Casa del tiempo 38, marzo de 2017

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Tiempo en la casa suplemento electrónico

PRESENTACIÓN DE LIBRO Como un pez rojo Juan Manuel Gómez Presenta: El autor

“Crítica de la arquitectura en México”, de Antonio Toca Fernández

Revista mensual de cultura

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 38 • marzo 2017 • $60.00 • ISSN 0185-4275

Centro Cultural Mexiquense Bicentenario 30 de marzo, 17:00 hrs. Vestíbulo de la Biblioteca

NOVEDADES EDITORIALES ARTE Arnaldo Coen. Donde empieza el silencio en el espacio tiempo

CIENCIAS MÉDICAS Incertidumbre y vida cotidiana. Alimentación y salud en la Ciudad de México www.casadelibrosabiertos.uam.mx

Miriam Bertran Vilá

FOTOGRAFÍA 43

Francisco Mata Rosas y Felipe Victoriano (coords.)

NARRATIVA Diario de filosofía para un Don Nadie Hugo Enrique Sáez

POLÍTICA Las grandes potencias en la reconfiguración del nuevo orden mundial

Homenaje a

Ricardo Piglia

Ana Teresa Gutiérrez del Cid, Graciela Pérez Gavilán y Beatriz Nadia Pérez Rodríguez

Futura CDMX: la Ciudad de México a escala

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

en línea: issuu.com/casadeltiempo

casadeltiempo • número 38 • marzo 2017

Celia Fanjul Peña

www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo

@casadetiempoUAM

Capricho y geometría en la obra de Kazuya Sakai Constelación Kubrick


Colección Cultura Universitaria

Sabacio

Kristín Dimitrova En ésta, su primera novela, Kristín Dimitrova contrapone y entrelaza los antiguos mitos tracios de Sabacio (Dionisio, Baco) y Orfeo para crear una ficción moderna, ingeniosa, con un fino sentido del humor, que tiene lugar en la Bulgaria contemporánea.

Novedad editorial Vastedades, abismos, sonoridades submarinas, Potentes soles de invierno, largos olvidos como pozos tomados por el polvo, Un grano de anís en un tronco, Un trompo de luz que sólo gira en el centro de las pupilas de una niña, Un pececito rojo tras el cristal de una pecera...

«Cuando la justicia desaparece no queda nada que pueda dar valor a la vida».

Como un pez rojo

Juan Manuel Gómez Poemas-navegaciones sabedores de que el viajero siempre estará más cerca de la vida que de la muerte; hechos como quien va sobre el dorso acuático del mundo y con la claridad del que ama ser ciego en la niebla.

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo


Editorial

En su ensayo “Secreto y narración”, el escritor argentino Ricardo Piglia (1941-2017) establecía la diferencia entre enigma, misterio y secreto en los textos narrativos. El enigma —decía— supone la existencia de un elemento que encierra un sentido que puede y debe descifrarse. En su caso, el misterio es un elemento que no se comprende porque no tiene explicación o no la posee en la lógica dentro de la cual nos manejamos. El secreto, por su parte, es también un vacío de significado, es algo que se quiere saber y no se sabe. El secreto es un sentido sustraído por alguien. En suma —concluye Piglia—, todo texto narrativo que se precie gira en torno a alguna de esas tres ausencias o a una combinación de las mismas. La estrategia que emprenda el narrador para capitalizar ese vacío, dosificar o retener la información con la que puede ser llenado, lo llevará a confeccionar una historia atractiva. El lector, cual detective —decimos nosotros—, deberá, pues, concentrarse en recobrar lo que se escamotea con cada una de esas estratagemas para completar cabalmente el proceso de lectura. Por su influencia reconocible y mediante un puñado de textos, Casa del tiempo rinde homenaje a Ricardo Piglia, un escritor que más allá del ejercicio de su oficio de narrador construyó un método para resolver el enigma, dilucidar el misterio y desvelar el secreto en las páginas no sólo de sus libros sino de la tradición literaria. En nuestras páginas y en nuestra memoria queda el recuerdo de su vida y de su obra. En Ménades y Meninas, Jorge Vázquez Ángeles nos habla de Futura cdmx, proyecto que promueve la planeación urbana mediante el uso de una enorme y sofisticada maqueta de la Ciudad de México a escala; por su parte, Verónica Bujeiro recorre la constelación Kubrick para hablarnos de la pasión por la parafernalia de los filmes del célebre director de 2001: A Space Odyssey; y Héctor Antonio Sánchez analiza la obra del artista visual Kazuya Sakai.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretario Alfonso Mauricio Sales Cruz Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iv, núm 38 • marzo 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Fotografía: Casa de América, bajo una licencia Creative Commons 2.0: bit.ly/2kuxQQQ Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. IV, número 38, marzo 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica www. uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado d e R eserva d e D erechos a l U so E xclusivo d el Título n úmero 0 4-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 28 de febrero de 2017. Tamaño de archivo: 13 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Nocturno del suicida, 3 Christian Peña

profanos y grafiteros Una palabra que no termina de decirse. Entrevista con Ricardo Piglia, 7 Marco Antonio Campos Emilio Renzi: Private Eye, 13 Héctor Fernando Vizcarra Fragmentos de un cuaderno en el sur, 17 Rafael Toriz ¿Cuál es el agente secreto de una serie?, 22 José Homero Los nudos paranóicos. La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, 26 Adán Medellín Entradas sobre Piglia, 29 Lobsang Castañeda Seis ensayos mínimos en torno a Ricardo Piglia, 33 Ramón Castillo

ménades y meninas La Ciudad de México a escala, 38 Jorge Vázquez Ángeles Constelación Kubrick, 45 Verónica Bujeiro Capricho y geometría: la obra de Kazuya Sakai, 50 Héctor Antonio Sánchez

antes y después del Hubble 1987. ¿A quién le importa lo que yo diga?, 54 Jesús Vicente García Angustia europea, 58 Mauricio Ruiz Breaking Bad, Better call Saul y la irresponsabilidad en un nuevo arte, 62 Andrés García Barrios

armario, 66 El rastreador Domingo Faustino Sarmiento

intervenciones, 68 Mateo Pizarro

francotiradores Sobre la creación de las cosas. Nostalgia, de Mircea Cărtărescu, 69 Brenda Ríos Archivo Negro de la Poesía Mexicana: una radiografía, 72 Aldo Rosales Los tiempos de todos contra todos. Las conspiraciones fallidas, de Eric Uribares, 75 Nora de la Cruz Pájaros de cuentos. La narrativa policiaca escrita e interpretada desde el norte mexicano, 77 Gabriel Trujillo Muñoz

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Crítica de la arquitectura en México Antonio Toca Fernández


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Nocturno del suicida

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Christian Peña

Hemos sido suicidas y seguiremos siéndolo. Sólo los inmortales no se suicidan. Ramón López Velarde

1. Todo lo que la noche dibuja con su mano de sombra.

x.v.

En la escena del crimen, en la hora en que la muerte sale a escena, hay algo que no acaba de cuadrarme. Sin importar lo que se lee en el acta, no creo que el infarto haya sido la causa: el corazón, a menudo, es una falsa pista.1 Me detengo en medio de la habitación, enciendo una lámpara y entre libros y fotos empolvadas monto un teatro de sombras. 1

Del libro Expediente X.V., Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen 2015.

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Dibujo en la pared con la sombra de las manos todo lo que la noche no me dice. Reconstruyo la escena, lo imagino: un traje, una corbata, el doble nudo Windsor del que pende el ahorcado, un banquillo en el piso, una patada, y los brazos que oscilan en medio del vacío. Es sólo una sospecha: todo lo que la noche, mis manos y una lámpara convierten en misterio; todo lo que la noche esconde tras la muerte. Inventar en la noche sombras en las paredes, eso hago, a eso me dedico. La mano con que escribo estas notas es la sombra de un arma; mi anular y meñique simulan el gatillo. Todo lo que el silencio confiesa a quien lo lee. Mi sombra está de pie con el arma en la mano y apunta a mi cabeza. Todo lo que la noche me orilla a interrogar. Lo que hay en mi cabeza sabe su propia muerte: todos somos culpables de la noche.

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2.

¡Todo! circula en cada rama del árbol de mis venas, acaricia mis muslos, inunda mis oídos, vive en mis ojos muertos, vive en mis labios duros.

x.v.

Casi no leo poemas. Entre mis libros hay más novelas policíacas, tal vez es un error, todo mundo lo sabe: uno no debe consumir lo que persigue. Los poemas dejan muchos cabos sueltos. No es un trabajo fácil. Tratándose del árbol de los versos de arriba, por ejemplo, he escuchado decir que un árbol se suicida en cada rama. Pero eso es poco claro. Hay que leer entre líneas, hay que leer entre hojas la altura que precisa alguien para colgarse. La noche no aparece por nombrarla. La oscuridad no es una adopción. Siguiendo con el árbol, ¿alguna vez he visto un pájaro volar a medianoche?, ¿alguna vez he visto directo hacia luna sin encontrar su brillo? La noche nunca ha sido cosa fácil. Hay que leer entre versos, entre cuerpos, entre cadáveres, hacer estómago, entrañas, interrogar cesuras, escribir alumbrado por lo oscuro. Se lo escuché decir una noche a un poeta: “la sangre no se enciende por calentar la pluma”.

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10.

¿Y qué vida sería la de un hombre que no hubiera sentido, por una vez siquiera, la sensación precisa de la muerte. y luego su recuerdo, y luego su nostalgia?

x.v.

Deja la luz prendida. No importa que sea tarde. No importa que te duermas a mi lado. No importa que la puerta esté cerrada y que nuestra ventana deje pasar los rayos de la luna. No importa si los muertos que podrían visitarme resultan familiares; no me importa poder reconocerlos. No importa que me abraces, ni que tu voz me sirva como lámpara en esta oscuridad. No importa que me cantes. Te lo pido por Dios, por tu silencio, por lo que tú más quieras, por el grito y el sueño que ahogas en la almohada, te lo pido por mí: deja la luz prendida.

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Una palabra que no termina de decirse Entrevista con Ricardo Piglia

profanos y grafiteros | 7 Marco Antonio Campos


La primera publicación de la obra de Ricardo Piglia en México fue la antología Cuentos con dos rostros (unam, 1992), preparada por el poeta Marco Antonio Campos. Recuperamos un fragmento de la extensa conversación incluida en ese volumen cuya cuarta de forros —también de la pluma de Campos— sentenciaba: “Las ficciones de Piglia se emparientan, por su imaginación y lucidez, con el orbe borgeano, y por su experimentación múltiple con el ‘meccano’ que creó Cortázar. […] En sus cuentos, debajo de la historia, suele haber una historia oculta con un enigma terrible. […] Piglia sabe unir en sus ficciones la construcción intelectual y el diario drama de la vida”. Lo que más me llamó la atención en sus libros, cosa que no he visto en otros narradores, o al menos no en tal cantidad, es el viento de historias que hay en ellos: argumentos, pequeñas historias, microhistorias, cuentos, que van enlazándose, superponiéndose. ¿Por qué? ¿Cuál es la intención o el sentido? Las intenciones son resultados más que posiciones previas, se descubren a medida que uno escribe. La poética, digamos, se descubre a medida que se avanza de libro en libro. Me importa en la narración la circulación de las historias. A partir de, creo, el 1975, empiezo a encontrar una voz propia, a encontrar cierto espacio, algo que podríamos llamar un enigma, una intriga, en el sentido fuerte de la palabra. La intriga que empieza a llevarme de un relato a otro y que crea ese sistema, o mejor, esa posibilidad de circular entre las historias. En el último libro (La ciudad ausente), donde esta idea —de un narrador que circule entre las historias— se convierte en anécdota. En los libros anteriores esta idea era la que hacía que el libro se escribiera. ¿Ese personaje, ese narrador que circula entre las historias, sería Emilio Renzi, que aparece en sus dos novelas y en algunos relatos de Prisión perpetua? Renzi es un personaje que acompaña a todos los libros que he escrito. Él sería el eje que organiza el conjunto de los libros. Pero también, por una parte, me interesa esa velocidad de la narración, en el sentido de que toda historia tiene una suerte de enigma o secreto, que para descifrarlos se necesita pasar a otra; por otro lado, casi podría decir que ese es el modo en que el escritor se relaciona con el mundo o la sociedad. Cada vez veo más a la sociedad como una tela donde las historias se tejen. Cada vez creo más que un día en la vida de un hombre está cruzado por varias y variadas historias: lo que uno sueña, lo que le cuentan los amigos, lo que uno cuenta a las mujeres y lo que las mujeres le cuentan a uno, las historias que alguien dice que escuchó.

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¿Y cómo recobra eso? La novela, en principio, permite preservar algunas de esas historias que circulan y que, de otro modo, se perderían. Los novelistas estamos muy conectados con ese mundo de narraciones, pero el interés se sustenta fundamentalmente en la forma. A la gente le interesa sobre todo el tema; a nosotros, la manera “como se hace”. ¿Y simbólicamente, como síntesis extrema, ¿sería la máquina de Macedonio Fernández la representación de toda historia?¿El Museo, de su última novela, que reúne y resume, todas las historias contables, es una suerte de Aleph? Sería una metáfora que “condensa”. El Museo es el sitio donde se realiza. Uno tiende a construir como real aquello a lo que aspira. En este Museo están todas las historias. Meterse en él es entrar y salir por historias diversas e innumerables. Algo que yo apenas insinúo en la novela (La ciudad ausente) es que, cuando uno apenas entra en el Museo, son sus propias historias las que empiezan a activarse. Los escritores solemos fascinarnos con los museos de los pintores. ¿Cómo sería el museo ideal al que aspiramos los escritores? Una anécdota: yo fui a Cuernavaca a pararme al lado de la casa de Malcolm Lowry. Es ridículo, lo sé, porque uno sólo halla la emoción de saber que esa persona anduvo por ahí. Era repetir lo que hizo Lowry cuando relataba la vez que fue a la tumba de Poe. Hay siempre un sistema de rituales. El Museo es uno de los ejes de este libro. ¿Relacionó entonces usted la imagen del Museo con los museos de pintores? Museo es un concepto polémico. Uno puede pensarlo como un lugar muerto o como un espacio reservado para la mirada estética. El museo histórico me interesa mucho: en él están los restos de una cultura. Todos esos elementos crean un espacio imaginario. Por demás recordemos el museo imaginario de Malraux: aquel libro, o quizás, aquella idea, de cómo haríamos el museo perfecto. El mismo Macedonio Fernández hizo de él un elemento central en su reflexión sobre la novela.

Pero, precisando más: ¿cómo se hilvanan las historias a través de los libros? Hay un personaje (Renzi), hay un pespunte de claves que el lector va revelando en el texto y al final de las narraciones. Y yéndonos a un extremo: en su primera novela, en Respiración artificial, encontramos en la segunda parte —por demás compleja e interesante— algo que un narrador normal de historias habría escrito más o menos así: “Llegaron Renzi y Tardewski al hotel, se encontraron que Maggi, quien los había citado, no estaba. Ambos sabían, pero no querían decirlo abiertamente, que era un detenido-desaparecido”. Es verdad, pero también es cierto que uno quiere narrar lo que no se puede narrar. A veces una novela está construida en los intersticios de una frase en la que esa novela se resume. Por ejemplo: la expresión “Soy un bicho”. Después de una noche de dura borrachera, uno se levanta, se ve en el espejo y se dice: “Me siento un bicho”. Si se ve bien, es el argumento de La metamorfosis. El narrador entonces escribe ese relato con lo que hay entre esas palabras. Cierto: uno puede imaginar las ciento y pico de páginas de la segunda parte de Respiración artificial como lo que puede tejerse en medio de un relato en que se dice: “Llegaron a un pueblo a buscar a un señor y fueron al hotel y no estaba y se supone que ese hombre no volvería más”. El argumento es simple: se trata de dos o tres personas que se pasan toda una noche hablando y esperando a un hombre que, lo saben todos, ha sido detenido por la policía. Pero hablan de todo lo demás para no referir el hecho terrible. Me parece que esto tiene mucho que ver con lo que significa narrar: narrar significa dar vueltas sobre una palabra que no termina de decirse, porque al decirse se cerró el relato. Si no fuera esto demasiado rápido o altivo, añadiría que por ahí se podría encontrar la diferencia con la poesía. Los poetas dicen esa palabra, en tanto nosotros, los narradores, damos numerosas vueltas, como es el caso de las ciento y pico de páginas de que hablábamos. En poesía, pienso, lo que importa es la emoción que crea esa palabra, no su exacto significado.

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Y por ahí narrar significaría que lo que puede decirse sencillamente sea necesario construirlo a veces con múltiples digresiones. Hay una serie de personajes de la vida real, en este caso escritores, que se vuelven obsesivamente en sus libros personajes de ficción, hace usted de ellos una invención literaria (Arlt, Macedonio, Borges). ¿De donde nace la fascinación? Los escritores argentinos escribimos siempre en una cierta relación con Borges, aunque esa relación sean el olvido o el rechazo. Con él uno debe alejarse o huir. Su estilo es muy contagioso y ha producido estragos en los imitadores. Él lo dice sobre Lugones, pero en Argentina escribir bien es escribir como Borges. Y se debe tener un enorme cuidarlo. Y sin embargo, en sus páginas hallamos de él giros, frases, palabras… Es casi imposible prescindir de él. Pero espero haberlo hecho lo menos posible. Por muchos años creí que la obra de Borges resumía la literatura. A menudo recuerdo lo que decía Pound cuando murió Henry James: “Ha muerto el último hombre que sabía lo que era la literatura”. Nosotros teníamos la impresión en Buenos Aires que había un señor, que vivía en un departamento de la calle Maipú, quien sabía todo lo que debía saberse. Si estaba uno desesperado, podía hablarle por teléfono y hacerle una pregunta. Él tuvo un punto de partida que fue muy útil para nosotros. Por lo demás, Borges actuaba como si a la gente no le interesara otra cosa que la literatura. Los escritores argentinos suelen fundamentar sus libros con la literatura europea y la suya propia, pero asoman poco a la latinoamericana, a excepción, cierto, de quienes vivieron el exilio en México o Venezuela, por ejemplo. Usted no es excepción. ¿Puede hablarnos un poco de esto? No quiero ser conciliador. La literatura argentina tiene una cualidad y un defecto. Está construida sobre la llanura y el vacío, y eso le ha dado tal vez la ilusión de

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ser autosuficiente, que basta eso para legitimarse como escritor (Marechal, Macedonio); no han necesitado de una suerte de reconocimiento latinoamericano. Yo creo que eso ha tenido que ver con que el mercado argentino ha permitido tradicionalmente a los escritores encontrar un público, que no han sentido los autores que el suyo era un sitio claustrofóbico. Eso no sucede quizá con escritores colombianos o peruanos que necesitan espacios más amplios y pertenecer a una cultura más vasta. Hay otro elemento: pienso que cada vez avanzamos más a la noción de que la literatura latinoamericana es un concepto demasiado amplio y de que tal vez en el futuro se analice con más autoridad y hondura la existencia de tradiciones regionales: la literatura rioplatense o andina o caribeña, por ejemplo. Habrá que tomar en cuenta áreas más restringidas. Lo último que yo diría es que la relación de la literatura argentina con la europea (en especial la francesa, la inglesa o la italiana), la vemos menos extranjera que con la latinoamericana. En ese orbe intelectual de que hemos hablado en sus novelas, creo percibir, hay la intención asimismo de una teorización y aun de una revisión crítica literaria. En especial se observa en Respiración artificial. Lo sintetizo de este modo: a mí me interesa hondamente la reflexión que tiene un escritor sobre la literatura. Me interesan más las reflexiones de Cortázar y de Calvino, de Valéry y de Gombrowicz, que los textos o libros de los críticos. Si los escritores no escriben muchos libros de crítica, por estar más ocupados en hacer una novela, yo diría que en sus opiniones que pueden espigarse en entrevistas o escritos de ocasión se halla un espacio reflexivo que no es fácil de encontrar en las universidades o en los textos de teoría crítica. Suelen ser opiniones o juicios más útiles y certeros. Y escritores como Gombrowicz, Brecht o Borges hacen esto y lo hacen muy bien. También debe tenerse en cuenta que dada la realidad nuestra latinoamericana yo me he ganado la vida de dos maneras: o dirigiendo colecciones literarias (policiales ante todo) o dando clases. Ha sido un poco la


propia exigencia profesional lo que me ha obligado a sistematizar algunas cuestiones, que quizá, si no hubiera tenido la presión, no lo hubiera realizado. En Estados Unidos habitualmente he dado seminarios de literatura argentina, y por eso, o de eso, he construido un conjunto de hipótesis en torno a ella, que no son necesariamente verdaderas, a lo más, atractivas. Son ésas, en mi opinión, maneras desviadas de explicar mi poética. ¿Y hasta qué punto son suyos los lapidarios juicios sobre Groussac, Lugones y Ortega y Gasset que se leen en Respiración artificial? En rasgos generales son míos. A través de la novela encontré la posibilidad de decir algunas cosas que funcionaban para un más amplio público. No atenerse al breve espacio de las páginas críticas. De haberlo hecho así, habría circulado sólo en el mundo universitario. Y eso me interesa poco, o más bien, no me interesa, porque puedo decírselos a ellos personalmente. El hacerlo en la novela me permitió ser más tajante y eliminar todo el andamiaje que debe armarse en un ensayo. Algunas opiniones están llevadas a su extremo, pero sí, puedo decirle que esencialmente son mías. Por demás me es muy difícil, de hecho imposible, interpretar un libro mío; puedo decirle cómo está hecho. ¿Y cómo está hecho Respiración artificial (1980)? Lo primero que quise hacer fue una novela que tuviera la forma de un archivo. Me gustan mucho los archivos históricos por su diversidad de registros. Necesitaba un tema. Y en este caso el tema resultó un personaje del siglo xix, que en la ficción se llama Enrique Osorio. Y empecé a escribir sobre él y empezaron a sucederle cosas que a mí me interesaban como, por ejemplo, que se había ido a California a buscar oro. Quería también que se diera el juego político que existía en torno a Juan Manuel de Rosas. Bueno, si había un archivo era necesario que hubiese un historiador, y nació así Marcelo Maggi, eje del libro, quien surgió casi como un efecto de que alguien debía poseer ese archivo. De allí deriva otra situación: ese hombre quiere preservar el archivo del riesgo político y decide entregárselo a su

sobrino Emilio Renzi. La novela, entonces, debía darse como el encuentro del historiador y del sobrino. Y ese fue el punto a partir del cual se desarrolló. Y en ese sentido lo que hace Maggi es iniciar a Renzi: lo manda a ver a una serie de amigos para que, al tener en sus manos el archivo, esté preparado para comprender la historia. Escribí todo el libro y me di cuenta que el archivo era exactamente lo que no debía estar en el libro. Empecé con él y terminé desapareciéndolo. La novela ya era eso. Parecen casi claramente dos novelas. O más. No, no fue tan deliberado. Lo primero que escribí fue el archivo. Luego el primer capítulo, es decir, una carta que Maggi envía a su sobrino, el historiador. Después escribí el artículo de un censor que lee cartas que circulan en la ciudad, porque se supone que él vigila en una sociedad autoritaria. Después creo que escribí el segundo capítulo y llegué al momento en que Renzi debía de ir a Concordia. Entonces me dije: “Vamos a ver qué pasa cuando Renzi llegue a Concordia”. Y me surgió entonces el personaje de Tardewski, un filósofo polaco exiliado, que empezó a crecer entre las páginas. ¿Y a qué lógica obedeció la novela? Que todo lo que surgía en la escritura lo dejaba. No consideraba que existiese algo que no fuese narrativo. Parece asombroso o paradójico pero esto lo aprendí de Hemingway. ¿Por qué? Porque Hemingway hace hablar a los personajes de las cosas que los personajes saben. Y si cuenta de pescadores los va a hacer hablar muy técnicamente sobre cómo van a pescar el bacalao en tal o cual sitio, o qué motor es necesario para que la lancha funcione de tal modo, o cuáles son las escopetas para cazar a los patos cuando vuelan o están quietos. Si Hemingway, que es un admirable tejedor de diálogos, hacía hablar así a los personajes, me dije: “Si estos son intelectuales de provincia, vamos a hablar como esa gente habla”. No iba a hablar de lo que el lector espera que sea un diálogo literario, ese fue el otro punto. Y el diálogo empezó a crecer, y se incorporaron temas muy variados. Hubiera sido mucho más

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fácil cortar en la segunda parte toda la conversación sobre Borges y poner la conversación sobre una mujer. Pero eso no hubiera tenido el efecto deseado y ahí me arriesgué a dejar un material que a mí me parecía que estaba bien para la tensión narrativa y no ir por el camino más lógico. ¿Y ese castillo de historias que es La ciudad ausente (1992)? Busqué escribir una historia de una máquina de contar historias. Lo que más trabajo me da es que las historias tomen el tiempo necesario para desarrollarse. A veces debo armar una historia, revisarla, darle tiempo, recortarla, en fin, que siga viva. En el caso de La ciudad ausente me aboqué a construir en una novela el tema de al menos cuatro novelas. ¿Cómo lograr que cuatro o más novelas convivan en un libro y encuentren una resonancia armónica? Lo fundamental fue convertir los capítulos en etapas de investigación, en la búsqueda de un secreto. Que el investigador de esta historia avanzara en los libros como un investigador policial avanza con las pistas para esclarecer un caso. Que se encadenaran las historias porque cada una contenía una pista. Deseché un buen número de historias que ya había escrito porque no entraban bien en el libro. ¿Y los cuentos de Prisión perpetua? A mí me gusta mucho el género. Con los cuentos es preciso, a diferencia de lo que la gente cree, tener antes dos anécdotas y no una sola. Cuanto más breve es la forma se necesita más de una historia. ¿Por qué? Porque en tanto se entretiene al lector con una historia se prepara la que verdaderamente interesa contar. Me di cuenta de eso, por ejemplo, en “El precio del amor”: ese chico que va a ver a la mujer que lo mantiene, mientras, por debajo, está la relación terrible entre ellos, cuyo fin de él es el robo. Es decir, se guarda uno una historia que va contándola de a poco. Si no, el cuento se va de las manos, se vuelve obvio.

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Directo y sin misterio. Otro caso: en “El Laucha Benítez cantaba boleros”, hay una historia de homosexualidad de dos boxeadores. Eso que después se vuelve nítido, era un elemento que jugaba debajo. Uno, que es escalera o cuerda que lleva a sus novelas, es ese cuento que es un hilvanado múltiple de historias: “En otro país”. Es volver al sistema de microhistorias que tanto me interesa y continuaré escribiendo. En ese cuento, “Las actas del juicio”, me parece ver la huella de Borges narrando hechos históricos del siglo xix con color y lenguaje locales. Menos que Borges me influyó Rulfo. Más preciso: la dicción de Rulfo. Tenía muy en cuenta el tipo de relato campesino suyo con la resolución estilística del habla, elaboradamente resuelta, de alguien en una situación de peligro. Es la historia del asesino de Urquiza. Casi todos sus personajes son dramáticamente fracasados. Dejan ese amargo sabor. Y está bien. Es mucho más rica y compleja la vida de un gran fracasado que la de un gran triunfador. Los triunfadores (no los héroes, desde luego) son irritantes en la vida y en la literatura. El riesgo más grande de un escritor es creer que lo tiene todo claro. Voy a poner como ejemplo algo que sucede conmigo. Cuando escribo, ¿qué busco? En el caso del fracaso creo que los escritores, aun los mayores, tienen una experiencia continua de él. Mucha gente deja de escribir (Rulfo es un caso) porque no soporta la incapacidad que acompaña la escritura durante meses. Momentos de vacío y de impotencia. Por eso el fracaso es un tema que de pronto se vuelve anécdota. Uno cuenta historias de gente que fracasa porque conoce esa experiencia, aunque socialmente se tenga la imagen del éxito. Esto no significa que uno necesariamente sea un fracasado como persona o como escritor para profundizar y escribir sobre la cuestión. El otro punto sería que quien fracasa tiene una cuenta pendiente con la sociedad.


Emilio Renzi, Private Eye

Héctor Fernando Vizcarra

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Ricardo Piglia durante una cátedra en el COLMEX en noviembre de 2013. Fotografía: Ivonne Sánchez Becerril


Emilio Renzi, el chico que hace un tiempo cubría la nota roja para el periódico El Mundo, desde joven aprendió y enseñó a leer la narrativa de detectives de forma excéntrica, como antes había hecho Borges. La diferencia entre ambos (una de ellas) es que Renzi entendió que el relato policial encubre misterios ontológicos, pues el detective, más que buscar la resolución del enigma, busca la explicación de sí mismo en su contexto, mientras que Borges, interesado en la metafísica, acorraló al detective en laberintos trascendentales, atemporales. Emilio Renzi, el que de muchacho cubría la sección de noticias sangrientas en El Mundo, descubrió el problema que subyace en todo relato policial, bueno o malo: la paranoia que sufre el investigador durante el proceso de búsqueda, la posibilidad de encontrar en el lenguaje de los locos atisbos de lucidez frente a lo insensato de los estados represores. Como todos los detectives, los buenos y los malos —sobre todo los buenos—, Renzi se tiró el lujo de errar goles cantados en algunas de sus pesquisas, de ser un detective fallido. Porque a final de cuentas, aprendimos con él, el investigador está condenado a buscarse en el trayecto hacia la verdad y extraviarse en los enigmas. Y entonces resulta que el reportero Emilio Renzi, también, un día, decidió escribir novelas y cuentos policiales. En sus aventuras, Renzi y sus lectores aprendimos que ciertos detectives caerán en el delirio por el saber, en el culto al knowledge y en la fascinación morbosa por el plagio literario. Su alter ego, Ricardo Piglia, firmaba esos textos y en tiempos recientes fue profesor en Princeton, dio conferencias, entregó a sus editores nuevos aprendizajes en forma de diarios. Haciendo de portavoz de Renzi, dictó cátedras sobre cómo leer a Juan José Saer, a Rodolfo Walsh, a Manuel Puig y otros argentinos excéntricos, sobre edición y cultura literaria, sobre narrativa de vanguardia y, obviamente, sobre el oficio del detective literario.

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La ficción policial, incluso la buena, suele anular el gozo de la relectura. Si el placer de la trama se concentra en llegar a la sorpresa de las últimas páginas, una vez conocido el origen del misterio, la relectura se vuelve innecesaria. El asesino es el gato, la abuela, el vecino; el libro se cierra, el misterio se termina, adiós, el que sigue. En las aventuras policiales de Renzi sucede lo contrario. Tirando gambetas en cancha ajena, se dio el lujo de incorporar las historias policiales a la solemnidad de la literatura latinoamericana. Sacando provecho de su faceta como director de la colección Serie Negra de la editorial Tiempo Contemporáneo (Buenos Aires, 19691975, 12 tomos), ideó primero el cuento “La invasión”, luego “La loca y el relato del crimen”, “Tierna es la noche”, “Un pez en el hielo”. También novelas: Respiración artificial, Blanco nocturno, y finalmente El camino de Ida. A lo largo de esas páginas, en un recorrido de aprendizaje prolongado, el detective Emilio Renzi apareció para trastornar los modos en que entendemos las ficciones policiales. En el transcurso latinoamericano de dictaduras, revoluciones contrahechas, pseudodemocratización, esfuerzos por no olvidar masacres, aprendimos con Emilio Renzi a enfrentar esos avatares bajo un modelo narrativo de masas surgido del capitalismo. Porque el crimen dice mucho de la sociedad donde se gesta, pero aún más del detective que decide hacerle frente. Quizá por ello la emoción de leer las aventuras de Renzi se multiplica en la relectura. Algo así como ver muchas veces la repetición de los viejos goles del equipo propio, desde todos los ángulos posibles. En el texto titulado “Nombre falso”, Emilio Renzi persigue un cuento inédito de Roberto Arlt. Su carrera y su prestigio como crítico depende de ello. Es el encargado de preparar una edición anotada del trabajo del autor de El juguete rabioso. El relato desconocido se llama “Luba”. Alguien lo encontró en un cajón del taller abandonado de Arlt, donde éste pretendía fabricar medias irrompibles y hacerse millonario con su invento. Dice Renzi, en otro texto, que todas las buenas novelas policiales basan su intriga en el dinero: el robo, el asesinato, hasta las muertes pasionales, tienen que ver con el anhelo de riqueza. Por eso, en “Nombre falso,” Emilio Renzi, obsesionado por su epistemofilia, compra los papeles con el relato inédito a un precio exagerado. Al terminar de leerlo no le parece tan bueno, pero eso importa poco. Para el investigador literario la calidad es casi prescindible, con tal de que esté impregnado del aura del autor; con tal de que satisfaga su curiosidad y su deseo de conocimiento a veces inútil. El objeto de estudio termina por devorar al detective. “Luba”, el cuento enigmático, es una estafa parcial. Sí, Roberto Arlt lo escribió (Renzi, erudito, reconoce la letra manuscrita de Arlt), pero no es de su autoría. En sentido estricto, tampoco es una copia del original, Las tinieblas, de Leónidas Adreyev, sino una copia mal urdida

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de la traducción del relato del escritor ruso. El Private Eye Emilio Renzi, en uno de sus casos más extravagantes, se enfrenta a un metaplagio que, entre otras cosas, le ha costado bastante dinero y las burlas de quien lo engañó. Se trata, quizá, de uno de los mejores ejemplos de la literatura policial en que el detective es el personaje menos intuitivo de su propia novela. Pasaron varios años para que la crítica literaria se diera cuenta del engaño abismado que se halla en “Nombre falso”. Fue entonces cuando le llamaron metaplagio. Varios críticos, entre ellos Ellen McCraken, profesora estadounidense, se disputaron airadamente el descubrimiento. La polémica de la lectura “correcta” del relato de Renzi se extendió a congresos especializados y a decenas de páginas de revistas académicas. Nadie notó que el verdadero plagiado era, en última instancia, el traductor de Las tinieblas, Nicolás Tasin. El espectro de la paranoia recorre los escritos de Renzi. Algo comprensible tratándose de alguien que conocía a profundidad los secretos de la ficción de detectives literarios y la tradición sangrienta de la literatura argentina. La novela policial, después de Renzi, tiene una veta poco explorada en América Latina, con todo y su profusión de realismo y su retrato de la violencia contemporánea. Se trata de una novela policial que versa sobre la lectura, los textos ausentes, los mensajes codificados sobre la realidad. Es probable que el flujo editorial del género continúe absorto con las narraciones sobre narcos y sicarios, algo cada vez más normalizado. A esa medida estándar se contrapone el trabajo de Renzi, que desde la redacción del periódico El Mundo ejerció investigaciones personales sobre la barbarie a pequeña escala que le afectaban y, a nosotros, nos sigue afectando, porque “a Emilio Renzi le interesaba la lingüística —dice el comienzo de ‘La loca y el relato del crimen’— pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la Facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía”. Por eso, ahora que Renzi no volverá a escribir policiales ni en el periódico ni en libros, quizá el mejor homenaje que podemos hacerle en México no es releerlo, sino recuperar la lectura de los demás excéntricos argentinos sobre los que su alter ego dictó conferencias y, de modo implícito, consideró sus maestros: Juan José Saer, J. Rodolfo Wilcock, Fogwill, Osvaldo Lamborghini, Osvaldo Soriano. Todos ellos, sin distinción, mucho menos conocidos y mucho menos mimados por la crítica como lo es, y seguirá siéndolo por largo rato, Ricardo Piglia.

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FotografĂ­a: Casa de AmĂŠrica, bajo una licencia Creative Commons 2.0: bit.ly/2locKCT

Fragmentos de un cuaderno en el sur

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Rafael Toriz

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Sábado

Luego de una década bajo este cielo, me pregunto con ahínco si valdrá la pena insistir con Buenos Aires; con la vida, la escritura y los cada vez más escasos devaneos de este cuaderno. Nunca es fácil levantar el campamento, sobre todo si el mundo entero —empezando por el hogar— semeja una variante de Mordor orgiástica y narcosangrienta: desde que alcanzo a recordar, el país llamado México se encuentra en el peor de sus momentos. Por una mujer abandoné mi patria y por otra encontré, en Buenos Aires, un cálido refugio (por una más, ojalá definitiva, es que ahora permanezco). Heridas de amor mal cicatrizadas: alma, a quien todo un Dios prisión ha sido; recuerdos que se pierden en el viento; venas, que humor a tanto fuego han dado; polvo, pero con sentido… otras maneras de mentar al corazón enamorado. Domingo Aunque poco me gustó el primer tomo de los diarios de Ricardo Piglia —luego de unas páginas lo abandoné y lo regalé— leo el segundo titulado Los años felices y desde el arranque me percato de que acá hay sustancia verdadera. No sólo la paleta de su prosa muestra registros más osados, interesantes y logrados; también encuentro una sintonía parecida a la que por ahora atraviesa mi existencia: muy viejo para seguir viviendo del crédito de cualquier tipo de promesa y muy joven, acaso, para encontrar una satisfacción duradera en lo realizado hasta el momento. Entre las múltiples ideas que contiene el diario me queda zumbando su recomendación de dedicar una hora diaria a la escritura en los cuadernos; idea que me seduciría de no tener la certeza de que por ese camino devendré justo lo que detesto: un escritor de literatura. Lunes Es imposible no leer los diarios de Piglia y comprenderlos como una suerte de reflejo diferido, de geografía superpuesta sobre el tiempo: los nombres de las calles que camino —Callao, Corrientes, Las Heras—;

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los nombres de autores que venero —Piñera, Gombrowicz, Puig—; algunos restaurantes, los ecos, trayectos… Piglia tuvo clara una certeza: caminar una ciudad es comprenderla como texto y escenario, por más que acá se viva cierta sensación de irrealidad y estancamiento. Martes No hacen falta más escritores de libros, sino lectores capaces de incendiar este tugurio. Miércoles Las formas de narrar son limitadas; por ello, la escritura es un arte plebeyo. Preciso es ensayar otros caminos. Y mantener la escritura apenas como crítica. Jueves Ha muerto el titán Alberto Laiseca, hombre fuera de serie y autor de extrañísimas novelas, de Los Sorias y de numerosos cuentos paródicos y horripilantes maquinados por la sensibilidad de un niño abandonado en la boca de la noche. Fui a su velorio en la Biblioteca Nacional y me sorprendió, aunque poco, que no hubiera un sólo arreglo floral —bien sabido es que la Argentina desprecia con talento a sus artistas— aunque sí dos botellas vacías cerca del féretro: whisky y cognac. Sobre el ataúd había una cajetilla abierta de Imperiales, lo que me recordó sus palabras en alguna entrevista: “tengo noticias del otro mundo: allá no hay cigarrillos ni cerveza: es una cagada. Más vale hacerlo acá, eso de tomar y fumar. Allá no hay ningún kiosko abierto”. Escuché decir que habían encontrado en bolsas negras de basura los manuscritos de varios de sus libros; imposible no pensar la circunstancia como un símbolo elocuente de una tradición singularísma: la precariedad del hombre de letras en América Latina. Me despedí de Laiseca tocando su ataúd con la mano derecha murmurando para mis adentros “dame tu fuerza, Pegaso”.

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Viernes Comparándolos con los de Gombrowicz, si bien fornidos, los diarios de Piglia distan varias cuadras de la genialidad del polaco, aunque en sus páginas descuella la pasión por la crítica y la preocupación constante por las formas de la trama, así como la presencia recurrente de la falta de dinero. En las páginas del argentino late desaforada la visión del ensayista, así como el tesón del lector ávido y transversal que compara con audacia: se adivina desde entonces la vocación del profesor. Por el lado de la promiscuidad, aunque discreto, Piglia sabe combatir la soledad con el carrusel sexual que entonces como ahora aliviana a la triste chair de l’ écrivain. De nueva cuenta es verano en Buenos Aires, lo que vuelve la ciudad un escenario digno de la dimensión desconocida. Lunes He quedado de encontrarme con Edgardo Cozarinsky el viernes en Los Galgos, uno de los bares míticos de la ciudad, ahora remozado, en la esquina de Lavalle con Callao. Me ha traído de París un ejemplar del Butafumeiro de Archibaldo Burns que compró a un bouquiniste. Burns, amante de Elena Garro, fue autor de algunos libros extravagantes y, por lo que se lee, poco afecto a Bioy Casares: “en un tiempo, estuve a punto de acomplejarme, porque el verdadero amor de Elena fue Bioy Casares; se escribieron durante treinta años. Lo conocí en Nueva York, aun cuando no fue mi intención conocerlo. Era bajo de estatura, argentino, común y corriente, pero la capacidad de idealizar de Elena era fantástica”. Viernes Hoy, en día de Reyes, ha muerto Ricardo Piglia. Apenas anoche terminé el segundo tomo de sus diarios. Sentí de nueva cuenta un hueco en el pecho. Cozarinsky me remitió algunas anécdotas con el occiso que habría sido valioso conservar; por desgracia, me encontraba aturdido. Llegó a nuestra mesa el cineasta Daniel Rosenfeld; enfilé con él hacia el velatorio de Piglia, donde difícilmente llegaríamos a veinte y nadie parecía ocupado en aprovisionar café o galletas. No es la primera vez que me sorprendo de los usos funerarios de los argentinos, que revelan un pavor cerval ante la muerte. El ataúd estaba en un cuarto contiguo

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a cajón cerrado, casi abandonado a su suerte. Afuera la gente charlaba, como siempre en estos casos, ignorando al muerto. La Argentina ha sido incapaz de construir una cultura propia digna de tal nombre, entre otras causas, debido a su incapacidad de articular y habilitar el rito (de acuerdo con algunos antropólogos, un pueblo incapaz de implementar una comunicación con los muertos es un pueblo despojado del diálogo íntimo con su alma). Todo en estas costas nace desprovisto del más mínimo sentido de trascendencia, nada de veras germina ni fructifica: la tradición argentina, como no sean estos mendrugos, no existe en lo absoluto. Por eso la devoción con que se aferran a la literatura: por eso su asombrosa necesidad de la palabra. Puesto que soy extranjero, preciso puntualizar. Es claro que la muerte de una figura del calibre de Piglia en México habría convocado una reunión de gabinete con mariachi incluido. En México, el pri-Gobierno ha envilecido tanto la vida pública que la muerte de las glorias nacionales deviene pasarela de un protocolo iletrado, pomposo y canalla que falta doblemente el respeto a la memoria del difunto, una por su existencia y otra por la desparpajada afirmación de su vileza. Acá, al menos, se encontraban presentes colegas que de veras estimaban al difunto: Leila Guerriero, Germán Maggiori, María Moreno, Marcelo Cohen, Eduardo Stupía, Jorge Consiglio. Comparando las formas de la muerte, recordé las palabras de Piglia en una entrevista en Princeton a diez días de la muerte de Octavio Paz que me impactaron: “[La suya] podría entenderse como la muerte del último que intentó conservar una función que la sociedad había perdido y la conservó a cambio de perderlo todo, a cambio de excluir la literatura para conservar la figura pública del escritor como ideólogo; Paz era en ese sentido una figura anacrónica, obviamente, una especie de Lugones fuera de estación; todos hacían de cuenta que lo oían porque era un poeta, pero en realidad es obvio que Paz no fue otra cosa que un periodista, sobre todo eso, un gran periodista, un excelente divulgador de teorías y de hipótesis que entendía mal y transmitía bien. Y fue el primer intelectual de nuevo tipo, digamos, el primero que se dedicó sistemáticamente no a crear focos de discusión alternativos y contrapúblicos, sino a reproducir, a legitimar y a ‘modernizar’ los temas y las cuestiones que quería imponer el Estado y que preocupaban a la cultura dominante”. Ignoro cómo podría entenderse la muerte de Piglia.

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Cuál es el agente secreto de una serie José Homero 22 | casa del tiempo

Presentación de la novela El camino de Ida de Ricardo Piglia. Fotografía: Casa de América, bajo una licencia Creative Commons 2.0: bit.ly/2kOgryy


De las series

Serie, en matemáticas, es la suma de una sucesión de términos. Su finitud o infinitud depende de las características de los términos de la concatenación. Un rasgo de las series infinitas es requerir de un análisis que permita descubrir ese comportamiento impredecible e indeterminado. Si extrapolamos el concepto a la vida cotidiana, como ocurre en las altas matemáticas, establecer patrones en los acontecimientos o considerar a los sujetos, los objetos, los eventos y sus relaciones como elementos n de una serie, requeriría en primer término ubicar esas unidades que sustentarían la serie. Sólo mediante la regularidad se advierte una secuencia en vez de un despliegue de acontecimientos. El establecimiento de una serie tiene mucho de pesquisa, de acción detectivesca. El camino de Ida (Anagrama, 2013), la última novela de Ricardo Piglia, se presenta como un proceso, el planteamiento para resolver un problema a través de ubicar el rasgo que vincule una serie de hechos, inicialmente aislados, alrededor de la muerte de Ida Brown, académica con quien Emilio Renzi, personaje central en el universo de Piglia, conoce durante su estancia en una universidad del este norteamericano. De los límites y los marcos Toda existencia, la existencia toda, puede proponerse parte de una serie. La complejidad o dificultad estriba en definir o localizar los elementos sumatorios. No sólo cuál es la serie sino por qué existe, cuál es el criterio para considerar a un evento término y no casualidad. Decidido a esclarecer si la muerte de Ida fue accidental, suicidio o consecuencia de un atentado, Renzi emprende una pequeña investigación filosófica. Descubre que el suceso en apariencia insólito comparte similitudes con otros accidentes fatales en los cuales perecieron figuras de la academia y la ciencia norteamericanas. Si en su primera mitad la novela describe el mundo académico, a sus entretelas y pasiones, a partir del asesinato toma la senda policial al tiempo que analiza la sociedad contemporánea, el camino de la pasión en sus dos vertientes: la erótica

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y la política. Con ello, lo que parecía la crónica dimanada de una experiencia real del escritor Piglia transformada por su doble literario se convierte en una propuesta de la lectura como una forma de escribir la vida, hipótesis que rige ya El último lector, donde el Che Guevara se modela como el último romántico quien busca transformar el mundo como una práctica subversiva de lectura. Si en principio podríamos asumir que todo suceso es evento y por tanto irreductible a la repetición, poco a poco comprendemos la mistificación intrínseca. Lo que denominamos suceso único es sólo confesión de impericia: aún no hemos detectado el algoritmo que lo convierta en elemento n de una serie. Con un tiempo y un espacio ilimitados seríamos capaces de resolver enigmas. O problemas. En Prisión perpetua el narrador reflexiona sobre Pierre Fermat, autor no de El Quijote, sino de una oscura anotación en el margen de un libro del matemático griego Diophante (una mañana de 1738), donde conjetura un teorema perfecto cuya resolución no anota consignando, en cambio: “He encontrado una demostración realmente maravillosa, pero este margen es demasiado pequeño para escribirlo”. Esa ausencia, esa operación soslayada, desveló e intrigó a matemáticos, lógicos y físicos. Tras tentativas centenarias por resolver el enigma, Gabor planteó que el problema era la respuesta. Fermat, anticipándose a Godel, habría encontrado y anotado una teoría del margen, del marco cerrado y de la imposibilidad de encontrar una respuesta dentro de un conjunto. Dicho de otra manera, nuestra dificultad para percibir patrones o leer adecuadamente es por falta de información y de extensión. Sólo rebasando el marco, disolviendo niveles o jerarquías —como en ciertos cuadros de Magritte, digamos— es posible resolver teoremas. En la novela la dificultad de resolver una paradoja se plantea con la proposición “En este momento no hay un gato en la habitación”. Munk se rehúsa a aceptar dicha descripción. Confrontado por el viejo catedrático de la filosofía, quien burlonamente busca el gato por

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todo el aula, incluidos los rincones y debajo de cada uno de los pupitres, Munk responde “eso sólo demostraba que la presencia de un gato no era verificable por la experiencia en uno de los mundos posibles (pero no en todos).” Es decir, como en la resolución del teorema de Fermat, se requiere, para encontrar una respuesta satisfactoria a ciertas paradojas, de un marco, de un espacio mayor. En este caso, Munk apela a la teoría de los mundos posibles de Leibniz. Así, “la posibilidad de que exista un gato invisible en esta sala depende de la realidad que estamos presuponiendo”. Podríamos decir entonces que no sólo la serialidad, sino la cuestión sobre los marcos y referencias son el centro de la consideración matemática que rige esta novela y otras de Piglia —Blanco nocturno, para el caso—. La vida como segmento, la serie como vida Los crímenes, los atentados, que propician o conducen a la muerte de Ida conforman una serie. Por tanto, el responsable es un asesino serial. Tras el método se encuentra un destacado matemático cuyos estudios exploran las peculiaridades de las series y cómo éstas pueden servir para dirimir dilemas y confusiones de la vida cotidiana. La serie como una manera de abolir el azar o nueva manifestación de la aporía, pues, ¿no acaso en cuanto establezcamos que cierto acontecimiento es parte de una serie habrá que delimitar cómo fue posible establecer ese concepto y cuál es el algoritmo, el patrón que lo sostiene? Más aún si toda serie regida por la indeterminación es infinita, ¿cómo será posible detectar ese patrón? La serie es el hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto que representan las posibilidades. El camino de Ida es de este modo, con sus diversas direcciones y líneas de puntos suspensivos, en verdad un laberinto —no es casual tampoco la mención a Borges y a los laberintos al comienzo de la trama—. O más que un laberinto, un camino sin direcciones, siguiendo ya también el path, el sendero que se bifurca continuamente sobre sí mismo, anillo de Moebius en el cual la continuidad se da únicamente entre caras exteriores.


El narrador, Renzi, a quien ya en anteriores ocasiones notamos interesado en las matemáticas —Prisión perpetua, Blanco nocturno— es tan consciente de ese efecto, de esta investigación decisiva como base y principio de su novela, que desde el incipit establece la serialidad como conducto: toda vida puede ser considerada no como una unidad sino como una sucesión serial. De modo que en toda existencia hay una baraja de posibilidades. Algunos le llaman continuum, el narrador prefiere la serie. En aquel tiempo vivía varias vidas, me movía en secuencias autónomas: la serie de los amigos, del amor, del alcohol, de la política, de los perros, de los bares, de las caminatas nocturnas.

Más adelante, cuando se encuentre con Ida, la describirá de forma semejante: Nos encontrábamos en los corredores y hablábamos de cualquier cosa, sin cambiar miradas ni señas cómplices. Ella también parecía vivir en series aisladas, con amigos, colegas, amantes, alumnos, conocidos de la profesión, y cada uno de esos espacios no estaba contaminado por los demás.

Esta visión dimanada del cálculo diferencial en la mejor tradición de empirismo trascendental del Gilles Deleuze de Diferencia y repetición y Lógica del sentido, la comparte Thomas Monk, el matemático terrorista, quien considera a los conceptos como “objetos reales” y no como manifestaciones del pensamiento.1 Del lector terrorista Compleja en su estructura, en sus ambiciones, El camino de Ida se construye como el gran acto de la lectura como creación. Ciertas novelas de David Lodge se plantean como una especie de homenaje y a la vez como relato alegórico de la investigación que emprende el personaje, a menudo de profesión académica. Esta novela de Piglia es un homenaje, una crítica y una deconstrucción de la gran novela de Joseph Conrad, El agente secreto, pieza clave para comprender la complejidad del mundo moderno, que gracias a la lectura mediante la noción de serie y las reflexiones sobre la ética del terror como manera de destruir al capitalismo, deviene también una obra fundamental para entender el mundo contemporáneo de la alienación y el terror. De una manera muy distinta, pero semejante, Monk termina convertido en Pierre Menard, autor no de El Quijote, sino de El agente secreto y sus actos la escritura mediante la cual se manifiesta una genialidad difícil de decidir si correcta o perversa. 1 Aquí cabría preguntarse: ¿a qué tradición pertenece Munk dentro de la filosofía? Le encantan las paradojas pero no es un estoico, ¿es acaso un nominalista?, ¿un neokantiano?

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Los nudos paranoicos

La ciudad ausente, de Ricardo Piglia Adán Medellín

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Fotografía: Casa de América, bajo una licencia Creative Commons 2.0: bit.ly/2kuDlz8


Ficción de la asechanza y el delirio. Narrativa de los vulnerables bajo la droga médica, bajo la cocaína, pero sobre todo bajo el influjo del relato interior. La ciudad ausente —imagen de la represión de la Argentina de los 80, novela política en clave, una ficción paranoica— es la tribu urbana de los locos, los desplazados, los hombres y mujeres perseguidos por un estado telépata que lee e interpreta cada uno de sus movimientos. Aquí los locos, conspiradores y adictos, fieles a las obsesiones macedonianas de Ricardo Piglia, se organizan en torno a una máquina de la ficción: una mujer llena de tubos que puede llamarse y ser Elena (la mujer muerta del escritor Macedonio Fernández) y que tiene el propósito de construir réplicas de las historias vitales a partir de sus núcleos narrativos comunes. Así, La ciudad ausente juguetea con los recursos conspirativos y apocalípticos de la sci-fi, pero es ante todo el montaje de una teoría narrativa puesta en marcha dentro de un relato, un ensamblado en variantes fragmentarias que reproducen y confirman el corazón teórico de su anécdota, metaliteratura con el sello pigliano. Las partes más brillantes de La ciudad ausente radican en el entramado de pequeñas historias que se narran en la segunda parte de la novela, llamada “El museo”, donde resalta el relato “Los nudos blancos”. Ahí se dan cita los personajes locos y periféricos extraídos de los núcleos narrativos de la Máquina de la ficción, que corresponden con el sistema de referencias que articula la teoría narrativa de Piglia: Chéjov, Arlt, Macedonio. También es en el Museo (de la novela, otra referencia a Fernández) donde el protagonista, Junior —un “periodista” obsesionado por desentrañar la circulación de las historias literarias de la máquina de narrar que incorporan materiales de la realidad en su Buenos Aires delirante— puede encontrarse con los objetos amados de varios personajes literarios e históricos, desde Erdosain hasta el gaucho Juan Moreira. Todos ellos, no falsos sueños, sino historias verdaderas. Ahí vuela el relato de la nena del aire, una niña que ha perdido el habla y sólo recupera las palabras con la invención de un lenguaje propio, gracias a la repetición de una historia que su padre le narra usando como modelo las variantes cronológicas de un cuento, como si se tratara de un tema musical. Música como una estructura lógico-temporal donde calcar (replicar) el relato en un sistema sintáctico de emociones que permita reproducir la melodía de una historia para trazar (recuperar, inventar) un lenguaje para dos, repitiéndolo en su esencialidad rítmica, prácticamente biológica, para luego adquirir un sentido compartido.

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El narrador se encontrará entonces con la teoría de “los nudos blancos”, un entramado común de núcleos primitivos que se convertiría con el paso del tiempo en un código que engendraría las distintas lenguas en el mundo. Desde estos nudos se define la gramática de la experiencia; el mapa de la existencia de un lenguaje original, común a todos los seres vivos, que estuvo escrito en los huesos de los hombres, en el caparazón de las tortugas, en el corazón de la materia viviente. En ese mundo olvidado del lenguaje común persiste la memoria de la vida y los sentidos colectivos perdidos. La posterior pluralidad de códigos ocasiona la incomprensión entre los habitantes del mundo y trastorna la realidad del viviente hasta hacerla incomprensible. Desde esta multitud de voces y lenguas como un canto esquizofrénico que circula en grabaciones clandestinas por Buenos Aires, el centro de La ciudad ausente es la historia de una pérdida. La de la cordura ante la amenaza de un Estado que persigue y controla las desviaciones de la norma (la historia) y castiga en la clandestinidad social y la clínica psiquiátrica las versiones alternas. La de la certidumbre ante un sistema de referencias cuyo sentido está oculto y que obliga a la investigación (policíaca) de los distintos formatos (bifurcaciones) del relato: escritos, grabados, narrados de viva voz, expresados en jergas o lenguas alteradas por la droga o la enfermedad mental, desviadas de la corrección normativa y, por eso mismo, lenguas vivas, chispeantes, enriquecidas. Sin embargo, La ciudad ausente es ante todo la pérdida narrativa en clave amorosa. La pérdida de Ella, La Eterna, que simboliza la protección y difusión del relato, la máquina-matriz de las historias. “Una historia tiene un corazón simple, igual que una mujer”, decía Macedonio (Mac), quien pierde a Elena y pretende salvarla de la muerte transformándola en una máquina. Junior ha perdido a su hija pequeña, porque la madre se la ha llevado lejos. El propio narrador rememora el primer amor perdido de una niña pelirroja. Las mujeres, en esta ficción y en muchas otras de Piglia, se corresponden con la teoría macedoniana: son “el río del relato, la voz interminable que mantiene vivo el recuerdo”. De ahí la centralidad de la máquina de narrar, la necesidad de hallar y convertirse en inventor que desmonta la cadena del relato para volver a la memoria original, a lo que estuvo vivo en la experiencia, al nudo blanco marcado en los cuerpos que conectaba con la comprensión del sentido primordial. Narrar es “darle vida a una estatua, hacer vivir a quien tiene miedo de vivir”, y el acto narrativo reproduce (replica) la facultad de dar vida a lo inanimado. La ciudad ausente es la búsqueda, la investigación del lenguaje original en medio de una urbe enloquecida, una historia de las “ramificaciones paranoicas en la vida de una ciudad” que desentraña la voz más significativa entre su caterva de creadores mecánicos, conspiradores marginales, narradores delirantes y enloquecidos genios de provincia. Y es que acaso la verdad es otra forma más de la ficción, pero la verdad elegida es un invento personal que conduce a la salvación.

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Entradas sobre Piglia Lobsang Castañeda

profanos y grafiteros | Ricardo Piglia durante una cátedra en el COLMEX en 2006. Fotografía: Alejandro Arteaga

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7 de enero de 2017 Ayer, en la ciudad de Buenos Aires, falleció a los 75 años el escritor Ricardo Piglia. Desde el 2013 sufría de Esclerosis Lateral Amiotrófica, una enfermedad degenerativa que paraliza los músculos. No obstante, sus capacidades intelectuales se mantuvieron intactas, lo que le permitió trabajar hasta el final en la obra de su vida: la relectura y transcripción de su monumental diario, tarea que por diversas razones —teóricas, prácticas y afectivas— postergó una y otra vez. A partir de ese material, el cineasta Andrés di Tella realizó el documental 327 cuadernos, cuyo estreno coincidió con la aparición, en 2015, del primero de tres volúmenes de Los diarios de Emilio Renzi, alter ego que Piglia construyó con su segundo nombre y su segundo apellido, y que aparece en muchas de sus obras narrativas. La filmación duró tres años, tiempo suficiente para que su padecimiento se hiciera evidente. En la parte final de la grabación, Piglia, ya con dificultades para hablar, le pide al director que le empuje la silla hacia delante para ver mejor las películas caseras que acompañarán sus textos. Segundos después, ya más cómodo, pregunta si la cámara lo está tomando y, al recibir una respuesta afirmativa, pregunta, con evidente preocupación, si se le ven las manos. Al contestarle di Tella que no —lo cual es falso, pues se le ve la derecha un tanto rígida, entumecida—, se queda tranquilo. 10 de enero Hace muchos años una amiga me habló, por primera vez, de Ricardo Piglia. Admiraba, me dijo, la lucidez de su estilo y su originalidad para construir ficciones. Recuerdo que de inmediato conseguí, en una librería de la Zona Rosa, una antología de relatos publicada por la unam, Cuentos con dos rostros, y su primera novela, Respiración artificial. Su prosa me pareció, desde el principio, novedosa, difícil y estimulante. Se trataba, en efecto, de un escritor lúcido, altamente especulativo, pero cercano al habla coloquial; alguien preocupado no sólo por la trama, sino por las características formales del relato, por la irrupción heteróclita del sentido y por el lugar, siempre cambiante, del narrador. Parecía, pues, un filósofo mundano, terrenal, citadino, si es que tal cosa existe. En sus páginas convivían por igual la física y la metafísica, la pulcritud y la mugre. Sobre este último aspecto, el propio Piglia escribe en una de las entradas de su diario: “La peste y El oficio de vivir fueron los

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primeros libros propios, digamos así, y mi último libro lo conseguí ayer a la tarde, fue The Black Eyed Blonde (A Philip Marlow novel) de Benjamin Black, me lo regaló Giorgio, un amigo. Tenés que escribir algo, me dice, dijo Renzi, es Chandler pero le falta… ¿Qué le falta?, preguntó mi amigo. El touch, pensé, le falta ‘la mugre’, como dicen los tangueros cuando un tango está sólo ‘bien’ tocado…” Coincido: después de leer El otro nombre de Laura, también de Benjamin Black (seudónimo de John Banville), confirmo que el joven Renzi tenía razón: a esas novelas les falta “mugre”. 11 de enero “Por supuesto, no hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte automáticamente en un clown”, escribe Piglia, quien comenzó a redactar su diario a los dieciséis años, en vísperas de una mudanza a Mar del Plata. No obstante, en diversas ocasiones declaró que, de no haberlo iniciado, jamás habría escrito otra cosa. Así, pues, una de las directrices de su obra sería que la escritura, siempre ridícula, de un diario da pie a la escritura de otra clase de textos (narrativos o ensayísticos) que, quizá, no sean ridículos o no lo sean tanto. Esto queda ejemplificado en la entrada del 30 de junio de 1960 en donde, con lujo de detalles, Renzi describe la angustia que sintió al darle por equivocación a una chica que le gustaba uno de los cuadernos de su diario en lugar del que contenía sus relatos: “El lío vino cuando, al buscar los cuentos que había escrito, di vuelta todos los cuadernos. Supongo que sin darme cuenta puse uno que no era y ayer, apurado, lo llevé conmigo. Lo más chistoso es que estoy atrapado. No puedo decirle ‘dame mi diario, que te lo di por error’. Lo mejor sería decirle que el diario es una novela y hacerme el indiferente respecto a su opinión […] Para colmo, no tengo idea de qué clase de chica es, enigmática y bellísima […] Miedo al ridículo […] La pienso ahora matándose de risa de mí”. Otra muestra

inmejorable de la lucidez de Piglia es el haberse dado cuenta, a tan temprana edad, de que nadie puede escribir de sí mismo sin trazar una caricatura y de que todo diarista es, en esencia, un payaso. Amén. Lunes 16 El mismo año que le diagnosticaron a Piglia la esclerosis lateral apareció su última novela, El camino de Ida, también protagonizada por Emilio Renzi. En aquel momento, por cuestiones de trabajo, redacté una breve nota sobre el libro. Transcribo algunas líneas: “Envejecido e invisible para las mujeres, Renzi decide olvidarse por unos meses del extraño padecimiento que lo aqueja, producido por el cansancio y el exceso de alcohol, llamado “cristalización arborescente”, y acepta la invitación para impartir en la Taylor University de New Jersey un seminario sobre los años argentinos del escritor inglés W. H. Hudson. Extraviado y disperso, despechado y decepcionado de la vida, poco a poco el profesor argentino se inmiscuirá, al mismo tiempo, en las sórdidas dinámicas del mundo académico norteamericano y en los recuerdos de un amor que parece resurgir de las cenizas gracias a Ida Brown, una mujer dedicada cien por ciento a su profesión […] Pero el reencuentro entre Ida y Renzi es apenas el inicio de una trama compleja, siempre dispuesta al giro inesperado que, más que sacar de balance al lector, lo mantiene en vilo. Con un oficio narrativo envidiable, Piglia convierte un fragmento más bien frívolo de la vida de Renzi en una intrigante trama policíaca”. Por supuesto, la novela es mucho más compleja que esta somera descripción. A partir de la segunda mitad se suscita uno de esos giros inesperados que sustituyen la voz de Renzi por la del matemático Thomas Munk, quien, abrazando un estilo de vida acorde con los lineamientos de la naturaleza, decide atentar contra “la intelligentzia tecnológica del capitalismo criminal”, ganándose así el sombrío apodo de Recycler.

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Domingo 22 de enero Piglia y Faulkner. Piglia y Borges. Piglia y Arlt. Piglia y Onetti. La lista, por supuesto, podría ser mucho más larga. Piglia fue, ante todo, un lector perspicaz. Así lo revelan sus cursos sobre la novela argentina, sus charlas sobre Sarmiento o Borges, o su novela La ciudad ausente que puede considerarse una lectura subterránea de la ciudad de Buenos Aires, a partir del Museo de la Novela de la Eterna y de la máquina transformadora de historias de Macedonio Fernández. De hecho, esa novela de Piglia no es más que la proyección literaria del mundo clandestino creado por la máquina de Macedonio, es decir, la “puesta en texto” de una lectura no lineal, sino dispersa, fragmentaria, múltiple y referencial. En una de las conversaciones incluidas en La forma inicial, Piglia dice: “Podríamos recordar la noción del ‘lector salteado’ de Macedonio. Un lector que se hace cargo de la interrupción y lo incorpora a la lectura. Entra y sale, se dispersa, se concentra, se va. Y desde luego la prosa de Joyce o la de Macedonio están ligadas a ese tipo de lectura que no es lineal, o en todo caso infiere la posibilidad de una lectura discontinua.” Enero 23 Alejandro Arteaga me invita a escribir un artículo sobre Ricardo Piglia para Casa del tiempo. Tengo que entregar el texto a más tardar la segunda semana de febrero. Acepto. Desde que murió, he estado leyendo, releyendo y viendo sus clases, entrevistas y conferencias por Internet. Además, he escrito algunas notas en mi diario que podrían serme de utilidad. Sin duda me será fácil cumplir con este compromiso. Febrero 4 Llevo casi dos semanas pensando qué pondré en mi artículo sobre Piglia, qué aspectos de su obra debería resaltar y cuáles dejar de lado. Sin embargo, no logro arrancar. Me siento perdido en un mar de palabras, de páginas, de lecturas. La obra de Piglia es vasta —no en extensión, sino en ideas— e irresumible (¿existirá esa palabra?). No es un escritor que, de buenas a primeras, se pueda explicar. Mucho menos en 7000 caracteres (con espacios). Estoy pensando en rendirme. En decirle a Arteaga que no le enviaré el texto. O tal vez, para salir del paso, extraiga de mi diario las entradas sobre Piglia y se las mande tal y como están. Así de simple. Fin del problema. El diarista como clown.

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Seis ensayos mínimos en torno a Ricardo Piglia Ramón Castillo profanos y grafiteros |

Ricardo Piglia durante una cátedra en el COLMEX en noviembre de 2013. Fotografía: Ivonne Sánchez Becerril

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Erótica literaria Leer es, nos dice a cada momento y de muchas maneras Ricardo Piglia, en esencia un acto amoroso. Por supuesto, no en un sentido cursi y edulcorado; sino a la manera de un ejercicio de creatividad dinámica, de exceso de vida. Hay una transmisión, podríamos decir, de impulsos eléctricos, súbitos relámpagos que iluminan la mente y agilizan el pulso cuando ocurre ese encuentro entre un libro y su lector. Se establece un pasaje, cuerpo y palabra se aproximan sigilosos, abiertos, expectantes. Al comienzo del primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, correspondiente a sus años de formación, hay un apunte al respecto. Escribe: “El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer”. Y recuerda que para él, la literatura, este ejercicio que ha marcado por completo su experiencia, tiene una raigambre femenina, es decir, desde un principio, la palabra está asociada con el amor, ya sea el de su madre, la primera muchacha de la que se enamoró en la juventud o la exótica visitante que le regaló un libro en su niñez. Uno se enamora no sólo del contenido de un volumen, sino de lo que éste nos dejó inscrito y dice más que el propio texto. De esta forma, amar, escribir y leer son verbos que sin confundirse se entremezclan a lo largo de toda una existencia, alterando a cada instante el flujo uniforme de lo mismo. Un recuerdo es la imborrable crónica de una colisión afortunada. Todos recordamos el enamoramiento inaugural, la sonrisa cómplice en la cama, la frase que nos regaló la alegría de un asidero, la impaciencia ante un final. Los libros, igual que los romances, también nos dejan cicatrices. Poiesis interruptus Gilles Deleuze aseguraba que un verdadero filósofo debe acuñar sus propios conceptos. Habrá que sospechar de un pensador incapaz de crear una sintaxis personal o articular un vocabulario que lo singularice. Lo mismo, por supuesto, aplica para los escritores. En el caso de Ricardo Piglia, una de las ideas más sugerentes, por

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su amplitud de registros, es el concepto de “interrupción”. Es claro que esta idea no posee un carácter de una sola vía, por el contrario, su potencia se halla en el hecho de que es una figura que abre senderos en latitudes dispares. Delinea una topografía interrumpida por ires y venires, amputada, abismal a ratos. Interrumpir es la tregua forzada ante lo cotidiano. La interrupción es abrir una herida en el centro mismo del sentido, de lo que entendemos o hacemos con y en ese espacio. Leer es un claro ejemplo. Mediante la inmersión en un texto se paraliza el exterior, el lector escapa de su afuera. Huir es un acto vital y la lectura es una salida de emergencia. “La distancia, el aislamiento, el corte, aparecen metaforizados en el que se abstrae para leer”, señala el autor argentino. De manera opuesta, la interrupción, en tanto hendidura, también detiene o frena. Funge como un acto disuasivo en la peor de sus acepciones. La superficialidad es una vía que evita el pensamiento de mayor calado. El ruido, los murmullos, la palabrería mundana son impedimentos, demoras o estorbos. Su naturaleza es ser obstáculos mortales, cortes que nulifican. A fin de resguardarse de tales estancamientos, es necesario tomar la palabra y saltar las incisiones, dar un largo rodeo y burlarse de la homogeneidad que imponen los medios, acallar la saturación de lo mismo. Es preciso fugarse del agobio permanente de estar disponible en todo momento. Habrá que construir una poética que haga de la interrupción su más acabada forma. Cuerpo y virtualidad A ratos los diálogos parecen seguir el esquema clásico entre apocalípticos e integrados. De inmediato se

evidencia a qué bando pertenece él. A través de las entrevistas y artículos suele deslizar observaciones que, en lugar de consignar un temor o un soterrado escándalo, más bien ilustran una curiosidad inmensa, una sonriente perplejidad. A lo largo de La forma inicial lo vemos —porque la lectura es también una manera de mirar—, lo vemos expresarse entusiasmado por los hackers y su oposición al sistema económico y político. La web también es un escenario de incipientes resistencias. Vivimos en un tiempo de detectives y criminales cibernéticos. Dupin se ha mudado de París a Silicon Valley. Confiesa llevar un blog secreto. Le interesa ver los efectos que produce, las relaciones que se establecen a partir de estos ejercicios de publicación inmediata. En una charla, alguien sugiere que tal vez se pueda aprender algo de la pantalla, refiriéndose a las computadoras, a lo que él responde sin reserva: “Se aprende muchísimo. Y quizá esto de la presencia del cuerpo es arcaico”. Escribir es una forma de desaparecer, lo sabe. También debe tener bien presente, porque le gustan las cartas, que como decía Descartes, los libros son conversaciones que no obedecen a las restricciones de tiempo o espacio de los interlocutores. Cada extremo de la conversación vive en un clima múltiple, fragmentado, interrumpido. Le interesan las redes porque la literatura está inmersa en ellas, porque la literatura es una amplísima red que nos narra. El peso específico del cuerpo y sus barreras, los gestos codificados en nuevas conexiones, la posibilidad de trasladarse a una velocidad otra, todos son problemas ya prefigurados por la lectura. El primer texto que se compró en Amazon, recuerda emocionado, fue el Finnegans Wake. Literatura para insomnes y políglotas. Joyce

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aseguró que escribía a lectores que aún no habían nacido. La escritura es una huella aún más transgresora que los pixeles, es auténtica virtualidad pues nos demuestra que, en verdad, el cuerpo es algo arcaico. El siglo xxi es la era del Finnegans, simultaneidad absoluta, desvelo. Paréntesis Interrumpir la interrupción. La escritura posee una intensidad valiosa en tanto ella corta de tajo la secuencia ordinaria de la existencia. Quien toma papel y pluma o se sienta ante un teclado selecciona y altera, traiciona con absoluta impunidad con el fin de ofrecer algo distinto a lo que soporta diariamente. Imagina paisajes nunca vistos, viaja alrededor de su habitación. Se excluye a sí mismo del movimiento y la utilidad, el trabajo y la familia. Es una máquina soltera, para recordar a esa amplia estirpe que se remonta a Kafka. Al colocar (o introducirse a uno mismo entre) paréntesis se crea una interrupción dentro del ruido sordo e idiota de la vida. Y se sabe que este signo ortográfico permite a un tiempo marcar un significado oculto, velado, secreto y, también (especialmente en las matemáticas), encapsular una operación concreta —una adición o sustracción—, un mecanismo encarnado en un contexto más amplio que, de manera forzosa, será afectado por esa crisálida anidada en su interior. En El último lector, Piglia analiza con lucidez y detenimiento dicho aspecto en la obra kafkiana. Sobre el autor de El proceso, dice: “La suspensión, el desvío, la postergación: esto es clásico en él, lo narra siempre, pero define también el registro de su escritura. Su estilo es un arte de la interrupción, el arte de narrar la

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interferencia”. Franz huye de las amenazas externas mediante la entrega obcecada a la palabra. Siempre comienza un nuevo relato, una carta a Felice, un apunte, cualquier cosa que destrone el afuera. La lucha se fragua al evitar que la realidad se inmiscuya (estorbando su vocación) y afianzarse en su destino (al eclipsar al mundo mediante una frenética escritura). Otro caso ejemplar. Cuando el Bartleby de Hermann Melville exclama “I would prefer not to” colisiona la maquinaria desde adentro, la línea de producción entra en shock, nadie entiende lo que aquel hombre lleva a cabo. Al renunciar a cualquier acto, el escribiente anula su entorno (“el rechazo tranquilo, la pasividad ligada a una firmeza y a una negación cerrada”) crea una individualidad incómoda mediante una operación de quietud y mutismo. Aquel hombrecillo se ríe del poder, es un ser extraño e indescifrable, profundamente humano y, por lo mismo, monstruoso a los ojos de los demás. Su carcajada retumba por los pasillos del absurdo. Tiempo personal Refiriéndose a Saul Bellow, el autor de Plata quemada suelta la siguiente frase: “El arte es una pausa, es un momento de pausa, y por eso se parece a la oración”. Sin caer en sacralizaciones, lo que insinúa es que, como todo recogimiento, la lectura atenta, paciente, que sustrae minutos que no nos pertenecen es una afrenta. Así recobramos, a la manera proustiana, un tiempo perdido. Esto lo llama “temporalidad personal”, un camino para escapar del ritmo diario, común, oficinesco. Buscar una respiración que no sea fiel al tráfago externo. El propósito es sentir de una manera distinta,


(independiente, solitaria y ajena tal vez sean palabras más adecuadas), sin duda, debe ser una vivencia que altere la relación con el mundo. Hacer de la lectura una apuesta por la renuncia como oficio vital. El arte de la existencia es sustraerse, interrumpirse, detenerse en un punto fuera de foco. Como el personaje de Woody Allen en Deconstructing Harry —aunque en la película el resultado es causa de angustia—, valdría la pena pensar dicha disolución como una valiosa oportunidad de vivir descentrado, indefinido. Leámonos en calma, dueños de una temporalidad íntima, ajenos al exabrupto de estar condensados y recluidos en un sentido unívoco. El horizonte y la pesquisa Nómada o lector de signos. El errabundo y el descifrador de enigmas también son figuras de la interrupción. El primero huye del ámbito doméstico, evita contemplar el mismo paisaje siempre, mientras peregrina carga una melancolía inagotable; el segundo, interpreta lo que nadie más puede, huye de las explicaciones comunes y descubre que el mayor misterio es él mismo. Uno, señala Piglia, encuentra su arquetipo en Odiseo, el viajero; otro, en Edipo, el detective. Aquél devendrá aventurero absoluto, hombre de acción y movimiento; éste será frío y cerebral, analítico y estático. Ambos, sin embargo, son narradores, es decir, elementos de una historia de la subjetividad. Son representaciones de cómo el sujeto se piensa y explica a sí mismo. Estos personajes saben algo que el resto desconoce, han visto panoramas vedados a la mayoría y resultan fascinantes porque tienen algo que contar. Viajeros en direcciones contrarias: adentro y afuera; investigadores en sentidos complementarios: lector de huellas y signos o intérprete del mundo y sus muchas pruebas. Lo que en verdad importa al final es que ambos ejemplifican la necesidad del relato, la apertura a nuevas e infatigables historias, formas de “transmitir una verdad que es siempre enigmática, que siempre tiene la forma de epifanía, de la iluminación”.

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La Ciudad de México a escala

Jorge Vázquez Ángeles

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Fotografías: cortesía de Futura CDMX


“Regeneración urbana y arquitectónica de la Alameda de Tacubaya” se llamaba mi malograda tesis de licenciatura. En eso pienso mientras camino por la Plaza de las Vizcaínas. Una pareja de policías conversa a pocos metros del Eje Central, lo que me hace creer que no corro ningún riesgo. La zona ha cambiado bastante: las jardineras a ambos lados de la plaza están libres de basura, hay juegos infantiles y aparatos para hacer ejercicio en los que un par de jóvenes correosos, aspirantes a boxeadores peso pluma, tonifican sus músculos. Un barrendero recoge las hojas de los árboles, un hombre de traje gris come su almuerzo y algunos enamorados se protegen del sol de invierno bajo la sombra de un pirul. Entonces aparece el edificio donde alguna vez estuvo el Teatro de las Vizcaínas, hoy sede de Futura cdmx, centro interactivo donde pueden consultarse diversos acervos con información sobre la ciudad, desde mapas antiguos, estadísticas delegacionales y la Gran maqueta de la Ciudad de México. Por eso recuerdo cuando a pocos días de terminar el proyecto que me convertiría en arquitecto, la Universidad Iberoamericana reformó el sistema de titulación, dejándome con una maqueta de contexto que reproducía una superficie de 137 000 metros cuadrados de una buena parte de Tacubaya. El área de estudio era un cuadrado delimitado por la calle de Martí al norte, Viaducto Miguel Alemán al sur, Carlos B. Zetina al este y el eje Tránsito-Parque Lira-Avenida Jalisco al poniente. La maqueta contenía once manzanas, cerca de cien lotes, la iglesia de la Candelaria, la escuela Justo Sierra, el Hotel Ambos Mundos, la Central telefónica de Telmex y la plaza de acceso a la estación Tacubaya de la línea 9 del Metro. Para darle más realismo, cada edificio estaba pintado con acuarela según su color original, y cada fachada tenía dibujadas puertas, ventanas y demás detalles relevantes. La maqueta, naturalmente, tenía calles, separación de carriles, banquetas, pasos de cebra, peatones y coches. No recuerdo la escala, pero debió de ser 1:250 o 1:500. Tardé tres meses en terminarla.

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El nombre de Gran maqueta de la Ciudad de México no es una exageración ni un gancho mercadológico para que la gente venga a maravillarse con este modelo a escala acorde con las dimensiones de una megalópolis en la que el tamaño sí importa. La superficie total de la ciudad, 1 485 kilómetros cuadrados, se ha compactado en un modelo de dimensiones colosales: 13 por 18 metros, 234 metros cuadrados de madera, pintura y miles horas-hombre para completarla. “Se hicieron varias pruebas para determinar la escala final de la maqueta y que se ajustara al tamaño del espacio donde íbamos a colocarla y, sobre todo, al presupuesto”, me dice el

arquitecto Alejandro Martínez Martínez, director de Futura cdmx. “Si hubiera sido de una escala menor a 1:2500, a la hora de modelar los edificios se hubiera perdido precisión, lo mismo que la estructura urbana de la ciudad; si crecíamos la escala, cualquier espacio habría sido insuficiente para colocarla”. Durante estas discusiones también se pensó en alterar el tamaño de algunos edificios icónicos para darles mayor relevancia en la maqueta. “Se decidió no hacerlo para no falsear la escala de la ciudad, ni alterar la percepción real del visitante”. La escala 1:2500 quiere decir que cada centímetro de la maqueta representa

veinticinco metros reales. Por ejemplo, los 235 metros de la Torre Mayor corresponden a 9.4 centímetros. Al entrar en la sala de la Gran maqueta recordé a Jim Nashe, protagonista de La música del azar, novela de Paul Auster, cuando una maqueta “con sus locos capiteles y edificios realistas” lo deja mudo y maravillado: “La única otra cosa que había en el cuarto era una enorme plataforma que se alzaba en el centro del suelo, cubierta con lo que parecía una maqueta a escala, en miniatura, de una ciudad. Era algo maravilloso de ver…”. Lo mismo pasa aquí: todo comentario se convierte en expresión de asombro al contemplar, de golpe, la inmensidad de este territorio llamado Ciudad de México. Pienso en el rostro de Bernal Díaz del Castillo cuando vio por primera vez México-Tenochtitlán. Para apreciar la ciudad a escala hay dos gradas, cada una en las cabeceras de la maqueta, con capacidad para doscientas cuarenta personas, y un balcón para observarla desde lo alto. Cada hora se proyecta una presentación sobre el modelo, en la que se repasa la evolución de la ciudad desde la época prehispánica, pasando por la desecación de los lagos, el crecimiento durante los siglos xvixix, y el terremoto de 1985, entre otros acontecimientos históricos. Gracias a la tecnología será posible producir diferentes “películas” sobre la maqueta. Los visitantes, me comenta Alejandro Martínez, suelen buscar su casa. “Quien viene y busca su casa la puede encontrar porque la maqueta es muy fiel”. Durante nueve meses un equipo de poco más de sesenta personas trabajó en la maqueta, al mismo tiempo que el viejo teatro, cerrado desde hacía más de diez años, se readaptaba para Futura cdmx. “Eran arquitectos, urbanistas y estudiantes de la unam y la uam, organizados en equipos de trabajo porque la maqueta está conformada por trescientos veinticinco módulos de un metro por cincuenta centímetros”.

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El plano catastral de la ciudad fue la base para hacer la maqueta. “Los planos catastrales…”, explica Alejandro Martínez, “…permiten saber la definición de lotes, áreas libres, áreas desplantes y número de niveles. Como los levantamientos topográficos no se pueden direccionar hacia las impresoras 2d y 3d, hay que transcribir la información al lenguaje de las impresoras láser. También se usaron como referencias íconos de las zonas de la ciudad que por sus georeferencias no se alteran, como avenida Insurgentes, Reforma, Periférico, Tlalpan. Sobre la marcha realizamos recorridos en campo para verificar la información”. Cada sector de la ciudad se modelaba en computadora y luego se imprimían en 2d y 3d, usando madera mdf de tres milímetros. “Otra parte del equipo armaba manualmente las impresiones, sumando las capas para generar cada módulo. Cuando el edificio sede estuvo casi listo, al menos la sala donde está ahora a maqueta, se trajeron todas las partes para armarla aquí”. Le pregunto a Alejandro Martínez que si al momento de ensamblar la maqueta no tuvieron problemas o descubrieron defectos: “Las personas del equipo me preguntaban cuál era nuestro rango de error. Les dije que ninguno, no existía motivo para tener márgenes de error. Es como si se diseña un avión, una nave o una herramienta precisa, la tecnología lo permite. Con la maqueta confirmamos no sólo la efectividad de la tecnología sino la exactitud del equipo que trabajó con mucha capacidad creativa, organización y técnica”. A un costo de cuatro millones de pesos, la gran maqueta es la única en el mundo que se utiliza como herramienta de planeación urbana. Por medio de nueve proyectores pueden mostrarse, hasta este momento, doscientas cincuenta capas de información como infraestructura, agua, drenaje, energía eléctrica, movilidad, líneas de metro, hospitales, etc. Los objetivos de Futura cdmx van más allá de una gran maqueta, como lo explica su director: “No se pensó sólo en la maqueta sino en construir un centro donde

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la maqueta, el ingrediente principal, va acompañada del uso de tecnologías como video, audio y mapping, que permite proyectar información georeferenciada sobre la maqueta, lo que le da una utilidad exponencial gracias a la información urbana que poseemos. El potencial de toda esta información no tiene límites. Al sumarse estas capas se realizan diagnósticos para hacer proyectos y tomar decisiones; saber, por ejemplo, si en determinado lugar se dispone de agua y electricidad. Por eso queremos que este centro sea un espacio de planeación urbana, el sitio donde se discutan proyectos de reordenamiento urbano, ampliación de líneas de metrobús, etcétera”. Futura cdmx cuenta con una sala interactiva que la convierte en receptora de toda la información sobre la ciudad, proveniente de diversos acervos de instituciones e instancias, que se muestra en pantallas touchscreen, a disposición de todo el público. Si algo caracteriza a la Ciudad de México es su constante transformación. Donde hoy había una casa, mañana hay una torre de departamentos. La gran maqueta está lista para ir cambiando conforme lo haga el modelo original: “Junto a la Torre Mayor se está construyendo una nueva torre que ya tenemos modelada en 3d. En cuanto se inaugure, vamos a incorporar ese edificio a la maqueta, y así lo haremos con las nuevas edificaciones que ubiquemos en recorridos. Como interactuamos con Seduvi, que dictamina grandes edificaciones, obtendremos los nuevos proyectos para replicarlos a escala e incorporarlos al modelo. Hacia futuro la maqueta mostrará el estado actual de la ciudad”. Me quedo pensando en cómo limpian la maqueta sobre todo en las condiciones en que vivimos y que hacen imposible que superficie alguna quede resguardada del polvo. El equipo de Futura cdmx también lo pensó: “La maqueta está sujeta a varios procesos: mantenimiento preventivo, correctivo y actualización. Cada módulo tiene setenta centímetros de altura, apoyado en cuatro patas de acero que la hacen muy resistente. Tenemos rutas de acceso hacia ella: el personal de limpieza coloca hule espuma para amortiguar el peso y

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caminar por esas rutas hacia las partes más profundas de la maqueta. Para limpiarla se usa aspiradora, aire comprimido y pincel. Las variaciones de temperatura, y humedad afectan la pintura, incluso los temblores, por lo que también hacemos mantenimiento preventivo”. Las actividades de Futura cdmx han impactado el entorno gracias a la ocupación del edificio de dos mil metros cuadrados, ubicado en la calle de Jiménez número 13. “El teatro no estaba catalogado como monumento histórico pero sí tenía un registro en la zona, por lo que conservamos la fachada perimetral. La altura del teatro se alineó con el Colegio de Vizcaínas, de catorce metros, y con el edificio de junto, para lograr una visual proporcionada. Este sector del centro, el entorno de la Plaza Vizcaínas, es una zona pendiente de rehabilitar en términos de sus condiciones físicas, como mejorar infraestructura, agua, drenaje, tomas domiciliarias, pensar el espacio urbano de forma más contemporánea, dando preferencia al peatón, a las actividades sociales, culturales. Sabíamos que Futura cdmx serviría como detonador en términos de planeación urbana, para generar una sinergia y apoyar el proceso de rehabilitación urbana de este sector. Además de la remodelación del edificio, realizamos trabajos de mantenimiento en áreas verdes, colaboramos con los vecinos y procuramos que haya condiciones de seguridad y ocupación del espacio urbano”. La entrevista termina. Afuera empieza a oscurecer. Camino hacia el Eje Central y pienso que muchas personas, incluido yo, deciden estudiar arquitectura para construir esas representaciones en homenaje a la infancia: casas de muñecas, soldaditos de plomo, sets de Playmobil, autopistas de carreras, modelos para armar. Las maquetas ejercen sobre nosotros un poder sobrenatural: nos hacen caminar a través de sus calles aparentemente desiertas y visitar edificios de un mundo ideal, como cuando éramos niños y recorríamos el mundo sin salir de casa.

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Constelación Kubrick Verónica Bujeiro

Close-up del actor Keir Dullea, en una escena del filme 2001: A Space Odyssey, dirigido por Stanley Kubrick en 1968. (Fotografía: Dmitri Kessel / Time & Life Pictures / Getty Images)

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Las ideas son a los objetos lo que las constelaciones son a las estrellas Walter Benjamin

Hay una cierta tristeza que provoca la utilería de cine lejos de la vida que le insufla el creador. Apartada de su efecto de fantasía, qué destino le depara sino ser sepultada por el polvo, la destrucción o, si la providencia la ampara, figurar en los anaqueles de algún coleccionista aferrado. Cuando estos objetos corren con la suerte de regresar a la superficie tras su vida bajo los soles de artificio, su situación está puesta en ese territorio dudoso en donde quien mira tiene que apelar a su emoción y memoria para recrear la fantasía en su cabeza. Sin lugar a dudas, son pocos los que pueden ser partícipes de semejante perversión escópica, siendo el cinéfilo el candidato ideal, esa categoría extraña de persona, rencorosa de lo real y de la humanidad. El resto los pasará de largo como meros cachivaches lustrosamente presentados o reliquias de un acontecimiento sin importancia. Quizá es por ello que mi emoción ante la llegada de la exhibición de Stanley Kubrick a la Cineteca Nacional de la Ciudad de México no encontró la resonancia que esperaba entre mis conocidos; gente normal, sin duda, con aficiones menos infantiles que las mías, desde luego. Y es que quien no haya perdido el sueño con las angelicales gemelas que aparecen en el corredor del hotel de alfombra zigzageante, por citar uno de muchos ejemplos, no debe molestarse en pagar el boleto. ¿Cómo expresar el sobresalto que uno experimenta al ver que una de las zapatillas de las aterradoras infantas ostenta una marca de juanete? ¿La tosquedad anodina de la máquina que dio indicio de la locura de Jack Torrance? ¿El tornamesas en el que giró Ludvwig Van? ¿El kit de sobrevivencia tras la catástrofe nuclear? ¿El ojo apagado de Hal 9000? Explicar a los otros la emoción de estar en la otra parte del sueño resulta inútil si es que esas ilusiones no han poblado su mente desde aquella primera vista, aunque para fines de convivencia bien puede uno concentrarse en el interesante recorrido que hace la muestra sobre el sinuoso camino que conlleva la creación artística, ejemplificada en una mente tan terca y genial como la de Stanley Kubrick. Cada genio del arte cinematográfico es reconocido por la talla de sus obsesiones y alrededor del mito de Stanley Kubrick se han elucubrado

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Imágenes de la exposición sobre la obra de Stanley Kubrick celebrada en el TIFF Bell Lightbox de Toronto, Canadá, en 2014. (Fotografías: George Pimentel / WireImage)

una buena cantidad de rumores sobre su personalidad y modos de trabajo. Lo que no es del todo un secreto es que más que gozar de la filmación de una película, era toda la etapa de preproducción lo que consumía la euforia creativa del cineasta. Tal vez sea complicado entender que el resultado final no es lo mismo para el creador que para el espectador, y es por ello que para muchos creativos la vida de una obra no está en la meta de su realización, sino en el proceso. Esta exhibición, con sus publicitados “más de ochocientos objetos”, da buena cuenta de ello. Heredada de una gira que comenzó en Frankfurt en 2004 en el Deutsches Filmmuseum Frankfurt am Main, institución que se encargó de la curaduría con la ayuda de Christiane Kubrick, el productor Jan Harlan y El archivo Stanley Kubrick de la Universidad de las Artes de Londres, la exhibición cuenta con la flexibilidad y anuencia para ser adaptada a los gustos y necesidades de cada espacio que la reciba. La Cineteca Nacional, en colaboración con Juan Arturo Brennan y José Antonio Valdés Peña, quienes fungen como curadores, decidieron apostar por un recorrido rigurosamente cronológico que nos permita entender “la película completa”, así como el

complemento de elementos escenográficos que proveen de cierta ambientación. Esta estructura resulta interesante porque permite dar cuenta de la evolución en la mirada de Kubrick, desde su incursión juvenil como fotógrafo (ya prodigioso) de la revista de variedades Look, su curioso paso por el cine documental hasta ese arribo inminente al cine con Fear and desire (1953), al que ingresa con uno de sus temas más recurrentes, la guerra, un escenario de cuestionamiento acerca de la autodestrucción que posee de forma inherente la humanidad. La enorme pasión y los pocos recursos para desarrollar una carrera en el cine —la familia le financia su segundo filme Killer’s Kiss— hacen a Kubrick entrar obligatoriamente en diversas áreas de la producción fílmica como la fotografía, la escritura del guión, la edición y postproducción, entre otros. Un aprendizaje y competencia invaluable para su desarrollo y futuro dentro de la industria, que no obstante le juega la contra en el mito sobre su personalidad al pintarlo como un maníaco obseso del control de sus creaciones, rumor que, cierto o no, evidentemente desemboca en la precisión de esas imágenes que permanecen en la cabeza al paso de los años. Conforme subimos los peldaños de la galería de la Cineteca Nacional, el recorrido muestra el ascenso del

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creador por puertas inesperadas (es bien sabido que Espartaco (1960) no es un proyecto personal), su devoción por la literatura en la lucha por la adaptación de Lolita (1962), de Vladimir Nabokov, con quien logra compartir el crédito de guionista, así como la deslumbrante comedia que resume la histórica paranoia por la crisis de los misiles y el absurdo rapaz de la guerra fría, Dr. Strangelove or how I learned to stop worrying and love the bomb (1964). Módulo que imita la circularidad e iluminación de la sala de guerra de la película original y en el que más allá del atractivo de las reliquias sagradas que podemos reconocer, accedemos a los entretelones por medio de la correspondencia personal del cineasta, documentación que sin duda nos lleva a imaginar una historia que trasciende los límites del filme. Un efecto que se verá replicado en las partes más efectivas de la muestra como es el caso de 2001: A Space Odyssey (1968), sin duda el clímax dramático de la misma y la parte mejor representada de toda la filmografía del autor. Para este punto en su carrera, la mirada del director va adentrándose en la ficción con el cometido de simular esa categoría extraña que llamamos realidad para situar al espectador en la duda de la posibilidad de un mundo alterno: Me gustan las regiones de la fantasía donde la razón se usa principalmente para socavar la incredulidad. La razón puede llevarte a la frontera de estas áreas, pero de allí en adelante sólo puedes ser guiado por tu imaginación. Creo que la tensión dramática está entre los límites de la razón, ese disfrute de un sentido temporal y la libertad que ganamos con tales ejercicios de nuestra imaginación”.1

Stanley Kubrick en entrevista con Michel Ciment sobre El resplandor. http://www.visual-memory.co.uk/amk/doc/interview.ts.html

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Esta película le significó la alegoría del espacio como anhelo de trascendencia, de esa hambre de conquista humana insaciable, relacionada también sobre el tiempo y nuestra eterna circularidad. Lo que vemos en esta parte es la confabulación de un estratega con planos, maquetas, disposición de materiales elaborados para la nasa, cálculos y detalles impresionantes dirigidos a establecer un pacto con quien mira hacia un calculado simulacro que nos lleva a la posibilidad de los confines terrestres. Los efectos especiales de 2001: A Space Odyssey (1968) le ganaron su único Oscar, presente en la exhibición, pero quizá el triunfo más extraordinario es que tras su muerte se habló de que el alunizaje estadounidense de 1968 había sido dirigido por él mismo. Una teoría sin duda inquietante y posible que la familia ha desmentido. Más allá de la leyenda sobre la fantasía de la conquista espacial, lo que queda frente a nosotros —trajes, artefactos y demás utilería que sigue impactando por su calculada sofisticación— es la nostalgia por esa idea de futuro con la que algunos crecimos y que ahora nos parece arcaico e inocente, aunque a nivel cinematográfico sigue siendo un punto de referencia no superado. La etapa pródiga del realizador continúa con A Clockwork Orange (1971), siendo la parte del recorrido que más decepciona por los pocos elementos presentados cuya intención se concentra en el fetiche publicitario, una más de las preocupaciones y sellos distintivos del cineasta que cuidaba celosamente los detalles de promoción de sus filmes. Barry Lyndon (1975) sufre más o menos del mismo mal, pero recupera un poco con The Shinning (1980), quizá porque representa un altar de veneración hacia un generador de pesadillas. Desde la alfombra a los vestidos de las gemelas, las hachas, cuchillos y ese laberinto infernal del que es complicado salir aun después de terminada la función, es la correspondencia nuevamente la que indica que cada película del realizador implicaba hallazgos en la historia del cine, pues en esta cinta se dio el primer uso de la Steadicam, artilugio que permite estar como un ojo omnisciente en los hechos, de ahí que la sensación

que nos deja sea tan potente. Hacia el final de la exhibición están algunos de los diversos lentes con los que el creador experimentó y a los que habría que ver detenidamente y por separado, pues cada uno contiene una lección maestra sobre técnicas de filmación. Los apartados de Full Metal Jacket (1987) y Eyes Wide Shut (1999) anuncian un perentorio final, con sus icónicos cascos, máscaras, la servilleta que da la clave para la invitación a una orgía, las meticulosas planeaciones para recrear lugares fuera de lugar (Vietnam y Nueva York en Londres, dada la renuncia fóbica de Kubrick a viajar fuera de casa), y es entonces que se hace el recuento de que en realidad el director no filmó tantas películas como uno creía, dado el mito que lo precede. Obedeciendo las reglas de una buena narrativa, la exhibición da un giro dramático al mostrar los proyectos no realizados, como la historia del holocausto Aryan Papers, así como los bocetos para Artificial Intelligence cuya suerte fue delegada a Steven Spielberg (quien la realizó en 2001) y cuya Schindler’s list desanimó la realización de la primera. La no realización de un proyecto basado en la vida de Napoleón Bonaparte da una fascinante mirada al interior de un proceso en donde la investigación y la creación se muestran como elementos indisolubles. Aún sin haber sido realizada, la colección de archivos, libros, líneas de tiempo, el eco distante de una planeación estratégica cual si se fuera a librar una batalla, contagian la emoción de lo que pudo ser e indican la potencia latente de un creador que a sus setenta años parece haber desaparecido antes de tiempo. Sin duda es una desgracia que no llegara a los albores del siglo xxi, un tiempo que imaginó vívidamente y que quizás le hubiese decepcionado de sobremanera. Martin Scorcese dijo sobre el cineasta: “Hizo las películas más raras, pues al paso de los años sigues descubriendo cosas en ellas”, y la exhibición de Stanley Kubrick parece estar contagiada de esta cualidad, pues con una simple visita, aquel tocado por la vida alterna de la constelación Kubrick, siente una extraña necesidad por regresar.

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Capricho y geometrĂ­a: la obra de Kazuya Sakai

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Héctor Antonio Sánchez

Hacia el mediodía del siglo xx, los temas, las maneras y los discursos dominantes en el arte mexicano comenzaron a perder vigor. Una nueva, poderosa, generación de creadores buscó alejarse de los grandes ejes surgidos tras la revolución de 1910: de las monumentales sumas históricas del muralismo; de sus ambiciosas reivindicaciones sociales —cándidas a veces, a veces apocalípticas—; de las representaciones románticas del campo y el mundo indígena en la pintura de caballete. De la figuración misma. Sus intereses, de orden cosmopolita, no apuntaban obligadamente más allá de “la cortina de nopal”; antes participaban de esa sublevación contra el orden natural que arreció con las vanguardias y que, al final del trayecto, hallaría en el lenguaje mismo de la pintura su lógico destino: geometría, color, composición, materia. Rebelión y revelación: del universo interior, sí —dominio del azar y del capricho—, pero también del universo de la plástica. Desde luego, un planteamiento como el anterior merecería más de un reproche. Nomenclaturas del tipo “Escuela Mexicana de Pintura” o “Generación de la ruptura” invocan hoy una cierta pereza o al menos carencia de imaginación. Ni la travesía de la cultura ni la vida admiten explicaciones reduccionistas: más bien, aguardan la bifurcación, el vericueto, el callejón sin salida. El Museo de Arte Moderno hospeda hasta mediados de este marzo la exposición Kazuya Sakai en México 1965-1977. Pintura - Diseño - Crítica - Música. El título es torpe: no así la muestra, que ha sabido, por la curaduría de Daniel Garza Usabiaga, otorgar una digna retrospectiva a un artista cuyo nombre tiende a diluirse en el abanico del geometrismo mexicano. Se trata, en cierto modo, de una vuelta a casa: justamente en el mam Sakai halló cobijo en 1976 con la exposición Pinturas. Ondulaciones cromáticas y simultáneas y, en 1987, con la Serie Genroku.

La vida de Kazuya Sakai (1927-2001) estuvo marcada por la transmigración. Nacido en Buenos Aires de padres japoneses, a los siete años fue llevado al país ancestral, donde recibiría su educación y se licenciaría en Filosofía y Letras. Ya el pintor confesaba que, de regreso a la Argentina en 1951, apenas podía recordar el castellano, lo que no frustró su inicial ambición de devenir escritor, que al cabo abandonó porque “era pésimo”. No del todo; la literatura seguiría siendo un interés vital: tradujo Rashomon y Kappa de Akutagawa, El abismo del tiempo de Kobo Abe y otras obras. En su país natal, junto a su labor como traductor y académico —ingresó en 1958 a la Universidad de Buenos Aires—, desarrolló su primera obra pictórica de manera autodidacta, marcada por su afición al expresionismo abstracto norteamericano y los informalismos de América del Sur. Hacia 1963 Sakai se mudaría a Nueva York por un par de años. Es una estancia corta pero definitiva: allí cede a la fascinación por el jazz y se acerca al pop art y al Color Field, un territorio que Clement Greenberg llamaría “abstracción post-pictórica”: campos de color puro limitados por franjas y líneas verticales en que la contundencia —y el azar— del action painting se retrae frente a la armonía de la forma y la composición. Invitado como profesor por el Colegio de México, el artista llegará a nuestro país en 1966 y permanecerá en él por espacio de once años. Se incorpora como diseñador, columnista y, al fin, director artístico de la mítica Plural, dirigida por Octavio Paz y editada por Excélsior. También trabaja como programador y locutor de emisiones radiales de jazz, diseñador de vestuarios, escenografías y aun portadas de discos, todo lo cual se hará manifiesto en su obra pictórica. Una valiosa selección de este momento abre la exposición del mam. De Nueva York a México atestigua no sólo la mudanza del hombre sino la migración de su

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De la serie Ondulaciones

estilo: de la afición al expresionismo abstracto a la adscripción a los campos de color. El óleo Blue circle (1963) acusa la convivencia del color: planicies negras, amarillas, ocres y blancas que se reúnen en el círculo azul cobalto anunciado en el título. Hay aquí ecos de Robert Rauschenberg; en Gun (1962) y Nueva York (1965), los hay también del pop art. Son obras en las que superficies semicirculares y concéntricas de diversas escalas de azul coexisten con la presencia de otros colores y formas geométricas, y aun con elementos figurativos: una coexistencia que emula al collage. El arco que se tiende entre estas tres obras acusa también un traslado esencial: el que va del óleo al acrílico, material que ya no abandonará y que está en la base de las vibrantes series Heian y Genroku (1971). Ambos títulos refieren a periodos de esplendor del Japón: el que cierra la época clásica de su historia, con una corte imperial en que brillaron la poesía y la literatura; y el lapso dentro del Período Edo —inicio de la edad moderna del país— en que florece la cultura popular. Aquí la museografía ha decidido enriquecer la muestra con la presencia de gráfica popular (ukiyo-e) procedente del Museo Carrillo Gil. Es un gesto que se agradece pero no ilustra del todo las elecciones de Sakai. Me explico: si las referencia son claras, no lo son las correspondencias. En estas obras los campos de color se manifiestan como bandas de tonos brillantes y opuestos que se recortan contra un fondo igualmente contrastante. Su autor acuñó, con precisión, un término para

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describirlos: hard edge, borde filoso, pintura de línea dura. En la serie Heian un haz de líneas se reúne desde la parte superior del espacio hacia una suerte de punta que corta en su caída la parte inferior. Si hay similitud en la composición de las piezas —tendría que haberla en toda serie— el efecto que producen es disímil por la diversa elección de los tonos: repetición y sorpresa. La curaduría ha querido ver, en consonancia con los títulos, una relación con la estampa japonesa, donde “hay un uso acentuado del color, patrones concéntricos y geométricos, bandas y patrones rítmicos (elementos y soluciones que resuenan con las pinturas de Sakai…)”. Puede ser, pero estos componentes resuenan como una presencia fantasmal, como una suerte de olvido que los lenguajes modernos de la abstracción y la geometría —y, también, el azar y el capricho— hubieran resucitado de su polvo. Algo similar ocurre en Ondulaciones, referencia a la exposición de 1976, que integra el núcleo de la actual. Hay que decirlo sin mayores ambages: la contemplación de estas piezas constituye una delicia. Fueron pinturas

De la serie Ondulaciones


Homenaje a Korin, Serie II, No. 11

concebidas como homenajes a compositores de vanguardia y a músicos señeros del jazz: György Ligeti, Karlheinz Stockhausen, Toru Takemitsu, Steve Reich, Olivier Messiaen, John Coltrane. Aquí las líneas carecen de filo: son hebras de diverso tono y fuerza que corren paralelas, en la rara armonía de su contraste; bandas que se originan en un costado del lienzo y pronto adquieren una sinuosidad orgánica de movimientos circulares repetidos, hasta escapar por otra orilla. Se impone el juego: la vista del espectador se complace en recorrerlas y eso devela la dimensión temporal de las piezas, como una reminiscencia del camino que la música transita en las neuronas: como la aguja del tornamesa sobre el disco de vinil. Vale la pena detenerse en Crosswinds III (1975), serie inspirada en Ogata Körin, artista a quien Sakai consagró una publicación ese mismo año en la Imprenta Madero. En efecto, la obra de Körin, mucho antes del art nouveau, buscó representar el movimiento del agua y del viento mediante volutas y líneas sinuosas. En cambio, sería infructuoso indagar la atribución de una u otra gama de colores a este o aquel compositor. ¿Por qué la predominancia del azul cobalto en la obra dedicada a Olivier Messiaen? ¿Por qué el violeta asociado a Ligeti? Podríamos lanzar explicaciones tan diversas como justificadas, pero perderíamos de vista que hay un momento en la génesis del arte que rehúye las explicaciones. Estas decisiones dependen, a mi juicio, de una muy personal sinestesia. Si menores en presencia, no carecen de profundo interés las otras dos secciones del conjunto. Plural repasa su labor de diseño al frente de la revista: viñetas, ilustraciones, colaboraciones y aun el logotipo, marcados por la geometría. Por fuerza, uno recuerda la actividad de Vicente Rojo: no en vano proceden de su colección personal algunas de las litografías expuestas. Cierto, el estilo es diverso pero la sensibilidad afín: una

que insufla un espíritu moderno al diseño, en su sencillez y su elegancia. En 1977, Kazuya Sakai se instaló en Dallas, donde pasaría el resto de sus días. Un año antes, el mam había organizado El geometrismo mexicano. Una tendencia actual, exposición en que su director, Fernando Gamboa, no vaciló en llamar al movimiento geometrista el más importante en México desde el muralismo y a Sakai, su iniciador en nuestra geografía. La tendencia de corte racional aparecía así opuesta a la veta fantástica asociada a América Latina, sobre todo en su literatura (Rulfo, Carpentier, García Márquez). Si ello contribuyó a su reputación, tendió a homologar propuestas en realidad disímiles. Basta recorrer la sección que cierra la muestra, donde figuran contemporáneos de Sakai —Helen Escobedo, Manuel Felguérez, Günther Gerzso, Carlos Cruz Diez— para notar que los estilos en el arte exceden la idea de nación, como la vida misma de Sakai lo atestigua. ¿Puede hablarse, en él, de un arte argentino, japonés, mexicano, norteamericano? Me inclino a pensar que no. La obra de Kazuya Sakai, marcada por un profundo cromatismo, por formas contundentes que discurren y al fin se liberan, señala el acto de asimilación y olvido que nutre a todas las artes: la captación de elementos aleatorios del mundo y su posterior difuminación en el proceso electivo del artista. Creación y transmutación: el exterior se dispersa en la materia caprichosa del arte. Como el agua que fluye, en todo caso: como la vida misma.

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antesydespuésdelHubble

1987

¿A quién le importa lo que yo diga? Jesús Vicente García

Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

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I as calles se llenaban de propaganda del Frente Democrático Nacional y partidos de izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas en la vanguardia, había renunciado al pri, lo que hizo pensar que la democracia llegaría ya; la política se respiraba en todos lados. Se decía que si el pri hacía fraude habría un movimiento civil violento. Yo veía algunas marchas desde el tercer piso del edificio de Doctor Valenzuela y Doctor Río de la Loza, a una cuadra del Eje Central; en ese crucero había unos chavos de mi edad, dieciocho años, con mandil rosa mexicano vendiendo libros, en una campaña a favor de la lectura. Me hice amigo de uno de ellos. Él me hablaba de libros que yo no había leído y de las elecciones, yo le platicaba de mi vida de obrero en un taller donde hacíamos lámparas para restirador, esas mesas que usan o usaban los dibujantes y arquitectos e ingenieros para hacer sus planos. 1987, el año en que nació Basilio, y que este 2017 su generación cumplirá los 30, el tercer piso, casi la mitad del camino, diría Alighieri al principio de su Divina comedia, el año en que de ser obrero pasé a ser más obrero y estudiante con conciencia de clase, que en términos llanos es darse cuenta de lo jodido de la situación personal y del entorno, para luchar, para vencer al enemigo y dejar de ser pobre.

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II Comemos en Armandos, metro Hidalgo, Humboldt y Cristóbal Colón, una calle con basura. Nos atiende una joven de menos de veinte años, rápida y servicial, a la que Basilio le dice “linda”, ella encantada; un tipo de mi edad le dijo “corazón” y puso cara de asco. Armandos es un lugar cuya especialidad son las tortas; es más, se dice que fue el creador de las tortas en México, con 125 años de experiencia. Armando Martínez comenzó en Motolinia, antes calle del Espíritu Santo, y después que falleció en el treinta y cinco, sus hijos y ahora su nieta Mónica siguen la tradición. Se lo platico a Basilio para que sepa dónde está comiendo y de qué lado masca la iguana. Pero Armandos tiene otra característica: dan de comer abundantemente, valga el adverbio, pues uno termina caminando como embarazada, porque

una vez que entras a Armandos y comes, tu vida ya no es la misma; todo cambia, igual que la lectura de una novela que altera todo en un lector. Además de tortas, en Armandos vende comida corrida y a la carta. Y es en la corrida donde acentúo lo anterior: hay una abundancia en ella, que uno debe ir con el estómago cual Don Quijote al llegar a la venta para que le quepa lo que servirán, no importa lo que pidas, todo llegará en exceso. Y con ese ambiente de bacanal, le platico a Basilio lo que sucedía en el año de su nacimiento. III Las cosas cambiaban en la radio. El rock en español inundó el cuadrante y los peseros, camiones, fiestas, talleres mecánicos y todo lo que tuviera oídos para escuchar, o bocinas que aventaran el sonido, porque Alaska y Dinarama cantaban “A quién le importa lo que yo haga,/ a quién le importa lo que yo diga,/ yo soy así y así seguiré,/ nunca cambiaré. Quizá la culpa es mía por no seguir la norma,/ ya es demasiado tarde para cambiar ahora”. Alaska, mujer española que tenía una voz gruesa, con maquillaje muy blanco, con el cabello largo y amarrado con cola de caballo, multicolor, que a mí se me figuraba mucho a Boy George, que cantaba esa de Karma Camaleón. En la radio programaban tres canciones seguidas y hasta le llamaban tres en línea, poco a poco dejaron los locutores de decir quién cantaba, quién la compuso, en qué año se grabó, a quién se la dedicaba; simplemente salían las canciones, decían la hora, unos comerciales y volvían otras, casi todas de la nueva ola en español, como Radio Futura, Soda Stereo, Git, Nacha Pop, Miguel Mateos, Enanitos Verdes o los Hombres G. Y sus letras eran distintas a las que había entonces y todo era original, no había copias, los llamados covers o “refritos”. También se escuchaba El Tri con su Triste canción que llegó para quedarse, y estaban de moda los que bailaban break, con sus paliacates en la cabeza, sus tenis Nike o Converse, pantalones de mezclilla entallados y las playeras pegaditas al cuerpo, la mayoría hacía mucho ejercicio por la influencia del cine, donde el protagonista estaba lleno de músculos, como Rocky y Fama, en

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que hacían arte y deporte, llenos de energía. Michael Jackson era el ícono ochentero por excelencia, su forma de bailar iba más allá del break dance; en la televisión había programas en que concursaban individual y en grupo, y había un programa, Video Rock, conducido por Gloria Calzada, de puros videos, y aún había niños que jugaban canicas cuando mi generación tenía un par de años que las habían dejado. La globalización ni asomaba las narices. Sería años después en que las pizzerías comenzaran a brotar como pasto, por toda la ciudad, así que todavía se comía pizza en la calle de Bolívar, cerca de Efrén Rebolledo, no había servicio a domicilio. Lo único que te llevaban a tu casa eran los cobros de letras, los abonos de ropa y de Avon, el médico, la funeraria; en el barrio, las noticias se daban de boca en boca, sin ningún dispositivo de por medio, y así supimos (amén del periódico) que en el cine proyectaban Los Intocables y que estaba padre, pura acción, con el Kevin Costner, por eso, una tarde de verano del 87, mi amigo Miguel y yo fuimos a una sala de cine, cerca del metro Zapata, a verla; luego me aventé Robocop, con el Arnold, esa fue allá en Plaza Universidad, igual que Atracción fatal, que con trabajo nos dejaron entrar a mí y a otro compa, ya ni me acuerdo cómo fue, pero esa película nos dejó marcados. Veo que Basilio apenas ha comido la mitad de su milanesa con su guarnición. No me creía. IV Y al salir del cine, prácticamente en cualquier lado, escuchábamos: “La gente me señala, me apunta con el dedo,/ susurra a mis espaldas y a mí me importa un bledo./ Qué más me da si soy distinta a ellos,/ no soy

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de nadie, no tengo dueño”. Y es ahí el punto nodal de lo que quiero decirle a Basilio. Había acabado de leer Chin-Chin el Teporocho, novela de Armando Ramírez, y quise imitarlo. Comencé a escribir cosas del barrio, yo dije es fácil. Primero agarré un cuaderno rojo que tenía de la secundaria y que dejé casi completo, empecé a garabatear acerca de las mañanas cuando iba por la leche a la Conasupo, hasta le hice un poema a las conchas que vendían y saboreaba con la leche sin hervir. Tomé la máquina de escribir Lettera 32 y a teclear sin descanso, empecé a hacer lo que para mí eran cuentos, otros eran simplemente estampas de algún suceso o descripción de algo, un rostro, la lluvia que parece que hierve al chocar con el piso, el tendedero de ropa con calzones, playeras, calcetines, camisas; o pura descripción de algo que me gustaba o disgustaba, o la narración de un suceso: dos señoras peleándose afuera de la lechería porque una se metió a la fila, o la plática que escuchaba a mis espaldas mientras llegaba mi turno. Ese año confirmé ya con conciencia lo que quería hacer: escribir. Me descubrí escribiendo y queriendo leer. Y me dije: quiero ser escritor. No tenía la menor idea de cómo publicar o con quién (no ha cambiado mucho; la diferencia es que ahora que lo sé no es tan fácil que le digan sí a tu manuscrito). Por eso, 1987 fue el año de las decisiones. Y con todo y que ahora dirían los feisbuqueros de izquierda que me manipulan los medios, yo veía Papá soltero, esa serie que pegó en ese año de 87, donde salía, además de César Costa y los hermanos Quiroz, Edith Márquez, quien estuvo en la etapa final de Timbiriche. Un día, se me ocurrió hacer una novela del terremoto de 85, era muy reciente y todo lo


tenía a flor de piel. No importa si fue buena o mala, sino el hecho de decidirme a hacerla, porque escribir es enfrentarse a la vida, mediante el papel o pantalla en blanco. Por eso le echo este rollo. A Basilio le interesa darse un buche de agua de limón, porque le picó la salsa. Sigue, Flaco, me dice. Le digo que en la vida debes decidir tu futuro sin saber que eso es tu futuro, sino el presente, ya lo dice T. S. Eliot: “El tiempo presente y el tiempo pasado/ Acaso estén presentes en el tiempo futuro/ Y tal vez al futuro lo contenga el pasado./ Si todo tiempo es un presente eterno/ Todo tiempo es irredimible”. Decides qué estudiar, trabajar, jugar, qué tipo de mujer te gusta y cómo conquistarla; uno enfatiza las aspiraciones sin importar si son difíciles o no, uno debe moverse por deseos, invertirle cerebro y corazón. Por eso apoyo a Alaska cuando dice que no nos debe de importar lo que digan los demás: “Mi destino es el que yo decido/ el que yo elijo para mí./ ¿A quién le importa lo que yo haga?/ ¿A quién le importa lo que yo diga?/ Yo soy así y así seguiré, nunca cambiaré”. V ¿Qué pasó con la izquierda? Como dijo Pacheco: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años”. Cárdenas no trajo la democracia, pero abrió brecha. Y ese año previo a las elecciones fui a tocadas de rock en favor de esa izquierda y bailé rolas de El Tri, Transmetal, la Banda Bostik, Juan Hernández y su Banda de Blues, Nina Galindo, escuché a la Pecanins en alguna explanada, a Cecilia Toussaint con esos rocanrolitos sabrosones, y los muñecos del Tex Tex, no más pa que le dé envidia al maestro Basilio que no baila ni los ojos. “Sí bailo y te doy clases”. ¿A poco muy sabroso? Lo reto a ir al salón de baile, con salsas y danzones, a

ver si los treintones como roncan bailan. Reto a todos los treintones que lean esto. Acepta. Quiere salir de Armandos. Su panza va a explotar. Pagamos y andamos sobre Reforma rumbo a la Alameda. Es un día caluroso. Torcemos hacia Juárez y le digo, mira: en el 87 por aquí era el paso de las marchas; yo fui a varias. Entonces cantaba y sigo haciéndolo eso de Alaska y Dinarama: “Yo sé que me critican,/ me consta que me odian,/ la envidia les corroe,/ mi vida les agobia./ ¿Por qué será? Yo no tengo la culpa,/ mi circunstancia les insulta./ ¿A quién le importa lo que yo haga?/ ¿A quién le importa lo que yo diga?/ Yo soy así y así seguiré, nunca cambiaré”. No tenía novia, jugaba básquetbol, bailaba rolas de rock, bebía caguama sin ningún tipo de picante, usaba Converse de lona, tenía la greña larga, amaba la Biblioteca México, la de Balderas, andaba en mi bici de carreras para irme a trabajar, leía La Jornada y su suplemento donde salía El Santos, La Tetona Mendoza, Los Zombis de Sahuayo, el Peyote Asesino, escuchaba al fallecido Rodrigo González y toda la onda rupestre que le sucedió y creía que los treinta años estaban lejísimos. Camino junto a Basilio y me dice que le platique de las drogas y las tocadas de rock, pero debemos correr sobre Juárez: unos maestros armaron alboroto y la policía los corretea, otra vez violencia. De 87 a la fecha, esto no ha cambiado mucho. ¡Corre, Basilio, corre!

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Elif Shafak, escritora turco-britĂĄnica, en 2016. (FotografĂ­a: Rosdiana Ciaravolo / Getty Images)

Angustia europea Mauricio Ruiz 58 | casa del tiempo


—Me acuerdo muy bien. Por esas épocas mis padres votaban por el partido comunista. Era costumbre. Pero con el tiempo las cosas cambiaron. Todo se volvió Frente Nacional y Jean-Marie Le Pen. En el Palacio de Bellas Artes de Bruselas escuché al escritor y filosofo Didier Eribon contar un poco acerca de su vida, de lo que ha visto ocurrir en Francia en los últimos años, mucho de lo cual está incluido en su libro Regreso a Reims. Su inglés es pausado y rítmico, con un marcado acento francés, y habla de la desilusión de muchos en Francia, obreros y oficinistas, cajeros y estibadores, personas que han visto sus vidas erosionadas a niveles insólitos de precariedad. —Se sienten traicionados, ignorados por el Partido Socialista —dice. No hay quien los escuche, quien atienda sus problemas. Y entonces ahí está el Frente Nacional, aprovechando. Eribon era uno de muchos invitados. El Goethe-Institut organizó una conferencia de dos días en Bruselas llamada: “Angustia Europea (European Angst): Populismo, extremismo y euro-escepticismo en la sociedad europea contemporánea”. El acto fue inaugurado con unas palabras de Klaus Dieter-Lehman, presidente del Goethe-Insitut en Alemania, seguido por un discurso de la premio Nobel de literatura, Herta Müller. Durante los dos días hubo un total de cuatro charlas. En la primera, Eribon compartió el panel con Vladimira Dvorakova, politóloga de la República Checa, y Shermin Langhoff, directora artística del teatro Gorki en Berlín. —Yo he caminado con ellos —continúa Eribon—, los he acompañado en sus marchas, trabajadores y estudiantes. Siento una profunda empatía por su causa.

Hay un disloque, una realidad que parece existir en dos formas irreconciliables. Una clase política que no consigue, o no quiere entender lo que un segmento cada vez más grande de la población reclama. Shermin Langhoff menciona las mujeres que vio en Dresden, mujeres de más de setenta años, encorvadas y con dedos torcidos por la artritis que deben buscar entre los botes de basura para subsistir. “¿Por qué está pasando esto?”, fue el título de esa primera charla, y una palabra que surge una y otra vez es “populismo”, su alza no sólo en Europa sino en el mundo; las referencias al Brexit y al resultado de la elección en Estados Unidos no tardaron demasiado. En 2017 habrá elecciones en Holanda, luego en Francia y Alemania, una sensación de incertidumbre flotando entre la gente. —Estamos en un momento de crisis profunda— me explicó Cristina Nord, directora de la programación cultural del Goethe-Institut—. Necesitamos abrir un espacio para la reflexión, encontrar formas para incluir a los que hasta ahora se sienten excluidos del debate político. Es importante que exista un dialogo en la sociedad. Desde el comienzo, hay algo que me llamó la atención. El discurso de Herta Müller tocó temas delicados, de relevancia actual e histórica, con el aplomo y severidad de una gran novelista; pasa el tiempo y sus palabras muestran que su postura es firme y sin ambigüedades. Criticó los ataques a hogares de refugiados en Sajonia, el gobierno de Víctor Orbán en Hungría, el apetito de poder de Jarosław Kaczyński, ministro del parlamento en Polonia. Detrás del podio había una pantalla donde se proyectaban todos los tweets que incluían la frase

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#EuropeanAngst, y a mitad del discurso ya era claro que alguien de nombre Lukasz Warzecha no apreciaba la opinión de Müller —más tarde me enteré que Warzecha, periodista polaco, fue invitado a uno de los paneles del día siguiente—. Algunos de sus tweets decían: “Ahora Herta Müller hace el ataque estándar a Orbán. Qué aburrimiento”. “Ahora Herta Müller califica de xenofobia el miedo justificado de la gente en Sajonia”. La escritora cambiaba de hoja, leía sin apuro. Los tweets continúan. Me surgió la pregunta de si hay manera en que estas dos posturas se entiendan, si no al punto de conciliación, por lo menos con el entendimiento de por qué el otro ve el mundo como lo ve. Mi hermano mayor y yo tenemos desacuerdos a menudo. Él ha vivido varios años en Estados Unidos y es un hombre industrioso y emprendedor, con ideas de negocios todo el tiempo. En general se opone a tipos de gobierno que, en sus palabras, creen obstáculos al desempeño de las empresas. El individuo es el centro de todo, único responsable de su destino. Yo he vivido algunos años en Europa y ahora soy escritor, aunque en el pasado trabajé como ingeniero en sistemas. En Bruselas, en París, en Frankfurt he visto crecer el número de indigentes a un grado que hace imposible negar que algo no funciona en los modelos económicos actuales. Y todo esto en Europa occidental, donde se asume que el nivel de seguridad social es sólido, con soporte para aquellos que caen en el desempleo o sufren de enfermedades con tratamientos costosos. Pero ¿qué es lo que nos hace, a mi hermano y a mí, hablar acerca de cuánta protección social debe recibir un trabajador, la lucha entre industria y naturaleza, los daños al planeta y la necesidad de crear más empleos? Lo más fácil sería ignorarnos. Dicen que un escritor, una actriz, debe ser capaz de ver y sentir lo mismo que su personaje, aun cuando sus valores sean distintos, incluso opuestos. Pero la empatía es algo que se desarrolla, no es gratis, requiere un esfuerzo, el deseo de entender al otro u otra. Lo que motiva nuestras pláticas es el respeto, el deseo de comprender las ideas del otro a fondo. Y el aceptar que en nuestra relación puede haber lugar para el desacuerdo. Al segundo día las cosas empeoraron. En el penúltimo panel, Warzecha se ganó el abucheo del público cuando explicó que no es lo mismo los polacos trabajando en el Reino Unido, los húngaros exiliados en 1956, que los refugiados que llegan a Europa del Medio Oriente, de países con “culturas extrañas” (alien cultures). —Siempre que asisto a debates de este tipo recibo la misma reacción —decía Warzecha. El público silbaba, gritaba en distintos idiomas.

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—Yo no soy compatible con ustedes, y ustedes no son compatibles conmigo — agregó—. Y eso es exactamente lo que imaginé que pasaría. Escuchaba a Warzecha, veía al público a mi alrededor y me inquietaba. ¿Estábamos más cerca de entendernos que hace dos días? Además de los panelistas se invitó a cuarenta estudiantes para que participaran en el debate y al final redactaran un documento con sus propuestas para el futuro de Europa. Una chica turca mencionó que en su país muchos creen que Europa se está desintegrando. Una joven austriaca se quejó de que se le llame fascista al candidato de derecha, Norbert Hofer; otra de origen albanés-griego, estudiante en Amsterdam, criticó la postura anti-inmigratoria de muchos gobiernos. Se vuelve claro que hay divergencia de opiniones entre ellos también. Warzecha proseguía, nada lo intimidaba. —Muchos de los inmigrantes vienen a Europa por los beneficios sociales que ofrece el gobierno —decía—. Uno que otro, tal vez, a trabajar. Sonia Seymour Mikich, panelistas alemana que durante el debate mostró su total desacuerdo con Warzecha, no se contuvo más y lo interrumpió: —Eres despreciable. La atmósfera se volvió incomoda, pocos sabían cómo reaccionar. En las redes sociales Warzecha ganó seguidores. Al final del debate que cada quien profirió quedarse en su parroquia; la voluntad para cuestionar las propias creencias se diluyó. No obstante, después del almuerzo la última charla del evento ofreció un poco de luz. Elif Shafak, escritora turco-británica, hizo un esfuerzo por mostrar que hay matices en todas partes: —Me pasa lo mismo, ya sea en Canadá o Inglaterra, en Medio Oriente, las mujeres me dicen, “Qué suerte tuve de no haber nacido allá”. Allá es el Oeste, allá es el Medio Oriente. Y cuando les pregunto, “¿Cuántas mujeres de esos países conoces?”. A menudo la respuesta es: cero. Nos hacemos una idea de lo que es allá, lo que es el otro. A menudo hacemos generalizaciones y olvidamos que no hay entidades monolíticas. Todo lo que fomente la idea de un nosotros versus ellos está destinada a crear extremismos. Salí del Palacio de Bellas Artes y el cielo estaba despejado, había un poco de sol, las últimas horas de la tarde en Bruselas. Encontré a Shermin Langhoff fumándose un cigarrillo; había un taxi que la esperaba. —Me encanta Berlín —le dije—. Ojalá algún día nos podamos ver en el teatro. Sonrió y exhaló el humo, apagó el cigarrillo con el zapato. —Inshallah —me dijo, antes de subirse al taxi.

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Breaking Bad, Better call Saul y la irresponsabilidad en un nuevo arte AndrĂŠs GarcĂ­a Barrios

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Escena de Better call Saul


Se dice que en algún momento en la antigua Roma

el teatro llegó a ser tan subversivo que el gobierno tuvo que imponer leyes extremas para controlarlo: empezó por limitar el número de foros y los horarios; después los temas y el uso de ciertas palabras en el escenario. Finalmente, cuando prohibió que los actores hablaran, sólo consiguió que naciera un nuevo arte, la pantomima, y que la subversión ganara fuerza. Verdad o leyenda, el relato describe cómo el arte surge de una forma sutil de desobediencia. Es difícil estar en desacuerdo con James Joyce cuando afirma que la irresponsabilidad es parte del placer del arte (entendiendo la irresponsabilidad por su raíz, es decir, no como un “hago lo que quiero” sino como un “no ‘respondo’ por mí, no cumplo todos los acuerdos”). Por eso, en materia de “series de televisión”, muchos aficionados nos mantenemos atentos a la posible llegada de un creador que esté dispuesto a romper algunas leyes importantes. En las series en general eso no ocurre. Algunas alcanzan magníficas secuencias conceptuales, emotivas y visuales, pero —con excepción de algún chispazo original— hasta el momento todas resultan sucedáneas del cine, es decir, brindan un placer que ya hemos vivido antes frente a la pantalla grande. Las series de televisión serán un nuevo arte cuando encuentren su propia forma de irresponsabilidad y con ello inauguren un tipo original de placer, uno que no se pueda sentir por ningún otro medio. * Cuando el productor Vince Gilligan decidió concluir su magnífica serie policial Breaking bad en el momento en que se hallaba en la cumbre del rating, mucha gente del “medio” habrá pensado que era una actitud “irresponsable”. Queda claro que lo era (¡gracias a Joyce!): Gilligan estaba rompiendo con una de las leyes más estrictas del género y se atrevía a apostar por la

calidad de su obra negándose a perpetuar la vida del protagonista por motivos comerciales. ¿Qué tenía Breaking Bad de singular? Personajes, actuación, trama y atmósfera excelentes, todo envuelto de un humor cruel y bizarro, y una forma de contener el suspenso que nos tenía a sus ardientes seguidores al borde de la silla en todos los capítulos (bueno, en todos menos uno; ya diré más adelante a qué me refiero). Sin embargo, lo anterior no habría sido nada especial si no hubiera estado matizado por la que podemos intuir que es la “filosofía” de Vince. Si el lector tiene idea de cómo se escribe una serie sabrá bien la cantidad de restricciones que impone su formato. Una de las más simples es la de que hay que ceñirse a un número fijo de episodios, cada uno de duración precisa, con cortes comerciales en minutos prestablecidos, antes de los cuales la acción debe quedar en suspenso. Es decir, si está planeado que aparezcan anuncios en el minuto 12, todos los recursos fílmicos deberán tenerlo en cuenta. Estará establecido en el guión y los responsables del producto harán que en el segundo preciso ocurra el corte. Este sencillo ejemplo de cómo las reglas determinan la dirección de la obra, nos permite demostrar el gran creador que es Vince Gilligan. El escritor, director y productor de Breaking Bad aprendió a llegar puntual a los suspensos pre comercial no mediante el guión y la postproducción como suele hacerse (añadiendo parlamentos, acciones, fragmentos musicales, etc.), sino mediante un recurso que acabó siendo original y que podemos llamar rallentando de la imagen: la desaceleración intencional del ritmo de cada secuencia durante el rodaje mismo. Tal vez todo comenzó como una ocurrencia. Quizás Gilligan empezó por retardar un poco en cada toma el grito de “Cooorteeeee” con el fin de obtener unos segundos extras de material, que podrían usarse

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o desecharse en el momento de la edición, pero que definitivamente ampliaban las opciones para llegar con exactitud al momento de los comerciales. Pero la ocurrencia habrá mostrado sus ventajas; lo cierto es que se hizo cada vez más frecuente hasta que Gilligan se volvió experto en extender el tiempo y lo convirtió en parte de su estilo y finalmente en una obsesión. No siempre su presencia fue afortunada y en muchos casos resultaba demasiado evidente que la toma se estaba retardando con toda intención. Hubo momentos tediosos que uno aprendía a tolerar gracias a la agilidad de la serie. Y cuando ésta tuvo ya ganado el corazón del público, Gilligan se atrevió a llevar su invento hasta la exageración, al paroxismo. O mejor dicho, a la irresponsabilidad. Puede ser que un productor rival y envidioso o un desconocido en un bar lo haya retado a demostrar la infalibilidad de su nuevo recurso narrativo. Lo cierto es que Gilligan estuvo dispuesto a explorar éste hasta el absurdo, y en el capítulo 10 de la tercera temporada hizo que sus héroes protagonistas dedicaran los 53 minutos de la acción a perseguir una mosca que se había colado en el laboratorio clandestino de metanfetamina. No es una exageración, el episodio se llama “Fly” y se reduce a eso. A muchos nos pareció un abuso, una grosera demostración de que los espectadores comíamos de la mano de Gilligan. A otros les habrá parecido un atrevimiento genial, la gran y esperada irresponsabilidad que probaba que el productor era un genio innovador. Lo cierto es que con Breaking Bad las series de televisión anunciaron que algún día podían convertirse en un verdadero nuevo arte. * Desde que en 2013 corrió la noticia de que se acercaba la secuela de Breaking Bad, con el título Better call Saul, la expectativa creció de forma imparable y dos años después el estreno batió todos los récords de audiencia de televisión por cable en Estados Unidos. Todos conocíamos ya a Saul Goodman, el escrupuloso y a la vez cínico abogado de Breaking Bad, que con el slogan Better call Saul se anunciaba comercialmente en camiones y bancas de parque ofreciendo sus servicios a los peores criminales y a gente sin recursos. Saul no sólo era capaz de grandes fechorías sino de combinar la torpeza con el virtuosismo y la más refinada astucia con una inocencia genuina. Su presencia se enriquecía con la de uno de sus colaboradores, el entrañable Mike

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Tiempo en la casa 38, marzo de 2017

“Crítica de la arquitectura en México”, Antonio Toca Fernández Antonio Toca Fernández relata la historia de la crítica de la arquitectura en México, desde el siglo xix hasta nuestros días, mediante el recuento de las revistas, los libros, las conferencias, los editores y las instituciones que le dieron sustento crítico a la proyección y construcción de nuestros edificios y nuestras ciudades.

Ehrmantraut, asesino bueno, de rostro serio pero gentil, con una inmensa cabeza calva que lo hacía inolvidable. De inmediato se confirmó lo previsto: la exploración de Gilligan con la extensión del tiempo seguía presente, ahora como experiencia asentada quizás más cercana a lo artístico. Fue un gusto —si todavía no un placer— advertir cómo el rallentando había dejado de ser una herramienta elegante con la cual se ajustaba el ritmo al formato, y había evolucionado hasta convertirse en un poderoso resorte expresivo cuya influencia se empezaba a extender casi por efecto dominó a todos los demás recursos fílmicos. El elenco y el crew estaban aprendiendo a usarlo en su propio provecho. Un actor genial como Bob Odenkirk —virtuoso de la expresión física— no había tardado en darse cuenta, o al menos en intuir, que la extensión del tiempo no era puro desperdicio, sino una oportunidad para afinar su interpretación de Jimmy/Saul en grados sutiles. La riqueza del personaje podía ahora basarse mucho más en gestos inesperados, en diminutos ademanes que otro que no fuera Gilligan habría considerado inútiles. Lo mismo estaba ocurriendo al fotógrafo y seguramente al resto del equipo. Si la cámara se iba a detener largamente sobre una imagen, se podía aprovechar para enriquecer la toma: su luz, su encuadre, la velocidad del movimiento… Y de ahí seguramente también un detalle de la escenografía o del vestuario, algo en el maquillaje, una sombra… Las consecuencias no se limitaban a la puesta en escena sino que daban nuevos elementos expresivos al guionista, quien ahora podía urdir la trama no sólo con acciones sino con rasgos existenciales de los personajes. Como resultado, el thriller poseía ahora una superficie más pulida y cercana, y era capaz de reflejar no sólo a la sociedad en conjunto sino la participación del público mismo en el mundo del engaño y la violencia. Con Better call Saul el entretenimiento —sin dejar de serlo— empieza a regalarnos un lenguaje para deletrear la realidad actual, cuya singularidad no tiene nombre, o mejor dicho, no ha encontrado aún su nombre. El esfuerzo no está maduro y hay todavía muchas tentaciones que vencer en el difícil medio televisivo, pero apostamos al heroísmo de Vince Gilligan y su equipo de creadores, quienes ya antes dieron muestras de que, como sus antiguos colegas romanos, son capaces de convertir las desventajas de la ley en recursos de un nuevo arte.

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armario

El rastreador

*

Domingo Faustino Sarmiento

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o ch o la and toc rabado del siglo XIX. (Imag ela. G vihu en: U nive rs a l

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Ar ch iv e /G

Im ty et

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)

Todos los gauchos del interior son rastreadores.1 En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado,

*

De Facundo o civilizaciรณn y barbarie en las pampas argentinas (1845).

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cargado o de vacío. Esta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo. “Aquí va —dijo luego— una mulita mora muy buena... ésta es la tropa de don N. Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...”. Este hombre venía de la Sierra de San Luis; la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: “¡Este es!” El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma; negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido en una provincia su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene ahora cerca de ochenta años; encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: “Ya no valgo nada; ahí están los niños”. Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después Calíbar regresó, vio el rastro ya

borrado e imperceptible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra en una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor después de dos años! El año 1830 un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio y volvía para atrás. Calíbar lo seguía sin perder la pista; si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: “¡Dónde te mi as dir!” Al fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas hierbas, y dice: “¡Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican!”. Entra en una viña; Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: “Adentro está”. La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. “No ha salido” fue la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. En 1830 algunos presos políticos intentaban una evasión; todo estaba preparado: los auxiliares de fuera prevenidos; en el momento de efectuarla, uno dijo: “¿Y Calíbar?”. “¡Cierto! —contestaron los otros anonadados, aterrados—. ¡Calíbar!”. Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente. ¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!

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intervenciones Mateo Pizarro

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francotiradores Sobre la creación de las cosas

Ideas sobre Nostalgia, de Mircea Cărtărescu Brenda Ríos

Salir de uno La literatura no es el medio adecuado para decir algo real sobre uno mismo Mircea Cărtărescu

Las novelas y cuentos que componen Nostalgia (Impedimenta, 2015) establecen de manera continua o hilada una reciprocidad de lo etéreo, lo barroco, lo inesperado, lo perfecto, lo poético. Poesía de alguien mayor que cuenta y es de noche y es el origen del mundo. No importa si pasó hace una semana o en el inicio de los tiempos. Ahí está la armonía del que busca, con toda su alma, expresar las dudas y los problemas que surgen por la expresión misma. La expresión es salir de uno. Intentar ofrendar esa expresión, como resultado. No es casual que la obra parezca inacabada, en borrador. La simulación de la escritura como una carta que se hace para explicar que alguien se va, por ejemplo, o que alguien hizo tal o cual cosa, la carta-relato como vestigio en el mundo. Y, desde el estreno, se reduce a dos cosas: contar historias y para qué contarlas. Las historias, a diferencia del mito o del cuento de hadas, no se cuentan para que alguien “aprenda” y no caiga en los errores de quien cuenta, el narrador, sino para que pueda ponerse en su lugar, y de ahí, quizá, devenir otro. La literatura entonces ofrece la bizarra y grata revelación de la experiencia que no nos pertenece. Ahora, por qué es importante hacer notar este detalle trivial de lo propio y ajeno, lo que uno no vive, no siente, no piensa pero que, con ayuda del otro, podríamos sentir, pensar, experimentar. Porque aún no estamos muertos. Y vivir significa poder salir y entrar en uno mismo a fuerza de estímulos, a como dé lugar. Un rumano, lector obseso de Borges, Cortázar y Dostoievski, entre otros, habla de asuntos de suma importancia para comprender la irrealidad de estos días que son como cualquier día de cualquier siglo pasado. Creador de una prosa poética (rosa poética), extensa como llano

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sin que podamos ver un árbol en kilómetros y luego, una selva con animales aullando desaforados al mismo tiempo. Una escritura física. Si nos acercamos a la página podemos tocar el rostro, las comisuras de la boca, el caracol de la oreja, los globos de los ojos, la prominente nariz de quien escribe. No hace falta ver en la solapa o buscar en internet fotografías del hombre que nos habla. Sabemos cómo es, reconocemos su olor, la habitación donde está, la vista que tiene desde la única ventana de esa habitación. En un momento dado, en la lectura, reconocemos la causa del desasosiego, la molestia y la desazón que llevó al escritor a contactarnos (toda escritura es contacto). Su cuerpo, pegado al nuestro, se convulsiona, y luego descansa, se relaja al fin, dormido por pastillas poderosas. El libro se convierte en algunos pasajes en muestra de algo que vive. Los animales salen del museo, como en Jumanji pero no sabemos si es lo que pasa con los personajes, el amor que les nace por primera vez, o es un llamado del autor para decirnos que el mundo es algo más que lo visible. No es la fantasía la que toma el control, o que el mundo lógico pierda. Es la posibilidad de que lo que no conocemos coexista con los espacios, los sonidos, los olores que son familiares. Hombre/mujer/monstruos Algo que se repite como un motivo musical es el tema de la infancia y la diferencia de género. El amor es una imposibilidad, parece decir con ese tono que sugiere pero que a la vez dicta, porque hombres y mujeres, niños y niñas, no están hechos del mismo modo. Los valores, la crianza, el cuerpo, la mentalidad y el lenguaje se absorben de modos disímiles. Cada persona es una alegoría de lo que pudiera ser si acaso tuviera el valor, si saliera de sí misma, si la piel fuera caparazón, si hablara. Sobre todo, esto último, si hablara. Qué podría decir que logre cambiar las cosas, la situación que lo rodea, que logre ser mirado de otra forma. Qué palabras existen para ser otros para los que acompañan. La vida es un camino breve, y espinoso. No hay surrealismo en los relatos, hay otra realidad, una realidad sin magia y sí una donde la ciencia hace posible fenómenos curiosos. No hay horror, ni belleza absolutas. Es tan poco el tiempo que uno ocupa en la tierra que además de ser breve se pierde en pensar su brevedad. “La mujer como entidad me parecía un monstruo. Veía en ella, de hecho, a un hombre modificado, lisiado. Los pechos, la grasa depositada en otras partes del cuerpo, las caderas anchas, el cabello diferente al de los hombres me parecían signos de una enfermedad vergonzante”. Más adelante, en otro relato, afirmará que los hombres son tontos y la mujer

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es la muestra de la evolución. La contradicción no es hermosa, es otra cosa: nada es cierto y las cosas no muestran sólo un lado. La naturaleza de las cosas es ambigua, oscura, se revela en lo sueños e indica el porvenir. A medio camino entre lo esotérico y lo científico, los múltiples narradores nos hacen ver que hay alguien detrás de la madeja que es el libro, el autor, el cosmos, el mundo de los sueños, la noche, la mujer, el hombre y todo aquello que presente vida, brillo, lenguaje.

Creación del mundo, animales, cosas, personas, ranas El resto es literatura, una colección de trucos mejor o peor dominados Mircea Cărtărescu

Nostalgia está formada por tres relatos y dos novelas cortas. O por cinco cuentos, o por una novela en fracciones. “El ruletista”, “El mendébil”, “Los gemelos”, “rem” y “El arquitecto”. Hay una posible hipótesis sobre la estructura: son capas de pintura que, al llegar a la base, descubrimos que es el inicio de otra capa de pintura. No es que sean matrioskas, hermoso lugar de lo común, porque las madres que albergan en su vientre otras madres llevan el destino físico del límite y se terminan. Cada capa de pintura escarba con nitidez y coraje el modo de encontrar en el lector su animal, u objeto o color o tono musical que trae dentro. Es su mayor ambición. El poder de una narrativa así, la de Cărtărescu, es que se toma una libertad poco común: cambia de segunda a primera persona, cambia de tiempo narrativo, cambia de narrador sin aviso alguno, cambia de espacio, cambia de tono. El resultado es que un lector común tome el texto y regrese, dé vuelta, relea, se pierda, vuelva de nuevo, imagine si leyó bien e intente otra vez. Un autor que, en tiempos de lecturas simples sabe qué hacer y dónde está el inicio de la madeja. Por si fuera poco, de vez en vez, avisa al lector que lo que está leyendo es literatura, es decir, no existe, está fuera de lo que uno puede cambiar. Entonces, si la literatura es el estado de lo inmóvil, de la imaginación, de los cuentos, de los mitos y de la realidad inalterable para qué recordar al lector que su participación es inútil. ¿No es acaso una burla tremenda a su pérdida de tiempo? El autor, dice, puede pasar una vida entera dejando esa vida entera en un manuscrito. El lector, en cambio, pasará un rato agradable, quizá pensará en lo que este autor lo ha influido o lo ha hecho pensar y saldrá a la calle a ver gente, y leerá otros libros y se habrá olvidado del autor (por otro


lado, ya muerto u olvidado). La literatura no puede esperar agradecidos. Volvamos a la idea del juego. Los niños juegan a contarse historias. Los niños juegan a espantarse. Los niños juegan a no pensar el futuro. Cuando los niños crecen el mundo del miedo y de los cuentos ha sido superado. El adulto en su lugar vive y respira por inercia. La transformación de él en otra cosa ya no es posible. Una vez convertido en adulto saldrá del encanto infantil de creer en cosas que vuelan o permanecen. La transformación debe darse antes, de ser posible. Ser transformado en el animal que habita dentro de cada uno y es irrepetible. Ser transformado en aquello que da miedo, como pasar de ser hombre a ser mujer. O ser un arquitecto que transforma su auto para hacer música y un fenómeno de masas y, al final, hacer él un universo con un poder tal que de él dependa el mundo entero. Un hombre-animal-mundo-universo-galaxia. Su respiración es otra. Su constitución otra. Pero, si algo sucede y el chico/a crece y se vuelve adulto sin haber sido planta, animal, objeto, mesa, está perdidos.

El mundo adulto es el mundo racional y lógico. Por eso la literatura deja de causar efecto. Cualquier efecto. Él, el autor, lo sabe. En “El Mendébil” dice: “Las mujeres nunca se unen a los hombres. Ellas portan una célula en el vientre. Cuando alcanzan la edad adecuada, nace en ellas un deseo de dar a luz. Entonces ponen en marcha las fases del nacimiento. Son las siguientes: de la célula nace una pulga. De la pulga, una cucaracha. De la cucaracha una ranita. […] Ellas podrían alumbrar a seres más perfectos que un niño, porque las etapas del crecimiento no se acaban con el hombre”. Cărtărescu no es un autor, no es un hombre, no es europeo ni rumano. Es una estación de la naturaleza, un lugar donde estar y poder sentir. Un templo budista, una iglesia si fuéramos creyentes. A falta de Dios, palabras. Palabras que anuncian esa voluntad de El ruletista por vivir. Hay que perderle amor a la vida para aprender a amarla, enseña. Sólo así los fantasmas, la virtud, el caparazón de los sueños puede seguir existiendo.

Nostalgia Mircea Cărtărescu Tradición de Marian Ochoa de Eribe Madrid, Impedimenta, 2015 384 pp.

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Archivo negro de la poesía mexicana: una radiografía Aldo Rosales

“La historia la escriben los vencedores”, aseguran algunos, y esto significa que la versión “oficial” de un hecho, a veces, diste mucho de la forma en que sucedió. Walter Graziano advierte, en su libro Hitler ganó la guerra, sobre el riesgo de apegarse a la idea de que la historia debe escribirse mucho tiempo después de que los hechos se hayan presentado. Esta afirmación —casi un mantra para algunos—, ha permitido que a lo largo del tiempo se erijan numerosos tiranos o, en el más amable de los escenarios, que los hechos se tergiversen y triunfe una versión incompleta de la historia, una visión sesgada. En el caso de la poesía en México, uno puede preguntarse quién o quiénes han escrito su historia, quiénes son los responsables del establecimiento de un “canon”. Sería impreciso, por decir lo menos, hablar de poesía y utilizar términos como “vencedor” ya que, indefectiblemente, esto nos llevaría a pensar en su antónimo; sin embargo, sucede. De manera infortunada, en ocasiones se considera “vencedor” al que logra aparecer en las antologías auspiciadas por alguna institución gubernamental y, por antonomasia, “perdedor” al que no es convocado o cuya obra no goza de la difusión y el prestigio de su homólogo. Por tanto, ¿qué pasa con la obra de aquellos que no fueron convocados a las antologías “oficiales”, la obra de aquellos de los que se habla poco? La colección Archivo negro de la poesía mexicana, editada por Malpaís ediciones, hace la función del historiador, del buen historiador, que no se conforma con lo asentado en las actas y va más allá; remueve el polvo del olvido y trae, de

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las sombras que el tiempo arroja, a un grupo de autores de los que, tal vez, no se hable lo suficiente. No es una antología de marginados, ni una “visión de los vencidos” o martirologio de los olvidados: es, simple y sencillamente, un compendio de poéticas alternativas a las que quizás hemos llegado un poco después, pero después no es menos ni es tarde, como afirma Israel Ramírez en la introducción a Patología del ser, uno de los libros que componen este archivo. El más grande acierto de la presente antología es, según mi punto de vista, no erigirse como “definitiva” o “mejor”, sino sólo como un punto de reunión de voces porque —y esto lo celebro— los editores comprenden que la poesía, antes que campo de batalla, es punto de reunión; aquí no caben vencedores ni vencidos. Si la poesía es acaso sólo una luz que alcanza a iluminar las cosas ya existentes, un dedo incorpóreo que apunta hacia donde debemos dirigir la mirada, entonces este archivo es un prisma que descompone la luz de la poesía y la fragmenta en sus diversas tonalidades. Si cada poética es una luz, una indicación, un dedo que apunta, como ya había dicho, ¿qué es lo que señala este Archivo negro de la poesía mexicana? ¿Hacia dónde apuntan cada uno de los libros que lo componen y, más aún, qué es lo que en conjunto alumbran? Iluminan una ciudad atemporal y acaso inexistente que a veces tiene las trazas de la Ciudad de México y, en otras ocasiones, una ciudad soñada. Calles empedradas con versos vítreos, una reminiscencia de que algo hubo antes ahí y ahora sólo queda la palabra como ceniza. Callejones sin salida donde las palabras, las imágenes, como peces, nadan a nuestros pies y escapan cuando estamos a punto de atraparlos; versos que no se dejan herir de indiferencia ni olvido. Cada uno de los libros es un pulso, un latir de sílabas que nos transporta al interior de la voz de cada uno de los autores. Desde la taquicardia que es Híkuri, de José Vicente Anaya, hasta el latir sereno pero profundo de Raúl Garduño en Los danzantes espacios estuarios, pasando por el latido de los pasos

que se dan sobre las calles de la infancia que Miguel Guardia entreteje en El Retorno y otros poemas, este Archivo negro construye, con diversos ritmos, una danza de versos. Son numerosos los vasos comunicantes entre los poetas reunidos aquí; sin embargo, es en sus diferencias (en sus respectivas poéticas que, como señalan los prólogos de algunos, son únicas a pesar de estar inscritas en una cierta corriente o generación) donde yace la vida y el valor de la antología. El archivo es negro no por insondable o inaccesible: es negro por la ausencia de un color definitorio para cada uno, es negro porque atiende a las particularidades y nos entrega un mural de voces a las que es necesario escuchar con detenimiento, con apego. La poesía, en cada uno de estos libros, lleva el nombre de su autor. Se transforma, hierve, se aleja o se acerca tanto que se adhiere al aliento, pero nunca deja de ser feroz. No hay tregua en ninguno de los poemarios. “La poesía se escribe sola, y se lee ella misma”, afirma Carlos Isla en su Maquinaciones, y dicho verso bien pudiera ser el epígrafe que abriera la antología. Los autores aquí reunidos cantan, meditan, observan el fenómeno de la creación poética pero jamás descansan. En sus versos hay afirmaciones tan contundentes sobre la vida, sobre el tiempo y la conciencia, que a veces se duda en volver a abrir las páginas porque se corre el riesgo de no volver a ser el mismo. Esta antología es un puño de semillas que germinan en quien la lee; crece a cada lectura, se resignifica constantemente. En ocasiones la poesía, la imagen en carne viva, se halla palpable al primer golpe de lectura; otras, se esconde tras el follaje de la anécdota, de trozos de crónicas y testimonios, como en La oración del ogro, de Jaime Reyes; sin embargo, nunca se extingue. A veces rescoldo, en otras tantas llamaradas que arrasan el bosque seco de la costumbre, el acto poético vuela de hoja a hoja, rehúye al entendimiento, se escurre en el arroyo suave de cada uno de los libros. Hay, en este archivo, una capacidad mimética indescifrable a veces: se adhiere

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tanto al entendimiento, a la cotidianidad, que en ocasiones se antoja imposible recordar si ese verso que nos danza entre los ojos, que nos tintinea en el pecho, se leyó aquí o es una verdad aprendida tiempo atrás. Los versos, aquí, “van de sombra en sombra, escondiéndose, subiendo las escalas de la muerte”. Los poetas aquí reunidos observan, nunca dejan la labor del ojo alerta. Unos miran al cielo, otros a las calles o a sus congéneres, pero siempre hallan en esta observación una ruta a su propio yo; pasan por la hoja en blanco como quien camina entre la noche, sin certezas pero sin vacilaciones, y se encaminan irremisiblemente al encuentro con su voz. Dejan escapar, de sus heridas de conciencia, abiertas de par en par, pequeños jirones de sensibilidad desmedida. Se saben humanos, se saben falibles, y reconocen en sus páginas que no saben a dónde van sus textos, pero se hallan seguros de que la sola travesía es ya una meta conquistada; saben, también, que el poema terminará por absorberlos o abandonarlos, que no permanecerá en ellos, que lo que han dicho ha dejado de pertenecerles y queda ahí, al aire, para quien decida atraparlo entre el aleteo del párpado lector. Hay ritmo inefable en estos textos. Pareciera en ocasiones que, más que a la palabra, estos autores han perseguido al silencio y reconocen que la única forma de atraparlo es tender alrededor suyo una delicada red de imágenes mesuradas y limpias, lumínicas. La poesía aquí anuncia su llegada desde el primer momento. De palabras claras, pulcras y serenas está conformado el archivo. Leerlo es asomarse a la rotonda de los hombres limpios, sinceros. Cada tomo es la lápida donde reposan las voces de estos autores; su verso es epitafio.

Colección archivo negro de la poesía mexicana Sangre roja, versos libertarios, de Carlos Gutiérrez Cruz Poema nuevo, de Alfredo Cardona Peña Los danzantes espacios estatuarios, de Raúl Garduño Radio: Poema inalámbrico en trece mensajes, de Kyn Taniya Patología del ser, de Ramón Martínez Ocaranza El retorno y otros poemas, de Miguel Guardia La oración del ogro, de Jaime Reyes Morada del colibrí. Poemurales, de Roberto López Moreno Maquinaciones, de Carlos Isla

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Los tiempos de todos contra todos:

Las conspiraciones fallidas, de Eric Uribares

Nora de la Cruz

El humor es a veces confundido con la frivolidad, pero nada puede estar más lejos de la verdad. Como prueba, mucha de la literatura mexicana reciente que opta por el humor negro para observar la realidad desde un punto de vista crítico, pero también ligero. La realidad es grave o ridícula, según se mire. La mirada de Eric Uribares prefiere la segunda opción: Las conspiraciones fallidas, una colección de relatos publicada en 2016 por Paraíso Perdido. El libro está compuesto por ocho relatos y resulta evidente que fueron trabajados como conjunto, en torno a una idea, pero de una manera mucho más sutil que la simple reiteración temática: los propios textos se conectan y se aluden, sin perder su autonomía. La trampa de la repetición se libra bien al equilibrar cada cuento y dotarlo de un recurso distintivo, sea de estructura o de estilo. Cada historia es memorable por sí misma, y contribuye a la producción de un sentido más amplio. La cuarta de forros señala que Uribares explora los movimientos altermundistas y la identidad mexicana contemporánea. Es cierto que el motivo recurrente en todas las historias son organizaciones clandestinas que persiguen un objetivo ideológico, al menos en apariencia. Pero más que explorar dichos movimientos en sí mismos, lo que el autor muestra con alto grado de socarronería es por qué muchos de ellos están condenados al fracaso: en general, las nobles causas que conducen a los personajes a planear atentados, ataques, secuestros y revoluciones —con sus respectivas masacres y daños colaterales— por lo general encubren mezquindades: el hambre de celebridad, el deseo de venganza, la ambición egoísta o, en el mejor de los casos, la ingenuidad e incapacidad de los conspiradores. El único caso en el que el plan funciona es en el relato “Encendido / Apagado”, pero eso tampoco es enteramente satisfactorio, pues los perpetradores en el fondo no contaban con ese éxito y por ello termina siendo más abrumador que su contrario.

Las conspiraciones fallidas Eric Uribares México, Paraíso Perdido, 2016 128 pp.

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Una de las cualidades más sobresalientes del libro es ser accesible y entretenido. En este sentido, el autor retoma una de las funciones originales de la literatura: ser amena, brindar placer y diversión. Para ello emplea recursos que había explorado en su libro anterior, Ladrón de dinosaurios: el más evidente, la alusión a personajes y eventos conocidos, para subvertir su valor simbólico. En este volumen, Pancho Villa y Emiliano Zapata no dudan en saquear un Walmart con tal de ser fijados para la posteridad en video o en fotografía en “Selfie, mi general”; por otra parte, en “Conspiraciones en la región más transparente”, Carlos Fuentes es secuestrado, no por sus enemigos políticos o literarios, sino por un grupo de ancianas fanáticas que lo admiran desde su juventud, aunque no por buen escritor sino por guapo. Estos dos relatos iniciales conectan bien con el libro anterior, en el que Jaime Sabines, Augusto Monterroso y Octavio Paz eran personajes de enredos ligeros, absurdos e irónicos. Sin embargo, hasta ahí llega la semejanza: el resto de los cuentos que componen Las conspiraciones fallidas está protagonizado por seres ficticios que, por economía narrativa, se apoyan en ciertos estereotipos, pero con al menos un rasgo que los singulariza con ingenio. En esto resaltan los nombres: On y Off, Push y Pull, los cuatro bombarderos de la Bachoco; Picnic, el guapísimo sudamericano que viene a México para incorporase al mercado de la “vendimia corporal” y termina involucrado con Morenaza y sus amigos, que han ocupado una vecindad del centro para discutir sobre la situación del mundo y planificar sus acciones en su calidad de ecoanarquistas o anarquistas-ecologistas, ecoanarquistas-lácteos, anarcopamboleros, anarcobulímicos y anarconarcos. Aunque el libro es accesible, eso no quiere decir que los recursos narrativos no tengan cierta complejidad. Las tramas no son lineales, con desenlace sorpresivo, ni dependen ciegamente del remate para producir su efecto. “Naún y la bala”, por ejemplo, da cuenta del momento en el que una bala perdida alcanza a una manifestante. El proyectil es disparado por la intención heroica de un joven policía de terminar con la trifulca ocasionada entre sus compañeros y los rijosos. El recurso aquí es la ralentización de un suceso que dura apenas unos segundos, pero que está definido por la ingenuidad y torpeza de ambas partes, tanto del policía bienintencionado como de la chica que sostiene una pancarta en contra de las armas.

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Por otra parte, “Crímenes de caoba”, el relato más extenso del volumen, es también el más complejo, al integrar distintas perspectivas y, con ello, más de un tema, representado en los diferentes personajes: una abogada desilusionada del activismo, un virtuoso de las artes marciales que las ha puesto al servicio de la delincuencia, una joven que vive de negocios variados y dudosos y un hombre que antes criaba gallinas pero terminó traficando armas por las presiones del narcotráfico. Los cuatro coinciden en una región boscosa disputada por los traficantes de maderas y los miembros de Greenpeace. Se trata del relato más cargado de acción física y, en ese sentido, el más entretenido, sin embargo, el contenido a veces se desborda y se diluye: es claro que en un punto de la historia es casi imposible diferenciar a los activistas de los criminales, a los delincuentes de la gente de paz, pero esta idea es sutil y se pierde entre los muchos acontecimientos, que involucran peleas callejeras, balaceras y, por supuesto, asesinatos. Una estructura igual de ambiciosa, pero mucho más sólida, se consigue en “Picnic y los conspiradores ingenuos”, donde un grupo de jóvenes planea volar la plaza de toros, pero la intromisión del despistado Picnic, del lúbrico Pancho Pistolas y de Quino, un judicial, desvía su estrategia. Del otro lado del espectro, “Alergia” toma como punto de partida la vida cotidiana de un matrimonio para mostrar el germen doméstico de un rencor que se convierte en terrorismo. El discurso contra el consumo y el sistema económico encubre el rencor de cuatro individuos contra el resto del mundo. Algo semejante ocurre en “El Niño Dios también se indigna”, donde una manifestación madrileña provoca la pérdida de una maleta con estatuillas que representan mucho más que fervor para Benja, el recién casado que las trajo desde México a su luna de miel. Las conspiraciones fallidas es una colección de relatos cuya atención está en el lector, primordialmente: en entretenerlo, convencerlo, hacerlo reír (que es una forma de conmoverlo), pero también es un libro que intentó crear el mejor cuento posible a partir de anécdotas hechas del mismo material de las noticias que leemos a diario en internet en este “tiempo de todos contra todos”, por citar al propio autor. Uribares construye historias que muestran la ingenuidad y la torpeza humanas, la manera en la que se puede ser víctima tanto de la maldad como de la bondad. Historias violentas, absurdas y sin moraleja.


Pájaros de cuentos:

la narrativa policiaca escrita e interpretada desde el norte mexicano Gabriel Trujillo Muñoz

Dice Jordi Gracia, en su Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía, que el Quijote, en su tiempo, allá a principios del siglo xvii, no fue visto más que como una novela cómica, para hacer reír a los incautos, como una narrativa de simple entretenimiento y párenle de contar. El éxito del Quijote entre el vulgo (esto es: entre los lectores en general) hizo que esta obra quedara catalogada como novela poco seria, un best seller sin mayor trascendencia literaria. Y Gracia añade: La flagrante popularidad de su historia no deja, ni entonces, ni después, rastro alguno visible en la opinión culta, como si en las tertulias y academias se sobreentendiese que no es propio de semejante entorno, o si cabe será en forma de broma o burla por sus malos modales y su falta de respeto a las convenciones insoslayables. Nadie la menciona o la evoca, nadie la elogia seriamente ni nadie la incluye en repertorio o lista respetable.

¿Qué significa eso? Que el hoy famoso Quijote, esa obra maestra de la lengua española, esa joya eterna de la literatura universal, fue ninguneada por el gremio mismo de los escritores y expulsada de la academia de los críticos literarios de su tiempo por contravenir las reglas en uso y por darle voz a gente impía, criminal, sin oficio ni beneficio, que en vez de dar lustre a España ofrecía un panorama desolador de su pueblo, de su justicia y de su sociedad. Para muchos de los colegas envidiosos de Cervantes, un escritor que no vivía a expensas de la corte sino pobre y trabajando en imprentas o asesorías, esta novela disparatada era una obra carente de calado moral, de profundidad filosófica, de lenguaje elevado, lo que implicaba que podía gustar a los iletrados pero que provocaba un mohín de asco a la gente culta y bien sabida de modos y de modas. Por eso la república de las letras no le abrió las puertas, esperando que su éxito pasara y que el olvido terminara por ponerla en el lugar que le correspondía: el basurero de la historia. Pero los lectores comunes y corrientes, ese vulgo irredento que disfrutó con las aventuras del caballero don Quijote y de Sancho, su escudero, fueron los que mantuvieron viva y leída esta aventura galopante, generación tras generación, sin darse por enterados de lo que pensaran poetas barrocos, intelectuales de sacristía y literatos eruditos. Y finalmente, siglos más

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Pájaros de cuentos. El cuento criminal bajacaliforniano y sus autores intelectuales José Salvador Ruiz Tijuana, Cecut-Secretaría de Cultura, 2016

tarde, la academia tuvo que reconocer lo inevitable y darle su lugar a las dos partes del Quijote como lo que eran: una obra literaria que no encajaba con ninguna tradición y que inauguraba su propio camino imaginativo. Lo mismo —con sus debidas distancias y condiciones— podemos ver que le está pasando a las narrativas de género (ciencia ficción, policiaca, terror o fantasía) en nuestro país, que por mucho tiempo no contaron con la respetabilidad y el aprecio de los escritores y críticos que defendían un concepto cerrado, jerárquico, clasista, del bien pensar y del mejor escribir, de las letras nacionales mientras decenas de autores y críticos extranjeros las estudiaban con respeto e interés. Qué bueno, entonces, que esto comience a cambiar en los últimos años, sobre todo en lo que respecta al género policiaco. Ahí están libros colectivos como Miradas convergentes (2014) o Fuegos cruzados (2016), así como antologías como Expedientes abiertos (2014) y México Noir (2016) o colecciones completas dedicadas a esta literatura, como la titulada En la mira, que ya lleva una decena de libros publicados. Pero especialmente hay que considerar la labor encomiable de ensayistas mexicanos de la talla de Miguel Rodríguez Lozano, Gerardo Gómez, Édgar Cota, Jaime Muñoz, Juan Carlos Ramírez Pimienta y Juan José Zárate, entre muchos otros. Son pocos, es cierto, pero van en aumento. El caso más significativo de la segunda década del siglo xxi, es el de José Salvador Ruiz (Mexicali, 1971), que con su libro Pájaros de cuentos. El cuento criminal bajacaliforniano y sus autores intelectuales (Cecut-Secretaría de Cultura, 2016), indaga en la narrativa criminal, neopoliciaca, noir y narcoliteratura de Baja California, examinando los lazos creativos que hay entre la realidad de esta entidad y la expresión literaria que en esta región fronteriza tiene lugar, tomando en cuenta tanto los conflictos criminales propios como las fricciones constantes entre dos naciones como México y los Estados Unidos, pues como lo expresa el propio Ruiz: “La violencia cotidiana se cuela en nuestras vidas sin pedirnos permiso”, a la vez que sirve de trampolín

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creativo para escribir el mundo desde una perspectiva periférica, para darle sentido en medio del caos que nos rodea. Pájaros de cuentos es una reconstrucción fidedigna y amena de los autores bajacalifornianos y sus ficciones breves, de los procesos literarios y culturales que han hecho de la cuentística bajacaliforniana un territorio donde lo policiaco y lo criminal campean a sus anchas. Ruiz nos hace visibles, como un detective obsesivo en su persecución de la verdad, tanto los escenarios donde estos textos suceden como los protagonistas de los mismos, ya sean el policía, el periodista, el detective privado o el matón a sueldo. Lo que nuestro autor busca destacar son los elementos de denuncia social, de crítica política, de humor negro, de rescate de nuestra memoria colectiva en la frontera norte mexicana. Estructurado en cuatro ensayos, que van desde una cronología del cuento criminal en nuestra entidad, los inicios del mismo, el vínculo de lo fronterizo y lo policiaco, hasta exponer a los presuntos implicados en esta literatura, este libro acaba señalando que, en su mayoría, estas narraciones se presentan como:


Cuentos híbridos donde lo policiaco se mezcla con lo fantástico o con la ciencia ficción. Los que incluí son testigos de un mundo criminal que a momentos confronta y en momentos fusiona a criminales y policías, a políticos y narcos, a víctimas y victimarios. Nos colocan ante un México que concesiona la impunidad al mejor postor, un gobierno que expende, como diría Monsiváis, “licencias de impunidad” en un coctel de complicidades que deja a la ciudadanía indefensa.

En comparación de muchos otros investigadores que han estudiado la novela policiaca de nuestro país, Salvador Ruiz añade una virtud cardinal: la empatía por este género, el interés genuino al leerlo e interpretarlo no como un trabajo académico más sino como un ejercicio de placer, como una aventura del conocimiento. Y más cuando su libro revela una historia literaria hasta ahora ignorada. Él mismo lo indica al afirmar que “hablar de cuento policiaco en Baja California equivale a entrar en aguas poco exploradas”. Esto es: su investigación entra a un territorio del que no existen mapas confiables ni rutas seguras para estudiarlo. Esta ausencia de información, sin embargo, es un acicate para nuestro autor y lo lleva a incursionar en cuentos poco conocidos de la literatura bajacaliforniana, de la narrativa fronteriza, con el objeto de dar fe de aquellos relatos que más han llamado su atención. La suya es una investigación que, sin dejar de ser minuciosa y atenta en cuanto a novedades y voces originales, no pierde el sentido del humor, la capacidad de no tomarlo todo en serio: Una gran diversidad temática y estética asumida por los distintos escritores que he logrado reunir en estas páginas. Como lo advertí al principio, no intenté el análisis de todos los cuentos que menciono, misión que sería titánica, sino que mi intención fue menos ambiciosa, presentar y en algunos casos comentar la trama y las características criminales de textos destacados. Espero que este primer oficio de comparecencias haya servido para abrir la curiosidad del lector y que saque de sus celdas varios de los cuentos aquí nombrados.

Lo que uno descubre leyendo Pájaros de cuentos es que Salvador Ruiz es un gran lector de la narrativa bajacaliforniana.

No estamos ante un crítico que hace su trabajo por inercia o, peor, que desprecia su campo de estudio, como ha ocurrido muchas veces con respecto tanto de la literatura fronteriza como de la narrativa policiaca. A lo largo de este libro lo que detectamos es una pasión por un género que le intriga y conmociona, el trabajo celebratorio de un académico y detective sagaz que une los cabos sueltos, las pruebas incriminatorias, las declaraciones de los principales testigos, las huellas dactilares de cuentos, relatos y minificciones para ofrecernos un conjunto asombroso de obras que vale la pena conocer para entender el rumbo de la literatura nacional de nuestros días. Pájaros de cuentos es la prueba de la vitalidad y fortaleza de un género literario vituperado, que ha permanecido largo tiempo en los márgenes de la república de las letras, pero que cada vez se le aprecia mejor gracias a la labor crítica y entusiasta de investigadores como José Salvador Ruiz. Gracias a la tarea encomiable de nuestro autor, este género en particular hay que asumirlo como el retrato de Dorian Gray de nuestra sociedad: una pintura macabra de la realidad en que vivimos tanto como una obra de arte donde todos nuestros males y demonios están a la vista. Ficciones que no temen mirar de frente el corazón de las tinieblas de nuestro propio entorno. Escuchar el canto de estos pájaros-narradores es atender el pulso vacilante de nuestro país, el ritmo atroz del mundo actual, para apreciar en lo que ayer contamos lo que hoy somos sin querer. Y es que, volviendo a citar a Miguel de Cervantes, la narrativa policiaca fronteriza está dedicada a contar “la cruel entraña de los malhechores”, la vida convulsa de un tiempo como el nuestro. Una literatura que se mete a fondo en estas realidades, como el propio Ruiz lo dice: “con personajes complejos y tramas bien escritas”, para narrar los claroscuros de un México que oscila entre la deshumanización social y la fraternidad letal de los desposeídos, entre el cinismo de las élites y la terca esperanza de los miserables.

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colaboran Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949). Cronista, ensayista, narrador, poeta y traductor. Ha traducido la obra de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Guide, Roger Munier, entre otros. Ha publicado, por mencionar algunos, los poemarios Muertos y disfraces, La ceniza en la frente y Ningún sitio que sea mío, así como la novela Hemos perdido el reino. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las Letras Mexicanas. Lobsang Castañeda (Ecatepec, 1980). Estudió filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es autor de Los habitantes del libro (México, Libros Magenta, 2011), Náusea y alergia (México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) y Puntos suspendidos (Toluca, Fondo Editorial del Estado de México, 2014). Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc”, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del inba en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. José Homero. Poeta, ensayista y editor. Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000). Ha publicado, entre otros, el libro de ensayos La construcción del amor y los poemarios Vista envés de un cuerpo, Luz de viento y La ciudad de los muertos. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2010), Tiempos de Furia (Ediciones B, 2013) y El canto circular (Instituto Literario de Veracruz-Conaculta-inba, 2013). Es jefe de redacción de Playboy México. Christian Peña (ciudad de México, 1985). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2005 a 2007. Es autor de los poemarios Lengua paterna, De todos lados las voces y El síndrome de Tourette.

Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Aldo Rosales (Ciudad de México, 1986). Egresado de la licenciatura en enseñanza de inglés, de la unam. Autor de Luego, tal vez, seguir andando, Entre cuatro esquinas, La luz de las tres de la tarde, Ciudad nostalgia y El filo del cuerpo. Coordinador del taller de creación literaria del FARO Indios Verdes y becario del Fonca en el área de cuento 2016-2017. Mauricio Ruiz. Escritor mexicano. Ha sido finalista en los premios Bridport y Myriad Editions en el Reino Unido, así como el Fish Short Story Prize en Irlanda. Su primer libro, Y sin querer te olvido, fue publicado a finales de 2014. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Domingo Faustino Sarmiento (San Juan, 1811 - Asunción del Paraguay, 1888). Político y escritor argentino, presidente de la República entre 1868 y 1874 y autor de una copiosa producción periodística, pedagógica y literaria, entre la que sobresale su libro Facundo o civilización y barbarie, aparecido en 1845. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad Veracruzana. Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Gabriel Trujillo Muñoz (Mexicali, Baja California, 1958). Poeta, narrador y ensayista. Profesor y editor universitario. Cuenta con más de 30 libros publicados. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 2011. Su libro más reciente es Círculo de fuego. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Héctor Fernando Vizcarra (Ciudad de México, 1980). Traductor literario. Maestro y doctor en Letras por la unam. Es autor del libro Detectives literarios en Latinoamérica: el caso Padura, así como coautor de la novela infantil Los detectives del salón catorce. Becario de Jóvenes Creadores de 2014 - 2015.


Colección Cultura Universitaria

Sabacio

Kristín Dimitrova En ésta, su primera novela, Kristín Dimitrova contrapone y entrelaza los antiguos mitos tracios de Sabacio (Dionisio, Baco) y Orfeo para crear una ficción moderna, ingeniosa, con un fino sentido del humor, que tiene lugar en la Bulgaria contemporánea.

Novedad editorial Vastedades, abismos, sonoridades submarinas, Potentes soles de invierno, largos olvidos como pozos tomados por el polvo, Un grano de anís en un tronco, Un trompo de luz que sólo gira en el centro de las pupilas de una niña, Un pececito rojo tras el cristal de una pecera...

«Cuando la justicia desaparece no queda nada que pueda dar valor a la vida».

Como un pez rojo

Juan Manuel Gómez Poemas-navegaciones sabedores de que el viajero siempre estará más cerca de la vida que de la muerte; hechos como quien va sobre el dorso acuático del mundo y con la claridad del que ama ser ciego en la niebla.

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Tiempo en la casa suplemento electrónico

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“Crítica de la arquitectura en México”, de Antonio Toca Fernández

Revista mensual de cultura

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 38 • marzo 2017 • $60.00 • ISSN 0185-4275

Centro Cultural Mexiquense Bicentenario 30 de marzo, 17:00 hrs. Vestíbulo de la Biblioteca

NOVEDADES EDITORIALES ARTE Arnaldo Coen. Donde empieza el silencio en el espacio tiempo

CIENCIAS MÉDICAS Incertidumbre y vida cotidiana. Alimentación y salud en la Ciudad de México www.casadelibrosabiertos.uam.mx

Miriam Bertran Vilá

FOTOGRAFÍA 43

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NARRATIVA Diario de filosofía para un Don Nadie Hugo Enrique Sáez

POLÍTICA Las grandes potencias en la reconfiguración del nuevo orden mundial

Homenaje a

Ricardo Piglia

Ana Teresa Gutiérrez del Cid, Graciela Pérez Gavilán y Beatriz Nadia Pérez Rodríguez

Futura CDMX: la Ciudad de México a escala

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en línea: issuu.com/casadeltiempo

casadeltiempo • número 38 • marzo 2017

Celia Fanjul Peña

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Capricho y geometría en la obra de Kazuya Sakai Constelación Kubrick


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