su dama Jarifa”, sin


obviar, para el final de las escenas musicales, el canto de las coplas de “Madre, la mía madre, guardas me ponéis”, “que entonces andaban muy validas en Sevilla”. La Gitanilla es una novela ejemplar, no únicamente por el empleo del recurso narrativo de la anagnórisis, sino porque la música sostiene el ambiente por el cual discurre la acción. Tan sólo cuando Preciosa hace su presentación en público, sale “rica de villancicos, coplas, seguidillas y zarabandas, y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire”. Y cómo no mencionar a La ilustre fregona, y de ella, a Carriazo y Avendaño en la posada del Sevillano, interrumpidos de su sueño por el “son de muchas chirimías que en la calle sonaban”. Un arpa y una vihuela sirven de respaldo armónico a un cantor que colma el silencio nocturnal con el soneto “Raro, humilde sujeto que levantas a tan excelsa cumbre la belleza […]”. Tampoco tienen desperdicio alguno las serenatas que el hijo del Corregidor dedica a la “Ilustre fregona”“y la solicita con músicas, que pocas noches se pasan sin dársela”, como tampoco lo tienen los bailes de mozos de mulas: “Lope toca la guitarra de tal manera, que decían que la hacía hablar”. Al hijo del Corregidor le da por componer y cantar un romance picaresco, brindado a la Argüello, en el que de manera transparente evidencia su proclividad a la vida del hampa. Una especie de Les Luthiers cervantinos animan una inolvidable escena de Rinconete y Cortadillo. A falta

de instrumentos, Escalanata, con un chapín, Monipodio, con dos pedazos de un plato roto, y Gananciosa, con una escoba, arman una percusiva y nerviosa descarga rítmica que lleva al espanto a Rinconete y Cortadillo. De igual forma Isabel, protagonista de La española inglesa, “tuvo extremo [...] en tañer todos los instrumentos que a una mujer son lícitos, y esto con toda perfección de música, acompañándola con una voz que le dio el cielo tan extremada, que encantaba cuando cantaba”. De finales contrapuntísticos No se sabe a ciencia cierta hasta qué grado llegaba el conocimiento técnico musical de Cervantes, lo que sí queda de manifiesto son sus conceptos claros de los principales principios teóricos de la música. Para muestra este fragmento del capítulo xxvi de la segunda parte: “Sigue tu canto llano —le dice Don Quijote a Sancho— y no te metas en contrapuntos que suelen quebrar de sotiles”. Y en el capítulo xxv de esta misma parte, en el episodio de los alcaldes rebuznadores se lee: “el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás; los dejos, muchos y apresurados”. Así pues, escrita con negras, blancas y redondas en torno a la música cervantina, finaliza esta argumentación, con el fin de que no os sorprendan desafinados y a destiempo porque, como le advierte Don Quijote a Sancho en el capítulo xxviii: “A música de rebuznos, ¿qué contrapunto se había de llevar sino de varapalos”.

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Don Quijote en las montañas, Honoré Daumier, Bridgestone Museum of Art. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)


De la sin par hazaña reservada a don Quijote y Sancho Panza por los caminos del Arte Héctor Antonio Sánchez

Yo apostaré —dijo Sancho— que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta, ni mesón o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas. Segunda parte, Cap. lxxi

No será novedoso recordar que don Quijote de la Mancha —como los personajes más visibles de Shakespeare o de Dante— es una de las figuras más constantes en la tradición plástica de Occidente, una de las que ha gozado de más reinterpretaciones. La inmensa popularidad de la novela, desde luego, mucho juega en ello, como las tantas ediciones ilustradas en lenguas diversas. Esa historia, la de sus imágenes, comenzó fuera de la península, en París, tan pronto como 1618, con la aparición de una Segunda parte publicada por Jacques du Clou y Denis Moreau, que incluía una portada donde eran ya reconocibles las figuras del héroe manchego y su fiel escudero. Era una sencilla imagen renacentista; más ambiciosa fue, en todo caso, la primera edición ilustrada de la novela, aparecida en Dordrecht hacia 1657: un típico libro de emblemas —género popular entonces en los Países Bajos—, realizado por el flamenco Jacob Savry.

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Don Quijote en su biblioteca. Grabado de Gustave Doré, siglo XIX. (Imagen: Universal History Archive / Getty Images)

Desde luego, querer aquí dar cuenta del decurso de la iconografía cervantina sería una torpeza. Una labor así tendría que detenerse en medios varios: por ejemplo, los óleos comisionados por Marie de Médicis a Jean Mosnier para el palacio de Cheverny apenas veinte años después de la aparición de la Primera parte; los doscientos treinta tapices tejidos por los Gobelinos en el estilo ilustrado de Charles-Antoine Coypel; las ediciones inglesa de William Hoghart en 1738 y la muy ambiciosa de la Real Academia Española de 1780; folletines populares, e incontables visiones que nos ha regalado el cine, desde 1906, tras la realización de Lucien Noquet. En fin: esa labor exigiría unas luces más altas que las mías y varios volúmenes. Pero acaso una ambición más humilde pudiera ver en piezas específicas los elementos que una época han añadido a la tradición cervantina, sobre todo en los siglos xix y xx, pródigos en reelaboraciones. Uno de los episodios más queridos para el arte es aquel en que Cervantes graciosamente cuenta de Alonso

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Quijano que “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros…”. En el British Museum se preserva un dibujo de Francisco de Goya conocido como la Visión de don Quijote. Nada sabemos de su fecha original: en cambio, no es difícil intuir su relación con los célebres Caprichos (1799). En él, la figura espigada de Quijano, de rodillas frente a una mesa de lectura, con una espada a su costado, observa al espectador mientras sobre su cabeza sobrevuelan el aire personajes demoniacos —por lo demás, imposibles en las líneas de Cervantes—: un murciélago agresivo, un bufón, la fusión de un roedor y un cuerpo humano. Es una suerte de sueño de la razón que produce monstruos: al parecer, Goya ambicionó alguna vez crear una serie de caprichos llamados Visiones de don Quijote. El mismo episodio fue pintado, con mayor realismo y menor fortuna, por el gran Delacroix, en un óleo de 1824 que hoy resguarda el Prado: Alonso Quijano, al escritorio, reclina la frente sobre su mano, en un gesto de zozobra. Bajo sus pies yacen libros sobre la duela de la habitación en penumbras, donde le observan mortificados, a sus espaldas, el cura, el barbero y el ama de llaves. Es notorio el talante academicista de este cuadro, en que no descuellan el rostro “enjuto de carnes” del hidalgo, ni el arrobamiento romántico del pintor. Es seguro que nuestra tradición no posee un conjunto de trabajos tan enlazados, en la mente de los sucesivos lectores, a las andanzas del manchego como las ilustraciones de Gustave Doré, y casi seguro es también que éste no haya conocido el dibujo de Goya, pero no son pocas las predilecciones colindantes entre


ambos. Se cuentan en más de trecientos setenta las ilustraciones que el francés realizó sobre las andanzas del caballero. En uno de sus grabados, fechado en 1863, Don Quichotte dans sa bibliothèque, observamos al espigado hombre en un sillón, blandiendo una espada en una mano y un libro en la otra, con anchos volúmenes esparcidos a sus pies, y un abigarrado conjunto de personajes que colman el espacio a su alrededor: dragones, caballeros, doncellas, escudos. No es la visión demoniaca de Goya, pero sí el arrojo fabuloso, legendario y aun grotesco caro al Romanticismo, que justamente ensalzó al Quijote como un soñador y un idealista: cada vez más espigado, más dado a las alturas, una suerte de fool on the hill.

La melancolía domina el fin de siglo y hacia 1868 nos topamos con dos artistas ejemplares, para quienes don Quijote y su escudero han dejado de ser figuras cómicas y se han vuelto héroes nostálgicos integrados a un paisaje evanescente. Honoré Daumier, lo sabemos, fue un gran caricaturista y crítico de la realidad social de su época, pero sus óleos dedicados a la pareja cervantina son de otra estirpe: en Don Quichotte et Sancho Panza vemos al caballero contemplar desde su montura la inmensidad de una planicie desolada, bañada por los últimos rubores del atardecer: su escudero, con la vista baja, le va a la zaga. También en ese año está fechado un óleo en que vemos solo a don Quijote: es un óleo más osado, en que la silueta se espiga, los rasgos

Don Quijote y Sancho Panza, Honoré Daumier, Staatliche Museen, Berlín. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)

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Grabado de Gustave Doré, siglo XIX. (Imagen: Universal History Archive / UIG by Getty Images)

del rostro desaparecen, las líneas se contorsionan, las pinceladas se vuelven más violentas. Los ocres y los blancos del paisaje se recortan contra un cielo de un azul muy denso: en la convulsión de esas líneas habrá de reclamar su simiente el famoso dibujo de Picasso. La obra de Daumier dedicada al hidalgo fue vasta: cuarenta y un dibujos, veintinueve óleos. En cambio, Camille Corot apenas tocó el tema, pero es curioso que haya fechado un cuadro en ese mismo año: en un fausto paisaje otoñal, dominado por la espesura de un árbol, vemos las pequeñas figuras avanzar a lo lejos, hacia la luz de la tarde: hombres que van del silencio hacia el silencio. Es un espectáculo feliz y calmo, a medio camino entre el academicismo y el naciente impresionismo. ¿Hacia dónde se dirigen los héroes? Después de Corot y Daumier es claro que Sancho y don Quijote no se internan ya, para el arte, tanto por el camino de la Mancha cuanto por la aventura de la pintura moderna, cada vez más volcada hacia sí misma en un ascenso creciente a la abstracción. Así, en 1875 nos reencontramos con el personaje en dos coloridos óleos de Paul Cézanne. Podemos aún

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intuir los rostros, la indumentaria, los seres que los habitan, pero interesa más la contundencia de las anchas pinceladas: esos golpes de luz y de color con que Cézanne comenzó a diluir las nociones de profundidad y de volumen de la pintura occidental. Luego, lo veremos bajo un árbol en un siniestro dibujo de Odilon Redon, fechado hacia 1890, apenas reconocible: don Quijote nos mira con un rostro casi monstruoso, rodeado de un ambiente nocturno, caro al decadentismo finisecular. En fin, las vanguardias crearán un paisaje propio, y en ese horizonte, quizá nadie parezca tan fascinado por el tema como Salvador Dalí. Su prodigalidad cubre incontables dibujos, óleos, litografías y acuarelas, y seguramente su versión ilustrada de la obra se cuenta entre las más fascinantes. Allí la pintura crea una hazaña propia: allí don Quijote se adentra en un paisaje onírico, y sus embates golpean los linderos entre la razón y el sueño. Es un mundo tan vasto y caprichoso que merece un estudio aparte, y tal vez nuestra delectación sin más preguntas. Quisiera detenerme, en cambio, en un óleo que ha recibido menor atención a pesar de que ofrece un interés


sincero: Don Quichotte et le char de la mort, firmado en 1935 por André Masson. En su centro, la figura flamígera del héroe y de su caballo se despliegan en líneas finas: frente a ellos, a la izquierda del cuadro, una Muerte de extremidades poliédricas sujeta una intensa capa roja; detrás, a la derecha, un personaje vestido como el diablo sujeta una piedra, evidentemente a punto de lanzarla. Los colores son planos y de un hondo contraste, como el paisaje que sirve de fondo: toda profundidad se ha suprimido. La escena recrea el capítulo xi de la Segunda parte: un jocoso paisaje en que “el valeroso don Quijote” y su escudero se topan con “las Cortes de la Muerte”, en realidad un carro de actores que portan los más extraños disfraces —un diablo, una reina, Cupido— y que tienen un desencuentro con el manchego. La obra de Masson, como el episodio, es profundamente festivo, y nos recuerda una veta cada vez más ausente en el largo recorrido de Sancho y don Quijote por el arte occidental: el realismo grotesco del que es hija pródiga la novela cervantina. Sí: la obra de Cervantes tiene un pie en la alegría de vivir renacentista y el otro en los delirantes contrastes de la era barroca. Es hija por igual de la idea y de la materia: un hombre anclado en los ideales cerrados del heroísmo pasado frente a la realidad abierta del paisaje del futuro. La nostalgia y el regocijo van en sus páginas de la mano: en la obra de Masson nos reencontramos, al menos parcialmente, con ese júbilo. No la solemnidad ansiosa de alturas de don Quijote: el mundo carnal, anclado a la tierra, a la fiesta y a sus placeres, de Sancho Panza.

Visiones de don Quijote, Francisco de Goya, grabado

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Polaroid de una risa nerviosa: Zona Maco Fabiola Camacho Navarrete

Abordar un evento tan sui generis como la feria de arte contemporáneo Zona Maco convoca a repensar la manera en que se consume y se fomenta el coleccionismo de las diversas propuestas que año con año esta feria trae a nuestro país. Desde 2002, su fundadora y directora Zélika García comenzó esta apuesta con el nombre de Muestra en Monterrey, hasta que en 2004 se cambió el nombre a Maco y se trasladó a la Ciudad de México. En la edición 2016 la feria ha persistido en su afán de ser un vínculo entre el mundo del arte nacional, y sobre todo internacional, con el círculo que en realidad impulsa el presente y el futuro de las artes visuales en México: los coleccionistas. La mirada de su directora, de los inversionistas, patrocinadores y directores creativos no dista mucho de los fines que todas las ferias de arte en el mundo tienen al integrar en la escena comercial este tipo de espacios que devienen actos sociales sin más. Sin embargo, es necesario comprender la polaroid que registra el contexto mexicano para tener una mirada más certera de lo que ocurre en nuestro campo artístico. Resulta evidente que en nuestro país existe un parroquial interés por los asuntos del arte, sobre todo del arte contemporáneo y este interés se ha acrecentado en la última década. Lo contemporáneo deja su marca sobre las redes sociales, espacios académicos, plataformas comerciales y de esparcimiento, crea discursos, concentra su poder en nichos, desplaza actores e incluso integra nuevos conceptos que no terminan por desarrollar lo verdaderamente importante del fenómeno. Desde luego no es por falta de interés, incluso de conocimiento sobre artistas o autores, sino porque en ocasiones no se comprende el contexto en el que nos encontramos.

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Fotografías: cortesía Zona Maco

No hay duda. Los esfuerzos de diversos actores por crear espacios es una tarea importante, pero cuando pensamos, por ejemplo, en los llamados conversatorios, lejos están de actuar como espacios de discusión abiertos, sino más bien se plantean como un tipo de cátedras con especialistas para especialistas, es decir, no se forman públicos, que se supone es una de las causas por las que se realizan. De ahí el adjetivo de “parroquial”, porque lejos de transformar los abigarrados espacios museísticos donde el Estado es la principal fuente de recursos, pero sobre todo de poder para admitir o rechazar propuestas —pienso, por ejemplo, en la época en que Helén Escobedo es separada de su cargo como directora del mam porque una pieza expuesta en el museo bajo la autoría de Tepito Arte Acá fue motivo de rechazo e incluso de ofensa para la esposa del presidente Miguel de la Madrid—, a partir de la década de los noventa es la iniciativa privada y la academia las que han guiado el rumbo del arte que consolidamos como contemporáneo. Nos encontramos, por tanto, ante un momento histórico en el campo artístico donde ante la condición fallida del Estado como propulsor de políticas culturales que sostengan la producción y difusión de los artistas locales, las empresas privadas, el mundo mediático y el nicho de la teoría crítica llevan como pueden la ardua tarea de crear un espacio lo suficientemente fuerte para que los cientos de artistas que salen de las escuelas de arte, los artistas ya consagrados y hasta los críticos tengan espacios y reciprocidad con quienes hacemos filas inmensas y nocturnas para ver la obra de Yayoi Kusama. Fuera de marcos institucionales y las normas críticas de los espacios —no lo dudo— bien intencionados, se dejan de lado cosas substanciales que articulan de manera completa el proyecto de la Zona Maco. Si hablamos de las 122 galerías y los 27 estudios de diseño que se integraron este año al proyecto, desde luego que pensamos en una amplia selección de obras y artistas que provienen de diversos círculos y lugares del mundo, con el fin de que formen parte de colecciones privadas o que, por lo menos, tengan una compra que pueda capitalizar la inversión de tener un espacio en la feria. Siempre ha quedado claro que si se insiste en que se le dé un espacio a las nuevas propuestas —este año contó con 22 galerías, algunas emergentes—, es porque los organizadores buscan encontrar una respuesta segura respecto al marco de inversión. Es decir, Zona Maco definitivamente no actúa como un espacio para enterarse de verdaderas propuestas de arte contemporáneo en México y el

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mundo, pero sí es un buen termómetro para medir qué ocurre con la clase alta del país. Literalmente, es un buen escaparate para advertir la manera en que coleccionistas renombrados —y claro, la pujante clase snob del “mirreynato” mexicano— actúan ante la exhibición de obras de Picasso, Montenegro, Rivera y Varo hasta la obra de Anish Kapoor —de quien, por cierto, ya se espera su exposición en el muac—, de artistas mexicanos contemporáneos como Daniel Guzmán y Carlos Amorales o de artistas que se sabe intentarán transgredir el espacio y sus espectadores, como es el caso de la obra de Yoshua Okón y Santiago Sierra y su escultura del sanitario que alude al Museo Soumaya como una crítica un tanto trasnochada de corte vanguardista. Al respecto, un día antes de la apertura de la feria, la obra de Okón y Sierra ya había navegado de forma constante por las redes sociales, por lo que la crítica se invisibilizó, con el primer clic se volvió parte de la hiperestetización de la esfera social que deviene espectáculo sin más. Mi mirada se concentra en la falta de ambición por crear un verdadero coleccionismo en México. Los involucrados en el espacio no salen de la parroquia y en el ambiente se siente más un discurso donde prevalece el interés porque los fotógrafos de diversos

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medios dedicados a la moda y la vida cotidiana de las altas esferas retraten a las debutantes de hace dos décadas —la mayoría sin un interés real de adquisición— que por generar una cultura de consumo artístico. Entre la champaña y las risas nerviosas por no saber captar los conceptos que encierran las obras, se presume más un espacio de convivencia que de generador de negocios, como si las chicas que integran la obra fotográfica de Daniela Rosell no hubieran hecho otra cosa que juntar años, pero por desgracia, ningún conocimiento ni sobre arte, ni sobre negocios. Las últimas dos décadas en las que se ha desarrollado la feria generan un desencanto, y esto no tiene que ver ni siquiera con la curaduría o con la decisión de abrir un espacio para el diseño industrial —aspecto que, en general, es interesante y necesario, pues estoy segura que sus ventas son mayores a los demás espacios en general—. El desencanto tiene un corte marxista-hegeliano: la historia se repite, como lo indica Slavoj Žižek: primero, como tragedia, luego como farsa. Es trágico que no exista una política cultural que integre las necesidades artísticas y monetarias del presente, pero la manera en que las esferas políticas y económicas de nuestro país actúan dentro de la imagen propicia una


escena fársica, donde quienes tienen el dinero no cuentan con un capital cultural que les permita comprender, incluso como inversión, el arte mismo. En esa misma imagen, la farsa queda roturada con la única obra que en realidad abre un espacio de discusión. Miguel Monroy, con su obra ¿Cómo robar una feria de arte?, consciente del contexto genera un discurso oscuro donde descoloca al espectador al proponer una verdadera manera de robar la feria con éxito. Basta decir que muchos espectadores no entendieron el juego y solamente una risa nerviosa al observar un video de Youtube sobre cómo abrir una chapa de máxima seguridad intentaba maquillar el gesto de agonía al no comprender el estado del arte contemporáneo en México. Al final, la polaroid reflejó la risa contagiosa de los convidados a la feria.

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La ciencia se aproxima al arte Conversación con Fernando del Río Miguel Ángel Flores Vilchis

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Fotografía: Alejandro Juárez


En marzo de 1979, Luis de la Peña publicó una reflexión, breve pero sustantiva, sobre el devenir de la Física en México. Si bien acusaba que la ciencia nacional adolecía de un “raquitismo” histórico, el académico también sostenía que la Física en el país se había “desarrollado notablemente en el curso de las últimas décadas [y] avanzado hasta construir un apreciable e importante sistema de enseñanza e investigación”. Entre las buenas nuevas que reportaba De la Peña para el panorama científico mexicano estaba la reciente fundación de la Universidad Autónoma Metropolitana “dado su vigor, su estructura departamental y las carreras novedosas y prometedoras que ofrece —con frecuencia de tipo interdisciplinario— es de esperarse que en poco tiempo la uam desarrolle y consolide su actividad científica”. Y ponía especial énfasis en uno de sus campus, el que recibía a la generación de físicos que, justo en la últimas décadas, estaba dando un rostro nuevo a la ciencia mexicana desde la academia: “en la uam Iztapalapa es donde se han desarrollado más rápidamente las actividades de investigación en Física, y hay ya un grupo sólido en Física estadística”. Desde 1974, este conjunto de investigadores estaba liderado por Alonso Fernández y Sergio Reyes Luján, rector y secretario fundadores de la Unidad Iztapalapa; a la postre el segundo sería rector general de la uam. Carlos Graef y Leopoldo García-Colín fueron también figuras centrales de este equipo de trabajo. Justo ellos incorporaron a un joven, pero ya destacado físico, a integrarse como primer secretario de la División de Ciencias Básicas e Ingeniería de la Unidad (cbi): el doctor Fernando del Río Haza, hoy uno de los más destacados investigadores nacionales, Profesor Emérito y Distinguido de la uam y galardonado en diciembre pasado con el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en el Campo de las Ciencias Físico-Matemáticas y Naturales. El doctor Del Río, arquetipo de aquella generación, recibió a Casa del tiempo en su oficina de la Unidad Iztapalapa para conversar sobre su trayectoria de más de cincuenta años en la ciencia y para compartir sus impresiones sobre dicha distinción, la cual le fue entregada “por la calidad de su investigación en el área de Termodinámica y Mecánica Estadística, su labor en la formación de recursos humanos y grupos de investigación; así como el quehacer institucional para el desarrollo de la Física en México”, a decir del jurado. Rememora su adolescencia, cuando la figura de un padre culto y de un hermano mayor que le proporcionaba lecturas de divulgación científica comenzaron a trazar el derrotero de su profesión, entre estas últimas recuerda con especial cariño Uno,

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dos, tres, infinito de George Gamow. Con estos antecedentes fue natural su encuentro con la obra de Julio Verne, Emilio Salgari y Alejandro Dumas. Los intereses cultivados desde el hogar encontraron influencia definitiva en la preparatoria mediante su profesor de Ética y Psicología, Francisco Gil Villegas, que le facilitaba ejemplares de la revista Scientific American y a quien evoca con sumo respeto. Abogado y filósofo de formación, Gil Villegas soltó en alguna ocasión una frase decisiva para su alumno: “si volviera a estudiar, estudiaría Física”. Fernando del Río resume así el impacto que le causó sentencia: “dada la admiración que le tenía como una gente capaz e intelectualmente talentoso, una afirmación de ese tipo tenía mucho peso en un jovencito como yo y terminó por encaminarme hacia la Física”. La Facultad de Ciencias de la unam le facilitó el contacto con preceptores que despertaron en él “la llama por la investigación”, tanto en Física como en Matemáticas. Entre ellos Carlos Graef, una verdadera eminencia en la materia y que jugaría un papel fundamental en el momento de la incorporación de Del Río a la uam como profesor-investigador. Su generación trascendió por el éxito profesional de sus integrantes; con el paso del tiempo este grupo dio varios físicos merecedores del Premio Nacional de Ciencias y Artes. Además de Del Río, lo ganaron Jorge Flores Valdés, Silvia Torres Castilleja y Manuel Peimbert Sierra. “Entré a la unam en 1958, Ciudad Universitaria tenía cuatro años de haber comenzado clases, estaba nuevecita. Me tocó una época con compañeros muy buenos, fuimos una generación muy activa. Los profesores eran grandes conferencistas, en verdad inspiradores”, comenta. Se mudó a Estados Unidos en 1963 para estudiar el posgrado en la Universidad de California en Berkeley. Durante su estancia, la nación del norte vivió momentos críticos: ese año asesinaron al presidente John F. Kennedy, el movimiento por los derechos civiles estaba en un punto álgido, en 1965 asesinaron a Malcom X y sucedían numerosos arrestos por las manifestaciones en contra de la intervención estadounidense en Vietnam. Dice Del Río: “presencié una conferencia de Martin Luther King en el campus de la universidad y el movimiento a favor de la libre expresión cobró mucha fuerza entre los estudiantes, fui testigo de una época muy interesante desde el punto de vista social y político”. Aquí intentó dedicar su labor de investigación a la fusión nuclear, bajo la perspectiva de un futuro donde se produjera energía de manera más eficaz y limpia que con los reactores fisión, usados hasta la fecha. Pero las investigaciones en este campo estaban restringidas para los extranjeros pues estaban enfocadas en el desarrollo de tecnología militar. El doctor Del Río declinó su interés, sobre todo, por no coincidir con el uso bélico de estos estudios. Fue entonces que se volvió hacia la teoría de plasmas basada en la mecánica estadística bajo la tutela del doctor Hugh DeWitt, encontrándose así con uno de lo

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campos de investigación que le darían gran reconocimiento. Su acercamiento con la termodinámica se dio a su regreso a México por necesidades derivadas de su trabajo de investigación en el Instituto Mexicano del Petróleo. Sin embargo, esta instancia no fue terreno propicio para desenvolverse y en cuanto se dio conocer el proyecto uam no dudo en acercarse a él. “Los nombramientos de Alonso Fernández y de Sergio Reyes eran garantía de que la cosas iban en serio y con ganas, entonces me presenté para ofrecer mis servicios”, comparte quien fuera también presidente de la Academia de la Investigación Científica, hoy Academia Mexicana de Ciencias, en 1988 y 1989. Del Río se convirtió en el primer secretario de la División de Ciencias Básicas e Ingeniería de la Unidad Iztapalapa. Carlos Graef, su antiguo profesor, fungió como director de esta instancia. Aquel grupo de físicos tuvo en sus manos el privilegio y la responsabilidad de poner en marcha una de las tres unidades primigenias de la universidad. “La fundación de la uam tuvo tanto impacto que recibíamos estudiantes, todos muy buenos, de todas partes de la república. Era un proyecto muy novedoso y glamuroso”, afirma el entrevistado. A cuarenta y dos años de aquel hecho, la investigación en Física realizada en la Unidad Iztapalapa “es de frontera, de primer mundo y nuestros estudiantes participan en ello”, considera el ganador de la Medalla Académica de la Sociedad Mexicana de Física en 1984. Para cerrar la conversación, el doctor Fernando del Río Haza manifiesta que el Premio Nacional renueva su entusiasmo por seguir investigando: “es muy satisfactorio sentir que la comunidad, a través del gobierno de la República, te reconoce una trayectoria de mucho trabajo”. El raquitismo histórico del quehacer científico mexicano del que daba cuenta Luis de la Peña a finales de los años setenta del siglo pasado ha cedido en buena medida gracias a los esfuerzos invaluables de los investigadores en las instituciones de educación superior; sin embargo, prevalece en las políticas públicas federales, y esto genera escasos espacios para la divulgación científica. Ante esto, nadie como Fernando del Río para condensar en unas frases la trascendencia de multiplicar los apoyos a la labor científica: “La simplicidad esencial de las leyes de la ciencia, la economía en sus elementos, la unidad que nos dejan advertir detrás, o por encima, de una asombrosa diversidad, les confiere gran belleza […] La elegancia de sus construcciones teóricas nos deja encantados e incluso emocionados. Con esto, la ciencia se aproxima al arte. Y esto sería razón suficiente para cultivarla”.

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Retrato del poeta nicaragüense Rubén Darío

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Darío, su revolución poética Jaime Labastida

¿Qué relación existe entre el hombre Rubén Darío y el poeta que lleva este mismo nombre? Me valdré, para tratar de disipar el asunto, de algunos textos de Darío, en especial, del poema que abre Cantos de vida y esperanza, en el que Rubén ofrece una imagen idealizada de sí propio que contiene, sin embargo, rasgos decisivos de su personalidad. Esa imagen se opone y al propio tiempo complementa lo que dice de sí mismo en sus autobiografías. Ignoro, lo digo de entrada, si habré obtenido la respuesta correcta. Darío fue, se sabe bien, un hombre contradictorio. Inmerso en angustias desde su infancia, rodeado de sombras y de relatos de ánimas en pena, hubiera querido tener, así lo confiesa, “la fe del carbonero” para disipar sus temores religiosos. En tanto hombre, era en extremo sensitivo: se unían en su persona, según dice en el poema, “la pasión divina y una sensual hiperestesia humana”. Podría decirse que tenía una sensualidad erótica a flor de piel (a su estatua, pese a ser de mármol, le nacían, dijo, “en el muslo viril patas de chivo/ y dos cuernos de sátiro en la frente”). Así era el hombre. ¿Y el poeta? En Darío, ¿se escinden el poeta y el hombre? ¿Son uno solo? La imagen que ofrece de sí mismo en el poema, ¿es un retrato fiel? Cierta tendencia de la crítica contemporánea ha puesto el énfasis en esta escisión entre el autor y el texto; desea esfumar al “hombre” y permanecer sólo en la lengua, en la estructura, en el texto de la escritura. Los resultados que en algunos casos ha obtenido son, no cabe duda, valiosos. Quisiera subrayar, empero, que el poema de Darío que me servirá de hilo conductor es un texto literario que, por esa causa, puede vincularse con otros textos suyos, de carácter literario también: los prólogos, las autobiografías y un libro clave, Los raros.

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Permítanme retomar algunas preguntas que Ángel Rama eleva (para las que es necesario obtener respuestas, acaso imposibles): “¿Por qué aún sigue vivo? ¿Por qué, abolida su estética, anulado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue cantando con su voz tan plena?”. ¿Por qué sigue vivo Rubén Darío, a un siglo de su muerte? ¿Qué nos resta de Darío, un siglo más tarde? Sigue vivo, no cabe la menor duda. Pero ¿está “abolida su estética”? ¿Por qué habría de estarlo? Darío exigía ser creativo y rechazaba la vulgaridad: esto era parte de su estética, ¿está abolida? Por supuesto que no; hasta puede asumirse como propia. ¿Está “anulado su léxico precioso”? Desde luego que sí, al menos en parte. ¿Quién se atrevería a llamar a los poetas “liróforos celestes”, pongo por caso, el día de hoy? Sin embargo, ¿cabe por eso que “desdeñemos su poética”? ¿Por qué? ¿Acaso no buscamos revoluciones poéticas? ¿Qué resta de Darío? ¿Están “superados sus temas”? Sin duda, algunos sí (los cisnes, las duquesas). Pero ¿están “superadas” su pasión amorosa y su lujuria verbal? ¿Qué resta, pues, de Darío? ¿Sus posiciones políticas? ¿Su actitud de artista? ¿Su estética vital, que podría adoptar como suya todo poeta posible? No desdeñó el desenfreno de los sentidos. Se dibujó, en ese retrato poético en donde coinciden por completo el “yo lírico” y el “sujeto real”: todo ansia, todo ardor, sensación pura/ y vigor natural; y sin falsía,/ y sin comedia y sin literatura. Darío abrigaba un desdén profundo por la vulgaridad, que lo hacía desearse como un aristócrata (de espíritu y de intelecto): se veía como un áristos, como “el mejor”. Aborrecía las poses teatrales; no toleraba a quienes, en vez de vivir la vida de modo real, la actuaban. No asumió pose de “literato”, a pesar de que lo fuera. Vivió su vida con “vigor natural, sin falsía, sin comedia, sin literatura”, desde luego, pero ¿esto resta de Darío? ¿Vivir la vida de modo pleno, sin hacer concesiones en su escritura? Podría ser, si acaso, una condición necesaria, pero no suficiente. Darío es más, mucho más que sólo eso. ¿Qué resta, hoy, de Darío? ¿Su precocidad literaria? ¿Su labor periodística? ¿Su carácter errabundo, que

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lo llevó de Matagalpa a León, de León a Managua, de Managua a Santiago de Chile? ¿Y luego, del Extremo Sur de la América Nuestra, de esa Tercera Orilla de la lengua española, a Guatemala, Buenos Aires, Madrid, París? No conoció el reposo. Sin embargo, es necesario advertir, en ese intenso tránsito de país en país, un propósito definido. Cabe señalar que no sólo el espacio físico de su acción se amplía en cada uno de los lugares donde vive: de la aldea a la ciudad de provincia; luego, a la capital; después, al centro original de nuestra lengua y, por último, al núcleo universal de la cultura, el París del siglo xix, sino que, de manera paulatina, delineó su estética, pulió y construyó su poética nueva. A los 21 años editó en Chile el libro que marcó el inicio de la revolución modernista, Azul y a los 29, en Buenos Aires, dos libros decisivos, Los raros y Prosas profanas. Vivir en esa ciudad, Buenos Aires, le dio oxígeno vital: le abrió las puertas del universo. Aquella ciudad, elevada al borde del Río de La Plata, le produjo una conmoción profunda. Fue la primera ciudad realmente “cosmopolita” en la que vivía. Le impactó que fuera toda europea. Sus colaboraciones en el diario La Nación, donde también publicaba José Martí, ampliaron su horizonte. Con rapidez extrema, Darío edificó su poética y consolidó el verso que le dio la estatura cierta con la que lo conocemos. En 1895, muertos Martí y Gutiérrez Nájera, quedó solo al frente de la revolución modernista. Bien, de acuerdo, pero ¿esto es lo que permanece de Rubén Darío? Hagamos la pregunta correcta. ¿Qué, de la obra de Darío, permanece y dura? ¿Su revolución poética, si por ella entendemos el ancho camino que abrió en el idioma, al otorgarle la flexibilidad y la musicalidad que le hacían falta? Estilos y escuelas se esfuman, en tanto permanece, por sobre todo, su poesía, su gran poesía, de la que somos, hoy todavía, los herederos. Dijo, en el “Prólogo” a “El canto errante” (1907), que había comprendido “la inanidad de la crítica” y añadió: “no hay escuelas, hay poetas”. ¿Esto resta de Darío? ¿Su gran poesía? Sin duda alguna. Restan, por encima de todo, sus poemas, éstos, que se inician así: Era un aire suave de pausados giros; o así: Yo soy aquel


que ayer no más decía; o así: dichoso el árbol que es apenas sensitivo… Sus primeros poemas son apenas balbuceos. Denotan un amplio, un seguro manejo del oficio. El poeta niño imitó la poesía clásica, tanto la antigua (abrevó en helenos y latinos, mediante las clases que le dieron sacerdotes jesuitas), como la del Siglo de Oro español: versos de todo tipo, para dominar con soltura la técnica: largos poemas en octosílabos, tercetos, odas (escritos en endecasílabos yámbicos, sáficos, anapésticos); silvas. Este período se cierra con sus tres primeros libros: Epístolas, Abrojos, Rimas. En ninguno de los tres, Rubén es Darío. Lo empieza a ser después de sus veinte años, cuando viaja a Chile. Fue tal vez el momento en que su “juventud montó potro sin freno”. Pese a todo, en mitad de ese tráfago, su vocación literaria se mantuvo firme: “un renovar de notas del Pan griego/ y un desgranar de músicas latinas”. Pan, el dios de los pastores, por un lado, le ofreció las notas de la cultura helena; por otro, su trato con la poesía clásica latina le dio fluidez musical y acentos novedosos: “yo soy aquel que ayer no más decía/ el verso azul y la canción profana,/ en cuya noche un ruiseñor había/ que era alondra de luz por la mañana”. ¿Dónde se sitúan los acentos de estos endecasílabos? Los tres primeros son sáficos, acentuado en la cuarta y la octava sílabas. ¿Y también en la décima? ¿Por qué no? Hay acentos en la e de aquel y en la a de más, pero hay otro acento en la i de decía. Se acentúan la u de azul y la o de canción: pero también la primera a de profana. Están acentuadas la o de noche y de ruiseñor; también la i de había. La u de luz hace que el cuarto verso sea yámbico; también lleva un acento la segunda a de mañana: hay acentos aquí, pues, en la sexta y la décima sílabas. Darío multiplica los acentos de estos endecasílabos; por eso dice “un desgranar de músicas latinas”… Antes de Azul, en ninguno de los tres libros primeros hallamos a Darío, que sólo adquiere el tono que le es propio en Santiago del Nuevo Extremo, digo, en la Tercera Orilla de nuestra lengua. Aún más, su voz se consolidará en la que fue la primera capital universal

de América Latina, hacia finales del siglo xix, en Buenos Aires, la ciudad cosmopolita, abierta al viento del mundo. Allí publicó Darío dos libros fundamentales, lo dije ya, Los raros y Prosas profanas. En su labor incesante, conjugó poesía y periodismo: casi todos los textos que recoge en Los raros los arrancó al trabajo diario que realizaba en el periódico La Nación. Examinemos este libro, Los raros (lo he releído en la edición crítica hecha, apenas en 2015, por el investigador Günther Schmigalle, que ordena los ensayos de modo cronológico, apunta su origen y ofrece notas que los explican). En Los raros se denota una originalidad absoluta, que abre paso a la modernidad. Son crónicas periodísticas, cierto, pero qué clase de crónicas, varias de ellas necrológicas. Todas guardan unidad de propósito y estilo. Son textos circunstanciales y el libro carece, a primera vista, de coherencia interna, pese a que cada uno de sus textos la posea. No son las reflexiones de un crítico. Darío no es investigador de gabinete; es poeta, palabra en acción. En este libro hay semblanzas de escritores nuevos en todos los sentidos: Edgar Allan Poe, Paul Verlaine, el Conde de Lautréamont, Henryk Ibsen, José Martí, pero el libro no es sistemático. No fue escrito con objeto de ofrecer una nómina de todos los escritores que rompieron con la tradición. No hay en él, pongo por caso, ensayos sobre Stéphane Mallarmé ni sobre Arthur Rimbaud ni sobre Walt Whitman, a quienes Darío ha leído y cita, pero de los que no se ocupa sino de modo ancilar. “Ni están todos los que son ni son todos los que están”, pues. Varios de los que ocuparon la atención de Darío son apenas, el día de hoy, vago recuerdo literario: tal vez abrieron brecha en su tiempo, pero no han permanecido. Lo que permanece es el juicio de Darío, la estética que revelan sus crónicas, el deseo profundo por hallar rutas nuevas, por abrirse paso en mitad de la oscuridad, por romper con el marasmo de la poesía en lengua española. La mayor parte de los poetas que atrajo la atención de Darío pertenece a la lengua francesa. Muchos, nada nos dicen ahora. Pero lo que vale en Los raros es la estética novedosa que despliega: allí está toda su coherencia interna, como lo

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ha destacado Jorge Eduardo Arellano, con razón. Sólo dos escritores latinoamericanos atraen la atención de Darío: Martí, cuando éste muere y el poeta exclama, con dolor no fingido: ¡Oh, Maestro, qué has hecho!, y un poeta cubano, ya olvidado, Augusto de Armas, que vivió y murió en París y escribió en francés. Es obvio que Darío se concentra en la poesía francesa. No se puede decir que este libro de crónicas indique, en todos los casos, la nueva posición estética de Darío. Se ocupa de Lautréamont, pero no acepta ni su credo poético ni su posición ideológica: le causa horror lo que escribe y no comulga con sus tesis ateas y blasfematorias. De modo expreso, Darío dice que no aconseja a la juventud que “abreve en esas negras aguas” y que los “clamores del teófobo ponen espanto en quien los escucha”; incluso lo llama “loco e infernal” y llega a afirmar que su libro no es “obra literaria” sino “el aullido de un ser sublime martirizado por Satanás”. Aunque Darío haya leído a Whitman, a Lautréamont, a Mallarmé, a Rimbaud y a casi toda la poesía francesa e inglesa modernas, la que hizo uso del verso blanco y el verso libre, su ars poetica no deriva hacia estas audacias ni antes ni después de haber escrito Los raros. José Gorostiza dijo, con razón, que “el modernismo fue una orgía de musicalidad”. Sin duda. Darío abre la senda, pero aún mantiene el dominio de la rima y las estructuras rítmicas clásicas. Pedro Henríquez Ureña señaló que, por aquel lejano entonces, “la versificación castellana parecía tender fatalmente a la fijeza y a la uniformidad”: se reducía al abuso de endecasílabos y octosílabos, “hasta que la nueva escuela americana vino a popularizar versos y estrofas que antes se empleaban sólo por rareza… En realidad, la escuela no ha inventado nada nuevo… la principal innovación realizada por Darío y los ‘modernistas’ americanos ha consistido en la modificación definitiva de los acentos”. Darío puso en práctica la máxima de Verlaine, poeta al que admiró y citó de modo profuso: dos veces, en el poema que me sirve de hilo conductor, lo menciona. En una apretada y contradictoria síntesis de su juventud, dice que fue “muy siglo dieciocho y muy antiguo/

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y muy moderno; audaz, cosmopolita;/ con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo”. Se advierte que Hugo le proporciona fortaleza; Verlaine, en cambio, ambigüedad, confusión. La contradicción se plasma: es, al mismo tiempo, muy antiguo/ y muy moderno, audaz, cosmopolita… En otro verso alude a Verlaine: “Como la Galatea gongorina/ me encantó la marquesa verleniana”… Dice, sin sombra de duda, que Verlaine fue el más grande de los poetas de este siglo, es decir, el xix. Con Verlaine, Darío asume de la musique avant toute chose: la música, en suma, por encima de todo y, con la música, la idea, el concepto. Por eso eleva un símbolo que expresa su desdén por la vulgaridad y por “la vida y el tiempo en que le tocó nacer”, un tiempo que detesta: el cisne, el cisne blanco, cuyo cuello semeja “un signo que lo interroga”. En Versalles, encuentra un “público vulgar, municipal y espeso”. Desprecia, desde luego, la tecnología y la industrialización. Por igual en Los raros que en sus autobiografías o sus prólogos (verdaderos manifiestos), Darío se expresa contra la industria, a la que considera una forma de barbarie (afirma: este tiempo que ha podido envolver en la más alta apoteosis la abominable figura de un Franklin). Rechaza el dinero, la especulación bursátil neoyorquina y la maquinaria burguesa. Es moralmente antinorteamericano, a la manera que también lo fue José Enrique Rodó. Se refugia en otro mundo, el de la Edad Media, que idealiza, acaso el mundo de la Antigüedad clásica y del Siglo de Oro español. Antes de que Neruda y García Lorca reivindicaran a Góngora, contra todos los prejuicios de la preceptiva cerrada del siglo xix, Darío hizo lo mismo: abrevó en el gran poeta barroco y lo exaltó como uno de los grandes creadores de la lengua española. ¿Qué resta, pues, de Darío? Es ceniza ya la estética modernista, cenizas son también las condiciones sociales del siglo xix. Sin embargo, por sobre las ruinas de su tiempo, la poesía de Rubén Darío permanece y dura. Así lo reconocieron García Lorca y Neruda, al alimón, hace ya más de ochenta años. Dijo García Lorca: Darío, “como poeta español, enseñó en España a los viejos maestros


y a los niños… Enseñó a Valle-Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre en el venerable idioma… Desde Rodrigo Caro a los Argensolas no había tenido el español fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y formas como en Rubén Darío”. Neruda subrayó “sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre”. Lorca, a su vez: “Fuera de normas, formas y escuelas queda en pie la fecunda sustancia de su gran poesía”. Coincido con Lorca y Neruda: esto es lo que resta de Darío: la fuerza de su poesía, lo que pudo hacer y lo que no pudo hacer, a pesar de todo, con ella: sus logros y sus límites. Sin embargo, lo que no pudo hacer o no quiso hacer Darío, lo hicieron inmediatamente después de él otros poetas. En la misma Nicaragua, los que, tras sus pasos, abrevaron, sobre todo, en la poesía de lengua inglesa: Salomón de la Selva (un latinista que escribió poesía en inglés), José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Carlos Martínez Rivas: poetas de dimensión mayúscula. Igual que ellos, legión de poetas que son fruto de la revolución impulsada por Darío (señalo unos cuantos): Vicente Huidobro, Pablo Neruda en Chile; José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz en México; Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre en España; Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges en Argentina; Guillermo Valencia, Porfirio Barba-Jacob en Colombia; César Vallejo en Perú, ¿a qué seguir? Todos

los poetas de lengua española somos herederos de Darío, el patriarca cuya sombra nos cobija. Darío unió las dos orillas del Atlántico, mejor, unió las tres orillas de nuestra lengua y le dio a nuestra poesía cauce común. Estamos aquí, pues, bajo su amparo, para reafirmar que la poesía sigue viva. Con él, cabe admitir que el alma, al entrar en la selva sagrada de la poesía, vaya “desnuda,/ temblando de deseo y fiebre santa” y que el poeta cante en dos tonos, el mayor y el menor: “bruma y tono menor —¡toda la flauta!,/ y Aurora, hija del Sol— ¡toda la lira!” Cantos de vida y esperanza se publicó en 1905, cuando Darío tenía 38 años y revela, a mi juicio, al poeta en su plena madurez. En un momento de quebranto, Darío vuelve la vista atrás para iniciar la cosecha de otoño: “yo soy aquel que ayer no más decía…” Libro de reflexión profunda, se inicia por el poema que hemos usado como guía y culmina en un poema amargo, el xli, “Lo fatal”: es un ciclo vital (y poético), donde el hombre, el poeta y su autorretrato se funden, como se funden la vida y la escritura de Darío. Termino el canto por este poeta universal. Hace treinta y cinco años, en la casa solariega de Rubén, aquí, en León, un grupo de poetas amigos me hizo entrega del volumen que recoge la producción poética de Darío. El libro fue preparado por Ernesto Mejía Sánchez, devoto suyo; lleva prólogo de Ángel Rama. Lo puso en mis manos Julio Valle-Castillo. Acudo a este libro con frecuencia, acaso para recordarme con qué luz intensa sigue viva la poesía de Rubén Darío, la misma que hoy nos convoca en su tierra natal, León de Nicaragua.

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Baudelaire y Darío: fatalismos lumínicos Moisés Elías Fuentes

El 31 de agosto de 1867 murió Charles Baudelaire en París, arrasado por la afasia y la hemiplejía derivadas de la sífilis que padeció. El mismo año, meses antes, el 18 de enero, nacía en Matagalpa, Nicaragua, Rubén Darío. Así, mientras fallecía en Europa, perseguido por la incomprensión y por la maledicencia el precursor del simbolismo, en América veía la luz uno de los más apasionados continuadores del movimiento francés en lengua española. Triste, ni la Francia en la que Baudelaire nació un 9 de abril de 1821, ni la América hispana a la que Darío retornó para morir el 6 de febrero de 1916 estaban preparadas para recibir y asimilar la revolución de la cultura que anunciaban ambos poetas mediante sus versos y prosas: en uno y otro lado del Atlántico la doctrina “del más fuerte” del positivista Herbert Spencer tenía carta blanca para modelar las legislaciones políticas, sociales y económicas, relegando a un plano poco menos que decorativo a las artes y los artistas.1 Baudelaire atestiguó y lloró la traición de Luis Napoleón Bonaparte al pueblo francés y a la Revolución de 1848, cuando en 1858, apoyado por la aristocracia, se declaró rey, terminando de echar por tierra los

Valorado por ciertos historiadores hispanoamericanos como una filosofía benéfica que impulsó la industrialización y la apertura económica del subcontinente, lo cierto es que el positivismo sentó las bases de una discriminación racial y social tan feroz como la del colonialismo español, también en nombre del progreso, lo que justificó etnocidios como los perpetrados por Mariano Melgarejo en Bolivia contra quechuas y aymaras, Julio Argentino Roca en Argentina contra mapuches y tehuelches o Porfirio Díaz en México contra yaquis y mayas.

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Charles Baudelaire en 1864. (Fotografía: Universal History Archive / Getty Images)

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Rubén Darío. (Fotografía: Universal History Archive / Getty Images)

logros sociales de la Revolución de 1789. En varios de los poemas y las prosas que escribió por aquellos años, expresó la pesadumbre que se apoderó de su espíritu al comprender la magnitud y los alcances de la perfidia con que actuó el otrora esperanzador Luis Napoleón.2 Medio siglo después, Rubén Darío testificó los graves daños sociales que propició Napoleón III al tergiversar los ideales revolucionarios de Napoleón I, su ilustre ascendente. De esa Francia malograda primero por un monarca fraudulento, y después por una República secuestrada y adulterada por la burguesía industrial y financiera, dejó el nicaragüense testimonio en los artículos que escribió para el periódico argentino La Nación, que formaron al poco tiempo el cuerpo de su libro Peregrinaciones.3 La desesperanza intelectual, las traiciones políticas, la parálisis creativa y la doble moral de la sociedad francesa decimonónica son los temas que campean por los poemas de Las flores del mal, de un modo rayano en lo irascible en la primera edición, la de 1857, y de modo más elaborado y perspicaz en la segunda, la de 1860, porque sabedor de que la censura podría malograr su propuesta poética, en la segunda edición Baudelaire atemperó la iracundia, que no la agudeza crítica, expresada de manera más intensa y puntual. El poeta innovador y desbordado de 1857, tres años más tarde se develó también como un autor con dominio pleno de su oficio y consciente de los alcances de su discurso. Así, en “Los Faros” destellan las luces y sombras de un cristianismo herido por la remembranza del paganismo, cuyas imágenes lo perturban a la vez que lo convidan a ir un paso más allá: Para dimensionar el impacto negativo que produjo esta traición en el poeta y en sus contemporáneos, es beneficioso consultar las páginas de Baudelaire. Juego sin triunfos, biografía escrita por el poeta y ensayista ecuatoriano Mario Campaña, editada por Debate-Random House Mondadori en Barcelona, en 2006. 3 Si se quieren revisar los artículos dedicados a Francia, resulta provechosa la lectura de París, 1900, volumen que reúne la primera sección de Peregrinaciones, prologado por el escritor mexicano Álvaro Enrigue, publicado en coedición por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y la Editorial Almadía el año 2014, en México.

Miguel Ángel, lugar incierto en que los Hércules se mezclan a los Cristos, y donde en pie se alzan fantasmas poderosos que al llegar el crepúsculo desgarran su mortaja con los dedos crispados.4

La presencia del paganismo perturbador también se advierte en Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas, colección publicada por Darío en Madrid en 1905, cuarenta y cinco años después de Las flores del mal. Como el francés, el poeta nicaragüense dejó constancia de la miseria ética y moral de su época, y como aquél, en su discurso entrelazó la denuncia social con las dudas metafísicas, esas que lo hacían titubear entre la fascinación y el horror a la muerte, entre el amor y el miedo a la vida. Quizá por ello, como Baudelaire, el nicaragüense se sintió arrebatado por la vitalidad palpitante trazada por los pintores en sus lienzos, vitalidad lasciva, enloquecida, contestataria, como la que le inspiró el poema “A Goya”: Así es de ver y admirar Tu misteriosa y sin par Pintura crepuscular.

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Entre las loables traducciones y estudios sobre Las flores del mal de Baudelaire, me parece destacada por méritos propios la edición bilingüe de Alain Verjar y Luís Martínez de Merlo, con estudio introductorio de ambos y traducción del segundo, publicada por Ediciones Cátedra en Madrid. Los fragmentos de poemas citados aquí han sido tomados de la undécima edición, la de 2007.

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Allí viví en la calma de voluptuosidades, en medio del azul, de esplendores y de olas, y desnudos esclavos, impregnados de olores, que mi frente con palmas refrescaban, y era sólo su ocupación el hacer más profundo el secreto dolor en que languidecía.

De lo que da testimonio: Por tus frescos, San Antonio; Por tus brujas, el demonio.

Las flores del mal y Cantos de vida y esperanza no son, evidentemente, libros afines. La violencia crítica que extasiaba a Baudelaire no se corresponde con la elegante mesura que gustaba a Darío. Sin embargo, ambos escritores coincidieron en el desasosiego ante la muerte, ante la extinción irrevocable de todo lo vivido, lo que reduce la existencia humana a alegrías efímeras y pesadumbres extensas. Tan cruel ambigüedad es la que relumbra con tonos incluso blasfemos en “Lo irreparable”:

El soneto es claro, más cargado de imágenes y alegorías que de metáforas y comparaciones. La vida se muestra como una ensoñación de opio y de placeres emocionales, lo que hace aún más inesperada la socarrona violencia del último verso. Como Baudalaire, en “Nocturno”,6 Darío recurre a imágenes y alegorías para develar las singularidades y contrasentidos de su vida:

¿Podemos sofocar nuestro Remordimiento que se retuerce, agita y vive, y nos devora igual que a los muertos el verme, cual las orugas a los robles? ¿Podemos sofocar el cruel Remordimiento?

En la sección “Otros poemas” de Cantos de vida y esperanza, donde hay varios poemas sólo numerados, sorprende a los lectores, por su franca desesperanza, el poema xv: ¡Oh miseria de toda lucha por lo finito! Es como el ala de la mariposa Nuestro brazo que deja el pensamiento escrito.

A Baudelaire lo atormentaba la imagen del alma corroída por la vileza; a Darío, la del alma corroída por la brevedad. Tanto el francés como el nicaragüense presentían y auguraban la proximidad de sus muertes, prematuras y predecibles, pero con todo, indeseadas.5 Esta angustiosa relación con la muerte deviene, para ambos poetas, una conflictiva relación con la vida, a la que experimentan y añoran a un tiempo. Es la ambigua relación que evocó Baudelaire en el soneto “La vida anterior”:

La drogadicción de Baudelaire y el alcoholismo de Darío avisaron con exactitud las muertes prematuras de los dos poetas. Sin embargo, la revisión de sus textos no indica la propensión al suicidio que sí se vislumbra en las obras de algunos de sus contemporáneos.

Y el viaje a un vago Oriente por entrevistos barcos, y el grano de oraciones que floreció en blasfemia, y los azoramientos del cisne entre los charcos y el falso azul nocturno de inquerida bohemia.

Con pesadumbre, los poetas exteriorizaron la insignificancia de sus mundos poéticos frente al salvajismo de la realidad real. Pero aun devastados por tal evidencia, persistieron en la poesía y en desnudar las futilidades del alma humana, no como un espectáculo macabro sino como un imperativo moral, por lo que en sus respectivos libros no pararon mientes al sacar a luz sus temores y debilidades íntimas. Libros axiales en la labor literaria de sus autores, Las flores del mal y Cantos de vida y esperanza están empapados de fatalismo, sí, pero subversivo y crítico, por lo que deviene ese fatalismo lumínico en que Baudelaire y Darío reafirmaron su naturaleza humana, hecha de incertidumbres y flaquezas, pero a la vez de anhelo de renovación y renacimiento.

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Este “Nocturno” aparece numerado con el v en la sección “Otros poemas”. En la misma sección se halla otro “Nocturno”, numerado con el xxxii. 6


Michel Tournier: el mito y la palabra Cecilia Urbina

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Michel Tournier en 1967. (FotografĂ­a: Keystone-France / Gamma-Rapho by Getty Images)

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Michel Tournier (París, 1924-2016) —Premio Goncourt, Gran Premio de la Academia Francesa— fue autor de novelas, relatos, ensayos y un buen número de libros para niños y jóvenes. Su relación estrecha con la filosofía y la metafísica, el universo complejo y muchas veces cruel que recreó en sus libros no lograron descartar del todo la sombra del mundo fantástico y atormentado de su infancia. En El viento paráclito (1977), Tournier se desnuda en un viaje honesto por los caminos de sus convicciones y sus fantasmas, y ofrece claves importantes para desentrañar su obra. Además de rendir homenaje a sus padres literarios (Flaubert, Valéry, Colette), reconocer las citas casi textuales que hace de ellos en sus libros, y de integrar a su panteón aquellos filósofos que lo marcaron (Leibnitz, Sartre y en general la escuela alemana), menciona a dos autores de gran influencia en su temática: Defoe y Julio Verne. El primero es el creador de un mito universal, Robinson Crusoe, que Tournier reconstruye en Viernes o los limbos del Pacífico (1972). Mito: palabra clave en la obra de Tournier, junto al concepto de iniciación que es, según él, “el gran problema de la infancia” y que encuentra una salida en el conocimiento de la literatura contemporánea y los mitos que han obsesionado al hombre a través de la historia. Estudioso de la filosofía, dice: “el paso de la metafísica a la novela debía dárseme mediante el mito; el mito es una historia fundamental, una historia que todo el mundo conoce. Mis libros deben ser reconocidos —releídos— desde la primera lectura”. Podemos reconocer, releer, el concepto ancestral en cada una de sus obras, enriquecido con análisis profundos de la psicología marginal y las capas oscuras del ser humano. Sus novelas se pueblan de seres extraños, una galería que amenaza caer en lo monstruoso dada su alienación de la cotidianidad. Al mismo tiempo, moran en un mundo fantástico y natural, se integran a los elementos —a los amados meteoros de Tournier— y practican ritos obsesivos. Mito y rito; ejes de la literatura infantil, también poblada por seres extremos, sujetos a los caprichos de la naturaleza y la fantasía. Ambos conducen en última instancia a la magia; la repetición del rito lo convierte en premisa indispensable, en ofrenda propiciatoria, en motor de los acontecimientos. En la obra de Tournier se soslayan elementos mágicos y primigenios, rituales, iniciaciones, ofrendas teñidas de crueldad. Es una crueldad impersonal, perteneciente al ámbito sobrehumano de las brujas, los magos, los astros; la crueldad en los libros de Tournier rara vez es imputable a la acción del otro, sino un resultado de la acción propia del sujeto que se ofrece como víctima de un rito inevitable. Tournier, miembro de una familia de germanófilos sorprendida por el nazismo y la catástrofe de la derrota francesa en la Segunda Guerra Mundial, vivió largo tiempo en la Alemania de la posguerra como estudiante; dos pilares de la filosofía nazi, el mito de la raza superior y los rituales estrictos de la propaganda y su influencia en la educación de la época, le dieron el tema para El rey de los alisos (1969), donde

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Michel Tournier en 1970. (Fotografía: Keystone / Hulton Archive / Getty Images)

retoma el mito del ogro —secuestrador y asesino de niños— incorporado a la atmósfera enloquecida del nazismo. Su segunda novela emprende la exploración de la vida de Robinson Crusoe, un Robinson con características nuevas. Desde que nació, inventado por Defoe a partir de una anécdota real, Robinson ha encontrado en cada generación un intérprete decidido a reconocerse en su imagen y se ha constituido en personaje mitológico. El Robinson de Defoe, con sus crisis religiosas y su visión ingenuamente racista de Viernes, se convierte en el Ciro Smith de Julio Verne, el ingeniero mago capaz de recrear el mundo mediante la ciencia y la técnica, “el héroe del siglo xix que sueña con el xx”... “Robinson es el héroe de la soledad, huérfano de la humanidad... creo que esta soledad creciente es la llaga más grave del hombre occidental contemporáneo... libertad, riqueza y soledad son las tres caras de la condición moderna”. Es significativo que la novela lleve el nombre de Viernes y no de Robinson. Para Tournier, Viernes es, por una parte, la posibilidad del encuentro grandioso entre dos civilizaciones; por otra, el germen de la duda, de la destrucción de un sistema edificado pacientemente por este solitario genial. “El principio de Viernes es aéreo, eólico...”: el Ariel rebelde que elevará a Robinson por encima de sus raíces terrestres al reino de los meteoros. La novela plantea la tesis del hombre desposeído del “otro”; los efectos de la ausencia del otro producen las verdaderas aventuras del espíritu. Si el otro define las fronteras y las transiciones en el mundo, “¿qué sucede cuando el otro falta en la estructura del universo? Es el reino de la brutal oposición del sol y de la tierra, de una luminosidad insoportable y de un abismo oscuro”.1 Robinson, aterrado por la soledad, se refugia primero en el barro primigenio —en el que se revuelca como los animales— después en el trabajo, la disciplina, la reconstrucción del mundo tal como lo conoce. Viernes, el espíritu eólico, destruye, real y metafóricamente, esta estructura y lleva a su compañero a la conjugación de la líbido con los elementos, a la “pura fosforescencia de las cosas por sí mismas”. Robinson ama a su isla como a una madre, al refugiarse en una gruta que lo envuelve y lo protege; como a una mujer, al derramar su semen sobre la tierra y ver crecer la mandrágora mitológica, hija suya y de la isla. Viernes lo llevará —a través de una lenta metamorfosis— hacia el hombre nuevo, el Robinson solar que se convierte en la conciencia de la isla, y al mismo tiempo en la conciencia que la isla tiene de sí, y por tanto en la isla misma. A tal grado desaparece la estructura que Viernes no representa ya al “otro”, sino a una especie de cómplice de la aventura inductiva, y cuando llega el barco salvador, veintiocho años después del arribo de Robinson a Speranza, éste no querrá partir. Esta oposición de la luz con la oscuridad se confunde con otros mitos en Los meteoros (1975), un viaje alucinante a las capas abismales de la marginación y el

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Gilles Deleuze, Logique du Sens.

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misterio. Tournier dice que el motor de Los Meteoros no es sino el gran debate entre la derecha conservadora y la izquierda libertaria, representadas por Paul y Jean, los gemelos protagonistas. Por otra parte, “el tema profundo de Los meteoros es la coincidencia perdida y reencontrada de los dos tiempos, el tiempo cronológico y el tiempo meteorológico”. Aquí retoma el tema de Verne en La vuelta al mundo en ochenta días, donde Phileas Fogg, esclavo del tiempo cronológico, es guiado por Passepartout, conocedor del tiempo meteorológico. Los meteoros es una gran danza astral: tres planetas —tres seres sujetos al mito y al ritual— rodeados por satélites integrados a la normalidad. Jean y Paul son gemelos indiferenciables, a tal grado que se les identifica como Jean-Paul, un nombre doble que los confunde en un sólo individuo. Inmersos en el juego de Bep, alianza, conjura, incesto y rito —exorcismo, postura oval, comunión seminal— y en el lenguaje eólico que sólo ellos entienden, será Jean el primero en buscar la ausencia en un viaje de persecución del tiempo y del “alma desplegada” de la unidad gemela. Si Viernes es la elevación del hombre de lo terreno a lo aéreo, y Los meteoros una exploración de las capas oscuras de la psicología marginal, parecería que Tournier abandona la tropósfera atormentada para elevarse a las alturas meteorológicas en Medianoche de amor (1989). Este intuitivo aventurero de la soledad, el abandono y la crueldad, este filósofo de la condición humana recupera una mirada romántica a la pareja heterosexual. Yves y Nadege, herederos del mar, el viento y las mareas, no tienen ya qué decirse, y por tanto dan una gran fiesta de despedida a sus amigos antes de separarse. A través de una larga noche, los invitados, cual Scherezada múltiple, cuentan historias y con ellas crean “una mansión de palabras donde habitar juntos” para los anfitriones. El círculo se cierra; si el niño necesita de los mitos, de la ficción para iniciarse en la aventura de la vida, los adultos los requieren para mantener la posibilidad del amor reflejado en la inventiva literaria. La presencia del “otro”, la otredad, es una constante. El otro como una fuerza extraña y perturbadora, el otro como renovación, lo otro, lo cotidiano, “el encanto de lo imprevisto, la frescura de la primavera”, una salvación y una esperanza de vida. “Cada hombre necesita a sus semejantes para percibir el mundo exterior en su totalidad”. Aterrador, monstruoso o mágico, ese mundo exterior, ese otro “le da la escala de los objetos lejanos”. La presencia del otro como tropiezo o como horizonte. Jean lo busca como liberación, Paul lo rechaza como amenaza; Robinson se encuentra y se transforma en el espejo de Viernes. Así, el otro interviene para destruir o para liberar el camino a la trascendencia. Los “otros” —cuentistas— y lo “otro” —el mundo imaginario— le dan a Yves y Nadege la mansión de palabras donde su amor podrá conservarse. La magia de un escritor radica en decir lo mismo —hay cierto número de combinaciones posibles para urdir la trama de una historia—, lo que sabemos que existe, bajo una nueva luz. Podemos reconocer, releer la historia, iluminada por Tournier pero transformada en literatura contemporánea.

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Letanía de nuestro señor don Quijote* Rubén Darío

Rey de los hidalgos, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de ensueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión; que nadie ha podido vencer todavía, por la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón. Noble peregrino de los peregrinos, que santificaste todos los caminos con el paso augusto de tu heroicidad, contra las certezas, contra las conciencias y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad... ¡Caballero errante de los caballeros, varón de varones, príncipe de fieros, par entre los pares, maestro, salud! ¡Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes, entre los aplausos o entre los desdenes, y entre las coronas y los parabienes1 y las tonterías de la multitud!

*

De Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas, Madrid, 1905.

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¡Tú, para quien pocas fueron las victorias antiguas y para quien clásicas glorias serían apenas de ley y razón, soportas elogios, memorias, discursos, resistes certámenes, tarjetas, concursos, y, teniendo a Orfeo, tienes a orfeón!

De tantas tristezas, de dolores tantos de los superhombres de Nietzsche, de cantos áfonos, recetas que firma un doctor, de las epidemias, de horribles blasfemias de las Academias, ¡líbranos, Señor!

Escucha, divino Rolando del sueño, a un enamorado de tu Clavileño, y cuyo Pegaso relincha hacia ti; escucha los versos de estas letanías, hechas con las cosas de todos los días y con otras que en lo misterioso vi.

De rudos malsines, falsos paladines, y espíritus finos y blandos y ruines, del hampa que sacia su canallocracia con burlar la gloria, la vida, el honor, del puñal con gracia, ¡líbranos, Señor!

¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida, con el alma a tientas, con la fe perdida, llenos de congojas y faltos de sol, por advenedizas almas de manga ancha, que ridiculizan el ser de la Mancha, el ser generoso y el ser español! ¡Ruega por nosotros, que necesitamos las mágicas rosas, los sublimes ramos de laurel! Pro nobis ora, gran señor. ¡Tiembla la floresta de laurel del mundo, y antes que tu hermano vago, Segismundo, el pálido Hamlet te ofrece una flor! Ruega generoso, piadoso, orgulloso; ruega casto, puro, celeste, animoso; por nos intercede, suplica por nos, pues casi ya estamos sin savia, sin brote, sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote, sin piel y sin alas, sin Sancho y sin Dios.

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Noble peregrino de los peregrinos, que santificaste todos los caminos, con el paso augusto de tu heroicidad, contra las certezas, contra las conciencias y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad... ¡Ora por nosotros, señor de los tristes que de fuerza alientas y de ensueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión! ¡que nadie ha podido vencer todavía, por la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón!

Don Quijote, retrato. Billete emitido por el Banco de España. Fotografía: Eduardo Luzzatti Buyé / iStock by Getty images


intervenciones Mateo Pizarro

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El amor carece de verdad:

Cartas de Kelly de Wolf Wondratschek

Jorge Comensal

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Wolf Wondratschek en 1986. (FotografĂ­a: Moos / ullstein bild by Getty Images)


En 1959, George Steiner afirmó en “El milagro hueco”, un ensayo pleno de resentimiento y lirismo, que “lo que ha muerto es el idioma alemán”, debido a los efectos del nazismo en el lenguaje, y que en la literatura alemana “no arde la menor chispa de vida”. Veinte años después de este desplante juvenil, Steiner agregó una nota al pie en la que reconoce que “la dramaturgia y la ficción alemanas se han reanudado con una fuerza vital violenta”; sin embargo, ésta no ha llegado a percibirse en México. En nuestras librerías abundan los libros de Thomas Mann, Hermann Hesse, Stefan Zweig e incluso Hermann Broch, pertenecientes a la última generación nacida antes de la presunta “muerte” del alemán, pero el paisaje posterior está casi vacío; la oferta editorial apenas nos ofrece a los premios Nobel Günter Grass y Herta Müller (nacida en Rumania) y novelas taquilleras como El perfume de Patrick Süskind, El lector de Bernhard Schlink. Por lo demás, no sabemos mucho de lo que se ha escrito en Alemania en las últimas décadas. La filial mexicana de Editorial Herder acaba de inaugurar una colección titulada “Alemán insospechado” para llenar este vacío y divulgar la literatura alemana contemporánea. El primer libro de este proyecto es Cartas de Kelly de Wolf Wondratschek (Rudolstadt, Turingia, 1943), un autor desconocido en nuestro país, a pesar de que uno de sus muchos libros es una colección de “sonetos mexicanos”: Die Einsamkeit der Männer, Mexikanische Sonette (1983). Cartas de Kelly es una novela epistolar basada en las cartas dirigidas a Kelly por el protagonista, un escritor que viaja a Nueva York y termina en un manicomio. Las cartas de Kelly, su “amada”, están representadas en el libro por una serie estupenda de ilustraciones realizadas por la pintora Lilo Rinkens. Estas cartas nos confrontan con una caligrafía temperamental que, a pesar de ser ilegible, resulta muy significativa y forma parte de la trama de la novela, por lo que podemos hablar no sólo de un libro ilustrado, sino de uno interdisciplinario. Si nos atenemos a la reseña de Patrick Süskind, publicada como epílogo en esta edición, Cartas de Kelly es

Cartas de Kelly Wolf Wondratschek. Traducción de Gonzalo Vélez, Editorial Herder, México, 2015.

una “novela de amor epistolar de grandísima ternura”, diagnóstico que sólo servirá para atraer lectores tiernos y ahuyentar a todos los demás (mordaces, nihilistas, despechados...). Decir que una novela es “de amor” equivale a decir que el hombre que acabas de conocer “está chistoso”. Se trata de un elogio demoledor: nadie querría acostarse con un hombre sólo porque “está chistoso”. Por eso Cartas de Kelly puede leerse también como un acercamiento al cinismo. Las cartas son, en apariencia, comentarios agudos de una experiencia entretenida: la llegada de un escritor a Nueva York, su ingreso y estancia vacacional en un manicomio, la salida triunfante, pero debajo se adivina el drama de una personalidad cínica que lucha por no perder la razón. La primera carta no deja dudas de que el protagonista es un cínico. Empieza por hablar con desencanto de Nueva York: ¿The city that never sleeps? ¡Tonterías! Por supuesto que dormir es algo que hacen todos. Es simplemente que aquí viven muchas, demasiadas personas, de modo

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que a la ciudad no le queda más opción: a una mitad le toca el turno diurno y a la otra el turno nocturno; de lo contrario, se aplastarían a pisotones hasta morir. [...] El amor es una cosa que carece de verdad. No la busquemos.

En su magnífica Crítica de la razón cínica (1981), el filósofo alemán Peter Sloterdijk describe el cinismo como una falsa conciencia ilustrada, supuestamente liberada de toda ideología colectiva. En el prefacio de la Crítica, Sloterdijk afirma que “el cinismo se manifiesta a través de verdades desnudas que, en el modo en que se presentan, contienen algo falso”. Las afirmaciones del personaje de Wondratschek son cínicas porque llevan el desencanto a un extremo que falsea la experiencia emotiva de los enamorados. El cinismo del protagonista es una máscara, una pose, que no logra persuadir ni siquiera a él mismo. Al final de su segunda carta, confiesa la posible razón de su actitud supuestamente cínica: “tengo miedo de la locura”. Sloterdijk afirma: “Psicológicamente, los cínicos de hoy en día pueden entenderse como melancólicos limítrofes que pueden controlar sus síntomas de depresión y seguir siendo más o menos capaces de trabajar.” Pero eso es justo lo que nuestro escritor ya no puede hacer: en vez de ocupar una casa que había rentado al sur de Roma para escribir un libro, se va a Nueva York y escribe estas cartas, en las que incluye un resumen de la historia (realmente espléndida) que no puede escribir, sobre las aventuras de un joven inmigrante árabe con un talento prodigioso para el diseño de modas. El protagonista de Cartas de Kelly huye de Europa porque ya no puede trabajar, porque el cinismo ya no es suficiente para aceitar los goznes de su vida. No nos queda duda de su depresión profunda cuando escribe, ya internado en el hospital: “Conocerse a uno mismo, no importa en qué rincón del planeta se esté, puede provocar un desencanto tal que a la larga se vuelve insoportable”. El mayor placer de esta novela es contemplar el resquebrajamiento del cinismo de su protagonista; es

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un perfil psicológico condensado. La lectura de Cartas de Kelly es satisfactoria, precisamente, por todo lo que no está escrito, por lo que está latente, sugerido. Con esta novela podemos jugar a ser psicoanalistas, y parte importante del juego reside en las cartas de Kelly, en esos garabatos ansiosos magistralmente trazados por Lilo Rinkens, cuyo contenido oculto no es tan importante como su forma: la letra suelta o apretada, a veces aguacero, a veces mar calmado. Vale la pena resaltar que Cartas de Kelly fue traducida para esta edición por el mexicano Gonzalo Vélez, por lo que el lector no se topará con los tradicionales “polvos”, “ostias” y “gilipollas” de las versiones españolas que dominan la oferta editorial. La traducción es limpia y bastante neutral, y no se nota su mexicanidad más que cuando el protagonista afirma que ya tiene a los médicos del hospital “hasta el copete”. Por lo demás, la novela tiene pasajes líricos frecuentes, y el traductor ha sabido conservar su espíritu poético. En esta novela, publicada en alemán en 1998, Europa es una presencia lejana. La acción transcurre entre Nueva York y Miami, y el protagonista habla de la “pretérita, derruida Europa”, a la que no parece interesado en volver. El viaje de la novela parece también una huida del continente cuyo malestar cultural Sloterdijk identifica con un cinismo totalizante. El protagonista lleva este malestar dentro de sí, y le augura a América el mismo destino: “¡Roma dejó atrás, desde hace mucho tiempo, la catástrofe que a nyc aún le aguarda”. ¿Cuál es la solución contra esta enfermedad del ánimo, esta falta de entusiasmo y convicciones? Cierto tipo de locura escribiente, una locura que inventa al otro para entregarse a él mediante signos que nadie más podría leer. Acaso esa locura salvífica, único remedio contra el cinismo de los tiempos, sea algo parecido al amor.


Tantas orillas del rĂ­o El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra Brenda RĂ­os

Fotograma de El abrazo de la serpiente

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El abrazo de la serpiente, Dirección de Ciro Guerra Colombia, 2015, 125 minutos

De todas las historias sobre el fin del mundo elegiré esta: un hombre blanco llega al Amazonas en busca del último hombre que sabe dónde está la última planta capaz de producir sueños y de curar los males. Antes, otro hombre blanco había estado ahí, cuarenta años atrás, para conocer a ese último hombre y hallar esa última planta para salvarse a sí mismo. Apocalipsis selvático, húmedo, inhóspito, aborigen. El fin del mundo no sucede en el comienzo: África, sino en una de las orillas de la tierra: el Amazonas. Pareciera que allí la vida sigue como hace miles de años. Pero la devastación y las distintas generaciones de explotadores del caucho o la madera más las guerras territoriales han causado daños irreparables. Es uno de los últimos reductos de agua dulce del planeta. Ante la inevitable devastación —ya progresiva— la selva del Amazonas estará cada vez más en el ojo de los cuidadores del mundo (y de los grandes inversionistas también). El pulmón atravesado. La película toma como origen los diarios de dos científicos. Un etnólogo alemán, Theodor Koch-Grünberg, y el biólogo norteamericano Richard Evans Schultes; dos estudiosos y un chamán, el sobreviviente de su especie: Karamakate. Él sabe lo que se debe hacer, respetar la naturaleza para que otorgue sus frutos. El blanco es el mundo otro: el ambicioso, y también el que busca el conocimiento. El ayudante del etnólogo alemán dice a Karamakate: “tenemos que enseñar a los blancos; si ellos no aprenden, nuestro mundo se perderá”. Da por hecho que comprendería qué mundo

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era y por qué era importante saberlo: si no saben los blancos el mundo de la naturaleza, llegarían más y más en hordas, a devastar. Ellos eran los únicos que podrían hacerlos comprender. Una película que aborda el tema indigenista podría parecer anacrónica porque damos por hecho que son temas superados: la identidad, la otredad, el mestizaje, la blanquitud, el mundo viejo-nuevo, dualidad que fascinaba tanto a Alejo Carpentier, entre muchos otros. El dedo sobre el cuchillo: no, el tema no está superado. O el trauma mejor dicho. Sin vencedores ni vencidos, sin discursos políticos o ambientalistas, el director Ciro Guerra hace un documental de una belleza tal que la cámara muestra, no juzga; no califica, el espectador presencia algo de un mundo pasado aun cuando ocurra en nuestro tiempo. La primera parte (la que corresponde al etnólogo, en 1909) está filmada en blanco y negro, la segunda (la que corresponde al biólogo, en 1939-40), en color: tonos oscuros, acres. Ambos deseaban encontrar la planta, la yakruna, para poder soñar. La visión no es exótica, ni es tampoco el encuentro de dos mundos que —ingenuamente— pudiéramos creer que se ayudan entre sí, nada de eso. No existe una lectura fácil entre dos personas que se encuentran en medio de la nada. Karamakate insiste al biólogo que tire sus pertenencias de la canoa. Ahí, en mitad de la nada, a mitad de un río, necesitaban tirar las maletas para avanzar más rápido. Las pertenencias estorban, se burla el chamán. Imagen que hace recordar una escena de Roy Anderson en Canciones desde el segundo piso:


las personas abandonan la ciudad, los autos parados, la gente llega al aeropuerto con todas sus pertenencias en carritos. No pueden caminar. Los más listos comprenden que para alcanzar el mostrador y comprar el boleto de un vuelo deben tirar las maletas. Guimarães Rosa escribe un relato en los años sesenta: “La tercera orilla del río”. En él, un hombre manda a hacer una canoa y no se sabe el motivo, deja a su familia y se embarca al río. Se le ve perdido a mitad del agua; nadie sabe nada. El hijo le deja comida a escondidas de su madre. Cuando el padre muere, él toma su lugar. Sólo estar ahí, en el río, navegando en esa balsa hecha a medida. El artesano que la hizo había muerto y era el único que quizá supiese por qué su padre había hecho eso. Rosa le llamó a eso la tercera orilla del río. Como si fuera un misterio o algo que se da por hecho. En El abrazo de la serpiente, pregunta Karamakate al biólogo: ¿cuántos lados tiene un río? Él dice: dos, por supuesto. El otro contesta: no, el río tiene muchos lados. Muchas salidas. El mundo es ancho y tú sólo eliges ver este pedazo de realidad. No saber ver y no saber escuchar. En eso —insiste él, el último hombre de ese mundo antiguo que se perderá para siempre— consiste la sabiduría. Saber ver y saber escuchar. Escuchar las piedras, el agua, la naturaleza. Y la naturaleza dejó de hablarle, dijo. Él ya no sabía comprender. La historia se concentra en el encuentro de estos seres y lo que ellos son, no lo que simbolizan por su lugar de origen. Están ahí, pese al mundo lejano y real. El Amazonas se come todo pero regresa vida a cambio. Si abusan de él, contraataca. El mundo moderno está solo. Y sujeto a las pertenencias. Karamakate es un purista: pide respetar el tiempo de caza, el tiempo de pesca,

pedir permiso a los árboles y agradecer a las plantas por existir. Esto podría parecer tan ingenuo que si no fuera por su calidad de embajador del mundo viejo, el último, el único, daríamos vuelta a su página por considerarla pensamiento mágico. El etnólogo, el alemán, había prometido llevarlo con los sobrevivientes de su pueblo, los que Karamakate creía muertos. A cambio de la yakruna. Necesitaba salvar su vida y la medicina era su última esperanza. Poco antes de llegar con su pueblo, se engalana, se fabrica penachos y pectorales de plumas. Es un rey de un tiempo que ya no existe. Un rey que camina con orgullo. Al llegar al lugar observa las chozas y escucha risas. Se acerca. Los descendientes de su pueblo consumen la bebida sagrada con fines de esparcimiento. Karamakate enfurece pues sabe que los dioses también estarían furiosos. Guerra logra una visión de un tipo particular de crisis. No es el hombre ante el pasado humillado por el blanco; no es el hombre que no aprende de un destino impuesto, lengua, prejuicio, hábitos; la crisis va en el sentido espiritual: vivir como cascarón, sin nada adentro, sin misión alguna. Karamakate comprende, como héroe que es, al final del viaje, que era al blanco al que debía enseñar. Su pueblo dejó de existir y su orgullo cedió ante la revelación: lo que seguiría ya no le tocaba a él. No era un regalo lo que él daba. Era él mismo encontrando la salvación. Decía del ritual para ser hombre: entrar a la selva, dejar todas las pertenencias, y salir de ahí, vivo. Muchos no regresaban, decía, pero quienes sí, salían convertidos en hombres. Él hizo del biólogo un hombre de su tribu. Ese fue su regalo.

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Cartografía de la memoria: Los misterios de la pasión. Cuadernos de espiral azul de Esteban Ascencio Obed Pérez Saucedo

“Con el tiempo te das cuenta que el pensamiento y el recuerdo, por más nuestros, gozan de autonomía. ¿Entiendes cómo es esto?, porque yo no”. Sostiene una de las voces dentro de las páginas de Los misterios de la pasión. Cuaderno de espiral azul. Y en esta frase resume el camino del lector para transitar entre sus páginas. La narrativa de Esteban Ascencio continúa con la tradición de la novela polifónica con una estructura laberíntica e incluso por instantes nebulosa; ello en el afán por una elaborada construcción de la vida interior de los personajes; dicha vida sucede como acontece la nuestra, siempre en búsqueda de una nitidez que nos permita anclarnos en el presente. Es el tiempo el que nos exige e impide a la vez que esto sea así, pues la memoria rompe la quietud como las olas irrumpen en la arena y ejemplifica la presencia de una de las leyes del universo: el movimiento. Los personajes de Cuaderno de espiral azul cuentan con movimiento propio, danzan con un ritmo similar al de los bailes en clamor por la lluvia. Sin embargo, los personajes de Ascencio claman en silencio para que la lluvia cese. En las páginas del libro da la impresión que el silencio es uno de los principales protagonistas, permitiendo que lo dicho tenga un eco de alto alcance. “En el fondo siempre vamos a ver cómo se corrompe nuestra infancia, estemos en un sitio o en otro”, decía Roberto Bolaño; la niñez

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Retrato de Esteban Ascencio

es el tono musical en que la novela escribe su propia música, vertiginosa como una pieza de Paganini. Es, además, una novela cuyos pies no son el argumento, sino las pequeñas historias vividas por Malena, Figlio, Sofía, Absalón, Andrea, R. o Padua. Y más que un Cuaderno de espiral azul, Ascencio abre las puertas de una ficción para construir en cada secuencia una imagen que en ocasiones entabla un diálogo; ejemplo de ello son los pies de Andrea contemplados por Absalón. El encuentro entre estos personajes es una metáfora de uno de los aforismos que el texto constantemente ofrece: “Todos los sentidos trabajan para una misma causa”. Y se constata en el tibio tacto de los amantes fallidos que se reconocen en la cordialidad, en los girasoles de Van Gogh acompañados por la música de Juan Carlos Onetti, en la belleza de Andrea que se refleja en la mirada de Absalón. La novela, al igual que nuestra realidad contemporánea, está llena de vínculos que van desde Thomas Mann, Balzac y Proust hasta el poeta chileno Gonzalo Rojas, a quien el autor conoce a profundidad. El lenguaje no se deslinda de la poesía, la abraza, añadiendo un mayor grado de complejidad. Los misterios de la pasión no cuentan con una ruta, son una cartografía en la que los lectores trazan el destino que quieren seguir, no en vano el metro y el ferrocarril aparecen como símbolos del transcurrir del tiempo en los personajes. Un tiempo que por momentos parece andar libre por los caminos de la infancia, pero que evoluciona a un caótico sistema de transporte en el que dar un paso parece imposible. Una obra en la que no existen protagonistas, sino participantes de una sola vivencia colectiva, en donde

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Los misterios de la pasión. Cuaderno de espiral azul Esteban Ascencio México, Laberinto Ediciones, 2015

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Retrato de Efraín Huerta. Fotografía: Rogelio Cuéllar

el autor va en busca de la imagen dotada por una estética llena de musicalidad y color que nos remite a aspectos clásicos y actuales de nuestra cultura. Dicha ausencia de protagonismo enriquece a la narrativa y en un primer instante sorprende al lector, quien luego de unas cuantas páginas se apropia del ritmo de la palabra; también, se crea el efecto de estar ante personajes que cuentan con un doble, aunque al final del texto uno se descubre ante la doble apariencia de la condición humana: la animal y la divina. Con esta novela, Esteban Ascencio continúa un proyecto narrativo establecido ya desde Los cántaros de la noche; edificando una obra con una peculiar arquitectura que apuesta por un erotismo delicado y transparente, acompañado por la locura y el crimen: dos de los más bellos girasoles en el jardín de la literatura.


Cuerpos, rostros y miradas: el arte fotográfico de Rogelio Cuéllar Gabriel Trujillo Muñoz

En la historia de la fotografía la constante universal es que ésta es omnívora: captura todo lo visible e invisible del entorno que es suyo, de los tiempos que mira. Dentro de su amplia temática, sin embargo, el retrato de personajes insignes ha sido una fuente de obras artísticas que, en muchas ocasiones, ha mostrado su maestría para sacar de políticos, estrellas del espectáculo y deportistas sus mejores facetas para consumo de la sociedad de la información como de los interesados por la moda. Una arista que ha ido consolidándose en las últimas décadas es el retrato de artistas en su espacio de creación: pintores en sus estudios, escritores con su pluma en mano, cineastas con su cámara al hombro. En México, desde del siglo xx hasta la fecha, esta tendencia de la fotografía nacional ha ido tomando preeminencia gracias a la aparición de la prensa ilustrada en general y del surgimiento de los suplementos culturales en particular. A pesar de todo ello —o precisamente por eso— la fotografía de artistas ha sido más parte de una labor noticiosa antes que un acercamiento a profundidad. Pero el fotografiar a los creadores mexicanos no como parte de una pasarela mediática de los famosos, sino como una tarea sistematizada, desde las entrañas de la

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creación misma, que requiere esfuerzo y empeño, voluntad y talento por igual, que pretende conformar una investigación creativa de la vida cotidiana de pintores, músicos o escritores, para nombrar sólo algunas de las disciplinas artísticas a retratar, es cosa poco usual en nuestro medio fotográfico. Por eso mismo Rogelio Cuéllar (Ciudad de México, 1950) es un parteaguas en esta labor de hacer de los artistas nacionales el centro perdurable de su atención, de mantener una indagación sobre cada uno de ellos y del entorno que los enmarca y define, que les da expresión e identidad. Cuerpos, rostros y miradas que, en conjunto, responden a una elección de vida, a una vitalidad que salta del creador a sus obras, de sus ojos a las palabras que eligen, a los colores que imaginan; de sus manos a los libros que escriben, a las pinturas que colorean el mundo. Desde sus primeras fotografías a un adusto Juan Rulfo, en el Centro Mexicano de Escritores en 1969, hasta las más recientes imágenes a pintores jóvenes, a poetas emergentes, Cuéllar ha llevado a cabo un inventario de nuestros creadores como representantes de nuestras luces y sombras, de nuestros usos y costumbres, desde la perspectiva de un fotógrafo capaz de ir a fondo, de meterse en la piel y en la imaginación de sus retratados. En la obra de Rogelio destaca la sabiduría del instante preciso, la mirada que privilegia lo íntimo sobre lo público, el interés genuino por presentarnos un ser humano antes que un monumento oficial. No hay en sus fotografías el deseo de crear un pedestal visual de estos artistas mexicanos cuando su camino pasa por la calidez, la ternura, la empatía. Basta ver la mirada festiva de Juan José Arreola o el gesto de fastidio de Ricardo Garibay para saber que estamos ante criaturas prodigiosas pero que comparten con nosotros sus gozos y dolencias, sus dudas y certezas gracias a la virtud de Cuéllar de entregarnos a estos creadores de cuerpo entero, sin ocultamientos, sin disfraces. Tal cual son. Y esta suma de experiencias en carne viva, en espíritu completo, está presente en libros suyos como Cuatro décadas del rostro de la plástica 19722011 (uam-Iztapalapa-Conaculta-Fundación cultural Macay A.C., 2012) y El rostro de las letras (Conaculta-La Cabra ediciones, 2014), donde Rogelio Cuéllar expone una galería de personajes que, como dice el crítico Andrés de Luna, demuestran que Rogelio es “un maestro del retrato” y que su obra, “este repertorio de imágenes, hallazgos visuales de primer orden, permiten la certeza de una maestría sin igual” y ayudan a entender, desde lo fugaz y pasajero, la imbricación entre la tarea de crear y la amplitud del mundo que inspira a estos creadores: libros a leer, la naturaleza que los rodea en su austeridad o exuberancia, la casa que los abriga, los objetos que dialogan con ellos como parte de su actividad creativa.

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Cada fotografía de Cuéllar en estos libros nos ofrece la posibilidad de comprender, a plenitud, lo que estos pintores y escritores hacen y deshacen, lo que estos artistas han decidido es su destino. Todo cabe aquí más allá de telas y pinceles, de bibliotecas y máquinas de escribir. Ya sea que veamos a estos autores en su orden impecable o en su caos implacable, las imágenes de Rogelio nos proporcionan una ventana para contemplar al artista en sus gustos y manías, en sus espacios de relajación o convivencia. No es su fotografía un tribunal psicológico sino un acuerdo mutuo entre retratista y retratado. Diálogo afable. Conversación intensa, sin medias tintas, que llega hasta nosotros, sus espectadores, sin filtros de por medio. En ambas publicaciones estamos ante una colección fotográfica que hace del gremio artístico el centro de nuestro júbilo, el foco de nuestra identidad nacional, donde la realidad de cada uno de estos creadores brilla con luz propia, esplende en sus humores y guiños de complicidad. Esa luz que firma como un artista de la lente, Rogelio Cuéllar, nuestro testigo de honor.

El rostro de las letras Rogelio Cuéllar México, Conaculta / La Cabra ediciones, 2014, 176 pp.

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colaboran Antonio Bravo. Compositor y pianista. Ha ejercido el periodismo cultural en diversos foros impresos y electrónicos, destacándose su labor como especialista en música en Radio Educación, emisora en la cual escribe y conduce el programa Grabe quien grabe, además de comentar los conciertos de las orquestas de cámara de Bellas Artes y Sinfónica Nacional. Fabiola Camacho (Ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011 - 2012 y 2012 - 2013. Es maestra en estudios latinoamericanos por la unam y actualmente cursa el doctorado en sociología en la uam-a. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Jorge Comensal (Ciudad de México, 1985). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa José Francisco Conde Ortega (Atlixco, Puebla, 1951). Es poeta, crítico y ensayista. Estudió letras en la unam y es profesor e investigador de la uam-Azcapotzalco. Es autor, entre otros libros, de Vocación de silencio (1985), La sed del marinero que regresa (1988), Los lobos viven del viento (1992), Que nada cambiará bajo tu piel (2003) y Cuaderno de febrero (2006). Su libro más reciente es Espina del tiempo. Ruben Darío (Nicaragua, 1867- 1916). Poeta y periodista. Máximo representante del modernismo latinoamericano. Entre sus obras pueden contarse Azul (1887), Prosas porfanas y otros poemas (1896), Los raros (1905), y Cantos de vida y esperanza (1905). Lucía Leonor Enríquez (Ciudad de México, 1981). Directora, dramaturga, actriz y traductora. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. En 2009 publicó Nadie se va a reír. Miguel Ángel Flores Vilchis (Ciudad de México, 1983). Es licenciado en comunicación social por la unidad Xochimilco de la Universidad Autónoma Metropolitana. Colaborador de Radio Chapultepec, Fuerza Informativa Azteca, uam Radio, el Semanario de la uam y Casa del tiempo. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura.

Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa 1939). Poeta y ensayista. Doctor en filosofía en la por la unam. Miembro de número del Colegio de Sinaloa, de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Asociación Filosófica de México. Recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes 2009, el Premio Juan Pablos 2009 y el Premio Mazatlan de Literatura 2013. Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en literatura inglesa por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida, La novela comienza y Los perros del hombre. Su libro más reciente es Estación Faulkner. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Vladimiro Rivas Iturralde (Latacunga, Ecuador, 1944). Maestro en letras iberoamericanas (unam), ha publicado cuentos, ensayos, novelas y poesía. En 2000 obtuvo el Premio a la Docencia de la uam. Es colaborador de la revista Pro ópera y crítico de ópera en Milenio diario, además de profesor-investigador en el Departamento de Humanidades de la uam-Azcapotzalco. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Gabriel Trujillo (Mexicali, Baja California, 1958). Poeta, narrador y ensayista. Profesor y editor universitario. Cuenta con más de 30 libros publicados. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 2011. Su libro más reciente es Círculo de fuego. Cecilia Urbina. Nació en la Ciudad de México. Estudió arte, traducción y literatura. Es profesora de literatura y talleres de creación, así como Coordinadora del Departamento de Letras de Casa Lamm. Ana María Vargas Vázquez (Guadalajara, Jalisco, 1982). Estudió letras hispánicas y música (con énfasis en violoncello) en la Universidad de Guadalajara. Ha publicado su obra en el periódico tapatío El Informador, y en las revistas La raíz de la voz, Finisterre, Espejo Humeante, Ventana Interior, Periódico de Poesía, entre otras.

Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Charlas con José Ramón Ripoll Mariana Bernárdez



Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 27 • abril 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Diálogo entre siglos

casadeltiempo • número 27 • abril 2016

Miguel de Cervantes • William Shakespeare

Celebración de Rubén Darío Michel Tournier: el mito y la palabra Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015

“C h (B arl Sup us as le ca c m el on en có Jo to di sé go R ele Q am ct R r pa ón ón ra Ri ico de po T sc ll” iem ar , d ga e po gr M en at ar ui ia la ta na ca en B sa pá ern : gi á na rd 80 ez )

Entrevista con Fernando del Río


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