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Arquitectura participativa en América Latina
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casadeltiempo • número 32 • septiembre 2016
Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 32 • septiembre 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Suave Patria Palabra y mito en Enrique González Rojo
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Editorial
Desde el amor inabarcable a la patria diamantina que cantara Ramón López Velarde hasta el amor fragmentario, monstruoso, de alta traición en los versos de José Emilio Pacheco, en la poesía, las artes y las ciencias se trasluce otro país, entrañable, borrascoso, criminal, poblado por personajes de variada estirpe, lugar de oficio e ideas, escenario de guerra y de comparsa. Por tanto, en su número de septiembre, Casa del tiempo incluye textos que abordan la patria como abstracción, ideal o esencia, y otros que acometen la patria como realidad comprobable, así sea cruel o extraordinaria; textos que se sumergen en los más sombríos archivos de la historia reciente del México de todos, en los poemas fundacionales, en el signo de los héroes, y al tiempo, textos que hallan en la historia privada, sus sitios familiares y sus objetos, las raíces de una nación personal e intransferible. En la sección Ménades y Meninas, Virginia Negro nos comparte las experiencias de la arquitectura participativa en América Latina, un proyecto que pretende capacitar y organizar a distintas comunidades para la construcción y planeación de sus hogares y su entorno. En Antes y después del Hubble, Moisés Elías Fuentes relata los avatares de la colaboración entre el escritor Juan Rulfo y el cineasta Roberto Gavaldón para la producción de la película El Gallo de Oro de 1964; Gerardo Piña continúa con Bien está lo que bien acaba el análisis y el comentario de las obras de William Shakespeare, y Evodio Escalante indaga la poesía y la poética de Enrique González Rojo. Nuestro deseo es que el lector encuentre en estas páginas argumentos para pensar de nuevo los sitios, los hechos y las figuras de la patria que habita por elección o destino.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxv, época v, vol. iii, núm 32 • septiembre 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Portada Francisco López sobre una ilustración de iStock Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXV, época V, vol. III, número 32, septiembre 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de agosto de 2016. Tamaño de archivo: 19 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Sesión de ouija, 3 Raciel Quirino
profanos y grafiteros “La suave Patria” y los desfiguros de la realidad, 5 José Francisco Conde Ortega Arcana imperii y democracia. Una batalla por la memoria pública, 9 Camilo Vicente Ovalle Juan O’ Donojú y O’Ryan. El hombre detrás de la Independencia Mexicana, 17 Stephen Murray Kiernan Fuga de palomas, 21 Pablo Molinet Leones en Chichén Itzá, 25 Ramón Castillo Efemérides, 30 Luis Lugo Cómo detener el tiempo: Ramón López Velarde y su poética de fluidos, 32 José Homero
ménades y meninas Cuerpo y territorio: dos momentos en la historia de México, 37 Héctor Antonio Sánchez Arquitectura participativa en América Latina, 42 Virginia Negro
antes y después del Hubble Si alguno pasare por esta puente, 46 Jesús Vicente García Bien está lo que bien acaba (aunque no haya empezado muy bien), 51 Gerardo Piña Juan Rulfo y Roberto Gavaldón: el desencuentro fructífero, 55 Moisés Elías Fuentes Palabra y mito en Enrique González Rojo, 60 Evodio Escalante
armario Introducción indispensable para el conocimiento de los mariditos (fragmento), 64 José Tomás de Cuéllar
intervenciones, 65 Mateo Pizarro
francotiradores Los textos periodísticos de Efraín Huerta: la subversiva forma de mentar, bendecir y desdecir, 66 Iván Cruz Osorio Cazarnos o el ejercicio inútil de la soledad. Posibilidades del error socioerótico: The lobster, 71 Brenda Ríos En busca de un país desaparecido, 74 Juan Patricio Riveroll La rana, la sirena y Debussy, 77 Claudia Solís Ogarrio
colaboran, 80
Tiempo en la casa. Nombrar lo político desde el cuerpo: reflexiones en torno a la obra de Mónica Mayer. Fabiola Camacho
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Sesión de ouija Raciel Quirino
¿Eres un espíritu de luz? Cuando tomaba demasiado, lanzaba puñetazos a las paredes. Descubría en las marcas de los nudillos patrones para dibujar pinares y montañas nevadas. Aprendí derecho y latín en la prisión estatal. Me enamoré de la abogada de dientes metálicos. Contaba los días en los muros del dormitorio. No veía la hora de volar directo al cielo en la silla eléctrica.
¿Tendré suerte en el juego? Queridos padres de familia: Copperfield está sujeto por dos pares de cuerdas hechas de múltiples hilos de kevlar que permanecen invisibles contra el fondo del escenario celeste. En esta ilusión Copperfield vuela en forma acrobática por todo el escenario. Al final del sorprendente vuelo, la audiencia sospecha que puede estar sujetado por alambres. No tenemos de qué preocuparnos.
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¿Qué se siente cuando el alma regresa a Dios? Una carnicería dentro de una nube. Un conjuro interminable traduciendo fórmulas químicas para fabricar drogas. Un escenario que se puebla lentamente de conejillos de indias. El paso de fluidos telúricos y magnetismos. Los errores que se producen en nuestro cerebro cuando estamos cansados y tenemos la mente en blanco. ¿Qué es la muerte? La sensación de haber vivido esto antes es una demencia breve. Se trata de un cambio de intensidad de la descarga eléctrica en el curso de los pensamientos. Cuando nos volvemos locos hay un viaje instantáneo al pasado que nunca ocurrió sino en el futuro. Pensemos en esa película donde un Delorean deja marcadas con lumbre las llantas en el asfalto antes de desaparecer del tiempo. Mi papá, por ejemplo, se volvió loco y me dijo: “el pasado es un gif del futuro”, y se tejieron guirnaldas de kevlar en su cabeza y con ellas un mago se desplazó en el aire ante tres mil personas el día que nací. Mi mamá a punto de quedarse en la locura volvió con una carta fechada el 30 de marzo de 1982, y dibujó caritas felices y corazones alrededor de mi nombre el último día de colegio de 1971. Podemos decir, entonces, que la sensación de haber vivido esto antes es una ruta de migración que se activa apenas llegan a cierta edad animales como tarántulas, golondrinas y seres humanos. Para entender el fenómeno totalmente, recordemos a los elefantes que vuelven al lugar donde los padres se quedaron fríos y balancean la trompa sobre un montoncito de huesos como zahorí. O pensemos en la imagen fácil, manoseada por oportunistas new age, de la espiral que vuelve al mismo punto pero diferente.
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Ramón Lopez Velarde a los treinta y dos años. Fotografía: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
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“La suave Patria” y los desfiguros de la realidad José Francisco Conde Ortega profanos y grafiteros |
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“La ironía es el pudor de la humanidad” escribe Jules Renard en su Diario. Y también es la sonrisa de la inteligencia. Éste puede ser el rasgo de carácter con el que Ramón López Velarde mira el mundo, y el que lo compromete a crear su peculiar alquimia verbal. Una manera de leerlo es atender a ese modo de decir la realidad del poeta jerezano. Él observó, sintió, escuchó, aguzó el olfato y tocó “el perímetro jovial de las mujeres”, y evadió nombrar las obviedades. Optó por traducir todas las sensaciones a partir de los “desfiguros de (su) corazón”. Y declaró su secreto: “Asistiré con una sonrisa depravada a las ineptitudes de la inepta cultura”. En 1921, en el número 3 de la revista El Maestro, aparece “La suave Patria”, el poema mexicano que, probablemente, más haya soportado las veleidades de las circunstancias epocales en nuestro medio. Independientemente de su valor estético, ha sido justificación de un modo de hacer política; poema “cívico”; motivo de disputa entre lo “genuinamente nacional” y lo “universal”; bandera de capillas culturales; materia de estudios formales para entender el sinuoso camino de la poesía mexicana; oportunidad para salir del paso en festividades escolares, y hasta pretexto para aburridas tesis académicas. Todo lo ha soportado. El poema, a 95 años de su publicación, tiene una sorprendente actualidad. Una de las razones es esa amorosa ironía con la que ofrece su versión de una patria íntima y compartible. En 1920 Ramón López Velarde está en crisis. Venustiano Carranza es asesinado; su secretario de Gobernación, Manuel Aguirre Berlanga, amigo y protector del poeta, es hecho prisionero y enloquece. El autor de La sangre devota se queda sin un trabajo que, si bien no ocupaba todos sus afanes, sí le permitió poner un despacho de abogados y cierta holgura. Por otro lado, una desilusión amorosa, y el hecho de que Zozobra, su segundo poemario, aparecido un año antes, no había sido comprendido por la crítica, lo habían sumido en la depresión. Se sentía aislado. Tal vez en mayor medida por el asunto de su libro. No le había gustado a Enrique González Martínez. Y José de Jesús Núñez y Domínguez expone un minucioso catálogo de objeciones a los poemas lopezvelardeanos que, curiosamente, y del mismo modo que ocurrió con los prologuistas de Azul…, de Darío, constituirían, para la crítica posterior, algunos de los mayores aciertos de esa poética tan personal e innovadora. Al año siguiente, Álvaro Obregón, con el fin de la etapa armada de la Revolución, prepara los festejos del primer centenario de la consumación de la Independencia. Y como había llegado a la presidencia por medio de las armas, decide entonces institucionalizar la lucha revolucionaria. Todos los movimientos deberían desembocar en ella. La Revolución Mexicana se oficializa y se convierte en la institución que dará sentido y rumbo a nuestro país durante casi toda la vigésima centuria. Inteligente y hábil estratega, supo —o intuyó—que el camino más seguro estaba en la educación. Y crea la Secretaría de Educación Pública, a instancias de José Vasconcelos, a la sazón rector de la Universidad Nacional. El filósofo oaxaqueño se hace cargo del nuevo proyecto. Intelectuales, artistas, científicos, pensadores, sin reticencias ideológicas, se unen a éste. Las nuevas generaciones de mexicanos serían educadas con una idea muy clara: la del nacionalismo revolucionario.
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A despecho del manejo político y de las posteriores desviaciones, el proyecto vasconcelista era generoso. Abatir la ignorancia para generar la libertad de pensamiento fue el principio rector. El punto central de esta idea era enseñar a leer y poner, al alcance de todos, los libros. Y nace El Maestro, con un tiraje de 75 mil ejemplares que debían distribuirse por toda Hispanoamérica. Su director fue José Gorostiza. Y allí encuentra refugio, como redactor, Ramón López Velarde. Y allí publica los dos textos que son, a un tiempo, cuestionamiento de la realidad que comienza a gestarse y nostálgico adiós al tiempo que dejaba de ser llevándose las señales de la patria más íntima. En el primer número, en abril, aparece la prosa “Novedad de la patria”; en el tercero, en junio, el poema “La suave Patria”. Álvaro Obregón, al institucionalizar la Revolución, da principio a una idea muy clara de país. Un discurso centrado en los beneficios que dejó esa lucha, y la prosperidad y justicia que habrían de tener todos los mexicanos es el pretexto, la justificación y la decadencia de las administraciones “emanadas de la Revolución”. Muy pronto llegaría el desengaño. Pero era un hombre inteligente. Lector de Vargas Vila y Julio Florez, parece que él mismo era un discreto versificador. Por lo mismo, pudo aprovechar la circunstancia que el destino le ofreció. Ramón López Velarde muere el 19 de junio, cuatro días después de cumplir 33 años. José Vasconcelos va al Castillo de Chapultepec para pedirle al presidente que costee las exequias del poeta. Le lleva el número de la revista donde aparece “La suave Patria”. Obregón no sabía quién era el poeta; pero un día después recita el poema como si lo hubiera leído muchas veces. Se hace el homenaje luctuoso. Y López Velarde y su poema se convierten, en ese momento, en parte fundamental del discurso institucionalizado de la Revolución Mexicana. “La suave Patria” es un poema de madurez. En él se decantan los elementos de la poética lopezvelardeana: rigor formal, minuciosa laboriosidad, acervo léxico novedoso y abundante y la búsqueda de ritmos nuevos en el poema, sin alejarse de la tradición, pero explorando otras posibilidades. Su ardua metaforización lo lleva a concebir imágenes sorprendentes con base en
referentes de la realidad que nada tienen que ver con el canon. Además, su encuentro con el adjetivo, inopinado y exacto, lo llevan a construir un lenguaje poético casi secreto, al que se llega después de afanosos esfuerzos. Y, aun así, queda la sensación de que siempre falta algo; de que no se ha comprendido bien. No es oscuridad. Es exigencia. Y si bien anuncia la poesía moderna, el cauce por el que habrían de transitar, incluso cuestionándolo, los poetas vigesémicos, esa misma exigencia ha provocado, en muchos momentos, lecturas superficiales e incompletas, que no advirtieron esa amorosa ironía, a veces desencantada, que le confiere al poema ese tono tan singular. El poema consta de 153 endecasílabos con rima consonante, alternada, o bien en pareados o tercetos monorrimos, distribuidos en 33 estrofas. Está dividido en cuatro partes: “Proemio”,“Primer acto”,“Intermedio” y “Segundo acto”. En él están presentes, para hablar de esa patria íntima —descubrimiento feliz del poeta, de acuerdo con José Gorostiza—, cuatro acontecimientos históricos: la Independencia, los treinta años del porfiriato, el fin de la fase armada de la Revolución y, como eje del discurso poético, la consumación de la conquista española. En ese 1921 se cumplía el cuarto centenario del fin del imperio azteca. Y el comienzo de la nacionalidad mexicana, ni azteca ni española: mestiza. Por eso, muy probablemente, el poeta decidió cantarlo todo en “épica sordina”. Y este oxímoron es la llave maestra de su impecable manejo de la ironía. Una propuesta de lectura del poema es considerarlo como si fuera una ópera en cuatro movimientos. En ésta, el tenor, después de imitar “la gutural modulación del bajo” al principio de su primera aria, cantaría otras dos: la segunda en el tercer movimiento —el “Intermedio”—; la última, al final del cuarto movimiento —el “Segundo acto”— como una manera de cerrar el ciclo. Todo lo demás estaría expresado por un largo recitativo con abundantes frases melódicas. Esta intención de lectura permite advertir el desarrollo dramático del poema y su ritmo discursivo. Así, en las tres arias estaría comprendido el asunto central del poema: la elección del tono para cantar a la patria, el modo en que ésta
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comenzó a configurarse y su estado en la actualidad del poema. Los recitativos explicarían las razones para el amor. La representación operística comienza con un tópico para elegir el tono del poema. Son los seis primeros versos que, si bien remiten al Ille ego qui quandam virgiliano, el antecedente puede ser la oda primera de Anacreonte: “Yo cantara de Cadmo/ los Atridas dijera,/ mas suena amor solo/ de mi laúd las cuerdas”. Por eso el tenor imita la “gutural modulación del bajo” una sola vez, en el verso 12: “La patria es impecable y diamantina”. Los últimos versos de esta primera aria parecen remitir a Góngora, a la “culta sí, aunque bucólica, Talía”, porque el sustantivo “selva”, del mismo modo que el adjetivo “bucólica”, son cultismos léxicos que se refieren a lo natural en contraposición a lo artificial. Los largos recitativos del segundo y cuarto actos funcionan como una suerte de explicación. El emocionado inventario de los atributos físicos y espirituales de la patria es razón suficiente para amarla, aun con sus dolorosas contradicciones. La segunda aria —tercer acto— es el “Intermedio”. Allí está contenido el re-conocimiento de la patria a partir de su gestación, cuando el nopal prehispánico y el rosal español se unen. Con el “único héroe a la altura del arte” se derrumban sus mitologías; pero surge una nueva raza: la mestiza. Con una lengua, el español, matizada con la sensibilidad indígena. Es decir, se hablará español, pero español mexicano. Y con una religión también matizada. Los peninsulares se ufanan de ser cristianos viejos; los mexicanos, de ser católicos guadalupanos. Se funda una nueva patria que hay que redescubrir y reconocer. De ahí que, en el último acto, pareciera que una guerra de independencia, treinta años de paz porfiriana y la promesa de una revolución, incompleta pero ya institucionalizada, no habían sido suficientes para conformar una patria próspera, satisfecha y feliz. Sigue “viviendo de milagro, como la lotería” y se sigue vistiendo “de percal y de abalorio”. Los últimos diez versos contienen una ironía desoladora. El tenor parece atemperar la voz al cantar su última aria. Gestada como es la patria, la fidelidad a sí misma es una clave, acaso de la dicha. Pero ¿habrán valido la pena tantos pesares de la historia? Hasta la gesta independentista parece ser una mala broma. El Ejército Trigarante, después del famoso abrazo, recorrió el país durante un año. Al “Plan de Iguala” siguieron otros tantos. En todos se le ofrecía el trono de México a Fernando VII. Agustín de Iturbide lo tomó para sí. Es decir, abandonada por la historia y sedienta de verdad, la fervientemente amada suave patria del poeta solamente podía ver, en esas tres garantías —religión, independencia, unión— dictadas por la premura de la historia, un trono que no aceptó “El Deseado” y que usurpó Iturbide y un montón de paja en los discursos, obligadamente celebratorios, de la gesta independentista. Un juguete y una carretada de frases huecas. Los desfiguros de la realidad en un poema para una patria íntima y rigurosamente amada; y cantada de la única manera posible: con honradez, sinceridad, altísima conciencia estética y una dolorosamente suave ironía. Ciudad Nezahualcóyotl-uam-a, verano de 2016
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Arcana imperii y democracia Una batalla por la memoria pública
Camilo Vicente Ovalle
Al margen de los reflectores y al final del índice de los grandes problemas nacionales, se desarrolla una pequeña y silenciosa batalla: el acceso a los archivos históricos contemporáneos. Desde la aprobación de la Ley Federal de Archivos (lfa) en 2012, que introdujo al léxico archivístico la aberración conceptual “documento histórico confidencial”, hasta las modificaciones al acceso y consulta del fondo documental de la Dirección Federal de Seguridad (dfs), resguardado en la Galería 1 del Archivo General de la Nación (agn), las iniciativas gubernamentales sobre los archivos que contienen la documentación producto de la actividad estatal contemporánea han estado dirigidas a limitar o cancelar el acceso. El acceso a los archivos históricos, como lo señala la historiadora Kirsten Weld en su libro sobre los archivos de la dictadura guatemalteca, Paper Cadavers, guarda una vinculación directa con la calidad de la democracia de un Estado; en última instancia, dice, los debates sobre el acceso a los archivos son un debate sobre la naturaleza del Estado autoritario y postautoritario. ¿Qué nos dice sobre la naturaleza del Estado mexicano una norma que determina que el acceso a los denominados
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documentos “histórico confidenciales” sólo podrá realizarse 30 o 70 años después de su creación, como lo señala el artículo 27 de la lfa?1 Aunque los directivos del agn se han empeñado, desde principios de 2015,2 en reducir el debate a cuestiones meramente técnicas, lo que se abre a discusión no son asuntos meramente técnico-normativos, ni procedimientos de consulta, sino temas de la calidad de la democracia que se quiere construir para México. Conservar la impunidad, mediante leyes y normas que restringen el acceso efectivo y de calidad a la información pública gubernamental, además de minar las posibilidades de acción democrática de los ciudadanos, es simple y sencillamente prolongar los mecanismos de un régimen autoritario que, se supone, había sido superado. Los archivos de la represión Por alguna razón, que no ha quedado clara, el fondo documental de la dfs fue el primero en ser sujeto a los criterios perversos del artículo 27 de la lfa, impidiendo el acceso directo y efectivo a la información.3 Hasta 2014, el procedimiento general de consulta del fondo documental de la dfs, administrado por personal del cisen, permitía la consulta directa de los documentos, incluso se podía hacer registro fotográfico.4 Así fue como periodistas, investigadores, familiares de víctimas de la represión, o ciudadanos con el interés de saber y ejerciendo su derecho a la información y la verdad, pudimos conocer la forma en que el Estado mexicano actuó frente a la disidencia hasta la década de 1980. ¿Qué resguarda el archivo de la dfs que resultó imperioso para el gobierno federal imponer el criterio de los 30 o 70 años para la consulta libre de su documentación? De acuerdo a las autoridades del agn, en ese archivo existe información personal cuya difusión pública puede afectar la esfera íntima de los individuos a los que se refiere. Efectivamente, en los documentos de la dfs existe una gran cantidad de información personal de miles de ciudadanos mexicanos y extranjeros Ley Federal de Archivos: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/pdf/lfa.pdf Es importante recordar que el agn es la dependencia encargada de diseñar la política sobre archivos a nivel nacional. 3 Los archivos de la dfs se abrieron al público por primera vez en 2002, una vez que fueron entregados por la Secretaría de Gobernación al agn, acatando un mandato presidencial emitido en 2001. La información de este archivo va de 1947 a 1985. 4 Este procedimiento se encuentra descrito en los “Lineamientos para la apertura de los archivos, expedientes e información que fueron transferidos al Archivo General de la Nación, en cumplimiento del acuerdo por el que se disponen diversas medidas para la procuración de justicia por delitos cometidos contra personas vinculadas con movimientos sociales y políticos del pasado”. http://dof.gob.mx/index. php?year=2002&month=06&day=18 1 2
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que, sin conocimiento o por coerción, les fue arrancada esa información que ahora dicen proteger. En los documentos de la dfs se encuentra, entre otros tipos, información sobre personas que fueron detenidas, torturadas y desaparecidas por agentes el Estado mexicano durante la década de 1970. Información que por largos años los familiares de los detenidos-desaparecidos han buscado y han exigido que se haga del conocimiento público. Entonces, es inevitable preguntarse: ¿la “esfera íntima” de quién se protege? ¿El nombre de un desaparecido es un dato sensible? ¿El nombre de un “desaparecedor” es un dato sensible? ¿La situación en que una persona fue desaparecida es un dato sensible? ¿Para quién y de qué manera es un riesgo conocer estos datos? Pareciera que lo que no pudieron hacer los cuerpos operativos de la dfs ahora quisieran concluirlo en los archivos. No hay que perder de vista que la dfs formaba parte de la estructura político-militar cuyos objetivos estaban vinculados a la vigilancia, control y eliminación de aquellos considerados enemigos políticos. Además, esa estructura represiva también contribuyó a la manipulación de la sociedad mediante la mentira o la distorsión de los hechos, con el objetivo de mantener a salvo el régimen autoritario y los privilegios de su elite política y económica. Lo que se resguarda en el archivo de la dfs no son simplemente datos personales. En esencia, se resguarda una parte importante de la memoria institucional y los arcana imperii, los secretos de Estado, del régimen autoritario. Veamos un fragmento de esa memoria. De la lucha por la tierra en el municipio de Juchitán, Oaxaca, surgió un movimiento popular con un gran impacto regional y nacional a mediados de la década de 1970. Este movimiento, organizado en torno a la Coalición Obrera Campesina Estudiantil del Istmo (cocei), conquistó el gobierno municipal en 1981, primer municipio en el país que fue gobernado por la izquierda. No les fue perdonada tal osadía. En el verano de 1983, ante las nuevas elecciones municipales, el pri local y estatal, las élites comerciales y terratenientes, arreciaron el acoso al ayuntamiento encabezado por la cocei. El gobierno federal valoró cuidadosamente las posibilidades para dar por terminado la experiencia del Ayuntamiento Popular, pues no lo habían conseguido con el estrangulamiento económico ni con el uso de grupos de choque y paramilitares. En un documento elaborado por la dfs, el 23 de octubre de 1983, se presentaron las valoraciones para dar una solución definitiva. La conclusión fue el necesario desalojo del palacio municipal, desalojo que “únicamente el Ejército puede hacer”, y el control de la población. Las recomendaciones finales
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del documento son una síntesis de los procedimientos autoritarios del Estado mexicano en esas décadas: 1. Estricto y controlado manejo de la prensa sobre los hechos del desalojo. 2. Cuidar completamente la imagen de los Gobiernos Federal y Estatal durante los hechos, evitando actos de rapiña o de brutalidad durante el desalojo y las aprehensiones. 3. Preparar un “paquete” con pistolas, escopetas, carabinas, cartuchos de dinamita, etc., que pueda ser necesario para justificar ante la opinión pública. Se podría incluir propaganda subversiva de Centroamérica. […] 4. Los servicios migratorios podrían detener un número considerable de extranjeros indocumentados (en la localidad existen numerosas mujeres centroamericanas que ejercen la prostitución), señalándolos como protegidos por el Ayuntamiento Popular.5 La intervención policiaco-militar tuvo lugar el 13 de diciembre de 1983. El resultado: desconocimiento y desaparición de poderes, entrada del ejército y desalojo del palacio municipal, cientos de detenidos, la militarización de Juchitán y la persecución y detención-desaparición temporal de militantes de la cocei que se habían dirigido a la Ciudad de México para protestar por el desalojo. Y, por supuesto, desacreditación pública mediante mentiras y distorsión de los hechos. Las argucias de la transparencia Las batallas por el acceso a la información pública gubernamental vienen de tiempo atrás y han acompañado las luchas contra el régimen autoritario. La última de estas batallas comenzó en 2015, cuando se pusieron en marcha restricciones para la consulta de los archivos de la dfs. A partir enero de 2015, el procedimiento de consulta directa fue eliminado, y toda solicitud ahora se debe hacer mediante el sistema Infomex, y es allí donde comienzan las argucias de la transparencia. Pues ahora resulta más cómodo negar la existencia de información u ocultarla a grados del absurdo. 5 agn, Fondo dfs, “Panorama de la situación actual en Juchitán, Oax”, 23 de octubre, 1983, expediente 020-054-001.
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Imágenes de las páginas 9 y 13: las marcadas con los números 297 y 298 pertenecen al informe del 24 de noviembre de 1978 acerca de un telegrama enviado por familiares de detenidos-desaparecidos en Sinaloa al presidente de la República, José López Portillo, para pedirle audiencia. Los nombres de los desaparecidos y del agente que realizó la investigación aparecen tachados. El documento se halla en el expediente versión pública de Lourdes Martínez Huerta, detenida-desaparecida en 1974 en Sinaloa. La página marcada con el número 296 refiere la situación política en Sinaloa del 14 de febrero de 1975. Se observan testados los nombres de ejidos, líderes políticos y el presidente de la República. El documento se localiza en el expediente versión pública de Alfonso G. Claderón, quien fue gobernador de Sinaloa de 1975 a 1981.
El 15 de abril de 2015, solicité al agn información sobre los reglamentos u otro tipo de normas que regularon a la dfs y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (dgips). A esta solicitud el agn respondió que no localizó la información,6 por lo que interpuse un recurso de revisión ante el Instituto Nacional de Acceso a la Información (inai), pues la dependencia está obligada a declarar si existe o no existe la información, y en su caso explicar la inexistencia de ésta. El recurso de revisión quedó en manos de la comisionada Ximena Puente de la Mora. En su resolución, que no puedo sino calificar de actitud ingenua por parte de la
Respuesta a la solicitud de información con folio 0495000018615. Todas las solicitudes y las respuestas de las dependencias (sujetos obligados) pueden consultarse de manera pública en el enlace https:// www.infomex.org.mx/gobiernofederal/moduloPublico/moduloPublico.action. Sólo se necesita colocar el folio de la solicitud.
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comisionada y del propio inai, confirmó la versión del agn, diciendo que, pese haber manifestado en mi solicitud que la información se encuentra en los fondos documentales de la dfs y la dgips, “lo cierto es que en dicho fondo no se localizó la información requerida”, así en negritas en el original.7 ¿Acaso no existen reglamentos o normas internas de la dfs y dgips en los fondos documentales que resguarda el agn? Basta sólo revisar el instrumento de consulta del fondo documental de la dgips, instrumento que es público, para darse cuenta que alguien en el agn o en el inai está mintiendo o no está haciendo bien su trabajo. Al menos hay dos normas internas localizadas en ese fondo: un Manual de Organización de 1980 y una Guía del Investigador. No suficiente con restringir el derecho a la información, ahora el inai también ejerce la facultad de veto respecto a la libertad de investigación. El 21 de abril de 2015, solicité información sobre el ex gobernador de Sinaloa Alfonso G. Calderón (1974-1981). Como respuesta, el agn me entregó una versión pública en la que se testaron (tacharon en negro) nombres y cargos de funcionarios públicos, nombres de municipios, de ranchos, de empresarios, de representantes de elección popular... hasta el absurdo: se testó el nombre del presidente de la República. Por ello, interpuse otro recurso de revisión. De acuerdo con el artículo 30 de la regresiva lfa, hay algunas excepciones por las cuales se podría conceder el acceso a documentos “histórico-confidenciales” (habría que insistir en el absurdo de esta clasificación), entre ellas que la investigación o estudio para la cual se solicite información “se considere relevante para el país”. El comisionado Francisco Acuña, quien fue el encargado de dar respuesta a mi recurso, usó este criterio para justificar la negativa de acceso a información: “Lo anterior, debido a que el particular no acreditó que requería tener acceso a dicha información para realizar una investigación o estudio que se considere relevante para el país…”.8 En efecto, no presenté ningún elemento para demostrar la “relevancia” de mi investigación ante el inai, pero, ¿por qué habría de hacerlo ante ese Instituto? Ante tal argumento, solicité al inai que me informara sobre los criterios y procedimientos con los que determina la “relevancia” para el país de un estudio o investigación.9 La respuesta concreta fue que el inai: “no cuenta con un documento específico que establezca los criterios y procedimientos por los que este Instituto
7 Recurso de revisión contra el agn, expediente rda 2736/15. Tanto el recurso interpuesto como la resolución emitida por el inai, con todos los argumentos y referencias documentales, se pueden consultar en el siguiente enlace: http://consultas.ifai.org.mx/Sesionessp colocando el número de expediente: rda 2736. La resolución al recurso rda 2736/15. 8 Resolución al recurso de revisión rda 2626/15. La resolución sólo me dio razón parcial, y ordenó al agn que hiciera una revisión pública en la que no se tacharan nombres de funcionarios, pero al mismo tiempo insistía en que no podía tener acceso a los documentos “históricos confidenciales”. 9 Solicitud de información del 4 de agosto de 2015, folio 0673800183415.
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determina si una investigación o estudio es relevante o no para el país…”.10 Al no contar con criterios claros, predeterminados y públicos, todo se reduce a la mera discrecionalidad del funcionario que en ese momento tenga que responder un recurso de revisión. Esta discrecionalidad se confirmó en una resolución del 25 de mayo de 2016 a un recurso de revisión interpuesto por un estudiante de posgrado, por la negativa del agn de permitirle el acceso a las fotografías de detenidos-desaparecidos. En su recurso de revisión apeló al artículo 30 de la lfa, enviando documentos de su institución para mostrar la relevancia de su investigación. La respuesta fue que el acceso a las fotografías “quedaría sujeto” a que de su revisión no se “muestren detalles específicos de su ámbito privado”. Cabe aclarar que muchas de las fotografías muestran a los detenidos después de haber sido torturados, eso lo considera el inai como del “ámbito privado”. Lo más absurdo de esta resolución es que el encargado de hacer dicha revisión es el agn, es decir, la misma institución que negó en primera instancia el acceso.11 Es necesario señalar, además, que en todas estas resoluciones el inai se ha cuidado de invocar la Ley General de Transparencia, que en sus artículos 4, 5 y 148 claramente señala que no se puede reservar ni clasificar como confidencial aquella información vinculada a graves violaciones a derechos humanos, como las desapariciones forzadas y la tortura. La investigación académica tiene un marco institucional muy definido, y mecanismos de evaluación determinados por criterios académicos: la consistencia de una investigación está determinada y juzgada por sus planteamientos teóricos, metodológicos y por su contribución específica al campo de conocimiento en el que este situada. Y la evaluación de esos elementos se lleva a cabo por pares en órganos colegiados. El inai no sólo no tiene atribuciones para la evaluación académica como lo reconoció, no cuenta siquiera con criterios mínimos para una valoración de este tipo. Por otra parte, tanto la autonomía de las instituciones de educación superior como la libertad de investigación son garantías constitucionales, así está establecido en la fracción VII del artículo 3º de la Constitución. El inai parece no estar enterado de este precepto: Las universidades y las demás instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía tendrán la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas; realizarán sus fines de educar, investigar y difundir la cultura de acuerdo con los principios de este artículo, respetando la libertad de cátedra e investigación y de libre examen y discusión de las ideas.
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Respuesta del inai, 18 de agosto de 2015 mediante el oficio INAI/CAI/148/15 Resolución rda1483/16 del 25 de mayo de 2016.
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En medio de solicitudes de información, de recursos de revisión, de demandas públicas, de encuentros y desencuentros públicos con los directivos del agn, escribí dos cartas al posgrado en Historia de la unam, al cual me encuentro adscrito, al Instituto de Investigaciones Históricas y a la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad, dando cuenta de estos retrocesos para la investigación de la historia contemporánea de México… Silencio. No hubo respuesta. ¿No es este un claro ejemplo de esos momentos en los que la Academia debe participar, por su propio interés y por interés general, de los asuntos públicos? Al parecer, las instituciones dedicadas a la investigación histórica opinan que no. No han hecho ninguna manifestación pública sobre el tema. Con lo que también contribuyen a resguardar intactos la memoria y los secretos del régimen autoritario. La batalla por la memoria pública La lfa no aplica sólo al fondo dfs, sino que rige sobre los archivos contemporáneos del gobierno federal: los energéticos, los agrarios, de gobernación, de salud, etcétera. Como lo he señalado, el interés no está en proteger datos personales de los ciudadanos, sino los arcana imperii del régimen autoritario. Con esta Ley, en términos prácticos, se cierra el acceso a una fuente, entre otras cosas, para reconstruir la historia del siglo xx mexicano incluso, y de permanecer este criterio de la ley, hasta del siglo xxi. ¿Tendrán que pasar 70 años para que podamos revisar los documentos relacionados con la reforma energética o la reforma educativa, o la guerra contra el narco? Ya no digamos de la garantía de impunidad que esto significa sobre delitos, crímenes de Estado y graves violaciones a los derechos humanos. Frente a los grandes conflictos por los que atravesamos, el asunto de los archivos históricos contemporáneos parece peccata minuta. Y quizá lo sea en términos económicos o de la violencia, temas que llevan la delantera en las preocupaciones nacionales. Sin embargo, no debe ser pasado por alto que el ocultamiento o destrucción de la información pública gubernamental, no sólo tiene que ver con impedir el derecho democrático de pedirle cuentas a los gobernantes. El ocultamiento de información garantiza la hegemonía en el espacio público de la memoria autoritaria. Restringir el derecho a la información, y a la verdad, es negar la posibilidad de cuestionar la narrativa autoritaria y construir otras narrativas democráticas. La batalla por los archivos no es sólo una batalla por el acceso a documentación, es una batalla por la memoria. La memoria no es estática, la memoria es una disputa hegemónica que se da en el ámbito público, disputa en la que se sigue imponiendo la memoria autoritaria.
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Juan O’ Donojú y O’Ryan El hombre detrás de la Independencia Mexicana
Stephen Murray Kiernan1 1
Traducción: Jesús Francisco Conde de Arriaga
Juan O’Donojú y O’Ryan. Imagen de la página 99 de la obra An illustrated history of the New world: containing a general history of all the various nations, states, and republics of the western continent ... and a complete history of the United States to the present time, 1868.
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El 20 de agosto de 1842, doña María Josefa Sánchez-Barriga Blanco murió como resultado de un largo periodo de indigencia, durante el cual se vio obligada a menudo a subsistir solamente de café. Doña María era una ciudadana española, sin embargo, la Corona no le permitiría, ni a ella ni a sus tres hijos, regresar a España. Ella recibió por varios años una pensión de doce mil pesos de un agradecido gobierno mexicano hasta que el estipendio se interrumpió. ¿Por qué doña María Josefa no podía regresar a España? ¿Por qué se le había asignado esa pensión? Su esposo fue el traidor —desde el punto de vista de la realeza española— y la vergüenza histórica —desde la perspectiva de algunos hombres mexicanos— don Juan O’Donojú y O’Ryan, el hombre quien en un dejo de conciencia y de buena voluntad ayudó a crear el país independiente llamado México en las postrimerías de 1821. A su arribo al puerto de Veracruz, O’Donojú vislumbró claramente que España no tenía ninguna posibilidad de recuperar su colonia. La autoridad española regía tan sólo en el puerto, en la Ciudad de México y en Acapulco. Incluso, existía una falta de disciplina entre los mismos españoles: el virrey Juan Ruiz de Apodaca había sido destituido por un golpe militar, y el comandante de las fuerzas españolas, Pedro Francisco Novella, trataba de revertir infructuosamente la situación. Designado por el parlamento —es importante decir que no fue por el rey Fernando VII— como el Jefe Político Superior y con los poderes de los anteriores virreyes, O’Donojú estaba consciente de sus capacidades políticas y morales. No obstante, sus limitaciones eran evidentes: a los pocos días de su llegada supo muy bien que no contaba con recursos o con tropas leales suficientes con los cuales combatir a los insurgentes. Sin embargo, su análisis de las circunstancias iba más allá: él era un liberal de toda la vida, estudioso del pensamiento masónico, particularmente de hombres americanos como Miguel Ramos Arizpe, veterano de guerra que luchó en contra de las tropas napoleónicas derrotadas apenas diez años antes, así como hijo de dos irlandeses que habían sido forzados a abandonar
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su tierra natal por las leyes anti católicas. Así, todo esto ayuda a explicar lo que fue, primordialmente, una decisión personal. No se puede negar la firmeza de sus principios, incluso desde su juventud. Por ejemplo, se manifestó en contra de la designación del angloirlandés Arthur Wellesley como comandante supremo de las tropas que luchaban contra Francia en la península ibérica, y lo hizo patente al renunciar como Ministro de Guerra. De igual modo, no estaba de acuerdo con el regreso de la autoridad real absolutista en 1814, por lo que fue castigado con cuatro años de prisión en donde fue torturado, lo que le dejó, de acuerdo con crónicas de la época, cicatrices en el cuerpo y en las manos. Hacia 1820, Fernando VII había sucumbido ante el dominio parlamentario, la Constitución Española de 1812 había sido restituida y O’Donojú contaba, una vez más, con el apoyo de la corte. Era Teniente General en el ejército y Capitán General de Andalucía, y gozaba de tal confianza que las Cortes Generales le otorgaron el título de Jefe Político Superior de la Nueva España —la Constitución de 1812 había derogado el título de Virrey—, un nombramiento de vital importancia. La continuidad de España como el poder mundial hegemónico, su prestigio como nación y la Nueva España como una fuente central de recursos estaban, junto a otros aspectos, en juego. Sin embargo, durante su travesía, O’Donojú tuvo que haber meditado profundamente acerca de la inutilidad de conservar a la Nueva España y sobre la mejor manera de entregar el control y retirarse de la antigua colonia con dignidad, sin derramar sangre y con la esperanza de una futura amistad entre las dos naciones. A finales de julio de 1821, O’Donojú desembarcó en Veracruz. Algunos días después —el 3 de agosto, para ser precisos— escribió a las Cortes de Cádiz para informar sobre la ausencia de recursos y de fortalezas para mantener el dominio español sobre la colonia. El mismo día —lo que bajo cualquier análisis fue increíblemente expedito y conveniente—, gracias a su autoridad y a sus reflexiones, escribió una proclama a los habitantes de la Nueva España, basada en “la liberalidad de sus
principios y la rectitud de sus intenciones”, en donde describió, también, su “deseo de alcanzar un acuerdo que fuera grato para los mexicanos”. Juan O’Donojú habló sobre resolver la situación, de no consolidar el despotismo, al gobierno bárbaro ni la dependencia colonial. Y los acontecimientos se sucedieron rápidamente. En la siguientes tres semanas, viajó con un joven Santa Anna para encontrarse con Iturbide en la ciudad de Córdoba. El Plan de Iguala fue aceptado con un interesante cambio: la corona se le ofrecería a un Borbón, lo que por un asunto de orgullo y de sobrevivencia inevitablemente sería rechazado, así que esto le daría al gobierno de México la autoridad para ofrecérsela a alguien que no fuera noble, es decir, Iturbide. El consentimiento de O’Donojú durante el proceso lo mostró como un hombre práctico. Escribió una carta dirigida a un general todavía fiel a Fernando VII, José Dávila, quien aún se encontraba peleando en San Juan de Ulúa, en donde aceptaba que estaba: convencido de la justicia que asiste a toda sociedad para pronunciar su libertad y defenderla a la par de la vida de sus individuos; de la inutilidad de cuantos esfuerzos se hagan, de cuantos diques se opongan para contener este sagrado torrente, una vez que haya emprendido su curso majestuoso y sublime.
Juan O’Donojú, Iturbide y el líder del ejército realista, Novella, se encontraron en una hacienda cercana a la Ciudad de México el 13 de septiembre. Un logro mayor de esta reunión fue que el día 15, Novella reconoció debidamente a O’Donojú como Jefe Político Superior y Capitán General, y por ello, su superior. Ese día, O’Donojú mostró una vez más, en un texto escrito para los mexicanos, su optimismo rayano en el ideal romántico, aunque en privado mostrara dudas sobre él: “Amaneció el día tan suspirado por todos en que (…) los antiguos resentimientos desaparecieron; en que los principios luminosos del derecho de gentes brillaron con toda su claridad”. Después de todo, O’Donojú era un militar y un político consciente del monstruo que pudo haber desatado si las palabras exactas no eran dichas en los
momentos precisos, aunque al mismo tiempo, quiero pensar que esos deseos fueron expresados con un interés genuino por el bien del nuevo país y de sus ciudadanos. La evidencia parece mostrar que éste fue el caso. ¿Por qué entonces, detrás de esta demostración pública de confianza en que todo estaría bien una vez que se firmara el tratado, O’Donojú estaba preocupado por lo que estaba a punto de ocurrir? Había razones obvias para preocuparse: la ilegalidad en gran parte del país, los consabidos rencores y vacíos de poder en una nación recientemente independiente y la necesidad apremiante de acordar el camino de la autonomía y de la forma de gobierno. Sin embargo, O’Donojú estaba consternado por lo que había atestiguado de primera mano, consciente de la autoridad moral que tenía en cuanto a niveles políticos y personales, y que tenía que aplicarla con sabiduría para asegurar a largo plazo el bienestar de México. El país no iba a obtener su independencia de España sólo por reemplazarla con las ambiciones imperiales de Iturbide y de su partido. Y era precisamente lo que veía: cuando debiera estar comprometido con la creación del mejor escenario posible para el inicio del nuevo país, que culminaría con la firma del Acta de Independencia el 28 de septiembre, Iturbide discutía también acerca de temas como el número posible de nobles en un régimen desprovisto de ideas liberales. Aunque O’Donojú expresó su deseo de renunciar a sus obligaciones y de vivir tranquilamente en México —toda vez que el regreso a España lo llevaría casi seguramente al patíbulo por traidor— fue nombrado, en reconocimiento de su autoridad moral, miembro de la Suprema Junta Provisional Gubernativa. Aunque el hecho de que no llegara a tan extraordinaria cita —y por tanto no firmara el acta en persona, junto a otros tres personajes—1 es un claro signo de que no deseaba participar en el establecimiento de otro imperio 1 Además de la de Juan O’Donojú, no aparecen las firmas de Francisco Severo Maldonado, José Domingo Rus y Ortega de Azarraullía y Miguel Sánchez [N. del. T.]
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despótico. Podría decirse que el limitado interés mostrado por el nuevo gobierno ante el terrible estado de salud de O’Donojú en los días posteriores a la firma fue resultado de su falta de cooperación en el nuevo e imperfecto proyecto. O’Donojú murió, oficialmente, de “pulmonía y dolor pleurítico” diez días después de que la Independencia Mexicana fuera formalmente consumada —y debe de recordarse, una semana después de que la Capitanía General de Guatemala, que reunía Chiapas y todo Centro América hasta llegar a Panamá, se uniera a la nueva nación— y fue enterrado en el Altar de los Reyes en la Catedral de la Ciudad de México.
quedó en buena compañía al no firmar el acta: junto a los tres hombres que tampoco firmaron, los nombres de los generales Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero y Nicolás Bravo fueron excluidos entre los signatarios, aparentemente porque era sabido que ellos buscaban una república y no un imperio. Es un hecho interesante que dos marqueses y dos condes estamparan su nombre en el documento. La nueva prensa imperial dio a conocer que habían perdido a, como ellos lo llamaron, un colega virtuoso y a un amigo noble. El general Guerrero encomió a O’Donojú cuando se enteró de su deceso:
Juan O’Donojú y O’Ryan era el hombre de confianza del grupo liberal que obligó a Fernando VII en 1820 a reactivar la Constitución antiabsolutista de ocho años antes. Se ganó la fe de ese grupo por sus acciones en contra de los invasores franceses, su antigüedad en la jerarquía masónica, su apoyo a las campañas emprendidas por ellos incluso cuando esto significó la prisión y la tortura, así como sus obvias habilidades para dirigir asuntos militares y políticos en Andalucía. Al llegar a la provincia de la Nueva España, él operó los mismos principios liberales por un asunto de conciencia y del reconocimiento práctico del estado de las cosas, incluso fue más allá al ordenar al “virrey provisional”, Novella, abandonar la Ciudad de México con sus ocho mil soldados y regresar a Veracruz, todo para evitar más violencia. El Acta de Independencia fue firmada poco después de darle a O’Donojú el nombre de “primer regente”, junto a Iturbide como presidente y a otros tres regentes —como se ha visto, sucesos como éste iban en contra de los ideales de O’Donojú—. Al final, O’Donojú
El fallecimiento del Excelentísimo señor don Juan O’Donojú (…) ha llenado de amargura a mi corazón. Ninguna expresión será bastante para manifestar mi sentimiento por la pérdida de este profundo político, que en tan corto tiempo dio a mi cara patria las pruebas menos equívocas de predilección.
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Puede discutirse que al haber realizado acciones que fueron efectivamente en contra de los intereses de su propia nación, y de hecho, en contra de su propia supervivencia, pero que fueron basadas en la realidad de una situación insostenible y en el entendimiento de los derechos y los beneficios que acarrearían a las personas subyugadas, O’Donojú tuvo un impacto notable en México, y éste estuvo marcado por una destacada ausencia de egoísmo. A la luz de estos hechos, puede decirse que la razón por la que no es más conocido y celebrado es debido a su origen extranjero, a los sentimientos negativos en contra del viejo régimen español y de sus siervos, así como la antipatía hacia el primer Imperio Mexicano y hacia las personas asociadas a él.
Fuga de palomas Pablo Molinet
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Viviendas tarascas tradicionales en Salamanca, MĂŠxico, 1899. (FotografĂa: John L Stoddard / The Print Collectory/ Getty Images) profanos grafiteros
Si dicen “patria” recuerdo un muro de llamas en la noche. Se dejó venir la helada; entre carcajadas para quitarse el frío, los muchachos del rancho prenden fuego a una hilera de pacas empapadas en diésel para proteger el trigo apenas brotado. El rancho, la casa, se erguían en el centro de un mundo de lindes nítidos y estrechos. Al oriente, el cerro; al occidente, el río; al sur, los volcanes de cráteres anegados; al norte, tierras altas. Teníamos noticia de ciudades y mares y selvas cuyos nombres debíamos memorizar, cuyas imágenes impresas no nos eran más cercanas que las fotografías del alunizaje del Apolo xiii. Nos concernía, en un atardecer monumental de octubre, la comida de fin de trilla con los muchachos: carpas, conejos y xoconostles en la misma olla; litros de cerveza. Nos concernía el trabajo de parto de una perra bajo una luna con aura azul de helada. Si dicen “patria” recuerdo una escopeta sobre un par de ménsulas de acero, atornilladas al medallón de una pick up. Hay una terracería flanqueada por las casuarinas que podábamos de niños. Hay un muro, un portón; más allá, un océano de espigas. Recuerdo la elegancia frugal de aquella Remington semiautomática. Y, en el asiento del copiloto, la cartuchera repleta de robustos cartuchos del doce. Recuerdo, como sinécdoque del territorio, los medios para su defensa. Del otro lado del portón: los trabajadores del rancho con sus conciencias complejas y susceptibles; con su devoción por viejos boatos campiranos, viejos ritos; con sus astucias y sus silbidos y sus risas. La lumbrada nos une ante la noche insondable del campo y fatal, puntualmente, las “listas de raya” —que se compran en la papelería para registrar los sueldos— sábado a sábado nos separan. Los muchachos del rancho que ven venir de lejos el granizo y se saben de memoria las veredas del cerro y oyen la zancada subrepticia del conejo en el distante corazón de la “tabla” —el sembradío—.
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A distancia ceremonial —nunca enredados entre los tobillos de nadie, nunca lejos del silbido—, la jauría encabezada por dos daneses, y compuesta por una pequeña muchedumbre de los ratoneros que llamamos, entre veras y burlas, Bajío terrier. Hay un pozo y un silo. Hay una trilladora, alta y primitiva como un uro; hay tractores, rastras, arados, cuya enumeración compondría un catálogo de las naves. Por acá se llama “finca” el recinto murado que funciona como centro neurálgico del rancho. El Merriam-Webster rastrea la palabra “rancho” hasta el verbo francés medieval ranger, “tomar una posición”: aquel perímetro parecía menos una construcción del siglo xx que un relicto del xvii, una estacada. Un puesto de descubierta como un quinqué en medio de la vastedad inhóspita en la que se plantaba. Si dicen “patria” recuerdo acechanzas de letrados y ladrones. La noche rural y la más espesa oscuridad de los legajos judiciales. De madrugada, la pick up patrulla los linderos del rancho. Entre las siluetas de las casuarinas, los ladridos de los daneses, las luces lancinantes de los faros de neblina. La ley estaba a treinta kilómetros de asfalto roto, y cuestas y curvas mata novatos. La policía municipal se dedicaba a la contemplación en los portales. El grupo de la judicial del estado sólo descendía a estas profundidades de cebada y trigo cuando había difunto. La docena de tormentas veraniegas traía consigo apagones que, si acontecían el viernes, se prolongaban hasta el lunes. No tuvimos larga distancia automática (lada) hasta los años 90. En lugar de disco numerado, el teléfono ostentaba una manivela que debía accionarse para enviar un pulso eléctrico hasta el conmutador de la central telefónica del pueblo, que estaba en la botica. El pulso en cuestión encendía un pequeño foco en un tablero de madera —pieza notable de diseño industrial de la primera mitad del siglo xx—: bajo cada uno de aquellos focos —no más de una cincuentena—, había un enchufe identificado con un número. Al pie del tablero un cardumen de cables numerados erguía sus brillantes cabezas.
Al encenderse un foco, digamos el 32, el número de mi casa, la operadora, vecina notabilísima del pueblo, con sus auriculares de diadema y su micrófono, conectaba el cable correcto. “¿Me das por favor con México?”, pedía mi abuela. Le dictaba el número y colgaba. Diez minutos después, quizá —o media hora, o más—, el teléfono sonaba: la operadora había conseguido establecer “la conferencia”. La “caseta” abría de nueve a dos y de cuatro a ocho. (Podría, por supuesto, evocar otras cosas. El guardamanos de plata de un sable de aparato, con el águila liberal, que apareció en algún sitio recóndito de la casa. Otra, las palabras del oficial a cargo de un retén, a un par de kilómetros de La Realidad, el 31 de diciembre de 97: “Vengan a celebrar al cuartel”, dijo el gordo —la Beretta en la sobaquera—, mirando a las mujeres en el coche, “somos muy amigables”). Leo que la monogamia de las palomas resulta en fuertes lazos afectivos con sus pichones. Y que nuestros negocios con ellas comenzaron en el Paleolítico. Primero ofrecimos techo y comida a cambio de que nos cedieran justamente pichones para la hoguera. Milenios más tarde, el surgimiento de las ciudades, abundantes en comida y aleros, les permitió a algunas bandadas evadir el pacto primero sin renunciar a sus ventajas. Podría evocar también la vastedad abismal que se siente al término del muelle de pescadores en el puerto de Veracruz; o el frío de mar abierto —de remolinos y tiburones blancos—, que me sacudió como previniéndome cuando, en la bahía de Navachiste, nadaba tras una mariposa amarilla que se dirigía, con fuerza hercúlea, hacia el mar de Cortés y la isla de San Ignacio. O el preciso momento en que nosotros, los internos de la cárcel municipal de Salamanca, en huelga de hambre, entramos al patio mientras, con tempo impecable, las tres filas de elementos de las Fuerzas del Estado de Guanajuato apostadas en los muros cortaban cartucho. ¿Qué portaban? ¿Carabinas Colt AR-15 223 NATO? No obstante, ninguna de esas imágenes, o de otras que podría traer a cuento aquí, me son tan prístina, tan óseamente la patria como las acequias
rebosantes del agua clarísima del pozo, los caminos de terracería. A mediodía, el jardinero abre una llave y un aspersor lanza su curvo chicotazo de agua a un montículo de rosales. El pasto es opulento. Las abejas zumban entre los naranjos en flor. Hay dos senderos, mellizos ondulantes de laja y grava bajo tabachines, pirules chinos, guayabos. Hay un macizo muro colonial donde las palomas anidan, debaten, se cortejan —viven— desde hace siglos. —Leo que los clanes de palomas buscan siempre acantilado o semejanza de acantilado, pues allí se sienten a salvo—. Es la casa, el otro polo de la vida. También aquí hay un muro y un portón: también la resguarda la escopeta. (No hay Edén —jardín— sin espada flamígera). Si dicen “patria” recuerdo su peso en mis brazos de niño. El fragor. La patada bruta —el retroceso—. El zumbido. El olor dulce y picante, el calor de los cartuchos recién percutidos. En la finca, la práctica de tiro se prolongaba toda la tarde de domingo y no obstante no bastaba. El gatillo es curvo como un signo de interrogación: si ves la sombra intrusa en lo alto del muro, ¿eres capaz? Si dicen “patria” recuerdo resmas de papel tamaño oficio mecanoescrito mediante las cuales, con prosa intrincada y aciaga una monstrua, “la actora”, se dirigía a un juez reclamando la pick up, la trilladora, los tractores, las rastras, los arados, el pozo, el silo, los muros, los portones, la terracería, los senderos mellizos, las casuarinas, las espigas, el pasto, los naranjos, las abejas, los tabachines, los pirules, los guayabos. Cada cierto tiempo ascendíamos en la pick up una loma árida por un camino de polvo gris hasta el lugar donde se alineaban las camionetas de nuestros tíos y primos y cuñados. Era el club de tiro. Las mujeres evadían a todo trapo aquel pozo de pólvora y testosterona que las aburría a muerte. En aquella mezcla —indescifrable para quien no hubiera nacido en ella—, entre lo campechano y lo altanero, entre lo afectuoso y lo burlón, sólo había una cosa clara: nadie venía a fallar. A diferencia del otro club, el de Leones,
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aquí no se bebía más que Coca Colas. La torpeza y el nerviosismo estaban vedados y se castigaban con severidad. El protocolo y las reglas del tiro al pichón se tomaban en serio: sólo se usaba munición deportiva, se llegaba con las escopetas trap de dos cañones descargadas en sus fundas, se entraba al plató de tiro con el arma abierta y sin cartuchos; en ese momento, un trabajador de alguno de los ranchos, diestro para aquellos menesteres, metía la mano en una jaula y sacaba un pichón, aferrándolo de las patas y la cola. El animal se debatía entre aletazos mientras el hombre le arrancaba un par de las largas plumas caudales. Una vez en el plató, el arma se cargaba, se cerraba y amartillaba; usualmente el tirador adquiría balance apuntando alto a izquierda y a derecha, cuando estaba listo para disparar, gritaba: “¡pájaro!”. Entonces, el hombre le daba una, dos, tres vueltas al animal para marearlo y luego lo arrojaba a lo alto con todas sus fuerzas. Una vez en el aire, el pichón intentaba ganar velocidad y altura entre el terror y la desorientación. Una escopeta arroja un puñado de perdigones que se van expandiendo en el aire. Cuando se caza volatería con escopeta no se apunta a los cuerpos; se sigue con la mira la trayectoria y se procura colocar el tiro “adelante”, de modo que el conjunto de bolas de plomo en expansión intercepte al animal. Al escuchar la detonación, un instinto derivado de su rica herencia genética la hace cambiar de trayectoria bruscamente, salvo que le hayan inutilizado —saboteado— el timón de cola, en cuyo caso se precipita entre los huizaches al frente del plató de tiro. Tajantes sellos con el águila federal signaron la derrota de la monstrua. Los ladrones no comparecieron en lo alto de unos muros que, parafraseando un poema de Carl Sandburg, sólo saltaron la lluvia, la muerte y el mañana. Cuando dicen “patria” evoco una escopeta ausente. Tras de que, en 2009, el ejército entrara al pueblo a atender una denuncia —falsa— de tráfico de armas en contra de un vecino, y de que sin orden judicial
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tumbaran puertas a patadas y rebanaran colchones a bayoneta limpia, la Remington se fue. La familia calculó más peligroso estar inerme ante tangibles soldados que ante criminales hipotéticos. Despierto de madrugada y miro la oscuridad del jardín; un instinto viejo, derivado de mi rica herencia genética, me mueve a apretar el aire con la mano, el arma inexistente. Se oye el rumor de una camioneta, subo veloz y subrepticiamente la escalera. ¿Qué quiere, qué hace aquí, qué busca? Eso me pregunto vigilando la calle desde arriba, detrás de la cortina, en una habitación a oscuras. Quise traer de vuelta, para mi hermano menor, la fascinación de los días en que nuestros mayores vivían. Tras meses de enseñarle a disparar con un rifle Mendoza de diávolos, dedicamos una mañana a cazar palomas en el jardín. El espasmo, la convulsa heráldica de su agonía; el crujido de las plumas al arrancarlas; el cuchillo recién afilado que abre los cuerpos en canal: no matas lo que no te comes. Pero la fascinación no volvió. La alarma de las centinelas en el muro, la huida brusca de la parvada, las plumas flotando en el aire, en todo aquello había un dolor, un terror, una traición: “Es nuestra casa nuestra de ustedes y nosotros y nos apuntan y nos derriban y nos comen, ¿por qué nos apuntan y nos derriban y nos comen si es nuestra casa nuestra de ustedes y nosotros?”. Por meses, las centinelas nos reconocían de lejos; daban la alarma, la bandada huía, y el muchacho y yo sentíamos en esa fuga una acusación que le llevó un par de generaciones retirar a nuestro clan de palomas. Ahora podemos volver al muro sin causar más que una breve inquietud que en seguida se serena; no obstante, las centinelas nos vigilan desde arriba. Si elevo la mirada y veo sus ojos brillando en las oquedades, reconozco mis propias preguntas: ¿qué quiere, qué hace aquí, qué busca? Cuando me dicen “patria” recuerdo el zureo urgente, el azotar de alas, la caída.
Leones en Chichén Itzá Ramón Castillo
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I Son las nueve de la mañana y el calor es infame. Posee una consistencia casi tangible, como si pudiéramos agarrarlo a puños y desplazarlo hacia otro lado, sólo para descubrir de inmediato que llega otro amasijo aún más empecinado y denso a tomar su lugar. Lo peor, sospecho, vendrá luego. Este palpitar atmosférico resulta inquietante para los que vivimos acostumbrados a evitar el reconocimiento del cuerpo propio mediante las manifestaciones de la naturaleza. Ciudades como México nos tornan inmunes al asombro ante los elementos, los vemos como un problema más a la hora de luchar contra las responsabilidades del trabajo, el “Hoy no Circula”, las marchas, los asaltos y el reggaeton de los vecinos. La capital adormece la facultad de asombro. Para nuestro pesar y regocijo, nada humano le es ajeno a la cdmx, excepto ciertas maneras de autoexploración que no surjan de la íntima violencia de entrar al metro en hora pico. De ahí que M y yo nos descubramos atónitos en un sitio cuya vida cotidiana se desenvuelve bajo reglas no dictadas por la histeria colectiva o un clima descompuesto, pútrido y renuente. Después de adquirir la categoría oficial de chilangos en la “región más transparente”, no es fácil asimilar que respiramos aire en verdad fresco y aquellas son temperaturas benignas aunque poco usuales para nuestro termostato. Despertar fuera de esa zona de confort masoquista que nace del cinismo y el deseo nunca sofocado de batallar contra los otros, significa sobre todo forzar a la carne y, peor aún, a la mente a fin de sincronizarse en un ritmo ajeno. Por situaciones como ésta, las vacaciones suelen ser motivo de hondas preguntas existenciales. Y dicho trance es agotador. Tanto, que muchas veces son necesarias vacaciones de las vacaciones. Tanto, que el síndrome de abstinencia citadina lo único que hace es restregarnos la condición impura y perversa de nuestro modus vivendi.
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II Se inicia la caminata. Una vez más, los contrastes. Aquí la gente es amable en grados superlativos, de hecho, hasta incomprensibles para los que vivimos día a día en el filo de la mentada de madre y el agandalle. En el hotel nos sugieren caminar al templo de Santiago y sus alrededores; ahí, nos dicen, encontraremos todo lo que buscamos. Queremos color, sabor y aroma; queremos darle la vuelta al desayuno continental pues, por arraigadas convicciones, un plato con fruta, café diluido y pan tostado no es, ni podrá nunca ser, un alimento auténtico. La comida debe elevar, no sumir en la indiferencia. Es más, la comida, como toda aventura, como el sexo incluso, no debe buscar la quietud o la tranquilidad, debe conmover, despertar pupilas, excitar imaginaciones, crispar epidermis. Abrir un diminuto paquete de mantequilla descongelada, untarla en la superficie reseca de un hotcake y descubrir que el rojo artificial de la mermelada es lo más intenso que veremos en esos instantes, estoy seguro, tiene una estrecha correlación con el aumento en las tasas de suicidios. En la taquería Lupita nos recibe un espigado y cadencioso moreno, receloso de nuestra apariencia de extraños, pero en ningún momento deja de ser meticuloso a la hora de explicarnos cada una de las preparaciones. Pedimos mondongo kabic, un caldo poderoso y sápido hecho con la carne suave y ligeramente elástica de la panza de res; agregamos a la orden panuchos de cochinita y lechón horneado, expresiones supremas de la alquimia entre carne y un puñado de condimentos utilizados con tiento y sensibilidad. Añadimos tacos de relleno negro que unen, en el eclipse de un bocado, la claridad de la tortilla y la oscura maravilla del cerdo que en estos momentos, bien merecido lo tiene, debe estar pastando en los prados del paraíso. Agua de lima apacigua los fuegos de la salsa de habanero.
En un costado del lugar veo un anuncio: “Se solicita muchacha trabajadora, alegre y con ganas de vivir”. Sonrío por la ingenua honestidad del letrero y la contundencia de los requisitos, pero me alegra más todavía su renuencia a soportar el cretinismo de una hipotética empleada y, supongo, de cualquier otra persona. Ya la vida es un ejercicio de funambulismo bastante agotador como para, además, soportar individuos de ejemplar idiotez. Aplaudo de Lupita que reconozca, y haga efectivo, el derecho de ignorar a quien le resulte una carga. Mientras ordeno un polcán relleno de poc chuc, me queda claro que esa es la tónica de este y cualquier viaje, incluido el vital. Esa es la clave para mantener lejano el imperio de la rapidez y la neurosis. ¿Olvidé apuntar que acabamos de llegar a Mérida, Yucatán, y que tras éstas, nuestras primeras excursiones comenzamos a olvidarnos de la resaca capitalina? Pues entonces, que quede consignado.
III Como tantos sucesos y episodios perdidos en el atropellado y pertinaz avance de los años, nadie sabe decirnos con unanimidad por qué Mérida es conocida como la “Ciudad blanca”. Algunos aventuran que el racismo y el desprecio ante cualquier elemento indígena por parte de los españoles está detrás de la expresión; otros más aseguran que los claros edificios del centro son realmente la causa del epíteto; hay quienes presumen la limpieza de las calles, la sobriedad de las construcciones o, la que me gusta más, el resplandor sobrio y distinguido de guayaberas y vestidos de los yucatecos para sostener su versión; lo cierto es que como muchos otros epítetos, la función principal del tiempo es petrificarlos en sonoros y huecos lugares comunes que, peor todavía, ahora son etiquetas mercadológicas. Se trasluce en este embrollo alrededor del mote de la ciudad una saludable erosión en torno a las
certidumbres sobre los espacios que habitamos. De esta manera, lo mejor es aprovechar la polisemia, aferrarse a la apertura en tiempos donde la diversidad se estandariza, proliferar las vías para eludir que una ciudad pierda su viveza. Lo pienso cuando M, por curiosidad y malicia, me sugiere que nos integremos como polizontes a un grupo de turistas que siguen con devota mansedumbre lo que el guía les indica, sin percibir el aburrido tono de alguien que repite sin imaginación una perorata que, lejos de estimular, adormece. Me pregunto si los extranjeros y visitantes nacionales tenderán una distancia respecto a lo que escuchan, si en ellos surgirá, minutos antes de dormir, un titubeo, tal vez la sospecha de que han sido timados. ¿Entre una y otra margarita en la barra libre del viaje todo pagado se colará la sensación de que lo que les han dicho es apenas el recubrimiento embellecido y digerible de algo que se les fue de las manos?
IV Llueve. Oscurece rápido y la vegetación se empecina en ocultar cualquier vestigio humano. En ambos extremos del camino, lo único que hay es el verdor encendido de la naturaleza afiebrada y húmeda. Salimos de la zona arqueológica de Uxmal dos horas atrás. Esperamos, entre cigarro y cigarro, el autobús que nos lleve de regreso a Mérida. Por fin se acerca uno, pero al no disminuir la velocidad, evidencia su escaso interés por quienes esperamos su llegada, incluso cuando somos el único grupo humano en al menos diez kilómetros a la redonda. Sigue la marcha sin mostrar arrepentimiento alguno. A pesar de los inconvenientes, de la soledad de la carretera y del frío que nos adormece los huesos, todavía sentimos el hervor emocionado tras contemplar la “Casa del adivino”, el “Palacio del gobernador” y seguir, con paciencia y asombro, el sinuoso andar de Kukulcán en la
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fachada del Cuadrángulo de las monjas. Mientras la lluvia arrecia y los mosquitos comienzan su festín carnívoro, recuerdo a las decenas de excursionistas que tomaban con entusiasmo una selfie de estudiada perfección, a su manera, capturando cientos de momentos inolvidables e irrepetibles como quien fotocopia su propio culo. Mientras esperamos el siguiente autobús, recuerdo instantes que llamaron mi atención. Observé, por ejemplo, a una enjuta rubia que hacía la flor de loto sobre un montículo de piedras justo los segundos necesarios para que su acompañante le tomara una fotografía más, porque la primera no era tan mística como para su muro de Facebook. Acaso, comentó ella, necesitaría uno o dos filtros de Instagram. Otro tipo exclamaba en voz alta lo maravilloso, lo increíble, lo bello de aquel conjunto. ¡Qué afortunados los mexicanos!, ¡qué increíble ser nosotros!, ¡qué gloriosos días en los que construíamos pirámides y éramos los amos del universo!, todo esto mientras su selfie stick se levantaba como un inesperado homenaje a los dioses de la fertilidad, mientras giraba sobre su propio eje y el inmenso, brillante, poderoso smarthphone capturaba en high definition la majestuosidad de siglos de historia en un streaming que nadie miraba en Twitter. En la salida, nos topamos con algo parecido a un centro comercial. Es apenas una plaza modesta y apagada con un kiosko que vende hamburguesas, sánduiches, papas, café y cualquier chatarra imaginable. En una esquina, auténtica comida yucateca incluye con generosidad flautas con mole. Alrededor, establecimientos en los que se ofrecen guías y mapas del lugar, volúmenes recopilatorios de chistes y albures yucatecos, recetas de comida, textos sobre los enigmas cósmicos de las antiguas profecías mayas y el anuncio del fin del mundo. Sigo caminando por aquella vendimia y, para gusto de los gringos y quienes no tienen rudimentos básicos de geografía, contemplo la
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síntesis suprema de lo nacional. La desmesura sincrética aparece cuando los sombreros de charro de Jalisco comparten espacio en la vitrina con botellas de mezcal oaxaqueño; café de Chiapas junto a cajeta de Celaya; Tequila y Xtabentun; bolsitas de cecina y vainilla procedente de Tajín; un cuerno de la abundancia repleto de mercancías que ofrecen una visión sin distingos del país, una idea de que México es lo mismo en todos lados. La alegría capital refulge en las luces de neón que anuncian: Dollars and credit cards are welcome. Confundido por todo aquello, hago le único que me queda. Consumir. Así, me resigno y compro los Chetos y la cerveza más caros de mi vida antes de que salgamos a la lluvia a esperar, durante cuatro horas, el autobús que nunca nos llevará a Mérida. Cuando veíamos que nuestra suerte se agotaba, la lluvia era más intensa y la oscuridad se cerraba con prisa tras perder el segundo autobús, escuché que M decía: esto nos pasa por tu culpa, pinche criticón.
VI Tahmek. Un ruedo precario frente al diminuto templo. Justo al centro un tronco sin atributos. El autobús avanza por la ruta Chichén. La lluvia acaricia la palma seca de las casas. * Hoctún. Pintoresco y selvático, apacible y moroso. No hay gente en las calles. El pueblo duerme bajo el susurro del agua. Esta es una mañana ajena al resto del mundo. * Xocchel. La coquetería de una iglesia pintada de rosa domina con simplicidad su territorio. Al pasar, imagino el vaivén de las hamacas, los cuerpos apenas dibujados entre la oscuridad de sus casas.
* Kantunil. Ramas y troncos dispuestos con cuidado displicente circundan a un toro en el centro del pueblo. Nos mira apacible, como si reconociera un destino que no comprende y, de igual forma, le pareciera indistinto. Quisiera ser él. * Holcá. Al igual que en las anteriores comunidades, también aquí la vida se ordena alrededor del templo. Sin embargo, hay competencia nueva. Tímidas sucursales evangélicas aparecen como hongos tras la lluvia. Parecen imperceptibles, pero están por todos lados. Ante la llegada del Papa Bergoglio, sin estruendo y con paciencia, se mina la base de su Iglesia. Aquí se lucha una guerra de guerrillas santa. * Yaxcabá. El kiosko de la plaza tiene dos niveles. Arriba, algunos niños juegan; abajo, una tienda presume letreros de cerveza, chiles enlatados y refrescos. Aquí no hay ruedo. Pero una banda comienza a afinar con irregular destreza sus instrumentos. La alegría de una fiesta no se encuentra en la grandeza, sino en él entusiasmo de entregarse a ella.
VII En el restaurante del hotel, presa de mis contradicciones, desayuno pan tostado y mermelada. Pero me siento incompleto, así que para darle vida al triste espectáculo en mi plato ordeno unos molletes. El mesero aprovecha, no entiendo por qué, para exponerme su molestia. Alguien le ha pedido unos huevos motuleños sin chícharos ni plátano frito. Ha defendido con ahínco su postura pero el paradigma que lo obliga a creer que el cliente siempre tiene la razón lo vence. Entiendo
su humillación y coraje. Son motuleños, repetía una y otra vez, llevan chícharos y plátano frito, carajo. Pero su aleccionadora guía no encontró respuesta. Resignado, sacaba conmigo su coraje. Felipe Carrillo Puerto era motul, igual que los huevos, insistía como si yo hubiera sido el cismático en cuestión. Son dos orgullos yucatecos. No sería motuleño si no lleva chícharos y plátano. No sé si se refiere al prócer o al platillo. ¿Cómo los llamaría usted? Contesto con una elevación de hombros y sonrío con timidez. Más tarde, en Chichén Itzá el mismo espectáculo de Uxmal pero en dimensiones todavía más colosales en todos los sentidos. Adolescentes musculosos, en complicidad con muchachas de piernas enrojecidas y bien torneadas hacen tablas gimnásticas frente al enorme juego de pelota. Al pasear por el Grupo de las mil columnas, a un costado del Templo de los Guerreros, un tipo se sienta y quita la camisa. Sonríe al flash. Se viste de nuevo y sigue adelante como cualquier paseante. Evito hacer cualquier comentario, en parte, debido a que no entiendo lo sucedido. En momentos así constato que soy un reaccionario absoluto. M ha preferido caminar por su lado y evitar mis quejas constantes. Al final, la paciencia se me agota cuando escucho que un gringo explica con suficiencia que las feroces imágenes que adornan algunos de los edificios representan a los leones que vivían en Chichén Itzá. M se acerca justo a tiempo para oír todo esto. Me mira inquisidora pero me muerdo los labios. Apenas ella se descuida, y en venganza por el turista que pidió unos huevos motuleños sin chícharos ni plátano frito, le suelto a quemarropa a aquel barrigón un “¡pendejo!”. “Excuse me?, no comprendou”. Niego con la cabeza, esperando que M no escuche y vaya a culparme de perder de nuevo el autobús. Lo cual, gracias al dios Chac, dueño de la lluvia que nos ha acompañado durante todo el viaje, no volvió a ocurrir.
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Efemérides Luis Lugo
Benito Juárez (1806-1872) Luis Orlando se disfraza de billete de veinte pesos. En ese momento su nombre cambia por el de “Beni”, apodo que le duró mucho tiempo. “Beni” nos confiesa sentado en un pupitre del bar: “nunca quise actuar ese papel”. El alcohol lo consume, modifica su rostro. Nos mira raro, exhibe una expresión infantil. Somos un grupo de soldados blancos que lo rodean.
Juan Escutia (1827–1847) Para Alfonso Nava y Esteban (el niño héroe)
Esteban carga la bandera nacional. La mano del maestro reparte las boletas de calificaciones. La misma mano inventa una escolta descompuesta:
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Niños con el peor promedio. El maestro, a la cabeza por un momento, nos conduce, nos mira desde su playera de cuatro letras, desde los ojos de un hombre encapuchado. Lidia una batalla para que entendamos cuál es la derecha, cuál la izquierda. Esteban confiesa tener miedo. Miedo ante las cosas que puedrían ocurrir. La sensación de mareo, de vértigo sobrevuela. Marcha la escolta del autismo, la dislexia, los dientes de plata. Se escucha que alguien va de la risa a la preocupación. Una de las mamás le grita “naco” al maestro. Las madres de los niños de la escolta se hallan arregladas, algunas lloran a un cuerpo muerto que recorre el patio escolar. Esteban carga la bandera nacional. A Esteban lo hallan muerto en un barranco en Cuernavaca a la edad de 20 años.
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Cómo detener el tiempo: Ramón López Velarde y su poética de fluidos José Homero
Si bien el ritmo es la profunda resonancia que otorga sentido a la poesía de Ramón López Velarde, la figura matricia es la espiral. Una circunvolución en el tiempo conforme a una simetría. El movimiento del poema y de la existencia va de un punto A hacia un punto B y viceversa. Más que de un avance o un retroceso se trata de un proceso hacia el otro que se emprende desde dos direcciones opuestas. La construcción se efectúa partiendo de dos puntos extremos, como en la configuración de los cuerpos como péndulos distantes: “Nuestras vidas son péndulos”; merced a un ritmo —de sístole o de diástole, pendular, de danza, en este caso de contradanza— los elementos se acercan aunque sin tocarse. En el movimiento inverso después de esa ralentización que suscita una ilusión de encuentro comienza un nuevo alejamiento. Cabe aquí precisar que esta postulación es una imagen abstracta; en cada poema —y no en todos— se encuentra una actualización de ese movimiento, el cual traza una figura distinta aunque apegada al despliegue de la espiral. Hay movimientos, ya se ha dicho, de péndulos cuya oscilación siendo isocrónica no es sincrónica —diríase que es el ritmo que se encuentra no sólo en “Nuestras vidas son péndulos” sino también en “En las tinieblas húmedas”—. Hay otros que emprenden un regreso y por ello configuran al tiempo como un río: “Ser una casta pequeñez”. Y también los que mantienen la tensión en los opuestos merced a una construcción en el tiempo que sugiere a la forma sonata, como en “Mi prima Águeda”. López Velarde no escatima las claves para comprender su poética bajo el imperio de los fluidos. Desde las imágenes marítimas —como la comparación
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Retrato de Ramรณn Lรณpez Velarde
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de los lances eróticos con el piélago, “En el piélago veleidoso”— hasta la confluencia de los elementos naturales en eventos climáticos, como el alma femenina que sufre “los embates de los locos vientos, sobre el mar, sobre las selvas, muy arriba”. (“Don de febrero”). Para esta poesía, tiempo y espacio son en realidad un espacio que sólo existe merced a las ondas, a la fluidez. Los primeros poemas de La sangre devota son atravesados por esa dinámica del fluido en la que todo se confunde o se remonta. El niño se hunde en el rebozo de seda “como en un golfo ingenuo y puro”, y en ese mar podrá anular el tiempo pues huele “abiertas rosas del presente/ y herméticos botones del futuro”. Si en el golfo olfativo confluyen los tiempos, el tiempo admite ser visto como un río conforme a la prosopopeya devenida en cauce. Y si fluye es posible entonces remontar su curso, como propone “Ser una casta pequeñez”: ante la imposibilidad del encuentro erótico adulto entre el poeta y su amada, devenir niño, recuperar no la inocencia sino la experiencia erótica disimulada bajo la inocencia. Más que una identificación o predilección por un elemento determinado, López Velarde, socrático escolástico, elige la abstracción del fluido, la dinámica de la espiral, en la que los elementos no se imbrican aunque lo parezca. Es así como se comprende también la sexualidad polimorfa del devenir niño en la que el placer se asume con todos los sentidos —donde el cuerpo es todos los sentidos pues no se ha dado la diferenciación—. Estaríamos aquí, dado el continuo reflujo de la conciencia poética, ante una suerte de banda de Moebius, ante la espiral de Lezama Lima (“inalcanzable sucesivo que devora en cuanto testifica y aguarda esa lenta destrucción de lo sagrado”) o ante un ejemplo de esa poética del pliegue que relata Giles Deleuze, partiendo de Leibniz, como propia del barroco. Para Leibniz, el continuo no admite una separación de sus partes ya que esto implicaría una detención e individuación, por lo que es más propio considerar
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al continuo como un tejido que se sucede en pliegues o se desarrolla en movimientos curvos.1 Siguiendo la espiral áurea de la ola Leibniz, no es casual que sea “La tejedora” el poema de López Velarde que mejor ilustre esta consonancia no coincidente y la urdimbre entre elementos contradictorios sin resolverse: Tejedora: teje en tu hilo la inercia de mi sueño y tu ilusión confiada; teje el silencio; teje la sílaba medrosa que cruza nuestros labios y que no dice nada; teje la fluida voz del Ángelus con el crujido de las puertas: teje la sístole y la diástole de los penados corazones que en la penumbra están alertas.
Reloj de arena o trasmutación alquímica, en el trasvasamiento ocurre la experiencia decisiva. José Luis Martínez, al respecto advierte esta situación —la presencia de elementos polares y un ritmo oscilante—, aunque sin ahondar más: Léase, desde este punto de vista el poema “Hoy como nunca…”, y se apreciará cómo muchos de sus hechizos residen en este zigzag de invisible velocidad en que, sin variar la oscilación entre los polos espirituales de su poesía, cada movimiento incluye un nuevo elemento y cada giro un hallazgo verbal.2
Sorprende que una de las lecturas más complejas y audaces de esta poética apenas sea citada y mucho 1 “La división del continuo no debe ser considerada como la de la arena en granos, sino como la de una hoja de papel o la de una túnica en pliegues, de tal manera que puede haber en ella una infinidad de pliegues, unos más pequeños que otros, sin que el cuerpo se disocie nunca en puntos o mínimos”. Leibniz, citado por Giles Deleuze en El Pliegue, p. 14 2 José Luis Martínez, “Introducción”, en Ramón López Velarde, Obra poética, Universidad de Costa Rica, colección Archivos, 1998, p. xxix.
menos reconocida. Buscando definir no sólo la poesía sino el conflicto del propio hombre, Emilio Uranga en un ensayo notable, “Carácter y ser del mexicano en la poesía de López Velarde”, propuso a la zozobra como un movimiento ontológico —bien es cierto que como episodio de su asedio a una posible ontología del mexicano—. El malogrado filósofo mexicano advierte, con perspicacia única, que la poesía de López Velarde no puede elegir entre un extremo ni explicarse mediante la confluencia o la reasunción de esos contrarios sino que debe de ser una poética de la tensión constante e irresoluble. Una poesía que conserve esa polémica, ese combate, de modo tal que se sostenga sobre el movimiento. Una poética del entre, diríamos, con Martin Buber. O del pliegue, porque Uranga, describiendo el sistema pendular termina avizorando a Deleuze: La zozobra remite a los extremos. Remite moviendo y no aludiente meramente. Pero lo que la zozobra tiene quizás de más hondo es un dolor peculiar, un sufrimiento privatísimo. La desgarradura que como inevitable yace en el tipo de ser que revela la zozobra es incurable. No se cierra nunca. Es una hendidura que no puede obturarse, que no cicatriza, una herida permanente.3 De ahí que frente a una crítica que propone una lectura inmóvil deba proponerse la proyección de una dinámica, una novela crítica. Hasta ahora las lecturas se construido con trasuntos metafísicos: enunciación de los opuestos —sin una crítica de su significancia: amor/muerte, deseo/espíritu, religión/paganismo, provincia/ ciudad, santidad/pecado—, o tensión entre extremos y experiencias irreductibles — la consabida crucifixión entre la aspiración sublime y la caída terrena—, como si los vectores o fuerzas pudieran actuar sin detrimento el uno del otro en una eternidad inmarcesible. Ante este conjunto escultórico debe proponerse una dialéctica de la salvación —o redención— y la conciencia de que esa lectura heroica es imposible más allá de la constatación del movimiento. Como en toda experiencia vital no hay una conclusión —esa mistificación de la eternidad, de la detención que impide el accidente y por tanto el continuo, el paso de un cuerpo a otro, de un estado a otro, fenomenología de la pasión pero también de los cambios climáticos que además de afectar a la poesía terminan engullendo la vida del poeta, muerto de neumonía—, frente al monumento —la urna (“¡pobrecilla urna que te rompes al dilatarse el tesoro que encierras!”), el altar (“el altar que soñé para mis bodas”)— el poeta compone una suerte de juguete simbólico: una máquina de movimiento perpetuo. López Velarde pretende su primer volumen unitario y concéntrico en torno al polo solar de la amada trasmutada en deidad buscando detener ese movimiento que percibía Emilio Uranga, “Carácter y ser del mexicano en la poesía de López Velarde”, en Ramón López Velarde, op. cit, p. 524.
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en su vida pero también en su poética. Ese movimiento sólo se detiene frente a dos piezas de espacio: una que pretende unir al alma con el creador, el altar, otra que busca contener los restos de la carne mortal, la urna; en ambos casos se trata de límites: el altar implica el enlace con la espiritualidad, con aquello allende el cuerpo, la urna con el término de ese cuerpo, esa materia reducida. Por ello acaso la mención recurrente de la muerte, de las bodas. Si el amor no concluye en una unión terrena en ese recinto sagrado del altar habrá de realizarse —sin consumación— en la muerte. López Velarde ciertamente no busca resolver el dilema ni someter un elemento a otro. Francis Scott Fitzgerald dijo que una señal de inteligencia era la capacidad de mantener dos ideas contradictorias al mismo tiempo. López Velarde asume esa condición y lo que persigue no es la castidad ni tampoco la promiscuidad, el matrimonio o la soltería, lo que persigue es un estado donde se mantenga esa tensión. Por ello, incluso, una posible explicación para el diferimiento de la publicación de La sangre devota (1916) pudiera apuntar a que los primeros poemas, rescatados por José Luis Martínez en la Obra poética, son circunstanciales, frutos de impulsos y emociones, mientras que los incluidos en el primer tomo velardeano —varios de ellos poemas reelaborados, cuando no retomados en versiones casi por completo diferentes a las que revelaría la compilación de las “Primeras poesías”— responden a un programa. El libro abortado habría sido una suerte de álbum que registraría los testimonios de un enamoramiento, el decurso sentimental del primer amor; así lo sugiere incluso el subtítulo de efluvios modernistas con que se pretendía acompañar el título: “Salmos viejos en lírica nueva”. Lo que sucede entre 1910 —la fecha en que concibió López Velarde publicar— y 1916 cuando finalmente aparece el volumen es, además de la depuración de su poética, un cambio en la concepción del objeto libro. Y también en la significación de la poesía. Los poemas dejan de ser una experiencia sentimental para convertirse en los cimientos de una religión personal. Cada poema es una etapa en el camino de la Pasión. Urdir y erigir un credo íntimo implicaría recurrir a un asidero, a una especie de saliente que permitiera la detención de ese continuo ondaje. El credo íntimo de López Velarde respondería entonces más que a la convicción de la redención amorosa a un recurso para detener el tiempo, para salir del flujo incesante.
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Cuerpo y territorio:
dos momentos en la historia de México Héctor Antonio Sánchez
profanos y grafiteros | La muerte de Abel, Santiago Rebull, óleo sobre tela, 1851
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La imagen, como el agua que bebemos, jamás puede ser pura o inocente. Nuestra imagen, la imagen que el estanque nos devuelve, es también una imagen del estanque. La imagen que representa nuestro cuerpo tiene que ser, también, una imagen del mundo que le es propio. Alguna sala de nuestro Museo Nacional de Arte preserva, junto a otras esmeradas obras de tema bíblico, el óleo La muerte de Abel, firmado en 1951 por un muy joven Santiago Rebull. En él, las figuras opuestas de los hermanos originarios se recortan —en dramático contraste— contra un paisaje de polvo y humaredas: a la derecha, la constitución flamígera de Caín, eje vertical, interrumpe el aparente sosiego de la imagen; en la parte inferior, línea suavemente diagonal, el cuerpo de Abel atenta por su palidez contra la oscuridad del entorno. Se trata de dos “academias” contrapuestas: esto es, dos representaciones del desnudo masculino. Todo en el victimario es movimiento: vemos su cuerpo convulso, signo de fuga ante el mismo horror de que es causa, antípoda de la blanquecina tranquilidad de su hermano, harto más delicado y juvenil que el homicida. Abel está marcado por una exquisitez que ronda lo femenino: un rostro inerme que convoca las alturas; el aparente sosiego apenas alterado por la línea de sangre que contornea su frente. Si por el movimiento Caín resulta el eje rector de la obra —principio activo, fálico—, por la presencia de luz es Abel quien lo ilumina, en su cercanía a la tierra —principio pasivo, receptivo—. Más allá de los hermanos, un páramo de ocres se extiende hacia el horizonte: un espacio primigenio, el mundo estéril que presagia ya el severo castigo divino. Caín está hecho de los colores de esa esterilidad: es el primer asesino, propagador de muerte, principio de oscuridad frente a la noble claridad de Abel. La pieza no procede —como pudiera pensarse— de algún perdido retablo decimonónico: antes se inscribe en el bien reputado género histórico, dominante en el mediodía del xix, marcado por pasajes del Antiguo Testamento. Tradicionalmente, la historiografía ha reprochado el aparente evasionismo de esa década a la Academia de San Carlos: la consagración a temas religiosos en una hora marcada por sangrientas guerras intestinas entre conservadores y liberales, en un país sumido en el desastre económico y político, y aún desgajado de su proyecto libertario por las ambiciones expansionistas de los Estados Unidos. En los años que sucedieron a su emancipación, México vio desplomarse la bullente economía proteccionista de las últimas décadas del virreinato —de la floreciente minería a la incipiente industrialización— hacia un estado de anarquía social y descalabro financiero que culminó con la dolorosa cesión de más de la mitad de su territorio en 1848. Pero, como ya ha señalado Fausto Ramírez, los temas hebreos cobran una relevancia singular justamente vistos ante ese espectro. Pues no son aleatorios los pasajes que Rebull, Primitivo Miranda, José Salomé Pina y demás pintores en San Carlos —auténtico bastión de la intelectualidad conservadora— llevaron al pincel: antes eligieron aquellos en que dominan las rencillas en
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el seno familiar —Abraham e Isaac, Jacob y Esaú—; en que el pueblo elegido sufre la derrota ante naciones enemigas o en que su existencia misma se ve amenazada: el Diluvio Universal, la destrucción de Jerusalén, la pérdida de la Tierra prometida, la cautividad de los israelitas en Babilonia. La muerte del dulce Abel a manos de Caín, ¿no evocaba también las luchas entre monarquistas y republicanos, hermanos enemigos nacidos de un mismo origen? ¿O la derrota de un noble proyecto ante la virulencia de otro más ambicioso y egoísta: de México ante los Estados Unidos? ¿No guarda la desolación de la Tierra en el óleo la del territorio sesgado después de la fatal guerra? La Academia de San Carlos gozaba de una bonanza administrativa y financiera en franco contraste con la de otros organismos públicos de la época, en buena medida gracias a la administración de la Lotería Nacional. En realidad, el país no gozaría de instituciones sólidas hasta finales de la centuria, durante la prolongada administración de Porfirio Díaz, en que triunfó finalmente el viejo proyecto liberal de desarrollar al país mediante la inversión extranjera, si bien merced a una profunda dependencia de los focos industrializados del orbe. Dos imponentes paisajes de José María Velasco dan cuenta del desarrollo de ese proyecto. En 1877, Velasco pintó un glorioso Valle de México en que es posible ver, desde una altura nueva, el altiplano central rodeado de altas montañas, volcanes y, en primer plano, un águila que sobrevuela el espacio. Justamente en ese año vencía el arancel de un préstamo americano a México: no eran pocos los temores de que las ambiciones del vecino del norte no hubiesen quedado saciadas en 1848, y aun de que nuestro país dejara de existir. El cuadro de Velasco parecía un llamado a creer en la grandeza nacional en una hora cercana al Apocalipsis. Ello no ocurrió: Díaz logró pagar el arancel.
La barranca de Metlac, Jose Maria Velasco, óleo sobre tela, 1897. (Fotografía: DeAgostini / Getty Images)
Muy distinto es el espíritu de La barranca de Metlac, de 1897. Allí, un ferrocarril se abre paso a través de la exuberancia de una tupida flora tropical; detrás, una cañada se abre paso entre cerros que se extienden hacia el horizonte, hasta la altura silenciosa de las montañas y del nevado Pico de Orizaba, como mudo testimonio del proceso de modernización que vive el país: el avance inaudito de la máquina parece celebrar las bondades del orden y el progreso. Pues, en verdad, la administración positivista había luchado por colocar a México en un lugar primordial de la economía moderna, y aun por proyectar una visión descollante de su identidad cultural. De tal afán provienen las extravagantes elaboraciones de los temas prehispánicos que Saturnino Herrán, muerto en juventud, crearía en plena década de la Revolución. En El flechador, de 1917, un adolescente de rasgos mestizos, ataviado apenas con un peculiar tocado azul y un taparrabos que parece nacer de su propia epidermis, sostiene un arco en tensión contra el extremo izquierdo de la composición. Detrás de él, en relucientes tonos dorados, un relieve teotihuacano le sirve de fondo y esfera. Cierto: los episodios prehispánicos habían tomado carta de naturalidad en el arte académico de México desde tiempo atrás, y aun la estética mesoamericana había insuflado la fallida búsqueda de una arquitectura propia en los pabellones representativos en un par de exposiciones universales. Lo que resulta novedoso en la obra de Herrán es la ausencia de referentes históricos y —casi se diría— de referentes. Me explico: sus sensuales representaciones del mundo indígena, marcadas por una sensibilidad casi homoerótica —Nuestros dioses antiguos; o el frustrado panel decorativo del Palacio de Bellas Artes— parecen más bien consagradas a los placeres de la vida, a una pura celebración de la belleza.
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En todo caso, su referente es el arte mismo: la flecha que sostiene el efebo no va lanzada contra el tiempo de la Historia, sino contra la muerte y la fealdad de este mundo. Es un desafío aislacionista típico de la sensibilidad modernista, acaso más evasivo incluso que el óleo de Rebull. El refinamiento de los indígenas de Herrán, su feminidad, no provienen, como en La muerte de Abel, de un mundo profundamente patriarcal en que la desnudez de las mujeres ha sido desterrada por su vínculo con los excesos frívolos de las cortes imperiales del siglo xviii: más bien, nacen de una sensibilidad proclive al hermafroditismo, típica de un decadentista fin de siècle, en que el cuerpo fue celebrado en una juventud sensual y andrógina, cercana ya la Humanidad al final de sus días. Semejante adhesión al arte por el arte, ¿da cuenta acaso de una sociedad entregada a una placidez irrepetible, a una belle époque en que las promesas de la modernidad —comodidad, placer, orden y progreso— parecen haberse al fin cumplido? ¿Una era tan idealizada como próxima a su fractura? Lo sabemos: la Revolución y sus espejismos moldearían por décadas las instituciones mexicanas. La pintura no fue un territorio de salvedad. Si la obra de Herrán, como el canto del cisne, tiende en el arte un puente de la historia a la estética pura de tema prehispánico —un puente hacia el lenguaje de la plástica—, el arte posterior deberá volcarse también al espectro social y político de su tiempo. Pero abarcar ese proceso volvería inacabables estas líneas. Mejor será detenerse aquí, al borde del precipicio: como Narciso al contemplar su imagen en el estanque, antes de precipitarse en él y en él ahogarse, igual que quien se arroja a su propia imagen y en ella acaba por consumirse.
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Nuestros dioses, Saturnino Herrán, 1918
Arquitectura participativa en América Latina Virginia Negro
A partir de los años cincuenta, en América Latina se generó la explosión de las grandes megalópolis gracias a un proceso acelerado de migración del campo hacia la ciudad y a una elevada tasa de natalidad. Un fenómeno que no se ha detenido: al día de hoy, la migración campo-ciudad continúa, convirtiendo la concentración urbana en un hecho irreversible. En 1950, la región concentraba casi la mitad de su población en ciudades, mientras que en la actualidad llega al doble. Un porcentaje abrumador que nos lleva a afirmar que este es un continente fundamentalmente urbano y que su urbanización ha sido la más rápida del globo terráqueo. La mayoría de los países de la región ha tenido un proceso parecido, ya que cuenta fundamentalmente con una única gran ciudad: Argentina con Buenos Aires, Uruguay con Montevideo, Perú con Lima y México con la homónima capital, entre otras. Además, estas aglomeraciones metropolitanas están entre las más populosas del mundo entero. A pesar de que en las últimas dos décadas la desigualdad se ha reducido, América Latina y el Caribe siguen teniendo el primado de la región más desigual en el mundo. La pobreza es también relativamente alta —se estima que uno de cada tres latinoamericanos es pobre, y uno de cada ocho vive en pobreza extrema—.
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Imágenes cortesía del proyecto "Prácticas participativas" del Taller "Max Cetto" de la Facultad de Arquitectura, UNAM. Integrantes de la comunidad de Ocotlán visitando el proyecto
Estamos hablando de la única zona en el mundo cuyo coeficiente de Gini (el índice que mide la desigualdad en los ingresos), en promedio, se encuentra alrededor del 0.5, lo que la coloca en el rango de “Muy alta desigualdad”. No es únicamente el coeficiente de Gini el que denota el paisaje dispar de las grandes urbes latinoamericanas: es también la ciudad misma que inhibe la posibilidad de interacciones sociales armónicas por causa de una planificación urbana fragmentada y con un enorme problema de movilidad. La Ciudad de México, con sus megaproyectos urbanos como Santa Fe y Bosques de las Lomas, encarna perfectamente este modelo de ciudad excluyente. Dichas colonias son intentos de crear un “mundo aparte” ideal en el que las diferencias se ignoran dado que no se dejan disolver. En esta planeación urbana, las diferencias se reordenan y legitiman, sin integrarlas dentro de un tejido urbano articulado. El resultado de esta operación es una superposición de distintas ciudades en el territorio que producen y reproducen las inequidades sociales y económicas. Esta lógica de gestión de la tierra urbana llevó a la población más pobre a crear asentamientos irregulares —sobre todo ubicados en las periferias— como “los ranchos” de Caracas, “las favelas” de Río de Janeiro, las “chozas” en México, “las barriadas” de Lima, “las villas miseria” en Argentina y en otras ciudades importantes del continente. Asentamientos urbanos que construyen el paisaje típico de las urbes latinoamericanas, alarmando a los sectores dominantes, a las clases medias y a la opinión pública. El rostro de los “barrios bravos” de las ciudades es marcado por la violencia, los asesinatos, el comercio de droga y está lleno de teorías conspiranoicas más o menos reales. Colonias que, con su organización —aparentemente— caótica y sus economías informales, son marginadas geográfica y socialmente y sus residentes son menospreciados por las instituciones y por los demás ciudadanos. Estamos hablando de los invisibles, que no gozan de empleos formales, educación de calidad, seguridad ni sanidad pública. Borrados de los mapas de una ciudad construida para que no se vean. Sin embargo, dicha ciudadanía resiste a diario y reclama su legitimidad, se une y elabora demandas articulando discursos. El continente latinoamericano es el lugar por excelencia donde este tipo de urbanización tiene sus raíces más profundas, y que a lo largo de los años ha convertido a la región en un interesante lugar de experimentación de la vida urbana. La ciudad autoproducida es también un espacio de rescate donde existe la flexibilidad para acoger diversos espacios y funciones, la posibilidad de articular una economía local por medio de comercios y talleres, donde la creación de barrios pasa por la construcción de espacios para la interacción social. Es un proceso espontáneo que surge de la necesidad de los ciudadanos más pobres, donde también pueden llegar a participar diferentes actores que contribuyen con asistencia técnica interdisciplinaria en la que se da una participación activa de los habitantes para gestionar, decidir o realizar acciones directas.
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Comunidad y alumnos revisando el plan de trabajo y programa de obra
Si el proceso de producción arquitectónica clásica no preveía procesos participativos, enfrentándose así al problema de ser habitado, la arquitectura participativa quiere articular, al mismo tiempo que se construyen las soluciones morfológicas, una organización social que se enfrenta a las reglas y mecanismos para el bien común. Es decir, una operación que existe desde siempre. Cuando empecé a vivir en el barrio del Albaicín, en Granada, España, me encontré con un ejemplo tanto típico cuanto romántico de este tipo de construcción: la casa cueva, una arquitectura que remite al siglo xvi, cuyos arquitectos fueron los expulsados del centro de la ciudad: un sincretismo de judíos, musulmanes y gitanos nómadas. Las casas cueva surgieron para los marginados que encontraron en ellas una forma de vida que les permitía estar fuera del control administrativo y del orden eclesiástico. Utilizando los elementos del entorno se creaba la vivienda, marcada por el terreno, la altitud y la extensión de los cerros: es imposible encontrar dos cuevas iguales. Además, su peculiaridad y sus fachadas e interiores blanqueados con cal diseñan un paisaje singular que sigue caracterizando fuertemente no sólo el barrio sino a toda la ciudad de Granada. Los arquitectos sociales que siguen la lógica participativa se llaman Enrique Ortiz, Alejandro Aravena, Jorge Mario Jáuregui, Santiago Cirugeda: todos trabajan para mejorar la calidad de vida y de las viviendas en los barrios autoproducidos y, al mismo tiempo,
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proponen esquemas que no destruyan, sino que, al contrario, valoren los elementos y las estrategias que nacen en el barrio. El modelo de vivienda social incremental nombrado Elemental firmado por Alejandro Aravena —galardonado este año con el premio Pritzker y director de la Biennale di Venezia de Arquitectura 2016— ha sido exportado a otros lugares de Latinoamérica, como a la ciudad de Monterrey y la Ciudad de México.1 La de la vivienda incremental es una experiencia que ya había sido exitosamente aplicada por Enrique Ortiz en la Ciudad de México años atrás. Un ejemplo es la significativa experiencia de la Cooperativa de viviendas Palo Alto. La idea es edificar sólo una pequeña parte de la casa, entre veinticino y treinta metros cuadros, pero de forma que al crecer la familia y la exigencia de mayor espacio, los mismos inquilinos puedan ampliar su hogar. El diseño y la construcción son ambos actos participativos y pedagógicos. El arquitecto deja de ser un director de orquestra y pasa a ser un intérprete de las exigencias de sus clientes. Su conocimiento también cambia de forma y se traduce en un proceso pedagógico de enseñanza mediante la repetitividad. Es el concepto bisagra de Santiago Cirugeda y su equipo sevillano “Recetas Urbanas”, cuya labor se concreta en un manual online de autoconstrucción urbana. 1 Proyecto ELEMENTAL Monterrey: http://www.archdaily.com/52202/ monterrey-housing-elemental accedido el 25/04/1985 consultado el 25/04/2016
Lejos de ver “las favelas” como un cáncer urbano o un caos degenerado, muchos arquitectos, geógrafos y urbanistas intentan estudiar la organización de estos barrios, las formas de apropiación del espacio para poder utilizarlas en proyectos de viviendas sociales más formales y que sean habitables. Este es el espíritu con el cual se ha armado esta edición de la Bienal de Arquitectura de Venecia: una investigación sobre el rol de la arquitectura para mejorar las condiciones de vida de las personas alrededor del mundo. Latinoamérica, y en particular México, tienen una vasta cultura de procesos participativos comunitarios, autoconstrucción y arquitectura vernácula urbana. Las treinta y un experiencias reunidas en el pabellón mexicano, bajo la curaduría del antropólogo Pablo Landa, son una muestra de las diferentes exigencias, paisajes y comunidad que existen en todo el país. Despliegues y ensambles —así ha sido bautizado el espacio expositivo de México— pone en la mesa el desafío de los arquitectos que han cedido el lugar protagónico a los usuarios promoviendo y aprendiendo de las iniciativas comunitarias, que en México tienen una larga tradición. La recuperación del arte de la arquitectura vernácula es el nudo central del trabajo de la arquitecta Valeria Prieto, quien gracias a un equipo interdisciplinario, gestionó una intervención integral en San Antonio Tierras Blancas, un pueblo purépecha en Michoacán. Con el objetivo de preservar las casas vernáculas del pueblo se creó un modelo de trabajo para la rehabilitación de comunidades rurales. Los habitantes, apoyados por estudiantes y voluntarios, se volvieron diseñadores, obreros, y reconstruyeron los techos de madera de sus casas, hicieron pisos firmes de cal y arena, y empedraron las calles. El proyecto ejemplifica cómo pueden conjugarse saberes técnicos, criterios estéticos, programas públicos y trabajo comunitario. Otra tipología de trabajo comunitario, esta vez en el contexto urbano es el proyecto “Chavos Banda”, que
trabaja con las realidades metropolitanas más conflictivas como las de las pandillas de Iztapalapa. Gracias a la construcción del Deportivo “Chavos Banda”, la población ha logrado bajar la tensión y transformar el territorio en un punto de confluencia de iniciativas de artistas, activistas y asociaciones civiles. México es un país de emigrantes y de migrantes internos, que está lleno de lugares poblados a veces por personas transeúntes. Esta cuestión de los migrantes internos se refleja en el proyecto del “Centro microregional de tecnologías sustentables y vivienda transitoria para migrantes”. El Centro es un dormitorio en una finca de café en Chiapas, un lugar donde se busca mejorar las condiciones de vida de los trabajadores temporales, ofreciéndole un espacio digno donde poder permanecer durante un tiempo. El territorio, como todas cosas vivas, es vulnerable, puede herirse. Calamidades naturales, como los sismos, han puesto a la prueba la creatividad y capacidad organizativa de las personas con retos que a veces generan cambios morfológicos importantes. Es el caso las obras para damnificados por el Río Fuerte, que en 1991 dañó varias comunidades en Sinaloa. (Otro proyecto presente en esta edición de la Bienal). También están presentes ejemplos de arquitecturas llamadas efímeras, como en el caso de las instalaciones endémicas de la península de Yucatán. Cada enero, los habitantes del pueblo de Tunkas en Yucatán realizan un tablado para fiestas, corridas de toros y conciertos. La investigación presente en Venecia está coordinada por José Carlos Lavalle y Luis Alejandro Peniche y registra 106 comunidades de Yucatán en donde se realizan tablados temporales en distintas fechas del año. Estos son sólo algunos de los casos. Cada uno tiene una series de peculiaridades constructivas que responden a la organización y a los materiales disponibles en el territorio. Todos son ejemplos de un nuevo tipo de arquitectura que se pone al servicio de lo cotidiano, en búsqueda de una vida mejor.
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Si alguno pasare por esta puente Jesús Vicente García
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Ilustración de Beatrix G. de Velasco
(...) de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna. Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote: II, 51,
i Los puentes unen lugares, nos acercan al cielo y desde su altura se domina parte de la ciudad, aunque pocos los usen para eso, pues la gente atraviesa las avenidas sorteando los autos, teniendo el puente a un lado; parece mentira que un buen porcentaje de accidentes ocurren cerca de ellos y las personas atropelladas no los hayan usado, aunque a ciencia cierta no se sabe si fue por no correr a tiempo y ganarle a los automóviles o por no saber esperar; lo que queda claro es que, según las investigaciones, los puentes no se crearon para bienestar de los peatones, sino para el de los automovilistas. Basilio dice que los puentes no cumplen con las características adecuadas para gente discapacitada o de la tercera edad, ni para mujeres ni para nadie. “Están asquerosos, con basura, desechos orgánicos humanos, los cables de los ambulantes están pelones, rozan el fierro del barandal y podemos quedar electrocutados; a los asaltantes les encantan los puentes porque pueden escapar por ambos lados. Es su espacio ideal”. Es una sierpe de dos cabezas, como la anfisbena que narra Jorge Luis Borges y años después René Avilés Fabila. Lo que sí queda claro es que los puentes son símbolo de cambio; no utilizarlos es no querer cambiar. En sus pesquisas, Basilio halló en un artículo de la revista Nexos que la gente no los usa porque no cuentan con las condiciones para ser usados, lo cual da pauta para que los peatones anden esquivando autos y los automovilistas haciendo malabares para no aplastar seres humanos mártires de los puentes de mala calidad. Se genera un juego mortal. En la Ciudad de México existen 617 puentes peatonales, clasificados en nueve categorías según el tipo de vialidad donde están colocados. El 33.5% está sobre ejes viales, 28.4% sobre vías anulares, 12.8% sobre vías radiales; casi la tercera parte se encuentra en las delegaciones Iztapalapa y Gustavo A. Madero. De los más de 600, 10% está en óptimas condiciones, 60% no recibe mantenimiento y 30% incumple con lo que establece el Reglamento de Construcciones para el Distrito Federal. Según la Secretaría de Transportes y Vialidad (Setravi), hay 773 estructuras, sin embargo, en la evaluación sólo se contabilizaron 617 de los mencionados por la dependencia local.
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ii Los puentes unen calles, colonias, destinos, pero en sí mismos no son puntos finales, y quien se quede en ellos ya no desea cambiar ni avanzar; quien no los usa, también; se está estancando, quizá por eso la indigencia los utiliza, para ellos ya no hay esperanza, ni la buscan ni la azuzan, ni la sueñan, es como un pasado que ahí se quedó o como un futuro que no llegará, de lo contrario, se levantarían para darle batalla a la vida. Esas estructuras arquitectónicas son los hoteles de la noche de la indigencia. Durante el día, la escena cambia. Siguen siendo de paso obligatorio para llegar al otro lado donde el amor hace de las suyas. Cupido juguetón tiene sus espacios que pueden ser insospechados, como algunos puentes en que no sólo son para atravesar avenidas, sino para conocer eso que llaman amor o el camino hacia el amor; los puentes juegan el mismo papel: son un medio. Además no cumplen con su objetivo de salvar vidas, pues el Instituto de Geografía de la unam reveló que 26.68% de los accidentes en la Ciudad de México ocurre a menos de 300 metros del 66.45% de los puentes peatonales, por ende, la construcción de puentes antipeatonales tiene una lógica de ingeniería urbana que favorece el desplazamiento de los vehículos de automotores y no de prevención de lesiones. Para el año 2007, la tasa de mortalidad por atropellamientos en la cdmx fue de 7.8/100.000 habitantes. Según datos de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, en el año 2005, se registraron cerca de 4,000 atropellamientos, de los cuales casi 40% ocurrieron en avenidas secundarias en las que existen pasos peatonales.
iii El puente de Huipulco es el mejor ejemplo de ello. De frente está el Estadio Azteca, el Coloso de Santa Úrsula. Ahora se usa también para la selfie con el impresionante estadio detrás y los caminos que se bifurcan hacia Tlalpan, Villa Coapa, Tasqueña, Santa Úrsula, el Ajusco, el centro, en fin; además, hay estudiantes por todos lados, de nivel media superior y superior, los que están en la edad de la punzada echando novio en la oscuridad y en pleno día. Ahí nos quedamos de ver Basilio y yo. Tiene una cita para dar clases. Yo vengo de Villa Coapa, de las oficinas a un lado del Parque de los Coyotes. Basilio viene de la Roma y por la megacontingencia no trae auto, al que ya no le toma tanta atención, prefiere andar en transporte público. Llego primero. Veo a las parejas de estudiantes dándose besos y tomándose de la cintura, otras platican, algunas ríen con mucho estruendo; los jóvenes les da por reírse así, creen que el volumen de la carcajada es proporcional a su alegría y que así lo percibirá la gente, aunque debo decir que a veces es tan molesto como un bocinero del metro (¿o así era yo a esa edad?). Llega Basilio y lo apuro para irnos. Bajamos, abordamos taxi a la Noria, toma Antiguo Camino a Xochimilco. Entramos al plantel. Espero en la cafetería. Indago los alrededores, voy hacia la dirección, subo al último piso, veo estudiantes-hormiga y dan ganas de tener su edad, de andar como ellos,
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con su eterna energía, en ese puente que une la adolescencia con la primera juventud, los primeros acercamientos al arte, a los libros, a los sueños. Regresamos a la Noria, precisamente en ese puente que pasa por arriba de dos avenidas principales y el tren ligero lleno de estudiantes que buscan el amor y el desmadre. En tanto, abajo, la gente atraviesa con calma porque hay semáforos; otros torean a los autos, los esquivan, se les atraviesan. Nos sentamos en el quiosco, enfrente de la avenida que nos lleva a Taxqueña. Miriam Saldaña, del Partido del Trabajo, comentó que Protección Civil no supo confirmar cuántos puentes hay en la Ciudad de México, ni la Secretaría de Obras y Servicios ni la Setravi. “Mi sorpresa fue que las mismas delegaciones no tenían contado cuántos puentes había en su demarcación”. Las dependencias dieron números diferentes; debido a eso (ella y su gente) se dieron a la tarea de contabilizarlos, y obtuvieron un total de 890 puentes peatonales, de los cuales sólo 77 tienen rampa o elevadores (en ocasiones no funcionan) para discapacitados.
iv Saboreamos unos raspados de limón, aunque quiere alburearme, para variar, no lo permito, achico el ángulo, cuando un rechinar de llantas y un golpe seco nos calla para voltear. Una joven de veinte ya está, rodillas en el asfalto, llorándole a otro joven, su novio. Basilio es más rápido y acude en su ayuda. Toma el pulso del caído. Está bien, dice. ¿De cuándo a acá sabe de primeros auxilios? Cada que dejo de verlo, me sorprende, ¿a qué hora aprendió eso del pulso? Me pide que llame a una ambulancia. Ya hay una patrulla a su lado, ellos ya la pidieron. Basilio consuela a la joven, la abraza; no pasa nada, todo está bien. Más jóvenes se acercan. La circulación se entorpece un poco. El mundo sigue girando. Un chavo de Converse, morral de cebra, playera de Los Simpson, le acerca un celular al policía: es la foto de las placas del auto que aventó al joven, y que, por supuesto, se fue a la fuga. Un puente es una construcción que permite salvar un accidente geográfico como un río, un cañón, un valle, una carretera, un camino, una vía férrea, un cuerpo de agua o cualquier otro obstáculo físico (una avenida, una calzada, una calle).
v Otras chavas le explican al policía que la pareja se atravesó la avenida cuando el semáforo les favorecía: la culpa es del automóvil. Basilio me jala hacia el quiosco y me dice que eso es mentira, que él vio todo, que la pareja iba discutiendo y que el tipo la jaló del morral, ella no se dejó y se cruzó la calle, así que el novio quedó ligeramente atrás y fue cuando pasó el auto y se lo llevó de corbata. ¿Todo eso viste? El policía le pregunta a la joven por qué no utilizaron el puente. Voltea y ve arriba parejas de novios. La novia explica que son un chingo de escaleras, que caminan más, que está lleno de basura, que luego atracan y además apesta. No le hace, expresa el
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policía. Reportaremos lo que nos dice, señorita. Llega la ambulancia. Lo revisan. Al parecer no tiene nada de peligro. Se lo llevan con todo y novia para que lo valore el médico y le saquen unas placas. El 50% de estas estructuras no son utilizadas por los capitalinos y, aun así, en 2010 el gobierno central gastó 15 millones de pesos en su construcción.
vi Los puentes son mi patria. Ahí escribo poemas. Ahí observo la vida. A diferencia de mis alumnos, no me cito en un puente (excepto contigo); son medios, son lugares de paso, de altura, y para hablar de las alturas hay que estar en ellas. Eso dice Basilio. Pero qué chiste, le digo, tú siempre lo ves todo desde arriba, le digo a manera de broma, la cual no obtuvo los resultados deseados. Recuerda, prosigue, que la altura simboliza inteligencia y poder, ahí están quienes ordenan la vida de los pueblos, como en los castillos medievales; piensa en lo opuesto, en lo de abajo, donde está la podredumbre, el infierno, los espíritus sufridos. Por eso, los poemas de altura hay que escribirlos en las alturas y los profundos en las profundidades. Su chiste es malo, pongo cara de asco, aunque en el fondo acepto que su sentido del humor tiene nivel intelectual. El asunto es que, en ocasiones, en el extremo de las escaleras se asoma la parca y nos ahorca, o una dama nos espera, o una idea genial para escribir, o un gato que se nos embarra en el pantalón; o, en su defecto, encontramos que los puentes dividen a la patria siendo parte del mismo territorio. Al atravesar, podemos caminar en el hades o en el paraíso, o en el limbo cuando no sabemos si es para allá o para acá; lo que es cierto, según Basilio, es que nos reúne con algo o alguien, que son medios y nunca finales de nada, siempre tienen continuidad. Se aseguraba que 21 puentes de los 25 que hay a lo largo del Periférico no reflejaban anomalías. Sin embargo, entre 2008 y 2009, se realizó un estudio cuyo resultado arrojó que 20 puentes fueron calificados de alto riesgo, y que son los que precisamente usa la gente todos los días en todo momento, donde se corretean los niños, pasan los estudiantes, se besan los novios, sueñan y escriben los poetas, se deslizan las bicicletas. Se sube por un lado y no se sabe si se llegará con bien al otro extremo o si el destino será la otra orilla que ya no tiene regreso. Si alguno pasare por estos puentes donde la vida se arriesga diario en esta patria de concreto, corra, baje de dos en dos los peldaños, camine de puntitas, encomiéndese, escriba un poema, grite y viva su carpe diem, siga su camino, antes que las estadísticas lo aplasten irremediablemente.
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Bien está lo que bien acaba
(aunque no haya empezado muy bien) Gerardo Piña
Acto V, escena III. Grabado: George Sigmund Facius (impresor), John y Josiah Boydell (editor), 1794
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Una mujer hace todo por casarse con el hombre que le gusta: ardides, mentiras, curar al rey de Francia de lo que nadie más puede salvarlo e incluso vender su virginidad o, mejor aún, vender la virginidad de otra mujer como si fuera la suya. Esta mujer es considerada oportunista, una trepadora social, indigna del hombre con el que se casa a los ojos de la corte. Sin embargo, en esta obra de Shakespeare, esta mujer es tratada como una auténtica heroína, como la vencedora entre las pugnas hegemónicas de algunos hombres de la corte, incluyendo al rey mismo. Helena, de origen plebeyo, se enamora de Bertram, un noble que viaja a París en sustitución de su propio padre como miembro del séquito del rey de Francia, quien está enfermo de gravedad. El padre de Helena había sido un médico de gran fama y ella tuvo acceso a una pócima especial. Entonces acude al rey de Francia y le ofrece sus servicios como curandera. El rey se muestra escéptico, pero ella le ofrece su vida en garantía. Si no puede curar al rey, ella morirá; pero si él sana, ella podrá elegir a cualquier miembro de la corte como esposo. El rey se cura y Helena elige a Bertram, quien la rechaza desafiando la autoridad del rey. El rey lo obliga a casarse con ella, pero después de la boda, Bertram huye a Italia con el pretexto de ir a la guerra. Antes de irse le dice a Helena que sólo será su esposo de verdad hasta que ella esté esperando un hijo suyo y lleve el anillo de su linaje en la mano (un anillo que él guarda celosamente). En Italia, Bertram enamora a algunas jóvenes y a su vez se enamora de Diana, una de ellas. Diana es virgen y Bertram muere por acostarse con ella. Helena viaja a Italia y con dinero en mano se pone de acuerdo con Diana para hacerle creer a Bertram que éste se acostará con la italiana, pero intercambia su lugar con Helena sin que él se dé cuenta. También logra hacer que le dé el anillo. Al volver a Francia, Helena le cuenta todo a la condesa, madre de Bertram, quien la adopta como hija suya ante las acciones reprobables de su
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hijo. Helena finge estar muerta y Bertram, al creer que ya se ha liberado de ella, vuelve a Francia para casarse con otra mujer. Sin embargo, Helena aparece de último momento y lo confronta; está embarazada de él y lleva el anillo de su linaje en la mano. Helena explica cómo logró estas hazañas, Bertram queda más que impresionado por lo que ella hizo y jura amarla para siempre. La misma historia aparece en un cuento de la novena historia del tercer día del Decamerón de Bocaccio, que seguramente Shakespeare leyó en la traducción de William Painter. La consigna de ese día consiste en contar historias de protagonistas que hubieran alcanzado, por sus propios medios, algo que habían deseado mucho (enfatizando el esfuerzo de los protagonistas). Hay dos diferencias importantes: en el cuento de Bocaccio, Giletta (Helena) se casa con Bertramo porque convence a Diana de intercambiarle su lugar en la cama. Pero en la obra de Shakespeare, Helena paga por ese intercambio. La segunda diferencia es la inversión de la estructura del cuento de hadas tradicional: del modelo héroe, proezas, princesa como premio, Shakespeare propone una heroína cuyas proezas le otorgan a un caballero de la corte como recompensa. No sólo eso, el lenguaje amoroso es más directo y está en boca de la heroína: Helena. No hay vida, ninguna, sin Bertram. Sería igual si me hubiera enamorado de un astro brillante y quisiera casarme con él; así de lejos está Bertram. Debo conformarme con el brillo lejano de su luz, porque no puedo estar dentro de su esfera. La ambición de mi amor se vuelve una plaga de sí misma: si una cierva fuera a cruzarse con un león moriría por amor. Con todo, esta plaga es hermosa: lo veo cada hora sentarse y arquear sus cejas, veo su mirada de halcón y sus bucles en la superficie de este corazón tan presto para acoger cada línea y cada rasgo de su hermosa apariencia.1
1 William Shakespeare, All’s Well That Ends Well [1623], Susan Snyder (ed.), Oxford, Oxford University Press, 1993. Las traducciones son mías.
Son varios los personajes femeninos de Shakespeare que tienen la última palabra aun cuando socialmente no puedan emanciparse del poder masculino: Cordelia (El rey Lear), Katerina (Domar a la fiera), Mistress Ford y Mistress Page (Las felices esposas de Windsor), Hermione (Cuento de invierno), y ahora Helena, entre otras. La falta de una emancipación total les confiere verosimilitud, pues aunque la reina Isabel fue un referente clave en la Inglaterra de Shakespeare, las mujeres poderosas eran de facto escasas. Aunado a esta visión de una heroína en el centro de la obra está un lenguaje sexualmente más abierto y explícito que en obras de autores previos o contemporáneos a Shakespeare que trataron temas semejantes. Helena le pide a Bertram una muestra física de despedida (a physical token) que alude a un beso que sirva de recuerdo y más adelante se refiere a lo que imagina será el dulce modo (sweet use) y el juego (play) de Bertram en la cama. Esta es la única comedia de Shakespeare en la que hay un matrimonio que rompe las convenciones sociales isabelinas; matrimonio instigado por una mujer. Shakespeare se detiene a sopesar cuestiones incómodas para su público: ¿Cómo reaccionaría un noble si se le obligara a casarse con una plebeya?, ¿cómo recibe una mujer el deseo sexual cuyo esposo siente por otra mujer? Y no sólo explora estas cuestiones, Shakespeare también utiliza un lenguaje cómico y crítico que habrá de poner en boca de Parolles y de Lavatch, el bufón de la condesa, para complementar el tono de su comedia. Como ejemplo está el contraste del lenguaje entre la condesa y Lavatch: Condesa de Rosellón. Ama a todos, confía en unos cuantos, no le hagas daño a nadie. Para enfrentar a tu enemigo confía más en desarrollar tus capacidades que en ejercer tu fuerza; y mantén a tus amigos bajo resguardo con la llave de tu propia vida. Mejor que te regañen por ser muy callado a que te censuren por lo que dices.
Este personaje es el complemento perfecto de Lavatch, para quien el matrimonio “no es más que la dona de
una puta buscando el dedo de un idiota”. Lavatch trasciende el doble sentido y llega a ser completamente obsceno e incluso agresivo en su hablar; tal vez se trate del bufón menos sutil de todos los que hizo Shakespeare. Parolles, por su parte, hace gala a su nombre (paroles significa “palabras” en francés; sobre todo en el sentido de discurso oral) como podemos ver en el siguiente ejemplo. Parolles quiere convencer a Helena de que use su virginidad como moneda de cambio para lograr el matrimonio que busca. Shakespeare se vale de referentes del lenguaje bélico en este diálogo: Parolles. ¿Estás meditando sobre la virginidad? Helena. Así es. Como tú tienes algo de soldado, permíteme preguntarte una cosa. El hombre es enemigo de la virginidad; ¿cómo podemos poner una barricada contra él? Parolles. Mantenlo fuera. Helena. Pero él la tomará por asalto. Y es que aunque nuestra virginidad es valiente, en la defensa se muestra débil. Dime alguna estrategia de resistencia militar. Parolles. No hay tal. Una vez que el hombre te haya sitiado, habrá de socavarte y hacerte estallar. Helena. Dios bendiga nuestra pobre virginidad de los que hacen socavones y estallidos. ¿No existe alguna táctica militar sobre cómo pueden las vírgenes hacer estallar a los hombres? Parolles. Una vez que la virginidad ha sido derribada, el hombre estallará más rápidamente. Si se casan, para derribarlo una vez más, usando la brecha que ustedes mismas han abierto, también perderán la ciudad. No es políticamente correcto en la confederación de la naturaleza mantener la virginidad. La pérdida de la virginidad es un incremento sólo racional, pues nunca fue concebida una virgen sin que antes se hubiera perdido una virginidad para ello. El metal con el que fuiste forjada es el metal con el que se hacen las vírgenes. La virginidad, al haberse perdido una vez, puede por diez multiplicarse, pero si se mantiene por siempre, por siempre se perderá. Es una compañera muy fría. ¡Deshazte de ella! Helena. La defenderé un poco más, aunque me cueste morir virgen. Parolles. No hay mucho más que pueda decir al respecto; es algo que va en contra de las leyes de la naturaleza. Hablar a favor de la virginidad equivale a acusar a nuestras
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madres, lo que es una desobediencia infalible. Aquel que se ahorca es virgen; la virginidad se mata a sí misma y debería ser enterrada en caminos fuera de todo terreno sagrado como una desesperada ofendriz contra natura. La virginidad cría ácaros como lo hace un queso, se consume a sí misma hasta las entrañas y así muere alimentando su propio estómago. Además, la virginidad es obstinada, orgullosa, holgazana, pagada de sí misma, que es el más prohibido de los pecados del Canon. No mantengas tu virginidad, no tienes más elección que perderla. ¡Deshazte de ella! En un año se duplicará, lo que es muy buen incremento sin desmedro de la base principal. ¡Deshazte de ella! Helena. Y, dígame señor, ¿cómo puede una hacer para perderla por gusto? Parolles. Déjame ver. Cásate, desfavorablemente, con aquel que te guste y al que no le guste la virginidad. Es una mercancía que va a perder el brillo a fuerza de tanto recostarse: mientras más se mantiene, menos vale. Deshazte de ella mientras todavía es vendible; responde al momento de la petición. La virginidad, como una vieja cortesana, usa un sombrero de otra época; arregladísimo de mil modos, pero pasado de moda; como el broche y el palillo que hoy ya no se usan. Es mejor tener tu dátil en un pay o en el plato de avena que en las mejillas. Y tu virginidad, tu vieja virginidad, es como una de nuestras peras francesas mallugadas; se ve mal, su sabor es seco, ¡ay!, ahora sólo es una pera marchita. ¿Qué vas a hacer con ella? Helena. ¿Con mi virginidad? Nada todavía.
Por último, además del lenguaje bélico como símil para hablar de sexualidad, la obra aborda el tema de la guerra desde varios ángulos. El más importante es, quizá, el que nos hace ver la guerra sin idealización alguna. Lo frecuente en el teatro de la época era mostrar la guerra como lo que pone a prueba a los hombres; es la circunstancia en la que se ve su valentía, destreza y honor. Pero en esta obra, Shakespeare la describe como una circunstancia en la que el tedio y el vacío también tienen cabida. Es en la guerra contra Italia que los personajes principales (franceses) buscan cómo entretenerse porque no hacen nada; inventan juegos y bromas, e incluso aprovechan —como el caso de Bertram— para escaparse por ahí varios días y seducir a algunas mujeres locales. La única acción militar en la obra —pese a que vemos soldados en escena durante varios minutos— es apenas una noticia referida por un personaje: un regimiento florentino fue atacado por otro regimiento florentino. Varios murieron como consecuencia del “fuego amigo”. Así las proezas militares. Bien está lo que bien acaba es una obra en la que la sutileza del lenguaje de Shakespeare se entreteje con una exploración de la sexualidad y una crítica a las convenciones sociales en lo referente al matrimonio. No es de extrañarse que esta comedia forme parte de la lista de las llamadas “obras problemáticas” de Shakespeare; es decir, obras que es difícil encasillar como comedias o tragedias. La etiqueta no tiene mayor importancia. Después de todo, parte de la experimentación dramática de Shakespeare consistió en eso, en extender los límites tajantes de estructura, tiempo y acción.
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Juan Rulfo y Roberto Gavaldón:
el desencuentro fructífero Moisés Elías Fuentes
Juan Rulfo. (Fotografía: Schiffer-Fuchs / ullstein bild por Getty Images)
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El 7 de enero de 1986 falleció en la Ciudad de México, a los 68 años, Juan Rulfo, el escritor mexicano nacido el 16 de mayo de 1917, en Jalisco. Meses después, el 4 de septiembre, también en la Ciudad de México, falleció a los 77 años Roberto Gavaldón, director de cine que nació en Chihuahua el 7 de junio de 1909. Dos décadas antes, en 1964, director y escritor coincidieron cuando Gavaldón aceptó la propuesta que le planteara el productor Manuel Barbachano de llevar a la pantalla El gallo de oro, novela corta escrita por Rulfo hacia 1956. Así, de un modo un tanto azaroso, se bifurcaron dos formas distintas de enfocar la relación entre literatura y cine1. Cineasta riguroso, con un dominio técnico pocas veces visto en el cine mexicano de la llamada Época de Oro, Roberto Gavaldón fue durante años alternativamente aplaudido y menospreciado, apreciado por unos como director de personajes ambiguos, frágiles, enredados en tramas de doble moral y traición; tildado por otros de preciosista y seco. Lo cierto es que la obra cinematográfica de Gavaldón tuvo lo uno y lo otro: perfeccionista hasta la obsesión en cuanto al uso de la técnica fílmica; ágil y dúctil en el manejo del discurso narrativo. Gavaldón no dudaba a la hora de echar mano de atmósferas románticas y del retrato hiperbólico de los personajes, a la par que aprovechaba al máximo los recursos técnicos, al punto de que es claro cómo éstos tienen en su cine la misma importancia y fuerza emotiva que el desarrollo del drama. A diferencia de la narrativa fílmica de Gavaldón, la narrativa literaria de Juan Rulfo es austera; sus personajes son seres alternadamente oscurecidos por sombras exteriores e interiores. Es en la etopeya de esos hombres y esas mujeres que ambulan por los pueblos y los campos de la narrativa rulfiana que comprendemos la búsqueda de identidad y de arraigo que los motiva a seguir adelante. Hombres y mujeres que se niegan a morir desvanecidos en el paisaje, y que Rulfo plasmó con un estilo asombroso, profuso en imágenes y alegorías. Esta fuerza poética de las imágenes narrativas de Rulfo resulta asaz complicada cuando se la ha querido llevar a términos cinematográficos. Bien observadas, salta a la vista que las historias relatadas en sus cuentos y novelas son sencillas. Es la profundidad de la mirada poética la que las deviene imágenes palpitantes,
1 En este 2016, la Fundación Juan Rulfo y la Editorial RM han publicado El gallo de oro en una edición que limpia al texto de las erratas de la edición de 1980, la más conocida hasta ahora. En esta empresa, han sido decisivas las colaboraciones de José Carlos González Boixo, con un ensayo que fija la novela, y de Douglas Weatherford, quien aporta un ensayo bien cimentado sobre la relación de Rulfo con el cine.
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desgarradas, plenas de una emotividad en carne viva. Incluso una obra como El gallo de oro, obviada y aun olvidada por tanto tiempo, no se dejó reducir a las necesidades de un guión cinematográfico, sino que se atrevió a ir más allá: un relato en toda la forma, pleno de una vitalidad extraña, atravesada por el fatalismo, pero también por un profundo deseo de vivir que se expresa como rebelión: Se recostó en una piedra después de su fatigoso recorrido y allí, la cara endurecida y con gesto rencoroso, se juró a sí mismo que jamás él, ni ninguno de los suyos, volvería a pasar hambres… Otro día, a las primeras luces, se largó pa nunca. Llevaba sólo un pequeño envoltorio de trapos, y bajo el brazo encogido, cobijándolo del aire y del frío, su gallo dorado. Y en aquel animalito echó a rodar su suerte, yéndose por el mundo.
Como a Rulfo, a Gavaldón también le atrajo la singular convivencia de la vitalidad y el fatalismo en una sociedad, la mexicana, que se liberaba de la dictadura porfirista, gazmoña y conservadora, sólo para atestiguar cómo las luchas revolucionarias se tergiversaban para el advenimiento de una nueva dictadura, la de la modernidad industrial y financiera. Atrapado entre estas dos formas dictatoriales, quedaba un país que no terminaba de escucharse, ya no digamos conciliarse consigo mismo. Sin embargo, la estética cinematográfica de Gavaldón estaba más cercana al cine negro estadounidense y al cine francés de la inmediata posguerra que a la poética de la desolación y la muerte que caracterizó a la narrativa rulfiana. El cineasta y el escritor, a pesar de sus afinidades, se hallaron en riberas distintas respecto al tratamiento creativo de dichos puntos en común. La adaptación cinematográfica de El gallo de oro, por ello, difirió en muchos aspectos del texto original rulfiano, aunque, paradójicamente, conservó y aun amplió los temas esenciales de la novela del jalisciense: la marginación, la pobreza, la ilusión de la riqueza, la muerte, la doble moral del entorno social. El gallo de oro, aunque evidentemente ligada al discurso narrativo de El llano en llamas y Pedro Páramo, no debe leerse como una continuación lineal de la colección de cuentos y de la novela que cimentaron la fama de Rulfo. Claro, siguen ahí los temas del azar, la ambición, la muerte, el amor malogrado, pero mientras en aquellos dos celebrados libros predominó la atmósfera al claroscuro, cruce de sombras y luminosidades en que es imposible divorciar a unas de las otras, en El gallo de oro claridad y oscuridad juegan a disociarse, y así transitamos de pasajes de una claridad apabullante a otros en que las sombras son
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el único aposento y consuelo del hombre perseguido por un sino de infortunio anterior a él, anterior incluso al tiempo mismo: Dionisio Pinzón se quedó un rato allí, sin intenciones de jugar, sólo curioseando. Le quedaba poco dinero, apenas si para cenar y pagar el hospedaje de esa noche, pues su gallo se había llevado al morir lo que el mismo animalito había dado a ganar en los meses anteriores.
Sin desligarse del lenguaje metafórico tan caro a su narrativa, Rulfo basó la narración de El gallo de oro en un discurso despojado, elíptico más que metafórico, aunque no árido. Juego de espejos, los personajes de El gallo de oro pasan de la opulencia a la ruina, de la furia a la pasividad, de la pasión febril a la desidia. Pensaríase que juegan con el destino, pero como nos enseñan los relatos de Las mil y una noches, quienes quieren jugar con el destino se degeneran en juguetes de sí mismos. Adaptada al cine en 1964 por Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y el propio Roberto Gavaldón, El gallo de oro pierde el contraste de claridad y oscuridad que la caracteriza como novela. Sin embargo, a pesar de los críticos literarios y cinematográficos que han denostado el filme, considerándolo una adaptación recorrida por el tufillo de un cine folklórico manido y desfasado, tengo para mí que uno de los valores del filme, y no el único, radica en que el director presentó su lectura de la obra de Rulfo, sin la pretensión, tantas veces malograda, de trasladar el mundo rulfiano a imágenes. Gavaldón, y con él Fuentes y García Márquez, comprendieron que traducir per se el lenguaje poético del novelista al lenguaje cinematográfico, implicaba el riesgo de realizar un filme acartonado. Gavaldón abrió El gallo de oro con una panorámica idílica que se reduce de manera gradual en picada hasta centrarse en Dionisio Pinzón, interpretado por Ignacio López Tarso, y cerró el filme con la imagen contraria, casi en contra picada, con un primer plano
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de Pinzón que se abre hasta mostrar de nueva cuenta la panorámica, que ya no es idílica, pues si el discurso cinematográfico se inicia con el descenso del ensueño a la realidad, concluye con un retorno frustrado al ensueño, en que el enorme peñón que al principio se observa como parte de la belleza natural, al finalizar la película se trueca en una barrera infranqueable que separa sin apelaciones a la realidad de abajo y la quimera de arriba. Aunque no recurrió a los contrastes de luz y sombra que signan la novela de Rulfo, en su versión de El gallo de oro Gavaldón acertó en el manejo simbólico del vestuario: del negro rígido con que viste Pinzón a los tonos grises, mostazas y ocres en los trajes con que se atavía Lorenzo Benavides, personificado por Narciso Busquets, o los vestidos blancos, de alegres bordados, que luce Bernarda Cutiño, “la Caponera”, interpretada por la actriz y cantante Lucha Villa. Trajes y vestidos reflejan el ideal que los personajes han construido de sí mismos, su forma de entenderse con el mundo en el que viven. Gavaldón ubicó la acción dramática en 1930, fecha que conocemos de manera casual, cuando Pinzón lee el anuncio de una feria y sus palenques, y con clara intencionalidad insertó un anacronismo: las canciones que interpreta la Caponera o las que se escuchan de modo ambiental fueron compuestas en su mayor parte por autores surgidos varios años después de 1930, tales son los casos de José Alfredo Jiménez y Felipe Valdés Leal, por apuntar sólo a dos. Con tal anacronismo el director subrayó la perturbadora inestabilidad del destino, intemporal e ineludible, y los espejismos con que los hombres y las mujeres pretenden sobrellevarlo. Es el mismo destino que también apasionaba a Rulfo, y que, como bien apunta Fernando Mino Gracia, es el eje fundamental del cine de Gavaldón: La oscuridad y ambigüedad de los personajes y de los elementos plásticos y de composición (en las sombras
de sus películas en blanco y negro, o con el uso del color, colores fuertes y contrastados u ocres, en lo mejor de su filmografía en color) son más tributarias del punto de vista sesgado, fragmentado y en ruinas, propios del barroco, que del realismo, primer referente en su cine. Sus películas son barrocas pues ocultan, disfrazan; permiten ver a los ojos cuidadosos, bajo la opulencia, las máscaras que esconden a los hombres, sus ambiciones y luchas por sobrevivir.2
Dentro de la narrativa de Juan Rulfo, El gallo de oro representó dos aspectos complementarios: la novela fue un ensayo de evolución creativa por parte del escritor, al tiempo que una propuesta de nueva plasticidad discursiva para el cine mexicano. Para Gavaldón, a su vez, el relato significó la oportunidad de poner en crisis los clichés del género ranchero, con su México pre revolucionario y su conservadurismo a ultranza. Cada uno a su modo, escritor y cineasta develaron la demagogia de los gobiernos mexicanos posteriores a Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho, partiendo del que encabezó Miguel Alemán Valdés, los que se dedicaron a promover la industrialización y la modernización del país, desdeñando a conciencia las grandes contradicciones sociales que debían resolverse, para en verdad desestructurar la inercia de una sociedad exclusiva y construir una país con fundamentos sociopolíticos inclusivos. La forma en que Rulfo y Gavaldón asumieron dicha crítica al sistema cerrado e inapelable impuesto por el Partido Revolucionario Institucional fue distinta, porque sus sensibilidades artísticas no provenían de las mismas experiencias intelectuales, culturales y emocionales, pero la postergada valoración de la novela de Rulfo y el ninguneo a la adaptación fílmica de Gavaldón son acciones injustas y groseras que mucho aportan a la comprensión de la perspicacia y el genio con que dos autores tomaron el riesgo de la evolución de sus respectivas obras creativas.
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Fernando Mino Gracia, La fatalidad urbana. El cine de Roberto Gavaldón, México, unam, 2007.
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Palabra y mito en Enrique González Rojo Evodio Escalante 60 | casa del tiempo
Fotografía: Alejandro Juárez
Filósofo, poeta, profesor universitario, intelectual crítico, militante de muchos años en organizaciones tanto marxistas como paramarxistas, puntero de la autogestión, Enrique González Rojo (1928) es una figura singular dentro del campo cultural mexicano. Singular por el entramado de su pensamiento que se ha vertido en más de una decena de libros que tienen que ver con la teoría de la lucha de clases, así como por su tesonera forma de abordar el poema como un aparato barroco de altos vuelos intelectuales. En trance de abordar su más reciente publicación, un libro doble que se titula Salir del laberinto / Empédocles no me queda más remedio que subrayar su perfil único, fuera de serie, de cierta forma inclasificable. Aunque ha pasado a la historia de la literatura mexicana como uno de los animadores de la vanguardia “poeticista” en la que formó filas durante los años cincuenta al lado de Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca, Arturo González Cosío y Rosa María Phillips, lo cierto es que un cierto sentido de la desmesura, así como una manera de construir los versos recurriendo a un peculiar “prosaísmo metaforizante”, o una “metaforicidad prosaica”, si lo puedo decir con un oxímoron, han sido desde el principio y lo siguen siendo hasta el día de hoy una de sus marcas de fábrica que nos permiten distinguirlo de los demás. Este exacerbado individualismo de la expresión es de cierto modo un reto al lector pues lo obliga a cambiar o modificar sus expectativas. Me parece definitivo que un poema de Enrique González Rojo no puede leerse de la misma manera en que se lee un poema de Xavier Villaurrutia, de Rosario Castellanos o de Francisco Hernández, por decir algo. En un libro acerca de la lectura de textos narrativos, Umberto Eco ha formulado una especie de axioma que resulta imprescindible: “la competencia del destinatario no coincide necesariamente con la del emisor”. Expresado de otra manera, los hábitos y las expectativas del lector no siempre están en sintonía con las del autor respectivo. Un autor como González Rojo obliga a una torsión, a un proceso de “adecuación”, a una cuota de peaje que el lector debe cubrir si quiere continuar su paseo por el texto. Ahí mismo, en Lector in fabula, el propio Eco añade esta aguda observación que suscribo: “Un texto no sólo se apoya en una competencia,
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también contribuye a producirla”. La competencia lectora que exigen ciertos textos no está dada de una vez y para siempre, al contrario, implica un proceso de sucesivos ajustes. Sumergirse en el río obliga a ir descubriendo sobre la marcha sus características. Sólo así el nadador puede sobrevivir a la corriente. Numerosos libros de poesía ha publicado González Rojo, entre ellos, Para deletrear el infinito, Apolo musageta, Confidencias de un árbol, y el siempre recordable Discurso de José Revueltas a los perros del Parque Hundido. A contrapelo de cierta tendencia “artepurista” e incluso simbolista —que entiende que la anécdota es incompatible con la poesía— González Rojo muestra desde el principio una predilección por el arte de contar historias. Gran parte de su poesía despliega sin el menor rubor cualidades narrativas que la aproximan y que incluso la confunden con el relato, con el cuento de hadas, y a mayor decir, con el mito, como es el caso que nos ocupa. Hay que decir que la castigada idea de un poema desprovisto de anécdota o de hilo narrativo, tan difundida entre nosotros, es un poco exagerada y por lo mismo falsa. Ni siquiera El cementerio marino de Valéry o el famoso Soneto en ix de Mallarmé, máximos ejemplos de “poesía pura”, prescinden en rigor de la anécdota. Algo sucede en estos textos, así sea la aparición de unos astros en el espejo de la amplia habitación o las distintas elucubraciones que sugiere el hecho de haberse trasladado el poeta a un cementerio que se ubica a la orilla del mar. Al publicar Salir del laberinto / Empédocles, González Rojo retoma una fórmula literaria que ya había utilizado en su primer libro, Dimensión imaginaria (1952). Se trata en estricto sentido de un retorno a los orígenes, con todo lo radical que esto pueda parecer. En efecto, Dimensión imaginaria sorprendió a los lectores de la época no sólo por el toque neogongorino de este avanzado del poeticismo que era González Rojo, sino igualmente porque el libro constaba de un solo poema que no hacía sino contar en forma moderna las aventuras de Pulgarcito. Estamos ante el arte de tomar una historia ya hecha y conocida por todos, para
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aderezarla con nuevas imágenes y pensamientos de modo que la leyenda infantil adquiriera un nuevo significado. En odres viejos, colocar vino nuevo. Esto es lo que sucede tanto con Salir del laberinto como con Empédocles. El viejo mito del laberinto de Creta, construido por Dédalo donde Minos hizo encerrar al Minotauro, es reciclado por el poeta para hablar de los problemas que aquejan a la sociedad contemporánea. González Rojo comparte con su amigo y camarada de muchos años José Revueltas esta obsesión por el mundo carcelario. Tanto Revueltas como González Rojo piensan que estamos presos. A diferencia de los neoplatónicos, no dirían que el cuerpo es la cárcel del alma; dirían que una sociedad que necesita cárceles para mantener encerrados a los llamados delincuentes es ella misma una cárcel, gigantesca y quizás invisible, que no deja de oprimirnos. Quizás no sería desmesurado llamar a González Rojo un marxista libertario. Revueltas mantuvo siempre una admiración incondicional por los hermanos Flores Magón, que mezclaron comunismo y anarquismo. El primer libro que yo leí de Enrique González Rojo, y lo hice, si la memoria no me falla, en una de las salas de la Biblioteca Nacional, entonces ubicada en la calle de República de Uruguay, fue su tesis nunca publicada acerca del anarquismo mexicano. Al igualitarismo y a la abolición de las clases sociales, los anarquistas ponen en primer término el ejercicio de la libertad. Por eso se les conoce igualmente como “libertarios”. El símbolo del laberinto resulta entonces crucial porque se trata de una cárcel sin salida y que nos mantiene presos todavía hoy. El asunto es siniestro: una vez que alguien penetra no puede salir. Un aliento de libertad circula por las vértebras de este libro que no duda en afirmar: “El laberinto es el origen del conjunto de prisiones/ que registra la historia”. No me cuesta ningún trabajo observar que Salir del laberinto es un libro de tesis. Por eso encontramos: Minos, y con él, los poderosos todos, construyeron mazmorras,
crujías, apandos, para la rebeldía, para los pechos en llamas, para las sienes doblegadas, para las manos que corren a ser puños.
Si la parte más inspirada —y más trágica— de él tiene que ver con la escapatoria de Ícaro (“Aleteó el tiempo indispensable/ para saber que el cielo/ le pertenecía/ y que en un solo salto, pero deificado por el vuelo,/ podía deshacerse de los grilletes/ del laberinto”), la solución histórica que propone el poeta reside en la pareja a la que se concibe como la célula primordial del cambio que necesitamos: “No se trata de dejar de ser un tú o un yo,/ sino de continuar/ siendo lo que somos/ pero tocando la música de la existencia/ a cuatro manos.” Incursionar en el poema didáctico no es de modo forzoso un pecado literario. Sin desconocer que uno de los textos más célebres de Hölderlin es La muerte de Empédocles, González Rojo construye en torno a este mismo personaje un largo poema meditativo que es, primero que nada, una biografía del filósofo, desde su infancia hasta su suicidio cuando —según el relato legendario— se lanza al cráter del Etna. En el camino, y en segundo lugar, González Rojo aprovecha para diseccionar el pensamiento cosmológico de cuatro grandes filósofos pre platónicos, entre los que están Tales de Mileto, Anaxímenes, Heráclito y Jenófenes, en la medida en que Empédocles habría tomado de ellos las “cuatro raíces” o cuatro elementos de su filosofía, realizando una suerte de síntesis superior en la que intervendrían el odio y el amor como tendencias generadoras de todo lo que existe. Fino conocedor de la historia de la filosofía, una filosofía, como es el caso, que solía escribirse utilizando la métrica y el verso, González Rojo despliega un discurso eficaz para destacar las aportaciones de éste que parecería haberse vuelto su filósofo de cabecera. Empédocles, una mezcla de hombre y dios, logra una suerte de síntesis suprema: funde en un todo complejo
el saber pitagórico y la ontología de Parménides con la cuádruple raíz tomada de Mileto, Anaxímenes, Heráclito y Jenofonte. Médico, inventor de la curación por medio de palabras, piensa que pensamos con la sangre y con el corazón. Según Aristóteles, él fue el inventor de la retórica. Introduce el azar y esboza una teoría de la evolución. Y, sobre todo, encuentra que el Amor y la Discordia son las dos fuerzas motrices que lo mismo mezclan que separan a los elementos de que está hecho el universo. Este Empédocles aparece de cierta manera como el alter ego nada velado de Enrique González Rojo. En efecto, esta descripción de Empédocles le queda al escritor mexicano como anillo al dedo: “Patriarca del bien decir,/ se subía a la tribuna de la elocuencia/ para tutearse con el firmamento/ y tener en el paladar/ vocablos con sabor a infinito”. Empédocles retoma la figura de la esfera y la propone como la figura filosófica por antonomasia. Si Salir del laberinto encontraba en la pareja la célula primordial de una nueva era, Empédocles, en la visión que nos propone González Rojo, asume el guarismo insondable del amor como la verdadera solución de todos los males en la tierra: “Amar es desatarle las alas/ al pegaso”. “Amar es dar brochazos y brochazos de pintura azul/ a la atmósfera”. De tal suerte, se impone una nostalgia ascensional: “Hombres y mujeres,/ famélicos de atmósfera,/ sintiendo que su aletear, nervioso y desplumado,/ no los conduce a conquistar la altura,/ sino el ridículo,/ envidian a los cóndores/ que saben picotear el firmamento/y llenarse de infinito las entrañas”. La solución es el amor y el amor es una esfera, la más perfecta de las figuras de la endiablada geometría. Tan perfecta, concluye González Rojo, que es la única figura digna de ser acariciada. De modo dramático, el poema concluye con el suicidio de Empédocles: “Se alejó de todos./ Se puso en la frontera del volcán en llamas./ No dejó ya nunca de tener los ojos clavados en el cielo./ Abrió su corazón,/ aulló como coyote al infinito/ y se arrojó a la vida”.
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Introducción indispensable para el conocimiento de los mariditos (Fragmento)1 José Tomás de Cuéllar La temperatura media del aire en el Valle de México es de 180 29’ centígrados. Las heladas, respetuosamente, no llegan a impedir el desarrollo perenne de la vegetación que provee al mercado de toda clase de leguminosas los 365 días del año. Hay elotes desde marzo hasta diciembre, melones en enero, fresas todo el año y semillas tempraneras que desde el semillero hasta el almuerzo no hacen más que una evolución de veinte días, como la de los rabanitos. Se dan también en este Valle, merced a la temperatura, profesoras de instrucción primaria, y sabios de todas dimensiones, críticos tempraneros, periodistas con chichonera, mamás de quince abriles, abuelitas de treinta y, sobre todo, mariditos. El maridito es un ser precoz que le juega una mala pasada al tiempo, a la naturaleza, y a la aritmética; quiere decir: que en un avío hace tres mandados. Le juega una mala pasada al tiempo porque llega a ser viejo sin haber sido nunca joven. A la naturaleza, porque es una semilla embrionaria que se empeña en sembrarse para reproducirse, sin esperar a que madure la pulpa de la frita que la contiene. Y a la aritmética, porque aprende logaritmos y se olvida de sumar y restar. El maridito se sustrae furtivamente del censo de los hombre útiles, para aumentar, por medio del amor, el guarismo de los seres desgraciados. Cupido antes de herir con sus flechas a los hombres, se ensayaba dirigiendo sus tiros a los animales de los bosques. Desde entonces
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hirió a los mariditos, quiere decir mucho antes de que Cupido conociera a Psyquis. De manera que un niño de estos días, apenas sale del sarampión o de la tos ferina, siente la flecha susodicha, y se inmola, como las mariposillas en la llama de una bujía, haciéndose maridito. Crece en medio de una juventud gastada, entra en una sociedad retraída, recelosa e indiferente; y como les teme a las mujeres se enamora de la primera que le estrecha la mano.1 Los mariditos se encierran en su hogar doméstico antes de conocer las leyes, la política, la patria y la independencia personal. Pero el maridito, ¡pobre maridito!, apenas comienza a vivir, apenas entra en la vida descuidado e inerme, ignorándolo todo, y no imaginándose siquiera cuán difícil va a ser abrirse paso, cuán penosa va a ser la lucha que tiene que emprender, cuando el travieso amor le atrapa entre sus redes, como presa fácil, se apodera de sus sentidos, de su imaginación y de sus facultades afectivas, se quita la venda y se la ciñe a la víctima y la inmola, como se inmolaban a Venus las palomas y los gorriones, para mantener el culto del amor, alma del mundo.
11 José Tomás de Cuéllar, Los mariditos. Relato de actualidad y de muchos alcances, Barcelona, Tipolitografía de Hermenegildo Miralles, 1890.
intervenciones Mateo Pizarro
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Los textos periodísticos de Efraín Huerta:
la subversiva forma de mentar, bendecir y desdecir Iván Cruz Osorio 66 | casa del tiempo
Hoja de contacto del fotógrafo Rogelio Cuéllar
En 2014, durante las celebraciones por el centenario de los tres ya clásicos escritores mexicanos Octavio Paz (1914-1998), Efraín Huerta (1914-1982) y José Revueltas (1914-1976), se abrió paso a decenas de discusiones sobre el valor y la vigencia de sus obras creativas, de su militancia y postura ideológica, así como las aportaciones de su prosa crítica. Este último tema capturó particularmente mi curiosidad, en la medida que la prosa de Huerta en comparación con la de sus pares, en ese momento, era prácticamente inconseguible. Son rarezas bibliográficas los tres libros recopilatorios de ensayos, conferencias y prólogos que publicó en los últimos años de su vida, uno de ellos de manera póstuma: Textos profanos (unam, Cuadernos de humanidades 11, 1978), Prólogos (unam, Cuadernos de humanidades 19, 1981), Aquellas conferencias, aquellas charlas (unam, Cuadernos de humanidades 35, 1983). Ni hablar de los cincuenta ejemplares de las 101 crónicas que recopiló Maribel Torre, Maribel de la Fuente, Gustavo Jiménez y Guillermo Sheridan en Aurora roja. Crónicas juveniles en tiempos de Lázaro Cárdenas (1936-1939) (unam-cell, Pecata Minuta, 2006) o de los dos tomos, de circulación local, de sus artículos de cine, en la obra Close-up (La Rana-Universidad de Guanajuato, 2010). Era evidente, aun con la existencia de estos títulos, de la gran deuda con la obra crítica de Efraín, la que consiste en lograr una circulación amplia de sus textos periodísticos. Una enorme falta, ya que, a todas luces, Huerta fue el periodista por antonomasia en esta tercia de autores. Si la libresca, sesuda y solemne prosa crítica de Paz siempre era concebida desde la conciencia de la búsqueda de posteridad y de erudición, y la de Revueltas se forja en la urgencia de reflexión social, de crítica al sistema político mexicano, de autocrítica al dogmatismo del pc y de ajuste ideológico, la obra crítica de Huerta surge, en su mayoría, en el plano de la inmediatez que exige el periodismo, en donde se reflejan sus temas principales: el cine, la literatura, la política, la ciudad —entendida como un constante descubrimiento, calle por calle, en los tranvías, en su arquitectura, en su historia, en sus habitantes y sobre todo en sus féminas—. No obstante la inmediatez con que eran escritos estos textos, hay un rigor crítico, hay un sustento argumentativo, que decididamente lo colocaba entre las voces más influyentes de la cultura mexicana. Raquel Huerta-Nava, hija de Efraín y de la poeta Thelma Nava, ha emprendido una monumental y acuciosa labor de investigación, clasificación y compilación del trabajo periodístico de su padre que ha derivado, a la fecha, en tres títulos: Efraín Huerta en el Gallo Ilustrado. Antología de libros y antilibros (1975-1982) (Joaquín Mortiz,
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2014), Cine y anticine: las cuarenta y nueve entregas (unam-cuec, 2014) y Palabra frente al cielo. Ensayos periodísticos (1936-1940) (unam, Textos de Difusión Cultural, 2015). De estos libros se desprende una lucidez no impostada, no maquillada, sino demoledoramente natural, con el mentar y la maledicencia del “barrio”, con la crítica y autocrítica de un militante comunista, que practicó y se desprendió de los dogmas, y que no vive de golpes de pecho, sino asume con un endemoniado y viperino humor negro lo que dijo e hizo en su momento. En el caso de Efraín Huerta en el Gallo Ilustrado. Antología de libros y antilibros (1975-1982) se trata de una antología de los artículos y reseñas que Efraín escribió en su columna “Libros y antilibros” del suplemento El Gallo Ilustrado del periódico El Día. Inició dicha columna el 31 de agosto de 1975 y la concluyó el 24 de enero de 1982 (Diez días después falleció). “Libros y antilibros”, en efecto, deambula en el mundo editorial, entre libros, no sólo de poesía, pero no se queda en el escueto cosmos de la reseña, crea un propio estilo, muy cercano a la crónica, en donde los libros a comentar son también pretextos para evocar la ciudad, ciertos recuerdos, intimidades, chismes del mundillo literario. El estilo es absolutamente festivo, pero no por ello menos puntilloso o reflexivo. En esta columna, Huerta deja salir sus misiles más precisos, aderezados con un sedicioso humor negro inigualable y un vocabulario donde los neologismos se convierten en un regocijante potro de aliteraciones indómitas. En estos artículos Efraín es dueño de un estilo prosístico estrechamente cercano: No historia, que es grave, ni historietita, que es muy poco serio. Nada más una breve historia: una historita. José (Pepe) Gorostiza era un hombre silencioso y misterioso, incapaz de exhibirse en aquellos antros llamados Café París (calle de Gante) o Cervecería Munich, al lado del café. Entrambos estaba el localito del barbado caballero de Los Dos Búhos. No; Pepe Gorostiza prefería los arbolados rumbos del Paseo de la Reforma. No muy arriba, sino cerquita del piafar del Caballito (al pobre no lo dejan pasar los tranvías, decía Salvador Novo, que tampoco iba por allí). Pues hasta esos lugares íbamos a buscarlo, dos años antes de que don Rafael Loera y Chávez editara Muerte sin fin. O sea que el poema apenas se estaba gestando y la gestación fue endiabladamente nocturna, cual corresponde a un caballero de buenos gustos pero de mucha discreción. El sitio donde José Gorostiza prefería meditar era ancho y levemente ruidoso, pero no tanto como su vecino de enfrente. Montparnasse, se llamaba; su vecino de enfrente era el Waikiki.
En el caso del libro Cine y anticine: las cuarenta y nueve entregas se trata de 49 artículos que Efraín escribió para su columna “Cine y anticine” que se publicaron en el diario D.F.: La ciudad al pie de la letra, escritas a partir del 17 de septiembre de 1950 y hasta el 22 de julio de 1951; Huerta deja su columna para dedicarse a sus responsabilidades
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como Secretario General del Movimiento Nacional de Partidarios de la Paz. Efraín Huerta fue un apasionado del cine, y muy pronto (se sabe que a partir de 1937) empezó a escribir reseña y crítica cinematográfica; asimismo, se organizó junto a un grupo de periodistas para conformar el Pecime (Periodistas Cinematográficos de México), del cual fue presidente. Los artículos de cine de Huerta son muy críticos sobre el cine realizado en nuestro país, también emprendía feroces comentarios contra productores y guionistas que ponderaban la ganancia económica en detrimento de la calidad de los filmes: “No está en tipo” es un suave eufemismo que los productores suelen utilizar para decir que alguien no es taquillero. Decir que una actriz no está en tipo equivale muchas veces a decir que no tiene nombre como si para hacer cine se necesitara, al par que la fama universal, la experiencia de una Dolores del Río.
No obstante, al ver Los olvidados de Luis Buñuel, no escatima en elogios ni en el decidido apoyo para evitar la censura que se había cernido sobre este filme: Los olvidados fue exhibida anoche en la turística ciudad costeña [Cannes]. Pelea contra cuatro fantásticas películas italianas, contra películas japonesas, polacas, francesas, norteamericanas y, cosa que asusta, contra Los cuentos de Hoffman, un film inglés de altísima categoría. (Insisto en que me gustaría el triunfo de Los olvidados. Aparte de todo, sería un golpe en seco contra la estúpida xenofobia tan peligrosamente latente en ciertos círculos artísticos de nuestro país).
El más nutrido título de los tres títulos es Palabra frente al cielo. Ensayos periodísticos (1936-1940), que comprende los artículos periodísticos que realizó para el periódico El Nacional y Diario del Sureste, desde 1936 a 1940, es decir un Efraín muy joven, desde los 22 a los 26 años. El volumen clasifica por tema los artículos, lo que permite una lectura fluida sobre los tópicos que obsesionaban al autor (literatura, cine, política). Lo primero que salta a la vista es el apasionamiento con que Huerta discute los temas; en esta época todo tiene que ver con política y sobre todo con el espíritu antifascista; hay que recordar que es el momento de la Guerra Civil Española y previo a la Segunda Guerra Mundial. De tal forma, se ve un joven cocodrilo acusando a los viejos miembros de los Contemporáneos, sobre todo a Villaurrutia y a Novo, por no manifestarse en contra del fascismo, y de hecho no manifestarse en lo absoluto sobre política. Asimismo, entabla discusiones ideológicas con Rubén Salazar Mallén y Alberto Quintero Álvarez. Saluda con gran entusiasmo la campaña
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de alfabetización (y organización política) que José Revueltas realiza en Yucatán, así también la que realiza Octavio Paz, se sobreentiende que por mandato del Partido Comunista. Aquí habrá que reflexionar hasta qué punto la defendida idea de que Paz nunca militó en el pc sea verdadera. Todos los que iban a la zona henequenera con una misión de alfabetización, tenían un segundo encargo, el de la organización política. El mismo Huerta, antes que Revueltas y Paz, había estado en Yucatán haciendo esta labor. En los tiempos de definición política y expresión franca sobre los temas políticos y sociales del país y el mundo, Huerta estaba en primera fila con una dureza y honestidad a toda prueba: “Para ser poetas revolucionarios no es obligatorio escribir cada semana una oda al Partido Comunista, como piensa —si eso es pensar— José Gorostiza. Los revolucionarios no engañamos, nunca simulamos. Atacamos de frente”. Con la paulatina publicación de los textos periodísticos de Efraín Huerta, se ha abierto de par en par una faceta reflexiva importantísima para la historia de nuestro país. Huerta ha demostrado con estos tres títulos que estaba en primera fila en los debates y la reflexión literaria, cinematográfica y política de la nación, desde una perspectiva fuertemente puntillosa y festiva, sin dejar de lado la anécdota y el humor. En este ámbito también dialoga perfectamente con sus pares Octavio Paz y José Revueltas.
Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado Antología de libros y antilibros (1975-1982) Efraín Huerta México, Joaquín Mortiz, 2014, 344 pp.
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Cine y anticine. Las cuarenta y nueve entregas Efraín Huerta México, unam-cuec, 2014, 120 pp.
Palabra frente al cielo Ensayos periodísticos (1936-1940) Efraín Huerta México, unam, Textos de Difusión Cultural, 2015, 557 pp.
Cazarnos o el ejercicio inútil de la soledad
Posibilidades del error socioerótico: The lobster Brenda Ríos Fotograma de The lobster
Un hombre entra a un hotel de lujo. Se halla en sus treinta, finales de los treinta. Se ve triste. Lo acompaña un perro (que anteriormente era su hermano). Usa camisas azules. Se ve obligado a estar en ese lugar por un reciente divorcio. Los solitaros deben buscar con quién hacer pareja. El hotel-club-spa les ofrece la posibilidad de 45 días para que puedan conocer a alguien y establecer un vínculo de intimidad que asegure objetivos comunes, ideologías similares y que juntos, dos, literalmente, valgan más socialmente que uno solo. Actividades recreativas para ayudar a que hombres y mujeres puedan estar cómodos y establecer su intimidad. Cada día, sale una expedición de solteros a cazar gente que se ha lanzado a la rebelión. Por cada muerto se le dan puntos y estos ayudan a seguir en el hotel días extras. A quien se le acaben sus días ganados y no haya encontrado pareja se le da la posibilidad de elegir el animal en que desea convertirse. Si no tiene un animal de su preferencia la gerencia del hotel ofrece el servicio de elegir por él, o ella. Nadie quiere morir. Es la premisa. Las salidas para cazar a los rebeldes pone en juego las habilidades y torpezas de los huéspedes-concursantes. Como parodia de The Hunger Games, mezclada con una comedia de enredos, una comedia romántica y una historia sobre el fin de las cosas, la película es un planteamiento crítico, con fina ironía en crudo, sobre el matrimonio, la monogamia, el amor institucionalizado, la familia nuclear, todos ellos reductos de un mundo ridículo y minusválido. Los amantes terminan sin ojos. Por haberse atrevido. Por haber hecho diálogo. Porque inventaron un lenguaje propio. Porque bailaron en un bosque.
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Se supone que la película es una comedia-drama. Yo diría también que es una comedia patética: en el sentido griego, claro está. Y griego también es el final. Sófocles remasterizado. El espectador se ríe pero con dolor. El humor es reconocimiento. La risa no proviene de los nervios cuando se asume que algo perturba el orden y la risa es casi involuntaria. Las carcajadas en la sala guardan relación con dos cosas: comprendemos lo patético de la situación y por eso reímos, es decir, hacemos empatía, hemos estado ahí o podríamos actuar justo así y por eso reímos. Pero también la risa patética viene de sentir que podríamos ser ese hombre, buscando desesperado alguien que lo ame no por el amor en sí, sino porque si no, él no vivirá y será transformado en un animal. No tendrá que esperar a reencarnar en cualquier animal, al parecer a los perdedores los hacen entrar a una habitación (como una cámara de gas) y sale convertido en el animal que eligió. Una cámara transformadora, un Ovidio nuevo: las metamorfosis tienen lugar en un cuarto blanco y aséptico (sospecho que así era ese lugar). El amor es la única opción o la muerte que es la transformación. El hombre deja de ser lo que es para ser otra cosa, un animal con memoria de su estado anterior, eso tampoco lo sabremos. O un animal simple, que responde a su naturaleza y a su capricho de vida. En la página: http://thelobster-movie.com/ se ofrecen diez preguntas que ayudan a determinar qué animal podríamos ser de acuerdo con las respuestas. Algunas son preguntas anodinas: ¿prefieres un cuarto pequeño con enorme ventana y vista o un cuarto enorme con ventana pequeña?, ¿te gusta bailar solo o acompañado? La pregunta crucial es la siguiente: de ti depende salvar a diecisiete personas que van en un tren, si jalas de una palanca que haga que cambie de vías; sin embargo, hay un familiar tuyo involucrado. No puedes salvar al familiar y a los diecisiete al mismo tiempo. ¿Qué eliges? Tal vez creas que esto tiene que ver con tu ética. Sin embargo, seamos realistas. En una encuesta realizada al azar para fines de esta reseña logré la siguiente conclusión: ni una sola persona salva a las personas que no conoce. Eligen al miembro de la familia. Ahora, la pregunta es un truco. Si es un tío lejano que apenas vimos dos veces, ¿aplica para salvarlo? Si la madre fue horrible o si el hermano que siempre nos odió estaba en ese tren y su vida depende de nosotros, ¿debemos salvarlos? ¿Es nuestra obligación como personas altamente responsables? ¿Y la ventaja de salvar a diecisiete personas que nunca hemos visto y quizá son odiosas, estúpidas o asesinas? Esas preguntas y otras más surgieron en la investigación exhaustiva que realicé una noche de viernes. La película, sí. Bueno, decía. Este hombre llega al hotel con sus rutinas de alimentos y recreación. Es una pesadilla o fantasía: estás en un hotel de lujo, la comida servida, el paisaje. Pero nada es perfecto; esa comodidad, el lujo inútil
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The lobster Dirección de Yorgos Lanthimos Grecia, 2015, 118 minutos.
pero hermoso, tiene un precio. Sobrevivir es encontrar a una persona. Y los días comienzan. La competencia por sobrevivir. Por hacer amigos. Por empatar con alguien. Miente durante unos días para ligarse a la mujer más odiosa del hotel. Lo logra: les creen y se van a vivir juntos. Tienen que estar juntos una cantidad de días para que luego sea oficial y puedan irse (el premio mayor) a un yate solos y hacer una vida “normal”. Si las cosas resultaran difíciles, les dan un hijo, eso ayudará con todo: los roces, las peleas. El problema se da cuando ella lo pone a prueba y le pide que mate a su perro, que es su hermano, como ya sabemos. Él no puede. Entonces ella lo hace. Eso desata la tragedia amorosa y una que está fuera del hotel: una rebelión por parte de los insurgentes quienes, como muestra de que el mundo de matrimonio obligado es horrendo, optan por la soledad más feroz, donde el sexo está prohibido, la amistad. Son un ejército de solitarios, que cazan su alimento y no pueden escuchar música, comunicarse, compartir. No pueden existir mundos intermedios. El mundo verdadero debe estar en los polos de la línea. Pero es ahí, con los rebeldes, que encuentra el amor, el estúpido amor por el que no le darán el premio, puesto que está fuera del hotel, fuera del sistema de puntos. El amor forajido no compensa. De todas las formas posibles del fracaso en un mundo sumido en varias capas de podredumbre económica y política, espiritual, el director y guionista griego Yorgos Lanthimos elige el fracaso amoroso. Acaso no sería ocioso hablar del amor cuando se proviene de un país cuyo índice de suicidios por razones económicas es enorme (entre 1983 y 2012 se han suicidado 11 505 personas). O por eso mismo salva lo insalvable: el amor es quizá el resquicio más político y más invisible. La economía podrá estar en todas partes pero el amor, o mejor aún, el efecto que una persona pueda ejercer en otra de modo afectivo, el modo en que las personas se vinculan, eso, aún permanece inmaculado. Eso podríamos creer. La mayor rebelión para los personajes, interpretados por Colin Farrel y Rachel Weisz, es el enamoramiento.
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En busca de un país desaparecido Juan Patricio Riveroll
Policías examinan el cuerpo de una víctima de la “guerra contra el narco” en Ciudad Juárez, México, en 2011. Fotografía: iStock
En algún sitio —documental de Daniela Rea producido por Mario Gutiérrez y arropada previamente por Amnistía Internacional, Cauce Ciudadano y una exitosa campaña en Fondeadora— cuenta las historias intercaladas de dos mujeres con familiares desaparecidos, la madre de Alicia y la pareja Liliana, el padre de su hijo. Es el lado íntimo de lo que significa vivir con esa pérdida. Al no haber cuerpo qué enterrar, la esperanza se mezcla con la incertidumbre de una manera tremendamente dolorosa. En ese universo se da cuenta del talante y la fortaleza de Daniela Rea, volcada hacia los abismos del sufrimiento humano para dar voz, pues no existe cura. Daniela Rea nació en Irapuato en 1982, estudió Periodismo en el puerto de Veracruz y trabajó en un diario local en la cobertura de temas como migración, derechos humanos y dilemas relacionados con obreros portuarios. En 2003, Rea recibió el primero de varios premios en su carrera, el de Reflexión sobre Derechos Humanos otorgado por la cndh, y a los 22 años de edad, se incorporó al periódico Reforma, en la Ciudad de México, en donde estuvo hasta 2012. Ahí su materia periodística se convirtió en algo más denso y profundo: pobreza, derechos humanos, conflictos sociales y el impacto social de la guerra contra el
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narcotráfico, rubro verdaderamente escabroso pese al sonido cuasi académico de su descripción. De esos años surgen buena parte de las crónicas que componen Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia, su obra más reciente y el tema central de esta reseña. Sus textos aparecen en las antologías País de muertos, Nuestra aparente rendición, Generación bang y 72 migrantes, y es co-coordinadora de Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte. Sin embargo esta es la primera recopilación compuesta sólo de crónicas de su autoría, cinco totalmente inéditas y cinco editadas por primera vez en un libro. Su arrojo es tal vez lo más evidente, lo que primero transmiten sus páginas. A las víctimas y a sus familiares el infortunio les llegó de sorpresa, sin buscarlo, a excepción de “Las batallas del guerrillero”, cuyo protagonista, El Guaymas, sabía en lo que se metía cuando poco a poco se convirtió en combatiente para pronto formar parte de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Las otras nueve crónicas están compuestas de víctimas inocentes a merced de las fuerzas represivas del Estado convertidas en terroristas, del narcotráfico, incluso de la ineptitud burocrática y de la corrupción, como es el caso de “La última tardeada”, sobre la muerte de doce personas en la discoteca News Divine. Daniela Rea se adentra en la trinchera, los escucha y reconstruye sus historias para que permanezcan en la memoria colectiva. Hay también un ingrediente vocacional. Un buen reportero, como Daniela y tantos otros en México y en el mundo, grupo en el que incluyo también a cierto tipo de documentalistas, es similar a un médico, desde el punto de vista de la vocación. Cualquiera, si así lo desea, podría dedicarse al Derecho, a la Economía, sumarse a las filas de los medios de comunicación, etcétera, pero no a cualquiera lo llama ese vórtice en el que se debate la vida con la muerte. Cito entonces a Liliana, la protagonista de “Porque nos encontramos no sucumbió la eternidad”, y una de las dos mujeres que aparecen En
algún sitio: “la divinidad es la coexistencia de tanta belleza y tanto dolor”. El epígrafe del libro es un poema de Juan Gelman: “Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío (…) / A este oficio me obligan los dolores ajenos (…) / Nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos, / rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte”. Es un lugar indescriptible. La vida del poeta argentino estuvo marcada por la desaparición de sus hijos a manos de la dictadura militar de su país, ad hoc para abrir un trabajo como el de Daniela Rea, que podría también llevar por título Las formas del vacío: la escritura del duelo, el texto de Geneviève Fabry sobre la poesía de Gelman. Al arrojo de Daniela Rea lo acompañan dos componentes esenciales para la efectividad del resultado final: investigaciones exhaustivas y una prosa envidiable, o, dicho de otro modo, una fina mezcla entre periodismo y literatura, ambos de primer nivel. Entrevistas a diestra y siniestra, indagaciones de archivo, expedientes judiciales, largos y accidentados viajes a distintos rincones del territorio mexicano, todo para armar cada relato sin fisuras. Y para muestra de lo literario, dos fragmentos: Antes, estos pueblos no existían en el mapa del país, pero las tragedias nos han empujado a voltear —aunque sea de reojo— y escuchar sus extraños nombres, ubicar su lejana geografía. Saber que existen. Y, seguramente, después de esto volverán a ser invisibles hasta que otra vez la mala fortuna arroje luz sobre ellos. ¿Qué defienden estos hombres, campesinos casi todos, tan pobres que no tienen más para despojarlos, tan solos que habitan el olvido, tan nadie que sólo con capucha los vemos? Yo caminaba en silencio cuando el aire comenzó a levantar la tierra y dejó ver un suelo transparente, me asomaba a la tierra, estaba reventada y adentro veía cientos de cadáveres enterrados, uno junto a otro, de pie, clavados, así como estacas. La gente que también estaba en el valle empezó a desenterrar los restos, rescatando a sus familias. Yo miraba cómo los sacaban tiesos, rígidos, con sus ropas sucias, rotas.
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Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia Daniela Rea México, Ediciones Urano, 2015, 280 pp.
En el segundo es posible escuchar, lejana, la voz de Rulfo, como bien apunta Ruiz Parra en su estupendo prólogo. Se cumplió la profecía: la tierra mexicana como un gran sepulcro de fantasmas, con padres en busca de sus hijos muertos, o más bien, desaparecidos, pues tal es la columna vertebral de este libro: una arqueología de la desaparición forzada en México, desde sus inicios como práctica institucional en la década del setenta, durante la llamada Guerra Sucia, hasta nuestros días. Es también una denuncia puntual de la guerra que empezó Felipe Calderón y que hoy continúa. En “El pueblo en rebeldía”, una de las mejores piezas de esta colección, Daniela narra parte de la historia de los pueblos autónomos, indígenas, de Guerrero, una lección de historia y el retrato actual de sus consecuencias. En ella argumenta que “aunque el crimen organizado ya acechaba mediante extorsiones y venta de droga, los pueblos habían decidido no perseguirlos fuera de su territorio, sino detenerlos cuando se los encontraran dentro de las comunidades. Su lógica era, y se mantiene hasta ahora, no involucrarse en una guerra ajena, lanzada por el presidente Felipe Calderón para enfrentar a pobres contra pobres”, una de tantas menciones directas a la responsabilidad del ex presidente. Abundantes episodios recuerdan el título de la célebre novela de Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad
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nunca se sabe, verdades que si no fuera por gente como Daniela, nunca se sabrían. Pese a los esfuerzos de cientos de encubridores institucionales, en un intento por no ensuciar la cara de organizaciones que sabemos inmundas, Rea salvó del fuego del silencio diez historias de entre un mar infestado de ellas. Parecería mentira que Rafael Morales, de 18 años de edad, fue citado a declarar sobre su propia muerte, dos meses y medio después de perecer a la entrada del News Divine; que la familia de Jorge Parral recibió un acta de defunción sin nombre, forzada a enfrentar un juicio civil de diez meses para “obtener el documento que acreditaba que Jorge existió y murió asesinado”; que don Román no pudo denunciar la desaparición de sus hijos porque el responsable de aquella dependencia estaba también desaparecido; que en dos cisternas a “las afueras de Tijuana, en una colonia popular construida con casas de material, cartón y lámina, encajadas con neumáticos viejos a los cerros, para evitar su derrumbe”, hay 17 mil litros de restos humanos desintegrados en ácidos, y que quienes los desintegraron se refieren a ese proceso como “hacer pozole”. Etcétera, etcétera, dolorosamente etcétera. Ojalá al menos existiera un cabal registro de lo que ha ocurrido en el México de nuestro tiempo, para que se sepa y no se olvide. En Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia hay un corazón que late por todos.
La rana, la sirena y Debussy Claudia SolĂs Ogarrio El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar Jorge Luis Borges
(FotografĂa: DeAgostini / Getty Images)
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Gaëlle Le Calvez es el mar. Es también agua, río y sal donde navegamos, naufragamos y volvemos a flotar para llegar a otras riberas. Ella nos hace izar las velas por una travesía poética compleja, introspectiva, retrospectiva, fraguada en la añoranza recurrente del terruño que se deja atrás con cierto sabor a exilio. Los Emigrantes / Les Émigrants es una bella edición bilingüe francés-español publicada en la colección Molinos de Viento por la Universidad Autónoma Metropolitana y Écrits de Forges de Quebec en 2015. Con una sugestiva portada que recuerda a las figuras rupestres de la prehistoria y su andar, el volumen destaca también por su atractiva propuesta editorial. Federico Fellini decía que una lengua diferente es una diferente visión de la vida. Traducido por Ana Cristina Zúñiga, sin duda una de las mejores traductoras mexicanas de francés de poesía, nos entrega un texto de alto calibre. Hay ciertos momentos de la poesía de Le Calvez que nos hace pensar en ciertas Miniaturas de Paul Claudel por su construcción, y otras nos recuerdan a Pablo Neruda y su costa chilena. Sin embargo, el mar de Gaëlle está más cerca del Atlántico, de la Bretaña (tierra de sus antepasados), del nostálgico litoral que baña el Finisterre o Saint-Malo. Un mar infinito y amenazante. Mucho más que el Mediterráneo, el navegado Mare Nostrum de costas familiares del que habla la poeta. O el Adriático, como el que da título a uno de sus ocho capítulos. La poesía de Gaëlle, es una poesía reflexiva, intimista que toca también temas emblemáticos de género. Ella es una mujer refinada que medita lo que siente: crea sus textos fuera del objeto, como si tuviera una lente de aumento que le permite bordar a distancia con precisión, sin pincharse. Teje y desteje sus inquietudes y sus actos en un (...) juego de espejos, como nos dice en el capítulo de “nudos”. Y añade: “pertenecer al mar y ser/ torbellino marea ola o simplemente polvo (...)”, como cierra el poema que nos sacude. Le Calvez no oculta su sorpresa, ni la disfraza. En “El Principio”, nos manifiesta su embarazo, la gestación de una nueva vida que crece en sus entrañas: “Donde las nubes se hacen agua (…) donde las ventanas se abren/ Donde uno más uno suman tres./ Donde el amor se multiplica”. Ahí se nos presenta la poeta al descubierto, sin artificios —nítida—; y más adelante nos dice en “La Sorpresa”: “Una rana diminuta con el corazón más ancho que su cuerpo, más fuerte/ que mi cuerpo. / Tengo sus latidos para caminar por el mundo (...)”. La poeta nos transmite una dulce pero vigorosa imagen, un hallazgo visual que transforma y empodera, rematando el poema con una caricia que serena y arrulla: “(…) tengo la sorpresa hecha nido”. Más tarde nos dice en “Es el tiempo la distancia”: “(...) La única frontera/ la piel del agua”. Disfrazada, el agua de la vida es líquido amniótico, manantial de los orígenes.
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Tierras nuevas La autora contempla su larga travesía, y los aconteceres de familia que dan forma y contenido a Los Emigrantes / Les Émigrants. “Vista sobre Manhattan”, poema con el que concluye el capítulo “de la isla”, nos habla de “paisajes verde sirena y de senos despiertos que apuntan al cielo (…) y agua entre las piernas”. Gaëlle dibuja la nueva tierra que la acoge, encontrando la forma justa y vibrante de descifrarla por medio de estampas, algunas delirantes otras cerebrales, pero no menos elocuentes. Los textos de Le Calvez nos revelan a una mujer reflexiva y analítica desde pequeña. Es también una emigrante de los afectos y los apegos (de lo que conoce y le es seguro) y que arranca de raíz a fuerza. La autora nos entrega una poesía de regiones: de muchos matices y giros, donde ciertamente hay dolor, pero un dolor manejado con mesura y tacto que no da cabida al arrebato hasta que llega a un punto climático. En el poema número seis del apartado “del adriático” la escritora se quiebra; su coraza se fisura y rompe, se desmorona: “(...) no padre, no podrás recrear en mí a la hermana perdida ni a la madre muerta no cabe la dimensión de sus rencores en mi maleta”. La poesía de Gaëlle tiene muchas lecturas y una sola. Tiene umbrales y recodos. Nos acerca a su familia en París, a sus muertos del Adriático, a sus islas, fronteras y nudos; a los entierros, regresos y resurrecciones y nos cuenta su historia “(…) donde la oscuridad llena todos los espacios donde la necia noche se mantiene”. Y en un poema dedicado a Chantal Le Calvez, nuestra autora se refiere al emigrar de su universo poético material “(…) para que los muebles cumplan su destino de mudarse de un lado al otro de la tierra hacia el mar y aún más lejos”. Los objetos también tienen un fin, acompañan, se apropian de la vida y de los secretos. El libro llega a su fin en “de las resurrecciones”. La autora concluye el poemario a rajatabla diciendo: “soy todos los rostros y a la vez ninguno recomienzo como el mar/ recomienzo lejos de la tierra (…) de mis corazas de hierro (...) lejos del continente al que ahora despido”. Gaëlle nos lleva al final de la travesía que, como “El mar” de Debussy, surge del movimiento y del caos, de la tierra y del mar, de la vida y de la muerte para renacer en otro litoral, bajo otros firmamentos. Los Emigrantes / Les Émigrants es un trabajo redondo, un libro que nos revela a una enorme poeta franco-chilanga que es un gran placer leer y descubrir.
Los Emigrantes / Les Émigrants Gaëlle Le Calvez Traducción de Ana Cristina Zúñiga. México, uam / Écrits des Forges (Col. Molinos de viento 162), 2015, 127 pp.
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colaboran Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. José Francisco Conde Ortega (Atlixco, Puebla, 1951). Es poeta, crítico y ensayista. Estudió letras hispánicas en la unam y es profesor investigador de la uam Azcapotzalco. Es autor de más de una treintena de libros de ensayo, poesía y narrativa. Espina del tiempo, publicado por la uaem, es su libro más reciente. Iván Cruz Osorio (Tlaxiaco, Oaxaca, 1980). Poeta, editor, crítico literario y gestor cultural. Actualmente es codirector y editor de Malpaís ediciones. Autor de los poemarios Tiempo de Guernica y Contracanto. Fue becario del programa Jóvenes Creadores en el área de poesía en el periodo 2009 - 2010. José Tomás de Cuéllar (Ciudad de México, 1830 - íbid., 1894) Novelista y dramaturgo. Uno de los más destacados costumbristas mexicanos. Fue también pintor, periodista y diplomático. De 1889 a 1892, se edita en Barcelona y Santander, en 24 volúmenes, la serie completa de la Linterna mágica, con prólogo de Guillermo Prieto. Ahí, bajo el seudónimo de Facundo, publica, entre otras, las novelas breves Baile y cochino, Los mariditos, Ensalada de pollos y La nochebuena. Evodio Escalante (Ciudad de México, 1946). Ensayista, crítico y poeta. Es doctor en Letras por la unam. Es profesor e investigador de tiempo completo en la Unidad Iztapalapa de la uam. Es autor de los libros de ensayo José Revueltas, una literatura del lado moridor, Las metáforas de la crítica y Las sendas perdidas de Octavio Paz; así como los poemarios La noche de Sun Ra, Cadencias de amor y neciedumbre y Crápula, entre otros. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. José Homero. Poeta, ensayista y editor. Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000). Ha publicado, entre otros, el libro de ensayos La construcción del amor y los poemarios, Vista envés de un cuerpo, Luz de viento y La ciudad de los muertos. Luis Lugo (Ciudad de México, 1985). Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha participado en diversos talleres de poesía impartidos por Antonio Deltoro, David Huerta y Aurelio Asiain. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro.
Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam con un proyecto sobre movimientos sociales y empoderamiento de mujeres en contextos políticos informales y urbanos. Es colaboradora de medios como La Repubblica y Milenio Diario, entre otros. Stephen Murray Kiernan (Dublín, Irlanda). Es director del Instituto Carlyle, consultor principal en asuntos universitarios para el Banco Mundial y editor del Anáhuac Journal publicado por la Universidad de Oxford. Es académico de la Academia Nacional de Historia y Geograf ía y miembro de la Legión de Honor Nacional de México. Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en Letras Inglesas por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Raciel Quirino. (Ciudad de México, 1982). Egresado de la carrera de Lengua y literatura hispánicas, de la unam. Autor del libro de poemas Western, en 2012. Ha publicado en distintas revistas del país como Crítica, Tierra Adentro, La palabra y el hombre, Periódico de Poesía y Confabulario. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Juan Patricio Riveroll (México, 1979). Escritor y cineasta. Dirigió dos largometrajes: Ópera (2007) y Panorama (2013), y ha publicado también las novelas: Punto de fuga (Sudaquia, 2014) y Fuegos artificiales (Tusquets, 2015). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Claudia Solís-Ogarrio. Poeta, comunicóloga, e internacionalista mexicana. Tiene publicados los libros Poemas al fresco, Insomnios y El Colibrí del Delta (2010). Tradujo al español al poeta zulú Mazisi Kunene. Es consultora y promotora nacional e internacional independiente. Camilo Vicente Ovalle. Es maestro en Historia por la unam, en donde realiza estudios de doctorado. Sus temas de investigación son la violencia política y la represión estatal en México y América Latina en la segunda mitad del siglo xx. Actualmente escribe una historia de la desaparición forzada en México.
Tiempo en la casa. Nombrar lo político desde el cuerpo: reflexiones en torno a la obra de Mónica Mayer. Fabiola Camacho
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Arquitectura participativa en América Latina
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casadeltiempo • número 32 • septiembre 2016
Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 32 • septiembre 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Suave Patria Palabra y mito en Enrique González Rojo