Casa del tiempo 33, octubre de 2016

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Revista mensual de cultura Año XXXVI, época V, Vol. III, número 33 • octubre 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Novedades editoriales ANTROPOLOGÍA

Prácticas corporales. En la búsqueda de la belleza

ARQUITECTURA

Habitar la casa: Historia, actualidad y prospectiva Enrique Ayala Alonso

ARTE

Jaime Ruelas: ilustrando el High Energy. Arte fantástico mexicano Itzel Sáinz, Juan Rogelio Ramírez y Antonio Ramírez

FILOSOFÍA

Génesis de la medición celeste. Una historia cognitiva del crecimiento de la medición científica Godfrey E. Guillaumin

casadeltiempo • número 33 • octubre 2016

Verónica Rodríguez Cabrera, Elsa Muñiz y Mauricio List (coords.)

50 años de A sangre fría de Truman Capote Pablo Neruda, el poeta adánico Claude Cahun: la máscara como nombre propio

INGENIERÍA

Programación de web dinámico

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

“L aw re Sup nc le (B e us D me ca ur n el r to d có e M ell: e le di go ar el h ct Q ía G era rón R pa ua ldo ico ra da n T de lup eg iem sc e ro ar F d po ga lo el en gr res fut la at L u ui ier ro cas ta a d a: e en Ch pá ip gi re na ”, 80 )

Carlos Roberto Jaimez González


Ferias del Libro en las que participará la UAM en octubre

Novedad editorial ¿Qué sucede al trasgredir los límites? ¿Qué hay en la periferia? No respondas: que cada quien encuentre la respuesta que busca CD MX

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“La poesía es lo que dices en voz alta cuando paseas sin rumbo fijo, mientras ves el río llegar al mar con el sonido de tus palabras siguiéndolo, tratando de alcanzarlo, disolviéndose en algo más grande y estruendoso que tú mismo”. Gabriel Trujillo Muñoz

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

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Feria del Libro Chapingo Del 6 al 16 de octubre de 2016 Universidad Autónoma de Chapingo, Estado de México. Feria Internacional del Libro del Zócalo Del 14 al 23 de octubre de 2016 Zócalo de la Ciudad de México. Feria Internacional del Libro de Monterrey Del 15 al 23 de octubre de 2016 CINTERMEX, Monterrey, Nuevo León. Feria Nacional del Libro y la Lectura Michoacán Del 20 al 30 de octubre Centro Cultural Clavijero. Morelia, Michoacán. Feria Internacional del Libro de Santiago Del 20 de octubre al 6 de noviembre de 2016 Centro Cultural Estación Mapocho, Santiago, Chile. Feria Internacional del Libro Chiapas Centroamérica Del 24 al 28 de octubre de 2016 Centro de Convenciones “Dr. Manuel Velasco Suárez”, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Jornada Altexto Michoacán Del 26 al 28 de octubre de 2016 El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán. Feria Universitaria del Libro UABCS Del 26 al 28 de octubre de 2016 Poliforo Cultural Universitario “Ángel César Mendoza Arámburo”, Universidad Autónoma de Baja California Sur.

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Editorial

Más que un tiempo de ungidos —escribe Pablo Molinet—, vivimos un tiempo de testigos donde el medio editorial y los medios electrónicos se valen de una frase coyuntural, casi un exhorto de fe, que signa una buena parte de sus productos con un prestigioso manto de verosimilitud: “basado en hechos reales”. El testimonio, la investigación, la crónica de la experiencia real mediante las formas del relato clásico se nos presentan bajo un género que inauguró para nuestra lengua, en los años cincuenta del siglo pasado, Operación masacre, y más tarde reafirmó para la lengua inglesa A sangre fría; un género que perdura hasta el presente y que, a falta de mejor nombre, es llamado Non-fiction. En nuestro número de octubre, presentamos una serie de textos que analizan las obras y el sustento de una literatura testimonial que relata historias verificables desde los rudimentos de la ficción. Así, conoceremos los peligros y avatares de las investigaciones de Truman Capote y Rodolfo Walsh para la conformación de sus célebres volúmenes; las situaciones límite en la vida y la escritura de Reinaldo Arenas, Caio Fernando Abreu, Sylvia Plath o Anne Carson; la confusión entre realidad y ficción de personajes de la mafia internacional, las estrellas televisivas o las figuras públicas del pugilismo; y, asimismo, la empresa poética y limítrofe de trasladar los testimonios de la violencia a los casilleros de la métrica. En Antes y después del Hubble, Miguel Ángel Flores revisa brevemente la biografía y el trabajo del poeta chileno Pablo Neruda, premio Nobel en 1971; y Gerardo Piña, en un texto que raya con la ironía, enumera los pasos para formar críticos literarios en el México de hoy. Finalmente, Verónica Bujeiro, en Ménades y Meninas, nos relata el azar que llevó al descubrimiento de la obra fotográfica de Claude Cahun, una mujer que confeccionó su vida como una pieza de arte. Esperamos que, animado por el goce que otorga un texto y un hecho verosímiles, el lector sea testigo de estas páginas.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iii, núm 33 • octubre 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Portada Francisco López sobre una ilustración de iStock Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. III, número 33, octubre 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de septiembre de 2016. Tamaño de archivo: 19 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Cuatro poemas, 3 Claudina Domingo

profanos y grafiteros Cincuenta años de A sangre fría. La muerte brutal y sin motivo aparente, 7 Marco Antonio Campos Sobre la publicación de Operación masacre: Un oscuro día de justicia, 13 Marina Porcelli Tiempo de testigos, 17 Pablo Molinet Escribir para no olvidar el gesto que renace, 21 Brenda Ríos El tedio hiperbólico, 24 Alfonso Nava La última casa habitada, 29 Claudia Morales La modesta y épica odisea de Salas Subirat, 33 Ramón Castillo El libro debe correr la misma suerte que el lector, 37 Jesús Vicente García

ménades y meninas Esquirlas del tiempo: la exposición del World Press Photo, 42 Héctor Antonio Sánchez Claude Cahun: la máscara como nombre propio, 47 Verónica Bujeiro

antes y después del Hubble Pablo Neruda, el poeta adánico, 52 Miguel Ángel Flores ¿Cómo formar críticos literarios en México?, 57 Gerardo Piña En cuyas quietas aguas, 59 Guillermina Cuevas

armario Ejemplo, 62 Salvador Díaz Mirón

intervenciones, 63 Mateo Pizarro

francotiradores Carson y yo en Nueva York, de María Eugenia Merino, 64 Carlos Torres Tinajero Campeón gabacho, de Aura Xilonen: ruptura y convención, 67 Nora de la Cruz Joaquín-Armando Chacón y el tiempo del imposible, 70 Bernardo Ruiz Las formas de U, 74 Ingrid Solana El pensamiento fugitivo. Antes que los labios, de Miguel Espejo, 78 Rafael Toriz

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Lawrence Durrell: el heraldo negro del futuro de Chipre María Guadalupe Flores Liera


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Cuatro poemas Claudina Domingo

Pan de muerto el día suda sobre la mesa que hace un ruido de cama bajo cuerpos sudorosos camión cansado puente viejo frotar de dientes (la noche sigue sudando): sobre la mesa que se emplea a fondo en saborear las fuerzas mórbidas del viejo (joven campesino mesero vigoroso en las cantinas) “enterró ya a la vieja que ocupaba la cocina y ahora se cierne sobre ella como sobre una mujer” la mañana (y su morder de pies) lo sorprende dormitando en un sillón —los cuerpos de masa de pie sobre la mesa— “el pan se nos parece: crece con el calor —en su mejor día es duro en su corteza y blando y aromático por dentro— y luego lo sorprendes tendido bajo una gruesa capa de hongos verdes” la gata revienta su ronroneo contra el pecho que conoció el crepitar constante de la necesidad (los dedos gruesos le jalan las orejas con afecto —la mano maternal la alza del pellejo—) el viejo se desplaza (bamboleándose como una balsa prematura) y revisa que el horno amamante su estirpe de panes coloreados

“tu abuelo es el hijo perfecto: nació viejo” otra noche larga (31 de octubre) en que espanta al macho que ronda a su gata y nutre con su desvelo (en el cabo de sus ochenta años) los demasiados panes que mañana estarán apilados como años: algunos duros (unos cuantos quemados) y otros pura azúcar

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Autopsia tanto hablar (hasta en el sueño) para callar aquí: donde más tendrías que defenderte tanto hablar sobre todas las cosas (el precio de los jitomates el origen árabe de la palabra almohada la velocidad con que se reproducen las chinches las nalgas de Sofía los hijos de Marcela los cuernos de tu tío el dolor de uñas cuando usas botas en invierno) como si hubiera necesidad —o como si supieran que un día van a dejar de usar todas esas hermosas y ajetreadas palabras— por eso (seguro) a algunos les da por escribir —vivos (digo) que a algunos vivos les da por escribir intentando vencer esta mudez— y luego llegan aquí y hasta esos se quedan callados: fríos y quietecitos (como si todos los platos que rompieron fueran a tomar forma otra vez ahora que están tiesos) y yo a veces me confundo (mi esposa dice que los muertos me pegan lo mudo) “pero mira nada más: qué poca seriedad la de un viejo con un tatuaje de flores en la nalga” creo que una vez le dije a ella o a mi primo que a mí no me gusta el porno porque está vestido: mis muertos son los únicos desnudos (los verdaderos desnudos) (no importa si es el dolor o el placer) la carne viva tiene un revestimiento: una funda de gestos que estos cuerpos ya perdieron: por eso también digo que somos como víboras que dejan la piel de la vida engañadas: seguras de que nuestro nuevo pellejo será diamantino: y así vamos a dar desnudísimos a la plancha

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“mira nomás: pelo injertado pero gris” los animales son más consecuentes: se parecen mucho sus cadáveres a lo que fueron (en cambio uno: es una cajita de Pándora con bomba de metano incluida) yo siempre digo que para saber quién es uno realmente —cómo es uno en serio y sin pendejadas— tendría que verse muerto al espejo un día me tiré en el piso del baño (con una mano y los dedos torcidos bajo el muslo y un pie metido en el bote de basura derribado) —la boca bien abierta y los ojos subidos— respirando de a poquitos para aguantar muerto más tiempo y en eso entra mi mujer y pega un alarido tan horrible que me revive (una semana le estuve explicando y la muy mensa) “pero vamos viendo: ¿para qué te quitaste el anillo antes de tirarte al río?” te digo que aquí es donde deberías alzarte y decir: “me robaron tal y tal güey y luego me empujaron al río” pero no: las mandíbulas abiertas como fosas o plegadas como puertas de hierro “yo no bajé al río porque quisiera: a punta de pistola me llevaron” (pero no) para eso tienes a tu servidor (midiéndote la vida en la báscula) apuntando si el hígado era una esponja o los pulmones unos ceniceros (raro raro: nada de ataduras ni de golpes) yo creo que uno se angustia de más por esta cosa fría (dura o viscosa) tan clara: que si quiero que me sepultan mientras tocan la del Triste y mis hijas visten de violeta y el mariachi que cante no sea barítono que si las cenizas van debajo de las rosas que tu abuelita plantó hace cien años dime: ¿pensaste en las rosas de tu abuelita cuando respirabas hondo esa agua fría y mugrosa? ¿recordaste una sola estrofa del Triste? en fin: como siempre —tengo que ver el mismo gesto sin respuesta— (por eso digo) cuando hago chistes de forense en las cantinas (hacía: ando jurado) que envidio a los peluqueros: ellos a lo mucho encuentran piojos (y a veces) la clientela queda contenta con el trabajo

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Phormia regina un delicado orfebre (el que eligió esta pieza de obsidiana que abre su espectro del verde musgo al azul eléctrico) ¿y los cabuchones de cornalinas como ojos? (una decisión un poco vulgar) pero a cambio se esmeró el artista en la mecánica y el desplazamiento “¿quién podría cruzar el Aqueronte sin alas de mosca abriendo su camino?” y las perfectas patitas de ónix (fuertes y rápidas) demuestran la experiencia del maestro al armar piezas diminutas (no juzgues a este relojero si te molesta ese constante zumbido) no está averiado su reloj: tiene prisa

Cresas Muscidae y Sarcophagidae están obsesionadas con la reproducción: hace tiempo que buscan regresar a las Pléyades donde todo (han oído) está hinchándose constantemente “Jauja se llama la estrella que no tiene huesos y escupe sin parar hijas moribundas” pero para volver se necesita una escalera que no tema dejar miles de millones de individuos en el trayecto por eso llegan rápidamente a las pepitas que brotan de la avara Tierra “ir de cuerpo en cuerpo desovando: qué madurez tan pesada y tan corta” el tiempo (lo saben estos pueblos visionarios) es un tejido que ha perdido la condición amenazante del movimiento (y sin embargo) las tribus se concentran en la velocidad: devorar es crecer “pero crecer es partir” (entre zumbidos se cuentan el secreto): “la vida ofrece un solo descanso: pupar”

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Cincuenta años de

A sangre fría

La muerte brutal y sin motivo aparente Marco Antonio Campos

El escritor y periodista Truman Capote en el balcón de su casa en Portofino, Italia, en 1953. (Fotografía: Mondadori Portfolio por Getty Images)

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Hacia 1977 leí en un solo y largo temblor Crimen y castigo, la turbadora novela de Dostoievski. Casi cuarenta años después, volví a sentir aquellas sensaciones —esa amenidad de continuo electrizante— durante la lectura de las cerca de cuatrocientas páginas de A sangre fría, de Truman Capote. Novela de voces y con documentos que hablan, contada casi en su totalidad con nombres propios, cada línea de lo oído, gracias a la pericia técnica del autor, se transforma en excelente literatura. Como él presuponía y aun presumía, ¿Capote fue el inventor de la Non-fiction novel? Muy probablemente… pero en inglés. En 1957, en lengua española, ya lo había hecho con detallada maestría el argentino Rodolfo Walsh en Operación masacre. En ambas novelas se da una íntima liga entre novela y reportaje periodístico. Referente continuo para la crítica literaria, ambas versan sobre una matanza, pero en la novela de Walsh, el pretexto o la causa, aun siendo una calculada equivocación por parte del gobierno militar, es política; A sangre fría, en cambio, está sacada de las sangrientas columnas de la nota roja. Sin embargo Capote, al narrar los hechos, gracias a saber qué se debe poner y qué omitir, a la manera cómo arquitectura el libro, en fin, al adentrarse en las vidas y en la mentalidad de los homicidas, evita —no lo haría siempre en su literatura— la aviesa sordidez y la crueldad pormenorizada, lo que por demás la hace más terrible. A diferencia de la novela policial clásica, desde las primeras páginas, “sabemos quiénes son los asesinos” y la causa por la que matan. Sin embargo, algo la emparienta con esta suerte de género: una casualidad, que no tiene por qué ser insignificante, da la primera y fundamental pista para la captura de los asesinos. A lo largo de casi cinco años, Capote escribió miles de páginas que talló y recortó; al final debe haber quedado una décima parte de lo máximo que llegó a tener. Desde su novela Otras voces, otros ámbitos, publicada a los veintitrés años de edad, era perceptible una prosa que iba en carrera rápida, pero al mismo tiempo tenía oculta un arma cargada que en algunos pasajes hacía fuego. Novela polifónica, A sangre fría está dividida en cuatro largos capítulos, en los que Capote hace juegos de tiempos paralelos o flash backs, los cuales acaban centrándose en los hechos esenciales: el relato del último día de la familia Clutter, el bárbaro asesinato múltiple, las variadas fugas de Richard Eugene Hickock (Dick) y Perry Edward Smith (Perry), la compleja investigación con la consiguiente reunión de pruebas (semanas enteras los investigadores estuvieron en cero), la aprehensión de los asesinos, los años en la cárcel, la horca para ambos el 22 de junio de 1965...

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En un libro posterior, Música para camaleones (1980), hay tres textos que de alguna manera se relacionan con A sangre fría. Uno es el relato autobiográfico “Hospitalidad”, en el cual confiesa que desde la infancia sintió atracción por la vida de los criminales. Quedó fijo en su memoria aquel Bancroft “Dos Cañones”, que gozó algunos días la hospitalidad de su abuela, y poco después —se enteraron— fue aprehendido. Bancroft no se había cansado en su vida de asaltar a mano armada: fue condenado a cadena perpetua. El segundo es un extraordinario reportaje-diálogo con el asesino Robert Beausoleil, quien pertenecía a la sanguinaria banda de Charles Manson, en el que Capote dice a éste —sea real o no— que ha entrevistado a “cientos de presidiarios” . El tercero es una novela corta, Ataúdes tallados a mano, que versa sobre un asesino en serie con mente ajedrecística, Bob Quinn, a quien todos creen inocente, aun en el mismo Departamento de Investigación del Estado, salvo el detective Jake Pepper y no del todo el mismo Capote. ¿El resultado? Una buena y amena novela, con un buen final, pero lejos de la destreza magistral de A sangre fría. Para la escritura de su célebre novela, el trabajo de campo de Capote fue detalladamente impresionante. Utilizó diversos materiales: entrevistas, revisó cartas, leyó los diarios de la adolescente Nancy Clutter y del asesino Perry Smith, exploró declaraciones judiciales, examinó historiales clínicos, extractó notas y artículos periodísticos, y con eso, cuidando cada línea, escribió una de las mejores novelas en lengua inglesa del siglo xx. Como dijimos, Capote tenía un oído privilegiado, pero también, según cuenta en el prólogo a Música para camaleones, lo ejercitó desde la infancia. Es admirable cómo en la narración oímos a menudo la voz de la primera persona que pasa a una tercera persona distanciada, en la que el escritor es quien sigue contando la anécdota, sin que el lector lo perciba, y si lo hace, lo vea como un logro técnico y no un paso en falso, una audacia, una arbitrariedad. Después de A sangre fría

dejó de “distanciarse” con la narración y pasó en sus relatos a meterse claramente como protagonista; el resultado no fue del todo meritorio y las historias, salvo muy buenas excepciones, o quedaron inconclusas, o no dejaron de ser aun frívolas o inanes. Truman Capote —es perceptible en sus novelas y cuentos— tuvo una anómala fascinación por el Mal y asimismo una rara atracción por hombres y mujeres con precipicios psíquicos, o por aquellos a quienes rompió la vida, o por los marginales ultrasolitarios, o por los fatalmente vulnerables, y aun lograba mostrar en ellos no sólo la crueldad y el horror, sino aspectos de gratitud, de solidaridad, de ternura. Esto es visible, por ejemplo, en el inolvidable personaje de su inolvidable novela corta Desayuno en Tiffanys, la contradictoria y fascinante Holly Golightly, que tenía a vez su antecedente en el personaje de la adolescente Grady McNeil de la muy juvenil novela Crucero de verano, quien se lleva en la caída, en su atroz autodestrucción, familia, marido, amigos. No en balde en A sangre fría el autor entra a los laberintos mentales y baja a los fosos oscuros del alma de Richard Hickock (Dick) y de Perry Smith. En el polo opuesto, a Capote le encantaba, como le encantó a Oscar Wilde, el trato con la High Class o las estrellas del teatro y el cine, a quienes en ocasiones desfiguró en sus páginas con humor corrosivo, lo que a la postre le costó una soledad y un aislamiento de los que no supo, y al final, no quiso salir. En A sangre fría, en torno de la historia principal, al crear sus protagonistas nos va contando quiénes son y qué hacen, y a partir de eso crea su historia, de manera que la novela puede ser vista asimismo como una colección miscelánea de relatos o microrrelatos. Por ejemplo, en el primer capítulo, con sobriedad, no sólo narra la víspera del asesinato y luego el asesinato de la familia Clutter, sino retrata a los cuatro miembros que serían asesinados, a quienes nos los vuelve queribles y nos hace preguntarnos, como se preguntaron los habitantes del pueblo de Holcomb, de la ciudad de Garden

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City y del estado de Kansas: ¿por qué ellos? ¿Por qué a quienes menos la debían les tocó una muerte tan atroz? Legal y humanamente, pese a las atenuantes que se quieran hallar, el libro es también una metáfora del horror y de la injusticia. La familia Clutter, que vivía en la casa grande de la granja, a un kilómetro de Holcomb, la formaban los padres, Herbert y Bonnie, y los dos hijos adolescentes, Nancy y Kenyon. Dos hijas mayores, Eveanna y Beverly, moraban en otras ciudades. El próspero granjero Herbert Clutter había formado una bella familia, era respetado y querido por la comunidad. En cambio, su esposa era solitaria, frágil y enfermiza y sentía de continuo y tristemente que se perdía lo mejor de la vida. Kenyon era un quinceañero fuerte, alto, corto de vista como el padre, aficionado a la caza y a las cosas del campo, inventor de pequeñas y útiles cosas domésticas, y no conocía aún el despertar sexual. Pero el encanto de la familia era la adolescente Nancy, de 16 años, simpática, desprendida, popular, en fin, “una gran persona”, diría su novio Bobby Rupp. “Unos chicos extraordinarios”, opinaría a su vez el señor Ewalt, padre de una amiga de Nancy. Irónicamente, de quienes acabamos sabiendo muy poco son de las dos hijas mayores de los Clutter, porque no sólo viven en otras ciudades —una ya casada y la otra se casó en Holcomb días después de la muerte de sus padres—, sino porque desaparecen casi de inmediato del pueblo luego del entierro y no asisten a ninguna audiencia del juicio contra Hickock y Smith. Paradójicamente, son las únicas herederas de los bienes del padre y aun recibirán a mitades los 80 000 dólares de la póliza del seguro de vida que su padre había firmado recién la tarde anterior a los asesinatos. En la casa de la granja sólo quedaron la yegua de Nancy, el perro y el gato. De todos aquellos que tienen relevancia mayor o menor, Capote nos traza un retrato que sólo podía ser ése. Por ejemplo, hace vivir y tener un papel en la novela a personajes secundarios e incidentales, como Bobby Rupp, el novio católico de la metodista Nancy Clutter, quien resulta doble víctima de las circunstancias: no

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sólo pierde a la muchacha, sino resulta de principio, por haber sido el último visitante de la casa, el primer sospechoso del múltiple crimen; o la señora Meier, esposa del vice sheriff, quien no sin piedad y ternura, sirve en la cárcel de Garden City durante años al multihomicida Perry Smith, porque cree que debe tratársele como un ser humano; o Barbara, la hermana de Perry, quien lejos de toda violencia, quiere llevar una vida normal y siente verdadero terror por su hermano; o Susan Kidwell, fiel aún años más tarde, al recuerdo de la amiga Nancy. Pero de quienes Capote elabora con meticulosidad el perfil es de los criminales, en mucho porque tuvo oportunidad de intercambiar cartas o charlar largamente en sus celdas con ellos, y porque gracias al inspector Alvin Dewey accedió a los archivos. Para volverlos personajes debió una y otra vez, con sinceridad, con crudeza, explorar de la vida de Dick y Perry acciones, reacciones, luces, sombras, reflejos, penumbras, hoyos negros. Nadie, con una pronunciada sensibilidad de artista, que conviva varios años con casos patológicos, en este caso delincuentes de alta peligrosidad, sale indemne psíquicamente; Capote no fue excepción. En confesiones que dejó por escrito durante los años que escribió la novela señaló cuánto lo afectaba. El verdadero novelista se adentra tanto en los caracteres de hombres y mujeres, por dispares que sean, que acaba siendo cada uno o cada una, porque existen de ellos y ellas en su propia alma todos los pensamientos y sentimientos, por sanguinarios y turbios que sean. “Madame Bovary soy yo”, dijo famosamente Flaubert, pero Flaubert también se trasmutaba en el esposo (el mediocre Charles) y en el amante (el Casanova de provincia Rodolphe Boulanger). También, en ese sentido, Dostoievski se transforma en personajes disímbolos o antagónicos como el príncipe Mishkin (que lejos está de ser un idiota), en el “endemoniado” Verjovenski, o en los hermanos Karamazov (en el escéptico y reflexivo Aliosha y en el volcánico Dimitri). Si de un personaje se destacaran sólo la perversidad y la vileza, sería inverosímil, o al menos, poco


Aparador del edificio de la editorial Random House de Nueva York, en 1966. (Fotografía: Carl T. Gossett, Jr. / New York Times Co. / Getty Images)

creíble. Por eso, en Dick y Perry, además de la índole demoniaca, hallamos rasgos de afección y gratitud, y en esos reveladores instantes, se vuelven “humanos, demasiado humanos”. Ninguno de los dos siente remordimientos por el homicidio múltiple y en sus años en la cárcel saben que van a morir, pero al paso de los días lo van queriendo cada vez menos, y hasta la víspera no les abandonó la idea de la fuga. ¿Alguna duda de su falta de remordimientos? Media hora después de haber asesinado a los Clutter, Dick y Perry ríen a carcajadas. Dick, a quien Capote dibuja entretenido, astuto, pragmático, puede, por ejemplo, sentir pena por sus padres, en especial por su madre, que a su vez está dispuesta a creer hasta lo último y en lo más íntimo en la inocencia de su hijo. Una forma refinada de la maldad de Dick es hacérselo creer. Si de él fue la orquestación de la matanza, quien mató de un tiro en la cabeza a cada uno de los Clutter fue Perry, y por eso, cuando hablaban de asesinos él no se veía así. En lo que Dick es un maestro consumado es como timador y aun en ocasiones resulta divertida su pasmosa destreza para los robos

y estafas. Valga la acotación: luego de los asesinatos, en las variadas fugas, es de los timos de Dick de lo que se sostienen. Ambos tienen un historial de accidentes que les causaron para siempre deformaciones físicas y cambiaron de alguna manera sus vidas: Dick, en 1950, en un accidente automovilístico, en el cual quedó con la cara asimétrica (puede verse su rostro en la web); a Perry, un accidente de moto en 1952 hizo que sus piernas le quedaran mucho más cortas, las cuales contrastaban con su fortísimo tórax. A Dick, su cómplice Perry le parece engreído, un poco sentimental, demasiado soñador y con “un mal genio infernal”. De inteligencia superior a la media, Perry no es simpático, ni divertido, ni quiere a la gente ni lo quieren, pero parece tener en momentos rasgos humanos más profundos que Dick, tal vez por poseer cierta sensibilidad artística. Sólo reconoció y admiró a un sólo amigo, Willie-Jay, a quien trató en la cárcel de Lansing, Kansas, donde conoció también a Dick. Dondequiera que Perry iba llevaba su guitarra, podía improvisar magníficamente con la armónica y desde

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niño le gustaba leer poesía. Sin embargo, como “asesino nato”, era capaz de matar con “máxima sangre fría” a quien fuera, como lo hizo antes con un negro y después con los cuatro miembros de la familia Clutter, y lo hubiera hecho con Dick —lo pensó más de una vez— si se le hubiera presentado la oportunidad. Impulsivo, vulnerable a las ofensas, a diferencia de Dick, tuvo una familia rota: una madre alcohólica y dos hermanos suicidas. Hartos de sus desafueros, su padre y su hermana Barbara acabaron por desentenderse de él, o en el caso de Barbara, de huirle. El cálculo es muy importante en estas novelas, pero no lo es menos el azar, ya sean buenas o malas las consecuencias. Floyd Wells, el delator, cuenta a Richard Hickock que trabajó en la granja de los Clutter, y le pormenoriza detalles del pueblo y la casa y el dinero que puede tener el señor Herbert, sin imaginar que será eso la mecha que prenda la imaginación de Dick, que a su vez convencerá a Perry para que lo acompañe en la aventura. Wells siempre dirá que jamás creyó que Dick ideara el crimen. Al final será para él la recompensa ofrecida —de paso la libertad— por los datos que aporta para llevar a la captura. Un segundo azar: el crimen múltiple tal vez no se habría dado, si Perry, que fue a visitar tres días antes a su amigo Willy-Jay a la cárcel de Lansing, hubiera sido visto conversado con él, pero Willy-Jay había salido de Kansas… cinco horas antes de la misma estación de autobús a la que él llegó. Un tercer azar: Dick y Perry ya habían huido a México en noviembre de 1959, y si hubieran robado lo que creían que había en la casa, al menos diez mil dólares, se habrían quedado en nuestro país, y no irrisoriamente con algo más de cuarenta dólares, un viejo radio Zenith y un telescopio. En la novela hallamos escenas impresionantes o tristísimas, como la del desamparo y el aturdimiento del perro de la casa la mañana siguiente de la matanza que hace imaginar lo que aquello fue; o el pasaje, cuando los compañeros de Herbert Clutter en las temporadas de la caza del faisán, se avienen a limpiar la sangre de las habitaciones; o la imagen del vestido azul de Nancy visto por su amiga Susan Kidwell cuando levanta la tapa del ataúd; o muy especialmente, el anticlimático final, cuando el detective Al Dewey, un día de mayo de 1964, encuentra de casualidad en el cementerio a Susan Kidwell ante la tumba de los Clutter, con flores para la amiga, y lo sorprenden su alegría ligera y su esbelta elegancia, y se dice, con honda desolación, que Nancy sería en ese momento una joven como ella. Escribir para Capote, era estar “encadenado de por vida a un noble pero implacable amo”; cierto, pero luego del éxito de A sangre fría, la vida y la escritura empezaron a írsele de las manos y nada detuvo desde entonces su dolorosa y terrible caída; en eso no dejó de parecerse a varios personajes problemáticos y ferozmente autodestructivos de sus famosas novelas. En México, José Emilio Pacheco dedicó varios de sus magníficos “Inventarios” a la figura y la obra del escritor estadounidense, pero el mejor libro escrito entre nosotros, un ensayo lúdico y creativo, es El bailarín de Tap (Retrato de Truman Capote con Herman Melville al fondo), de José María Espinasa.

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Sobre la publicación de

Operación masacre: Un oscuro día de justicia Marina Porcelli

Retrato de Rodolfo Walsh

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… tanto entonces como ahora creo que el periodismo es libre, o es una farsa, sin términos medios. Rodolfo Walsh

A fuerza de conciencia, como dice Osvaldo Bayer cuando cita a Madame de Staël (“su musa era su conciencia”), a fuerza de intuición, talento, necesidades narrativas concretas, eso que hoy nos parece una obviedad, “el periodismo (la no-ficción) escrito con herramientas de la ficción” lo instala Rodolfo Walsh para la Argentina, en 1957, con Operación masacre. Le siguen El caso Satanowsky (1958) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969) con la misma factura. Lo instala, dije, y quise decir lo funda, en el sentido en que funda todo gran escritor: cuando es imposible pensar el país (la Argentina de los años 60 y 70) sin su figura, sin su escribir. La prosa de Walsh, particularmente, desborda la dualidad de literatura y política y exige hablar de cosmogonía. Y no sólo por las posturas inmediatas de Walsh, sus proyectos y sus adherencias, también por los medios en los que elegía publicar (Operación masacre tuvo un tiraje inicial de diez mil ejemplares en periódico). El libro relata la matanza de una docena de hombres, que son aprisionados y trasladados desde la Florida hasta el descampado de José León Suárez por la policía de la provincia de Buenos Aires, una hora y media antes de promulgada la Ley Marcial (que permitía el fusilamiento en la calle) el 9 de junio de 1956. A este grupo, reunidos por el puro azar de escuchar una pelea de box, en la radio, la noche del sábado, se le consideró (sin juicio mediante) sospechoso de formar parte del levantamiento peronista de Valle. Walsh se enteró de la matanza por casualidad, meses después, mientras jugaba ajedrez en un bar en La Plata. Y de hecho, la noche del levantamiento de Valle, le habían ocurrido varias cosas también: el campo de batalla en el que se convirtió la ciudad al regresar a su casa, la toma de cuartel frente a su mismo hogar, que hizo que cocina y terraza y dormitorios fueran poblados de armas largas y militares para sofocar la revuelta, el grito de un muchacho que murió en la calle, un soldado jovencísimo, del otro lado de la persiana, “no me deje solo, hijos de puta”. Esta muerte en solitario, y una indignación que se desata “ante la cobardía y el asesinato”

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(como dice Walsh en uno de los prólogos a las rediciones de Operación…), y esa “ofensa interna” con la que parecía cargar, al ser entrevistado, uno de los sobrevivientes de la matanza de junio, esto moldea la mirada de Walsh y hace que conciba toda su narrativa desde una dimensión ética. Se trata de escribir por “una cuestión de decencia”, se trata de un oficio que construye su mirada y su prosa desde ahí. Rodolfo Walsh nace en la provincia de Río Negro, en 1927. Escribió obras de teatro poco conocidas (La granada y La batalla), y tres libros de cuentos policiales (Variaciones en rojo, Los oficios terrestres, Un kilo de oro), que despliegan las historias iniciáticas de un grupo de chicos pobres, pupilos, en un colegio irlandés. A comienzo de los 60, Walsh se incorpora a la militancia de izquierda. Había fundado, en 1959, el Semanario de la Central General de Trabajadores y, junto con Gabriel García Márquez, Prensa Latina; lo matan en 1977, en la calle, en San Cristóbal, luego de que se conoce su Carta Abierta al Gobierno Militar de 1976. Operación masacre es su primer salto, un hallazgo excepcional para la narrativa. Y sobre esto, él llega a decir: “Cuando escribí esta historia, yo tenía treinta años. Hacía diez que estaba en el periodismo. De golpe, me pareció comprender que todo lo que había hecho antes no tenía nada que ver con una cierta idea del periodismo que me había forjado en todo ese tiempo, y que esto sí (esa búsqueda a todo riesgo, ese testimonio de lo más escondido y doloroso) tenía que ser, encajaba en esa idea”. El libro se organiza a partir de una estructura canónica: primero, se presentan los personajes, los escenarios; luego, los hechos; más tarde, la evidencia, vale decir, la vasta maquinaria judicial que quiso “silenciar” a los que escaparon de la matanza. Todo el relato tiene un tono de casualidad, de azar hacia un destino trágico: el grupo se había reunido, en la casa del fondo en Florida, a escuchar la pelea por el título sudamericano (“todo el caso se tratará de unos minutos más”). Los personajes, entonces, en vez de una cifra anónima en los pocos periódicos que recabaron el hecho,

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tienen nombre y apellido, familia, deseos y rutinas (lo que Walsh mismo llamaba: “acompañar a un desconocido condenado a muerte por las circunstancias”). Los asesinos tampoco son figuras anónimas, se dice quién da la orden, cuántos la llevan a cabo, se muestra a los asesinos en el cuerpo de la policía, que constituyen el aparato estatal. Después del fusilamiento, al relatar la persecución de los que se salvaron, la prosa se vuelve brutal. Construida con mucha rigurosidad, desde la hibridez de géneros, ensayos, crónicas y escenas teatrales dentro de la investigación periodística, y un trabajo minucioso con la oralidad, con un despliegue de la violencia que no es concesiva ni tiene golpes bajos, lo que hace de Walsh uno de los escritores argentinos más excepcionales de la segunda mitad del siglo. Lo que Walsh vindica para la literatura de América Latina son ciertas formas del policial: el policial en su origen trágico y como estructurante de cualquier relato (el enigma del final, la tensión, el riesgo), el policial narrado desde la jerga, que implica una representación de las clases bajas, y por tanto, una definición de nuestra realidad. Osvaldo Bayer cuenta también que a Walsh le gustaba pensar que escribía novelas policiales para pobres. Más aún, el 12 de agosto de 1968, Walsh anotó en su diario que renunciaba al “bestsellerismo, al leonismo y toda la facilidad que brinda una Buenos Aires consumidora, brillante, fatua y finalmente aburrida”. La literatura de Walsh cimbra, da vida. Por el lirismo profundo de su ficción, la flexibilidad de su prosa periodística. La hibridez de género, la óptica desde la que relata están entre sus mejores legados. Y conjugó su motor inicial, su indignación (“…no puedo, ni quiero, ni debo renunciar a un sentimiento básico: la indignación ante el atropello, la cobardía y el asesinato”) con una sentencia en el prólogo de Operación… que fue piedra de toque en todos los escritores valiosos que vinieron después: “yo creo en este libro, en sus efectos”.

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Tiempo de testigos Pablo Molinet

El poeta norteamericano Robert Frost en 1960. (FotografĂ­a: Hulton Archive / Getty Images)

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Para interrogarse por la posibilidad de una poesía testimonial habrá que preguntarse antes qué entendemos por poesía. Si la concebimos como la dicción elevada propia de lo trascendente, lo esencial y lo puro, lo testimonial le será antitético. Si, por el contrario, entendemos por poesía tan sólo un determinado acomodo de las palabras, mediante el cual el lenguaje asume un poder expresivo propio, lo testimonial no será más ni menos imposible que lo lírico. Esto acota la cuestión puntual, no resuelve el problema mayor: ¿en qué consiste en nuestros tiempos el género literario llamado poesía? Esa pregunta excede los alcances de esta nota; no obstante, debe subrayarse que la renovación y ampliación de tonos y registros es un imperativo originado en la práctica de la poesía —tal y como la transformación de modelos métricos o la ruptura con éstos—, un imperativo cíclico asociado a procesos de cambio históricos de mayor envergadura. —Y ante ese imperativo surge un cuestionamiento también cíclico que se formula más o menos de la misma manera: “Esto no es poesía”, rezongaron los cultores del verso castizo cuando Garcilaso y Boscán introdujeron los metros impares italianos—. En particular, los procesos históricos que conducen a discutir hoy día la posibilidad de una poesía testimonial se originan en las eclosiones modernistas. Qué libros más opuestos entre sí son Lascas (1901), de Salvador Díaz Mirón, y North of Boston (1914), de Robert Frost. Tan distintos como el Modernismo y el Modernism, ya mencionarlos juntos es sin duda chocante, salvo por dos rasgos: el ahínco formal —más acusado en Díaz Mirón— y la urgencia de realidad —más acuciante en Frost—. El título North of Boston señala no sólo una región específica de Massachusetts, un genius loci, sino un mundo precario más allá del cobijo urbano y al borde de las catástrofes boreales; la dedicatoria, To E. M. F. / This book of people, establece el robusto eje mediante el cual se desplazan estos textos de las tragedias y epifanías de la vida rural: no es un libro de paisajes, tampoco una exaltación de la agricultura —unas Geórgicas on the rocks—, sino un libro populista.1 Acaso veinte años atrás, estos textos habrían representado una réplica más a la sexta sinfonía de Beethoven. No obstante, de El Capital al fauvismo, pasando por Daguerre, habían pasado demasiadas cosas como para que Frost pretendiera ceñir el peplo de Hölderlin en los bosques de Nueva Inglaterra. Las decisiones técnicas de este interlocutor de Pound no son irrelevantes. North of Boston asordina la lírica para traer a primer plano recursos narrativos y dramáticos que ejecuta en unos tersos, casi imperceptibles pentámetros yámbicos.

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“Populist. 2: a believer in the rights, wisdom, or virtues of the common people.” (Merriam-Webster).

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El fetichismo formal de Díaz Mirón, ese toc de la escansión, es notorio aun en el contexto del preciosismo decadentista del modernismo hispanoamericano. Si Lascas acude a la tutela de Schubert, y si el libro rebosa la imaginería “bella” del xix, “A un jornalero”,2 “Ejemplo”, “Paquito” y, por supuesto, el “Idilio”, son puertas por las cuales la bulliciosa y mugrienta realidad social entra en tropel al palacete de la lírica, con mayor vehemencia y acritud que en Frost.3 (No es ocioso añadir que “Paquito” se sirve del recurso teatral del monólogo e “Idilio” es un texto cargado de narrativa). Hay, también, en todo el libro de Frost, y en los poemas de Díaz Mirón que subrayo, una decisión fundamental: rehuir la primera persona, escuchar, conferir presencia a personajes con voces propias. Díaz Mirón y Frost se desplazan por el piso común de un tiempo histórico: la evolución del pensamiento socialista, el vigoroso realismo europeo, la fotografía. Ambos son además americanos a caballo entre dos siglos, sus textos se asientan sobre un “principio esperanza” que Whitman y Sandburg comparten con Prieto y Altamirano, con Salarrué, con Arguedas, con Pezoa Véliz.4 No obstante, me gustaría tender un hilo más frágil y aventurado, “Ballade des Pendus”, de François Villon y “Ejemplo”, de Díaz Mirón. Poemas separados por cuatrocientos años, una lengua y un océano, ambos abordan frontalmente la misma escena: ahorcados que penden de un árbol; uno y otro toman partido por los muertos; los dos tratan de la diferencia entre justicia y ajusticiamiento. Comparo a dos procesados, François Villon y Díaz Mirón —y traigo a cuento a un tercero, Wilde (Ballad of the Reading Gaol, 1898)—, pues ¿quién trasladará a la poesía los extremos brutales del ejercicio de la autoridad sino quien ha sido objeto de ellos? ¿Qué propicia la intrusión de la doliente realidad bajo el “domo de placer” del género poético? Un factor estético e histórico, por supuesto, y otro mucho más próximo a la barbarie medieval que a las educadas disquisiciones de Concord que se encuentran en el populismo ilustrado de Frost. Un factor de vulneración y violencia derivadas del ejercicio vesánico de la “suprema potestad rectora y coactiva del Estado”. Ahora, ¿son estos libros de Díaz Mirón, Frost y Wilde “testimoniales”? ¿Lo son textos anteriores, como “Le Dormeur du val”, de Rimbaud, o “Lettre du Mexique”, de Corbière? No. Todas estas piezas, y las que les seguirán hasta bien entrado el siglo xx, ponen en primer término la reconstrucción estética de una realidad que entretejen apretadamente con hilos de tradición, historia y filosofía. Además, ninguno de los textos aludidos es —ni pretende ser— documental. Si no son testimoniales, ¿qué son? Son políticos en la medida en que los animan alegatos sociales. No obstante, entendemos por poesía política, social, exteriorista5 o

Cfr. Gerard Manley Hopkins, “Tom’s Garland” (1887). Excluyo “Excélsior” y la “Oración del preso” porque en ellos pesa esa suerte de “heroísmo del yo” propio del Romanticismo. 4 En el contexto del modernismo anglosajón, la necesidad de abrir la poesía a la realidad pasa por al menos otros dos episodios relevantes, The Wasteland (1922) y Paterson (1946). Leo un proceso evolutivo que acaso haya culminado en el Omeros de Derek Walcott (1990). 5 El término es de José Coronel Urtecho. 2 3

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comprometida a una producción latinoamericana y española específica, enmarcada entre la guerra de España y los años 70, y no le veo el caso a contender con esos membretes bien delimitados y establecidos. Ahora bien, el término “testimonio” está cargado de un gravamen de veracidad que sólo puede ser cubierto mediante el montaje documental, como acontece en el segundo libro de Jaime Reyes, La oración del ogro (Era, 1984; Malpaís, 2016), y en un libro reciente que Eva Castañeda Barrera enlaza con éste, Antígona González, de Sara Uribe (sur+, 2012). En La oración del ogro, Reyes se calla para escuchar las voces de la masa de humillados y ofendidos en diversos episodios de represión política del México de los 70 y principios de los 80. A diferencia de los títulos aludidos hasta aquí, y de acuerdo con Adolfo Castañón, el libro de Reyes no contiene una sola palabra “suya”: todas pertenecen a esas mujeres y a esos hombres cuya vida fue violentamente alterada por esa “suprema potestad” que acecha también en la Antígona González, pues resulta inverosímil que tal potestad sea ajena a las cientos de desapariciones forzadas en México. Tan cercanos entre sí, La oración del ogro y Antígona González se desprenden de concepciones y contextos distintos. Reyes trabajaba en busca de la poesía de su tiempo, un decir denso, desgarrado, con tintes oníricos; en lugar de ello, fabricó el concentrado cuasi ilegible de una novela social. No me alineo con el consenso de que sea un libro fallido, más bien me parece una victoria pírrica sobre las convenciones poéticas imperantes en los 80. Antígona González es un texto sobrio, contenido, con un par de asordinados toques de lirismo. El trabajo consistió en escuchar largamente las lamentaciones de decenas de antígonas y volcarlas en un texto indiscutiblemente poético por su respiración y su ritmo al servicio de una pieza dramática conceptual: como en el caso de Reyes, no son “sus” palabras; a diferencia de Reyes, tampoco son las palabras “de la poesía”, sino de una presencia escénica, un personaje: Antígona González, que busca y exige el cadáver de su hermano desaparecido. —Me gusta compararlo con North of Boston: un texto nítido, eficaz, surgido de una conciencia formal fuerte y de la concordia entre qué y cómo—. Acaso el acierto de un libro de poesía pueda sopesarse con una pregunta a la vez sencilla y arriesgada: ¿esto pudo ser dicho de otra manera? En el caso de esta Antígona pienso que no. La —parafraseando a Frost— senda más frecuentada en estos casos es una jeremiada que, como las de los profetas bíblicos, depende del ungimiento de quien la profiere. No es tiempo de ungidos. Antígona González prueba que un texto poético testimonial y documental es posible —y quizá, en literatura, lo posible sea lo necesario— en y para un tiempo de testigos.

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Escribir para no olvidar el gesto que renace Brenda Ríos

Escribí infeliz pero viví a capa y espada Anne Sexton

Hay quienes escriben sin poder diluir la vida personal, la experiencia de lo real vinculada a la ficción. Se abre el telón y no es el actor que dispara, es un-autor-que-es-el-personaje-que-es-el-autor y la confusión es doble: para el público y para él mismo. Lo que escribe puede no ser él/ella, lo que piensa puede ser un juego, lo que dice que piensa, lo que finge que piensa. La ventaja de los escritores que cuentan su vida tal y como acontece es que uno puede ver ahí la confesión y la revelación, a pesar del disfraz literario. Hay también quienes pasan por el mundo como fantasmas: aun si vivos, anuncian la muerte venidera, no la muerte que está en todos nosotros, habitantes efímeros, sino una muerte más presente, tanto así que la vida no puede separarse de ella. Una El escritor cubano Reinaldo Arenas en Miami, Florida, en 1983 (Fotografía: Bernard Diederich / Time Life Pictures / Getty Images)

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muerte hecha escritura, bosquejo y escenografía para cuando abandonen el día que es la vida y marchen a la oscuridad nocturna de la que no saldrán. Escritores que no se conformaron con escribir, porque buscaban en ello no el alivio sino una salvación. Pero la escritura no puede salvar, sólo ser testigo. Como a Virginia Woolf, a Anne Sexton, a Sylvia Plath y a Alejandra Pizarnik, la muerte fue el silencio, la ausencia de lenguaje, el último gesto antes de dormir. Su obra no es una carta de suicidio como pudiéramos pensar, ni carta de despedida o de expiación. Su obra es la única, luminosa, evidencia de su paso en el mundo, con alas oscuras y ojos brillantes de animal que va a morir. Pienso en dos escritores, Reinaldo Arenas (Cuba, 1943-1990) y Caio Fernando Abreu (Brasil, 1948-1996). Ambos homosexuales, ambos murieron de sida. Asuntos periféricos, podríamos decir, pero en ellos no lo es. Son postulados políticos: la condición sexual y la enfermedad, y en el caso especial de Arenas, la rebeldía y la paranoia, frente a la Revolución Cubana y el monstruo que lo acecharía en los sueños y en la vida: Fidel Castro. La escritura, en ambos, se volcará sobre el cuerpo, la insatisfacción amorosa, la visión política de sus lugares de origen. “Sargento Garcia”, incluido en el libro de cuentos Morangos mofados (Fresas mohosas), de Caio Fernando Abreu, habla de la relación homosexual con un sargento en plena dictadura en Brasil. Fue el sargento quien sedujo al joven soldado. La relación de poder no es sólo de orden sexual sino de jerarquía social: un militar, además, el máximo poder. La seducción comienza por el miedo, la humillación y luego la redención del acto sexual, como si éste fuera la disculpa de todo lo que sucedió antes, la ofrenda después del maltrato. Aun así, cuando el personaje se entrega, pierde, no hay modo de ganar, ni en el ejército, ni en el amor. Es la premisa. La insatisfacción se vuelve de otra índole: intelectual y espiritual, eso estará en la mayoría de sus personajes que, podemos notar, es él, el autor. Abreu, heredero de la forma introspectiva lispectoriana, llega a un extremo de impudor, sobrepasar los límites de la confesión lo hace más misterioso: entre más revela más oculta pues juega a esconderse en los lugares evidentes. El

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testimonio es la palabra, dictar a la página antes que caiga la noche, de eso se trata. Las crónicas y cuentos de Abreu (Caio 3D, O essencial da década de 1970, 1980, 1990) son un desahogo sentimental y político. Lo sentimental como constructo político: toma una postura, defiende, ataca, muestra. El método: la sobreexposición. La escritura llega a extremos de la autocompasión pero la honestidad lo salva. No es un panfleto sentimentaloide, es un hombre soltando todas esas palabras que lo forman de pies a cabeza, sin modestia, como si el lector fuera en un momento dado su mejor amigo y él puede llegar a ser cruel y tonto porque sabe que será perdonado. El escritor es el testigo, el “Yo estoy aquí, ahora, no sé mañana pero ahora estoy aquí”. Y mientras sigo, escribo. Porque escribir es pensar, es un asunto de diálogo falso, un monólogo absurdo, una confesión en voz alta en plena oscuridad. Antes que anochezca, por otro lado, es una novela autobiográfica, centrada en la persecución de que fue objeto Arenas. La versión cinematográfica (Julian Schnabel, 2000) se enfoca en el personaje marginado, homosexual, limitando la visión de un personaje/autor mucho más complejo y rico que eso. En Antes que anochezca Arenas menciona que escribió una novela tres veces, de memoria, por haberla perdido mientras huía de sus perseguidores. También a los paranoicos los persiguen, y esa persecución lo haría cambiar su apellido y aprovechar el éxodo de Mariel para huir a Nueva York, donde moriría en 1990, por mano propia. Esa novela que reescribió de memoria era Otra vez el mar, ahí se aprecia la prisa, la escritura delirante, construida desde la fiebre, la angustia, la alucinación de que en cualquier momento irían por él. Escribir, como vomitar, es limpiar el cuerpo de lo dañino. El sexo, para el narrador de Antes que anochezca, era una serie de números: cuántos cuerpos cabían en él o viceversa, miles, cuenta ahí. No es el amor lo que busca, es el sexo en sí, en su practicidad, y en la salida aparentemente fácil que ofrece. Murió de exceso, podría decirse. Lo que lo mató parecía castigo por su promiscuidad, el sida, como se conocía entonces, parecía responder a los ruegos de los conservadores y ser el justiciero para la homosexualidad, la enfermedad del amor. En una crónica que escribió


Abreu sobre Arenas cuenta que leyó la novela y que no había sufrido tanto por un libro, que recomendaba que lo leyeran quienes “no tuvieran miedo de la verdad y del dolor”.1 Esa crónica parece una premonición, Abreu está conmovido por el suicidio de Arenas y él moriría años después por la misma causa. Pienso también en dos escritoras norteamericanas, ambas Premio Pulitzer de Poesía, compañeras y amigas del mismo taller literario: Anne Sexton y Sylvia Plath. Sus poemas de la muerte, el cuerpo, lo doméstico y lo abyecto, las hermanaría. Muchos de los poemas de Sexton buscan provocar, o quizá no, quizá es sólo que escribe lo que quiere escribir: la masturbación, el adulterio, la menstruación, el aborto, la maternidad, temas que no son comunes, pese a su condición de evidencia natural. Sexton escribe largos poemas como salmos y diatribas del mundo femenino, con una verdad poderosa: no la verdad del género (mujer que ostenta el poder) o del poder del hogar, sino la verdad de un desahogo dramático, impúdico, salvaje: “Ya que lo preguntas la mayoría de los días no puedo recordar/ camino con la ropa puesta, sin marcas por ese viaje./ Entonces la casi innombrable lujuria regresa./ Incluso entonces no tengo nada contra la vida,/ conozco bien las hojas de hierba que dices,/ el mobiliario que has puesto bajo el sol./ Pero los suicidas tienen un lenguaje especial./ Como carpinteros quieren saber qué herramientas./ Nunca preguntan por qué construir/ Dos veces me he confesado de manera sencilla, /he poseído al enemigo, he comido al enemigo;/ he tomado su oficio, su magia”. Si los poetas escriben sobre el suicidio, ¿qué pretenden?, ¿hablar con ellos mismos?, ¿contárselo a alguien más?, ¿pensar razones?, ¿excusar despedidas? Son acaso más valientes porque enfrentan la muerte con su vida entera, o se rinden sin haber luchado lo suficiente. La muerte voluntaria es polémica. En The Bell Jar, su novela autobiográfica, Plath cuenta su intento de suicidio y cómo fue rescatada. Cada rescate es un fracaso. La traen de vuelta contra su voluntad: Lady Lazarus, el poema de sus tantas vidas: “Pronto, pronto la carne que

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la fosa consumió,/ estará en mí como en su hogar./ Y yo seré una mujer sonriente/ Sólo tengo treinta/ Y como el gato tengo nueve muertes./ Esta es el número tres/ Qué manera de tirar a la basura/ Cada década”. Al final del poema confiesa: come hombres como aire. Un cuento de fantasmas, eso es su escritura, el alimento no duró mucho tiempo. Los escritores testimoniales no quieren eximirse por la escritura. No buscan cómplices en el lector. Si no fuera por el trabajo de lenguaje, serían acaso meras fotografías en blanco y negro de una realidad congelada. La intención es estética, es literatura mientras el problema de cualquier índole pueda ser representado y convertido en símbolo, no de una vida en sí, sino de la vida de varios. El escritor es muchos y sus vidas ocurren al mismo tiempo. El problema es universal. La vida íntima que duele es, por ello mismo, una verdad que rebasa la simulación literaria. El asunto es de orden ético: hablar del suicidio no es asumir el suicidio, no es un llamado de ayuda, es algo que se tiene que escribir, como las razones sentimentales, como el despecho, como la vergüenza. Llenos de valor, el autor y el lector comparten una misma intimidad, y tratan, dentro de lo posible, de hallar en el otro algo de sí mismos.

Publicado en O Estado de São Paulo, 27-11-1994

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Retrato de Tony Soprano como Napoleon Bonaparte acompaĂąado de su corcel Pie-O-My

El tedio hiperbĂłlico Alfonso Nava 24 | casa del tiempo


…que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas. Miguel de Cervantes, Quijote, Capítulo LXII

i Borges estipuló en una frase demoledora que cuando la historia es más ridícula es porque quiere parecerse a la literatura: lo dice al establecer una comparación entre los sueños premonitorios de Calpurnia, esposa de Julio César, con el de la cónyuge de Lincoln, en la víspera de sus respectivos magnicidios; y hablando de César, Thornton Wilder en Los idus de marzo hace decir a Casio, de manera burlona, que el emperador usa sus afanes de grandeza no para convertirse en un estadista ejemplar, sino en materia de sus poetas.

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Philip Roth, en su famosa entrevista en Paris Match, sugiere que parte de su vocación escritural nace de jugar a convertirse en otro durante el trance de creación. Las vanguardias francesas hablaban de la transgresión como estilo de vida, como instrumento de revelación a ejercitar desde la realidad y hacia la obra, no como mera fabulación. ¿Será que estamos sedientos de constituirnos con ficción? ii La frase de Borges se halla en “Tema del traidor y del héroe” (Ficciones, 1944), donde narra la trama urdida por James Nolan para convertir al caudillo Fergus Kilpatrick, probado traidor, en un mártir, y con ello inflamar el orgullo nacional. Su trama, que juega con la idea de los préstamos entre realidad y ficción (Nolan crea la trama y parlamentos de Kilpatrick, quien será asesinado para consumar su martirio, usando líneas de Shakespeare), tiene un paralelo real con un mito soviético. En 1932, durante los procesos de colectivización de la tierra, se extendió en la Rusia soviética la prohibición de especular con granos, bajo pena de fusilamiento público. El joven de trece años Pávlik Morózov habría descubierto que su padre escondió de los soviets toneladas de trigo. La historia también indica que habría vendido documentos e informado de posiciones de los puestos militares a “enemigos del Estado” y contrarrevolucionarios. Tras el descubrimiento, el joven Morózov hizo la denuncia ante los soviets pese al vínculo paterno, con lo que sobrevino el fusilamiento. Días después, los campesinos de Gerasimovka, su pueblo natal, lincharon al delator. La historia se escribió en libros escolares, poemas, una ópera e incluso es base de la película Bezhin Meadow, de Serguei Eisenstein. Se crearon retratos y estatuas del mártir, usadas sobre todo para adornar las sedes de las Juventudes Comunistas en Rusia y el mundo. En su libro Esclavos de la libertad, Vitali Shentalinski narra que siempre hubo duda sobre la veracidad del relato, pese a que el estalinismo se encargó de proporcionar objetos, retratos y demás elementos que

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probaran la existencia (nunca cuestionada públicamente) de Morózov. Shentalinski incluso halló un expediente con ese nombre en las amplias carpetas apiladas en la Lubianka, cuando la Glassnot de Gorbachov facilitó la apertura de archivos. Ese, junto con todo el archivo Stalin, siguen sellados en la misma sede aún en nuestros días. Shentalinski admite que, vox populi, Morózov era considerado traidor, existiera o no. Pero en su nombre los delatores se convirtieron en legión, admitiendo vocación patriótica, en una tradición negra que llegó hasta la época de la temible Stasi en la Alemania Oriental, donde podía haber un Morózov cenando o compartiendo lecho marital junto a un futuro fusilado. iii Una noche de domingo, en horario prime time, el renombrado “hombre de negocios” de North Jersey, Anthony Rotondo se reúne en su mansión, con su familia, a ver la teleserie de HBO The Sopranos. Al día siguiente, en uno de sus negocios fachada, charla con sus subalternos sobre la serie, identificándose, quizá algo preocupado por la posible exhibición, pero sobre todo orondo. El fbi, mediante un soplón, grabó varias conversaciones que luego sirvieron para incriminarlo; en varias de ellas alude a la serie: Joseph Sclafani: ¿Hey, qué carajo es eso de Los Soprano? Infiltrado del fbi: ¿La sigues? Sclafani: ¿Se supone que somos nosotros? Anthony Rotondo: Tú estás allí. Ayer te mencionaron Billy (no identificado): “Chequen a ese cabrón”, dijeron, “Revisen a ese tipo” Rotondo: Cada capítulo que ves... más y más toman de nuestras vidas. Cada capítulo. Sclafani: Sí, pero ¿de dónde lo sacan? Rotondo: Gran personaje (se refiere a Tony Soprano, el protagonista). Gran actuación…

David Chase, creador de la serie y oriundo de Jersey, ha reconocido que se llenó de información por más de treinta años sobre la familia DeCavalcante, nombre


genérico de la mafia que controla Nueva Jersey. Parte de la serie estaba basada en tal grupo, sus interacciones con los Gambino de Nueva York y otras mafias de la costa este. Las grabaciones del fbi, no obstante, mostraban que Rotondo, para entonces líder de la familia DeCavalcante, mostraba serias preocupaciones respecto a que la serie se basaba en datos obtenidos en tiempo real de su propia cotidianidad. Tenía la sensación de que un infiltrado del fbi (o de HBO) les pasaba información semana a semana. En una entrevista hacia el final de la serie, Chase indicó que no había informante alguno: sólo la investigación inicial y después el principio de no traicionar las derivaciones ni naturaleza ni el curso de los personajes. El creador sugiere que quizá ocurrió al revés: Rotondo y compañía reforzaron su identificación, quizá hasta empezaron a comportarse como los personajes de The Sopranos. Una involución entre la realidad y lo ficticio. Un tema en The Sopranos que refrescó el tratamiento común de las historias de la Mafia se dio en los primeros segundos del capítulo piloto: el protagonista, Tony Soprano, aguardaba en el vestíbulo del consultorio de su psicóloga, la doctora Melfi. En adelante, esa dinámica se vuelve rectora de la serie y hacia el final tiene un vuelco: en conversaciones con colegas y tras la lectura de un artículo, la especialista descubre que la terapia oral aplicada en mentes criminales puede surtir un peligroso efecto placebo, en el que el descubrimiento de las raíces de la conducta violenta o psicótica no sirve como revelación terapéutica, sino como reforzamiento, a modo de justificación y desplazamiento de responsabilidad. Tras advertir tales peligros, Melfi echa a Soprano de su consultorio en el último capítulo de la serie. El médico Maurice Yakowa, en un artículo para la revista de medicina de Brown University, aventura que las tesis que lee la doctora Melfi suenan drásticas, pero a nivel superficial habría un efecto de ese tipo en quien se ha entusiasmado con la serie: los fans veríamos The Sopranos para paliar, en algún nivel de realidad, nuestras propias ambigüedades morales. Como un reforzamiento de nuestra propia maldad, sugiere, buscamos en

productos culturales modelos de quienes son “más malos”, y así nos medimos fuera de la ficción. iv El mundo es para quien nace para conquistarlo, escribió el poeta, y según Norman Mailer, hasta 1971 el verso no se podía dedicar a Muhammad Ali, aunque ya tenía los méritos deportivos para suscribirlo. Incluso en 1974, cuando se autonombró “el Kissinger negro” (“No soy simplemente un boxeador; para esta gente soy una figura mundial”, dijo en conferencia de prensa), a días de su histórica pelea contra Foreman en Zaire, los reporteros del mundo chasqueaban incrédulos. Escribe Mailer en The Fight: ¿Era todavía el muchacho de Louisville que hablaba y hablaba sin cesar toda la tarde e incluso la noche, que hablaba a través de la indomable inquietud de un joven del que la historia se había apoderado introduciéndolo en su dinámica?

En un capítulo previo, Mailer sostiene que desde la objeción de conciencia de Ali en sesenta y seis, cuando renunció a ser reclutado para la guerra en Vietnam, los reportados han estado robándole al púgil el N’golo: la fuerza natural que define nuestras potencialidades, de acuerdo con las filosofías zulus. El acto de Ali, seguido de su conversión a la Nación del Islam y su afiliación a Malcolm X, dio a la prensa la clase de figura necesaria para solventar página tras página de provocación y audacia. Ali, reiteramos, ya contaba con los méritos deportivos. Ya era un bocazas necesitado de atención. Pero Mailer sostiene que el personaje histórico de Ali nació en lo que de él se escribía. Cassius Clay asumió al personaje que la prensa necesitaba. Recientemente, en una entrevista, George Steiner definió a Ali como un dios griego. Más probablemente, su suerte parece más a un personaje de Shakespeare. Coriolano dice a Volumnia: “Madre mía, bien sabes/ Que mis peligros han sido tu solaz”. O tal vez, cuando inició su gira en universidades estadounidenses, cuando ya era el rostro más visible de la batalla por

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los derechos civiles, se asemejaría a un benigno Macbeth que llega al punto en que sabe que dar la vuelta y renunciar ya sería tan grave como seguir adelante. En la crónica de Mailer (libro de la tradición del New Journalism, que inaugura para la literatura la clasificación Non-Fiction) hay momentos donde parece hablar Clay en lugar de Ali. En un momento, el púgil clama, en un gesto de hartazgo por su encierro en Zaire previo a la pelea: “Me gustaría irme de aquí”. En otro momento, tras reconocer su papel como figura mundial, suspira: “Es muy cansado”. En la pelea que narra Mailer, Ali inaugura la táctica de pelear contra las cuerdas, acto que los especialistas veían riesgoso y signo de debilidad, pero que el púgil acciona como mecanismo para descansar y repartir parte de los impactos en la elasticidad del encordado, haciendo de su cuerpo un diapasón. ¿Sería, para Clay, el personaje de Muhammad Ali el modo de resistir el duro impacto de la presión social, la terrible exigencia de su personaje? Otro momento espléndido de la crónica es cuando Mailer sospecha que Jim Brown, el gran estratega del futbol americano y pionero de la integración racial en la nfl, invitado a narrar la pelea, profiere frases que revelan cierta envidia de Ali. “Si él no existiera, probablemente Brown sería el atleta negro más importante en la historia de Estados Unidos”, sentencia Mailer. Ese es otro tema que rodea el tema de la creación de personajes: la constancia y perfección de Brown, la probidad de un Dereck Jeter, la exacta ejecución de un Jhonny Unitas, la disciplina de un Joe Frazier: todos estos casos siempre han quedado eclipsados por la estentórea teatralidad de quienes los han derrotado en momentos decisivos. Ellos se han llevado las crónicas y el laudo. El esfuerzo más real no tiene el impacto de, escribe Borges en el citado relato, “el populoso drama”. v Aparte de agua y carbono, los humanos estamos constituidos de tedio. Tedio, esa palabra que tiene en sí la resonancia de cualquier otro cuadrante en la tabla

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periódica. Somos no más que objeto de repeticiones constantes, procedimientos casi mecánicos de supervivencia incluso en la más microscópica de nuestras dinámicas corporales. Claro está que hay historias de esfuerzo, triunfos de la voluntad, genialidades súbitas, visitaciones de la belleza, pero existe también la posibilidad de que cada una de esas manifestaciones sea sólo la expresión hiperbólica de un tercero que quiso encontrar todo eso (lo bello, lo insólito, lo genial, etcétera) en lo ordinario. Y no habría nada malo en esa exageración. En frío, y sin demeritar tal hipérbole, Steven Pinker, psicólogo de Harvard, encuentra ahí una probable génesis de las artes. Escribe así en un artículo, citado por Oliver Sacks en Musicofilia: Es posible que muchas de las artes no posean ninguna función adaptativa. Es posible que sean productos secundarios de otros dos rasgos: los sistemas motivacionales que nos proporcionan placer cuando experimentamos señales que guardan correlación con resultados adaptativos (seguridad, sexo, estima, entornos abundantes en información) y la pericia tecnológica para crear dosis purificadas y concentradas de esas señales.

Esas “dosis concentradas y purificadas” son la hipérbole. La vida es compleja, no hace falta repetirlo. Las estructuras socioeconómicas, las oleadas históricas, pueden llevar al sujeto social a tales extremos de desposeimiento o exuberancia que fincan las condiciones fundamentales para que surja la tragedia en lo ordinario. E historias humanas de este tipo abundan, pero su auténtica magnificación depende de un tercero que así las pondere. No existe tal cosa como la “No ficción” porque el que escribe y el que percibe requieren de exterminar al tedio y lo ordinario en las historias de esfuerzo y grandeza que, sin su pluma, no serían más que otra común empresa humana. Convivimos mejor con la imagen dada sobre nosotros mismos. Y esa imagen se importa a nuestras vidas como predestinación trágica o esperanza. Somos más reales mientras más ficticios.


La última casa habitada

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Claudia Morales El loro era de un verde encendido y alegre. Pronto se convirtió en la sensación de la galera. Sobre todo entre las morras y los patojos; aunque Óliver no dejaba que lo tentaran mucho, porque le iban a echar ojo. Por eso pidió prestado una pintura de uñas colorada y le pintó las garritas. También le enseñó a decir “puto”, “puto”, palabra que el loro repetía todo el día y que estallaba las risas entre todos los cheros. Óliver también escribió una canción que le cantaba al loro como en sus tiempos en la ganga, esperando que el pájaro se la aprendiera. Quizá así podría hacer algún varo, para comenzar la vida allá en el Otro Lado.1 ¿Por qué te moriste, zorra? Esta rola es para esa morra, por ti no voy a la iglesia, lo que quiero es telequinesia, si te encuentro, aunque sea en Indonesia, prendo llanta, voy a marchar por el mapa, aunque la lluvia me empapa y yo no tengo ni papa, me voy para el Otro Lado, con el hueso estrellado, arrodillado. Fumando piedra, que me crece como hiedra. A la mara de la Galera le gustaba el espectáculo. El Gavilán era el único que no sonreía. Nomás observaba al pájaro con un gesto de asco en la trompa. No veía el propósito de llevarse un loro con ellos, para el Otro Lado. Pero ¿quién lo había hecho a él, el Gavilán, el líder de la ganga? ¿Quién lo había coronado como el más bravo de los bravos? Por eso lo ignoró. Y continuó dándole de beber café en el pico y trozos de tortilla en los almuerzos. “Puto”, “puto”, le respondía el loro. Continuaron en el ingenio hasta que llegó el fin de mes y les llegó la hora de volver a jalar camino. Óliver guardó su dinero en la suela de sus zapatos y envolvió en su camisa al loro. Sólo le dejó el pico fuera del envuelto para que respirara.

Imagen: iStock

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Extracto de la novela No habrá retorno.

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El Gavilán creía que lo mejor era volver a la sierra, a los ranchos de café, a andar el camino por la montaña para evitar el peligro de montarse en el tren. Allá podían engancharse en un camión de redilas que los sacara para Veracruz y de ahí derechito para Reynosa. “Ta bueno, pues”. Le dijo el Óliver. Y volvieron a andar los caminos que el Gavilán conocía. La sierra era extensa y extraña para Óliver, acostumbrado a las costas y al calor. El clima se le hacía fresco y conforme se subía más y más y más, quedaban detrás los campos de mango y caña, y sentía más frío. Los caminos de piedra estaban cercados por matas de café y palos de chalum. Las chicharras silbaban sin ser vistas. Su pitido alebrestaba la calma de la sierra. Lo único malo del camino es que al Óliver le agarraba el mal del pecho. Le costaba respirar en la altura y caminaba más lento. El Gavilán iba delante con su cuchillo al cinto. Óliver recordó entonces a la viejita ciega de aquel rancho. Pero ahora no iba a haber necesidad de eso, porque venían surtidos de mota y piedra. Además, traían plata. Varo ganado por su trabajo. Al Óliver le gustaba ganarse el dinero. Le causaba una sensación bien prendida en el cuerpo. Le inflaba la panza de orgullo, le daba ganas de decirle a la ruca “¿ya viste?, ¿ya viste? ¿Quién es el malviviente, mantenida?, ruca panzona”. Ahora él sí traía buen ritmo. Él era el chucho arisco y se iba, se iba encandilado, derechito, para el Otro Lado. Se iba en serio. El loro se sacudió dentro del envuelto. Tenía hambre, él también. —Oí, Gavilán, hay que buscar el almuerzo —le dijo. —Cabal, mano, allá delante hay unos ranchos. Pero por un largo rato no encontraron ninguno habitado. Todas las casas estaban abandonadas y los cafetales secos. El monte había crecido donde por años las

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señoras no lo dejaban crecer: en la puerta y junto a las ventanas. Es que ahora todo mundo andaba jalándole para el Otro Lado, hasta los patrones cafetaleros. Hasta ellos empacaban sus cosas y emprendían el camino. Por eso ahora todo se lo comía de nuevo la montaña. Sus casas, sus camas, sus jardines, sus santos. Pero de paso los jodían a ellos. No había qué comer porque sus huertos habían sido comidos por los pájaros y los animales de monte. De la última casa abandonada que toparon, nomás sacaron un trozo de panela que partieron en dos y se tragaron con la garganta seca, pero eso nomás sirvió para alebrestar la panza, que ya le dolía, y Óliver comenzó a marearse. Se detuvieron a pasar la hora del calor. Fumaron un poco de piedra para distraer la tripa. Después de un rato continuaron caminando, cuando la neblina comenzó a deslizarse por los cafetales. Enseguida, llegaron a un camino que se dividía en dos. No sabían hacia dónde seguir. A Óliver se le ocurrió que el loro debía saber el mejor camino. Gavilán estuvo de acuerdo. Colocaron al loro en el piso y lo observaron con calma. Primero el loro se rascó con el pico debajo del ala. Después comenzó a picotear la tierra. —Pájaro cerote. Para nada servís. El Gavilán lanzó un escupitajo a donde estaba el loro y el pájaro dio un salto y se apresuró a caminar lo más rápido que sus patas cazcorvas le permitían. —¡Para la izquierda dice! El Gavilán estuvo de acuerdo y Óliver tomó al perico de nuevo. Esta vez lo puso en su hombro, como los piratas. No tardaron en ver una casa de adobe al pie de una montaña azul. No se veía tampoco habitada y por un momento temieron lo peor. Entonces oyeron perros. El Gavilán sonrió. Ahí debía haber mara. Le dijo.


Se acercaron cuidándose de los chuchos. Pero aunque los oían, no podían verlos. Debían estar encadenados. Ambos entraron al patio donde se secaba el café. Había un montón de granos recién cepillados. Un hombre güero y fornido estaba sentado en una butaca golpeando sus nudillos contra su pecho. El Gavilán se puso la mano en el cuchillo. —Aguanta, mano. Ese viejo está idiota. El hombre se tapó los ojos con las manos como un niño. Sin duda era un imbécil. El Gavilán se entretuvo quitándole la gorra y haciéndolo dar manotazos para recuperarla. Aparte de ese hombre estúpido, no parecía haber nadie. Óliver, por su lado comenzó a husmear lo que restaba de la casa. Aquí todavía había muebles y gallinas. Debía vivir gente. Dio la vuelta y entró a un segundo patio. En el centro, había una pila de agua. Tenía mucha sed y corrió hasta ahí. Colocó al loro a la orilla de la fuente. El pájaro comenzó a beber con su pico y se salpicó gotitas de agua en la cabeza. Óliver bebió agua con las dos manos. Tenía mucha sed. El Gavilán apareció de pronto a su lado e hizo lo mismo. No habían bebido ni una gota desde que dejaron el ingenio. —¡No tome de esa agua! Una mujer apareció en la puerta de uno de los cuartos. Era joven y se veía bien puesta. —Disculpe, seño, nomás queríamos un traguito —dijo el Gavilán. —No, no tomen de esa agua, está sucia —les advirtió y los llamó con señas; les pidió que se acercaran—. Vengan a la cocina. —Jube, Jube, dales agua hervida. Una india salió del cuarto y los vio con desconfianza. Los dejó pasar a la cocina. Se sentaron en una banca. Óliver estaba cansado. Le dolía el pecho. La mujer joven

se sentó en la mesa. La india le sirvió un vaso de agua a cada uno en un vaso de peltre. El agua tenía mal sabor pero se la tomaron igual. No sabía igual que el agua fresca de la pileta. Ésta estaba acartonada y pesada. —¿De dónde son ustedes? —preguntó la mujer. —No somos de por acá, seño. Yo vengo de Guate y éste es salvatrucha. Vamos camino al Otro Lado. La india se puso junto a la mujer. Clavó sus ojos de frijol prieto en sus movimientos. La mujer se quitó el suéter y se lo colocó sobre las piernas. Sonrió. —¿Quieren comer algo antes de irse? Jube, dales algo, algo que haya por ahí. La india se apartó de ella sin perderlos de vista. Les sirvió caldo de pollo y arroz. Óliver sintió que le daba vuelta el estómago y agarró el plato aunque estuviera caliente. Comenzó a comer sin importarle que la seño estuviera viéndolo ahí, con lástima. No le afectó que ella sintiera pena por él, aunque le dolió el orgullo. Estaba bueno, que sintiera lo que saliera de su corazón. Le daba igual. Metió los dedos en el caldo caliente y pescó una pieza de pollo. —Gracias, seño —le dijo. Ella le tendió la mano. Óliver se la apretó. Sintió sus palmas suavecitas como la hoja del tulipán. Nunca nadie, salvo el Willys, lo había alimentado sin echárselo en cara. El Gavilán se le adelantó silbando con la panza llena. —¡Oigan! —La mujer los alcanzó cuando ya estaban agarrando comino— ¡Dejó a su mascota! La seño estaba en medio del camino a varios metros de la casa. Había corrido hasta ellos. —¿Qué cosa es que dejé? —¡El loro! Sin el abrigo puesto, a la mujer se le veían los pechos, paraditos y macizos. Allí no podría escucharla nadie si la jalaban para el cafetal.

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—Se lo regalo —le gritó. Se dio la vuelta y continuaron andando. El Gavilán debió haber también considerado la idea, porque había desenvainado su cuchillo y lo mecía de una mano a otra, como si le diera vueltas a un pensamiento. Pero fuera lo que fuera, ninguno de los dos dijo nada. Siguieron su camino y, al poco rato, les cayó la noche y el frío. A Óliver le comenzó la tos de chucho que le hacía chillar el pecho. Le costaba respirar y tenía que jalar aire con fuerza. El camino comenzó a oler a huele de noche y las flores resplandecieron bajo la luz de la luna. El Gavilán venía en silencio, a ratos silbaba y le contaba del Cadejo. —A ver si no se nos aparece en el camino —le dijo y volvió a quedarse mudo. Óliver pensó en aquella mujer viviendo en esa casa descuajeringada, en la pila de agua fresca, en el loro, en Willys y su panza blanda. El ultimo día que lo vio, tenía un loro en una jaula oxidada. El loro era grande y la jaula pequeña, cuando aleteaba se lastimaba las alas y pegaba chillidos largos y angustiados. Quizá cuando regrese del Otro Lado, pensó, lo vaya a ver. Va a cruzar la calle que está junto a la iglesia. Pedirá un bicitaxi. “Llévame con el Willys”, va a decir y lo van a empujar hasta su negocio. La puerta va a estar abierta, la calle estará ruidosa y hedienta. Se va a secar el sudor al entrar a la tienda. Un cipotito estará ahí en la barra, destapando las cervezas o despachando arroz y frijoles. La rocola estará tocando la rola que le gusta al panzón del Willys. Un amor que se me fue, otro amor que me olvidó. Por el mundo voy penando. Amorcito, quién te arrullará. Pobrecito que perdió su nido, sin hallar abrigo, muy solito va. Él atravesará la puerta que separa el negocio de la casa, aún se oirá la rola y ahí va estar el Willys, blanco y gordo, sentado en su butaca fumando mota. Todo eso va a pasar, todo eso cree que va a ocurrir ahora que vuelva del Otro Lado. ¿Pero va a volver? Si llega al Otro lado, ¿va a querer volverse a la mierda? Óliver dejó de oír los pasos del Gavilán junto a él. —Se te apareció el Cadejo, cerote. Se dio la vuelta para buscarlo y apenas, por un segundo, logró ver el destello del filo de la navaja que se enterró en su espalda. Recordó el beso de Nohemí en su frente y sintió que le ardía. Le pareció oír a lo lejos el sonido de la chicharra cortando filosamente con su canto el silencio de la noche.

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La modesta y épica odisea de Salas Subirat Ramón Castillo

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El escritor irlandés James Joyce en Zurich, Suiza, en 1938. (Fotografía: Giedon Weliker / Hulton Archive / Getty Images)

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El 12 de febrero de 1955, Salvador Elizondo —de veintitrés años de edad— escribe en su diario que acaba de retomar la lectura de Ulises. Asegura que lejos de las dificultades que experimentó en su intento previo, ahora le ha “resultado apasionante hasta la locura”; días después, consigna en las mismas páginas que terminó la novela. Su emoción, mezclada con proyectos e ideas diversos, es absoluta. No duda en escribir, con lúcida precocidad, que aquel volumen “es la más grande lección de literatura de muchos siglos para acá”. Un año después, lee el libro por segunda ocasión y sus impresiones, más allá de sólo confirmar la fuerza del primer encuentro, descubren nuevos y poderosos asombros, hacen del hechizo un fértil arrebato. El entusiasmo que proferiría por la novela de James Joyce fue una constante a lo largo de su vida y varias veces regresaría a ella como un fiel devoto que vuelve a los lugares sagrados a fin de renovar y hacer patente su entrega. A Elizondo se debe un puñado de valiosas reflexiones en torno a la obra joyceana y La primera página del Finnegans Wake, una traducción que incluye siete páginas de acotaciones para facilitar el paseo por apenas tres arduos párrafos. Tal afán recuerda al que realizó Jorge Luis Borges treinta años antes que Elizondo, al verter al español la última página del Ulises, es decir, un fragmento del monólogo de Molly Bloom, aquel maravilloso fluir verbal que culmina en una gozosa, rotunda afirmación. Como nota introductoria, Borges esbozó en breves pero luminosas líneas algunos de los novedosos derroteros con los que el escritor irlandés construyó el edificio narrativo que, desde la publicación de aquel opus magnum, ha dejado atónitos a sus lectores. En el preámbulo descrito, asegura ser “el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce”, sin embargo, del otro lado del mundo, dos meses antes, Antonio Marichalar había publicado en la Revista de Occidente un ensayo que exploraba el monumental suceso literario. Así pues, la primicia en la que se regodeaba Borges no era tal, no obstante, al margen de saber a quién pertenece el galardón de vislumbrar por vez primera el nuevo continente literario, llama la atención que tuvieran que pasar más de dos décadas para que se concretara una versión en nuestro idioma, habiendo expedicionarios no sólo curiosos, sino también diestros en tales faenas. Más aún, es notable que el artífice de la proeza careciera de doctas credenciales y, en su lugar, tuviera un arrojo inusitado, acaso ingenuo, que lo llevaría a conquistar el deslumbrante título de ser el primer traductor del Ulises de James Joyce al español. José Salas Subirat fue una personalidad, en muchos sentidos, inaudita. Nacido en 1900, este hombre creció en un barrio popular de Buenos Aires; a temprana edad tuvo que dejar la escuela, aunque mantuvo viva la inquietud de marcar un tempo

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singular en su destino, gracias a lo cual pudo concluir la primaria hasta los 23 años. Lucas Petersen apunta en su biografía que en Salas confluyen inquietudes diversas, búsquedas cuya disparidad ahonda el perfil humano de su figura, haciéndolo tanto más creíble y fascinante en cuanto se constata lo prodigioso de sus andanzas. Entre su currículum se cuentan algunas novelas cuya valía literaria es dudosa, libros de autoayuda, habilidades de conferencista sobre variados temas, ser gurú en el ramo de la venta de seguros, montar una fábrica de juguetes y trabajar como maestro de taquigrafía e idiomas, tan sólo por mencionar algunos de sus escarceos. Este cúmulo de vaivenes, en apariencia azaroso aventura su biógrafo, obedece no a un capricho, sino a una verdadera tentativa vital, un camino en el que la gigantesca novela joyceana fungiría en tanto cima de un empecinamiento por autodefinirse, una vía para hacer énfasis en la idea del self made men. Son dos las versiones, no necesariamente contrapuestas, sobre el cómo llegó Salas Subirat a la labor que le ha regalado una modesta, muchas veces vapuleada, pero sin duda, merecida posteridad. Según sus propias palabras, el motivo auténtico se halla en un deseo por hacer comprensible algo que representaba un reto a sus capacidades. En el reconocimiento de sus límites y el deseo de superarlos encontró la motivación para acercarse a aquella novela. De ahí que escriba: “traducir es el modo más atento de leer, y en realidad el deseo de leer atentamente es el responsable de la presente versión”. De este modo, la curiosidad y avidez por continuar ampliando su panorama intelectual fungieron como un impulso. La otra versión sugiere que fue Santiago Rueda, dueño de la casa editorial donde aparecería la traducción en 1945, quien le ofreció a Salas Subirat el trabajo a fin de alimentar el catálogo de su empresa con títulos relevantes de las letras contemporáneas. Y qué mejor ejemplar que la revulsiva crónica del Bloomsday. Al parecer, y en esto sigo a Petersen, una mezcla de ambas historias parece ser la ruta más verosímil sobre el origen de aquella aventura. Como fuera, el punto es que la tarea le demandó cinco años de trabajo a Salas Subirat, periodo en el que siguió trabajando en la

compañía de seguros La Continental, robándole tiempo a la oficina y dedicando abundantes horas a un ejercicio que ni siquiera fue remunerado. Cuando por fin apareció el voluminoso libro, la respuesta fue notoria por su variedad. Si bien fue recibida con alborozo por ciertos sectores, algunos más fueron en extremo escépticos del resultado. A principios de 1946 apareció en Los Anales de Buenos Aires, revista editada por Borges, un texto crítico al respecto. Las palabras que dedica el autor de El Aleph son, fiel a su costumbre, de una sutileza tan afilada que arponea sin ser grosero, puntualiza con maliciosa cordialidad y zanja sin elevar el tono. Con todo, esta versión del Ulises fue, por muchos años, la única disponible para los lectores hispanohablantes, por ello es preciso reconocer la deuda que varias generaciones tienen con este atrevimiento literario. Actualmente contamos con tres más, la de José María Valverde, la de Francisco García Tortosa al alimón con Luisa Venegas y, la más reciente, de Marcelo Zabaloy. La pregunta obligada sería, ¿por qué vale la pena volver la mirada a esa primera tentativa? Sin duda, el motivo no es porque sea mejor que las posteriores, entendiendo que sería desproporcionado asegurar la primacía de alguna sobre otra, más aún cuando se habla de un texto tan polisémico y complejo como el libro en cuestión. La brújula apunta hacia otro rumbo. El logro de Salas Subirat puede leerse en dos claves. Una de ellas es el haber emprendido una tarea juzgada de “muy ardua, casi imposible” —palabras de Borges—; pero más que eso, fue la tenacidad de no dejarse amilanar por las dimensiones de tal osadía. Las soluciones que asumió desde su papel de traductor pueden ser disparejas, ora luminosas o extraviadas, a veces inexplicables o felices, pero el empuje de abrazar la faena destaca por no temer ante el fantasma del error o, mejor dicho, al reconocerlo en su calidad de parte consustancial de todo esfuerzo creativo. La nimia posición de José Salas Subirat en la jerarquía literaria e intelectual, aunado al empecinamiento ante el reto, lo vuelven un ser todavía más comprensible, entrañable y humano, un individuo cuya medianía en lugar de detenerlo parece motivarlo con mayor

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fuerza. Un héroe cotidiano hecho del mismo principio que los personajes joyceanos. Insensata pero a un tiempo heroica acción, la suya merece reconocimiento no sólo por los aciertos que puede encerrar su diligencia, sino porque osa traspasar los límites literarios que Escila y Caribdis plantean como infranqueables. Tras su peripecia, llega a un puerto nada desdeñable, aunque de evidentes flaquezas pero, a la manera del propio Odiseo, lo importante es reconocer la primacía del viaje, pues en ese discurrir se fragua la grandeza. Este hombre encarna una travesía impar, experimentada desde el punto de vista de alguien ubicado por debajo de las exigencias que su propia decisión implica. Le es dado vislumbrar y comprender lo que Enda Duffy señala con tanta precisión, que la obra de James Joyce puede ser difícil, si y sólo si, se acepta que lo es en el mismo sentido que la vida es complicada y que, de igual manera, ciertamente vale la pena experimentar tal dificultad con el propósito de disfrutar ambas. En el arrojo que presume, Salas Subirat muestra un lado eminentemente activo, propositivo y, por qué no, hasta juguetón que lo emparenta —salvadas con justicia las distancias— con el mismo autor que traduce. Conforme se adentra en la espesa jungla verbal del escritor irlandés descubre nuevos juegos y guiños —algunos otros, más de los deseados, escapan a su vista dado el amplísimo registro referencial con el que Joyce se divierte— pero no se intimida, por el contrario, parece animarse poco a poco a capturar y dar vida en español a los abundantes matices que se muestran ante él. Tras la muerte de Joyce, el crítico literario Cyril Connolly recordaba que éste “en teoría era un adulto; en la práctica, no” para enfatizar el humor que atraviesa por entero las más de setecientas páginas de Ulises. De ahí que la lectura sea por completo sensual, terrena, muchas veces incómoda aunque sumamente divertida por la proximidad con la fisiología pero, en mayor grado, un texto que pese a su densidad se asoma de manera directa a los estratos más auténticos y cercanos de la existencia.

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Quizá por eso se necesitara de un temperamento menos etéreo y más tangible, uno con mayor proclividad a emprender delirantes empeños que meditadas disquisiciones, un carácter que no fuera ajeno al punto de vista del individuo común y corriente para entablar una primera traslación de esa “nueva y desconocida belleza” que describe Edmund Wilson al glosar la obra del novelista dublinés. Después de su célebre traducción de 1945, Salas Subirat preparó una versión revisada en la que incluía correcciones varias, algunas tentativas de mayor riesgo y giros distintos; sin embargo, al parecer, este trabajo quedó trunco. Aunque apareció en 1952, varios de sus apuntes sugieren la naturaleza incompleta de la intervención. Detrás de ese abandono hubo otros asuntos que demandaron su energía, una de sus hijas enfermó de gravedad y, posteriormente, se consagraría a publicar textos como La lucha por el éxito, Elementos para la historia del seguro de vida, La guía del luchador, y El secreto de la concentración, por citar algunos. Ese giro hacia la autoayuda es un tramo que, una vez más, torna más llamativa y enigmática a su persona. Después de emprender una épica legendaria, por completo extravagante, José Salas Subirat se retiró con paso tranquilo hacia el gris territorio de lo ordinario. En uno de los últimos textos que dedicó a James Joyce, este porteño escribió: “se trataría de poner al descubierto, con datos intrascendentes de puro verdaderos, sin salirse de lo cotidiano, sin echar mano de simbolismos, imágenes, metáforas o paradojas elaboradas, sin patetismos ni recursos preceptivos dudosos, al hombre entero que se da en cada uno de nosotros —estructura cabal—, intrascendente, intelectual, sentimental, erótico, escéptico, contemplativo, cínico, apasionado, abúlico, razonable, disparatado, impulsivo, ingenuo, calculador, indiferente, angustiado, cerebral, insensible y emotivo. […] en síntesis: un hombre”. Se trata de reconocer la oscura maravilla que aguarda en la odisea particular de cada ser humano, ya sea Leopold Bloom, Stephen Dedalus o, quizá, el propio Salas Subirat.


Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

El libro debe correr la misma suerte que el lector JesĂşs Vicente GarcĂ­a profanos y grafiteros |

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A Dos tipos con ojos de toro loco y un tercero con mirada tranquila se distribuyen a lo largo del microbús: uno al frente, otro atrás y uno más en medio. Armas de fuego. Descubierto el rostro. Morenos dos, blanco rojizo uno. El de gafa apacible observa a los pasajeros y empieza a hablar sin tropezar las palabras, como un discurso bien ensayado, cual locutor que después de dar los buenos días dice las noticias diario. “Esto no es un asalto. Sólo cooperen, pasaje, y palabra que aquí no pasa nada”. i Los libros deben de correr la misma suerte que el lector, llueve, truene o relampaguee, se carbonice el asfalto de tanto sol o que un viento de lobo feroz derrumbe los edificios, porque aunque no lo dice tal cual Cervantes, él nos enseñó que Rocinante vivió la misma suerte que su señor don Quijote en sus aventuras, así que heredamos como lectores y como libros el efecto Rocinante-Quijote: sabernos inseparables de la lectura y vivir la misma vida fuera de la ficción, es decir, en la no ficción, como debe ser la relación lector-libro: personal, amorosa y salvaje. Sancho y su rucio lo sabían. Y como en la vida de ficción y de no ficción se disgrega, pues hagámoslo. Si en la primera parte del Quijote hay un sabio encantador que le hace la vida de cuadritos al de la Triste Figura y hasta la escribe, en la segunda ya están en estampa cuya historia la han leído niños, adolescentes, adultos y viejos, y todos opinan, así que los personajes principales se saben leídos, porque una pluma nacida de la omnisciencia escribe lo que hacen; lo que significa que el lector es testigo simultáneo (en términos actuales: en tiempo real) del nacimiento del libro que se va haciendo en el momento de su lectura. En consecuencia, Rocinante se sabe leído y sabe que su nombre es alto, sonoro y significativo. Tiene conciencia de que su vida no es igual a la de otro caballo. B “Entonces un güey estornuda y ¡mocos!, el de la playera de los rolin que le da un cachetadón. Cállate, le grita. Y que le bajan su cel, su billetera y una tableta chida que traía el morro”, según lo constata la prensa en una nota perdida del mes mencionado y agrega otro entrevistado: “Que sangra el chavo de la nariz. Manchó su corbata, escupió baba roja y sólo alcanzó a decir qué poca madre”. El asaltante no hace nada. Apunta su pistola a la sien del joven”.

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ii ¿La literatura de no ficción es la que no se inventa, sino la que se basa en la realidad? ¿Y qué es la realidad? Algo que se parece a la ficción, pero no es la ficción. ¿Qué es la ficción? Es algo que se parece a la realidad, pero no es la realidad. El libro atrapa lo necesario y, una vez dentro, se convierte en material de ficción y de no ficción para bienaventuranza del lector. Como lectores —todo esto lo dice Basilio en una especie de vómito neuronal, en un micro rumbo a Xochimilco—, acompañamos al libro en turno y viceversa. Somos rocinantes y quijotes a un tiempo, sanchos y rocinantes, burlas y veras. Es la magia de ser lectores y vivir como tal. No somos simples seres que se ponen frente de sí un libro, e-reader, tableta, celular o cualquier otro dispositivo que nos dé licencia de ingresar al mundo de la ficción y no ficción. Por tanto, debemos asumirnos como lectores que no sólo leen, sino que mantienen una posición de ficción en la vida real, que no es tan distante a lo que hacemos diario: la disposición de vivir una aventura en las páginas que nos atraen cual canto de las sirenas. Los libros por dentro no se parecen mucho a como son por fuera. A veces les pasan cosas que no se pueden relatar. Basilio, por ejemplo, me ha contado porquerías que ni esas televisoras con programas escatológicos lo dirían. De principio, él afirma que todo libro se parece a su lector, pero no todo lector se parece a su libro en turno. Los lectores cuidamos al libro más que al celular y presumo decir que merece más cuidados, aunque en la no ficción no sucede así. ¿Qué duele más perder, el celular o el libro? Celulares hay por todos lados. Ciertas ediciones no. Y, con todo, el celular se ve más veces durante el día, el libro no; puntos en contra. C Juan Gabriel canta unos trecisílabos: “Aunque malgastes el tiempo sin mi cariño,/ y aunque no quieras, este amor que yo te ofrezco/ y aunque no quieras, pronunciar mi humilde nombre/ de cualquier modo, yo te seguiré queriendo”. Una joven quedó en shock al ver el arma en la cabeza del joven. “Tan guapo con su traje gris claro, su corbata rosa, camisa blanca, oliendo rico y lo que le hicieron”. Ella tarareaba la canción, porque apenas falleció Juanga, “Ay qué pena, ¿verdad?”.

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iii El libro de un estudiante vicioso huele a cigarro, tiene manchas de nicotina por todos lados, algunas quemaduras en el canto, ciertos tintes de tabaco en la contraportada atestada de tierra, pues es ésta, la cuarta de forros, la que más sufre los embates de la vida del lector, porque es el primer contacto con el mundo del vicio. Si bebe en botella o bote, es la portada la que más huella tendrá. La redondez del asiento del recipiente permitirá saber que ha estado en lugares sospechosos. Si el estudiante es fritanguero, pues el libro tendrá las huellas grasientas y salseras del caso. Dime qué comes y te diré qué lees. El Diccionario de poética y retórica, por ejemplo, de Helena Beristáin, que llevaba Basilio a la universidad, puede contarnos, además de los conceptos literarios, qué tacos de canasta vendían en esas calles angostas de la uam Iztapalapa, porque lo cargaba con sus manos mugrosas en la esquina al igual que en las mesas de unos famosos tacos de cochinita que había a un lado de Todo en copias, y las manchas de frijol de las tortas que venden junto a Los cuadernos, copiadora-papelería, han dejado vestigios exactamente en la parte de ficción y las figuras retóricas que tanto lo hicieron sufrir. D Atrás del microbús van Pamelo y Basilio, tacucheados y perfumados, platican de una novela de la Revolución, Tropa vieja, de Francisco Urquizo. “El personaje narra desde la leva, desde los otros de abajo que no pidieron estar contra nadie, pero ahora tienen que asesinar a sus paisanos”. “Es cierto, el pueblo se mata entre sí”, responde Pamelo ante ese breve análisis de función de personajes. Silencio. Ven a los tres asaltantes. Huelen a maldad. Eso no lo recogió la prensa escrita, sino su servidora que tiene la virtud de la omnisciencia, porque ambos sintieron miedo. Vibra el teléfono de Pamelo. Basilio siente los mensajes de Zafiro. La voz del tipo, el estornudo y la bofetada hacen que el ruido fenezca. La Tropa vieja de Basilio tiene pasta roja, dura, es de 1941. Pamelo lleva un Quijote del Museo Iconográfico que pesa una barbaridad. “Saquen el dinero, pasaje, chingada madre, o nos cargamos a todos”, dice con parsimonia el blanco rojizo, mientras apunta a la sien del joven.

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iv El Quijote nos ha enseñado que todo compañero de aventuras debe recibir la misma suerte. Porque leer es eso. Y si la aventura es “empresa de resultado incierto o que presenta riesgos”, la relación libro-lector es una odisea para que cada uno encuentre su Ítaca, pues fuera y dentro de la ficción se goza o se sufre, se aventura, y el libro se convierte en objeto del deseo; de pronto, adquiere vida propia, tanto que puede decidir qué debe leer o no el lector, de la misma manera que Rocinante decidió algunos caminos en que don Quijote quedó vapuleado o desganado, por eso es que su caballo no es un caballo, sino un ángel de la guarda, guía, acompañante, transporte, amigo y enemigo, es la persona que nunca lo dejó, y es el mismo comportamiento que tiene un libro. La diferencia: Rocinante no cuenta historias, es la historia y el discurso mismo. E “Tú ponte en mi lugar, a ver qué harías”, Juanga sigue y los asaltantes también. Pamelo lleva lo del pago de la casa y más en efectivo. Basilio su quincena casi completa y en efectivo. Aquel levanta las manos como le dice el asaltante. Éste mete la mano en el saco pamelesco y obtiene cien pesos. De Basilio se llevan doscientos. “¿Sólo eso, putos?”. El ratero levanta El Quijote y lo avienta, a Basilio le patea su novela de la Revolución. Y Juanga ataca con unos endecasílabos: “Qué daño puedo hacerte con quererte/ si no me quieres tú, yo lo comprendo…”. Al que encañona al joven sangrante se le sale un tiro, un estruendo de vidrios, gritos, frenos, gente y autos se eleva de volumen tras unos segundos de silencio. Juanga termina su canción. v ¿A poco creemos que uno es el que escoge el libro? Basilio dice que es el libro el que decide a su lector, el que persuade. Todo eso puede ser, respondo, pero si el lector no tiene la disposición, pues es obvio que no puede entrar a esas páginas; él afirma que para que haya baile y bronca se necesitan dos; de la misma manera que para que se lea, se necesitan dos, libro y lector, cuya dicotomía es menester para que la palabra ejerza su fuerza


caballeresca al rescate de los menesterosos de lecturas y de los flacos de conocimiento, y ayuda a quien lo desee, aunque no todos los libros son buenos a pesar de que tienen vida propia y que son capaces de cambiar la forma de pensar del lector, de la gente, del mundo, si no por qué se lee. Y es ahí donde Basilio apunta que seguramente el libro se sabe leído, siente los ojos en sus hojas y sus hojas en los ojos; los libros serán de ficción o de no ficción, pero lo que pasa dentro es la pura realidad, y así la ficción y la no ficción cohabitan por los siglos de los siglos. F “¿Qué hiciste?”, grita un asaltante con ojos de toro. El joven de corbata rosa cae sobre el asiento de adelante como hilacho viejo. Los tres corren hacia la calle. Pamelo se maldice: “No traje mi dinero, qué idiota”, y se agacha a recoger su Quijote y al levantarlo del lomo, por el canto caen los billetes; el alma le regresa al cuerpo. Basilio siempre supo que tenía el dinero en Tropa vieja. Llaman a la policía. Ambos cargan sus libros pegados al pecho, cual colegialas y bajan del microbús pasando la gasolinera de Huipulco, celebrando al libro y

maldiciendo el momento. Después supieron que el de corbata rosa salió intacto, la bala no entró en ningún cuerpo. Se desmayó del susto. La noticia la vi en el féis de Basilio. A los tres asaltantes los atraparon. El chofer huyó al ver a la policía. Le encontraron droga debajo de la marimba. Las redes permitieron que el mundo conociera la historia y gracias a eso me convertí en narradora omnisciente. Dato curioso: el chavo que limpia en la base de Izazaga se encuentra un libro en el microbús y le está cambiando la vida: Ilíada, y dice que lo lee y lo lee y no entiende bien, pero no lo pude dejar. Desde entonces carga su libro, lo tiene todo mugroso, con huellas de parrandas y tacos, jabón y cloro, y lo sigue leyendo porque ve a los hombres grandes y a los dioses humanos, como si no fueran de a de veras y al mismo tiempo igualitos a los pasajeros: vengativos, irrespetuosos, burlones, ventajosos, asquerosos, miedosos, tontos y también heroicos, aventados, derechos, de lucha constante; libro y lector viven el efecto Rocinante-Quijote, desde entonces viajan y trabajan juntos en un microbús y corren la misma suerte.

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Hombres impulsan un triciclo en un vecindario próximo a una planta de carbón en el norte de la provicia de Shenxi, en China, el 26 de noviembre de 2015. Fotografía: Kevin Frayer, Canada

Esquirlas del tiempo:

la exposición del World Press Photo Héctor Antonio Sánchez 42 | casa del tiempo


Decía Henri Cartier-Bresson que el arte de la fotografía mucho se asemeja al acto de lanzar con destreza una flecha. Sabemos que su amigo Georges Braque le dio en regalo un volumen que sería medular a su pensamiento, Zen in der Kunst des Bogenschießens –El zen en el arte del tiro con arco—, del filósofo alemán Eugen Herrigel; a ese breve tratado debía el francés una de las máximas de su técnica: “presentarse, aguardar en el anonimato y desaparecer”. El “instante decisivo” de la imagen y la caza serían así hermanos gemelos. Y acaso resulte una tautología, o una obviedad al menos, pensar en el oficio del fotógrafo como el de la conquista del instante. Nuestra tradición es pródiga en imágenes que, por su contundencia, aspiran a la extensión del símbolo: el Obrero en huelga asesinado de Manuel Álvarez Bravo o Muñecas de Héctor García son hoy, a la vez, sombras extraordinarias de su tiempo y ecos anacrónicos del nuestro. Allí, la captura propicia del momento trágico eleva la constatación de un hecho a un rango narrativo: por la presencia de rasgos precisos podemos reconstruir la historia. Ahora bien, la estilizada obra de tantos fotógrafos —Modotti, Mapplethorpe, David LaChapelle— nos dice, también, que su arte requiere a veces una larga premeditación y mucho arreglo, y tal vez no sea un yerro sospechar que la lente ha sido, desde que lo figurativo retrocedió en el óleo, un medio de representación artística favorable al artificio: una suerte de pincel de la era moderna. Como en otras ocasiones, el museo Franz Mayer de la Ciudad de México ha albergado este verano, apenas por un raudo mes, la exposición World Press Photo 2016, tenido por el más importante certamen internacional de fotografía periodística. Como es sabido, abundan las categorías al interior de su convocatoria —noticias, temas, personajes actuales, deportes, retratos, vida cotidiana, naturaleza—, si bien los tópicos urgentes del mundo contemporáneo dominan la atención de artistas y espectadores. El tema central de este año es “Historia de los refugiados”, como tendría que serlo el de una era golpeada por la mayor crisis migratoria y humanitaria desde la Segunda Guerra.

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Una nube de humo se cierne sobre Tianjin, en el noreste de China, el 10 de diciembre de 2015. Fotografía: Zhang Lei, China

El australiano Warren Richardson ha merecido, con Hope for a new life, el nombramiento a la fotografía del año: un hombre entrega a un refugiado sirio, a través de una alambrada de púas, a un bebé que parece dormitar, ignorante de su circunstancia, en la frontera entre Serbia y Hungría. Es el documento que abre la exposición a hondas imágenes sobre el éxodo y las adversidades que son su causa; por ejemplo, el ciclo In the same boat, del italiano Francesco Zizola, en que atisbamos las circunstancias de quinientos libios a bordo de una endeble embarcación, con destino a las costas italianas; la obra del brasileño Francisco Lima en que un soldado de ISIS, apenas un adolescente, es atendido de sus severas quemaduras en un hospital al norte de Siria —el enorme retrato de un líder político cuelga al fondo de la sala, como una afrenta al sufrimiento que presenciamos—; en fin, el conjunto del sirio Abd Doumani, Douma’s children, en que la presencia de la sangre nos recuerda, sobre rostros y cuerpos de niños, el vasto horror del mundo que habitamos. Sería interminable referir aquí todos los trabajos, pero en el espectador se alza una suerte de conmoción ante los poderes de la foto. Imposible sortear el lugar común: la imagen de mil palabras impone una narrativa propia, como la punta del iceberg. ¿Es ésta universal

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por trágica? ¿Nos conmueven estas instantáneas por los hechos que refieren o por sus propias cualidades plásticas? Y antes, ¿es pertinente exigir un talante artístico a estos testimonios de nuestro tiempo? ¿O habría que fijar su valor en el drama que acusan, en la mera proeza de su realización? El siglo xix fue escenario de una nueva forma de curiosidad en el mundo: la imagen de los otros. Por el perfeccionamiento de las técnicas de impresión, por la aparición de la fotografía misma, tuvimos retratos fieles —en diarios, en folletines, en revistas— de la apariencia de seres y latitudes remotas, al menos en las grandes ciudades del orbe. También, la locomotora, los barcos de vapor y al fin la aeronáutica hicieron posibles para amplios sectores de población viajes otrora insospechados: esta nueva curiosidad abrió el gusto popular a la zoología, la arqueología, la etnología. La guerra pronto devino un tema dominante en la fotografía de información. La obra de Roger Fenton sobre el conflicto de Crimea (1853-1856) marca el comienzo del “reportaje de guerra”, si bien habrá que esperar hasta la Guerra Civil Española para que las imágenes bélicas lleguen a la prensa: a Vu, a Life, al London Illustrated News. Poco importa: la fotografía se alía a los sucesos relevantes, y así el fusilamiento de Maximiliano,


la secesión norteamericana, la guerra franco-prusiana y, en fin, esa escala global que adquiere el conflicto bélico por vez primera en 1914, dejan vastos registros visuales. En 1925 la firma Leitz pone a la venta la cámara Leica, equipada con un rollo de 35 mm: comienza así la edad que será tenida por la más brillante para el fotoperiodismo, y decaerá hacia 1970, ante el avance de otros canales de información frente a los medios impresos. El fotoperiodismo se integra a la Historia, pero necesariamente como esquirla: la imprecisión o la intromisión del autor en los hechos que reporta no tienen cabida pero sí su visión propia. “Para lograr la atmósfera de combate hace falta sacudir la cámara”, nos diría Robert Capa: su tristemente célebre Muerte de un miliciano refiere un hecho concreto, pero es más honda y más vasta su voluntad de sugerencia. Algunas de las imágenes del World Press Photo guardan, por su composición, su ángulo o su empleo de la luz, claras reminiscencias de la pintura europea. Es el caso de la Marcha contra el terrorismo en París, de Corentin Fohlen: una extraordinaria visión del apoyo popular al diario Charlie Hebdo que es también una alusión a La liberté guidant le peuple de Delacroix. En otros momentos, la naturaleza alcanza un valor simbólico. Dos fotógrafos mexicanos figuran en este rubro: Anuar Patjane Floriuk, que en Whale whisperers captura el

Arzuma Tinado conduce a un grupo de mineros en Djuga, una mina de oro artesanal en el noreste de Burkina Faso, el 20 de noviembre de 2015. Fotografía: Matjaz Krivic, Slovenia

Manifestantes demuestran su solidaridad con las víctimas de los ataques terroristas en la Place de la Nation, en París, Francia, el 11 de enero de 2015. Fotografía: Corentin Fohlen, Francia

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Erupción del volcán de Colima, México, el 13 de diciembre de 2015. Fotografía: Sergio Tapiro, México

desplazamiento de un ballenato junto a su imponente madre cerca de las islas Revillagigedo, y Sergio Tapiro, quien en The power of nature conquista un no menos imponente Volcán de Colima en plena erupción, al punto que la densa nube que se eleva de su cráter produce un rayo que golpea su falda, por la presencia de rocas y cenizas. En fin, asistimos a otras historias: mujeres en el ejército norteamericano que han sido víctimas de violación sexual por sus compañeros; el día a día de seres que habitan las favelas de Rio de Janeiro; las calles de Pyongyang en el invierno; el paisaje apocalíptico de ciudades chinas azotadas por desastres industriales; un patriarca ortodoxo en una estación rusa en la Antártida; el fino bordado que decora la indumentaria de un niño tibetano; el insospechado poblado místico del que procede, en remotas regiones administradas por China. Desde luego, fotografías tales de escenarios remotos tienen que conducirnos al pasmo. No sabemos cuáles son sus historias pero podemos inferirlas; antes, sentirlas. Pues la imagen, incluso a pesar de sí, nos avasalla con su torrente, su pertenencia a la imaginación simbólica. Los trabajos del World Press Photo reúnen, casi siempre con excelencia, las aspiraciones más altas del fotoperiodismo: imparcialidad, integridad ética y un insondable valor artístico. Frente a la complejidad de nuestro mundo, la visión del artista: partículas del mundo que habitamos, narrativas propias frente al azar y el tiempo: arquetipos que lo son, también, de nuestro azar y nuestro propio tiempo.

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Claude Cahun: la máscara como nombre propio

Verónica Bujeiro

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Fotografías de Claude Cahun halladas entre las pertenencias de su pareja Suzanne Malherbe en los años setenta del siglo pasado.


Una mirada nos reta desde su tumba fotográfica, como el visitante de otro tiempo que es. La imagen inquieta mediante la interrogación sobre su pertenencia a una especie que reconocemos como humana, pero a la que no podemos asignarle un género sexual específico. Es Claude Cahun quien nos mira y al hacerlo abre una puerta hacia su universo, el de una artista multifacética que exploró y puso bajo interrogación la identidad y el género femenino en una valerosa coyuntura entre la exploración personal, el activismo político y el arte. Cahun es también el ejemplo insólito de una artista audaz y vanguardista, pero discreta por vocación; borrada de los anales del surrealismo en el que militó por un tiempo, un tanto por ser mujer y otro por ser una verdadera extraña entre los proclamados extraños. Su trabajo bien pudo morir junto con ella, pero fue el tiempo quien le ha encontrado los interlocutores y los marcos de referencia adecuados a esas obras que anteceden por más de medio siglo a los estudios de género y la teoría queer, tópicos propios del siglo xxi en los que la artista incursiono prácticamente un siglo antes. Nacida en 1894 como Lucy Renée Mathilde Schwob, Cahun creció en un nicho privilegiado en la alta burguesía de Nantes dentro de una familia judía, intelectual y acaudalada donde el padre era dueño del periódico local Le Phare de la Loire y en la que también figuraba el tío Marcel, el afamado autor de las Vidas imaginarias. De León Cahun, el tío abuelo, notable novelista e historiador especialista en Oriente, tomaría prestado el apellido para crearse el nom de plume con el que circularía más tarde, e insospechadamente sería también el nicho familiar quien le concedería una amante y compañera de vida en la persona de Suzanne Malherbe, cuyo vínculo harían pasar en distintos espacios, y ante la misma familia por algún tiempo, bajo la legalidad de haberse convertido en hermanastras tras la unión matrimonial de sus padres cuando ambas eran apenas unas adolescentes. En Malherbe, Cahun tiene la fortuna de encontrar asimismo a una cómplice artística con la que su trabajo visual comienza a despegar en la intrigante forma del autorretrato. Un medio denostado en nuestros días por su cotidianidad y molesto

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simulacro de afirmación, pero que en el contexto artístico e histórico de Cahun representaba una osada novedad, un particular ejercicio que la fotografía le permitía ejercer en la intimidad bajo la premisa de mantener un juego permanente alrededor de la pregunta existencial por antonomasia: ¿quién soy? Las imágenes distan de ser respuestas, puesto que pese al protegido medio en el que creció, el apoyo sentimental y artístico de Malherbe, así como los círculos intelectuales y políticos con los que se involucraría más tarde, Cahun se vio constantemente confrontada con su identidad en primera instancia como mujer, a lo que se añade más tarde el componente de su homosexualidad. Habrá que ubicar el conflicto de Cahun en ese albor del siglo xx y pensar que ella no era más que una solitaria exploradora de un planeta en el que la mujer que vota, que decide no casarse y tener hijos, la mujer con opciones sexuales, esa que deviene, como diría Simone de Beauvoir años más tarde, tardaría algún tiempo en llegar a manifestarse. Sin embargo, y de cara a esta adversidad, la inquisición de Cahun sobre aquello que se espera de una mujer más que hendir una herida aparece en forma de disenso, un estado permanente de cambio de piel como lo anuncia irónicamente al caracterizarse como un levanta pesas masculino en cuyo pecho se lee: “No me beses estoy en entrenamiento”. Es justamente mediante la libertad que le da el espacio fotográfico de verse a sí misma como un personaje, de portar máscaras y maquillar su rostro para convertirse en otro, que la artista ensaya el cuestionamiento de una identidad fuera de toda convención, para así también poner en evidencia al género sexual como un mero rol, una máscara cansina que no es más que una parte de la trama dentro del gran teatro de lo social. Controvertido apunte sin duda, eco atávico a la teoría de la performatividad de

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género desarrollada por Judith Butler en 1990, que Cahun retoma mediante la lectura de el ensayo de 1929 de Joan Riviere, “La feminidad como una mascarada”, así como la traducción que ella misma hizo en la misma época a la obra del sexólogo inglés Havellock Ellis, quien discute la posibilidad de un tercer género sexual, al que la artista comienza a adscribirse por completo: “¿Masculino? ¿Femenino? Depende de los casos. El único género que siempre me conviene es el neutro”. La vida artística de Cahun bien puede resumirse en una aventura introspectiva en la que conviven la escritura literaria y periodística, su incursión como actriz en el teatro simbolista, las experimentaciones con la imagen, siempre en compañía de Malherbe, quien a estas alturas también adquiere un nom de plume neutro como Marcel Moore. Todas estas actividades encuentran una apropiada síntesis en el libro que ambas desarrollarían: Aveux non Avenus, una peculiar autobiografía en forma de ensayo poético en donde la imagen de Cahun es descoyuntada en los brillantes collages de Moore

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como para dar una representación cabal a esa puesta en escena de la memoria de Cahun, en donde se confiesa y exhibe a modo de rompecabezas su alma trágica: “Bajo esta máscara, otra máscara. Nunca terminaré de quitarme todas estas caras.” No es mucho tiempo después de la publicación del libro que Cahun se encuentra inevitablemente con la tribu que podría entenderla: los surrealistas. Entre André Breton y ella crece una amistad y admiración mutuas, al grado que ha sido interpretada como un amor platónico por parte de Cahun hacia el líder surrealista por algunos biógrafos desocupados. Lo cierto es que Cahun tiene una participación muy activa dentro del grupo en la época que antecede a la Segunda Guerra Mundial, organiza exposiciones importantes para el grupo tanto en Francia como en Inglaterra y colabora en la redacción y firma de manifiestos; una significativa presencia que pasa de largo por mucho tiempo, pues es extrañamente ignorada por los estudiosos del movimiento, hasta que el historiador de arte François Leperlier la rescata del olvido en los años ochenta. A la par de su asociación surrealista, la artista milita diligentemente en grupos de izquierda, comulga con el marxismo y publica el panfleto “Les paris sont ouverts”, en donde promulga la realización actos subversivos de protesta como acciones artísticas indirectas, una estrategia que lleva a cabo sutil y peligrosamente al iniciar la guerra, ya vinculada al movimiento de la Resistencia. Exiliadas en la isla de Jersey, el único lugar de Inglaterra tomado por los Nazis durante la guerra, Cahun y Moore ejecutan pequeñas insurrecciones en forma de panfletos que satirizan en palabra e imagen el discurso Nazi y son firmados por “el soldado sin nombre”, acaso una más de sus máscaras. Para lograr infiltrar estos libelos entre la prole ocasionalmente recurrían al disfraz de hombre para mezclarse inadvertidamente en lugares públicos y mítines en donde deslizaban sus folios


entre los periódicos de propaganda fascista. Aprendizajes de ruptura y camuflaje aprendidos en el arte y que ahora llevarían admirablemente a la acción política, hasta que en 1944 son delatadas por un insulso vendedor de cerillos. A la suma de agravios y sanciones cometidas en su arresto, se añade la procedencia judía de Cahun y la homosexualidad de ambas, factores que les ganaron una condena a muerte. Buena parte de sus obras también es destruida durante la persecución, pero gracias a una serie de circunstancias escapan a su fatal destino y alcanzan la liberación triunfante tras el fin de la guerra. De entre las memorables personas que Cahun representa en sus retratos, sobresale el momento de su liberación en donde sostiene en la boca el escudo de un militar Nazi como símbolo de su victoria. Sin embargo, el tiempo en prisión hace mella en su salud y muere en 1954 a los cincuenta años. Su inseparable Suzanne, “mi otro yo”, como ella le llamaba, se suicidará veinte años después, dejando un legado artístico que milagrosamente se conservó gracias a los coleccionistas que compraron las pertenencias de Malherbe al morir. Ambas yacen en la misma tumba en la isla de Jersey, cómplices y amantes hasta la muerte. La discreción fue un sello en la vida artística de Claude Cahun, quien en vida no exhibió ni publicó uno solo de los retratos que conocemos ahora y aun sus escritos se mantuvieron en una circulación limitada. Su ánimo de trascendencia parece guardar una misión muy personal que más tarde transfirió a la acción política inmediata. Pero a pesar de su secrecía y riesgo por pasar completamente olvidada, uno de los factores que más impresionan de sus imágenes es su capacidad de encomendarse a la esperanza por un tiempo futuro. El mismo que logró reunirnos con su mirada.

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es) Gamma-Keystone por Getty Imag

Miguel Ángel Flores

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Pablo Neruda, el poeta adánico


Y aquí estoy yo, brotando entre las ruinas, mordiendo solo todas las tristezas, como si el llanto fuera una semilla y yo el único surco de la tierra

Así escribía un joven nacido en el profundo sur de Chile, en Temuco, tierra de lluvias torrenciales y bosques de verde perenne, que con el tiempo se convertiría en uno de los poetas más importantes del siglo xx, al extremo de ver coronada su obra literaria con el otorgamiento del Premio Nobel en 1971. El año que vio la primera luz fue 1904. Quería ser poeta y seguía la huella de sus maestros crecidos entre el romanticismo y la poesía modernista. Su carácter era agudamente individualista. Sus amigos lo describían como un joven solitario que en los inviernos vestía un viejo gabán de color negro. La juventud comenzaba para él y se mudó a la capital de su país, Santiago, donde vivió la bohemia con otros jóvenes que también anhelaban ser poetas. Pagó la publicación de su primer libro, Crepusculario, que empezó a circular en 1923. Contó que pidió al impresor cumpliera con ciertos caprichos como serruchar los cantos del libro. Los poemas están plagados de reminiscencias de la vida provinciana chilena. Están presente el paisaje de los pequeños pueblos y las casonas desoladas, hay músicos ciegos, vendedores ambulantes, rameras, hombres ebrios; es un mundo claustrofóbico de desesperación juvenil. Al primer libro le siguió el mismo año El hondero entusiasta, pero el primer peldaño en el reconocimiento de su obra sería el libro que publicó un año después, en 1924, y al que puso el título de 20 poemas de amor y una canción desesperada. Se volvió un clásico y de él los jóvenes de varias generaciones aprenderían la expresión del amor y los misterioso y gozoso del cuerpo femenino. Libro rítmico y sensual, sobriamente melancólico. Es el despertar de los sentidos al mundo, es el descubrimiento del cuerpo femenino: Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega. mi cuerpo de labriego salvaje te socava Y hace saltar el hijo del fondo de la tierra

El “Poema número 20” se volvería clásico. Poema del amor. Poema que recuerda que el amor es finito y deja la llaga de la desolación que no borra el olvido. El amor es asombro, maravilla y también desencuentro. Amor y desamor que van de la mano en el sendero de los amantes. Su verdadero nombre fue Ricardo Neftalí Reyes Basoalto. Eso decía su acta de nacimiento. Pero no quiso firmar así sus libros para evitarle un disgusto a su padre, a quien le desagradaba la idea de tener un hijo poeta. Se inventó un seudónimo. Como nombre de pila eligió el nombre del apóstol Pablo; como apellido tomó en préstamo el del poeta checo Jan Neruda. La única forma de incurrir en desobediencia sin ser reprendido era inventarse un nombre, un nombre que ocultara su identidad

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y que fuera difícil, por su rareza, de dar alguna pista sobre el poeta que se ocultaba tras él. Pablo Neruda. Así firmó su primer libro y sería Pablo Neruda hasta el fin de sus días. Ese fue su nombre de elección. Pocos recordarían el nombre completo que recibió al nacer. Fue un poeta precoz, lleno curiosidad por las cosas y los lugares. Dominaba la técnica del verso y estaba lleno de curiosidad por lo que se escribía en otras latitudes. La obra del poeta norteamericano del siglo xx Walt Whitman lo asombró, descubrió en sus dilatados poemas narrativos el lenguaje de la épica que lo marcaría para siempre. Y en los poetas franceses encontró el nuevo rostro de la poesía de un nuevo siglo. Quiso ver el mundo. Ingresó a la diplomacia y recibió como destino un lugar muy remoto, que estaba al otro lado del Océano Pacífico: Batavia, una antigua posesión holandesa. Partió hacia Oriente: exilio voluntario que agudizaría su sentido de individualidad y soledad. Inició una larga travesía marítima y vital. Navegó no sólo sobre las aguas del mar sino también se convirtió en un navegante de las aguas de la poesía y se sumergió en el aire enrarecido de la irracionalidad. Leyó a lo que los poetas de su generación escribían en España y Francia. El surrealismo fue el gran descubrimiento pues en su sistema metafórico encontró el método para expresar el malestar existencial que lo afectaba. Así escribió los versos que formaron su libro más célebre; en una época de extravíos políticos, libro negado por él mismo y sus compañeros de militancia política: Residencia en la tierra. Neruda

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había pasado por una profunda crisis pues de repente le era difícil encontrar un sentido a la vida. El mundo se resumía en un caos. En la lejana Batavia se sentía como una isla rodeada de soledad. Con ese libro cambiaría esencialmente la naturaleza de su expresión poética. El siglo XX se había inaugurado con una gran guerra y luego vendría la década bárbara de los años treinta. Él sentía que caminaba sobre las ruinas de la civilización moderna. Una forma se había desgastado fatigando los hallazgos de los parnasianos y simbolistas: había necesidad de olvidar las refinadas estructuras de rimas y de ritmos. “El tango del viudo” es el poema que mejor describe los malestares que acosaban al poeta y su genio para incorporarse a una nueva sensibilidad: Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia, y habrás insultado el recuerdo de mi madre llamándola perra podrida y madre de perros, ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre, y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños, mis comidas, sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún quejándose del trópico, de los coolíes corringhis, de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño y de los espantos ingleses que odio todavía. […] Daría este viento de mar gigante por tu brusca respiración oída en largas noches sin mezcla de olvido, uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo. Y para oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada, cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo, y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma, y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos, substancias extrañamente inseparables y perdidas.

Del Oriente regresa a su país de origen y partirá después a España en misión diplomática para ocupar el consulado de Chile en Madrid. Allí lo sorprende el estallido de la guerra civil. Conocerá el sufrimiento del pueblo, la solidaridad con las víctimas de la guerra, la fraternidad con los poetas que luchan contra el fascismo. A su vida la cruzan los vientos de la historia. La militancia política ocupará a partir de entonces un lugar fundamental en su vida.


Neruda nunca deja de escribir y quiere ser el testigo de cuanto pasa a su alrededor. Después de Batavia fue cónsul en España donde atestiguó el alzamiento contra la República Española por parte de los militares fascista. Regresó a su país y se entregó a la militancia política. Mientras ayuda a los españoles que tras la derrota de la República buscan asilo en Chile, empieza a escribir su poema épico El Canto General, cumbre de su obra poética. En 1940 se instala en México para cumplir su nueva misión como cónsul. En 1945 se incorpora al Partido Comunista, al que entrega toda su fidelidad como militante y del que se vuelve un sólido propagandista. Regresa a su país y participa activamente en la política nacional. Es elegido senador de la República por su partido y se ve envuelto en los avatares de la política de forma comprometida. Se opuso al anticomunismo del presidente de Chile. Motivo por el que fue expulsado del Congreso y perseguido. Luego de cruzar, en su huida, los Andes, se trasladó a México donde terminó y publicó El Canto General, y obtuvo, mediante suscripción pública, la forma de financiar su publicación. El Canto General se imprime en gran formato, pastas duras y guardas ilustradas por Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. El Canto General es la alabanza a los pueblos de Latinoamérica por la construcción de sus identidades, de sus luchas libertarias. Es el descubrimiento de un continente y el elogio a las culturas precolombinas. Es asombro ante una naturaleza que se desborda en su exuberancia vegetal y en la majestuosidad de sus ríos. El Canto General puede calificarse como al epopeya de un poeta por dar un perfil singular a la poesía latinoamericana.

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Con “Alturas de Machu Picchu” se elabora la construcción de una mitología, con mucho de verdad y mucho de invención y fantasía: Del aire al aire, como una red vacía iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo, en el advenimiento del otoño la moneda extendida de las hojas, y entre la primavera y las espigas, lo que el más grande amor, como dentro de una guante que cae, nos entrega como una larga luna. (Días de fulgor vivo en la intemperie de los cuerpos. Aceros convertidos al silencio del ácido: noches deshilachadas hasta la última harina: estambres agredidos de la patria nupcial.) […] Entonces en la escala de la tierra he subido entre la atroz maraña de las selvas perdidas hasta ti, Macchu Picchu. Alta ciudad de piedras escalares, por fin morada del que lo terrestre no escondió en las dormidas vestiduras. en ti, como dos líneas paralelas, la cuna del relámpago y del hombre se mecían en un viento de espinas. Madre de piedra, espuma de los cóndores. Alto arrecife de la aurora humana. Pala perdida en la primera arena. Ésta fue la morada, éste es el sitio: aquí los anchos granos del maíz ascendieron y bajaron de nuevo como granizo rojo.

A partir de El Canto General, Neruda logra el aplauso general, el reconocimiento sin fronteras. Sus lectores son legión. Escribe libros notables como Barcarola, Estravagario y Navegaciones y regresos. Chapotea en las aguas de la infamia política en Las uvas y el viento. Tenía la piel dura: impávido había elogiado al padrecito Stalin y sólo muy tardíamente reconoció su error. Fue el consentido de las burocracias llamadas socialistas que le abrían la generosa escarcela y su hospitalidad. Pero su obra es tan consistente que no había forma de que el

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ciudadano Neruda lesionara el prestigio literario del poeta Neruda. Después de los turbulentos años de la posguerra, su vida fue tan apacible como la de su país. No volvió a participar en la política activa. Continuó escribiendo su prodigiosa poesía y viajando por el mundo. Al final de los años sesenta el Partido Comunista lo postuló como su candidato a la presidencia de la república. Declinó en favor de su amigo Salvador Allende, del Partido Socialista. Todas las fuerzas de izquierda se unieron bajo el paraguas de la Unidad Popular, que obtuvo un apretado triunfo. Luego de su ascenso a la presidencia, Salvador Allende lo nombró embajador ante la República Francesa. Penosamente cumple sus tareas diplomáticas pues lo afectan malestares físicos. El cáncer comienza a minar su organismo. Regresa a su país en vísperas del golpe militar que canceló los sueños de la utopía socialista. Su amigo, el presidente Salvador Allende, es asesinado en el palacio presidencial. Al dolor físico se sumó el dolor moral. Neruda murió mientras los militares perseguían, exterminaban y torturaban a los militantes de la Unidad Popular. A pesar de la represión tuvo un sepelio tumultuoso. Sus admiradores, desafiando los ordenamientos represivos, acompañaron el cortejo fúnebre hasta el cementerio. Nada podía destruir su prestigio. Él hubiera querido que en el momento de descender a su última morada se sumara al rumor del mar, que tanto amó, la voz de las campanas.


¿Cómo formar críticos literarios en México? Gerardo Piña

Pregúntese para qué quiere usted formar un crítico literario en México. Si lo hace porque quiere mantener el lugar que ocupa México en el índice de lectura (el sitio 107 de 108 países de acuerdo con la ocde y la unesco) está bien. En México los críticos aplauden a sus amigos, le dan una suave bofetada a sus enemigos y se limitan a reseñar lo que sus otros amigos les obsequian. El ejercicio crítico literario puede desarrollarse con igual rigor por mujeres u hombres, pero como se trata de un crítico mexicano, ni por asomo piense en una mujer para formarla como crítica (usted podría ser acusado de buscar la igualdad de género, algo muy mal visto en México). Asegúrese de que su crítico ignore las obras de Platón, Horacio, San Agustín, Santo Tomás, Torquato Tasso, Alexander Pope o cualquier otro fundador de las principales corrientes de crítica literaria. Así creerá que la crítica comenzó con él mismo.

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Si quiere que su crítico sea académico, verifique que su mundo se limite al de sus profesores admirados (alguno habrá) y amigos. Así ninguno de sus trabajos saldrá de congresos académicos y sus respectivas actas. Si prefiere que el trabajo de su crítico tenga mayor difusión, revise que no haya estudiado literatura o que haya abandonado alguna carrera de letras antes de conocer los fundamentos de la crítica literaria. Así ocupará alguno de los lugares más reconocidos en las revistas literarias (estudiantes de filosofía, de derecho, autodidactas, pero no alguien que haya estudiado literatura). Si quiere que su crítico tenga éxito entre los interesados en el tema (aunque sea apenas un puñado de lectores) asegúrese de que haga reseñas —no crítica— de las novedades editoriales de los sellos de costumbre así logrará que sus lectores crean que la mesa de novedades de su librería favorita es la literatura. Que haga reseñas, pero que crea que hacer crítica es tan importante como que ignore la diferencia entre teoría literaria y crítica literaria (de otro modo acabará por hacer crítica literaria y no queremos eso). Insista en que al hacer su crítica se enfoque en juicios de valor de las obras. A todos les importará mucho la opinión de su crítico (que ignora la historia de la literatura y de la crítica misma) sobre las novedades editoriales (que para él son la literatura), ya que el público elegirá sus lecturas (sí, el lugar 107 de 108 países en el índice de lectura de acuerdo con la ocde) con base en dichos juicios. Empero, para aventajarse un poco a otros críticos puede pedirle los siguientes ejercicios: a) que descalifique e insulte lo más que pueda y, si es posible, que se enorgullezca de su racismo y misoginia; b) que resuma libros desechados por la crítica académica seria (e.g., un libro que afirma que Bajtín no escribió sus obras) o

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bien que muestre con facilidad su desconocimiento de los géneros literarios (i.e., que diga que le dan lo mismo la ciencia ficción, el realismo mágico o la literatura fantástica); o c) que se ocupe de escribir sobre los autores galardonados con el premio Nobel de literatura que a él le parecen malos escritores. Esto le ayudará mucho a subir su autoestima. (Nada como juzgar la obra de autores reconocidos desde la subjetividad). Si a pesar de sus intentos, su crítico estudia literatura y conoce las obras más influyentes de la crítica literaria desde Platón hasta Eagleton, asegúrese de que nunca se le ocurra leer de manera crítica los ensayos de su escritor favorito porque podría escribir algo como La divina pareja de Jorge Aguilar Mora (y lo condenará a un casi total ostracismo entre sus colegas). Cuide que a su crítico nadie le pregunte qué es la literatura, la crítica, el arte o la teoría. Porque si bien la posmodernidad es aún moneda corriente y puede contestar a todo con un simple: “es relativo”, esta etapa terminará y un día tendrá que dar respuestas. No deje al alcance de su crítico los textos de André Gide sobre Marcel Proust; Tolstoi sobre Shakespeare; o de Virginia Woolf sobre James Joyce, podría enterarse de que el juicio de valor sobre las obras literarias que realice tendrá el mismo peso que su juicio sobre el peinado que usa alguien más. (Pero si lo hace, dígale que responda que es un lector profesional.) Lo más importante: protéjalo de sí mismo. Que nunca se pregunte quién le dio el título de crítico literario, quién le dijo que era un lector experto, que crea que sus juicios de valor rigen el canon literario, los hábitos y las convenciones del arte. De otro modo, tendría que estudiar y tal vez ya sea tarde. La crítica, por suerte, permanecerá lejos de ese crítico suyo.


En cuyas quietas aguas Guillermina Cuevas Lago de Zirahuén. Fotografía: iStock

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Llegaron antes del crepúsculo, discutiendo, lanzándose amenazas e improperios. La mujer le decía: vas a ver Ricardo, me las vas a pagar, después no empieces con que me quiero ir con mi mamá, que ella sí te trata bien, que te cumple todo lo que se te antoja, que ella sí te comprende, que es la mujer más santa del mundo, que te dijo muchas veces que no te casaras conmigo, aunque en eso sí tenía razón, le hubieras hecho caso, así yo hubiera encontrado un mejor hombre, porque contigo he desperdiciado mi tiempo, como ahora, para qué me trajiste, si luego vas a empezar con tus cosas. Abre pues la cajuela, yo voy a sacar lo que necesito y tú busca lo que quieras. La tarde comenzó a declinar y los huéspedes entraron a la cabaña, ella con una bolsa de lona y otra de plástico, él con una bolsa de vasos desechables y una botella de ron. Afuera el lago, el viejo laurel lleno de colibríes, un viento cada vez más fresco, perfumado desde el bosque de pinos, desde los setos con rosales florecidos. Un pescador que vuelve en su canoa, junto al muelle una mujer que lo espera. Salieron de su cabaña en apariencia tranquilos, cada uno con su vaso de ron y coca cola. Caminaron hasta la orilla del lago y allá, sentados en el pasto, parecían dos turistas disfrutando del paisaje. Pero luego volvieron discutiendo, ella enojada, él burlesco. Se sentaron en la pequeña terraza, bajo la débil luz de un farol amarillento. Hace falta música, dijo la mujer, y el hombre propuso acercar el automóvil aunque esa área verde no era precisamente un lugar de estacionamiento. Hizo con

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algunos leños una rampa y, después de varios intentos y en reversa, logró subir su automóvil. Abrió la cajuela y encendió su estéreo sin ningún asomo de compasión para los huéspedes de las otras dos cabañas ocupadas. La mujer seguía sermoneándolo: qué bueno que me hiciste caso y lo subiste en reversa, la pendejada que hubieras hecho, por lo menos así sólo rompiste una maceta. Vamos pues a bailar, espero que no hayas traído tus discos piratas. Comenzaron a bailar con la música de Ray Connif tocando “Aquellos ojos verdes” y la pareja parecía feliz hasta que en un giro torpe, descontrolado, la mujer resbaló y otra vez la andanada de insultos: eres un pendejo, ni siquiera sabes bailar, lo hiciste a propósito, por eso tengo que cachetearte, para que reacciones, baboso, para nada sirves, luego te enojas porque bailo con otros, además te burlas, cabrón, sírveme otra cuba y cambia la música, quiero bailar perreo, para que sepas por qué me gusta ir al antro, no tienes ritmo, pero conmigo vas a aprender, acomódate detrás de mí y sigue mis movimientos, los vecinos no vienen a bailar porque no quieren, no chingues con eso de que los estamos molestando. Voy a la tienda a comprar cigarros, espero que cuando vuelva ya estés listo. La mujer se fue y el hombre sacó las bocinas del automóvil y las colocó sobre la mesita de la terraza. Probaba uno y otro disco, pero al escuchar “Adiós muchachos, compañeros de mi vida”, le subió el volumen, tomó ron directamente de la botella y cuando su mujer regresó la canción decía:


acuden a mi mente recuerdos de otros tiempos de los bellos momentos que antaño disfruté, cerquita de mi madre, santa viejita, y de mi noviecita que tanto idolatré…

Otra vez, exclamó la mujer, ya estás con tus pendejadas, ni santa tu viejita, ni tu noviecita, vieja perra tu madre y tu noviecita qué, ¿no se hizo amante de tu tío Pancho?, la muy puta lo atrapó, hasta se casó con él un mes después de que tu tía Meche se murió, mejor le hubiera coqueteado yo al pinche viejo, ahora la tiene como reina, la deja ir a todos lados y hasta le contrató un chofer muy guapo para que se divierta y tú, pobre diablo, con tus mariconadas, ay sí, mi viejita santa, mi noviecita, puta lagartona, yo estaba más buena que ella, pero tú, hay que tener un hijo y yo de pendeja, ¡ay sí, vamos a tener un hijo!, si tu mamá quiere cuidarlo no es mi culpa, yo tengo que trabajar, estoy ahorrando para ir a Colombia o a Brasil a que me hagan una lipoescultura, quiero recuperar mi figura, y ya no voy a comer con tu madre, eso sí lo reconozco, es una excelente cocinera, y con mala intención prepara la comida que más me gusta, por cierto mañana quiero ir a Pátzcuaro para comer un consomé de res en el mercado y una nieve de pasta en la plaza, después me pongo a dieta, ya cambia esa música, deja de llorar, no seas tan maricón, ándale vamos a bailar banda, traje unas cervezas. Y bailaron banda, y salsa, luego un danzón y, como a las cuatro de la madrugada, escucharon a Los tigres del norte, a Los tucanes de Tijuana, a Paquita la del barrio y a Juan Gabriel. A las doce del día se fueron en su automóvil compacto con placas del Distrito Federal, y el lago volvió a ser ese lugar de ensueños tradiciones y leyendas. La recamarera hizo la limpieza y, poco antes del crepúsculo, llegó otra pareja, ella una varita de nardo, él un muchacho fuerte y valeroso, el hermoso

paisaje les sirvió de fondo a los escarceos, arrumacos, cachondeos. Fueron al restaurante, compartieron los platillos y el vino que ordenaron, luego él le compró un juego de aretes, collar y pulsera en el puesto de artesanías, se encerraron en la cabaña y, sin encender la chimenea, sin música, se entregaron uno al otro el cuerpo y el alma. A la mañana siguiente desayunaron vorazmente y, entre arrumacos, subieron a una camioneta blanca con placas de California, el muchacho encendió la radio: este es el programa del recuerdo, decía el locutor, iniciamos con Ray Connif y su éxito internacional “Aquellos ojos verdes”, y enseguida la misma canción con el inolvidable intérprete de color Nat King Cole. La varita de nardo dijo: “cambia la estación esa música es para viejitos”. El muchacho fuerte y valeroso le contestó “esa canción le gusta mucho a mi mamá”. Varita de nardo dijo, “no me hables de tu mamá, anda diciendo a todo el mundo que tú te quieres divorciar por mi culpa”, discutieron, el muchacho quería comprarle otro juego de aretes, collar y pulsera, pero ella no quiso aceptarlo, cortó una rosa, tampoco funcionó, le prometió otra noche de pasión pero Varita de nardo estaba a punto de llorar. Una señora les ofreció servilletas bordadas y la muchacha eligió media docena y, un poco menos molesta, subió a la camioneta. La mujer de la primera pareja daba envidia: pasadita de peso, mandona, sexualota, con ropa deportiva para embutir sus sobradas carnes, muy segura, empoderada. El hombre no daba envidia: flaco, alto, burlesco, llorón. La segunda pareja era conmovedora: ella una varita de nardo, él un muchacho fuerte y valeroso. El lago estaba sereno como un lago y los huéspedes de la cabaña Tapimba, una pareja de jubilados en un automóvil con placas de Colima, se fueron de paseo por la calzada adoquinada, desde el bucólico pueblo de Zirahuén hasta Santa Clara del Cobre, sólo para ver qué otras escenas les regala la vida.

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armario

Ejemplo Salvador Díaz Mirón

En la rama el expuesto cadáver se pudría, como un horrible fruto colgante junto al tallo, rindiendo testimonio de inverosímil fallo y con ritmo de péndola oscilando en la vía. La desnudez impúdica, la lengua que salía y alto mechón en forma de una cresta de gallo, dábanle aspecto bufo; y al pie de mi caballo un grupo de arrapiezos holgábase y reía. Y el fúnebre despojo, con la cabeza gacha, escandaloso y túmido en el verde patíbulo desparramaba hedores en brisa como racha, mecido con solemnes compases de turíbulo. Y el sol iba en ascenso por un azul sin tacha, y el campo era figura de una canción de Tíbulo.

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Tomado de Lascas, edición facsimilar, presentación de Luis Miguel Aguilar, México, Premia, 1979, p. 37

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intervenciones Mateo Pizarro

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Carson y yo en Nueva York, de MarĂ­a Eugenia Merino

Carlos Torres Tinajero

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Retrato de la escritora norteamericana Carson McCullers. (FotografĂ­a: John Rawlings / Conde Nast por Getty Images)


El libro más reciente de María Eugenia Merino, Carson y yo en Nueva York, es un retrato preciso de esa ciudad, a partir de las notas cotidianas de su cuaderno durante una época relativamente reciente, el otoño de 2001. Ofrece un testimonio personal de la investigación sobre Carson McCullers, novelista estadounidense del siglo xx, realizada en el periodo de su beca de residencia artística en Estados Unidos. Planteada con eficacia y sencillez narrativas, además de la investigación de McCullers, también cuenta la experiencia del breve bloqueo en la creación literaria que tuvo y los síntomas de depresión que cualquier persona enfrenta en algún momento de su vida. Hay anécdotas personales, íntimas y directas, escritas con un lenguaje accesible, para describir el viaje y la época de su estancia en Nueva York a plenitud. Por ese lenguaje sencillo, la descripción del tiempo y del espacio es amena y ligera. El centro del relato parte de una constante búsqueda de identidad —en medio de un territorio ajeno a la cotidianidad de la autora, como Nueva York— y su necesidad de pertenecer temporalmente, a una ciudad ajena, a una sociedad distinta a la mexicana y a una época —el inicio del siglo xxi—, triste y convulsa en Estados Unidos, como la que se presenta en las páginas. En medio esa constante búsqueda de pertenencia a Nueva York —a la sociedad, al paisaje, a la lengua—, Merino se apropia del espacio ajeno y de las calles cosmopolitas, mediante los paseos cotidianos que relata con un tono nostálgico. La fluidez de la escritura evoca ciertos momentos decisivos en el fin de una época en su vida personal y quizá en el de la época en la geopolítica internacional de una manera entrañable. Porque entre otros elementos, Merino cuenta el horror de los ataques del 11 de septiembre de 2001, a partir de una mirada cercana y sensible. A partir de esta publicación, el lector se entera de las tareas cotidianas de Merino al estudiar la vida y la obra de McCullers para escribir Las raíces de lo grotesco,

el libro en el que seguramente trabaja en este periodo. La intención de la investigación es eminentemente literaria. Aunque en medio de los archivos, de pronto los documentos y el impacto emocional de la investigación parecieran cambiar, en algún modo, parte de la vida personal de Merino. Como si rastreara las huellas de McCullers, Merino se adentra en las calles que la novelista estadounidense frecuentó en su vida. En medio de la memoria, de sus lecturas y de su investigación, hay un discurso monológico, pero también uno dialógico con y a partir de la escritura en general y de la escritura de McCullers en particular. Merino tuvo la facilidad y la audacia de rastrear las huellas de la escritora en Estados Unidos. Anduvo en la búsqueda de los documentos, las calles, los ríos y los sitios que frecuentaba: de Dakota a la Biblioteca Pública, a Riverside Drive o al cementerio Oak Hills, donde reposan sus restos. Evidentemente, por el uso del lenguaje en el libro, las notas de McCullers sólo le sirven de pretexto para emprender una introspección en sus lecturas, en sus paseos y en su vida. Y, en medio de esa introspección, el lector llega a la gran apuesta del libro: la ciudad, la soledad y la depresión en Nueva York, pues no sólo es el escenario de la residencia literaria de Merino. Se convierte en el espejo de una sociedad multiétnica y cosmopolita —por los diversos orígenes de las personas—, que vive de prisa, inmersa en rutinas individualistas, tanto que determina la velocidad narrativa del texto. Aquel otoño en Nueva York fue inolvidable para la autora. Paulatinamente, algunos síntomas depresivos se convirtieron en un obstáculo para realizar sus actividades cotidianas. Uno de los logros más significativos de Carson y yo en Nueva York es hacer un registro detallado de la depresión, visto a la luz del tiempo, pues logra separarse de su experiencia con frialdad para describirla y ofrecer una radiografía precisa.

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Carson y yo en Nueva York María Eugenia Merino México, uam-Xochimilco, 2015, 80 pp.

Por su concisión narrativa y por el impacto social y emocional, “Aquel martes” es uno de los fragmentos con mayor intensidad narrativa en el libro. Se cuenta la experiencia de la autora durante la caída de las Torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. El cuidado de la prosa y la fuerza emotiva del texto hablan, sin duda, de un sentido de pertenencia a una sociedad ajena, de haber estado ahí y de haber sentido, en carne propia, el miedo y la desolación de ese martes en la ciudad. A diferencia de otros textos sobre la caída de las Torres, la importancia de este fragmento radica en el tono personal. Conforme el relato de las horas de ese día avanza, la descripción de Merino adquiere una insospechada vertiginosidad. No sólo se trata de un registro de hechos. Es la mirada nostálgica de una mexicana en medio de una tragedia de índole internacional. Desde ahí, desde la carga social, geográfica, cultural, pero sobre todo humana de un mexicano en Nueva York, se relata la rutina, y el día que la vida cambió en la ciudad, radicalmente. Como ella lo describe textualmente: “Y aquel martes de septiembre cesó la música. En la estación de la calle 72 de la línea 1 del metro no estaba ya aquel japonés que tocaba sus suaves melodías cuando había poca gente, pero que pasaba a música más movida cuando el andén se iba llenando de personas ansiosas que no querían llegar tarde a su trabajo. Por las tardes,

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no se vio más aquel joven alto y huesudo y desgarbado, de melena hirsuta y ojos hundidos que siempre tocaba con su flauta El cóndor pasa”. Mientras retrata el 11 de septiembre, Merino sugiere un cambio profundo en la manera en la que las personas hicieron contacto con el otro a partir de esa mañana. Pareció, según su testimonio, que los lazos humanos se estrecharon y la manera de andar por la calle se volvió más sencilla, más fraterna. Todo cambió hasta reorganizarse; todo, incluso los planes que Merino tenía de ir al norte de Nueva York, al pueblo donde McCullers vivió y al cementerio de Oaks Hills, el lugar donde está sepultada, antes de su regreso a México. La reciente publicación de Carson y yo en Nueva York es la oportunidad idónea para mirar y revalorar los textos testimoniales, como lo propone la autora. Pero al mismo tiempo, es una sugerencia para dar un paseo por la ciudad, la literatura, el tiempo y la investigación literaria. Al pensar en la historia y en la crítica literarias, el libro también pareciera ser un buen pretexto para regresar a los escritos más importantes de McCullers, ahora con la posibilidad de acompañarlos con la experiencia de Merino. Este trabajo, innovador por su propuesta formal, es una conversación —pública y privada— con McCullers que seguramente aportará nuevas claves para una lectura seria, comprometida y cada vez más precisa.


Campeón gabacho, de Aura Xilonen: ruptura y convención

Nora de la Cruz

No se puede dejar de lado el contexto: una novela que nace premiada por una cadena de librerías y una editorial transnacional llama la atención solamente por ese hecho. Si, además, la ganadora es una joven de poco menos de veinte años, hay material para suscitar la curiosidad. Uno se acerca al estante de novedades, o lee el adelanto en edición electrónica, para enterarse del prodigio. De entrada, sorprenden dos cosas: la dicción, que se ha dado en llamar ingleñol, aunque parezca un poco más una versión tropicalizada del nadsat de la Naranja Mecánica, y la fuerza visual y narrativa del planteamiento de la novela. No en balde es Aura Xilonen (Puebla, 1995) una aprendiz de cineasta. Su estilo es rítimico y combina con gran intuición el juego lingüístico —hecho de la combinación de registros, dialectos e incluso arcaísmos, con palabras provenientes del inglés— con una ingenuidad casi infantil que le da al discurso un tono ligero y por momentos gracioso. Este juego, que es el gran gancho del libro y su recurso más memorable, termina convirtiéndose en su propia trampa, pues crea una distancia estética por la artificialidad del discurso, a pesar de que, al menos en el principio, la novela se enfoca en cuestiones realistas como la pobreza y la marginación. Pudiera pensarse que, como la picaresca o los cuentos de hadas, al hacer de la violencia algo ligero e incluso entretenido hacen una representación mordaz de situaciones graves y, con ello, las critican en mayor o menor medida. Pero, al avanzar en la lectura, no queda claro si en el fondo de la estructura narrativa o del propio juego lingüístico, hay una postura sólida. Es ingeniosa la distorsión semántica de los adjetivos, pero nunca termina

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de quedar claro cuál es su razón. ¿Acaso el mensaje es que no importa? ¿Es una forma de ampliarlos? Si a Borges le interesaba que ninguna palabra de sus textos pudiera sustituirse, Xilonen decide lo contrario: la vaguedad, que el lector intuya o invente el sentido. Elige las palabras por su forma o sonido y parece colocarlas ahí como slots, para que sea el lector quien decida su significado. En esto, la novela es altamente lúdica en su décima parte, pero una vez que la sorpresa inicial ha pasado resulta incluso tediosa, pues ofrece segmentos contingentes, que dan la impresión de no tener otra función que regodearse en un juego de palabras que exige mucho del lector pero no siempre le ofrece algo a cambio. El eje de la novela es el protagonista, Liborio, un niño huérfano que, después de haber vivido en terribles circunstancias decide emigrar para encontrarse con problemas distintos, hasta que la caridad de un anciano le brinda techo, sustento y el descubrimiento de su talento natural (o sobrenatural) para el boxeo. Cabe mencionar que este arco narrativo no es tan simple como parece, pues es necesario extraerlo del abigarrado léxico del propio personaje, cuyo pensamiento es complejísimo, como se lee, pero cuyo comportamiento es por momentos el de un troglodita. Liborio es, en términos tópicos, un buen salvaje contemporáneo y tropicalizado que parece abrevar de la tradición literaria medieval (no tiene nombre hasta que alguien más lo inviste, se enamora a primera vista y castamente, su compresión es prístina y casi infalible a pesar de su ignorancia, no hay rencor en su corazón, acaso enojo, a pesar de haber sido vejado desde siempre). Pero en la creación de este personaje, la autora se excede un poco: lo dota de vigor físico, de intuición literaria (llama la atención la insistencia en realizar juicios sobre los libros, lo literario, el medio editorial, en una primera novela) y de un sentimentalismo tan fuera de serie que el héroe parece a ratos un superhombre y en otros el protagonista de cualquiera de los melodramas del cine nacional, cuyo epítome sería, sin duda, Pepe el Toro (“si la muerte fuera así, quisiera que los ángeles fueran como ella”, dice el mismo Liborio que, a pesar de haber recibido una educación informal y por demás precaria, lee ¡todos! los tomos disponibles en la librería donde trabaja y es capaz de distinguir cuáles son las “novelas pazguatas, sin vida”, “esas pinches novelas mariconas, mentirosas, vomitivas”, “con sus aspavientos de letras de gran envergadura pero poco nervio”. A pesar de que la autora tiene gran habilidad para construir anécdotas casi cinematográficas, el ritmo de la narración se ralentiza por la sobrecarga lingüística y por la decisión de narrar detalles que bien podrían haberse elidido. Dos terceras partes de la novela avanzan de esta forma y, en las últimas 120 páginas, la dicción cambia por completo (sin que uno termine de saber, entonces, qué caso tenía el

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exceso) y la narración se acelera, resolviendo la historia de Liborio con un matiz optimista semejante a un deus ex machina. La representación de la adversidad, entonces, pareciera meramente melodramática, pues ninguno de los personajes es auténticamente complejo ni hay una observación profunda del fenómeno de la migración, la alienación o la violencia. En su estructura narrativa y en su representación de lo humano, la historia resulta más bien convencional (lo cual contrasta con su originalidad léxica). Sin embargo, en medio de la simplificación de los hechos y las emociones, la novela presenta destellos de hondura y sensibilidad verdaderamente sobresalientes. La fortaleza de Xilonen es la construcción de escenas a partir de las interacciones humanas, de gran espontaneidad (en sus mejores momentos, parece que los diálogos le deben mucho a historietas mexicanas como La Familia Burrón y Simón Simonazo). Cuando la narración evita la gula del detalle o el tono apodíctico (“la música en los oídos, pienso, es una máscara para navegar sin ser molestado”; “¿acaso el puto amor siempre es una lluvia de espejos que nos devuelve el reflejo de nuestro vacío?”), presenta momentos memorables, pero tan escondidos entre el exceso que se perciben como hallazgos, y a veces incluso como descansos. El contraste entre la crueldad y la compasión representado cerca del núcleo de la historia son parte de su inteligencia, a pesar de que rozan el cliché. En conclusión, si la apuesta del libro es la ruptura lingüística, es fallida, pues atenta contra su eficacia narrativa. Sin duda, Xilonen habría conseguido una mejor novela si hubiera optado por su observación de la migración y sus dificultades, pues su sensibilidad e intuición son notables, pero se pierden en un fárrago de imágenes y opiniones con frecuencia contingentes. Pero es evidente que hay en la novela intuición narrativa y una visión inteligente. Aura Xilonen es ya una autora que suscita curiosidad, con mucho margen de crecimiento y que, venturosamente, cuenta con el apoyo de una editorial transnacional. Seguro escucharemos mucho de ella en los próximos años.

Campeón gabacho Aura Xilonen México, Random House Mondadori, 2015, 336 pp.

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Joaquín-Armando Chacón

y el tiempo del imposible1 Bernardo Ruiz

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Recuerdo que allá, al inicio de los ochenta, comencé a tratar a Joaquín-Armando Chacón, de quien tuve primero noticia de su volumen Las amarras terrestres (Ediciones del Norte), antes que de su primera novela Los largos días (Joaquín Mortiz). Faltaban apenas unos años para que Chacón obtuviera el premio Internacional Diana-Novedades con El recuento de los daños, una historia que debiera reimprimirse sin regateo. Las amarras terrestres mostraban a un novelista hábil, con una fantasía excepcional, que coqueteaba un poco con algunos recursos bien aprendidos del Boom, con una originalidad propia. Creo que eso pensé entonces para explicármelo, si bien no había obstáculo para comprender y gozar su trabajo.1 Chacón es contemporáneo de los escritores que vinieron del norte, es decir, de Chihuahua —que para ellos eso es el norte—: Víctor Hugo Rascón Banda (1948), Carlos Montemayor (1947), Ignacio Solares (1945), José Vicente Anaya (1947) y el propio Joaquín-Armando (1944). A diferencia de ellos, Jesús Gardea (1939), siempre venerado por esta generación, permaneció en Ciudad Juárez. “El Grupo Chihuahua”, como se les conoce, incluye también a Sebastián y a Benjamín Domínguez. Todos ellos se han distinguido por su quehacer en el arte y en las letras con alcance internacional por sus trayectorias sobresalientes. Con Joaquín-Armando me fue fácil congeniar: su capacidad como conversador es notable. A diferencia de muchos, Chacón sabe llevar la digresión hasta sendas lejanas y hechizar a su audiencia. El retorno al eje de su historia es como el vuelo de un zepelín que casi toca tierra, mas permanece flotando elegante y majestuoso a pocos centímetros del suelo. Así, a lo largo de más de treinta años, he sido audiencia de decenas de sus historias; y, como editor, testigo de numerosas propuestas; muchas de ellas ya resueltas; otras, todavía por cumplir. Texto leído en la presentación de Breve tiempo del imposible en la Casa de la Primera Imprenta de América, el 13 de julio de 2016.

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Breve tiempo del imposible es una recopilación de nueve relatos que muestran a un Joaquín-Armando Chacón particularmente ocupado en dejarnos con el placer o la duda de lo observado ante sobrepuestas fronteras, con perímetros variables de geometría extraña, pero líneas divisorias al fin y al cabo entre realidad, imaginación e imaginario —ya que cabe diferenciar tales modos divergentes que ocupan nuestros sueños y vigilias en infatigable competencia—. Porque si no, ¿cómo no perderse en las geografías que enuncia ese relato “La otra calle, la otra mujer” que inaugura la contrastante serie de historias que componen esta obra? Antes que nada, uno extraña a Delveaux en ese escenario peculiar que evoca la atmósfera de un país en crisis política (aquel cuadro de las Ruinas de Selinunte con varias mujeres desnudas, espectantes, en una sombría y arbolada estación de tren), ya que procede abandonar esa nación con todas sus virtudes y defectos. Y Jorge, este hombre con su propia rutina, rumbo a la oficina, y en la oficina, en su ensoñación, encuentra a Armenia para vivir un amor sin freno que supera al tibio cariño acostumbrado de María Elena y —como en “La trama celeste” de Bioy Casares—, se nos descubre que en un mismo mundo conviven otras dimensiones con variantes mínimas o desaforadas con un breve gesto. El espacio de los encuentros con Armenia se va poblando de objetos y actividades cada vez más profesionales, a la par que de pasión en lo privado: un mundo de éxito y placer. En tanto, la geografía original ha ido despoblándose, hundida en lo político, el desamor y la decadencia de la oficina. Mas llegará el día en que Armenia (que es una mujer casada) deba ausentarse durante una temporada. Pero Jorge no quedará desamparado: a sus sueños llegará una pelirroja que lo comenzará a frecuentar: ella será su siguiente destino.

Tras esta historia sucede la que se refiere al título del volumen, Breve tiempo del imposible, que se inicia con el encuentro de un par de viejos amigos, que develarán al término de una comida y en una maratónica sobremesa los nudos de sus relaciones amistosas y amorosas en su ciudad natal. En particular, en este relato Chacón busca contar, velar y develar la historia, dejarla crecer y multiplicarla mediante lo que el relator narra acerca del grupo de amigos que viven sus vidas mediante sus aconteceres, sus amores, y los altibajos de aquellos que, o no los tienen, o aspiran a la pasión. Joaquín-Armando abre sus cartas con claridad: cada narrador, cada punto de vista, inventa; lo que sucede, puede dejar de pasar, ser mero rumor o deseo colectivo; o juicio en contra de alguien, o su combinatoria. No hay más verdad. De manera que la historia de Monserrat, la española, de Arnoldo y Graciela, la deslumbrante, en contraste con el destino de José Marco, es la trama nuclear; en tanto los comensales son un mero punto de vista narrativo, casi un reflejo que desarrolla la trama. Entresacamos de ese monólogo de Héctor con Paco, el marido de María Esther, la narración completa; e inferimos el modo de ser de ese Fuenteovejuna panóptico del que a veces —como de un Jano de numerosos rostros o de una Hidra de plurales cabezas— sobresale el rostro de alguno de los miembros de esa asamblea para revelar su personalidad, y el papel que le toca representar en el conjunto, donde todos proyectan su curioso afán por armar el rompecabezas del ritual amatorio —tal vez imaginado o multiplicado en sus manifestaciones— que se ejecuta ante sus miradas (tras muros infranqueables). Sin embargo, lo que sólo importa es la presencia de la pasión que consume a aquellos que sacrifican todo para alcanzar la cúspide de su deseo. Historia tradicional, en apariencia, es “Gusanos de medianoche”, donde asistimos a la tortura de un

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hombre que se confiesa culpable ante la justicia, en tanto sus captores insisten que debe confesar su inocencia, ya que otro —su patrón— es el culpable. Así tiene que ser, pese a los motivos señalados en la confesión y los restantes detalles. Al avanzar la historia entendemos que el relato debe resolverse como el comandante exige. Una de las relaciones más peculiares del libro —que me atrevería a calificar de neogótica— es “Dominique”, que nos habla de un lector que ejerce su oficio ante un viejo, monsieur Larchant. Juntos recorren diversas historias bíblicas y a los grandes autores de la literatura francesa. En ocasiones, una mujer distraída o ebria los acompaña. El ritual es diario y se carga de tensión paulatinamente. Los detalles se suman con un dejo de maldad, en medio de una semipenumbra permanente, teatral, con una soterrada rivalidad por la ausencia o curiosidad por la presencia de la joven (¿imaginada, multiplicada?), y el ritmo que imponen las referencias literarias y las recomendaciones o comentarios que se entrecruzan entre los varones. De ningún modo es previsible el desenlace sobrecogedor; no es fácil enfocar cuál es, presuntamente, la verdadera circunstancia de todos los guiños y reflejos que ocurren a lo largo de la historia que pudieran propiciar el feliz reencuentro. En 2009, apareció Los días ajenos (novelas rotas) un libro de cuentos que contiene de manera fragmentada la materia prima con que ahora Chacón reconstruye “Una historia con lluvia”, donde un hombre solitario y fracasado alcanza a encontrar —tras un largo periplo— las palabras necesarias para intentar el encuentro con una bella viuda cuyas apuestas por la felicidad se le desmoronaron entre las manos. En esta ocasión, en este rearmado de la obra, el desenlace puede ser posible con un final más esperanzador. Los tres cuentos finales del volumen son los más intrigantes y extraordinarios. Contrastan por sus diversas características: imagino la primera historia, “El edificio nocturno” en una ciudad del norte de Europa;

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“La mujer del carnicero” es una historia de alguna ciudad latinoamericana, de provincia, que se moderniza; y “El Kentucky Bar”, cuento de antología, que ocurre —naturalmente— en Chihuahua y es una monumental historia de amor, que trasciende al tiempo. Ideal el título: “La mujer del carnicero”, donde un joven abarrotero es invitado a una noche de placer con una de las clientas más atractivas del barrio. El chico no se perderá por nada ese encuentro; en especial, porque no dejará huella: ésa es su última noche en la ciudad, ya que él se irá de madrugada. Llueve. Y ella sabe que es este chico apenas timbra y se estremece, plena, al abrir, deseosa por el joven y el encuentro. Que resultará magnífico. “El edificio nocturno” es un texto magistral. (Y esta es una frase que no concedo con facilidad.) La historia seduce: una pareja de edad, él más joven que ella. Una relación apacible y la seguridad de llegar al puerto final, donde pese a la expansión de la gente en el mundo, alcanzan un apacible espacio y ocupaciones tranquilas. (Claro que en ocasiones cualquier espacio puede desequilibrarse y es cuando queda la necesidad de sólo registrar hechos, y tratar de reflexionar lo menos posible.) Suceden con ello cuestiones inesperadas. En un lugar donde nadie debe coincidir, se dan encuentros en apariencia fortuitos, que quizá no lo sean tanto. Un mozo de aseo tal vez no es sólo un mozo. La empleada de la inmobiliaria transforma su eficiencia laboral en un intenso oficio amatorio (y declara algunas infidencias). ¿Quién es esa chica de shorts anaranjados que alguna vez vimos trotar en Santa Bárbara en alguna otra narración de Chacón, y es ahora vecina de nuestra pareja? Muchos son los secretos y misterios de este espléndido edificio de departamentos que guarda el secreto de cada uno de sus habitantes hasta que unos pasos interrumpen el silencio de un corredor que no debía ser visitado. De manera simultánea, pareciera que en la cotidianidad citadina el mundo se desfasa,


Breve tiempo del imposible Joaquín-Armando Chacón México, Cal y Arena, 2016, 220 pp.

hay incendios; notamos cómo cierran los negocios y desaparecen de la noche a la mañana. Una mujer que desea advertir al protagonista de un peligro desaparece para amanecer muerta una mañana en el parque frente al edificio nocturno. Panta rei, todo cambia. Cumplidos ocho meses de ser inquilinos del edificio, se desatan una serie de acontecimientos que desembocarán en revelaciones sorprendentes que dan un vuelco total a la vida del protagonista —a semejanza de muchos personajes de Bioy Casares, con quien Joaquín-Armando tiene plurales paralelismos—, quien es quizá el menos indicado para comprender la realidad del mundo que lo rodea, aunque es capaz de describirla para los lectores. Un paréntesis: el sueño que clausura las páginas de Breve tiempo del imposible: “Permanentes recuerdos de cortos viajes” me pareció extraño encontrarlo en estas páginas. Este sueño, creo, es mío, Chacón, lo recuerdo desde hace muchos años y tengo la certeza de que “a nadie lo había contado”, por temor de que “alguien” dijera: “—Aquella chica que dejaste de ver, ya no está; la bufanda sólo es recuerdo de la única época dichosa que tendrás en la memoria cuando mueras”. Concluyo. Hay en Breve tiempo del imposible varias improntas características de Chacón. Adjetivar los días y el tiempo, rescatar historias y convertirlas en relatos sucedáneos; aprovechar citas literarias que son reflejo de sus obsesiones, como los destinos que se repiten implacables y, en general, construir cada historia con una aparente facilidad cuyas dificultades técnicas han sido superadas con un tesón poco imaginable, para finalmente dar como resultado narraciones que parecen tejidas, diría Shakespeare, “con la sustancia misma de los sueños”.

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Las formas de U

(Disertaciones sobre El Cuerpo de U, de Bernardo Gamboa y Julieta Gamboa) Ingrid Solana

El cuerpo de U, obra de teatro escrita por Bernardo Gamboa y Julieta Gamboa, se representa de forma itinerante y representa determinadas situaciones que poseen una doble resolución por la que el público asistente vota. Al principio, se entrega al espectador un sobre con determinadas instrucciones que, de inmediato, los actores comunican al público, se colocan unos sellos de colores en las muñecas de los asistentes, uno rojo y otro azul y las escenas se desarrollan en diversos espacios de acuerdo con el lugar de la representación y en cada una se plantean situaciones humanas que conllevan ciertos juicios morales; el público debe votar por las resoluciones de su preferencia, al final, de acuerdo con la suma de los votos, hay un actor ganador, ese actor se convierte en el “poseedor” de la “metáfora” del cuerpo de U, de ahí que la obra sea participativa y dinámica. Las escenas planteadas tienen que ver con problemáticas sociales de la actualidad: la justicia por la propia mano, el incesto, la marginación de los cuerpos que no se ajustan a los cánones de “normalidad”, la educación, la compasión o la venganza. Cada uno de estos temas se cristalizan en situaciones por las que el espectador debe decidirse. Así, la primera escena nos muestra a un revolucionario que ha apresado a un torturador, la pregunta es: ¿tiene el “deber”, el “derecho” de matarlo?, ¿es loable hacerlo?, ¿se trata de una determinación moralmente aceptable? Otras escenas plantean situaciones que tienen que ver con claras disyuntivas: ¿es prudente que una madre acompañe a su hijo en su cambio de sexo?, ¿es correcto que un padre sea libre de tener una relación incestuosa con su hija?, ¿el cuerpo “raro”, marginado, es decir, el de las personas que nacen con defectos físicos, con impedimentos corporales o rarezas físicas y motrices, deben integrarse socialmente o aislarse de la comunidad para no recibir abusos y discriminación?

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Fotografías: Getsemaní Barajas

Estas son algunas de las resoluciones a las que nos exhorta El cuerpo de U. Son situaciones que ciertos espectadores requerirían pensar con detenimiento, pero que se ven apremiados por la obra que, al final de cada escena, le pide que levante su brazo derecho, sellado con una figura azul si opina una cuestión o que alce el otro, sellado con la figurilla roja, si opina de forma contraria. Semejante a un foro de opinión sobre casos legales, El cuerpo de U repite la dinámica tan acostumbrada del “tomar decisiones” y la cuestiona, como si en todo momento nos sintiéramos obligados a decidir algo, a opinar, a resolver, pero la obra nos plantea también lateralmente, ¿qué sucede si en vez de votar se piensa? ¿Por qué siempre es necesario opinar, decidir, elegir lo que los otros o nosotros mismos “debemos” hacer? ¿No es esa, justamente, la manera acostumbrada de la razón occidental que siempre encuentra lo que “correcto”, lo “apropiado”, lo “pertinente” para los otros o para sí? El cuerpo de U nos permite jugar y también comprender que siempre estamos dotados de una capacidad crítica que nos obliga a decidir; todo lo que hacemos es producto de una aparente elección, y éstas, generalmente, tienen que ver con la moral. Y la moral, aunque de inicio se vincule con el “destino individual” —parece que nuestras vidas son únicas e irrepetibles—, está siempre enclavada en una ventura colectiva: en una visión global, en una manera comunitaria de pensar y ser. El cuerpo de U nos sumerge en estas reflexiones.

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Quizá habría que empezar, más bien, preguntándose ¿quién o qué es U? La respuesta es ambigua y la obra induce a extraer un significado propio de esta metáfora. Yo, por ejemplo, pensé que U es, antes que todo, una vocal. Es decir una partícula de lenguaje, porque todo en nuestras vidas está mediado por él: las vocales son sus partículas mínimas, sin ellas, las palabras permanecerían incompletas y sordas, huecas. La vocal es el precioso fuego de las palabras, su alma. La palabra “vocal”, procedente del latín vocalis significa “con la voz”, y la /u/ se pronuncia a manera de quejido, un murmullo neutro, estruendoso de discreciones. En El cuerpo de U, la u se convierte en un personaje, se trata del meollo de la obra de teatro: un espacio que antes de ser voz, es juego. ¿Quién es U? Al principio de la obra, en el sobre que se reparte a los asistentes, se encuentra una pequeña nota que reza así: Las ideas y las palabras recibidas en la infancia nos hicieron un cuerpo. ¿Nuestra tradición cristiana vive? ¿Somos ateos? El cuerpo de U es un cuerpo libre de ideas y de palabras. Un cuerpo no condicionado. No sabemos si es posible alcanzarlo, pero prometemos dejar un par de huesos, un par de órganos, un par de músculos y sentidos intentándolo durante la función. Empieza el juego.

Es decir que si somos cuerpo, somos, ante todo, un cuerpo de infancia. Nuestro cuerpo está compuesto por sensaciones, impresiones, recuerdos y tatuajes infantiles que permanecen en nuestra memoria o son erosionados por ella o simplemente modificados a su antojo. El recuerdo infantil, cuya esencia lábil nos somete a sus denuedos, es mucho más que una subjetividad irremediable porque, en nuestro cuerpo, permanecen las huellas “verdaderas” de lo que sí sucedió y podemos no recordar. Entonces, nuestro cuerpo es receptivo al amor, al miedo, a la agresión: nuestro cuerpo “guarda” esas sensaciones primigenias y las continúa repitiendo en gestos de temor, en maneras de amar, en las reacciones ante cualquier agresión. ¿El cuerpo de U es un cuerpo infantil, sitiado por sus obstinaciones carnales, por sus impulsos callados? También es un cuerpo más amplio, el cuerpo en el que nos situamos todos, cómplices de la

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colectividad, sumergidos en un espacio corporal al que perdemos de vista en la vida cotidiana. En la obra lo primero que se nos dice es que U no tiene sexo, que es indefinido y etéreo. Es imposible no vincularlo con ese pensamiento primigenio occidental, el de Heráclito, que nombraba a las cosas siempre en neutro y decía: lo-uno-la-loca-sabia. U es un organismo de esta naturaleza, sin sexo preciso, sin identidad, es todo dentro de sí; difícil entender en una sociedad acostumbrada a nombrar: del nombre proviene el existir. Esta es la parte “ontológica” de El cuerpo de U, la pieza que plantea el “más allá” de la vida de Occidente, las fisuras en las que la reflexión no se agota, allí es posible replantear qué clase de cuerpos humanos formamos, cómo se constituyen sus diversas identidades y por qué es necesario nombrarlas como si, a través del lenguaje, se les otorgara su más profundo ser. El público de El cuerpo de U termina con la convicción de que le toca definir los cimientos profundos de ese cuerpo. Si U se identifica con el propio cuerpo, quizá es momento de pensarlo desde otros ámbitos para evocar, ante todo, una relación diferente con los otros seres humanos: seres que ya no sólo son un género sexual o un medio para obtener algo, sino un fin en sí mismos. Si todos fuéramos fines podríamos vernos con extrañeza, pensarnos desde lo inhabitual, considerarnos no seres prefigurados o definidos de antemano, nuestra condición social o nuestra “pertenencia” a una identidad familiar y grupal; podríamos contemplarnos con extrañeza, redefinirnos, asumirnos como parte de un complejo colectivo en el que muchas de las maneras con las que nos vinculamos ya no son posibles. Pese a la complejidad de las cuestiones mencionadas, El cuerpo de U plantea realizar estas interrogantes desde el juego, nos somete a su ley. Y lejos de ser una respuesta, la misma representación se auto cuestiona al representarse de forma itinerante con condiciones espaciales que limitan el entendimiento, que restringen nuestros propios cuerpos. Cada representación es única, porque varían las condiciones espacio temporales: quien asista a la obra, asistirá en cada función a


una distinta porque la representación teatral rompe con el tiempo habitual, cronológicamente sucesivo, y nos sumerge en un tiempo único, el del arte, ese tiempo disfuncional de rupturas e instantes, allí donde se devela el meollo del goce estético. El cuerpo de U se inscribe así en un teatro dinámico, “post dramático” o un mal llamado, quizá, “teatro experimental”. Es decir, un teatro, ante todo, colaborativo y conversacional que exige la inserción del espectador en lo que contempla y que, por consiguiente, plantea determinaciones inmediatas, casi como si el público estuviera viviendo las situaciones y tuviera que decidir qué resolución tomar. Todo el arte, desde el siglo xx, insta al receptor a que se comunique con su ámbito de manera horizontal, es él quien construye el sentido de la obra, arma el puzzle. En El cuerpo de U este acontecer de la obra en el Otro, en el espectador, es aún más visible, ya que el juego al que nos conmina siempre da como resultado una obra de teatro distinta, en la que el personaje ganador podría ser cualquiera. La reflexión de fondo es cómo la visión Occidental, en cuanto a nuestras determinaciones éticas, nos orilla a la infinita elección binaria. ¿Por qué la solución siempre es entre dos cosas y por qué no se plantea en puntos medios, en alternativas? Quizá no siempre es necesario pronunciarse y opinar gritando el sentir sobre la vida de otro, que, justamente, “es” la vida del otro. También, mediáticamente, la televisión y las redes sociales continuamente nos presentan innumerables situaciones en las que se plantea un posicionamiento por parte del que observa y sí, es necesario elegir, situarse, pero, ¿por qué no esperar un poco y darse el tiempo de pensar? El cuerpo de U incita a reflexionar, silenciosamente, en los mecanismos de elección del ser humano contemporáneo.

El Cuerpo De U De: Bernardo Gamboa y Julieta Gamboa Con: Bernardo Gamboa, Micaela Gramajo, Maraqui Pradis y Roberto Pichardo Dirección: Bernardo Gamboa Producción: Teatro Bola de Carne

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El pensamiento fugitivo

Antes que los labios

de Miguel Espejo Rafael Toriz

Cuando se trata de autores contemporáneos, pocas veces se tiene el privilegio de atestiguar el cénit de una obra, ese lugar reservado para un puñado, toda vez que la voracidad del presente, aunada a la frecuente incapacidad de leer autores complejos alejados de los reflectores, dificultan el encuentro con obras sólidas y maduras, como ocurre con el último libro del ensayista y poeta argentino Miguel Espejo (Jujuy 1948), cuyo libro más reciente ofrecen una imagen del autor en plenitud de sus poderes. La obra de Espejo, conocida en el país principalmente por sus libros de ensayo editados durante su exilio —El jadeo del infierno (sobre Malcolm Lowry, uv), La ilusión lírica (sobre Milán Kundera, unam), Heidegger o el enigma de la técnica y Senderos en el viento (ambos por la buap)— ha sido fecunda también en poesía, como lo atestiguan los poemarios Fragmentos del universo, Mundo y La brújula rota, publicados parcialmente en una antología editada por la editorial argentina Colihue bajo el nombre de Larvario y cuyos alcances el poeta Enrique Molina sintetizó con eficacia: “Espejo logra la síntesis de los dos principales planos de su creación: el de la filosofía y el de la sensibilidad poética”. Probablemente lo más llamativo de Antes de los labios es que se trata de poemas narrativos que cuentan y describen instantes biográficos, ejercicios diferentes y diferidos de lo que ha cimentado la fortaleza de su ejercicio poético, puesto que Espejo, con temple de aforista y atento lector de Porchia, Pessoa y Schopenhauer, ha cultivado la condensación mediante granadas sintéticas, ejercicios de condensación mito-filosófica como lo demuestra la reciente antología de su poesía publicada este año en París por la editorial Centrifuges, À l’ombre d’Éphèse, en la delicada traducción de Jean-Marc Undriener. Los últimos poemas de Espejo son narrativos, aunque preciso sería decir dinámicos. Cada página canta y cuenta una historia, orientada por una brújula imantada por el concepto, el norte de una idea que se desdobla en sugerencias revestidas de argumentos: literalmente, poesía de ideas, versos que contienen la simiente de

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improbables ensayos. Su poesía, de raigambre metafísica, está impregnada de Mallarmé pero también de la lectura de Maurice Blanchot asimilando a Mallarmé: en Espejo el misterio de la percepción de la conciencia es motivo de ensayos que sólo alcanzan a encenderse con la lumbre del verso. El libro es atravesado por una sensación de camino cumplido, de aquel mundo recorrido que sin embargo no se mira con nostalgia, sino, a veces con sorna, y mejor aún, de buen talante, “cuando comenzó a corroerme la poesía/ camino inmodificable a mi propia estupidez/ introducción permanente/ a no sé qué hallazgos indeterminados/ quise hablar del amor/ pero no pude”. De aliento telúrico, hay en Espejo una voz que lo desdibuja, pero a semejanza del nuboso Tezcatlipoca, lo refleja “afirmemos la negación: /no hay estrictamente hablando/ ni un filo de la navaja/ ni un borde del abismo/ en los crímenes de las praderas”. Y un apetito sensual recurrente, voluptuoso, que confirma su estirpe de goliardo: “Caminé mordiendo nalgas tras nalgas inalcanzables/ ¿no eran las mismas?/ ¿acaso variaciones sobre un mismo tema?/ ¿el fulgor de las fugas en su esplendor de matices?/ ¿o el vibrante treno de la quena en su pentatónica huida?” La autocrítica es dura, frontal, y se adivina, si no sensata, al menos sincera, atemperada: “no he logrado más que cierto virtuosismo en la desdicha/ la paradoja de aquel que mide su carrera a través de una tortuga”, empero, el autor sabe, con Quevedo, que “la vida no es sino la risa en los labios de la muerte”. Es difícil hacer justicia en poco espacio al autor de versos verdaderos (“La escritura es vana/ casi del mismo modo en que, tarde o temprano,/ la vanidad se transforma en escritura”) por ello, acaso sólo reste citar las palabras de Yves Bonnefoy, a quien tradujo diligente: “amar la perfección porque ella es el umbral, / Pero conocida negarla de inmediato, olvidarla muerta, / La imperfección es la cima”

Antes que los labios Miguel Espejo Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2016, 160 pp.

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colaboran Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las Letras Mexicanas. Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949). Cronista, ensayista, narrador, poeta y traductor. Ha traducido la obra de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Guide, Roger Munier, entre otros. Ha publicado, por mencionar algunos, los poemarios Muertos y disfraces, La ceniza en la frente y Ningún sitio que sea mío, así como la novela Hemos perdido el reino. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Guillermina Cuevas (Quesería, Colima, 1950). Poeta, narradora y traductora colimense. Licenciada en Letras por la Universidad de Colima. Es autora, entre otros, de la novela Piel de la memoria, el libro de cuentos Pilar o las espirales de tiempo y los libros de poesía Apocryphal Blues y De ásperos bordes. Salvador Díaz Mirón (Veracruz, Veracruz, 14 de diciembre de 1853 - íbid., 12 de junio de 1928). Político y poeta. A los catorce años de edad se inició en el periodismo. Fundó y dirigió diversos periódicos como El Veracruzano, El Semanario, El Orden, y El Imparcial. En 1901 publicó Lascas, poemario que instaura la poesía moderna en México. Claudina Domingo (Ciudad de México, 1982). Ha publicado los libros de poesía Miel en ciernes, en 2005, y Tránsito, en 2011, con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Carlos Pellicer” para Obra publicada. Becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en 2007 - 2008 y en 2010 - 2011. Miguel Ángel Flores. Es profesor de tiempo completo de la uam-Azcapotzalco. Ha publicado poesía, ensayo y traducciones de poesía, entre sus libros destacan Pasajero de sombras y Sentimiento de un accidental. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc”, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde” 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro.

Claudia Morales (Cintalapa de Figueroa, Chiapas, 1988). Estudio Lengua y literaturas hispánicas en la unam y el taller de creación literaria y guion cinematográfico de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente tiene la beca Fulbright para continuar con sus estudios de doctorado. Con No habrá retorno obtuvo el Premio Nacional de Novela Breve “Rosario Castellanos” 2015. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la cultura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” y en 2016 obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela “Sergio Galindo” por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, novela escrita junto a Alejandro Arteaga. Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en Letras Inglesas por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Bernardo Ruiz (ciudad de México, 1953). Escritor, editor y traductor, es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Tiene más de veinte libros publicados; el más reciente es la colección de ensayos Asunto de familia (2014). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Ingrid Solana. Ha publicado los poemarios De Tiranos, en 2007, y Contramundos, en 2009. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en ensayo de 2009 a 2011. Estudió la licenciatura y la maestría en Letras en la unam. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad Veracruzana.. Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Carlos Torres Tinajero (Ciudad de México, 1982). Cursó estudios de Creación Literaria en la Sogem y Lingüística en la enah. Es coautor de Voces de los arcanos. Antología de cuentos (Minimalia, 2003).

Tiempo en la casa. Lawrence Durrell: el heraldo negro del futuro de Chipre María Guadalupe Flores Liera


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Carlos Roberto Jaimez González


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