Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 30-31 • julio-agosto 2016 • $70.00 • ISSN 2448-5446
Novedades editoriales ARQUITECTURA
La Ciudad de México. Visiones críticas desde la arquitectura, el urbanismo y el diseño Fausto E. Rodríguez, Gerardo G. Sánchez y Elisa Garay (coords.)
Cultura visual y sistemas de significación. Dando sentido a los algoritmos, los medios y la creatividad en el espacio de la comunicación Jesús Octavio Elizondo (ed.)
ENSAYO LITERARIO
Las formas de la verdad. Investigación, docuficción y memoria en la novela hispánica José Martínez Rubio
POLÍTICA
Geopolítica del desarrollo local. Campesinos, empresas y gobiernos en la disputa por territorios y bienes naturales en el México rural Carlos Rodríguez Wallenius
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COMUNICACIÓN
Autobiografía imaginaria
Eduardo Chirinos, in memoriam Gabriel Trujillo Muñoz entrevista a Jorge Ruiz Dueñas Un poema de Marco Antonio Campos
SOCIOLOGÍA
Liderazgo social
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
(B “Lo Sup us s l ca en em el sa en có yo to di s d e go e le Q Am c t R r pa ad ón ra o ico de Ne T sc rv iem ar o” ga , d po gr e e at Be n l ui rn a ta a c en rd asa pá o R : gi ui na z 80 )
Alejandro Natal y Daniel Rojas (coords.)
Ferias del Libro en las que participará la UAM en agosto
CD MX
Feria Internacional del Libro del Estado de México Del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Plaza de los Mártires, Toluca, Estado de México.
Feria Internacional del Libro Universitario UAEH
Del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Polideportivo “Carlos Martínez Balmori”, UAEH. Pachuca, Hidalgo.
Feria Internacional del Libro del IPN
Del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Instituto Politécnico Nacional, Zacatenco, Ciudad de México.
Feria del Libro de Arte y Diseño
Del 29 de agosto al 2 de septiembre de 2016 Facultad de Arte y Diseño de la UNAM, Xochimilco, Ciudad de México.
Feria del Libro UAA
Del 31 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Universidad Autónoma de Aguascalientes, Aguascalientes.
www.casadelibrosabiertos.uam.mx
Editorial
¿Quién de nosotros no ha abrigado en el más íntimo de sus pensamientos el melancólico deseo de haber vivido una vida diferente, desde otro origen, otros amigos, un tiempo y un lugar distintos, una sucesión de hechos y rutas que nos habría llevado a circunstancias peculiares, diversos amores, otra sensación, otros deseos, con ausencias y presencias elegidas, una biografía imaginaria que se leyese como la trama de la mejor de las novelas, el más conmovedor drama romántico o la más intrépida película de acción? El arte y la literatura otorgan, a su manera, la realización de ese deseo mediante el registro y confección de una elaborada fantasía. Por tanto, en nuestro número de julio-agosto, proponemos una serie de autobiografías imaginarias escritas desde el juego o la distancia, la fatalidad o el espejo cóncavo, cercanías que se confunden con la realidad y que ocurren en lugares ajenos y sin embargo sugerentes. En el terreno de las artes plásticas, incluimos la crónica de la visita a una polémica exposición en el Museo Jumex, y una lúcida reflexión de la forma en que el arte y la acción política se imbrican para conformar obras y sustentar conciencias. Asimismo, ofrecemos un texto en homenaje al poeta peruano Eduardo Chirinos, recientemente fallecido, y una entrevista con el también poeta Jorge Ruiz Dueñas. El espíritu de estas páginas es un fino desafío: que el lector halle inspiración para imaginar otras vidas posibles, diseñadas al gusto, umbrías o luminosas pero siempre envidiables.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxv, época v, vol. iii, núm 30-31 • julio-agosto 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Portada Francisco López sobre una ilustración de iStock Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXV, época V, vol. III, número 30-31, julio-agosto 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de junio de 2016. Tamaño de archivo: 19.6 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Libros, 3 Marco Antonio Campos
profanos y grafiteros Tres estrellas, 5 Paulette Jonguitud Ser ese brujo, 8 René Rueda Ortiz Lecciones de lucha de clases, 11 Brenda Ríos No son separadores de libros, sino de hojas, 14 Jesús Vicente García Sinuosidades del Lemán, 18 Gabriela Aguileta Instantes en la vida de un fauno, 22 Rafael Toriz Monja, poesía y clasura, 26 Jorge Comensal Autobiografías paralelas, 29 Noel René Cisneros Prefacio de Los pájaros, 32 Nadia Villafuerte Radiografía de un instante que no fue, 37 Ramón Castillo
ménades y meninas El Museo Jumex. Asumir el orden natural de las cosas, 41 Verónica Bujeiro No hay forma de arte que no juegue también un rol político, 46 Operación hormiga [Sofía Hinojosa / Adán Quezada]
antes y después del Hubble Tres poemas, 50 Nadia Escalante Andrade Eduardo Chirinos. Obituario, 54 Miguel Ángel Flores En el áspero espacio de la duda. Conversación con Jorge Ruiz Dueñas, 57 Gabriel Trujillo Muñoz Gorgona y los accidentes viales, 61 Gerardo Ochoa Sandy
armario De la beldad de Laura enamorados, 65 Sor Juana Inés de la Cruz
intervenciones, 66 Mateo Pizarro
francotiradores Sesgo, de Claudia Berrueto, 67 Christian Peña Pocas cosas pueden manchar la realidad: Diario Camaleón de Marco Julio Robles, 71 Nora de la Cruz Una novela sobrepoblada. Besar al detective, de Élmer Mendoza, 74 Jorge Vázquez Ángeles La constelación de Tauro y los deltas caudalosos, 77 Claudia Solís-Ogarrio
colaboran, 80
Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Los ensayos de Amado Nervo Bernardo Ruiz
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Libros Marco Antonio Campos
En mi infancia libre y mi adolescencia oscura los libros eran ventanas ciegas en palacios de ahogo. Pero no, qué va, no me arrepiento ni así —ni un ápice—, de haber leído exiguamente, porque los colegios fríos, las calles grisáceas de mi barrio, el bullir de las pequeñas tiendas, los cines de encantamiento, los intrépidos partidos de emoción ebria de béisbol y de futbol, las muchachas ávidas y anhelantes, las amistades como ráfaga y ala y marea alta, me dieron, sin saber ni imaginar siquiera, las vivencias múltiples para aquellos libros que escribiría después —porque sólo aquello que se vive, sin mira ni propósito literario, (Cesare Pavese dixit) puede convertirse en un poema—.
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FotografĂas: iStock
Tres estrellas Paulette Jonguitud
La frente contra el cristal de la ventana, el pelo amarrado en un nudo que se desgarra, a sus pies un bebé dormido en el piso, sobre una manta, más atrás una niña que arma una torre con bloques de madera y la destruye, la arma y la destruye, afuera una ciudad donde no se puede contar ni con el aire, le arde el estómago, le quema la espalda, no sabe si lo que guarda es cansancio o es angustia, el bebé despierta tras dormir cinco minutos y la niña deja los bloques para correr a apretarle a su hermano las manitas, le tiene miedo al ruido, al movimiento, el único lugar en donde se siente tranquila es pegada a la ventana, es bonita esa ventana blanca y de madera, es bonita si se habla de ventanas, es idéntica a las de los vecinos pero es suya, ahí sale el señor de abajo, va de traje y son las siete, entonces debe ya ser sábado, sus hijos hacen ruido, tras de ella, uno gime, el otro parece que se ríe pero ella ya se ha ido, hoy es sábado y ella ya se ha ido con el señor que va allá abajo. Me detengo al pie de la escalera. Esta noche la gente se arremolina pero me las arreglo para pararme, como cada sábado, justo en mitad de la escalinata. Donde puedo mirar la fachada completa de la sala. Donde puedo contar cada peldaño. Ver los dos huecos oscuros de las puertas. Donde puedo recorrer con los ojos las letras doradas del nombre de la sala, para mí impronunciable: Nezahualcóyotl. Esta noche en el programa: la Novena de Beethoven. La atmósfera es de carnaval. La gente se arremolina en grupos. Yo estoy solo. Los miro conversar. Nezahualcóyotl, leo sin enredarme en cada letra. Mi voz me gusta ahí dentro de la cabeza. Ahí Nezahualcóyotl suena como la lengua de cualquiera. De tratar de pronunciarla en voz alta otra cosa ocurriría. Las palabras en los dientes se fragmentan. Se rompen. Se astillan. Miro a todos conversar y luego subo la escalera. Entro al vestíbulo forrado en madera acanalada. Subo al bar del mezzanine contando los peldaños. Me detengo un momento a mirar las lámparas redondas con sus
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tres focos satelitales, únicas líneas curvas en esta parte del edificio. Llego al mezzanine. Me siento en una de las mesas y ya sudo. No por la escalada sino por lo que viene. Me preparo para pedir una copa de vino blanco. Siento ya el sudor en las axilas. El pulso acelerado. Me odio mientras se acerca el mesero y la boca se me seca en rebeldía. El mesero ya está aquí. Abro los labios. Sale un gemido que no se convierte en palabra. El mesero espera. La primera letra se rehusa a salir. La pienso muchas veces. La machaco. La remarco. La arrojo hacia afuera. V, v, v, v; se me enreda en la respiración. Finalmente la escupo repetida como si todos los intentos por sacarla resultaran en una emisión distinta de la letra. Como si se me acumularan en la garganta y luego salieran todas juntas. Reproducidas. V-v-v-vino b-b-blanco. Ya está dicho. Me relajo. Con suerte no tendré que hablar durante el resto de la noche. Pagaré y bajaré la escalinata con la mano en esa pared acanalada. Aquí las paredes, si se tocan, también tartamudean. Me formaré en la puerta número uno. Entregaré mi boleto sonriendo cuando el encargado me diga buenas noches. Bajaré la gradería hasta la fila marcada con la G. Buscaré mi lugar casi en el centro. Esta noche es la Novena y la gente más que conversar parece que vibrara. A mí me gusta ese murmullo de dientes que no trituran consonantes. Comienza el zum zum de la afinación. Los músicos ya se sientan. Entra luego el coro. Busco a los músicos que ya conozco. A los que les he asignado su palabra. La chelista de los brazos delgados como varas es “arbórea”. El violinista de los lentes blancos es “submarinista”. El chelista de la barba blanca es “aristocrático”. Suena la segunda llamada. Recorro con los ojos el fondo del escenario que, como todo en esta sala, hasta el nombre, es acanalado. He esperado este inicio muchas veces. Esperaré los silencios en la música con terror a que alguien aplauda. Temo tanto a esos silencios como temo al acercarse de una palabra complicada. Y es que cada sábado vengo a buscar algo más que música. Cuando suena la orquesta ya no tartamudeo. Cuando la orquesta suena hablo muy bajito. Sólo yo puedo escucharme. Hablo muy bajito y pronuncio
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sin fallar todas esas palabras que he recolectado durante la semana. Tercera llamada y el público aumenta su vibrar anticipado. El preludio de la audiencia nerviosa es tan parte de la Novena como los violines. Ya casi puedo ver los arcos que ondean como hierba en el segundo movimiento. Al director que parece apretar un botón en el aire cuando quiere que suenen percusiones. Los retrasados se acomodan. Incluso los barandales son líneas quebradas. Sé que a partir del tercer movimiento las señoras se abanicarán con el programa de mano y creeré que alguien en el coro se ha dormido. El reflejo de la orquesta se fragmenta en las lunas de cobre que cuelgan sobre ella. Al comenzar el cuarto movimiento los niños que se habían hundido en sus asientos saldrán de sus capullos cuando el director señale al coro que hay que levantarse. La gente se asegura de haber apagado sus teléfonos. Saboreo las palabras que podré pronunciar sin enredarme. Esta semana he elegido: “certidumbre”, “perspectiva”, “magnificencia”, “solsticio”, “regocijo” y “alborozo”. Entra el director. Levanta los brazos. Suena ya el primer violín. Lloran los dos niños y es entonces que recuerda que hay que preocuparse por el aire que respiran, está atrapada en su ventana y allá abajo y allá afuera y allá lejos ve a las madres con sus hijos caminando y no entiende por qué salen y por qué caminan, no entiende cómo los sacan a la calle a respirar y cómo levantan un pie y luego el otro y van en movimiento, escucha ahora tres ladridos y unas risas y el sol está en el cielo más azul de la semana, ahora tres ladridos y unas risas y deben ser ya las doce del domingo, su hija se sienta junto a ella pero ella ya se ha ido con un perro y una niña. Vuelan las burbujas sobre el lago. Corremos hasta la orilla. Vuelan las burbujas sobre el lago y éste las refleja. Transparentes. Redondísimas. Grandes y también pequeñas. Vuelan las burbujas y entre risas ella dice el que cree que es mi nombre y es el que me gusta. Huele a salchicha hervida. Huele a algodón de azúcar. Huele a pato mojado. Huele a sudor en su cabeza. Se les olvidó
ponerle el sombrero. Que se lo pongan. Se va a quemar. Vuelan las burbujas que son moradas en la orilla. Son moradas, las burbujas, como las flores que pisamos sobre el pasto. Se ríe conmigo y atrapa una con la boca. Una burbuja se revienta. Vuelan las burbujas y huele a lago y quiero sentir el agua en las orejas y en las patas. Si salto ella se ríe pero no salto porque va a querer seguirme. Es pequeña. Hay muchas, muchísimas cosas que no sabe. Hace poco que camina. No salto. Me quedo junto a ella. Que le pongan el sombrero. Vuelan las burbujas y dos niños golpean el agua con los remos. El bote se mueve en círculos. Ella dice bote y se ríe y quiere brincar al agua. No la dejo. La jalo por las flores del vestido. Vuelan las burbujas y vamos los dos tras la más ágil. Su risa se me escurre en las orejas. Chocamos y la dejo atraparla con la boca. Se cae. No llores. Se cuelga de mi pelo y se levanta. Vuelan las burbujas y cuidado. Hacia nosotros corre un perro. La empujo al piso con las patas y me paro sobre ella. Ya me ve el perro. Se detiene. Le advierto que se vaya. No te asustes. Con la lengua le despinto media mariposa de la cara. Vuelan las burbujas hacia arriba y escuchamos los gritos de la feria y el carrito de un juego que roza sobre un riel. Ella cree que es un helicóptero y mira el cielo. Cierra los ojos. El sol es tan fuerte que no la deja ver. Que le pongan el sombrero. Hay muchas, muchísimas cosas que no sabe. Acaba de aprender a decir mi nombre. Una versión de mi nombre. La que más me gusta. Suenan los gritos de los niños en la feria y se ríe. Hoy es todo lo que hace. Reírse. Correr conmigo. Atrapar burbujas. Esta ciudad se mira por la ventana, no hay por qué salir cuando todo pasa bajo la ventana, alguna, la que sea, es bonita esta ventana si se habla de ventanas, su hija le ha pintado tres estrellas en el brazo mientras ella andaba ausente, le ha pintado tres estrellas en el brazo esta soy yo, esta eres tú, esta es mi hermano, es entonces que regresa, hasta que se despinten.
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Ser ese brujo
Fotografía: iStock
René Rueda Ortiz
1 —Quiero que me ame tanto como yo a ella —dijo el hombre de tez clara, regordete; de lentes con armazón metálico e impecable traje negro. El brujo dio un trago a su vaso de whisky, agarró una pluma y anotó la receta en una hoja de papel: —Consíguete esto —dijo. —¿Petrarca, Gelman, Benedetti, “Canto II” de Altazor? ¿Son remedios? ¿Dónde los consigo? —Son tres poetas y un poema. Lo conseguirás todo en la Librería Raskólnikov, dices que vas de mi parte —señaló el brujo. El hombre repasó con la mirada aquella sala de estar: en los cuatro muros había libreros saturados de volúmenes. Aquel
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lugar parecía, más que el hogar de un curandero, la guarida de un ávido lector. —No puede ser, vine por un amarre y me sale con libros… —dijo el hombre y se llevó las manos a la cabeza. —Esos poetas pueden prender hasta el deseo de una muerta —explicó el anfitrión. El rostro del hombre enrojeció: —No se vale que se burle así. —Yo no me burlo: si le dices los poemas, al poco rato te la puedes llevar a la cama sin miedo a que te rechace. El hombre se había quitado los lentes, cabizbajo, ahora se tallaba los ojos y murmuraba maldiciones. Luego, quizá por pundonor, levantó la mirada y confrontó al brujo: —Eso es una vulgaridad. Vine porque me dijeron que usted era el mejor. Ya he leído bastante y no sirve de nada. Mi primera intención no es llevármela a la cama: lo que quiero es que me ame. —Y yo te digo que el encuentro íntimo es el que echa candado al amor, pero si no quieres que te cueste trabajo, está bien: te haré un amarre que nunca falla, pero te saldrá más caro que comprar unos libritos. —¿Cuánto?, yo pago lo que sea. —Ocho mil. Ahorita. El hombre se desabotonó el saco y extrajo una chequera. —Eso no. Conmigo puro efectivo: como mis remedios —apuntó el brujo. El otro sacó su billetera: traía más de ocho mil allí. El brujo contó los billetes, luego se levantó y se detuvo junto al hombre, quien permanecía en un mullido sillón con las piernas cruzadas y las manos sobre su abultado vientre: —No te muevas —indicó el brujo, y puso las manos en las sienes de su nuevo cliente: de este modo leyó sus pensamientos. “Habría querido ser muchas cosas: menos gordo, con buena vista, diez centímetros más alto; de voz más
grave, de pelo un poco más claro, de manos un poco más grandes”, en fin, pensó el brujo mientras exploraba aquella mente, que este imbécil se odia. Viajó hacia atrás: necesitaba conocer, mediante los recuerdos, a la mujer sobre la cual arrojaría el amarre; la miró en la recepción de una empresa hidroeléctrica, tras el recuerdo de una tarde lluviosa y la nueva entrada de un diario que el cliente guardaba entre sus camisas planchadas. No se trataba de una mujer apetecible a los ojos del brujo: era muy delgada, con pechos de buen tamaño pero distantes entre sí; tenía firmeza en las pantorrillas y en los glúteos; lo mejor era su rostro afilado, con unas arrugas en las orillas de los ojos que enmarcaban, de buen modo, los iris de color castaño. “Una venadita con buen trayecto”, pensó el brujo: “y este idiota dando rodeos”. Miró a su cliente en pleno cortejo: flores, invitaciones a almorzar sin atreverse a cogerla de la mano; concentrado en el recuento de su decepciones amorosas: “Yo soy un caballero, Maritza, y por eso las mujeres se aprovechan. Soy leal y honorable. Espero que entiendas lo que te digo: yo creo en la familia…” El brujo adelantó en los recuerdos. Se enteró de que el tipo aún vivía con su madre y que, frecuentemente, hablaba de ella con Maritza, a quien solía acompañar hasta su casa, aunque ella jamás lo invitaba a pasar. Antes de abandonar aquella mente, el brujo se fijó en los letreros de las calles, en las fachadas de las casas, luego retiró sus manos. —Abre los ojos —le ordenó al cliente, mientras le pasaba una mano por el rostro, al tiempo que pronunciaba—: Ynic concui, ynic conmaxcatia yn çan iyollocacopa ytechpohuiznequi yn teyxcuepaliztli.1 El cliente sintió que un fuego le ardía en las mejillas. Luego vio cómo el brujo, con la misma mano, se tallaba en repetidas ocasiones su propia cara mientras decía: Así, la agarrará, se apoderará de ella cuando, de propia voluntad, ella deseara consagrarse al engaño.
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—Que la vista mude, que mude el sentimiento, por el espíritu de mi vieja, por el poder de mi señor que así suceda… Listo, hemos terminado, ya puedes irte. —¿Es todo? ¿Así como así? ¿No tengo que traerle algo de la mujer que amo? —Esas son tonterías. Vete. Mañana le hablas a eso de las cinco de la tarde. Verás que tu suerte ya habrá cambiado. 2 El brujo leía El Testamento de François Villon en el instante en que llamaron a su puerta color ocre. Eran las seis y media de la tarde. Quienes acudían en busca de ayuda siempre lo hacían con desespero y sin cita de por medio. Dejó que golpearan otras cinco veces y fue a abrir. —Ayer te pagué ocho mil pesos…, y no mames —dijo el cliente. —Ya la tienes, ¿no? —preguntó el brujo mientras alistaba un rodillazo a los testículos por si la furia del cliente lo requería. Pero no: la suya era una violencia contenida, “de ahí ese voluminoso cuerpo inflado por la grasa y el rencor”, pensó el brujo. —La tengo…, pero no mames, ¡no mames! El cliente le explicó que no fue sino hasta las cinco veinte que llamó a su amada y le pidió que se vieran. Ella lo recibió en su casa treinta minutos después, lo invitó a pasar y, sin explicación de por medio, le acomodó un montón de besos y abrazos. —Me dijo…, no mames, me dijo que la verdad ella se moría de ganas porque estuviéramos juntos otra vez, en un mismo día; “eres todo un animal, Mario, no puedo creer que te esté diciendo esto, nadie me había hecho subir tanto; no te creía capaz de hacer esas cosas, esa proezas, como tú las llamaste…”, así me dijo. Y pues,
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no mames, tú hiciste algo muy desgraciado: alguien se hizo pasar por mí y se la estuvo tirando mientras yo me paseaba por las joyerías del sur para comprarle un pinche anillo; por eso vengo a matarte —dijo el cliente, al tiempo que extraía, del bolsillo interior del saco, un cuchillo de cocina. El rodillazo del brujo fue certero. El cliente soltó su arma y, dócilmente, con las manos entre las piernas, se dejó caer de lado. Sabía sufrir en silencio. Su respiración era semejante a la de un perro sometido en franca lucha. El brujo se puso en cuclillas. —Eso le pasa a los que no leen la letra pequeña. Los libros te habrían salido más baratos, pero ahora ya tienes lo que querías: la dama está afinada a modo tuyo; en su cabeza no hay sombra de duda: quien estuvo con ella esta mañana fuiste tú, al menos en lo que a cuerpo, rostro y voz se refiere, porque las habilidades que la pusieron al tiro…, bueno, todo se puede aprender en esta vida, pero vas a tener que esmerarte. ¿Ya te dijo que te ama, no? Eso es todo, ya ni le busques. Y no le andes contando de tus amoríos frustrados ni le vayas a echar tu cuerpo encima. Respira hondo, por la nariz y, sobre todo, nunca, nunca ataques a nadie con un cuchillo de tu madre. Mira, casi nunca hago esto, pero pásale, te voy a invitar un trago de whisky, ayuda a calmar el dolor —dijo el brujo, y el cliente, doblegado ante las acciones y las palabras de aquel individuo de estatura baja, correoso cuerpo y angulosas facciones, comenzó a arrastrarse por el departamento. Le costó trabajo, pero llegó hasta el mullido sillón del día anterior, trepó, se acomodó, sin dejar de sobarse la región mancillada, y comenzó a respirar profundamente, añorando, más que el amor veraz de Marizta, aquel trago de whisky que el brujo le había prometido.
Lecciones de lucha de clases Brenda Ríos
Siempre supe que mis padres se divorciarían. Nacieron para ello, aunque formaran parte de un medio donde era impensable. Hasta ahora no hay otro divorcio en ninguna de sus familias. Pero antes del final fue lo peor. Se tomaron más de diez años en hacerse trizas —con el instinto que no requiere ni clase ni educación—, fueron lujosos para la destrucción. Después de eso fueron sombras de sí mismos. Una vida en común marcada por el sacrificio, mucho trabajo, abusos, pero cuando por fin se marcharon se aseguraron de no dejar nada que valiera la pena. Rompieron los azulejos, las ventanas, los focos, todo lo rompible, que eran ellos. Mi padre viviría luego recordando una sola etapa en su felicidad, cuando nosotros éramos niños. No hay pasado ni futuro. Sólo ese tiempo de abundancia y risa. Y una casa enorme. Mi madre no se volvió a casar. Mi hermano comprendería de ahí un modo especial del sacrificio y su corazón siempre parece estar en la mesa de sacrificios: visible, expuesto, tembloroso. Aprendió también a jamás tener el refrigerador vacío, señal de los divorcios, recordaría. Nací por accidente y por ayuda de Bacardí. Mi padre había sido diagnosticado (por dos médicos de la Ciudad de México) de infertilidad. No contaban con Clavadista en La Quebrada. (Fotografía: Evansy/ grafiteros Three Lions / Getty Images) profanos
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la cuba pintadita. Así que fui el resultado de espermatozoides borrachines pero competitivos, altaneros. Cuatro años después de mí nació mi hermano, y hubo otro hermano que se perdió a medio camino entre yo y él. Es decir, que, o esos médicos eran un fraude o mi papá se la pasó campechano con ron parte de su vida adulta, ya que resultaron por ahí un par más de hermanastros con una cara parecida a la mía. Y yo, por ser la primera que dio al traste la hipótesis médica tengo la cara aún más marcada del señor en las fotos que es mi papá. Puedo decir que yo nací un día que papá estaba happy. Ahora que lo pienso, otros médicos, el día de su accidente, dijeron también que mi papá estaba very happy cuando llegó con la cabeza estrellada y las costillas rotas. Pasaría veintiocho días en el hospital, quince en terapia intensiva y moriría de un paro cardíaco. Me gusta creer que soy producto de la felicidad. Y del descuido, claro. Dos elementos que marcarían mis acciones. Soy de las que pagan la cuenta en Garibaldi, las que piden a los mariachis, las que mantienen a los novios sin un clavo. Como un personaje de películas de charros. Nadie me dijo no lo hagas porque eres mujer. No sabría ni qué es eso. Qué hacen los hombres. Qué las mujeres. Mi papá pensó en darme escuela y hacerme salir. Para que no me tocara un marido borracho y golpeador y machista. Mi madre misma no quiso que yo aprendiera a cocinar: “Los hombres sólo quieren sirvienta”, atajaba de modo final. Cuando me fui de casa tuve que aprender porque lo que mi madre no imaginó es que yo tenía que ser mi propia sirvienta. Quizá me salí un poco del aro y fui yo misma una hija-hijo: pintadita yo: ron/coca/ agua mineral. Una chica cubalibre en el mundo. Un poco de hombre, un poco de mujer y vida soleada. Cuando dejé esa casa debía haber vivido una vida grandilocuente. Ser yo mi hombre de la vida. Mi mujer de la vida. Proveerme. Hacerme. Y asegurarme que nunca, pero nunca, me faltara el dinero. El amor, ese es relativo. Nací en Acapulco. No en cualquier parte. Nací en un hospital de Caleta, que ya no existe. Hasta los veintidós años viví ahí, cerca de esa playa que los fines de semana, días festivos y vacaciones se infesta de la plaga bíblica de chilangos bajando de autobuses con a/c descompuesto, con el dinero suficiente para dos días. Primera lección de lucha de clases: los turistas pobres comen latas de atún y las tiran en las aceras al igual que los empaques de pan Bimbo. Para bajar a la playa había que caminar un kilómetro y medio y muchos escalones. Gran parte del camino estaba lleno de estas personas y del rastro de basura, porque era su manera de divertirse. Embarrarse el cuerpo de cremas que irían a dar al mar que es el morir. Taxistas, mecánicos, carniceros. Si Acapulco es la playa para los habitantes de la Ciudad de
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México, Caleta es la de los más pobres. A veces hay vestigios del tiempo muy pasado cuando no era así, cuando había dinero y clase. Glamour. Cuando llegaba la pandilla de Hollywood, y un Weissmüller se creía Tarzan y se tiraba del risco de la playa del hotel que compró y que a su muerte lo heredaría el gerente. A veces, en una casa, una lámpara y un rastro de azulejos en algún hotel son las voces tímidas de una anterior riqueza que llegaba a un mayor radio. Ahora la ciudad son dos guetos: los muy ricos y los muy pobres. Segunda y definitiva lección de lucha de clases: esos mundos no se cruzan nunca. No hablaré de la violencia instalada por el narco y la delincuencia organizada y las balaceras en las playas, y los ajusticiamientos, y que balearon a una vendedora de tomates en el mercado central porque no pudo cubrir su cuota de “seguridad” por cien pesos. ¡Cien pesos! El escarnio, la saña, la deshumanidad que ocupa las esferas de la vida pública —y privada— de un lugar que ha conocido la devastación de la naturaleza, la humillación del turismo más servil y la de los balazos a quemarropa por salarios mínimos. Ver esas películas donde un Tin Tan feliz en blanco y negro canta y baila es imaginar, como siempre, que nos perdimos la fiesta de la abundancia y llegamos, por error, a una morgue lánguida, corrupta y sin sentido. La decadencia es Acapulco, el muro triste de la vida diaria. Y los ricos están tan lejos. Pero gracias a esos turistas comprendí que hay modos de habitar el mundo. Las hordas de paliduchos alcohólicos, con los centavos contados al igual que el prestador de servicios. Pobres atendiendo a pobres. Esa es la moraleja. Nadie es más que nadie. Tercera lección de lucha de clases. Mi padre estudió en la Escuela Normal de Ayotzinapa, en Guerrero. Mi mamá creció en un lugar de la Sierra Madre del Sur, a dos horas del municipio de
Atoyac de Álvarez. Se conocieron porque mi madre en la escuela fue alumna de mi tío, y cuando mi papá tuvo que suplirlo unas semanas, ahí empezaría la historia de la que yo sería continuación. La historia empezó mucho antes, con los procesos educativos de la sep; o con un ciclón —El Tara, en 1961— que destruyó todo lo que mi abuelo materno tenía: café, ganado, todo se perdió; y él, como muchos, tuvo que bajar a uno de los pueblos para trabajar en el campo. Los huracanes han estado cerca de mí cuando pueden. Si me asomo a algún puerto, por cualquier pretexto, lamen los pies. Y derrumban casas y árboles. La familia de mi madre fue muy pobre. Ella iba a la escuela sin zapatos. Esos pays de queso con toneladas de fresa y jarabe encima le parecen el lujo de su vida. Y no la culpo. Por mis abuelos campesinos, por mis padres imperfectos, por una casa con corredores, por mi hermano, por mí, debí haberlo intentado. Esforzarme más. Porque no estamos solos. Y mis primos se parecen a mí. Mis sobrinos. Si abandono el clan y me abandono, qué me queda. Debía ser alta, pero no lo soy. Debía saber conducir un auto. Vivir en Estados Unidos. Ser madre de unos cuatro buenos hijos. Debía adoptar un perro. Comer mejor. Salir a correr. Porque no soy sólo yo la de esta historia. No podría decir siquiera que esta es mi historia. Porque antes de mí ya estaba yo. Y en mí están otras historias de otros. La memoria es niña cruel que oculta y juega: improvisa. Nada resultó como yo creí. Y salí al mundo. Pero salir no era suficiente. Tenía que haberme ocupado de algunas herramientas: ojo/lápiz/ boca/manoquelanza/dientes/pies. Sin embargo, no vale la pena ahora hacer palillos chinos del árbol caído. Qué es un árbol, qué es madera, qué es uno flotando en el río eterno sin detenernos a no ser por los objetos que chocan contra uno.
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No son separadores de libros, sino de hojas
JesĂşs Vicente GarcĂa
Ilustracione s de Beatrix G. de Velasco
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A veces el abrelibros no marcha, porque ha tropezado con el nudo de la novela. Greguerías, Ramón Gómez de la Serna
Y yo digo: el separador de libros debe ser llamado separador de páginas, porque eso separa, no libros. Gérard Genette debió incluirlo en sus paratextos en exergo, es decir, fuera de la obra, pero que forma parte de ella, porque el separador contiene la fuerza de la escritura en sus dos costados y es el que en un momento dado decide en dónde continuar la lectura, comenzarla y reafirmarla. Lo he dicho en todos los foros a los que he tenido acceso: en entrevistas a revistas literarias, en alguna columna en un periódico de una universidad de periodismo, en diarios, en mi blog y en blogs ajenos, en el féis y en redes habidas y por haber, en grupos relacionados con la literatura e incluso cuando me invitaron de extra (y en plena crisis económica, necesitaba dinero a toda costa; todo subía de precio menos el sueldo) a un reality show en TV Azteca, en que yo acusaba a mi hijo de robarse mis libros y mis separadores, y la conductora de glúteos prominentes me dijo en comerciales que qué era eso, le expliqué y con un tono de militar sentenció: Aténgase a lo que dice el papel que le dieron, eso de los separadores no es importante. Comencé a vociferar. ¿No es importante? ¿Qué sí lo es y qué no en una lectura? Ella intentó calmarme y lo logró con una sonrisa: Ese coraje lo quiero contra ese mal hijo, recuerde que usted le dio estudios y él es un borracho y “nini” a sus casi treinta años.
En fin, desde pequeño me han sucedido cosas similares; lo que es importante para mí, no lo es para los demás, y a veces por analizar o criticar esas minucias he ganado algunos contrincantes en el mundo de las letras, pero los enemigos a veces ayudan. Me cerraban puertas a las publicaciones de mis cuentos. Los editores decidieron cerrar filas hace diez años, cuando apenas comenzaba feisbuc, decían que yo era un crítico literario envidioso y frustrado que nada le parecía y que como escritor no era rígido ni autocrítico. Lejos de que dejaran de leerme, los amigos difundieron uno de mis libros de cuentos que hasta entonces casi nadie había leído: La ciudad de los deseos cumplidos, cuyo tema es, desde la narratología, el espacio: el metro, ese sistema de transporte que utilizan millones de personas diario. Ya tenía dos novelas en mi haber, pero los editores de secciones culturales de los diarios me bloqueaban hasta en el féis y no entendía por qué, yo ni los conocía. Pues con todo, El gran vals, mi primera novela, dio la vuelta en la red de redes, el féis fue mi catapulta cibernética, incluso el entonces jefe de gobierno visitó ese bar, título de mi opúsculo, situado en el Eje Central, entre Arcos de Belén y Dr. Río de la Loza. La izquierda me leía, le gustaba ver a una policía corrupta en la ficción para demostrar que en la realidad no sucedía eso; en tanto que la derecha se cimbró, porque sentía que la estaba denunciando; fue cuando una mañana, un auto se me cerró en Isabel la Católica y Eje 3, un orangután me azotó contra la pared y me dejó viendo estrellitas con mi respiración entrecortada después de una zangoloteada marca llorarás, y la barbacoa y el consomé que había comprado seguramente quedó en la panza de esos tipos, cuyo mensaje entendí cuando me decía uno con aliento a cigarro y alcohol: ¿Así que somos corruptos, cabrón, eso te parece, puto, lo crees, ojete, somos borrachos, hijo de la chingada, drogos, eh, cabroncito? Y a cada adjetivo lleno de color sentía un golpe en mi hígado o pulmón, o pierna o testículos o costillas, o donde fuese, ya daba lo mismo dónde me daban. Lo grité por las redes. Todo el mundo virtual supo de esos golpeadores, jamás me sentí tan cerca de Roberto Carlos cuando cantaba que quería tener un millón
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de amigos, prácticamente los tuve, se adherían a mi odio contra la intimidación y hasta el jefe de la policía me envió invitación de amistad, la que rechacé, por supuesto, y eso me dio más rating en las redes, fui lord Pamelo antitira y mi nombre se hizo viral. Claro que eso duró acaso unas cuarenta y ocho horas, porque después no se me acercaban ni las moscas. Y volví con mi tema: los separadores. Fui invitado a una estación de radio por internet, confirmé y exigí el cambio de separadores de libros por unidores de hojas o páginas, porque unen al lector con el texto; todos supieron que esa es mi obsesión en la vida. Ya me lo había dicho mi mamá: estudia algo que deje dinero, pues si te vas a quemar las pestañas, que te alcance para los menjurjes que te las hará crecer. Así fue. Me quemé las pestañas con el boiler una mañana de invierno y me corté al rasurarme, justo cuando fui invitado a dar una charla acerca de lo importante que es leer, a una universidad particular, en la carrera de literatura latinoamericana. Así me fui, con parches en la cara, curitas en la quijada y una crema de no sé qué menjurjes en la barbilla. El tema era la experiencia de leer el Quijote. Me elevé como los dioses del Olimpo. Les platiqué de mi experiencia ante esa gran obra. Los jóvenes se quedaron con los ojos en pausa, embobados, ni pestañeaban, y las alumnas hasta babeaban y cruzaban
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las piernas entalladas en unas minifaldas, mallas y jeans que daban miedo. Después supe que estaban así porque la mayoría se había ido a la primera posada y tenían más alcohol que sangre en las venas, por eso parecían zombis. La cosa cambió de rumbo cuando uno de los jóvenes me preguntó qué opinaba de las mafias literarias: hablé mal de todas, incluso de las que no conocía más que de oídas, y di datos que pocos sabían, les comenté quién es un borracho y drogadicto, quién decide la publicación de textos de acuerdo a su estado de ánimo o nivel de cocaína en la nariz, quién se había acostado con quién para lograr un espacio en una revista o periódico, o para ver en el mercado su novela o libros de cuentos, a pesar de tener malísima calidad. Eso encendió los ánimos, porque ahí estaba la hija de un colega a cuya mafia critiqué, su revista de halagos mutuos y plumas facilonas. Ella defendía el coto de poder de su padre y yo hice trizas la imagen que tenía de él, quien le tuvo que hacer favores sexuales a aquel director de la revista, quien ya falleció, pero que en su momento era sabido de todo el mundo literario que su gusto por la negociación sexual era su moneda de cambio. No me importó que su hija me haya grabado y subido el video a las redes sociales. El problema fue que me fui contra todos y contra todo, así que quedé como el apestado de las mafias que se unieron contra mí, no sé si sistemáticamente; a la fecha nadie acepta mis críticas literarias, cuentos o crónicas que otrora me publicaban en diversos lugares. El colega a quien critiqué, huelga decir que estudiamos juntos y nos emborrachamos en nuestra juventud cientos de veces, escribió un manifiesto en contra de quienes hablan mal de su trabajo colectivo “honesto y puro, en el que bajo un intenso debate entre el consejo editorial, deciden qué publicar”, que todos los miembros son al menos licenciados en alguna área de las humanidades, que “todos han pasado por las aulas, muchos de ellos profesores universitarios y aclamados literatos de altos vuelos con premios nacionales e internacionales”, cuyo trabajo ha creado lectores, gente pensante, que cuestiona, que analiza con las teorías en la mano; “nuestros colaboradores y miembros del consejo editorial son personas de academia, de lucha social, de investigación literaria, de letras, quienes han sido traducidos a diversos idiomas, que han puesto en alto el nombre del país”, para que venga un mentecato a decir
una sarta de tonterías sólo porque su producción literaria no ha sido bien recibida por los lectores y por eso se la pasa criticando a los críticos y escritores a quienes, en aras de la unión literaria, nos reunimos con intereses en común que son las letras, sin otra intención, y no para hacer trizas a nadie ni para ningunear. Volví a ser famoso. Por supuesto que mi ex amigo me hizo pedazos, porque firmó toda su mafia y sus amigos, que son miles. Pero miente. No es cierto que todos esos seres sean de academia y si lo son es por méritos de relaciones públicas, no por su escolaridad. De hecho, mi ex amigo no terminó ni el tercer trimestre de la carrera de letras y veo con sorpresa que en su currículum en las cuartas de forros y en el diccionario de Bellas Artes informa que estudió la licenciatura en letras clásicas, lo cual no es verdad. Debo aclarar que todo esto lo escribo porque unos estudiantes que van en su segundo número de una revista literaria me invitaron a colaborar con un cuento y una autobiografía, “pero que sea real, la neta”, me recalcaron. Comencé por las ideas y no por mi vida que no es muy interesante, pero la diré: estudié en escuelas públicas, he tenido diversos trabajos antes de mi labor actual, cursé dos licenciaturas, de las que sólo terminé bien una: letras hispánicas, además de un diplomado en creación literaria, y he sido parte de diversos talleres de cuento y novela. He dado cursos al respecto. Soy corrector de estilo. Casado. Tengo un hijo adoptivo que estudió teatro y ahora es dramaturgo de derecha, no cree en la izquierda;
yo tampoco, pero eso no nos une, más bien nos desunió su mamá, que es mi esposa, maestra de literatura, quien dice que las teorías de Genette y Lukács son aburridas y tontas, que deben servir para entender a la literatura, no para complicarnos la existencia, por eso ella misma ha creado sus propias conjeturas ya publicadas en universidades de otros países, en la unam, editoriales a las que yo no tengo acceso y ni lo tendré; pero decía que Jorge Gerardo, nuestro hijo (así se aferró ella a ponerle en honor a Gérard Genette y a Georg Lukács, que en su momento admiraba y ahora aborrece), prefirió seguir su camino en la dramaturgia y no escuchar las discusiones matutinas de sus padres, es decir, nosotros; pues a las siete de la mañana, durante el desayuno, ella elevaba a Todorov y destruía a Genette, en tanto yo los defendía, porque yo entendí a Dostoievski más a partir de Bajtín y Genette, y Todorov lo sentía ya caduco. Volví a salirme del tema que era mi vida, quizá porque he descubierto que en decir datos personales no vale la pena, prefiero señalar mi pensamiento aunque mis enemigos sigan atacándome, y lo comento porque apenas saldrá a la luz mi teoría del separador o unidor que me publicará una editorial universitaria, pues las mafias me han orillado al silencio, por eso lo digo a la callada, a la sorda, bajita la tenaza, como no queriendo la cosa: los invito para entender que los separadores, ahora unidores, hacen lo suyo físicamente, pero son símbolo de unión, no de separación, porque es el nexo entre el lector y el libro, es parte de su relación artística y de la obra, por tanto es un paratexto, de acuerdo con Genette, está fuera de la obra, pero al mismo tiempo la rodea, como el amor y el odio, todo lo absorbe. Temo que hayan complotado contra mi presentación; los demonios andan sueltos y diarreicos, así que anexo una línea sólo para apuntar en mi biografía que he vivido gran parte de mi existencia peleándome con mafias literarias, porque parece que hablar de uniones en lugar de separadores altera paradigmas, pues aquí hay un conflicto con el lenguaje, como decía Roland Barthes; las palabras no son para buscar lo hermoso, sino para pelear, como la vida: el lenguaje es un campo de batalla y no un club de halagos mutuos.
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Sinuosidades del Lemรกn Gabriela Aguileta
Murasaki Shikibu. (Imagen: DeAgostini / Getty Images)
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Si en el autobús urbano me esperara un asiento libre en la última fila, en las plazas elevadas a las que se llega mediante unos cuantos escalones, me sentaría ahí con gusto a mirar a los pasajeros. Podría así verlos de frente, sin temer una tortícolis o arriesgar una postura demasiado obvia que los alertara. Me sentaría muy quieto, con los audífonos a la vista, si bien en modo off, y el teléfono listo en la mano para simular una llamada oportuna en caso de sospecha, porque a la mayoría le parece inofensiva la mirada de quien está ocupado en una conversación lejana, con la vista perdida, no en sus rostros e imperfecciones, sino posada en un punto indistinto que puede ser el zapato de uno, la mochila del otro, los pelos que sobresalen por la nariz de éste, o el maquillaje derretido de aquella. Pongamos por caso que se trata de los pasajeros del autobús urbano 701 que va de Bourdonette a Echichens. Para llegar al punto privilegiado de observación, muy probablemente tendría que importunar al adolescente que habría subido en la parada anterior y se habría instalado cómodamente en las tres plazas elevadas del fondo. Para cederme el paso, de mala gana, el joven tendría primero que bajar los pies, encoger las piernas, girar sobre uno de los asientos y retirar la patineta que obstruiría el escalón de acceso. El chico no efectuaría ninguna de estas acciones con prontitud ni elegancia, sino que dejaría en todo momento muy claro que está molesto, que preferiría viajar él solo en el autobús, que preferiría incluso conducirlo, en un arrebato hormonal de preadulto malcriado, y llevarnos a todos al infierno, como un Freddy Krugger en posesión del transporte escolar, con tal de no ceder las plazas codiciadas. Pese a todo, el chico terminaría por emitir algún gruñido y dejarme pasar. Y yo, con una fórmula muy estudiada, me disculparía por la molestia pero al mismo tiempo me regocijaría, sin reparos, por un triunfo tan banal como el primer puesto del torneo de ajedrez colegial, en la categoría junior. Una vez instalado en ese lugar ventajoso del autobús urbano, primero me dejaría arrullar por el vaivén que resultaría de la mala adherencia de las llantas y el pavimento, sobre todo en las curvas, cuyo trazado imitaría las caprichosas sinuosidades del Lemán, a la altura de Venoge Sud. El movimiento pendular de mi cabeza sería tan suave y rítmico que por poco y me olvidaría de mirar a los pasajeros, en esa temprana hora de la tarde, cuando el sol invade el autobús por la izquierda y obliga a más de uno a sacar las gafas oscuras. Sin embargo, la más mínima interrupción del vaivén me recordaría que no hay mejor entretenimiento que el de imaginar las
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vidas de los pasajeros. Si mi carácter fuera menos introvertido, me acercaría a la dama que lleva un cochecito para la compra, de conocida marca y elegante diseño, y le preguntaría a ella, muy guapa a pesar de sus años, si no le molestaría mi compañía en el asiento plegable a su lado. Ella, tan educada, me invitaría a sentarme enseguida, antes de que el conductor realizara un movimiento brusco al frenar en la parada de Pierraz-Mur. Yo, en agradecimiento, le dedicaría una ligera inclinación de cabeza, como si llevara un sombrero tipo Chaplin. Creo que a ella le gustaría el gesto y se sentiría obligada a corresponder con apenas un esbozo de sonrisa, lo cual me animaría a hablarle de lo buenas que serán las uvas de esta cosecha, visto el calor que ha hecho los últimos días, y el sol implacable que nos ha dejado a todos tan bronceados como a Cristiano Ronaldo, pero ella no sabría muy bien quién es este personaje, entonces yo le tendría que hablar de Portugal y de los fados, de una extraña forma de vida y de Amalia. Ella fingiría estar interesada, me diría que nunca ha visitado ese país pero que tiene un vecino portugués, llegado en los setenta, que le parece muy sympathique mas irremediablemente triste. Debe ser la saudade, yo le explicaría, y ya de paso le diría, por ejemplo, que soy medio portugués y medio angoleño. Le contaría que en una ocasión compartí un vuelo de la tap con Cesaria, sí, sí, mi lejana tía Cesaria, la cantante, y no, no, ella no era angoleña pero es que mi abuela, antes de irse a Angola, vivía en Cabo Verde, eso es. La dama muy bien educada parecería confundida, sobre todo porque, embelesada con mi conversación, se habría olvidado de bajar en Parc de Vertou, ¡ay qué pena!, yo me incorporaría al instante y rogaría al conductor, voz en cuello, detener el autobús urbano. La dama, un poco turbada por ese incordio, haría un intento por asir con una mano el carrito de la compra, de diseño innovador, y con la otra intentaría
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aferrarse del pasamanos sin conseguirlo, de lo cual se desprendería que, al frenar en la parada de Blancherie, la bella dama saldría propulsada con inusitada fuerza hacia mis brazos. No tema usted, le diría yo como todo un dandi en ese momento, y la ayudaría a descender del vehículo junto con su carrito. Medio ofuscada, ella se olvidaría de decirme adiós, au revoir, y yo, desolado, buscaría consolarme en otros brazos. Un vistazo veloz por el autobús urbano me revelaría quizá a una lectora que, de tan ensimismada en su libro, habría que ir a pescar desde el fondo de las páginas. Yo reconocería de inmediato a ese tipo de animal salvaje, el lector de transporte público, por su desprecio del mundo real. Ninguna de las curvas le haría perderse un capítulo, ni los frenazos repentinos o los molestos pasajeros amontonados casi encima de su cabeza lo distraerían de su lectura. Esa lectora ensimismada no se habría enterado del episodio de la dama educada y su carrito, ni sabría, si la tomaran por sorpresa, en qué día vivimos. Tampoco, sospecho, sabría quien es Cristiano Ronaldo, o por lo menos lo negaría. Sigilosamente me sentaría a su lado y cometería el peor pecado posible contra un lector, trataría de leer su libro de reojo y ella lo notaría, celosa de su esfera privada. Con un movimiento casi imperceptible, apartaría el libro hacia sí y dejaría caer el pelo como una cortina protectora, pero no lo suficientemente rápido, pues yo vería que es la traducción de un libro japonés. Es más, con una sola ojeada yo sabría que está leyendo las aventuras eróticas del príncipe Genji. Quizá por eso ella habría apartado el libro de mi vista, por pudor o por simple vergüenza, pero yo, imperturbable, le hablaría de mis conocimientos sobre Murasaki Shikibu. Le confesaría que yo también soy un admirador de los Monogatari, me sonrojaría un poco y, para lograr un mayor efecto, bajaría los ojos y escondería una sonrisa
Murasaki Shikibu escribiendo La historia de Genji en el Templo de Ishiyama. (Imagen: Culture Club / Getty Images)
con el abanico simulado de mi mano, a la manera de las Geisha. La lectora no sabría muy bien cómo reaccionar, no sabría si soy un desequilibrado peligroso o si ha encontrado a su alma gemela, a otro lector de Monogatari que viaja en autobús. Por un segundo yo vería en sus ojos cansados el anhelo de contármelo todo sobre su vida y sus lecturas de transporte público, pero el príncipe Genji la reclamaría y ella simplemente devolvería la mirada, obediente, a las letras impresas. Yo arremetería sin piedad porque para entonces el autobús urbano estaría por llegar a la Poste y mis intentos por conocer a la lectora habrían fracasado. Sería ese el momento de arriesgarlo todo y de usar la artillería pesada para llamar su atención. Debes elegir, le diría, o Genji o yo. La lectora tardaría unos segundos en reaccionar, sus sentidos la confundirían, se preguntaría si ha oído bien o si acaso lo ha soñado todo. Consideraría sus opciones, contemplaría por un lado al guapo pero evasivo Genji, vestido de albornoz con estampado floral, y luego me vería a mí, poca cosa, lo sé, pero sentado en carne y hueso a su lado. Los segundos se escurrirían, la parada de Morges-Gare estaría a la vista y ahí se acabaría la promesa de nuestro idilio. Todo dependería de ella en esos últimos instantes. Sabes, me diría, siempre nos quedará París. Enigmática, la lectora descendería del autobús urbano, como un ninja entrenado en las cortes del período Heian, y se montaría veloz en el autobús 703 que vendría justo detrás. Yo tendría que admitir, por más doloroso que fuera, que Genji me habría vencido; pero, a diferencia de él, a mí me quedarían todavía el trayecto de vuelta al día siguiente, y muchos otros más, para buscar y encontrar a mi lectora, y para volverla a perder, cuantas veces fuera necesario. Entonces, el autobús urbano 701 llegaría por fin a Echichens. Yo sería el único pasajero en descender del vehículo. Y quién sabría decirme, el día de mañana, si me tocaría ser una profesora a punto de jubilarse, o un dentista que huye de un pasado oscuro, o un perro que guía a su amo para que no se pierda entre las sinuosidades de la costa del Lemán.
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Instantes en la vida de un fauno1 Rafael Toriz
FotografĂas: iStock
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Por escasos momentos, debido a esos nimios detalles que luego de un tiempo se revelan como decisivos de la existencia (considerar que muchas cosas son insignificantes y que todo significa), no prosperó mi carrera como mariachi. La profesión de músico popular, pese a que recibí —o más bien precisamente por ello— una sólida formación clásica desde mi niñez, nunca fue una de mis legítimas aspiraciones; sin embargo, siempre sospeché que, de haberme dedicado a la música, habría vivido rodeado de viejas, viajes y otras incontables maravillas. Justo ahora, cuando escribo estas palabras, recuerdo con absoluta trasparencia el traje de charro que me quedaba a la medida, adornado con grecas de gamuza y botonaduras de plata, botines lustrados, chaquetilla almidonada, camisa hueso, corbata de rebozo y un amplio sombrero mostaza. En el momento no lo disfrutaba (paradójicamente, al estar tan arropado me sentía desnudo) pero tenía la certeza de estar escribiendo mi destino al momento de aporrear un desvencijado cajón peruano y empuñar de nuevo mi antigua aliada, compañera de aventuras: la flauta transversa. Todo ello sucedía en el seno de un grupo folclórico que no temía mezclar fandangos con danzones y huapangos con sones jarochos, con la estricta finalidad de dar una colorida imagen vernácula ante México y el mundo. De mi vida de mariachi quedé con una certeza irreductible: la música mexicana debe cantarse con los huevos, de preferencia a los gritos. Mientras más recio, mejor. Como siempre, todo comenzó con un viaje, o más precisamente con la promesa de un viaje. Tenía diecisiete años, la vida en añicos y acababa de volver de una estancia en Costa Rica que me había dejado en el pecho la terrible certeza de que no importa a dónde vayas, tu dolor irá contigo, como una sombra meridiana. A la edad de Holden Caulfield, cuando la vida es triste y uno ya ha leído todos los libros, la realidad me parecía un paréntesis en el tiempo, como si me moviera en un especie de limbo en el que, de no ser por el dolor y por el sexo, podría asegurar que estaba muerto. Y solo. Encerrado en el zafio ambiente de la preparatoria que apenas ayer me parecía una fiesta extraordinaria, y con una pareja de análogas inclinaciones nomádicas, decidimos, en un arranque de pasión, abandonar el 1
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Fragmento de La distorsión. Autobiografía cínica de nadie, de próxima publicación.
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país y largarnos a Europa. Sería un viaje fantástico y frenético sin otro mapa que el camino mediante el cual pudiéramos abstraernos del presente (la necesidad era más bien mía) y nos ubicara en calles desconocidas, bajo cielos en los que nuestro nombre (y acaso también mi desgracia) no fuera sino el eco lejano y difuso de una realidad que no comprendía y que, estaba seguro, me había quebrado para siempre. El plan era magnífico, una evasión perfecta para huir del bullicio y la falsa sociedad, una salida estupenda a la vuelta de la esquina. Lo único en lo que no habíamos reparado era que para hacer un viaje de esa naturaleza se necesitaba dinero; con seguridad no millones, pero sí una suma considerable de la que yo y mi compañera no disponíamos. Consulté la idea con mi padre y él, con beneplácito, sostuvo que era una buena idea e incluso me ofreció un inmejorable salvoconducto. Músico de profesión, sabía de cierto ballet que habría de empezar una gira de entre seis meses y un año por Europa, deteniéndose en festivales de pequeños poblados portugueses, españoles, alemanes y franceses. Creo que también algunos italianos. Él sabía que yo ya no tocaba el instrumento pero me animó con palabras de fuego: “vete a dar una vuelta, pruébate con ellos. La flauta y sobre todo el hueso podrán llevarte muy lejos”. De modo que volví a poner las manos y la boca en ese hermoso falo del viento. Sin calentar al amparo de unas escalas o siquiera unos arpegios me presenté a la cita, luego de más tres años con la flauta enmohecida. El ballet estaba compuesto por bailarinas entre quince y veinticinco años mayormente deliciosas y casquivanas, y por un grupo de músicos que compensaban el talento y la belleza con
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aplomo, picardía y gritos más o menos entonados que le daban al discreto conjunto una estatura a primera vista invisible pero que, a las primeras notas, descollaba por su potencia. La verdad sea dicha, el director tenía buen rugido, mejor oído y vocación de palenquero. Lo primero que supe, en ese preciso momento, fue que todo lo que había aprendido en el conservatorio no sólo no me serviría para un carajo sino que más bien me estorbaría. Y así sucedió. Como era de esperarse, los músicos, jóvenes a su vez y por ello bien intencionados, me recibieron sin mayores aspavientos. El grupo estaba compuesto por una trompeta, algunos violines, una leona, un guitarrón y un par de panderos. Un triángulo, un oboe o un cencerro les habría dado lo mismo. Necesitaban músicos para llenar el escenario y la flauta, con su dulzura característica —pese a que nunca suele acompañar la música de mariachi— fue el elemento que estaban precisando. Al menos eso me dijeron. En el ínterin me reconcilié con las maracas y el güiro y descubrí que las clases de rítmica aplicadas al cajón peruano serían motivo de hospedaje, traslados y alimentos por el viejo mundo. El ballet y los músicos, de los cuales ya era parte constitutiva a la media hora, teníamos un horizonte promisorio por delante. Durante un par de meses asistí a los ensayos, me aprendí las canciones y aunque no sabía muy bien en lo que me estaba metiendo, tenía la sensación de que esa era la puerta para abandonar una ciudad que había dejado de pertenecerme, transformándose en una tumba. Dijo un viejo alguna vez que hogar es ahí a donde enterramos a los muertos, pero yo no estaba dispuesto a concederle la razón: el único hogar que reconozco como propio ha sido y será el viento.
Sólo faltaba el detalle de incluir a la pareja, que no tocaba ni las maracas. Le di varias vueltas al asunto, pensando una buena excusa —la opción de cargar cables que no llevábamos ya era usufructuada por unas gemelas adolescentes— y, fortuna de fortunas, el director del ballet tuvo a bien inventarse el puesto de fotógrafa, lo que nos eximía de todos los problemas y automáticamente nos daba la posibilidad de cumplir el sueño de enfilarnos hacia Europa. En lo que nunca reparamos fue que sus padres, por prejuicios aldeanos, no habrían de darle permiso. Ni dinero. A la distancia, y a través del tamiz de la escritura, las cosas y circunstancias parecen mucho más claras de lo que fueron en realidad cuando pasaron. La linealidad del lenguaje y la construcción temporal de la narración implican un orden sobre la plasticidad de la vida que, como sabemos, no tiene el mínimo puto concierto que uno necesita para no volverse loco. Se narra lo vivido para darle un sentido a la experiencia y para que no todo se disipe con la espuma del olvido. Escribo estas palabras para que algo permanezca, como un sendero de migajas de pan aunque sólo sirva para alimentar alimañas y pajarracos, perdiéndome en el camino. Una noche antes, con el importe del avión en la mano (el único gasto que habríamos de realizar) y la playera del ballet en la que ya estaba escrito mi nombre, tomé una decisión atribulada, inconsciente, como casi todo en mi vida. Decidí quedarme en la tumba; en silencio como esos alcaravanes que contemplan desde tierra la vastedad del firmamento. Entonces, sin que pudiera sospecharlo, comenzaba de torcida manera el viaje alucinado de mi destino.
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Monja, poesĂa y clasura Jorge Comensal
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Soy enemigo del hombre y de los mosquitos. La existencia de ambos, machos de homo sapiens y hembras de aedes aegypti et al., es la prueba definitiva de que el príncipe del mundo se llama Satán. Si el Espíritu Santo es una paloma blanca, el diablo es un mosquito con la saliva henchida de microbios. ¿Por qué? He de contar mi vida para explicarlo. Soy una célebre evidencia. Nací por cesárea, con anestesia, me sacaron por una herida abierta con instrumentos de acero inoxidable. El hecho de que mi madre me pariera sin dolor fue un desafío. Cuando ella murió tuve el cuidado de asomarme a su vientre para mirar la cicatriz de mi llegada. Nunca olvidaré esa línea atroz, esa blasfemia. Nací, pues, en la primavera de 1976 y desde entonces soy una infiltrada en el reino de los aptos. Darwin, ese dispéptico, nunca previó que yo viviría. O tal vez sí, pues carezco de descendencia. Por eso escribo. Siento la necesidad de crear, de justificarme, de compensar a la Naturaleza por este fraude que mis padres cometieron en connivencia con los empleados del hospital. Mi educación preescolar se llevó a cabo en una casa regenteada por tres monjas. Ellas me enseñaron a sufrir de manera cósmica, a endulzar lo amargo, a mezclar huevo con alcohol y a hacer rompope (a esto se reduce mi poética). Muchos años después, en plena pubertad, dediqué mi primera composición en verso a una de ellas, la más hermosa de las hermanas. El texto era un bodrio octosilábico que hablaba de rasgar el hábito sagrado de la monja y convertir en gemido aquella voz consagrada al regaño y a la oración. Se llamaba Luz Elena (qué nombre tan ripioso y exacto: lo hice rimar con “pena”, “hiena”, “truena” y “envenena”). Comencé a imitar a Ramón López Velarde. Imaginen el horror: los versos con acné, las cacofonías imberbes, los onanismos. Me enamoré de una compañera de clase que optó por desdeñarme y acostarse
con un compañero de largo apellido vasco. Nunca le perdoné la grosería de preferir a un descendiente de cavernícolas, a un mestizo de hombre moderno y neandertal. Quedó embarazada. Sus padres la mandaron de viaje a un sitio equivalente a los conventos donde inducían abortos y emparedaban a los productos de la concupiscencia. Mi amada nunca volvió al colegio. En su ausencia desarrollé una misantropía sistemática. Me puse a elucubrar maneras de abortar a nuestra especie. ¿Por qué no me suicidé? La fantasía. Los mosquitos entran en este punto de la autobiografía como vectores del virus esterilizador que mis científicos japoneses habrían de desarrollar en el laboratorio secreto Edén 666, oculto en las entrañas del Tepozteco. Mis lecturas en ese entonces eran novelas de ciencia ficción y poesía de los Siglos de Oro. Dediqué tres años a escribir un poema épico al estilo de La Araucana; cantaba el heroico proceso de exterminio, el olvido de los condones, la bancarrota de las jugueterías, el cierre sucesivo de las primarias, los bachilleratos y las universidades, la ola de revoluciones, la adopción de hijos sustitutos cada vez más extravagantes (monos, armadillos, bromelias), la vejez generalizada, los pañales para adultos, el último de los bípedos, el mundo hablado desde ninguna parte, el silencio de las lenguas, el moho sobre la Mona Lisa, el lenguaje de mi poema desquebrajándose como Altazor. Luego entré a estudiar Ciencias Genómicas. Mi propósito oficial era diseñar mosquitos estériles para disminuir sus poblaciones. Me proponía precisamente lo contrario. Pero una viscosa tarde en Cuernavaca recibí la llamada que acabó con mi carrera biotecnológica: “Tu mami ya descansó”, me dijo su tercer marido, que la había cuidado a lo largo de su enfermedad (ese sujeto es evidencia, aunque endeble, de que también existe la bondad). La muerte de mi madre me confrontó con
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un reflejo horroroso. No debía matar a los demás sino a mí mismo. Como no tenía ganas de apagarme, quemé mis obras misántropas y escribí un canto lleno de arrepentimiento, vitalidad e incorrección política: Monja transexual, libro con el que gané el Premio Aguascalientes. El yo lírico es un sujeto que lleva a cabo todos los procesos quirúrgicos y hormonales necesarios para convertirse en mujer y entrar a la orden de las monjas capuchinas. Poco a poco, su voz poética va siendo más y más influida por la de Sor Juana y el texto termina siendo un pastiche barroco. El poemario tuvo buena recepción (nada en comparación con la del último). Me invitaron a publicar en revistas y antologías. Mi primer recital tuvo lugar en el marco de la Feria del Libro y la Rosa de la unam. Esa noche estuve a punto de perder la virginidad con una joven que admiraba mi propuesta transgresora. Fue la primera vez que me sentí mosquito, hembra, por supuesto, pues sólo las hembras chupan sangre. Mi probóscide estuvo a punto de sumergirse, mas reculé. Soy una monja capuchina, pensé, y esta erección es tan impostora como yo, que nací hombre, que nací falso, que debí haber muerto con todo y mi madre en el parto, como tanto otros inadecuados a lo largo de los siglos. ¿Por qué confieso esto? Porque esa noche, después de abandonar a la joven en el motel, volví a Cuernavaca y escribí los primeros poemas de Especulante, mi libro dedicado al orgasmo femenino, del cual yo no sé nada, ya que el orgasmo para mí es una turbación hidráulica, catástrofe de expulsión viscosa color marfil, violencia y alivio prostático, antípoda del terremoto negativo de la mujer. Deconstruyendo la eyaculación pensé en el semen como malaria, dengue, chikungunya, zika, pesadilla tropical que perpetúa una especie que medra por medio de la cultura, que no es otra cosa que hipocresía institucionalizada. Mis versos favoritos de aquel libro son los siguientes: “perro contra la espuma/ pelícano hacia el mar”.
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Con este poemario obtuve la beca del Fonca. Abandoné la carrera de Ciencias Genómicas y me dediqué a leer sobre el colapso de las civilizaciones mesoamericanas en la transición del clásico al epiclásico, por ahí del año 900 d. C. Me mudé a Copilco y pasé buena parte del año en la Biblioteca Central. Mis fuentes de energía fueron el café y los tacos de canasta. En el primer Encuentro de “Jóvenes Creadores” me tocó pernoctar con un poeta dionisiaco. Escribía sin palabras esdrújulas ni versos medidos, orinaba el asiento del excusado, entraba a altas horas de la madrugada, beodo, y se echaba a roncar con los zapatos puestos. Ver las sábanas blancas llenas de tierra era una tortura para mí, monja de clóset, limpia de corazón. Cuando volví al cuarto al final del tercer día del Encuentro, descubrí que mi compañero había dejado abierta la puerta que daba al balcón. Su descuido provocó una invasión de mosquitos. Maté a cuantos pude, pero los más astutos sobrevivieron y se dedicaron a zumbar victoria en mis oídos. Somos, bisbiseaban, los elegidos por la selección natural. Llena de ronchas, mi furia maduró en el insomnio. A las 5:36 de la mañana entró el poeta a la habitación. La vida era un fraude, yo, hembra, sobraba en el mundo. Los mosquitos no me dejaban dormir. Esa noche perdí la inocencia. El himen roto fue el cráneo de mi colega. Desde la cárcel dediqué mi tercer libro a su memoria. Habitación 230. El Conaculta, hoy difunto, se negó a publicarlo. Los editores de Random House Mondadori, por el contrario, reconocieron el potencial mediático de la obra y la sacaron con un prólogo escrito por un psiquiatra experto en criminales. Ha sido un éxito de ventas. Con las cuantiosas regalías pago las cuotas necesarias para vivir en paz aquí adentro, en el Altiplano. Soy una monja de clausura. El penal es mi convento. Rodeada de ladrones, secuestradores y asesinos, lo confirmo: yo soy la peor.
Autobiografías paralelas Noel René Cisneros
Mapa babilonio del mundo, 510-500 a. C., colección del Museo Británico. (Fotografía: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)
Beroso el caldeo Nací en Babilonia, en tiempos de Artajerjes III, desde entonces fui criado en el culto de Marduk, para seguir los pasos en el templo de mi padre. Babilonia, la cubierta de lapislázuli, vivía ya entonces de sus glorias idas. Porque un día fue la ciudad, un día señoreó sobre todas las tierras como le corresponde al lugar erigido por los dioses mismos. Vi en mi juventud los ejércitos macedonios cruzar las llanuras de mi Mesopotamia, los vi irse al este ansiosos de victorias, como los jóvenes que eran, éramos. Los vi volver cansados y envejecidos; la batalla cambia a cualquiera. Vi a ese muchacho que hacía de la voluntad de miles una sola, la suya; estuve en el templo cuando él fue ungido. Participé, en mi calidad de sacerdote, en las ceremonias fúnebres cuando ese dios dejó este mundo. Desde entonces he visto los signos del declive. Más allá de las guerras de sucesión hay otras señales que sólo los dioses nos muestran, que sólo los iniciados podemos discernir. Por eso comencé a escribir la Historia de Babilonia, algo tan opuesto a la labor del sacerdote, quien, antes que nada, ha de devolver este tiempo profano, continuo, al único tiempo, el tiempo verdadero, inamovible. He consultado tablillas, he indagado en viejos archivos, en antiguas bibliotecas, toda la historia de esta ciudad y del mundo. Desde que perdimos el favor de los dioses y nos abandonaron en este tiempo, luego del Diluvio. Pero mientras buscaba, mientras iba en pos del conocimiento del pasado he visto que el tiempo, abandonado de la mano de los dioses, es como una piedra de moler en la que los pueblos y sus lenguas y ciudades enteras perecen. Temo que el día de mañana las arenas del desierto reclamen cada ladrillo en que está levantada Babilonia, desde las chozas hasta el palacio cubierto de oro y plata. Porque hubo un día en que Nínive señoreó sobre los dos ríos y tan al oriente que sus ejércitos domeñaron a los elamitas y tan al poniente que los cascos de sus caballos se mojaban en las aguas del Nilo. Y qué es de esa ciudad ahora, qué fue de sus señores. Qué fue de Acad. Qué fue de esos hombres que reclamaron el mando y la rodilla doblada. Hoy, si acaso, son apenas la mención en una tablilla, sus nombres quedaron grabados en la arcilla, pero su imperio se ha desvanecido. Quizá el día de mañana ese sea el destino de Babilonia, los dioses no lo permitan, quizá no sobreviva de ella más que las menciones en algunos escritos. Al menos, espero que esa obra que estoy escribiendo mantenga el nombre de la ciudad y de sus antiguos reyes: de Nabucodonosor, Senaquerib, Sargón II, antes que todo se desvanezca.
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Comando aún a los sacerdotes y aún puedo mantener la bendición de los dioses sobre Babilonia, pero no sé por cuánto tiempo. En cada ceremonia trato que nuestro tiempo profano vuelva a ser el tiempo verdadero, el primer tiempo, el único tiempo, el de los dioses. Pero ignoró si en el siguiente rito conseguiré esa comunión, si los dioses seguirán escuchándome y las arenas del desierto en ese instante acaben con la ciudad. Zósimo el historiador Obligado a persignarme, a prosternarme ante los crucifijos y a ocultar mi devoción por los dioses verdaderos, las moiras me llevaron a redactar en secreto mi Nueva Historia, que no se publicará hasta después de mi muerte. Toda mi vida ha transcurrido dentro de la Nueva Roma —los cristianos se empeñan en llamarla ciudad de Constantino; ese cobarde arrepentido—. Sé de la inmensidad del imperio por todos los documentos que han pasado por mis manos, por los pleitos que he llevado. Porque mi labor ha sido la de resguardar los bienes del estado. Cualquiera que haya alcanzado tan importante función aprende, aunque jamás saliera del salón donde revisa los pergaminos y los folios que llegan a sus manos, que nunca antes ha habido algo como nuestro imperio, ni siquiera el de Alejandro. Mi vida se ha ido en resolver pleitos a favor del estado, a procurar el mejor bien para la república, aunque ello ha significado el enojo de uno o la caída en desgracia de otro. Nunca me preocupó incomodar o retirar privilegios que unos cuantos adquirían a costa del estado. Pero hubo unos contra quienes ni siquiera un commes puede: los señores de la iglesia.
Eso lo supe en mi infancia, cien años después del glorioso reinado de Juliano —malhaya para esos cristianos que cegaron su vida—, como todos los infantes de esa edad, me perdía en las tardes, luego de las lecciones de gramática, deambulando por las callejas de la ciudad. Un hombre era increpado y empujado por una multitud, lo tiraron al suelo. El hombre dejó de proteger su rostro cuando el montón de pergaminos que estaba a su lado fue encendido, las lágrimas comenzaron a correrle al tiempo que el fuego consumía los escritos. Intentó lanzarse sobre la hoguera pero lo detuvieron. Un sacerdote se acercó a él y le dijo: Mejor que sean tus paganos libros y no tú. No fui criado como cristiano, aunque la mayoría de los abogados compañeros de mi padre lo eran. Pero, cuando estuve en edad de comenzar a ejercer, él me advirtió: Finge que sigues su fe, guárdate de burlarte de sus ridículas creencias. Ingresé al servicio civil, comencé mi carrera que me llevó hasta convertirme en uno de los miembros de la corte del emperador, pero al coste de besar el anillo del patriarca. A despecho de los cristianos comencé a escribir mi historia, donde señalo que es su fe, sus corrompidas creencias lo que nos está llevando a la decadencia, lo que acabará con el imperio. Malditos, no podré publicarla mientras viva a riesgo de que ellos me ayuden a morir y la vocación de martirio se las dejó a ellos, que dicen disfrutarla tanto. Auguran el fin inminente del mundo, mientras se hacen del poder y seducen a los emperadores. Y lo que han conseguido es la decadencia, que su falso dios crucificado nos arrastre al paroxismo. Roma ya fue saqueada por Alarico, ¿qué más nos aguarda por su culpa?
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Prefacio de Los pĂĄjaros Por Chico Negro1 Nadia Villafuerte
Ruinas en Detroit, Michigan, Estados Unidos. (FotografĂa: Jeff Kowalsky / Bloomberg / Getty Images)
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Hace poco me di cuenta de que he estado largando mentiras en todas esas repeticiones de una versión única de mi biografía. Y estas repeticiones están dejando una huella tan profunda que, si no hago algo al respecto ahora, perderé pronto la libertad de interpretar o recordar mi vida de otra forma. Empezaré descartando la idea de que la existencia es un compendio de recuerdos que uno fija para siempre, como cuando uno coloca las fotos en un álbum para sacarlo después y ratificar que esas memorias son las que son y no se han movido de lugar: los rostros permanecen idénticos, las imágenes están maltratadas por el paso de los años pero son las mismas... ¿Por qué ello nos reconforta?, ¿no es más bien triste y aterrador? Descartaré la idea porque creo que nos merecemos la posibilidad de interpretar libremente, con base en nuestras exigencias y nuestros deseos, esa sucesión de hechos que suponemos inamovibles, y no me refiero solamente a la interpretación numénica. Yo he creído a pie juntillas que toda mi historia me pertenece. El remanente material de lo que considero como mío es tan autoritario que me ha convencido de que no puedo cambiar de cara, no puedo cambiar de cuerpo, soy lo que tengo y lo que he dejado fuera, las pésimas decisiones y las tremendas, incluso las inverosímiles. Tampoco puedo cambiar de pasado. ¿Pero y si sí? ¿Cómo puedo estar tan segura de que todo lo que figura en mi carnet se corresponde con esta persona que todos ven? 1
1 Chico Negro (México, 1960). Ha pasado buena parte de su vida en Detroit, escenario de este libro.
La noción de este libro vino cuando una revista me invitó a colaborar con un texto sobre una autobiografía inventada y yo batallé para encontrar el modo. Para empezar, nunca se me había cruzado la idea de escribir un texto autobiográfico porque todos los relatos de ficción que he escrito se refieren, en mayor o menor grado, a mis propias experiencias revueltas con aletazos ilusorios, alucinatorios. En el revés, me jactaba de considerar que podía escribir relatos en una primera persona, aunque esa no fuera exactamente yo, dando por sentado que podía recordarme a mí misma, con interés y miedo, con desconcierto y repugnancia, aunque usando el cuerpo de otras gentes reales o improbables. Claro que mi problema fue convirtiéndose en ese: me costaba entender la vida real de la ficticia, la gente de verdad de la gente de los libros, y extravié la cuenta del momento en que empecé a tomar ciertas decisiones, sobre todo emocionales, por considerar que estas servirían a mis propósitos literarios. Según yo, no era otra cosa que puro sentido común: habitar una perspectiva ilusoria que pudiera contaminar el mundo real y viceversa, llenar la distancia entre lo que me pasaba y aquello que era capaz de narrar. Mi vida se convirtió en una extensión enferma que me llevó a tomar no pocos riesgos: alguna vez me casé tan sólo para seguir el trayecto del amor en sus distintas lomas y en su rumbo hacia el despeñadero, o amanecía en ciudades desconocidas compartiendo el tren con extraños para registrar la belleza inestable del azar. Llegué a someterme a una terapia de hipnosis y a hundirme en las aguas verdosas del inconsciente tratando
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de recuperar lo que estaba empozado ahí, ya que el resto, toda la historia de mi familia y la mía propia, con sus traumas y sus trascendencias, las tenía embalsamadas para cuando llegara el día de confundirlas con los recuerdos de otros, bajo el arbitrio errático de la escritura. Eso constituía para mí la ficción, ninguna duda, escribir mis propias memorias tampoco estaba descartado de mis proyectos a futuro: a pesar de ser un acto pretensioso (¿pues en qué sentido consideramos que nuestra existencia es relevante como para ser contada?), todo escritor sucumbe, tarde o temprano, a la sentimental tradición de trepar a su árbol genealógico, aun cuando sepa que se trata de una excursión a las lagunas, las zonas borrosas y los reinos de la vaguedad. Cuando la revista House of Time me hizo la invitación de enviar un fragmento o inicio de unas memorias falsas, me entusiasmé. Recordé el caso de mi amigo Sam Gibbons y su obra de teatro Bee-Luther-Hatchee, que le había costado bastante problema. Thomas, el padre de Gibbons, violó a una sirvienta negra, Libby. Gibbons era un niño, escuchó los gritos de aquella mujer y quedó tan impresionado que cuando Libby desapareció y él se convirtió en escritor, se propuso contar aquel episodio, quizá para expiar la culpa de su padre, blanco, igual a él. Firmó esas memorias como Libby Price
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en vez de poner su nombre verdadero, Sam Gibbons. A ese libro le llegó, diez años después, una reedición y un premio que llevó a la editora a buscar a Libby. Entonces el misterio se develó: la autora no era negra sino blanca, y no se trataba de una mujer sino de un hombre. Pobre Gibbons. Libby, ya vieja, al enterarse, salió de una enfermería en un pueblo de Carolina del Norte y lo enfrentó cuestionándole si acaso un hombre blanco podía narrar una historia como la suya tan sólo porque tuvo los medios para hacerlo. El caso puso en cuestión otros asuntos: ¿un buen argumento y la escritura en sí pueden sostenerse al margen de la identidad de quien la cuenta? ¿Se trata de ofrecer una trama a toda costa o de atenerse a la historia verdadera? ¿Por qué el autor es más importante que las palabras? ¿Acaso sólo el testigo tiene la prerrogativa de su experiencia o quien la escucha tiene el derecho de volver a decirla, de apropiársela como si le perteneciera? ¿Dónde descansan las fronteras entre la verdad y la imaginación, entre la ficción y la no ficción, entre el acto del ventrílocuo, la apropiación, la colonización cultural, el sesgo, el error, el robo? Por supuesto que lo de Gibbons era extremo y aun así nunca dejó de parecerme un estupendo ejercicio sobre la complejidad de la autoría. Lo mío se fijó en otros lindes. Porque escribir con un alter ego daba las
mismas posibilidades ya no sólo de lactar la fantasía, sino de abrirle camino a una situación en la que pudiera transformar mi particular suma de recuerdos. ¿Por qué estos tenían que ser inmutables?, cavilé. ¿Por qué no podía borrarlos y reemplazarlos por otros, unos más convenientes o que dolieran menos que los anteriores? ¿Por qué tendría que confiar en que ciertas cosas ocurrieron, cuando de hecho, algunas de esas anécdotas se encajaron en mi mente como una prótesis? Crecí con una madre soltera demasiado joven, y conocí a mi padre sólo a través de las cartas que me llegaron de él durante toda mi infancia. Firmaba “Te extraña, el Chico Negro”, con una letra torcida que se asemejaba a un ave en el sobre amarillento. En la juventud, cuando fui capaz de buscarlo, emprendí un viaje al barrio de la ciudad de Detroit donde él alquilaba una habitación. Lo encontré revolviendo catrachos en los contenedores de la basura de un callejón perdido, amontonando en un carro de supermercado abrigos viejos, revistas ajadas y trastos rotos. En esa visita, él insistió en que, a pesar de la pila de cartas que me había enviado, lo más probable era que ni siquiera fuera mi padre, considerando las costumbres libertinas de mi madre. Y aunque su respuesta me irritó por su componente agresivo, él tenía derecho a mentir como ella, ¿o cuánto había que creerle a una mujer que aseguró haber dejado su país por aquel hombre, al tiempo que le pintaba barba y bigotes a aquella fotografía? “¿No te acuerdas? Tú tenías cuatro años, vivíamos en una casa vieja y fea, soplaba un calor carajo y los mosquitos no dejaron de rasgarnos la oreja toda la noche”, insistió ella señalando con su dedo la imagen, donde se miraba a un mulato de ojos intensos, con brizna de brea en el rostro, dándole la espalda a un horizonte abrumado. Muchas veces observé esa foto otorgándole a aquella figura perdida en un universo abstracto, todo mi rencor por su abandono. Tengo una cicatriz en el brazo derecho. La cicatriz está ahí, o sea que algo la ocasionó. El único rastro de lo que pasó viene de mi madre otra vez, que me contó que caí de una escalera
como resultado de lo cual debieron ponerme tres o cuatro puntos. “Ni siquiera lloraste”. La memoria puede ser sumisa frente a nuestras órdenes, las órdenes de la imaginación, me dije. Con ese entusiasmo empecé a escribir. No he alcanzado a ir tan lejos e inventarme una existencia en extremo remota u opuesta a la que, por desgracia y fortuna, tengo. Estas son unas memorias falsas. Falsas puesto que aún en el pasado alguno de ellos pudo mentir. Mi madre lo imitaba: “Imagina que soy él” y montaba escena. Yo era niña, me sentaba en una banca, él-ella tomaba una moneda en la mano izquierda y la hacía aparecer en la derecha: “Oh, es mágica”. Nunca identifiqué que era un truco. Lo he recordado cientos de ocasiones, cuando veo unas monedas simples. ¿Cómo tan tonta? La escena me prodigaba el asombro y la risa de verla a ella convertirse en él, de verlo a él aparecer y desaparecer esos centavos de las manos. Pero si la memoria es maleable en una dirección, la de borrar lo que trastorna a un sujeto, seguramente también puede serlo en dirección contraria. ¿Qué tanto podemos escapar de nuestro pasado? ¿Tenemos potestad para reconstruirlo y olvidar a voluntad? Traté de responderlo con este libro, que empieza en el mismo sitio: un barrio en Detroit. El protagonista tiene los ojos inexpresivos, sólo que en lugar de ver hacia el fondo del callejón donde una mujer se aproxima, observa una nube negra que se abalanza sobre los contenedores de basura. El hombre amontona abrigos viejos, revistas ajadas y trastos rotos en un carro de supermercado. Me he recortado de ese paisaje con tijera. Es agosto, cuando el cielo se vuelve loco, lleno de estrellas fugaces que sin duda influyen en los destinos humanos. Al desaparecer, he enterrado todas las cartas que mi padre envió a esa chica a la que, por culpa de unos sobres amarillentos, le creció la nostalgia, el rencor y una propensión a mezclar su existencia con vidas apócrifas. Por eso la historia de ese hombre, ya no mi padre sino un mero vagabundo, empieza cuando los chillidos agudos e inquietantesde los pájaros llenan el aire, se abalanzan sobre la pila de basura, destrozando así su abstracción.
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En el verano de 1917, las niñas Elsie “Iris” Wright y su prima Frances “Alice” Griffiths afirmaron haber fotografiado algunas hadas detrás de su casa en Cottingley, cerca de Bradford, Inglaterra. Esas fotografías se convirtieron pronto en el más famoso ejemplo de manipulación de imágenes. “Alice” fue probablemente el nombre dado a Frances por Sir Arthur Conan Doyle como una forma de ocultar sus identidades cuando las fotografías fueron publicadas. Aunque Elsie admitió más tarde que las fotografías eran falsificaciones, Frances era más reticente. Hasta el día de su muerte afirmó que, en efecto, habían visto hadas, y que al menos una de las fotografías era genuina. (Fotografía: SSPL / Getty Images)
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Radiografía de un instante que no fue Ramón Castillo
Las órdenes previas son rutinarias: levante el mentón; gire un poco más la cabeza; sonría directo al ojo miope de la cámara. Lo que no es común es el aparato, pues éste abre el diafragma más allá del espacio y extiende su mirada hacia el tiempo. Luego, cuando el condensador ha llegado a la temperatura adecuada, tiene lugar un estruendo feroz. La luz corta el aire, avanza como un bisturí que disecciona fielmente todos los detalles y en su recorrido describe la anatomía de infinitas duraciones. La explosión electrifica cada partícula, presente y pasada, y devela su coexistencia simultánea con meticulosidad quirúrgica. El resultado es, algunos lo han sugerido, similar a darle la vuelta a la realidad, cual si fuera un guante cuyo interior nadie hubiera imaginado descubrir. En el momento en el que Ray Dodgson, el creador de este artefacto, tuvo la peregrina idea de fotografiar lo que no existe, la ocurrencia fue, y con justa razón, descartada por inverosímil. No obstante, atento a la ironía que tal calificativo señalaba, su empeño aumentó. Dodgson estaba convencido de que los mayores logros de la civilización han afianzado su valía mediante la táctica de eludir las reglas del juicio ordinario. De esta manera, sirviéndose de los principios más elementales de la física de partículas y la literatura fantástica, logró dar con el mecanismo esencial para elaborar imágenes de aquello que pudo, pero no llegó a ser, instantáneas que además resultaron ser poseedoras de una sugerente y terrible belleza.
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Una doble premisa sostenía la lógica detrás del invento. Por un lado, si cada paso recorrido hacia un punto descarta cualquier otra alternativa, el camino dejado tras de nosotros es, como lo entendió Borges, una sucesión de bifurcaciones que se abren, inagotables, en rumbos que no conocen fin. Así, los fantasmas que nuestro albedrío suscita según avanzamos, dan cuerpo al reverso de lo que somos. En segundo lugar, Dodgson retomó la digresión de los filósofos que se preguntaban por qué el ser y no la nada, y dio con una respuesta asaz sencilla, aquella dicotomía era superable al asumir que no son conceptos ajenos, uno no existe sin la otra, vienen aparejados de manera similar a un doblez imperceptible, aunque necesario. Toda existencia tiene que cargar con el espectro de lo que no es, justo como la antimateria que equilibra la relojería del universo. Los retratos de Dodgson son un atisbo a un cosmos en perenne expansión. Bajo esta óptica, una vida es una réplica del Big Bang, un misterio que agudiza sus asombros conforme crece, una cadena de azares plena de necesidad. A las arrugas o canas o kilos de más o manchas en la piel o tristeza en los ojos que las fotografías solían consignar, a partir del invento de Mr. Ray, se suma la arborescencia que detalla los múltiples sesgos acumulados por nuestro deambular en el mundo. Resulta hipnótico seguir el entramado de tales instantáneas porque dicen lo que usualmente no es posible expresar, tal vez el triunfo, acaso la mayor parte sea el recuento de las derrotas, pero siempre, la amplísima gama de alternativas con las que lidiamos. Lo que se ve es un mapa de las decisiones que la persona tomó, salvo que el registro de éstas no se hace a la manera de un currículum. En lugar de hablar de aspectos positivos y concretos, la voz la tiene aquello que no ocurrió, algo
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cuya elocuencia es más intensa en virtud de que se habla del auténtico trance vital. El entramado fotográfico describe, una a una, las ramas de un tronco que crece a partir de un hecho, iluminando una serie de posibilidades no contempladas o sin concretar, una enumeración prolongadísima de alternativas que fueron reducidas a meras condicionantes, un rio de inagotables brazos de nombre “si hubiera”. Cada una de las creaciones de Dogson recuerda, tanto al fotografiado como al espectador, que estamos ineludiblemente hechos de diversos rostros, todos simultáneos y en perfecta convivencia, y también han servido para mostrarnos las vidas que guardamos en estado de potencias invisibles. Asesinos, santos, millonarios, pobres, exitosos o agraciados, enfermos, poderosos o traicioneros, no importa, al mirar las imágenes encontramos estas —y miles más— probabilidades en nuestro recorrido en tanto seres humanos. Aquel descubrimiento ha sido algo parecido a darle voz no al manso doctor Jekyll, sino al más impetuoso y salvaje Mr. Hyde que existe en nuestro interior. Sin proponérselo, este invento muestra que somos más parecidos de lo que deseamos, que compartimos el mismo e inagotable flujo de chances de ser diferentes y, en la lucha, tal afluente se vio adelgazado en una o varias torceduras del camino. Dodgson, que nunca estuvo acostumbrado a los reflectores, ofreció cientos de entrevistas para aclarar la técnica utilizada a fin de obtener las fotografías que lo hicieron famoso. Un grupo de detractores, los más mordaces, equipararon su labor con la charlatanería de capturar eso que los parapsicólogos describen como aura o chacras. Algo que negaba de manera rotunda nuestro científico cuántico. También, discusiones han nacido y muerto alrededor de si esto, al margen de la
ciencia, debe o no ser llamado arte. Hay quienes aseguran que sí, pues encuentran un resabio estético en aquella radiografía de los instantes que no fueron. Incluso, han señalado un parecido con esa práctica que fue común a principios del siglo xx de crear, fotomontaje de por medio, retratos en los que el sujeto principal se encuentra rodeado de manchas blanquecinas, supuestos espíritus familiares que desean participar de un último recuerdo impreso. Esta última sugerencia resultó lo bastante seductora como para que Ray Dodgson se aventurara a decir que, efectivamente, sus fotogramas eran protagonizados por espectros —y de inmediato agregó con su habitual sentido del humor—, los fantasmas propios que nosotros debemos cargar por el resto de nuestras vidas, las visiones de lo que en apariencia renunciamos a ser. Pese a los detractores, la maquinaria de la popularidad ya estaba en funcionamiento. Velozmente, el invento comenzó a extenderse a las competencias deportivas, lo que permitió paladear miles de posibilidades en cada segundo de cada round de cada pelea de campeonato; entre el sinfín de golpes que pudieron, pero no fueron, haber sido enviados, se encontró un número infinito de knock outs. Las carreras de caballos tampoco estuvieron al margen, en los hipódromos los apostadores derrotados se martirizaban al presenciar el triunfo de su corcel en una dimensión siempre distinta a la suya. Los partidos de béisbol, igual que los torneos de ajedrez, simplemente se volvieron interminables, las millones de jugadas no realizadas brillaban en el territorio del no-ser, como el perfecto reverso de un movimiento suspendido. Igualmente, se analizaron las grandes obras de los maestros de la pintura, lo que permitió descubrir que Las tres gracias de Rubens poseía inagotables variaciones en las curvas, peso y tonalidades de la piel de los tres pares de nalgas ahí retratados. Entre la enumeración de los lienzos jamás ocurridos, destacó uno en el cual las féminas son delgadísimas ninfas libres de adiposidades, lo que dejó fríos a varios expertos en la obra del artista flamenco; en otro, las modelos eran, a todas luces, no las rubicundas europeas, sino doncellas de las Indias Occidentales que jugueteaban alrededor de una deidad que exigía el sacrificio de sus jóvenes almas. Los críticos del arte se quedaron anonadados al ver las otras, cientos, miles, millones de piedades que Miguel Ángel no esculpió; ni la carcajada de la Mona Lisa que jamás bocetó Leonardo, pero que bien pudo haber resuelto en dos movimientos de la mano. En fin, no hubo territorio que fuera ajeno a la Máquina de Dodgson, como se le comenzó a conocer tras la repentina muerte de su creador, aunque las fotografías personales mantuvieron el lugar de principal atractivo. El misterio de nosotros
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mismos es, pues, un impulso superior en fuerzas a cualquier otro. Sin tardanza, un grupo de hackers —que en planos espaciotemporales ajenos se hubieran dedicado a la venta de hamburguesas o a ser evangelistas— creó una aplicación para que cualquiera, desde su dispositivo electrónico favorito, pudiera mirar en su amplitud la red de callejones sin salida que su existencia había tejido a lo largo de cada determinación. Pronto las redes sociales se comenzaron a llenarse con imágenes de rutas jamás tomadas, puentes que preferimos derrumbar o alternativas dejadas a la deriva. La selfie de lo que no somos llegó a ser trending topic. Visualizar el cúmulo de vidas malogradas, lejos de inquietar a los miles de asiduos a la Dodgson’s app, parecía darles el triste consuelo de que, en algún momento, sí tuvieron la esperanza de ser alguien distinto, mejor, más feliz y pleno. Ellos sabían o sospechaban, quizá, en qué punto se había jodido todo pero, aun así, la emoción emanada al ver aquel mapa de torceduras y pasos en falso los conmocionaba hasta las lágrimas. Abrazar la historia no contada por las fotografías otorgaba un remanso que les permitía irse tranquilos, con cierto alivio en la conciencia. Sentían que la desviación que había precipitado el sesgo de sus existencias no era culpa suya. Lo conmovedor y triste surgía cuando constataban que la miseria de su circunstancia era por completo su responsabilidad. Aquellas imágenes despertaron, en los más lúcidos, un fervor por el amor fati, el eterno retorno de lo mismo, una y otra vez. Denunciaron el arrobo ante el revés de las cosas y se unieron para ceñirse a sus propios e intransferibles deberes. Pronto se diluyó su movimiento. Aún así, hoy recordamos estos fascinantes, sinuosos y repetitivos mapas multidimensionales. A simple vista, alrededor del cuerpo fotografiado, un racimo de nervosidades dilatábase similar a una inmensa fantasmagoría. Visto de cerca, aquella aglomeración estaba formada por ramificaciones compactas, sutiles y elegantes que se torcían en todos sentidos, tiempos y espacios. Los fractales guardaban, como inagotables muñecas rusas, variaciones sobre un mismo tema. A Dodgson le gustaba afirmar que más que respuestas, sus imágenes eran un recordatorio constante ¿De qué? Eso dependía de la decisión tomada, aseguró este genio al ser entrevistado después de presentar su formidable invento. Sonreía, al decir que tales creaciones eran una esperanza de que, en otra vida, bajo otras eventualidades, siguiendo un derrotero diferente, él hubiera sido un escritor de fabulosas aporías y contrasentidos. A su manera, cada alternativa desechada es ocasión para escribir inconmensurables biografías imaginadas. Todo consistía en escoger la que uno deseara y saber que todas son posibles, si y sólo si, descartamos el fatigoso infinito.
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El Museo Jumex
Asumir el orden natural de las cosas Verónica Bujeiro
Museo Jumex. (Fotografía: Getty Images Latin America / Moment Mobile)
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Tras una noche de sueños intranquilos, aquella mañana me desperté con la decisión de visitar un Museo. No tendría por qué explicar los motivos, ¿a qué va uno ahí si no es a entretenerse? A salir de uno mismo. En la agenda oculta quizá vaya uno a buscar respuestas o una forma de consuelo, cual si fuera una ida a misa. Pese al paso del tiempo, la evolución y las críticas, el museo no ha dejado de ser un recinto sagrado, un espacio que dictamina lo que es y lo que no es “arte”, esa palabra ambigua que convive tan cotidianamente con nosotros. Vocablo cincelado a partir de un señalamiento que proviene de un dedo que rara vez notamos y que se asume con un voto de verdad que en la actualidad resulta cuestionable, no sólo en el sentido de si en realidad lo que tenemos en frente es o no la palabra aquella, sino que nos deja con la duda, cuasi existencial, de qué es lo que entendemos por “eso” en realidad. Del abanico de posibilidades que ofrece el vivir en una capital cultural, elegí el Museo Jumex, un polémico recinto de arte contemporáneo cuyos propietarios, además de endulzarnos la sangre por generaciones, han transformado la cara del coleccionismo de arte en México centrando sus gustos de compra en las tendencias del arte de última generación, tanto internacional como mexicano. La visita al Museo Jumex, cuya sede alterna y previa a esta encarnación citadina reside en la propia fábrica del consorcio, me hizo recordar una visita en mi más remota infancia a una fábrica de panes y galletas (quienes por cierto también poseen un museo en la capital cultural, pero dedicado a la infancia) en donde nos ofrecieron los pastelillos otrora empacados al vacío recién salidos del horno, una acción simple que provocó que por única ocasión su sabor fuera verdadero (acaso mi madalena proustiana). Pero aquel sábado sabía bien que el paseo que estaba por acometer no incluiría ninguna clase de refrigerio; era una cuestión adulta en la que no me expondrían al modo de gestación de un pastelillo, sino que como lo explicaba su sitio de internet la exposición que estaba por visitar presentaba un concepto por demás intrigante: “un museo ficticio dentro de otro”. Un juego que hacía eco a la pieza del interesante artista belga Marcel Broodthaers, Musée d’Art Moderne. Département des Aigles (1968-1972), que versaba sobre la intersección del arte y su valor de cambio dentro de la religión capitalista. Sonaba prometedor. Hasta el título tenía su vuelta de tuerca: El orden natural de las cosas, una especie de ironía tan propia a las artes de avanzada.
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El artista Jeff Koons asiste a la muestra privada Popeye Series en la galería The Serpentine en Londres, Inglaterra. (Fotografía: Nick Harvey / WireImage)
Un folleto negro con un asterisco se me facilitó a la entrada y me indicaron que la muestra empezaba de arriba hacia abajo para marcar un descenso en los órdenes en los que estaba articulada como réplica de los modelos y metodologías de un museo de historia natural o de antropología. No hay nada que resulte más gozoso al espectador de un museo de este tipo que una retahíla de conceptos encimados, los curadores saben de algún modo que la ecuación mental que arrojan inquieta la adrenalina. A unos pasos de iniciado el recorrido, el folleto del asterisco se reveló como el conejo blanco que habría que seguir, pues en un vuelco arriesgado y sumamente lúdico de la curaduría (a cargo de Julieta González y José Esparza Chong Cuy) la muestra carece de cédulas, ese apoyo al que estamos tan habituados los visitantes y sin el cual nos sentimos algo vacíos. Después de todo “la obra es una trampa que la etiqueta desvela”,1 se dice citando a Daniel Buren, otro artista europeo quien ha realizado buena parte de su obra con base en la crítica del museo. Más allá de la expectativa, la experiencia real dentro de El orden natural de las cosas consistía en el espectador confrontado a objetos dispuestos en un aparente “caos”, similar al “orden” de los otros recintos dedicados a lo mismo, en el que por momentos persiste la creencia de que se está frente a aquello llamado arte. Seres condicionados como somos, son las pistas históricas las que nos dan ese indicio, o más claramente dicho: las caras conocidas como Marcel Duchamp, Yves Klein, Jeff Koons, Damien Hirst y Gabriel Orozco; estándares que han trascendido y elevado sus tasas de plusvalía notablemente al paso del tiempo. Por ejercicio de proximidad, acaso de mero convivio, se asume que lo que está junto debe de tener un valor similar, aunque la sospecha comienza a rondar si éste es puramente de especulación económica o artística. Cualesquiera que este sea, seres condicionados que somos, hay quien ya ha comenzado a tomarse fotos en compañía de las piezas. 1 Pedro A. Cruz Sánchez, Daniel Buren, colección Arte Hoy, Editorial Nerea, Donostia-San Sebastián, 2006, p. 84.
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Vista de la obra Schilder 1968-1971, de Marcel Broodthaers, en el marco de la exposición “La era de la modernidad” montada en el edificio Martin-Gropius-Bau, en Berlín, Alemania. (Fotografía: Will / Getty Images)
Se dice bien que la vaca dentro del cuadro es arte, fuera de él es una vaca cualquiera y lo mismo pasa con los objetos enmarcados dentro de un lugar como éste. Afuera es una aspiradora, acá es el vehículo de una bruja (Carsten Höller, Witchbroom, 1999, técnica mixta), así como ese cúmulo de elotes mordidos, cual rastro de puesto callejero (Calimocho Styles, Maíz transgénico (elotes), 2002, resina acrílica) o la pareja que se besa dentro de la sala e interrumpe el acto para decir el nombre de la pieza (Tino Sehgal, Guards kissing, 2002). Otros medios más convencionales como la fotografía, la pintura y el video se enciman a esta confusión de objetos comunes, en donde el traspaso de las líneas que procura el espacio sagrado de la obra de arte está igualmente resguardado por un custodio que siempre yace atento a detener nuestra fragante violación y recordarnos esa distancia simbólica. La muestra transcurre bajo un efecto de saturación, porque aún los muros han sido
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tapiados con frases filosóficas dispuestas por la misma curaduría a modo de “diálogo”, pero no es sencillo detectar el canal por el cual se están comunicando estas citas con las piezas expuestas, parece ser que sin el ofrecimiento explicativo o conceptual de la cédula lo que queda la mayor parte de las veces es el objeto desnudo. Un atrevimiento interesante de la curaduría que tiene diversos efectos en quien lo mira o pasa completamente inadvertido. Acercándose al fin de la muestra, ese dejo de adrenalina que nos había provocado el concepto de la entrada comienza a enturbiarse y se desplaza hacia el sentimiento de ser objeto de una burla que disfraza un ejercicio de poder, tan propio de estas artes de avanzada. La vaca ha sido señalada fuera del cuadro por un artista y al parecer tenemos que aceptarlo. El resquemor no viene de un grito conocido que demande arte figurativo y hace muchos kilómetros que la idea de belleza y otras
concepciones clásicas dejaron de tener el cenital en estos recintos. Lo preocupante es que el sentido parece haber tomado la salida de emergencia y abandonado el sitio. Para aquel que se sigue tomando fotos, ahora tirado en el piso a un lado de lo que parece una escena común a un centro comercial (Superflex, Guaraná Power Corner, 2006, doscientas diez botellas de Guaraná Power y cinco espejos de doble cara), la preocupación por este tipo de preguntas existenciales pasa completamente inadvertida. Este espectador realmente ha asumido que así es “el orden natural de las cosas”, puede intuir su “valor” (acaso el vocablo que suplantó a la idea de belleza y anexas dentro de estos circuitos) ya no en la metafísica, sino en dólares y centavos, y por tanto lo celebra. Mientras, yo me acerco a la salida rumiando colérica sobre la manipulación pavloviana de la que he sido objeto al cruzar el umbral de este recinto. Aunque pasos más delante la contraportada del folleto con el asterisco, el improvisado conejo blanco, me recordó que ya había sido advertida de algún modo: Una colección (de arte) podría ser simplemente vista como un retrato del mercado en un momento determinado. (El orden natural de las cosas). Pero no es tan sencillo las obras de arte hacen lo que quieren. No pueden ser encasilladas tan fácilmente.
El título mismo de la exposición fue tomado de la película Network, de 1976, en donde un comentador de noticias dice: Es el sistema monetario internacional el que determina la totalidad de la vida en este planeta. Es el orden natural de las cosas hoy en día.
Más que de un engaño, había sido objeto de una ficción: la del arte mismo. Aunque nunca nadie nos ha dicho que esto sea una pipa.
El artista Damien Hirst posa al lado de su obra The immortal. (Fotografía: Hubert Fanthomme / Paris Match por Getty Images)
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No hay forma de arte que no juegue también un rol político Operación Hormiga [Sofía Hinojosa / Adán Quezada]
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Sección del mural El origen de la vida, de Diego Rivera, en el Cárcamo de Dolores, en Chapultepec. Fotografía: Alejandro Arteaga
Uno puede analizar época tras época —de la edad de piedra a nuestro días— y ver que no hay forma de arte que no juegue también un rol político Diego Rivera
Murales socialistas decoran edificios coloniales desde donde se privatiza y administra un Estado en dirección ideológica, política y económica opuesta a los ideales de la revolución, de la cual se conmemoran aniversarios y se produce propaganda gubernamental. Que un gobierno contrarrevolucionario mame de la Revolución para justificar su lugar en el relato escrito por las instituciones, genera paradojas que revelan fisuras históricas y contradicciones ideológicas en la cultura oficial actual. No es novedad que el proyecto neoliberal impuesto desde hace tres décadas en México ha dejado un país globalizado a base de corrupción, desigualdad y violencia. La ciudadanía se encuentra en crisis permanente, el status quo impuesto por las clases dominantes oprime al individuo en formas que van desde la precariedad laboral hasta el autoritarismo gubernamental que controla a base de ejecuciones, tortura, desvíos de fondos públicos, colusión con el narcotráfico y represión de movimientos sociales; mientras que una clase corporativa recibe concesiones sobre lo público, resulta impune frente al delito y dicta un proyecto de nación a favor de sus utilidades. El viejo partido volvió como se fue, bajo la ideología del libre mercado en beneficio de una minoría. Pero más salvaje. Hablar de revoluciones en los últimos veinte años nos remite a las luchas suscitadas en oposición al régimen, tal como la del ezln cuando entró en vigor la firma del tlc, la huelga de la unam en contra de la privatización educativa, el movimiento Yosoy132 buscando transparencia en los medios de comunicación, municipios que se han fundado en autogobierno como Cherán y Pítcharo, grupos autodefensas defendiéndose del narcoestado y movimientos encabezados por familiares de víctimas de la violencia. Son plantones y bloqueos, manifestaciones y desobediencias estudiantiles, sindicales y ciudadanas que se levantan en defensa de lo común, más cercanas al concepto de revolución que cualquier “¡Viva la Revolución Mexicana!” televisado al son de mariachis y trompetas. Mientras tanto, la cultura se ha caracterizado por ser un campo de libertad crítico hacia el gobierno, a diferencia del periodismo que ostenta cifra récord en homicidios.
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Mural de Diego Rivera en la escalinata central del Palacio Nacional de México. (Fotografía: Getty Images Latin America / Getty Images / Francesca Yorke)
Artistas e intelectuales han asumido un rol crítico en instituciones públicas; curadurías y publicaciones antológicas historiografían el arte mexicano en relación a movimientos políticos como el ‘68. Tal es el caso de los catálogos de las exhibiciones La era de la discrepancia/arte y cultura visual en México 1968-1997 y Desafío a la Estabilidad Procesos artísticos en México 1952-1967, en los cuales se revisa la historia reciente del arte mexicano trazando relaciones entre apertura democrática en el arte y en la sociedad civil. Generando así, un punto de tensión entre institución pública y demandas sociales que tienen como objetivo denunciar el esqueleto del poder que ha perpetuado un Estado en crisis. Museos e instituciones culturales devienen tanto en muro de los lamentos donde el gobierno demuestra la existencia de libertad de expresión, como en plataformas donde diversos actores buscan proponer estrategias de resistencia cultural efectivas. Producir cultura crítica, socialista y de combate tiene tradición en la historia del arte mexicano, en 1922 ya declaraba el Manifiesto del sindicato de obreros técnicos, pintores y escultores: “nuestro objetivo fundamental radica en socializar las manifestaciones artísticas tendiendo hacia la desaparición absoluta del individualismo burgués [...] Hacemos un llamado general a los intelectuales revolucionarios de México para que, olvidando
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su sentimentalismo y zanganería proverbiales por más de un siglo, se unan a nosotros en la lucha social y estético-educativa que realizamos”. La vanguardia artística fundadora del arte oficial mexicano del siglo xx reconfigura la representación de la sociedad mexicana y su historia desde las instituciones educativas públicas; y es conceptualizada a partir de estudiar “la relación entre el poder y la representación de la Historia y qué papel tiene el arte en esa relación”. Así, el muralismo destronó la tradición estética europea, la pintura de caballete, reivindicó las culturas prehispánicas y la lucha obrera-campesina. Hoy, artistas conscientes de su responsabilidad histórica, desarrollan proyectos politizados que acompañan coyunturas sociales desde instituciones públicas. En estos casos, productores culturales se han unido bajo la convicción de que “la oposición artística constituye hoy una de las fuerzas que pueden contribuir de manera útil al desprestigio y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se hunde, al mismo tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar un mundo mejor”. Las estrategias culturales que se legitiman en la institución pública con la intención de asumir una oposición activa en coyunturas, conllevan un reto adicional, pues las estructuras de gobierno actuales han interiorizado la revolución al grado de tenerla tatuada hasta en los
muros. El régimen actual parte de la estetización de discrepancias en instituciones educativas y museísticas. Prueba de ello es la frecuente legitimación de un activismo-mercancía que estandariza disidencias y estabiliza la denuncia desde la institución recubriendo su discurso de “barniz social bienpensante”. Ejemplos de esto son: La exhibición A partir de mañana todo, inaugurada en el Centro de Cultura Digital en 2012, la cual se basaba en las movilizaciones sociales que han sido marcadas por una relación dislocada entre los medios de comunicación hegemónicos y presentaba doce trabajos para los que se realizo una aplicación para dispositivos móviles de para explicar el contexto político y social de cada una de las piezas. Mientras agonizaba el YoSoy132, el CCD, cubrió su cuota de crítica soft al legitimar piezas como Vísceras de la Nación, en donde bajo la consigna de posicionarse contra los festejos conmemorativos del centenario y bicentenario, los artistas Jazael Olguín Fermín Hernández y Juan Caloca realizaron un video de “acciones subversivas” como beber pulque de sabores con los colores de la bandera mexicana y vomitarlos en el zócalo capitalino. Así, la curaduría formatea el frente de lucha y las juventudes combativas negocian su lugar en el sistema consciente que se une al contingente. Otro caso es el de Rafael Lozano Hemmer, que en 2015 presentó en el muac y en diversas instituciones educativas Level of Confidence,
obra que consiste en un dispositivo que coordina una cámara con un algoritmo de reconocimiento facial, con el fin de comparar los rasgos faciales del espectador con los de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos. Las declaraciones del artista en diversos medios daban carpetazo al caso en plena investigación y reforzaban la versión oficial (opuesta a la de los familiares de la víctimas a quienes el artista utilizaba para promoverse al anunciar que los apoyaría con las ganancias de la pieza): “Los normalistas [...] fueron raptados y asesinados. Ellos ya están muertos [...] Esa es la poesía de esta pieza. La parte trágica es que ellos nunca serán encontrados. Pero aquí hay un software de cámara que nunca dejará de intentarlo”. ¿En qué sentido la mercantilización de la protesta es arte comprometido? Así como la revolución y el 68 son parte de una memoria integrada al relato histórico oficial, las protestas actuales se fetichizan e historiografían en tiempo real en instituciones culturales. Si en la historia pululan los casos de productores culturales que diferencian y precisan el porqué de los métodos aplicados en su activismo político y los aplicados en su práctica artística, hoy urge preguntarnos: ¿bastan las buenas intenciones a la hora de dar forma y hacer pública una declaración política desde el arte? ¿Qué estrategias de resistencia cultural efectivas estamos articulando en la contemporaneidad?
Sección del mural El origen de la vida, de Diego Rivera, en el Cárcamo de Dolores, en Chapultepec. Fotografía: Alejandro Arteaga
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Tres poemas Nadia Escalante Andrade
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Puerto nuevo Comimos langosta, de espaldas al mar, sobre un tapanco. (Yo no conocía aquel sitio ni había comido langosta). Éramos los únicos comensales. Los músicos para turistas se ofrecían. No quisimos. Tú no parabas de hablar. Dividimos la langosta —una mitad para cada uno— y las tortillas de harina de las que no hacen en el sur. (Yo nunca había comido esas tortillas). Bajamos a la playa; la brisa acariciaba una herida fresca. Tirados frente al mar y con los codos en la arena, nos dividimos la brisa y la música para turistas a lo lejos; también dividimos una separación que se acercaba —una mitad para cada uno— y el sonido de las olas para no tener que hablar.
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La cómoda La compraron juntos: una cómoda blanca. “Quedaría muy bien en nuestro cuarto”, y quedó muy bien junto a la puerta; la llenaron poco a poco, alegres y automáticos, de objetos, instantes y promesas en desorden. Abrían y cerraban sus cajones —inauguración, decían, y clausura de un espacio sólo suyo— con un ritmo más resuelto cada día; a veces no podían cerrarla del todo porque algo lo evitaba: un cinturón, una avidez intempestiva; un calcetín, una mirada a punto bajo jeans y camisetas bien planchados; un impulso, una blusa roja aplastada en la madera. La siguieron llenando hasta quedarse vacíos. A veces le pedían esas prendas tan parecidas a ellos y dejaban a cambio la posibilidad de ser más que la apariencia. El tiempo la cubría de una piel más gruesa. Dejaron las huellas dactilares, los nudillos y la fuerza de las manos: la madera más se resecaba bajo franelas y pulidores.
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Los primores de su tallado, sus manijas firmes y amables se volvían más fríos; no podía abrirse como antes. Su interior se fue impregnando de un contagio oscuro, desmedido en aislamiento de organismo en su miseria consumiéndose. Y los dos frente a ella, vestidos del olor de la madera cada noche, cada mañana, cada tarde, lentamente, el otro frente al uno ya no fue el otro ni el uno: dos muebles impenetrables, oscurecieron consumiendo aquello que habían depositado cada uno en el otro.
Paseo Sentada frente a ti, envidio la luz detrás de la cortina; hablas de mí como si yo no estuviera. Tu voz revuelve los muebles, los peces beta sobre la mesita esquinada y la colección de separadores adentro de los muy ordenados libros. Un aire húmedo, mal barrido bajo los sillones, sale en marea alta. Los pies entumidos son un síntoma: persuasión de resbalarme hacia otro tiempo, caminar lejos mientras la tarde resbala también tras de tu espalda. Hablas para girar la llave de las puertas, asegurar las cerraduras y ventanas mientras camino ya sobre la arena frente a los últimos rayos del sol.
También el mar me sabe allí, enfrente. Con las manos listas para las piedras. Sabe que espero el momento preciso en que acepte los rebotes de la piedra antes de hundirse. Y con premura regreso antes que anochezca y te des cuenta que no te escucho, que en realidad no estoy frente a ti mientras te miro como al mar en el momento preciso en que acepta los rebotes de la piedra antes de hundirse.
Presurosos con la brisa, transcurren los paseantes como los créditos de una película. Un niño se detiene y me sonríe. Sabe que estoy allí y en camino hacia la orilla del mar.
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Eduardo Chirinos (1960 - 2016)
Miguel Ángel Flores
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Eduardo Chirinos. Fotografía: DePaul University para “Poesía en abril 2016”,
La reciente muerte del poeta peruano Eduardo Chirinos nos hace pensar antes que todo en el carácter clandestino que ha adquirido la difusión de la poesía en nuestros días neoliberales. Y la vida de Chirinos nos confirma que poesía siempre habrá, que los poetas no adquirirán la condición de fantasmas. Los libros de poesía siempre encontrarán lectores, secretos y espectrales que forman una inmensa minoría, lo que aseguran su existencia. No sobra señalar que en la era de las comunicaciones instantáneas y las amplias posibilidades para la circulación de los libros, el conocimiento entre los poetas y sus obras sigue pasando por España. En época de Rubén Darío, los libros publicados en algunas capitales de Latinoamérica se leían en México. Nos enteramos de la obra de Chirinos gracias a que su magnífica obra tuvo buena recepción en España. Así inició su camino por varios países de nuestro continente. Y en nuestro país publicó dos de ellos: Humo de incendios lejanos (Aldus, 2009) y Treinta y cinco lecciones de biología (uam / Textofilia, 2014). No recuerdo que hayan recibido la atención que merecen. El prestigio de Eduardo Chirinos se fue construyendo libro a libro. Perteneció a esa estirpe de poetas han sabido mantenerse en un nivel de calidad constante, sin desniveles y lamentables caídas. En él la cultura jugó un gran papel, pero no como ostentación de un conocimiento sino como punto de partida para recrear sus lecturas o cuanto había visto y oído para entregar una versión personal de todo ello. Construía visiones poéticas de una experiencia que pasaba por los libros pero que tenían la vitalidad de un lenguaje impregnado de un oído diestro en el manejo de la melodía de las palabras que empleaba. Un ejemplo basta. En uno de sus primeros libros, El libro de los encuentros, concluye su poema “Invierno de noche” con esta imagen onírica que se desliza por su ritmo en nuestro oído y nos deja una profunda vibración por su carácter visual: (Un tropel de caballos galopa en una playa desierta el humo rabioso de sus cascos sacude la orilla y se alza en dirección del mar. Muy cerca danza desnuda una mujer. No parece medrosa ni asustada, esa doncella es virgen y está ciega).
El inició de su sólido prestigio como poeta fue la obtención en 2001 del I Premio Casa de América de Poesía Americana con su libro Breve historia de la música
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(Visor, 2001). Esa breve historia constituye un recorrido por la cultura musical de Eduardo Chirinos donde se combina el gusto por la música con un verso nítido y terso de gran lirismo: A la sombra del castaño duerme Sophia la siesta Faunos nerviosos tocan los pechos de la doncella Silvanos desnudos danzan un calmo son de vihuelas Ha despertado Sophia Palomas enamoradas beben el agua fresca.
De sus dos libros publicados entre nosotros hay que destacar su plena madurez. En Humo de incendios lejanos se establece una conversación con el lector en un tono íntimo, en el que las experiencias de vida, las evocaciones, son tamizadas por una red de palabras que nos va dejando el eco de una tradición poética bien asimilada con su toque personal. En una entrevista definió con certeza su ars poetica y explica el origen de su riqueza verbal y rítmica en el contorno de sus imágenes: “Mi ojo es clásico, mi oreja vanguardista”. De su otro libro, que lleva el sello de nuestra casa de estudios, Eduardo Chirinos nos mostró su gran capacidad para hacer del poema una pieza lúdica y lúcida al ocuparse de una zoología impregnada de mito y
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leyenda, que ya sólo vive en la imaginación y a la que él le da el toque de “verdad científica”. El libro Treinta y cienco lecciones de biología (y tres crónicas didácticas) está compuesto por poemas dedicados a los animales. Contiene un prólogo en el que el autor justifica su interés temático y da la referencia sobre su fuente de información: el libro del biólogo y etólogo inglés Richard Dawkins, El cuento del antepasado, en que señala que “la poesía se encuentra agazapada y disponible en cada una de sus páginas”, lo que revela una erudición poco común sobre el tema. El rasgo más acertado de estas Treinta y cinco lecciones de biología es la estrategia que adopta Chirinos para hablar de cada uno de los animales elegidos: cada poema es una pieza lúdica, apoyada en una fina ironía y un sutil humorismo, rasgo no muy característico de la poesía escrita en español. Cada poema es también la “fábula” de un animal construida a partir de su relación con el hombre, en muchos casos. Los animales nos hablan de sí mismos, no es el autor quien describe, ellos nos cuentan sus avatares: motivos de su extinción, ideas grotescas de los hombres sobre el reino de los animales, referencias míticas, etc. Les animaux savent... pero a fin de cuentas son víctimas del hombre. Y el hombre de la enfermedad. Eduardo Chirinos desparece cuando era ya dueño de sus plenos poderes como poeta.
En el áspero espacio de la duda
Conversación con Jorge Ruiz Dueñas
Con Rubén Bonifaz Nuño. Fotografía: archivo de Jorge Ruiz Dueñas
Gabriel Trujillo Muñoz
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Jorge Ruiz Dueñas, colaborador de Casa del tiempo y profesor fundador de la Universidad Autónoma Metropolitana, autor de una amplia bibliografía que abarca la poesía, la narrativa y el ensayo, comparte el camino que lo llevó hacia la literatura, boceta una cartografía de sus lecturas y sus autores y emprende un viaje alrededor de su obra y sus entresijos.*1 ¿Qué te llevo a la escritura poética? La escritura era una inclinación que venía desde la primera infancia: el inexplicable gozo de las letras rebosando una gran resma de papel de estraza; la misteriosa formación de las sílabas y las palabras unidas para formar pensamientos que explicaban el cosmos. Pero el reclamo formal de la escritura me vino a los dieciséis años con gran intensidad en unas vacaciones invernales en Ensenada. Sin embargo, después, en la Universidad Nacional encontraría espacio para desarrollar la vocación, pero no estudiando formalmente literatura, sino en el periodismo cultural mientras la poesía era un ejercicio moroso que fluía en momentos inoportunos y desconcertantes: en las aulas, bajo la lluvia, en la vida cotidiana que fluía ante mis ojos. Incluso oficiando como secretario de León Felipe, absorto por la experiencia de la guerra y el exilio. En mi generación y aun después, fueron escasos los escritores y poetas con estudios académicos en la materia. Usualmente intentaban otras formaciones que, generalmente, abandonaban. Ese fenómeno es igual en Iberoamérica. Sin embargo, no es sólo intuición. Todo pasa por el tamiz de la lectura que es una forma de conocimiento del mundo a través de sensaciones preservadas mediante el lenguaje escrito. Se escribe para perpetuar pero se lee para conocer el mundo. ¿Qué te hizo poeta? Por un lado una inclinación casi misteriosa hacia la lírica, desde una perspectiva intimista, a pesar de haber sido formado de manera no intencional para
* Una versión más extensa de esta entrevista será publicada en un libro de próxima aparición.
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la narrativa. La poesía programática no es mi práctica, porque mis formaciones en ciencias sociales me han permitido foros para expresar mis opiniones sobre la sociedad y sus infortunios. Por otro lado, como antes mencioné, por las lecturas y la empatía. Pero hay muchos y mejores lectores que yo en cuanto al conocimiento de autores, movimientos literarios, formas y estilos clasificados con el fino escalpelo de quien examina, como en la Lección de Anatomía de Rembrandt, los órganos literarios de un cuerpo múltiple y en cierta manera amorfo. Nada puedo agregar. Apenas si me atrevo, no sin rubor, a confesar la experiencia de un periplo personalísimo, como el flujo de un pensamiento marginal de un hombre marginal que a veces escribe una literatura marginal. De tus primeros versos a los actuales, ¿qué ha cambiado en tu forma de escribirlos? Hoy en día, ¿cuál es tu relación con el lenguaje poético, con lo que quieres decir mediante tu poesía? Como la sentencia de Paul Valéry, ningún poema se termina, sólo se suspende, y de alguna manera, sigo escribiendo mi “carta de rumbos”, como aparece resumido y yo condenado por Javier Sicilia en su introducción a la reunión de mis primeros treinta años de poesía (1968-1998). Algunas formas cambian, para regresar a ellas de manera involuntaria. Poco hay de nuevo que no se haya escrito o dicho antes, bajo los auspicios de la búsqueda interior o formal. Los motivos, las imágenes, todo parece retornar en una espiral que pretende ser ascendente, un tornaviaje perpetuo. El lenguaje tiende a expandirse, pero sobre la misma ruta descubre uno, como decía Álvaro Mutis, que la palabra es insuficiente. Escribes poesía, ¿para qué? ¿Para quién? El poeta Francisco Cervantes tituló Cantado para nadie a una de sus obras. Debo comentar que Gabriel García Márquez decía que los títulos de Cervantes eran de lo más sorprendente y eficaces. Puedo suscribir su dicho. Pero, también, tener presente la inquietante pregunta de Hölderlin: “¿Para qué poetas en tiempos de miseria?”. Y, sin embargo, de nuevo debo decir: en el
áspero espacio de la duda, donde, de manera voraz, la palabra, el ritmo, la imagen, la verdad literaria, parecen perder su certidumbre inmoladas por el pudor y la inquietante sensación de los cainitas, siempre encuentro refugio en la sabiduría de Enrique Molina y en su plan para el olvido: “se ama todo lo viviente, pero con tal intensidad que ese amor no desdeña lo que muere, lo ya extinguido, porque lo que alguna vez vivió en nosotros sigue siempre aferrado a nuestro ser de una manera irreparable”. Y entonces, sólo entonces, tengo la certidumbre de la complicidad del poeta con la vida, que es, tal vez, su único destino. El hombre sólo puede aspirar a un puñado de verdades personales. ¿Qué clase de poeta eres según tu propio criterio? ¿Cómo defines tu obra poética en el contexto de la poesía bajacaliforniana, mexicana, actual? Creo que no hay clasificaciones cerradas para los poetas. No pienso en contextos regionales de manera uniforme. Sin embargo, a varios poetas mayores, amigos a quienes debo mucho, como Enrique Molina, Lêdo Ivo, Álvaro Mutis, Gonzalo Rojas, Eugenio Montejo e incluso Rubén Bonifaz Nuño, yo les parecía un poeta “poco mexicano”. Quizá los temas, las obsesiones, el manejo de la metáfora o la ausencia de ella, los encabalgamientos, la coincidencia con aspectos conceptuales, visuales o corrosivos. Todo genera una idea sobre la creación ajena que puede o no ser una perspectiva coincidente con la realidad interior que motiva ese juicio de valor. Sin embargo, prevalece la taxonomía asignada sobre la opinión del poeta. Pero eso poco nos debe preocupar.
espacio propio, del nosotros ante los otros. Pero esa otredad terminará por coincidir en los temas universales de la literatura, cuando va más allá de la angustia existencial y, por demás, legítima. En términos de libertad expresiva, de experimentación verbal, de rigor imaginativo, ¿cómo ves la situación de la poesía bajacaliforniana del siglo xxi? ¿Qué le falta y qué le sobra? ¿Cómo te ubicas en ella? Me parece temerario hacer juicios de valor de una realidad que está frente a nosotros. Es una experiencia vital lo suficientemente cerca como para poder distinguir el bosque en medio de tantos árboles robustos, y decir que hay carencias. Lo importante, a mi juicio, no es saber si nos manejamos como manada o como lobos esteparios, sino construir de acuerdo con nuestra verdad interior, a la manera de los heterónimos de Pessoa. He leído páginas que insisten en una supuesta escena de los años cincuenta, escrita por quienes no habitaron en ese periodo y no corresponden con la realidad que yo viví en Tijuana en mi infancia, ni al comportamiento de aquellos a quienes yo veía como personajes de una mitología urbana en formación o elementos de su circunstancia (chucos, música estadounidense, esperpentismo, la frontera más visitada del mundo, el infinito fin de semana, la inasible memoria del pasado pleno de lujo y de lujuria muda, los prejuicios del “centro” del país y las realidades sociales de ciudades sin urbanismo). Sin embargo, esas páginas que no coinciden con la microhistoria, no desmerecen en sus méritos literarios ni atributos creativos, porque lo que nos importa no es la realidad histórica sino la verdad literaria.
Frente a otros géneros literarios, como la narrativa o el ensayo, la poesía en Baja California ¿qué da a sus lectores?, ¿qué aporta a la fiesta de la palabra?, ¿qué temas domina? ¿Qué lenguajes alienta? Creo que es una literatura de múltiples tonos. Con frecuencia recurre al fenómeno del límite territorial, lingüístico, cultural en sentido amplio, o a la formación de un espacio nuevo trasgresor de fronteras que en realidad tiende a la búsqueda de una identidad. Hay un apetito legítimo de pertenencia, de definición de un
Escribir como nativo o residente del norte del país, de la frontera incluso, ¿en qué sentido condiciona tu escritura?, ¿de qué forma reaccionas a esta realidad: evadiéndola, confrontándola, asumiéndola como propia? No me siento condicionado por nada. Me parece que el territorio de la literatura es tan amplio como la imaginación. Se puede ser profundamente universal desde la raíz de una ciudad —como Joyce— o inmensamente aldeano, si la materia literaria se rodea de conceptos cosmopolitas donde prevalezca el dogma y
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las obsesiones del pasado ruinoso. En mi caso puedo repetir que en la fecundidad de los sentidos he creído encontrar el deslumbramiento, el orden sensorial del mar y del desierto jubiloso, amparado siempre por la seducción telúrica del brazo peninsular de nuestras Californias. Y ese paisaje y su incendio que llega hasta el océano, que es conmoción interior y es casa, me acompaña siempre como sustancia y sustrato, porque como el poema de Alfonso Reyes: “No soy yo quien vuelve, sino mis pies esclavos”. ¿Las distancias ayudan a comprender mejor tus propios orígenes, a entender mejor los lazos afectivos, sensibles, conceptuales que te unen a la matria peninsular? La distancia siempre ayuda a entender o sentir lo que hemos perdido. El reino que nos fue arrebatado por el destino. En mi época de estudiante era común que al reunirnos varios estudiantes mexicanos en Londres, partiésemos en nuestras conversaciones de una hipótesis: que la distancia nos permitía la comparación y, por ello, no sólo apelar a la nostalgia, sino a las falencias de nuestra sociedad. Pero debo decir que mi generación es una en la que pocas personas eran nativas del Estado 29. Se era bajacaliforniano por adopción y destino. Nadie reclamaba en esta tierra de migraciones el acta natal como certificado de amor telúrico. Cancún es un caso similar, donde aún se respeta esa voluntad de ser, como algo inherente a la construcción de una nueva realidad. Una reacción posterior hace surgir un aroma de nativismo, tal como lo vi emerger en el caso de Brasilia en los años ochenta. Esto no es un juicio de valor, sino la consignación de un hecho. Las peculiaridades de la poesía de la entidad —clima inhóspito, urbes con distinta personalidad, el espacio fronterizo, la escasez de publicaciones—, ¿cómo influyen en la escritura poética? El “clima” inhóspito lo es para la poesía en general, porque es un género poco mediático. Sin embargo, no sólo en la frontera, sino en toda la república, veo generaciones de creadores literarios que no deben partir a la megalópolis para ser conocidos y publicar sus propuestas. Estar in situ ha dejado de ser condición suficiente para editar. A ello, en su oportunidad, quise contribuir y algunos
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escritores, hoy con cierto renombre, fueron publicados por programas que tuve la responsabilidad de dirigir. Ya no vivimos en la era de la divinización del poeta, de la sacralización de la poesía. Ahora se escribe desde la cotidianidad de cada quien, desde la realidad de cada uno. La poesía radica hoy en un discurso más directo y personal, en la plaza pública, en las redes sociales, en la democracia de las palabras. ¿Cómo la vives tú? ¿Cómo la difundes al mundo? En una sociedad como la nuestra, tan pragmática, tan consumista, plena de modas efímeras, ¿aún hay espacio para la poesía o ésta sigue siendo una actividad minoritaria, un culto académico, una secta protegida institucionalmente pero sin repercusiones en la sociedad en general? ¿Con qué clase de interlocutores cuenta tu poesía? ¿A quién se dirige aparte de ti mismo o del círculo que la frecuenta y practica como creación literaria? La poesía es un caminar de ciego porque nunca sabemos qué vamos a encontrar y cuándo iniciaremos un nuevo poema. Sin embargo, la poesía es un sustrato ambicioso de las identidades. Por supuesto, no existe red de protección. Por el contrario, hacer poesía, sobre todo en países como el nuestro, es ejercer vuelos bajo nuestro propio riesgo. La palabra te lleva a una asociación misteriosa, mágica, inclusive brumosa, pero a la vez contundente, de ideas y de conceptos; éstos no se asocian de manera mecánica, pues están dentro de ti, aunque en ese momento despiertan. La interlocución de la poesía es un misterio. Hay poetas que colman estadios o teatros, y los hay de lectura recogida e íntima. La preferencia o el interés inmediato suelen ser una reacción de empatía. Pero no puede ser esta la razón eficiente para escribir. Los poetas sirven para celebrar la vida, contarla e infundirle posibilidades de un mejor destino. Asumirse así, no por ser excluidos sino porque somos diferentes, nos ayudaría a sentirnos como Gordon y Dudorov tras hojear el cuaderno del Dr. Yuri Jivago, cuando les parecía que el futuro se había colocado, tangiblemente, en las calles que se extendían a sus pies, que ellos mismos habían entrado en el futuro y que desde aquel momento se encontraban en él.
FotografĂas: iStock
Gorgona y los accidentes viales Gerardo Ochoa Sandy antes y despuĂŠs del Hubble |
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Setenta por ciento de los accidentes viales en la Ciudad de México tienen tres causas: la embriaguez, las llamadas por celular, y la violación a las disposiciones de tránsito. —La solución es fácil—le comento a Gorgona, quien conduce su Mechis (así le llama de cariño a su Mercedes Benz) deportivo, rojo y descapotado, por la populosa Avenida Reforma, a la altura de Las Lomas. —No empieces —ataja. No me jodas con tu “lista de remedios gratis o de bajo costo para un México mejor”. Regresaste muy mamón de Canadá, tipo clasemediero que se dio su rol por un país de primer mundo. La Gorguis —así le digo de cariño, aunque le emputa, por lo que no la llamaré de esa manera, sino sólo Gorgona, a secas— me da aventón al depto que rento en la Escandón, luego de una cena en casa de las Tres Desgracias —con quienes integra el grupo de “Las Cuatro Jinetas del Apocalipsis”, temor y temblor de la República de las Letras de México—. —No fue un rol, fueron cinco años. A lo que apelo es al sentido común. Además, ese no es un país. It is the annex of the United States. —No acabaste la universidad y te pones a hacer ciencia política after party —replica, lo que siempre me restriega cada vez que puede, la pinche Gorguis, a quien le redacté su tesis de pedagogía para la Anahuac, ingrata. —Si no bebo —la vuelvo al tema, la Gorguis es especialista en meterte al discurso hard core de las empoderadas, así que o la aplacas o “hasta la vista, Baby”—, si no hablo por celular, y si respeto las señales, no sucederían el 70% de los accidentes. —Es que no ha habido políticas públicas. Falta una campaña que fomente una cultura de respeto a las leyes —asegura, mientras orienta hacia el Altísimo la punta de su nariz de galga y mira de reojo por los espejos laterales y el retrovisor, atenta a las patrullas, valiéndole madre los límites de velocidad. Yo en tanto miro sus senos borboteantes, que casi explotan debajo de su top Versache y sus muslos peripatéticos, cubiertos de un bellito aterciopelado e iridiscente, a la vera de una minifalda Christian Dior, que de puritito milagro oculta su pantaleta Pineda Covalín —lo francamente pinche de su vestuario, a nivel marca, pero ni te metas con su toque “hipiteca condechis”—. —Me parece que sí las ha habido, Gorgona. Recuerdo los lemas: “si maneja no tome, si toma no maneje”; “conductor designado”; “respete las señales de
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tránsito”; “ceda el paso a los peatones”; “no se distraiga con el celular”; “papá, te esperamos en casa”. —Las metodologías no han sido las adecuadas, se privilegia la penalidad como estrategia de convencimiento mediante la intimidación, y no la conciencia ciudadana del bien común —revira, y acicatea el índice de su mano izquierda, en actitud admonitoria, mientras toma la llamada del celular, inicia una conversación que no entiendo, quesque está hablando en inglés, “peñea” gacho, y luego de tres minutos remata: “estoy manejando, no puedo hablar, te llamo después”, pedísima. —Al menos en los anuncios recientes no he escuchado que se amenace, más bien que se exhorte. —¿Estás defendiendo a Miguel Más Menso Maceta? Que conste: así lo llamas tú en tu Facebook. Vendió el prd al pri, conspiró contra Andrés Manuel, le dio carpetazo a las corruptelas de Ebrard con la Línea 12, cuando hace yoga en Reforma escupe el buche, intentó privatizar Avenida Chapultepec. ¿Votaste en contra? —y acelera, para pasarse la preventiva. La pinche Gorgüis antes pensaba, pero de pronto viró a activista en la línea de la conspiracy theory con su pizca de “ciudadanos primero” y “vivos se los llevaron, vivos los queremos”, y ahí la lleva, invitaciones y viajes no le faltan, la invitaron a la fil de Guadalajara, y ni un haikú ha publicado. —Vivo en Cuernavaca. —¿Votaste por el Cuauh? El candidato de un partido satélite. ¿Sabes que Graco es narco, le quiere dar alpiste a La Gaviota, que le da alpiste a Andrés García, no, a Gael García, no, a Andrés Bernal, no, a Gael Andrés, no a Manuel Andrés, como se llame; y su hija fue amante de Beltrán Leyva, quien era gay de closet, y un milico le daba por Dallas y Detroit, por aquello de los destinos de los cargamentos, y le ponía el cuerno con la abuelita de Batman III, el mismo que colocó los billetes sobre su cadáver, para quedar bien con Peña Nieto, no, con Calderón, no, con Ruiz Cortines, y además fuma Benson and Hedges? —¿Quién fuma Benson and Hedges?
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—Tod@s. Gorguis, paradigma de lo políticamente correcto, hasta cuando habla no olvida la igualdad de género, arrobaomuertevenceremos, la pronuncia bien chistoso, arrastradit@, como sus zigzagueos, tan pronto toma el Periférico, que me traen mareado. —Gorgona, debo confesarte algo: no voté. —¿No crees en la expresión ciudadana, no ejerces tus derechos, y aún así te quejas? Y yo aquí de tu pendeja, dándote un “ray”. —Vivía fuera de México. —Pudiste haber viajado para votar, enviar tu voto por dhl, al menos compartir tu posición en el Feis, en lugar de subir fotos de modelos semiencueradas, tus chistes malos y tus pinches artículos, que nadie lee. —Era funcionario público. Había veda electoral. —¿Ya ves? No sólo trabajabas para el gobierno espurio sino también fascista de FECAL. —Te ofrezco una disculpa. Le ofrezco una disculpa a Cuernavaca en general, y a Fausto Zapata, no, a Emiliano, y a la reforma agraria y al ife, en particular. —¿Te importa el país? —dice, ya medio encabronada, y se arroja, desde el carril de alta, a la salida hacia la lateral, en cuestión no de segundos sino de centímetros, un viraje en ángulo recto que ni Cameron Díaz en My Best Friend’s Weeding. Gorgona es una actriz frustrada y cuando puede emula sus escenas favoritas. —Le ofrezco una disculpa también a México pero ¿en verdad no crees que está fácil y la solución es gratis? Si bebes, no manejes. Si llega una llamada, no la tomes. Si se enciende la luz roja, te detienes. Y así. —La ciudadanía, la ciu-da-da-nía, necesita de explicaciones a fondo, de una concientización, con-cienti-za-ción, no es de un día para otro, deberías saberlo, las conquistas sociales toman tiempo —asegura, y se pasa ahora el alto. Mientras me rasco el occipucio, suelto:
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—Sólo son tres instrucciones, Gorgona, por el amor de Dios: no manejes con copas, no manejes y hables por el celular, y maneja y respeta las señales. —¿Ves? Para ti es muy sencillo, pues se limita únicamente a obedecer a las autoridades, que desde hace mucho perdieron credibilidad. ¿Eres católico? Por el amor de Dios mis huevos —bueno, es un decir. Yo me espanto en cada ocasión que Gorgona alude a sus ovoides. No me constan, nada de amigos con derechos y esas cosas, pero es la señal de echar pecho a tierra. —Por el bien de todos primero la ciudadanía —persevera— dándole un chupetín a su pacha con Jhonny Walker Blue. —No soy católico, Gorguis, pero velo así: al margen de las autoridades, es por conveniencia propia —chin, se me salió. —Gorguis tu puta madre, no te tomes confiancitas. Inclino, sumiso, la testa, y escucho: —Eres individualista, pequeñoburgués, desempleado, y falocéntrico. Individualista porque... —...Gorgona, íbamos en la dirección correcta... —Y para colmo pendejo. ¡Pues porque hay un alcoholímetro! Me acaban de avisar en Twitter. Te doy un “ray” en buena onda, güey, pues ni carro tienes, güey, ¿estuviste en el gobierno y no robaste, güey?, escuchando tus mamadas, güey, y monitoreando la red para que no acabes en el Torito y te hagas pipí del susto, ¿y me reclamas, güey? Leer, güey, enriquece güey, tu vocabulario, güey. Es-to-es-re-sis-ten-cía-ci-vil-g-ü-e-y. Gorgona me deja en la entrada del edificio. —¿No tienes coca? —Sabes que mis vicios son líquidos, pero si quieres puedes quedarte a dormir. —Nada más ven a las mujeres en una situación de debilidad y luego, luego quieren aprovecharse para tener sexo. Pinches hombres. Ya ni en los amigos se puede confiar. ¿Dónde me jeteo?
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De la beldad de Laura enamorados Sor Juana Inés de la Cruz
En la muerte de la Excelentísima Señora Marquesa de Mancera
De la beldad de Laura enamorados los cielos, la robaron a su altura, porque no era decente a su luz pura ilustrar estos valles desdichados. O porque los mortales, engañados de su cuerpo en la hermosa arquitectura, admirados de ver tanta hermosura no se juzgasen bienaventurados. Nació donde el Oriente el rojo velo corre al nacer al astro rubicundo y murió donde con ardiente anhelo da sepultura a su luz el mar profundo: que fue preciso a su divino vuelo que diese como el sol la vuelta al mundo.
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intervenciones Mateo Pizarro
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Vecinos
Sesgo, de Claudia Berrueto Christian Peña
Octavio Paz se refirió a la poesía del norteamericano E. E. Cummings como una “rara alianza entre invención verbal y fatalidad pasional”. Debido a esa alianza, la cual es también una fisura, una manera sesgada de observar y aproximarse a la realidad, es que, creo firmemente, un poema sucede. Porque el eidos y el pathos, la forma y el fondo, la lengua y su baba son, por llamarlo de algún modo, vecinos que dan ritmo y establecen una dinámica en el lugar donde habitan. Es a partir de esa alianza que suceden los poemas de Claudia Berrueto. Hace unos cuantos meses, un querido amigo citó la frase de Paz para referirse a unos de mis poemas. Yo la traigo a cuento hoy para hablar sobre los poemas de Berrueto porque creo que, si bien los contemporáneos no somos nosotros sino los libros, sí sucede que, a veces, los libros que nos entusiasman y desvelan y persiguen y hacen que hablemos a solas mientras caminamos hacia casa, son escritos por gente que conocemos, que nació en un tiempo próximo al nuestro y que tiene inquietudes en común con nosotros, que decidió vivir en nuestro vecindario de oscuridad y de sonido, que tal vez vive en el piso de arriba o en el de debajo de nuestro departamento, o la vuelta de nuestra casa. Hablo de libros escritos por personas que son, en contadas palabras, nuestros vecinos. Así, Sesgo, el más reciente Imagen: iStock
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poemario de Claudia Berrueto, es para mí un libro cercano, escrito por una vecina peculiar, la que recorre los pasillos del edificio con la mirada aparentemente extraviada, la que llega de hacer las compras y confiesa haber olvidado algunas bolsas en el taxi, la que, después de hacer sonar todas sus llaves para abrir la puerta, se encierra a escuchar en volumen bajo pero penetrante a Lou Reed, aquella a la que puedes pedirle una taza de azúcar… “Sí espérame, vecino, voy por ella”… y al momento de regresar de la cocina, te entrega una maceta y te pregunta si es suficiente o quieres un poquito más. Este universo que intento describir, este retrato, es una también una mirada sesgada de Claudia. Los poemas de Sesgo ocurren así, como una charla casual, pero llena de revelaciones, nutrida, con algunos silencios incómodos y otros placenteros, la plática de pasillo donde el vecino nos pregunta si hemos visto hoy el cielo y su traje de luces, o si no creemos, como él, que el costo del mantenimiento es excesivo. Lo cotidiano. Lo irreal de lo cotidiano. La poesía de Berrueto, aunque lo parezca a primera vista, no parte de lo surreal, su visión no deforma ni exalta el subconsciente, sino que desmantela lo que observa; su lenguaje separa y exhibe pieza por pieza de un todo, un paisaje de lo que mira y siente, ya sea contemplando por horas el cajón de las cucharas en su cocina o la inmensidad de un cielo que “es un animal que nos ama con toda su demencia”. Este ensayo sobre lo cotidiano que hay en los poemas de Sesgo, y en gran parte de la obra de Claudia, me recuerda las instalaciones de Damián Ortega o Abraham Cruzvillegas, Cosmic Thing y Sala de Autoconstrucción, especialmente, realidades intervenidas con la aparente inocencia de lo inmediato, pero que encierran en su ejecución el insoportable desorden de nuestra naturaleza. Por otra parte, hay una presencia con la que se dialoga en Sesgo, la voz, mejor dicho, la modulación del
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silencio, de Emily Dickinson. ¿Qué sé yo lo que pensaban los vecinos del pueblo de Amherst las contadísimas veces que miraron a la señorita Emily? Sé que Claudia se acerca a cada uno de los poemas de Dickinson con sed de desconcierto, y que para ella, cada uno de los números de esos poemas son los números de departamentos de un edificio con cerca de 2 000 inquilinos. Allí está Amherst, allí está Saltillo y el polvo de sus calles que convierte a sus habitantes en fantasmas domésticos. Allí, en los poemas de Claudia Berrueto, la muerte es también el vecino que vive en la casa de enfrente de Emily Dickinson: Ha habido una muerte, en la casa de enfrente, Hoy mismo — Lo sé, por la mirada entumecida Que tales casas tienen — siempre — Los vecinos entran y salen susurrando — El médico — se marcha — Una ventana se abre como una vaina — de golpe — mecánicamente — Alguien saca un colchón a la calle — Los niños pasan de largo y de prisa — Se preguntan si se murió — allí — yo lo hacía — de niña — El Pastor — entra rígidamente — Como si la casa fuera suya — Y él fuera dueño de los dolientes — ahora — Y de los pequeños — también — Y luego la modista de sombreros — y el Hombre De la triste profesión — Para tomar las medidas de la casa —
La muerte es también vecina de Claudia, vestida de agonía, de “lenta desaparición”, así, toca a su puerta en plena tarde o en la mañana o en la noche para pedirle una taza de azúcar:
De noche escucho el polvo deslizarse dentro de mi cabeza Y pronto huye hacia mis órganos Los recubre Cuando parece calmar su oscilación Un cuerpo palpita debajo de él Ese cuerpo es un hijo al que dejé ir viejo y amargo acomoda una silla en mi interior y observa la declaración del paisaje incompleto que he sido guardado por el polvo en la muerte que crece es idéntico a su madre
La muerte en “Sesgo” no es una personificación ni un tema, ni siquiera es la palabra que la pronuncia, es una presencia, un halo. Es, nuevamente, algo revelador en el ejercicio más inmediato y cotidiano del poeta: escribir. Poner el ojo y la bala y la letra y el dedo en la llaga. La muerte: un oficio; el estilo y la artimaña, pero también la deuda adquirida con el adiós de cada amante, ya sea un fauno o un tigre; cada madre que se muda a un vecindario bajo tierra, a una tumba; cada padre que cambia la cama de la habitación por la de cuarto de hospital; el sueño que reluce como basura a la luz de la lluvia. Invención verbal y fatalidad pasional en su justo equilibrio. Los poemas de Sesgo no son sobre la muerte, sino para ella. Tal como el escritor rumano Mircea Cărtărescu anota en su magistral cuento El Ruletista: “Querrías sacudir el corazón del lector pero, ¿qué hace él? A las tres termina tu libro y a las cuatro empieza otro, por muy bueno que sea el libro que tú hayas depositado en sus manos. Sin embargo, estas diez o quince páginas son otra cosa, se trata de juego diferente. Mi lector de ahora no es otro que la muerte. Veo ya sus ojos negros, húmedos, atentos como los ojos de una adolescente, leer mientras completo una línea tras otra. Estas hojas contienen mi proyecto de inmortalidad (…) Todos han callado, tal vez cada uno de los testigos haya dejado a su muerte unos folios tan inútiles como estos, a los que seguirá, con un dedo esquelético, sólo la muerte. La muerte individual de cada uno. El gemelo negro que nació junto con él”. Claudia Berrueto es una poeta que atesora su silencio, que lo guarda como una provisión para un viaje al centro de su historia. No obstante, esta no es poesía confesional. Es poesía donde el poeta habla sobre sí mismo para llegar a formas más propositivas, cada minúscula letra escrita por Claudia es un acento mayúsculo en su
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Sesgo Claudia Berrueto México, Ediciones sin nombre, 2015, 82 pp.
postura estética; minúsculas, otra vez como E. E. Cummings, que la han acompañado desde el primer poema que publicó, pero que este vez tienen un ritmo más perceptible, versos más concentrados y de música oscura. Berrueto tiene en su voz una confesión formal, donde el tiempo se mide a partir de las cosas a las que ha renunciado, porque es más difícil renunciar que alcanzar, cambiar las reglas, ir a contracorriente, como la niña que juega al café con su juego de té. Los poemas de este libro tienen una latente carga sensorial potenciada por imágenes ríspidas, características de Claudia; un vestido de novia manchado de leche materna, un aguja en la vena de un viejo, la mano ausente o inconclusa en un cuadro de Tamara de Lempicka. En la poesía de Claudia se traslucen las palabras que Leonard Michaels escribió en su ensayo titulado Escribir sobre mí: “Cuando escribo sobre mí, me doy cuenta de que estoy más interesado en el valor expresivo de la forma y su relación con lo personal que en las revelaciones particulares de mi vida individual.” Conocí a Claudia hace diez años en la Fundación para las Letras Mexicanas. En ese entonces no tenía la lira negra tatuada en la nuca, ese música que tiempo después besaron los labios de sus hombres, los de sus fantasmas, los de su silencio. En ese entonces éramos vecinos de cubículo. Yo imitaba para ella la voz de Bonifaz Nuño. Antonio Deltoro era nuestro tutor y es,
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precisamente con uno de sus poemas, que quiero ilustrar lo que experimenta el lector de Sesgo, un poema titulado “Vecinos”: Contigüidades, promiscuidades, distancias… mientras yo escucho a Mozart los vecinos pelean: imagino a Mozart y a su vecino; mientras uno compone el otro se desgarra o vegeta ignorando que a sus pies nace un manantial de vigilia: ¿Es el pesado sillón que desconoce la agilidad de la lámpara? ¿Quién sabe del vecino de Mozart? ¿Qué sabe el vecino de Mozart? ¿Qué sabe Mozart de su vecino? (…) Una noche sufrí interminablemente mientras en el piso de abajo todo dormía.
Y así, continúo la cadena de interrogaciones: ¿Qué sabe el vecino de la señorita Emily de los poemas de Dickinson?, ¿qué sabe el vecino de cubículo de Bonifaz Nuño y de los oficinistas que aman con el estómago vacío?, ¿qué sabe el lenguaje de su propia experiencia?, ¿qué sabe Cummings de lo que dijo Paz?, ¿qué sabe el vecino de Claudia?, ¿qué sabe Claudia de sus vecinos? No puedo dar una respuesta a todo esto. Conjeturo, eso sí, que el lector de Sesgo se reconocerá también como un contemporáneo de Claudia, un vecino de llaga y partitura.
Pocas cosas pueden manchar la realidad:
Diario Camaleรณn, de Marco Julio Robles
Nora de la Cruz
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En principio, parece congruente que una editorial independiente publique a un autor que se inicia. Al leer la semblanza de Marco Julio Robles llama la atención que la única beca que ha tenido es la que goza actualmente, de conacyt, probablemente por estar estudiando un posgrado. Nada de premios. Nada de apoyos artísticos. Algunas publicaciones en revistas. Un auténtico escritor emergente e independiente. Llama la atención también que éste, su primer libro de relatos, sea tan breve. Sin embargo, se trata de un principio decoroso, pues Diario Camaleón está compuesto por nueve relatos eficientes, escritos con una mesura originada en la inteligencia narrativa. Lo que interesa al autor es la vida cotidiana y su nimiedad aparente, pero cargada de significados profundos. El libro abre con dos relatos explícitamente políticos. El primero hace eco en su título (no se sabe si voluntaria o aleatoriamente) con una obra de Elena Garro, que encara también la desolación. La anécdota es cruda y emotiva; se trata de un relato cuyo mayor acierto está en la construcción de atmósferas vívidas, lo cual será la constante en el libro. Además, la perspectiva que lo domina es la de un perro, animal que también aparece en otras historias del conjunto, aunque nunca con un papel tan importante como en éste. Lo político no cae en el oportunismo, pues lejos de adoptar una postura, el autor nos muestra una visión abstracta, sin coordenadas de contexto. En cambio, el segundo relato, “Oficio de Quijotes”, está ubicado de manera inequívoca al interior de la disidencia universitaria, y,si bien representa los desacuerdos al interior de este tipo de movimientos, inserta una trama amorosa que no termina de ser sólida y parece más bien un distractor, a tal grado que, al final,
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no queda claro el sentido del cuento. El ambiente, de nuevo, es lo más logrado del relato, pero la anécdota no se sostiene ni en la trama política ni en la sentimental. Ninguna parece completamente definida. El tercer cuento del volumen, “Retrovisor”, aprovecha los detalles de una anécdota nimia: un automovilista está a punto de llegar tarde al trabajo y, mientras se encuentra atrapado en el tráfico, divaga. Si “La autopista del sur” mostraba un embotellamiento tal que era posible conversar con otros conductores e incluso salir a explorar el rumbo, “Retrovisor” actualiza la anécdota mostrando el aislamiento propio de los tiempos. La relación que el protagonista establece con otro conductor es, acaso, de competencia. El relato funciona aunque pierde fuerza cuando el autor cae en la tentación de incorporar una especie de relato superpuesto acerca del matrimonio del protagonista que, puesto que no se desarrolla, da la impresión de estar de más. Es destacable la capacidad de Marco Julio Robles para recrear ambientes infantiles y crear personajes niños. “Bajo llave” es un retroceso a la infancia y sus pequeños misterios, con una atmósfera lograda, pero con una anécdota poco memorable por su falta de solidez. “Puertas” opera de manera semejante, y se torna uno de los relatos más interesantes del volumen, al menos en su planteamiento, pero —como ocurre con “Retrovisor”— en algún punto la información parece excesiva y le resta fuerza al efecto inicial. En la cuarta de forros se compara a Robles con Carver, y se podría coincidir, pues al mexicano no le falta sutileza ni buen manejo de los subtextos y la ambigüedad, pero en ocasiones, incluso cuando su relato ya es lo suficientemente sugerente, no resiste la tentación de explicar la situación o de darle un final cerrado.
Diario Camaleón Marco Julio Robles México, Textofilia, 2015, 85 pp.
Uno de los aspectos del volumen que merecen más reconocimiento es la delicadeza con la que se alude a la homosexualidad de los personajes, sin restarle peso en el sentido de los relatos, lejos del estereotipo y del oportunismo. Un ejemplo de ello es “Nudo ciego”, un relato que acude al terror —con éxito mediano debido a que pronto se vuelve predecible— para representar la obsesión amorosa. Otro ejemplo es el texto que da título al libro, “Diario Camaleón”, cuyo acercamiento a la transexualidad es una metamorfosis fantástica: un hombre comienza a convertirse en mujer sin otro recurso más que la lectura de un libro. Se trata, sin duda, de un relato inteligente y arriesgado, escrito con intuición, pero, nuevamente, en el desenlace se pierde el tono y lo logrado de la trama, porque se toma una salida fácil —la locura como explicación— por no saber hacia dónde llevar la historia En lo que se refiere al estilo, los relatos “Carreteras” y “La luna es una piedra solitaria” son tal vez los más logrados. El primero de ellos, además, ofrece algunas de las imágenes más memorables del conjunto, como la representación de la pierna enferma y palpitante de la madre a quien se visita por encontrarse en riesgo de amputación. Su gran poder de evocación lo dotan de una fuerza que lo distingue marcadamente del resto, aunque como ocurre de manera consistente en el volumen, el final le resta contundencia. En cuanto a “La luna es una piedra solitaria”, el mayor acierto es el estilo y la verosimilitud de la voz femenina que narra, pero el desenlace es casi un lugar común melodramático. Dentro del conjunto, resulta prescindible. Si hubiera que reducir el libro a una valoración simple, se diría que es un conjunto de relatos desiguales de un autor bastante promisorio, sobre todo por su capacidad para retratar a los personajes mediante rasgos mínimos y por su capacidad para crear atmósferas evocadoras. Robles tiene la capacidad, sin duda, de extraer de la realidad, con gran tino, los materiales de lo literario: sabe darle peso a lo cotidiano y volverlo hondo. Su dicción y su aliento pueden madurar todavía, pero sus bases son sólidas. Al final del último relato, el autor indica el verano de 2015 como fecha de conclusión; el colofón señala que el libro se terminó de imprimir en agosto del mismo año. Personalmente me queda la duda de lo que se perdió en la premura.
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Una novela sobrepoblada Besar al detective, de Élmer Mendoza Jorge Vázquez Ángeles
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Hasta la página 34 de la más reciente novela de Élmer Mendoza, Besar al detective, habían aparecido 34 personajes, todos distintos entre sí. Mientras la novela calentaba motores, desfilaba, en promedio, un personaje por cuartilla. Si mis cuentas son correctas, al final, tras haber leído las 254 páginas del nuevo caso de Édgar “Zurdo” Mendieta, desfilaron un total de 83, entre hombres, mujeres, muertos, narcos, policías, militares, abogados, agentes del fbi y uno que otro colado, como Steven Tyler, vocalista de Aerosmith, o Héctor Belascoarán Shayne, el detective de Paco Ignacio Taibo II. Repitiendo el ejercicio matemático tenemos que por cada hoja de la novela hay una media de 3.06 personajes. Una verdadera sobrepoblación literaria. Se puede argumentar que, como se trata de una saga que comenzó con Balas de plata, los integrantes de esta pléyade son viejos conocidos, y que su aparición se justifica de algún modo, ya sea para darle color a la historia o por el esfuerzo de un autor que quiere demostrar que conoce milímetro a milímetro el teatro de operaciones donde se desarrolla la historia. Sin embargo, ¿vale la pena mencionar el nombre de las enfermeras
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que cuidan a Samantha Valdés, la capisa del Cártel del Pacífico? ¿O al dueño de una taquería sinaloense que cerró sus puertas hace tiempo? Quien se aproxime por primera vez a la obra de Mendoza y empiece por Besar al detective, sentirá que lo acaban de arrojar a la parte profunda de la alberca, sin salvavidas y sin saber nadar. Resulta complicado recordar cada nombre, cada apellido, cada puesto, cada rango. Si bien es cierto que el foco nunca se aleja de Mendieta, la falta de caracterización del reparto convierte a cada hombre o mujer en transeúntes, en simples rostros que tuvieron la mala fortuna de atravesarse cuando el fotógrafo accionó el obturador. Además de salir mal retratados, como no conocemos rasgo alguno de Ortega, de Montaño, de Briseño, de Pineda, de Gori o de Oropeza, llega un punto en que su presencia deja de ser significativa. Literalmente, su vida pasa volando. Como suele decirse con desparpajo en un país como el nuestro, políticos, policías, narcos o soldados, todos son iguales, y en Besar al detective esa es la norma: se podrían incorporar más actores y el resultado sería el mismo. Si a eso le sumamos que como en toda historia de narcos los bandos son difusos cuando no inexistentes, no hay mayor diferencia entre los nombres del universo de Besar al detective que los contenidos en las páginas de la guía telefónica. Otro factor que juega en contra de los personajes es la velocidad narrativa de Élmer Mendoza, que corre como las balas de un cuerno de chivo. Gracias al recurso de no usar guiones para indicar los diálogos, la lectura es un frenético recorrido renglón a renglón, en el que
cada punto y seguido nos indica que otro personaje va a hablar o que el Zurdo está reflexionando. La falta de topes en esta autopista agiliza la lectura e incrementa la acción que nunca cesa, pero afecta el desarrollo de los personajes que son aplastados por un tren bala. La trama de Besar al detective deja en claro que cuando de narcos se trata, nadie sabe quién mece la cuna, o dicho de otra forma, las carambolas golpean en todas direcciones: Samantha Valdés es traicionada por uno de sus subalternos: sufre una emboscada de la que sale mal herida, con un balazo en un pulmón. Gracias al oficio de un médico que se ha hecho experto en la operación de esa clase de heridas, la capisa burla la muerte y convalece en un hospital que es tomado por la policía federal y el ejército. De forma paralela, el Zurdo Mendieta investiga un par de crímenes extraños: primero la muerte de un adivinador trashumante asesinado con mucha saña. El segundo es un vulgar ladronzuelo, liquidado en una suerte de tiro al blanco por el Duende, un sicario infalible que va tras Samantha Valdés por órdenes del Tizón, otro matón de altos vuelos, quien obedece las órdenes del “señor secretario”. Luego el Zurdo, que no ha encontrado una pista convincente, acude al hospital para que uno de los secuaces de la capisa le dé un soplo. Ese favor se lo cobran caro: sólo por preguntar queda “obligado” a ayudarles a sacar a la líder del cártel del Pacífico, lo que culmina en otra balacera. Destituido como policía ministerial pero no encarcelado, el Zurdo anda a salto de mata hasta que se entera de que su hijo Jason, radicado en Los Ángeles, ha sido secuestrado. Cuando el Zurdo cruza la frontera
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para localizar a su hijo, parece que empieza otra novela: salen más personajes, interviene el fbi y…, como dije antes, nadie sabe quién mueve la cuna, cuáles son sus fines, ni siquiera quién está golpeando las bolas con el taco. El secuestro de Jason le baja la velocidad a la historia hasta convertirse en una carga que no funciona ni como contrapunto de la primera parte, ni como contrapeso. Algo pasa con la novela del narco. Una sociedad habituada a las historias más extravagantes e inverosímiles es capaz de cubrir los huecos de cualquier trama, sea buena o mala, o de aceptar lo que le platiquen por más descabellado que suene, quizá porque los sucesos cotidianos la han preparado para lo que sea: túneles que se construyen por debajo de penales de alta seguridad, actores y actrices que sostienen encuentros con capos para entrevistarlos y escribir el guión para su filme autobiográfico. No es de extrañarse que muchas de las resoluciones de Besar al detective sean inverosímiles desde un punto de vista literario: mientras la Valdés convalece, sus guaruras, convenientemente disfrazados de enfermeros y afanadores, entran y salen como si nada de un hospital rodeado por el ejército y la federal; a Mendieta le roban cincuenta mil pesos en sus narices y no sospecha quién lo hizo; los temibles sicarios que van tras la capisa mueren en circunstancias tan cómicas que recuerdan la muerte de Vincent Vega, en Pulp Fiction; Héctor Belascoarán Shayne, “un experto de la pgr” que posee información sacada de quién sabe dónde, aparece y desaparece sin pena ni gloria. La novela del narco es el resultado de la cultura de los testigos que prefirieron el anonimato, de las fuentes no reveladas, de los trascendidos, de los rumores, de las palabras tras bambalinas. Y desde luego de la impunidad. Con esas licencias se puede contar lo que sea.
Besar al detective Élmer Mendoza México, Literatura Random House, 2015, 254 pp.
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La constelación de Tauro y los deltas caudalosos Claudia Solís-Ogarrio
El adulterio femenino no es como el de los varones ventaja de tirano derecho de pernada con los peores privilegios sino acto de rebeldía. Enrique Gónzalez Rojo Arthur, “La Adultera”,
Como reza el epígrafe arriba, así nos asesta la poesía de Enrique González Rojo Arthur la sensibilidad y al entendimiento: meridiana, certera como las fechas límite o el cambio de estaciones. En Salir del Laberinto / Empédocles, publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana, el poeta crea una visión luminosa y gallarda del mundo minoico con una original mirada sobre Cnosos y el mito de Minos, Pasifae y el Minotauro. Dédalo e Ícaro, Teseo y Ariadna desarrollan también voces protagónicas en poemas de exquisita factura. Enrique González Rojo Arthur nos entrega una inspirada “novelema” (síntesis de novela y poema) como llama el filósofo a esta oda de aliento mayúsculo. Los personajes hacen pactos de sangre con el cielo para encontrar la salida del “rompecabezas de calabozos” —como el autor nombra al laberinto— la más horrible de las cárceles del mundo conocido. Su obra prolífica nos pone de manifiesto una rigurosa mística, una pluma que no parece guardar reposo ni un sólo momento (lo trae en los genes de padre y abuelo). Podría afirmar que el verbo “cejar”
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no existe en el vocabulario de nuestro autor: ni en su universo empírico ni tampoco en el poético. Sin lugar a dudas, Rojo Arthur constituye una piedra de toque, un pilar incólume del pensamiento y la poesía mexicana del siglo xx y del que corre. Su trabajo intelectual es pasmoso, titánico. Incluye filosofía, filosofía política, prólogos, viejos escritos y psicoanálisis entre otros. Para deletrear al infinito, su obra cumbre literaria, consta de quince libros en cuatro tomos. Efraín Huerta decía al respecto “es un libro muy complejo (…) hay que ir hacia él con mucho cuidado”. Salir del Laberinto / Empédocles, une dos volúmenes inéditos escritos en 2011 y en 2006. La publicación está dedicada a Alicia Torres, su compañera, y a Efraín Huerta y José Revueltas. Heleno del xxi Enrique permanecerá siempre vigente porque el que mira a Grecia nunca envejece. El filósofo nos ofrece un volumen como todos los de su producción. Los treintaiún poemas que componen la primera parte de la publicación revelan un espíritu lúdico asombrado por lo que le rodea. Construye voces e imágenes que de pronto son juegos, escenas escalofriantes o melodías. Nos dice el poeta en “Minos y Pasifae”: Pasifae no era en sentido estricto una mujer, la normal compañera del que empuña su pene y se atusa los ímpetus (…) era una mujer en cuyo cuerpo, voluptuoso por donde se le mirase, llevaba la vestidura de lujo de una bestia. Hay el rumor.
El poeta parece entregarnos una danza hilvanada de cantos formados por unidades de palabras y de música, como en la más pura tradición de la poesía lírica de la Grecia arcaica, como dice Carmen Chuaqui. Miguel León Portilla expresó: “usted es un auténtico Cuicapicqui, forjador de cantos”.
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Nuestro autor arropa y desnuda con su pluma virtuosa las pasiones que construyen la leyenda, que animadas por los instintos se resumen en aquel hermoso Toro Blanco: “La razón de mi vivir”, como le llamaba el monarca de Cnosos al astado a quien había que perseguir y poseer como al más hermoso y preciado de los bienes. A medida que la epopeya toma vuelo, el Rey Minos lo nombrará de igual manera: “la razón de mi morir”. Era un toro que dormitaba de día —arrullado por la canción de cuna de su propia respiración—y de noche, encumbrándose en el éxtasis, creía vislumbrarse en el perfil de la constelación de Tauro.
Así era el cornúpeta, por ello Pasifae sucumbe en un torbellino de pasión zoofílica y engendra al minotauro. El soberano, arrepentido de haberle ofrecido a Poseidón semejante obsequio, lo esconde entre sus rebaños. Al verse burlado por el rey de Creta, el incidente desata la ira del dios del mar: —con el hígado en la garganta—lanzando espumarajos [de maldiciones por los labios entreabiertos como rendija del orco y con su tridente trazando masacres en el aire.
Enrique González Rojo Arthur nos brinda uno de los primeros momentos climáticos de esta épica, y vemos a Neptuno encolerizado y dueño del escenario. El poema continúa y expulsa lava y fuego por su cráter hasta que la ira baja de tensión para volverse ceniza y halla descanso con un fragmento lapidario: “Sé que nosotros, los dioses,/ tenemos que doblegarnos ante el destino”. Al igual que los mortales, las deidades no escapan tampoco al inexorable fatum: todos estamos condicionados a los designios de los astros de manera fatal. Morirán todos. Ahogado el Toro Blanco, Pasifae amarrada de pies y manos por el rey Minos, devorado por la culpa, el gobernante se suicida al apurar la copa de veneno.
Segunda parte o el principio del amor El sudor de la tierra, el mar Empédocles de Agrigento
¿Por qué razón nuestro poeta escogió entre los presocráticos al sabio de Agrigento y no a Parménides o Pitágoras? Una posible respuesta podría residir en la Dinámica del Amor y la Discordia de la que hablaba el filósofo griego. Aquí una fragmento del poema v de la segunda parte del libro: Empédocles pensó: el Amor junta lo desunido, amalgama lo diferente, arma rompecabezas por doquier y teniendo en el deseo su más preciada herramienta de trabajo, sabe persuadir a las fronteras de que renuncien al narcisismo de lo singular. Y continua en el poema ix: ahí estaba la clave de sol para entender el día, la luna y las luciérnagas. Ahí, unir lo dividido, encerrar el afuera en el adentro, (…) la luna de miel del encontrarse.
González Rojo Arthur también nos lleva a la magna Grecia, a la cuna de Empédocles; crea un espacio literario que desemboca a la manera de los caudalosos deltas:
Salir del laberinto / Empédocles Enrique González Rojo Arthur México, uam, 2016, 264 pp.
Y al arribar a las playas de Sicilia descendieron con todo y cargamento, desembarcaron parte de su historia y un pedazo de su patria.
El versículo devela uno de los muchos rostros del inmemorial fenómeno de la migración. Ello recuerda que en nuestro esférico mundo y bajo el sol —después de los griegos que todo lo dijeron— no existe nada nuevo. Salir del Laberinto / Empédocles es un libro que nos vincula con el cielo y la tierra, con lo mortal y lo eterno, con el movimiento perene de los astros, los dioses y los hombres que incansables siguen ejecutando la sinfonía del universo.
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colaboran Gabriela Aguileta (Ciudad de México, 1974). Es narradora, ensayista e investigadora científica. Estudió Biología en la unam y el doctorado en Genética en la University College London. Ha publicado los libros El espejo en el agua, La conspiración de las tías, La sombra del brujo y El domador de agua, entre otros. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las Letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949). Cronista, ensayista, narrador, poeta y traductor. Ha traducido la obra de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Guide, Roger Munier, entre otros. Ha publicado, entre otros, los poemarios Muertos y disfraces, La ceniza en la frente y Ningún sitio que sea mío, así como la novela Hemos perdido el reino. Noel René Cisneros (Chihuahua, 1984) Con Gloria mundi, su primer libro, obtuvo en 2015 el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. Jorge Comensal (Ciudad de México, 1985). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Nadia Escalante Andrade (Mérida, Yucatán). Publicó la plaquette Adentro no se abre el silencio en 2010, en la colección “La Ceibita” del Fondo Editorial Tierra Adentro. Fue becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Miguel Ángel Flores. Es profesor de tiempo completo de la uam-Azcapotzalco. Ha publicado poesía, ensayo y traducciones de poesía, entre sus libros destacan Pasajero de sombras y Sentimiento de un accidental. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Paulette Jonguitud. Estudió comunicación. Obtuvo la Mención Honorífica en el Premio Juan Rulfo para Primera Novela 2009 por Moho, publicado por el Programa Editorial Tierra Adentro, Conaculta. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del Fonca. Operación Hormiga. Es un proyecto colaborativo conformado por Sofía Hinojosa y Adán Quezada que identifica su línea de investigación en la relación arte e institución. Mediante aproximaciones críticas que coquetean con el periodismo cultural, su cuerpo de trabajo consta tanto de la producción de textos como de material audiovisual.
Gerardo Ochoa Sandy (Ciudad de México, 1962). Estudió Filosofía en la unam. Ha sido periodista cultural en el diario Unomásuno y la revista Proceso, así como secretario de redacción del suplemento Sábado. Becario de Jóvenes Creadores del Fonca de 1991 a 1992. Es autor, entre otros libros, de la novela Cuadrama y La palabra dicha, entrevistas con autores mexicanos. Christian Peña (Ciudad de México, 1985). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2005 a 2007. Es autor de los poemarios Lengua paterna, De todos lados las voces y El síndrome de Tourette. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). René Rueda Ortiz (Chilpancingo, 1984). Estudió Letras Hispánicas en la unidad Iztapalapa de la uam. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2012-2014 en el área de Narrativa. Autor del poemario Diario postmoderno y del estudio “Un poema para el luto: los símbolos en No es el viento el que disfrazado viene”. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Claudia Solís-Olegarrio. Poeta, comunicóloga, e internacionalista mexicana. Tiene publicados los libros Poemas al fresco, Insomnios y El Colibrí del Delta (2010). Tradujo al español al poeta zulú Mazisi Kunene. Es consultora y promotora nacional e internacional independiente. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Gabriel Trujillo Muñoz (Mexicali, Baja California, 1958). Poeta, narrador y ensayista. Profesor y editor universitario. Cuenta con más de 30 libros publicados. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 2011. Su libro más reciente es Círculo de fuego. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). En 2006 fue responsable de las obras de restauración en el atrio de la Catedral Metropolitana. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca en el periodo 2011 - 2012. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Nadia Villafuerte. (Chiapas, 1978). Es autora de los libros de relatos Barcos en Houston (Coneculta, 2005), ¿Te gusta el látex, cielo? (FETA, 2008), y de la novela Por el lado salvaje (Ediciones B, 2011). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, y de la Fundación para las Letras Mexicanas.
Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Los ensayos de Amado Nervo Bernardo Ruiz
Ferias del Libro en las que participará la UAM en agosto
CD MX
Feria Internacional del Libro del Estado de México Del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Plaza de los Mártires, Toluca, Estado de México.
Feria Internacional del Libro Universitario UAEH
Del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Polideportivo “Carlos Martínez Balmori”, UAEH. Pachuca, Hidalgo.
Feria Internacional del Libro del IPN
Del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Instituto Politécnico Nacional, Zacatenco, Ciudad de México.
Feria del Libro de Arte y Diseño
Del 29 de agosto al 2 de septiembre de 2016 Facultad de Arte y Diseño de la UNAM, Xochimilco, Ciudad de México.
Feria del Libro UAA
Del 31 de agosto al 4 de septiembre de 2016 Universidad Autónoma de Aguascalientes, Aguascalientes.
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Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 30-31 • julio-agosto 2016 • $70.00 • ISSN 2448-5446
Novedades editoriales ARQUITECTURA
La Ciudad de México. Visiones críticas desde la arquitectura, el urbanismo y el diseño Fausto E. Rodríguez, Gerardo G. Sánchez y Elisa Garay (coords.)
Cultura visual y sistemas de significación. Dando sentido a los algoritmos, los medios y la creatividad en el espacio de la comunicación Jesús Octavio Elizondo (ed.)
ENSAYO LITERARIO
Las formas de la verdad. Investigación, docuficción y memoria en la novela hispánica José Martínez Rubio
POLÍTICA
Geopolítica del desarrollo local. Campesinos, empresas y gobiernos en la disputa por territorios y bienes naturales en el México rural Carlos Rodríguez Wallenius
casadeltiempo • número 30-31 • julio-agosto 2016
COMUNICACIÓN
Autobiografía imaginaria
Eduardo Chirinos, in memoriam Gabriel Trujillo Muñoz entrevista a Jorge Ruiz Dueñas Un poema de Marco Antonio Campos
SOCIOLOGÍA
Liderazgo social
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
(B “Lo Sup us s l ca en em el sa en có yo to di s d e go e le Q Am c t R r pa ad ón ra o ico de Ne T sc rv iem ar o” ga , d po gr e e at Be n l ui rn a ta a c en rd asa pá o R : gi ui na z 80 )
Alejandro Natal y Daniel Rojas (coords.)