Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 29 • junio 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
r N Ó de CI io en O ar TA R ent en B nt EN LI ra de ce . ES L pa tar th Bi hrs a E e PR D es lla Wir ns 0 ec n e ue :0 ot io u o iq 17 ibli is q g a u ex o, B H ec l M i la Pr ra jun e ltu e o d Cu d ul 16 stíb e
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Novedades editoriales Prácticas corporales. En la búsqueda de la belleza Verónica Rodríguez Cabrera, Elsa Muñiz y Mauricio List (coords.)
DISEÑO
El sistema proteccionista mexicano (1960-1979) Eduardo Ramos Watanave (ed.)
HISTORIA
Historiografía, newtonismo y alquimia. Antología sobre la Revolución Científica Violeta Aréchiga (comp.)
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V
ANTROPOLOGÍA
Historia de extrañas ideas José Emilio Pacheco o el doloroso desengaño de la vida “Imaginación y destino”, de Augusto Monterroso Obra plástica de Israel Ávila
POLÍTICA
La medición de la pobreza en México. Metodologías y aplicaciones Manuel Lara Caballero
SOCIOLOGÍA
El sistema es antinosotros. Culturas, movimientos y resistencias juveniles
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
“A M (B ic Sup us hè le ca le m el , d en có e C to di a go sa ele Q bla ct R r pa nca ón ra a ico de Te T sc po iem ar z ga tlá po gr n” en at , d l ui e a ta Jo ca en sé sa pá Q : gi ue na za 80 da )
José Manuel Valenzuela Arce (coord.)
Editorial
En sus páginas de junio, Casa del tiempo propone al lector relatos, ensayos y crónicas que trazan el metódico o desarticulado proceso de construcción de ideas y praxis desparejas como son, entre otras, la postulación de una ideología personal y secreta; la fundación de un grupo clandestino de vanguardia; la planeación y ejecución de un crimen cuyo argumento estructura una novela contemporánea; la pesquisa musical para comunicarse con el diablo; la solución empírica e ingeniosa de una faena campesina y el bosquejo de una hipotética obra literaria futura, así como el delineado —entre la esperanza y la desilusión— de un plan de vida perfecto: teorías disparatadas de las que tarde o temprano nace el conocimiento, la ciencia o la maravilla. Asimismo, mediante un texto de Héctor Antonio Sánchez, revisamos la pintura mural de José Clemente Orozco en los Estados Unidos; además, ofrecemos una selección de obra del artista mexicano Israel Ávila y una defensa de la narrativa de José Emilio Pacheco bajo la pluma de Carlos Martín Briceño. También rescatamos del armario un breve y fantástico relato del escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Así, este número de Casa del tiempo quiere ser un pretexto para que usted, lector, lectora, fabule intrigas inusitadas y trace nuevas formas de entender el mundo, un mundo donde sus ideas —por extravagantes y oníricas que sean— descubran su propio destino y encuentren un lugar en el cual puedan seducir y cortejar y, por qué no, ser el inicio de una nueva historia.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxv, época v, vol. iii, núm 29 • junio 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Portada Francisco López sobre una ilustración de iStock Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXV, época V, vol. III, número 29, junio 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de mayo de 2016. Tamaño de archivo: 19 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Dédalo (o el padre que empujó a su hijo a la locura), 3 Luis Lugo
profanos y grafiteros Amok, un caso posmoderno, 7 Marina Porcelli Cómo escribiré algunos de mis libros, 10 Lobsang Castañeda William Lamport o la rebelión de un solo hombre, 14 Stephen Murray Kiernan El Cuarteto Glockner: El scherzo del diablo, 18 Alfonso Nava Vida, 23 Brenda Ríos Historias extraordinarias de la invención, 26 Jaime Aboites Una rana albina, 31 Pablo Molinet Están aquí para ayudarnos, 35 Verónica Bujeiro La venerable y secreta Orden Coustiller, 39 Ramón Castillo
ménades y meninas Voluntad de ascensión: José Clemente Orozco en el Círculo Délfico, 44 Héctor Antonio Sánchez Desolación en azul de Israel Ávila, 48
antes y después del Hubble Propagación de la luz. Crónica en infinito, 52 Beatriz F. Oleshko José Emilio Pacheco o el doloroso desengaño de la vida, 56 Carlos Martín Briceño Las chicas de paseo de la Reforma, mira qué cosa más linda, 60 Jesús Vicente García
armario Imaginación y destino, 65 Augusto Monterroso
intervenciones, 66 Mateo Pizarro
francotiradores Vidas rebeldes, de Arthur Miller: La libertad y sus inadaptados, 67 Moisés Elías Fuentes Vanguardia y Tra(d)ición: La Gaviota de Chejov, 71 Juan Patricio Riveroll Los Contradioses o una parábola de la angustia humana, 74 Iván Cruz Osorio Terrible y cotidiano es el silencio: Siete casas vacías de Samanta Schweblin, 77 Nora de la Cruz
colaboran, 80 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico A Michèle, de Casablanca a Tepoztlán José Quezada
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Dédalo
(o el padre que empujó a su hijo a la locura) Luis Lugo
Un crítico grácil, esbelto y albino, de lánguido talle, los ojos asoma; el diestro, siniestro, y el vuelo ladino como una paloma. Salvador Novo
El cuerpo es sólo un vehículo que nos acerca hacia nuestro destino. Utilizo el cuerpo de Jorge Cuesta y el de Ícaro, los levanto en un mismo trazo. Cada silueta es distinta: una es construida con las palabras; la otra, con carne. El destino de cada uno es distante, pero es el mismo. El mito de Ícaro es la vida de un hombre. Cuesta es el hombre mismo vuelto mito. Ícaro y Jorge Cuesta comparten un destino similar, un destino particular. ¿Cuántos destinos se trazan desde las palabras? Cuesta e Ícaro son dos nombres unidos por su caída, dos locos que buscan fugarse: Ícaro intenta salir de un laberinto, tocar el sol; Cuesta, salir del laberinto de su cabeza, abandonarse. Ícaro creado por un poeta. Cuesta es un poeta. Uno está inmerso en la ficción, y el otro pisó la tierra.
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Cuesta, escritor incomprensible, loco, retraído, al que todos pedían permiso, el que se nombra con la palabra materia, del que se cree que su locura provino de un golpe en la cabeza, el que tenía alucinaciones e imaginó que su destino era un mito griego, el que creía portar el adn de Ícaro. El padre de Ícaro, Dédalo, le construye alas de cera; entrega su ciencia al hijo, inserta un secreto en su materia gris: caídas cíclicas. Hay un laberinto dentro de su cabeza, vive adentro, contempla algún muro durante horas. “No hay salida, sólo escapes”, escucha una voz. “Es más fácil dejar de buscar y fugarte”, le dice otra. “No salir por la puerta”… “Salir desde adentro”… “Desde tu cuerpo hacia fuera”… Las voces lo invaden. Se coloca las alas.
Néstor Cuesta, el padre del poeta, realiza experimentos para hacer más productivas las cosechas. Traduce algunas obras de Emerson. Sus experimentos lo acercan a la ruina. Transmite a Jorge Cuesta su vida, la instala en su materia gris; el poeta piensa en la experimentación científica de la vida. El padre exigente y dominante obliga al hijo a trabajar en la hacienda El potrero, lo acerca al laberinto de Córdoba. Forma el cuerpo de su hijo, lo moldea hacia su destino. El padre le enseña a hablar al hijo; de pronto, el hijo ya tiene su voz. Están dentro de un laberinto, esperan fugarse el uno del otro, vaciar la sangre que los une. El padre lo empuja, coloca un secreto en el oído, le instala un mal en la cabeza, coloca alas de cera que se derriten en su cerebro, le transmite la ciencia. Cada vez que lo toca, el sol se esconde. Dédalo e Ícaro están dentro de un enorme laberinto: sus incontables pasillos y calles sinuosas, que parecieran no tener principio ni final, guardan su mutismo, sus silencios, sus gritos ahogados, su forma de querer salir de sus cuerpos.
Jorge Cuesta se dedica a la química, también es poeta. Sus poemas, que se creen incomprensibles, se traducen uniendo la química y la poesía, no desligándolas. Jorge Cuesta se inscribió en la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, se volvió el director de la revista universitaria Ciencias Químicas, trabajó como químico en la hacienda El Potrero, trabajó como técnico químico en la Sociedad de Productores de Alcohol, donde sería nombrado jefe de laboratorio. Hizo lo que su padre nunca pudo. El laberinto quizá no exista, quizá esté dentro de la cabeza del padre, que imagina y ve adentro a su hijo.
¿Cuántos pasillos recorremos? ¿Cuántas veces no hay salida de nosotros? Es el eco de cualquier laberinto. Que el laberinto exista o no es lo que menos importa. Aquí lo que importa es salir, dejar atrás las huellas. Ícaro siente cómo crece el laberinto, cómo crece su cuerpo en él. El padre ve en él la insistencia de querer salir. Le pasa por la cabeza asfixiarlo, provocar su muerte; piensa en soluciones. El hijo ve distinto los ojos del padre. El padre lo empuja, le dice un secreto en el oído, le dice que saldrá volando.
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Uno busca escapar; Jorge Cuesta lo intenta con la poesía, fue su forma de huir del laberinto del padre. La ciencia fueron los muros que edificó Néstor Cuesta, los introdujo en su cabeza. Vivió su hijo la locura. La poesía de Jorge Cuesta se armó con la voz del padre. Su poema Canto a un dios mineral inscribe su laberíntica vida, se construye con la idea de aproximarse a Dios por medio de la química de las cosas. Desde lo microscópico-universal. La poesía en Cuesta es el pretexto de lograr una salida. No se puede desligar la voz interna del padre. Logra ser libre hasta darle muerte al poema y con ello a su poesía. Cuesta se lee a sí mismo, lo hace con un microscopio: ve los versos como células, como totalidad; lee cada línea como un muestrario de microscopio donde cada fragmento le revela algo distinto, se lee desde la materia desmenuzada de los versos. Reza tres líneas: El sabor que destila la tiniebla es el propio sentido, que otros puebla y el futuro domina. Ícaro sueña que se corta el sexo, que empieza a menstruar, que su cuerpo empieza a cambiar por el de una mujer. Su padre se acerca, lo penetra. Ícaro despierta. El padre ríe.
Entre las constantes alucinaciones de Cuesta, está la de intentar violar con el pensamiento a su hijo de nueve años. Fue un poeta de un solo poema, Canto a un dios mineral, el cual le costó la cordura. Escribió los últimos versos del Canto... minutos antes de ser internado en un sanatorio, escoltado por doctores que esperaron a que se arreglara y terminara su épico poema. Esa misma noche se ahorcó en el hospital. Tuvo una última alucinación: se creyó en medio del mito de Ícaro. El pelo de Ícaro cae, el tiempo contagia su calvicie... Dios está en las arrugas que simbolizan un trazo en su rostro. Está harto del laberinto. Intenta suicidarse, golpear su cabeza contra los muros. Busca destrozar su cráneo, encontrar su propia salida. En un momento se desborda el ruido en su cabeza. Se empieza a sentir mal, intenta entender el mundo desde adentro. Pierde la cabeza. Se cree un ave.
Jorge Cuesta se emasculó, creyó que su cuerpo sufría cambios, que menstruaba. Todo termina en una caída inevitable. Todo mito o historia concluye así. Ícaro se despide del laberinto, traza tres versos en uno de sus muros, alza el vuelo con el padre atrás de él, se acerca al sol, se acerca tanto que comienza a caer.
Cuesta termina de escribir el Canto a un dios mineral en los muros de su cabeza. Busca caer sin el vuelo. Le aterran las alturas. Busca una caída sostenida. Lo internan en un sanatorio de la calle Tlalpan, donde se ahorca sin tocar el suelo.
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Ilustraciones de D. A. Smarinov para la ediciรณn de Crimen y castigo, de Fedor Dostoevsky, de 1866. (Imรกgenes: DeAgostini / Getty Images)
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Amok, un caso posmoderno Marina Porcelli
La singularidad del caso consiste en esto: el polaco Krystian Bala, presunto asesino del empresario de publicidad Dariusz Janiszewski, y declarado culpable en 2007, sostiene que, en lo Real, “toda verdad está siendo desplazada por la narrativa”. Alto, guapo, de pelo chino y ojos claros, estudiante de filosofía con calificaciones altísimas, Bala es seguidor —y nunca el término fue más riguroso— de ciertas ideas de Nietzsche y de Foucault. Se trata del autor de Amok (novela publicada en 2003) que narra la vida de un filósofo dipsómano y ocioso, novela que sentencia la frase de más arriba. Y David Grann escribe, en un reportaje largo hecho sobre Bala para The New Yorker —este reportaje es la fuente en inglés más amplia sobre el caso, ya que la mayoría de los artículos de periódicos están en polaco—, que al final de la novela, el homicidio de Mary hace eco en esa noción de Wittgenstein sobre ciertas acciones que desafían el lenguaje. En concreto, la novela dice, después del asesinato: “No había ruido, ni palabras, ni movimiento. Completa mudez”. Así, Chris, el protagonista, rechaza lo que se considera la última verdad moral, y mata a su novia: “Ajusté el nudo alrededor de su cuello, sosteniéndola con una mano. Con la otra mano, apuñalé debajo de su pecho izquierdo… Todo estaba cubierto de sangre”. Las coincidencias, claro, también pueden ser una fatalidad. El 10 de diciembre de 2000, apareció en el río Oder, de la ciudad polaca de Wroclaw, el cadáver de un hombre alto y mucha cabellera: tenía las manos atadas a la espalda y habían tensado la soga de manera tal que ante el mínimo movimiento el ahorcamiento era mayor. Se descartó la hipótesis del robo (sus tarjetas de crédito estaban intactas), pero no hubo pistas durante tres años. Hasta que Jacek Wroblewaki, del Departamento de Homicidios de Wroclaw, recibió una llamada anónima —algunos artículos, en cambio, aseguran que recibió un libro por correo— y se le indicó que leyera Amok. El título viene del malayo y significa “matar con ira ciega”. Las similitudes entre el
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autor y el protagonista de la novela fueron previsiblemente inevitables: los dos estaban en bancarrota, los dos habían sido abandonados por sus esposas, ambos eran profundamente borrachos. Pero hubo en la descripción del asesinato del personaje de Mary ciertos detalles que alarmaron al policía: detalles que sólo los investigadores, dicen, o el asesino podían conocer. Y Krystian Bala fue declarado culpable. Otra vez el teléfono La ficción no pudo ser prueba de la culpabilidad de Bala, que se ganaba la vida escribiendo sobre viajes, fotografiando fondos marinos y dando clases de buceo. Alguien declaró que Dariusz Janiszewski fue visto bailando con Stasia, la ex mujer de Bala, en la discoteca Crazy Horse, el año en que el empresario fue asesinado. Luego, Stasia misma confesó que fue con él a un hotel, pero “no quiso tener relaciones cuando se enteró de que era casado”. El móvil cobraba forma, y otra vez la ficción apuntalaba el caso: en algún tramo de Amok, el protagonista habla de otro homicidio que cometió, impulsado por “unos celos ciegos”. Pero lo que definitivamente pareció convencer a la policía fue que el asesino, en la novela, vende su arma en un sitio web. Y Jacek Wroblewski cayó en la cuenta de que nunca se había encontrado un celular junto con
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el cadáver. Entonces rastreó el número de serie del teléfono de Janiszewski y supo así que había sido vendido en un sitio web. Justamente, por un tal Krystian Bala, que dijo no recordar cómo había obtenido el celular y que solía vender artículos por Internet. Pero hubo más datos: en los años posteriores al asesinato llegaban a la televisión polaca e-mails anónimos que hablaban sobre “el crimen perfecto” y provenían de lugares como Indonesia o China, en las fechas exactas en las que Krystian Bala viajaba a esos países por trabajo. Y aún más: un programa de televisión, dedicado al relato de casos jurídicos, recibió mensajes sobre el asesinato del publicista desde Japón y Corea del Sur, también, como se supo después, cuando Bala se encontraba ahí. Una vez detenido, Bala alegó que la ficción no puede tomarse como fundamento de la verdad, y que Amok no era más que un libro filosófico (en su sitio web, se insiste en la teoría conspirativa que denuncia el secuestro del presunto asesino por parte de la policía). De Raskolnikov a lo Real La paradoja, entonces, está en las ideas de Bala. “Soy un buen mentiroso”, dice en Amok, y esa novela, según David Grann, espejea Crimen y castigo, “porque me creo mis propias mentiras”, agrega. Y la cita siguiente también es de Grann: “Si Raskolnikov es el moderno monstruo de Frankenstein, entonces Chris, el protagonista de Amok, es el monstruo de la posmodernidad. Desde su óptica, ninguna cosa es sagrada (“Dios, si solo existes, habrás visto cómo luce el esperma sobre la sangre”), y tampoco existe la verdad (“toda la verdad está siendo desplazada por la narrativa”). Chris encara lo huidizo, lo inasible (eso que hace que se acueste sólo con “mujeres feas”, porque “son más reales, más tocables, más vivas”), se emborracha
hasta quedar tirado, maldice todo el tiempo, insiste en que hay que pulverizar el lenguaje. Como Raskolnikov (como el súper hombre de Nietzsche), Chris está por encima de la moralidad burguesa, y, como Raskolnikov, también asesina y rechaza la definición convencional de lo verdadero. Pero Raskolnikov, en Crimen y castigo, es torturado por la culpa: al final se confiesa y asume su responsabilidad. En el juicio de 2007, Krystian Bala negó ser culpable, y afirmó que el asesinato de Mary en la novela “no es otra cosa que un símbolo, un modo de atentar contra la moral burguesa dominante”. Los periódicos dicen, durante el juicio, que estamos ante “una guerra de narrativas”. La frase de Bala sobre la verdad que se desplaza vuelve a aparecer. Se trata, en suma, de un filósofo en el banquillo de los acusados, y esta suerte de deslizamiento (lo que construyen las apariencias y la imposibilidad de definir lo Real y la materia de los hechos. Foucault sostenía que no somos más que efectos del lenguaje). Sin embargo, acá hay un muerto: un asesinado. Y Bala es declarado culpable. David Grann se pregunta, antes de terminar: “¿Por qué alguien habría de cometer un asesinato y escribir, luego, una novela, que ayudara a capturar al escritor asesino? En Crimen y castigo, Raskolnikov especula con que aun el más inteligente de los criminales comete errores (…) Amok, sin embargo, fue publicada tres años después del asesinato”. Más dudas, de otros artículos: “¿Sería posible que Bala, en su megalomanía, en su desbordante autoestima, hubiera arrojado información en su novela sobre el crimen que había cometido en la realidad?” Y otro más: “¿qué sentido tiene que un asesino tan meticuloso y preparado vendiera el teléfono móvil de su víctima en una subasta virtual? ¿No habría supuesto una provocación,
una chiquillada, un gran riesgo? Perfectamente podría haberse encontrado el teléfono en la calle, o haberlo adquirido en una casa de empeños”. Así las cosas, y ateniéndonos estrictamente a la información que dieron los periódicos, resulta extraña esa llamada anónima (o ese sobre que llega por correo) que recibe la policía con la indicación de leer Amok. ¿Quién dio esta señal, cuál fue la causa? Otra de las hipótesis atenta a las dimensiones físicas del empresario de publicidad, propone que no fue uno, sino varios los autores del asesinato. Nada de esto se ha demostrado aún. Y en tanto sea cierto, esto implicaría que hay un nuevo caso.
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Cómo escribiré algunos de mis libros
(Programa de mano para el lector anticipado)
Lobsang Castañeda
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Escribir sobre lo que no se ha escrito, sobre lo que se está escribiendo o sobre lo que aún no acaba de escribirse no es, aunque lo parezca, un despropósito, sino, ante todo, una manera de nombrar lo innombrable, de darle forma a lo informe, de conservar lo efímero, de otorgarle sentido a lo titubeante y de alumbrar, así sea con la débil flama de la especulación, el oscuro repositorio donde hierven, si no los hechos, al menos las buenas intenciones. Si en literatura —como en el arte en general— lo inconcluso no tiene ningún valor, los textos que hablan de textos que sólo existen de manera fantasmal, incipiente o embrionaria, resarcen el agravio que implica permanecer atorado en el limbo caótico e impredecible de la imaginación, pero no porque sea evidente que dichos textos vayan a conquistar la forma, la orientación o, como decía el filósofo ilustrado Alexander Gerard en el siglo xviii, el “diseño” que se requiere para encausar las intuiciones y las variopintas asociaciones de ideas producidas por la mente del escritor, sino porque, a la par, existe una suerte de disposición intelectual que, además de examinar y seleccionar dentro de todos estos materiales aquellos que llegarán a conformar una obra, puede ser ella misma objeto de un texto sin mayores problemas. Si, como pensaba Buffon, ningún escritor debería crear algo sin antes haber ordenado sus ideas, también es cierto que quien aún no encuentra el orden puede, sin embargo, dar cuenta de esa búsqueda y, por si fuera poco, vislumbrar con ello las cualidades y limitaciones de su propia capacidad creativa. En todo caso, quien escribe sabe que sus ideas son entes “vivos” —se entiende que no en un sentido biológico, aunque sí orgánico— que interactúan con otras ideas que, a su vez, se han ya independizado de sus creadores y sumado a una noosfera —el término es de Pierre Teilhard de Chardin aunque será retomado y enriquecido por Edgar Morin en el cuarto tomo de su obra El método— en la que se pueden dar relaciones de continuidad, transformación o aniquilamiento. Así, dependiendo del tipo de relaciones que consigan establecer en la noosfera y de la perseverancia del propio escritor para ejercitarse en un arte que jamás llegará a dominar, muchos de los proyectos pendientes lograrán consumarse, otros cambiarán tanto de forma que se volverán irreconocibles y otros jamás se iniciarán, no llegarán siquiera a esbozarse. Los caminos de la literatura son tan impredecibles como atractivos. Todo lo anterior no es más que una explicación, entre muchas otras, para apuntalar un texto en donde se escriba sobre los textos aún no escritos, pero ya presentes en el programa de escritura de un escritor. Eso es lo que ha hecho, por ejemplo, George
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Steiner en Los libros que nunca he escrito, una de sus obras más íntimas y personales, verdadero repositorio, ese sí, donde hierven no sólo las buenas intenciones sino los hechos, pues a lo largo de sus siete capítulos se establecen las líneas generales y los contenidos básicos de siete libros que el autor, por diversas razones, no pudo escribir, aunque en el fondo ya lo haya hecho —quizá no con la extensión y profundidad deseadas, pues se trata, en todo caso, de temas excesivos, difíciles, que requieren de una investigación ardua o de un talante determinado— precisamente en esas páginas que buscan dar cuenta de lo inalcanzable. Aunque pudiera pensarse lo contrario, Los libros que nunca he escrito no es una obra pesimista o malograda, sino una pequeña biblioteca —siete libros en uno— en donde el gran crítico nos muestra sus intereses más recurrentes, sus maneras de trabajar o de indagar en los asuntos que le atraen, el límite de sus fuerzas, pero también su terquedad intelectual al llevar al papel, así sea de manera programática, una serie de preocupaciones que, de lo contrario, no hubieran salido de los cajones de su escritorio. Ante la incapacidad de realizar un puñado de proyectos, Steiner nos enseña que también se puede escribir —y quizás hasta se deba— de lo que no se puede escribir, porque esa es la única manera de quitarse de encima las telarañas de lo imposible que provocan frustración y desasosiego. En este sentido, la literatura no es sólo un museo de obras terminadas, sino también una enciclopedia de testimonios sobre proyectos inconclusos o en ciernes. Ante la falta de capacidad sólo queda la franqueza, espejo donde el que escribe puede mirarse sin imposturas. Así, pues, reconocer y examinar las propias ineptitudes no siempre arroja resultados negativos. Los dos pasos decisivos para curar cualquier enfermedad son aceptarla y combatirla con los medios adecuados. Cuando el escritor carece de alguna cualidad necesaria para desplegar su arte, debe asumir su discapacidad y buscar fuera de sí mismo lo que le haga falta, agenciárselo de manera “artificial”. La historia de la literatura
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es pródiga en ejemplos de escritores que, frente a la imposibilidad de crear con la profundidad que hubiesen deseado, tuvieron que echar mano de toda clase de recursos (simbólicos, lingüísticos, lúdicos) para desarrollar aquellos proyectos a los que hubiera sido más fácil renunciar. Una muestra perfecta de cómo una estrategia que de entrada puede parecer descabellada o ridícula acaba convirtiéndose, primero, en un proyecto de escritura y, segundo, en una obra terminada, sigue siendo el “procedimiento peculiar” de Raymond Roussel, desglosado en su ensayo, “secreto y póstumo”, Cómo escribí algunos libros míos. Si la influencia de Roussel fue decisiva para una parte importante de la literatura francesa de la primera mitad del siglo xx —aquella que va del surrealismo al OuLiPo—, ello se debe a que, mediante un ejercicio de honestidad, reveló los mecanismos que le permitieron subsanar su falta de imaginación y, al mismo tiempo, construir narraciones altamente imaginativas como Locus Solus o Impresiones de África. Apoyándose en un puñado de elementos lingüísticos y retóricos (metagramas o palabras mutantes, palabras homógrafas, paronomasias, dislocaciones de frases, rimas, combinaciones fonéticas), Roussel buscó desplegar su escritura no a partir del qué, como lo hacen los constructores de historias, sino del cómo entendido como un sistema de vías invisibles, prohibiciones y ardides que nos aproximan a una concepción iniciática de la palabra, pues el lenguaje vale justamente por la incertidumbre y la ambigüedad de su superficie. Si algo produce Cómo escribí algunos libros míos es un nueva especie de lector que, después de haber leído el ensayo de Roussel, no puede evitar preguntarse cuántos secretos subyacen a cada texto y cómo funcionan. Lo decisivo de las obras de Roussel que dependen de este “procedimiento peculiar”, en donde el manejo de las palabras simples despierta todo un hervidero de diferencias semánticas, no descansa en la trama sino en la “construcción de la trama”. La identidad de las palabras, es decir, el hecho de que existen menos vocablos
que cosas por nombrar, es en sí misma una experiencia doble que revela, por una parte, un lugar de encuentro entre las figuras del mundo más alejadas y, segundo, un desdoblamiento del lenguaje que, a partir de un núcleo simple, se aparta de sí mismo y crea otras figuras. Se trata, entonces, de concebir el texto como una edificación de niveles y escalones producidos por un artificio en donde las palabras, como asevera Michel Foucault, “siempre conducen más lejos y vuelven a traer a sí mismas; pierden y se reencuentran; corren hacia el horizonte en desdoblamientos repetidos, pero regresan al punto de partida trazando una curva perfecta”. La estrategia creativa de Roussel nos deja ver, a posteriori, que lo único que se necesita (y no es poca cosa) para echar a andar un proyecto es una forma de proceder, una techné que nos brinde un asidero que ponga un poco de orden, como querían Gerard y Buffon, en el torrente de ideas producidas por la imaginación. Esa techné, por más rudimentaria, flexible y versátil que sea, trazará un perímetro que, al menos en principio, deberá respetarse para no salirse por peteneras. Doy, finalmente, una pequeña lista de los libros que escribiré en un futuro, espero que no muy lejano, una vez que logre formular esa techné que me servirá como asidero. He seleccionado sólo los que pueden ejemplificar, de manera modesta, lo que he mencionado hasta aquí. Sobra decir que los títulos son provisionales y no reflejan necesariamente las características esenciales de cada proyecto. Como en literatura —y en el arte en general— son más comunes los embarazos psicológicos y los abortos que los partos con éxito, el lector no debe calificarme de pretencioso o soberbio pues únicamente le comparto unos cuantos modelos para armar, lo cual no significa que sea capaz de realizarlos. 1. Teorías. Partiendo de la evidencia de que todos, en mayor o menor medida, elaboramos teorías descabelladas para explicarnos cosas que desconocemos o de las cuales tenemos poca información, redactar un inventario de las más sugerentes y utilizarlas
como eje temático para una serie de cuentos breves o minificciones. 2. Cartas a los imbéciles. Se trata de un ejercicio de ficción epistolar en donde el narrador escribirá un conjunto de misivas dirigidas a determinadas personas (amigos, papás, vecinos, ex mujer, editor, presidente de la república, sí mismo) reprochándoles su estulticia. El estilo de las cartas deberá ser mordaz y agresivo. 3. Recuerdos de un bibliómano. Se trata de reunir en un volumen todas aquellas anécdotas, historias, coincidencias, datos, revelaciones e infortunios que han tenido lugar durante mis pesquisas biblio-mani-cómicas. 4. Mis divas. Se trata de escribir una serie de semblanzas de vedettes famosas del llamado “cine de ficheras” a las que, en mis mocedades, les dediqué más de una mirada: Grace Renat, Rebeca Silva, Lyn May, Rossy Mendoza, Angélica Chain, Isela Vega y, por supuesto, la inigualable Sasha Montenegro. 5. Máquinas para escribir. Se trata de un diccionario de ejercicios, adiestramientos, juegos, estrategias formales y patografías literarias útiles para toda clase de escritores, especialmente para los que, como Raymond Roussel, carecen de imaginación. Las entradas serán breves e incluirán un texto-muestra de mi propia autoría.
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William Lamport o la rebeliรณn de un solo hombre* Stephen Murray Kiernan
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Retrato de William Lamport, Peter Paul Rubens
William Lamport1—o Guillen de Lampart— fue finalmente ejecutado en la insoportable agonía del fuego en 1659. Este hombre fue una espina clavada por mucho tiempo en el costado del Santo Oficio novohispano. Hay testimonios, sin embargo, que afirman que Lamport logró estrangularse antes de que las llamas pudieran matarlo lentamente devorando sus pies, piernas y su torso. William Lamport había pasado casi las últimas dos décadas de su vida en las miserables cárceles de la institución religiosa, excepto por un breve periodo a la mitad de su prisión —y que sólo comprendió algunas horas— en el que pudo escapar y, gracias a una terquedad extraordinaria, dejar avisos casi ilegibles proclamando la corrupción y los engaños de los oficiales de la Inquisición. Esto habla por sí solo de un hombre al que vale la pena conocer. Nacido en el bello condado de Wexford, en el seno de una familia católica de cierta importancia y riqueza, parece haber tenido desde el inicio una fuerte ambición y, quizá, un poderoso sentido del destino. Por los modelos de su época y los edictos y persecuciones en contra de los católicos por los poderes coloniales ingleses, Lamport había recibido educación de sacerdotes en Irlanda, primero, y en España, después. Fue ese sentido del destino lo que lo llevó a viajar de su país natal hacia la capital del reino, Londres, donde siendo todavía adolescente tuvo problemas por un documento en donde apoyaba la insurrección católica: William Lamport nunca perdería su capacidad de sedición. Después, por una necesidad existencial de abandonar Inglaterra, partió rumbo al Canal de la Mancha, en donde su embarcación fue retenida por piratas. Inteligentemente, escogió unirse a los corsarios en vez de regresar a Inglaterra. Hay evidencias de que causó tan buena impresión entre sus nuevos colegas que pronto fue ascendido entre la jerarquía filibustera. El hecho de que lo haya logrado tan rápidamente siendo tan joven e inexperto da, de nuevo, la impresión de un hombre notable. Al final eligió abandonar el peligroso y claustrofóbico oficio de la piratería y eventualmente llegó a España. No hay duda de que poseía habilidad, carisma y cierta facilidad para los idiomas, así que entró rápidamente al servicio del gran poder católico de Europa. Ahí se le encomendaron tareas importantes por servidores cercanos al rey e incluso por el primer ministro. Al mismo tiempo, Lamport se había
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Traducción de Jesús Francisco Conde de Arriaga
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hecho de una esposa con la que tendría una hija (ambas víctimas inocentes de esta historia que desaparecerían en el anonimato). Para este tiempo, William Lamport había ya demostrado que podía realizar su trabajo eficientemente sin necesidad de alertar a los enemigos de sus amos. A finales de la década de 1630, se le encomendaron tareas de cierta relevancia en las recientemente descubiertas posesiones reales: la Nueva España. Fue enviado junto al representante del rey, el virrey, así como junto al nuevo obispo de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza, quien con el tiempo se convertiría en un feroz crítico de toda la corrupción establecida y disfrutada por los religiosos a la orden del rey, arropados por la distancia y la casi autonomía del nuevo imperio. Sin embargo, el obispo fue afortunado: en lugar de ser encarcelado, tuvo la protección de su investidura y fue enviado de regreso a España. La inquisición novohispana era un estado dentro de otro estado, con un poder establecido que rivalizaba con el del virrey y su régimen. A William Lamport se le encomendó la protección en general del catolicismo en la región y, de ser necesario, la eliminación de protestantes, judíos —tanto conversos como practicantes— y los católicos menos afines al sistema. La motivación central para perseguir a esta gente, y un elemento imprescindible para decidir cómo tratar con ellos, era su riqueza y su poder. Muchos miembros de la inquisición asumieron que tenían la libertad de perseguir a sus enemigos —y su dinero— al amparo de sus funciones eclesiásticas para defender la religión católica, así como la paz y estabilidad de Su Majestad. Como el obispo Palafox, Lamport observó la hipocresía que en ellos residía. Como se podría pensar, Lamport fue identificado a su llegada como un extranjero sospechoso que tenía empresas secretas encomendadas por los enemigos de la iglesia católica en las nuevas tierras, por ello fue vigilado desde el principio, y su increíblemente torpe intento de motivar una sedición entre los indígenas, los negros y los criollos entre 1641 y 1642 le dio a la Inquisición la excusa perfecta para encerrarlo.
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Un insignificante hombre con un relativo apoyo de las autoridades en el palacio virreinal y en Madrid sería por años un limbo creado por el poco interés político y la autoridad religiosa que probablemente se preguntó por un largo tiempo cómo lidiar con este irlandés sin enfadar a sus superiores. Así, Lamport pasó todos esos años en esa vida oscura, maloliente y monótona quebrantadora de espíritus de la prisión religiosa ¿Qué podemos deducir de la personalidad de alguien que tuvo que soportar diecisiete años de prisión en un lugar inmundo, con mala comida, sin diversiones y constantemente vigilado tanto por compañeros de presidio como por sacerdotes? El trabajo que le había sido encomendado era señal inequívoca de su destreza, confiabilidad y congruencia. La pregunta de si cumplió con éxito su trabajo es obviamente un asunto distinto; podría decirse que los hombres de su tipo eran sólo peones en un gran juego de ajedrez, no para ser reconocidos o brindarles ayuda, como en este caso. Para los tiempos modernos, William Lamport tuvo una vida corta, pero el medir su vida como una simple suma de meses y años es trivial, si no tomamos en cuenta lo que hizo, vivió, logró y sufrió. De cualquier modo, lo que vivió fue bastante para la esperanza de vida promedio del siglo diecisiete. Sin embargo, William Lamport definitivamente no era un dechado de virtudes, solía ficcionalizar su vida y relaciones familiares para ser considerado más importante, tal vez tanto para sí mismo como para otros, hasta el grado de mitologizarse. Esta tendencia parece haberse incrementado por su desesperación de estar prisionero. Incluso llegó a afirmar que era medio hermano del rey de España. No obstante, no es esto lo que lo hace históricamente relevante, sus escritos contienen lo que para el lector moderno son proclamas ejemplares que hablan de la igualdad de las razas, la restitución de las tierras robadas y de los privilegios —tanto de la nobleza como para los demás— a los indígenas, y el apoyo para la raza negra, un grupo que en ese tiempo comprendía un porcentaje mayor de la población que la de hoy en día. Y esto puede relacionarse con el panorama irlandés: las
Lamport como diplomático, boceto inacabado por Anton van Dyck, 1635
viejas familias gaélicas fueron despojadas de sus tierras y de su posición social, sin la libertad de expresarse en la vida política o religiosa de su tiempo. Los españoles reconocieron la importancia de recibir a los irlandeses desconsolados, brindándoles educación en escuelas especiales y empleándolos como soldados, siervos y espías. Sin embargo, William Lamport, incansable irlandés, fue más allá: redactó una proclamación de independencia con un claro énfasis en la soberanía popular con un monarca con poder limitado a la cabeza —y de aquí viene el cuento de que él era medio hermano del rey y, por tanto, un candidato apto para el cargo—. Por un lado, se puede reconocer a William Lamport por señalar las injusticias que atestiguó en la Ciudad de México, y por el otro, no se puede negar su ingenuidad al pensar que en ese tiempo una gran parte de la población no sólo quería un país que mantuviera su propio control político y económico, sino que estaba lista y deseosa de luchar para alcanzar esto. Es importante recordar que el hijo de dos irlandeses, el virrey Juan O’Donojú y O’Ryan, firmó el Acta de Independencia de México ciento sesenta y dos años después de la muerte de Lamport, aunque se rumora que el virrey fue envenenado por órdenes de Iturbide poco después de la consumación y murió como Lamport, primero, y los soldados del Batallón de San Patricio, después. ¿Un mártir irlandés más de la Independencia Mexicana?
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El Cuarteto Glockner: El scherzo del Diablo Alfonso Nava
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para violín en Sol menor o Devil’s Trill, de Giuseppe Tartini (1692-1770). (Imagen: DeAgostini / Getty Images) Sonata
Dios tiene oídos de hojalata. ¿Por qué iba a escuchar los lamentos humanos aquel que está inmerso en la música celestial? Vidas de Dubin Bernard Malamud
¿Por qué escribir música? La respuesta tradicional en India, dice John Cage, sería: “Para serenar la mente y hacerla así susceptible a las influencias divinas”. De los ritos africanos a los Vedas eufónicos, de la rapsodia al salmo, tenemos noticia de la música como una comunicación en línea directa con Dios. Su reverso, la música del Diablo, es una sinfonía más entretenida y variopinta: hay quienes vinculan lo diabólico con lo bello per se; quienes lo advierten en la experimentación provocadora; quienes lo ven en efectos psicológicos concretos, en especial los perturbadores o los que excitan la libido, en formas de trance o posesión; y quienes consideran al Diablo inspirador de un virtuosismo que, al crear melodías perfectas, provoca la distracción de Dios y su sordera ante lo humano. En 1892, un grupo apareció en el horizonte musical vienés para probar estas teorías (excepto la del virtuosismo), a manera de invocación chabacana. Para muchos, el actual desarrollo en música electrónica, las indagaciones musicales de Fluxus o las conjeturas de revolucionarios como John Cage provienen de lo que hizo el Cuarteto Glockner, revolucionario y mediocre. Diabolus in musica Andreas Werckmeister en 1702, acreditando fuentes antiguas pero no específicas, habló sobre la existencia del “Intervalo del Diablo” o tritono, que no implica más que la creación de un intervalo disonante o inestable, por lo cual lo diabólico sólo estaría en la corrupción de lo melódico. Ahora bien: este tritono va casi siempre acompañado de un acorde que reconviene la tensión y entonces el recurso (Diabolus in musica, dice Werckmeister que le llamaban los antiguos maestros) sólo sirve para oponer un breve momento de oscuridad antes de que vuelva el acorde perfecto, como luz divina. En resumen, pone de relieve la majestuosidad: ante la oscuridad seremos salvados, parece cantar el acorde. Aproximadamente en 1660, según los historiadores, un hombre de fe no sólo descubrió sino que activó este uso del tritono con la idea de enfatizar la reposición divina en la música sacra aunque son pocos los documentos y apenas tres partituras que prueban sus indagaciones, el resto fue quemado por la Inquisición entre 1660 y 1773. Fray Joseph Thomas, oriundo de Castellón y establecido en el Convento de San
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Cuarta Tritono
“ DIABOLVS IN MVSICA ” Francisco de Valencia, doctor en teología, constructor de órganos, habría teorizado que el influjo “demoniaco” no está en la superposición de tonos ni en el sonido que se genera (como sospecha Werckmeister), sino en el silencio que se abre en los nanosegundos imperceptibles del intervalo. En 1660 se habría dado su descubrimiento mientras construía e instalaba el órgano de la Colegiata de Gandía, según un breve dato que arroja Alberich Juyggens en su Sacra, curioso inventario de instrumentos aeriales que estaba destinado a comerciantes y anticuarios que llegaban a Amsterdam en busca de instrumentos musicales religiosos. El mismo documento menciona que en 1662 Thomas creó el órgano de la iglesia parroquial de Albalat de la Ribera y en 1674 el de la parroquia de Santa María en Cocentaina (Alicante). Juyggens no detalla las tesis de Thomas, pareciera que la referencia al demoníaco descubrimiento le sirve como ardid para encarecer las piezas. El etnomusicólogo español Miguel Ángel Picó Pascual documenta que la Inquisición abrió un proceso contra Thomas en 1661, que incluso hubo una condena por sodomía, pero ratifica los datos de Juyggens sobre las construcciones de órganos posteriores al juicio, lo que podría indicar que fue perdonado o tuvo sanción no mortal (castigos pecuniarios y tortura) o acaso renegó de su teoría diabólica, si la hubo. Paul Julius Moebius, psicólogo de Leipzig contemporáneo de Freud, estudia desde finales del siglo xix las múltiples referencias que Robert Schumann consigna en diarios y correspondencia respecto a los continuos ataques que padece, perpetrados por demonios. En una carta, el violinista Joseph Joachim informa a Johannes Brahms que Schumann escucha voces y acordes de
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ángeles que le dictan música celestial por la mañana; sin embargo, por las noches “se convierten en demonios que tocan música horrible y animales que intentan despedazarlo”. En 1906, con motivo del 50 aniversario de la muerte de Schumann, Moebius publica un trabajo comisionado justamente para la efeméride, donde repasa el historial clínico del compositor y revela una frecuencia de trabajo en la que las alucinaciones auditivas (los ataques de dichos demonios) se corresponden con los de mayor producción; la tensión creativa arroja obras maestras. “Cada nota es un grito”, escribió Proust sobre Schumann. Moebius diagnostica delirios asociados a una potencial bipolaridad o a una derivación de la sífilis: no hay búsqueda mística ni martirio santo. De su estudio quedó como tema fijo para la neurología el estudio de los efectos que ejercen ciertas frecuencias sonoras sobre la actividad cerebral, psíquica y de neurotransmisión. Lo diabólico es, apostilla, esencialmente neurológico. Cuarteto Glockner “La manifestación diabólica en la música no tendría por qué dejarse ver con incandescencias, patas de cabra, aguas sulfúricas y puertas al inframundo. El mundo no es mágico y el Diablo, no obstante su omnipotencia, no podría evadir las leyes naturales ni la lógica material: su lengua es la ciencia misma”, escribió Rael Neuer, quien no tocaba un solo instrumento (el triángulo o el pandero ocasionalmente), pero fue el padre teórico de los Glockner. Los tres casos del apartado anterior fueron las fuentes primordiales de su dogma. El Cuarteto Glockner fue el nombre de una cofradía de músicos que toma su nombre de la cadena
montañosa cercana a su lugar de residencia, cuyos intereses eran menos demoniacos que “vanguardistas”. No son muchos los datos que se conocen sobre ellos porque, dice el historiador Giancarlo Sanpaoli, fue un grupo mediocre con poco que legar a la ciencia de la música y mucho al mito. Junto al huracán que significarían Schönberg y Webern, el Cuarteto Glockner fue apenas una nota al pie del no menos frecuente charlatanismo avant garde de la época. Sanpaoli dedica un breve capítulo de su antología histórica Vienna valzer a ridiculizar a los Glockner más que a rescatarlos: “Sus ensayos parecían un laboratorio psicológico, donde se sometían a insomnios inducidos, tratamientos de hipnosis, audición continua de intervalos tonales dislocados y otros experimentos más, con los que esperaban entrar en condiciones de susceptibilidad o inspiración extremos [...] No era una fábrica de música, sino de locos”. La historia probó la charlatanería de los Glockner en términos de composición y ejecución: ninguna de sus obras sobrevivió, pese a sus advertencias de posteridad y del nacimiento futuro de sus verdaderos escuchas. Por curiosidad malsana, Stravinsky trabajó sobre una partitura de Leto Pölder (uno de los fundadores del Cuarteto Glockner) para demostrar a estudiantes de composición en Nueva York que no hay partitura mala, sino arreglistas y directores con poca o mala voluntad. Con ese ejercicio escribió una Pavesa, así la tituló, que no está en su portafolios oficial y en la que, tras poner su mano, borró cualquier rasgo de la fuente original. Sanpaoli agrega al ensayo un pequeño listado de dispositivos que los Glockner crearon como apéndices de ciertos instrumentos. Uno de los dispositivos es idéntico a uno que Juyggens describe en Sacra, una especie de teclado con llaves parecidas a las del saxofón que se adapta al mástil de la guitarra y sirve para poder tocar más cuerdas cuando las dos manos están ocupadas; el invento, dice Juyggens, es de autor desconocido pero tendría origen en los Balcanes y su uso está asociado al “Acorde del Diablo”. Musicólogos de la exYugoslavia
sospechan que este acorde surgió de entre las familias de rapsodas, orondos de su pasado heleno, pero ya ignorantes del oficio y su tradición, desaparecida en nuestros días. En Expediente H de Ismaíl Kadaré, tenemos uno de los últimos relatos de un rapsoda quien afirma que entonar los cantares de gesta implica una posesión daimónica y una progresión veloz de imágenes tales que fatiga al cerebro, deja jaquecas de semanas enteras y como huella en el cuerpo imprime rasgos de violencia y temblores involuntarios. Como en el touretismo. Del llamado “Acorde del Diablo” lo más sólido que tenemos es un dibujo y una idea de ejecución vertida por Milorad Pavić en su Diccionario Jázaro: el acorde del diablo sólo se logra si, estando los diez dedos ocupados en puntos estratégicos del diapasón de la guitarra, se rasga la cuerda necesaria gracias a un apéndice, órgano o accesorio fuera del cuerpo: digamos, con una cola.
Silencio En 1905, en la revista Dreiundzwangzig, Alban Berg ensaya una idea para una opera de Fausto y lanza allí varias indirectas a los Glockner, sin nombrarlos. Por ejemplo, dice que el Diablo anda a la caza de virtuosos, no de fanáticos. “Como vemos en la vida de Schumann, el diablo no se manifiesta con rituales ni acordes charlatanes: sólo llena de acordes la mente de los virtuosos”. Cita, además, una carta donde el prodigio le insinúa a su esposa que las voces de los demonios parecen cada
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vez más simples susurros, que la música que prefiguran se parece demasiado al silencio. Y remata con un dicho —un dicho que será la base musical y filosófica de su magna Moses und Aron— de Arnold Schönberg, su maestro: “el cantar del hombre nace (por / ante) los silencios de Dios”. Los salmos se cantan, porque la música teje el camino hasta el Omnipotente que o nos ignora o está ocupado en obras mayores. Finalmente, Alban Berg advierte a las vanguardias que la forma de entrar en contacto con el Diablo es por medio del silencio. Su intención aquí es del todo satírica (básicamente, les pide que abandonen la música), pero genios como John Cage dieron una vida nueva y plena a esta idea. Una tesis filológica filtrada por Ann Carson nos dice que la palabra latina mutus, de donde se derivaría el concepto de “mudez”, se utilizaba para caracterizar el sonido hipnótico, casi imperceptible, de la serpiente deslizándose sobre la tierra como un velo de seda o de su cascabel en la víspera del ataque. La idea ética detrás de la palabra implica que algo ocurre, aunque poco se oye. O algo ocurre y se disfraza de silencio. John Cage ha discernido sobre el Pecado Original como una fuente de la música. En nuestros días, nadie habla de los Glockner como músicos, menos como “demonólogos”. El doctor Oliver Sacks intentó verlos como un caso clínico y estudió notas del grupo mientras escribía su Musicofilia, pero poco pudo extraer. Concluyó que las manifestaciones de genialidad que acompañan a ciertas enfermedades psicológicas son inimitables: su franqueza, su fuerza natural y descarnada, no se parecen a los intentos artificiales inducidos, donde cierto “entusiasmo por la locura” crea una paradójica barrera contra la potencia de sus efectos. “Hay bondad naïve en su entusiasmo demoniaco”, concluyó Sacks antes de expulsarlos del libro. En una línea, Trotsky decía que no hay modo en que el arte pueda ser derivado o utilizado para la maldad, y entre todos los artistas “... a Mozart nadie nunca podría usarlo para un propósito inhumano”. En un pasaje de sus Gramáticas de la creación, George Steiner narra que pidió a un amigo músico, como experimento, tocar al piano los acordes de “La Reina de la Noche”, de la Flauta mágica. Al final de la ejecución, ambos quedan sobrecogidos, aterrorizados. Steiner apenas balbucea que quizá advirtieron un influjo de maldad, pero decide no hablar más del caso. Voluntad pura es como Kant llama a la música. En Doctor Zhivago, Boris Pasternak da en una frase la ubicación del demonio en las artes y la del extravío original de los Glockner: “Cuanto más persigue un hombre la belleza, más se aleja del bien”.
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Vida Brenda Ríos
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grafiteros “Le Roi S’Amuse”, ilustración para The French Revolution: A History de Thomas Carlyle, Londres, 1924. (Imagen: The Printprofanos Collector /yGetty Images)
La vida, frente a mí, en la vitrina. Le dije al chico, sí, ésa de ahí. Suculenta. Me senté frente a ella y usé el tenedor con respeto: la crema estaba en su punto, la corteza era a los ojos la mejor prueba de lo mejor del mundo. Mi boca deshecha del placer recibió el bocado. Antes del sabor está el placer de esperar el sabor; la consistencia; la sustancia en la lengua, en los dientes. Pero no, no podía ser. ¿Qué era eso? Nada. Sabía a nada. No sabía igual a su apariencia. Sabor hueco. ¿Cómo algo que se veía delicioso podía ser tan insípido? El hambre se fue. A menos que hubiera perdido el sentido del gusto. Di un sorbo al café pero no, tenía sabor: amargo, caliente. Así que esto es. Una gran rebanada de vacío. He pasado dos noches en vela pensando en las vidas que he tenido. Vidas donde fui, hice, regresé. Y ahora, esto: Nada. Sabor a nada. Me gasté el sabor, el interés, el deseo. Lo que me debía pasar en treinta años se adelantó: una parálisis de sentidos. No veo, no oigo. Las palabras son flores puestas demasiado tiempo en la misma agua. Me dediqué entonces a ver todas esas películas lacrimógenas: gente feliz que un día tiene un accidente o enfermedad atroz y se ve obligada a renunciar a lo que más dicha le daba; vence la adversidad y el bien triunfa. Uno, en esos casos, agradece que puede caminar, mover las manos, salir de la cama y bañarse por cuenta propia. Pero no fue suficiente. Intenté los documentales. Niños muriendo de hambre, niños sin medicinas, sin higiene, viviendo en situaciones desesperadas. Gente que muere en esos caminos de tierra cargando sus posesiones en un hato de tela. Pero no fui capaz de agradecer mi realidad. Parecía que nada me iba a conmover y yo era la estalactita pálida y autosuficiente. Ni el viento podía moverme. Frívola, colocada en los altos tacones de los intocables por pobreza, enfermedad, locura, muerte de alguien cercano, enfermedad, embarazos no deseados, era incapaz de verme —como vi esa rebanada— en las vitrinas. No tenía sombra. Nada se movía cuando caminaba. Las amigas me parecían triviales, tediosas. Años hablando de lo mismo: la apariencia y los hombres. ¿No hay otros temas? El desempleo, por ejemplo. No. El sexo, la falta de sexo, si tienes meses que nada. Si nadie se fijará ya nunca en mí. Gorda, gorda, y triste. Hormonadas solas, solteras o con pareja es lo mismo: lo triste es mal aliento, pantanoso. Los amigos. Si ganan lo mismo. Si el cabello se cae. La apariencia, nunca sus mujeres. Si los proyectos. La misma conversación de años. Con menos
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entusiasmo. Veamos: las mismas personas, mismo diálogo, misma ciudad, sólo que todos envejecidos. Es la misma puta obra de teatro que hacemos sin público. Alguien nos grabó una sola vez y se nos quedó el sonsonete, las expresiones coloquiales. Igual, cuando él dice tal cosa tú dirás eso, así. Menos dramático, exacto. Inflexiones de la voz. Sostenemos esto de tal modo que no necesito que vengan a hacer la obra: los tengo en la cabeza, sé cuándo llegará el improvisado con una botella de vino y dirá “Perdón, el metro se paró una hora”. Sé también cuando otra más mirará el estante de libros y tendrá nostalgia de algo que no atinamos a adivinar pero es profundo y se relaciona con un hombre mayor que amó y blablablá. Veinte años de la misma extendida conversación sobre las mismas cosas. La misma indignación por esto o eso. Mis amigos, siempre entre el espanto de su clase y la indignación por no poder hacer más por sí mismos. ¿Qué más da? Los actores ancianos se van perdiendo y llegan nuevos a tomar su sitio. Por muy aburrida que estuviera seguía sin conmoverme. Mi piel era una coraza de langosta y nadie podía aventarme a la olla de agua hirviendo. Sin conmoción, con el golpe de la vida encima (pastel de crema en una película francesa o los tres chiflados), me veo en esas vitrinas y no me reflejo. En lugar de mi cara aparece un maniquí, sonríe, esquelética, en una sola postura, el rizo falso, el vestido colocado con alfileres a la espalda: un maniquí contiene la respiración. Yo estoy de paso, él se queda aquí, pobre, eterno sonriente sin nada adentro. Humanidad falsa, como la nuestra.
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Historias extraordinarias de la invención Jaime Aboites
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Thomas Alva Edison escucha una grabación en un modelo eléctrico de su fonógrafo alimentado por una batería, ilustración la obra A travers l'Electricité de Georges Dary, París, 1906. casade del tiempo (Imagen: Oxford Science Archive / Print Collector / Getty Images)
En el libro The Audible Past (2005), J. Sterne cuenta la siguiente anécdota en relación a la invención del fonógrafo de Thomas Alva Edison que empezaba a comercializarse en Estados Unidos: a principios del siglo xx, en Larchmont, una pequeña ciudad próxima a Nueva York, el pastor evangelista Thomas Allen Horne quedó asombrado con el fonógrafo inventado por Edison y decidió comprarlo. Quedó maravillado con su adquisición y comprendió que ese aparato que “embalsamaba” la voz de los difuntos ofrecía posibilidades religiosas inesperadas. Poco tiempo después, el pastor Horne cayó enfermó y decidió, antes de morir, grabar en un disco la oración fúnebre con la cual se despedía del mundo de los mortales. Durante la misa de cuerpo presente, su asistente colocó el fonógrafo sobre el féretro y lo echó a andar. La voz del pastor se dirigió a los feligreses, les dio las gracias por tantos años de amistad y los invitó a rezar con él por la salvación de su alma. Varios asistentes corrieron espantados y otros quedaron paralizados con aquella voz que parecía provenir de ultratumba. Cuatro o cinco generaciones después las invenciones e innovaciones tienen un efecto radicalmente distinto sobre los seres humanos. En la actualidad, los usuarios de las nuevas tecnologías de la era digital no corren espantados al oír la voz (en vivo o grabada) de sus amigos o familiares a veinte mil kilómetros de distancia como si estuvieran en una habitación contigua de su propia casa. Con las nuevas tecnologías digitales, las empresas modernas hacen crecer sus negocios, a cada momento multitudes de hombres y mujeres jóvenes establecen relaciones de amistad y afectivas, incluso matrimoniales, mediante “reuniones virtuales” por Internet. No solamente es algo común y corriente ver imágenes, fotos o videos, y escuchar la voz de seres ya fallecidos sino tomar con plena naturalidad el vértigo y dinamismo de las nuevas comunicaciones. En 2015 se estimó que en el breve lapso de tiempo que abarca un segundo se envíaban alrededor de 2,400,000 correos electrónicos (en el año 2000 apenas sobrepasaban los 100 000 correos por segundo), se realizan en el mundo 1,708 llamadas mediante Skype, se suben 1 923 fotos en Instagram, en Twitter se hacen 8 893 tuiteos, se realizan 44,445 búsquedas en Google, en YouTube se observan 98,467 videos. En Netflix se ven 655 horas de video condensadas en un segundo, se descargan 800 aplicaciones de App Store para dispositivos iOS y 964 descargas en Play Store para dispositivos Android, y Amazon registra 2,361 dólares en venta todo en un minúsculo segundo. Asimismo, diariamente se cargan alrededor de mil millones de archivos en Dropbox, se realizan 4,500 millones de publicaciones en Facebook, son enviados 27,000 millones de mensajes por WhatsApp, se comprometen 1.3 millones de
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dólares mediante K.1 Esta síntesis, casi bíblica, del poderío de las tecnologías digitales apareció publicada recientemente por la cepal.2 Este contraste del cambio tecnológico y sus efectos tan disímbolos, en los individuos y grupos sociales, a principios del siglo pasado y los primeros tres lustros de este siglo, muestra lo que han sido las “revoluciones tecnológicas”, como las llamó Carlota Pérez (2004) investigadora de la universidad de Sussex, o “paradigmas tecnológicos”, como la denominó Giovani Dosi
utilizando la conceptualización del famoso libro del filósofo de la ciencia Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas (1962), que difundió extensamente el concepto de “paradigma científico” en el ámbito académico. Pero no solamente las ciencias sociales y en particular los economistas estudiosos del cambio tecnológico y las innovaciones se han abocado a entenderlas. Sorprendentemente Jorge Luis Borges, en una olvidada conferencia en la universidad de Belgrano, a finales de los años sesenta, sobre la naturaleza del libro hizo una valiosa contribución, pertinente y plausible, sobre el concepto de tecnología. Podemos imaginar su voz pausada y precisa pues la conferencia fue grabada en cinta magnetofónica y posterioremente transcrita: De los diversos inventos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y el fusil, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
Lámpara de filamento de carbono de Edison, ilustración de The Scientific American, Nueva York, 1880. (Imagen: Oxford Science Archive / Print Collector / Getty Images)
Es una aplicación para dispositivos Android o iOS gratuita que ayuda a localizar fechas y horarios para eventos, lugares (restaurantes, bar, teatros, etc.), guía de transporte público, fotos y guías para compras. 2 Datos tomados del libro La nueva revolución digital de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal) 2015. 1
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Concebir la tecnología como extensiones de las diferentes partes del cuerpo e incorporar a la memoria e imaginación humana en el lugar más destacado es una idea no sólo original sino integradora de los atributos físicos e imaginativos que caracterizan al ser humano y lo diferencian de manera definitiva de los demás seres vivientes. Porque la imaginación y la acumulación de conocimiento pasado (la memoria) codificados en los libros son los generadores de las innumerables extensiones del cuerpo humano, los inventos y las innovaciones. Pero las cuatro concisas líneas que utiliza Borges para definir inventos (resultados de la imaginación y la memoria) son precisas, aunque incompletas, a la luz de las contribuciones de otros pensadores del fenómeno tecnológico. Refiramos sólo al más importante de ellos: Joseph Schumpeter (1883 - 1950). Este economista austriaco-estadounidense explicó con una metáfora anarquista la naturaleza del capitalismo moderno: la “destrucción creativa” (schöpferische Zerstörung). Cuando
Primer modelo del fonógrafo de Edison, lustración de la obra Science for All de Robert Brown, Londres, 1880. (Imagen: Ann Ronan Pictures / Print Collector / Getty Images)
los inventos recientes son incorporados a las empresas y éstas generan nuevos bienes se produce una destrucción no sólo de los anteriores bienes comercializados (teléfonos celulares versus teléfonos fijos de línea, computadoras versus máquinas de escribir, etc.) sino también de las empresas que los producían. Esta transformación desplaza no sólo a unas cuantas empresas sino ramas industriales completas (por ejemplo, las nuevas tecnologías de comunicación —Internet— frente a la industria de cables trasmisores de voz e información, por ejemplo el Skype versus el telégrafo). Cuando los inventos recientes son lanzados a la vorágine del mercado producen una profunda inestabilidad (crisis económicas y financieras), restructurando a profundidad las interrelaciones productivas ante el surgimiento de nuevas ramas y sectores que conforman la economía en su totalidad. Esta es la naturaleza de las revoluciones tecnológicas. La idea de la destrucción creativa que Schumpeter utilizó para explicar el incesante cambio tecnológico proviene de los anarquistas europeos de finales del siglo xix, quienes asesinaban a mansalva a príncipes y déspotas creyendo que contribuían a la emergencia de una nueva sociedad, libre e igualitaria. Schumpeter acopló con rudeza esta misma idea para explicar que, por ejemplo, la telefonía celular, de bajo costo, acabaría destruyendo la telefonía fija y con ello abriría nuevos sectores industriales basados en empresas innovadoras que tienen inventores geniales como lo han sido Steve Jobs, Bill Gates, Zuckerberg (los santos y demonios de la nueva iglesia de la economía digital). El mundo de Julio Verne y los inventores del siglo xix no era distinto,
aunque ahora se considera que existe una profunda distancia inventiva entre ellos. En la visión de Schumpeter, el capitalismo se devora a sí mismo para sobrevivir con mayores bríos y dinamismo (mayores tasas de crecimiento del pib, nos dicen los economistas). El capitalismo padece crisis compulsivas que lo condenan a estados de letargo (estancamiento o bajo crecimiento). Asimismo, el capitalismo registra estados de euforia incontenibles (auge en el crecimiento económico). Este comportamiento bipolar del capitalismo, auge y crisis permanente, es la normalidad de este sistema de producción. Las crisis destruyen las empresas menos productivas y los auges están basados en las revoluciones tecnológicas originadas fundamentalmente en los inventos recientes de las empresas (inventores-empresarios como Henry Ford, creador del fordismo), de las universidades (patentes académicas) y de los inventores individuales (como Edison). A este proceso del capitalismo Schumpeter le denominó “destrucción creativa” y lo consideró como el mecanismo fundamental de expansión y regeneración constante del sistema económico. En la visión schumpeteriana de la modernidad siempre hay una próxima vuelta de tuerca. En la segunda década de este siglo se vislumbran autos sin conductores humanos, computadoras sin tablero y disco duro, los automóviles impulsados por energías que dejarán al petróleo en el pasado ¿Hacia dónde se dirigen las próximas revoluciones tecnológicas del capitalismo? ¿En el umbral del inmenso paraíso dominado por la robótica digital?
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Una rana albina
Siega, grabado del siglo XIX. (Imagen: PHAS/UIG by Getty Images)
Pablo Molinet
¿A dónde va a parar toda esa agua? Desde el balcón circular que ciñe la torrecilla de la casa de sus padres, el hombre examina las nubes voluminosas que columpian velos oscuros sobre las faldas del cerro, siete kilómetros al oriente del pueblo. Sopesa si esa lluvia colmará el Lerma, cargado como dados cargados, tal cual sucedió dos años atrás, en 1958, cuando todo se anegó. Decide que no: tendría que llover así una semana seguida. Baja los binoculares y tararea cierto pasaje de la sexta de Beethoven. Está por anochecer. El aguacero allá será brutal. El hombre deberá viajar al amanecer a revisar con prolija atención su rancho, Ojos Verdes: el estado de las cañas de azúcar y los trigos; la techumbre del taller y de los cobertizos que amparan tractores y herramienta. Una mente científica contempla un paisaje como una literaria contempla un texto: un sistema de pesos y contrapesos, de concomitancias, atracciones, repulsiones. Como una criatura feral cuyo movimiento el cazador descifra en el chaparral a pesar de que ésta posee las artes del sigilo.
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El científico y el cazador saben leer con pareja sagacidad ese “libro de la naturaleza” que concibieron Campanella y Galileo. El hombre que, en el fondo del Bajío, ahora mismo en 1960, contempla el cerro, posee esa doble mirada. Se ha alejado de la algarabía socarrona de los trabajadores del rancho para leer: no lo que el texto dice, sino lo otro en la concatenación de las palabras. (Son “las aguas”. El paraje está en vilo entre el vapor que asciende espeso, tangible, desde un verde que todo lo avasalla con su avance, y el aguacero que se desprende casi al mismo tiempo desde un cielo que no es tal, sino un fantasma eléctrico que espía los ranchos y se desliza con sigilo entre los sabinos, como dándoles recados herméticos y perentorios). Pero ese hombre no hace ciencia ni guarda por la cacería la misma devoción que su padre. Es un agricultor —lo certifican papelotes de los que llevan al calce un sello con el escudo nacional—. Pero una vez soñó con el mit —Física—. Y alguna otra con interpretar al piano la geometría prodigiosa de Bach, que escucha con la añoranza de un niño que ve pasar aeroplanos. ¿Quién es ese hombre? Quizá él también se lo preguntara en las alturas que, años más tarde, frecuentaría tras el timón de una Piper Cherokee. Las botas se le hunden en el lodo negro. Lo rodea el silencio pletórico del cañaveral. Es mediodía. Llegar aquí le lleva un par de horas en un Jeep que su mujer, dueña de un humor inclemente, llama “Pedro Harapos”. ¿Qué brazos se requieren para manejar un Jeep sin transmisión hidráulica por barrizal y brecha anegada? Su padre llegaba a caballo —medio siglo después, hay quien recuerda ese caballo—. El cerro lleva un tricornio de nubes. Como raíces, cañadas descienden y se bifurcan desde la cúspide de esa
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masa conoide hasta sus vastas faldas. A pesar de que está a un kilómetro de donde suenan, el hombre casi puede escuchar los torrentes que descienden turbios y pedregosos. ¿A dónde va a parar toda esa agua? No es una pregunta suya, sino una centenaria interrogación colectiva que acaso no hicieran los poseedores primeros del paraje, los agustinos, que fundaron allí una hacienda en el siglo xvii —pues en aquel entonces Ojos Verdes no era sino un anegadizo sin nombre, poblado de ranas y malaria—, pero seguramente sí formularon, un siglo más tarde, los caporales del Conde que compró la hacienda e, hijo de la racionalidad borbónica, hizo desecar el pantanal. Los caporales mandaron abrir una zanja, demolieron un ecosistema milenario, y miraron con idéntico desconcierto al cerro tocado con su tricornio. El hombre de la cabeza cuantitativa suma aguas celestes y terrenas; imagina ángulos de precipitación, porosidades, cocientes de caída y de absorción; reformula y actualiza la pregunta del servidor condal y con ello la hace suya: ¿dónde está ese freático?, se pregunta y deja de mirar al cerro para indagar en ese limo negrísimo, delirantemente fértil, que el Lerma disemina todos los años en esa pequeña batea cálida —esa arruga insignificante de un valle perdido— en la que se cifra la bonanza de su familia desde hace generaciones —no la suya, necesariamente; o no tanto como debiera, o quizá es que de verdad él, quinto de su nombre, nada menos, está negado para los negocios, que es una quimera, un engendro aberrante, pues qué otra cosa puede ser un primogénito tarugo; o que, si le preguntaran, si alguien que quisiera en verdad saber le preguntara, podría decir de una vez y con toda claridad en ese mediodía cargado de vapor
lo que le llevaría décadas decir: que todo lo que siempre quiso fue un cuartito modesto y luminoso como el de Van Gogh en Arlés—. Una cosa sabe de cierto: un ucase federal ha decidido que los valles de México y Toluca despojen de sus caudales al Lerma. Los remansos entre robustas raíces de sabino donde nadó de muchacho —y su padre nadó y nadó su abuelo— irán a parar a los excusados de la Unidad Independencia. Suena absurdo en ese mediodía en que el aire es un lienzo empapado, en ese sitio en el que los patos entran a nado al trigal y lo saquean, pero el Lerma dejará de proveer con su largueza de tahúr generoso para acotarse en cuotas y canales. Vendrá el fluvicidio industrial y el agravio de millones de drenajes. —Totoloapan, le decían en el Anáhuac: Río de los Pájaros. Mädathe, lo llamaban los ñha’ñhu, Río Largo—. Lo otro, ¿lo intuye, lo deduce? A pesar de que, ante su mirada, millones de cañas de azúcar se expandan como un ejército bárbaro tocado de cimeras blancas, para 1960 su auge abajeño se acabó; lo vea o no, medio siglo de esplendor caduca ante sus ojos. O bien no hay tal nitidez en su entendimiento. Acaso es que llega a los cuarenta y no es feliz y comienza a percatarse de que, allí donde se mira un cerro verde, es sensatez y no pesimismo mirar un cerro nimbado del dorado fúnebre de “las secas”. (Trapiches y chacuacos naufragaron en una lentísima marejada de óxido y sic transit. Cuando se bucea en las profundidades turbias y traidoras de una casa muy vieja, hasta el fondo, entre recetas de ansiolíticos y flores prensadas en libros de historia, se descubre el papel membretado de una fábrica de piloncillos y un número telefónico de dos cifras).
¿Dónde está ese freático? Han pasado diez años, los mismos que cumple su hijo chico; sus hijas mayores dejaron el internado de Guanajuato para estudiar en México. Sus hermanos menores multiplican por diez sus heredades. Su matrimonio, que nunca se alejó demasiado del cero en la recta de los reales, ahora lo traspasa hacia la izquierda. —Qué feliz habría sido este hombre lejos de esta tierra bajo hechizo de cigarras, en la ciudad donde uno no es hijo de su padre ni nieto de su abuelo sino nadie: el químico de una farmacéutica, que camina sin prisa por Cinco de Mayo y por Madero: nadie tarareando su Beethoven al fin de la jornada—. Acaso ya hay bocetos entre sus pilas de libretas — las de hacer cuentas, las de los ejercicios de álgebra, las de tomar apuntes—, pero sabe que no puede improvisar, que necesita un modelo. Quizá sube a su Willis nueva y maneja horas y horas “hasta México”, en busca de las librerías del Centro —y pasa a Artículos Ingleses por un juego de pañuelos y a Margolín por un Doble concierto—. Quizá hace subir por el rodillo negro de una Remington una cuartilla en la que, tras martillar lugar y fecha, se dirige, muy atentamente, a los redactores de la edición mexicana de Popular Mechanics. Acaso, meses después, y tras un giro postal, éstos le hacen llegar a un nebuloso “domicilio conocido” unos manuales do it yourself de fabricación de water well drilling rigs que él descifra con su terso inglés del Williams y el enorme Collins. ¿Dónde está ese freático? Hay embalses subterráneos que se deducen con facilidad por la profusión de pirules o la robustez de un sabino. Pero está seguro de que esas que casi afloran no
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son todas las corrientes que se deslizan en marejadas misteriosas bajo sus pies. El hombre mira el sorgo, hectáreas y hectáreas de espigas rojas y cobrizas, como queriendo taladrar los surcos para descubrir ese mar subterráneo con sus golfos, sus radas, sus bahías. Imagina cavernas, estalactitas, peces ciegos. Una vez que ha descifrado los manuales va “hasta Celaya”, compra estilógrafos, escuadras, papel milimetrado y traza a escala su prodigio. Sube al Jeep y se interna bamboleando en la brecha que termina en Ojos Verdes. El proyecto, pues una vez puesto en papel es eso, necesita los brillantes ojos negros de Chuche. Vulcano barbudo, sentado en un monumental engrane de trapiche, el mecánico en jefe del rancho martilla y martilla en las profundidades oscuras del taller, allí donde todo el día se querellan entre las vigas los murciélagos y huele a diésel y a soldadura autónoma. ¿Una perforadora? ¿Para sacar agua de debajo de la tierra? Se muere de ganas de ver eso funcionando. Calculan con presteza: para la estructura de soporte trabajarán con largueros de deshecho de las acereras éuscaras de Celaya; recorrerán los yonques en la periferia de la ciudad en busca de la larga flecha de transmisión de un tráiler, que esmerilarán para conseguir la pieza maestra: el taladro que una larga cadena —saldo vasco también— hará descender hasta ese océano milenario. Debe fabricarse además un cucharón que baje y suba extrayendo lodos y arenas. Todos los mediodías, mientras Chuche suelda pieza tras pieza detrás de su máscara gris, sus chalanes
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ensamblan la carreta de madera con chasis metálico y ruedas viejas de tractor que transportará La Perforadora. —Y mientras tales cosas ocurren, debe darse mantenimiento a la valerosa pero exhausta Loba del Bajío, la vieja trilladora que afeita interminables sorgos, interminables trigos—. ¿Dónde está ese freático? En un radio de unos cuarenta kilómetros cuadrados, prácticamente en todas partes y casi a flor de tierra. Por una década larga, un tractor John Deere mediano se internó docenas de veces por esas terracerías de Dios flanqueadas de mezquites tirando de la carreta con la perforadora a cuestas. Acostumbrado al desdén y la exclusión, el hombre debió tomarse con privadísima ironía la insistencia de sus hermanos y sus primos y sus cuñados, las invitaciones, el whisky, los halagos. A principios de los 80, caídos los bonos del trigo, era urgente cultivar verduras, como el brócoli, que demandaban agua cada tres semanas. El último pozo que perforó mi abuelo fue el de su jardín; el agua saltó a los quince metros y largos arroyos de arcilla blanca corrieron sobre el pasto. Tenía sesenta años; atento al chorro fluctuante y arenoso, acechaba algún prodigio de las profundidades, que fueron generosas y se lo entregaron: una rana albina que atrapó con sus grandes manos y puso, nocturna y palpitante, en las mías de niño.
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Están aquí para ayudarnos Verónica Bujeiro profanos y grafiteros |
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En la hora más oscura y aciaga de la jornada laboral se escucha una plegaria por un auxilio que venga a aliviarnos en la mecánica que justifica nuestra existencia, la que nos somete a las órdenes de un superior, a la amenaza constante de ser reemplazados y que misteriosamente nos provee de aquel veleidoso concepto llamado “dignidad”. Es por ello que desde tiempos remotos, el sueño de la razón humana ha concretado la materialización de agentes que lo auxilien, máquinas que simplifiquen la labor o vayan más allá de nuestra fuerza, artilugios sobre los que siempre se ha deseado proyectar un otro creado a nuestra imagen y semejanza, un sustituto que acaso constituya el siguiente paso de nuestra especie. Esta buscada personificación de la máquina ha provocado que la línea que divide al arte de la ciencia en el imaginario del hombre diluya constantemente sus límites. Las contribuciones pasan de lado a lado, yendo en la dirección de la premonición a la realidad constantemente. Resulta curioso que fue dentro de la ficción teatral, adecuado espacio para la imitación, el lugar en que las máquinas hechas a semejanza de su creador recibieran su nombre. Cuenta la leyenda, pues el diccionario de checo actual no lo confirma, que la palabra Robot en dicha lengua significa “labor forzada”, “servidumbre” o “esclavo”; el termino fue acuñado por la necesitad del escritor Karel Čapek de encontrarle un nombre al constructo humanoide que lleva a cuestas la temática de su obra r.u.r. (“Los Robots Universales de Rossum”) escrita en 1920. Čapek, inspirado muy probablemente en ese Golem todavía escondido en una sinagoga de Praga y en el incipiente avance tecnológico del primer cuarto del siglo xx, toma los tres actos teatrales como un modo de exposición dialéctica en donde los pros y contra de esa nueva especie que nos librará de la faena cotidiana
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son declarados con aparente ingenuidad para nuestros ojos del siglo xxi —que creen haber visto casi todo—, pero que en realidad sorprenden por su visión hacia un futuro muy presente para nosotros. La obra expone su tesis en el primer acto mostrando la ideología de Harry Domin, el administrador de la fábrica Rossum, quien produce y envía robots en masa al mundo entero con la misión de liberar por completo al ser humano de la molestia laboral, bajo la idea utópica que las máquinas humanoides, nuestros nuevos esclavos, puedan proveernos de toda necesidad imaginable para arrojarnos a un paraíso de ociosidad interminable. En oposición a Domin, Čapek introduce a un peculiar personaje femenino que llega a reclamar los derechos de los siervos mecanizados y convence con su belleza a los débiles científicos de la fábrica de dotar a la máquina de sentimientos y raciocinio para elevarlos en su calidad de esclavos —por insólito que parezca esta obra tiene tintes de vodevil, muy propios de la época—. Para el segundo acto, los robots ya superan en número a los humanos, pues además de una baja en la reproducción, su uso dentro de tareas militares ha logrado mermar a la población mundial, pero ahí no acaba la tragedia. Ahora, ya dotados de conciencia, los robots han comenzado a desarrollar una posición adversa acerca de la obediencia para la que fueron programados y han comenzado a amotinarse reclamando sus derechos. Domin y sus científicos, así como la mujer emancipadora, intentan huir, pero son acorralados por una sublevación de miles que los rodean con un terrorífico silencio. Todos verán su fin a manos de los siervos mecánicos, no sin reconocer tardíamente que el rencor y la ira son los instintos de más fácil imitación. Para el tercer acto sólo quedan robots desolados en espera de encontrar la fórmula para su reproducción, pues los
humanos extintos son quienes sabían el secreto, aunque cierto desarrollo en su capacidad sentimental apunta a la esperanza de verlos como la nueva especie que podrá seguir escribiendo la historia del planeta tierra. En r.u.r, Karel Čapek establece una lección moral sobre la codicia humana y el progreso, castigando al hombre con su propia extinción y reemplazo por una especie creada por él mismo. Una amenaza que constantemente ronda el imaginario relativo a estos seres en calidad de advertencia y escenario real, pues aún sin cara nos desplazan día a día en la línea de producción. El deseo de ser reemplazados en la afanosa tarea cotidiana continuó poblando la esperanza y el imaginario del siglo xx a miles de revoluciones por minuto; la ficción literaria, el cine, la tecnología y la ciencia establecieron fechas de materialización con miras al refulgente siglo xxi, pero conforme se fue acercando el fin de siglo se vieron rebasadas las expectativas. Más allá de nuestros fieles aliados, los electrodomésticos, los miembros de algunas generaciones todavía podemos recordar la fantasía que nos vendió la caja idiota de incorporar a la vida doméstica un auxiliar modelo que preparara el desayuno y nos trajera las
pantuflas, pero hasta ahora no lo hemos visto aparecer en la realidad. Asimo, el robot de la fábrica japonesa Honda, uno de los cuatro más avanzados del planeta, ha pasado sus últimos treinta años evolucionando de un par de piernas mecánicas a una forma semi humana y amable que logra entender órdenes, realizar servicios varios y hasta jugar futbol para hacernos gracia, pero su comercialización está pendiente por encontrarse aún en fase de desarrollo. Otra versión imaginaria que nos metieron en la cabeza es la del artefacto desobediente que va tras la aniquilación de su creador. Sin ser explícito en dicha misión, el robot Atlas —una creación firmada por Boston Dynamics, compañía cuyos fondos de investigación provienen de las arcas militares estadounidenses y que recientemente fue comprada por Google, los dueños del fantástico algoritmo que gobierna nuestra mente—, ha sido perfeccionado con una resistencia y fuerza que van más allá del humano para sustituir al hombre frente al peligro como las zonas de desastre, pero también en el campo de combate tal y como lo predijo Čapek. La misma firma también es responsable de robots animaloides como Cheetah y Wildcat, cuya velocidad es idéntica y
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puede llegar a exceder a la de los originales de manera tan sorprendente como terrorífica. Pensando en este escenario, y de vuelta a la ficción, Issac Asimov estableció una serie de leyes preventivas al respecto, cual si fuesen mandamientos bíblicos que exigen obediencia integral y prohibición de daño alguno a todo ser humano, incluso si semejante acción se encuentra revestida por una ordenanza programada. Asimov establece dentro de su fabulación un mundo en donde la nueva especie resulta ser una versión más noble y avanzada en cuanto a valores que la anterior, para la que el slogan de “están aquí para ayudarnos” resulta en un ejemplo de solidaridad y entrega insólita, pues siempre irá más allá de las posibilidades y disposiciones humanas. Sin embargo, esta supuesta benevolencia incorporada en sus circuitos constantemente se verá sacudida por su existencia perenne de seres sin voluntad, siempre expuestos al peligro de responder a una orden sin cuestionarla, característica que recuerda incómodamente a sus creadores. Para evidenciar de algún modo esta tesis, en la obra de Čapek no se utilizaba efecto especial alguno para caracterizar a los actores robots, su juego consistía en mostrar a un símil indistinguible al ojo inexperto, alguien como nosotros. Un espejo fascinante y aterrador a la vez. Hijos simulacro de una ralea extrema y compleja, que imitan nuestros errores y en los que imaginamos podrán algún día llegar a experimentar también aquellas formas sublimes de improbable programación mecánica, pese a que nuestro imaginario
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de padres sobreprotectores rara vez los ubica con una vida independiente a nosotros. La mirada del cineasta Spike Jonze sorprende al respecto con el mediometraje I’m Here (2010)1 en donde nos muestra una posiblidad absolutamente realista para el presente que vivimos, mostrando a los robots como miembros de una clase baja destinada a realizar las labores más anodinas y fastidiosas para el humano. Pese a que su nivel de conciencia ya parece ser equiparable al de nosotros, su fisonomía está compuesta por equipo de cómputo descartado, cual estigma que los hace susbsistir nulificados ante cualquier posibilidad de acción fuera de la fuerza laboral. Dentro de semejante panorama, Jonze se centra en Sheldon, un robot asistente de biblioteca con una vida dolorosamente rutinaria, y Francesca, una rebelde de la misma casta sin función definida, para ensayar la posibilidad de un amor entre estos hijos mecánicos, como un guiño de probabilidad que los pueda coronar como una verdadera nueva especie. Jonze encuentra en estos seres a las bondadosas criaturas de Asimov, planteando una relación amorosa en la que el sacrificio por el otro va más allá de lo humanamente factible. Quizás las máquinas son ese siguiente paso que nuestra aparición detuvo en las especies o acaso sólo somos nosotros el sueño que sueña un androide en sus horas de trabajo.
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Crecí acostumbrado a no pertenecer. De muchas formas, el nomadismo signó la ruta de mis pasos y me obligó a abandonar algunas prácticas, entre ellas, ser un individuo expansivo y sociable. A temprana edad ya coleccionaba direcciones varias, como quien acumula amigos y divertimentos. Durante mi niñez, fui parte de un selecto grupo de juego que sólo me incluía a mí. Ni siquiera tuve un compañero imaginario con quién patear la pelota: así de cerrado era mi propio círculo. La familia, al menos como la conocí, tampoco resultó ser un espacio en el cual me pudiera refugiar. En términos visuales, eramos un diagrama de Venn cuyos conjuntos, individualiades feroces, nunca hallaron un lugar de encuentro. Los éxodos me hicieron reconocer en el paisaje que se desplaza mi verdadera identidad. Por eso, tal vez, nunca he tenido tiempo de sentir el orgullo propio de quienes viven y mueren con la alegría de sentirse fundidos con un trozo de tierra. Tampoco se desarrolló en mí un apego a la rutina laboral, de ahí que abandone a la menor provación cualquier trabajo de manera impune e irresponsable. Bajo mi perspectiva, los lazos no han tenido la suficiente tirantez para comprimir y sostener mi persona, los veo más bien como los resortes flojos de los calcetines de la existencia. El desarraigo y este perenne dejo de inmadurez me han empujado a casi no establecer vínculos con ningún grupo, a sentir que pese a mis esfuerzos se presenta entre mí y el resto de las personas algo —una brecha o un muro, al fin y al cabo, una frontera— que me remite a una distancia insalvable. Acostumbrado a esta situación, con el tiempo lo que en un principio era una dificultad, pronto dejó de serlo y ahora reconozco en su presencia un rasgo de mi carácter. Mi indiferencia ante lo gregario me ha llevado a sentir en ocasiones un regodeo íntimo, gozoso, cuando dejo de ver a ciertas personas. En reuniones de cualquier tipo, leáse escuela, oficina, noviazgos o iglesia, la escapatoria ha devenido arte en mis manos, la huida es tan sólo la versión express de ese regusto por abandonarlo todo y no ser parte de nada. Comencé a escribir justo por eso, por la necesidad de hacer algo que me mantuviera en un estado de incensante malabarismo, buscando alejarme pero al mismo tiempo también estar lo suficientemente próximo como para tratar de entender al mundo. La literatura llegó a ser la vía para observar sin ser observado, estar sin estar por completo, convivir sin compromisos ni planes forzosos. Tal excentricidad, sin embargo, no nace de un afán frívolo. No busco distinguirme sirviéndome de la independencia y la originalidad extremas, mi impulso nace más bien de que en el fondo soy medroso y vivo con la certeza de no gravitar en el mismo universo que los demás. He sido un satélite errabundo que conforme pasa el tiempo más se aleja de cualquier órbita. Obligado a quedarme en la metafórica banca de la vida tras no haber sido escogido por el capitán de ningún equipo de futbol, tuve que aprender a mirarlo todo bajo la perspectiva no del delantero estrella, sino del locutor que trata de comentar un partido caótico dentro de un torneo inverosimil. Ocurrió, pues, que la escritura se volviera mi refugio, al confirmar que dicha práctica es un ejercicio solitario,
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abandonado de todo, alejado de los sonidos de la calle y preferiblemente concentrado en la quietud de un silencio atroz, insoportable pero necesario cuanto más abona al asombro de quien lo practica y al descubrimiento de ese grado de extraña cercanía con los demás. Era éste el decurso de las cosas hasta hace poco, cuando el orden cotidiano cambió a raíz de que llegara una invitación inusual. La carta presumía un membrete extraño, mientras que en el anverso, ataviado con letras de una tipografía insólita —en desuso, tal vez— se leía mi nombre. Confieso que aquello me pareció afectado, pomposo y rancio. Que el llamado se realizara por correo en tiempos de Facebook y Tinder era una franca ridiculez. Al leer la misiva, supe que “ellos” lo hacían de esa forma porque era lo más discreto, ya que nadie usa el servicio postal, salvo esas dos expresiones de la infamia que son los bancos y los partidos políticos. Ante los ojos inexpertos, parecería un riesgo mandar instrucciones precisas para ser miembro de una cofradía secreta en el interior de un modesto sobre; pero “ellos”, atentos a la recomendación que Edgar Allan Poe dicta en “La carta robada”, sabían que el método más efectivo para que algo pase inadvertido es colocarlo justo ante los ojos de quienes pretendemos engañar. De esta manera, tres meses después de haber sido enviado, recibí el sobre que acusaba las vicisitudes del viaje: manchas de agua, suciedad, dobleces y maltratos. Adentro, se enumeraban con inflexible lógica los pasos a seguir, si es que aceptaba la propuesta, para ser uno de “ellos”. Venía un link, una clave de acceso y los requisitos para darme de alta en la página. Seguí con nerviosa atención cada punto, pues la curiosidad era más fuerte que mi deseo de mantenerme al margen. Desde aquel día, con regularidad inquebrantable, me he dedicado a escribir con una efervescencia nunca antes conocida. El trabajo es en apariencia sencillo, no hay pago, salvo el recatado orgullo de, finalmente, pertenecer a una hermandad en la que no soy visto con desconfianza y mi humor es bien recibido. No hay una línea precisa a la hora de cumplir con esta labor, aunque la exigencia es alta. Es decir, no se
puede regatear ningún esfuerzo a la hora de ejercer la encomienda. Pero, ¿en qué consiste este secreto hacer?, ¿quiénes son “ellos” o, mejor dicho, “nosotros”? En una frase, somos quienes escriben lo que nadie quiere escribir. Construimos, ladrillo a ladrillo, una obra desconocida y anónima. Colaboramos para crear una polifonía siempre inacabada, hecha de fragmentos de origen disperso, un conjunto heteróclito de voces y panoramas. La invitación consistía en recolectar retazos de literatura abandonada en paredes, anuncios, apuntes perdidos, cualquier cosa que pudiera alojar una palabra, un pensamiento, un deseo procaz. Igualmente, se me incitaba a escribir citas falsas, fragmentos de novelas inexistentes, ensayos sobre cosas sin importancia y difundir aquello por los medios que me fueran dados, la idea es tejer una red de guiños literarios desde lugares inaccesibles y con una hilación fortuita; en síntesis, doblar la realidad de manera juguetona y pendenciera. No tenemos un nombre oficial, pero he decidido llamar a nuestro gremio la Orden Coustiller. La historia comienza así. Hace varios años, vi un documental sobre las corrientes marinas en las costas francesas. En una ciudad en específico se retrataban paisajes de una belleza hipnótica, pinturas expresionistas trazadas con el pincel de los flujos acuáticos. Entre los habitantes de la zona, los realizadores encontraron a un hombre que caminaba con paciencia aquel horizonte a la caza de las maravillas que arroja el mar. Recolectaba troncos, botellas vacías, trozos de barcos hundidos, objetos diversos que la fuerza del agua había pulido con esmero y que, a la luz de tal intervención, eran devueltos por el océano como prodigios imprevisibles. Aquel pescador de rarezas decía que el verbo que definía su hábito era “coustiller”. Cuando busqué la palabra en el diccionario me percaté de que no existía. Tal vez yo había escuchado mal, a lo mejor era otro el término, quizá soñé el documental y yo mismo había inventado el vocablo, así como la historia de aquel hombre. Esta visión inexacta o recuerdo implantado o fantasía lúdica explicaba, de manera sesgada, justo el tipo de cosas a las que dedicaba
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mis empeños. Fue así como decidí cuál sería el nombre de nuestro club. Somos un conjunto de devotos del verbo coustiller, una palabra —acaso inventada, no lo sé de cierto— para designar a quienes, como nosotros, recolectamos minucias y botones literarios; un término para convocar a personajes que gustan de inventar logias secretas y ejercer el arcano talento de perder el tiempo en fruslerías. Damos pie al equívoco y al falseamiento. Nosotros somos quienes ahí, entre las frases perfectas de Oscar Wilde en un sitio dedicado a recolectar citas célebres, hemos deslizado como suyos uno o dos razonamientos que pertenecieron a un poeta de los baños públicos cuya inspiración se equipara en suficiencia al ingenio del escritor irlandés. Nosotros, igualmente, cargamos con la responsabilidad de esparcir bibliografías imaginarias por Internet a fin de que más de alguno remita en su tesis doctoral a un libro jamás escrito por Borges o abran la conversación refiriéndose a una nota periodística inexistente. Mezclamos, con pasmosa ligereza, la erudición y la desfachatez, aquí un poco de Vila-Matas y otro tanto de nosotros mismos, y todo lo atribuimos a un escritor francés fallecido en el anonimato. Atrapamos al vuelo expresiones en autobuses, pintas en los muros de la ciudad, comentarios en foros electrónicos y lo revolvemos con un par de referencias cultas a fin de preparar un coctel escritural digno de ser introducido en cualquier ensayo. La consigna es escribir todo de nuevo, decir de otro modo lo mismo. Honramos el cut up que Burroughs tomó de Gysin y que éste, a su vez, tomó de los surrealistas y éstos igualmente imitaron de alguien más, quizá alguno de los miembros fundadores de lo que hoy llamo Orden Coustiller. Cada día, durante los últimos meses, he recibido con puntualidad en mi correo electrónico un fragmento que debo completar, una frase trunca, una idea a la que debo seguir alimentando, tratar de que se desarrolle fuerte y clara o que devenga otra cosa distinta, todo depende del estado de ánimo en el que me encuentre. Antes, tengo entendido, se solían mandar libretas de
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irrerpochable virginidad para que, a vuelta de correo, las contribuciones personales alimentaran la biblioteca de lo ínfimo y desorbitado. A mí me corresponde ser parte de otra etapa, una en la que mis hallazgos se comparten al instante en nuestra red social, que es una versión pervertida de un blog cualquiera, mientras continuo haciendo valer la consigna de Hermes Trimegisto y Sergio Pitol: todo está en todo. Las imágenes, sonidos, frases y, ocasionalmente, una que otra invención propia que atesoro y sampleo son materia para el grupo al que he sido invitado y, en igual medida, para llevar a cabo una práctica que atenta contra la sensatez y, aunque ahora parezca algo contradictorio en mí, la soledad. La escritura sigue siendo un ejercicio de celosa introspección, pero no una celda solipsista, antes bien se presenta como una manera de encontrar afinidades mediante la complacencia de pensar fuera del recipiente. Lo curioso de todo esto es que no conozco al bienhechor que me invitó a participar de este divertimento. Es más, albergo ciertas dudas respecto al número de asociados. Aventuro que el alcance de nuestra red es global, más no podría asegurar del todo que ciertas miradas con las cuales he topado en restaurantes, bibliotecas y librerías, aeropuertos o cantinas estén siendo malinterpretadas por mí. Lo cierto es que desde que escribo bajo el mandato de la Orden, encuentro la sosegada tranquilidad de haber sido aceptado por alguien, por un grupo de personas, por un montón de seres imaginarios, por algunos libros, quién sabe, es algo dudoso, pero aceptado al fin. Soy parte de un grupo que no busca la grandeza, si algo caracteriza a todo este esfuerzo es que somos un club de nimiedades, aficionados a celebrar las cosas en las que nadie repara, somos los coleccionistas de las menudencias del mundo. Lo curioso del viaje en el que nos hemos embarcado es que, a final de cuentas, lo único cierto es la invitación perpetua a unirse a la venerable y secreta Orden Coustiller, de lo demás no tengo seguridad alguna.
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The Departure of Quetzalcoatl, 1932-1934 (detalle)
Voluntad de ascensión:
José Clemente Orozco en el Círculo Délfico
Lucha en el Occidente (detalle)
Héctor Antonio Sánchez
En el Frary Hall del Pomona College puede verse, sabiamente integrado al muro —un muro en arco apuntado, típico de las misiones jesuitas en California—, el primer gran fresco de un artista mexicano en los Estados Unidos: Prometheus (1930) de nuestro Clemente Orozco. En él, la figura del dador del fuego se despliega, en una postura más bien sufriente, al centro del tablero: sus brazos y cabeza se retraen contra la bóveda superior, que parece convocar el dominio de su elemento; su tronco —hijo por igual del Laoconte y el torso del Belvedere; de la Capilla Sixtina y el Greco— corta en dos el espacio, hasta las extremidades inferiores, una en genuflexión, la otra hasta el borde izquierdo del muro. A espaldas del Titán, una conmoción de seres se agita, semejante a la llama, presa del caos o la violencia: suerte de coro griego indiferenciado. Sabemos que la comisión a Orozco —primero considerada para Diego Rivera, en muchos sentidos su rival y aun su Némesis— marcó en cierto modo la elección del tema, que no obstante se acopló de ejemplar forma a la evolución de su estilo e intereses. Algunos meses tras su segunda llegada a Nueva York, en 1927, el pintor había entrado en contacto con un peculiar grupo intelectual, el Círculo Délfico, por vía de Alma Reed, gran entusiasta de su obra, a quien se referiría —con su especial comicidad, a ratos festiva y a ratos francamente cáustica— como “una bella mujer que anda en el mitotito”. A Reed debemos un esmerado estudio, Orozco, a caballo entre el comentario de arte y la memoria, en que no están ausentes, tampoco, ciertas líneas confesionales que entrañan su honda —y trágica— relación con el muralismo y México: en 1924, siendo corresponsal del
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Lucha en el Oriente, nssr, 1930-31
New York Times en Yucatán, la periodista se involucró con Felipe Carrillo Puerto: justamente se hallaba con él comprometida cuando la rebelión delahuertista depuso y fusiló al gobernador de raigambre socialista. Tras aquella tormenta personal, Reed se embarcó hacia Italia y Grecia para realizar investigaciones arqueológicas. En la Hélade conoció a Eva Palmer, esposa del poeta Angelos Sikelianos, grandes entusiastas del resurgimiento de la Antigüedad clásica y del movimiento nacionalista griego, para quienes la antigua Delfos sería nada menos que el omphalos del mundo. De ese fervor provenía justamente la sociedad que conoció Orozco en Nueva York, que se congregaba en el apartamento de Eva y Alma en la Quinta Avenida, en un séptimo piso del número 12, al cual bautizaron como “Ashram” en honor al Mahatma Gandhi. En ese espacio gozó el jalisciense de un favor especial, y pudo instalar su estudio en una pieza al fondo, con vista a Washington Square, que las mujeres llamaban cariñosamente “el sector mexicano”, y el pintor, más socarrón, “La Pulquería”. El Ashram convocaba la presencia de artistas, intelectuales y líderes mundiales a exposiciones, charlas y discusiones sobre temas de pintura, filosofía, literatura, política: una verdadera élite cultural, un círculo de iniciados que buscaba oponer las bondades de la creación estética y letrada frente a una sociedad cada vez más deshumanizada, suerte de Liga Anfictiónica en plena Babilonia de Hierro. Allí se leyeron Prometeo encadenado y Las suplicantes de Esquilo. Syud Hossain, Paul Richard, Jalil Gibrán y José Juan Tablada se contaban entre los visitantes asiduos del Ashram, pero el círculo más íntimo de Orozco estaba formado por el poeta Leonard van Noppen, “un poeta de genuino talento, pero tímido y pusilánime”, empeñado en escribir un poema en que cantaría “el destino
final de la raza humana”, el crítico y místico Claude Bragdon y el doctor Demetrios Kalimacos, patriarca de la Iglesia Ortodoxa Griega en Nueva York. También asistieron Miss Emily S. Hamblen, primera traductora al inglés de la obra de Nietzsche, así como autora de una exégesis, Friedrich Nietzsche and his new gospel; Sarajini Naidou, la primera mujer que fungiera como Presidente del Congreso Nacional Hindú, quien encabezaba además un comité internacional de resistencia contra la dominación británica, y Mary Hambridge, viuda del geómetra y artista Jay Hambridge, quien en la década de 1920 publicara varios artículos en torno a la Simetría Dinámica. Justamente ese principio, basado en la proporción áurea, habría de organizar, un tanto rígido, el ciclo mural de Orozco en la New School for Social Research (1930-1931): en el costado este del salón se despliega la Lucha en el Oriente —liderada por Gandhi—; al oeste, la Lucha en el Occidente es vigilada por Lenin y Carrillo Puerto; junto a los dirigentes, masas de seres desfilan y se enfrentan contra diversas formas de opresión: masas enardecidas en muros en espejo, como si el pintor postulara la identidad de sus empresas. Preside el conjunto, entre ambas batallas, la Mesa de la fraternidad Universal: diez hombres de distintas razas y culturas parecen discutir temas de enorme relevancia, en un ambiente dominado por la armonía; en sus rostros apacibles es posible reconocer a varios asistentes al Ashram, como el poeta Van Noppen, y a las doctrinas de los pacifistas allí predicadas: Lao-Tse, Jesús, Buda, Zoroastro, Whitman, Emerson. Hace falta observar muy brevemente la obra de Orozco para intuir su recelo ante las masas: el suyo no es el pueblo idealizado de Rivera, ni la humanidad en marcha de Siqueiros, hijos de un impracticable y obtuso
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The Coming of Quetzalcoatl, 1932-1934
fervor socialista. Sobre todo en Guadalajara, la suya será una visión apocalíptica, en que las muchedumbres enardecidas son capaces de abismarse en el caos y aun la barbarie; a cambio, los grandes guías espirituales e intelectuales han de guiar a la humanidad a su más esplendente destino terrenal e inmaterial. “Las cimas de las montañas se pueden ver unas a otras —habría dicho Eva Sikelianos—, mientras los valles no pueden verse entre sí”. Son los grandes iniciados. Sí: el Círculo Délfico favoreció la concreción de una visión iniciática en torno a la labor del artista en Orozco. La favoreció, no la creó. Ya Fausto Ramírez ha explicado brillantemente la cercanía entre metafísica y arte en el medio intelectual mexicano de las primeras décadas del siglo xx. Es una herencia del Romanticismo que llega al poeta y al artista simbolista, la concepción de que es una suerte de iluminado capaz de atisbar los misterios ocultos de la vida y la naturaleza: esta capacidad de revelación lo aísla irremediablemente de los hombres que le rodean, engañados por las formas de la realidad más aparente. “El arte se produce siempre
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en silencio, tal como el hombre es concebido o nace, salvo algunas expresiones de placer o de dolor”, apuntaría Orozco en 1933. El decadentismo finisecular del xix había lanzado a los artistas a la búsqueda de una espiritualidad que no podían ya saciar ni el agotamiento del Cristianismo ni el pavoroso fervor material del mundo industrializado. Una sed de éxtasis que tocó los diversos canales del esoterismo: prácticas mágicas, cábala, alquimia, misticismo rosacruz y aun satanismo. Fausto Ramírez señala, en un texto fundamental para desentrañar su marcado hermetismo, “Artistas e iniciados en la obra de Orozco”, la importancia que la teosofía jugó en este afán de metempsicosis. Los fundamentos teosóficos serían aquí inabarcables, pero baste destacar uno, fundamental: el proceso cíclico de involución del espíritu hacia la materia —posible por el acto de creación— y de evolución de la materia al reunirse con el espíritu del que se ha desprendido. Amado Nervo lo dirá mejor en El estanque de los lotos: “… en devenir perpetuo sube toda existencia / reptando hacia la cima de luz de la conciencia”.
Esa cima sería el destino final de la humanidad y —como querría Édouard Schuré, autor de un texto tan disparatado como medular para la teosofía: Los grandes iniciados—los maestros que han descendido a los avatares del mundo tendrían que guiar mesiánicamente a los hombres a esa forma última del entendimiento. No parece otra la voluntad que insufla, en los murales de José Clemente Orozco, a las figuras civilizatorias de Prometeo, nacido en la difusa alborada indoeuropea, que al dar el fuego entrega también una pequeña conquista de las alturas; a Quetzalcóatl, faro de la agricultura y el progreso; a Cristo, destructor de su propia cruz y así del dogma de su sacrificio; a Miguel Hidalgo y Costilla, con su tea ardiente en la mano, fuego que es a la vez destructor y regenerador: elemento de purificación.
Parece que en La Porte, Indiana, Orozco ansiaba crear un ciclo mural dedicado a Ícaro. El proyecto no se concretó: el pintor debió volver a México. Traía consigo una visión de madurez, que alcanzaría su cumbre en el ciclo ejemplar del Hospicio Cabañas, tan pródigo en imágenes y en interpretaciones. La cúpula de ese inmueble sintetiza el proceso intelectual, psíquico y pictórico que nuestro más grande artista maduró en su contacto con el cosmopolita Círculo Délfico: el hombre que asciende en llamas es el iniciado que ha purgado los sinsabores de la experiencia terrenal y logra desprenderse a la manifestación más febril de su materia, su naturaleza ígnea, para reunirse de nuevo con el Espíritu del que procede: un ascenso hacia su destino último en que finalmente deja de ser Uno y vuelve a reintegrarse al Todo.
The Departure of Quetzalcoatl, 1932-1934
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DesolaciĂłn en azul de Israel Ă vila
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Malabarista
Payaso
Israel Ávila nació en la Ciudad de México en 1982. Estudió la licenciatura de Diseño y Comunicación Visual en la unam en donde tuvo contacto con disciplinas que moldearían y afinarían su interés por el arte: la semiótica, la historia del arte, la teoría del arte y de la comunicación, la hermenéutica y el dibujo. En el 2008 ingresó a los talleres de pintura y dibujo de la Academia de San Carlos y decidió continuar a la par sus estudios de pintura de manera autodidacta con textos sobre técnica de pintura, composición, teoría del arte, teoría del color, etcétera, además de desarrollar su cultura visual mediante la crítica y la observación de obras de todas las épocas. Entre sus principales influencias se encuentran Francis Bacon, Pablo Picasso, Dalí, El Greco, Caravaggio, Lucian Freud, Goya, Rembrandt y Magritte, así como artistas más recientes como George Condo, Cecily Brown, Peter Doing, Albert Oehlen y Neo Rauch, entre otros. Actualmente su obra confluye entre lo figurativo y lo semiabstracto, con obvias influencias de cubismo y surrealismo, en donde el color y la luz son una parte fundamental de su discurso pictórico. La muestra que Casa del tiempo presenta es un reflejo de esta búsqueda y abarca óleos de gran formato que dan cuenta de una voz distinta en el panorama actual.
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El artista
Desolaciรณn en azul
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Virgen con niĂąo
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Propagación de la luz Crónica en infinito
Beatriz F. Oleshko
Treinta y seis imágenes consecutivas de una mujer parcialmente desnuda, fotografiada por Eadweard Muybridge e impresas en fototipia en 1887. (Imagen: Universal History Archive / UIG by Getty Images)
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—Te mereces un sol— me dijo el demiurgo para después soltar mi mano y desintegrarse. Yo entraba en la adolescencia cuando una madrugada se sentó al borde de mi cama. Platónico, deposité mi fe en él: la creación y armonía del universo eran su tarea. A punto de cumplir dos décadas de espera llegó mi merecido. Se llamaba Luisa, antes de cumplir la mayoría de edad y cambiarse el nombre por el de Louisa. —¿Y eso?— le pregunté para calmar sus ansias de decirme las razones que la motivaron a tomar una decisión de tales dimensiones. —Numerología. Luisa no está en sintonía con el universo. i. Luz La trayectoria de los rayos del sol me señaló que se trataba de ella. Rectilíneos, se fusionaban con la silueta de Louisa. Su cabello, piel y dientes emitían una energía tan radiante como el astro del que el demiurgo me había hecho meritorio. Vislumbré el tatuaje de Tara, diosa india que simboliza la luz y amor eterno, que ascendía por el cuello de Louisa hasta llegar al vórtice de su cabeza como la señal definitiva enviada por el alma universal.
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ii. Cuerpo luminoso Una tarde, sentado en la terraza de un café, escuché a alguien exclamar a mis espaldas, con la ligereza de la alegría: —Los envuelvo en mi luz. Me di la vuelta y la vi. En tanto mis ojos iban camino a cerrarse, vencidos ante su irradiación, caí en cuenta de que Louisa estaba por marcharse. Estudié la situación. Me incorporé de la mesa de un salto y me dirigí hacia el empleado del valet parking para tomarlo del antebrazo con una mano, situar la otra en su cuello, darle una zancada y, con un movimiento de cadera, lanzarlo tras una jardinera. —¿Cuál es su auto, señorita?— pregunté a Louisa. —El cupé amarillo— respondió mirándome con sus tres ojos, uno de ellos alineado con el centro de su frente. Al entregarle las llaves del auto, me encomendé al demiurgo. —A sus pies, señorita— le dije mientras la veía resplandecer. Louisa me invitó a subir a su auto. Después, a su departamento. Una vez dentro, me alimentó. —Acábate la leche— ordenó. En cuanto di el último trago, Louisa me tomó de la mano y, entre la penumbra, me guió hasta el tapanco
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volado sobre su sala. A pie del futón, Louisa colocó su palma a la altura de mi plexo solar y me hizo caer sobre la colchoneta. Una vez que recobré mi centro, Louisa se hincó frente a mí y me quitó los zapatos. Por un momento creí que lavaría mis pies. En lugar de ello, me invitó a recostarme y alineó mis piernas como a las de un cadáver dentro de un ataud. Satisfecha con el resultado, Louisa me cubrió con una manta. Cerré los ojos y simulé dormir, entregándome a lo que creí que era su deseo. Quemado por el silencio, entreabrí un ojo y vi a Louisa desnuda. Estaba parada a un costado del futón. Sin dar tiempo a mis pupilas de expresar impresión, Louisa brincó sobre mí cual vaquero que monta a un toro en el rodeo. Quitó la manta y la aventó sobre mi cara, dejándome a oscuras. Escuché el sonido de mi bragueta descender y la sentí penetrarme. Por la mañana, poseído, le confesé la verdad: —Amagué al empleado del valet parking para conocerte. Yo no soy más que… —¡Un romántico!— exclamó. Acto seguido, Louisa rodeó mi quijada con su manos y traspasando mis ojos, dijo: —Te envuelvo en mi luz. Para recibir mi declaración de amor como respuesta.
iii.Cuerpo iluminado La energía luminosa de Louisa logró imponerse ante la noche que me había seducido a lo largo del tiempo en el que esperaba su llegada a mi vida. Un mes después de conocerla, corrí el medio maratón de la Ciudad de México. A los seis meses, lo completé en la Ciudad de los Vientos. En Navidad, Louisa me regaló una camiseta cuyo estampado pavoneaba: “No soy corredor, nadador ni ciclista. Soy triatleta”, preámbulo de lo que estaría por venir. Hasta que llegó la noche en la que el deseo carnal me despertó. Salí de puntillas de nuestra habitación en busca de una pieza sangrante con la cual saciar mi apetito. Al amanecer, el movimiento conejuno de la nariz de Louisa me hizo abrir los ojos. Exaltada por el subidón de proteínas absorbido de mi aliento, sentenció: —La violencia habita en tu cuerpo. Huelo a un animal dentro de ti. El fuego que encendió en mi interior me hizo saber la inminencia de su marcha. —No te vayas— supliqué. Compasiva, Louisa se hincó ante mí como aquella primera vez en la que me había descalzado. Colocó la palma de su mano frente a mi miembro, que apuntaba hacia su tercer ojo, y oró:
—Así, desnudos, como llegamos al mundo, absorbo tu dolor y se lo entrego a la tierra. Luego de frotarse las manos, se fue. iv. Propagación Pasaron los meses. No hubo día en el que dejara de suplicar al demiurgo que me develara la razón de ese merecido. Un amanecer cuya borrachera no logré cortar ni con una docena de tacos al pastor, volví a mi departamento. Insomne, rodé hasta la computadora para encontrarme con el nombre de Louisa iluminando la bandeja de entrada de mi correo electrónico. “Mi hoy”, era el asunto: Desde mi centro, te platico que las cosas han cambiado desde la última vez que nos vimos. Conocí a un ser luminoso que me guió hasta desearte vivencias llenas de luz. Mientras las encuentras, te envuelvo en las mías. Louisa
Agaché la mirada entre derrotado y sumiso para descubrir que una loncha de taco al pastor había quedado adherida a mi camiseta a la altura del ombligo. Escarbé hasta desprender el trozo de pastor. En lugar de una mancha, encontré una mirilla, dentro de la que me asomé y vi la luz propagándose en mi vacío.
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José Emilio Pacheco o el doloroso desengaño de la vida Carlos Martín Briceño
Una noche de primavera, reunidos en el Bar La Ópera de la Ciudad de México, un grupo de narradores que insistimos en la testaruda veneración por el cuento, luego de algunos taquitos de queso fundido con chistorra —acompañados por varias rondas de cerveza oscura—, comentábamos acerca del destino editorial del género literario más antiguo de la humanidad. Fue Eduardo Antonio Parra, acaso para ponerle un poco más de sabor a la tertulia, quien pidió que cada uno de nosotros nombrara al narrador que, a su parecer, pudiera recibir el título del mejor cuentista mexicano “fallecido” del siglo xx. Hecha la solicitud afloraron de inmediato varios nombres célebres. Marcial Fernández trajo a la mesa el nombre de Rulfo, uno de los dos Juanes. Liliana V. Blum, si la memoria no me falla, mencionó al segundo Juan, a Arreola. El que esto cuenta reviró enseguida recordando que Carlos Fuentes, en su primera etapa, había escrito más de una decena de cuentos magistrales. Mónica Lavín y Ana García Bergua, en una sutil pero efectiva defensa de género, mentaron a Amparo Dávila y a Elena Garro. Finalmente, Ileana Olmedo y Vicente Alfonso, dispuestos a hacer valer a sus favoritos, arremetieron con dos cartas fuertes: Juan García Ponce y José Revueltas, siendo éste último el as bajo la manga que granjeó la aprobación unánime del resto de los comensales, incluido un servidor. Un par de horas después, en el cuarto de mi hotel, mientras paladeaba un tequila doble antes de dormir, cavilando el resultado de aquella espontánea encuesta, le confesé a mi mujer que, con una timidez poco frecuente, yo había callado el nombre de José Emilio Pacheco, el del cuentario El viento distante.
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José Emilio Pacheco, durante un homenaje en el Palacio de Bellas Artes en 2009. (Fotografía: Alonso Crespo / Jam Media / LatinContent / Getty Images)
—¿De quién? —me preguntó. —Del poeta por quien le pusimos Emilio a nuestro primogénito, del autor de Como la lluvia, el libro de versos del cual tomamos prestado un par de palabras para titular a El viaje inmóvil, una de las obras de tu grupo. (De las formas de infierno/ diseñadas en este mundo/ para hacer indeseable nuestra existencia/ la más amarga es nuestra condena./ Somos galeotes y en el viaje inmóvil/ ritmado por el golpe de los tambores,/ el látigo en la espalda no permite/ aflojar el esfuerzo un solo instante). Me bebí lo poco que restaba del tequila y cerré los ojos. El silencio me trajo a la cabeza el mosaico de escenarios cuentísticos pachequianos: el metro, ferias, parques, zoológicos, barcos, carnavales. La verdad, la mayoría estamos acostumbrados a pensar en José Emilio, primero, como el enorme poeta que es, y enseguida por sus deslumbrantes trabajos de cronista comparables en brillantez con su faceta de novelista. Pareciera que los medios de comunicación, en contubernio con las demandas del mercado editorial, han hecho a un lado sus logros en el cuento y los aportes de técnica literaria renovada que Pacheco hizo a este género, que algunos han dado en llamar la poesía de la prosa. Pero hay otros motivos. José Emilio Pacheco es, ante todo, un illuminati del verso, un bardo de la estirpe de Kavafis, Neruda, Prévert, Sabines o Gelman, grandes cultivadores del poema cuyos textos, por su aparente simpleza que comunica verdades profundas, suelen ser aprendidos y citados con frecuencia por el pueblo. Sus relatos, por el contrario, escritos con una prosa clásica, cargada de lirismo, son un tanto más elitistas, poseen una hondura capaz de seducir en varios niveles, desde la pura emoción hasta la sofisticación del intelecto cultivado, pasando por el entretenimiento y el interés cautivo, para terminar con el doloroso desengaño de la vida y del mundo. Me consta, pues desde la primera vez que leí las cinco historias que conforman El principio del placer comencé a admirarlo. Principiaban los años ochenta, la música disco resonaba en la radio, José Luis Cuevas se consolidaba
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como uno de los pintores más importantes de Latinoamérica, José López Portillo recién acababa de expropiar los bancos, Miguel de la Madrid pugnaba por una renovación moral de la sociedad —que dicho sea de paso jamás llegaría— y yo era un quinceañero despistado, fácil de identificarse con los personajes de los cuentos de José Emilio. Desde el erotizado título, capaz de escandalizar a las buenas conciencias, intuí que El principio del placer iba a atraparme. Lo abrí al azar, y el primer relato con el que me topé fue “La fiesta brava”. Aquella historia compleja, llena de propuestas vanguardistas y críticas veladas contra la corrupción fue, en verdad, sólo el principio, el principio de un placer literario al que no pude ya resistirme. Seguí con “La zarpa”, donde mediante el sacramento de la confesión el autor parodia las obsesiones de movilidad social de esa gran clase media que se forjó durante la breve etapa del “milagro mexicano”, de 1940 a 1956. Mi avidez por el libro creció cuando me sumergí en las páginas de “Langerhaus” y “Tenga para que se entretenga”. En ellos descubrí que, no obstante la ficción, si a uno le apetece, no hay razón para hacer a un lado la crítica social. El detective-narrador de la última historia, mientras investiga la desaparición en el bosque de Chapultepec del niño rico al que intuimos raptado por un Maximiliano de Habsburgo venido de las entrañas de la tierra, vierte opiniones. Opiniones que, cuarenta años después, evidencian que en México, en materia de Derechos Humanos, no hemos avanzado gran cosa: “En México siempre que hay una desaparición y se busca un cadáver se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa”. Recuerdo haberme quedado hasta la madrugada leyendo, meciéndome en la hamaca con deleite, sin hacer caso a las quejas de mi hermano que pedía que apagara la luz de la habitación. Había dejado para el final los cuentos un poco más extensos: “Cuando salí
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de la Habana, válgame Dios” y “El principio del placer”. El primero, basado en un hecho de la realidad, narra la desaparición de El Churruca, un barco de la Compañía Trasatlántica Española que se perdió en el mar al salir de La Habana en 1912. El autor retoma cómo pudo ser ese viaje, describe la manera en que los viajeros de primera clase bailaban, bebían y se enamoraban sin tomar en cuenta al resto de los pasajeros; avanza en ese tenor para regalarnos un final enigmático, inesperado, hiperbólico, digno del contador de cuentos que, exagerando la realidad, llega a lo fantástico. Pero fue, sin duda, el relato que da título al libro, aquel que, de alguna manera, anuncia el tema de Las batallas en el desierto, el que más me sedujo. El diario de Jorge, el adolescente que se enamora hasta la médula de Ana Luisa, una jovencita fácil que no le corresponde y por la cual estaba dispuesto a perderlo todo y volverse un guiñapo, era también mi diario. Vine a pie hasta la casa, con ganas de llorar pero aguantándome, con deseos de mandarlo todo a la chingada. Y sin embargo dispuesto a escribirlo y a guardarlo a ver si un día me llega a parecer cómico lo que ahora veo tan trágico… Pero quién sabe. Si en opinión de mi mamá, esta que vivo es “la etapa más feliz de mi vida”, cómo estarán las otras. Carajo.
Cuando cerré el libro descubrí, junto con lo avanzado de la madrugada, que salvo Las armas secretas, de Julio Cortázar, autor al que en esa época veneraba incondicionalmente, mis ojos púberes no habían seguido con tanto interés un libro como aquel. A partir de entonces, me volví un leal lector de los relatos pachequianos. Busqué El viento distante, me bebí con deleite El tríptico del gato, paladeé La sangre de medusa, devoré con avidez Las batallas en el desierto, un cuento largo que la editorial era prefirió
anunciar como novela corta, por aquello de las veleidades del mercado. A lo largo de mi vida como escritor, he vuelto, una y otra vez, a esos textos, los he utilizado en mis talleres como ejemplo de creatividad, los he leído en voz alta para entusiasmar a mis alumnos. Siempre he encontrado en ellos otras posibilidades, nuevos ámbitos, sus técnicas e innovaciones literarias nunca me han defraudado: la experimentación del texto, el uso de coloquialismos, la fuerte presencia de una filosofía post-existencialista hacen que varios cuentos de José Emilio se inscriban dentro de las páginas memorables de la narrativa en español de la segunda mitad del siglo xx. “En mi caso la poesía no basta: el relato es un complemento necesario”, dijo alguna vez el ganador del Premio Cervantes en 2009. Un complemento, cómo no, para que el autor, con una amplia diversidad de tonos y temas ubicados dentro de una extensa curvatura del tiempo, pueda compartirnos aquellas obsesiones con las que intenta descifrar el código del universo en que vive. Cuenta José Emilio Pacheco que los amores verdaderamente desdichados, los amores terribles, son los de los niños, porque no tienen ninguna esperanza: “En cualquier otra época de tu vida puedes tener alguna mínima posibilidad de reunirte con la persona que amas, pero cuando eres niño tu historia de amor no tiene porvenir”. Desolado. Así termina uno por sentirse cuando acaba de leer estos relatos, historias sobre el transcurrir del tiempo, la inocencia y la pérdida de la misma. Meses después de aquella cena me topé de nuevo con Eduardo Antonio Parra. En esta ocasión en Tuxtla, en la feria del libro de la Universidad de Chiapas. Coincidí con él a la entrada del auditorio, cuando ambos llegábamos sudorosos, rojos por efecto del quemante reflejo del trópico. —Eduardo, ¿tienes un minuto? —le dije a bocajarro. Se detuvo a la entrada del recinto. Estuvo a punto de dejar caer la carpeta que llevaba en las manos. —¿Sí? —Estuve pensando mucho en aquella tertulia en la cantina, cuando soltaste la pregunta de los mejores cuentistas mexicanos del siglo xx. No mencionamos a José Emilio Pacheco. Parra se me quedó viendo con fijeza. Apretó los labios como para contener un suspiro involuntario. —Tienes razón. Una injusticia. —No la debemos volver a cometer.
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Las chicas de Paseo de la Reforma, mira qué cosa más linda Jesús Vicente García
Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco
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Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido, paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, […] Pablo Neruda, “Walking around”
El ritmo de los tacones provoca la mirada de los hombres a través de los oídos. La banqueta —alfombra roja de la calle, sitio en que las historias pasan, se quedan y vuelven a pasar— es la pasarela de esas mujeres que sí tienen los pies bien puestos en la tierra para gracia y fortuna de los hombres que hacen de la calle su nexo con el mundo. Paseo de la Reforma —espacio por donde pasan las marchas con todo tipo de motivos, en que los automovilistas hacen gala de su educación vial, lugar en que los ciclistas pedalean en zonas prohibidas para ellos, ahí, exactamente, caen las lenguas del sol que arrasan con todo lo que se les ponga enfrente, y la lluvia de verano que puede aparecer en primavera—, a toda hora, es el escenario en que los fabricantes de zapatos podrían ver la causa y efecto de su producto con modelos de estaturas y biotipos diversos. Mujeres oficinistas con traje de casimir, conservadores, atrevidos y descarados, con pantalón de caída de lluvia o los justos que provocan que los hombres enloquezcan, que el cuello se les tuerza como la niña Regan MacNeil del El exorcista por ver quién tiene ese porte que los hace girar para que la mirada sea más que un telefoto, que los ojos se conviertan en drones, porque además de sentir por la nariz la caricia de un efluvio oficinesco, estos hombres que también caminan en la misma ciudad y con la misma gente escuchan el taconeo que atraviesa el camellón y las banquetas de Paseo de la Reforma, que han sido cambiadas para justificar un presupuesto, pero que las mujeres de los bancos, casas de bolsa, periódicos, revistas, instituciones, plazas comerciales, aseguradoras, notarías y demás giros comerciales aprovechan para salir a comer y, ya sea en la ida o en la vuelta, regresan con la parsimonia que permite el tiempo y la seguridad de un cigarro en la mano derecha, junto al celular, bajo su bolso que fue asignado ese día para formar parte de su vestimenta, y si el lector baja la mirada, podrá ver el zapato que ha hecho de la mujer todo un abanico de posibilidades imaginativas, de interpretaciones fálicas, sexuales, estéticas.
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¿Acaso no fue Freud quien dijo que el zapato es símbolo de los genitales femeninos, porque es el hueco en el que se introduce el pie, en tanto que el tacón representa el falo? El zapato no es sólo un aditamento para cubrir los pies del piso, también hay quien afirma que es la felicidad, nos permite estar en el mundo cubierto de sus inmundicias y al mismo tiempo obligando a bajar la mirada y a elevar el deseo por esas chicas de Reforma, de Ipanema, del mundo: “Mira qué cosa más linda, más llena de gracia es esa niña que viene y que pasa en dulce balanceo camino del mar”. Bien podría venir esa chica de Insurgentes, de Bucareli, de Juárez, pero todas confluyen hacia Reforma, en donde los edificios han detenido su historia en su arquitectura para honrar a las mujeres que viven su tiempo, con su teléfono en el oído, en el pantalón, en la bolsa pequeña del saco de casimir, muy cerca de la sonrisa brillosa que la comida de las dos de la tarde, de las tres, de las cuatro ha dejado con el último líquido en la sobremesa de alguno de esos lugares que visitan los trajeados y las trajeadas, estudiantes, periodistas, fotógrafas, editoras, jefas de piso, gerentes, escritoras, poetas, secretarias, publicistas, líderes de sección, mujeres que dominan el mundo comercial, político y social y el ambiente de oficina y se acercan
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al Caballito de Sebastián, a la Lotería Nacional, y miran hacia el Castillo de Chapultepec, como si anduvieran la ruta que la emperatriz Carlota mandó hacer por vía y capricho de sus celos. El Paseo de la Emperatriz, tres y medio kilómetros del Castillo a Palacio Nacional construido sólo para echarle un ojo al mujeriego de Maximiliano, liberal y gustoso por las oriundas de este México del siglo xix, ya que en esa distancia todo podría suceder entre Max y la sociedad femenina del mil ochocientos, lo que Carlota no podría permitir, y así su aportación a la ciudad se convirtió después en el Paseo de la Reforma, el lugar de los amores cínicos y clandestinos, de la vegetación, de las sombras con más romanticismo que una novela gótica. Por supuesto que ahora Paseo de la Reforma simboliza otra cosa, el desacuerdo y el acuerdo de las marchas, y también el camino que desemboca al centro; si uno encuentra Reforma, encuentra la vida. Y en esta hora en que van y salen de las fondas, los restaurantes, los cafés, en plena semana normal de actividades, puede aparecerse la mujer ideal, la deseada, la no alcanzada, la Dulcinea en tacones, la Maritornes con prisa o la chica ajena a los estereotipos de la televisión: “Bella de cuerpo dorado por el sol de Reforma, tu movimiento es más que un poema, es la cosa más linda que yo he visto pasar”.
Y a la que también Basilio canta y así me vuelve a la realidad. Vamos hacia el poniente, a uno de esos edificios para esperar a su novia. Andamos bien vestidos, porque el trabajo lo exige: trajes rectos, sombreros de ala ancha, pañuelos para el contraste, pañoleta para el sudor del cuello. Y las mujeres y los hombres siguen deambulando; pensamos que el mundo está hecho de mujeres, que no es verdad que el hombre mande, aquí es ella quien ordena, quien dicta lo que debes mirar, qué camino andar, qué sentir y hasta nos impera escuchar un bossa nova, la letra que Vinicius de Moraes hizo canción y que cantó Antonio Carlos Jobim: “Ah, si ella supiese que cuando ella pasa, el mundo sonriendo se llena de gracia y parece más lindo gracias al amor”. No cabe duda que es primavera todavía y que el verano se avecina porque una gaviota pasa enfrente de nosotros. “Podría ser una paloma”. “Dime diferencia entre paloma y gaviota”, cuestiona el respingado Basilio. Parece pregunta con trasfondo político. Guardo silencio. Seguimos esperando enfrente de un predio de Reforma muy cerca de Juárez, de la fuente que asperja agua puerca y refrescante, y desde aquí veo el edificio de los senadores, donde están esas mujeres con zapatos que atraen los oídos y las miradas, esos tacones que, según los expertos, consideran que con menos de seis centímetros es tacón bajo, entre los seis y ocho y medio es de tacón mediano, y cualquier zapato que pase de los ocho y medio es alto. Como los versos de arte mayor y menor. Los de tacón bajo son para antes de entrar a la oficina, y los altos para estar en ese mundo de escritorios, computadoras, sillas, chismes y acoso. Basilio recibe un guats. Me lo lee. “Espérame en el Sanborns de Lafragua, plis. Besos”. Sanborns, Reforma y Lafragua, casi en la esquina donde asesinaron a José Francisco Ruiz Massieu, ex
gobernador de Guerrero, el 28 de septiembre de 1994, muy presente lo tengo yo. “Fue en la esquina”, dice Basilio. “Fue a las afueras del hotel Casablanca, ese que está allá enfrente”, señalo con el dedo. Sol recio, contingencia, contaminación en todo lo alto. Las jóvenes pasan y Basilio quiere bolearse los zapatos en lo que llega Zafiro. Le recuerdo que entro a trabajar en dos horas y no he comido. Me pide que espere, por favor. Me siento como un tonto. Decido irme, llegue o no llegue Zafiro, además es una cita de novios y yo qué hago ahí. “No es de novios. Es para conocerte”. ¿Me lee el pensamiento? Sigue tarareando “La chica de Ipanema” y se sienta en el sillón de la boleada, desde las alturas se acomoda el sombrero y como don Quijote al describir a los ejércitos en el campo de batalla, empieza a explicar qué tipo de zapatos lleva cada mujer que pasa por ahí, sobre todo las que salen y entran de dicho restaurante; el bolero cuarentón lo ve y lo escucha asintiendo, pero con rostro de admiración. Basilio sostiene que aquella mujer falda corta y ojos grandes tiene en sus pies unos peep toes, “con una pequeña abertura en la parte delantera, dejan a la vista al menos dos o tres dedos del pie. Sólo le puedo decir que estuvieron de moda en los años cuarenta y cincuenta, aunque siguen siendo actuales, son principalmente para verano e invierno. La que va con el novio porta unos pump, de salón, escotados y de corte bajo en los laterales, poco adorno, el color negro le va bien con el pantalón azul marino, es todo un clásico; las de aquella son mules, tacón alto; la grandota piernas largas y pantalón beige usa unos slippers bajos que parecen de bailarinas y que en las oficinas gustan mucho, es elegante. ¡Miren esa morena voluptuosa!, con sus flappers para mujeres modernas y liberales como en los años veinte para el charleston o el tango, de pulsera al tobillo y cierre con hebilla lateral”. Continuaron en la
antes y después del Hubble |
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pasarela de concreto los escarpines con empella o modelo Dorsay, 1838, cuando el conde Dorsay a partir de un zapato de salón unisex creó un modelo puramente femenino. “¡Ah, chingá!”, exclamo desde lo más profundo del alma mientras el bolero quita la música de su radio y de vez en cuando le dice a Basilio: “Usted sabe mucho, licenciado”. Y sigue con unos Mary Janes bajo una falda corta, de pulsera al tobillo, unos gladiator, flip-flops o zapatilla, mocasina; T-strap, botas a la altura y arriba de la rodilla, al muslo, de pierna completa; bootie o botín, al tobillo o ankel boots; Oxford, espadrilles, tenis, zapato deportivo o sneaker. El tipo o estilo de tacón es stiletto heel, kitten heel, plataforma, cone heel o tacón tipo cono, el cuadrado, también el de punta cerrada, de punta abierta, sin pulseras o tiras, variaciones de open toe, el de tacón alto y con escote para enseñar el empeine, el open toe más abierto que enseña casi todos los dedos del pie; el botín plano, de tipo chelsea, inspirado en los años sesenta, plano y con goma en los tobillos, aunque también pasan los de ligera inspiración cowboy, paras las mujeres que gustan de lo casual y elegante, como los de pescado, los de cuchara. “Ah, la bota de tacón, la que nunca pasará de moda”. Y mira a una güera de botas como lo hacía Pedro Infante al ver a “La Zapatitos”, en Necesito dinero, desde su taller. Sólo se calla cuando su teléfono suena con una rola de ZZ Top. Es Zafiro, por supuesto, que si mejor la espera en Reforma y Bucareli, porque no está en donde acordaron, sino en Humboldt, cerca de Morelos.
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Caminamos por las banquetas cuadradas, frente al Caballito amarillo, todo retorcido sin mayor gracia que la de ser una referencia, y la calle se convierte en una playa en que la chica de Ipanema es la de Reforma de la Ciudad de México, con un calor que exige una sombra y donde las mujeres son las dueñas de este lugar. Pasamos por Bucareli, frente a la Lotería Nacional, cerca de los dos periódicos más viejos del país, El Universal y El Excélsior, erigidos como testigos de la historia en donde las mujeres le dan vida y también hombres como Basilio que las homenajea, las espera, las enamora, las ama, las besa, las invita a comer, como espero sea el caso con Zafiro que, como Dulcinea, la conozco de oídas y no de vista. Y no sé si por ella Basilio sabe tanto de zapatos o es por los zapatos que la habrá conocido en esta ciudad de mujeres y tacones que nunca descansan, como si su ritmo moviera el mundo, y descubro que mediante el calzado se llega al corazón. A juzgar por la dama que se estira de puntitas sobre sus zapatos abiertos y de pulsera para saludar a Basilio, él ya superó esa etapa y se ve dispuesto para la siguiente batalla del amor que anda en zapatos gris perla, falda corta que cubre unas caderas amplias y pechos ídem, y yo me quiero acercar pero mis pies me fallan, un calambre en pleno Reforma a las tres de la tarde me hace quedarme quieto… “mira qué cosa más linda, más llena de gracia es esa niña que viene y que pasa en dulce balanceo camino del mar”.
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Imaginación y destino Augusto Monterroso
“Newton y la manzana”, ilustración de Punch, revista londinense de sátira, 1887. (Imagen: The Cartoon Collector / Print Collector / Getty Images)
En la calurosa tarde de verano un hombre descansa acostado, viendo al cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza; tiene imaginación, se va a su casa y escribe la Oda a Eva. En la calurosa tarde de verano un hombre descansa acostado, viendo el cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza; tiene imaginación, se va a su casa y establece la Ley de la Gravitación Universal. En la calurosa tarde de verano un hombre descansa acostado, viendo el cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza; tiene imaginación, observa que el árbol no es un manzano sino una encina y descubre, oculto entre las ramas, al muchacho travieso del pueblo que se entretiene arrojando manzanas a los señores que descansan bajo los árboles, viendo al cielo, en las calurosas tardes del verano. El primero era, o se convierte entonces para siempre en el poeta sir James Calisher; el segundo era o se convierte entonces para siempre en el físico sir Isaac Newton; el tercero pudo ser o convertirse entonces para siempre en el novelista sir Arthur Conan Doyle; pero se convierte, o lo era ya irremediablemente desde niño, en el jefe de la Policía de San Blas, S. B. Tomado de Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México, Alfaguara, 1996, p. 312
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intervenciones Mateo Pizarro
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Vidas rebeldes, de Arthur Miller:
La libertad y sus inadaptados
Moisés Elías Fuentes
The Misfits1 fue inicialmente un relato corto que Arthur Miller publicó en la revista Esquire hacia 1957. Entre dicho año y 1960, Miller volvió sobre el relato y lo transformó en una novela-guión de cine, escrito con el fin de ofrecer a Marilyn Monroe, por entonces su esposa, la oportunidad de interpretar un papel dramático por demás complejo. A partir de esta obra John Huston concibió y dirigió en 1961 el filme homónimo, que es una de las cumbres de su legado cinematográfico. Mucho se ha hablado y escrito sobre las desavenencias que se presentaron antes, durante y después de la filmación entre Arthur Miller, John Huston, Marilyn Monroe, Clark Gable, Montgomery Clift y Eli Wallach. Mucho. Muchísimo, a tal grado que la veracidad y la falacia se mezclan en tramas que en buena medida dependen de las afinidades o aversiones que tengan los narradores respecto del dramaturgo, el cineasta y los actores. Sin embargo, si somos capaces de evadir las medias verdades y las mentiras completas que han acompañado a Vidas rebeldes tanto en su versión literaria como en la cinematográfica, nos encontramos con que Miller acertó al proyectar la encrucijada de Roslyn, Guido, Gay y Perce como alegoría de los desencuentros emocionales e intelectuales En España, el libro y la película se conocen como Vidas rebeldes, mientras que en Hispanoamérica los nombramos como Los inadaptados, traducción que interpreta mejor el sentido del título original. Sin embargo, para efectos de este trabajo, utilizaré el título Vidas rebeldes, con base en la edición del libro publicada en colección Andanzas por Tusquets Editores México en 2015, con traducción de Victoria Alonso Blanco. De esta edición se han tomado los fragmentos aquí citados.
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Still durante el rodaje de The Misfits, 1960. (Fotografía: ullstein bild / ullstein bild by Getty Images)
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en que vivieron y murieron Huston, Monroe, Gable, Clift, Wallach y él mismo, outsiders que se abrieron paso en el medio teatral y el cinematográfico, y que desde muy jóvenes tuvieron que habérselas con un éxito gratificante y devastador a un tiempo, destilado en plena entronización de Estados Unidos como cifra y suma del espíritu capitalista. Concebida como un guión sin acotaciones, la novela se divide en doce capítulos que funcionan como largas escenas en que la historia de la recién divorciada Roslyn y los vaqueros Guido, Gay y Perce se entrelaza con secuencias panorámicas del estado de Nevada, desértico y montañoso, juego de imágenes en que las emociones humanas y la agreste hermosura de la naturaleza a la vez se alían y se contraponen: Las montañas se alzan al frente como torsos de enormes gigantes; ante el ojo que pasa a toda velocidad, sus ondulantes cimas oscilan como si la tierra respirara silenciosamente. El sol de mediodía proyecta manchas rojas, como heridas, sobre su superficie, un repentino rubor purpúreo en una, un rosa pálido en la siguiente, un reflejo parduzco en la de más allá. Pese al runrún de los motores, la tierra parece sumida en un silencio imperturbable, un silencio que crece en la mente hasta convertirse en una voz muda.
Conocedor de la importancia de la ambientación en el cine, Miller aprovechó el carácter visual de aquél para enlazar y contrastar los paisajes naturales y las vistas interiores con los pensamientos y las reacciones emocionales de los personajes, de manera tal que la lectura de Vidas rebeldes deviene en un tour de forcé por claroscuros anímicos y físicos. El relato-secuencia del encuentro con Perce es uno de los más acabados ejemplos de dicho tour:
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Al levantar los ojos para fijarse en el coche que se acerca por la desierta carretera, se advierte ya en ellos el matiz expectante, escrutador de su mirada. Hay cierto candor en la extraña suavidad y delicadeza de sus movimientos, una lozanía que, por sí sola, emana fuerza.
El relato, así, se ajusta a la intención de Miller, quien pretendía no sólo dar indicaciones fílmicas, sino dejar asentada de antemano la atmósfera que debía tener el filme. Quizá por ello desde el inicio del proyecto pensó en John Huston como el director adecuado para llevar a la pantalla el relato, toda vez que era un cineasta capaz de asimilar y plasmar las atmósferas físicas y emocionales de los libros que adaptaba al cine, como demostró en su ópera prima, El halcón maltés, según la novela de Dashiell Hammett, o en el caso de El tesoro de la Sierra Madre, a partir de la novela de Bruno Traven. En la “Nota del autor” con que abre el volumen, Miller expuso su ambicioso proyecto narrativo, y lo hizo sin ambages: Era como si la película ya existiera y el escritor estuviera recreando todos sus efectos a través del lenguaje, de manera que, como resultado de un intento puramente funcional de ofrecer a los demás una visión clara de una película, de una película que tan sólo existía hasta ese momento en la mente del escritor, se hubiera sugerido gradualmente una forma de ficción, una forma híbrida quizá, pero que en mi opinión ofrece vigorosas posibilidades de reflejar la existencia contemporánea.
Reitero, Miller dejó en claro que pretendía tener el control total del filme que “sólo existía hasta ese momento en la mente del escritor”. La labor del director se reducía entonces a trasladar al lenguaje cinematográfico lo que el autor ya había estipulado de antemano. Sin embargo, el propio dramaturgo debía saber que Huston se
apartaría de la puntualidad del relato-guión, como en efecto hizo, de manera sutil pero notoria, con lo que la versión del curtido cineasta se enriqueció a nivel visual y discursivo. Notable director de actores, Huston comprendió los dramas interiores que sobrellevaban en su vida diaria Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, y de tal comprensión emergió la mezcla de complicidad y recelos que fustigan y reprimen a los personajes, antihéroes de una tragedia sin dioses ni ángeles caídos, sino formada tan sólo por simples y llanos seres humanos. Hombres y mujeres simples y llanos, los personajes de Vidas rebeldes viven sus vidas al tiempo que las miran transcurrir: viajan, trabajan, se establecen y migran, están llenos de alegría y de furia, de nostalgia y de amor, de miedo y de valor y, sin embargo, parecieran estancados por alguna causa imprecisa. Road movie en el léxico cinematográfico, tanto el relato como el filme de Vidas rebeldes se hallan enmarcados en una atmósfera inmóvil: Todos dirigen la atención hacia los primeros atisbos de la población en la distancia. La carretera traza ante ellos una curva larga y gradual, un arco de cemento armado alzándose sobre el fondo del valle de yeso blanco. Al final de la carretera se divisa una hilera de viviendas de madera y, detrás de ellas, las montañas apelotonadas como vertederos de escombros color de hollín. A esa distancia, la desolación adquiere un cariz casi sobrenatural; cuesta concebir qué puede haber llevado al ser humano a habitar estos parajes.
La inmovilidad, de hecho, ejerce una rara mezcla de fascinación y repulsión en los personajes: Roslyn y los tres vaqueros huyen del estatismo pero también se aferran a éste como única certidumbre en una existencia que a cada paso amenaza con desbarrancarse en el vacío.
Guido, Gay y Perce refrendan hasta el delirio las suertes de montar caballos y toros salvajes, sólo para sentir una vez más el placer de los triunfos efímeros. Roslyn se apasiona y se decepciona de los hombres como reafirmación de su incapacidad para amar y sentirse amada. La libertad es todo para los cuatro, aunque se trata de una libertad cruel: Roslyn oye crujir los muelles de la cama, y después reina el silencio. Con paso inseguro va hacia la camioneta, se agacha hacia adentro y apaga el contacto. Las luces se apagan. Luego se yergue y levanta la vista hacia la indiferente luna; una enorme tristeza se apodera de todo su cuerpo, se siente perdida, es una mujer a quien la vida le ha prohibido dejar atrás su soledad. —¡Ayúdame! —clama en voz baja, en dirección al cielo. Permanece allí un largo rato, absorta en las funestas nubes que surcan las estrellas, corriendo hacia ninguna parte.
Considerado uno de los maestros del teatro realista estadounidense,2 como solía hacer en sus puestas en escena, Miller evitó en Vidas rebeldes el uso de metáforas. En lugar de éstas, lo que apabulla a los lectores y a los espectadores es la fuerza de las imágenes, su naturaleza ordinaria pero al tiempo elevada, lugares comunes que se vuelven ininteligibles, como es en ocasiones ininteligible el alma humana. Tragedia sin héroes ni dioses, apunté antes, Vidas rebeldes utiliza de manera libre los recursos de la tragedia griega clásica, de modo que los personajes
2 Tennessee Williams (1911-1983) y Arthur Miller (1915-2005), contemporáneos, han sido estimados como los continuadores de la corriente del realismo teatral iniciada varios años antes que ellos por Eugene O’Neill (1888-1953).
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Vidas rebeldes Arthur Miller México, Tusquets, 2015, 224 pp.
experimentan aporías y anagnórisis deliberadamente inconclusas, como cuando, estragado por el alcohol, Gay cree ver a sus hijos. Debido al delirio, percibe la anagnórisis que muestra que la relación con ellos es irrecuperable. De modo similar, Guido y Roslyn sufren una aporía al comprender que carecen de la fuerza suficiente para transformar el enamoramiento en amor. El título original de Vidas rebeldes es The Misfits, traducido en Hispanoamérica como Los inadaptados, toda vez que en efecto Roslyn y sus cortejantes se develan atemorizados por su propia independencia. Seres de otra época, los vaqueros se someten a ser cazadores de caballos salvajes, a los que venden para que sean sacrificados y reducidos a la transmogrificación en comida para perros. Roslyn, como una madame Bovary montañesa, se aferra con todo su ser a la ilusión de un amor ideal. Más que la por rebeldía a la que alude el título de la versión española del libro y la película, Roslyn, Gay, Guido y Perce se conducen por la desintegración, el rechazo a ser como los demás y la imposibilidad para reconocer las aspiraciones de su yo interior. Viven la vida porque hay que hacerlo, pero no saben vivir. Si la esencia del road movie es el reconocimiento de lo que somos y de lo que desearíamos ser, entonces la de Vidas rebeldes es lo contrario: el desconocimiento de lo que somos y el miedo a lo que desearíamos ser, la íntima tragedia de los hombres y las mujeres del mundo planeado y ordenado posterior a la Segunda Guerra Mundial. Hombres y mujeres que aún estamos aquí y ahora.
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Vanguardia y tra(d)ición: La gaviota de Chéjov Juan Patricio Riveroll
Chéjov. Así da inicio “Errand”, el último cuento que publicó Raymond Carver, en el que narra el primer signo de tuberculosis y la posterior reclusión del escritor ruso en una clínica, de la que no saldría con vida, uno de tantos tributos a esa figura cuya obra ha soportado con holgura el paso del tiempo. Para Sergio Pitol es nuestro contemporáneo, pese a que murió hace más de un siglo. Nacido en 1860, antes de cumplir veinte años se vio obligado a escribir breves colaboraciones para el diario y así cooperar con el gasto familiar y cumplir con la cuota escolar. Su incursión en la literatura tuvo su base en la economía, pues tardó cuatro años en titularse de la facultad de medicina y, aun después, ganó más con la ficción que con la profesión que para él era su principal tarea en la vida. El tiempo y la práctica hicieron que su escritura evolucionara, y sus preocupaciones en cuanto al arte, en particular el cuento y el drama, lo obligaron a experimentar, a salirse del canon, sin importarle que al público, ya fuera el lector o quien acudía al teatro, le costara más trabajo comprender su obra, que hoy puede parecer sencilla tras décadas de asimilación. Una de las características de su trayectoria literaria es la abundancia. En sólo veinticuatro años de actividad escribió cientos de cuentos —¡cientos!—, muchos de los cuales existen sólo en ruso, aunque sin duda los mejores han sido traducidos en todo el mundo. Tiene cinco novelas cortas y una un poco más extensa, Un drama de caza, traducida a nuestro idioma por Pitol, el mejor traductor de obras en prosa que ha dado este país. Chéjov fue un autor infatigable que además nunca abandonó la medicina con responsabilidad social, puesto que a lo largo de su vida atendió a los desfavorecidos como un acto humanitario.
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En paralelo están sus obras de teatro. Antes de terminar sus estudios básicos, en 1879 llevó a cabo el primer intento en esta rama, y de ahí afinó una vertiente que le costó más trabajo que idear cuentos. De entre la docena de obras para escena, las que marcaron pauta en la historia del teatro fueron las últimas cuatro que escribió en su vida, con La gaviota como la primera de la serie, escrita en 1895 y exhibida por primera vez al año siguiente con resultados desastrosos, abucheada por la concurrencia. En 1898 Konstantín Stanislavsky la retomó para el Teatro de Arte de Moscú, convirtiéndola en un clásico, y repitió la operación con las tres posteriores. Como el resto de su obra, La gaviota se viste con un disfraz de simpleza, con pocos elementos y un puñado de personajes relevantes que conviven en un espacio restringido: la finca del viejo Sorin, soltero y sin hijos, en donde vive Trepliov, su sobrino, y en la que está de visita Irina, actriz y madre de Trepliov, acompañada por Trigorin, literato de incluso mayor renombre que Irina, quien también goza de cierta popularidad en la Rusia de fin de siglo xix, aunque todo indica que su mejor época ha quedado atrás. Las aspiraciones literarias de Trepliov lo llevan a escribir un monólogo interpretado dentro de la obra por Nina, hija de un rico terrateniente. Al igual que Trepliov con la literatura, el sueño de Nina es ser actriz, pero no nada más eso: busca fama, y por ello está dispuesta a darlo todo. Su amor por Trepliov
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se ve eclipsado cuando conoce a Trigorin, quien goza de la celebridad que Nina perseguirá con ahínco en el par de años que transcurren entre el tercer y el cuarto acto final. La pérdida de la inocencia se mezcla con posiciones encontradas alrededor del teatro. Para Trepliov, la dramaturgia de su tiempo es arcaica, acartonada y sin verdaderas propuestas, y el círculo cerrado que la contiene es culpable de ese estancamiento cultural que él piensa revertir. Critica lo que escribe Trigorin y se lanza en contra del trabajo que hasta ese día ha hecho su madre, quien no se contiene y contraataca con ferocidad. La soberbia rebasa el amor por su hijo. Trepliov y Nina, jóvenes, pagan el precio de su idealismo. La adaptación de Diego del Río, quien ya montó El tío Vania y se propone hacer lo propio con Las tres hermanas y El jardín de los cerezos, se representó en el Foro Shakespeare en la ciudad de México a fines de 2015 e inicios del 2016, un esfuerzo bastante fiel al texto original, con simples modificaciones que logran reconquistar la obra para nuestra época. Hubo un claro empeño por actualizar expresiones y eliminar anacronismos para no obstaculizar la experiencia del espectador; los personajes más superfluos fueron eliminados; la ambientación tradicional que normalmente le hubiera dado contexto al lugar y a los personajes fue también descartada, al igual que el vestuario; y una subtrama sin verdadero
peso dentro del esquema filosófico de la obra fue alterada para restarle importancia. Por otra parte se respetaron la estructura general y el espíritu del texto, los nombres propios en ruso y los diminutivos, y quedaron intactos los rasgos esenciales de los personajes. El escenario constó de una esquina con los lados pintados de blanco, un ropero y tres sillas, y una hilera de butacas a un lado, fuera del espacio blanco, que por su aspecto podían estar en la parte de atrás, como si el espectador tuviera acceso visual a lo que sucedía tras bambalinas, hasta que la acción pasaba a ese lado del escenario y el espacio blanco, centro de atención del primer acto, pasaba a un segundo plano hasta olvidarse para ser recuperado hacia el final de la función. Blanca Guerra jugó el papel de Irina, actriz entrada en la madurez, y tanto por su talento como por su historia personal era un papel ideal para ella, porque además, para creer en su relación amorosa con Trigorin e intentar siquiera competir con la belleza y juventud de Nina, debía ser una mujer atractiva. Su personaje busca ser siempre el centro de atención, espera que la gente a su alrededor le rinda pleitesía, y hace todo lo posible por representar constantemente ese papel de actriz consagrada que le da sentido a su vida. La metaficción es uno de los recursos más atractivos de la obra, y la adaptación de Del Río llevó el juego de Chéjov aún más lejos al hacer que el personaje de Guerra, enérgico, diera instrucciones técnicas a un par de miembros del elenco y de tal forma distanciar al público, que repentinamente se sentía testigo de un error en la puesta en escena, como si fuese un ensayo. Odiseo Bichir se llevó la obra interpretando a Sorin, el dueño de la finca que quiso ser literato, casarse y vivir en la ciudad, que no pudo cumplir ni uno de esos objetivos y en cambio sirvió en la administración pública por algunos años. La naturalidad de Bichir en el escenario le dio a Sorin mayor importancia que la que Chéjov le concedió en el papel, sobre todo en relación
al resto del elenco, que aunque llegó a ser un buen ensamble tuvo un desempeño desigual. Otro acierto es el director de escena Mauricio García Lozano en el papel de Trigorin, con una trayectoria análoga a la del personaje ideado por Chéjov, quien tal vez se viera a sí mismo reflejado. Sin embargo, costó más trabajo creer en José Sampedro como Trepliov y en Paulette Hernández como Nina, pues además de su juventud, sus papeles eran más complejos. La Irina que interpretó Guerra era sobreactuada, pero ese era uno de los atributos de su personaje, actuando sin cesar en el escenario que para ella es la vida, y el de Sorin es tan mesurado que no debió de ser un reto semejante al melodramático Trepliov o la desdichada Nina. Trepliov: A mi madre el teatro le gusta, le parece que presta un servicio a la humanidad, al sagrado arte. En cambio yo creo que el teatro contemporáneo no es más que rutina y prejuicios. Cuando se levanta el telón a la luz crepuscular, en una estancia de tres paredes, esos grandes talentos, sacerdotes del sagrado arte, representan cómo las personas comen, beben, aman, caminan y llevan sus chaquetas cuando de unas escenas y frases triviales intentan sacar lecciones de una moral débil y sin complicaciones, útil para la vida doméstica; cuando en mil variantes me sirven siempre la misma cosa, la misma cosa, la misma cosa, huyo, como Maupassant huía de la torre Eiffel, cuya vulgaridad le aplastaba el cerebro. Sorin: No se puede prescindir del teatro. Trepliov: Hacen falta nuevas formas, y, si no se encuentran, mejor es nada.
En una era en la que la noción misma de originalidad está en entredicho, oxigenar la escena teatral con una obra del siglo xix no suena como la idea más fresca, pero Chéjov es, como afirma Pitol, nuestro contemporáneo. Hoy a las gaviotas se les sacrifica como antaño, la fama se busca con mayor fervor, ciertas ramas del arte parecen repetirse hasta el cansancio, y el desamor y la decepción seguirán siendo sentimientos ubicuos: el mundo se traiciona.
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Los Contradioses o una parábola de la angustia humana Iván Cruz Osorio
Durante los últimos años, la poesía lírica, la poesía de temas autobiográficos ha sido puntualmente satanizada. De tal forma se ha barrido con todos los poetas que acometen la empresa de dar voz a sus vivencias, deslumbramientos, situaciones límite; en este saco meten a poetas como Amado Nervo y Jaime Sabines. El argumento inquisitorio parte de la aparente facilidad en la escritura y asimilación de los poemas con esta temática. Desde luego, hay autores que practican una acendrada retórica que cae en estruendosos lugares comunes o, peor, en ingratas estrofas de superación impersonal. Esto último debe ser señalado y criticado, sin embargo, los excesos, los ripios, los clichés son susceptibles de cualquier tema o estética. Finalmente, la pertinencia o la caducidad de una obra no está en nuestras manos como apunta José Gorostiza: “Nada envejece tan pronto, salvo una flor, como puede envejecer una poesía. El poeta la hará durar un día más o un día menos, según su habilidad para sustraerla a la acción del tiempo”. Entre los poetas nacidos en los años ochenta, Carlos Ramírez Vuelvas (Colima, 1981) ha destacado por una obra lírica centrada en situaciones límite, que profundiza en el heroísmo, cobardía y vileza silenciosa del hombre común y de él mismo, en un juego de espejos indisoluble. En su libro más reciente Los Contradioses (Premio Nacional de Poesía Tijuana 2014) aborda el ámbito familiar, la calle, la patria, en términos de pérdida y reencuentro. Lo que se ausenta, lo que ha sido arrancado de la vida del autor retorna trastocado por el odio, por la violencia, por la enfermedad. No hay redención, sino una continua angustia que se expande en los rostros.
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Mi abuelo, el padre de mi padre, anduvo así de impreciso,/ con la culpa encima, con los huaraches de araña y cuero en cruz,/ sobre el polvo de Calexico./ Entonces mi país aprendía a querer la crisis, como se desea a una amante,/ infiel y necesaria./ Entonces dolía la soledad y las palabras que nadie mencionaba:/ pobreza, adolescencia y esquirlas en Vietnam.//
El título del libro nos refiere no al canto sobre las musas, ni el canto a la cólera del héroe o de los dioses. Los contradioses son las personas de a pie, los seres comunes, con su circunstancia y sus historias mundanas. Ramírez Vuelvas toma estas vidas, todas entrañables para él y las devela, muestra el cúmulo de impurezas de las que está constituida la humanidad. Un aspecto a resaltar es la angustia que se mueve en el libro como un ruido blanco en las vidas de todos los personajes. Nadie está a salvo de esa densidad espectral que sobrecoge a todos, dentro y fuera de la obra. Algo raro había en el mes de marzo los perros ladraron su furia en días de lluvia que eran llanto puro a favor de la borrasca los ángeles lamentaban pesadillas y estaban ciegos […] un animal maligno se apoderó de los símbolos de la casa y fornicó con ellos hasta que su semen fluorescente horrorizó a las estrellas víctimas de un nombre equivocado
La construcción de esta atmósfera prepara al lector para el desarrollo de dos miradas de la narración del libro, la primera es la familiar, constreñida por una dolorosa muerte. La segunda es la mirada externa, puesta en la tierra que los rodea, resumida en los poemas titulados “Paso del norte”. Comento que son las dos miradas de una narración dado que los poemas aquí incluidos apelan a contar una historia, desentrañan parte por parte la desesperanza, el dolor físico y la parálisis en que oscila el hombre ante la tragedia íntima, lo que posteriormente desemboca en el reflejo de la tragedia humana. Otro aspecto a resaltar del libro es el uso puntual del poema en prosa, del encabalgamiento y del versículo, estos elementos permiten reforzar dos propósitos, el del sentido narrativo de la obra y el de un ritmo dinámico y sugestivo para el lector. El tratamiento sutil de canibalismo dentro del ambiente familiar ante la pérdida de uno de sus miembros se mira cara a cara con la rapaz descomposición social del exterior, en una agria, pero precisa alegoría de nuestra actualidad
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como sociedad y nación. Carlos Ramírez Vuelvas logra una máxima del poeta español Antonio Machado: “Se canta una viva historia/ contando su melodía”. Se canta al vacío para ser escuchado por los huecos: Aprendimos a vivir llenando los vacíos Míranos cantarte aún sabiendo que nos duele Míranos vivir sabiendo que nos duele invocar a la esperanza sabiendo que nos duele
Los Contradioses de Carlos Ramírez Vuelvas representa una obra que apela a la enfermedad, una obra que contagia el sentimiento de andar en muñones a cada instante, de andar incompleto, como si la condición humana sea la de ser y estar enmuñonado. Un libro que, de forma certera, profundiza en la impureza del hombre y con ello se convierte en un feroz espejo de nuestra cotidianidad.
Los Contradioses Carlos Ramírez Vuelvas México, imac / Tijuana, 2015, 61 pp.
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Terrible y cotidiano es el silencio: Siete casas vacĂas de Samanta Schweblin Nora de la Cruz
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A finales de 2015, la editorial española Páginas de Espuma publicó la obra ganadora de su cuarto premio internacional. Se trataba de Siete casas vacías, de Samanta Schweblin, joven autora argentina, reconocida en su país e internacionalmente; su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca, recibió el Premio Casa de las Américas en 2008. Al menos en México parecía ser notoriamente apreciada: varios autores recomendaron el nuevo libro y se mostraron entusiastas ante su presentación en el Palacio de Bellas Artes. Todo resultaba promisorio. Samanta Schweblin es una de las narradoras jóvenes más relevantes de la actualidad en lengua española: así la clasifican revistas de gran credibilidad. Algunos inscriben su obra en el género fantástico por lo que parece ser su marca registrada: la intromisión de un elemento perturbador e inexplicable (en ocasiones, violento) en un ámbito cotidiano y casi siempre de enclaustramiento. La sensación de anomalía y encierro se intensifica cuanto más cotidiano parece el ambiente donde se desarrolló, generando atmósferas peculiares: lo doméstico dominado por una amenaza insólita y sutil. Este mecanismo narrativo, explorado en su colección anterior (el ya mencionado Pájaros en la boca), muestra su consistencia en Siete casas vacías. Compuesto por siete relatos que giran en torno, precisamente, a casas —y sus habitantes, claro está—, el libro funciona con el mecanismo descrito, aunque con matices de emotividad más acusados, lo cual lo distingue de su predecesor. Por otra parte, los vacíos narrativos son también mayores: observamos anécdotas contadas casi como escenas (representadas ante nuestros ojos en su duración “natural”) en las que los personajes o la voz narrativa dan
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indicios del peso del incidente, sin aclararlo por completo y sin que el objetivo de la historia sea develarlo, lo cual acentúa la sensación de desconcierto. Gracias a esto, los relatos ganan fuerza y hondura, y este efecto se convierte en el sello distintivo de Schweblin. El argumento de la mayoría de los cuentos, como se ha dicho, es similar: en una situación cotidiana surge lo extraño, pero no del lado sobrenatural entendido como fantasmal o monstruoso (como podía ocurrir en Pájaros en la boca); en general, estos relatos entienden lo extraño como lo inescrutable: algo que pareciera incognoscible y que en ocasiones ni siquiera es patente en la narración, sino que se elide y su estado latente es lo que intensifica su extrañeza. Schweblin se adscribe al género fantástico, en sentido estricto, pero lo contemporáneo en su literatura es la tendencia al minimalismo: una anécdota simple, dicción ajustada. Si en su volumen anterior hay un par de cuentos que lindan con la idea de lo monstruoso, en este, la mayoría apunta a lo que ya tiene de extraña la realidad tal como la conocemos: el infranqueable muro de misterio o temor que existe siempre en nuestra relación con el otro (más terrible cuanto más próximo el vínculo; en este sentido, como a los autores góticos, la paternidad y la maternidad interesan particularmente a la autora argentina), la mente y sus trampas, los viajes. En cierto sentido, los cuentos de Siete casas vacías son más realistas, pues su extrañeza deviene del silencio en torno a algo aludido, pero innombrable. Es evidente que los padecimientos mentales (la depresión, la obsesión, la pérdida de la memoria) y las relaciones familiares siguen siendo temas que interesan a la autora, pues constituyen el eje del volumen.
Siete casas vacías Samanta Schweblin Madrid, Páginas de Espuma, 2015, 128 pp.
El problema, sin embargo, es que el mecanismo es tan recurrente que puede volverse cansado. Justo a la mitad, en el centro del relato nuclear y más extenso, “La respiración cavernaria”, algo se desgasta. Se trata de una historia contada en cuarenta páginas cuya clasificación es compleja: cabalga entre el cuento y la nouvelle, como “El perseguidor”, de Cortázar, aunque sin su vigor. La primera mitad del relato abusa de la morosidad, mientras que el último tramo sufre una aceleración desproporcionada que, sin embargo, termina salvando el texto. En este relato es casi inevitable la comparación con los relatos de otra autora publicada por la misma editorial: Guadalupe Nettel. Ambas muestran, en su prosa sutil, contenida e inteligente, pleno dominio del oficio, aunque una notable distancia con aquello que narran, algo semejante a la de los cirujanos ante el cuerpo humano enfermo y cortado para su manipulación. La semejanza se vuelve coincidencia, pues Nettel resultó ganadora del premio Ribera del Duero cuando Schweblin fue jurado, y la mexicana fue parte del jurado cuando la argentina obtuvo este reconocimiento. Una vez cruzado el margen de este relato, nuclear y extenso, volvemos a encontrarnos con cuentos breves
y concisos, en los que la capacidad narrativa de la autora es más evidente. Si el máximo punto de tensión se alcanza en “La respiración cavernaria”, donde la protagonista es su propio misterio y amenaza, en los tres relatos que le preceden encontramos de nuevo un incidente que perturba el mundo momentáneamente. En los relatos iniciales lo perverso es la rutina, mientras que en los últimos hay algo que la rompe. También es evidente que predominan los personajes femeninos y que la exploración de la autora en torno a la palabra casa abarca no sólo el espacio de la cotidianidad, sino la idea de pertenencia, de identidad y de estabilidad o confort. Y claro, la más temible de las casas es el cuerpo, lleno de huellas y ruidos, de amenazas y misterios. En este libro no se requieren fantasmas: lo terrible está en los objetos que pueden ser favorables o adversos. Una azucarera, una alfombra, una caja o una tira de aspirinas pueden ser presencias (o ausencias) ominosas, con el poder suficiente para provocar la locura o la perdición. Las atmósferas que Schweblin construye con tanto acierto están en los objetos nimios y sus sentidos arcanos.
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colaboran Jaime Aboites. Ingeniero civil por el itesm, maestro en Economía y Planificación regional y doctor en Economía por la unam. Ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de la Sorbona en 1997 y ha sido profesor visitante en varias universidades alrededor del mundo. Actualmente es profesor de tiempo completo de la unidad Xochimilco de la uam. Israel Ávila (Ciudad de México, 1982). Egresado de la licenciatura en Diseño y Comunicación Visual por la unam. Finalista del concurso de diseño de la marca turística para la Ciudad de México. Su obra ha sido expuesta y seleccionada en distintos foros de la ciudad como el Archivo General de la Nación, el Club Reforma, entre otros. Carlos Martín Briceño (Mérida, México; 1966). Narrador. Premio Internacional de Cuentos “Max Aub” 2012, Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2003 y Premio Nacional de Cuento de la Universidad Autónoma de Yucatán 2004. Algunos de sus libros son: Después del aguacero, Al final de la vigilia, Los mártires de Freeway y Montezuma’s Revenge. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las Letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Lobsang Castañeda (Ecatepec, 1980). Estudió filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es autor de Los habitantes del libro (México, Libros Magenta, 2011), Náusea y alergia (México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) y Puntos suspendidos (Toluca, Fondo Editorial del Estado de México, 2014). Iván Cruz Osorio (Tlaxiaco, Oaxaca, 1980). Poeta, editor, crítico literario y gestor cultural. Actualmente es codirector y editor de Malpaís ediciones. Autor de los poemarios Tiempo de Guernica y Contracanto. Fue becario del programa Jóvenes Creadores en el área de poesía en el periodo 2009 - 2010. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Luis Lugo (Ciudad de México, 1985). Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha
participado en diversos talleres de poesía impartidos por Antonio Deltoro, David Huerta y Aurelio Asiain. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Augusto Monterroso (Tegucigalpa, Honduras, 1921 - Ciudad de México, 2003). Escritor y catedrático, obtuvo, entre otros reconocimientos, el Premio Xavier Villaurrutia en 1975, así como el Premio Príncipe de Asturias en el 2000. Entre su vasta y reconocida obra literaria, se cuentan Obras completas (y otros cuentos), La oveja negra (y demás fábulas) y Movimiento perpetuo. Junto a Bárbara Jacobs publicó la célebre recopilación Antología del cuento triste. Stephen Murray Kiernan (Dublín, Irlanda). Es director del Instituto Carlyle, consultor principal en asuntos universitarios para el Banco Mundial y editor del Anáhuac Journal publicado por la Universidad de Oxford. Es académico de la Academia Nacional de Historia y Geografía y miembro de la Legión de Honor Nacional de México. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la cultura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo y en 2016 obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, novela escrita junto a Alejandro Arteaga. Beatriz F. Oleshko (Tambov, Rusia). Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Maestra en Lexicografía Hispánica por la Real Academia Española y la Universidad de León (España). Fue becaria de Jóvenes Creadores en la categoría de cuento de 2014 a 2015. Actualmente desarrolla el programa de Comprensión de Lectura de la unam. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Juan Patricio Riveroll (México, 1979). Escritor y cineasta. Dirigió dos largometrajes: Ópera (2007) y Panorama (2013), y ha publicado también las novelas: Punto de fuga (Sudaquia, 2014) y Fuegos artificiales (Tusquets, 2015). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca.
Tiempo en la casa. Suplemento electrónico A Michèle, de Casablanca a Tepoztlán José Quezada
Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 29 • junio 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
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Novedades editoriales Prácticas corporales. En la búsqueda de la belleza Verónica Rodríguez Cabrera, Elsa Muñiz y Mauricio List (coords.)
DISEÑO
El sistema proteccionista mexicano (1960-1979) Eduardo Ramos Watanave (ed.)
HISTORIA
Historiografía, newtonismo y alquimia. Antología sobre la Revolución Científica Violeta Aréchiga (comp.)
casadeltiempo • número 29 • junio 2016
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Historia de extrañas ideas José Emilio Pacheco o el doloroso desengaño de la vida “Imaginación y destino”, de Augusto Monterroso Obra plástica de Israel Ávila
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La medición de la pobreza en México. Metodologías y aplicaciones Manuel Lara Caballero
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José Manuel Valenzuela Arce (coord.)