Revista mensual de cultura Año XXXVI, época V, Vol. III, número 34 • noviembre 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Novedades editoriales ANTROPOLOGÍA
Comprendiendo a los creyentes: la religión y la religiosidad en sus manifestaciones sociales
CIENCIAS MÉDICAS
Debates y problemas actuales en medicina social. La salud desde las políticas y los derechos, el trabajo, la formación y la comunicación Carolina Tetelboin Henrion y José Arturo Granados Cosme (coords.)
EDUCACIÓN
Evaluación del aprendizaje y para el aprendizaje. Reinventar la evaluación en el aula Tiburcio Moreno Olivos
POLÍTICA
La magia del estado
casadeltiempo • número 34 • noviembre 2016
Carlos Garma Navarro y María del Rosario Ramírez Morales (coords.)
Exilio y migración Semblanza de René Avilés Fabila De Finnegans Wake, “La Balada de Persse O’Reilly”, de James Joyce 22 años del Centro Nacional de las Artes, un balance
Michel Taussig
URBANISMO
Servicios urbanos en las ciudades mexicanas de los siglos XIX y XX
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
“P au l (B Val Sup us ér le ca y: m el la en có in to di te go lig ele Q en ct R r pa cia ón ra ve ico de rsi T sc fic iem ar a” ga , po gr de en at M ui ig la ta ue ca en l Á sa pá ng : gi e na l F 80 lor ) es
María Esther Sánchez Martínez y María del Carmen Bernárdez de la Granja (comps.)
Universidad Autรณnoma Metropolitana
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Programa de Presentaciones Encuentra el Foro UAM en nuestro Stand / i10
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Editorial
A lo largo de la Historia, dos grandes factores han propiciado la migración de las sociedades: la economía y la violencia. Si tomamos en cuenta que el relato del viaje es un modo de narrar estable y natural de la comunicación humana, resultarán inagotables las anécdotas y la reflexión en torno a las causas, las vicisitudes, los descubrimientos y la suerte final del viajero forzado, fuentes que arrojan de continuo un retrato tan fiel como sorprendente de la vida cotidiana. Por tanto, en el presente número de Casa del tiempo el lector hallará una serie de textos que dan cuenta de conquistas territoriales como un robo de base, exilios interiores, confinamientos poéticos, biografías a salto de mata, abrazos a una patria momentánea, agónicos cantos de destierro, arduas travesías como castigos demoniacos y nostalgias sin fin por el terruño perdido. En la sección Antes y después del Hubble, Jorge Ruiz Dueñas —mediante una aguda semblanza— rinde homenaje a la memoria del escritor e investigador René Avilés Fabila, profesor distinguido de nuestra universidad. Gerardo Piña, por su parte, continúa con Enrique IV la revisión de las obras de William Shakespeare; Jesús Vicente García elabora una jocosa crónica sobre la novela y la lluvia; y Moisés Elías Fuentes nos habla de la vertiente crítica del poeta chileno Gonzalo Rojas. En la sección Ménades y Meninas, el arquitecto Antonio Toca celebra los 22 años del Centro Nacional de las Artes y refiere holgadamente su aciertos y sus desmesuras. Bajo la narración de lugares y sucesos cercanos como remotos, confiamos en que la lectura de este volumen figure una migración plácida y provechosa.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iii, núm 34 • noviembre 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, (†) María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Portada Francisco López sobre una ilustración de iStock Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. III, número 33, octubre 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de octubre de 2016. Tamaño de archivo: 18 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil La Balada de Persse O’Reilly, 3 James Joyce
profanos y grafiteros Artaud, el exiliado, 7 Adán Medellín A puerta cerrada, 11 Brenda Ríos Ruth Troeller: Extracto de una biografía, 16 Stephen Murray Kiernan La reconquista de Chavez Ravine, 20 Alfonso Nava Los visitantes, 25 Héctor Antonio Sánchez Acentos, 31 Pablo Molinet A través de la nación de los despojos, 34 Miguel Ángel Flores Vilchis El insólito fulgor de la añoranza: Guillermo Cabrera Infante, 39 Ramón Castillo
ménades y meninas Centro Nacional de las Artes, 43 Antonio Toca Fernández
antes y después del Hubble Semblanza de René Avilés Fabila, 52 Jorge Ruiz Dueñas Hay novelas que se leen con paraguas, 56 Jesús Vicente García Enrique IV o cuando el tamaño sí importa, 61 Gerardo Piña Ocho polifonías poéticas según Gonzalo Rojas, 65 Moisés Elías Fuentes
armario Ir y quedarse, 69 Lope de Vega
intervenciones, 70 Mateo Pizarro
francotiradores Dos miradas al interior de la historia, 71 Nora de la Cruz Inmutable carmesí, 75 Claudia Solís-Ogarrio Utopías en un futuro incierto. Cero K, de Don DeLillo, 77 Mauricio Ruiz
colaboran, 80 Tiempo en la casa. Paul Valéry: la inteligencia versifica Tiempo en la casa. Miguel Ángel Flores
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La balada de Persse O’Reilly James Joyce
Versión de Juan Díaz Victoria
Al salir de un burdel, después de una juerga con otros tres compinches caídos en desgracia, el cantante ambulante Hosty, suicida, extranjero y “el más muerto de hambre”, comenzó a improvisar la balada de H.C. Earwicker, “el más vil tartamudo cabrón de pesadilla pero avatar más atractivo como atracción que el mundo ha tenido que explicar”. Esta canción fue soltada primero, en medio de unos disturbios, a un gentío representativo de toda la sociedad irlandesa en la provincia de Leinster, que incluye a Dublín. La letra “fue estampada como estampilla perplejamente en un papelito de blanco vacío”, y de esta forma se extendió por todos lados, con un austero arreglo musical de silbidos, hasta finalizar interpretada por una gran orquesta. “Y alrededor del pasto y de la tierra la rima fluyó y corrió y esta es la estrofa que hizo Hosty”. Aplausos atronadores.
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La balada de Persse O’Reilly1 ¿Has escuchado de un Humpty Dumpty Cómo cayó con un tumbo y un estruendo Y se acurrucó como Lord Olofa el Desplomado Por el culo del Muro de Magazine, (Coro) Del Muro de Magazine, Con la joroba, el yelmo y todo el hoyo? Él fue una vez nuestro Rey del Castillo Ora está pateado como una vieja y podrida chirivía. Y desde Green Street será enviado por orden de Su Señoría A la cárcel penal de Mountjoy (Coro) ¡A la cárcel de Mountjoy! Encarcélenlo y disfruten júbilo hoy. Él fue el papapadre de todos los planes para fastidiarnos Tutores torpes y anticonceptivos a inmaculadas para el pueblo, Leche de yegua pa’l enfermo, siete Domingos secos a la semana, Amor al aire libre y reforma religiosa, (Coro) Y reforma religiosa, De forma espantosa. ¿Ora, por qué, dices, no podría él manejarlo? Pagaré la fianza, mi querido multado y refinado hombre común lechero, Como el toro con chichón de los Cassidys Toda tu mantequilla está en tus cuernos. (Coro) Su mantequilla está en sus cuernos. ¡Mantequilla sus cuernos! (Repetir) Hurrah allá, Hosty, Hosty helado, cambia esa camisa en vos, Rima la rima, ¡el rey de todos los versos! ¡Tartamudazo, tartamudito! Habíamos masticado y embarcado chuletas, sillas, goma de mascar, [la varicela y orinales de porcelana
Joyce, James. Finnegans Wake, Londres, Faber and Faber, 1939, págs. 45-47. “La Balada de Tijerilla Jodida D’Verdad” o del “Jodido Rey que me Dio Risa D’Verdad”. Se integra en un solo personaje a los nacionalistas irlandeses Patrick Henry Pearse y Michael Joseph O’Rahilly, quienes tuvieron un altercado con motivo del Alzamiento de Pascua (1916). También evoca al poeta nacionalista irlandés John Boyle O’Reilly (siglo xix) y a la dramaturga-folclorista irlandesa Isabella Augusta Persse, conocida como Lady Gregory.
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Suministrados al universo por este vendedor adulador bebido. Poco asombra que Él Engañará a Todos nuestros chicos locales que lo [apodaron Cuando Chimpden tomó primero la palestra (Coro) Con su casa de bolsa fraudulenta en Baja Vía Ganga, planta Inferior. Así estuvo un tanto confortable en su local de hotel suntuoso Pero pronto haremos fogata con toda su basura, travesuras y oropel Y esto un rato hasta que el sheriff Clancy esté liquidando su compañía [de sociedad ilimitada Con el estampido de la bomba del alguacil a la puerta, (Coro) Bimbam a la puerta. Luego él ya no va a andar de vago. La dulce mala suerte sobre las olas se arrastró hacia nuestra isla La barca de pesca dese vikingo de hammerfest rápido con el martillo Y el Dios Británico bilioso maldiga el día que la bahía de Eblana Vio su hombre-d’-guerra negro y caqui con bronceado (Coro) Vio su hombre-d’-guerra. En la barra de bar del puerto. ¿De dónde? ruge Poolbeg. Buscándose unos peniques, él le berrea [Dame baba de gambas y campamento, con una esposa y familia Fingal Mac Oscar Onesine Bargearse Boniface Ése es mi liso milésimo viejo nombre de cretino noordiko en el culo del [viejo camello Y Og joven y exhausto como yo y ellos estamos en la bolsa de la puta y vieja camella y en el código como una imitación de los cretinos dioses [noordikos. (Coro) Un vejete camello y bacalao noruego. Es él, por dios engendrado y endiosado [sé bueno]. ¡Levántala, Hosty, álzala, tú diablillo! ¡arriba con la rima, el verso rimado! Fue durante algún bombeo de agua fresca al jardín en una fiesta O, de acuerdo al Nursing Mirror, mientras se admiraban los monos Que nuestro Humpharey bárbaro de peso pesado con una joroba Se atrevió a cortejar a una criada (Coro) ¡Woohoo, qué hará ellaa! ¡El general perdió su amor de doncellaa! torre de marfil |
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Debe él ruborizarse de sí mismo, el viejo filósofo arrogante con heno en [la cabeza, Por ir y empujarse dese modo encima de ella. Por dios, se dice, él es la cruz y el meollo del catálogo De nuestro zoológico antediluviano, (Coro) Sres. Billing y Coo con arrumacos. Alondras de broma del arca de Noé, tan bien como ahora de [nuevo [noo]. Él andaba meneándose por el monumento de buen tono de Wellington Nuestro notorio hipopopótamo con nalgas de lunas en rotación Cuando algún cabrón bajó la trampilla trasera del camión Y él halló su muerte con los fusileros, (Coro) Con su raja desgarrada y su renta atrasada en su cabuz. Le dan seis años sin luz. Esto es una lástima que duele por sus pobres niños inocentes ¡Pero [no la miren] cuidado con su esposa legítima! Cuando esa fiera recibe un apretón del viejo Earwicker ¿No habrá tijeretas y pleitos en el pasto? (Coro) Grandes tijeretas y pleitos en el pasto, Lo más grande que hayan visto. ¡Sófocles sufriente y casi sofocado! ¡Shakespeare con poder de jeque! ¡Seudodante de dientes postizos! ¡Anonimoisés! Entonces tendremos una orquesta de gaélicos con libre comercio y una [reunión masiva en misa Para insultar y sodomizar al hijo magnífico y valiente de la bellaquería [de Escandinavia. Y lo enterraremos en Oxmanstown Junto al diablo y los Daneses, (Coro) Con los bobos Daneses sordomudos, Y todos sus restos. Y ni todos los hombres del rey ni sus caballos Resucitarán su cuerpo Porque no hay encanto verdadero ni bien se deletrea en Connacht o el [infierno (bis) Eso es capaz de levantar a un Caín y provocar disturbio.
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Artaud, el exiliado Adán Medellín
El escritor francés Antonin Artaud caracterizado en el papel de Jean-Paul Marat para el filme Napoleón de Abel Gance en 1927. (Fotografía: Lipnitzki / Roger Viollet / Getty Images)
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Es fama que con la misión de buscar el bastón de San Patricio para devolvérselo a sus pobladores, Antonin Artaud fue deportado de Irlanda en 1937. A su regreso a Francia, el poeta fue arrestado e internado en distintos manicomios bajo la consideración de haber “sobrepasado los límites de la marginalidad”. Así, el exilio psiquiátrico del también actor, dramaturgo y ensayista nacido en Marsella recomenzó en Le Havre, siguió en Ville-Évrard y culminó en el hospital de Rodez entre 1943 y 1946, bajo la supervisión del doctor Gaston Ferdière. Nueve años de internamiento con terapia de electrochoques y medicinas sumieron a Artaud en estados de debilidad, confusión, angustia y ostracismo. Las primeras dos estaciones dolorosas, “en camisa de fuerza y envenenado en cada comida”, como las describió en sus cartas de Rodez, correspondieron a sus seis años de silencio —o de ausencia de obra— entre 1937 y 1943. Atravesado por periodos de fervorosa espiritualidad y ateísmo recalcitrante, por temporadas de misticismo en su identificación con las aflicciones de Cristo mientras consideraba su internamiento una batalla cósmica entre el Bien y el Mal, pero también por etapas cada vez más críticas en su visión contra la psiquiatría, la terapia y la moral social que lo definían como un “alienado” en su época, los testimonios más entrañables de la vuelta a la escritura de Artaud fueron las misivas que escribió al doctor Ferdière durante sus tres años de reclusión en Rodez. Ya que el gesto postrero de escritura pública de Artaud antes de su internamiento había consistido en la borradura de su firma de las Nuevas revelaciones sobre el ser (1937), las cartas de Rodez atestiguan el retorno al nombre después de su negación, la bitácora de la identidad del poeta que resurge entre las cenizas de las curas y los medicamentos prescritos por la psiquiatría, esa fracción de la sociedad que lo ha confinado al exilio práctico y metafórico tras los muros del manicomio. En su correspondencia, Artaud despierta a la vida luego de la tortuosa fragilidad y la nebulosa mental en que lo sumió la terapia electroconvulsiva, y planta cara poco a poco al aislamiento dictado por las reglas de la salud mental. Sus misivas a Ferdiére restituyen su deseo de escribir,
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“un movimiento del orden de una decisión íntima, de un “sobresalto” que se da en contra de la conciencia común que ya le ha asignado un lugar fijo, el de “la locura en la que se encierra” y en la que se reduce al silencio”, como acota Jean-Michel Rey en La naissance de la poésie, ensayo dedicado al autor marsellés. Tras la muerte (“Estoy muerto, estoy muerto, estoy muerto”, repetía el poeta dolorosamente en medio de una crisis, “muerto de pena y dolor por haber cargado todos los pecados de los hombres”, en una misiva fechada en agosto de 1939), Artaud vive su resurrección con el nombre de Antonin Nalpas entre las peticiones de cese del electrochoque, la necesidad de baño diario o de un cepillo de dientes, y las quejas nacidas de la convivencia cotidiana con los demás internos del asilo; incluso solicita A través del espejo, de Lewis Carroll, para traducirlo con el fin de “encontrar en francés la vida original de su espíritu”, un momento emblemático que hace patente su deseo de volver a la escritura (su versión del capítulo 4 se publicará en la primavera de 1947 en la revista L’Abalète). Estas cartas son la “vida de un poeta internado”, como las define Pierre Chaleix en su presentación a los Nouveaux écrits de Rodez, que reúne la correspondencia con el doctor Ferdière, Marie Dubuc y otros textos inéditos. Tanto como le permite la cercanía cordial con su psiquiatra, en estas misivas Artaud vive el reencuentro con su propio lenguaje lleno de imágenes incandescentes, lenguaje atormentado y violentado por la terapia médica de su tiempo. Ahí, Artaud conversa con el dueño de su destino clínico; desliza su reivindicación y su defensa; se ofrece a ser “útil” en ciertas tareas del hospital; pregunta por las carencias de alimento en el contexto de los años de Ocupación durante la Guerra. En la correspondencia a Ferdière, Artaud también revela su noción de lo espiritual, un ciclo de oscilaciones anímicas que lo tensa eternamente entre el ateísmo y la fe religiosa. Su religión “de mala ley”, como el poeta la caracteriza, contrasta con la legalidad del catolicismo apostólico romano, en una espiritualidad que lo lleva a arrodillarse ante las lápidas de la Catedral de Rodez pero no le impide vituperar sin descanso a los sacerdotes. Acaso en el centro de esta espiritualidad contradictoria, que lo hizo interesarse siempre en el misticismo y la iluminación desde la santidad de Irlanda hasta los ritos de la Tarahumara, late la angustia incombustible que le representó la batalla de asir lo que consideraba su pensamiento auténtico, la dificultad de ser el hombre que era, la búsqueda interior de sí mismo. Como lo expresa Marc-Alain Ouaknin, para volver a encontrar su palabra, el poeta “tiene que fracturar, romper, demoler las puertas del manicomio (…)”. Artaud comprende que, tras los muros del asilo, los sentidos metafóricos de sus palabras quedan coartados por la prisión y el sometimiento de la palabra hablada por la
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institución social, materializada en Rodez. Pero Artaud se rebela a los significados de la palabra institucional y la conciencia común, al sentido impuesto desde el exterior. Como lo ha notado Jean-Michel Rey, el poeta empieza a construir “una especie de espacio interior —(…) un teatro íntimo de la conciencia— en el que las palabras puedan tener toda amplitud para voltearse, retomarse, poner a prueba sus recursos, (…) para desarrollar sus efectos y consecuencias”. En esa interioridad, que no puede ser plenamente limitada por los confinamientos institucionales, bulle la posibilidad creativa, la libertad individual y el movimiento de la poesía. En ese lugar íntimo y vulnerable, opuesto al poderoso espacio cercado de la institución de salud mental, está la esperanza de encontrar la vida, la escritura, el nombre borrado y recobrado, la reapropiación del yo por debajo de las capas de confusión, violencia electroconvulsiva y los discursos de normalidad psiquiátrica. Lenguaje interno y nuclear que se convertirá en lenguaje excéntrico, fuera de las convenciones y los significados asignados, de las nociones de la conciencia común que duerme atrapada en su alienación. Lenguaje de “ebulliciones internas”, de rebeldía reivindicatoria del genio y el delirio que, en el último periodo de la vida de Artaud, denunciará con notable potencia expresiva a una sociedad confabulada contra la conciencia de los visionarios e iluminados contrarios al conformismo de las instituciones. Lenguaje que se rebelará contra los cimientos del discurso de la sanidad mental consensuada socialmente, una psiquiatría que “sólo tiene como recurso, para atenuar los estados más terribles de angustia y opresión humana, una ridícula terminología”, como Artaud lo manifiesta, un año después del alta provista por Ferdière, en Van Gogh, el suicidado por la sociedad: “Las cosas andan mal porque en este momento el mayor interés de la conciencia alienada es no salir de su enfermedad. Es así como una sociedad estropeada inventó la psiquiatría para protegerse de las indagaciones de algunos iluminados superiores cuyas facultades de profecía les resultaban molestas”. ¿Qué es un verdadero alienado?, se pregunta. “Es un hombre que elige volverse loco —en el sentido que se usa socialmente la palabra— antes que traicionar un pensamiento superior de la dignidad humana”. Desde la mente y el cuerpo desgarrados por las oscilaciones de su espíritu y su batalla contra el encierro y el exilio psiquiátrico como condena social, el poeta será liberado del internamiento psiquiátrico en 1946 y legará obras incendiarias y reveladoras como Viaje al País de los Tarahumaras, Artaud Le Momo o el mencionado Van Gogh. Artaud el exiliado morirá menos de dos años después de su salida de Rodez, como escribió a su amigo Jacques Rivière, luchando sin tregua por “abolir la distancia” que lo separaba de sí.
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Retrato de Emily Dickinson alrededor de 1850. (Imagen: Hulton Archive / Getty Images)
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Dice el Extranjero en las arenas, “¡toda cosa en el mundo me es nueva!”... Y el nacimiento de su canto no le es menos ajeno. Saint-John Perse
Uno de los pintores que logró capturar la luz y la oscuridad del mundo interior de tal manera que fueran comprensibles para todo aquel que comienza a vivir: a darse cuenta de qué es frágil y cierto y dudoso en los acontecimientos pasajeros del día, fue sin duda Emily Dickinson. A puerta cerrada, en su habitación, dio respuesta a diversas inquietudes que a muchos hizo salir de casa y emprender largos viajes, comenzar peligrosas aventuras. Pocos, como ella, han hablado de la naturaleza y del amor a la vida “comprendida como el reverso de la muerte aun si ésta es mucho más fascinante”. Si bien apenas salía de casa, fue al final de su vida que apenas salía de su recámara. Esa reclusión, ya como enfermedad o padecimiento, una excentricidad por decir lo menos, la centró como mariposa en un muestrario, y a ella en el centro con un alfiler. Desde ahí nada estaría fuera de su vista. Su recámara el centro, ella el otro centro, y el universo daría las vueltas que hicieran falta. Para escribir, se dice de manera reiterada, hay que salir; comparar, enfrentar al otro y demás lugares comunes: viajar, padecer, procurar la experiencia, tocar el fondo reservado para cada uno en una playa, aeropuerto, cantina, amor pasajero; habría que conocer el infierno, el purgatorio o el cielo aun si breve, habría que enfrentar el miedo y la muerte. Salir del lugar de origen por necesidad, inquisición, o por la fuerza grave del exilio. Para escribir hay que conocer la voluntad que hay dentro de uno. Esa fuerza, si es legítima, nos dará el motivo para hacerlo. A un joven que ponía en duda su vocación mediante la pregunta ¿debo yo escribir?, Rilke respondió en una carta que en la oscuridad de su cuarto le llegaría la respuesta. Formada en el puritanismo norteamericano —el mismo que pintaría Hopper años después— la poesía de Dickinson contrae un
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espíritu bastante peculiar. No se ciñe al romanticismo anterior pero encuentra en él un punto de arranque. Su voz es algo más, viva aún, sin lamentarse, sin el regodeo de la pena. The soul that hath a guest / Doth seldom go abroad (el alma que tiene un huésped / rara vez sale de sí), esa podría ser la premisa de su vida. El encierro no es martirio, castigo, imposición de nadie. Su libertad era de otro tipo, una libertad del interior, de la mente, y de la imaginación. Antes de morir estuvo en coma dos días, y su casa, la mente, ya no tuvo huéspedes nunca más. Habría de morir en la casa donde nació. Como un largo poema oculto, su vida le pertenecía como una propiedad celosa y de rara belleza. Si ella vivía para sí, sus poemas harían otra cosa, salir de ahí para revelar qué países, qué bosques, qué mares, estaban dentro. La tímida mujer, la virginal mujer, la que se aparta del mundo como en un retiro espiritual, hacia el recogimiento religioso, haría una obra salida del horno como el pastel más cuidado, el bordado más laborioso. La búsqueda poética se da de otra manera, no es el rechazo a los placeres terrenales, a los viajes, a la sociedad, al deseo, a la maternidad, a la familia. Es una decisión sobre la libertad. La libertad de estar dentro, no afuera. El mundo completo, lo que se sabía de él, lo que se sospechaba, siempre estuvo ahí. Aunque este poema fue escrito con interés amoroso bien podría hablar de ese mundo, eso que estaba fuera del centro: Él era débil y yo era fuerte, después él dejó que yo le hiciera pasar y entonces yo era débil y él era fuerte, y dejé que él me guiara a casa. No era lejos, la puerta estaba cerca, tampoco estaba oscuro, él avanzaba a mi lado, no había ruido, él no dijo nada, y eso era lo que yo más deseaba saber. El día irrumpió, tuvimos que separarnos, ahora ninguno de los dos era más fuerte, él luchó, yo también luché, ¡pero no lo hicimos a pesar de todo!
La historia de “Los dos que soñaron”, de las Mil y una noches, que Jorge Luis Borges retomaría en Siete Noches, habla de un hombre en El Cairo que soñó con un tesoro enterrado en un patio lejano. Se lanzó a buscar el tesoro y encontró a un juez que se rio de él y le dijo que él también soñó algo así pero ese sueño no lo hizo salir de viaje. Y
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en su sueño le describe la higuera donde estaba el tesoro. El hombre comprende que se refiere a su mismo patio. Cuando regresa a casa el tesoro está ahí, donde el otro hombre lo soñó. A Dickinson le debió haber pasado algo similar, o soñó el tesoro fuera y no quiso salir o siempre supo dónde estaba y vivió sobre él, en la riqueza misma de un reconocimiento particular. Su poesía es un atlas del mundo interior, llena de reflexiones hondas y de una brevedad rica en conceptos; no hay poemas de geografías inciertas, hay un cuadro enorme, hecho a base de pequeñas piezas. Si uno se aleja puede ver la posibilidad del tamaño. Pero si se toma uno a uno cada poema hallará la pieza de lego que dice “esto es aquí y forma parte de todo lo que es aquí”. No es una poesía pretenciosa, eso es lo extraño, lo femenino. Ella nombra, no ostenta el descubrimiento del nombre. Ella dice, no acota las referencias cultas o históricas de ese decir. Por eso mismo su poesía logra a su vez lo que Whitman logró: un canto sobrehumano para narrar lo humano. La naturaleza viva y la muerte. No se puede estar en el mundo sin la conciencia de que en cualquier momento podríamos no estar. Ella afirma que mantiene las puertas abiertas a la muerte, por si llega, pero si es algo con plumas o cualquier otra cosa hay que estar preparado. “La Muerte es inofensiva como una Abeja, excepto para aquellos que corren”. Luego: “No sabiendo cuando Ella vendrá /abro cada Puerta, /o acaso tenga Plumas, como un Pájaro, /o como una Orilla, Rompientes”. Estos versos traen a la mente el verso del Cantar de los Cantares: “Yo dormía pero mi corazón estaba despierto”: es un sistema de alerta la vida. No es vivir el presente por si acaso llegara la muerte y la llevara. Habla de una espera pues la muerte es inevitable y conviene saber que vendrá. Es la visita a la que no podemos darle la espalda. No es que morir nos duela tanto. Es vivir lo que más nos duele. Pero morir es algo diferente, un algo detrás de la puerta. La costumbre del pájaro de ir al Sur —antes de que los hielos lleguen acepta una mejor latitud—.
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Nosotros somos los pájaros que se quedan. Los temblorosos, rondando la puerta del granjero, mendigando su ocasional migaja hasta que las compasivas nieves convencen a nuestras plumas para ir a casa.1
La muerte fue quizá lo más parecido al amor, algo que se teme y se enfrenta. La vida es tomar partido y ella decidió vivir. Vivir fue no amar en las condiciones de su presente. Demasiado consciente del peligro no se acerca a la llama por muy tentadora que ésta sea: Yo no puedo vivir contigo— sería la vida— y la vida está ahí— detrás de los anaqueles2
Los viajes son impresiones generales de asuntos puntuales: el idioma, las celebraciones, los ritos, las diferencias, las molestias, la aventura, la confrontación con lo que uno da por hecho, lo que uno espera. Ella sabía todo eso, porque ella misma fue una isla y sus palabras señales, no necesitaba esperar respuesta. Nada de eso hizo falta. Le bastaba tenerse. Ese fue el conocimiento mayor. Antes de viajar saber que no se busca nada, y justo antes de abordar el barco, quedarse en tierra. Mirar hacia sí misma porque la mismidad es un país abismal, hostil, con éxodos y traiciones y malos gobiernos. En ese mismo país crecen árboles y frutos, la gente es buena y hace pan. Todo eso lo supo y no necesitó de comprobaciones. Leerla es leer su naturaleza, su bestiario, su topografía, su clima, su sentido del bien y del mal, su pereza, su amor incansable por los semejantes, su amor cristiano, su amor más puro en el temor a la muerte.
Versión de Enrique Goicolea, Emily Dickinson, El viento comenzó a mover la hierba, Nórdica Libros, Madrid, 2012. 2 Versión de Silvina Ocampo, Emily Dickinson, Poemas, Tusquets, Barcelona, 1985. 1
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Ruth Troeller: Extracto
Imagen: iStock
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de una biografía
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Stephen Murray Kiernan
Ruth Troeller vive en la colonia Roma Norte y pronto cumplirá cien años. Con su esposo, el famoso documentalista Gordian Troeller, vivió la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial en la neutral Lisboa, ayudando a refugiados a viajar a través del Reino Unido. Amiga de André Malraux y discípula de Sartre, se estableció en Inglaterra para trabajar en la Universidad de Londres, pero continuó viajando y trabajando incansablemente a lo largo de los años. Entre otros logros, fue parte importante del desarrollo de la industria petrolera en Venezuela durante la década de 1970. Troeller ha vivido en México los últimos treinta años, enseñando en la United States International University y en su propio instituto. Su colección de diarios, compuesta por varios volúmenes que detallan sus experiencias y, particularmente, sus emociones, se encuentra ahora resguardada en la Universidad de Stanford. En este extracto de su biografía, rememora sus vivencias durante la guerra que tuvo lugar de 1939 a 1945.1 El mes de agosto de 1939 había llegado y Luxemburgo vivía amenazada por la inminente guerra. Y para hacerlo más difícil, mis padres decidieron no aprobar mi amistad —o algo más que eso— con Gordian. No me permitían verlo, aunque, por supuesto, lo veía a diario cuando salía de casa, pero era demasiada la tensión: la tensión por la guerra próxima, por la desidia de mis padres, la mía propia, la de mis hermanos... simplemente esperábamos la llegada de la guerra. Lo más importante era renovar, cada semana, la “ración de hierro”, es decir, la provisión de agua y arroz y otros productos básicos en caso de que hubiera un conflicto, y por la provisión entiéndase que tendríamos suficiente comida para, cuando menos, dos semanas. Incluso así, teníamos que renovar nuestra reservas todo el tiempo para que no se volvieran rancias, y así adquirimos la costumbre de buscar manzanas y papas que empezaran a descomponerse para que no se contaminaran las demás. 1
Traducción de Jesús Francisco Conde de Arriaga
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Vivimos de este modo alrededor de dieciocho meses, desde el inicio de 1938 hasta el 2 de septiembre de 1939. Después, llegó la guerra, pero antes de ella existía poco o nada de la verdadera lucha, tan sólo el peligro constante. Finlandia había sido ocupada, pero nadie en Luxemburgo se preocupaba por Finlandia. Después, Polonia fue dividida en dos por los acuerdos Ribbentrop - Molotov: una mitad para la Unión Soviética y la otra para Alemania. La guerra quedó declarada en el momento en que los alemanes entraron a Polonia el 2 de septiembre de 1939, porque Chamberlain2 le había advertido a Hitler que si entraba a Polonia, significaría una declaración de hostilidades. Y así fue. Pero de nuevo nada pasó y nos hicimos cada vez más rancios. Toda la ciudad de Luxemburgo se encontraba expectante, casi susurrando: “Vamos, que empiece ya”, porque la espera era insoportable. Y tuvimos que soportarla. No se podía salir fácilmente de Luxemburgo, se podía ir a Bélgica, pero entrar a Francia no era nada fácil. Entonces, se tomaron ciertas acciones de repente. Mi hermano tenía una novia, a quien mis padres pretendían no conocer, una chica llamada Edmée. Ella estaba en contacto directo con la familia del Gran Duque.3 En la noche del 10 de mayo de 1940, el teléfono sonó alrededor de las tres de la mañana. Era ella, Edmée, quien me dijo parcamente que la Gran Duquesa y algunos miembros de su familia habían tomado un avión hacia Londres y que los paracaidistas alemanes estaban aterrizando por todo Luxemburgo. Mi hermano actuó resueltamente, tenía preparado un tipo de plan para escapar. Se apegó a él y nos dijo: “Adios, gente”, saltó en su bicicleta y se fue. Para mí era el momento de hacer algo también. Tomé el
Neville Chamberlain. Primer ministro del Reino Unido de 1937 a 1940. [N. del T.] 3 El Gran Duque es el jefe de estado de Luxemburgo, cuyo régimen de gobierno es una monarquía parlamentaria. [N. del T.] 2
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teléfono y llamé a Gordian: “¿Cuánto tiempo tardas en estar aquí con tu bicicleta?”. “Alrededor de veinte minutos”, respondió. Me paré frente a mis padres y les dije: “Lo siento, Dios los bendiga, pero me voy con la persona que yo escogí”. Ellos no pudieron decir nada. Me bendijeron y me fui hacia donde Gordian me esperaba. Las bicicletas para hombres tenían una barra cruzada, y Gordián pedaleó, conmigo sentada en esa barra, casi veinte kilómetros hasta Eschen, donde está una frontera directa con Francia. Al llegar a ella, había un hombre joven, que resultó ser alemán, con el paracaídas literalmente enredado en su ametralladora. Gordian cargó la bicicleta en su hombro y señaló hacia el oeste: “Nuestra granja está hacia allá, ¿podemos ir?” El joven alemán respondió: “Por supuesto”. Lo que él no sabía es que “hacia allá” era Francia. Era un joven muy amable y no tenía idea, él sólo había aterrizado con su paracaídas en nuestro pequeño país. Todavía tenía los pertrechos del paracaídas alrededor de él, enredados en su ametralladora. Así llegamos a territorio francés, pero no hay nada en esa parte de Francia, así que no podíamos quedarnos ahí. Con la colina frente a nosotros, atravesamos esa tierra estéril. Gordian sacó su pañuelo y vimos algunos soldados franceses frente a nosotros, cuesta arriba. No eran más que doscientos o trescientos metros, pero no había otro camino. Sólo había pasto que apenas nos cubría. Nos tomó dos horas llegar a ellos. A los soldados franceses no les gustó y empezaron a disparar encima de nuestras cabezas. Y a propósito del miedo: recuerdo el miedo que de niña le tenía al miedo mismo, algo que finalmente perdí cuando Gordian y yo avanzamos durante dos horas esos trescientos metros para cruzar la línea de fuego de Luxemburgo hacia Francia. Para mí, la pérdida del miedo sirvió para crear una relación más profunda con una deidad, o más bien, con una más sutil en la que Dios no castiga con el trueno, sino con el miedo al castigo; es decir, la diferencia entre la violencia y la amenaza de violencia. Pero llegamos
ahí, escondiéndonos detrás de los árboles. Después de todo, los soldados franceses resultaron muy amables: “Ah, finalmente ha empezado”, “Llegaron aquí”. Estaban felices, a pesar que al día siguiente no lo estarían tanto. Nos dijeron: “Las barricadas están hacia allá, pero tienen que mantener la cabeza abajo si quieren llegar a ellas”. Nos las arreglamos para lograrlo. Llegamos hasta las barricadas y varios soldados exclamaron con alegría inesperada: “Hola, luxemburgueses”. Nos quedamos ahí. Difícilmente podía haber llevado algo conmigo, sólo un vestido de punto muy bonito que llevaba puesto. Por la tarde —y esto jamás lo olvidaré—, fui a lavar mi ropa interior en agua fría. Un soldado, que estaba al lado mío, me dijo: “Obviamente nunca has lavado tu propia ropa”. Le contesté que era mi primera vez. “Tus dedos están casi sangrando con esta pequeñez. Anda, dámelo. Sé cómo lavar ropa”, respondió. Esto me dejó impresionada: un soldado enorme lavando mi ropa interior. De pronto, a la mitad de nuestra charla, una alarma comenzó a sonar y a lo lejos se escuchó una explosión. “¿Porqué suena la alarma? Lo que sea que haya explotado está muy lejos de aquí”, dije. El soldado repuso: “Corre ahora, corran los dos. Porque si esta fue muy lejana, la siguiente caerá muy cerca, y la tercera caerá en la barricada. Váyanse ahora”. Así que tomé mi ropa interior mojada y nos fuimos caminando hacia Francia. Para entonces, nuestro plan consistía en llegar a Portugal y de algún modo hacernos camino hasta Gran Bretaña para unirnos a las fuerzas francesas. Nos tomó casi dos meses llegar a la frontera con España. Cuando finalmente llegamos, fuimos encarcelados inmediatamente. La cárcel por sí sola era un lugar peculiar para mí: fui encerrada con cerca de veinte prostitutas, aunque al final resultó ser algo bueno, porque ellas eran de poblados pequeños y sus familias les llevaban comida, porque en prisión las autoridades no daban alimentos. Me encontraba con Gordian cada cuatro horas en el lavabo. Eventualmente, nos enviaron de regreso al lado
francés de la frontera. Pasamos entonces mucho tiempo caminando a través del sur de Francia tratando de encontrar el camino de regreso a España, y de ahí, esperábamos llegar a Portugal. Fue durante este periodo que llegamos a Marcel, un pueblo muy grande y feo, y de pronto nos vimos sin dinero para comprar comida. La gente nos daba en ocasiones algo para comer, aquellos que tenían algo, lo compartían. Lo intentamos una vez más y finalmente logramos cruzar la frontera. Y nuevamente nos detuvieron. Esta vez pasamos en prisión menos de dos semanas, y las prostitutas, otra vez, me cuidaron. Para colmo de todo, recuerdo que Gordian contrajo una fuerte infección en su boca. Un día, de la nada, nos dieron ropa, ropa bastante común, pero fue un regalo de Dios puesto que nos veíamos, para entonces, terriblemente. Cuando nos liberaron fuimos a una estación de trenes. Ahí, un hombre, un español con ropa de civil nos acomodó en un tren que partió de la frontera francesa hacia Madrid, primero, y de Madrid hacia la frontera portuguesa. El hombre comió sándwiches todo el camino; el viaje duró dos días, durante los cuales no tuvimos nada qué comer, sólo lo mirábamos devorar uno tras otro aquellos sándwiches. No nos dijo ni una sola palabra, era una especie de policía pero sin uniforme; vestía, en cambio, lo que sólo puedo describir como un traje de burócrata barato. Al llegar a la frontera portuguesa, completamente famélicos y exhaustos, nuestro bien alimentado guardia nos dijo: “Adiós”, y dirigimos nuestros pasos hacia Portugal. Estábamos ahí, sin ningún tipo de documentos de ingreso, sin visa y sin hablar portugués. Ambos, Gordian y yo, hablábamos un buen español y un buen italiano, así que podíamos decir algo. ¡Pero nada de portugués! Afortunadamente siempre hay gente amable y algunos nos dieron de comer. Ahora no recuerdo cómo llegamos de la frontera a Lisboa. Pero ahí, en Lisboa, encontramos muchos refugiados de Francia, Bélgica y hasta de Luxemburgo.
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La reconquista de Chavez Ravine
Alfonso Nava
El pitcher Fernando Valenzuela de los Dodgers de Los Angeles durante un juego contra los Phillies de Philadelphia en 1981. (FotorgrafĂa: Focus on Sport / Getty Images)
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Robar Home debe ser uno de los más insólitos prodigios del baseball, junto a un triple play o un juego sin hit ni carrera. Su aparición depende de un talento extraordinario, pero el azar y la suerte hacen su parte. Y el caso del robo de home, afirman los expertos, también requiere una inexorabilidad casi diríamos trágica: en las actuales estrategias del juego, el corredor en tercera lo intenta porque está demasiado despegado de la tercera base, por precipitación o por error, con un ángulo tan cerrado que muy probablemente cree que la bola fue enviada a tercera y no hay marcha atrás: se abre una imposible eternidad de 1.8 segundos mínimo para llegar en safe. Es un acto kamikaze y, aunque no precisamente deliberado, desobediente: ningún entrenador lo ordena. Ninguno, es preciso reiterar. Aun si sale bien, los entrenadores lo consideran un error o una torpeza. A lo largo de ciento sesenta y dos juegos por equipo en temporada regular, la frecuencia de ejecuciones en la liga es menor a treinta intentos, de los cuales sólo nueve, en promedio, son exitosos. El más ejemplar de quienes practicaron este acto de hechicería fue Jackie Robinson, el primer jugador negro en la historia de las ligas mayores, segunda base de los Brooklyn Dodgers. Si su leyenda ya era grande por romper la barrera de color, Robinson agregó el arte del robo de home no sólo con dotes atléticos, sino con un arrojo que sugeriría, en medio de tanta presión y hostilidad racial, que el jugador estaba decidido a sabotear el juego en lugar de enriquecerlo. Fue el visionario Walter O’Malley, presidente de los Brooklyn Dodgers a mediados del siglo pasado, quien dio el paso para la llegada de Robinson. Él mismo es considerado como el hombre que hizo del baseball el auténtico “American Hobby” al llevarlo a la costa oeste y democratizar el acceso. No obstante, para lograrlo y llevar a sus Dodgers a California, tuvo que hacer otro robo de home: en la Batalla de Chavez Ravine, por la que mil 800 familias mexicanas perdieron su hogar, aparece como un ambiguo perpetrador. La Batalla de Chavez Ravine se libró en Spanglish. Su primer rapsoda fue el fotógrafo norteamericano Don Normark, quien en 1949 realizó una serie que daba cuenta de la cotidianidad y personajes de un barrio que, pese a tanta vida ahí retratada, ya tenía acta de defunción.
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Dicha batalla se libró entre 1951 y 1961, en la zona así llamada, Chavez Ravine, que comprendía tres barrios marginales, improvisados: Palo Verde, La Loma y Bishop. Una parte muy importante de la comunidad mexicana en California se constituye de familias que se arraigaron por dinámicas transfronterizas, por vínculos anteriores al tratado Guadalupe-Hidalgo; en este sector se halla el basamento cultural de lo que algunos grupos chicanos llaman “Segunda Anahuac”, acompañada de cierta resistencia a asimilar los procesos de anexión, a diferencia del espíritu tejano. No obstante, la porción mayoritaria es migrante, quienes a diferencia de los primeros perdieron casa y patria por presiones externas que hicieron inviable la vida en el terruño. Los procedentes de Zacatecas, que son un sector mayoritario, ilustran esta forma del exilio: su primera generación de migrantes, advierte el académico Miguel Moctezuma, “está estrechamente relacionada con la desarticulación de la estructura económica a partir de la introducción de nuevas tecnologías a la explotación minera”, situación que incide en la degradación de la agricultura y, con la reconcentración del empleo hacia la minería, en una baja del mismo; la segunda generación huyó de la hambruna y violencia derivadas de la toma de Zacatecas como bastión estratégico de la División del Norte, entre 1914 a 1917; una tercera generación llegó legalmente amparada en el programa binacional de empleo temporal “Bracero”, pero afincó residencia ilegal posteriormente. Las políticas urbanas de la creciente Los Angeles de primer cuarto del siglo xx evitaron la dispersión de los “aliens” (como se llama a los migantes) a lo largo del espacio habitable disponible; la loma de Chavez Ravine, un descampado aledaño a una vieja hacienda colonial, usado luego para enfermos de la peste, fue la zona elegida para orillar a los mexicanos. En 1951, el gobierno de Los Angeles lanzó un proyecto de vivienda social digna para la zona de Chavez Ravine, bajo auspicio federal y con diseño del arquitecto
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austríaco Richard J. Neutra. El diseño arquitectónico fue visto por los estadounidenses como símil de los monobloks soviéticos o las plattenbau de la rda, lo cual unido al plan asistencialista del proyecto, se consideró como una filtración comunista en América. Un año después, con la entrada de un gobierno republicano a la ciudad, el proyecto se redefinió bajo una contrapropuesta de convertir al terreno de Chavez Ravine en un parque, centro recreativo o designado para vivienda media. El segundo rapsoda de la batalla fue Lalo Guerrero, reconocido por la American Library como “Padre de la música chicana”, aunque en México más estrechamente reconocido sólo por su proyecto infantil Las Ardillitas. Algunos de sus corridos fueron reelaborados para el álbum Chavez Ravine (2005), creado por el guitarrista Ry Cooder en colaboración con el propio Guerrero y otro pilar de la música Tex Mex, el “Flaco” Jiménez, acordeonista de los Texas Tornados. In My Town If you’re brown, back down. If you’re black, get back. Better white than right. Better dead than red. Better keep it contained in my town. Now, in my town, I’m the big cheese. Don’t like all those commie rats in the palm trees Up there in Chavez Ravine. (Si eres moreno, agáchate Si eres negro, retírate Mejor blanco que acertado Mejor muerto que pielroja Mejor sosiégate en mi ciudad Ahora en mi pueblo yo soy el mero-mero No nos gustan esas ratas comunistas en las palmeras Aquí en Chavez Ravine).
Mientras se decidía el destino del predio, lo que ya estaba sentenciado era el desalojo. El ingreso de la milicia se narra así en el tema “Onda Callejera”:
Un montón de soldados, jóvenes y engañados, Llevaron su bronca to Downtown la. Contra los pachucos, sin saber porqué. Brotó un desmadre, por tipo acomodado, Sobre un pedazo de tierra injustamente robado.
Ante la escalada de violencia, el gobierno local emprendió una política distinta: comprar los terrenos, sobornando, más que indemnizando, a algunos habitantes. Bajo esta estrategia, el barrio se polarizó. En el “Corrido de Box” de Lalo Guerrero se cita un ejemplo en el que dos héroes del barrio apoyaron el “robo de home”: Carlos and Fabela Chavez, from La Loma And Palo Verde, said, “If you fight clean, Siempre ganas, nunca pierdes.” En el Auditorio Olimpic Peleaban honoradamente [...] Más no pudieron ganar El pleito de Chavez Ravine. Se deshicieron encima con mentiras hasta al fin. Se batieron en el lodo hasta que perdieron todo.
Si la guerra duró diez años fue porque tuvo sus escaladas. Muchos de los primeros mexicanos que aceptaron la compensación, vieron casi de inmediato con tristeza que el monto no les alcanzaría para adquirir nueva casa; tiempo después, cuando se ajustó al alza el pago, las inmobiliarias angelinas decidieron no vender propiedades a mexicanos en cualquier zona de la. Esta imposibilidad de conseguir una casa constituyó para la comunidad mexicana un tercer exilio. Y aquí aparece en la escena Walter O’Malley, presidente de los Brooklyn Dodgers, un equipo que en Nueva York también estaba en un proceso de exilio. O’Malley planteó una expansión de las posibilidades comerciales del equipo, incluyendo nuevo estadio y facilitar accesos a personas de color. La negativa de las autoridades neoyorquinas abrió el telón al cambio de sede. El gobierno angelino vio en este escenario la
posibilidad de capitular el tema Chavez Ravine si se presentaba el asunto como una compra-venta legal de toda la loma y así asegurar la enajenación por la fuerza como defensa de la propiedad privada. Así lo narra Cooder: En Palo Verde, un U.F.O. cayó. Un extrañó surgió con orgullo: en traje guango. En calo nos suplicó: Órale, esos vatos feos del barrio del Palo Verde. Quiero que se pongan muy al alba [...] De que hay unos gabachos que les quieren quitar sus Tierras y poner un estadio de béisbol para Agringar nuestro barrio.
La construcción del Dodger Stadium, inaugurado en 1962, se hizo por la fuerza, y con su instalación allanó el camino a otro equipo neoyorquino para su mudanza a la costa oeste: los San Francisco Giants. O’Malley además armó un equipo liderado por el legendario Sandy Koufax, el primer pitcher en lanzar tres no hitter, también el primero en negarse a jugar un partido en Yom Kippur, quien además inauguró el estadio ganando la Serie Mundial en 1962. El cambio le sentó bien a la franquicia, pero si el béisbol está poblado de maldiciones, la comunidad mexicana ya preparaba la suya contra los Dodgers: hacia 1965, último año en que los Dodgers de Koufax ganaron una Serie Mundial, los mexicanos ya integraban el 33% de la demografía angelina y habían constituido un boicot que la organización de O’Malley resintió en taquilla. Asimismo, una racha perdedora se instaló en Chavez Ravine con quince años sin presencia en el clásico de otoño. El “Tirabuzón” o screwball debe ser uno de los prodigios más insólitos en el pitcheo. Su mejor ejecutante es, sin broma alguna, Bugs Bunny en el corto animado Baseball Bugs: la bola perfila una trayectoria de rizo, con velocidades cambiantes durante el trayecto y su engañosa bajada en el espacio del cátcher lo vuelven el lanzamiento más improbable del juego, tanto que no llegan a la decena los pitchers de las Mayores
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destacados por lograrlo. Además de su dificultad, implica una posibilidad de la tragedia: su ejecución requiere movimientos riesgosos de los músculos del brazo, por la fuerza impresa y el movimiento final de muñeca que impacta como un látigo hacia todo el centro del torso. Es un lanzamiento suicida. La primera parte de la leyenda de Fernando “El Toro” Valenzuela tiene que ver con haberse vuelto un maestro en este tiro, que fue su fama y condena; la segunda parte, la más importante, fue que su llegada a los Dodgers rompió la maldición y devolvió tanto al equipo como a la comunidad mexicana a la almohadilla de home. Peter O’Malley, hijo de Walter, habría dicho a sus scouters, previo a una cacería en las ligas profesionales de México: “Creamos a Jackie Robinson, rompimos la barrera del color. Necesitamos un Sandy Koufax mexicano”. Pero el héroe estaba lejos de esos reflectores: los cazatalentos hallaron al Toro en un rancho lejano a cualquier liga: Etchohuaquila, Sonora. Como en el caso de Muhammed Alí, en el que Norman Mailer asegura que no fue él quien se impuso una tarea histórica sino que fue la Historia la que lo abrazó como a cualquier ingenuo paseante, Valenzuela, entonces joven, regordete y sin una pisca de inglés en la boca, se convirtió en un prócer casi incluso contra su voluntad. Su efigie aparecía en graffitis de los nuevos barrios mexicanos y en la frontera; su peligroso lanzamiento y su habilidad al bat fueron traducidas en los periódicos como el ejemplo del tesón y fuerza de la comunidad mexicana; a mediados de 1981, su primer año de juego, se instaló la “Fernandomanía” (sin hipérboles, el nombre se impuso por semejanza a la “Beatlemania”) y al salir del dugout se le anunciaba con una balada pop de la época, del grupo ABBA, que se creía inspirada en él porque en su coro se advertía un canto libertador:
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There where something in the air that night The stars were bright, Fernando There where shining there for you and me For liberty, Fernando
El resto es historia conocida: el triunfo en la Serie Mundial de 1981 contra los Yankees, el odiado enemigo, la consagración del Toro como único jugador en la historia que ha ganado el Cy Young y el Rookie of the Year al mismo tiempo, el renacimiento del respeto a los jugadores latinoamericanos. El mito del Toro es breve debido a que precisamente ese “Tirabuzón”, su heráldica, junto al exceso de juegos (aún se discute si Tommy Lasorda, el coach, sobrecargó de trabajo a Valenzuela arruinándole el brazo) hicieron que su carrera fuese corta y que por ello hoy no tenga los números requeridos para llegar a Cooperstown, al Salón de la Fama. Pero su contribución se amplificó en grados superlativos para una comunidad, hoy contada en 4.7 millones de mexicanos, que lo sigue recordando como un prócer y a la que él, por inercias y cariños, sigue consagrando su tiempo. En la actual temporada tiene un heredero con su carisma y talentos, aunque no es lanzador: Adrián “Titán” González. Nominado el premio Roberto Clemente que da las Mayores a los jugadores que se dedican a actividades filantrópicas, González es también la figura central de la campaña social más importante que realiza la franquicia angelina desde 2014, titulada #SePoneAcento, y que se dirige a dignificar a la comunidad mexicana de Los Angeles. Discursos como el de Donald Trump ahora se combaten a toletazos desde la almohadilla de home en Chavez Ravine, la casa a la que han vuelto como en reconquista los despojados a los que cantaba Lalo Guerrero.
Los visitantes Héctor Antonio Sánchez
Un policía vigila un almacén incendiado en Aulnay-sous-Bois, en las afueras de París, Francia, durante una madrugada de noviembre de 2005. (Fotografía: Pascal Le Segretain / Getty Images)
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Hace más de una década, al concluir mis estudios universitarios, trabajé como lector de español en una región parisina. Tenía veintitrés años, pero mi francofilia databa de largo tiempo, y a esa adscripción debía el estudio de la lengua francesa, la exploración de su literatura y, sobre todo, la idea que guardaba de aquella civilización desde mi adolescencia. Como tantos escritores jóvenes —sobre todo ingenuos— fantaseaba con visitar Francia, vivir allí un tiempo, mudarme incluso de forma permanente. Al llegar a París me sorprendió la diversidad de su población. Inmigrantes del Magreb, sobre todo argelinos; del África subsahariana, del Medio y Lejano Oriente, colombianos… Me sorprendió también la apatía de los franceses tradicionales. Cierto: era otoño y la belleza de avenidas y bulevares, de plazas públicas y de las márgenes del río llegaba tocada por un aura ocre y un tanto melancólica, como hojas barridas por el aire fresco. Y yo veía así cumplido mi sueño de vivir en Europa, y me deslumbraba la novedad de sus hábitos, la cantidad de arte en mi cercanía, la arquitectura de tantos siglos: tan lejos de México, me sentía devuelto al elemento feliz de la soledad. Pero, a ratos, tenía la sospecha de que todo París era una farsa: una puesta en escena para el turismo, una suerte de Disneylandia del Viejo Mundo. En el Lycée Montesquieu, situado en los suburbios, la impresión no fue muy distinta: con honradas excepciones, mis alumnos se hundían en una indolencia y una falta de curiosidad casi pasmosas. Aquella grisalla se extendía a la capital: rara vez me sentí deslumbrado por su presente cultural, sus habitantes, el espíritu mismo de sus calles. A principios de noviembre se fueron alzando, cada vez con mayor resonancia, las noticias de que en zonas marginales al este de la banlieu grupos de inmigrantes estaban incendiando automóviles. Encontronazos con la policía, una bomba de gas lacrimógeno volando contra una mezquita, el ministro Sarkozy llamando “escoria” a los participantes de los disturbios. Y autos, cientos de máquinas ardiendo en la callada noche de la región metropolitana. Una protesta espontánea, ¿por causa de qué? ¿De Zyed Benna y Bouna Traoré, les morts pour rien: los dos adolescentes muertos al intentar escapar de la policía en Clichy-sous-Bois?
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No había que ser un observador muy sagaz para intuir que aquella tragedia era apenas la punta del iceberg, que el furor de los tumultos provenía de un rencor más hondo. París no era una fiesta, y aunque yo hubiera querido entender a fondo lo que ocurría, cierto es que los barrios de inmigrantes no eran terreno seguro para un extranjero. Entre el hielo y la llama, la Ville Lumière se oscurecía entre uvas de ira. Justamente en cuanto el turista que nunca dejé de ser, visitaba una tarde la Basilique du Sacré-Coeur cuando me abordó un hombre en su treintena. Era blanco, de cabello oscuro y rizado. Se presentó como Momo: Mohamed. Fuera de mi ambiente laboral, aquella era la primera vez que conversaba con un parisino de manera espontánea. Fuimos por un café a Pigalle y allí conocimos a una londinense. Como todos los franceses, Momo hablaba un inglés espantoso, pero era un gran conversador en tanto se lo permitían sus medios, y al final nos invitó a la inglesa y a mí a tomar una copa en su departamento. La chica no aceptó, pero dado que Momo vivía en Argenteuil, a unos diez minutos de Herblay, mi comuna, dije que podía pasar un rato y seguirme a casa. “¿No tienes miedo?”, me preguntó Momo en el camino, mientras conducía, y yo fingí no inmutarme por aquella extraña interpelación: “¿debería?”. Momo sonrió. “Argenteuil”, repetí en mi mente: en su hora Monet, Manet, Braque, pintaron el puente asombroso y las márgenes del Sena, pero apenas unas noches antes habían ardido automóviles en aquel municipio. Momo me advirtió que caminara rápido cuando llegamos a su unidad habitacional. Lo que vi entonces me produjo algo que sólo puedo describir como pasmo: salimos a gran explanada, sumida en la penumbra, rodeada de edificios en ruinas, cuyos azulejos se habían desplomado hacía mucho tiempo. Ventanas rotas, concreto y materiales apilados, jardineras secas, un estropicio de basura por el suelo. Momo y yo avanzamos como dos sonámbulos por una ciudad desolada: él con naturalidad, yo sin creer apenas que pudiera hallarme en aquel sitio temible. En el apartamento de Momo colgaban fotos de su familia: mujeres con el cabello cubierto por un hiyab, hombres barbados como rostros de esculturas sumerias; una amplia parentela sonriente como no parecían sonreír jamás los parisinos. Una fotografía tomada en el árido Argel, donde vivían los abuelos; una imagen que evocaba en mí a mi familia ancestral, en el istmo de Tehuantepec, migrantes también hacia Veracruz: mujeres enfundadas en enaguas y huipiles, seres que no rehuían su pertenencia a la tierra. Los padres de Momo, según me dijo, emigraron a Francia tras la guerra de liberación de Argelia: él y sus hermanos crecieron en la antigua metrópoli,
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en un islam moderado, en zonas periféricas de la capital, casi sin entender la lengua paterna. Pensé: como yo el zapoteco de mis ancestros. Le pregunté si su fe le permitía consumir vino. “No. Pero no tengo demasiada fe. Hay demasiadas prohibiciones en el Islam”. Los corrientes migratorias han acompañado nuestra literatura desde tiempos remotos. Su forma alcanzó pronto una grandeza acaso insuperable: los capítulos que componen el Éxodo integran una épica fundacional hacia la Tierra prometida: el pueblo que vence la adversidad en su camino hacia la Utopía, que es su destino; la liberación, la gracia. “Y Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles, a fin de que anduviesen de día y de noche” [13:21]. Esa épica reaparece en grandes frescos de la literatura moderna: en la empresa que lidera José Arcadio Buendía a través de una ciénaga infernal y concluye en la fundación de Macondo; en la travesía de tintes cinematográficos que narra Salman Rushdie en Los versos satánicos donde Ayesha, una vidente que clama recibir revelaciones del arcángel Gabriel, conduce a pie a su pueblo hasta el mar de Arabia, con resultados fatales; en fin, en la fabulosa migración del pueblo tártaro —a caballo entre la historia y la pesadilla— desde Rusia hasta las fronteras de la China imperial que describe Thomas de Quincey en un ensayo ejemplar. Sí: la búsqueda de un porvenir, la fe —y el dogma—, la libertad religiosa, la mera supervivencia han sido causa de grandes desplazamientos de población. Hoy se ha instalado en Europa una crisis como no se había visto desde la Segunda Guerra: un espasmo telúrico que manifiesta, entre tantas cosas, la pésima labor de integración que las así llamadas democracias en el continente han realizado tras los procesos de descolonización de sus territorios de ultramar. En los días que viví en París no se podía sospechar de la avalancha que vendría una década después: antes, eran pequeñas oleadas sucesivas las que iban abonando a un nerviosismo creciente. La escena que tenía frente a mis ojos no era la de un pueblo en busca de la tierra prometida; era una diáspora de historias personales, si bien hermanadas por la realidad del foráneo, del eterno extranjero: por su cierta indefensión. Un marroquí en Barcelona que me pidió traducirle al francés una carta de deportación que
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recibiera en español: no entendía una palabra del documento. Un peruano a quien le serví de intérprete frente al agente de inmigración en el Reino Unido me confesó al ver mi ejemplar de Los detectives salvajes que nunca en su vida había leído un libro. Un matrimonio de rumanos en Berlín que me contó de su fuga hacia Austria, en la noche húngara del Danubio durante la era comunista. Un muchacho serbio que en Praga me reveló que no volvería jamás a su patria, donde habían muerto un hermano y tres amigos en la era de Milosevic. Hace una década de aquella estancia: algo ha tatuado a estos seres en mi memoria. También en Los versos satánicos, Rushdie refiere la historia de Saladin Chamcha quien, entre una serie de eventos tocados por el realismo mágico, sufre un abuso policiaco bajo la sospecha de que se trata de un inmigrante ilegal en Londres. En la Francia que yo conocí no habían ocurrido las tragedias de Charlie Hebdo y el Bataclan; sin embargo, era evidente que la población árabe y negra no se hallaba en la misma categoría que los franceses de varias generaciones. Los musulmanes prendían grabadoras a bordo del tren, gritaban en la vía pública, lo abordaban a uno para pedir dinero. Eran la Francia irreverente, a veces temible. Eran, también, quienes bailaban break dance o iban cantando con sus audífonos por la calle: los únicos parisinos que parecían estar vivos. Momo fue, de hecho, el único amigo francés que conocí espontáneamente en las calles de aquella cosmópolis donde todos eran extranjeros, donde todos sobraban. Porque ahora puedo decirlo para mí: París no era la patria del arte y la literatura que yo imaginé torpemente en mi juventud. Era una ciudad cerrada al mundo, profundamente conservadora, intolerante, donde yo no estaba en el paredón de los despreciados sino el de los invisibles: un eterno visitante. Aquella noche estaba platicándole a Momo sobre México cuando escuchamos una detonación. Nos acercamos lentamente a la ventana. A lo lejos vimos una llama, entre edificios y copas de árboles. Nos quedamos en silencio largo rato, observando, meditando. Tardaron en sonar las alarmas, los ruidos de patrullas. Tardaron en llegar los bomberos. “Yo creo que mejor te quedas aquí hoy y temprano te vas a trabajar”, dijo Momo. Estuve de acuerdo. Fue la única vez que un parisino me abrió las puertas de su casa. Esa noche pensé en edificios en ruinas. Esa noche soñé con ciudades en llamas.
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Una pieza de arte colocada sobre el muro fronterizo en Tijuana, MĂŠxico, en 2013. (FotografĂa: John Moore / Getty Images)
Acentos Pablo Molinet
There’s a southern accent, where I come from. The young’uns call it country, the Yankees call it dumb. I got my own way of talkin’, but everything is done, with a southern accent, where I come from. Tom Petty y The Heartbreakers, “Southern Accents”
¿Cómo evocar sin escalofrío a los yoemem de Sonora arrojados a Yucatán en 1900? Aplastada su insurrección, prisioneros de guerra del Estado, entregados a las haciendas de la Casta Divina. Ex-solis: expulsados de su suelo, como los cheroquis de la Trail of Tears (decenio de 1830), desahuciados de sus casas ancestrales a punta de bayoneta. Ambos episodios muestran con crudeza que el exilio no es —como más de una jurisprudencia entiende— pena de muerte conmutada, sino postergada, diferida. Los presidentes Díaz, Van Buren y Jackson no se propusieron el resguardo —ni la mera sobrevivencia— de esas naciones: dispusieron su eliminación. Uno se ve fuertemente tentado a pensar que, frente a estas vastas tragedias colectivas, las Tristia de Ovidio o la “Canción III” de Garcilaso no expresan sino first world problems y lo que de ello se sigue: el plural es más que el singular, los millones de víctimas sin nombre del colonialismo más que un par de privilegiados que contrariaron a su respectivo patrón. Sugeriría no hacerlo. Al indispensable esfuerzo de la sensibilidad y el entendimiento que exige colocar la atención en el destierro yaqui o en la Travesía del
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llanto, sugeriría hacer aún otro, también indispensable: sostener, en paralelo, la no obliteración del individuo frente a la masa. Me parece que una conciencia genuina es la que se percata de lo colectivo en lo individual y viceversa. Multum in parvo. De acuerdo con el derecho medieval nórdico, cuando el reo de homicidio era arrojado de la comunidad y empujado a los bosques, cualquiera que lo encontrara adquiría la venia de matarlo. De acuerdo con el derecho medieval castellano, el rey Alfonso VI podía desterrar más allá de la salvaguarda de las fronteras a un fijodalgo menor —digamos Rodrigo Díaz de Vivar—, a que gozara de la bonhomía sin par de los gerifaltes. Atenuado pero inconfundible, un remanente de ese impulso homicida puede rastrarse en, digamos, las expulsiones familiares. Más allá de lo que se diga a sí misma la autoridad de la casa, el adolescente rijoso es echado de casa en un acto de supresión. De suprimir a matar la diferencia es de grado. Todos hemos sido pues matados alguna vez por un padre exasperado o una pareja harta; la violencia es evidente. De allí la transparente paradoja formulada por Rosalía de Castro en “Pra a Habana”: “Viudas de vivos”. En todo exilio están involucrados directa o indirectamente los poderes seculares. Las expulsiones masivas perpetradas por las auc o los Zetas, el éxodo centroamericano o el mexicano —o el gallego decimonónico— no son obra de la fatalidad o la naturaleza, sino de decisiones económicas y políticas sustentadas en el monopolio, legítimo o no, de la fuerza. La primera vez que experimenté el sentimiento del ex-solis fue de niño —no seré el primero ni el último en recordar que los niños son objetos de la ambigua, turbia arbitrariedad de los adultos—. El sentimiento
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en cuestión es desolador por partida doble: la añoranza de lo que te ha sido quitado, el horror ante lo que te ha sido impuesto. Del borde feral del campo al ahogo de la ciudad: esa semipenumbra mezquina y hedionda que pesa mortalmente sobre el Robinson de Saint-John Perse; esa suerte de amputación en la que leo el origen del estro de Léger: Imágenes para Crusoe, Exilio, por supuesto, también Lluvias y Elogios. ¿Qué tan hondas, qué tan orgánicas son las relaciones que establecemos con el paisaje —el pasaje— mediante el cual accedemos al mundo? ¿Qué tan íntima es la sacudida cuando esas relaciones son violentadas? Debe ocurrir lo mismo que con la extracción de un diente, que pareciera sacudir la osamenta entera. El suelo: allí donde nuestra naturaleza bípeda se afianza. ¿Qué ocurre cuando nos lo arrebatan? El citadino petulante que por vez primera descubre el fondo de la noche tropical —la miríada de crujidos y aleteos y rumores, el rugido aciago de los saraguatos— y, con ella, un miedo tan inédito como opresivo, obtiene un atisbo de la sensación de ex-solis. “Pra a Habana”, el poema de Rosalía de Castro sobre la emigración gallega, contiene un ánimo paradojal que expresa dos condiciones contradictorias: por un lado, el asesinato diferido que engendra “viudas de vivos”. Otra, no menos compleja, es la que atañe al hecho de que, en sí misma, la migración no es una desgracia: “¡Ánimo, compañeiros!/ Toda a terra é dos homes./ Aquel que non veu nunca máis que a propria,/ a iñorancia o consome” y, no obstante: “Este vaise i aquel vaise, / e todos, todos se van, […] Tés, en cambio, orfos e orfas/ e campos de soledad, […] E tés corazóns que sufren/ longas ausencias mortás”.
Ese ánimo paradojal tiñe también esta nota. No vivo en la ciudad por gusto, no voy a hacer de ello un drama: toda la tierra es de los hombres; hay sonidos, olores, texturas, temperaturas, imágenes, voces, entonaciones, inflexiones, giros que, simple y sencilla e irremediablemente, echo de menos. ¿Es el dolor provocado por la necesidad de regresar, la nostalgia? “Everything is done, / with a southern accent, / where I come from”. La gente de mi pueblo abajeño pareciera nacer allá sólo para alcanzar la pubertad y viajar tres mil quinientos kilómetros al norte, a las riberas glaciales del lago Michigan. El ciclo está tan nítidamente dibujado en el tiempo y el espacio como el de las mariposas monarcas. Si bien no es menester que me aleje tanto como esas mujeres y esos hombres de austera audacia, en contra de mis deseos yo mismo no puedo permanecer allí. Por un lado, las condiciones económicas y sociales que me impiden vivir en la casa de mi infancia son, todas, impuestas por la codicia y el despotismo que rige el país entero desde hace décadas. Por otro —y si bien detesto la ciudad—, este modesto exilio personal no me ha sido pernicioso; empero, ello es producto de una decisión individual consciente y deliberada. Tal pareciera que, como en el poema de De Castro, hay en cualquier exilio un imperativo tácito de prevalecer no obstante que, tal y como la canción de Tom Petty sugiere, en cualquier conversación siempre resonará, en ausencia, un accent que obsede la sensibilidad. Del exilio de sangre y fuego impuesto por los Zetas en Tamaulipas conocí hace poco a un hombre, oriundo de San Fernando y refugiado en el Bajío. Es un virtuoso de su oficio, la reparación de radiadores; los limpia con rigor clínico y los zurce bellamente con soldadura de plata. Los clasifica, diserta sobre ellos, los diagnostica sin siquiera abrir el cofre. Mientras hace todo eso no deja de jugar: bromea, planea y dispone el banquete sabatino, se vende con eficacia: “También reparo radiadores de tráiler y de locomotora”, afirma y cita modelos. No deja asomar el gesto más ínfimo de autoconmiseración. No obstante, la palabra vuelve una y otra vez a su voz: Sanfer. I’ve got my own way of workin’, but everything is run, with a southern accent, where I come from.
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A través de la nación de los despojos Miguel Ángel Flores Vilchis 34 | casa del tiempo
Migrantes centromericanos atraviesan Arriaga, Chiapas, encima del tren conocido como “La Bestia”. (Fotografía: John Moore / Getty Images)
En una colonia popular al poniente de la Ciudad de México se halla una casa improbable, de geografía accidentada y laberíntica pero enigmáticamente ordenada, como imaginada por Escher. En el centro de su pequeño patio, donde la estructura se cierra sobre sí misma, se sostiene un ídolo de madera, una suerte de piedra angular de doble signo en que se centran todas las miradas. Los habitantes conversan descansadamente a su alrededor, encuentran solaz en su presencia. En la puerta de entrada está escrita una oración. En los corredores y en las paredes de sus estancias se estampan los recuerdos de antiguos huéspedes, los rastros de sus aspiraciones y su fe: banderas de sus naciones de procedencia, rutas marcadas sobre un mapa de América, hombres vestidos de paisano, escenas bucólicas, alegorías del Edén. Gabriela, matrona de cabello alborotado y complexión fuerte, cruza el patio oteando afable a las mujeres y los hombres allí reunidos; mestizos en su mayoría, algunos negros y mulatos, más una tercia de caucásicos. En sus ojos se adivina el
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tránsito milenario de sus razas, llevan en los cuerpos la artesal urdimbre de las civilizaciones, los besos de sus padres en las palmas de las manos. Ulises todos. Desde una desvencijada silla, el ebanista examina su obra entre el humo del cigarro. Víctor es un profeta venido de tierras lejanas envuelto en las levedades del incienso. Observa a los presentes, ha tallado para ellos, para los que partieron y para los que vendrán este moderno Jano, efigie de esperanza y de terror. Cada veintinueve segundos un migrante traspasa las fronteras estadounidenses. La nación norteamericana es el mayor destino de inmigración a nivel mundial desde la mitad del siglo xix, aun cuando en 1882 el Congreso aprobó la primera de sus leyes antiinmigrantes. Sólo en este año casi un millón cien mil extranjeros habrán ingresado al país, gran parte de ellos ilegalmente y exponiéndose a los inminentes riesgos del cruce clandestino. Esto es la expresión de un robusto sector de la humanidad en perpetuo movimiento, cuyo motor es escapar de la pobreza y la violencia de sus países de origen. A su vez, pocas naciones ocupan un lugar exegético en la compleja maquinaria global como lo hace México. Su mano de obra barata —nutrida principalmente por sus más de cincuenta y cinco millones de pobres—, así como su ineficaz sistema político-legal, lo vuelven cuna de grandes capitales económicos, tanto legítimos como ilícitos —o una combinación de ambos—. Los capos del narcotráfico, la trata de personas y la pornografía infantil coexisten con los magnates de las telecomunicaciones, la minería y la cerveza. Al norte del Río Bravo seduce el espejismo de una vida plena y digna, al sur está la realidad ineludible del sistema económico actual. Para alcanzar el sueño americano, la idealizada Tierra Prometida del proceso civilizatorio, mexicanos y centroamericanos por igual deben enfrentar la tierra de los parias, la nación de los
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despojos. Allí donde un giro desafotunado podría hecerles expiar no sólo las culpas propias, también las de los hombres que lo tienen todo. “Tengo miedo de volver a mi país, mi vida corre peligro si regreso a Guatemala”, suelta César Augusto Lorenti, de cincuenta y cuatro años, habitante de Casa Tochán, refugio y albergue al poniente de la ciudad. Refiere que su actividad como periodista en la nación centroamericana devino dos intentos de homicidio en su contra y los asesinatos de su hijo y de su hermano. Lleva tres meses y medio aquí; pinta paisajes de la Antigua Guatemala y cuadros que retratan la experiencia migrante. Los vende para vivir. Delgado y de paso ligero, se le ve sociable por los extravagantes espacios del inmueble, conversa con soltura con alguno de los tres voluntarios provenientes de Alemania y Estados Unidos. Está en espera de que el gobierno mexicano le resuelva una solicitud de asilo político, mismo que se le negó en Estados Unidos. Mariano Geovanni Martínez es un salvadoreño que gusta de las rancheras, la banda y las cumbias; los sopes, los chilaquiles —con su carnita o con huevo— y las enchiladas; es más, presume de saber cocinar a la mexicana y de comer picante como cualquiera de nuestros connacionales. Pasó dieciocho años al lado de un numeroso grupo de mexicanos en Estados Unidos, trabajando para una empresa de construcción y mantenimiento sostenida por migrantes. Lejos de su natal La Reina, en Chalatenango, y encontrándose en un espacio que pone a prueba los sentimientos de pertenencia e identidad, lo hicieron sentir de la familia. Es un hombre alto y corpulento, resulta difícil imaginar que alguien podría someterlo. Pero así fue. Se encontraba en los lindes de Chiapas y Oaxaca, bordeando una caseta de vigilancia junto a otros compañeros. Un grupo de asaltantes los sorprendió. Pero despojarlos
de su dinero y objetos de valor no resultó suficiente, los migrantes fueron agredidos con machetes y pistolas. Mariano fue quien sufrió las lesiones más graves. Doble fractura expuesta en el brazo derecho, más dislocamiento de la muñeca del mismo lado. “Pensé que me iban a matar”, manifiesta mientras señala más cicatrices en espalda, rostro y piernas. Dado que fue víctima de un delito en territorio nacional, Mariano tiene derecho a adquirir la condición de visitante por razones humanitarias. El trámite está en proceso. Gabriela Hernández Chalte, coordinadora de la casa, señala que a partir de la implementación del Plan Frontera Sur la situación ya de por sí dramática de los migrantes “se desquició”. A raíz del aumento de las detenciones violentas y del creciente número de puntos de revisión, los centroamericanos se han alejado de las rutas tradicionales y, por ende, de los albergues que pueden brindarles ayuda y protección. Esto aumenta las probabilidades de un encuentro con el crimen organizado y las pandillas locales. Es el caso de Mariano. Los Estados Unidos son, a pesar de su estricta política migratoria, un país multicultural. De acuerdo con los últimos datos de American Factfinder, se reconocen veinticinco ascendencias extranjeras para su población actual. Las tres más numerosas son la alemana, con 46 874 293 descendientes, que representa el 14.9% de los habitantes; la irlandesa, con 33 918 058 y 10.8% respectivamente; y la inglesa, de 25 181 294, que significa el 8%. Estas cifras están por encima de la población considerada “americana”, la cual es de 22 365 250, correspondiente al 7.1%. No está de más señalar que los descendientes de indígenas del territorio estadounidense son sólo 2 756 752, el 0.9% de un total 314 107 084 habitantes en 2014 . Para ese mismo año, 41 millones de pobladores habían nacido en el extranjero, y 21 millones y medio
de ellos eran latinoamericanos. Si a este último dato sumamos los latinos de segunda y tercera generación, la cifra asciende a 55.2 millones en 2016, según datos de Pew Research Center. Mientras que la Organización Internacional para las Migraciones informa que el mayor corredor migratorio del mundo es el que va de México a Estados Unidos, el cual representa el 6% del contingente mundial de migrantes. La Oficina del Censo estadounidense reporta que desde 2010 el número de nacimientos de niños blancos es inferior a la suma de nacimientos de las “minorías” raciales. Tochán significa “nuestra casa” en náhuatl. Hoy esta expresión tiene más sentido que nunca. Gabriela comenta que con la diversificación de las rutas de migración, la Ciudad de México se ha vuelto un lugar de paso y de destino para los centroamericanos. Mujeres, hombres, niños solos, incluso la comunidad lgbt ha llegando en cantidades considerables, pero la capital sólo cuenta con cinco albergues y sus residentes no tienen una cultura de acogida. Muestra de ello son César y Mariano. Entre los dos suman un nutrido historial de deportaciones; ser arrestados en suelo estadounidense implicaría ir a prisión. Sin mucho convencimiento, expresan la idea que quedarse a vivir en México, en particular en la capital. Por lo pronto cae la noche en Casa Tochán. La estructura se cierra un poco más con la ausencia de luz. Víctor, exguerrillero salvadoreño y hábil carpintero, contempla una vez más a su ídolo. Fuma otro cigarro, decide que retocará aquella locomotora de madera naranja y gris que encanta la mirada de huéspedes y visitantes, esa síntesis de la Bestia, el tren de carga cuyo peso simbólico es dual: la esperanza de una vida plena y digna en la Tierra Prometida del proceso civilizatorio; el terror de cruzar la nación de los despojos.
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Retrato del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante en 1987. (FotografĂa: Ulf Andersen / Getty Images)
El insólito fulgor de la añoranza:
Guillermo Cabrera Infante Ramón Castillo
La memoria es otro laberinto en que se entra y a veces no se sale Guillermo Cabrera Infante
Se sabe de cierto que la literatura está hecha, más que de certezas, de la materia inasible de los recuerdos. En la página se evoca no la realidad, sino una versión alterna de la misma, un reflejo tramposo y juguetón de lo que fue, de lo que debió haber sido, de lo que nunca habrá de ser. Porque la memoria, como queda subrayado en su árbol genealógico, está emparentada en mayor grado con la inventiva que con la enumeración. Después de todo, Mnemosine es la madre de las musas, ninfas constantes cuya presencia insufla en el género humano el deseo inagotable de crear, de seguir el ritmo de la música y el baile, el canto y la poesía. De este modo, en la epidermis del papel tiene lugar el subterfugio de la palabra y el despliegue de su maravillosa impostura. En ella se recrean la duración y el movimiento, fingiendo que en el desarrollo de cada frase es secundada la cadencia propia del pasar, mientras se reconoce en todo momento que somos ufanos cómplices de un engaño colorido. Quizá el encanto más elemental —tal vez el más primitivo— de esta debilidad que evoca y convoca no sea otro que escuchar una historia que en su desenvolvimiento nos planta ante un tiempo imposible. No hay mayor alborozo que descubrir que, pese a las advertencias, mirar atrás no nos convierte en estatuas de sal. Esta cautelosa farsa muestra su poder al otorgar al relato de lo acaecido un propósito que trasciende la fijeza de un hecho y, en su lugar, otorga a cada voz el privilegio de pregonar un orden mejor, más estético, de la vida. Se recuerda para vivir de nuevo, se escribe para enardecer el placer de tal aventura. En este lance lo que se obtiene es hacer de la añoranza menos un trasunto de la melancolía y más una conjugación nueva del regocijo.
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Adscrita a tal pulso se inscribe la obra del cubano Guillermo Cabrera Infante, quien ya en su primer libro, Así en la paz como en la guerra, hace exclamar a uno de sus personajes su declaración de principios: “Miró sus ojos, su boca, el nacimiento de sus senos, y recordó. Le gustaba recordar. Recordar era lo mejor de todo. A veces creía que no le interesaban las cosas más que para poder recordarlas luego”. De esta manera, ya desde el inicio de su carrera, tiene claro que lo que impulsa su pluma es una suerte de fervor por la reminiscencia, una nerviosa indagación retrospectiva cuya fuerza está sujeta a un erotismo vindicatorio. Y, en efecto, Cabrera Infante recuerda empecinado y goloso cuanto puede a fin de escribirlo en las numerosas páginas que acumuló a lo largo de los años. Al tiempo que hace delirar al lenguaje mediante retruécanos y aliteraciones, profesa una incesante reconstrucción del pasado, de la ciudad que perdió con el exilio, de los amores pasados y gozados. Ya sean novelas, cuentos, crónicas o ensayos, todos tienen en común la fascinada manía por hacer del viaje en el tiempo uno de sus temas principales. Fechada en 1977, una entrevista otorgada a Danubio Torres Fierro consigna el deseo del autor por congregar dos de sus muchas aficiones, asegura estar redactando unas “memorias que quiero que sean eróticas, como deben ser todas las memorias”. Dos años después aparecerá La Habana para un infante difunto, que en efecto es una revisitación mnemónica y sexosa a la urbe que habitó literariamente hasta sus últimos días. Esta novela se abre con el recuerdo inaugural de la ciudad, el asombro desconocido al subir unas escaleras, cosa que en el pueblo donde antes había vivido era algo inaccesible. Cabrera Infante, además, une a este primer momento la certidumbre de saber que aquel acto es la metáfora de su transición a otra edad: la adolescencia y sus descubrimientos, el despertar feroz del cuerpo. Muestra de ello es la revelación literaria y carnal de
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que El Satiricón se venía de maravilla —y qué manera tan afortunada de decirlo— con el onanismo. Aunque Cabrera Infante afirma que este libro se trata de una ficción es, como casi todo su legado, un reflejo de su propia experiencia. Si bien se puede decir que sus libros son su vida, también hay que precisar que su vida no son todos sus libros. Trasladar la realidad a la página es, en tanto ejercicio de traducción, una generosa deslealtad. Algo que este escritor ejecutó con fecunda fortuna. En su ensayo Cómo escribir sobre un trapecio sin red afirma que la intención de la novela es “regalar” esta metrópoli al lector, “ciudad recobrada por recordada”. Sucede esto mismo con Tres Tristes Tigres, su opus magnum, publicado en 1967, en donde el relato es, al igual que en un matrimonio, a un tiempo fidelidad y traición. El libro es un divertimento, un juego adulto en el que se experimenta con solaz la remembranza, el flirteo y la mentira, el coqueteo de quien agrega encantamientos a fin de encender la hoguera del placer. La desaforada invención verbal que articula cada uno de los capítulos confirma que la escritura es a un tiempo goce para quien se asoma a esas páginas llenas de erotismo y música tanto como para el propio autor —sobre todo para él—, pues el divertimento, a caballo entre la reminiscencia y la inventiva, permite traer de vuelta, con la materialidad que sólo a la literatura le es dada alcanzar, el escenario idóneo donde un mero recuerdo se transfigura en una presencia corpórea, latente, real. Presencia tan suculenta como la humanidad carnosa de Estrella Rodríguez, la cantante negra que encarna “la belleza salvaje de la vida”. El periplo de Cabrera Infante se inicia y culmina entre dos islas, antípodas en sus visiones y vivencias, climas e ideologías: Cuba e Inglaterra. No obstante, ambas comparten el rasgo excéntrico de su propia singularidad. Desde cada una de ellas, puede tomar distancia para comprender su situación. Pero antes de llegar a
Londres tiene que dar el primer paso de su errancia. Tras el éxito de la Revolución Cubana, comenzó a colaborar con el nuevo orden hasta que sobrevino un decepcionante episodio —la película P.M., grabada por su hermano Sabá, fue confiscada por el régimen y considerada contrarrevolucionaria, pese a sólo mostrar “negros bailando” y, en consecuencia, de paso fue clausurado el suplemento literario Lunes, que Guillermo dirigía—, pasaje que lo previno ante un ambiente que se comenzaba a antojar hostil. Incómodo y desempleado, probó el exilio por la vía diplomática en 1962, cuando fue designado —como premio por su apoyo anterior o castigo por las recientes diferencias— attaché cultural en la embajada de Bélgica. Pasará tres años en el exterior, saboreando el primer bocado de la frialdad que su figura generaba en los círculos políticos. Regresó a Cuba con el propósito de asistir al funeral de su madre, pero su vuelta a Europa, que él deseaba inmediata, se suspende de forma abrupta, sin explicación de por medio, gracias a la intervención del aparato burocrático estatal. Los cuatro meses que pasa en La Habana sin tener idea alguna de su futuro son narrados en Mapa dibujado por un espía, texto póstumo en el que, una vez más, hace del recuerdo su mejor herramienta para revivir aquella tierra en donde dejó amigos y amantes, y sobre todo, para consignar su desconsuelo definitivo ante la bandera persecutoria que perfilaba el gobierno revolucionario. Gracias a que ha recibido poco antes el premio Biblioteca Breve, otorgado a una versión previa de la que conoceremos definitivamente como Tres Tristes Tigres, es que puede fraguar su salida de la isla, a la que no volverá a visitar más que en las páginas de sus propios libros. Como dato simbólico y, por tanto, significativo, hay que destacar que no es casualidad, sino causalidad que ya en el exilio plenamente aceptado tradujera Dublineses, de James Joyce —otro desterrado que haría de Dublín su particular Ítaca—, escritor del que, tal vez,
Cabrera Infante retomaría el fervor por habitar la patria perdida mediante la escritura, señalando con inventiva y mordacidad su desencanto e, inevitablemente, también su cariño por aquel horizonte extraviado. En la misma entrevista citada líneas arriba, este autor dice: “no me perjudica la lejanía de Cuba sino que me beneficia: allí nunca hubiera podido escribir Tres Tristes Tigres, ni siquiera en La Habana relativamente libre de 1959. Me hacía falta no sólo la lejanía, sino la convicción de que esa luz de la vela estaba apagada, que solamente por la literatura podría recobrar ese pasado”. Bajo esta clave, es evidente que su creación se borda alrededor de la ausencia, sus palabras se aglutinan esforzadamente para nombrar dicho vacío, colmarlo acaso, pero todo ese rodeo enaltece aún más lo que pretende cubrir. Conforme escribe y reescribe sus recuerdos, esta carencia se hace más palmaria. Si Ulises es el errabundo personaje que se ve forzado a reencontrarse a lo largo de su viaje, arquetipo del exilio y la búsqueda perpetua; en Cabrera Infante se aúna el fantasma complementario de Penélope, cuya obsesiva laboriosidad permite narrar una historia siempre inacabada y provisional, pues sabe que hasta que ocurra el anhelado regreso no habrá de finalizar su labor. En el escritor se encuentran los rasgos duales de ambas pulsiones, el agotador periplo externo y la interior orfebrería de un relato en perenne construcción. De manera similar a lo ocurrido con Joyce, el destierro es el requisito indispensable para que Cabrera Infante emprenda la tarea de narrar, de reconstruir, de traer de vuelta una vía de comprender la isla de forma distinta, una crítica que señale todo aquello que en el camino se pervirtió. Es su condición de expatriado la que habrá de permitirle llegar a ser lo que fue, un escritor a tiempo completo, un artífice de delirantes juegos verbales, defensor del placer sobre el deber, de pregonar en todo momento, pese a las vencidas esperanzas, la risa ante la gravedad. Nunca confundió lo serio con
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lo circunspecto, pues supo que la idea de veneración era opuesta a la ligereza intrínseca del humor. En definitiva, con su prosa lumínica y lúdica enseño que no se debe tomar en serio aquello de lo cual no podamos reírnos. Fue un comprometido, no a la usanza sartreana, más bien a la marxista, pero no a la de Karl sino a la de Groucho y compañía; asi su única e insobornable responsabilidad es con la estética, el humor y la palabra. Su tentativa es burlar incluso su propio destino, como cuando en Delito por bailar el chachachá, a modo de parodia menciona a un personaje que declara que para convertirse en escritor “hay que abandonar una isla: Joyce, Césaire, el mismo Carpentié chico”. Significativo guiño si se tiene presente que Cabrera Infante no duda en afirmar que su vocación literaria sólo pudo cuajar por completo fuera de Cuba. La literatura de Cabrera Infante fue escrita por un genio cómico que sabe que la risa más intensa es la nacida del sentido trágico de la existencia. Sus palabras desfilan no bajo una bandera melodramática u oscura, en su lugar hay la sublevación de la carcajada que no deja nada en pie. Él comprende que su testimonio, si quiere ser vivaz, no debe regodearse en el resentimiento; por tal razón, da prueba de que la carne y el amor, el sueño y la risa apuntalan de mejor forma todas las formas de insubordinación. En Ada o el ardor, Vladimir Nabokov juega con un verso del poeta francés Edmond Haracourt hecho canción: “Partir c’est mourir un peu” para agregar “et mourir c’est partir un peu trop”. Irse es el equivalente a morir un poco y Cabrera Infante, amante de los juegos de palabras, lo admite, pero sabe cómo no perecer al abandonar de la isla. Encontró el camino de confirmar aún más su cubanía y, más importante incluso, de mantener viva a la ciudad que amó y, de paso, a sí mismo mediante sus libros. En ellos habita de cuerpo entero su espíritu lúcido, no menos lúdico, como una divertido fantasma que sigue deambulando por las calles animadas de su recuerdo. La Habana que perpetuamente habita Guillermo Cabrera Infante está anclada en la luminiscencia de los años cincuenta, el jolgorio de los cabarets y la bulliciosa noche caribeña, es un escenario vibrante cuyas calles y personajes están delineados con el brumoso granulado de una película en blanco y negro. Ahí, a las afueras del Tropicana o el restaurante El Carmelo, vemos a un “hombre chiquito, prieto y que fuma tabacos” concentrado en capturar cada detalle de esa postal eterna que habrá de retratar más adelante con su Smith-Corona, presintiendo que mediante la escritura volverá a ese lugar muchísimas veces. Mientras todo esto ocurre, aguarda ansioso la llegada de alguna ninfa memoriosa que le revele, de nueva cuenta, la inagotable magia del amor, la sensualidad voluptuosa de la carne y, aún más, el insólito fulgor de la añoranza.
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Fotografías: Alejandro Arteaga
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Si la práctica hace al maestro, la actividad del Centro Nacional de las Artes (cenart) a lo largo de más de veinte años es la prueba evidente de que, pese a enormes dificultades, escepticismo y restricciones financieras, se ha convertido en un centro en donde se aprende, se crea y se difunde el arte. Con numerosos premios internacionales a las obras de alumnos y maestros, y el reconocimiento como una referencia obligada para cualquiera que se interese por la creación artística, el cenart es hoy el espacio para la educación artística y la difusión de las artes más importante en América Latina. Tiene miles de alumnos egresados y centenares de intercambios académicos realizados con instituciones educativas y culturales de más de treinta países. Además, mediante una cobertura nacional, mediante nuevas tecnologías, la internet y el sistema satelital, los alumnos y maestros del cenart están en contacto con escuelas y talleres fuera de la Ciudad de México, que tienen así la posibilidad de participar en sus actividades. Basta hacer una visita al conjunto para comprobar que la verdadera construcción del cenart, que fue inaugurado apresuradamente a final de noviembre de 1994, no se dio en el hecho de diseñarlo y construirlo en sólo dieciocho meses, sino en lo que se ha realizado en veintidós años de funcionamiento, en los que numerosos artistas y trabajadores han dado vida a las aulas, auditorios, foros, talleres y teatros.
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El Centro y sus arquitecturas La mayoría de la gente no recuerda la polémica en torno a la creación del cenart, porque muchos se sienten identificados con este proyecto o lo viven como una parte importante de su formación y de su vida como artistas. Resultado tangible de la controvertida decisión de crear una Ciudad de las Artes que albergara a las diversas escuelas de enseñanza artística diseminadas por toda la Ciudad de México, el cenart fue —desde su inicio— un proyecto de enormes y conflictivas dimensiones. Desde la iniciativa inicial hasta la inauguración del cenart fue fundamental la participación y apoyo de Rafael Tovar y de Teresa —entonces y ahora Director General del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes—. Su creación fue resultado de la propuesta de construir un centro que reuniera todas las escuelas y actividades para la formación de los artistas en México, con el fin de lograr su integración y facilitar la relación cotidiana entre alumnos y maestros. La decisión fue cuestionada porque continuó con la costumbre de construir en la Ciudad de México cualquier institución “nacional” e ignorar al resto del país. El cenart está en Tlalpan y Churubusco —en lo que fueron los estudios cinematográficos y el Centro de Capacitación Cinematográfica— que funcionaba allí desde 1975. El proyecto original fue encargado directamente al arquitecto Ricardo Legorreta por Carlos Salinas de Gortari. Poco después se incluyó a un grupo de arquitectos que, bajo la coordinación general de Legorreta, propusieron los proyectos para escuelas, teatros y otras instalaciones. El grupo fue elegido —sin concurso público— por el arquitecto Jorge Gamboa de Buen, que entonces dirigía la Secretaría de Desarrollo Urbano del Distrito Federal. Se reunieron así tres grupos de arquitectos: desde figuras consagradas como Legorreta y Teodoro González de León; despachos con una obra significativa, como López Baz / Calleja o Javier Sordo Madaleno; y jóvenes —entonces— como Luis Vicente Flores, Bernardo Gómez-Pimienta y Enrique Norten, que tenían muy pocas obras construidas. Legorreta proyectó el edificio central para la dirección general del cenart, la Biblioteca multimedia y la Escuela Nacional de Artes Pláticas; González de León, la Escuela Nacional de Música; López Baz / Calleja, el Teatro de las Artes; por su parte, Sordo Madaleno proyectó las salas de cine y un teatro que no fue construido. Luis Vicente Flores estuvo a cargo de la Escuela de Danza; y Gómez Pimienta y Norten de la Escuela de Arte Teatral. El conjunto de edificios se caracterizó por la gran diversidad de formas y materiales que —sin intentarlo— fue una muestra de la arquitectura contemporánea mexicana puesta al servicio del arte. La Ciudad de las Artes, como se le denominó al principio, fue el ejemplo más importante de arquitectura mexicana contemporánea en el final del siglo xx y la obra cultural más
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significativa creada en México después de la Ciudad Universitaria o del Museo de Antropología. Sin embargo, el resultado no fue ni ciudad ni centro; porque los edificios están aislados uno del otro sin ninguna relación entre ellos ni con el paisaje. De hecho, el heterogéneo conjunto es la mejor prueba de que no hubo la intención de integrarlos. El cenart fue el resultado tangible de la importancia que el gobierno mexicano le asignaba a la enseñanza y la producción artística, y su construcción constituyó el canto del cisne del Estado en su papel de promotor y constructor de obras públicas. Así, la influencia de sus arquitecturas pronto se sintió en todo el país. Monumentalismo A principios de 1995, a pocos meses de su inauguración, se le dedicó al cenart un espacio importante en la revista española Arquitectura Viva. Su editorial, analizando la importancia del conjunto, resumía así sus características: Expresión de las grandezas y miserias de un país en continua efervescencia, la capital mexicana acoge las diversas tendencias que caracterizan una realidad multifacética. Heredera de una tradición moderna que acabó entreverándose con el pasado prehispánico y colonial, la arquitectura de México ensaya hoy fórmulas que transitan por los caminos de la monumentalidad neo azteca, por los causes líricos del legado barraganiano y por una tercera vía que intenta conectar con las últimas tendencias del panorama internacional. Bajo el volcán de la crisis monetaria, México se enfrenta a su hora más difícil. Escindido entre su identidad nacional y su voluntad cosmopolita, México experimenta convulsiones de fractura que son también convulsiones de parto (...) Súbitamente, todas las valiosas arquitecturas que hoy comparten el escenario de México parecen redundantes y gastadas. El monumentalismo neo azteca de los grandes edificios públicos se percibe como la cáscara vacía de una revolución retórica, institucional, clientelar y cínicamente indigenista. El cromatismo neo colonial de las mejores realizaciones privadas exuda el perfume fatigoso del envase comercial y el aroma folklórico del tipismo exportable. La figuración maquinista de los más jóvenes, por último, se asemeja a una caricatura de la voluntad modernizadora y cosmopolita que llevó a la importación indiscriminada de todo lo foráneo.
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El vigor, la riqueza y la diversidad de las arquitectura de México son, sin embargo, tan grandes, que es imposible no sentir optimismo acerca de su futuro (...) la triple herencia precolombina, colonial y moderna configura un acervo arquitectónico excepcionalmente firme para la construcción de lo nuevo. Contemporáneo y eterno, el México fracturado de hoy alumbra con sus convulsiones un porvenir emplumado y solar.1
El comentario del autor sobre las obras de algunos arquitectos que participaron en el cenart no oculta la burla y desdén por ellas; está alejado —además— de la realidad que se vivió en México después del “error de diciembre” de 1994, que causó una más de las crisis financieras del país. El concepto neo azteca seguramente se refiere a la escala de algunos edificios, más que a su decoración exterior. Sin embargo, hay que conceder que la distancia física y cultural, con respecto a la realidad cultural de México, le permitió una aguda crítica de la situación de la arquitectura de nuestro país, que se ha debatido crónicamente entre la potencia del pasado y las posibilidades que ofrece la modernidad y la lucha continua entre su cultura nacional y la necesidad de relacionarse con la cultura universal, imitando dócilmente sus obras. Desde su inauguración, el cenart ejerció una importante influencia en la arquitectura moderna de México. Se diseñó y construyó a partir de la conjunción de fuertes personalidades y su resultado hizo evidente la peculiar visión que cada uno 1 Fernández Galiano L., “México: entre la herencia y la vanguardia”, en Arquitectura Viva, no. 40, enero-febrero, 1995, Madrid, p.3
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de los arquitectos tenía sobre la arquitectura y sus intenciones. No obstante, hay que considerar que a pesar de la nostalgia que algunos arquitectos sienten por épocas en que existía una cultura uniforme, se tiene que admitir que la cultura moderna es básicamente ecléctica, y por eso se puede comprender que, en lugar de diseñar un conjunto de estilo unificado, se optó por realizar edificios diferentes, como diferentes eran también cada uno de sus creadores. El resultado fue un conjunto zonificado, pero no integrado. Es conveniente enfatizar que en el cenart no se intentó ni la uniformidad de toda su arquitectura, ni tampoco se propuso diseñar una ciudad. Fue más bien la respuesta rápida y acelerada de sus promotores y arquitectos a un reto formidable: la creación de un conjunto que albergara escuelas, aulas, audiorios, salas, talleres, teatros e instalaciones para la enseñanza y difusión de las artes. Fue explicable entonces que, para ofrecer diversas alternativas, se optara por seleccionar a arquitectos que representaban diversas posibilidades: la certeza y seguridad de figuras consagradas, la dinámica y calidad de grupos ya consolidados y la apuesta por los más jóvenes. Junto a los tozudos concretos cincelados de Teodoro González de León y los siempre vivos anaranjados de Ricardo Legorreta, los brillos plateados de la cubierta de la escuela de teatro de Enrique Norten vuelven a plantear el problema de la modernidad y la identidad regional. Las formas de Norten y sus coetáneos tienen también la arquitectura moderna como punto de partida, pero ya no se intenta reinventarla de nuevo a partir de las propias tradiciones y de la realidad de un país que se debate entre el pasado y el futuro, entre lo heredado y lo importado. El lenguaje de esta generación carece de referencias a otro contexto que no sea el del caos abigarrado de las grandes áreas metropolitanas.2
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García Herrera, A., Ídem, p. 19
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Aunque es arriesgado, es posible —después de 19 años— hacer una evaluación sobre los edificios del cenart. Es evidente que constituyeron un hito en la evolución de la arquitectura moderna de México, y a partir de esa experiencia, sus autores han tenido una actividad que permite entender mejor la evolución posterior de sus obras. Legorreta consolidó su prestigio a nivel internacional y en sus obras posteriores incorporó algunos elementos y geometrías que se aplicaron, precisamente, en el conjunto. González de León ha tenido una importante actuación en México y su obra se ha fortalecido, sin renunciar a incorporar elementos que han sido muy atractivos en sus nuevos edificios —como los parteluces verticales de la Escuela Nacional de Música—. López Baz y Calleja han realizado una obra que, desde la apropiación de lenguajes arquitectónicos tradicionales, ha evolucionado hacia una modernidad sobria y elegante. Finalmente, los entonces jóvenes Gómez Pimienta y Norten han tenido una progresiva transformación en su trabajo, ya que después de su deslumbramiento ante obras extranjeras realizadas con un despliegue de alta tecnología y con materiales que requieren de procesos de producción muy desarrollados, han realizado una variedad de obras en las que se han hecho evidentes las serias limitaciones de nuestra industria de la construcción. Eso los ha llevado —de manera paulatina— a un mejor uso de la capacidad industrial, aunque sus obras siguen siendo una evidente referencia entre las principales figuras internacionales y no tienen relación con el contexto y cultura mexicanos, como lo señalaba la critica española. Un plan maestro incompleto Un aspecto que no se ha enfatizado desde la inauguración del Centro Nacional de las Artes, y que sin embargo se puede constatar en el uso cotidiano de los espacios abiertos, es la poca importancia que se le dio —y se le sigue dando— al diseño del paisaje que rodea a los edificios. Desafortunadamente, no se aprovechó la oportunidad de haber conjuntado en el plan maestro original el diseño de los
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edificios y de su entorno inmediato. Aunque el conjunto tiene jardines, plazas y una gran cantidad de árboles, es evidente la ausencia de un plan maestro —que debió realizarse con la colaboración de los artistas— que incluyera obras de arte en los exteriores del conjunto. Una posibilidad, que aún no se ha aprovechado, es el diseño del parque entre la Escuela Nacional de Música y las salas de cine, en el extremo oriente el conjunto. La valiosa lección de este centro es que demuestra que la continuidad y el cambio se han dado y se dan en la arquitectura y en su uso, y también en el tejido humano de las generaciones. Esta relación, no exenta de conflictos entre maestros y alumnos, es lo que permite que la cultura, como la vida, avance y evolucione. Uso y transformaciones de los edificios A lo largo del tiempo, los edificios se han transformado y se ha permitido que los espacios se modifiquen para adaptarse mejor a las funciones específicas de las aulas, cubículos y talleres de las escuelas que componen el cenart. El resultado se puede constatar en las transformaciones que han tenido prácticamente todos los edificios. Aunque hay méritos en el diseño de los edificios, hay que admitir que hubo errores, tanto en su diseño, como en el funcionamiento de algunos espacios. El más evidente es la “monumentalidad” de algunos, en los que es inexcusable el desperdicio de áreas construidas sin ninguna función aparente como vestíbulos inmensos o la dificultad de hacer que el amueblado se adapte a las diversas geometrías de los edificios así como la falta de algunos espacios o servicios de apoyo. Sin embargo, la necesidad —que es madre del ingenio— ha transformado una bodega en un pequeño teatro para funciones experimentales, ha modificado vestíbulos, y ha construido aulas, foros para filmación y muros para asilar el ruido; también, se han habilitado cubículos para el trabajo de maestros y técnicos. Es evidente que existen problemas de acústica, problemas de iluminación en aulas y salones y los espacios son insuficientes para que se puedan realizar —sin peligro de accidentes— los movimientos
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de actores o bailarines. Hay ventanas de piso a techo que son un peligro en salones para danza, escaleras que no se usan y bodegas en espacios que resultaron inservibles. A pesar de esos errores, es evidente que el cenart cuenta con suficientes espacios e instalaciones que constituyen un valioso aporte para la formación artística. Los auditorios, salas y teatros fueron diseñados para ensayos y funciones de danza, cine, música y teatro, y representan así una oportunidad única para la formación de los alumnos y para el público que cotidianamente tiene acceso a las últimas y más avanzadas muestras y funciones ofrecidas por el cenart. Es preciso enfatizar que, a pesar de severas e injustas limitaciones en su presupuesto de operación, el centro ha sido una oportunidad única —por el valor de sus instalaciones y del personal— para hacer avanzar la creación artística en México. Es suficiente ver la diaria e intensa actividad en sus teatros, foros y aulas para comprender su enorme valor social y la importancia internacional que se ha ganado merecidamente. Las siguientes décadas El aspecto más importante para hacer que el cenart consolide sus objetivos es contar con el apoyo financiero necesario. La restricción en su presupuesto se hace aparente en el mantenimiento de los edificios e instalaciones. Ante esta situación, se ha perdido la posibilidad de estar al día en la adquisición de nuevo equipamiento y en sus programas de conservación y mantenimiento. Una posibilidad de mejorar esta situación sería que los ingresos que genera —a través de sus múltiples actividades culturales— pudieran ser utilizados para conservar sus edificios y ampliar o mejorar sus instalaciones y equipos. La consolidación del cenart se sustenta en el trabajo cotidiano de maestros, investigadores, estudiantes, artistas, trabajadores técnicos y en el público que participa en sus actividades y eventos; por lo que es indispensable promover su renovación constante. Ha sido sede de encuentros, seminarios, conferencias, cursos y de miles de actividades artísticas. En el centro se congregan actores, pintores, directores de teatro, bailarines, escenógrafos, escultores, músicos, coreógrafos, artistas plásticos, directores de orquesta, fotógrafos cinematográficos, guionistas, diseñadores de producción, técnicos en sonido y edición. Se realizan ensayos y funciones diarias, a las que acude un público que tiene así contacto con las más modernas y avanzadas propuestas artísticas. El cenart es referencia obligada para las escuelas de arte de todo el continente americano, y es el centro de enseñanza y creación artística más importante en México que, además, ofrece asesorías a escuelas y talleres en numerosos países. En esas actividades, y en todos sus alumnos, funcionarios, maestros y trabajadores, reside la enorme potencia y la esperanza de que el cenart siga siendo, por muchos años, un organismo vivo que facilite y haga posible la creación artística en nuestro país.
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Fotografía: Alejandro Juárez
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Semblanza de
René Avilés Fabila Jorge Ruiz Dueñas
Por el silencioso abrazo de la finitud no solemos preguntarnos cuántos momentos se han incorporado a nuestra propia saga existencial hasta convertirse en nuestra propia carne. Hoy nos reencontramos de nuevo con quienes hemos convivido en esta Fundación bajo la impronta generosa de nuestro común amigo Sebastian, para celebrar el talento y quizá, de igual manera, la vida misma. Me complace que la ocasión coincida con la encomienda de sugerir en unas líneas los méritos que acompañan este reconocimiento a René Avilés Fabila.1 Podría repetir mi vida con la ola, parodiando el título de Octavio Paz, y reiterar varias características literarias de la amplísima obra narrativa y ensayística de Avilés Fabila, Profesor distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana y Doctor Honoris Causa por la Universidad Popular Autónoma de Veracruz. Decir de nuevo que su tarea se condensa en cifras dilatadas como la Comedia humana de Honoré de Balzac en cerca de cuarenta títulos y en una incesante labor de difusión cultural, sin olvidar su visionaria conducción de suplementos y revistas de larga data. Añadiría algo en lo que no suele reparar la crónica de nuestra literatura: el creador de Los animales prodigiosos es graduado de Relaciones internacionales de la unam e hizo estudios de posgrado en la Sorbona, bagaje con el que se decanta por un periodismo de opinión ágil e informado, y deja atrás a la distinguida generación literaria que le antecede donde menudearon los estudios inconclusos y opinantes sin credenciales. Pero también me sería dable repetir que se trata de un autor galardonado más de una docena de ocasiones y homenajeado en más actos universitarios que los imaginables, 1 Texto leído el 10 marzo de 2016 durante la entrega a René Avilés Fabila del reconocimiento Summa Cum Laude que otorga la Fundación Sebastian A. C.
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amén de haber colecciones bibliográficas que llevan su nombre a manera de estímulo a los nuevos creadores. Podría decir más. Decir por ejemplo —como el verso de Neruda— que algunos de sus entrañables personajes, a la manera de los the Lost Generation, deambulan con sus debilidades y tensión por las calles de las capitales del mundo y son sátrapas, antihéroes retorcidos o mujeres de constitución desafiante como arquetipos de otras Anaïs Nin de nuestra realidad, plenas de deseo y preconscientes de sus desbordamientos. Incluso me sería posible afirmar que sus escritos fantásticos —de impronta borgiana y kafkiana— alcanzan la universalidad de los mitos, la susceptibilidad de las religiones y la crónica de los oficios. Pero todo eso lo saben los jurados culturales y los sínodos de los notables después de cincuenta años de escritor del autor de El gran solitario de palacio. Lo saben los agraviados por sus incontinentes críticas a políticos y santos laicos cuando despiertan en él al polemista a flor de piel, capaz de la mordacidad que apunta hacia el rey desnudo o las princesas precarias. En este nuevo tiempo de canallas, ideológicamente insustanciales y políticamente promiscuos, se requieren voces recias para ubicarnos en la rosa de los vientos del contexto social. Esto también lo podrían compartir ustedes, lo conoce Sebastian, nuestro apreciado anfitrión y compañero desde la intemperie de nuestros años casi juveniles y, claro, también lo sé yo, porque tratándose de Avilés Fabila el adverbio de cantidad siempre es tautológico. Así, cuando los años nos acercan a la nómina de los caídos, se me ocurre pensar que toda obra sujeta al tiempo como es la literaria, surge de la hipótesis falsa de lo perdurable. Pero el rescate del recuerdo nos alienta siempre a hacer de ese corpus parte de nuestra materia doliente. Por todo ello, esta noche me gustaría tenerle presente como un ser impredecible e insólito en una arena dada a la repetición, al rito y al acotamiento de lo posible. Sí, porque lo normal en René Avilés Fabila es que decida dar batallas contra corriente ante
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ambientes culturales convencionales. ¿Quién, si no él, podría darse al empeño de construir un museo del escritor y a la tarea de reunir primeras ediciones de poetas del mundo, artículos personalísimos de primeras plumas, fotografías y testimonios diversos, para dar cuenta de la intimidad de la creación literaria? Más anormal aún: pretender por años convencer del museo a Tartufos y funcionarios agobiados por la disminución de sus presupuestos ávidos de lo efímero y la bonanza de las mayorías electorales. ¿Quién entregaría su biblioteca y patrimonio dispuestos al mantenimiento de revistas literarias, concursos para creadores en ciernes, cursos para hacer mejores escritores, y una casa de la cultura abierta sin cortapisas a proyectos sostenidos con la organización de Rosario Casco, y costeados con su pasión por la enseñanza pública, el sudor de sus dedos y la esgrima de su inteligencia en artículos y revistas? Más amigo de sus amigos que de la verdad, René Avilés se ha dado a tan extrañas aventuras como conjuntar esfuerzos con nuestro añorado José María Fernández Unsaín, para repatriar a Elena Garro, en aquel entonces aún entusiasmada por los abrigos de París y sus felinos domésticos, hasta que una vez logrado el objetivo se refugió en la soledad de una primavera sempiterna en Cuernavaca. No alineado ni con los no alineados —válgase la metáfora— probablemente Avilés Fabila ha sido el único caso de un ciudadano expulsado dos veces del Partido Comunista, cuando tiempo atrás había renunciado ya a tan tropicalizada organización política, por supuesto, sin registro. Esto no le sucedería ni a Diego Rivera ni, por supuesto a Lev Davídovich Bronstein, el célebre ucraniano mejor conocido en el mundo como León Trotski, aunque como el mártir de Coyoacán, también Avilés Fabila fue fustigado por el espíritu estalinista de su época. En su caso, esto tampoco ha impedido que le huyan las derechas corroídas con su ácido, y los establecimientos patriarcales de la cultura dada su voraz vocación por las cerradas capillas.
Conocí al René de carne y hueso en la casa biblioteca de Alí Chumacero hace más de treinta años. Leerlo era algo que me había desconcertado antes, pero no como esa noche cuando encontré a un civilizado escritor digno de las tertulias de Francis Scott Fitzgerald en sus buenos tiempos de París cuando el entonces desarrapado y juvenil Ernest Hemingway acudía a sus saraos, antes de su conocida ingratitud y, por supuesto, su arrolladora obra. Avilés Fabila estaba allí, whiskey en mano, urbano y conversador. Lustros antes, él había caído con toda su generación en la taxonomía de una distraída profesora que cobijó a todos bajo el capelo de “literatura de la onda”. Sin embargo, su literatura ha sido siempre particularmente cosmopolita y no se ha regodeado en vulgaridades gramaticales de ocasión, que a la vuelta de los años hacen ilegibles los textos y quedan dispuestos a la antropología lingüística y a la disección de las clases sociales. Más aún, las damas aseguraban que René despedía una discreta loción de maderas masculinas y no a “condición humana” alguna. Usaba corbata y trajes bien cortados. Por supuesto, yo me percaté que cultivaba la costumbre de acudir al peluquero, no usaba sandalias de pescador ni de pecador y, menos aún, los morrales tan característicos de años floridos que algunos extendieron hasta su quinta década para cargar libros autografiados a la menor provocación. Es decir, René estaba más cerca de la imagen de Carlos Fuentes que de los antiguos residentes del Palacio de Lecumberri, sin que ello signifique no haberse jugado la libertad en Tlatelolco. El colega frente a mí no era como podría suponerse, y sus personajes literarios no hacían apología del ritmo ni del bolero ni dialogaban con lugares comunes y muletillas. Intuyo que René no estuvo nunca dispuesto a la rebeldía superficial, prefiere los riesgos serios y usualmente elige medios de circulación nacional y enemigos de alto calado sin importarle los costos de sus denuncias. A partir de entonces cultivamos una amistad sin reservas y plena de coincidencias. Lector infatigable, conocedor de la narrativa universal, René no apela a su cultura para ganar el respeto de los jóvenes. Se mueve entre ellos como un rock star, colma auditorios sin proponérselo, no falta a sus cátedras, exige y lee los trabajos requeridos a los alumnos, y por ello le siguen. Avilés Fabila no aparenta, no transige, no renuncia a los placeres de la existencia, no halaga al poder político y menos aún a los prebostes de cualquier laya, pero, sobre todo, tiene un sentido de la lealtad que no hace más amarga la derrota del caído, ni olvida el pasado de los demás cuando el fulgor del éxito se apaga. Porque es durante el trayecto de nuestra coincidencia en la vida cuando podemos exponer nuestro afecto por nuestros hermanos por elección, este momento me parece propicio para decirle a René cuánto afecto le tenemos y cómo nos regocija saberle reconocido con otras figuras que entre la bruma de las multitudes también hemos admirado.
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Hay novelas que se leen con paraguas 56 | casa del tiempo
JesĂşs Vicente GarcĂa
Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco
Noé tenía seiscientos años de edad cuando ocurrió el diluvio de aguas sobre la tierra. Génesis 7:6
La lluvia se hizo para el amor. Si alguien te dice: no te veo, en caso que llueva, es que no te quiere. Dice Basilio que lo leyó en el féis. Está enojado. Zafiro le dijo exactamente eso. Llueve. No se vieron. Siente que su vida se ha cruzado con su actividad virtual y por eso se quiere mojar bajo la lluvia en esta noche en que parece que el diluvio salió de la Biblia sin arca y sin Noé. La noche en que Roger Waters tocó en el zócalo de la Ciudad de México a Zafiro se le ocurrió permanecer seca, porque profetizó que llovería en el centro de la ciudad y si eso sucedía no vería a Basilio, quien tuvo que irse solo a ver a la leyenda de Un ladrillo más en la pared; bueno, no tan solito, lo acompañó aquella joven flaquita, Yadira, que por azares del destino se encontraron. Así que no la pasó mal el joven maestro. Al principio, se enojó conmigo porque tampoco fui con él; causa: el trabajo. Semanas después, le sucedía lo mismo: ni Zafiro ni Yadira podrían verlo, porque estaba lloviendo. Así que este sábado vino a mi trabajo, nueve de la noche, tiene ganas de mandar todo al carajo en materia de mujeres, yo le digo que no cuente conmigo, y él: “Me acompañas o me acompañas”. Atravesamos el Eje Central Lázaro Cárdenas y ya no hay tanta gente en Madero, cuya calle echaron a perder al haberla cerrado, comenta. Y con este chipi chipi que crecerá en tromba, se le antoja un alcohol para atacar el fresco de la noche. Sobre Bolívar pasamos por algunos tugurios donde beben y bailan. Pasamos por un Toks, frente a los cefemáticos de la Comisión Federal de Electricidad, oscuridad; después, ya entrados bien en la colonia Obrera, pasamos Manuel M. Flores, ese poeta que ahora nadie lee, en cuya calle estuvo el salón de baile El Colonia y el cabaret El Molino Rojo, donde se grabaron películas de ficheras, y en el cual, con todo y lluvia, Pamelo, o sea yo, iba a beber con los amigos de hace veintitantos años, o de plano entrábamos al Barba Azul, el de las sirenas como escenografía, pero esta noche, como Basilio anda de calientito, decido, entre Gutiérrez Nájera y Manuel M. Flores, subir por unas escaleras angostas que me recuerdan las palabras bíblicas: el camino hacia el paraíso es estrecho, es el difícil. Estamos en otro mundo, situado sobre Bolívar, con damas en minifalda, escotadas, retadoras. Mesa en una esquina, dos tequilas solos. La lluvia se queda afuera. Estamos empapados. Cuando llueve, dice Pamelo, la gente es orillada a buscar lugares para resguardarse, que bien puede ser este antro o un hotel, un café, un restaurante, una tapia de accesoria de autos o de estética de barrio, como en el que estamos, en el corazón de la Obrera, en el que ahora Basilio después de un trago quiere escuchar mi historia, y yo sólo digo que las paredes de esta colonia junto con la noche, se hicieron para cerrar los ojos al besarse,
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donde nadie dice que si llueve no te ven, al contrario, la lluvia no es un impedimento de nada, es cómplice del amor, sobre todo si se camina en Tlalpan, donde están los edificios con luces neón, cuyo nombre puede variar, pero que siempre dicen Garaje, y las puertas están abiertas para quien desea seguir humedeciendo el amor sin que el agua que cae de las nubes los moje, y es como si esa lluvia les dijera que entren a esos cuartos oscuros, en cuyas mazmorras las parejas pelean cuerpo a cuerpo sin límite de tiempo, con orgasmos y eyaculaciones, entre promesas de amor y reiteración de deseo y de querencia, o con los silencios que exigen las circunstancias para disfrutar por el oído la lluvia que pega en la ventana y suena a música celestial, y hay un carpe diem, las parejas que están en esas recámaras saben que sólo hay una vida y se debe aprovechar, mientras escuchan alguna estación de la radio, con la respiración agitada y el aguacero nocturno. Basilio me platica la única ocasión que llueve en el Quijote, cuando después de la aventura en los batanes aparece el barbero en su asno con una bacía puesta en la cabeza, precisamente porque si no hubiese sido por la lluvia no se la habría puesto y don Quijote no la habría visto ni se le habría ocurrido quitarle lo que para él era su yelmo y lo que para Sancho era un baciyelmo. La lluvia favoreció a uno y afectó al otro. Entonces yo le hablo de pasajes de Fortunata y Jacinta, en que Estupiñá anda por las calles y callejones de Madrid del milochocientos, entre la lluvia y el olor a pollo mojado, a lodo, a perro callejero. ¿Eso qué tiene que ver con lo que hablamos?, responde Basilio. No sé, pero son escenas muy padres con lluvia. Ora que sí esa no te parece, los franceses como Georges Simenon tienen novelas que en todo momento llueve y los amantes se ven a escondidas; en las de Dickens no se diga, el pobre Oliver Twist se la pasa mojado en muchas páginas. Es cierto, dice Basilio, y le brillan los ojos, se le viene a la cabeza una canción de Juan Gabriel: “Lloviendo está/ y a través de la lluvia/ hay un triste adiós/ y un amor termina. Mis lágrimas no miras/ la lluvia las confunde/ y aunque yo estoy llorando/ por mí no te preocupes”. Compara la lluvia con las lágrimas. Así estoy yo, dice, mientras pide un ron con hielo, la mujer de minifalda le acaricia la cabeza y me mira para ver si yo quiero otro trago, le digo que sí, pero ni alcanza a escucharme por platicar con Basilio. ¿Por qué tan triste, guapo? Yo me hago el loco. Las escenas de novela o de cuento giran en mi cerebro, como en esa de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en donde Philip K. Dick debió escribir viendo llover todo el tiempo, el lector termina mojado; hay novelas que sería mejor leerlas con paraguas.
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Mientras la joven va por nuestros tragos, Basilio dice que eso sucede en la película, ¿también en la novela? Pues léela, animal. Pone cara de signo de interrogación. La lluvia, entonces, tiene funciones distintas según el tipo de literatura. Así es, mi querido inculto. Hay textos que analizan función del agua en los cuentos de Rulfo, y la ausencia del agua también; el agua en el tópico del locus Mamoenus, todo es maravilloso, el agua es cristalina y musical; o el diálogo del agua y el cuerpo en las jarchas medievales. En la pista salen a bailar unas chicas en calzón y con estrellitas en los pezones, como vedette de décadas anteriores. Las copas empiezan a surtir su efecto. El sonido cubre las paredes y los tímpanos, y me cae de perlas la voz de Eddie Santiago: “Lluvia, tus besos fríos como la lluvia que gota a gota fueron enfriando mi alma, mi cuerpo y mi ser”. Ésa es de Eddie. No, le respondo, es de Luis Ángel, un greñudo que salía con su guitarra en Siempre en Domingo y varias de sus canciones las hizo salsa el señor Santiago. Mi explicación es contundente. La mesera le acaricia el cabello y él la toma de la cintura y todo parece escena de película: las luces que andan en sus cuerpos, la somnolencia que provocan estos lugares, la sonrisa de la mujer que se deja acariciar por el hombre, el hombre que recibe con gusto la mano de la dama entre sus cabellos, y los besos que se van dando poco a poco, como hacen dos que no se conocen, y soy testigo mudo, mas no sordo, porque de pronto despierto de ese letargo en que la mente se va no se sabe a dónde, simplemente veo al par de jóvenes hablando, besando, sonriendo, y de pronto ya están en la pista, Eddie Santiago exclama que ahora tratará de ser feliz con otra, y yo: “Lluvia, tus besos fríos como la lluvia, que poco a poco fueron enfriando mi ardiente deseo y mi piel”. Una mano me toma del hombro y pasa rozando mi cuero cabelludo. ¿Bailamos? No respondo. Tomo la mano y la pista funciona como la ley de gravedad que te jala hacia ella como las fauces de serpiente que inutiliza a la presa en tanto su cuerpo sinuoso envuelve el resto del cuerpo, estoy en la pista y siento que somos sólo ella y yo, pero otros cuerpos me despiertan y veo que la breve pista está llena de bailarines y damas, dueñas de la noche, a ritmo de Eddie Santiago, en su sufrimiento salsero ante el recuerdo de la amada y en que la lluvia es pieza necesaria para ese tópico musical en que el agua apagó la pasión; en la canción, los besos son fríos como la lluvia que mataron el amor, y cuando el amor se va, no queda más que irse a un bar-cabaret de la colonia Obrera, y resistirse no sirve de nada, porque la salsa de Eddie Santiago mueve los pies, y uno acaricia el piso, y uno se deja llevar por una cintura, por el aroma a vida y alcohol, y nace el baile en estas noches del nunca jamás.
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Llueve. Madrugada. El piso. Los charcos reflejan otra ciudad. Los alcoholes nos dieron fortaleza para aguantar este vientecillo que penetra hasta el adn, vamos abrazados, reímos no sabemos de qué. Basilio, después de un silencio en el que sólo escuchamos algunos autos que pasan por el Eje Central, porque ni los perros tienen ganas de ladrar, me dice que la lluvia es para los enamorados, para el amor, el deseo, las reconciliaciones; la lluvia es cómplice de la aventura del querer. Andas poético, estimado grandulón. Ando como quiero, me responde con una sonrisa llena de alcohol, y quiero como ando. Estás hasta la madre. Pues así me gusta, pinche Flaco, este es el mejor estado del hombre. Empiezo a tararear “Cantando bajo la lluvia”, él la continúa, porque él mastica mejor el inglés; ¿te acuerdas de esa escena en que Gene Kelly con su sombrero y traje gris, zapatos miel o café, baila en esos charcos, bajo la lluvia, en una calle sola, porque ha besado a su dama, la acaba de dejar en la puerta de su casa y al chofer le dice que se vaya, y Basilio empieza I’m singing in the rain/ just singing in the rain/ what a glorious feeling/ I’m happy again/ I’m laughing at clouds/ so dark up above/ the sun’s in my heart/ and I’m ready for love. Salta sobre los charcos y me avienta agua puerca. ¿Te acuerdas, Flaco, de esa peli? Por supuesto. ¿Qué changarros había cuando Gene baila? No sé. Un farmacia, la tienda de La valle Willinery, una escuela de artes de Hollywood y, ahí te va, Pamelo, una librería de primeras ediciones. Yo ni me fijé en eso. Estamos en los chardos de Bolívar, en donde no hay nada abierto, así que bailamos y Basilio sigue platicando de la película que tanto le gusta, porque en el fondo siempre quiso ser bailarín, y dice que no se imagina a Noé en su arca con tanto animal viendo llover, que él debió haber cantado así de felicidad, porque seguiría vivo a sus seiscientos años de edad, y reímos porque los tequilas y las salsas nos inyectaron vida, y Basilio grita que no importa que llueva, que qué mas daba si la noche se hizo para disfrutarla y la lluvia es cómplice de nuestra amistad, que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, en esta ciudad y con la misma gente, llover y llover que la vida es un placer, Dancing in the rain/ I’m happy again!/ I’m singing and dancing in the rain. Una patrulla nos recuerda que estamos en la Ciudad de México y cantar bajo la lluvia no es un delito, sino sospecha de estar bajo dosis fuertes de algo prohibido. ¿Nunca ha visto Cantando bajo la lluvia? El policía habla por radio. Sube a su patrulla y nos dice quédense ahí, pinches locos, mójense y enférmense. Basilio sigue cantando. Se siente feliz otra vez, y se aparece un perro café, mojado, se acerca; Basilio lo abraza, lo levanta, lo besa, baila con él y sigue cantando al ritmo de una lluvia que de la realidad se ha convertido en su propia película.
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Enrique IV o cuando el tamaño sí importa Gerardo Piña
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El actor inglés Charles Fisher caracterizado como Falstaff para y después del Hubble la obra Enrique IVantes de William Shakespeare en 1880. (Fotografía: Kean Collection / Getty Images)
En Enrique IV aparece uno de los héroes más reconocibles del mundo Shakespeariano; un caballero, un héroe cuyos méritos le valieron que Shakespeare escribiera una secuela (Enrique IV segunda parte), una obra en la que él figura como personaje principal (Las esposas felices de Windsor) y una aparición en Enrique V. Ni Hamlet tuvo el impacto de este héroe en las ediciones impresas de las obras de Shakespeare. Sin embargo, lo particular de este personaje no es su enorme presencia (o sí, un poco) sino su cobardía, su ingenio, su cinismo y, sobre todo, su enorme gordura. La inmensidad de Falstaff le valió ser el personaje más reconocible de su tiempo —y con toda probabilidad, del nuestro— por las varias connotaciones que tiene la obesidad (una vida más cercana a los placeres y, bajo cierta mirada, al pecado y al egoísmo). Aunque en la secuencia histórica está vinculada con Ricardo II, con la segunda parte de Enrique IV y con Enrique V, Enrique IV es más cercana estilísticamente a las comedias que Shakespeare escribió en esa época (El mercader de Venecia y Las esposas alegres de Windsor). De hecho, al contrario de lo que podría pensarse por el “primera parte” que actualmente acompaña al título de la obra, Enrique IV no fue pensada como parte de una saga. Fue el monumental éxito de la obra lo que llevó a Shakespeare a escribir una secuela. A partir de la edición de 1623 (varios años después de la muerte de Shakespeare) se anexó el subtítulo de primera o segunda parte al título de Enrique IV según corresponda. Hay una conexión anecdótica, pero también independencia dramática en cada una de estas obras. Y el éxito de ambas, así como el de Las esposas alegres de Windsor, obedece a la preponderancia del caballero Falstaff entre sus personajes. Falstaff es un antihéroe, un miles gloriosus heredero de la picardía del Lazarillo de Tormes (obra publicada anónimamente en 1533 y traducida al inglés en 1586, y cuya lectura fue muy popular entre los autores isabelinos). En suma, esta obra nos presenta a un antihéroe vil, cínico, cobarde, mentiroso, sin escrúpulos y notable, contundente, inmensamente gordo.
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En Ricardo II, la tragedia histórica precedente, Enrique IV le ha quitado el trono a Ricardo, su primo, quien está rodeado de funcionarios corruptos, insubordinación de varias facciones y más de una conspiración en su contra. A Ricardo se le presenta como un rey que ha perdido la confianza de su pueblo. Hay, pues, una pugna política por un lado e insubordinación por el otro. La pugna política es comandada por el carismático príncipe Hotspur, apoyado por Northumberland, su padre; y por Mortimer, su primo (el legítimo heredero al trono que “usurpa” Enrique IV). También a su lado participan el galés Glendower y el escocés Douglas (ambos representan los respectivos territorios de su procedencia). Pero la insubordinación proviene de Hal, el príncipe heredero de Enrique IV; un príncipe que ignora la corte y sus obligaciones. Prefiere la compañía de Falstaff y pasar todo el día en las tabernas de Eastcheap a prepararse para la guerra y defender el trono de su padre. La obra trata de la reconciliación entre el rey y el príncipe, y tiene como momento climático la batalla de Shrewsbury, en donde Hal mata a Hotspur y salva a su padre de la muerte. Hasta quí la trama. Pasemos al tema de Falstaff. Desde el inicio de la obra hasta prácticamente el final son múltiples las referencias a la obesa enormidad de Falstaff. “Es porque sois tan gordo, Sir John, que necesitáis estar fuera de toda medida; fuera de toda medida razonable” (iii.4), le dice Bardolfo al tratar de explicarse el porqué de la vida disoluta de Falstaff. Más adelante, en un momento en que el príncipe Hal, imaginando en una taberna con Falstaff lo que le dirá el rey la próxima vez que lo vea, aborda el asunto sin tapujos: Príncipe Hal: ¿Cómo, echas votos, joven impío? En adelante no me mires más a la cara. Te has apartado violentamente del camino de la salvación. Un espíritu infernal te posee, bajo la forma de un viejo gordo; tienes por compañero un tonel humano. ¿Por qué frecuentas ese baúl de humores, esa tina de bestialidad, ese hinchado paquete de hidropesía, ese enorme barril de vino, esa maleta henchida de intestinos, ese buey gordo
asado con el relleno en el vientre, ese vicio reverendo, esa iniquidad gris, ese padre rufián, esa vanidad vetusta? ¿Para qué sirve? Para catar un vino y bebérselo. ¿Para qué es útil y apto? Para trinchar un capón y devorárselo. ¿En qué es experto? En tretas y astucias. ¿En qué es astuto? En picardías. ¿En qué es pícaro? En todo. ¿En qué estimable? En nada (i.4).1
Muy pocos personajes de Shakespeare son descritos con tanta precisión física. Sabemos que Casio en Julio César es cojo, así como que al boticario en Romeo y Julieta la miseria lo ha “dejado en los huesos”. También conocemos cómo eran Julieta y Othelo físicamente, pero poco más. Las descripciones físicas no son importantes en la mayoría de los personajes de Shakespeare. Entonces, ¿por qué la insistencia de que Falstaff sea gordo? Cuando Shakespeare emplea un rasgo físico característico nunca lo hace con insistencia. El caso de Othelo es un gran ejemplo. Al principio de la obra sabemos que Othelo es negro, pero es algo que rara vez se repite en el resto de la tragedia. No tiene mayor relevancia el color de piel de este personaje para efectos de la trama, aunque sí para ubicar la obra en un contexto particular. En cambio, Shakespeare nos repite una y otra vez que Falstaff es gordo. Me parece que la razón tiene que ver con lo que representaba la obesidad para los isabelinos. Si bien Falstaff no es un persoaje histórico —aunque fue un gran acierto de Shakespeare incluirlo en un contexto histórico por el efecto que produce en la recepción de la obra—, el personaje en el que se basó el autor para configurar a Falstaff sí fue real. Sir John Oldcastle fue un mártir del siglo xv, incluido en El libro de los mártires de John Foxe (1563) libro de cabecera para la reina Isabel. Para Foxe, desde luego, los mártires protestantes eran los buenos de la Historia. En las primeras representaciones de la obra, el personaje que conocemos como Falstaff se llamaba Sir John Oldcastle, pero 1 William Shakespeare, Enrique IV. Traducción y notas de Miguel Cané, Buenos Aires, 1918. Las notas del presente artículo son tomadas de esta traducción.
hubo fuertes presiones por los poderosos herederos de la familia Oldcastle para que Shakespeare cambiara el nombre del personaje. Shakespeare decidió distanciar a Falstaff de Oldcastle con algo mucho más que un cambio de nombre y al subrayar su gordura, no sólo aumentó la distancia sino encontró el símbolo de la vida licenciosa irremediable (a diferencia del Príncipe Hal, quien también vive en el vicio, pero se redime). La gordura de Falstaff se convirtió en una representación estructural de la trama más que una característica personal. Falstaff debe ser gordo para cumplir con un propósito específico dentro de la historia de Enrique IV; es más una función que un personaje. En la escena en donde Falstaff y el príncipe Hal actúan la probable reprimenda que el rey le hará al príncipe, el primero hace una apología de sí mismo en la que termina diciendo: Falstaff [al Príncipe Hal]: No, mi buen señor: destierra a Peto, destierra a Bardolfo, destierra a Poins; pero en cuanto al dulce Jack Falstaff, al gentil Jack Falstaff, al leal Jack Falstaff, al valiente Jack Falstaff, tanto más valiente cuanto que es el viejo Jack Falstaff, no le destierres, no, de la compañía de tu Enrique. ¡Desterrar al gordinflón Jack valdría desterrar al mundo entero! (i.4)
De esta manera el personaje muestra que se sabe la representación de algo más que de sí mismo. Falstaff representa una visión de la vida, un disfrute físico y egoísta de la existencia de su tiempo. El cuerpo grotesco de la carnavalización al que alude Mijail Bajtín en su célebre La cultura popular en la Edad Media… Falstaff representa la visión carnavalesca de la vida de acuerdo con Shakespeare. Falstaff suda todo el tiempo, se tira pedos, bebe y come a placer, prefiere la ignominia a la muerte digna porque prefiere la vida y su disfrute así sin más. Los códigos éticos se le resbalan. Falstaff: ¿Qué necesidad tengo de salirle al paso a quien no me llama? Vamos, eso no importa; el honor me aguijonea. ¿Sí, pero si el honor, empujándome hacia adelante, me empuja al otro mundo? ¿Y luego? ¿Puede el honor reponerme una pierna? No. ¿O un brazo?
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No. ¿O suprimir el dolor de una herida? No. ¿El honor no es diestro en cirugía? No. ¿Qué es el honor? Un Soplo. ¡Hermosa compensación! ¿Quién lo obtiene? El que se murió el miércoles pasado. ¿ Lo siente? No. ¿Lo oye? Tampoco. ¿Es entonces cosa insensible? Sí, para los muertos. ¿Pero puede vivir con los vivos? No. ¿Por qué? La maledicencia no lo permite. Por consiguiente, no quiero saber nada con él; el honor es un mero escudo funerario y así concluye mi catecismo (v.1).
Falstaff es muy popular, en parte, porque es un personaje que no se disculpa ni se arrepiente de lo que hace o deja de hacer. Es el contrapeso del príncipe Hal. En Inglaterra, durante la década de 1590, hubo varias obras de teatro con el tema del hijo pródigo (i.e., el hijo extraviado que vuelve al redil y obtiene el perdón de su padre). Enrique IV no es la excepción. Que Hal se redima y obtenga el perdón de su padre constituye la trama principal de la obra. Al final de i.2, Hal tiene un soliloquio en el que revela sus intenciones al respecto de la redención. Enrique: Os conozco bien a todos y quiero, por un tiempo aún, prestarme a vuestro humor desenfrenado. Quiero imitar al sol, que permite a las nubes ínfimas e impuras que oculten al mundo su belleza, hasta que le plazca volver a su brillo soberano, reapareciendo al disipar las brumas sombrías y los vapores que parecían ahogarle. Para ser más admirado. Si todo el año fuera fiesta, el placer sería tan fastidioso como el trabajo; pero viniendo aquellas rara vez, son más deseadas y se esperan como un acontecimiento. Así, cuando abandone esta torpe vida y pague una deuda que no contraje y ultrapase lo que prometía, el asombro de los hombres será
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mayor. Y, semejante a un metal que brilla en la obscuridad, mi reforma, resplandeciendo sobre mis faltas, atraerá más las miradas, que una virtud que nada hace resaltar. Quiero acumular faltas, para hacer de ellas un mérito al surgir puro, cuando los hombres menos lo esperen (i.2).
En este soliloquio podemos apreciar el lenguaje de la reformación, pero también el de la manipulación, pues sabe que mientras peor sea su conducta, mayor será la recompensa por su arrepentimiento. Este soliloquio está escrito en verso blanco en casi su totalidad, lo que genera un contraste inmediato con respecto al resto de la obra. “Has redimido tu perdida reputación y demostrado que aprecias mi vida, en el brillante rescate que de mí has hecho”, le dice el rey a Hal cuando lo ha salvado de morir a manos de Douglas. Falstaff, por su parte, no se redime. Rechaza doblegarse ante los códigos éticos y honorables que le impone su condición de caballero y de contrapeso se convierte en la antítesis del príncipe Hal. Shakespeare los hace convivir y mantener su amistad en buena parte de la secuela de esta obra, pero al final el príncipe terminará por rechazar a su gordo y licencioso amigo, pues optará por prepararse para ascender al trono. Falstaff simboliza una parte de la cosmovisión isabelina y quizás de la nuestra; la del personaje que todos conocemos por gracioso y bebedor, por cobarde y mentiroso, pero con ingenio y sentido del humor. Un personaje que se parece más a una etapa de la vida y que nos provoca muchas carcajadas hasta que un día ya nada en su contexto es digno de risa.
Ocho polifonías poéticas según Gonzalo Rojas Moisés Elías Fuentes
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Fotografía: Wikimedia
Miembro de la Generación del 38, con la que se dio a conocer en el medio intelectual como uno de los jóvenes poetas más aventajados de su época, Gonzalo Rojas murió en la capital de Chile, Santiago, el 25 de abril de 2011 a los 94 años, dejando un legado de obra poética que abarca siete décadas, más un legado de obra crítica y ensayística en la que vertió sus reflexiones sobre el quehacer literario, el devenir histórico social de su país y la creación poética y los poetas, textos que develan las intimidades del pensar y el sentir de este autor que nació un 20 de diciembre de 1916 en la provincia de Arauco.1 Poeta prolífico, señalé antes, no es de extrañar que en varios de sus poemas haya plasmado Rojas sus impresiones de la experiencia literaria, en lugar de utilizar la prosa como medio natural para verter tales impresiones. Sin embargo, esto no significa que el poeta chileno rechazara la prosa. Los ensayos, relatos y apuntes recopilados por Fabianne Bradu en el volumen Todavía desmienten cualquier sospecha de desapego entre Rojas y la prosa. En este sentido, son esclarecedoras las palabras de Bradu cuando observa: “Gonzalo Rojas tenía el impulso perezoso para ponerse a escribir prosa, pero su estilo rara vez demerita la precisión y la velocidad de su poesía”. Dividido por la compiladora en quince capítulos que abarcan en conjunto más de seiscientas páginas, Todavía despliega ante los lectores un caleidoscopio de pensamientos, reflexiones y convicciones que a un tiempo seduce y apabulla. De los quince capítulos, en lo personal me ha retenido el cuarto, intitulado “Los verdaderos poetas son de repente” por Bradu a partir de un verso de Rojas.2 El capítulo reúne ensayos dedicados a ocho poetas: Rubén Darío, Gabriela Mistral, César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Octavio Paz; ocho poetas en los que Rojas cifra y suma un momento toral que aun hoy signa el desarrollo de la literatura hispanoamericana: el tránsito del Modernismo a las Vanguardias. Crítico avezado y prosista elegante, Rojas eludió con buen ojo tanto el hieratismo académico como la apología vacua al revisar los trabajos literarios de cada
1 Los ensayos referidos en este texto han sido consultados en Todavía. Edición de Fabianne Bradu. Colección Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica. México, 2015. Así también, los fragmentos reproducidos de dichos ensayos provienen de la susodicha edición. 2 De hecho, según apunta Fabianne Bradu, todos los capítulos reciben como títulos versos del poeta Gonzalo Rojas.
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uno de los poetas, dando paso mejor a una inmersión intimista y vital en sus obras poéticas. El escritor sudamericano no se entregó a la disección de los poetas y sus obras, sino que se aventuró en la exploración de la ductilidad plástica y la complejidad sonora en que los susodichos autores concibieron y desdoblaron su creación poética.3 Especialista en la obra de Rojas, la disposición elegida por Bradu para los ocho ensayos recalca la doble raíz intelectual del escritor chileno: la académica y la creativa. Y es que, efectivamente, mediante la mirada de Rojas, las labores poéticas de los ocho escritores devienen en línea evolutiva ininterrumpida de la poesía hispanoamericana, pero también en aventuras polifónicas cuya profundidad sólo puede vislumbrarse mediante la sensibilidad abierta y múltiple de otro poeta. Abierto y múltiple, Rojas develó en estos ensayos las particularidades de sus estados de ánimo, las que le ayudaron en las incógnitas que acompañan los devenires creativos de los poetas. En “Darío y más Darío”, refiriéndose a Los raros, el chileno apuntó: Raro parece decir también ese querer lo imposible hasta el límite, esa aceptación de ser odiado antes que ser normal. ¿Se amarra esto con la idea de extrañeza en el abismo en cuanto sólo en el abismo existe todavía la esperanza de ver lo nuevo? No olvidemos que Darío, como tantos creadores genuinos del xix, daba su alma por eso: lo nuevo.
El examen de Los raros deja a la vista de Rojas el nexo que enlaza al Modernismo con los movimientos vanguardistas en Hispanoamérica: el ansia de lo nuevo. Sin la convicción de dar el alma por lo nuevo, no podría comprenderse el paso hacia las Vanguardias, y lo digo 3 Evidentemente es necesario precisar que Rojas se dedicó buena parte de su vida a la docencia, sobre todo como profesor universitario, y fue sin duda gracias a tal experiencia que aprendió a desplegar un discurso académico perspicaz y seductor. En resumen, su discurso es académico, pero no academicista.
en plural porque el Modernismo hispanoamericano se adhirió desde sus albores a la pluralidad, a sabiendas de que su fortaleza y su debilidad era la misma: la polifonía tanto de su discurso creativo como de su pensamiento crítico. Fortaleza y debilidad críticas, porque en el fondo se inventa y se reinventa un mundo actuante habitado de hombres y mujeres soliviantados lo mismo contra el estatismo morigerado que contra la novedad precaria, tal el caso de Gabriela Mistral: Reitero lo dicho: me gustaba la Mistral en sus claves mayores de Tala y de Lagar que, habiendo vivido en el plazo de las vanguardias, no se encandiló con las vanguardias sino más bien se quedó oyendo sin prisa la lengua oral de sus paisanos de América con arcaísmos y murmullos, como Teresa de Ávila, y así nos dijo el mundo entre adivina y desdeñosa.
En la distancia puesta por Gabriela Mistral respecto de la Vanguardia, Rojas supo apreciar una actitud claramente vanguardista: la actitud autocrítica, porque de hecho, los movimientos vanguardistas no habrían emergido ni trascendido sin la revisión autocrítica de sus propias columnas estéticas y éticas. Para Rojas, el desprecio que exhibieron muchos vanguardistas hacia la poeta chilena confirmó el alejamiento de muchos de ellos respecto de uno de los fundamentos que sostiene el edificio del vanguardismo: la otredad representada por la cultura popular. Mistral trabajó el lenguaje popular en su poesía porque dicho lenguaje, con todo y sus limitaciones e indecisiones, refleja una cultura viva y en permanente reinvención. Si en Darío admiró la audacia en la búsqueda de lo nuevo y en Mistral la audacia de encontrar la novedad de lo arcaico, en César Vallejo admiró Rojas la energía nerviosa del hombre que se sorprende a sí mismo observando desde lejos su infancia. Después de citar la impresión que grabó el poeta peruano en el novelista Ciro Alegría, quien fue su alumno en la escuela primaria, Rojas apuntó esta reflexión:
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Acaso esa originalidad suya de ver el mundo en un presente inmediato y ese creer estar siempre en los lugares de su infancia y ese balbuceante, tan humilde e inocente, están amarrados a esas experiencias y a ese profundo trato con la niñez.
En los ensayos del cuarto capítulo, apreciamos cómo Rojas destacaba primero la forma en que cada poeta construyó su singularidad, esa que surge de la experimentación estilística, de temáticas determinadas, de convicciones éticas maduradas y revisadas con constancia. Sólo a partir del relieve de la singularidad, el poeta chileno se adentraba en el otro aspecto, el de la polifonía que lograron estos ocho poetas a lo largo de su ejercicio literario. Este recurso analítico es muy claro cuando Rojas se refiere a su compatriota Vicente Huidobro: Le dije lo mío sin reservas ni adhesiones totales, insistiéndole una y otra vez que Vicente había sembrado más libertad que ninguno entre nosotros en la medida en que nos despertó a una intransigencia implacable sin autocomplacencia (“nada con la gloriola”, era una de sus espadas), ni menos prosternación ante ninguna ortodoxia.
Los poetas reseñados por el profesor Rojas han acompañado la evolución literaria del escritor Rojas. Su presencia se advierte actuante en poemas y prosas, por lo que el chileno redactó los ensayos con un tono conversacional que vitaliza al rigor académico, tono flexible y acompasado que llega, en sus mejores momentos, a los alardes de virtuosismo, como cuando valora el influjo y la trascendencia de otro de sus compatriotas y maestros, Pablo Neruda: Después de Rubén Darío, ni Gabriela Mistral con su Premio Nobel, ni Vicente Huidobro con su poética bilingüe son internacionales, ni ningún escritor de nuestra América ha ido tan lejos con su fama, con su poderío creador.
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Dos generaciones de poetas de habla hispánica acusan el sello nerudiano —unos más, otros menos— en el modo de ser y de decir. Tal influjo muéstrase visiblemente —entre otros recursos— en el ritmo inconfundible, en la adjetivación intensísima, en el uso del gerundio y el adverbio, en la reiteración de ciertos símbolos y en la enumeración caótica.
Gracias al tono conversacional, Rojas no sólo se asomó al trabajo intelectual de los poetas, sino que también se permitió, cuidando la distancia pero sin desapego, atisbar al ser interior y sus contradicciones. Rememorando su experiencia como lector de Jorge Luís Borges, el poeta chileno entreabre el velo de dos interioridades: la propia y la del erudito argentino: La pregunta se impone, ¿quién que es no es borgesiano en la medida que fuere? Yo lo vengo siendo desde niño como tantos y he inventado a mi Borges insólito y perplejo, imaginación y coraje desde los primeros papeles, ese olfateo escéptico, la conciencia del límite: ¡Será cosa de tono o de talante, lo que los alemanes llaman Stimmung¡ Por eso cuando empecé a dialogar con su palabra creí recobrar otro diálogo más hondo conmigo mismo.
El escritor chileno habla de dialogar con la palabra de Borges y, de hecho, en los ocho ensayos lo que hace es sostener un diálogo polifónico: con el público, toda vez que varios de los textos proceden de conferencias, con los lectores, con los escritores, consigo mismo. Rojas saluda y aplaude la polifonía poética de Darío, Mistral, Vallejo, Huidobro, de Rokha, Neruda, Borges y Paz, porque él mismo forjó su obra poética en la diversidad de matices, en la multiplicidad de acentos. Por ello los ocho ensayos que han ocupado estos apuntes son diálogos que el poeta chileno entabla con nosotros los lectores, pero también testimonios de la profesión de fe de Gonzalo Rojas con la poesía.
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Ir y quedarse Lope de Vega
Ir y quedarse, y con quedar partirse, partir sin alma, y ir con alma ajena, oĂr la dulce voz de una sirena y no poder del ĂĄrbol desasirse; arder como la vela y consumirse, haciendo torres sobre tierna arena; caer de un cielo, y ser demonio en pena, y de serlo jamĂĄs arrepentirse; hablar entre las mudas soledades, pedir prestada sobre fe paciencia, y lo que es temporal llamar eterno; creer sospechas y negar verdades, es lo que llaman en el mundo ausencia, fuego en el alma, y en la vida infierno.
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intervenciones Mateo Pizarro
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francotiradores Dos miradas al interior de la historia:
Gabriela Mier Martínez y Rodrigo Hasbún
Nora de la Cruz
Malecón de La Habana, Cuba, noviembre de 1991. (Fotografía: Alexis DUCLOS / Gamma-Rapho por Getty Images)
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Los límites entre la realidad y la ficción son, en la posmodernidad, cada vez más lábiles, sobre todo en la medida en la que la verdad parece casi siempre inalcanzable. En tiempos de pocas certidumbres, se termina por volver a lo inmediato, a veces con la esperanza de explicar lo amplio, el mundo, el devenir de la historia. Recientemente, dos novelas se han aproximado a los acontecimientos recientes y los han relatado mediante el filtro de lo personal, con distintos alcances y resultados. Los siniestros festines del hambre: Un lugar sin alegría, de Gabriela Mier Martínez La portada es una fotografía en blanco y negro de una iyawó, es decir, una novicia de la Regla de Osha, o religión yoruba, uno de los cultos afrocubanos más persistentes y cuya difusión a nivel mundial es cada vez mayor. El título, evidentemente, aludía a Cuba, isla a la que se suele asociar con la música, la fiesta y la ligereza, en más de un sentido. La imagen y el título iban en contra de la representación estereotípica de la patria de Martí. La autora era una nueva voz, Gabriela Mier Martínez, publicada por Ficticia, una editorial independiente que hasta ahora se ha distinguido por tener muy claro el tipo de obras que quiere en su catálogo: originales, frescas, propositivas. La portada indicaba también que esta obra había recibido el Premio Nacional de Novela Breve “Amado Nervo”. En principio, el planteamiento presenta a una narradora protagonista que, a raíz de un desengaño amoroso, decide viajar a Cuba y permanecer ahí indefinidamente. Su estancia coincide con lo que se conoce como el “Periodo especial”, los años que siguieron a la caída de la urss y que significaron una crisis económica extrema para la isla. En esta propuesta hay cierta originalidad, no porque el tema no se haya abordado en otras ocasiones, sino porque es una mexicana quien se inserta en el contexto y lo vive, aunque con una visión que no deja de ser extranjera. Una de las cosas destacables de la novela es que se aleja de algunos estereotipos sobre la pobreza en Cuba y la forma en la que los cubanos, por necesidad, embaucan a los extranjeros. Aunque existen anécdotas en la novela en las que resulta claro que es esto lo que sucede, están desprovistas de juicio moral: se presentan las condiciones que conducen a situaciones como esa y que nos permiten comprenderla, al menos desde esa perspectiva interna. Esto sucede a lo largo de la novela y es, tal vez, su mayor acierto: los personajes son vistos con empatía y solidaridad, aunque su desesperación sí es clara en la representación de los incidentes, que se eligen con mucho
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acierto. Dos son particularmente memorables, ambos relacionados con banquetes de celebración: una boda y una cena de año nuevo. La primera permite mostrar la rapacidad con la que los cubanos perseguían la comida, más allá de todo decoro; la segunda, para mostrar con matices trágicos la carencia materializada. Como se ha dicho, la novela representa a los cubanos con gran objetividad, mostrando su diversidad y el espíritu con el que le hicieron frente al “Periodo especial”. También le da rostro y humanidad a algunos hechos que parecerían haberse contado ya muchas veces: en el éxodo del Mariel, un hijo escuchó a sus vecinos gritarle a su mamá que no la necesitaban, mientras pensaba que él sí. Es decir, la novela cobra fuerza cuando aborda ciertos sucesos históricos, con la sensibilidad de quienes las vivieron como cotidianidad. De esta forma se salva de caer en el melodrama y la auto conmiseración, a la vez que condensa el efecto emotivo que produce en el lector: la cena de año nuevo que ya se ha referido es algo que luego se contó entre risas, algo ridículo que sucedió, pero en ese absurdo radica su tragedia. Ciertos detalles muestran la vida, como era y sigue siendo en Cuba: las “cajitas” que dan en las fiestas, los muebles viejos. Otros son particulares del periodo, como la extrema delgadez de los habitantes de la isla y los trastornos psiquiátricos, cuya incidencia aumentó en esa época. Aunque la materia del relato es cruda, la autora la representa con sensibilidad y decoro: todo se cuenta con familiaridad, sin exotismos ni melodramas. Sin embargo, la estructura de la novela carece de solidez, de manera que son mucho más interesantes las subtramas —esto es, la vida de los amigos y vecinos habaneros— que lo que le ocurre a la protagonista. Gabriela Mier Martínez es inteligente y sensible como autora, elige bien lo que toma de la realidad y la manera de contarlo, pero el material narrativo que aborda hubiera sido mejor aprovechado en un libro de crónicas o de cuentos. Esta indecisión resulta determinante pues, si bien hay segmentos memorables, la novela
dista de ser contundente. Por otra parte, el descuido en la edición es notorio y lamentable, pues abundan los problemas gramaticales y ortográficos, algunos tan elementales que se vuelven estorbos en la lectura, más aún por su frecuencia. La familia es memoria y misterio: Los afectos, de Rodrigo Hasbún El primer libro de Hasbún que leí fue Los días más felices. Para entonces ya era un autor joven y respetado, contado en las listas de jóvenes promesas de su país y del continente (la de la revista Granta, por ejemplo). Con decisión, ha ido construyendo una obra consistente en estilo e intereses: los temas que explora se relacionan siempre con la memoria, las relaciones familiares, la identidad y, en mayor o menor medida, los signos de todo lo anterior en el cuerpo. En su tercera novela, Los afectos, introduce un elemento de la historia reciente: los avatares de una familia de alemanes exiliados de la posguerra y la incursión de una de sus integrantes en la guerrilla boliviana de los años sesenta. La novela está dividida en dos partes y, como en otros trabajos del autor, es narrada por las voces de los distintos personajes que se intercalan y muestran aquello que les interesa de su propia vida, y así, también van agregando al relato trozos de la historia familiar. Sin embargo, lo interesante es que lo que añaden no aporta luz sino oscuridad: nadie tiene certezas sino que nos ofrece sus dudas, y en torno a ellas se pueden entrever las relaciones familiares, pero también la realidad, el contexto de la época. Esta novela no es, por tanto, una narración lineal, ni detallada, pero consigue construir personajes definidos y mostrar sus complejas relaciones, determinadas en gran medida por los secretos que cada uno guarda. Así, cada integrante de la familia tiene su parte de la historia, determinada por su experiencia, pero habrá cosas que nunca llegará a saber o percibir. De esta forma, los vínculos de sangre se cargan de extrañeza, pues ligan a cinco desconocidos. En la primera parte, esta sensación
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Un lugar sin alegría Gabriela Mier Martínez México, Ficticia, 2015, 144 pp.
Los afectos Rodrigo Hasbúm Madrid, Random House, 2015, 144 pp.
se nos transmite al observar el principio del proceso de separación del núcleo: la muerte de la madre, los distanciamientos entre hermanas, la nueva vida que el padre comienza. Todo esto sucede en medio de dos polos geográficos, uno abstracto —Europa: lo conocido y añorado— y otro concreto —Bolivia: lo inexplorado y salvaje—. El tono de esta sección es melancólico, pues se concentra en las sutilezas que unen y separan a la familia: las diferencias de carácter entre las tres hermanas, la vida secreta del padre, la enfermedad de la madre y su lealtad ciega. Estos distanciamientos cotidianos son reconocibles y entrañables para cualquiera, y son un emotivo punto de partida para lo que vendrá en la segunda sección, la cual se ubica plenamente en el ambiente de la guerrilla a la que Monika, una de las tres hijas, se ha unido. El salto temático podría parecer aventurado: de las relaciones de una familia de exiliados al pleno desgarramiento de sus vínculos, pero también de un sector del país. Pero Rodrigo Hasbún sale bien librado por varias razones. La primera es la dicción de la novela, cargada de una emotividad contenida muy acorde para lo que relata. La segunda, la estructura fragmentaria, que evita la tentación de contarlo todo. En las sombras radica la profundidad: la verdad es conspicua en su ausencia. Finalmente, lo histórico y social aparecen solamente en la medida en la que tocan a la familia: así se particulariza y se magnifica, parece más cercano. Y se vuelve a representar una de las preocupaciones del autor: la incapacidad para comprender nada, a los otros, a uno mismo, a la realidad en ninguno de sus tiempos. El desvalimiento de los personajes no proviene de lo sórdido de los acontecimientos —aunque la violencia está latente, claro está—. Su honda desolación es consecuencia de la imposibilidad de aprehender el mundo, de tener plenamente nada. Sin duda, esta novela es parte valiosa del proyecto literario de Hasbún en sentido amplio y es una obra brillante y significativa: una buena nueva para la literatura escrita en español.
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Inmutable carmesí Claudia Solís-Ogarrio
Dice José Saramago que “abordar un texto poético, cualquiera que sea el grado de profundidad o amplitud presupone (...) cierta incomodidad de espíritu, como si una conciencia paralela observara con ironía la relativa inanidad de un trabajo de desocultación”. Nada más cierto. Interpretar las geografías del espíritu no es tarea fácil, como sucede con Inmutable, poemario del historiador Jorge Hernández, en el que fragua su vida. Un libro de contrastes, de ausencias inolvidables, de arrecifes de huesos, pero al fin y al cabo, el testimonio de un corazón despierto. Publicado por ediciones Laberinto en 2015, el volumen que entrega Jorge Hernández (Ciudad de México, 1972) inicia con un poema titulado “Mosquita muerta”. Ello parece revelarnos, en primera instancia, a un poeta que gusta recrear el habla popular para construir un diálogo íntimo. Exhorta a despojarse de máscaras y afeites para crear atmósferas de laxitud, pero no por ello menos significativas. Inmutable está compuesto por tres apartados: “La memoria en el juego”, “Médula ósea” y “Génesis”. En dichas secciones, el autor teje su poética con los temas que le inquietan: el olvido, los abuelos, el amor y la muerte, el tiempo y su medición y la gestación de la vida, por mencionar tan sólo unos cuantos. Hernández, en la primera parte del libro, empieza a construir su universo poético con una mirada a sí mismo a partir de “Efigie”, su segundo poema. En éste pareciera que nuestro autor espía tras el microscopio para descubrir su propio cosmos que interpreta para darle sentido y cauce a su pluma. Y nos habla de su “otro yo” en versículos que muestran que “los ojos son espejos silentes (…) donde bebe en un vaso los restos de la luz”: Jorge Hernández fragmenta lo que ve. Y separa lo real de lo inmaterial. Continua el texto descubriéndose la distinta naturaleza del autor al hablar de su “diferente yo”, cuando dice: “y vive como el relámpago sin tiempo para la contrición”. Sin zozobra o remordimientos, destaca una de las facetas que expresa una de sus variadas condiciones: la fugaz, explosiva y cegadora. Jorge Hernández mengua la exaltación de su alegoría y remata el poema con una mirada nostálgica que se dibuja en el horizonte de la noche: “los textos dispersos en la memoria de cuerpos/ sin futuro/ le recuerdan que viven y olvidan su nocturna/ habitual, melancolía”. Margaret Mead decía que todos deben tener abuelos y nietos con el fin de ser seres humanos completos. En el poema “Abuelos”, que destaca en el primer apartado del volumen, el poeta rinde homenaje a estas figuras mediante un texto cuya construcción espaciada y espaciosa fluye con versos sencillos y espontáneos: “Apenas te toco y se abre el tiempo (…)
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Sigo tu huella/ Tu recuerdo es arrecife en mi vida/ con sus manos temblonas/ mientras narraban, viajaba/ su aroma/ contaba historias (…) de niño creí/ Que ustedes eran el principio”. Encontramos en el poema momentos dulces y suaves que corren sin cortapisa y nos acercan a un universo espontáneo, sin gran complicación. Poeta de contrastes, más tarde escribe: “Para tocar el cielo/ cubren con niebla la prudencia/ te hacen desnuda/ esculpí tu cuerpo con palabras”, versos que se leen en “Chiroptera”, el nombre científico del murciélago que da título al texto. “No olvidan tu ser/ te cercan/ le aplauden a la vida/ se entrelazan en tu cabello”. Su primera lectura sorprende al imaginarse a dichos mamíferos entretejiéndose en el pelo. Sin embargo, el sentido se transforma cuando el autor descubre el significado literal de la palabra “chiroptera” como manos aladas en una llamada de nota al final del poema. Así, el texto cobra otra trayectoria moviéndose a espacios afortunados. ¿Firmamento de noviembre o arrecife? En el segundo apartado del volumen, “Medula Ósea”, Jorge Hernández devela un rostro que se está aún definiendo: calibra, mide, se acerca, busca, regresa y se vuelve a ir. Muestra lo que desea exhibir y también lo que prefiere que permanezca velado, disfrazándolo. Hay fragmentos de Inmutable que recuerdan la poesía de Jorge Valdés, como por ejemplo “Ventana”, por sus tiempos y alientos: “Regreso a cada día con más calma/ me permites ausentarme un poco de la vida/ soy mis ojos al mundo/ tu lucidez desvanece a la noche (…) la noche penetra y con ella la duda (..) a la luz de la luna/ el objetivo se enlaza a tu pupila”. Reiteraba Sabines que “la poesía es un ejercicio necesario, absolutamente necesario; inevitable”. Y esto es lo que empieza a manifestar la poesía de Jorge. Dice el escritor en “Cómo se embalsama a un fantasma”: “Son los recuerdos kilómetros por recorrer/ tu fantasma/ tu fotografía ausente/ punzan y salen de mi lengua/. Noches en vela son las remembranzas/ nupciales arrecifes sin piel/ sólo huesos/ que cubro con este saco oscuro”. El poeta entrega un ejercicio que representa trabajo, reescritura, y así la separación de la pareja, el sueño hecho trizas. En la última sección del volumen, “Génesis”, el autor celebra la germinación de la vida que se multiplica sin pretenderlo en “Trillizos”, dedicado a Tonantzin y
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Inmutable Jorge Hernández México,Laberinto, 2016,116 pp.
Emiliano: “sumándose a la vida/ primogénitos de este amor/ sin coraza/ los espero”. De manera clara, Hernández manifiesta el gozo inocultable ante este hecho asombroso. Y continúa: “Purificaron la capacidad de asombro/ su boca se abrió con sonrisa de ángel”. Sin embargo, sucede un evento que lo arroja a una realidad que duele y lo golpea en lo profundo: Frida, la trilliza, no respira y se convierte en lucero del firmamento de noviembre: “En una pequeña estrella te transformaste/ brillando nuestro sendero/ perpetuaste el sentimiento/ epitafio de mi corazón”. Hernández es un poeta que parece estar en tránsito, en evolución, a pesar del título de su volumen. El autor traza caminos que mutan: a veces son terrenos ondulantes, otras arenas movedizas, pero jamás son planos. Al concluir su lectura, da la impresión de estar frente al lirismo de un alma serena, aunque: “las bestias de la soledad/ han entrado en mi vida” como escribe en “Tregua”. Hay algo intangible en la poética del escritor que nos hace recordar a Vallejo cuando dice que la dicha es un hecho profundo. Y es justamente por esa dimensión profunda de la dicha, la razón por la que Jorge escribe poesía.
Utopías en un futuro incierto
Cero K, de Don DeLillo
En el cuento de Don Delillo, Sine Cosine Tangent, el narrador encuentra un refugio en el lenguaje; desde muy niño esos símbolos, esos sonidos lo acompañan. Palabras como Bessarabian, penetralia, se encuentran muy cerca de él, parecen cobrar vida en su aliento. «Me veo en esas palabras», nos confiesa en un momento de fervor. A lo largo de su obra, DeLillo se ha distinguido por ser un orfebre en la página, cada frase un obsequio para el oído y la mente, para la imaginación del lector. Su lenguaje nos seduce, juega con nuestras expectativas y las tuerce, nos desorienta, y al final desarma nuestra racionalidad para llegar hasta el subconsciente. A sus obras, sobre todo las más recientes, es difícil someterlas al análisis convencional de una obra dramática; el conflicto es en ocasiones muy tenue y la trama no sigue un arco narrativo definido. Además, los temas que le atraen parecen ir casi siempre de la mano de escenarios con un trasfondo a veces apocalíptico, a veces de paz y esperanza. El arte y el terrorismo, la guerra, la muerte y el deterioro de la relación de pareja, todo está conectado en el universo creativo de DeLillo. ¿Qué hay después de la muerte? Esta pregunta ya la había presentado en Underworld, al igual que en cuentos como The Angel Esmeralda, donde lo trágico se mezcla con lo místico, lo religioso con lo mórbido, y es todo ello, tan solo en un puñado de páginas, lo que hace al lector regresar al texto y encontrar un significado distinto en cada lectura. En Cero K, su novela número dieciséis, nos encontramos con Ross Lockhart, un hombre definido por el dinero, por los
Don DeLillo en 1999. (Fotografía: Schiffer-Fuchs / ullstein bild por Getty Images)
Mauricio Ruiz
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negocios que le han hecho pasar casi tantas horas en un avión como en tierra; ha hecho su fortuna, y sin remordimiento, estimando los riesgos causados por desastres naturales. Lockhart es un visionario, un excéntrico rebelde que no se someterá a nada, ni siquiera a la muerte o a la soledad que ésta causa. Es su hijo, Jeff Lockhart, quien lleva al lector de la mano a través de la historia. Nos hayamos en un terreno inmenso, una especie de campus científico en medio de la nada llamado Convergence, creado y financiado por su padre. A DeLillo no le interesa crear suspenso banal, guardarse la información hasta el último momento. Desde un comienzo nos revela lo que hay de por medio. Artis Martineau, la segunda esposa de Ross, padece de enfermedades terminales y juntos han tomado la decisión de que cuando llegue el día, Ross la acompañara a que se sumerja en la tina de un sueño temporal, si bien gélido, hasta que la ciencia haya madurado para enfrentar de un modo más digno los males que ella sufre; Convergence es un centro de conservación criogénica. El lector siente la desolación del paisaje, la esterilidad que reina en esos largos pasillos con docenas de puertas a las que no está permitido entrar. ¿Cómo será la vida en el futuro, los avances que realizará el ser humano? Tal vez las células podrán ser reacondicionadas, nano-robots se introducirán en el torrente sanguíneo y repararán tejidos, ampliarán nuestra capacidad cerebral: la utopía tecnológica al alcance de la mano. ¿Y qué hay de ese problema tan serio, el cual ha sido negado por muchos? En grandes pantallas Jeff observa inundaciones y diluvios, desbordamiento de ríos que causan daños irreparables, una muestra de la destrucción que el hombre se ha infligido: el calentamiento global. En la novela hay momentos de dolor, instancias de drama y alta tensión donde el lector cambia de página tanto por el placer de las frases ingeniosas y esbeltas,
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concatenadas con precisión y musicalidad, como por la ansiedad de saber qué es lo que pasará. En un momento nos encontramos con un dilema que Shakespeare y Von Kleist exploraron en otras variantes: ¿puede el amor ser tan grande que no haya miedo de acompañar a la amada o al amado a la muerte? Y ese es uno de los muchos placeres que leer a DeLillo provoca, el tipo de preguntas que genera, en este caso: ¿se considera suicidio quitarse la vida si es de manera hipotéticamente temporal? Si se asume la existencia de un alma, ¿qué ocurre con ella durante el período en que el cuerpo se halla en estado criogénico? Y al regresar a la vida, ¿se mantendría intacta la mente y personalidad del individuo? El pensador neoyorquino comparte la aproximación al arte de personalidades como Michael Haneke y Steven Millhouser, Deborah Eisenberg y Jenny Erpenbeck. En la terminología de Umberto Eco, sus obras son siempre muy abiertas, con múltiples e incluso contradictorias interpretaciones. El uso de metáforas expanden el entendimiento, a veces reducido, que le damos a la realidad, tal vez porque nos facilita las cosas. En Falling Man un hombre con sogas al cuerpo se deja caer del cielo, un espectáculo de libertad que de inmediato es reprimido por el orden establecido. No hay tiempo ni lugar para el sin-sentido en la sociedad. En la segunda mitad del libro observamos el tipo de universo urbano que DeLillo tenía pensado para Cero K: las calles de Nueva York. Dentro de un taxi, la ciudad se nos presenta en esbozos amarillos, azules y grises, siempre móvil y cambiante. Los pequeños detalles, las miradas entre extraños, los rituales de seguridad en aeropuertos, los patrones casi imperceptibles en medio de la gran urbe, todo ello es motivo de interés para DeLillo y, en sus palabras, un viaje irresistible para el lector. Jeff se halla en una relación con Emma y vemos su interacción, a veces cariñosa, a veces pragmática y
Cero K Don DeLillo Traducción de Javier Calvo Barcelona, Planeta, 2016 320 pp.
conveniente. Visitan una galería de arte, escenario que DeLillo encuentra rico en significados y que ha utilizado en obras como Point Omega, The Body Artist, Baader-Meinhof, entre otras. A menudo son ancianos con bastones los que se pasean, se detienen delante de los cuadros y respiran con dificultad al admirar los lienzos. Los únicos que, por gusto o por limitación, no avanzan por las salas con prisa. ¿Qué implica adoptar un hijo? ¿Qué tipo de persona es el que toma esa decisión? Jeff y Emma deciden adoptar un niño de Ucrania; los efectos de la crisis política y social en la antigua República Soviética no han cesado. ¿Habrá acaso un Vladimir Putin en el futuro? Dos años han pasado desde el deceso de Artis y la vida en Nueva York avanza con su ritmo agobiante y opresivo. Todo es cíclico. Visitamos el colegio donde Emma trabaja con niños discapacitados. Abundan las imágenes de ternura y esperanza, momentos de alegría y gozo que el lector acepta con gusto, todo ello en contraposición al sabor amargo de saber que la sucesión de latidos es un trayecto, a veces más corto de lo que deseamos, y que al final hay una batalla interna que no se puede librar, ni siquiera en el Convergence. En Cero K, como en muchas de sus obras, el consuelo que DeLillo ofrece va más allá de la página y que resuena en lo más profundo de nosotros aun mucho después del último párrafo.
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colaboran Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Miguel Ángel Flores Vilchis (Ciudad de México, 1983). Es licenciado en Comunicación Social por la unidad Xochimilco de la Universidad Autónoma Metropolitana. Colaborador de Radio Chapultepec, Fuerza Informativa Azteca, uam Radio, el Semanario de la uam y Casa del tiempo. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc”, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2010), Tiempos de Furia (Ediciones B, 2013) y El canto circular (Instituto Literario de Veracruz-Conaculta-inba, 2013). Es jefe de redacción de Playboy México. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde” 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Stephen Murray Kiernan (Dublín, Irlanda). Es director del Instituto Carlyle, consultor principal en asuntos universitarios para el Banco Mundial y editor del Anáhuac Journal publicado por la Universidad de Oxford. Es académico de la Academia Nacional de Historia y Geografía y miembro de la Legión de Honor Nacional de México. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la cultura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” y en 2016 obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela “Sergio Galindo” por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, novela escrita junto a Alejandro Arteaga.
Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en Letras Inglesas por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Mauricio Ruiz. Escritor mexicano. Ha sido finalista en los premios Bridport y Myriad Editions en el Reino Unido, así como el Fish Short Story Prize en Irlanda. Su primer libro, Y sin querer te olvido, fue publicado a finales de 2014. Jorge Ruiz Dueñas (Guadalajara, 1946). Profesor fundador de la uam. Es miembro del Patronato de la Fundación René Avilés Fabila y del Museo del Escritor. En 1997 obtuvo el premio Xavier Villaurrutia y en 1992 el Nacional de Periodismo. Entre sus libros publicados están Las noches de Salé y Contratas de sangre y algunas noticias imaginarias. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Claudia Solís-Ogarrio. Poeta, comunicóloga e internacionalista mexicana. Tiene publicados los libros Poemas al fresco, Insomnios y El Colibrí del Delta. Tradujo al español al poeta zulú Mazisi Kunene. Es consultora y promotora nacional e internacional independiente. Antonio Toca Fernández (Ciudad de México, 1943). Estudió Arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Félix Lope de Vega y Carpio (Madrid, 1562 - íbid. 1635). El llamado “Fénix de los Ingenios” fue uno de los máximos representantes del Siglo de Oro; poeta y dramaturgo, entre sus obras más conocidas se encuentran Novelas a Marcia Leonarda, Fuenteovejuna, La dama boba y El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. JD Victoria (Cuernavaca, Morelos, 1969). Es autor de La celebración de otoño (1995), Tierra junta (2004) y Boca de la lumbre (2006). Obtuvo el Premio Estatal de Literatura Morelos en 2002. Becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en 2004 y 2006.
Tiempo en la casa. Paul Valéry: la inteligencia versifica Tiempo en la casa. Miguel Ángel Flores
Universidad Autรณnoma Metropolitana
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Programa de Presentaciones Encuentra el Foro UAM en nuestro Stand / i10
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Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2016
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Revista mensual de cultura Año XXXVI, época V, Vol. III, número 34 • noviembre 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Novedades editoriales ANTROPOLOGÍA
Comprendiendo a los creyentes: la religión y la religiosidad en sus manifestaciones sociales
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Debates y problemas actuales en medicina social. La salud desde las políticas y los derechos, el trabajo, la formación y la comunicación Carolina Tetelboin Henrion y José Arturo Granados Cosme (coords.)
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Evaluación del aprendizaje y para el aprendizaje. Reinventar la evaluación en el aula Tiburcio Moreno Olivos
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La magia del estado
casadeltiempo • número 34 • noviembre 2016
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Exilio y migración Semblanza de René Avilés Fabila De Finnegans Wake, “La Balada de Persse O’Reilly”, de James Joyce 22 años del Centro Nacional de las Artes, un balance
Michel Taussig
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Servicios urbanos en las ciudades mexicanas de los siglos XIX y XX
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
“P au l (B Val Sup us ér le ca y: m el la en có in to di te go lig ele Q en ct R r pa cia ón ra ve ico de rsi T sc fic iem ar a” ga , po gr de en at M ui ig la ta ue ca en l Á sa pá ng : gi e na l F 80 lor ) es
María Esther Sánchez Martínez y María del Carmen Bernárdez de la Granja (comps.)