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casadeltiempo • número 2 • marzo 2014
Año XXXIII, Vol. I, época V, número 2 • marzo 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75
Octavio Paz
1914 - 1998
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editorial Este número de la revista Casa del tiempo está dedicado en su mayor parte a Octavio Paz. Ninguna revista o institución cultural podría ignorar el aniversario de los cien años del nacimiento de nuestro poeta. La Universidad Autónoma Metropolitana se adhiere al homenaje nacional que rinden varios centros académicos y universitarios y que ha sido establecido en el país por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Los lectores de este número podrán disfrutar de cuatro poemas que, salvo el último, fueron escritos antes de 1955. Asimismo, encontrarán una carta escrita en 1944 por Paz a Jorge González Durán, uno de los constructores de la revista Tierra Nueva, un espacio de libertad donde pudieron expresarse los pensadores hispanoamericanos durante los años oscuros que se vivieron en esta América nuestra y en otras latitudes. Los seguidores del pensamiento del poeta descubrirán seguramente algunas claves significativas. Rescatamos también un texto de Huberto Batis sobre el ingreso de Paz a El Colegio Nacional, en 1967, un año antes de la dimisión del poeta al servicio diplomático en protesta por la masacre de estudiantes en 1968. Asimismo, presentamos el análisis de José Francisco Conde Ortega, académico de la Unidad Azcapotzalco de la uam, acerca de uno de los volúmenes más luminosos de Octavio Paz, ¿Águila o Sol? Alfonso Reyes representa una plataforma de la cultura mexicana postrevolucionaria. Desde ella, Paz erigió su proyecto poético y filosófico, aunque, desde luego, con los correspondientes deslindes y rupturas. Para recordar el intercambio epistolar entre ellos, los lectores hallarán un recuento sucinto en “Correspondencias entre Reyes y Paz. Un epistolario”, de Ramón Castillo. Octavio Paz fue un apasionado de la poesía y de la política, pero también se interesó por otras manifestaciones humanas en el arte y la arquitectura universales. De ello dan cuenta los textos de Jesús Vicente García, Jorge Vázquez Ángeles y Miguel Ángel Muñoz. Rendimos, pues, un homenaje a Paz en este año que conmemoramos el 40 aniversario de la fundación de nuestra Casa Abierta al Tiempo que no se queda en la celebración del pasado sino que incide, como lo expresa nuestro 40+10, en el futuro del país. (WB)
Fotografía: Fred R. Conrad/New York Times Co./Getty Images
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretario Gerardo Quiroz Vieyra Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez
editorial, 1 torre de marfil Poemas “Elegía interrumpida”, 4 “Bajo tu clara sombra”, 7 “Seven P.M.”, 11 “El mismo tiempo”, 12 Octavio Paz Un joven escritor lee a Octavio Paz, 18 Pablo Molinet
profanos y grafiteros
Secretario Jorge Eduardo Vieyra Durán
Carta de Octavio Paz a Jorge González Durán, 20 Condolencias por la muerte de Jorge González Durán, 22 Ingreso de Octavio Paz a El Colegio Nacional, 23 Huberto Batis Octavio Paz: ¿Águila o sol?, 24 José Francisco Conde Ortega Correspondencias entre Reyes y Paz. Un epistolario, 29 Ramón Castillo El mundo cambia si dos se forman, 33 Jesús Vicente García
Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma
ménades y meninas
Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector
Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiii, vol. i, época v, núm 2 • marzo 2014. Revista mensual de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Portada Bernard Diederich/Timepix/Time Life Pictures/Getty Images diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor responsable: Bernardo Ruiz. ISSN 0185-4275. Precio por ejemplar: $60.00; franqueo pagado, publicación periódica. Permiso número 0360681. Características: 238261212; autorizado por Sepomex. Certificados de licitud de título y contenido de la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas números 553 y 633 del 27 de junio de 1980. Casa del Tiempo es nombre registrado en la Dirección de Reservas del Instituto Nacional del Derecho de Autor. Reserva del título: 622-84. Reserva de características gráficas: 30-93. Impresión: Impresos Trece, S. de R.L. de C.V., Mar Mediterráneo 30, col. Tacuba, Delegación Miguel Hidalgo, 11410, México, D.F., tel: 5399 9932. Distribución: Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Tiraje: 1,000 ejemplares. Casa del Tiempo no responde por originales y colaboraciones no solicitados. Todos los artículos firmados son responsabilidad de sus autores; los títulos y subtítulos de la mesa de redacción. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de la publicación sin autorización de la UAM.
El silencio y la palabra. Octavio Paz, Luis Barragán y el premio Pritzker, 37 Jorge Vázquez Ángeles Octavio Paz: el privilegio del arte, 43 Miguel Ángel Muñoz Integración plástica en México II, 49 Antonio Toca Fernández
40 + 10 Gillermo Arriaga, el bailarín, 54 Adriana Malvido Guillermo Arriaga. Una tarde con Rafael Coronel, 57 Sofía Gamboa Duarte
antes y después del Hubble Roger Bartra, traductor, 60 Jaime Labastida Espectros, íncubos y súcubos, 63 Jaime Augusto Shelley International Standard Book Number, 66 Paul Jaubert
Francotiradores Los himnos están por escribirse, 68 Llamil Mena Brito Intervenciones, 71 Mateo Pizarro
Colaboradores, 72
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Poemas
Octavio Paz (1914-1998) FotografĂa: Keystone-France/Gamma-Keystone via Getty Images
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Elegía interrumpida Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. Al primer muerto nunca lo olvidamos, aunque muera de rayo, tan aprisa que no alcance la cama ni los óleos. Oigo el bastón que duda en un peldaño, el cuerpo que se afianza en un suspiro, la puerta que se abre, el muerto que entra. De una puerta a morir hay poco espacio y apenas queda tiempo de sentarse, alzar la cara, ver la hora y enterarse: las ocho y cuarto. Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. La que murió noche tras noche y era una larga despedida, un tren que nunca parte, su agonía. Codicia de la boca al hilo de un suspiro suspendida, ojos que no se cierran y hacen señas y vagan de la lámpara a mis ojos, fija mirada que se abraza a otra, ajena, que se asfixia en el abrazo y al fin se escapa y ve desde la orilla cómo se hunde y pierde cuerpo el alma y no encuentra unos ojos a que asirse... ¿Y me invitó a morir esa mirada? Quizá morimos sólo porque nadie quiere morirse con nosotros, nadie quiere mirarnos a los ojos.
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Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. Al que se fue por unas horas y nadie sabe en qué silencio entró. De sobremesa, cada noche, la pausa sin color que da al vacío o la frase sin fin que cuelga a medias del hilo de la araña del silencio abren un corredor para el que vuelve: suenan sus pasos, sube, se detiene... Y alguien entre nosotros se levanta y cierra bien la puerta. Pero él, allá del otro lado, insiste. Acecha en cada hueco, en los repliegues, vaga entre los bostezos, las afueras. Aunque cerremos puertas, él insiste. Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. Rostros perdidos en mi frente, rostros sin ojos, ojos fijos, vaciados, ¿busco en ellos acaso mi secreto, el dios de sangre que mi sangre mueve, el dios de yelo, el dios que me devora? Su silencio es espejo de mi vida, en mi vida su muerte se prolonga: soy el error final de sus errores. Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. El pensamiento disipado, el acto disipado, los nombres esparcidos (lagunas, zonas nulas, hoyos que escarba terca la memoria), la dispersión de los encuentros, torre de marfil |
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el yo, su guiño abstracto, compartido siempre por otro (el mismo) yo, las iras, el deseo y sus máscaras, la víbora enterrada, las lentas erosiones, la espera, el miedo, el acto y su reverso: en mí se obstinan, piden comer el pan, la fruta, el cuerpo, beber el agua que les fue negada. Pero no hay agua ya, todo está seco, no sabe el pan, la fruta amarga, amor domesticado, masticado, en jaulas de barrotes invisibles mono onanista y perra amaestrada, lo que devoras te devora, tu víctima también es tu verdugo. Montón de días muertos, arrugados periódicos, y noches descorchadas y amaneceres, corbata, nudo corredizo: “saluda al sol, araña, no seas rencorosa...” Es un desierto circular el mundo, el cielo está cerrado y el infierno vacío.
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Bajo tu clara sombra i Bajo tu clara sombra vivo como la llama al aire, en tenso aprendizaje de lucero
ii Tengo que hablaros de ella. Suscita fuentes en el día, puebla de mármoles la noche. La huella de su pie es el centro visible de la tierra, la frontera del mundo, sitio sutil, encadenado y libre; discípula de pájaros y nubes hace girar al cielo; su voz, alba terrestre, nos anuncia el rescate de las aguas, el regreso del fuego, la vuelta de la espiga, las primeras palabras de los árboles, la blanca monarquía de las alas. No vio nacer al mundo, mas se enciende su sangre cada noche con la sangre nocturna de las cosas y en su latir reanuda el son de las mareas
que alzan las orillas del planeta, un pasado de agua y de silencio y las primeras formas de la materia fértil. Tengo que hablaros de ella: de un metal escondido, de una hierba sedienta, del silencio compacto de un arbusto; del ímpetu invisible que hace crecer las cosas, de lo que sólo vive como sangre y aliento. Del silencio del mundo, del tumulto del mundo. Tengo que hablaros de ella… Un día seré digno y mis labios dirán esta noble ignorancia esta su fresca costumbre de ser simple tormenta, rama tierna.
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iii Mira el poder del mundo, mira el poder del polvo, mira el agua. Mira los fresnos en callado círculo, toca su reino de silencio y savia, toca su piel de sol y lluvia y tiempo, mira sus verdes ramas cara al cielo, oye cantar sus hojas como agua. Mira después la nube, anclada en el espacio sin mareas, alta espuma visible de celestes corrientes invisibles. Mira el poder del mundo, mira su forma tensa, su hermosura inconsciente, luminosa. Toca mi piel, de barro, de diamante, oye mi voz en fuentes subterráneas, mira mi boca en esa lluvia oscura, mi sexo en esa brusca sacudida con que desnuda el aire los jardines. Toca tu desnudez en la del agua, desnúdate de ti, llueve en ti misma, mira tus piernas como dos arroyos, mira tu cuerpo como un largo río, son dos islas gemelas tus dos pechos, en la noche tu sexo es una estrella, alba, luz rosa entre dos mundos ciegos, mar profundo que duerme entre dos mares. Mira el poder del mundo: reconócete ya, al reconocerme.
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iv Un cuerpo, un cuerpo solo, un sólo cuerpo un cuerpo como día derramado y noche devorada; la luz, la luz, henchido río que navega perdido sin asir una orilla, la luz de unos cabellos que no apaciguan nunca la sombra de mi tacto; una garganta, un vientre que amanece como el mar que se enciende cuando toca la frente de la aurora; unos tobillos, puentes del verano; unos muslos nocturnos que se hunden en la música verde de la tarde; un pecho que se alza y arrasa las espumas; un cuello, sólo un cuello, unas manos tan sólo, unas palabras lentas que descienden como arena caída en otra arena.... Esto que se me escapa, agua y delicia obscura, mar naciendo o muriendo; estos labios y dientes, estos ojos hambrientos, me desnudan de mí y su furiosa gracia me levanta hasta los quietos cielos donde vibra el instante; la cima de los besos, la plenitud del mundo y de sus formas. torre de marfil |
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v Deja que una vez más te nombre, tierra, y que mi lengua sepa a tu ausencia. Mi tacto se prolonga en el tuyo sediento, largo, vibrante río que no termina nunca, navegado por hojas digitales, lentas bajo tu espeso sueño verde. Atado a este cuerpo sin retorno te amo, polvo mío, ámbito necesario de mi aliento, ceniza de mis huesos, ceniza de los huesos de mi estirpe. En tu roca me planto, a tu roca confío aquello que me invade y aquello que conquisto: mi cuerpo, que me fija y en sus huesos limita mi destino, y el cuerpo que se abre y en su tímida gracia me sostiene. Tibia mujer de somnolientos ríos, mi pabellón de pájaros y peces, mi paloma de tierra, de leche endurecida, mi pan, mi sal, mi muerte, mi almohada de sangre: en un amor más vasto te sepulto.
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Sepulto todo, tierra, en tu fuego lo hundo alegremente: tu misma esencia fiera hostiga cada pulso. Una vez más, sedienta tierra, canto; canto de nuevo, siempre, desnudo como tú, ciñendo una cintura, canto, cantamos bajo tus anchas manos que nos llueven, como dos hierbas puras, como un árbol azul, tal una sola flor que te resiste.
Seven P.M. En filas ordenadas regresamos y cada noche, cada noche, mientras hacemos el camino, el breve infierno de la espera y el espectro que vierte en el oído: “¿No tienes sangre ya? ¿Por qué te mientes? Mira los pájaros… El mundo tiene playas todavía y un barco allá te espera, siempre.” Y las piernas caminan y una roja marea inunda playas de ceniza. “Es hermosa la sangre cuando salta de ciertos cuellos blancos. Báñate en esa sangre: rojas estrellas en un cielo verde, el crimen hace dioses.” para la aurora de amarilla cresta…” Y el hombre aprieta el paso y ve la hora: aún es tiempo de alcanzar el tranvía. “Allá, del otro lado, yacen las islas prometidas. Danzan los árboles de música vestidos, se mecen las naranjas en las ramas y las granadas abren sus entrañas y se desgranan en la yerba,
Y los labios sonríen y saludan a otros condenados solitarios: ¿Leyó usted los periódicos? “¿No dijo que era el Pan y que era el Vino? ¿No dijo que era el Agua? Cuerpos dorados como el pan dorado y el vino de labios morados y el agua, desnudez…” Y el hombre aprieta el paso y al tiempo justo de llegar a tiempo doblan la esquina, puntuales, Dios y el tranvía.
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El mismo tiempo No es el viento no son los pasos sonámbulos del agua entre las casas petrificadas y los árboles a lo largo de la noche rojiza no es el mar subiendo las escaleras Todo está quieto reposa el mundo natural Es la ciudad en torno de su sombra buscando siempre buscándose perdida en su propia inmensidad sin alcanzarse nunca ni poder salir de sí misma Cierro los ojos y veo pasar los autos se encienden y apagan y encienden se apagan no sé adónde van Todos vamos a morir ¿sabemos algo más? En una banca un viejo habla solo ¿Con quién hablamos al hablar a solas? Olvidó su pasado no tocará el futuro No sabe quién es está vivo en mitad de la noche habla para oírse Junto a la verja se abraza una pareja ella ríe y pregunta algo su pregunta sube y se abre en lo alto A esta hora el cielo no tiene una sola arruga
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caen tres hojas de un árbol alguien silba en la esquina en la casa de enfrente se enciende una ventana ¡Qué extraño es saberse vivo! Caminar entre la gente con el secreto a voces de estar vivo Madrugadas sin nadie en el Zócalo sólo nuestro delirio y los tranvías Tacuba Tacubaya Xochimilco San Ángel Coyoacán en la plaza más grande que la noche encendidos listos para llevarnos en la vastedad de la hora al fin del mundo Rayas negras las pértigas enhiestas de los troles contra el cielo de piedra y su moña de chispas su lengüeta de fuego brasa que perfora la noche pájaro volando silbando volando entre la sombra enmarañada de los fresnos desde San Pedro hasta Mixcoac en doble fila Bóveda verdinegra masa de húmedo silencio sobre nuestras cabezas en llamas mientras hablábamos a gritos en los tranvías rezagados atravesando los suburbios con un fragor de torres desgajadas Si estoy vivo camino todavía por esas mismas calles empedradas torre de marfil |
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charcos lodos de junio a septiembre zaguanes tapias altas huertas dormidas en vela sólo blanco morado blanco el olor de las flores impalpables racimos En la tiniebla un farol casi vivo contra la pared yerta Un perro ladra preguntas a la noche No es nadie el viento ha entrado en la arboleda Nubes nubes gestación y ruina y más nubes templos caídos nuevas dinastías escollos y desastres en el cielo Mar de arriba nubes del altiplano ¿dónde está el otro mar? Maestras de los ojos
nubes arquitectos de silencio Y de pronto sin más porque sí llegaba la palabra alabastro esbelta transparencia no llamada Dijiste haré música con ella castillos de sílabas No hiciste nada Alabastro sin flor ni aroma tallo sin sangre ni savia blancura cortada garganta sólo garganta
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canto sin pies ni cabeza Hoy estoy vivo y sin nostalgia la noche fluye la ciudad fluye yo escribo sobre la página que fluye transcurro con las palabras que transcurren Conmigo no empezó el mundo no ha de acabar conmigo Soy un latido en el río de latidos Hace veinte años me dijo Vasconcelos “Dedíquese a la filosofía Vida no da defiende de la muerte” Y Ortega y Gasset en un bar sobre el Ródano “Aprenda el alemán y póngase a pensar olvide lo demás” Yo no escribo para matar al tiempo ni para revivirlo escribo para que me viva y reviva Hoy en la tarde desde un puente vi al sol entrar en las aguas del río Todo estaba en llamas ardían las estatuas las casas los pórticos En los jardines racimos femeninos lingotes de luz líquida frescura de vasijas solares Un follaje de chispas la alameda el agua horizontal inmóvil bajo los cielos y los mundos incendiados Cada gota de agua un ojo fijo el peso de la enorme hermosura torre de marfil |
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sobre cada pupila abierta Realidad suspendida en el tallo del tiempo la belleza no pesa Reflejo sosegado tiempo y belleza son lo mismo luz y agua Mirada que sostiene a la hermosura tiempo que se embelesa en la mirada mundo sin peso si el hombre pesa ¿no basta la hermosura? No sé nada Sé lo que sobra no lo que basta La ignorancia es ardua como la belleza un día sabré menos y abriré los ojos Tal vez no pasa el tiempo pasan imágenes de tiempo si no vuelven las horas vuelven las presencias En esta vida hay otra vida la higuera aquella volverá esta noche esta noche regresan otras noches Mientras escribo oigo pasar el río no éste aquel que es éste Vaivén de momentos y visiones el mirlo está sobre la piedra gris en un claro de marzo negro centro de claridades
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No lo maravilloso presentido la presencia sin más No es la memoria
lo presente sentido
nada más pleno colmado
nada pensado ni querido No son las mismas horas otras son otras siempre y son la misma entran y nos expulsan de nosotros con nuestros ojos ven lo que no ven los ojos Dentro del tiempo hay otro tiempo quieto sin horas ni peso ni sombra sin pasado o futuro sólo vivo como el viejo del banco unimismado idéntico perpetuo Nunca lo vemos Es la transparencia
Procedencia de los poemas: “Elegía interrumpida” y “Seven P.M.” de Puerta condenada; “Bajo tu clara sombra” de Libertad bajo palabra; y “El mismo tiempo” de Días hábiles.
Casa del tiempo agradece a la señora Marie Jo Paz el permiso para reproducir estos poemas.
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Un joven escritor lee a Octavio Paz Hay libros que podrían eliminarse de la literatura de un país sin perturbarla; y hay libros cuya desaparición desataría una catástrofe, pues otros posteriores se desvanecerían por decenas. Libros así son puntos de convergencia: a ellos acuden líneas de fuerza del pasado, de otras lenguas y otros campos de conocimiento; de ellos parten energías que —ya por emulación, ya por repulsa— se ramifican en el tiempo. Más de un libro de Octavio Paz es de esa índole. En su lírica de madurez, Paz arrastra al lector a un estado de fascinación desarmante no sólo ante el texto, sino ante el mundo (“todo es dios”); hechizo, ensalmo —términos del pensamiento mágico— no le son ajenos; piezas como “Piedra de sol” literalmente encantan —hipnotizan—; parecen, además, reiteraciones en acto de la máxima de Keats, “La belleza es verdad, verdad la belleza”, que uno se ve tentado a suscribir sin más. Un reproche recurrente al Paz poeta es que, a consecuencia de un vuelco ideológico, se alejó de las cuitas y pendencias del común de los mortales para encaminarse hacia una suerte de locus amoenus trascendente. (Él enmendaría: “no ideológico: moral.” Sus adversarios responderían que una cosa es el Gulag y otra la Revolución de Octubre. Seguiría una zacapela). La decisión de desde dónde y para quién se escribe no es menor ni excusable. Empero, estoy convencido de que no puede juzgarse una obra más que en sus propios términos; de acuerdo con ellos, Paz, el poeta, hizo lo que tenía que hacer. Un poeta romántico no sigue otra bandera que la de su voz; y la más potente y arrebatada del romántico Paz es la que se exalta en lo luminoso y lo inasible. El tránsito hacia esa voz, anunciada en Bajo tu clara sombra, puede seguirse desde allí hasta un libro clave, La estación violenta. Tres de las cuatro piezas aquí presentadas corresponden al periodo primero de la búsqueda que Paz se impuso: “Bajo tu clara sombra” (1935-1944); de Puerta condenada (1938-1946), “Seven P.M.” y “Elegía interrumpida”. “El mismo tiempo”, texto de madurez, es el cierre de Días hábiles (1958-1961). En “Bajo tu clara sombra” encontramos en germen otro desacuerdo entre el poeta y sus antagonistas: no es fácil aceptar este trascendentalismo erótico; la busca de lo incorpóreo en lo (über) corpóreo y la simultaneidad de ambos, que alcanzará plenitud a partir de “Piedra de sol”. Paz se explicó en La llama doble. En —otra vez— sus propios términos, estos diálogos con la sexualidad sagrada
de la India, la metafísica isabelina o el misticismo español, se ganaron un sitio en la poesía de nuestra lengua. “Seven PM” pertenece, como casi todo Calamidades y milagros, a búsquedas de corto tiempo. Paz —en deliberación con el Modernism estadounidense— sopesa dos registros, uno lírico y arrebatado, otro contenido y cuasi prosaico, los interroga en una lección de qué significa, en poesía, el verbo “experimentar”. En “Elegía interrumpida” pesa una oscuridad que Paz domeñará y pondrá a su servicio en el futuro, con fines compositivos (“El cántaro roto”). Destaco el hallazgo vital de este texto: suspenso en la órbita de sus muertos, dice: “en mi vida su muerte se prolonga: / soy el error final de sus errores.” Eso es el limbo: “el cielo está cerrado y el infierno vacío.” En “El mismo tiempo”, mediante procedimientos arduamente alcanzados, vemos desplegarse lo sincrónico, tan caro a Paz, la paradoja conciliada, la conciencia de la muerte, la epifanía de no saber; ello, a su vez, permite experimentar “No lo maravilloso presentido / lo presente sentido”, que conduce a una plenitud que no es sino transparencia. Paz fue el primero en señalar la lentitud de su crecimiento poético: será hasta 1949, con Libertad bajo palabra, que sienta terreno firme bajo sus pies. Allí reside una lección suya: poeta precoz, probó y recusó por casi treinta años registros y soluciones que le eran ajenos. Lo propio reside en una intuición del tiempo y su interacción con la conciencia, una concordia entre lo trascendente y lo efímero, un panteísmo universalista; lo que Paz consiguió unir y dotar de sentido poético no estaba precisamente al alcance de la mano, fue producto de una lucha de décadas al borde de lo indecible. También de la construcción paulatina de un edificio intelectual tan lúcido y complejo como problemático. Por necesidad biológica, buena parte de las generaciones actuales se aleja a todo trapo del léxico, los procedimientos —y la postura política— de Octavio Paz; ojalá no lo hagamos también de su talante voluntarioso, de su energía y su avidez, pues el costo será desmedido. Marcadas todas las distancias, nos convendrá discernir, en ese corpus, un legado que no reside en usos retóricos que corresponden a intereses intelectuales y espirituales producto de cierta y personalísima actitud; sino en el desafío de levantar otros edificios, tan ambiciosos —y tan discutibles— como el suyo, en correr riesgos, en ir —a través de las fronteras, los años, las lenguas— por lo que no ha sido dicho y no podemos decir.
Pablo Molinet
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Octavio Paz con estudiantes de la Universidad Cornell. FotografĂa: Al Fenn// Time Life Pictures/Getty Images
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Casa del tiempo presenta esta carta de Octavio Paz a Jorge González Durán, artífice junto a Alí Chumacero, José Luis Martínez y Leopoldo Zea de esa aventura editorial llamada Tierra nueva. Aunque de breve existencia, en Tierra nueva muchos pensadores hispanoamericanos encontraron el refugio intelectual en donde “el silencio de lo inédito descubre su primera voz”. En esta epístola —generosamente cedida para Casa del tiempo por Laura y Alejandro González Durán—, el autor de Pasado en claro describe los escollos durante su estancia en Estados Unidos, en donde residió merced a una beca Guggenheim. En el texto se atisban las condiciones en las que Paz peregrinaba por las calles de California y la indecible penuria que le acarreaba la ya desde entonces ominosa burocracia mexicana. Gracias a este texto podemos acercarnos a la travesía de Paz por los Estados Unidos de 1943 a 1945. Sirva este testimonio para dar un trazo más en la compleja personalidad de uno de los escritores más trascendentales de la literatura en español.
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Q
Berkeley, abril de 1944
Sr. Don Jorge González Durán Palacio de Bellas Artes México, D.F. Querido amigo:
Hace algunos meses te escribí unas líneas, que no merecieron contestación. Como soy magnánimo te perdono. Leí en El Hijo Pródigo tus poemas: me gustó mucho la canción y así se lo escribí a Octavio Barreda. Encuentro en ella más poesía verdadera que en todos esos pretenciosos poemas que desde hace tiempo se vienen publicando en México. Hay en ella perfección fácil, hechizo y transparencia, es decir, naturalidad, única perfección a que puede aspirar un poeta. Lo otro, que también se llama “perfección”, no es sino exactitud, rigor abstracto, virtudes del que construye, no del que crea. Los sonetos me gustaron menos: los encuentro un poco indecisos —no con la indecisión de la poesía, sino, para ser más exacto, con la imprecisión de lo que no está totalmente expresado—. Me parecen, por otra parte, fragmentos. Y creo que eso son, porque ahora recuerdo que forman parte de una serie más extensa, de la que me has mostrado algunos. ¿No es así? Pero hay en tus sonetos algo que me gusta: no son joyas y pretenden ser flores. Esa debe ser, a mi juicio, la ambición del poeta: sus creaciones —¿esa es la palabra?— deben ser confundidas, al menos idealmente, con las obras de la naturaleza y no con las obras de los hombres. Por eso deben ser impersonales —como los árboles— y, al mismo tiempo, misteriosamente animadas, misteriosamente vivas. Las máquinas son muy “personales” —por decirlo así—, muy singulares y todas llevan en alguna parte el número, la marca, el nombre. Mas están vacías de verdadera personalidad. Un pino no tiene nombre, sólo vida. Pero esta carta tiene un objeto bastante más mezquino que conversar acerca de tu poesía. Hace días recibí carta de mi tía; naturalmente es desoladora: ya está enredada en el laberinto de la burocracia mexicana. Me dice que sólo ha podido cobrar la primera quincena de diciembre (los dos empleos) y el mes de febrero (la clase). ¿Y la segunda quincena de diciembre? ¿Y el mes de enero? Eso se evaporó, se hizo humo, está guardado por una montaña de papel, otra de firmas, una muralla de acuerdos y oficios, un Sahara de antesalas… Bien, allí se puede quedar. Mi tía me dice que intentas —o intentabas— obtener una beca para mí. Muchas gracias. Y que el único obstáculo es el rumor, propalado por Barreda, de que yo me llevé mucho dinero de México. ¡Qué manía nacional! Me hacen mucho honor al compararme con Hernán Cortés. Aunque los juicios de residencia han resultado ineficaces desde la época de los virreyes, quizá en el caso de un poeta —de un aprendiz de poeta— sirvan para algo. Desde que estoy aquí he recibido doscientos cuarenta dólares, de estas fuentes: parte del dinero que me dio la Comisión Nacional Bancaria (tres meses de sueldo y un mes de gratificación —al que tenía derecho—). El resto de ese dinero
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se gastó en el viaje. Educación, como sabes, sólo me ha pagado doscientos setenta y cinco pesos; y, por último, el Consulado de México me ha pagado cien dólares. Esta es otra historia: Padilla, gracias a una gestión de Valadez y Bodet, pensó que podría trabajar algunas horas en el Consulado, con un sueldo de cincuenta dólares al mes. (Empleado auxiliar: ese es mi destino, en todos los sentidos de la palabra). Desgraciadamente no he recibido el dinero de 1944; sólo he cobrado noviembre y diciembre y tengo mis sospechas de que ya no cobraré un centavo más. El género de vida que aquí lleva el Cónsul me lo hace pensar así. (El sueldo se me “paga” de los gastos extraordinarios del Consulado y el señor Cónsul los tiene en exceso). En suma, doscientos cuarenta dólares, en cuatro meses: sesenta dólares mensuales. Mi beca es de 165 (dos mil anuales); por lo tanto, he vivido con mi familia a razón de doscientos veintiocho mensuales. El sueldo medio de un obrero —y todos trabajan, el marido, la mujer y hasta la abuelita— es de trescientos dólares. Mi situación es bastante envidiable. Ya no recibiré el dinero de la Bancaria (sólo era por tres meses). Tampoco el de Educación y muy probablemente ni el del Consulado. Yo había pensado vivir con doscientos treinta y cinco dólares, es decir lo mínimo: mi beca, cincuenta del Consulado y veinte de Educación. Gustosamente prescindo del dinero de Educación: no quiero empobrecer a la Nación, además de que me parece una inmoralidad que mientras mis amigos ganan mil pesos yo pretenda, sin hacer nada,
ganar cien. No hay por qué molestar a Pellicer —al pobre el Gobierno nunca le pagó un viaje y esa es una de sus amarguras— ni menos a Torres Bodet: responderá, y con toda razón, que ya tengo bastante con los cincuenta dólares que no me paga el Cónsul —y con la pequeña obligación de pronunciar discursos en cada fiesta que organiza con una diligencia que más aprovecharían los braceros—. Olvidaba decirte el nombre del Cónsul: don Alfredo Elías Calles. Esta carta ha resultado mezquina, es cierto, olvídala y olvida también a tu amigo, que prefiere siempre leer tus poemas a tus oficios. Hace años, cuando empezaba a escribir, Novo —que aún no escribía su Diario de Entradas y Salidas— me dijo con cierta melancolía: “Me gusta lo que escribe. Ojalá se conserve puro. Y, sobre todo, no acepte empleos. Véase en mí”. Empleos, periodismo: esas son las alternativas. Shelley, por lo menos, tenía una pensión… y genio. Nosotros, ni lo uno, ni lo otro. Pero Vasconcelos dijo una vez que todos los mexicanos teníamos genio a los dieciocho años. Y, yo agrego, después tenemos empleos. Muchos empleos, tantos que ya no queremos tener uno más. Por favor, ya no gestiones nada: me basta con tu amistad y con tu olvido. Cuando te acuerdes de mí lee, si no te arredra, el menos malo de mis poemas: de esas cenizas quizá puedas rescatar una pequeña chispa. Te quiere Octavio Paz
Condolencias por la muerte de Jorge González Durán Querida Pina:
A 19 de agosto de 1986
Apenas hace dos días, por Jaime García Terrés, nos enteramos de la triste noticia. Estábamos fuera, en Buenos Aires. Anoche José Luis Martínez, al que llamé por teléfono, me contó lo sucedido y me dio tus señas. ¡Qué lejos estamos los unos de los otros! Esta terrible ciudad deshace todos los vínculos y nos aísla… Ya te imaginarás mi pena. Siempre recordaré la clara inteligencia de Jorge y su rectitud. Tú y él están unidos a un periodo de mi vida que no me será nunca fácil olvidar. Aquellos días de París —los de nuestra segunda juventud— fueron años de aprendizaje e iniciación pero también y sobre todo de amistad. Salimos en dos días hacia España, pero a mi regreso espero verte y hablar contigo. Mientras tanto, reciban tú y tus hijos las sinceras condolencias de Marie José y las mías, así como nuestro afecto. Tu amigo Octavio Paz
El ingreso de Octavio Paz a El Colegio Nacional Huberto Batis
El ingreso de Octavio Paz a El Colegio Nacional ha hecho que las nuevas generaciones invadan al máximo templo consagrado oficialmente a la inteligencia, al arte y la cultura, algunos seguramente poniendo ahí por primera vez el pie, para declarar su homenaje. Máximo poeta y ensayista, Paz ha combatido —y nos ha incitado a seguir haciéndolo en su ausencia, que no lo es tanto por su continua atención a la vida cultural de México— el más nefasto de los nacionalismos, aquel que se empeña en el suicidio cerrándose a la influencia de los logros extranjeros. Y el que los notables de la institución hayan llegado al acuerdo de invitarlo a exponer su pensamiento en su cenáculo indica que han aceptado por fin examinarlo. Todavía recuerdo el día en que, debutando en la Facultad de Filosofía y Letras en unas clases de literatura mexicana, uno de esos mismos “notables” (Antonio Castro Leal) me pidió que, al menos, no consagrara más de una hora a ponderar la poesía de Paz, sin duda leyéndome la intención de detenerme en ella. Se me ocurrió entonces, en un arranque, dedicar el curso completo a estudiar su obra, cosa que logré hacer usándolo como centro o punto de partida hacia el pasado y hacia el futuro, como polo de convergencia y aun como diáspora de los múltiples impulsos que han fecundado en la última década, desde Poesía en Voz Alta, desde El arco y la lira, a creadores, a críticos, aun a actores de todos los campos.
Paz ha sido el camino, para muchos de nosotros, en la búsqueda de una efectiva tradición literaria, hacia los clásicos y los contemporáneos, con la etapa obligada del modernismo, a la vez que nos ha indicado el posible rumbo hacia lo por venir. Con él hemos coincidido y diferido —que es una de las cualidades del diálogo que con él es gusto entablar—. Conciencia lúcida, nos ha hecho digerir el surrealismo, la mejor poesía neoclásica en lengua inglesa, el orientalismo zenbudista, y ahora se empeñará en poner al día nuestra información sobre el cada vez mayor influjo de las recientes ciencias etnológicas, representadas por Claude Lévy-Strauss, sobre los esquemas y estructuras del mito en la cultura universal. Frecuentemente se acusa a los jóvenes —que en sus libros, en su correspondencia se han encontrado— de contentarse con hacer poesía como Octavio Paz y de aplicar sus categorías analíticas. Lo que no se dice es que esas categorías no son de Octavio Paz, sino de la Intelligentsia del mundo, o que sus hallazgos poéticos son de vanguardia; es decir, que con Paz quieren los jóvenes ser universales, lo cual será la mejor manera de ser también de este país cuando el México xenófobo empiece a dejar de serlo. Por eso acepta Octavio Paz la capa de mandarín, porque los jóvenes aceptan su distinción y su magisterio, para seguir demandándoselo. La Cultura en México. Siempre!, 16 de agosto de 1967
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Octavio Paz:
¿Águila o sol? 24 | casa del tiempo
Fotografía: Pepe Franco/Cover/Getty Images
José Francisco Conde Ortega
En 1951 aparece ¿Águila o sol? Ese mismo año José Moreno Villa publica un certero presagio: la mano y algunas muestras atestiguaban que Octavio Paz Lozano tenía como destino ser un gran poeta. Moreno Villa no se equivocó; y creo, asimismo, que no sería aventurado afirmar que ¿Águila o sol?, dentro de la obra poética del autor de La estación violenta, se encuentra exactamente a la mitad del camino. Estéticamente es el reconocimiento de influencias y el despegue; y, poéticamente, el encuentro definitivo con una forma de expresión intransferible y única; pero, además, el libro significa, también, la conciencia de todo ello. Finalmente, considerando obsesiones y constancias, implica la fijación de un Arte Poética. Antes de ¿Águila o sol? habían aparecido estas “muestras” a las que hizo referencia Moreno Villa: Luna silvestre, No pasarán, Entre la piedra y la flor, A la orilla del mundo, Raíz del hombre, Bajo tu clara sombra y Libertad bajo palabra (en 1960 hay una edición con ese título, que incluye casi todo lo publicado hasta entonces). Después la lista parece interminable: Salamandra, Ladera Este, Blanco, Árbol adentro, Primeras letras… Vasta obra poética que no sería posible entender sin la otra vertiente de Paz —sin mencionar su actividad como traductor—, en muchos sentidos complementaria. Sus ensayos sobre literatura y política completan una visión del mundo en relación con la Palabra, cuya dimensión esclarece y finca con ¿Águila o sol? Este año se cumple el primer centenario de su nacimiento. Y del mismo modo que cuando recibió el premio Nobel de Literatura, mucha tinta se ha gastado para cuestionar —por sus relaciones con el poder— o loar irreflexivamente la obra paciana. Una tercera posición ha intentado un deslinde: separar por un lado al poeta y, por otro, al ensayista político. Es posible que no carezca de sentido común este hecho. Hay quien defiende la poesía de Octavio Paz sin dejar de sentir un profundo rechazo por su sesgada lectura del país en relación con los acontecimientos internacionales.
Sin embargo, creo que sería, cuando menos injusto, escindir una obra que ha intentado reflejar los avatares de una vida. La lectura de los textos de Paz lo muestra como un autor múltiple y diverso. Y una obra puede ser —aunque no en todos los casos— una carta de navegación que registra correcciones, altos, retrocesos y desviaciones; además, una obra tan vasta no puede pasar completa a la posteridad ni recibir el beneplácito de todos. El lector va seleccionando los textos que lo involucran con el autor. Es posible que los lectores de “Himno entre ruinas” o “Piedra de sol”, por ejemplo, sean una mayoría exigente que pudiera, también, deslumbrarse con las opiniones que se encuentran en los ensayos sobre literatura, pero leer con desagrado los libros sobre asuntos políticos, los que —es una impresión— parecen ser poco frecuentados, aun por sus panegiristas. Una posibilidad de lectura de la obra de Paz para intentar acercarse a su comprensión radica en ¿Águila o sol? Arriba se dijo que es el libro que se encuentra a la mitad del camino poético del autor de El laberinto de la soledad. Es un libro que se halla en medio por tres razones. Las dos primeras ya están enunciadas en el primer párrafo de este texto —el reconocimiento de influencias y la conciencia del despegue— y prefiguran la creación de su Arte Poética; la tercera razón es la que inserta al libro en la tradición de la poesía universal a partir del desarrollo de un método de conocimiento poético. Octavio Paz, conocedor de la tradición de la poesía en español —¿no es, acaso, su bandera crítica la tradición de la ruptura o la ruptura de la tradición: el movimiento?— concibe ¿Águila o sol?, hasta sus últimas consecuencias, como los místicos españoles concibieron su esfuerzo poético hacia la unión con Dios: la Mística. San Juan de la Cruz y la santa de Ávila buscaron la unión con Dios. Las moradas —y la vida—, “Llama de amor viva”, “Noche oscura del alma” y “Subida al Monte Carmelo” son el trabajo, el descubrimiento y la unión final con la divinidad. Octavio Paz busca el
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enlace definitivo con la Poesía. Las tres partes de su libro siguen las vías de la mística para ese propósito: la purgativa, la iluminativa y la unitiva. Los españoles confirman la realidad de una circunstancia histórica: España es la dueña —espiritual y físicamente— del mundo conocido. El mexicano busca reafirmar la aventura estética de los modernistas: América no sólo se independizó políticamente de Europa, sino que el español americano pudo ofrecer experiencias poéticas renovadas y originales. Como ya se dijo, las tres partes de ¿Águila o sol?, sin duda, corresponden a las tres vías del conocimiento místico. En cada una de ellas el poeta va recorriendo el camino que lo llevará a encontrarse con la Poesía. Por otra parte, es sintomático que el libro esté escrito en prosa. Es decir, la prosa poética que fluye libremente para que cada palabra tenga su propio peso, sin las ataduras de la forma. Un poco como el libro de la vida de santa Teresa o los comentarios de san Juan a sus propios poemas. La primera parte de ¿Águila o sol? se titula “Trabajos forzados” y corresponde a la vía purgativa. Es el momento del castigo, de la purificación, del abandono de lo accesorio para poder llegar a lo esencial. Y qué mayor castigo puede infligirse un poeta que reconocer sus influencias. Hasta antes de este libro, las otras colecciones de poemas de Paz conquistaron muchas simpatías, y aún en estos días hay quien prefiere su frescura y su calor de humanidad. En ellos se pueden advertir influencias, sobre todo de la poesía en español: la “soledad sonora” de Juan de Yépez, la disciplina genial de Góngora y Quevedo, la modernidad de Garcilaso, la apropiación del surrealismo de Alberti, Gerardo Diego y Jorge Guillén, la libertad en la imagen de Vicente Huidobro, Macedonio Fernández y Mariano Brull… acaso el siempre impredecible Juan Ramón Jiménez. “Trabajos forzados” plantea una manera de castigarse con la palabra. Encontrarla de pronto, reponerse de la sorpresa y tirar “desesperadamente de esas hebras
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que se alargaban hacia el infinito…” Después dice el poeta: “Me quedé solo en mitad de la calle, con una pluma roja entre las manos amoratadas.” Quizás sea una manera de decir que el “ruido está lleno de silencios”, para buscar “un solo verso inmenso, hecho nada más de una sílaba, que rim(e) con el golpe de mi corazón.” Es decir, castigarse con el reconocimiento de los “otros ruidos”; pero saber escuchar la Palabra por la que puede juzgarse la vida. Finalmente romper los lazos con el lenguaje —“ese cordón umbilical que nos ata al abominable vientre rumiante”— para volver a crearlo, para volver a afianzarse en el mundo. Tal vez la parte más dolorosa de esa purgación sea reconocer que “los cantos que no dije, los cantos del arenal, los dice el viento de una sola vez, en una sola frase interminable, sin principio, sin fin y sin sentido.” Es decir, sentir el dolor de asomarse al abismo y no estar seguro de querer retroceder. Mejor: pensar que ese abismo es el último sacrificio para llegar a la iluminación en el “grito, surtidor de plumas de fuego, herida resonante y vasta como el desprendimiento de un planeta del cuerpo de una estrella, oh caída infinita en un cielo de ecos, en un cielo de espejos que te repiten y destrozan y te vuelven innumerable, infinito y anónimo.” Y listo ya el poeta, después del sacrificio viene la luz que comienza a delinear los contornos de la Palabra a la que se quiere llegar. “Arenas movedizas” se titula la segunda parte del libro. Y ésta puede identificarse con la vía iluminativa. Cuando ha pasado el proceso de expiación o aprendizaje, se avizora el territorio por conquistar. La parte más difícil se ha cumplido; sin ella no habría sido posible la contemplación y el ajuste de cuentas. Durante la unión, san Juan de la Cruz entróse donde no sabía y quedóse no sabiendo. Octavio Paz entra a un terreno ya reconocible. Entiende sus influencias, sus “otros ruidos” y descubre que las que han permanecido en él son voces americanas. Creo que no es aventurado afirmar que Borges, Macedonio Fernández y Neruda se advierten en los textos de este apartado.
Los textos de “Arenas movedizas” se mueven en un ambiente largamente frecuentado por el autor de Ficciones. La eterna encrucijada con el otro y el anhelo de interpretación metafísica invaden los textos de Paz. Asimismo, la soltura del manejo de la ironía con lo cotidiano, tan cara a Borges, se deja ver sin pudores. Y, desde luego, la irrupción de lo inaudito, como en Macedonio Fernández, confiere la sorpresa en la selección de vocablos para que el texto se proponga inclasificable. Aunque también, en algunos momentos —particularmente en “Mi vida con la ola”—, las páginas pacianas se pueblan de veleros, muelles y caracolas marinas; así la del chileno —como las otras— es una voz que va adquiriendo matices particulares. En efecto, Paz sabe que se mueve en un terreno en el que tiene que probar sus fuerzas. Vislumbra el camino —lo conoce—, pero se prepara para entrar en él sin posibilidad de retorno en derrota. Por eso se notan más las voces, pero ya son voces en un código distinto: español de México. El poeta ha confirmado que la patria del escritor es su lengua. Pero también sabe que las modalidades del idioma determinan una visión del mundo y una ideología. De muchos modos, el poeta fue decantando las voces que le fueron desbrozando el camino; y estas voces son, fundamentalmente, de la poesía en español. La influencia francesa fue posterior. Ahora bien, con la parte del lenguaje que le corresponde para construir su universo de signos, Octavio Paz se considera suficientemente armado para ingresar al otro estadio de su proyecto: el de la unión con la Palabra. La palabra ya intransferible, tocada con todos los matices del idioma, pero única e irrepetible, la que distingue a un poeta de otro; la que señala al Poeta. La tercera parte del libro es la que le da título. Y de acuerdo con lo antedicho, corresponde a la vía unitiva. Ya en ésta el poeta se siente completamente seguro de sus armas y crea su discurso de la única manera posible: con el dominio de la Palabra por el que preparó el camino. Y es cierto, los textos de esta última parte, sintáctica y semánticamente, no se parecen a los otros. Son poemas en los que Octavio Paz se construye un universo para sí mismo. Y está consciente de ello. Como el poeta náhuatl que regresa del reino de la poesía para enseñar a sus cofrades, Paz siente que logra la unión definitiva con el mundo de lo inefable. Uno de los textos de este apartado —“Salida”— es posiblemente uno de los poemas más bellos en lengua
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española. De éste, dos citas podrían resumir ese sentimiento de plenitud en que se instala el poeta. En primer lugar el cambio de fórmula de los místicos. Para ellos, en este momento, lo importante era perderse para ganar otra voluntad –—la divina—; para Paz es reencontrarse para ganar el dominio de la Palabra: “Al cabo de tanta vigilia, de tanto roer silogismos, de habitar ruinas y razones en ruinas, salgo al aire.” Después de eso, del dominio y de la unión viene la ofrenda. No se puede dar lo que no se tiene. Por eso el poeta sí ofrece lo que ha logrado conquistar: “Ven, amor mío, ven, a cortar relámpagos en el jardín nocturno. Toma este ramo de centellas azules. Ven a arrancar conmigo unas cuantas horas incandescentes a este bloque de tiempo petrificado, única herencia que nos dejaron nuestros padres”. Punto final del poeta que “merece lo que sueña”. Punto final de una lucha por conquistar la Palabra. ¿Águila o sol? es un libro central en la obra de Octavio Paz. A partir de allí pueden entenderse muchas de sus actitudes. Sus compañeros de generación lo recuerdan como alguien que caminaba más de prisa. Efraín Huerta reconoció que su “hora”, la de gran poeta, había sonado siempre, pero que olvidaba aspectos importantes de la vida, como su propia producción inicial, sobre todo No pasarán. Después de ¿Águila o sol? Octavio Paz sólo publicó otro gran libro de poemas: La estación violenta, que contiene algunos de los poemas mayores de la poesía en español. No es poca cosa. A partir de allí, sólo algunos poemas notables que, si bien han calado en la crítica,
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no han sido recibidos con igual fortuna por el grueso de los lectores, siempre más celosos con sus preferencias. Y es, desde luego, indispensable referirse a su figura pública. La soberbia necesaria del poeta para conquistar universos de palabras la llevó al aspecto humano. Como figura pública dejó qué desear. No se le conocen rasgos de generosidad con los jóvenes, por ejemplo, y sí un cúmulo de intereses que conspiran contra su obra. De hecho es más famoso que leído; y sus nexos con Televisa y sus apologías de los gringos lo tuvieron siempre en primera plana, pero discutido. Su dominio de la poesía lo condujo a sentirse portavoz de lo mexicano. Y como su prosa es deslumbrante —“es poeta hasta cuando escribe poesía”, dijo Elías Nandino—, el sofisma enmascara realidades. Sin embargo, parece obvio decirlo, es una de las figuras centrales de nuestra historia literaria. Su lectura y análisis constituyen una necesidad de primer orden. Puede ser discutido, pero no negado. Los turiferarios le hacen poco favor. La intensidad del incienso no deja ver la real dimensión del poeta. Ahora se presenta una nueva —y buena—oportunidad para leerlo. La soberbia necesaria impresa en ¿Águila o sol? —“el poeta es un pequeño Dios”, escribió Huidobro— puede ser un buen punto de referencia. En este libro confirmó sus posibilidades como poeta; y en él supo también que “todo poema se cumple a expensas del poeta.” Ciudad Nezahualcóyotl-uam-Azcapotzalco, invierno de 2014.
Correspondencias entre
Reyes y Paz Un epistolario Ramรณn Castillo profanos y grafiteros |
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Aunque se pretenda disociar los términos de vida y obra al leer a un escritor es ineludible verificar que ambos términos son consustanciales, puentes tendidos entre una misma y prolongada orilla. El hacer y el existir son espejos que reflectan una cadena interminable donde lo uno persigue, simula, emula y transforma a lo otro que, en última instancia, se vuelve lo mismo. Viene al caso aludir a esto porque hay autores cuya tensión entre lo escrito y lo vivido es una pieza clave de su cosmovisión. Octavio Paz, sin duda, debe leerse a partir de esta certeza. Bajo dicha lógica, existen dos vertientes cuya lectura es iluminadora cuando se pretende el acercamiento a un autor como Paz, figura cuya sombra aún desconcierta, resulta atractiva y polémica, vivaz o repelente. Estas dos vetas son, por un lado, la convivencia y entendimiento con su época, la viveza de su espíritu cosmopolita y contemporáneo; y, por el otro, la constancia autobiográfica en buena parte de su producción literaria. La vastedad del opus paciano obliga que estas líneas se circunscriban a un territorio modesto, pero cuya significación, por los nombres y hechos de quienes intervienen, presume dimensiones notables. Hablo de la correspondencia que el autor de ¿Águila o sol? mantuvo con Alfonso Reyes durante poco más de dos décadas. Editada por el Fondo de Cultura Económica y la Fundación Octavio Paz en el año 1998, las cartas enviadas entre dos de las figuras centrales de las letras mexicanas destaca por la sencillez de su prosa, la auténtica cercanía que se percibe en las misivas, pero aún de manera más destacada, como dice Anthony Stanton —editor del volumen—, la admiración, respeto y confidencia del más joven ante el escritor más experimentado. La progresión temporal en efecto permite observar el crecimiento de Paz, sus proyectos, la concreción de algunos volúmenes representativos y, de manera especial, su enorme deuda con un Reyes generoso, comprensivo e incluso paternal. El año 1939 marca el inicio de la correspondencia aunque, obviamente, no el de su relación. Paz tiene veinticinco años, Reyes le dobla la edad. Más tarde, el
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joven Octavio sale de la ciudad de México y comienza un periodo fuera del país en el cual las misivas entre ambos escritores serán cada vez más frecuentes y nutridas, sobre todo por parte de Paz. La carrera diplomática del Nobel comienza en 1945 y se prolonga hasta el nefasto año de 1968. Ambos autores comparten, en su respectiva juventud, la experiencia de ser servidores públicos al pasar por el servicio diplomático, la élite dentro del aparato estatal. Y si bien Octavio Paz narra que tras ser removido de la delegación en París, Francia, y asignado primero a la India, luego a Japón y Suiza, las condiciones en que vivió fueron no solo precarias sino hasta marcadas por cierta mezquindad contra él, llama la atención que no se extienda nunca sobre su paso por el gobierno. De vez en cuando confiesa algunas situaciones, pero el tono con el que se dirige a Reyes parece ser en todo momento el utilizado con un maestro, ocasionalmente un colega, pero siempre con un consejero intelectual y estético. Buena parte de su correspondencia se realizó cuando Paz estuvo fuera del país, y gracias a ello es que las misivas resultan más nítidas y concretas, su valor se aquilata por el peso de sus confidencias casi siempre volcadas a la experiencia literaria. A partir de estas comunicaciones, en apariencia reducidas al intercambio de ideas estéticas y la formalidad de un trato cordial, es posible adivinar un fragmento de la dimensión humana dadivosa de Alfonso Reyes, de quien Paz dice, repitiendo las palabras de Elena Garro: “No sé —me decía mi mujer— si los mexicanos nos damos cuenta de lo que representa Alfonso Reyes y de la suerte que tenemos al poder leerlo en español”. En efecto, el centauro mexicano no sólo es guía para los escritores más jóvenes, sino que también apuesta por la institucionalización de la cultura, la educación y hasta del mecenazgo mediante el Colegio de México. Juan José Arreola, Luis Cardoza y Aragón, Luis Cernuda, Alí Chumacero, Augusto Monterroso, Juan Rulfo, Antonio Montes de Oca, Alejandro Rossi y Tomás Segovia fueron, como indica Stanton, sólo algunos de los muchos escritores que se vieron beneficiados por las
becas que Reyes, en su calidad de Presidente de la institución, facilitó para el mejor desarrollo de sus obras. Se constata, asimismo, a lo largo de la correspondencia que la figura de don Alfonso es fundamental para la publicación de Libertad bajo palabra, El laberinto de la Soledad y ¿Águila o sol? Veinte años después de la primera carta, Octavio Paz se encuentra de nuevo en París, es diciembre de 1959 cuando un telegrama le avisa que Reyes murió. Llevaba tiempo enfermo y las comunicaciones entre ambos eran escasas. Don Alfonso le escribe por última vez a Paz el 28 de agosto. En dicha epístola, Reyes confiesa su tristeza por la enfermedad en unas cuantas, lacónicas y tristes líneas. Se sabe viejo y cansado, reconoce la inminencia de la muerte, pero no trasluce mucho más, pues su talante se lo impide. Octavio Paz responde con dos cartas, en la segunda, fechada el 25 de septiembre, consigna el envío de unas revistas literarias que Reyes había solicitado, se disculpa por “el estilo telegráfico” y sugiere que en cuanto tenga más tiempo le escribirá “más largo”. Esas fueron las últimas palabras entre ellos. Pero la comunicación no termina ahí, puesto que la literatura, entre sus muchas virtudes, suscita perspicaces diálogos sin mediar tiempo ni espacio. Tras el fallecimiento de Reyes, Octavio Paz escribe el ensayo El jinete del aire, una elegante y sentida despedida a su amigo. El texto es, no podía ser de otra forma, un análisis de algunas de las mejores páginas del autor de Ifigenia cruel, pero, contrariando el que quizá habría sido el deseo de Reyes, Paz en momentos hace a un lado el tema meramente literario para avocarse a hablar del hombre. De su maestro dice: “Tachado de tibieza en la vida pública, algunos señalan que en ocasiones su carácter no estuvo a la altura de su talento y de las circunstancias. Es verdad. Pero si es cierto que a veces calló, también lo es que nunca gritó como muchos de sus contemporáneos. Si no sufrió persecución, tampoco persiguió a nadie. No fue hombre de partido; no lo fascinó el número ni la fuerza; no creyó en los jefes; no publicó
adhesiones ruidosas; no renegó de su pasado, de su pensamiento y de su obra; no se confesó; no practicó la ‘autocrítica’; no se convirtió. Y así, sus indecisiones y hasta sus debilidades —porque las tuvo— se convirtieron en fortaleza y alimentaron su libertad”. Sus palabras son de admiración y respeto, pero también reconocedoras del carácter particular de Reyes, sin embargo, medita con justicia sobre sus virtudes, que en mucho superaron la flaqueza de otros aspectos; ahora bien, esta relación afable, hasta cálida que se entabla entre ambos, en el fondo parece mantenerse gracias a la respetuosa diferencia, la gentil admiración pese a que sus temperamentos sean disímiles. Si Alfonso Reyes fue siempre moderado y alegremente distante, reservado y contenido; Paz se carac teriza por su naturaleza polémica, avasalladora, visceral en ocasiones. Las personalidades son diferentes, casi hasta contrapuntísticas, y a veces pareciera que Paz tiene más concomitancias con un arrebatado Vasconcelos que con Reyes. Esta cercanía, sin embargo, es aparente o, mejor dicho, transitoria, porque Paz tiende más a un equilibrio entre lo apolíneo, ilustrado por don Alfonso, y lo dionisiaco, plenamente encarnado en Vasconcelos. Cuando se lee que Octavio Paz celebra al autor de Ulises criollo afirmando que “ninguno como él está tan hundido en el tiempo, en la duración”, es inevitable preguntarse, ¿no es acaso ésta una de las particularidades de los esfuerzos intelectuales y creativos del mismo Paz, ser contemporáneo de su tiempo? ¿Pero no fue, también, el mismo ideal que defendió en todo momento Reyes o más tarde los Contemporáneos? Entonces, la idea que articula estas cercanías es una, la misma que se manifiesta en la correspondencia, en las dos acepciones del término, entre ambos. Hay un respeto compartido por la literatura y su poder para preservarnos de las responsabilidades diarias (Reyes le regala a Paz su versión de la Iliada, para que le sirva de contrapeso en sus labores como oficinista), una devoción hacia el trabajo creativo, un enfrentamiento con la realidad, una búsqueda de sí y la necesidad de hablar con su tiempo, sin miramientos ni temores.
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FotografĂa: Quim Llenas/Cover/Getty Images
El mundo cambia si dos se forman Jesús Vicente García
el mundo cambia, encarnan los deseos Octavio Paz, Piedra de Sol
En la fila de pago —Con Octavio Paz entendí que el amor no debe ser sufrimiento —Basilio extrae de entre su saco un libro gris, lo toma con un cuidado sacramental, es un sacerdote en acción. Pasa una página, luego otra y veo en la portada el título, Piedra de Sol, Octavio Paz, con unos signos prehispánicos, y abajo: Tezontle. Lee, y su voz y la poesía me inundan: —¿De dónde sacaste eso, a quién se lo robaste, por qué lo tienes tú? —la gente que está formada igual que nosotros para pagar el departamento del invi (Instituto de la Vivienda) nos mira con un dejo de malestar y curiosidad. Me inhibo un poco. Vuelvo al ataque en esa envidia que me corroe; ese libro debería estar en mi biblioteca y no en las manotas de este orangután blanco. Me pone la palma de su mano-raqueta enfrente de mi cara, hago bizcos. Mis anteojos se empañan y yo me empeño en querer tocar esa edición. —¿Es la del 57, la que corrigió Chumacero, la numerada, la…? —Ahora su manota en mi cara y siento su olor a libro viejo. —“El mundo cambia/ si dos, vertiginosos y enlazados,/ caen sobre la yerba: el cielo baja,/ los árboles ascienden”. ¿Captas? El amor es vida, carpe diem sin edad, aquí no hay preocupación por el amor, como dice
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Ilustraciones: Beatriz Gutiérrez de Velasco
Sabines, o que los enamorados callan, o que nunca han de encontrar; al contrario: “amar es combatir, es abrir puertas”. ¿Ves? Abrir puertas es asomar la cabeza hacia otros derroteros, y yo me azotaba al amar, y Paz me está diciendo no te azotes. Al ver el libro, en un primer momento me importa un rábano lo que Paz le diga a Basilio; yo lo que quiero es ver el ejemplar. Y al escuchar su lectura, me parece que tiene razón y hasta me ha hecho olvidar que estoy, como cada mes, en este edificio de Izazaga, onceavo piso, para pagar el departamento, con una fila enorme como de veinte mil personas, la mayoría con cara de angustia, viendo su recibo de pago (que todos fuimos a sacar en una primera fila en otras ventanillas para, a su vez, formarnos en ésta) y contando el dinero, sabiendo que estaremos aquí al menos hasta las próximas navidades y quizá festejemos aquí la entrada de la primavera, el día del niño, las fiestas patrias, el día de muertos, y pagar como buenos contribuyentes. Un caracol es más veloz que nosotros. Los policías que resguardan el dinero nos ven con indiferencia. Un burócrata pone orden, le pide a unos niños que no corran entre la gente, casi tiran a dos viejitas, en tanto que:
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el mundo ya es visible por tu cuerpo, es transparente por tu transparencia, voy por tu cuerpo como por el mundo, tu vientre es una plaza soleada, tus pechos dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos, mis miradas te cubren como yedra, eres una ciudad que el mar asedia,
Basilio sigue en su lectura y siento su fondo poético musical como algo surrealista, como algo ajeno al momento, como la poesía moderna: la unión de dos palabras opuestas entre sí, ensartadas, como los refranes de Sancho, inconexos, y que a don Quijote le chocaba, pero que significan algo, otra cosa, a veces no se sabe qué, pero uno siente y entiende cada quien a su manera, no hay un único significado, puede haber tantos como gente formada, tan distinta entre sí, como unas jóvenes que prueban en sus pechos un estetoscopio rosa, y se escuchan y sonríen, y luego un tipo con gorra saca su celular que suena con una música grupera terrible y no responde de inmediato y se expande eso de “Qué voy a hacer cuando tenga ganas de darte un beso,
qué voy a hacer”, de otro Paz, que dice que canta y que le antecede el nombre de Espinosa. La mujer que está delante de nosotros voltea. Es una cuarentona de buen ver, con rostro de enojo, unos anteojos que más parecen microscopios. El ruido de la gente es un murmullo que de pronto se exalta con alguna risa escandalosa, se une de manera extraña con la perorata de Basilio, a quien le veo mucha seguridad en sí mismo (fuera de la cancha de básquet) que antes no tenía, o no tanta, que contrasta con la ocasión que fuimos Malena y yo a sacarlo de los separos de la policía por andar de subversivo, con su rostro de espanto y resignación, y todavía ese detalle al salir: le prometió a un tipo que le llevaría una torta y un chesco para aguantar; aquel le dio un billete de a cincuenta y Basilio no le compró nada. “Por ojete. Me dijo grandote y pendejo cuando lo metieron”. Ahora la poesía lo tranquiliza. —He entendido que una relación de pareja no debe tener sentido de posesión. Que debe ser así: “un caminar entre las espesuras/ de los días futuros y el aciago/ fulgor de la desdicha como un ave”. —¿Dónde encontraste ese libro? —no quito el dedo del renglón, aunque no me pela. Él sigue y sigue, y al menos así la espera para llegar a la caja se hace menos tediosa —Esos endecasílabos son pegadores. —¿Cómo sabes que son endecasílabos, Flaco, los estás contando? —su mirada es como la de un maestro ante un alumno estúpido que de pronto dice algo brillante, lo que a estas alturas y conociendo a Basilio me da igual. Le pido que continúe leyendo. Veo, sorprendido, que esta fila-sierpe camina y viborea y que al llegar a la ventanilla se deshace y, cual esquirlas, cada quien sale disparado hacia los seis elevadores del edificio que suben y bajan. voy por tu talle como un río, voy por tu cuerpo como un bosque,
como por un sendero en la montaña que en un abismo brusco se termina voy por tus pensamientos afilados,
Estoy a una persona de llegar a la caja. La cuarentona me ve de reojo, pienso que se ha sublimado ante mi atractivo varonil. Me arreglo el saco negro, la corbata roja, me acomodo las gafas, la miro de reojo y le doy indiferencia, pero también le veo las piernas y sus curvas aun atractivas; y Basilio: “tienes todos los rostros y ninguno,/ eres todas las horas y ninguna”. —¿Me puede dar su hora, por favor? —me pregunta la cuarentona de mezclilla y escotada, y su mirada brilla, “y tus pechos, tu vientre, tus caderas/ son de piedra, tu boca sabe a polvo”. Saco mi celular del año del caldo, con el estilo de quien extrae un reloj de oro. —Las doce diez —la veo al estilo Bogart y le echo una sonrisa tipo Garcés. Levanto la ceja como Pedro Armendáriz nos ha enseñado, me mojo los labios y estoy a punto de comentarle que tiene un cabello lleno de vida, hermoso, mientras Basilio sigue leyendo salteadamente: “el mundo cambia/ si dos se miran y se reconocen,/ amar es desnudarse de los nombres:/ ‘déjame ser tu puta’, son palabras de Eloísa”. El rostro de la cuarentona cambia y nos miramos, y claro que el mundo cambia si dos, formados, se miran, sobre todo cuando la palabra puta deambula en esta fila de gente que no se espanta ante una mentada de madre, pero sí ante la palabra puta que sale de un hombre guapo y bien vestido, como lo es Basilio (saco castor impecable, pantalón azul marino, zapato café y cinturón ídem, cabello ondulado, oliendo a Animal) y yo diciendo: “Qué hermoso verso”, y la mujer de atrás con sus ojos de pistola ante mi comentario, con ganas de matarme, lo cual hubiera hecho a no ser por una voz femenina que sale de la caja (blindada) y cual fantasma dice: El que sigue. El cuello de la cuarentona gira casi 360 grados: “Groseros, tan decentes que…”, y camina los dos
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pasos que la separan de la caja y ni siquiera me da las gracias por la hora. —¿Ya ves cómo el mundo cambia?, pero “es mejor ser lapidado/ en las plazas que dar vuelta a la noria/ que exprime la substancia de la vida”. Izazaga y el metro Basilio tiene diarrea de lector en voz alta. Afuera, Izazaga nos recibe con un sol en todo lo alto, la conta minación hace añicos mi respiración, los ambulantes apenas dejan un espacio para un carril de transeúntes como si fuera de ellos la calle; todo es reducirse al espacio que nos permite andar, todo es de uno en bola, fila india; nos avientan, Basilio me empuja, se acerca a mi oído y me pregunta si ya había leído a Paz, que a poco no era cierto que ese poema es una belleza, que es como un amor loco tipo Breton, que hay que besar y mirar, hay que decir y andar en las calles y calles, rostros, plazas, calles estaciones, un parque, cuartos solos, manchas en la pared, alguien se peina, alguien canta a mi lado, alguien se viste, cuarto, lugares, calles, nombres, cuartos
Y le respondo que “nunca la vida es nuestra, es de los otros,/ la vida no es de nadie, todos somos/ la vida — pan de sol para los otros,/ los otros todos que nosotros somos”. Se sorprende de mi memoria y se ríe de mi intento de coqueteo. No era coqueteo, simplemente reafirmación de la masculinidad. “¿A poco no te aventarías
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un quiebre con la cuarentona?” No, le respondo. Soy un hombre casado y… ¿de dónde sacaste ese libro? —Es de Mayú. Tiene libros como ella: exquisitos, exigentes, cultos, sensibles. Y sigue hablando y leyendo a Paz como si fuera una primera necesidad. Nos metemos al metro. Me exhorta a leer Piedra de Sol; me habla a la manera de un testigo de Jehová que busca salvar almas, y me río porque siempre he pensado que ese poema es lo menos cristiano que he leído. El metro —otra serpiente como la fila de pago, como el poema circular de Paz— nos acosa con su calor y sus aromas, en tanto que se pone en medio del vagón, pide atención al público y se pone a leer: el mundo ya es visible por tu cuerpo, es transparente por tu transparencia, voy por tu cuerpo como por el mundo tu vientre es una plaza soleada, tus pechos dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos
y la poesía y el ruido del metro y los endecasílabos viajan por nuestros oídos, y la gente va en su burbuja tecnológica con audífonos y celulares, yo respiro y sonrío, y me espanto al ver al fondo del vagón a tres policías que se van acercando a Basilio, y yo también para salvarlo de las garras de una poesía que dice que no hay que sufrir en el amor, pero que en el metro las cosas —usted y yo, nosotros y ellos, todos lo sabemos— no son tan poéticas; mientras que el metro se pierde en el túnel oscuro, como “un caminar entre las espesuras/ de los días futuros” de la realidad.
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El silencio y la palabra Luis Barragán, Octavio Paz y el premio Pritzker
Jorge Vázquez Ángeles ménades y meninas |
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En algún punto impreciso de la década de 1930, Esther Born, fotógrafa y estudiante de arquitectura de la Universidad de California, viajó a México junto con su esposo Ernest para documentar el surgimiento de la arquitectura moderna en un país que comenzaba a reconstruirse después de una larga y sangrienta revolución. Nacida en Palo Alto, California, en 1902, Esther Born demostró una gran visión y sensibilidad al entrevistarse con un selecto grupo de arquitectos mexicanos, quienes, desde sus muy particulares trincheras, trazaron el desarrollo de una arquitectura que en el proyecto de Ciudad Universitaria alcanzaría su máximo esplendor. El resultado de este viaje sui géneris se convirtió en The new mexican architecture1, libro editado en 1937, con proyectos de Carlos Obregón Santacilia, Juan O’Gorman, José Villagrán García y Enrique de la Mora, entre otros, y una monografía sobre pintura y escultura contemporáneas, escrito por el historiador mexicano Justino Fernández. En las páginas de esta rareza bibliográfica se incluyeron dos proyectos de un joven arquitecto tapatío: el Parque Revolución, en Guadalajara, Jalisco, y la Casa para dos familias, frente al Parque México, en la colonia Condesa de la ciudad de México. Luis Barragán Morfín, ingeniero de profesión, es retratado de esta manera por Esther Born: “Una nota encantadora de capricho y diversión en contraste con la sencilla arquitectura ha sido dada por el inteligente uso del color en todos los edificios. Luis Barragán, el más joven del grupo, ha sido exitoso en su imaginativo uso del color en la arquitectura moderna. Su natural y sensible percepción estética nunca ha encontrado satisfacción en la restricción de la paleta popularmente asociada con el estilo internacional.” 2 El proyecto al que se refiere la cita anterior, el jardín de recreo infantil del Parque Revolución, obra de 1929 y destruida años más tarde, pertenece a la faceta racionalista o de estilo internacional que durante algún tiempo practicó Barragán, sobre todo para hacerse de dinero, pero llama la atención que Esther Born destaque el uso del color en su primera obra urbana, lo que contradice la idea generalizada
El texto original puede consultarse en este enlace: http://bit.ly/1jiOX0c “A delightful note of caprice and fun in contrast to the simple architecture has been contributed by the architect’s clever use of colour throughout the buildings. Luis Barragan, of all the youngest group, has been most succesful in his imaginative use of color in modern architecture. His naturally sensitive aesthetic perceptions has never found satisfaction in restriction to the palette populary associated with the international style.”
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Casa Luis Barragán. Fotografías: Alejandro Arteaga
de que fue en la última faceta de su trabajo, la de mayor madurez, cuando Barragán pintó sus muros. Es probable que el registro de estas primeras obras se hiciera en blanco y negro debido a que Kodak no desarrolló sino hasta 1935 el sistema Kodachrome que permitía capturar imágenes a color. La publicación de The new mexican architecture marca lo que se convertirá en una constante en la vida y obra de Luis Barragán: el reconocimiento lo obtiene en otro sitio menos en México, sobre todo en Estados Unidos, primero con la publicación del libro de Born, que lo señala como una joven promesa, y posteriormente con la primera exposición sobre su obra, celebrada en el Museo Metropolitano de Nueva York, del 4 de junio al 7 de septiembre de 1976, hecho que muy probablemente animó a las autoridades mexicanas a entregarle ese mismo año el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Quizá su predilección por el silencio (que tan bien supo expresar en sus obras más famosas) explique en parte el bajo perfil que prefirió mantener en comparación con muchos de sus colegas que incluso aparecían en las crónicas de sociales del México moderno, aunque
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eso no le impidió publicar sus trabajos en muchas revistas de Estados Unidos y de México, como afirma Louise Noelle en su libro Luis Barragán: búsqueda y creatividad. Por su parte, Fernando González Gortázar dice en el ensayo titulado “Indagando las raíces”: “No es claro el alcance de la intervención de Barragán en el diseño de sus extraordinarios espacios abiertos [se refiere al proyecto de Ciudad Universitaria]: publicaciones de la época lo mencionan, con evidente mala fe, como ‘ingeniero’ a cargo de la jardinería”.3 Aunque González Gortázar no le pone nombre y apellidos a su dardo cargado de veneno, tiene razón sobre el hecho de que el nombre de Barragán aparece prácticamente al final en el listado oficial de los constructores de cu, en el apartado de “Proyectos técnicos”, entre las obras de Electrificación y de Iluminación, junto con el también ingeniero Alfonso Cuevas Alemán. Queda claro que don Luis no era del agrado de muchos de los miembros del mainstream arquitectónico. Es un secreto a voces que sus obras se juzgaban de “escenográficas”, y que cómo era posible volverse tan famoso “por tres o cuatro muros pintados de colorcitos”. También es probable que la ignorancia jugara en contra del arquitecto. ¿De qué otra manera podría entenderse la ominosa indiferencia mostrada por los medios oficiales cuando Barragán obtuvo, en 1980, el Premio Pritzker, el Nobel de la arquitectura? A excepción de los periódicos El Universal —en cuya primera plana apareció el ganador, sentado en una silla de ruedas—, y Excélsior, que publicó una breve nota en la última página de su sección de cultura, a nadie más pareció importarle el reconocimiento. Por eso, Octavio Paz, en la revista Vuelta de junio de 1980, denunció el hecho así:
Durante la última semana las páginas y las secciones culturales de nuestros diarios y revistas rebosaron, por decirlo así, con las efervescentes declaraciones de los participantes en un encuentro de escritores más notable por sus ausencias que por sus presencias. Sin embargo, esos mismos días, en las páginas interiores de esos mismos diarios se anunció al público mexicano, de una manera casi vergonzante, salvo en un caso o dos, que a un compatriota nuestro, el arquitecto Luis Barragán, se le había otorgado el Premio Pritzker de arquitectura. Este premio es una consagración mundial, pues es el equivalente del premio Nobel. Luis Barragán es el primer mexicano que obtiene una distinción internacional de esta importancia. ¿Cómo explicar la reserva, rayana en la indife rencia, con que han recibido esta noticia los mundos y mundillos culturales de México, para no hablar del increíble silencio del Instituto Nacional de Bellas Artes? Esta actitud se debe, probablemente, a la influencia de la ideología y la política. Barragán es un artista silencioso y solitario, que ha vivido lejos de los bandos ideológicos y de la superstición del “arte comprometido”. Lección moral y estética sobre la que deberían reflexionar los artistas y los escritores: las obras quedan, las declaraciones se desvanecen, son humo. Las ideologías van y vienen pero los poemas, los templos, las sonatas y las novelas permanecen. Reducir el arte a la actualidad ideológica y política es condenarlo a la vida precaria de las moscas y los moscardones.
El nombre de Luis Barragán apareció de nuevo en Vuelta en febrero de 1989, a raíz de su muerte (22 de noviembre de 1988), en los artículos de William Curtis (“La obra de Luis Barragán”) y de Xavier Guzmán Urbiola (“Barragán, el otro”), publicados en el número 147. En 1990, diez años después de su reclamo por la falta de reflectores sobre la obra de un hombre que combinó modernidad y tradición, Octavio Paz recibió el premio Nobel de Literatura. Caprichos del destino: el hombre que “contra el silencio y el bullicio inventó la palabra”, se hermanó con aquel en cuyos “jardines y casas, siempre procuró que privara el plácido murmullo del silencio.”
3 González Gortázar, Fernando (compilador), La arquitectura mexicana del siglo xx, conaculta, 1994, página 171.
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Octavio Paz, Alberto Gironella
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Octavio Paz:
el privilegio del arte
Miguel Ángel Muñoz
Para Marie-Jo Paz, por las complicidades compartidas La idea de la obra de arte es su composición André Gide El hombre es la palabra encarnada. Existe para ser consciente de ella y para expresarla Fiodor Dostoievski
“Como tras de sí misma va esta línea / por los horizontales confines persiguiéndose / y en el poniente siempre fugitivo / en que se busca se disipa”.1 Esta visión poética recorre no sólo la poesía completa de Octavio Paz, sino también su obra ensayística sobre artes plásticas. Chopos y líneas mágicas que nos acercan en sus palabras a Claude Monet. Paz fue un autor que para profundizar en su pasión por el arte necesitó la exaltación de la memoria, el deslumbramiento por las vanguardias y la pasión constante por la pintura. Dos caminos paralelos, el del poeta y el del crítico de arte, y una obra en prosa nacida a la luz del asombro. El poeta es un traductor que traduce sus palabras en colores, en líneas, en símbolos, en signos. Escapar de la repetición es un gran privilegio del arte, mientras que la vida se define en un sentido menos complejo por su inexorabilidad. El artista es un traductor, y el arte es lenguaje, gesto, poesía. Se puede aventurar que el placer estético aspira a la liberación de los deseos inconfesados de la voluntad, y por ello está obligado a ejercer la intuición poco más que la premonición. La crítica ejercida por Octavio Paz y la reflexión estética que en ella subyace, forjada a lo largo de seis décadas, participó de esa firmeza intuitiva, continuada con su poesía, ensayos literarios e históricos, y desde luego, en su privilegio de ver los cambios del mundo como sólo él lo pudo hacer: deslumbrado por descubrir.
Paz, Octavio, Cuatro chopos, en Los privilegios de la vista. Arte moderno universal 1, t. 6, Fondo de Cultura Económica, México, 1994
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No fue un erudito aséptico ni un beligerante intérprete de las modas en uso. Entendió la historia del arte dentro de los límites de una tradición occidental de la que absorbe los argumentos y, en cierto momento, la metodología. Para Paz, el artista es un creador de imágenes que tienen una historia condensada a lo largo del tiempo. Su gran enseñanza se resuelve en el aprendizaje de la mirada. “Ver es un privilegio —dice Paz— y el privilegio mayor es ver cosas nunca vistas: obra de arte. Desde muy joven sentí invencible atracción por las artes plásticas y muy pronto empecé a escribir sobre ellas, nunca como un crítico profesional sino como un simple aficionado”.2 Quizá esta sensibilidad poliédrica haya hecho de Paz un personaje de definición com plicada, huidiza, nada sencilla; como lo definía el poeta catalán Josep María Castellet: “Todo él respira un equilibrio adquirido probablemente a través de experiencias, lecturas, convicciones, de saberse él mismo y otro”.3 No es casual su obsesivo retorno a la traducción como tema cardinal de sus trabajos, paráfrasis de la obra entera, tan cercano en esto a la tarea titánica de transversión lingüística de Vladimir Nabokov. Poco dado a la especulación, sin embargo, y dispuesto siempre a someter la erudición a su portentosa intuición narrativa, fue, además, un polemista feroz, conversador ocurrente que vivió con pasión los mundos del arte que tanta sutileza ha colaborado a fabular. Desde temprana edad comenzó a ver pintura, a escribir poesía y ensayo literario. Nunca dejó ninguna de estas disciplinas. Pero de pronto se ganaba la vida hablando sobre arte, y poco tiempo después haciendo crítica de arte en Plural y Vuelta; también, en múltiples catálogos y libros de artistas que admiró siempre. Pronto se vuelve una referencia importante en el mundo del arte de la segunda mitad del siglo xx. El arte se convirtió en uno de sus principales intereses. Entendió como pocos el oficio de escribir sobre arte no como crítico de oficio, sino en el sentido de Charles Baudelaire: la pintura vista desde la poesía. En Francia, Italia, Inglaterra y España,
Paz, Octavio, op. cit. Castellet, Josep María, Los escenarios de la memoria, Editorial Anagrama, Barcelona, 1988 2 3
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admiró el renacimiento, la primera modernidad. Vuelve a visitar esos espacios y esos tiempos con la vieja, cada vez más matizada, idea de una historia social y cultural. Estados Unidos, más los años que vivió en India, se vuelven su escenario intelectual anclado alternativamente en México, a la par que continúa siendo un crítico nunca indiferente a cuanto destaca en el mundo de la imaginación contemporánea. Se forjó mediante un disciplinado y nada complaciente aprendizaje de la mirada. Sin ficciones eruditas ni prescindibles sobreposiciones de saberes adjetivos, a partir simplemente de la perpleja alerta de la sensibilidad del arte, su mundo de arte es más bien caleidoscópico, y caben en él tantas propuestas como opciones en juego. Picasso no adelanta a Rafael, ni Matisse a Cézanne. Simplemente es un aprendizaje permanente. Lo que importa es la capacidad de dramatización de esas experiencias particulares y su conversión en modelos universales de sensibilidad. Paz descubre con los poetas de la generación de Contemporáneos —Villaurutia, Gorostiza, Cuesta, Tablada, Cardoza y Aragón— el arte mexicano: Bustos, Posada, Velazco, Zárraga, Atl, Rivera, Orozco, Siqueiros, Montenegro, Charlot, Alva de la Canal, Castellanos, Ruelas, Lazo, Izquierdo, Tamayo. Pasado y presente del arte de México y América Latina. Una pintura nacionalista que buscó cambios siempre convulsos y contradictorios, pero que encontró su mayor significado en el muralismo. El arte lo es todo: reverso y anverso: todo es. Le impresiona la cultura prehispánica de tal forma que nos descubre que toda cultura y todo arte deben contarnos una historia. Para Paz, el artista ensaya soluciones desde y en una vieja tradición que es doble. Por una parte, la técnica, destreza, modos de representación; por otra, imágenes consagradas, sabidas, que operan sobre el consciente del espectador. “Ante los cuadros de Picasso, Braque y Gris —sobre todo del último, que fue mi silencioso maestro— entendí al fin, lentamente, lo que había sido el cubismo. Fue una lección más ardua; después fue relativamente fácil ver a Matisse y Klee, a Rousseau y a Chirico”, afirma Paz. La crítica de arte, el lenguaje y la pintura dieron sentido a su realidad. Un ejercicio en el que nunca renunció a la reflexión sino que se convirtió en un alfabeto muy propio. Con Baudelaire: Salones y otros escritos sobre arte;
Apollinaire: Les Peintres cubistes; Breton: Le Surréalisme et la peinture, y Mallarmé aprende a someter la erudición a su intuición narrativa. Doble lección constante: crítica y tradición. Un conversador excepcional que vivió con pasión contagiosa los mundos del arte que delineó en sus ensayos. Octavio Paz fue uno de los poetas más brillantes que han escrito de arte en la segunda mitad del siglo xx. Su obra escrita, directa, poética tiene su cumbre en su libro Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, quien junto con Picasso fueron los artistas que ejercieron mayor influencia en el siglo xx. “Duchamp —dice Paz— no es menos sorprendente [que Picasso] y, a su manera, no menos fecundo. Los cuadros de Duchamp son la presentación del movimiento: el análisis, la descomposición y el revés de la velocidad”.4 Hay en su poesía y en su crítica de arte una extraordinaria consonancia entre el espacio interior y el espacio del mundo, entre la intimidad profunda y la extensión indefinida. Correlación entre microcosmos y macrocosmos, una consonancia entre lo inmenso y lo íntimo. Desde un ángulo de luz, en la penumbra, ante un cuadro de Joan Miró, el poeta descubre universos, sueña su inmensidad; acuden a él los sueños surrealistas, el silencio inmenso y fabulador del pintor catalán. Así es el poema “Fábula”, dedicado a Joan Miró: El azul estaba inmovilizado entre el rojo y el negro. El viento iba y venía por la página del llano, encendía pequeñas fogatas, se revolcaba en la ceniza, salía con la cara tiznada gritando por las esquinas, el viento iba y venía abriendo y cerrando puertas y ventanas, iba y venía por los crepusculares corredores del cráneo, el viento con mala letra y las manos manchadas de tinta escribía y borraba lo que había escrito sobre la pared del día.
4 Paz, Octavio, Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, Editorial Era, México, 1973
En el espacio de la pintura de Miró resuenan las constelaciones lunares, los pájaros de mil colores, el universo surrealista, el jardín de piedras, el azul, el negro, los siglos de la tradición y cultura catalanas. Ahí es donde Paz descubre los azules, las barcas, la imaginación interminable del artista. Por momentos, la cualidad de la imagen nos permite no sólo escuchar, sino ver. Sigue Paz: Miró era una mirada de siete manos. Con la primera mano golpeaba el tambor de la luna, con la segunda sembraba pájaros en el jardín del viento, con la tercera agitaba el cubilete de las constelaciones, con la cuarta escribía la leyenda de los siglos de los caracoles…
Nombres tan fronterizos como Picasso, Paul Klee, El Greco, Solana, Henri Michaux, Eduardo Chillida, Edvard Munch, Joan Miró, Matisse, Roberto Matta, Antoni Tàpies, Balthus, Max Ernst, Juan Gris, Bacon, Alberto Giacometti, René Magritte, Duchamp, Rufino
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Tamayo, Rafael Canogar, Alberto Gironella, Fernando de Szyszlo, Juan Soriano, Rojo, Izquierdo, Gerzso, Antonio Saura, Josep Guinovart constituyen una primera y final apuesta de su visión estética. Es el arte de su tiempo, de su memoria, pero sobre todo de sus inclinaciones pictóricas. Geometría, abstracción, figuración, ilusionismo, realismo o simplemente transfiguración del arte. W.H. Auden decía que hay que buscar y encontrar en la labor poética “diamantes en el barro”. Paz en cada línea, en cada reflexión sobre arte no sólo encontró diamantes sino respuestas. En breves poemas o ensayos, el poeta explora la revelación estética de diversos artistas. Experiencia única e inédita; cómplice, reflexiva, cazadora, incandescente. Sus firmes convicciones surrealistas —André Breton sobre todo— lo llevan a detectar el fuerte discurso estético y narrativo del informalismo europeo y la abstracción estadounidense. No le preocupa indagar en las retóricas de la historiografía del arte sino entender la pintura y su historia a partir de la poesía. Paz decía sobre las diversas generaciones Antonio Saura, Personajes
que se cruzan en la historia que los artistas deben redescubrir el punto de convergencia entre tradición e invención: “Ese punto es distinto para cada generación y es el mismo para todas. Convergencia no quiere decir compromiso ecléctico sino conjunción de los contrarios. El arte de nuestros días está desgarrado por dos extremos: un conceptualismo radical y un formalismo no menos estricto”.5 Es conocimiento y, al mismo tiempo, recreación del concepto artístico. Es cierto, muchos de estos artistas con algunas sensibilidades próximas a Paz son los que sigue en su evolución constante. Sobre todo Picasso: completo; Gris y Braque: el cubismo; Matisse: Las naturalezas; Miró: Las constelaciones; Marcel Duchamp: Desnudo bajando la escalera, Rueda de bicicleta, Fuente, Con mi lengua en mi mejilla; Chillida: El peine de los vientos, Yunque de sueños; Tàpies: Los muros; Rauschenberg: Los objetos; Matta: sus universos poéticos; Motherwell: su poesía lineal y abstracta. Estos eran algunos de sus artistas preferidos del siglo xx. Ni abstracto ni figurativo, lo que gustaba a Octavio Paz era un arte que nos enseñara a ver. Cuando se situaba frente a una obra se dejaba poseer y dominar por ella. “¡Qué podemos comprender de un retrato de Rembrandt? —decía Francis Bacon— Nada”.6 Octavio Paz agregaría: Miramos y sentimos una sensación irrepetible. Más tarde sus intereses artísticos crecieron: Léger, Moore, Masson, Klein, De Kooning, Rothko, Morandi, Tinguely, Ràfols-Casamada, Torres García y siempre Rufino Tamayo. De él aprendió a comprender el puente que se abrió entre el arte prehispánico y la modernidad del arte en México: “Mi aprendizaje fue también un desaprendizaje. Nunca me gustó Mondrian, pero en él aprendí el arte del despojamiento. Poco a poco tiré por la ventana la mayoría de mis creencias y dogmas artísticos. Me di cuenta de que la modernidad no es la novedad y que para ser realmente moderno tenía que regresar al comienzo del comienzo. Un encuentro afortunado confirmó mis ideas: en esos días conocí a Rufino Tamayo y a Olga, su mujer. Ante su pintura percibí, clara e inmediatamente,
Paz, Octavio, prólogo al catálogo de la exposición de grabados Cartón y Papel de México, Museo de Arte Moderno de México, 1980 6 Sylvester, David, Entrevista con Francis Bacon, Debolsillo, España, 2013 5
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Esteban Vicente, Paisaje abstracto
que Tamayo había abierto una brecha. Se había hecho la misma pregunta que yo me hacía y la había contestado con aquellos cuadros a un tiempo refinados y salvajes. ¿Qué decir?”.7 La exploración de las convergencias, la búsqueda del comienzo y la excavación de los límites de la imaginación. “El relato —dice John Berger— no depende en última instancia de lo que se dice, de lo que nosotros, proyectando en el mundo algo de nuestra propia paranoia cultural, llamamos su trama. El relato no depende de ningún repertorio establecido de ideas y costumbres: depende de su avance sobre los espacios”.8 Ver, sentir, escribir se traducen en descifrar signos. A veces la cualidad de la imagen nos permite no sólo oír, sino ver la pintura, el eco que el silencio traza en el cuadro, en el dibujo, en la escultura. Ver un cuadro es escucharlo, repetía Baudelaire. A Juan Gris lo vemos y lo oímos. El espacio de creación, el espacio de la página fue con frecuencia el tema de los ensayos y de la poesía de Paz. El poeta fue consciente del poder transformador de la imagen poética y de la poética de
Paz, Octavio, prólogo a Privilegios de la vista 1. Arte moderno universal. Círculo de Lectores, España, 1991 8 Berger, John, El sentido de la vista, Alianza Editorial, Madrid, 1985
la imagen. Juego inverso. Convergencia lingüística. El poeta espera en un páramo desierto, en una superficie incierta, en un muro en llamas, como dice en el poema que le dedica a Tàpies: Sobre las superficies ciudadanas, las deshojadas hojas de los días, sobre los muros desollados trazas signos carbones, números en llamas. Escritura indeleble del incendio, sus testamentos y sus profecías vueltos ya taciturnos resplandores. Encarnaciones, desencarnaciones: tu pintura es el lienzo de Verónica de ese cristo sin rostro que es el tiempo.
Paz era vehemente, brillante, devastador con el adversario. Un surrealista, un poeta, en suma. “No se trata —repetía Paz— de cambiar a los hombres como de acompañarlos, ser uno de ellos”.9 Y ese fervor lo encontró en compañía de muchos artistas. A su entender, toda obra de arte es una traducción que desvirtúa una presencia real originaria. A lo largo de setenta años el arte fue uno de los temas inacabables de una de las sensibilidades más brillantes y excepcionales del siglo xx.
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Daniel, Jean, Los míos, Galaxia Gutenberg, España, 2012
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Siglo xix Una de las características del liberalismo en México, durante el siglo xix, fue la adopción de ideas, imágenes y figuras de la cultura europea. En ese sentido no sorprende que el escultor Manuel Vilar y el pintor Pelegrín Clavé, que llegaron a la Academia de Bellas Artes de San Carlos en 1846, realizaran en México obras —con la estética europea— que intentaron definir la identidad de los héroes nacionales. Vilar fue el verdadero precursor de una corriente que durante el Porfiriato sería muy importante. Sus esculturas, entre —las que destacan las de Moctezuma II (1851), el Tlahuicole y la Malinche (1852)— recrearon esos héroes con modelos del Renacimiento europeo, que contrastaban con antecedentes tan notables como las esculturas de la Coatlicue, el Calendario Azteca o la Piedra de Tizoc —descubiertos desde 1790— que revelaron la perturbadora estética de los mexicas. En algunos edificios de esos años se puede comprobar que la integración de la arquitectura con la escultura se redujo a colocar elementos decorativos en las fachadas —como los medallones de Felipe Sojo en la Academia (1855)— o realizar murales en interiores. La relación —porque ya no era integración— de la arquitectura con la escultura se concretó en avenidas, parques y jardines y en algunos edificios públicos. El Paseo del Emperador fue transformado en el de la Reforma por los arquitectos Juan y Ramón Agea, y sobre ese Paseo se construyó el Monumento a Cristóbal Colón (1877) con la escultura del francés H. J. Cordier. Cuando Porfirio Díaz fue elegido presidente se anunció que en el Paseo de la Reforma se realizaría un Monumento a Cuauhtémoc, y otro para el Centenario de la Independencia. El de Cuauhtémoc (1887) fue del ingeniero Francisco M. Jiménez; la escultura fue de Miguel Noreña y los bajorrelieves de Gabriel Guerra. Posteriormente, en el mismo Paseo, se colocaron esculturas de héroes de cada estado del país y urnas ornamentales. En México, igual que en Europa, se adoptaron diversos estilos arquitectónicos. En estilo morisco se construyeron el interior del Teatro Juárez en Guanajuato, del arquitecto Antonio Rivas Mercado, director de la Academia en 1904; el Hospital de Maternidad y la prisión de Puebla (1879), del arquitecto Eduardo Tamariz, y el pabellón de México en Nueva Orleáns (1884), del arquitecto J. R. Ibarra (en Santa María la Ribera). Los pabellones de México en las exposiciones en París fueron un edificio neotolteca (1889), de Antonio Anza y Antonio Peñafiel, y en 1900 fue un palacio veneciano. En neodórico se realizó el Hemiciclo a Juárez (1909), de Guillermo de Heredia; en neogótico la iglesia mayor de San Miguel de Allende y la de Zamora, y en neocolonial el edificio para la Universidad Nacional (1905). Ese desconcierto se reflejó también en la obra del arquitecto italiano Adamo Boari. Su proyecto para el Palacio Legislativo (1897) fue en estilo neoclásico, el Templo de Matehuala (1898) en neorománico;
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Integración plástica en México II Antonio Toca Fernández
Monumento a la Revolución. Fotografía: Alejandro Arteaga
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el Santuario del Carmen y el Templo Expiatorio en Guadalajara (1898) en neogótico; el Palacio de Correos (1905) fue un palacio veneciano y su proyecto para el monumento a Porfirio Díaz (1900) en estilo neoindígena, y realizó el proyecto del Teatro Nacional (1903) —ahora el Palacio de Bellas Artes— en una combinación de estilos que él denominó arte nuevo. La influencia de la cultura europea en México fue tan profunda en ese siglo que prácticamente eliminó todos los antecedentes de integración plástica, reduciéndola a decoración aplicada. El Porfirismo Salvo raras excepciones, durante el régimen del general Porfirio Díaz los arquitectos relegaron la escultura y la pintura a la decoración de los edificios. Las obras escultóricas aparecieron aisladas, como las que se colocaron en la Alameda Central, o en conjuntos monumentales; como las esculturas de Ahuizotl e Izcóatl (los Indios verdes) de Alejandro Casarín, en la entrada del Paseo de la Reforma (1891). La aplicación de la escultura en la arquitectura se realizó sólo en algunos edificios importantes, como el Instituto de Geología (1901) de Carlos Herrera, con medallones en la fachada; el edificio de los Ferrocarriles Nacionales (1908), y el Mercado Hidalgo —en Guanajuato, en cuyo arco de entrada hay un remate escultórico. En la Cámara de Diputados (1910) de Mauricio Campos se realizó un grupo escultórico en el frontis de la fachada, inspirado en los antiguos templos griegos. La necesidad de realizar obras importantes, como lo son las de arquitectura y escultura, motivó que se realizaran edificios públicos que fueron memorables por su escala y costo. Se construyeron algunos palacios para los gobiernos estatales en las ciudades de Chihuahua, Jalapa, Mérida, Oaxaca, Saltillo y el de Monterrey —con esculturas en el remate de la fachada—. Pero fue en la ciudad de México, residencia de don Porfirio, donde se realizaron los más importantes: el Palacio de Correos, el Palacio de Comunicaciones y el Teatro Nacional, hoy Palacio de las Bellas Artes. Para la realización de las esculturas, vitrales y elementos decorativos de ese edificio se contrató a distinguidos artistas extranjeros como Bistolfi, Boni,
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Maroti, Querol y Fiorenzo. La casa Tiffany de Nueva York realizó el extraordinario vitral del escenario, diseñado por Maroti y se asumió que la selección del arquitecto y de los artistas extranjeros era la prueba de que México ya era moderno. Claramente se definía que a los escultores mexicanos más importantes de estos momentos se les propondría la realización de las ocho estatuas menores que irían en los remates de la fachada principal.1 Es evidente que los escultores mexicanos tenían un papel menor en esa gran obra. Para el Centenario de la Independencia se realizaron muchas obras, y una de ellas fue el monumento que lo celebraba. El proyecto de Antonio Rivas Mercado (1910), en el Paseo de la Reforma, retomó la propuesta inconclusa de 1843. El conjunto es una atinada integración del basamento, la columna y los grupos escultóricos del italiano Enrique Alciati. Destacó también el Monumento a la Independencia —en Puebla— con esculturas de Jesús F. Contreras. El México del Centenario era una copia —mal adaptada— de las ciudades europeas, y los nuevos uniformes de policías y militares no lograron ocultar los huaraches de la pobreza. La reverencia a lo extranjero y el desprecio por el pasado indígena era evidente en un álbum que conmemoraba el Centenario: “No existe un objeto que impresione más profundamente que la espantable figura de la horrenda diosa Coa tlicue... tan horrible monstruo estuvo colocado en el altar mayor del gran Teocalli de México.”2 El inicio de la Revolución Mexicana, que terminó con el régimen, propició una profunda transformación en México que en arquitectura, escultura y pintura logró ejemplos extraordinarios de integración. El siglo xx Con el triunfo de la Revolución y su progresiva institucionalización, el gobierno federal enfrentó la necesidad de dar una identidad cultural al heterogéneo movimiento que derrocó a Porfirio Díaz. A pesar de las
La construcción del Palacio de Bellas Artes. Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1984, p. 88 2 Mueller Hnos., Álbum gráfico de la República Mexicana, México, 1910
enormes carencias y del desconcierto, se lograron avances importantes en poco tiempo; gracias a la visión de José Vasconcelos, como secretario de Educación (19211924). Se logró así una revolución educativa, que marcó la vida cultural de México. Las primeras obras donde se realizaron murales con un claro mensaje didáctico fueron en edificios ya construidos: como el de la Preparatoria (Colegio de San Ildefonso), la Secretaría de Educación, y el Palacio Nacional; realizados por Roberto Montenegro, Diego Rivera y José Clemente Orozco. Posteriormente, en el nuevo edificio para el Departamento de Seguridad e Higiene (1926) de Carlos Obregón Santacilia, se integraron los murales y vitrales de Diego Rivera. La urgencia de tener una identidad definida motivó que en el edificio del Pabellón de México, en la Exposición iberoamericana en Sevilla (1927-29), Manuel Amábilis tratara de recuperar la arquitectura maya, incluyendo cresterías y esculturas. La integración de la escultura en la arquitectura fue paulatina, colocando altorelieves sobre los muros; como en el teatro al aire libre del Parque México, de Leonardo Noriega (1927); en la Estación de Bomberos, de Vicente Mendiola (1928); y en el edificio de la ymca, en la avenida Balderas. La integración de la decoración en la arquitectura tuvo ejemplos notables; como los conjuntos de Juan Segura en Sadi Carnot 110, el edificio Isabel (1929), y el edificio Ermita (1930). En esa época el movimiento Art déco fue significativo en muchas obras en las colonias Roma y Condesa. Ante esa influencia, Diego Rivera afirmó: “es importante comprender que la verdadera pintura mural es necesariamente una parte funcional de la vida del edificio.”3 Sin embargo, por su importancia y calidad destacan los interiores del Palacio de Bellas Artes (1934), de Federico Mariscal. El mejor ejemplo —y el más logrado— de integración plástica en esa época fue el Monumento de la Revolución, de Obregón Santacilia (1934-38). Con enorme talento aprovechó la estructura métalica del fallido proyecto del Congreso Nacional; convirtiéndolo
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Rivera, Diego. Architectural Forum, Nueva York, 1934.
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en un hito de la ciudad. En el edificio se integraron los cuatro grupos escultóricos de Oliverio Martínez (1901-1938) de manera extraordinaria, y son también la mejor obra de ese artista. Las esculturas de piedra surgen de las esquinas y forman parte fundamental del conjunto, rematado por la cúpula forrada de láminas de cobre. Posteriormente, en el edificio para el Instituto Mexicano del Seguro Social (1950), Obregón Santacilia integró también las esculturas de la entrada y el mural de Jorge González Camarena. La modernidad Las obras de integración plástica más importantes en México, por su escala, fueron las realizadas en la Ciudad Universitaria de la unam (1946-52). La Biblioteca Central se cubrió con murales de Juan O’Gorman y las esculto-pinturas de la torre Rectoría, de Siqueiros, y las del Estadio, de Rivera, son algunas de las más importantes. Es conveniente resaltar que el impacto del movimiento de integración plástica que se desarrolló en México desde los años veinte del siglo pasado fue muy profundo y ha sido reconocido a escala internacional por su calidad.4 Uno de los primeros arquitectos que realizó una obra de verdadera integración fue Frank Lloyd Wright. En el período de la Pradera (1889-1909) integró a la arquitectura, la decoración, los muebles y los vitrales. Posteriormente, en la bodega A. D. German, en Wisconsin (1915), y en la Casa Barnsdall, en California (1920), incorporó la influencia de la arquitectura maya. En México ese intento fue posterior, como puede verse en la obra de Manuel Amábilis (1928), en el Monumento a la Raza (1940) y en el museo Anahuacalli de Diego Rivera (1945). Curiosamente, el estilo Colonial Californiano, que tuvo una fuerte influencia en México, integró en fachadas e interiores elementos en piedra labrada que ahora son obras únicas. A pesar del éxito del conjunto de la unam; no faltaron las críticas, como la de Raquel Tibol: “La Ciudad Universitaria puso en evidencia que la anarquía y
Monsiváis, Carlos, La cultura mexicana en el siglo XX. Colegio de México, 2010.
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los individualismos son los peores enemigos de una integración plástica.”5 Como en esa época se adoptó en México el funcionalismo internacional cada vez fueron más escasos los intentos de integración plástica. Otras integraciones Paradójicamente, el mismo año en que se inauguró Ciudad Universitaria (1952), se construyó una obra que enfrentó tanto al funcionalismo como a la concepción de un arte mexicano definido como única ruta. El Museo experimental el eco, de Mathías Goeritz, fue un ejemplo inédito, que se adelantó a corrientes que surgieron décadas después en Europa: “un espacio abierto y transformable: museo experimental, galería de arte, teatro, espacio de danza, restaurante-bar, o cualquier otra cosa... un museo vivo... un experimento y una obra de arte total”, como lo definió Goeritz.6 Otro ejemplo de integración se concretó en el Centro Médico Nacional (1955-58), dirigido por el arquitecto Enrique Yáñez y coordinado artísticamente por Fernando Gamboa. Sin embargo, el Polyforum Cultural Siqueiros (19601971) fue la culminación y ocaso del movimiento de integración plástica en México: un enorme edificio cuyo exterior e interiores están totalmente cubiertos por murales; algo inédito en México y en el mundo. El futuro Una etapa posterior ha sido la integración del color y de obras de arte en algunos edificios. El mejor ejemplo son las obras de Ricardo Legorreta. En el hotel Camino Real (1968); el mural de Rufino Tamayo, la escultura de Alexander Calder, la celosía en la plaza de acceso y los murales de Goeritz, son algunas de las obras importantes. Posteriormente, en prácticamente todos sus edificios han colaborado distinguidos artistas, entre los que destaca Francisco Toledo; cuyos murales en la torre del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria bbva, en el Paseo de la Reforma (2010) serán una moderna versión de integración plástica.
5 Tibol, Raquel, Historia general del arte mexicano, Tomo II, Editorial Hermes, México, 1981, p.414. 6 Carriaso, N., Catálogo de La expo de Matías Goeritz, México, unam-inba, 1997, p.98
Columna de la Independencia. Fotografía: Alejando Arteaga
El término alemán Gesamtkunstwerk —obra de arte total— se atribuye al compositor Richard Wagner, quien lo usó para referirse a una obra de arte que integraba la música, el teatro y las artes visuales. La etapa más reciente de esta interpretación ha sido el edificio-escultura del Museo Guggenheim en Bilbao (2002), de Frank Gehry. Una obra que es conocida por su espectacular acabado exterior; una escultura urbana, que ha repetido en otras ciudades, sin mayor éxito. Probablemente la obra de integración de arquitectura y escultura mejor lograda ha sido la de Zaha Hahid, como puede verse en sus recientes edificios para la bmw —en Leipzig (2005)— o el Museo ma-xxi, en Roma (2010). Sin embargo, puede comprobarse que la propuesta europea de la obra de arte total fue muy posterior y más limitada que las obras de integración plástica que, desde hace siglos, se han realizado en México con extraordinarios resultados.
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Guillermo Arriaga, Adriana Malvido
Archivo fotográfico cenidi danza-inba
El coreógrafo, bailarín, compositor e investigador Guillermo Arriaga Fernández falleció el 3 de enero de 2014. Junto con Carlos Montemayor, entonces director de Difusión Cultural de la uam, estableció el Premio Nacional de Coreografía fonapas-uam, que se designó posteriormente Premio inba-uam. Arriaga fue miembro de número de la Academia de Artes y recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes 1999. Tras 54 años de notable labor en el inba, recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes. Para honrar la memoria, su creatividad y su obra, el inba y la uam acordaron que, en lo sucesivo, dicho reconocimiento se designe Premio Nacional de Danza Guillermo Arriaga.
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“¿Qué prefieres, la Sexta sinfonía de Tchaikovsky o la Quinta de Beethoven?” le preguntó su padre un día. Y Guillermo, aún muy niño, optó por Beethoven. Luego se hizo muy amigo de Bach, de Mozart, de Wagner, Mahler y Brahms con quienes descubrió “que es a través de la música que los seres humanos somos mejores”. Hay que imaginarlo de la mano de su padre cuando conoció el Palacio de Bellas Artes y escuchó un concierto del maestro Carlos Chávez. Hay que imaginarlo jugando a ser director de orquesta frente a un espejo todas las tardes. Y después, a los catorce años, cuando su mamá le compró su primer instrumento musical, una pianola, tocando Sobre las olas… Guillermo Arriaga pensaba que su vida estaba en la música, en la composición, hasta que una tarde de 1942, a los dieciséis años de edad, presenció en el Palacio de Bellas Artes la puesta en escena de Sílfides con el Ballet Theater, la más importante compañía de ballet en la historia de Estados Unidos. El impacto fue definitivo y al término de la función se dijo: “¡Este es el mundo al que pertenezco!”. Desde entonces, comenzaron las pintas cotidianas, se saltaba la barda de la escuela y se iba a Bellas Artes para escabullirse hasta el tercer piso del Palacio desde donde miraba, fascinado, los ensayos de ballet sobre un escenario que palpitaba como un gran corazón, igual que el suyo. Y así, a escondidas de su familia convirtió la azotea de su casa en la Hipódromo Condesa en un foro para levantar el brazo, girar el torso, lanzar las piernas al infinito y gritar en silencio su verdadera vocación. Como Billy Elliot pero era Billy Arriaga en la ciudad de México. Su debut, como primer bailarín, al lado de Ana Mérida en La Balada del Venado y la Luna el 7 de diciembre de 1949 en Bellas Artes, le dio la razón y marcó el
inicio de una larga trayectoria dedicada a la danza, como bailarín, coreógrafo, maestro y promotor. Más de 300 coreografías creó, cientos de poemas escribió, compuso canciones, estructuró y organizó a las compañías de danza contemporánea y de ballet popular que llevó por todo el mundo, hizo cine y televisión, dio múltiples conferencias. El Seminario de Cultura Mexicana publicó una antología de sus cuentos, y Conaculta editó su libro La época de oro de la danza en México; es decir, sus horizontes creativos no tenían límites… Y es su coreografía Zapata la que sigue palpitando en los grandes escenarios de la danza y en la memoria sensible de México. Durante dos años visité a Guillermo Arriaga cada semana para entrevistarlo y escribir su biografía, Zapata sin bigote, con los retos ineludibles de abordar con preguntas al único hermano de mi madre. Siempre lo encontré mirando por la ventana la luna que se despide cuando amanece o los volcanes al atardecer. Desde otra ventana interior imaginó un día su coreografía Zapata y dio a luz el libreto: En el escenario, Zapata nace de la tierra. Ella le da la primera luz, el primer pedazo de aire. Es la fuerza para que su sangre corra como rebelde río y que cada golpe de su corazón se convierta en gigantesca ola para aniquilar al intruso, al injusto, al culpable. Se escucha la Tierra de Temporal de Moncayo. Zapata vive y lucha para devolver los derechos más sagrados a todos sus hermanos... ¡Tierra y Libertad! La música cobra fuerza, los movimientos la siguen cargados de poesía. Crece el grito, crecen el hombre y la mujer en el escenario. Finalmente, Zapata cae bajo el golpe de la traición. Vuelve al seno de la tierra, sólo que ahora, a través de ella, la cal de sus huesos y la savia de sus arterias habrán de transformarse, como profético testamento, en el más agudo grito que correrá clamando justicia por el surco de cada parcela en todos los sembradíos en donde la tierra
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sea ignominiosamente violada y el campesino despiadadamente despojado. “El día que se haga justicia en mi país, ese día se dejará de bailar mi Zapata”, decía el bailarín. Su pode rosa pieza, de once minutos, con un hombre y una mujer descalzos en escena, se danza en el Palacio de Bellas Artes y en los grandes escenarios del mundo, pero también se bailó en el áspero suelo del Zócalo capitalino, durante la Caravana Zapatista en 1995, y llegó hasta la selva lacandona donde aún se percibe el eco de la música de Moncayo y donde la huella profunda de Zapata late en el corazón de las comunidades indígenas. Se trata de un clásico de once minutos que, para Raquel Tibol, “significa una obra límite, que marca un antes y un después en el desarrollo de la danza mexicana” y que le ha valido también ser considerado “el Juan Rulfo de la danza”. Para Arriaga todo aquello era motivo de orgullo, sí, pero como su amigo Alejandro Jodorowsky, pensaba que el hombre no nació para una sola cosa sino con potencial para ser múltiples. Decía que otro sería el mundo si toda la gente leyera poesía, tocara la trompeta o el violín, hiciera teatro de vez en cuando o bailara, ya
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sea en un foro, en un salón o en la banqueta porque, como Diego Rivera, sostenía que el arte es un asunto de salud pública. De ahí, su pasión y entrega, a lo largo de toda su vida, por la promoción cultural con énfasis en los jóvenes y en la creación artística independiente. Con ese espíritu, ocupó la gerencia de Eventos Artísticos y Culturales en Fonapas (Fomento Nacional para Actividades Sociales) donde fue, junto con Patricia Aulestia y Carlos Montemayor, fundador del Premio Nacional de Coreografía uam-Fonapas. Poco después fungió como director de Danza del Instituto Nacional de Bellas Artes; desde ahí creó el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de la Danza “José Limón” y logró que, al desaparecer Fonapas, permaneciera con vida aquél premio coreográfico con el nombre inba-uam que de ahora en adelante se llamará “Premio Nacional de Danza Guillermo Arriaga”. El pasado 3 de enero, el artista dio su salto definitivo hacia donde ya no necesita de ventanas para mirar la luna y los volcanes. Desde allá, resuena el eco de las palabras que pronunció el Día Internacional de la Danza en abril de 2003: Jóvenes: A ustedes que han decidido transitar por este largo y difícil camino de la danza, lo único que puedo decirles es: Hay en nuestras vidas una magia… una “Hada Mágica Madrina”, esa Hada es La Vocación. La Vocación tropieza contra altas mareas, contra rocas inmensas, contra muros de torpeza. ¿Pero saben qué? La Vocación, esa “Hada Mágica Madrina”, es más fuerte que las mareas, que las rocas y que los grandes muros. El poema, la ciencia, la música y la danza son hijos de la Madrina. De esa gran Hada Madrina que es la Vocación… la luz… la vida. Madre de toda la creación. ¡De toda vida!
Guillermo Arriaga
Una tarde con
Rafael Coronel
Sofía Gamboa Duarte
Fotografía: Sofía Gamboa
El mundo de las artes en México durante la segunda mitad del siglo xx se desarrolló y se consolidó gracias al talento de artistas como Guillermo Arriaga, intérprete de la realidad y de sus elementos mediante los movimientos de su propio cuerpo en la confección de personajes, animales y fantasías por medio de la música. La carrera que comenzó en el teatro se consolidó en la encarnación de un romántico enamorado, un apasionado amante o un temperamental anciano y su trascendental “venado”. Alumno de Waldeen y de José Limón, Arriaga inventó sus propias realidades por medio del baile como la inmortal pieza Zapata, interpretada en innumerables teatros, plazas, salones y recintos particulares para personajes como Frida Kahlo y Lázaro Cárdenas. Muy delgado, de rostro surcado por las profundas huellas que dejan los escenarios y una vida intensa, el bailarín y coreógrafo ya es de movimientos pausados pero firmes como sus palabras que fluyen entre sonrisas y carcajadas. Sentado en una rústica mecedora de madera arropada por cojines, a la mitad de la sala del pequeño apartamento en Barranca del muerto, con su caballito hasta el tope de huitzila zacatecano, Billy Arriaga, artífice no sólo de coreografías sino de generaciones y fragmentos de la historia de la danza en México, nos obsequió un segmento de la vida que construyó, esta vez junto a Rafael Coronel.
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Rafael Coronel vivió con usted cuando dejó Zacatecas para vivir en la ciudad de México, ¿cómo llegó a su casa? En 1948 yo era estudiante de danza en Bellas Artes, entonces todos éramos alumnos de Santos Balmori, ahí conocí a Pedro Coronel, que ya era maestro en la Esmeralda, y nos hicimos íntimos amigos. Yo me casé con una alumna suya, él me la presentó, una costarricense maravillosa, ya murió (Graciela Moreno). Mi esposa y yo nos fuimos a Francia en 1951 y vivimos en París cerca de un año, hicimos una amistad muy cercana y muy fraterna con Pedro, Dolores Castro, Chayito Castellanos, ¡un grupo maravilloso! Un día llegó Pedro y me dijo: “Este es mi hermano Rafael, viene a estudiar; aquí te lo dejo. Cóbrale una renta”. Rafael acababa de terminar la prepa en Zacatecas y Pedro me lo dejó, literalmente, ¡como bulto! Cuando vi lo que hacía, dije “¡Este es otro genio, no es posible!”, porque si se ve a Pedro y a Rafael, plásticamente no tienen nada que ver ¡y son dos genios! Háblenos del momento en que conoció al joven artista En casa vivíamos mi esposa Graciela, mis hijos, Emiliano y Guillermo, y yo. Rafael era muy reservado y no permitía que nadie entrara a su estudio, excepto Emiliano. ¡Incluso le hizo un retrato! No dejaba entrar a nadie y de repente explotó una cosa en el estudio de Rafael. ¡Quién sabe qué estaría haciendo! ¡Y era adorable! Una noche fuimos al cine a ver una película de terror, Los pájaros de Hitchcock. Entonces Rafael era como niño chiquito, cuando vio los pájaros estaba aterrado y se acurrucó con nosotros, entonces le dije “ahí quédate, duérmete aquí”. ¿Cambió Rafael con el paso del tiempo y en las distintas etapas de su carrera? ¡Nunca! Rafael siempre ha sido el mismo, con un carácter inmutable. Eso hay que reconocer ¡Jamás ha cambiado! Ha sido absoluta y totalmente hosco, seco, duro y profundamente maravilloso. ¡Hay que sacarle con tirabuzón las palabras!
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Pero ese es Rafael Coronel desde joven. ¡Fue como mi hijo, y a Juanito lo quiero muchísimo! ¿Dónde estaba su domicilio cuando Rafael vivió con ustedes? En Valerio Trujano 356. ¡Acaban de destruir mi casa!, ¡me acaban de romper el corazón! Esa casa fue como un núcleo de todo santo mundo porque eran tres casitas juntas. Mi familia y yo vivíamos en medio, y a la izquierda pasó todo santo mundo, los Retes, José Ignacio con Lucila. En la otra casita estaba Pedro Alvarado con Ruth (Rivera Marín). Ella y yo fuimos como hermanos toda la vida, hicimos la primera comunión juntos. ¡Ella hija de Diego Rivera y yo de la educación socialista de Lázaro Cárdenas! ¡Pero siempre fui un buen católico! ¿En qué parte de su casa se instaló Rafael? Yo tenía un cuarto de dos pisos en la parte de atrás de mi casa con baño y todas las instalaciones. Entonces Carlos Jiménez Mabarak me dijo un día “Oye, ¿por qué ese cuartito que tienes allá atrás no me lo alquilas como estudio?” Lo arreglé como pequeño departamento con cocineta y un estudio. Cuando lo tenía listo, Carlos me dijo “¿Sabes qué?, me acaban de dar una beca para irme a París”. Y me dejó plantado, entonces un día Pedro (Coronel), completamente borracho —¡igual que yo!— me echó, ¡así como saco!, a su hermano y me dijo “Ahí te lo dejo”. Entonces nos lo echamos Graciela y yo, y fue nuestro hijo de mañana, tarde y noche, todas las comidas. En ese tiempo él tiraba a la basura muchos dibujos y pinturas y yo los recogía, porque decía “¡este es un genio!” Le cobraba sesenta pesos al mes por su cuartito, y no tenía los 60 pesos pero yo recogía todos los dibujos y me los firmó. ¿Usted presentó a Rafael Coronel con todos sus amigos? En aquel tiempo todos éramos vecinos y amigos, yo crecí junto con Ruth (Rivera Marín) y después vivíamos en casas contiguas. Diego siempre fue a ver mis
funciones, siempre estuvo con nosotros en el palco de Bellas Artes. ¡Mira nada más que maravilla! Después de la función nos íbamos a la casa azul de San Ángel a echarnos unos tragos, la guitarrisa, y a platicar, cantando unos corriditos que todavía me acuerdo, de la Revolución. ¡Y nos amanecíamos! Era un monólogo, no eran diálogos. Cuando Diego hablaba, él hablaba y era una sabiduría enorme; además de su gran talento y una gran potencia como pintor. ¡Qué tipo, qué cultura! Cuando me casé también había grandes fiestas en mi casa. Todo México iba a visitarme con una botella de tequila, es un episodio maravilloso de todo este rollo de gentes sensacionales. He sido tan privilegiado y afortunado de haber vivido toda esa parte de la historia y además de haber tenido casi como hijo a un Rafael Coronel. Fui teatrero con Retes, con Lucila, con los Balzaretti. ¡Mi vida ha sido maravillosamente rica! ¿Cómo se conocieron Ruth Rivera y Rafael? Rafael conoció a todos mis amigos y obviamente a Ruth. Le tocó ver a sus hijos pequeños y el proceso de su divorcio con el arquitecto Pedro Alvarado. De ahí se hicieron amigos y finalmente se casaron. Usted y Ruth Rivera ya eran amigos cuando fueron vecinos con sus respectivas familias. Esa amistad viene desde niños. Lupe (Rivera Marín) ahí está todavía, es un añito mayor que yo. Con Guadalupe sí nos vemos, ella vive cerca de aquí y platicamos muchísimo, a Ruth le dio cáncer en un seno y no se cuidó, se lo dejó hasta que murió. Conocí a Diego, a Frida y ha sido una vida muy rica por haber
aprendido de toda esa serie de maestros como Orozco, que era muy raro, y Siqueiros, otro muy raro. ¡Pero bueno!, era la ruta nuestra. Y luego todo el bagaje de (Miguel) Covarrubias, de Waldeen, Chávez (Morado), (Pablo) Moncayo, (Leonora) Carrington, (Eduardo Hernández) Moncada. ¡Mi generación! Yo le pregunté a Diego, “¿Qué opinas de tu yerno?”, y me dijo, “Todavía ni a sargento llega, le falta mucho para ser coronel”. La primera promotora de la obra de Rafael Coronel fue Inés Amor, ¿la conoció Rafael a través de usted? Yo conocía a Inés, ella me quería muchísimo. Soy íntimo amigo de los hijos, los conocí desde chiquitos, es una historia larguísima. Nunca en México ha habido una galería igual a la de Inés Amor, ¡claro!, está la hija Mariana, pero es otra historia. Cuando llegó Rafael traía unos lienzos que le llevó a Inés y ella los negociaba. Inés Amor ha sido la mejor galerista de nuestro México, ¡y tenía una intuición increíble! Desde Carlos Mérida hasta Diego Rivera, pero también a los jóvenes como Rafael los promovió Inés. Yo no se la presenté a Rafael, él mismo fue a buscarla. ¿Cuánto tiempo vivió Rafael con ustedes? Duró diez años en el departamentito de mi casa. Se fue hasta que se casó. Fue como un hijo para Graciela y para mí. Sin la cuenta de los mezcales saboreados, únicamente el paso de agujas en el reloj y el aletargamiento del sol anuncian la hora de retirarnos. Una deliciosa tarde fue sellada con un cálido abrazo del gran artista, conversador, amigo y ser humano Guillermo Arriaga.
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Antes y después del Hubble
Roger Bartra
y la traducción*
Retrato del poeta latino Quinto Ennio, mosaico de Monnos. siglo II, Rhineland Museum. Fotografía: DeAgostini/Getty Images
Jaime Labastida
Permítanme iniciar estas palabras, queridos amigos, por una anécdota personal: conozco a Roger Bartra desde que él era adolescente. Fui amigo de sus padres, el poeta Agustí Bartra y la escritora Anna Muriá. Añado que tengo una deuda poética, que nunca podré saldar, con Agustí Bartra: prodigaba su tiempo con el poeta en ciernes que yo era, apenas un joven de dieciocho años de edad. A Roger y a mí nos separan tres años, pero por entonces yo lo veía como si fuera niño. No me asombra que aquel adolescente sea ahora un investigador de gran mérito, un ensayista maduro, razones por las que ingresa en nuestra institución. Estoy seguro de que en ella rendirá su mejor esfuerzo y le brindará las pruebas de su talento. Añado, con brevedad, otro rasgo más. Roger Bartra es, desde su más tierna infancia, hablante de dos lenguas. Escribe en español y se podría decir que ésta es su lengua materna. Sin embargo, no es posi-
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* Respuesta al Discurso de Ingreso de don Roger Bartra a la Academia Mexicana de la Lengua.
ble olvidar que en su casa se hablaba en catalán y que sus padres se comunicaban, entre ellos y con sus hijos, en esa lengua. Tiene, por lo tanto, el privilegio de ser bilingüe. Acaso en la intimidad se expresa en la lengua que heredó de sus padres. Pero su lengua científica es el español. No intentaré hacer una biografía intelectual por la que reconstruya los hitos que ha seguido el desarrollo de Roger Bartra. Me limitaré a trazar algunos rasgos, a mi juicio esenciales. Antropólogo de formación, Bartra pronto encontró caminos más amplios para sus inquietudes de investigador: se doctoró en sociología en la Sorbona. Sus intereses son vastos y complejos. Uno de sus libros iniciales sometió a la discusión la posible vigencia del modo de producción asiático en las sociedades mesoamericanas (hizo una antología de ensayos sobre ese tema que arrancaba por los textos clásicos de Marx y Engels). Continuó luego en esos empeños y publicó un breve libro con ensayos a propósito del mismo asunto. Pronto desplazó su interés hacia las formas de la práctica política. Publicó un libro sobre la estructura agraria y las clases sociales en el México actual y examinó el ejercicio del poder político. No omito decir que sus críticas al llamado socialismo real y a lo que se llama izquierda mexicana le ocasionaron no pocos descontentos. Creo que su honestidad intelectual lo obligó a ser leal con su propia conciencia, antes que con la ortodoxia de una doctrina. Dejó de creer, si alguna vez lo hizo, de modo fideísta o dogmático, en las propuestas de un partido, para someter a una duda rigurosa el conjunto de sus tesis. Se hizo amigo de la verdad, no de Platón. La ruptura con nuestro pasado ideológico es, a un tiempo, una fractura con nosotros mismos. Se pierden amigos, acaso convicciones, pero se obtiene, a cambio de ello, congruencia y sensatez. Su campo reflexivo, por consecuencia, se amplió. Discutió las ideas forjadas alrededor de la supuesta identidad del mexicano, en un libro que pronto fue objeto de discusión académica. Sin embargo, a mi juicio, sus afanes encontraron una vía más sólida aún en un ensayo ejemplar, El salvaje en el espejo. El libro supone
una investigación de largos años. Hay en él, gracias a una iconografía pertinente y por supuesto amplia, la expresión de preocupaciones que tienen estrecha relación con la teoría y la práctica de los mayores antropólogos contemporáneos, los decisivos: un Marcel Mauss, un Claude Lévi-Strauss, un Mircea Eliade, un Georges Dumézil. Pero entremos ahora en aquello que nos propone en su Discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua. Sin duda, advirtieron ustedes la paradoja en la que desea sumergirnos. Bartra desarrolla el antiguo adagio italiano que sostiene la equivalencia entre traductor y traidor. Si traducir es traicionar, la comunicación debe apoyarse, por necesidad, en su contrario, en una suerte de incomunicación. Jamás podremos lograr una traducción completa. La tesis me recuerda, de súbito, la propuesta de Martin Heidegger que indica la necesidad de escuchar el silencio. De acuerdo con el filósofo de la Selva Negra, toda palabra en verdad profunda debe estar apoyada en el silencio. ¿En qué medida son ciertas estas proposiciones? El asunto es demasiado complejo y está lleno de aristas. Un concepto pone el acento en apenas un rasgo de lo que intenta designar. La vieja ilusión de lograr una lengua matemática, totalmente nítida y precisa, ¿es posible? En la tradición grecolatina, se le dice Luna al satélite nocturno. En griego, selήne y en latín, Luna, aluden a luz: la Luna es la luminosa; éste es el rasgo que se pone en relieve. Se trata de un sustantivo femenino. Antes, su nombre era masculino y estaba asociado a las cuatro fases de su movimiento. Luna y Mens designaban al satélite nocturno, pero una palabra ponía el acento en su luz, en tanto que la otra mentaba el cambio de sus fases. De la voz Mens se deriva nuestra palabra mes. Recordaré que los pueblos nómadas y pastores miden el tiempo por lunaciones y que los sedentarios lo hacen a través del movimiento aparente del Sol por equinoccios y solsticios. Lo que deseo subrayar es que todo sustantivo pone en relieve sólo alguno de los aspectos del objeto que designa, mientras hace abstracción de los restantes. Es
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un modo de evocación o, para decirlo como lo dice Bartra, es una traducción (de lo que es real a la palabra) que traiciona. No sólo toda traducción es, y no puede ser de otro modo, una traición. También es una traición que le demos una palabra a los hechos de la realidad: traducimos los hechos reales a sonidos articulados: le damos una voz a lo que carece de palabras. Pero toda traición verbal es una creación. Permítanme aducir algunos ejemplos de lo que he dicho. La palabra latina sapientia traduce la voz helena sojía. Sin embargo, sojίa: guarda relación directa con la capacidad manual, de suerte que un buen constructor de naves es un sojόV, no solamente Sócrates. La palabra sapientia es un neologismo que se debe a Ennio, que la construyó a partir del verbo sapio, -is: saborear, gustar, degustar. En latín y en las lenguas romances, el verbo y el sustantivo saber están asociados a la lengua como órgano anatómico de la fonación y como instrumento que saborea la comida. En latín se saborean las palabras. Aún más, en tanto que pensar tiene la misma raíz de pender, en español sopesamos las palabras. La palabra posee peso, es grave. Así, en tanto que en griego la sabiduría se vincula a la mano y a los oficios manuales, en latín, como dije, a la lengua. La diferencia es grande y la traducción de Ennio es, por ello, una verdadera audacia, el fruto de una pura creatividad. Veamos lo que sucede con la palabra griega zῷon, de prosapia filosófica y política. Aristóteles sostiene que el hombre es un zῷon politikόn, sintagma que en español suele traducirse como animal político. ¿Qué dice Aristóteles que, empero, en la traducción española se empaña? ¿Acaso que el hombre es un animal que, por definición (o por naturaleza), se dedica al oficio que hoy se denomina la política, lo que alude a los asuntos públicos? Examinemos, con brevedad, el concepto zῷon: está formado por dos raíces; de un lado, el verbo zώw, que significa vivir; de otro, el concepto filosófico extremo: ὄn, ente, ser. Zῷon quiere decir, llanamente, ser vivo. Los latinos trastocaron el concepto y lo tradujeron por animal y, así, los libros de la Física aristotélica que se dedican al examen de vegetales, animales y humanos, los seres vivos, se llamaron De anima, Del alma. Si Aristóteles los hubiera querido llamar así, los habría
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denominado Peri yucῆV. Ciertamente, igual la voz yucή que la palabra anima tienen relación con el hálito, el aire, la respiración, el aliento vital. El vegetal es también zῷon. Aristóteles dice que el hombre es el ser vivo que habita, por naturaleza, en la PόliV; sabe que la PόliV es un producto social. Sin embargo, para él, naturaleza, jύsei, no significa lo mismo que para nosotros, ya que lo último en el orden de la generación es primero en el orden de la naturaleza: se acerca a su causa final. A diferencia de nuestra manera de pensar, Aristóteles no opone sociedad y naturaleza; opone jύsei a nόmoV. He aquí, pues, que a Bartra le asiste la razón. Hay terrenos sombríos que el lenguaje es incapaz de traducir. No sólo de una lengua a otra existen traiciones. Del campo de lo real al espacio de la palabra, abundan las líneas de sombra, imposibles de colmar. El error hace que resplandezca la verdad. Acaso el mayor de los errores de traducción suceda en el nivel orgánico. Establece Jacques Monod, Premio Nobel de biología: “la física nos enseña que, salvo en el cero absoluto, límite inaccesible, ninguna entidad microscópica deja de sufrir perturbaciones de orden cuántico cuya acumulación, en el seno de un sistema macroscópico, alterará la estructura de modo gradual pero inexorable”. Y añade: “los seres vivos, pese a la perfección... de su maquinaria, que asegura la fidelidad de la traducción, no escapan a esta ley”. Por eso, “La muerte de los organismos pluricelulares se explica... por la acumulación de errores accidentales de traducción que... degradan poco a poco... la estructura de los organismos”. A la vida le es necesaria la muerte. Los errores de traducción se presentan, pues, en el nivel básico de toda organización material. Lo que sucede en el habla es consecuencia, quizás, de lo que acontece en física, química y biología. Acaso no pueda servirnos de consuelo, pero conviene asumir nuestra condición de seres frágiles y perecederos, para gozar, de modo pleno, los escasos instantes de delicias (y terrores) que significa estar vivos. Bienvenido, querido Roger Bartra, a tu nueva casa académica. Tus iguales te recibimos con los brazos abiertos. 13 de febrero de 2014
Espectros, íncubos y súcubos Jaime Augusto Shelley
Fotografía: Thinkstock
Unos fijan la desaparición inicial de la llamada era cristiana con la divulgación de la Teoría de la Evolución de las Especies, de Darwin, y otros, más cautos, con la Teoría de la Relatividad, de Einstein. Mientras la primera echa por tierra los inamovibles fundamentos de la creencia en la creación del universo, la puntilla la da la segunda, el fin del pensamiento (no racional) de las formas absolutas, piramidales, manejadas como dogmas eternos e inapelables. Todavía viene Freud y nos libera de la espantosa carga del pecado (de la culpa), esa increíble fuente de ingresos de la Iglesia, que por siglos y siglos ha hecho, además, de dicho negocio, una vía de manipulación y control, tanto de ricos como de pobres. El alma, esa entidad vaga, desaparece y se transforma en espíritu, forma humana en continuo crecimiento y, en su calidad de expresión individual dentro de lo colectivo, llena de obligaciones éticas, solidarias y participativas. Es el principio de las ciencias, las humanidades y el pensamiento social en sus diversos planos y potencialidades. La creatividad de la raza humana alcanza niveles inimaginados en todos los órdenes y en cualquier otra era de la Historia. Lo más espectacular y grandioso, por desgracia, se entremezcla también con lo más perverso y repugnante de la condición humana. El contraste del desarrollo de las sociedades y dentro de las mismas sociedades alcanza niveles catastróficos e insostenibles. Si Dios no ha muerto, sin duda está de vacaciones, como nos lo avisa José Gorostiza en su Muerte sin fin:
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Mas nada ocurre, no, sólo este sueño desorbitado / que se mira a sí mismo en plena marcha; / presume, pues, su término inminente / y adereza en el acto / el plan de su fatiga, / su justa vacación, / su domingo de gracia allá en el campo, / al fresco albor de las camisas flojas. /¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla, / se regala en el ánimo / para gustar la miel de sus vigilias! / (…) así, aun de su cansancio extrae ¡hop! / largas cintas de cintas de sorpresas / que en un constante perecer enérgico, en un mirar absorto, / arrasan sin cesar su bella fábrica / hasta que —hijo de su misma muerte, / gestado en la aridez de sus escombros— / siente que su fatiga se fatiga, / se erige a descansar de su descanso y sueña que su sueño se repite, / irresponsable, eterno, / muerte sin fin de una obstinada muerte, / sueño de garza anochecido a plomo / que cambia sí de pie, mas no de sueño, que cambia sí la imagen / mas no la doncellez de su osadía / ¡oh inteligencia, soledad en llamas! / que lo consume todo hasta el silencio.(…)
Lo dicho de manera impecable, hace cerca de ochenta o cien años, en la quietud de un despacho, voz solitaria de una noche que tardó casi diez años en plasmarse en versos prístinos, diáfanos, toma ahora sentidos polisémicos, de tal vitalidad, que no pueden aparecer frente a nosotros como tétricas pesadillas recurrentes, sino por el contrario, como metáforas de la vida cotidiana. Y asoman, así, aquí y allá, entre transeúntes desprevenidos, a cada instante, los espectros; insepultos unos, fétidos, pútridos, otros, o —con la resequedad de despojos dejados a la intemperie por muchos años o siglos— tantos más. ¿Quién los ve? ¿Quién los oye? ¿Cómo se entrecruzan a la entrada de los edificios, a la salida de los teatros y conciertos, cuchicheando, con risas quedas, cómplices y echando ojeadas a los lados, cargadas de resentimiento? En algunos casos se puede identificar a algún personaje, cargado de medallas en el pecho, o portando pergaminos bajo el brazo, que se apresura a la celebración de algún acto social o político. ¿Son muertos vivientes o sólo vivos muertos? Los atuendos varían y reflejan épocas distintas, casi nunca salen de las grandes avenidas y los espacios públicos, salvo —debemos suponer— para realizar visitas particulares. Hay entre estos sujetos unos, a quienes ellos mismos rechazan, ya sea por miedo o repugnancia. Son creaturas peculiares, algunas despliegan una especie de juegos de encanto, otras pretenden seducir a los viandantes, que por supuesto no las perciben —y si lo hacen,
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Albert Einstein en la Universidad de Princeton. Fotografía: Ed Jackson/NY Daily News Archive via Getty Images
corren despavoridos—, con frases dichas al oído, o pretendiendo tocar sus manos o sus rostros. Las intromisiones se dan, asimismo, en la radio, la televisión o el internet. Suceden sin que notemos cuando una trasmisión se ve alterada por fracciones de segundo, aparecen en pantalla mínimas distorsiones y en el aire ruidos que alteran el discurso que nos hacen volvernos y preguntar al más cercano “¿qué dijo?” El pensamiento materialista nos ha enseñado que nada muere, que la materia meramente se transforma, pasa a formar parte de otro organismo viviente, una especie de gusano a mariposa, o viceversa, si deseamos utilizar una metáfora más amigable. La cuestión reside, para seguir con la línea de pensamiento más cercana al espíritu científico, en cómo son los procesos de descomposición en cada sujeto, o mejor dicho, ejemplar, que cae abatido por el ineludible proceso de su deceso. Porque hay sujetos que se niegan a morir (también, es cierto, hay quienes se niegan a vivir, pero eso es otro asunto), de modo que continúan pataleado, dando grandes voces, increpando a todo lo familiar y sagrado: ¡por qué yo, por qué a mí!, etc. Y ello redunda en la dificultad para llevarlos al camposanto, a vivir, si acaso, en la memoria de esos pocos que de verdad lamentan su defunción. Y cada muerte acarrea consigo la aparición en escena de un sustituto —como los Presidentes cada seis años-— fenómeno que implica la incertidumbre, la de los deudos, sobre el mañana: ¿Qué será de nosotros? Y entonces aparecen los muertos vivientes, los seres que debieron, según la tradición judeo-cristiana, haber ya comparecido para recibir su justo castigo o su inmejorable recompensa ante los ojos del Dios todopoderoso, y esto no siempre sucede con la celeridad que imaginaron los múltiples escribas del Antiguo Testamento, que no previeron el aumento en la densidad de población. El abrupto ingreso de más de 50,000, 80,000 muertos, o más, en un tiempo tan breve debe haber confundido a la burocracia celestial, que no ha de ser muy distinta de la local. Después de todo, estamos hechos a imagen y semejanza del Señor.
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International Standard Book Number (isbn) Paul Jaubert
9 786074 779165 En la década de los sesentas se instrumentó una nomenclatura para controlar las ediciones y publicaciones de libros en cualquier formato en que se dieran a conocer, pero la instrumentación de dicho sistema no es suficiente para tener un verdadero control de las obras, de sus ventas y de los derechos que corresponden a sus autores y editores.
En el mundo editorial se ha vuelto de uso generalizado y en muchos países obligatorio el Número Internacional Normalizado del Libro, mejor conocido como isbn, que resultan ser las siglas en inglés de “International Standard Book Number”. A pesar de ser otro gran ejemplo de esa tradición anglosajona de referirse a todo por sus siglas, quizá por ahorrar tinta, tiempo, o vayan ustedes a saber qué, esta nomenclatura sí tiene una valía y uso práctico en el mundo actual. Así, como una primera forma de control se estableció en 1996, en el Reino Unido, el primer antecedente del isbn, que fue el sbn (Standard Book Numbering) con el que comenzó a emplearse una nomenclatura para las publicaciones a efecto de que mediante dichos números se tuviera control de las obras publicadas por parte de editores, distribuidores, vendedores y autores, nomenclatura que posteriormente se amplió al resto del mundo, y ahí fue cuando obtuvo la “I” de International en sus siglas.
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La creación del isbn realmente resultó un avance para todos, pues dentro de sus números abarca gran información sobre las obras impresas. El isbn originalmente era una serie de diez números —que posteriormente pasó a trece— separados por guiones y que sirven para indicarnos la genealogía de una obra impresa. Actualmente, el isbn relaciona un título con su editor, el país donde se publica y las características editoriales del libro u obra impresa, dado que en la actualidad existen diversas formas de publicar libros que no necesariamente son las tradicionales. Hoy por hoy, el isbn incluye: Prefijo Internacional (es decir una serie de tres números arábigos que indica el país de publicación del libro); identificador de grupo de registro (también tres dígitos); prefijo del editor (cuatro dígitos); identificador de título o publicación (dos dígitos); y un dígito de control o de comprobación. En México, es obligación de los editores obtener e incluir en todas sus publicaciones el isbn, mismo que
se debe tramitar ante el Instituto Nacional del Derecho de Autor, que es la agencia autorizada en México a nivel mundial para realizar cualquier trámite al respecto. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 53 de la Ley Federal del Derecho de Autor, los editores deben hacer constar en forma y lugar visibles de las obras que publiquen los siguientes datos: nombre o razón social y domicilio del editor; año de la edición o reimpresión; número ordinal que corresponde a la edición o reimpresión, cuando esto sea posible; y el Número Internacional Normalizado del Libro (isbn). Así, de conformidad con las leyes mexicanas, la obligación de incluir el isbn en cualquier publicación está establecida por ley, de tal suerte que cualquiera que realice esta clase de publicaciones debe incluir la nomenclatura mencionada para poder explotar comercialmente la obra editada, pues de lo contrario las autoridades en materia económica pueden llegar a sancionarlos seriamente al igual que el Instituto Nacional del Derecho de Autor, y el Instituto Mexicano de la Propiedad Intelectual, por posibles violaciones en materia de comercio. La situación a partir de la entrada en vigor de la Ley Federal del Derecho de Autor de 1996 se volvió realmente confusa al respecto, pues en la legislación anterior no existía la obligación de incluir el isbn, sin embargo la ley incluía requisitos más estrictos y que podían proporcionar mejor control a los editores y también a los autores, pues la protección que da el isbn es prácticamente exclusiva para el editor, dado que se suprimió de la ley la obligación de los editores de incorporar en las ediciones o impresiones de los libros que publiquen el número de ejemplares de los que consta cada tirada. Esto deja en franca desventaja a los escritores que no tienen realmente forma de conocer cuántos ejemplares de sus obras se editan e imprimen, como tampoco pueden saber a ciencia cierta cuántos se venden a menos que acudan a tribunales para que un juez requiera formalmente a las librerías y expendios de libros para que informen del total de ejemplares que recibieron de determinada obra, y cuántos se vendieron en un periodo.
No obstante las fallas que pueda tener el sistema de isbn, es realmente un mecanismo muy práctico para tener control respecto de las publicaciones, pues además de ligar éstas al país en que se realizan, al editor, al título y a sus características, establece también un sistema de código de barras que facilita su comercialización, y si pudiéramos hacer posible la obligatoriedad a nivel mundial de dicho código, se podría centrar en una base de datos universal el control de ejemplares puestos a disposición, compras, ventas y devoluciones de las obras literarias impresas que se den a conocer. Es muy importante señalar que el isbn debe obtenerse para cada edición que se realice de una obra, por lo que si la misma se publica en México y posteriormente en España y luego en Argentina, en cada país se deberá tramitar su isbn, o bien cuando se realice alguna modificación a la edición o ésta se haga primero en formato de bolsillo y posteriormente a la rústica, y luego en tapa dura, cada una deberá tener su propio isbn. Es importante destacar que cuando se realizan coediciones entre varias editoriales, nacionales o extranjeras, en la página legal deberá aparecer el isbn de cada editorial por la obra, y en el caso de que se trate de una colección integrada por diversos títulos o ejemplares, se deberá obtener un isbn por la colección, y otros en particular por cada ejemplar que integre la misma. Además de lo anterior, es muy importante agregar que también existe un número sistematizado para publicaciones periódicas, es decir, periódicos y revistas, el “International Standard Serial Number” (issn) o Número Internacional Normalizado de Publicaciones Periódicas; el “International Standard Audiovisual Number” (issan) o Número Audiovisual Estándar Internacional, que se aplica a programas de televisión, películas, etc.; y el “International Standard Music Number” (ismn) o Número Musical Estándar Internacional, que aplica para las grabaciones musicales que se comercialicen. De todas las anteriores nomenclaturas, las únicas que han adquirido el carácter de obligatorias en varios países son el isbn y el issn.
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Franc otiradores
Los himnos están por escribirse
Llamil Mena Brito Fotograma de Balada de un hombre común
“I never was a performer who wanted to be one of them, part of the crowd”, he said, and in that sentence surely lies one of his most enduring achievements: the transformation of the crowd into an all-consuming but utterly unknowing them.1
Antes que la música (y con música nos referiremos a la música popular del siglo xx) fuera indiferentemente considerada sinónimo de una industria, justo antes, existieron artistas como Dave Van Rock, cantantes que debieron lidiar con una transición cultural muy particular y cuyo legado difícilmente puede hallarse en una discografía. En el fascinante mundo creado por los hermanos Joel y Ethan Coen, el tratamiento de la cultura norteamericana es uno de sus principales legados. Las diferencias entre el sur, el norte, la costa oeste, la
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Junod, Tom, “Seven questions for Bob Dylan”, Esquire, 23 de enero de 2014.
costa este; los intelectuales y los hombres de campo; todos dispuestos como ingredientes para acercarse a una sociedad donde, según el tiempo histórico elegido por los creadores, se evidencia un mundo complejo y abundante en matices autocríticos. El caso de Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis, 2013) no es la excepción. Corre el año de 1961 y el cantante de folk Llewyn Davis (Oscar Isaac) se encuentra en un momento de inflexión en su vida y su carrera profesional. Tras la muerte de su compañero musical, debe enfrentarse al hecho de convertirse en solista en un Greenwich Village donde el movimiento folk comienza a florecer. Sin dinero, casa ni destino recibe la noticia del embarazo de la novia de un amigo con la que recientemente se había enredado. Se inicia así el viaje de un hombre y un artista a través de un pedregoso camino de carencia e incomprensión. Empero, Llewyn —como otros personajes de los Coen— parte a esa odisea asumiendo una convicción, y también, la resignación de un destino generalmente adverso. Pero en este caso, el zeitgeist anterior a la implosión de Nueva York (acotándolo a Greenwich Village) de los 60 es el motivo principal que los directores utilizan para cuestionar el lugar del artista en conflicto con su vida y su obra. ¿Qué tiene de particular este momento y este lugar? Probablemente la respuesta se halle en un hombre que ha devenido ícono: Bob Dylan. Retratar la presencia e influencia de una figura como Dylan siempre ha parecido un tema por demás cinematográfico y también históricamente necesario. La empresa no ha sido sencilla, y el resultado definitivamente complejo. En los últimos años, en su documental No Direction Home (2007), Martin Scorsese se concentró en la transición acústico-electrónica de Dylan, logrando con esta delimitación dejar fuera más de la mitad de la carrera del intérprete. Un giro más interesante y profundo fue el realizado en I’m Not There (2007) de Todd Haynes, donde diversas facetas y caracterizaciones retrataron los matices del cantante. Probablemente la gran carencia de ambas cintas fue menospreciar el impacto de la llegada de Dylan a Nueva York y su incursión en la escena de Greenwich Village. Es seguro que ese tiempo y ese lugar no obtuvieron su sitio en la historia por haber albergado el inicio de
la carrera de Dylan pues si nos sometemos a la imagen que los hermanos Coen nos ofrecen, el grisáceo y frío aspecto del barrio simboliza la condición apática del en- torno y su circunstancia. Lo que podemos percibir en las vivencias de Llewyn Davis en este paraje es el deterioro, el punto de quiebre entre dos eras antes del esplendor de un gran hito de la cultura norteamericana. La capital bohemia, el nido beat, la madriguera de grandes jazzistas, todos estos movimientos conviven en un escenario y una historia que Llewyn debe asumir como parte de su contexto y por momentos de su formación. Movimientos que en esencia se hermanaban por una actitud nihilista y siempre distinta a los valores del capitalismo de unas cuadras más adelante. Pero Llewyn debe sobrevivir, no sólo al hambre y al frío; debe sobrevivir a la permanencia de su voz; Desde el plano estrictamente cinematográfico, destacan aquellas escenas donde el personaje rompe por completo con su vulnerabilidad y abarca toda la pantalla en planos medios de una calidez e intensidad únicos. Es la historia de otro artista, su obra y su entorno; pero también la de una época, el momento en que la música y su mensaje cobran importancia. Pues el lugar que Bob Dylan ocupa como hito proviene de haber convertido la pureza bucólica del folk en una poderosa arma pública y una muy rentable mercancía para la industria musical. Aquí, en 1961, Llewyn no debe sortear la indiferencia del auditorio ni la malicia de una disquera; su angustia tiene que ver consigo mismo y su capacidad de afrontar el fracaso ante un mundo que apenas esboza un cambio radical entre una poética nihilista y la toma de conciencia de un cambio generacional, allí donde la música ocupará un lugar nunca antes imaginado. Los himnos están por escribirse y Llewyn Davis aún debe descubrir si su voz es lo suficientemente poderosa como para valer algo. Desde el Gaslight Café, el bar donde algunas noches puede interpretar su música y la de su antiguo conjunto, Llewyn observa con indiferencia el paso de toda suerte de músicos que no le expresan nada. A la par, debe debatirse entre sus obligaciones y el sometimiento a un destino manifiesto en el que, según su hermana, los hombres no deben hacer lo que aman. La maestría de los Coen puede hallarse en muchas cualidades de su filmografía, Personalmente, siempre
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me inclinaré por su capacidad de hacer un cine de una invisible disolución entre el presente y el pasado, un recurso que les permite crear un arte abocado a los seres humanos y a las sociedades. Balada de un hombre común le habla a toda una nueva generación, a los mismos jóvenes que hoy viven en Greenwich Village, los que carecen del talento lo suficientemente grande como para cambiar al mundo y, en cambio, conocen a la perfección la precariedad espiritual de una sociedad de consumo. Para los músicos, artistas, intelectuales y demás animales de este zoológico también hay un mensaje no tan oscuro como aparenta la angustia de Davis: debe sentirse el fuego de la voz del cantante para descubrir que no hay infortunio ni tragedia, simplemente the times they are a-changin’.
Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis) Dirección de Joel y Ethan Coen Estados Unidos, 2013 104 minutos
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Intervenciones Mateo Pizarro
Colaboran Huberto Batis (Guadalajara, 1934). Ensayista y crítico literario. Obtuvo la maestría en lengua y literatura españolas en la unam. Fundador de Cuadernos del Viento; colaborador de Cuadernos del Viento, El Heraldo Cultural, La Revista de Bellas Artes, Siempre! y Unomásuno. Miembro del snca 2000-2006. Premio Jalisco de Literatura 1999 y Medalla de Oro de Bellas Artes 2010. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. José Francisco Conde Ortega (Atlixco, 1951). Es poeta, crítico y ensayista. Estudió letras en la unam y es profesor e investigador de la uam-Azcapotzalco. Es autor de más de una treintena de libros, entre ellos, Vocación de silencio (1985), La sed del marinero que regresa (1988) y Los lobos viven del viento (1992). La antología personal Espina del tiempo (2014) es su más reciente libro. Sofía Gamboa Duarte. Realizó estudios de licenciatura y de maestría en filosofía en la Universidad Autónoma de Zacatecas (uaz). Ha publicado los libros Travesía del arte contemporáneo y Francisco Goitia. Obsesión en soledad. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc. Su libro más reciente es La ciudad de los deseos cumplidos, bajo el sello Fridaura. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa 1939). Poeta y ensayista. Doctor en filosofía por la unam. Miembro de número del Colegio de Sinaloa, de la Academia Mexicana de la Lengua, del Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos y de la Asociación Filosófica de México. Socio Honorario de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes 2009, el Premio Juan Pablos 2009 y el Premio Mazatlan de Literatura 2013. Adriana Malvido (ciudad de México, 1957). Escritora y periodista cultural. Ha sido colaboradora de Unomásuno, La Jornada, Proceso,
Cuartooscuro y Laberinto, entre otros. Algunos de sus libros son La Reina Roja: el secreto de los mayas en Palenque y Zapata sin bigote: andanzas de Guillermo Arriaga, el bailarín. Recibió en 2011 el Premio Nacional de Periodismo. Llamil Mena Brito Sánchez. Es historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente realiza la maestría en historia del arte en la misma institución. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 20042006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Octavio Paz (1914 - 1998). Poeta y ensayista. Fundador y director de Plural y Vuelta. Su obra ha sido traducida a 32 idiomas. Entre los reconocimientos obtenidos destacan el Premio Xavier Villaurrutia 1956 por El arco y la lira; el Premio Jerusalén de Poesía 1977; el Premio Cervantes 1981; el Premio Príncipe de Asturias 1993, y el Premio Nobel de Literatura 1990. Algunos de sus libros son ¡No pasarán! (1936), Libertad bajo palabra (1949), ¿Águila o sol? (1951), La estación violenta (1958), Blanco (1967) y Ladera Este (1969). Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro, La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Antonio Toca Fernández (ciudad de México, 1943). Estudió arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.
Descarga Tiempo en la casa, suplemento. “La lectura”, Raúl Falcó. “Hermanas”, Gilma Luque.
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casadeltiempo • número 2 • marzo 2014
Año XXXIII, Vol. I, época V, número 2 • marzo 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75
Octavio Paz
1914 - 1998