Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 28 • mayo 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Examen a la Academia • El modelo educativo en México •
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• La cabeza-cámara de Joel-Peter Witkin • • Un relato de Leonardo Teja •
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Enrique González Rojo Arthur
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Editorial
En el número de mayo, y apuntalados con el discurso de recepción del doctorado Honoris Causa por la uam del filósofo Enrique González Rojo Arthur, Casa del tiempo contribuye al sano ejercicio de la autocrítica en las instituciones públicas de educación superior con entrevistas, ensayos y crónicas personales de quienes han cursado estudios de licenciatura y posgrado en varias universidades del país. En estas páginas hallaremos, por tanto, la reflexión puntual —y a veces acalorada— sobre las ventajas, los aciertos y las oportunidades que ofrece la formación universitaria, pero también encontraremos la denuncia clara de los vicios, los errores y las amenazas que se ciernen sobre la educación en el México de hoy. Asimismo, continuamos con el homenaje al arquitecto Félix Candela, revisamos su formación y su oficio bajo la pluma del también arquitecto Antonio Toca Fernández. Animados por su primera exposición en el país, analizamos las obras representativas del polémico fotógrafo estadounidense Joel-Peter Witkin. Y para seguir con la conmemoración de los cuatrocientos años de la muerte de William Shakespeare, presentamos sendos artículos que nos hablan sobre la vida y la obra del llamado Cisne de Avon. Además, junto a estas propuestas, ofrecemos a nuestros lectores reseñas críticas que quieren ser un puente entre el lector y la obra de autores de nuestra universidad y del mundo editorial contemporáneo. Casa del tiempo comparte su regocijo y felicita calurosamente a su editor, Alejandro Arteaga, por haber obtenido el Premio Latinoamericano de Primera Novela “Sergio Galindo” junto a Alfonso Nava, colaborador y amigo de estas páginas, por el libro Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, escrita en coautoría. Esta fue la primera ocasión en que se entregó este premio a una obra escrita a cuatro manos.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxv, época v, vol. iii, núm 28 • mayo 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Portada A Belgian School, Ferdinand De Braekeleer 1853. (Imagen: The Museums, Galleries and Archives of Wolverhampton / Getty Images) Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXV, época V, vol. III, número 28, mayo 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de abril de 2016. Tamaño de archivo: 8 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Lunes, 3 Leonardo Teja
profanos y grafiteros El modelo educativo en México, 7 Enrique González Rojo Arthur La academia ha dejado de incidir en la realidad. Conversación con René Avilés Fabila y Teodoro Villegas, 10 Miguel Ángel Flores Vilchis Vocación académica, 15 Brenda Ríos La vida como alumno y profesor. (Una crónica personal), 18 Lobsang Castañeda El placer del fracaso. Ficción y academia literaria, 22 Héctor Fernando Vizcarra El yerberito moderno. Poesía y academia, 25 Pablo Molinet
ménades y meninas Domar la imagen. Arte, academia y vida propia, 28 Héctor Antonio Sánchez Félix Candela: un reconocimiento, 33 Antonio Toca Fernández Visiones de lo paracotidiano. La cabeza cámara de Joel-Peter Witkin, 36 Verónica Bujeiro
antes y después del Hubble Hamlet o todo pasado fue mejor, 40 Gerardo Piña ¿Christopher? No, William, o cómo dudar de la paternidad, 44 Mario Conde La realidad necesita de la ficción y de un plato de pancita, 47 Jesús Vicente García Memento mori, 51 Ramón Castillo Carmela, 54 Dalí Corona Breves cartas de Ítaca, 56 Ibán de León Dos poemas, 59 Francisco Trejo
armario Tres fábulas morales, 61 Félix María Samaniego
intervenciones, 64 Mateo Pizarro
francotiradores Bauhaus: Mito y realidad, de Antonio Toca Fernández, 65 Manuel Rodríguez Viqueira Mujeres y libros, de Stefan Bollmann, 69 Moisés Elías Fuentes Crecer entre ruinas, de Mariana Bernárdez, 73 Gerardo Ochoa Sandy Entre el hermetismo y la alquimia: Poe, el trauma de una era, de Óscar Xavier Altamirano, 77 César Tejeda
colaboran, 80 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Anecdotario floral de Rubén Bonifaz Nuño Ernesto Lumbreras
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Lunes Leonardo Teja
El incendio de esta mañana comenzó en el baño, detrás del lavabo. Me sequé y me vestí como pude: tenía que irme en ese instante, ganarle unos minutos al tráfico matutino para que los retardos no terminaran de comerse mi quincena, y para no dejar el auto a merced de la calle y sus habitantes por encontrar atiborrado el estacionamiento de profesores. Ambas cosas ocurrían cada lunes desde que Ana María me pidió el divorcio, cinco meses atrás, y se largó. Antes de salir de mi departamento envuelto en llamas, me fijé que la contestadora estuviera enchufada. Ana María no es de esas personas que al escuchar el tono de mensaje cuelgan. En la escalera casi choco con don Anselmo, el conserje; me había acostumbrado a verlo subir a mi departamento, acorazado con su chamarra aislante, cargando un extintor en la mano derecha y un hacha en el cinturón. —Cuando termine puede desayunar; si gusta, hay comida en el refrigerador, y por lo que más quiera, esta vez trate de no desenchufarme la contestadora… —le dije antes de que nos diéramos la espalda. Don Anselmo no me respondió, sólo vi cómo alcanzó a dirigir el extintor con una precisión gatillera dos segundos antes de que el humo del departamento se lo tragara por completo. Durante el fin de semana sólo había dedicado mi tiempo a escuchar la radio, sin mucho interés; fumaba a veces, y ocasionalmente visitaba el retrete o el refrigerador, nada que justificara los largos bostezos durante el camino a la escuela esta mañana. Fueron las noches; las anteriores no pude pegar los ojos, como se dice en las charlas sobre el insomnio. Además del tema de la infertilidad de Ana María, cuando lograba cerrarlos, la imagen del tratamiento dental del sujeto
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que me trajo el tercer aviso del banco me daba vueltas: unos fierros trenzados a la dentadura sin ningún método aparente, en verdad que no les vi alguna utilidad que no fuera la de aparador del bolo alimenticio. Entonces abría los ojos en lo oscuro, con la cara aplastada contra la invasora suavidad de la almohada, con la otra mitad de la cama sin deshacer, y con el display de la contestadora parpadeando en ceros. En el trayecto a la escuela, entre bostezo y bostezo, mientras contribuía al embotellamiento de esta mañana, pensé en la elástica vocación de los recuerdos; de qué manera acomodan su mudanza en los cartuchos de la memoria para esperar, horas o años, y dispararse en cualquier momento, las noches incluidas; se me ocurre, por ejemplo, que un simple roce del pulgar en el contorno queloide de una cicatriz dispare el recuerdo del beso materno, y no aquél otro de la noche en la que se recargó la mano sobre las cenizas vivas en la boca del cenicero. No. El recuerdo es el machucón con la puerta de la entrada, o la caída desde un columpio en movimiento, y cómo un sólo beso materno cerraba raspones o enderezaba falanges, en un instante. Así dispara la memoria, con la mirilla incoherente. Hechos que, quizá, ocupan más palabras que los segundos en un semáforo. Ana María no me prestaba mucha atención cuando le hablaba de esas cosas, yo lo sé; ella tenía parábolas propias para explicarse el mundo: cuando a regañadientes
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acepté dar clases de Ciencias Naturales en la primaria, sólo porque el sueldo que me ofrecían era mayor al que recibía del Instituto de Investigación Marina; ella agregó el argumento de la futura hipoteca, el de los posibles mellizos que vendrían, que frente a mí estaba una oportunidad de oro. Decía que los niños eran la tierra más fértil, que en sus cabezas podían sembrarse las semillas de un bosque sano, al que no sería necesario prenderle fuego con castigos cuando fueran adultos. De haberlo sabido: tras dos años de intentarlo, ahora me imagino, las únicas familias a las que pudimos ayudar a crecer fueron las de aquellos dueños de las patentes de pruebas de embarazo. Pero al menos el esfuerzo de esta mañana valió la pena. La hora que se imprimió en mi tarjeta de entrada estaba en el límite de lo estipulado en mi contrato, y pude estacionarme en un pequeño lugar junto a la caseta de vigilancia. Mis alumnos ya me esperaban, bien peinados, sentados de dos en dos, con su tierrita fértil. La clase era sencilla; pronto iba a terminar el ciclo escolar, ya habíamos visto en el programa unas jirafas de Lamarck, las jaulas de Linneo, Darwin, y algunos cromosomas: nada profundo, las semillas necesarias apenas, después de todo sólo eran niños de primaria, de cuarto de primaria; quizá con el tiempo alguno de ellos llegaría a ser un investigador en algún instituto importante, con una cantidad enorme de mensajes en sus múltiples y futuras contestadoras.
—Profesor… —Sí, Alán, dime. —Édgar no está poniendo atención al fenotipo de los chícharos. No hace otra cosa que dibujar hormigas en la banca. Al escuchar su nombre, Édgar apenas desvía su atención sin abandonar el vandalismo infantil. —Profesor… ¿Sí, Alán? —Es que Édgar sigue y sigue. Ya llenó la banca con hormigas; unas montan motocicletas hacia un barranco diminuto, pero mortal; otras lían fogatas sin ningún respeto por las reglas más básicas de seguridad, sólo para que las que traen el extintor las apaguen antes de que todo se incendie. Esta de aquí, mírela, le grita majaderías a Darío. ¿Verdad? ¿Verdad que sí, Darío? El agraviado asiente moviendo la raya en medio de su peinado… —Profesor… … —Profesor… —Basta ya; Édgar deja de rayar la banca. Voy a hacerte un citatorio para que tus padres vengan el fin de semana a despintarla ¿eso quieres?, Alán, no quiero más quejas. —Profesor… —Esteban, que no sea otra queja sobre hormigas, por favor. —No, profesor; es sobre ese señor Darwin de la otra semana. No le creo nadita. Los changos siguen teniendo changuitos, antes y después de 1859; a mí me hizo dios, y pienso que a usted y a mis compañeros, y a todos los miembros de club colombófilo de Londres también, aunque usted lo niegue. Mi mamá dice que usted es un fariseo, y todo el diezmo que se ahorra no le servirá para sobornar ni al más corrupto y miserable de los verdugos del infierno…
En ese momento, las palabras del niño son aprobadas por los demás; susurran en parejas, algunos señalan en la dirección del profesor y de su portafolio achicharrado. Al principio lo hacen de manera tímida, después a los gritos. En la banca del niño dibujante no cabe una hormiga más. Aquéllas que tienen la responsabilidad de apagar las fogatas no pueden encontrar sus extintores, otras hormigas los movieron de lugar como parte de un performance de magia. El fuego crece con timidez hasta el punto en que, de la banca, salta a las cortinas del salón y se extiende a los rincones. Algunos niños lo alimentan arrojando sus corbatitas, y otros, sus asientos hechos pedazos. El profesor llama tres veces a un tal don Anselmo, espera un poco, y no ocurre nada. Decide irse a su departamento. Antes de salir tiene un reflejo para rescatar su portafolio, pero ya es tarde. Sale esquivando la danza que tres niñas hacen en torno al fuego para violentarlo, pisa los anteojos de otro que ya no los necesita más, pues se ha arrojado en sacrificio a las llamas. Cierra la puerta y la atranca. Una vez en su auto, la sirena del camión de bomberos que dobla la esquina lo hace pisar el acelerador con más peso mientras se despide del vigilante de la escuela. En su departamento lo recibe la lenta continuidad del humo. Dos mensajes parpadean en la contestadora. El primero es del banco, le informa que el de esta mañana fue el último incendio que cubrirá la póliza. El otro es de Ana María, está embarazada de “alguien increíble”, el resultado de hace tres días en la prueba de farmacia se confirmó hoy durante el examen de sangre; dice que le perdona el tiempo que le hizo perder, pero que no vuelva a buscarla. Mientras tanto, de un boquete en la pared del baño, sale visiblemente fastidiado un bombero con paso de conserje, o viceversa, éste se dirige a la salida. Un humo estéril lo escolta hasta la boca de la escalera.
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Fresco de Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública en México. (Imagen: Photo12 / UIG by Getty Images)
El modelo educativo en México1 Enrique González Rojo Arthur
Este viejo maestro casi nonagenario, al que la uam ha distinguido con el doctorado Honoris Causa —del que se siente muy orgulloso—, no sólo ha sido un apasionado de por vida de la creación literaria —especialmente de la poesía— y del quehacer filosófico, sino también del magisterio, vocación que, iniciada por mi bisabuelo, se continuó —estafeta de letras amorosas— con mi abuelo y mi padre. Yo la ejercí durante muchos años, en compañía de un entusiasmo nunca decreciente, y eso me ha dado la oportunidad de reflexionar sobre la necesidad de una verdadera y profunda reforma educativa en México, acorde con las necesidades, no de la oligarquía que nos rige, sino del pueblo mexicano en esta fase de su historia.1 Para acercarnos a esta concepción, coincidente con un ideal digno de una búsqueda empeñosa, hay que dar respuesta a cada una de las siguientes preguntas sobre la naturaleza, los integrantes y el contenido de una educación pensada para servir tanto al estudiante como a la comunidad. En la práctica educativa, ¿qué es lo que se va a enseñar? ¿Quién habrá de jugar el papel de orientador especial en el proceso de enseñanza - aprendizaje? ¿Cómo va a llevarse a cabo dicha actividad? ¿Cuál es el destinatario fundamental de la función docente? Una respuesta primera, elemental, a tales interrogantes, y que exige precisiones ulteriores, es esta: el qué alude al plan de estudios; el quién, al maestro; el cómo, a la práctica escolar; el cuál, al educando. El plan de estudios, que despliega los lineamientos principales de la naturaleza de la instrucción por recibir, ha de ser diseñado no sólo con el propósito de que el estudiante obtenga la información indispensable para el dominio de su especialidad, sino para que se conforme como ciudadano libre, crítico, comprometido con los valores éticos y sociales de mayor trascendencia comunitaria. Discurso pronunciado el 30 de marzo de 2016 al recibir el doctorado Honoris Causa en la Rectoría General de la Universidad Autónoma Metropolitana.
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El quién del modelo educativo que entreveo, junto con otro muchos filósofos de la educación, no es el profesor tradicional (el magister dixit por antonomasia) o el supuesto poseedor del saber y la verdad indiscutibles, sino tan sólo el promotor o facilitador mayéutico del aprendizaje teórico-práctico de sus alumnos. Esta concepción del maestro —como mero impulsor de la enseñanza, y no como el sabio dispuesto a compartir en parte sus conocimientos— conlleva una metamorfosis esencial en la actitud y la autognosis del docente. Esta verdadera transmutación de la conducta del profesor, en ocasiones de difícil asunción dado su tradicional papel de “impartidor de la enseñanza”, implica dejar de considerar a sus colegiales como “mis alumnos” o “mis seguidores”, sino como los individuos independientes a quienes hay que ayudar a que piensen con su propia cabeza, aunque el resultado de ello los contraponga a la opiniones del pedagogo. Al aludir al cómo —la manera particular en que han de realizarse la enseñanza y el estudio— conviene aclarar primeramente cómo no hacerlo. Se precisa abandonar la práctica del catedrático como expositor permanente y único del tema tratado, o sea, como el factor activo por excelencia frente a la pasividad del joven o la joven que se limitan a escuchar y quizás tomar notas a vuelapluma. Hay que hacer a un lado la vieja dicotomía que encarna en la supuesta sabiduría plena del mentor, por un lado, frente a la ignorancia supina del educando por otro, ya que, a decir verdad, ni el preceptor lo sabe ni todo el alumno es una tabula rasa o un vacío total de experiencias, conocimientos e intuiciones. Los estudiantes deben exponer, elaborar trabajos, ya sea individualmente o en equipos, y no atenerse únicamente a los planteamientos del profesor, sino en hacer uso racional de la computación y los libros. La actitud del maestro, en estas condiciones, es propiciar el “aprender a aprender” en sus discípulos. No ver en ellos, lo repetiré, el receptáculo pasivo de “conocimientos definitivos”, sino los aprendices del saber en quienes debe irse despertando al amor a la sabiduría, la autodisciplina y la práctica del aprendizaje motu propio.
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El destinatario principal de una actividad docente de nuevo tipo, es obviamente el educando. Pero no el individuo pasivo, negligente, desinteresado, que llega habitualmente a las aulas. No la muchacha o el muchacho que se preocupa más por la calificaciones, los créditos y los títulos que por comprender, tener una clara idea del mundo y el sistema en que vivimos y caer en cuenta que no tenemos únicamente un compromiso con nosotros mismos y con la especialidad que hemos escogido, sino con la sociedad que nos ha brindado el privilegio de estudiar. Este nuevo modelo de estudiante tiene que darse cuenta de que, al asistir a la universidad, no acude a recibir las enseñanzas de un instructor encaramado en el “sitial de la sapiencia”, sino que se incorpora al colegio para ejercer, con la ayuda de un maestro ad hoc (“sacerdote de la verdad”, como pedía Juan Teófilo Fichte, el autoaprendizaje. Así como el maestro tradicional habría de hacer un esfuerzo, difícil las más de las veces, para cambiar su actitud y fungir en las escuela más como promotor y excitador de conocimientos que como sabio que los imparte, el alumno debería igualmente transformar su comportamiento, lo cual tampoco es fácil, y asistir a clases, no para recibir pasivamente conocimientos que le caen desde el pináculo del saber, sino con el permanente propósito de ampliar por sí mismo sus conocimientos, con el auxilio, claro es, de un maestro que, prestándole una ayuda sustancial, le facilite la adquisición de la capacidad de valerse por sí en el proceso creativo. Cuando este viejo maestro esboza ante ustedes una concepción educativa fundada en la autonomía y la autogestión de la práctica docente, no ignora cuál es la situación actual de la educación en México, y se podría pensar que su planteamiento está desfasado y es inoportuno. ¿Tendrá sentido, en efecto, proponer una estrategia educativa tan profundamente democrática cuando estamos viendo cotidianamente la manera atrabiliaria y punitiva en que el Ejecutivo Federal y la sep, con la complicidad de la burocracia del snte, pretenden reformar la práctica docente, empezando por una “evaluación” de los maestros sospechosa y hasta militarizada?
Pero cuando las cosas van de mal en peor, no es el momento de callar, doblar la cerviz y cruzarse de brazos, sino la hora urgente de sembrar, difundir y defender una concepción democrática del quehacer magisterial. Sé que todo mundo conviene en que es necesaria una reforma de la educación, mas hay de reformas a reformas. La oficial nos quiere dar el gato de una “reforma educativa integral” por la liebre de un tendencioso camino puramente laboral. Siento que el tentador proyecto (para los empresarios) de apoderarse de la educación se halla rondando, sin decir su nombre, en las nefastas cavilaciones de la oficialidad. La clase política en el poder habla, en lo que parece una burla, de la “excelencia académica” que debe alcanzar la educación, y lo hace a pesar de la incultura e impresionante ignorancia que la caracteriza, con algunas excepciones, y se hace evidente en la eliminación, en los programas de estudio, de materias tan esenciales como la filosofía, la historia, la ética, las humanidades en general, etcétera. Sabemos que la parte del gasto público dedicado a la educación resulta raquítica en comparación de la de otros países atrasados. Ello se agrava con la disparidad de la función educativa —donde los ricos obtienen un tipo de enseñanza y los pobres, cuando la logran, una clase muy diferente de ella— lo cual incrementa la desesperante y dolorosa desigualdad que priva en nuestro país. La ostensible preferencia que manifiesta el gobierno por el área de las ciencias y la tecnología en detrimento de las humanidades no es una casualidad:
Fotografía: Alejandro Juárez
habla de intención de poner aquéllas al servicio del empresariado o de la burocracia estatal. No le interesa, sin embargo, la investigación profunda y actualizada en todas las ramas de la ciencia —como lo indica el insuficiente presupuesto canalizado a éstas— sino que pretende que la educación en su conjunto y en especial la universitaria se dedique a forjar la fuerza de trabajo indispensable en la composición técnica y orgánica del capital. Es, además, muy grave el empeño del gobierno de separar al educador —al normalista, por ejemplo— de su comunidad campesina o indígena y hasta perseguirlo y criminalizarlo. No puedo terminar mi alocución sin hacer hincapié en que esta Universidad, la mía, la de todos nosotros, en general ha cumplido de manera satisfactoria y entusiasta con los principios con que fue creada, lo cual, como miembro de ella, me hace sentirme muy orgulloso. No ignoro que puede haber errores en esta institución, pero me congratulo de que, a diferencia de otros colegios, nosotros poseemos un ombudsman que denuncia las deficiencias y ayuda a enderezar el barco. Por todo lo precedente, concluyo en que no cabe duda de que en México necesitamos una reforma de la educación, pero una reforma que advierta y haga suyos los grandes problemas nacionales, que no tenga reservas en denunciar las razones de fondo de por qué está la educación como está, que eleve a primer plano el espíritu crítico, haga un severo enjuiciamiento de la reforma oficial y devele, de manera reiterada y convincente, a qué intereses se encuentra enajenada.
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La academia ha dejado de incidir en la realidad Conversación con René Avilés Fabila y Teodoro Villegas
Miguel Ángel Flores Vilchis
Desde los años ochenta, las políticas educativas del Estado mexicano se han visto fuertemente orientadas por organismos multilaterales como el Banco Mundial (bm), el Fondo Monetario Internacional (fmi) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde). En palabras del Bretton Woods Project, el bm “es el mayor proveedor del mundo de financiación externa para la educación”,1 sus paquetes de apoyo incluyen también la venta de la consultoría, la asistencia ténica y la evaluación de los programas. Algunas voces críticas ven en este esquema un intervencionismo de los países hegemónicos sobre las naciones en vías de desarrollo, la servidumbre de la educación a las necesidades de mercado capiltalista y, en último fin, la privatización. Opiniones más moderadas consideran no determinante la asesoría internacional, y señalan que “las condiciones domésticas son tanto o más importantes que los impulsos del orden global”.2 Cada Estado decide cuáles de las directrices sugeridas está dispuesto a aplicar y en qué medida. En el ámbito de la educación superior, instrumentos como el Sistema Nacional de Investigadores (sni), fundado en 1984, o el Programa El Banco Mundial y la educación. Bretton Woods Project [en línea]. 20 de febrero de 2006. [Fecha de consulta: 11 de abril de 2016]. Disponible en: http://www.brettonwoodsproject.org/es/2006/02/art-528478/ 2 Carlos Ornelas, Globalización y reforma educativa: tres tesis. Educación Futura [en línea]. 24 de febrero de 2016. [Fecha de consulta: 11 de abril de 2016]. Disponible en: http://www.educacionfutura.org/globalizacion-y-reforma-educativa-tres-tesis/ 1
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(Fotografía: Reg Speller / Fox Photos / Getty Images)
Nacional para el Desarrollo Profesional Docente (prodep) —cuyo antecesor, el promep, se puso en marcha en 1996— se hallan en consonancia con la visión de la educación de calidad, la evaluación y la rendición de cuentas que promueven las instancias intergubermentales. Esta clase de iniciativas han facilitado el acceso de los profesores al posgrado, han promovido una mayor actividad científica y han elevado los ingresos del personal académico. Sin embargo, a más de treinta años de comenzado el proceso de asimiliación de las recomendaciones de estos organismos, México no ha alcazado los estándares proyectados ni en calidad de docencia ni en cobertura. El artículo “Los dilemas del profesorado en la educación superior mexicana”, publicado en el número 28 de la revista Calidad en la Educación, señala: “es común encontrar (en la actividad académica universitaria) un mayor énfasis en productos asociados a la investigación en detrimento de las funciones de docencia o difusión. Más aún, ha sido tal el peso que han ganado estos programas en la conformación de los ingresos de los profesores que, dependiendo del tipo de Institución de Educación Superior, los ingresos mediante evaluación periódica pueden constituir más del 50% de los ingresos contractuales”.3 Por su parte, la propia ocde, en su informe Panorama de la educación 2015 para México, apunta: “Las tasas de ingreso en México (a nivel licenciatura y posgrado) son más bajas que el promedio de la ocde. En México, se espera que 38% de los jóvenes ingresen a la educación terciaria (licenciatura y posgrado) en el transcurso de su vida (el promedio de la ocde es 67%). La diferencia entre el promedio de la ocde y México es evidente en los niveles más avanzados de educación terciaria. Se estima que cerca de 4% de los jóvenes mexicanos obtendrán un título de maestría en su vida (el promedio de la ocde es 22%) y que menos de 1% completará un programa de doctorado (el promedio de la ocde es 2%)”.4
Galaz, J., Padilla, L., Gil, M., y Sevilla, J. 2008. “Los dilemas del profesorado en la educación superior mexicana”, en Calidad en la Educación, número 28, p.65. 4 Panorama de la educación 2015. ocde [en línea]. [Fecha de consulta: 12 de abril de 2016]. Disponible en: https://www.oecd.org/mexico/Education-at-a-glance-2015-Mexico-in-Spanish.pdf 3
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Pero más allá de las teorías para el desarrollo de la educación y de los datos duros de las agencias intergubernamentales, está la experiencia de la docencia, la práctica cotidiana de la profesión que nos genera los diagnósticos más acertados sobre el estado de la academia en México. Para acercarnos desde esta perspectiva, los profesores René Avilés Fabila y Teodoro Villegas comparten sus impresiones sobre los procesos de enseñanza, las condiciones laborales, la formación de nuevos cuadros y las políticas públicas alrededor del trabajo docente. Abundar en la destacada trayectoria de ambos personajes en las artes y las humanidades está de más, resulta de mayor relevancia subrayar su pertenencia a un estragético grupo de profesores que cruza el entramado docente de nuestro país de manera sobresaliente: formados a su vez por grandes maestros, han impartido clases por más de cincuenta años fungiendo como engarce entre multiples generaciones, mayoritariamente de universitarios. Discípulo directo de Juan José Arreola, Francisco Monterde y Juan Rulfo, René Avilés Fabila vivió el auge del pensamiento comunista en México como estudiante y profesor, se abocó a la letras, la docencia y el periodismo cultural; desencantado ya de la izquierda militante del país, hoy vierte aquel bagaje en los jóvenes que viven conectados a la cultura y el consumo globales. “En terminos generales no sé si la universidad pública está detenida o en retroceso”, suelta para abrir boca. “En este momento, las grandes universidades en México son las universidades privadas”. Rememora los tiempos cuando fue estudiante en la Universidad Nacional Autónoma de México. En ella se formaban quienes serían figuras destacadas de la cultura, los futuros líderes políticos y empresarios prominentes. “En ella nacía la cadena ascendente de poder. Hoy día lo que preparamos son cuadros menores, con contadas excepciones que se
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dan más por los méritos del alumno que del profesorado. Todo está en manos de los egresados de escuelas particulares”. Y hace una acotación tajante: “los hijos de los profesores de universidad pública estudian en universidades privadas, lo que quiere decir que los docentes de universidad pública no confían en su propia institución. ¡Eso me parece alarmante!”. Arriesga sobre uno de los factores que originan esta problemática: “Los sueldos son muy pequeños, insignificantes. Eso hace que nos llenemos de profesores de bajo nivel, con pocas ambiciones académicas”. Éste es tema de largo aliento. En el ya citado texto, “Los dilemas del profesorado en la educación superior mexicana”, se afirma que con la crisis económica de 1982 se dio un dramático descenso en los ingresos de los docentes. Ello significaría la posible migración de los académicos involucrados en materia de investigación hacia los sectores público y privado, y hacia el extranjero. Para evitar la diáspora, se creó el sni, cuya finalidad es otorgar recursos adicionales por productividad en la investigación. El artículo también señala que “a pesar de los muchos esfuerzos institucionales, el nivel de habilitación profesional en investigación de la gran mayoría del personal no permitió que esos programas tuvieran el éxito esperado en el corto plazo, aunque fundaron las bases para que, a principios del siglo xxi, el académico mexicano posea en mayor medida grados más elevados en las disciplinas en las que trabaja y, con ello, esté en condiciones de asumir de manera más exitosa actividades de investigación”. Para el autor de Tantadel no hay duda de que el trabajo del sni representa “un esfuerzo serio por elevar el nivel de los académicos”, pero sus alcances aún son limitados, pues considera que el porcentaje de profesores de universidad pública beneficiados aún es bajo.
Teodoro Villegas llegó a muy temprana edad al teatro, allí recibió las enseñanzas de Hugo Argüelles y José Antonio Alcaraz, principalmente. Llevó lo aprendido a Radio Educación, donde su paso por la locución, la producción y el guionismo aún es punto de referencia entre las nuevas generaciones de comunicadores. Fundador de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México, hace cincuenta y dos años realiza labor docente. Para él, toda la experiencia adquirida cobra sentido sólo con la renovación, con la actualización constante del académico, condición indispensable en la rama que enseña: la comunicación. En su magisterio, aquellos conocimientos profundos de la escena, el diálogo y la dirección teatral transitan hacia nuevas tecnologías. “Los académicos han dejado de incidir en la realidad”, sostiene, “los profesores buscan prestigio y sueldos bien remunerados mediante la rápida conquista de los posgrados. La meteórica formación de doctores cada vez más jóvenes se basa en el trabajo de cubículo, dejando completamente de lado la experiencia en el campo laboral”. Estos jóvenes doctores “se han sentado en una silla a escuchar a otros doctores, repitiendo los errores de éstos porque no han pisado la calle, [con esta dinámica] son cómplices del sistema, ¿dónde quedó el ser crítico de ese sistema?”, cuestiona. La “titulitis”, como él califica este fenómeno, se inició en el sexenio de Miguel Alemán Valdés, quien ofreció a los integrantes de la burocracia un cuantioso estímulo salarial siempre que fueran egresados de licenciatura. Esta tendencia, considera el profesor de la carrera de Comunicación Social de la uam, se reforzó con la creación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) en 1970, y luego con las políticas del bm y del fmi. Surge así lo que él llama la “aristocracia académica”, preocupada prioritariamente por obtener los estímulos de los programas de apoyo al profesorado, relegando su trabajo frente al alumnado y su compromiso social. René Avilés también abunda en el tópico: la obtención de puntos y de becas “ha venido degenerando. A final de año se ve a maestros con cajas y cajas de diplomas, cartitas, etcétera; se han preocupado más por pedir documentos probatorios que por realmente producir buenos alumnos”. Para el novelista, esta inclinación codiciosa invade las más altas esferas universitarias: “las autoridades han convertido a las instituciones en trampolines para sus aspiraciones políticas, y eso las ha dañado. Los rectores, con frecuencia, en lugar de pensar en regresar a impartir docencia, a investigar, piensan que el siguiente paso es ser secretarios de Estado, le dan prioridad a incorporarse a la gran maquinaria política del país. Eso no sólo lo vemos en la unam, también lo vemos en la uam, en menor escala”.
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Cambiar esta forma de hacer academia resulta casi imposible, en opinión de Teodoro Villegas: “se tendría que mover primero todo el sistema (internacional); tú solo no te puedes salir porque las consecuencias son muy grandes. El bm y el fmi te romperían la madre, empezando por la economía”. “Todo esto se podría evitar —manifiesta Avilés Fabila— haciendo un cambio o un esfuerzo, pero no veo que lo hagan las autoridades [federales]. Allí está el señor [Aurelio] Nuño, que en su vida había visto un alumno de escuela pública y ahora se anda tomando selfie con todos porque es presidenciable. Ese es el problema, todo se ha envilecido por la política”.
Caught Napping, 1866. (Imagen: Liszt Collection / Heritage Images / Getty Images)
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Vocación académica Brenda Ríos
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No conozco a nadie que me cuente que de niño soñaba con ser académico, profesor universitario, ponente, conferencista. Nadie. Quizá alguien soñaba con ser maestro de escuela (en Guerrero y Oaxaca no hay mucha opción; hasta hace poco la vida se resolvía comprando plazas para los hijos y sobrinos, tuvieran la carrera magisterial o no, eso era lo de menos; ser maestro o narcotraficante o militar: las tres opciones para el trabajo remunerado). Los maestros de escuela, los de primaria, son los héroes, sin duda, o vividores de un sistema que se ha caracterizado por su larga vida burocrática y simplona, carente de sentido y sirvienta de líderes sindicales. Los maestros son los tapetes para esos gordos de trajes baratos que luego vemos en los Vips arreglando sus asuntos. Pero ser académico es un atajo para algunos, un negocio redondo. Un atajo de clase, de prestigio social y de reconocimiento. Un trabajo que —si las cosas se hacen bien— dará dinero, buen trato (“no, doctor”, “sí, doctor”), y hasta un campo siempre renovable de muchachas dispuestas a acostarse con ese pobre que, de otra manera, si no fuera por el poder de ser su profesor, jamás se habrían vuelto a verlo. Pero no es fácil, hay que comenzar por la pirámide de la servidumbre. Una vez que un maestro mayor lo adopta, el alumno se convierte en esclavo sacacopias y resolvedor de toda índole, desde asuntos personales hasta ayudar a preparar el informe del sni a su amo. Eso le lleva unos diez o quince años de carrera como ayudante/adjunto/esclavo. Luego él podrá repetir
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el esquema, una vez que gane la plaza, dado que los resultados son fantásticos y efectivos. El acoso sexual —o laboral— es un maquillaje más de un panorama más amplio o perverso Lo sé porque lo he visto. Lo viví de cerca. Durante varios años mi vida iba para allá y en ese camino no había desviaciones. Hice prerrequisitos antes de cursar la maestría en Letras, en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam; luego trabajé un par de años y regresé al doctorado —¡quería más!—, estaba convencida de que mi vida sería puesta en un aula. Me compré el paquete completo. Aunque me falló el sistema de maestro/amo. Cuando llegué al campo de algodón, las plazas estaban ocupadas. Hacer el camino por la libre suele ser aún más complicado, si no imposible. Hay que estar ahí para darse cuenta, hay quien hace posgrado en artes —o literatura— como si fueran cursos de tarjetería española: por aburrimiento. En la maestría conocí a gente valiosa y profesores que me retaron. Por eso quería seguir. Pero cuando uno alarga de más el encanto no siempre funciona. Fue la vocación, pensé. Me gustaba dar clases (trabajé en la misma facultad por tres años dando clases en licenciatura), pero dejé de pensar en seguir el arduo camino de las prebendas y logros académicos, más competidos que un puesto en Tepito. No tenía amo/protector, aval (como los de Elektra), ni sabía desenredar los nudos de la ardua política universitaria; la vida, sin duda, estaba en otra parte. Cuando me di cuenta descubrí la dura y fría inercia de los actos. Fue en un congreso de literatura que decidí dejar todo. No veía el sentido. Personitas aburridas dictando conferencias sobre libros tan aburridos como ellos que sólo ellos leyeron, encontrando el hilo negro en una idea tan explotada que cuando su conferencia terminaba no podían entender cómo no salían levitando de ahí. Desapasionada de la articulación de ese discurso que era tan obvio que era cómico que no se dieran cuenta: “la novela está escrita en primera persona (¿?) cuando el autor pudo haberla escrito en
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tercera. Es un narrador que elige la escena y juega con el lector”, y así hasta el infinito. Me faltó el tono, eso fue. Si mis maestros me evaluaban bien era por mi “entusiasmo y dedicación”, no por cumplir lo que se pedía: ese tono neutro, alejado de las pasiones y entregado a la ciencia de la crítica literaria. En mi evaluación final, donde se decidiría el rumbo de la vida, estaban cinco mujeres en una habitación, yo afuera, en el pasillo. No hablaban de mí, eso lo sabía porque llegué a conocer muy bien esas dinámicas. Hablaban de sus viajes de verano, de los colegios privados de sus hijos, de sus ropas. No de mi trabajo. Quizá los últimos minutos antes de que yo entrara y me dijeran qué seguía. No tengo más que agradecer su decisión. Cada quien hizo su parte. Antes del desencanto, había entusiasmo, creí que la idea era leer. Leí tantos libros de teoría y filosofía que fue fácil olvidar qué creía yo, qué opinaba y qué sentía. Todo era el texto, el contenido, el juego, las personas narradas, las escenas narradas. Sentí una pereza tal. Pero muchos progresan en ello y, por eso, los admiro: los veo endiosarse, a estos profesorcitos de cuarta que trabajan para una universidad de cuarta, que presumen sus ediciones valiosas, su tiempo en las librerías, sus logros. Se halagan, se reseñan, se premian, se maravillan de la inteligencia del otro porque es mal visto hablar sólo de la propia. Si por ellos fuera, se pondrían en los pasillos de su facultad a lamerse sus talentos a la vista de todos. Tengo amigos que se dedican al pantanoso negocio que puede ser tan honorable como nefasto de la academia. No es sólo el trabajo en aula. Es la investigación, el sistema de puntos, el ingreso al sni como un ritual amazónico, primitivo (un contrato extraño, pues a partir de ese momento se calificará su “productividad” y el profesor hará lo que esté en sus manos por no dejar ir su nivel, a producir cada año el mismo libro si es necesario con algunos ajustes, a plagiar si es necesario (antes del control de Internet y de otros catálogos disponibles donde se puede encontrar lo que sea) pues
cualquiera podía plagiar y salir ileso; como ironía final, en un medio intelectual donde son muy pocos los que leen y revisan; nadie se daría cuenta. Como cualquier trabajo, la academia tiene su parte de farsa. Se ponen estrictos, llegan al examen de grado de un estudiante de licenciatura sin tener la menor idea de la tesis presentada. Para salir del paso le reclaman al estudiante sobre su bibliografía, o eligen una página al azar, recuerdan una nota mental que nunca escribieron y sueltan una pregunta tan abstracta que el alumno recula un momento, sospechando la trampa. Un profesor de mucho prestigio me dijo un día que las universidades están sostenidas por el trabajo efectivo del treinta por ciento de sus profesores. Los que investigan, los que preparan clase, los que preparan ponencias, los que dan asesoría a sus alumnos. Los demás flotan. Eso. Flotan como la mujer vestida de novia del cuadro de Chagall. La universidad me parece un lugar tan valioso que lo mejor que uno podría hacer es irse de inmediato de ahí y no permitir que lo abracen las pantallas del glamour que uno cree encontrar en el conocimiento, en la vida segura y privilegiada. Tener más de treinta años y no haber tenido nunca un trabajo fuera de la universidad, y haber pasado al doctorado justo después de la maestría, lo único que ocasiona es que disminuyan su independencia intelectual pues pertenecen al amo (si lo hubiera) o a un sistema de pensamiento; Susan Sontag es ejemplo de prodigio al saber mantener los ojos puestos en la teoría y los ojos puestos en el mundo, la vida real. Como no suele abundar el talento para ambas cosas, no es fácil darse cuenta de que lo único que hacen es hablar las mismas cosas con las mismas personas. No hay diálogo, hay lectura de labios que repiten las palabras, “espejo, espejo, ¿quién es el más inteligente?”. Les da horror salir. Puedo entender eso. Son como presidiarios con rutinas armadas. Trabajar de otra cosa, poner a prueba otras habilidades, aprender
a pensar-hablar-escribir con sus opiniones personales, sin estar asomados de los muros de esos grandes nombres que ostentan como teóricos de cabecera. La comodidad que da pertenecer a la universidad, a un sistema de inercia de premios —más que castigos—, de estímulos —pavlovianos: salivar ante los puntos o publicar en revistas indexadas—, hace que el trabajo sea más estable que la libra esterlina; por lo mismo, es peligroso: el conocimiento se concentra en un limitado punto de vista, empobrecido, y con cada generación se pierde posibilidad de réplica y de ser contestatario. Inertes, los estudiantes aprenden desde el primer semestre cómo se puede llegar al lugar de la persona frente a ellos y se aplicarán a buscar lo mismo, sin retos. En poco tiempo, las universidades como fuentes de empleo agotan la posibilidad de dar cabida a sus egresados. El presente exige otras posturas. Sin grandes pensadores, sin teóricos, sin pasiones verdaderas; los viejos ilustrados no lograron pasar la estafeta y las universidades se llenan de mentes aplacadas, lánguidas, nacidas con aires de grandeza y la grandeza ocupa todo el espacio en la reducida habitación de su mundo. La universidad cumple la tarea de dar herramientas. Un panorama de ciertos saberes. Y nos debe enseñar a valernos por nuestros medios. A adaptarnos afuera. No ser la campana de cristal que aísla si se coloca sobre el aula. Amar la universidad es aprender a irse. Como la casa paterna. Dar las gracias e irse. En un país como el nuestro, es mejor tener educación a nada. Menos carne de cañón. En un salón de clases, a alumnos de catorce o quince años les dije una vez: esto que aprenden aquí, lo está aprendiendo alguien de su edad en una escuela pública en Grecia o en Italia. Los saberes son estos. Los saberes básicos. Ya luego cada uno hará de eso algo propio, para eso se enseña. Si no toman lo que hay no podrán cuestionar nada. Si no cuestionan se quedarán justo donde están. Cuando la realidad es la misma, lo de menos es el aburrimiento.
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La vida como alumno y profesor (Una crónica personal) Lobsang Castañeda
1. Pasé de noche por la universidad. Con cierta vergüenza reconozco que no obtuve de ella todo lo que generosamente puso a mi alcance. Y no porque fuera un mal alumno —de hecho fui mejor de lo que debí de haber sido— sino porque, a diferencia del resto de mis ex compañeros, jamás logré integrar lo académico a lo personal o incluir en mi vida cotidiana, tan cimbrada por los exabruptos, las aflicciones y las crisis amorosas, las nobles actitudes y hábitos adquiridos en el aula. En efecto, durante años el estudio de la filosofía me alejó del mundo en lugar de acercarme a él. Todo lo que ganaba en conceptos e ideas lo perdía al rechazar el contacto con mis semejantes. Las bondades de la teoría se esfumaban en la práctica, pues no me daba cuenta de que nada de lo aprendido vale la pena si no tiene correspondencia con lo real y no moldea, para bien o para mal, el propio carácter. Ahora, después de haber recuperado algo de terreno, advierto que cometí un penoso aunque común traspié: inicié una licenciatura no con las ansias del que intenta descubrir su vocación sino con el compromiso del que busca actualizarse para desempeñar mejor un trabajo que ya le ha sido designado. Es decir, que quise ser profesor antes de ser alumno y eso hizo que rechazara todo aquello que vulnerara mi campo de acción. Así de tonto fui. 2. Aunque el tiempo ha desterrado de mi memoria muchos de mis recuerdos de estudiante, jamás he podido olvidar un puñado de sensaciones —no atino a llamarlas de otra forma— que probablemente
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The School, Adriaen Brouwer (c.1605-1638). (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)
me animaron, en una etapa de mi vida que hoy parece llegar a su fin, a dar clases, a convertirme en lo que con tanto fervor quise ser alguna vez: un señor profesor. Sensaciones que provienen no sólo de estrategias pedagógicas, recursos didácticos, suficiencias teóricas o de la tradición universitaria alemana, sino de gestos, estilos y ademanes encarnados por un grupo de profesores que aún sigo respetando. Varios de ellos ya no están entre nosotros. Otros continúan dando clases en los mismos lugares donde los encontré hace diecisiete años: la uam Iztapalapa y la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. A todos les debo el deseo, así fuera momentáneo, de abrazar una carrera académica que cada vez parece más ajena a mis intereses. Sin los ejemplos de Bolívar Echeverría, José María Pérez Gay, Ricardo Guerra, Greta Rivara, Crescenciano Grave, Enrique Dussel o Francisco Gil Villegas la idea de dedicarme a la enseñanza habría desaparecido de mi imaginario con mayor celeridad. Gracias a ellos mi vínculo con la filosofía no ha desaparecido por completo.
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3. Pero de todo hay en la viña del Señor. Como la Academia se parece mucho a la vida, ningún estudiante está exento de encontrarse con charlatanes, lamebotas, bravucones, pretenciosos, engañabobos y merolicos de plazuela, con o sin título de doctor, que resultan ridículos a la hora de imitar a los grandes maestros. Como este tipo de fauna abunda en las universidades, nuestros estudiantes deben encomendarse a Dios antes de emprender la difícil tarea de buscar un trébol de cuatro hojas en un pastizal. Según mi humilde experiencia, si el maestro llega a las clases sin un guión que sustente lo que va a decir o comienza hablando del teorema de Pitágoras para terminar hablando de sus hijos, de sus padres o de su matrimonio fallido, no vale dos maravedíes. Un profesor que no prepara sus clases, que no estudia, no hace ni la mitad de su trabajo. Es como un soldado sin fusil, como un hierro de madera o como un taco sin salsa. Mi conocimiento del gremio creció cuando comencé a formar parte de él, pero no porque, admitido en ese cenáculo, estrechara relaciones con mis colegas, sino porque muchos de mis alumnos, por razones que aún desconozco, me narraron en repetidas ocasiones las pifias, bobadas, abusos y negligencias de algunos individuos que, acostumbrados a su mediocridad, olvidaron el significado de la enseñanza y se dedicaron a rascarse la barriga en espera del cheque quincenal. 4. No creo que se pueda ser un buen profesor sin ganas de aprender o averiguar cosas nuevas cada día. Una de las taras que más afectan a la Academia tiene que ver con la alarmante falta de curiosidad de muchos docentes que, instalados en la más cínica de las indiferencias, se acogen a la “libertad de cátedra” para no hacer nada. En más de una ocasión me ha tocado ver a maestros y doctores leer una y otra y otra vez la misma ponencia, a veces con ligeros retoques, en toda clase de congresos, seminarios, encuentros, coloquios y simposios, muchas
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veces organizados por ellos mismos o por los grupos de poder a los que pertenecen, porque, lamentablemente, otro de los grandes defectos de la Academia, sobre todo en el ámbito de las humanidades, es que sólo se interesa en contemplar su propio ombligo. En efecto, así como resulta increíble que a muchos profesores les basten como material de trabajo las ochenta cuartillas que redactaron hace veinte años para cumplir con su tesis de licenciatura, resulta igual de inverosímil que existan tan pocas estrategias institucionales que vinculen lo que se hace dentro de las aulas con lo que está fuera de ellas. Un claro ejemplo de esta especie de “solipsismo compartido” son las revistas indexadas, que no leen ni aquellos a los que deberían de interesar, y que sólo sirven para fomentar el famoso “me citas, te cito”, tan necesario para conservar la categoría en el sni, en el afortunado caso de que se pertenezca a él. 5. La universidad promueve una sola forma de aprender que se bifurca en múltiples especializaciones y está bien que así sea. Para algunos dicha forma será suficiente y para otros no. Los primeros contribuirán a reforzar los pilares que la sostienen y los segundos utilizarán lo aprendido para encontrar su propio camino de conocimiento. En todo caso, como más es mejor que menos, es importante tener una formación universitaria sólida, incluso para darse cuenta de que en lo sólido caben también lo duro, lo autoritario y lo intransigente. Existen, pues, dos tipos de egresados de la universidad: los que están convencidos de que ya estudiaron —su título enmarcado se los recuerda a cada instante— y los que saben que, después de cuatro o cinco años en las aulas, apenas han reunido las herramientas suficientes para comenzar a estudiar. En lo personal, siento mayor simpatía por los segundos debido a que están más cerca de comprender que el saber es tan vasto, tan variopinto y tan fascinante como para encasillarse
en una sola disciplina. No exagero al decir que casi al día siguiente de titularme, y quizá precisamente por eso, descubrí que me interesaban muchas más cosas que la filosofía. Desde entonces he practicado una modesta aunque constante afición por la historia, la psicología, la divulgación científica, las artes plásticas, la fotografía, la historia de la medicina, el cine y, por supuesto, la literatura en casi todas sus vertientes. Si cada área del conocimiento es una esposa celosa que exige el tiempo completo de quien se ha matrimoniado con ella, yo prefiero ser un amante furtivo, de esos que gozan y se van, con la promesa, siempre cumplida, de que tarde o temprano regresaré con el apetito renovado. Y aunque dice el dicho que el que mucho abarca poco aprieta, entre mis múltiples ambiciones jamás ha estado la de ser un académico “cómodamente apretado”. 6. Por azares del destino tuve que emigrar a una ciudad de provincia, en cuya universidad me desempeñé como profesor de asignatura durante siete años. Comencé, sin embargo, impartiendo talleres literarios abiertos a todo público. A lo largo de mi corta carrera como tallerista y docente universitario tuve alumnos jóvenes, muy jóvenes, adultos y mayores. Algunos resultaron buenos, otros malos, otros regulares y otros brillantes. En repetidas ocasiones me pusieron en serios predicamentos con sus dudas y preguntas. Como soy de los que se apenan frente a algo que no saben, todo lo que no pude responderles se convirtió a su vez en tema de estudio para mis tardes de ocio. Sé que algunos detestaron mis clases y que otros las disfrutaron. Que a algunos les caí mal y a otros bien. Ni hablar, así son las cosas. Aunque jamás me consideré un buen profesor hice todo lo posible por parecerlo. Una clase de cuatro horas a la semana me demandaba doce horas más de trabajo para prepararla como era debido. Hubo semestres en los que impartí hasta tres asignaturas, lo cual significó una carga
de trabajo considerable para alguien tan lento como yo. Y, al final, me cansé; no de mis alumnos, ni de la presión de saber que debía estar siempre un paso adelante de ellos, sino de no tener tiempo suficiente para escribir lo que quería. Mi mesa de trabajo es un pila de papeles con esbozos de textos sin terminar; con proyectos, planes e ideas que no acabaron de arrancar. Si me pagaran por todos los libros que quiero escribir sería millonario. No conozco a nadie que deseé tanto como yo que los días duren cuarenta horas o más. 7. Así, pues, hace unos meses dejé la docencia. Tomé la decisión abruptamente, no sólo para no arrepentirme, sino para ser consecuente de una vez por todas con lo que de verdad quiero hacer, más allá de los inconvenientes económicos que acarrea el renunciar a un empleo, sea cual sea. Rechacé, con la congoja de quien ve llegar el carnaval cuando ya han pasado las vacaciones, las dos últimas asignaturas que me ofrecieron, incluyendo una que siempre había deseado y nunca pude impartir. Como muchas cosas en la vida, la docencia universitaria no depende únicamente de quienes la practican sino de quienes permiten que otros la practiquen. En un país como el nuestro, lacerado por la estulticia de políticos y gobernantes, existen demasiados profesionistas con conocimientos y auténtica vocación de servicio que pueden desempeñar un excelente papel en las aulas, pero carecen de amigos e influencias que se los permitan. Me consta que muchos de nuestros mejores profesores trabajan como empleados de supermercado o vendedores ambulantes. Un final triste, sin duda, para aquellos que, como dicen los clásicos, se han “quemado las pestañas” y han sentido, de verdad, el llamado cuasi religioso de la vocación magisterial.
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El placer del fracaso Ficción y academia literaria
Héctor Fernando Vizcarra
No todos van a dar con el psiquiatra, pero es común que los estudiantes de doctorado atraviesen un episodio que lo amerite. A principios de 2011, en el segundo semestre del doctorado en Letras, fui medicado con antidepresivos y anticonvulsivos. La dosis tuvo efecto a los siete días. Comencé a dormir y los ataques de ansiedad disminuyeron. Hasta antes de esa crisis controlaba mi trastorno obsesivo compulsivo con lectura y trabajo de tesis de lunes a jueves. Los viernes y los sábados los dedicaba al alcohol, a ver futbol o a fisgonear en Internet, el ritmo semanal de muchos doctorandos. El rigor que exige la academia, cuando uno se la toma en serio, deja poco espacio para evadir la presión de entrega de avances y de presentaciones en congresos y coloquios. Porque la obligación del doctorando es profundizar su conocimiento hasta el grado de lo inútil, algo que con frecuencia termina por diluir su inteligencia creativa, afectiva y social. El aislamiento del joven académico no es un cliché, sino una característica necesaria. En Estados Unidos hay instituciones educativas que proporcionan un servicio de control de estrés basado en juegos con animales. Los alumnos pueden acudir a las mascotas (comfort animals) para acariciarlas, mimarlas y saltar con ellas en jardines reservados para tal efecto. Los alumnos prefieren a esos perros porque el estrés de los demás doctorandos, también futuros concursantes por las mismas plazas universitarias, es contagioso. Los doctorandos de cualquier disciplina tienen mucho de obsesivos. Algunos estamos diagnosticados con trastornos mentales leves. Uno se siente Nerval, Poe o Althusser al empapar la cama donde se da vueltas por horas, como si el texto que se está planeando fuera la gran obra. Pero la redacción de una tesis está condenada al fracaso. Esa es, me parece, la mayor enseñanza. Sólo sirve de algo si se aprendió de ese fracaso anunciado. Si uno está completamente satisfecho con el texto final y se cree los aplausos
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Teacher Drunkard, Anton Eduard Müller, 1882. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)
del sínodo, los cuatro años invertidos no sirvieron para nada. En aquel periodo crítico de mi segundo semestre, además de los medicamentos psiquiátricos, tuve que decidir entre dejar el doctorado o perder la cordura. Elegí lo primero. Mi tutora fue comprensiva y me permitió suspender la tesis durante seis meses. Así escribí mi primera novela. Una novela policial, igual que mi tema de investigación. Mi estado en ese momento no daba para mucho más. En la carrera de Letras en la unam, hasta donde se sabe, nunca ha faltado el profesor que advierta a los alumnos que no están ahí para hacerse escritores. Si los alumnos son de nuevo ingreso, el placer para el profe se multiplica. Los más rebeldes le toman la palabra y abandonan la carrera. Otros la continúan, al fin que ni querían ser escritores. Los jóvenes que desean ser novelistas o poetas asumen que el estudio escolarizado de la literatura les sorberá el ímpetu creativo. Ahí se empieza a gestar la pugna del creador literario versus el crítico académico, la mutua desconfianza, esa disputa en la que todavía se enfrascan los ánimos más reaccionarios y conservadores de ambos bandos (porque, a veces, se asumen como pandillas aguerridas, los frustrados contra los exitosos, los fajadores contra los estilistas). En un ámbito tan restringido como lo es el campo literario mexicano, donde suele haber más consenso que divergencias por la simple razón que la lectura es una actividad elitista, se prefiere la descalificación recíproca. El escritor promedio no quiere oír hablar de teoría literaria. Le parece innecesaria, cuando no malévola. El crítico académico no quiere oír lo que dicen los autores vivos, a no ser que sea uno consagrado por
la misma crítica académica, de preferencia española, o por el prestigio de la editorial que publica. Las obras de editoriales mexicanas independientes, para la Academia mexicana, tienen una participación casi nula entre sus objetos de estudio. Al crítico académico promedio un posgrado en creación literaria le parece de lo más chafa, por cierto. Pero a la hora de pedir las becas federales la cosa se empareja. ¿Has sido Joven Creador del Fonca? ¿Vas a postular para el sni? Retomé el doctorado mientras continuaba con las pastillas que el psiquiatra me recetó. En el quinto semestre avanzaba con la tesis sobre literatura policial y me faltaba poco para terminar la novela. Tuve mi propia mascota antiestrés, un gato. Y volví a la rutina anterior. De lunes a jueves, tesis; viernes y sábado, novela y alcohol. Domingo, día de descrudar. Una vez al mes, cita con mi asesora. La diferencia estaba en que dejé de darle seriedad excesiva a los dos escritos. A la tesis y a la novela. En 2014 se publicó mi novela. Hasta ahora, la presentación de ese libro ha sido la mejor excusa que he tenido para emborracharme con mis valedores. Me alegré de que ello fuera motivo de reunión con algunos a quienes no había visto en años. En la ronda de preguntas una amiga intervino: “¿Vas a seguir con la Academia o vas a hacer ficciones?” Obviamente, mi parte académica ganó. No me concibo, hasta hoy, como un escritor alejado del trabajo universitario. Pero, en ese momento, tampoco podía responder que la novela que presentaba era resultado del azar psiquiátrico que todos llevamos en la cabeza, latente, que un día susurra y hace volcar las expectativas y los planes. “Sí, estoy escribiendo otra novela. Sobre una boxeadora”.
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El examen de grado salió bien. Y luego el desempleo. La beca conacyt extinta. Lapso óptimo para las recaídas de la salud. Ese mes mi gato, mi comfort animal, murió al caerse por la ventana del departamento. De pronto, tuve la noticia de haber sido seleccionado como becario del Fonca en el rubro de novela 2014 - 2015. Ninguno de mis compañeros en el Fonca venía de la academia. En la primera reunión me sentí fuera de sitio. Para compensarlo me presenté como alguien que se dedicaba totalmente a la universidad, y que ese era mi debut en un taller literario, lo que era cierto. Mi propuesta narrativa, Constelaciones bajo tierra, estaba dedicada a una boxeadora mexicana retirada. Mis compañeros y nuestro tutor escucharon mi avance. Me dio la impresión de que los había aburrido de forma contundente, como si les acabara de leer el marco teórico de mi tesis. Para mi fortuna tenía los dos pies en la Academia. Más que la novela sobre la boxeadora pensaba en el proyecto de estancia posdoctoral que había solicitado en un centro de investigación. El posdoctorado es ese último escalón al cual uno puede aferrarse para alargar su calidad de becario. Después no hay nada más. En México, la tasa de desempleo de personas con doctorado es una de las más altas. Las plazas de investigador son tremendamente insuficientes en relación con el número de doctores que se gradúan al año. El modelo de producción se traslada a la esfera académica sin variantes: la oferta laboral queda muy por debajo de la demanda. Lo peor quizá no sea eso, sino el detestable espíritu de competencia fomentado desde la licenciatura. Al final del proceso de selección me llevé el contrato posdoctoral y comencé la estancia de investigación. En el Fonca conocí personas de mi edad que tenían clara su vocación de novelistas. En el segundo encuentro me di cuenta de que Isadora Montelongo, Rodrigo Márquez Tizano, Joel Flores, Orfa Alarcón y Alfredo Núñez Lanz eran escritores sin prejuicios sobre lo que tiene que decir alguien proveniente de la Academia. Escucharon mi texto, lo comentaron, sugirieron cambios. A final de cuentas, lo relevante de esos encuentros es la congregación de las diferentes posturas, y sobre todo las fiestas, porque académicos y creadores beben por igual. Hace poco hubo un encuentro con el escritor Yuri Herrera en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam. Al final de la charla, un alumno de doctorado le preguntó: “¿Crees que las becas de escritura, como el Fonca, prescriben el tipo de literatura que se debe producir en este momento?” Algo así. El cuestionamiento parecía interesante. Herrera, diplomático, lo capoteó. La pregunta invitaba a polemizar sobre el otorgamiento de las becas de creación. Sin embargo, esa misma duda podía trasladarse al entorno universitario: “¿Las becas de doctorado dan línea en la manera de pensar de quienes lo van a cursar?” No me parece que las becas, en ninguno de los dos casos, determinen de tajo el rumbo de los textos; tal vez sean sólo síntomas del gusto de quienes dictaminan los proyectos. Pero la pregunta queda. Acabé la novela de la boxeadora hace poco. Sigo con mi estancia posdoctoral. Quiero pensar que ninguna de las dos me las tomo en serio. “Todo proyecto es una forma de esclavitud camuflada”, dice Cioran. Más cuando se trata de planes de escritura destinados al placer del fracaso. Por eso ambos, ficción y Academia literaria, son tan susceptibles de derivar en una cita urgente, siempre potencial, al consultorio del psiquiatra. Sertralina en la mañana y carbamazepina antes de dormir.
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El yerberito moderno
Poesía y academia Pablo Molinet
Traigo yerba santa pa’ la garganta Traigo jeilimón pa’ la hinchazón Traigo abrecaminos pa’ su destino
En los distantes años 90, acepté acríticamente el dictado de que “a escribir nadie te enseña” y su relato asociado: que el talento-en-estado-salvaje se impone una y otra vez a los melindres y mezquindades de los literati escolares. Hago poemas, práctica en la que dictado y relato tales gozaron de particular prestigio —cosa comprensible si, como puede sospecharse, surgieron de un movimiento encabezado por poetas, el romanticismo, y si se fortalecieron durante el siglo xx con el surrealismo, el estatuto concedido al llamado art brut, o las ideas beatniks—. Entiendo que hoy día ese dictum y esa narración se han dejado de tomar en serio; la segunda es una caricatura arrogante y el primero una verdad a medias. Sin duda, escribir un texto literario es un asunto práctico, pragmático, como lo son nadar o ensamblar un mueble. Hay una serie de técnicas desarrolladas a lo largo de siglos para atacar una serie de problemas, y buena parte del trabajo consiste en la correcta identificación de un problema y la correcta ejecución de una técnica. Esto no se enseña ni se aprende fuera de la carpintería, la alberca o el papel. No obstante, este hecho —tan simple
o tan enigmático como todos lo que atañen a lo cognitivo— apenas y corresponde a una faceta del asunto. Si a los veinte años cometí el pecado venial de sisear el adjetivo “académico” para desautorizar tal o cual aproximación a un problema literario, la penitencia ha consistido en que colegas de Letras persistan en volarme la cabeza con decenas de conversaciones fascinantes —más de una de ellas clave para mi trabajo—, cuyo denominador común es el poder de lo metódico en un campo, el de la literatura, plagado de arbitrariedades, ucases y meros juicios apresurados. Esa, magnífica, no es la única herramienta que la Academia ofrece al ejercicio literario; procura también un desapego crítico elemental para la maduración de un escritor, pues tarde o temprano debe asumirse una visión impersonal y distanciada del texto propio en el universo enormísimo de los textos; sin ese desprendimiento, el crecimiento de una obra en proceso se paraliza. La Academia, con su ojo inquisitivo, escéptico, puede ofrecer no sólo un asidero para ejecutar este movimiento interior, sino una ruta intelectual para conservar esa distancia. Además, el claustro universitario otorga una perspectiva histórica y unas herramientas críticas que previenen los rodeos, malentendidos y confusiones de la formación autodidacta, y con ello permiten ganar tiempo —y no me refiero a los plazos profesionales:
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El poeta estadounidense Walt Whitman. (Fotografía: Photographische Gesellschaft / ullstein bild by Getty Images)
¡publicación! (tic-tac), ¡beca! (tic-tac), ¡premio! (tic-tac)—, sino a tiempo para escribir: no los textos de la emulación, o del histrionismo púber; los propios. El poder del método, el desapego intelectual, las cartografías, debieran ser suficientes para dar por superada la partición entre elefante y zoólogo decretada por Jakobson. ¿No lo son? ¿O sí pero con asegunes? ¿O a veces sí y a veces no? ¿O cómo? El terreno rebosa neblina. Conviene pues ir despacio. Eso que Schiller divisó en 1788 como “Naturaleza desendiosada” (entgötterte Natur), y poco más de un siglo después Max Weber entendió como “desencantamiento [o desembrujo] del mundo” (Entzauberung der Welt), representó la obliteración de ciertas dimensiones de la experiencia humana, su relegamiento a los recintos de culto religioso, a los asentamientos indígenas, o al callejón de los charlatanes. No obstante, esas mismas dimensiones fueron las que originaron las artes. Y éstas se opusieron a tal abolición en nombre de sus orígenes ceremoniales, y de su proximidad con la religión y la magia. Las artes se sublevaron bajo el estandarte romántico y, derrotadas,
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quedaron en una posición ambigua. En cada una, el Desembrujo creó facciones escépticas y facciones místicas. En el caso de la literatura, vale la pena recordar que tenemos dos géneros arcaicos, la poesía y el teatro; uno que no es precisamente recién llegado, la narrativa; y un hijo barbilampiño del siglo xvi, el ensayo. La proximidad histórica de cada género con el Desembrujo influirá en su asimilación de éste. El Desembrujo, como toda violencia, dejó viudez y orfandad. La narrativa resolverá el problema de las dimensiones obliteradas mediante el recurso maestro de la fantasía. La dramaturgia las despojará de carga sobrenatural volviéndolas conflicto. El ensayo, mucho más joven, no tuvo bisabuelas brujas con las cuales lidiar. Todavía en 1922, año de las Elegías de Duino, la poesía batallaba con beau geste contra la clausura el cielo y el infierno. Hoy día, en líneas generales, ensayos y narraciones, piezas de teatro y —subrayo— cierta poesía, pueden colocarse sin conflicto de este lado del Desembrujo; mediante ellas, la Persona Adulta de Occidente discute consigo misma sus terrores y pesadillas y obsesiones-fascinaciones —lo social, lo político, lo cultural, lo urbano, lo sexual—. Ese es el valor que la Modernidad le asignó al arte literario. Empero, no hay dos narrativas —ni dos ensayísticas ni dos dramaturgias— como sí hay dos maneras de hacer poemas; la poesía se parece a la herbolaria en que fue condenada por supersticiosa y oscurantista. Que, en este momento, a cierta poesía o a cierta herbolaria se les extienda un salvoconducto académico para acceder a la Modernidad, no basta para alejar la sombra de esa condena: al mismo tiempo que la unam mantiene en línea una biblioteca de medicina tradicional, el yerberito transita bajo un sol de justicia repitiendo un pregón que atesoramos en tanto manifestación cultural pero no tomamos en serio. Entre los modos actuales de escribir y leer poemas distingo cuatro grandes “núcleos”: hay unos marxistas que ponen su texto al servicio de la lucha de clases, y unos artistas contemporáneos que ponen su texto al
servicio del lenguaje; también unos sensibles que ponen su texto al servicio de sus personal pathos, y unos guardianes-continuadores que ponen su texto al servicio de la Tradición.1 Política, lenguaje, subjetividad, canon son asuntos que Modernidad y Academia asumen como propios; si el colega dedicado a uno de esos giros se sirve de un factor irracional o intuitivo, éste ocupa una posición ancilar y acotada: no hay conflicto con el mainframe en el cual pensamos, conversamos, leemos. Estos “núcleos”, que tienden puentes hacia la Lingüística, la Filología, las Ciencias Sociales, representan el papel que la Historia les ha otorgado: son la herbolaria con salvoconducto. Con ellos conviven maneras de escribir poesía que conceden a lo intuitivo y a lo irracional márgenes de acción tales que suponen pensamiento mágico; ya sea porque privilegian una espontaneidad que excluye el establecimiento de métodos, ya sea porque le conceden “vida” al texto, pues éste les “pide” cosas, o bien formula “leyes” que de algún modo se “revelan”, ya sea porque el mundo envía “señales” relativas al texto. Ya porque suponen que el texto se escribe cerca de y en comunicación con algún “misterio”. Ya porque relativizan la explicación material del mundo. Ya porque confieren estatuto de realidad a lo onírico. Ya porque albergan fervores metafísicos. Estros así carecen de salvoconducto; viajan en el morral del yerberito. La Academia puede ejercer en ellos sus poderes analíticos y comparativos; descubrir patrones, señalar afinidades, trazar genealogías, pero hay una distancia tan infranqueable como la que media entre el antropólogo y los participantes de un mitote. Fuera del claustro, colegas con y sin salvoconducto conviven en el estante de la librería, en el programa del festival, incluso en la nómina profesoral. El Desembrujo Esos cuatro núcleos dialogan, debaten, se repelen, se mezclan. A final de cuentas, los que sirven a la política y los que sirven al lenguaje son empáticos entre sí porque comparten el credo materialista; los cultores del pathos y los devotos de la Tradición suelen coincidir en su apego al lirismo, pero en un última instancia nada impide que, verbigracia, un devoto de la Tradición sirva al lenguaje con el lirismo. 1
no es, en este contexto, un accidente orográfico discernible desde cualquier distancia, sino lo opuesto, un gesto micro como la sonrisa sarcástica que, en un taller, despierta cierta metáfora; y ese gesto —fútil, fugaz— contiene la grieta entre dos modos de escribir poemas. En lo que al lector común compete, ¿hay diferencia entre ambas poesías? Sí, y llega a ser tan abismal como la que media entre un poeta sin salvoconducto, como Francisco Hernández, y otro con salvoconducto, como Eduardo Milán. Para usar esa dicotomía perversa que priva en el medio, ¿es una de estas poesías “mejor” que la otra? No; mal que les pese a las facciones involucradas, ninguna de las dos prevalecerá sobre la otra: son complementarias. Modernidad y Academia son hostiles a la clase de elección individual que supone ignorar un mandato tan terminante como el de desembrujar el mundo. No obstante, no puedo concebir una distopía en la cual unos profesores diabólicos persiguen a unos poetas beatíficos; la Universidad influirá benéficamente en cualquiera que sepa pedírselo. ¿Acertaba Jakobson? ¿Entre quien escribe y quien enseña Letras se abre la misma distancia que separa a un elefante de un zoólogo? No; Nabokov —como cualquier otro narrador moderno— no era un elefante, era un zoólogo de campo; los elefantes, en todo caso, eran Lolita y Humbert Humbert. Varío la pregunta: ¿entre quien escribe poemas a contrapelo del Desembrujo y quien enseña Letras se abre la misma distancia que separa al yerberito moderno del químico farmacéutico? Sí. ¿Es eso un problema? No para fines de esta nota. Hay quien escribe poemas así y tiene un lugar en el claustro porque ha sabido representar ambos papeles. El problema, irresoluble, es que el mundo no va a volver a la magia, y quienes se perciben más próximos a ésta que a la razón no van a dejar de hacerlo. Y con esa yerba se casa usted Y con esa yerba se casa usted.
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Domar la imagen Arte, Academia y vida propia Héctor Antonio Sánchez
Hace varios años, cuando cursaba la licenciatura en Letras, nació en mí una cierta inquietud que de algún modo nunca me ha abandonado: ¿hacia dónde se dirige el conocimiento en las humanidades? Como el niño que se interna en un jardín propicio al juego, iba descubriendo con asombro los laberintos y edificios teóricos de los estudios literarios, la filosofía, la historia. Mi deslumbramiento y curiosidad iban de la mano de mi ignorancia, y era inevitable mesurar a ratos las lagunas de mi entendimiento contra el mar de signos que se abría frente a mí. Al cabo caí en una leve desazón: frente a los productos tangibles de la ciencia — cierto, la técnica que hoy pudiera destruir varias veces el mundo que habitamos, pero también sus hallazgos favorables: la biología, la medicina, el estudio del cosmos—, las ciencias humanas parecían fundar una delirante espiral de signos —deslumbrante a ratos, a ratos tediosa— que sólo refería al fin a otros signos, cada vez más lejanos de nuestra ordinaria interacción con la materia. Cierto también: el puro amor al conocimiento es una profesión a la que no deberíamos renunciar jamás. Es una flecha lanzada con vehemencia hacia un destino que no podemos presagiar: por esa sola afición descubrimos continentes primero, constelaciones después. Pero no debiéramos, tampoco, conformarnos con la mera convocatoria de fantasmas, a riesgo de extraviarnos en una galería de espejos. Desde luego, sería un error pretender, para las humanidades, una tradición que buscara emular los métodos y rigores de las ciencias exactas. Nuestra labor es de otra índole: ahondar en los elementos del mundo no para desentrañarlos —como la física cuántica— de una vez y para siempre, sino para excavar en nosotros mismos. Esta obviedad a veces se pierde de vista.
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El Atlas Mnemosyne en la sala de lectura de la Biblioteca Warburg. (Fotografía: Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images)
Nunca he olvidado cierta lección de Rita Eder, en muchos sentidos mi mentora en la historiografía del arte, disciplina a la que he dedicado mis años recientes. En un ejercicio de su seminario de Arte y Antropología en México, en la Universidad Nacional, nos dio una instrucción peculiar: sí, el ensayo debía ir acompañado de un fundamento teórico y de bibliografía relevante; ofrecer una argumentación sólida y un punto de vista novedoso. Pero —no menos importante— debía ser un acto de exploración de nosotros mismos: lo que cada uno era capaz de ver en la plástica por su experiencia de vida irrepetible. El seminario de Eder llegó en buen momento. Apenas un semestre antes había tomado mi primera cátedra con una eminente crítica de arte. Mi fascinación fue amplia: el esmero de las diapositivas contra la pared, el sonido de la vieja máquina pasando las fichas, la explicación puntual de fechas, nombres, periodos: todo aquello que en mi imaginación correspondía con la apreciación de la pintura. Pero aquella inicial seducción se fue decantando conforme pasaron las semanas. Cada sesión era una réplica de la anterior: la repetición de datos y postulados; nada que no pudiera consultarse en una biblioteca especializada y aun no especializada. ¿Qué había de particular en el estudio de las artes visuales? ¿Era su objeto la mera
enumeración de nombres, de principios consagrados por la tradición? ¿O era posible entre sus fundamentos la fisura, la herida por donde sangra el conocimiento y son posibles la interpretación y la novedad? La historia del arte y de la teoría que le es propia pueden cifrarse —como tantas disciplinas de este mundo— entre ambos polos. Lo sabemos: grandes logros de la pintura occidental serían francamente impensables sin los rigores que las Academias nacionales consagraron por siglos; también, algunas de sus glorias fueran inconcebibles sin el desafío a esa rigidez —el impresionismo y las vanguardias, por ejemplo—. En el terreno de la historiografía, ha sido el mundo germánico quien con mayor fervor ha trazado nuevos derroteros para la comprensión y exégesis de la plástica. Frente a la tradición italiana, dominada desde Vasari por el recuento de vidas y obras, la práctica alemana ha querido dar cuenta de las formas, y más de una vez ha sabido transgredir el rígido hábito positivista de los periodos artísticos: a ese aire fresco debemos acercamientos provechosos, que pasan por Lessing, Burckhardt Wölfflin, Riegl, Gombrich, Panofsky, y dejan sentir su influencia en estudiosos como Justino Fernández y Fausto Ramírez: al último debemos en buena medida la renovación de los estudios de arte en nuestra geografía. Querer dar cuenta de ese decurso
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sería aquí un claro desatino, pero tal vez la breve mención de dos autores descollantes pueda ilustrar su beneficio. Wilhelm Worringer (1881-1965) es recordado sobre todo por Abstraktion und Einfühlung, una descollante tesis doctoral en la que discutía el postulado de que la proyección sentimental es el fundamento que explica la génesis del arte. Si el arte occidental había navegado por siglos por las aguas mansas del realismo y la imitación de la naturaleza, Worringer sospechaba que este principio era insuficiente para comprender las expresiones artísticas de otros pueblos: unos, llamados primitivos; otros, de sofisticada cultura —como los orientales— que se han inclinado a la búsqueda de abstracción. Worringer se oponía así a una honda tradición, venida desde Kant, Goethe y los románticos, que creía en la regencia de lo bello y lo sublime; según él, las formas del arte que copian la naturaleza parten de una plena identificación del hombre con el mundo que le rodea: la proyección sentimental, la Einfühlung. Representar las formas orgánicas es asistir a un “goce objetivado de sí mismo”. A esta fuerza se opondría otra igualmente poderosa: la voluntad de abstracción, hija de una suerte de terror ancestral. Una “agorafobia espiritual” nacida del sentimiento de indefensión ante el mundo que nos rodea: ante la contundencia de sabernos solos en el Universo. Una fuerza no anterior sino superior al conocimiento. El pensamiento occidental ¿no se lanzó a la conquista de todo lo visible, y creyó dominar el mundo natural? Pero más allá de nuestras luces, a la vuelta de la esquina, el mito y lo sagrado nos aguardan. Y nos acechan, también, el horror y lo divino, que suelen expresarse con recursos abstractos. La obra de Worringer es significativa porque da cuenta de un momento en que la noción misma de arte comenzó a fracturarse y a extender sus límites hacia terrenos antes asignados a la arqueología, la historia y, acaso, las artes populares. De allí su buena reputación entre los artistas de vanguardia.
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Pero tal vez nadie como Aby Warburg (1866—1929) ilustra la reunión entre Academia, novedad y vida propia. Warburg ambicionó, contra toda fórmula académica, realizar una gran memoria de la iconografía europea, sobre todo en su célebre Bilderatlas Mnemosyne, una suerte de compendio de la supervivencia de las formas en el arte más allá de los períodos, las geografías y los medios: para ello echó mano de la pintura, la escultura, la arquitectura, sí; pero también de la tapicería, la numismática, el zodiaco y todo canal de representación no sancionado por las Bellas Artes, capaz de conducir el torrente inagotable de la forma. Warburg nos enseña que la imagen sobrevive, como una suerte de espectro, aunque se derrumbe el medio cultural que fue su cuña. Pero, ¿capturar la imagen fantasmal en todas sus manifestaciones no era también un intento desesperado por domarla? Aby Warburg manifestó largos periodos de depresión y síntomas de esquizofrenia, y aun debió ser internado en la clínica psiquiátrica de Ludwig Binswanger en Suiza. Su aportación al estudio del arte está seriamente enlazada a una vida marcada por el terror a los monstruos de la mente. Cierto: ni la mera referencia a la vida propia ni la sola adherencia a una doctrina son capaces por sí de crear otras sendas al conocimiento en las humanidades. Es la conciencia del académico quien con su filo peculiar abre una herida sobre la tradición, vuelve al lugar común para extraer de él nuevas entrañas. Pues a despecho del bien reputado método de las ciencias naturales, que ha ido esclareciendo los recovecos de la realidad desde el macrocosmos hacia las formas mínimas de la materia, de lo general a lo particular, las ciencias humanas quizá deban recordarnos que no toda la realidad es aprehensible mediante la razón: una parte de ella vuelve siempre al mito, a la parte maldita, a la entropía, a la poiesis, y sólo la intuición y la imaginación pueden sondear esos terrenos. La experiencia única de nuestra vidas: eso que nuestra individualidad puede iluminar en el estudio de nuestra existencia colectiva.
ménades y meninas | Biblioteca Warburg en 1926 (Fotografía: ullstein bild / ullstein bild by Getty Images)
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L’Oceanogràfic, en la Ciudad de las Ciencias y las Artes de Valencia, España. (Fotografías: Cristina Arias y Santiago Barrio /Cover / Getty Images)
Félix Candela: un reconocimiento Antonio Toca Fernández
Conocí a Félix Candela desde que yo era estudiante de arquitectura, pero no sabía entonces la fama internacional que él había logrado con sus estructuras. Eso se explica porque tampoco conocía la obra de Francisco Artigas, Luis Barragán, o de Juan O’Gorman, ya que en la Universidad nadie nos hablaba de ellos; como tampoco se conocía entonces la obra de Louis Kahn, Paul Rudolph, o de Eero Saarinen. En ese reducido Olimpo sólo había dos “dioses”: Le Corbusier y Mies; los demás eran semidioses y Gaudí y Wright eran —en el mejor de los casos— arquitectos incómodos y extravagantes. De los mexicanos se tenía —y aún se tiene— una pequeña mitología y no era de buen gusto cuestionarla. Uno de los más graves defectos en cualquier cultura es no reconocer el talento de sus creadores. En la de México se ha sobrevalorado a unos cuantos y se ha ignorado a muchos, como Félix Candela. Candela (1910-1997) nació y se educó en España, donde estudió en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura y en la Academia de San Fernando de Madrid. El famoso ingeniero Eduardo Torroja lo recomendó para un posgrado en Alemania, donde fue aceptado; pero al estallar la guerra civil se enroló en el ejército republicano, por lo que luego tuvo que emigrar a México, en 1939. Aquí inició una segunda etapa, la más creativa como arquitecto, constructor e ingeniero. Ya nacionalizado mexicano en 1950, fundó Cubiertas Ala, una constructora que realizó más de trescientas obras, con una extraordinaria tecnología que permitía cubrir grandes claros, con ligeras cáscaras de concreto armado. Entre sus obras están el Pabellón de rayos cósmicos, unam, de 1951; la Iglesia de la Virgen Milagrosa, de 1953; los mercados Anáhuac, Azcapotzalco, Coyoacán, Jamaica, Lagunilla y Tepito; la escuela de danza en Chapultepec, de 1956; el restaurante Los Manantiales, de 1957; las Capillas en Cuernavaca, de 1959, y Santa Mónica, de 1960; las estaciones de San Lázaro, Candelaria y Merced del metro, de 1968; las bodegas de Bacardí en Cuautitlán, 1960; las plantas de Cervecería Moctezuma en Orizaba, Ciudad de México y Monterrey, entre 1965 y 1971; el Palacio de los Deportes de 1968, y su última obra, L’Oceanogràfic, en Valencia, de 1997.
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Candela fue profesor en la unam entre 1963 y 1970 y en las universidades de Harvard, Virginia, Cornell, Illinois y Ledds. Sus conferencias en el mit, de 1954, Columbia, San Luis, de 1955 y Yale, de 1960, lo acercaron a los principales arquitectos estadounidenses como Marcel Breuer, Richard Neutra, I. M. Pei, Paul Rudolph, y muy especialmente Eero Saarinen, cuya terminal para la twa de 1963 fue influenciada por Candela. Además, se realizaron exposiciones sobre su obra en Los Angeles, en 1957, y en los Museos de Arte Moderno de Dallas, en 1962, y de Houston, en 1964. En 1961 Candela recibió el primer premio Auguste Perret de la uia. Para 1963, ya era el arquitecto mexicano más reconocido internacionalmente. Incluso se publicó una monografía sobre su obra en Nueva York, Candela: the shell builder. Sin embargo, en México sólo era visto como ingeniero o como modesto colaborador en obras que claramente fueron creaciones suyas. Por esas injusticias, y porque le ofrecieron trabajo, emigró a Chicago, donde trabajó el último tercio de su vida como consultor, profesor y conferencista. La influencia de Candela fue muy grande y aún se puede ver en la obra de Santiago Calatrava, que tuvo contacto con él en esa etapa. Candela Murió en Carolina del Norte en 1997. Ante la sorprendente cantidad y calidad de su obra, resulta paradójico que aún no se le considere en México como uno de los grandes arquitectos del siglo xx. Por eso, para la cultura mexicana es necesario reconocer la aportación de Candela y realizar un catálogo actualizado de sus obras. Afortunadamente, la obra construida de Candela ha sido revalorada tanto en México, como en Alemania, España y Japón. Su labor como arquitecto y constructor dejó también obras en Guatemala, Cuba, Puerto Rico, Perú y Venezuela. Su aportación teórica El importante trabajo de reflexión y crítica sobre arquitectura e ingeniería de Félix Candela sigue siendo
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desconocido. Sus primeros escritos, de 1953, fueron para denunciar: “la inercia mental, o la rutina de muchos arquitectos e ingenieros, para desarrollar formas estructurales lógicas”, aprovechando las ventajas del concreto armado. Poco después comentó: “me lancé con entusiasmo no solamente a construir lo que siempre había ambicionado, sino a opinar, pública y airadamente, en contra de los métodos usuales de análisis de estructuras, provocando la indignación de expertos y profesores que no soportaban la intrusión en su exclusivo campo”. En 1957, como parte del Consejo editorial de la revista Arquitectura-México, Candela señaló “la crisis del estilo internacional”; diez años antes que Robert Venturi y veinte años antes que Charles Jencks. Habló de “la trasnochada insistencia en el dogma racionalista” y de su disgusto ante la “imposición de soluciones estilísticas totalmente anti funcionales”. Denunció: “…el clima de hipocresía ya de tal naturaleza que ni siquiera nos damos cuenta al adoptar soluciones exóticas correspondientes al estilo internacional, que estamos haciendo algo en desacuerdo con las características climáticas y espirituales del lugar en que actuamos”. En el más radical de sus textos expresó su desacuerdo con el tono de las conferencias realizadas en la Escuela de Arquitectura de la unam sobre el “arquitecto del futuro, insistiendo en que la misión de la enseñanza no puede ser la de producir arquitectos en cinco años, sino la de preparar hombres que con tiempo y esfuerzo personal puedan llegar a ser arquitectos”. Refiriéndose a sí mismo dijo: “Es curioso y constituye una muestra de la confusión que prevalece en nuestra profesión el hecho de que haya adquirido fama internacional en el momento en el que he dejado prácticamente de actuar como arquitecto. A fin de cuentas, y si nos dejamos de pedanterías, a este modesto pero noble título —de construir— deberíamos aspirar todos, antes de llamarnos arquitectos con pleno derecho”.
Problema estructural Los textos de Félix Candela eran y siguen siendo muy provocadores: Nos vemos obligados a hacer una afirmación de apariencia un tanto brutal, pero que conviene decir de una vez por todas. El concreto armado no está hecho para trabajar a flexión en secciones de gran masa; concretamente en secciones rectangulares, a pesar de ser ésta la manera habitual de utilizarlo. La viga rectangular de concreto armado es una forma estructural tan inverosímil y arcaizante como el dintel de piedra, y obedece al mismo fenómeno de mimetismo constructivo que éste. De aquí resulta el hecho absurdo de que, probablemente, las tres cuartas partes, o quizá más, del material que se utiliza en una estructura es perfectamente inútil, superfluo y, en definitiva, perjudicial para la estabilidad de la misma, únicamente la inercia mental —la rutina— justifica que se aplique este mismo criterio al concreto. (1953)
Candela denunció que gran parte del peso de las estructuras de concreto realizadas con marcos de columnas y trabes eran inútiles, y constituían un gasto absurdo que podría ahorrarse. Señaló también que la facilidad de repetir lo conocido era la causa de ese mimetismo constructivo y responsabilizaba de esta situación tanto a los ingenieros, como a los arquitectos: “el arquitecto no ha hecho el menor esfuerzo por contribuir al desarrollo de formas estructurales lógicas, suponiendo quizás que tal labor correspondía al ingeniero”. Finalmente, invitó a solucionar esta contradicción: “Ha llegado el momento de plantearse seriamente el problema de encontrar formas estructurales adecuadas para el concreto armado”. Lo sorprendente es que Candela enfrentó el reto que el mismo había planteado y durante los siguientes años diseñó y construyó centenares de estructuras que optimizaban el trabajo del concreto y del acero de refuerzo.
Su obra fue reconocida a nivel internacional y abrió una línea de investigación que ha influenciado a numerosos especialistas en el diseño de estructuras. Recientemente, el ingeniero británico Cecil Balmond, vicepresidente de la firma Ove Arup y colaborador en proyectos de Koolhaas, Libeskind, Ito, Siza, van Berkel y muchos otros, declaró: “El diseño es un proceso en el que el arquitecto y el ingeniero formalizamos juntos una propuesta, y yo soy tan culpable o tan inocente como el arquitecto de la solución del espacio”. Esas experiencias señalan con claridad la responsabilidad de las dos profesiones; ya que desde hace tiempo los arquitectos han renunciado a participar en un área que han dejado casi exclusivamente a los ingenieros. La situación es grave porque ha provocado que se diseñen miles de edificios sin una solución estructural adecuada y económica. La denuncia que hacía Candela no ha cambiado: los arquitectos no diseñan sus estructuras y encargan al ingeniero la solución más fácil y rutinaria. En la mayoría de las escuelas se enseña cálculo de estructuras, pero no los criterios estructurales que son fundamentales a medida que aumenta la escala de la obra. Además, se desperdicia la oportunidad de conocer los sistemas estructurales que están a disposición del proyectista para favorecer la enseñanza de sistemas caducos y repetitivos, que poco aportan en la investigación de nuevos sistemas constructivos para mejorar y hacer más eficientes las obras. Es por eso que la revaloración de la obra de Candela, como lo señaló recientemente Gustavo López Padilla, debe de continuar su trabajo de investigación sobre estructuras y su análisis de la arquitectura contemporánea; además, de que está pendiente un catálogo definitivo sobre sus obras construidas para que el inba pueda proteger ese valioso patrimonio.
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Visiones de lo paracotidiano La cabeza-cámara de Joel-Peter Witkin Verónica Bujeiro
Envidio a quienes se encuentran por primera vez con una imagen de Joel-Peter Witkin, pues es como acudir a esa escena primaria en donde la muerte, el sexo y la violencia nos revelaron un espacio de la existencia en el que nuestra identidad y nuestras certezas se trastocaron y se expusieron al peligro o a la fascinación. El universo de Witkin posee un imaginario denso y complejo en su simbolismo, lleno de seres marginales, deformes, cadáveres que son puestos al centro de la escena para dar una vuelta de tuerca que erotiza. Sublima la violencia y el asombro ante la exposición de una realidad oculta pero paralela a la nuestra. El contenido de sus obras toma de la fotografía la potencia de lo real y del arte pictórico su compleja codificación alegórica para crear una atmósfera ominosa y extraordinaria, una atmósfera que trastoca no sólo la entelequia del ideal de belleza sino nuestra propia humanidad. Tachado comúnmente de “perverso” y “obsceno”, el mismo Witkin ha creado sobre sí mismo una mitología en donde sus experiencias de vida conforman los cimientos de esta visión abyecta. Cuenta —por ejemplo— que un accidente presenciado a los seis años significó el inicio de su carrera: un choque automovilístico múltiple arrojó a sus pies la cabeza de una niña. Aquello, dice, marcó su mirada sobre la realidad y más tarde, a los dieciséis para ser precisos, cuando tuvo en las manos su primera cámara fotográfica, percibió que más que una máquina sostenía aquella rodante cabeza infantil. La carrera del joven Witkin prosiguió en la Escuela de Arte (en donde se especializó en escultura) y más tarde en el reclutamiento militar durante la guerra de Vietnam. En el ejército, su labor consistió en documentar fotográficamente las “formas de muerte” acaecidas dentro del cuerpo de los combatientes. Tras esa experiencia se afincó en la práctica fotográfica común con imágenes medianamente sórdidas que pretendían seguir los pasos de los fotógrafos norteamericanos Weegee y Diane Arbus, pero a las que Witkin, nacido en la contradicción religiosa de un padre judío
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Joel-Peter Witkin en San Francisco, California, 1985. (FotografĂa: Chris Felver / Getty Images)
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y una madre católica, añadió un componente místico que se puede evidenciar en un anuncio colocado en un periódico en el que solicitaba modelos para sus fotos: …enanos, gigantes, jorobados, transexuales, mujeres con barba, gente con cola, cuernos o alas. Cualquiera que haya nacido sin brazos, piernas, ojos (…) personas con genitales inusualmente grandes, hermafroditas (... ) cualquier persona que porte las heridas de cristo.
El propósito de semejante reclutamiento no era documentar estas vidas, como lo hizo magistralmente Arbus, sino hacer visible el pathos de estos sujetos por medio de la fotografía. Auxiliado con los ojos de esa cámara-cabeza, Witkin sometía a sus modelos a posturas o situaciones que evidenciaran la emoción o el estado mental que condenaba semejante existencia. Al fotógrafo místico se unía la práctica de un maestro sádico que escenificaba parte de su propio inconsciente, confrontándolo con sus miedos y placeres. Por ética (y miedo a sí mismo) no tardó mucho en abandonar esta forma de abordar a sus modelos y pasó a una etapa en donde la composición de la puesta en escena cobra vital importancia, nutriéndose de citas y préstamos de maestros antiguos y modernos del arte pictórico que dotan al documento final de un simbolismo abundante, no sin dejar al centro de su obra la indagación espiritual del misterio entre la vida y la muerte. La exposición del Foto Museo Cuatro Caminos, primera retrospectiva del autor presentada en México, compartida con su hermano gemelo, el pintor Jerome Witkin (quien merece ser tratado como un caso aparte), ofrece un recorrido no cronológico por la trayectoria de estas fervientes visiones de la cámara-cabeza de Joel-Peter Witkin y permite presenciar
las directrices que ha explorado en los últimos años de su carrera. Es grato ser recibido con obras icónicas del autor como The kiss (1982), probablemente su obra más famosa, en donde la cabeza diseccionada de un hombre se besa a sí mismo; su reinvención de Las meninas (1987); así como Harvest (1984), un homenaje directo al pintor renacentista Arcimboldo, que vista de cerca nos revela que más allá de buscar la fidelidad de la fotografía, Witkin apela a los procesos de revelado e impresión para esculpir una imagen intermedia entre lo fotográfico y lo pictórico, una obra que deliberadamente busca un aire histórico para validarse paródica y seriamente como digna de un antiguo maestro. Quizá para el público mexicano, habituado a la convivencia de Eros y Tánatos dentro de una cotidianidad surreal y absurda, el mundo de Witkin nos resulte un tanto familiar. Por ello, no es de sorprenderse que en los años noventas del siglo pasado el autor haya realizado varios viajes que lo llevaron a la Escuela de Medicina de la unam y al semefo para realizar algunas de sus
El beso, plata sobre gelatina, 1982
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Las Meninas (JRFA 10668), plata sobre gelatina, 1987
obras más explícitas como A feast of fools (1990), o una Vanitas —un bodegón de alto valor simbólico— que incluye el cuerpo de un bebé (quien porta visiblemente las heridas de su autopsia) entre otros retazos de cuerpos humanos y una fuente de delicias culinarias. De esa serie mexicana, destacan asimismo Glassman (1994), un hombre destinado a la fosa común quien bajo la lente de Witkin se convierte en un auténtico santo; y Sátiro (1992) en donde el actor José Flores interpretó uno más de sus míticos papeles. Más allá de la impresión que pueda causar el contenido de las imágenes, la muestra da cuenta de una constante que anteriormente pasaba de algún modo inadvertida: el camino místico del autor, pues en realidad Joel-Peter Witkin es un consumado director de escena:
clásico, inaugura el uso del color en su trabajo y hace evidente que en ese universo trabado y viscoso hay lugar para el sentido del humor, visible en Hilter posing with the Antichrist 1937 (2015). Incluso incide en lo escandalosamente convencional con Night in a small town (2007) en donde la cabeza-cámara parece haber sido reemplazada por la ablución inane del Photoshop. Al final de la muestra, prevalece un sentido febril y de saturación por el cargado universo de Witkin, a quien le surge un inesperado sentimiento de redención con lo humano. Su obra nos familiariza con lo extraño y nos lleva a valorar la vulnerabilidad del cuerpo y la belleza desde otro punto de vista. Su arte realmente nos habla de un sentido místico en donde el sufrimiento no conduce a ningún destino prometido y los santos están más apegados a la tierra que al cielo. Ante las visiones de esa cámara-cabeza es imposible quedar indiferente. Y aunque para vender entradas se puede decir que la muestra es similar a un recorrido por el infierno, la pátina de su estética nos hace pensar en su obra como una especie de visitantes de otra época, esos que pueden dar cuenta de “un tiempo resplandeciente en la atrocidad que algún día llamamos vida”.2
Siempre he sido un dramaturgo visual que dirige las imágenes que hay en mi cabeza. Yo no fotografío el mundo, hago que el mundo venga a mi estudio.1
La abierta admisión de esta cualidad en su trabajo puede notarse en su última década de producción donde existe un claro alejamiento de la densidad de sus temas originales, pues de místico y sádico Witkin ha pasado a ser todo un esteta. Ahora sus imágenes se sostienen en pequeñas fábulas —una clara referencia al exvoto latinoamericano—, como la imagen de la serie tomada en Bogotá, Marriage (2007), donde practica el collage
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https://www.youtube.com/watch?v=cuHB_jITD2A
Sátiro, plata sobre gelatina, 1992
2 Joel-Peter Witkin (comp.), Harms Way: Lust & Madness, Murder & Mayhem: A Book of Photographs, Twin Palms Publisher, 1994, p. 10.
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Hamlet o todo pasado fue mejor Gerardo Piña
Frente a ti hay alguien a quien le han arrancado a un hijo para quitarle los ojos, cachos de la piel y luego desaparecerlo así sin más. Frente a ti miles de mujeres son agredidas, violadas o asesinadas. Frente a ti veintinueve bebés mueren calcinados por la negligencia de las autoridades. ¿Hacer algo o no hacer nada? ¿Será mejor cerrar los ojos?, ¿decir: “no es mi problema” o contribuir con algo —aunque sea poco— a detener estas formas de violencia? Hamlet nos mueve a plantearnos éstas y otras preguntas mientras mira el pasado. La nostalgia de Hamlet no es aislada o subjetiva; es propia de su tiempo (y, me temo, debería ser el del nuestro). Pero primero un resumen de la obra: El fantasma del padre de Hamlet le dice que fue asesinado por Claudio, su hermano (ahora rey de Dinamarca y esposo de Gertrude, la reina y madre de Hamlet). Hamlet decide comprobar si la información revelada por el fantasma es cierta y organiza la representación de una obra de teatro que recrea el asesinato como lo refirió el fantasma. El rey, al ver la obra, no puede ocultar su sorpresa y se retira del salón muy agitado; más tarde confesará su culpa. Posteriormente Hamlet mata por error a Polonio, el padre de Ofelia y consejero del rey. Hamlet está enamorado de Ofelia y, al parecer, ella de él, pero cuando Polonio muere, ella pierde la razón y se suicida ahogándose en el río. Laertes, el hermano de Ofelia e hijo de Polonio, llega a Dinamarca para exigir justicia por la muerte de su padre. Claudio y él planean envenenar a Hamlet durante una justa, pero la reina bebe del veneno y Laertes confiesa el complot. Hamlet mata a Laertes y a Claudio, el rey, y después bebe del veneno para apurar su muerte (Laertes lo había herido con una espada ungida con el mismo veneno). La obra termina con la llegada de Fortinbras, un príncipe extranjero, quien se encuentra de manera inesperada con el trono de Dinamarca.
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Varios filósofos, críticos y pensadores de diversas áreas han visto Hamlet como un modelo de modernidad. Marx, Freud, Nietzsche y Lacan, entre otros, utilizaron esta obra como representativa de sus respectivas teorías.1 Sin embargo, más que apuntar hacia el futuro, Hamlet es una obra que reflexiona sobre su propio tiempo e invita a los espectadores a reconocerse en el pasado. Esta lectura sigue vigente en nuestro tiempo. ¿Cuáles son los elementos clave que permiten articular la visión crítica del presente de Hamlet mediante el rescate del pasado? En primer lugar está la presencia de un fantasma que revela su propio asesinato, un fratricidio que evoca de manera obligada al cometido por Caín en el Génesis bíblico. Después encontramos las reflexiones que hace Hamlet sobre los muertos cuando está en el cementerio con Horacio. La muerte no como algo lamentable en sí sino como un recordatorio de que todos, sin importar nuestras diferencias, confluimos en ella. Y la conciencia de esto debería regular nuestras acciones. Primer patán: Aquí tenéis una calavera: esta calavera ha estado en la tierra veintitrés años. Hamlet: ¿De quién es? Primer patán: Fue la de un loco hijo de puta; ¿de quién creéis que es? Hamlet: No sé. Primer patán: Mala peste le caiga encima al loco bribón: me echó una botella de vino del Rin en la cabeza una vez. Esta calavera misma, esta precisa calavera fue la calavera de Yorick, el bufón del Rey. Hamlet: ¿Ésta? Primer patán: Mismamente ésta. Hamlet: Déjame ver. Ay, pobre Yorick; yo lo conocí, Horacio, un sujeto de una gracia infinita, de excelente fantasía; me llevó en su espalda mil veces; y ahora qué aborrecible aparece en mi imaginación; se me hace un nudo en la garganta de pensarlo. De aquí colgaban esos labios que besé no sé cuántas veces. ¿Dónde están tus bromas?, ¿tus piruetas?, ¿tus canciones?, ¿tus chispas de diversión que
1 Al respecto, hay que recordar que Hamlet, como muchas obras de Shakespeare, proviene de fuentes previas. Principalmente La historia de los daneses de Saxo Grammaticus (siglo xii) y La tragedia española, de 1589, de Thomas Kyd.
solían provocar las carcajadas de toda la mesa? ¿No hay ahora ninguna para burlarte de tu propia gracia?, ¿tienes un poco caída la mandíbula? Vete ahora a la alcoba de mi señora y dile que bien puede ponerse pintura de una pulgada de grueso, a esta figura ha de llegar. Hazla reír con eso. Por favor, Horacio, dime una cosa. Horacio: ¿Qué es ello, milord? Hamlet: ¿Crees tú que Alejandro [Magno] tenía este aspecto en la tierra? Horacio: Ni más ni menos. Hamlet: ¿Y que olía así? Puah. Horacio: Exactamente, milord.2
Hamlet también invoca a la muerte como algo que vemos, pero no observamos —como diría Sherlock Holmes—. Pareciera que si la muerte no nos afecta de manera directa, no existe. Las cifras de muertos, desamparados o de migrantes condenados a la muerte y la tortura son en nuestros días tan alarmantes que pasan inadvertidas para casi todos. La injusticia, la violencia y el sufrimiento evitable aparecen ante nosotros como objeto de entretenimiento o dato inútil. Hamlet reflexiona sobre su tiempo en contenido y forma. Esta obra arroja una primera pregunta fundamental para los isabelinos: ¿por qué Hamlet no hereda el trono de su padre? En 1600, el tema de la sucesión al trono de los Tudor era lo más importante en Inglaterra, y tenemos aquí que el heredero legítimo al trono no lo hereda, y en cambio, lo usurpa un asesino para quedar finalmente en manos de extranjeros. Al igual que Richmond, quien gana la batalla en contra de Ricardo III y apenas aparece en la obra, Fortinbras obtiene el trono de Dinamarca después de la muerte de Claudio y de Hamlet sin haber hecho nada. Hamlet es un drama histórico disfrazado; y un drama histórico apocalíptico: el fin de las sucesiones al trono. Shakespeare advierte de manera simbólica el fin de una familia monárquica a fuerza de autodestruirse; apunta hacia lo absurdo de las persecuciones religiosas que son interminables y debilitan el gobierno de Inglaterra.
2 William Shakespeare, Hamlet, traducción de Tomás Segovia, uam / Ediciones Sin nombre, México, 2008.
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La actriz Sarah Bernhardt caracterizada como el príncipe Hamlet, en 1897. (Fotografía: APIC / Getty Images)
No es casual que Hamlet padre sea un fantasma católico que se presenta ante una audiencia protestante londinense. Su sola presencia es anatema para el público de las obras de Shakespeare. Y para aumentar la tensión de estas fuerzas en la visión del público se contraponen el propio Hamlet y Horacio, alumno de la universidad protestante de Wittenberg, quien le dice a Hamlet que no siga al fantasma so pena de perder la razón. Shakespeare era protestante al menos de forma (es decir, cumplía con los deberes protestantes impuestos por la ley), pero la fe de su padre es un asunto más complicado. John Shakespeare fue multado en algunas ocasiones por no acudir a misa, tal como lo ordenaba el gobierno de la reina Isabel. Además, se encontró un testamento espiritual suyo escondido en el ático de su casa. Una comitiva de frailes jesuitas enviados por el Papa encontró este documento en el que John Shakespeare declaraba ser católico (al igual que Mary Arden, la madre de William). Shakespeare no muestra estas oposiciones entre católicos y protestantes como dos bandos irreconciliables sino como dos posibilidades de fe en una misma familia y como parte de un periodo de transición; como lo hiciera en Romeo y Julieta, aboga por la comprensión y no por el conflicto ideológico. El crítico Stephen Grrenblatt afirma que “Hamlet es una obra en la que un hijo protestante es perseguido por el fantasma de su padre católico”. Y tampoco es casual que para hacer estos señalamientos sobre el estado de las cosas en la Inglaterra de 1600, Shakespeare tomara como modelo formal para Hamlet, La tragedia española de Thomas Kyd (que era como el Star Wars isabelino). Fue la obra más popular de su tiempo. Hasta quienes nunca la habían visto sabían algo de ella. De esta obra Shakespeare tomó los siguientes elementos: • • • • •
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El nombre de Horacio El fantasma La imagen de una mujer loca corriendo Un asesinato en un jardín, y La elaboración de una obra dentro de la obra.
En Hamlet Shakespeare arriesgó todo porque quería que Hamlet superara el mayor ícono teatral de la década anterior. Sin embargo, entre las diferencias formales hay dos que resaltan: a) en La tragedia española la trama comienza con un padre (Jerónimo) que pierde a su hijo (Horacio), y en Hamlet un hijo pierde a su padre y b) las acotaciones en la dirección escénica de la obra dentro de la obra son extremadamente cuidadosas. Ambas diferencias refrendan la idea de abrazar el pasado por encima de aventurarse a un futuro aún incierto. Aquí las acotaciones de la obra con la que Hamlet busca desenmascarar al rey: Entran el Rey y la Reina, muy amorosos; la Reina abrazándolo a él, y él a ella. Ella se arrodilla y hace gestos de solemne promesa hacia él. Él la hace levantar y reclina su cabeza contra el cuello de ella, que le hace recostarse sobre un lecho de flores. Viéndolo dormido, se aleja de él. En seguida llega un individuo, le quita la corona, la besa, y vierte veneno en el oído del Rey, y se va. Regresa la Reina, encuentra muerto al Rey y actúa apasionadamente. El envenenador, con dos o tres mudos, vuelve a entrar y parece lamentarse con ella. Se llevan el cadáver. El envenenador corteja a la Reina con regalos, ella parece despectiva y desinteresada durante un rato, pero al final acepta el amor de él. Salen.
En ninguna otra obra Shakespeare detalla tanto una acción. Esta escena constituye una oposición del autor al teatro moderno, actuado por niños, y su adhesión el estilo del teatro antiguo. Esto se reafirma cuando Hamlet conversa con los actores, pues nos damos cuenta de que él conoce sus obras y montajes; intenta recordar unas líneas de Príamo y más adelante hablan de Julio César; personajes de un pasado heroico. Por último, en el centro de la obra encontramos el soliloquio más invocado de Shakespeare. Hamlet no se cuestiona por el ser de manera ontológica sino por nuestras acciones. Una vez que conocemos un crimen o una ofensa grave, ¿cómo actuar? Y si nosotros somos objetos de la opresión, ¿por qué lo soportamos? En muchos casos por la promesa de una vida eterna paradisíaca, pero el miedo a lo que ocurre después de la muerte también nos paraliza. Y si bien es tentador no
hacer nada o desparecer, Hamlet nos recuerda que las omisiones también tienen un precio, y mucho se ha perdido por ellas. Nuestro entorno inmediato es nuestra responsabilidad. En más de un sentido, este soliloquio es un acto revolucionario. Hamlet: Ser o no ser, de eso se trata: Si para nuestro espíritu es más noble sufrir las pedradas y dardos de la atroz fortuna o levantarse en armas contra un mar de aflicciones y oponiéndose a ellas darles fin. Morir para dormir; no más; ¿y con dormirnos decir que damos fin a la congoja y a los mil choques naturales de que la carne es heredera? Es la consumación que habría que anhelar devotamente. Morir para dormir. Dormir, soñar acaso; sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte qué sueños puedan visitarnos cuando ya hayamos desechado el tráfago mortal, tiene que darnos que pensar. Ésta es la reflexión que hace que la calamidad tenga tan larga vida: pues, ¿quién soportaría los azotes y escarnios de los tiempos, el daño del tirano, el desprecio del fatuo, las angustias del amor despechado, las largas de la ley, la insolencia de aquel que posee el poder y las pullas que el mérito paciente recibe del indigno, cuando él mismo podría dirimir ese pleito con un simple punzón? ¿Quién querría cargar con fardos, rezongar y sudar en una vida fatigosa, si no es porque algo teme tras la muerte? Esa región no descubierta de cuyos límites ningún viajero retorna nunca, desconcierta nuestro albedrío, y nos inclina a soportar los males que tenemos antes que abalanzarnos a otros que no sabemos. De esta manera la conciencia hace de todos nosotros cobardes, y así el matiz nativo de la resolución se opaca con el pálido reflejo del pensar, y empresas de gran miga y de mucho momento por tal motivo tuercen sus caudales y dejan de llamarse acciones.
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¿Christopher? No, William, o cómo dudar de la paternidad Mario Conde
Los conspiranoicos existen en todos los gremios. Antes de que algunos pensaran que una súper raza de hombres reptil vive bajo la tierra o que el agua potable nos está volviendo tontos, un par de ellos tomaron algo de conocimiento literario y lagunas históricas para soltar una teoría que ha despertado los debates más ociosos en las salas de libreros altos y atiborrados de volúmenes solemnes: Shakespeare no escribió ninguna de sus obras. El poder de los recibos Todo lo que se conoce sobre el artista antes conocido como William Shakespeare se debe a partir de distintos trámites legales que dejaron en papel la constancia de su existencia. No sabemos, por ejemplo, cuándo nació, dado que en esa época los niños se registraban a partir del día de su bautizo —el 26 de abril de 1564—, por lo que los románticos —en el sentido no literario de la palabra— han acordado marcar el 23 de abril como su fecha de nacimiento, basados en su fecha de muerte. Por su acta de bautismo se conocen datos como los nombres de sus padres — John Shakespeare y Mary Arden—, que fue el tercero de ocho hijos y originario de Stratford-upon-Avon. De ahí se deduce —pues de nuevo, no hay registro— su educación en la Stratford Grammar School, donde aprendió gramática y literatura latinas. Existe un documento que testifica que un joven Shakespeare se casó a los 18 años con Anne Hathaway —la original, evidentemente—, ocho años mayor que él. Se sabe el nombre de los hijos del matrimonio: Susana y los mellizos Hamnet y Judith. Pero en una figura del tamaño de Shakespeare, saber el nombre de sus hijos nos dice nada sobre lo que es verdaderamente importante: su escritura, su labor, el estilo y la inspiración.
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William Shakespeare. Grabado de Charles Turner basado en un retrato de Cornelius Jansen. (Imagen: Universal History Archive / Getty Images)
El problema fundamental: Shakespeare dejó muchas firmas en documentos legales, pero no en los manuscritos. No es su culpa. En la época isabelina, como puede suponerse, no existían fotocopiadoras, por lo que repartir un mismo texto entre un elenco que podía llegar a superar la treintena de actores era mucho trabajo para una sola muñeca. El autor generaba un solo texto que después era entregado a un grupo de secretarios o copistas que se encargaban de replicar versiones distintas. ¿Por qué distintas? Porque cada personaje tenía su propio texto. Literalmente, el hombre que fue el primer Hamlet sólo recibió los textos que su personaje decía, la numeración por actos y escenas y el famoso “pie”, que era el final del diálogo que otro actor decía para saber quién continuaba con la obra.
que no es difícil imaginar que el actor haya hecho las veces de poeta dramático, basándose en el First Folio de 1623 donde es mencionado en unos poemas encomiásticos. A esto hay que sumar el monumento funerario que le erigió la Iglesia de la Santísima Trinidad en su pueblo natal, donde aparece retratado como “escritor” ya en la década de 1630. Pero los que defienden la supuesta teoría de conspiración (a quienes originalmente se les denomina como Anti-Stratfordianos) argumentan que William fue tan sólo un prestanombres utilizado por otro autor (o grupo de autores) que, sacando provecho de la ignorancia y candidez del verdadero Shakespeare, lo usaron para encubrir su verdadera identidad. Y entonces queda la mayor duda: ¿por qué querrían encubrir esa identidad?
Actor o dramaturgo Con todo esto en contra, pasaron apenas ciento cincuenta años para que el primer ocioso planteara el problema de la autoría de William Shakespeare, un cómico de entre los muchos que poseía la compañía teatral de Lord Chamberlain’s men. Los rumores se han disparado en direcciones tan radicales que llegan al punto de afirmar que el actor conocido como Shakespeare era analfabeta. Por suerte, toda teoría tiene sus detractores. Los llamados Stratfordianos aseguran sin complicaciones
La Teoría Marlowe Christopher Marlowe fue el mayor autor teatral que había dado Inglaterra hasta antes de que el joven William apareciera. Pero el Cisne de Avon no llegó a desfalcar a Marlowe y sumirlo en la desgracia, más bien su ascenso coincide (¿sospechosamente?) con la muerte del autor de un Fausto mejor que el de Goethe. Sin entrar en detalles que requieren más espacio que los estrechos márgenes de éste y que envuelven una historia de espionaje, intrigas de catolicismo en contra de la Corona inglesa, la traición de Thomas Kyd, una
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acusación de blasfemia, homosexualidad y delincuencia en contra de Marlowe… vayamos hasta el episodio de la taberna. El 30 de mayo de 1593, Marlowe se reunió en una taberna de Deptford con otras tres personas involucradas en el espionaje en una reunión de tragos que duró ocho horas. Tras una discusión sobre la cuenta, Marlowe levantó —con poca pericia— su daga en contra de uno de ellos, y ésta fue fácilmente desviada hasta su ojo, hasta atravesarlo antes que a su cerebro. La Teoría Marlowe dice que en esa pelea el autor no murió —algunos dicen que incluso, ni siquiera hubo pelea, que fue un montaje—. Entonces Marlowe, desde el exilio, desprestigiado ante el pueblo y su gobierno, escribió bajo el nombre de ese gentil actor de la Lord Chamberlain’s men. ¿Qué sustenta la teoría? Los símiles que se enumeran son: una amplia producción con uso constante de poesía de influencia clásica; la formación sobre literatura clásica de Shakespeare de la cual no se tiene registro y por tanto se puede dudar de ella; la similitud entre las estructuras dramáticas usadas por ambos autores, empezando por el uso del verso blanco y los monólogos poéticos, sin contar una pequeña pero concisa lista de intertextualidades entre los autores. Y que no tiene ningún sentido Por supuesto que, bajo esos preceptos, también podríamos argumentar que Bioy Casares era el prestanombres de Borges, que los hermanos Grimm fueron personajes inventados por todo un pueblo o que Racine fue uno de los muchos nombres usados por Séneca, el inmortal.
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Existe el contagio entre autores, más aún entre autores contemporáneos. Estas teorías que han llegado a declarar que hasta el mismo sir Francis Bacon pudo ser Shakespeare son ideas sin sentido que dejan de lado la esencia del escritor: el estilo. A su muerte, Marlowe era ya un autor consagrado con un buen camino recorrido y una pluma más que entrenada. Shakespeare es uno de los mejores autores de todos los tiempos, pero no debe ser endiosado, y podemos detectar ciertas carencias en sus textos más jóvenes: de Tito Andrónico a Hamlet hay más que cinco años de diferencia, es el paso del efectismo al conflicto interno; de la violencia desmedida a la violencia humana, más cruel y terrible; de un drama específico a la permanencia del espíritu humano. La fantasía de Sueño de una noche de verano basada en el folclore se ha asimilado por completo para crear un universo propio en La Tempestad. Es decir, podemos sentir la evolución del autor, el modo en que pulió su técnica basado en cada vez más lecturas o la respuesta del público. No podemos descartar, por más nefasto que pueda ser el ejemplo, un planteamiento de la película Shakespeare in love (Madden, 1998), donde un naciente autor apenas conocido como William Shakespeare recibe concejos de estilo y narrativa de parte del famoso Christopher Marlowe. Está de más hacer caso a estas teorías que nada tienen que ver con la obra, finalmente, lo que nos importa de un autor no es su vida, sino lo que le sobrevive, su obra. Y la obra de Shakespeare es perfecta. En tanto de estas teorías, termino por citar la escena v del último acto de Macbeth: “It is a tale told by an idiot, full of sound and fury. Signifying nothing”.
La realidad necesita de la ficción y de un plato de pancita Jesús Vicente García
I La poesía no llega sola, hay que ir tras de ella, de la misma manera que un crudo busca una pancita en el mercado Hidalgo, un sábado en la mañana, con maciza, libro, callo, tortillas calientitas, limón para matizar lo picoso del guiso y que a la primera cucharada uno sienta que la vida se regenera, que se está aquí, que el olor a alcohol de un día anterior, el sabor a cerveza pasada, a cigarros secos, combinado con la botana barata, pasará a la historia, lo revivirá cual penicilina al dolor de cuerpo; alabada sea la pancita y ese refresco que tanto daña y tanto gusta, la poesía no está tan lejos de ella; y que se repita el caldo complementario que la señora agrega sin costo extra; el beneficio es tener al cliente a gusto, que goce la vida, que regrese todo el tiempo con cruda o sin ella, y cuando tenga hijos los lleve y cuando estos crezcan igual acudirán, y los amigos de los amigos, los hijos de los hijos; es decir, la pancita contiene el futuro en sí misma, como la buena poesía, como un concierto para violines de Vivaldi, y así, esa señora sirve en sus platos dosis de vida, el antídoto para sacar de una vez la resaca completa, de una noche sudorosa de alcohol, de charla, quizás baile, tal vez amor. La pancita se convierte en poesía y la poesía en un verdadero deleite al paladar lector.
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Ilustración: Beatrix G. de Velasco
II Sube a Instagram dos fotos, una con guayabera y sombrero de palma, un Tardán 2012, y otra con bermudas y playera con la imagen de un tiburón en caricatura, con sombrero marinero, pipa, barba, como un Popeye latino, y la leyenda: Me voy de la ciudad, ¿quién va? Recibe respuestas de toda la diversidad de género. Se lo quieren comer. Me envía un guats: “Vamos, pinche Flaco. Pide permiso y descolguémonos a Oaxaca”. Si bien no tiene el tono desesperado, sí hay una música de soledad más que de hartazgo. Hago lo necesario para que Malena me crea que me voy con el guapo de la colonia Narvarte y no con mujeres de otros derroteros citadinos. Ella nos alcanzaría en tres días, tiene cosas personales que arreglar. Le pregunto si va a ir su novia Zafiro. No puede. Trabaja en el Ceneval y dicen que ahí los esclavizan, los amarran de las patas y los tienen a pan y agua, pegados a computadoras, papeles, reactivos, exámenes, sillas, escritorios, y los llevan a otras oficinas; demasiado kafkiano el asunto. Poético, apunta Basilio, porque, según Barthes, el escritor es aquel para quien el lenguaje crea un problema, que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza. ¿Captas? La literatura es una lucha, un morir en la raya. “Dame tiempo”, le respondo. “Una larga vida”, me ataca. “Asumo que tu poesía contiene esos elementos”. Albureamos y bebemos tequila. No quiero ponerme borracho. Odio la cruda. Tan sólo mencionarla siento que da mala suerte.
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III El ado Platino cuesta un “ojal de la carátula”, diría Tin Tan en Calabacitas tiernas. Le digo que si vamos a pagar eso, pues mejor en avión. No. Quiere ver la carretera. De Taxqueña nos llevan a la tapo, en medio de un calor de perros con gusanos; a las cinco de la tarde sale nuestro camión rumbo a Oaxaca de Juárez, asientos 28 y 29, de lujo, con pantallas personales para ver pelis, videos o escuchar música. Para salir de la ciudad, el camión tarda más de una hora, a pesar de que hay menos autos en circulación, porque aplicaron el doble Hoy No Circula. Así, con un sueñito medio alcoholizado, una película de un ex futbolista divorciado, el musical de The Who en no sé dónde y el de Juanga en Bellas Artes, llegamos a Oaxaca. “¿Qué tal la carretera?, está padrísima, ¿verdad?”. Me ve y nos echamos a reír, porque con los distractores del camión, los tequilas pero, sobre todo, por la oscuridad, no vimos nada. IV Media noche. Nos recibe una noche calurosa y lluviosa. Caminamos hacia el centro. Pareciera que hubiese toque de queda. Calles solas. Tomamos Benito Juárez, que pasa por un parque y que confluye directo al zócalo. Una mujer en pants rosa corre sobre Juárez y da vuelta en una esquina, desaparece como fantasma. Vemos dos o tres personas y nada más. El zócalo es un desierto. Cómo supo Basilio el camino. El gps es el lazarillo moderno. Nos instalamos en el hotel de 20 de Noviembre esquina Hidalgo. Buena onda el joven que la hace de administrador. Bebemos algo en un restaurante de los portales. Parece Coyoacán. Está más cercana a una plaza comercial que a lo que pensé de Oaxaca. Al día siguiente, vamos a Monte Albán. Desde lo alto del lugar se domina el territorio, como si uno fuera un dios. Casi tocamos el sol. Sudamos a mares. Sacamos fotos a granel. Tomo varios ángulos de un camaleón y una lagartija. Me ven con actitud majestuosa. Nos sentamos en una de las pirámides y Basilio se queda callado viendo el cielo azul, veo lo que ve; el sol calienta el agua de botella. Vemos borroso. Basilio farfulla y poco a poco eleva su voz:
—Esto sí es poético. Mira la tranquilidad actual de una lucha anterior; aquí se libraron batallas, se murió gente, se adoró a los dioses, se amó a sus mujeres morenas y hermosas, se escribió poesía, se habló de sus aves y su vegetación, de sus animales hechos para este clima duro. Esto no fue nada romántico. Se construyeron ciudades y vinieron a destruirlas. Así es el poeta: se destruye para construir, se construye para profundizar en el lenguaje, se crean problemas al escribir, porque escribir no es precisamente un gozo, es también un enfrentamiento con uno mismo y con el mundo, estimado Pame. ¿Te das cuenta?, estamos sentados en un pasado que necesitamos retomar y valorar y sufrir; igualito que el amor: se sufre, se goza, se violenta, se calma, enmudece para purificarse, permite la creación cuando llega, pero cuando se va genera destrucción. Uno nació para hacerse trizas, para unir ficción y realidad, porque la realidad solita no es buena, para elevarnos al nivel de los dioses; uno vive para buscar la poesía, para atraerla, para hacer de ella una forma de vida y de muerte; todo y nada. En medio de las escaleras de la pirámide del fondo, escucho su silencio. Nos vemos como si nos conociéramos de siglos. Entro en su pensamiento. Veo palabras que andan en su cabeza y lee mi pensamiento. Es extraño. De hecho, creo que no lo estoy explicando bien. Nos levantamos, caminamos hacia la salida en un silencio que nos permite la charla, como un viaje mental, como Carlos Castaneda y Don Juan que al caminar en la Merced de súbito aparecen en otro lado. Abordamos el transporte que nos llevó, el conductor nos ve de forma rara. Viajamos en la carretera y en la mente, ambos cerramos los ojos, y así como lo estoy platicando, no sé cómo, ya estamos en las calles del centro de Oaxaca, esas calles bloqueadas por puestos de madera que apenas los están construyendo, sobre el piso adoquinado; supongo que son los ambulantes que han decidido instalarse ahí, sin permitir el paso a los autos, calles como Mina, Hidalgo, 20 de Noviembre; en las que sí hay circulación, el tráfico es igualito al de la Ciudad de México. Los puestos están exactamente alrededor del mercado, no permiten la visibilidad de la iglesia a la que
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entramos a conocer y refrescarnos. En el mercado probamos el menudo, una pancita de res, en que todo está desmontado, como análisis estructural de un cuento: la carne por un lado, el caldo por el otro, y al servirse, desmenuzan la carne y la ponen en un plato vacío, al que le agregan caldo, y las tortillas gigantes se compran aparte, seis por diez pesos. Basilio le echa más sal al caldo, cebollas con chile habanero, salsa roja, limón, hago lo mismo. “Hasta el final le agarré sabor”, me informa con cara de picante. Pues tiene suerte, yo ni al final. Prefiero la pancita del mercado Hidalgo, de San Camilito en Garibaldi, la del mercado Algarín, la de 5 de Febrero y Antonio Solís en la Obrera, la de Mérida casi esquina Álvaro Obregón en la Roma, los viernes, tienen un sabor riquísimo. Basilio maldice los caldos. Malena me guatsapea. Dice que no podrá venir, que la disculpemos. Decidimos beber el último día antes de regresarnos y entrar a dos o tres cantinas por sus mezcales. Basilio platica con las oaxaqueñas que venden peines para el bigote, separadores de libros, cucharas de madera; igual con extranjeras que le preguntan por alguna calle y él responde como si conociera. En los portales bebemos hasta el infinito, escuchamos dos mujeres que tocan canciones de Ángeles Azules, los comensales se levantan, mueven el bote. Sigo con mi enésima cerveza y él ya está con una mujer bailando, evidentemente oaxaqueña, que acompaña a sus amigos chilangos como nosotros, y a darle con “el orgullo déjalo afuera/ que esta noche sensual y bohemia/ es por la ansiedad de que estés junto a mí”, y al golpe de las cervezas las escucho más sabrosas, y otra lluvia me acaricia mi espalda y mi sombrero que no me quito, parecido al de Basilio, y no sé cómo, pero ya estamos en el balcón del hotel con mezcal que no sé de dónde sacó el respingado poeta, y de a botella. Al otro día, el mundo me acribilla con ese mal de la humanidad denominado cruda, a la que le temo más que a un disco grupero.
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V De Oaxaca llegamos a la Ciudad de México hinchados de mezcal en las venas. Basilio habla de su posición dentro de la poesía: ya basta de cosas estéticas y bonitas, de amores; sí, que venga la armonía y el ritmo, no la métrica ni palabras con miel. Aquí la cosa es el lenguaje. Noto que no sabe de qué escribir (y que le gusta Zafiro, lo ha dicho todo el tiempo), por eso quiso ir a Oaxaca y, sí, claro, para conocer, pero más creíble es que fue para sentir otras cosas, vivencias nunca experimentadas. Vamos a la casa. Vera, su mamá, está ahí con Malena. De un tiempo para acá se han hecho amigas. Dicen que olemos a leones quijotescos. Nos bañamos. Comemos con tortillas para tlayudas blandas que no sé en qué momento compró Basilio. Bebemos mezcal y cerveza. Basilio explica esa sensación que tuvimos en la pirámide. No nos creen. VI Amanecemos tan golpeados como sólo la cruda lo sabe hacer. Lo último que recuerdo es que Basilio hablaba con Zafiro por teléfono, que pusieron unas salsas de Eddie Santiago, Niche y unas norteñas, bailamos como en antro de Insurgentes. Vamos todos al mercado Hidalgo, en la Doctores, por algo caldoso; esas cucharadas nos hacen escurrir en sudor. Notamos la diferencia con la panza de res oaxaqueña que nos disgustó y que durante la noche la hicimos trizas e hicimos chistes de ella. Entre los gritos de las mujeres que invitan a los marchantes a ingresar a su puesto, de un organillero que ejecuta “En mi viejo San Juan”, de risas y pláticas de otros comensales, en esta calurosa mañana de primavera, entendemos que la poesía puede estar en todos lados, y que si hay algo alejado de ella es la cruda, que la habrá inventado la Inquisición o un grupo terrorista para hacer trizas el espíritu, pero que no sospechaban que la pancita o la birria (es lo que pidieron Malena y Vera) son quizá las herencias que contienen el futuro en sí mismas, como la buena poesía.
Memento mori Ramón Castillo
Oíste el ladrido testarudo de un perro. A lo lejos, el animal deletreaba el mismo nombre incomprensible, una y otra vez. De repente tenías seis años y miraste por la ventana para saber de dónde provenía aquel sonido. Lo que encontraste fue un recuerdo. Estabas en la calle, tirado junto a la basura, agobiado por el torbellino de una tempestad etílica. Te merodeaban como hienas a su presa, pero aquellas sombras sólo tenían la curiosidad que sienten ante cualquier moribundo. El ladrido, otra vez. Corres la cortina. Ahora, una habitación familiar hecha de evocaciones caducas. Tienes miedo, uno tan intenso que empuja lágrimas inagotables, el mundo entero te muestra su indiferencia, quieres huir pero no sabes cómo ni a dónde. Miras tus bracitos tensos en la baranda de la cama y sientes la desesperación, el terror hace que emerja en ti un grito profundo y agrio como el de un animal primitivo, un animal que aún no conoce la palabra. Te ves ahí, ajeno a lo que serás; estás ahí, lejano a ti mismo. Quieres llamar a tus padres, decirles que ese eres tú cuando todavía era posible tener esperanzas, eres tú mucho antes de que todo se jodiera, eres tú y los necesitas urgentemente. Buscas articular lo que no pudiste en ese momento cuando sólo eras desconsuelo, les pides a gritos que te atiendan, que los has extrañado, pero entre sollozos apenas admites que has bebido por culpa de tu padre, que lo perdonas porque nunca creyó en lo que podías hacer y por haberte golpeado para aliviar sus propias dudas, a tu madre sólo quieres darle un beso y pedirle que te cante, de nuevo, esa triste canción sobre un viejo canino.
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Afuera, el lamento reiterado y absurdo inunda la calle. Adentro, nadie responde y las horas pasan. El miedo te hace temblar también a ti, que miras todo esto como una película ya vista, a ti que has demostrado a lo largo de los años que eres un chingón, que los demás te la pelan, que siempre puedes, pero te cagas en los calzones igual que ese niño que fuiste y te pones a llorar porque los perros no se callan. ¿Qué hacer cuando todo se pierde tras una puerta cerrada?, ¿qué hacer cuando nadie acude a ti, cuando tienes que aprender la dura lección de la soledad? Y de nuevo, el maldito perro con esa pertinaz y estúpida insistencia de acallar la oscuridad a gritos. Esa misma
Memento mori. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)
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terquedad que aprendiste y te permitió salir adelante, porque tú también le ladras a la noche, a lo que no está ahí, a lo que nadie ve, a la luna o a los fantasmas de todos esos fracasos que te persiguen sin descanso, las voces que no te dejan dormir, voces que sólo se acallan con el dolor extraído a los demás. Los alaridos, en lugar de aliviar, alimentan los espectros de lo que soñabas hacer y no pudiste, reclamos que pululan como parásitos sobre tu piel, succionándote el sueño y la sangre. Te cansaste de huir. En la caída, preguntas por el motivo que atiborró de espuma tus dientes, ese buburbujeo de palabras. Sabes que tu negro hocico es el túnel por el que caminas hacia la nada. Tienes quince
o veinte años, has crecido a la par que tus miedos pero tanto más que tus odios. Acabas de pelear, de partirte la madre cuando tuviste que hacerlo para defender el honor de tus apellidos, tu mamá no era una puta, ni tu papá un hijo de la chingada, no, o quizá sí, pero no podías admitirlo y por eso le rompiste los dientes a aquel que se creía mejor que tú porque era más inteligente y se vestía mejor. De alguna u otra forma, también hiciste lo mismo después, intentaste vencer a todos los que como él quisieron hacerte sentir menos, aunque nunca pudiste derrotarte a ti mismo. Ya para ese entonces estabas contagiado de rabia, pero aún quedaban nuevas sorpresas, como el descubrimiento de que la vida pega más fuerte que cualquiera que hayas enfrentado o esa otra que te animó tantas veces, a ti, viejo borracho, ridículo fanfarrón que presumías de una sed inagotable, de la catástrofe interna de un fuego que nunca se apagaba. Cada cantina en la que te quedaste dormido, todos los baños que vomitaste, esas botellas que exprimiste con alegría primero y tristeza después, todos esos retazos conforman el canto de tu soledad, la mordida feroz e inútil que le tiraste a la vida. El ladrido te acompaña porque eres tú, porque así suena tu espíritu, como un lamento idiota, incansable y sin propósito, una advertencia o una pregunta dirigida al vacío, quién sabe, tu búsqueda ha sido sólo eso, un repetitivo e incansable deterioro. Y de nuevo el perro. Corres para hacerlo callar, matarlo si es necesario, aunque presientes la secreta afinidad que los une, persigues con angustia esa sombra que va soltando aullidos por los pasadizos del recuerdo. En el transcurso eres espectador de ti mismo, contemplas la pésima actuación que diste infinidad de veces, cuando te negabas a parar, cuando el calor impetuoso del alcohol atropellaba las palabras y la acción se debía imponer, cuando era preciso demostrar lo que podías, sabiendo que en el fondo no lograbas nada. Sí, es cierto, tu memoria se regodeó en el contacto nuevo de una piel desconocida, pero también vino el reproche por haber faltado a las promesas del matrimonio; se confundió con la sonrisa disparatada de los amigos al cazar lagartijas y la humillación de ser despedido
del trabajo; reviviste el olor de la fruta dulce y madura, pero también el sabor de las lágrimas de tu mujer, el horizonte dorado de tu ciudad natal, la emoción fresca hallada en sonrisas desconocidas, el aire impregnado de café en casa de tu abuela, la palabra hiriente a quienes decías querer, el reproche y la mentira que destrozó a tus hijos. Eres ese perro que esconde la cola entre las patas, perro faldero, perro que ladra y no muerde, perro flaco al que se le suben las pulgas, perro del mal, perro que muerde la mano del que lo alimenta, perro flaco, pata de perro, muerto de hambre, perro cojelón, perro rastrero. En este preciso instante, comprendes el recuerdo de la última vez que estrechaste las manos de cada uno de tus padres al despedirte y en el tacto de la piel floja lees el argumento de sus vidas deterioradas. Ahora te es dado ver que los recuerdos abandonados y cada una de sus batallas perdidas fueron tu única herencia. La tristeza, acaso, sea lo único en lo que se parecen. En ella y en el fracaso se estrechan como una verdadera familia. Sabes que en su limitada manera se quisieron, como camaradas de una batalla imposible, miembros de un grupo de enfermos terminales que reconocen con piedad su íntimo destino, ser parte de los vencidos. Te quisiste revelar contra los dictados de la sangre y te atreviste a soñar, rechazando que bajo tu piel hubiera otra cosa que el pelaje crispado de la duda y el miedo. En el breve espacio antes de que se agotara el camino, tuviste un acceso de lucidez y comenzaste a vivir, brevemente, todo de nuevo. Las luces se acumularon, dando forma al álbum inasible de lo vivido. Fue la caricia del pasado que efímera y sutil hizo el recuento vano de tus andanzas; puertas abiertas que mostraron desde su interior la escena intacta e imperecedera de una vida inútil por común, pero acaso extraordinaria por ser la tuya. Nadie lo sabrá. La espiral se prolongó lo suficiente durante el transcurso de la caída, en plena borrachera, para que un rictus en tu rostro dibujara una espantada carcajada. Oíste el ladrido testarudo de un perro. A lo lejos, el animal deletreaba el mismo nombre incomprensible, una y otra vez. Te estaba llamando.
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Carmela Dalí Corona
A esta hora ya estarás caminando hacia tu casa. Te irás limpiando el rostro y quitándote de encima el humo de la noche que a tu cuerpo se pegó. Estarás humedeciendo un trozo de papel higiénico y tirándolo a la calle. A esta hora ya habrás terminado de acomodar tu falda negra, y estarás amarrando sus jirones, apretando, con dos dedos de tu pie, el cuero de la sandalia rota para que no se caiga. A esta hora, hora de grillos y de perros, estarás sintiendo pena por tu madre que pensó que llegarías temprano de la escuela. Estarás caminando hacia tu casa pero con la apariencia de quien camina sin saber realmente su destino. Irás tocándote los muslos y los pechos, cubriéndote el rostro con tus manos pequeñas, pensando qué fue de tus amigas, dónde están, por qué no hicieron nada. A esta hora tu pelo ya será lluvia de octubre y estará cayendo en ti como dicen los abuelos que caía hace cientos de años en la selva.
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Ya están saliendo los borrachos y te habías jurado no estar sola a esas horas en la calle; te habías prometido que no estarías en la calle sola a esas horas. Carmela, Carmelita. Justo a esta hora estás pensando en lo mucho que se parecían a tu hermano, a tu primo, a tu padre, a tu vecino. Y recuerdas también a esta hora, justo a esta hora, que dejaste olvidado tu cuaderno, que perdiste el lápiz, el borrador y el sacapuntas, que no hiciste la tarea. Ya llegas a tu casa, Carmela, justo a esta hora, y descubres que también extraviaste las palabras, que nada sale de tu boca, que pareciera que quedaron en el llano, entre los matorrales. A esta hora, justo a esta hora, no recuerdas qué pasó, en dónde andabas; a esta hora, en que tu corazón es un caballo y tus manos las manos de todos tus parientes, los militares ya están en el cuartel y se celebran.
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Breves cartas de Ítaca Ibán de León
i Te escribo, Ulises, desde esta isla que espera tu regreso igual que el primer día. Una llovizna niña incendiaba la tarde, el olor del asfalto mojado en su esqueleto: tus nacientes pulmones tocaron la vigilia detrás de las cortinas de una sala común donde la angustia era. Esta noche de julio tiene el agua en sus goznes detenida, pero no aquella luz, principio del asombro en los blancos pasillos de un hospital de pobres. Ahora que te has ido, puedo sentir tus pasos recorriendo la umbría del jardín, tu risa desbandada que descubre las flores, la humedad en la hierba y el camino boscoso que dejan las hormigas. He sentido otra vez el golpe de la puerta mientras me dices “vamos”, aunque tú desconozcas el latido del tren que avanza rumbo al sur. He sentido tu mano tomada de mi mano, tan pequeña y austral, amorosa en sí misma por guardar el misterio de tu sangre. Paciente Ulises, que fincaste tu edad en estos muros, te digo con la voz al filo del abismo que aquí las horas cantan el rumor de los años y que cada palabra envejece al momento de escribirse.
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ii Te he visto de espaldas corriendo hacia tu madre, con la vasta alegría de aquellos que regresan, tarde o temprano, a casa. Has vuelto la mirada para darme el calor del mes que te ha nombrado. Y el abrazo y el beso que anuncian tu partida se confunden ligeros con el ruido del tren, su chirrido de potros desbordando el metal. Es opaco el instante y opaca mi memoria que se detiene aquí para verte correr desde tus cinco años. Amanecen las bardas el musgo de sus piedras, el ruido del camión de la basura se aleja hasta nublarse. Voy a abrir la ventana y este mar del verano inundará mi voz y no podré decirte, oh impotencia del habla, que conocí los límites del tiempo en tus gestos de niño. iii Dónde estarán, Ulises, las horas que transcurrieron mientras jugabas en un parque, el alto sueño de los abetos y los fierros oxidados de las resbaladillas, el sol de noviembre y su aire de pétalos marchitos, los otros niños a quienes no conocías y llamabas amigos. Ayer pensé en el vacío, la soledad de un mueble que ha caído en desuso sin razón aparente. Llegué a la conclusión de que nada es recuperable, ni siquiera la hierba que invade tras la lluvia. De cualquier modo la tristeza sigue su curso de aguas heladas y atraviesa el jardín, sus fatigados gorriones. Yo estoy aquí mientras vas al parque y juegas con otros niños a los que desconoces y ya no llamas amigos, porque tú eres otro. Hoy tuve plena conciencia de las horas que avanzan sin detenerse, como un arroyo al que lanzamos un barco de papel sabiendo de antemano que no volveremos a verlo. Seguramente tampoco soy el mismo, y esto que escribo aún no dice, tal vez nunca lo haga, lo que fui, lo que fuimos, una fría mañana de noviembre en la que yo no estuve.
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iv He soñado que llueve últimamente y despierto sintiendo la eléctrica memoria del verano adentro de mis huesos. Hace algún tiempo, Ulises, el acto de dormir me resulta insufrible. Uno pasa la vida, el aluvión frenético del polvo, buscando la penumbra del descanso, pero yo ya no tengo para qué y dormir no me trae la paz de cuando niño. Llueve mucho en mis sueños un agua menudita de principios de mayo: me veo en la ventana mientras sobre los techos la tristeza resbala sus canciones de lodo. Y cuando abro los ojos, cuando golpea el ruido de la noche el borde de mis párpados, me doy cuenta que todo está en su sitio, y que yo ya no tengo sino este amor que busca, este cúmulo amargo de padre que oscurece cuando dejas la isla para volver al mundo.
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Dos poemas Francisco Trejo
Acta de nacimiento Nací un siete de junio que le ardió en los muslos a mi madre. Ella me dio a luz siendo tan oscuro. Si existió un momento de mi vida en el que fui luminoso, fue ese, cuando resbalé por sus aguas como azogue entre la sangre. El llanto es la queja de estar vivo, por eso nací llorando todo lo que ya me precedía: mar de carne roto en un acantilado. * Hay algo de mar en la poesía, su vaivén de azulina serpiente me arrastra a su interior. Siento en sus aguas la profunda humanidad (salmuera de dolor y cardúmenes de sangre). Otra vez el agua me cubre los belfos y me obliga a resollar. * Nadie habló de mi llanto, nadie de la efigie de sal esculpida por mis ojos. A veces río, es cierto, pero adentro soy Edith de Lot a distancia de Gomorra, por eso ruego a los ángeles la pronta erosión de mi figura.
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Tauromaquia de la infancia En movimiento, como una oscilación colérica del mar o una bestia, a trote, abierta en sus costados, miré a mi padre a siete metros de distancia. Fui, en ese momento de sus ojos, un pueblo huyendo de su arbórea cornamenta —la Pamplona que jamás abandonó mi madre—. Miré al hombre venir hacia mí, vuelto el toro de su ira. Preví su golpe en mi frente y una luz en la mirada me apagó por completo. Quedé solo, hasta la orilla que soy en el mutismo. No sentí el golpe de su puño: fue su dolor lo que vino a romperme la cabeza. * ¿Escuchas, Minotauro, cómo suena el mar cuando se rompe en las piedras? Es tu padre, en su sed, ahogándose a sí mismo. * Veo a mi padre sujetar con fervor su botella. Y la gravedad me intriga cuando pienso en los fragmentos de ambos cuerpos que son uno: carne y vidrio en su rápido desplome. * Mi padre sembró un rosal en la casa. Y creció el rosal con el tiempo como un laberinto de tumores en la espalda de mi madre. Ella, la mortal ya muerta de inconsciencia, nombró las rosas con mi nombre. Al volver mi padre, fauces oscuras, dientes sucios, cortó lo que nunca vio crecer en los surcos de sus llagas.
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Tres fábulas morales Félix María Samaniego
El León y la Zorra Un León en otro tiempo poderoso, ya viejo y achacoso, en vano perseguía, hambriento y fiero, al mamón Becerrillo y al Cordero, que trepando por la áspera montaña, huían libremente de su saña. Afligido de la hambre a par de muerte, discurrió su remedio de esta suerte: Hace correr la voz de que se hallaba enfermo en su palacio, y deseaba ser de los animales visitado. Acudieron algunos de contado; mas como el grave mal que lo postraba era un hambre voraz, tan sólo usaba la receta exquisita de engullirse al monsieur de la visita. Acércase la Zorra de callada, y a la puerta asomada, atisba muy despacio
la entrada de aquel cóncavo palacio. El León la divisó, y en el momento la dice: “Ven acá; pues que me siento en el último instante de mi vida, visítame como otros, mi querida”. “¡Como otros! ¡Ah, señor! he conocido que entraron, sí, pero no han salido. mirad, mirad la huella, bien claro lo dice ella; y no es bien el entrar do no se sale”. La prudente cautela mucho vale.
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El Charlatán “Si cualquiera de ustedes se da por las paredes o arroja de un tejado, y queda, a buen librar, descostillado, yo me reiré muy bien: importa un pito, como tenga mi bálsamo exquisito”. Con esta relación un chacharero gana mucha opinión y más dinero; pues el vulgo, pendiente de sus labios, más quiere a un Charlatán que a veinte sabios. Por esta conveniencia los hay el día de hoy en toda ciencia, que ocupan, igualmente acreditados, cátedras, academias y tablados. Prueba de esta verdad será un famoso doctor en elocuencia, tan copioso en charlatanería, que ofreció enseñaría a hablar discreto con fecundo pico, en diez años de término, a un borrico. Sábelo el Rey; lo llama, y al momento le manda dé lecciones a un jumento; pero bien entendido que sería, cumpliendo lo ofrecido, ricamente premiado; mas cuando no, que moriría ahorcado. El doctor asegura nuevamente sacar un orador asno elocuente. Dícele callandito un cortesano: “Escuche, buen hermano; su frescura me espanta: a cáñamo me huele su garganta”. “No temáis, señor mío, respondió el Charlatán, pues yo me río. ¿En diez años de plazo que tenemos, el Rey, el asno o yo no moriremos?” Nadie encuentra embarazo en dar un largo plazo a importantes negocios; mas no advierte que ajusta mal su cuenta sin la muerte.
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El León envejecido Al miserable estado de una cercana muerte reducido estaba ya postrado un viejo León, del tiempo consumido, tanto más infeliz y lastimoso, cuanto había vivido más dichoso. los que cuando valiente humildes le rendían vasallaje, al verlo decadente, acuden a tratarle con ultraje; que como la experiencia nos enseña, de árbol caído todos hacen leña. Cebados a portea, lo sitiaban sangrientos y feroces. El lobo le mordía, tirábale el caballo fuertes coces, luego le daba el toro una cornada, después el jabalí su dentellada. Sufrió constantemente estos insultos, pero reparando que hasta el asno insolente iba a ultrajarle, falleció clamando: “Esto es doble morir; no hay sufrimiento, porque muero injuriado de un jumento”. Si en su mudable vida al hombre la fortuna ha derribado con mísera caída desde donde lo había ella encumbrado ¿qué ventura en el mundo se promete si aun de los viles llega a ser juguete?
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intervenciones Mateo Pizarro
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Bauhaus: mito y realidad de Antonio Toca Fernández Manuel Rodríguez Viqueira
Bauhaus: mito y realidad, de Antonio Toca —importante trabajo que, si no mal recuerdo, duró alrededor de tres años y pico, aunque es un tema que él ha tratado desde hace al menos cuarenta años— es un texto no exclusivo para especialistas, sino que está escrito para un amplio público. Con una buena difusión, se volverá un texto de referencia para los alumnos de las carreras del campo del diseño, cualquiera que sea su especialidad: diseño gráfico, industrial, arquitectónico, textil, digital, interactivo, etcétera. Un amplio espectro de posibles lectores estarán agradecidos por esta síntesis bien documentada y bien contextualizada. El libro se organiza en siete apartados, donde cada uno de ellos tiene vida propia e independiente pero a la vez son un todo que se complementa. En términos generales, Antonio Toca desarrolla este conjunto de textos con una visión crítica de la mistificación de la Bauhaus, pero sin desacreditarla y reconociendo su aporte al mundo del diseño y la arquitectura. Al mismo tiempo, recupera la importancia que tuvieron las distintas propuestas formativas a partir de los procesos de producción industrial. Es así que en la primera parte titulada “Preludio: antes de la Bauhaus”, Antonio Toca polemiza de forma importante con el texto de Nicolás Pevsner Pioneros del diseño moderno: de William Morris a Walter Gropius publicado en Londres en 1936. Pevsner, profesor de Historia del Arte y de la Arquitectura en la Universidad de Göttinga a principios de los años treinta, y posteriormente en la Universidad de Cambridge en los años cincuenta, intentaba demostrar, en su texto de 1936, el origen del movimiento moderno a partir de una concepción moral e intelectual planteada, según él, por vez primera por el arquitecto de finales del siglo xix William Morris. Sin embargo, Toca asevera que “…el argumento propagandístico de Pevsner fue parte de la estrategia para determinar que la obra de su amigo Gropius era la síntesis del estilo moderno; una interpretación simplificada que se transformó en una versión mítica”. A partir de ello, Antonio desarrolla una visión histórica de las contribuciones al avance de la práctica y la enseñanza de la arquitectura y el diseño durante el siglo xix, fundamentalmente en Inglaterra, Alemania y Austria.
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En el segundo apartado, “Una historia conflictiva”, narra la historia de la Bauhaus, pero no es una simple cronología de hechos como lo hace al final del libro, sino tiene la habilidad de transmitir el contexto socio político y económico, así como las características de los principales actores y cómo ambos aspectos determinan el surgimiento y comportamiento de la Bauhaus misma. Mediante las fuentes utilizadas logra transmitir la personalidad de sus directores y de muchos de los profesores. Por ejemplo, para Toca, Gropius fue un hábil director, de cierta manera dictatorial, controvertido y coyuntural respecto de las situaciones externas e internas. De alguna manera una “persona cambiante y que en ocasiones incorporaba o desechaba ideas o personas de acuerdo con las circunstancias e intereses sin que le importara de dónde provenían”. Su postura y carácter provocaron importantes conflictos, tanto al exterior como al interior de la Bauhaus. Ante su postura extrema, “o se estaba de acuerdo con él o en contra”. El texto presenta una cita textual de Kennetth Frampton, quien menciona que los principios del manifiesto de la Bauhaus habían sido anticipados en el programa de Bruno Taut para el Consejo de Trabajadores del Arte (Arbeitsrat für kunst), movimiento arquitectónico ligado al expresionismo, fundado por Taut y por el crítico del arte y arquitectura Adolf Behne, en 1918 en Berlín, al cual se adhirió Gropius, y que cuando Taut dimitió como presidente, lo sustituyó el mismo Gropius. Frampton también hace referencia a cuando Otto Wagner, impulsor del Jugendstil en Austria —y que junto con Klimt, y Moser, entre otros, fundaron el grupo artístico llamado la Secesión de Viena—, propuso en 1895 cambiar el termino Architekture por el de Baukunst (El arte de la construcción), y según Frampton de ahí surgió la idea de Bauhaus (que a su vez se asociaba con Bauhütte, concepto medieval de la logia masónica
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Instalaciones de la Bauhaus en Dessau, Alemania. (Fotografía: Keute / ullstein bild by Getty Images)
de la construcción). En ese sentido, el autor resalta también la propuesta del Vorkurs (el curso preliminar y de selección) y que Gropius retomaba en la Escuela del Arte de Dusseldorf. Mediante el texto nos enteramos de los ires y venires de la Bauhaus y de sus protagonistas, y que si bien Gropius fungió nueve años como director, en las etapas posteriores siguió participando en la política de la escuela y fue uno de los promotores tanto del nombramiento como de la destitución de su sucesor Hannes Meyer, e influyó de forma significativa en el nombramiento del tercer director Mies van der Rohe. Respecto a la caracterización de Hanes Meyer, el director sucesor de Gropius, y como un aliciente para acercarse al libro, me parece relevante mencionar la cita de Magdalena Droste: Hannes Meyer todavía hoy es el director desconocido de la Bauhaus. Sus tres años de activo, desde abril de 1927 hasta agosto de 1930, se reducen a menudo en la historia de la escuela a una sola frase; sin embargo, su mandato como director duró tres meses más que el de su sucesor Mies van der Rohe. Meyer ha sido tachado de la historia debido no a su competencia como arquitecto y director de la Bauhaus, sino a su compromiso político.
Afortunadamente, el arquitecto Toca no lo ha reducido a una frase, sino que desarrolla con profundidad su participación en la Bauhaus, tanto en el área de arquitectura como en su papel de director. De la misma manera aborda el periodo de Mies van der Rohe, quizá el más difícil de todos. Empezó con serias dificultades ante el rechazo de su nombramiento por parte de los alumnos; posteriormente se hizo presente la incomodidad política que causaba la Bauhaus a las autoridades gubernamentales de Dessau, de tal manera que en 1932 se vio obligado a abandonar las instalaciones y trasladarse a Berlín como una escuela privada, para finalmente ante la persecución política desaparecer. Aquí nuevamente, Antonio Toca reclama al texto de Pevsner de 1936 no haber mencionado la terrible persecución que sufrieron artistas e intelectuales en Alemania. En el tercer apartado, “Las otras escuelas de diseño”, Antonio Toca resalta que no sólo existió la Bauhaus en Alemania: Frankfurt, Breslau (hoy Wroclaw) y Berlín tuvieron también intentos importantes, y ya después de la Segunda Guerra Mundial, emergió la Escuela de Ulm. Del mismo modo, en otros países se desarrollaron proyectos similares, ya fuera de forma paralela como los Vkhutemas (Talleres de Enseñanza Superior del Arte
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Antonio Toca Fernández Bauhaus: mito y realidad México, uam, 2016, 224 pp.
y de la Técnica) de Moscú, o posteriores, como los proyectos en Asheville, Chicago y Harvard. Más adelante, en “La Bauhaus como evangelio”, Toca nuevamente polemiza con Pevsner por su falta de objetividad en la difusión de lo que fuera la Bauhaus y reconoce en Gropius su capacidad como propagandista, para que sus seguidores llevaran por el mundo la “buena nueva”, es decir, la Bauhaus como inicio y modelo del diseño moderno. Sin embargo, su reinterpretación en los Estados Unidos y las condiciones del contexto local favorecieron el impulso del funcionalismo en las escuelas de arquitectura y diseño a extremos insospechados por el mismo Gropius. El autor lo atribuye a la existencia de un público culto, donde el Museo de Arte Moderno de Nueva York jugó un papel importante. Sin duda, la exposición del 2009, con motivo del noventa aniversario, mostró que a lo largo de su existencia no hubo un pensamiento uniforme, “sino que adoptó ideas y objetivos diferentes, en etapas diferentes”. El siguiente apartado, titulado “El éxodo y sus protagonistas”, si bien hace referencia a los miles de personas que tuvieron que emigrar debido al ascenso al poder del nazismo, se limita a narrar la suerte que corrieron los tres directores de la Bauhaus. Siempre lo hace de manera contextualizada y tratando de recuperar
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la personalidad de cada uno de ellos, con sus cualidades y defectos. Por último dedica unas palabras a la creación de la Universidad Autónoma Metropolitana y a sus divisiones de Ciencias y Artes para el Diseño, en sus unidades de Xochimilco y Azcapotzalco. En lo que se refiere a diseño en Azcapotzalco, yo tengo una percepción diferente, y creo que el modelo de la Bauhaus tuvo influencia significativa en la propuesta, tanto en la concepción de la idea de ciencias y artes para el diseño, como en la infraestructura física. Quien haya visitado el archivo de la Bauhaus en Berlín, podrá constatar cómo la idea de los cursos iniciales de la uam Azcapotzalco eran radicalmente bauhausianos. Sin embargo, concedo razón en que el modelo planteado y el discurso metodológico impulsado como herramienta pedagógica fue un acierto, ya que durante algunos años dio excelentes resultados; desafortunadamente, el desgaste natural y el cambio generacional decidieron evolucionar hacia un modelo más tradicional. Para finalizar, Bauhaus: mito y realidad, de Antonio Toca Fernández, nos acerca, desde una visión crítica y que va más allá de la Bauhaus, a cómo se dio el surgimiento de lo que se suele llamar el diseño moderno, y que cambió de forma radical la vida cotidiana y la estética de gran parte del siglo xx.
Mujeres y libros de Stefan Bollmann: realidad y posibilidad Moisés Elías Fuentes
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Marilyn Monroe en Nueva York,1955. (Fotografía: Ed Feingersh / Michael Ochs Archives / Getty Images) francotiradores
El diseño de portada de la edición en español de Mujeres y libros. Una pasión con consecuencias abrevia con singular acierto las intenciones del volumen: a partir de una fotografía de la legendaria fotógrafa de la revista Life, Nina Leen, quizá tomada en la década de 1940, los diseñadores exponen la imagen de una mujer ataviada de pantalón y saco sport, quien, mientras un hombre le lustra los zapatos, lee la edición en español de Mujeres y libros. El efecto Droste invita a pensar en otra mujer que lee un libro que a su vez leen otras mujeres hasta un infinito que de golpe torna sobre sus pasos para devolvernos a la imagen de una mujer irrepetible en el no menos irrepetible momento de leer un libro. La mujer lectora deviene así un hecho al mismo tiempo sempiterno y único: toda vez que una mujer ha tomado un libro para leerlo, así como cada una de las que se han apropiado de algunas hojas de papel y una pluma para escribir poemas, relatos o piezas teatrales, ha sobrellevado la carga de prejuicios culturales, religiosos y sociales que durante siglos anatematizaron y anatematizan a las mujeres que se atrevían y se atreven a suponer la existencia de otra vida y otra realidad, creadas por ellas y para ellas, y no sólo la vida y la realidad que los hombres les han (les hemos) impuesto. Desde el punto de vista del orden machista, cuando no abiertamente misógino, en que funestamente aún se basan la mayor parte de las sociedades contemporáneas, las mujeres y los libros son incompatibles, porque cuando leen las mujeres cuestionan y desestabilizan el orden susodicho. En el cuarto capítulo de Mujeres y libros, Stefan Bollmann consigna la aventura intelectual de Caroline Schelegel-Schelling, desde que era la hija adolescente de un catedrático de la Universidad de Gottinga hasta que la decisión de su hermanastro la lleva a un matrimonio infeliz y después a una viudez inesperadamente libertadora, teniendo como telón de fondo el fin del siglo xviii y la Revolución Francesa. Tiempos de ebullición en que las mujeres lectoras afrontaron
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la declarada oposición masculina a su afición por los libros, como apunta Bollmann en el siguiente pasaje: Los coetáneos se muestran preocupados. ¿Y si algunas de esas ideas suscitadas por la lectura de novelas trascienden el acto de leer y ejercen influencia en la vida? Leer novelas educa menos el sentido realidad que el de la posibilidad. Y éste no responde tanto al texto leído en sí como a la capacidad imaginativa que activa el acto de leer.
El sentido de la realidad que no educaban las novelas dieciochescas era aquel que enseñaba a las mujeres a someterse al mundo masculino en cuerpo y alma; mientras que el sentido de la posibilidad era el que las hacía imaginar otras vidas y otras realidades en que pudieran de verdad ser las escritoras de sus vidas. Y no sólo las hacía imaginar esas otras vidas, sino que también, como en el caso de Caroline, las estimulaba a realizarlas. La posibilidad era la auténtica realidad de las mujeres, aquélla en que podían conocer y explorar su profundidad intelectual, sentimental, moral. Filólogo, editor, crítico literario, historiador de la lectura, Stefan Bollmann ha dedicado varias de sus mejores páginas a la relación de las mujeres con la lectura y cómo dicha relación ha sido uno de los motores que ha impulsado la evolución del pensamiento humano a través de la historia. Mujeres y libros. Una pasión con consecuencias se emparienta así con otros dos libros del autor alemán dedicados al mismo tema: Las mujeres que leen son peligrosas y Las mujeres que escriben también son peligrosas. Se emparienta pero también se diferencia, toda vez que en los títulos arriba mencionados Bollmann se enfoca más en la intransigencia social ante las mujeres lectoras y las mujeres escritoras, mientras que en Mujeres y libros se interesa en la revolución propiciada por la lectura en el pensamiento femenino. Así, en el volumen Bollmann recupera una serie de hechos clave para comprender cómo las mujeres replantearon su
identidad y su lugar en la sociedad a partir de la lectura, y cómo las lectoras transitaron del entretenimiento al análisis crítico y la toma de conciencia de su condición humana. Mujeres y libros recorre dos siglos y medio de historia de la lectura femenina, partiendo de 1750, justo cuando el Siglo de las Luces entraba en su atardecer y el Neoclasicismo tenía que ceder su terreno al Romanticismo, lo que evidencia que la fecha elegida por Bollmann no es arbitraria sino axial, toda vez que fija de manera irrefutable el principio de la Revolución Femenina.1 Vista desde esta perspectiva, resulta más fácil comprender la selección y distribución de temas en el libro, que no sólo obedece al orden cronológico, sino sobre todo al punto de inflexión que está inserto en cada uno de los temas. Bollmann emplaza y revisa en Mujeres y libros el legado histórico de mujeres como Mary Wollstonecraft y su hija Mary Shelley, al par de la trascendencia de un personaje ficticio como madame Bovary. Sin pretender una imparcialidad que sería por lo demás cuestionable, Bollmann cimienta su discurso en una postura equilibrada, lo que consiente que escuchemos con claridad a las mujeres convocadas al libro hablar de sí mismas y sus circunstancias. Dueño de una prosa elegante, dúctil e imaginativa, Bollmann recobra los contrastes y titubeos intelectuales y emocionales que han jaloneado a las sociedades occidentales desde el susodicho 1750, por lo que centra su atención en unos cuantos países referenciales (Alemania, Inglaterra, Francia, Estados Unidos), de modo que al escuchar a las lectoras confesando sus experiencias particulares con los libros, tales experiencias se universalizan, como lo demuestra el autor en el capítulo seis, dedicado a Jane Aunque por lo general se habla del movimiento de liberación femenina y no de revolución, en lo personal prefiero referirme a dicho movimiento como revolución, pues considero que este sustantivo entraña mejor el lento, doloroso pero inexorable empoderamiento de las mujeres en las sociedades humanas. 1
Austen, cuando relata la sorpresa de la crítica literaria Patricia Meyer Spacks, al encontrar en la China de la década de 1980 a una joven entusiasta de las novelas de la escritora decimonónica inglesa: Le parecía que el mundo de Jane Austen estaba a años luz de una sociedad en que la Revolución cultural había terminado no hacía mucho, un país donde tanto hombres como mujeres aún vestían prendas grises que recordaban a un pijama y la mayoría de la gente hablaba como si citara continuamente el Libro Rojo de Mao. En un entorno así, ¿acaso no ponía de manifiesto una extrema huída de la realidad tomarle gusto a los usos y costumbres de un mundo ajeno de principios del siglo xix? De manera que preguntó: “¿Por qué, si se puede saber, Jane Austen?”. La respuesta fue: “Bueno, pues por la ironía, el ingenio, la gracia”.
La ironía, el ingenio y la gracia, tres virtudes de las novelas de Austen apreciadas por una joven de la China comunista, tres virtudes que no son inglesas o francesas o alemanas, sino universales; virtudes que admiraron y desearon las mujeres del xix tanto como las han deseado y desean las del xx o del xxi. Estos puntos de encuentro de las mujeres en su cotidianidad son los que resalta Bollmann en Mujeres y libros, porque es en el seno de la vida diaria, en sus minucias y repeticiones que se gestan, al fin y al cabo, las revoluciones sociales. Por ello las mujeres que recupera el historiador alemán para su texto trabajan, cumplen con sus papeles sociales, y leen. Y no sólo leen, sino que también toman al mundo por asalto, lo desconciertan al grado de que los hombres no sabemos cómo defendernos, por lo que las deificamos o las satanizamos, las nombramos divas o femmes fatales para no admitir nuestro malestar ante su decidida y decisoria independencia intelectual, social, humana. No por nada Bollmann tributa el capítulo trece a Marilyn Monroe, en lo que él mismo denomina “un homenaje”. Sex symbol en quien se concentran las aspiraciones y fetiches masculinos de toda una época, capaz por sí
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sola de sobrevivir a su tiempo, lo que con más dificultad afrontó en vida. Marilyn Monroe fue el mito que otros construyeron alrededor de ella, mismo que nos esconde a la mujer del intelecto extraordinario y de la vida emocional compleja que fue. En las páginas de Mujeres y libros, Bollmann recupera la sesión fotográfica de la actriz para la revista Esquire, bajo la cámara de Eve Arnold, una de las pocas mujeres fotógrafas profesionales de la década de 1950. La sesión fotográfica es de suyo ambivalente: Marilyn Monroe lee la novela Ulises de James Joyce, vestida con traje de baño y en un parque. La ambientación y el libro parecen gratuitos, pero no lo son: se trata de un par de mujeres altamente creativas disfrutando de un momento de libertad. Bollman apunta al respecto:
Stefan Bollmann recorre con rigor analítico y con soltura prosística dos siglos y medio en la relación de las mujeres con los libros, que es a su vez la relación con su ser, su entorno y con los hombres. Escribí recorre pero debo escribir descorre, porque Mujeres y libros en efecto descorre el velo detrás del que guardan estas mujeres las intimidades de su yo interior, ese que si nos atreviéramos a conocer, nos ayudaría a conocernos de manera más viva y plena a nosotros mismos.
Y a eso no parece que haya nada que añadir. A no ser la cuestión de qué vemos cuando nos asomamos al interior de Marilyn. El puente a sus pensamientos, claro está, lo tiende el libro que está leyendo. Ella misma le dijo a Eve Arnold que era un “hueso duro de roer”, que sólo podía leer Ulises por partes. Pero que le encantaba el sonido del libro y lo leía en voz alta para que tuviera sentido.
Durante la sesión de fotos Marilyn Monroe leía, según señala Bollmann, el monólogo de Molly Bloom, pasaje que ha levantado ámpulas por generaciones debido a la franqueza con que habla la mujer sobre sus sentimientos y su sexualidad. Monólogo de una mujer, escrito por un hombre, sí, pero uno que tuvo la suficiente sensibilidad como para entender y aceptar que las mujeres eran y son seres vitales, más plenas de emociones y razonamientos que los hombres, toda vez que nos hemos enamorado de la imagen pétrea, invulnerable, que creamos como el ideal de lo que somos o deberíamos ser. De las novelas por entregas a la escritura libre del fanfiction, de los albores del feminismo con Mary Wollstonecraft a los desafíos feministas de Susan Sontag,
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Stefan Bollmann Mujeres y libros. Una pasión con consecuencias México, Seix Barral, 2015, 448 pp.
Dolores Castro: crecer entre ruinas
de Mariana BernĂĄrdez Gerardo Ochoa Sandy
FotografĂa: Pascual Borzelli
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Me asomé por primera vez a la poesía de Dolores Castro en 1991. El 30 de abril falleció Octavio Novaro y propuse ocuparme de su perfil en mi texto semanal para la sección cultural de la revista Proceso. Vicente Leñero sugirió ampliar la revisión al grupo de escritores que en 1955 fueron incluidos en una antología poética, Ocho poetas mexicanos, publicada por la revista Abside, que dirigía Alfonso Méndez Plancarte. La publicación fue tachada de confesional, los ocho poetas mexicanos comenzaron a ser llamados los ocho poetas católicos, y la critica los colocó en la circunstancia de cierta marginación. En la antología figuraban Efrén Hernández (León, 1904-1958), Rosario Castellanos (Ciudad de México,1924-Tel Aviv, 1974), Javier Peñalosa (Ciudad de México, 1921-1977), Honorato Ignacio Magaloni (Mérida, 1898 - Ciudad de México, 1982), Octavio Novaro (Jalisco, 1910- Ciudad de México, 1991), Roberto Cabral del Hoyo (Zacatecas, 1913-Ciudad de México, 1999), Alejandro Avilés (Sinaloa, 1915-Ciudad de México, 2005) y Dolores Castro, nacida en Aguascalientes en 1923. Poco a poco, la obra de algunos de ellos había abierto su brecha y, para el año de la muerte de Novaro, compilaciones de tres integrantes del grupo figuraban ya en el catálogo del Fondo de Cultura Económica: Obras de Efrén Hernández (1965), Poesía no eres tú de Rosario Castellanos (1971), y Obra poética de Roberto Cabral del Hoyo (1980). Ese 1991 el Instituto Cultural de Aguascalientes había reunido también, bajo el título de Obras completas, la poesía escrita hasta entonces por Dolores Castro, más una novela corta, La Ciudad y el Viento. Este apunte da contexto a la relevancia que tiene Dolores Castro: crecer entre ruinas, de Mariana Bernárdez, que publica la uam, el Fondo Editorial del Estado de México y Ediciones del Lirio, dentro de la crítica de las letras mexicanas de la segunda mitad del siglo xx. Mucho se ha escrito de Rosario Castellanos, también de Efrén Hernández, en menor medida de Roberto Cabral de Hoyo, y seguirá escribiéndose. Siguen asimismo pendientes revisiones más detenidas de Avilés, Novaro, Peñalosa y Magaloni. Sin embargo, se había vuelto imprescindible contar con un instrumento de navegación que guiara hacia Dolores Castro, galardonada en 2014 con el Premio Nacional de Literatura y Lingüística, la única del grupo en recibir la distinción. Mariana Bernárdez ofrece un relevante montaje de aproximaciones. Sin someterse a los cánones de la semblanza biográfica ni a las exigencias del análisis académico, asunto en el que se desplaza con gran naturalidad, realiza una puesta de vida y obra de Dolores Castro desde distintos ángulos y formatos: la entrevista, el ensayo-homenaje, la reseña, un intercambio epistolar que propicia la inclusión de
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poemas inéditos, y un texto de Gustavo Peñalosa, hijo de Dolores Castro, y Javier Peñalosa, escrito para un homenaje a su madre realizado en 2014. Esto vuelve a Dolores Castro: crecer en ruinas en una asedio polifónico. Señalaré al paso que los textos incluidos en las secciones de índole crítica, “Textos de homenaje” y “Reseñas”, casi la mitad del volumen, conforman una lectura dedicada de su obra, que ameritaría una reflexión puntual por parte de críticos cultivados en esas cuestiones. Indicaré también que el apartado “Cartas y poemas” desliza las complicidades literarias entre ambas, a causa de una recíproca empatía. Mientras, el capítulo “Celebrar la vida”, que acoge el texto de Gustavo Peñalosa, revela a un escritor que rehúye a los lectores. Me ocuparé, no obstante, por tratarse de la faena que menos ignoro, de su oficio como entrevistadora. Mariana Bernández reúne dos entrevistas realizadas a mediados de los noventa y dos más en años recientes. Las cuatro apuestan por diferentes temas y son resueltas de maneras distintas desde el punto de vista formal. Las emparienta la decisión de no incluir las preguntas que formuló, desaparecerse como entrevistadora, en apariencia para que predomine la voz de la entrevistada. Hay una intención adicional, que se palpa desde el inicio de la primera conversación: la desaparición que se auto-impone suscita su aparición como narradora. Sin olvidar la naturaleza testimonial del género, escribe cuatro relatos donde convierte a la poeta en un personaje literario. En la primera, “Crecer en ruinas”, escrita en primera persona, Dolores Castro recuerda el ambiente zacatecano de su infancia, desde las desventuras del clima hasta las asonadas de la Revolución, y su traslado a la Ciudad de México. En el origen de su vocación están las bibliotecas de su bisabuelo y abuelo. La Facultad de
Filosofía sería una de las más bellas etapas de su vida. La amistad con Rosario Castellanos y la gestación del grupo de los ocho poetas mexicanos concluyen el vistazo biográfico, que se completa con sus reflexiones acerca de lo publicado entre 1949 y 1990, las motivaciones que alentaron la escritura de esa etapa. En la segunda, “Acerca de la cultura”, la entrevistadora vuelve a difuminarse, limitándose a la nota que ubica la charla dentro de una serie agrupada bajo el título “La cultura al borde de un ataque de nervios”, que publicó la revista Casa del tiempo en su número 42 de julio-agosto de 1995. Dolores Castro apunta hacia flaquezas que se han vuelto crónicas: la frágil permanencia de las revistas culturales, el vacío de las bibliotecas, las deficiencias de la educación básica, los recortes presupuestales. Su percepción, de hace veinte años, como la de muchos otros escritores que han llamado la atención sobre tales cuestiones, sigue vigente. Algo estamos haciendo mal. En “A tantas voces de viento”, Mariana Bernárdez cambia la tonalidad y se asume como narradora que entra a la conversación, de manera más clara al inicio y al final, volviéndose su presencia más vívida aunque igualmente discreta, y dándole la intención de un cuento. No es gratuita su apuesta, pues el encuentro versa sobre La Ciudad y el Viento, la novela de la poeta, publicada en 1962 y descalificada por Emmanuel Carballo por la vía fácil de llamarla “provinciana”, que aborda los años siguientes a la Revolución y los rastros de la guerra cristera. Es así que pasa del registro de las circunstancias de la conversación, ocurrida en 2003 y que dormitó doce años antes de que se publicase en 2015, a la valoración de sus cualidades narrativas, y alterna la voz de Dolores Castro con las citas de algunos pasajes de la novela, ubicados con afán contrapuntístico. El
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remate del relato va en pos de su arranque, colmado de cántaros de lluvia. La cuarta entrevista, “Pensar un poema” ocurrió el 13 de abril de 2015. Mariana Bernárdez decide replegarse y deja a Dolores Castro con su voz a solas, un monólogo que se ocupa de la imposibilidad de la escritura de un poema acerca de los crímenes en Ayotzinapa. La poeta tirita, la lucidez para la evaluación de los sucesos la abandona, su estupor refleja esa conmoción que se colectivizó. En el testimonio breve de ese encuentro Dolores Castro, sin darse cuenta, dicta el poema que no pudo escribir y que es justo la explicación de su imposibilidad: “es que no pude escribir un poema, es que tanto no me cupo en el cuerpo”. En Dolores Castro: crecer entre ruinas hay una entrevista más, escondida en la sección “Textos de homenaje”, ese ensayo en tres partes titulado “Tres calas sobre Dolores Castro”. La primera parte, “Un poema”, está dedicada a El corazón transfigurado publicado en 1949. La segunda, “Un ensayo”, versa en torno a la conferencia de la poeta “Dimensión de la lengua en su función creativa, emotiva y esencial” difundida en 1989. La tercera, lo que nos compete, “Una entrevista”, titulada “Dolores Castro o la fidelidad a la palabra”. Es justo cuando Mariana Bernárdez explica, aunque no hacen falta, las razones de su aparente silencio, derivado de la vívida impresión que le causaba lo que le decía la poeta. Es también donde Dolores Castro, aunque sin duda lo hace a lo largo de las conversaciones, acuña su más justa noción de su tarea de vida: “El poeta es un cobijo de palabras y sus palabras, su desnudez. La poesía da conocimiento porque se introduce en el instante de contemplación, se mira con una mirada amorosa, con una mirada que comunica a una persona con un objeto o con otra persona desde lo más íntimo, y ver desde lo más íntimo es conocer”.
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Mariana Bernárdez Dolores Castro: crecer entre ruinas México, uam / Fondo Editorial del Estado de México / Ediciones del Lirio, 2015, 140 pp.
Entre el hermetismo y la alquimia
Poe. El trauma de una era de Óscar Xavier Altamirano César Tejeda
Óscar Xavier Altamirano, autor de Poe. El trauma de una era, escribió su ensayo por una razón fuera de lo común. Desde sus primeras lecturas de las obras de Edgar Allan Poe, Altamirano pudo seguir la trama de los cuentos o estremecerse con sus poemas, sin llegar a darse cuenta, no obstante, de que en realidad no los entendía. “Después de años, pasado un nivel básico de lectura, ingresé a otro en el que intentar comprender el significado de su obra se convirtió en una tarea descomunal”, asegura en la introducción. Poe. El trauma de una era es un ensayo lúcido, en primer lugar, que refleja la tarea descomunal de Altamirano (Ciudad de México, 1965), y su lectura minuciosa, en segundo. “Casi cada vez que alguien se propone hablar de Poe termina hablando de sí mismo. En otras palabras, resulta difícil intentar caracterizarlo sin correr el riesgo de verse caracterizado por él”. El objetivo de Óscar Xavier Altamirano a lo largo de su lectura, para impedir el riesgo común, es leer a Poe desde de la mirada de su propio tiempo para ofrecer una visión integral y no exhaustiva. Una visión que considera al romanticismo, “galimatías babélico”; al ocultismo, las pseudociencias y las cuasi religiones, factores, en todo caso, más determinantes de la obra de Poe que ciertos pasajes de su vida a los que teóricos del psicoanálisis acuden sin responsabilidad, “tomando por vivencias o fantasías lo que en realidad es parte de un imaginario endémico o esotérico”. La visión ofrecida por el ensayista incluye las lecturas que Poe hizo de Blake, Wordsworth, Coleridge, Byron, Shelley, Keats y Tennyson:
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Edgar Allan Poe, 1809-1849. (Fotografía: Universal History Archive / UIG by Getty Images)
el mundo intelectual que precede su obra, y que se distingue, ante todo, por un cambio en la concepción de naturaleza, que dejó de ser vista como un conjunto de leyes que brindaban conocimientos del mundo y armonía, al comprender, por el avance científico, que la naturaleza no era un modelo de ética y moral. “… ese deterioro supone el trauma intelectual de la época. Aquí es donde se encuentra la raíz del dilema metafísico que obsesionó a todo el mundo, especialmente a los filósofos, a los hombres de ciencia y a los poetas”. Altamirano considera que las piezas de Edgar Allan Poe, aunque dispares en su facilidad o dificultad de comprensión, se encuentran ligadas a ideas medulares. Los poemas que Poe escribió en la juventud contienen el curso intelectual del resto de su obra. Si la ciencia había demostrado que la salud intelectual de los hombres se basaba en preceptos falsos, como, por ejemplo, el cielo y las estrellas como fuente de esperanza, “Su ‘Soneto a la ciencia’ (1829) es un lamento por los destrozos que la ciencia ocasiona en el poeta, quien ya no puede ‘buscar un tesoro en los cielos enjoyados’”. La belleza es el poder unificador de las tensiones que surgen del espíritu
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y la materia y lo fragmentan todo. La inspiración, por otra parte, un acontecimiento que surge de la esencia divina. “La de Poe es… una metafísica de la desintegración”. En un poema localiza el paraíso perdido en una estrella que aparece y desaparece; en otro, localiza el origen y el destino de todo en la nada. Poe. El trauma de una era retoma pasajes de la obra del autor nacido en Boston y los analiza desde el precepto de que “Para comprender a un autor perteneciente a otra época es necesario compenetrarse con su mundo intelectual”. Para Altamirano, Poe es un escritor que habita, en un tiempo, la frontera entre lo romántico y lo moderno, que habita, de igual forma, el mundo de lo ideal en clara oposición al mundo de la materia, que es su verdugo. El ensayo de Altamirano decide no atender los pasajes biográficos de Poe, para concentrarse en el espíritu de su tiempo y el lugar que el autor de El cuervo decidió ocupar en él: no aparece en el libro como un personaje supeditado a los flujos de su inconsciente, y sí como un autor que perteneció a un contexto pero que asumió posturas voluntarias en los debates ideológicos:
no cree en el progreso en oposición trascendentalistas, por ejemplo. O que recurrió a la sátira para burlarse de los prejuicios victorianos. En un análisis arriesgado del cuento “El hombre que se gastó; un relato de la reciente campaña contra los Bugaboo y los Kickapoo”, Óscar Xavier Altamirano asegura: “La hipótesis que estoy por proponer no depende tanto de una profunda interpretación como de un hallazgo que, me parece, descifra el enigma”. El general brigadier A. B. C. Smith, héroe de guerra que protagoniza el cuento, es un hombre formado por prótesis del que se habla con respeto aunque siempre ocultando sus características físicas. La trama gira en torno a un narrador que se propone desvelar qué es lo que se oculta del brigadier cuando los demás hablan de él; es decir, que está conformado por prótesis. “Algunos han visto en el cuento ‘una burla a los principios de la democracia, la identidad nacional’”; otros han señalado que Poe pretendía satirizar a una figura militar prominente, el general Winfield Scott, o al vicepresidente Richard M. Johnson. El general brigadier del cuento, de acuerdo con Altamirano, “era, en realidad, el honorable doctor J. V. C. Smith, editor del Boston Medical and Surgical Magazine, una revista ampliamente leída y uno de los principales foros donde los protagonistas
de la cruzada nacional en contra de la masturbación daban a conocer sus escritos”. Siguiendo esta lectura, “El hombre que se gastó” sería, en realidad, “una sátira de muy mal gusto”, situada en un contexto “antimasturbacionista”, que se trata de algo que todos conocen pero nadie acepta, de lo que es difícil hablar, con consecuencias desastrosas. El ensayo de Altamirano analiza, de igual forma, lo arabesco y grotesco de la obra de Poe; en las claves enigmáticas, que es la consciencia histórica; las heroínas que convergen en las ideas de “la vida y la muerte, la salvación y la condena”; la obsesión relativa a temas como la conciencia y la transmigración del alma, la forma como Poe empleó el hermetismo y la alquimia en numerosos pasajes. Poe. El trauma de una era es una indagación personal que escruta rigurosamente la obra de Edgar Allan Poe y presenta nuevas interpretaciones. Es una lectura “historicista y fuertemente filosófica” de los poemas y cuentos. “He convivido con la obra de Poe más tiempo del que quizás habría esperado, y lo que su obra le dice a mi espíritu es un misterio, exceptuando una cosa: que nuestra conciencia no es algo que pueda subyugarse o ponerse a la venta sin consecuencias desastrosas para nosotros mismos y para quienes amamos”.
Óscar Xavier Altamirano Poe. El trauma de una era México, Octágono, 2015, 500 pp.
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colaboran Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las Letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Lobsang Castañeda (Ecatepec, 1980). Estudió Filosofía en la unam. Parte de su trabajo ha sido incluido en las antologías de ensayo El hacha puesta en la raíz, Contra México lindo y La conciencia imprescindible (feta, 2009). Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, del focaem y del Fonca. Mario Conde (Ciudad Nezahualcóyotl, 1988). Estudió la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro en la unam. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de dramaturgia. Fundador y director general de la compañía Primera Obscena Teatro. Actualmente es productor, guionista y locutor de Radio unam. Dalí Corona (Ciudad de México, 1983). Sus poemas han aparecido en diversas revistas y diarios del país. Entre sus publicaciones se encuentran los libros Voltario y Desfiladero, ambos editados en 2007. Ha obtenido el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta y el Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2008 a 2010 y de Jóvenes Creadores en los periodos 2010 - 2011 y 2014 - 2015. Miguel Ángel Flores Vilchis (Ciudad de México, 1983). Es licenciado en Comunicación Social por la unidad Xochimilco de la Universidad Autónoma Metropolitana. Colaborador de Radio Chapultepec, Fuerza Informativa Azteca, uam Radio, el Semanario de la uam y Casa del tiempo. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Enrique González Rojo Arthur (Ecatepec, 1928). Ensayista, narrador y poeta. Estudió la maestría en Filosofía y el doctorado en la unam. Ha sido profesor de la unam y de la uam. Su obra completa se publicó en quince tomos con el título Para deletrear el infinito. Becario del Centro Mexicano de Escritores, 1952. Premio Xavier Villaurrutia 1976 por El quíntuple balar de mis sentidos. Ibán de León (Río Grande, Oaxaca, 1980). Estudió Letras Hispánicas. Durante 2004 fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Morelos. Ha obtenido, entre otros, el Premio Nacional de Poesía Tuxtepec 2010 y el Premio Nacional de Poesía Sonora 2011. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas del 2009 al 2011. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro.
Gerardo Ochoa Sandy (Ciudad de México, 1962). Estudió Filosofía en la unam. Ha sido periodista cultural en el diario Unomásuno y la revista Proceso, así como secretario de redacción del suplemento Sábado. Becario de Jóvenes creadores del Fonca de 1991 a 1992. Es autor, entre otros libros, de la novela Cuadrama y La palabra dicha, entrevistas con autores mexicanos. Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en Literatura Inglesa por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida, La novela comienza y Los perros del hombre. Su libro más reciente es Estación Faulkner. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Manuel Rodríguez Viqueira. Doctor en Arquitectura por la Universidad Politécnica de Wroclaw, Polonia. Autor de numerosos artículos y varios libros en el ámbito de la Historia de la Arquitectura y el Diseño Bioclimático. Actualmente es profesor titular de la División de Ciencias de la Comunicación y Diseño en la unidad Cuajimalpa de la uam. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Leonardo Teja (Ciudad de México, 1988). Ha publicado en editoriales, suplementos culturales y revistas de circulación nacional. Estudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la uam. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de la generación 2012 - 2014 y del programa Jóvenes Creadores del Fonca 2015 - 2016. César Tejeda (Ciudad de México, 1984). Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el periodo 2011 – 2013. Es autor de la novela Épica de bolsillo para un joven de clase media publicada por Planeta en 2012. Becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca 2014 - 2015. Antonio Toca Fernández (Ciudad de México, 1943). Estudió Arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Francisco Trejo (Ciudad de México, 1987). Estudia la especialización en Literatura Mexicana del siglo xx en la unidad Azcapotzalco de la uam. Recibió el Premio Nacional de Novela y Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2012. Ha publicado los poemarios Rosaleda, La cobija de Ares y El tábano canta en los hoteles. Becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca 2014 - 2015. Héctor Fernando Vizcarra (Ciudad de México, 1980). Traductor literario. Maestro y doctorando en Letras por la unam Es autor del libro Detectives literarios en Latinoamérica: el caso Padura, así como coautor de la novela infantil Los detectives del salón catorce. Becario del Fonca de 2014 - 2015.
Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Anecdotario floral de Rubén Bonifaz Nuño Ernesto Lumbreras
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Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 28 • mayo 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Examen a la Academia • El modelo educativo en México •
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• La cabeza-cámara de Joel-Peter Witkin • • Un relato de Leonardo Teja •
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casadeltiempo • número 28 • mayo 2016
Enrique González Rojo Arthur