Casa del tiempo 39, abril de 2017

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Revista mensual de cultura

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 39 • abril 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

casadeltiempo • número 39 • abril 2017

Centenario de la Fuente de Marcel Duchamp

Recordanzas con René Avilés Fabila Beatriz Espejo • Guillermina Cuevas • Martha Fernández

en línea: issuu.com/casadeltiempo

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Poemas de Emmanuelle Riva H. P. L. Historia del Necronomicon


Novedad editorial

Encender el mundo

Próximas ferias del libro en las que participará la UAM

Edmée Pardo

Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2009 ¿Cómo son las mujeres de este siglo?, ¿difieren de las de siglos previos?, ¿miran durante los crepúsculos los caminos posibles por donde llegarán sus amantes? ¿Esas damas que viajan en pareja, quiénes son, cómo se divierten en ciudades lejanas de lenguajes desconocidos? ¿Es verdadera la premisa “Uno tiene tres amores en la vida: un lugar, una persona, una cosa”? Encender el mundo abarca veinticinco relatos de profunda humanidad y anécdotas breves, cordiales que son una magnífica aproximación o una clave de desciframiento para dar respuesta a algunas de estas preguntas.

CD MX

Feria Cultural del Libro Ibero Del 17 al 21 de abril Universidad Iberoamericana, Campus Santa Fe Feria Internacional del Libro Universitario Del 21 al 30 de abril Complejo Deportivo Omega, Xalapa, Veracruz Feria del Libro de la UAEM Del 25 al 28 de abril Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Campus Chamilpa Feria Nacional del Libro de León Del 28 de abril al 7 de mayo Poliforum León, Guanajuato

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

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Editorial

Algunas obras de arte nacen de una ocurrencia, una falsa visión, un sonido escuchado al paso, una idea mal entendida, a veces —incluso— parecen producto de una travesura, o aun, una afrenta deliberada a lo producido hasta entonces. En ocasiones, sin embargo, esas ocurrencias de un momento cambian la Historia. La anécdota común nos dice que la idea de Marcel Duchamp de presentar un mingitorio como pieza en una muestra de arte contemporáneo en 1917 respondió a una broma que el espíritu de la época favorecía. No obstante, esa obra transgresora, “el gesto de excepción de Duchamp —escribe Héctor Antonio Sánchez— acabaría, como bien sabemos, por devenir norma, institución, arte oficial. […] La idea acaba por sustituir a la materia: las palabras suplantan a las obras. La exposición deviene catálogo de ocurrencias y, en fin, el arte se desplaza del objeto visible a la justificación invisible”. Debido a su importancia no sólo en el arte del siglo xx y hasta nuestros días, y mediante el pretexto del centenario de su aparición, Casa del tiempo presenta una serie de textos que revisan la historia de una ocurrente idea que aún hace mella en el corazón de la cultura universal: la Fontaine de Marcel Duchamp. En Más allá del Hubble coleccionamos tres recordanzas con René Avilés Fabila de la pluma de las escritoras y académicas Beatriz Espejo, Guillermina Cuevas y Martha Fernández. En Ménades y Meninas, el colectivo de artistas Chachacha! nos presenta los resultados de su proyecto Simulación ritual en el que elabora ejercicios autorreferenciales y de análisis del cuerpo en relación con el territorio geográfico y simbólico. Ofrecemos, asimismo, la primera entrega de Biblioteca ignota, una columna del ensayista Lobsang Castañeda que nos descubrirá libros inclasificables y acaso inconseguibles, volúmenes sepultados por el tiempo o extraviados en las más recónditas bibliotecas.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretario Alfonso Mauricio Sales Cruz Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iv, núm 39 • abril 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Fontaine, de Marcel Duchamp, réplica en el Museo de Arte Moderno de San Francisco Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. IV, número 39, abril 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica www. uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 31 de marzo de 2017. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Seis poemas, 3 Emmanuelle Riva

profanos y grafiteros Tras los pasos de R. Mutt, 7 Verónica Bujeiro La guerra de las imágenes no ha terminado, 14 Pablo Molinet El mingitorio es una fuente, 18 Jorge Vázquez Ángeles Un fantasma recorre los pasillos del arte. A cien años de R. Mutt, 22 Fabiola Camacho Marcel Duchamp como objeto estético, aun, 26 José Homero

ménades y meninas Marcel Duchamp: la cripta del arte moderno, 32 Héctor Antonio Sánchez Simulación ritual, 38 Colectivo Chachacha! [Raymundo Rocha/Dayron López]

antes y después del Hubble Carta a René Avilés Fabila, 44 Beatriz Espejo René Avilés Fabila: una lotería ganada, 46 Guillermina Cuevas Recordanzas con René Avilés Fabila, 49 Martha Fernández Un ciego en el metro nos vigila, 55 Jesús Vicente García Biblioteca ignota 1. La cofradía de Atis, 60 Lobsang Castañeda

armario, 64 Historia del Necronomicon H. P. Lovecraft

intervenciones, 68 Mateo Pizarro

francotiradores Como un pez rojo, de Juan Manuel Gómez, 69 Armando González Torres Aprender a nadar. Moonlight: todo es azul y el amor no se dice, 71 Brenda Ríos Romeo y Julieta nos miran con ojos tristes. La la land de Demian Chazelle, 73 Andrés García Barrios La solidez y la ligereza. Aves migratorias de Mariana Oliver y O reguero de hormigas, de Yolanda Segura, 75 Nora de la Cruz La intimidad y sus reescrituras. Periferia, de Gabriel Trujillo Muñoz, 77 Moisés Elías Fuentes

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Rosalía de Castro y su poesía de vida y muerte Veronica Stašová


torredemarfil

Seis poemas Emmanuelle Riva

Texto, selección y traducción de Reynol Pérez Vázquez

El pasado 27 de enero, en París, cerró sus ojos Emmanuelle Riva, una de las actrices europeas más singulares de la segunda mitad del siglo xx. Sin embargo, la intensidad de su mirada podremos recuperarla una y otra vez en esa luz inextinguible que es el cine. Para fortuna nuestra, Emmanuelle Riva permanecerá también en sus poemas. Si la fuerza de su mirada en la pantalla nos revela un mundo interior capaz de cimbrarnos, sus textos poéticos nos revelan a su vez las coordenadas de otro mundo suyo, igual de enigmático: el de la palabra. En septiembre de 2014 me puse en comunicación con Anne Alvares-Correa, la agente artística de Emmanuelle Riva, con el propósito de conseguir por lo menos uno de los poemarios recientes de la actriz y solicitar además su permiso para una posible traducción. Al mes siguiente, Alvares-Correa me envió un mensaje por correo electrónico con los datos de un nuevo libro de poemas de Riva: C’est Délit-Cieux! Entrer dans la confidence, con el sello de la editorial Bayard. Los seis poemas aquí seleccionados pertenecen a dicho volumen. En marzo de 2015 recibí una carta de Emmanuelle Riva, breve pero cálida: “Vous pouvez traduire tous les poèmes que vous voulez, ceux qui vous plaisent; j’en suis toucheé et ravie”.1 Ese mismo año armé una antología de cuarenta poemas con el título de uno de sus libros: Rehén del deseo. Casi dos años después, el deceso repentino de Riva me sorprendió en la búsqueda infructuosa de editor. He aquí la voz de una mujer que primero quiso ser poeta pero jamás estrella, la que nos mira en la pantalla y nos habla en la página con ese misterio que sólo un auténtico creador es capaz de despertar.

1 “Puede usted traducir todos los poemas que desee, los que a usted le gusten; yo estoy conmovida y encantada”.

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Sueño de teatro

Despliegue de todos los campanarios en el cielo emboscadas muy suaves de los aviones en tu corazón como las golondrinas que domesticas con tu sombra Puedes alejarte en la magia de las flores nocturnas puedes tomar la tempestad por amiga yo seré ese lago de bruma a tu llegada ese lago de bruma y tú dirás que amas todas las luces de la ciudad.

Rehén del deseo

Por dentro el cuerpo brilla como una mina de carbón, El lugar de la sangre en la noche del Tesoro retorno de desnudeces interiores: el cuerpo atravesado en la roca de la fuente, veo el Grito en el agua del tormento los caballos del Planeta invaden el patio: medusa de grupas apretadas; la intensidad de la lava engendra la violación en la piedra está la luz mira el deseo a la muerte se agitan los caballos como la marejada en el patio de la granja un niño desde el árbol atisba el deseo una piedra está llorando una piedra está llorando a otra piedra el Grito se desploma a lo largo de un muro.

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Mayo de 1979


Lloro por poseer cuando miro más al Norte grandes llanuras; me embarga el deseo de alcanzar mi muerte hasta el punto de la negación de mí misma y de las cosas en la línea de lo Invisible en la luz absorbida por un sol de invierno. 1984

El último pueblo

—en las calles— Los viejos son el hueso del tiempo cada vez tienen menos se parecen a los álamos temblones del invierno en los jardines la mirada se demora estanque espejo reserva para la sed de las bestias los huecos en la sonrisa rastrillan los recuerdos Dios cosecha restos de piel marchita más suave que el silencio.

Noche del 10 al 11 de diciembre de 2010 torre de marfil |

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Bajo la mirada del Cosmos va caminando un hombre embriagado de Invisible. 2012

Tu nombre se acuesta en mi boca cuando despierto ya estĂĄs allĂ­ mi sonrisa se halla bajo tus dedos me mantienes a distancia tengo una venda en el sextante el cuerpo va a la deriva rumbo al tiempo son los edictos de la noche (la) loca dulzura de la libertad.

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Fue hace mucho mucho tiempo.


profanos y grafiteros

Tras los pasos de R. Mutt Verรณnica Bujeiro

Fontaine, Marcel Duchamp, 1917

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Un corto de cine mudo. Tres comensales ríen una tarde de sobremesa, no hay subtítulos que expliquen el motivo. Su siguiente acto es acudir a una fábrica de sanitarios y adquirir un urinario. Uno de ellos lo firma como R. Mutt, 1917, pone seis dólares en un sobre y la imagen sucesiva que vemos es que la pieza llega en una caja a la sede de una exposición artística. El jurado, en el que figura uno de los comensales risueños, tiene una mezcla de horror y desconcierto al ver la pieza, acaso por su obscenidad cotidiana o por el uso implícito que apunta hacia el desecho líquido de un cuerpo masculino. El jurado se niega rotundamente a mostrarla, pero el risueño comensal repara en el sobre con los seis dólares y les señala un papel en donde se puede leer que todo aquel que pague su cuota puede exhibir lo que sea. A regañadientes, la pieza es colocada junto con las obras de arte comunes, incluso podemos ver que tiene un título, Fuente, pero antes de la inauguración uno de los miembros del jurado decide esconderla detrás de un sillón. En pleno evento, otro de los comensales risueños protesta por la ausencia de la pieza y ofrece dinero por ella al jurado, quien irremediablemente acepta. Los asistentes nada saben del incidente, sólo ven salir a un hombre que lleva cargando un urinal, salvo un hombre que mira la escena y lleva la bragueta abierta. Entre el público, el comensal que formaba parte del jurado hace una mueca enigmática que parece una sonrisa. Corte a negros. Esta podría ser una película que nadie vio, sobre una pieza ordinaria que nunca incursionó en el mundo del arte. Sin embargo sabemos de ella por el relato de un hombre ciego,1 la imagen de un fotógrafo famoso y por la trascendencia del líder de esa camarilla de cínicos, cuyo gesto premeditado asentó una revolución en el mundo del arte: El hecho de que el señor Mutt realizara o no la fuente con sus propias manos, carece de importancia. La eligió. Cogió un artículo de la vida cotidiana y lo presentó de tal modo que su significado utilitario desapareció. Bajo un título y un punto de vista nuevos. Creó un pensamiento nuevo para ese objeto. En cuanto a lo de la fontanería, es absurdo. Las únicas obras de arte que Norteamérica ha producido son la fontanería y los puentes.2

La revista Blindman, de mayo de 1917, reportó el acontecimiento: http://sdrc.lib.uiowa.edu/dada/blindman/2/ “The Richard Mutt Case”, Blindman, no. 2, mayo, 1917, p. 5. Traducción tomada del artículo de Antonio Sustaita “Ironías de la presencia i. La (des)aparición del Urinario de Marcel Duchamp”, https:// pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero42/uriducha.html

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Sentado al excusado, el hombre que vio el incidente con la bragueta abierta se pregunta qué habrá sido todo eso. Sabe que para que alguien cuente un chiste tiene que haber otro que lo escuche, pero éste no necesariamente tiene que reír. Este tipo de sospechas lo perseguirán de por vida en la privacidad de momentos como éste, pero también en otros de corte público. Su presencia en recintos artísticos se volverá una costumbre, un lugar en dónde alimentar sus dudas. Tras su breve escándalo, el urinal firmado por R. Mutt nunca fue visto de nuevo. ¿Cómo logró el famoso fotógrafo tomar la imagen del mismo? Es un misterio, pero al respecto dejó unas líneas en una carta a un desconocido: La fotografía del “urinario” es realmente una maravilla. Todos los que lo han visto piensan que es hermoso, y es verdad, lo es. Tiene un cierto aire oriental, una cruza entre un Buda y una mujer con un velo”.3

Algunos alegan pérdida y otros que fue destruido. Lo cierto es que dada su condición de objeto ordinario el urinario parecía poseer la ventaja de poder ser reemplazado por cualquier otro, pero en realidad la pieza posee una elusiva naturaleza. Nunca se le ha logrado ubicar físicamente, ya sea en un catálogo o en un sanitario masculino. El comensal risueño —al que dada su naturaleza de roles cambiantes tendré que llamar por su nombre de pila, Marcel— seguirá teniendo inclinaciones por el encuentro de objetos que desacralicen el estatuto del arte. Un poco en broma y otro tanto en serio, Marcel hace búsquedas periódicas para encontrar otros objetos. Mientras realiza esta actividad, hablaba consigo mismo. El escaparate, prueba de la existencia del mundo exterior: cuando uno sufre el interrogatorio de los escaparates, pronuncia asimismo su propia condena. En efecto, la elección es ida y vuelta. De la pregunta de los

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Carta de Alfred Stieglitz, fechada en Junio de 1917.

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escaparates, de la inevitable respuesta a los escaparates, se desprende un dictamen de elección. Ninguna obstinación, mediante el absurdo, en ocultar el coito a través de un cristal con uno o varios objetos del escaparate.4

Estas búsquedas de Marcel no serán exhaustivas y pronto encuentran su fecha de caducidad, pues como todo buen humorista, reconoce la breve vida de un chiste. Un memorándum que, como bien sabemos, no llegó al curso de la historia del arte. Completamente ajeno a la trama de esta historia, un empleado de la fábrica The JL Mott Iron Works, de la ciudad de Nueva York, dedica sus horas de trabajo a la desaparición del urinario modelo Bedfordshire. No hay nada raro en esta actividad que responde a una cuestión de inventario, pero en cada martillazo que asesta, el trabajador asalariado desconoce que está exterminando una jugosa herencia para sus hijos. Después de dominar con maestría varias técnicas de pintura, facultad que resulta una sorpresa para algunos de sus detractores, en 1923 Marcel decide abandonar su oficio de pintor, pero no así su condición de artista. Un aparente contrasentido que mantendrá a una buena camada de estudiosos ocupados, entre ellos a un connotado escritor mexicano. Una noche intranquila, este escritor mexicano se levanta a orinar al baño. De regreso a la cama escribirá en un cuaderno: “Sólo por un instante: todas las cosas manipuladas por el hombre tienen la fatal tendencia a emitir sentido”.5 A la mañana siguiente desconoce la relación precisa con el contenido de la frase, pero la intriga que le produce la mantiene en su cabeza por años. Desde su jubilación del oficio de pintor, Marcel se dedica a perfeccionar juego de ajedrez. En sus tiempos muertos, pensando lo sobrevalorado que es el trabajo en la vida de un hombre, piensa en la creación de un Marcel Duchamp, Escritos: Duchamp du signe, Gustavo Gili, Barcelona, 1978, p. 164. Octavio Paz, Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp, El Colegio Nacional / Ediciones Era, México, 2008, p. 34. 4 5

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hospicio para gente floja llamado hospice des paresseux. Una de las virtudes de este sitio es que cualquier holgazán puede pedir alimento y cama, para seguir haciendo lo que mejor le sale: nada. Pero es la conocida procastinación de Marcel, su propia flojera o su defensa ante la vida de proceder con lentitud, lo que impide a la idea llegar a materializarse. El hombre de la bragueta abierta divaga en recintos artísticos de diversas tendencias y encuentra lugares que sostienen o expanden sus dudas como espectador. Se da cuenta que el arte es una caja de resonancia a la vida en cuanto que cada vez más parece perder sentido. Este descubrimiento no le produce un efecto de tristeza o malestar, sino un profundo consuelo. El arte le va creando un hábito parecido a la adicción. Como marca a su paso por estos espacios, decide abrirse la bragueta antes de entrar, a modo de gesto anónimo que lo haga partícipe del acontecimiento. Secretamente desea ser notado, pero nunca lo logra. Pese a su creencia y aversión al arte como mercancía, así como a la actividad laboral, Marcel se convierte en marchante de obras artísticas. Es una manera astuta de financiar su oficio como ajedrecista. El connotado escritor mexicano deambula por las calles con un soliloquio interno como acompañante. “No buscaba a nadie, buscaba todo y a todos”, escribe al regreso de uno de sus paseos en un poema. Incitando a la sospecha de que el mundo representa también para él un gran escaparate. Un artesano anónimo realiza el encargo de cien réplicas en miniatura de aquel mingitorio fantasma, sin pensar en su utilidad o destino. Jamás se le cruza por la mente que es la reproducción una obra de arte lo que está haciendo. Entre el horror y la incertidumbre que ha dejado el paso de la primera guerra y el rumor de una venidera, el escándalo de un urinario visto como una obra arte parece poca cosa. Al atravesar la calle para llegar a las puertas de una exhibición surrealista, el hombre de la bragueta abierta es atropellado por la potente máquina de un Alfa Romeo 6C 1500. Los mirones del accidente declaran a la policía haberlo visto detenerse a mitad de la calle porque algo ocurría con el cierre de sus pantalones.

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Ante posibles penurias económicas, o en un secreto movimiento que reivindica su condición de artista, Marcel decide improvisar un museo portátil (Boîte-en-Valise) dentro de un portafolio de cuero, cuyo contenido se centra en sus obras más representativas. Entre pequeñas pinturas y objetos reducidos, la versión microscópica de la firma de R. Mutt resurge casi veinte años después de aquel escándalo en donde fue desaparecida. A partir de este evento su visibilidad se vuelve permanente y la valija de Marcel es parte de la inauguración del deseo por la posesión de artículos artísticos de lujo. El connotado escritor mexicano tiene un encuentro en París con el líder de los surrealistas. En una tarde de sobremesa ambos sostienen una conversación llena de risas para la cual no existe recolección o subtítulos. La materia de semejante charla bien pudo ser nuestro ajedrecista o cualquier otro tema. De su otrora naturaleza elusiva, el urinal pasa a ser reproducido al menos unas diez veces por su mismo creador, a pedido de prestigiados recintos ubicados en las grandes capitales artísticas. Este acto inmuniza la inmoralidad o la provocación sobre el arte y lo convierten en un concepto factible, de potencial consumo para las élites ilustradas. Marcel es condecorado como Sátrapa de la Orden de los Patafísicos, estirpe real de provocadores y humoristas. El alma del hombre de la bragueta abierta vaga libre por bastante tiempo, hasta que encuentra lugar para su reencarnación en el cuerpo de un bebé varón que nace en China. En Nueva Delhi, el connotado escritor mexicano escribe ya un libro sobre nuestro ajedrecista. Anota sobre R. Mutt y los objetos de uso común: “ni arte ni

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antiarte sino algo que está entre ambos, indiferente, en una zona vacía”.6 En otro continente, Marcel muere y pese a que dijo haber renunciado al arte, sorprendentemente deja tras de sí una obra secreta en la que estuvo trabajando por más de veinte años. Esta pieza es imposible de copiar, porque en sí misma es un misterio. El bebé chino ha llegado a su mayoría de edad y está buscando una visa para mudarse a Inglaterra. Ha dicho a sus padres que quiere ser artista, provocando desconsuelo y una seria afrenta a la honra familiar. La visa le es concedida quizá por el mismo motivo. El paso de la invisibilidad a la sobreexposición del urinal firmado por R. Mutt le comienza a dar ideas a la gente de cómo sustentar con habilidad e ingenio falsificado un estatus ante el mundo, un modo de vida o una adicción a hábitos ilegales. Gracias a la astucia comercial, el arte se convierte paulatinamente en un modo de vida muy redituable. El hombre chino, en cuyo cuerpo reencarnó el hombre de la bragueta abierta, ha conseguido matricularse en una escuela de arte de Londres. Muestra un nulo talento para las artes miméticas, no así para las conceptuales. En el recinto hace buena amistad con otro hombre que tiene la misma procedencia geográfica que él, así como las mismas inclinaciones. Por el alud de objetos comunes posicionándose en museos y galerías de prestigio, R. Mutt y nuestro ajedrecista son reiteradamente señalados como culpables por la muerte del arte. “No son obras, sino signos de interrogación o de negación frente a las obras”.7 Se puede leer en el

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Íbid., p. 31 Ídem.


ejemplar publicado del connotado escritor al respecto de este tema, pero el debate que suscita nuestro ajedrecista provoca divisiones permanentes entre bandos de miméticos y conceptuales. En Nueva York, un artista promete que cualquiera puede tener al menos quince minutos de fama. En Alemania, otro proclama que en cada ser humano hay un artista. Las escuelas y talleres de arte comienzan a tener cada vez más demanda. “Más difícil que despreciar el dinero es resistir a la tentación de hacer obras o de transformarse uno mismo en obra”,8 es una nota que se encuentra en un espejo que está a la venta en un mercado de pulgas. El vendedor desconoce quién es el autor. Artesanos, maestros de plomería, albañilería y demás oficios manuales son cada vez más reclutados en galerías para resolver cuestiones artísticas. Jamás se ha visto el caso en que su paga equivalga siquiera a un porcentaje mínimo del precio de venta de la obra en la que han intervenido. En un desesperado intento de trascendencia, el hombre chino y su comparsa9 realizan actos vandálicos en museos de arte contemporáneo. Tras la validación de sus provocaciones son invitados a restituir el uso práctico del urinal de R. Mutt. Pero la acción no logra reincorporar al objeto a su uso cotidiano, ni desacralizar al arte que pretendió un día hacer lo mismo. Es un mero eco que retumba en esa zona vacía que mencionaba el connotado escritor. Como son incapaces de comunicarse, no se sabe si el destino que alcanzó el alma el hombre que llevaba la bragueta abierta lo satisfaga. “Cualquier cosa sistematizada se vuelve estéril muy pronto. No hay nada que tenga valor eterno”, dice Marcel desde otra dimensión, mientras que piensa en cómo mover un alfil en su tablero. Pero la presencia, el sello distintivo de cualquier colección, museo o feria que se precie de estar informada, será siempre un urinario en sus diversas encarnaciones materiales. Aunque mudas, las risas de los comensales que disfrutaban aquella tarde, se siguen escuchando cien años después.

Íbid., p. 37 Cai Yuan y Jian Jun Xi, el dueto artístico conocido como Mad for real fue invitado por el Museo Tate Modern para orinar en el mingitorio de Duchamp en el año 2000, pero la pieza nunca salió de su vitrina. 8 9

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Pablo Molinet

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Marcel Duchamp detrás de su obra El Gran Vidrio. (Fotografía: Allan Grant / The LIFE Picture Collection / Getty Images)

La guerra de las imágenes no ha terminado


Qué espléndido lugar es el mundo si nos atenemos a Las cuatro estaciones (ca. 1720). La música de las esferas es audible en un plano terrenal cuyos fenómenos naturales se suceden armoniosamente; hay un principio maestro y providencial que no excluye lo atroz, lo gélido ni lo tempestuoso, pero los promete efímeros y permite anticiparlos en la partitura, siempre y cuando el escucha se familiarice con ella, y acepte un juego de metáforas canónicas que involucra la correspondencia entre los asuntos humanos y los naturales, y de ambos con los negocios celestiales y —sequitur— divinos. Si, al momento de su publicación, Vivaldi se sintió obligado a incluir textos que indicaran el sentido y mood de cada uno de esos conciertos para violín y orquesta, hoy día nadie medianamente familiarizado con las convenciones narrativas de Occidente —de Aristóteles a Disney— necesita mayor asistencia para oír/leer “Primavera”, “Verano”, “Otoño” e “Invierno”, sólo debe abandonarse a una delectación auditiva absoluta, una belleza que —ya contenida, ya impetuosa— no pierde en un solo compás una coherencia inagotable consigo misma. “A thing of beauty is a joy for ever”, podría citar el escucha, y continuar: Its loveliness increases; it will never Pass into nothingness; but still will keep A bower quiet for us, and a sleep Full of sweet dreams, and health, and quiet breathing.

En el decurso de los versos inaugurales del Endymion de Keats (1818), leemos también la Pastoral de Beethoven (1808), Trees old and young, sprouting a shady boon For simple sheep; and such are daffodils With the green world they live in; and clear rills That for themselves a cooling covert make ‘Gainst the hot season; the mid forest brake, Rich with a sprinkling of fair musk-rose blooms

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Si asimétrica en comparación, si plena en arrebatos y furores, si en fin romántica, la Sexta no es de ninguna manera enemiga sino heredera y continuadora de las Estaciones. Esta supremacía apolínea e incontestable de lo límpidamente ordenado, de lo absolutamente armónico no es exclusiva de la música orquestal europea en su periodo neoclásico. Tampoco lo es la recurrencia del locus amoenus y su bucólica imaginería asociada: la devoción clásica por la Belleza y la Naturaleza presidirá las artes occidentales todas desde el siglo xvi hasta los estertores del xix. Entonces, ¿de dónde pudieron surgir las Prayers of Steel (1918) de Carl Sandburg? Lay me on an anvil, O God. Beat me and hammer me into a crowbar. Let me pry loose old walls. Let me lift and loosen old foundations. […]

¿De dónde salió la Máquina de piar (1922) de Paul Klee? ¿Cómo es que Borges y William Carlos Williams discurrieron hacer elogios líricos de objetos cotidianos en The Red Wheelbarrow (1923) y Las cosas (1969)? ¿Cuánto debió suceder en cuántos ámbitos para que en La voz humana (1930), Jean Cocteau concibiera un monólogo telefónico y cuántas otras para que Francis Poulenc lo transformara en una pieza operística veintiocho años después? ¿Qué sucedió en el arte occidental como para que Sam Mendes y Conrad Hall filmaran como lo hicieron una bolsa de plástico llevada por el viento en American Beauty (1999)? ¿Cuánto le debe el arte del siglo xx al vasto vuelco de ideas y de prácticas que Fountain (1917), de Marcel Duchamp, reúne, sintetiza y potencia? Sin el precepto duchampiano de que arte será lo que el artista decida y no lo que la convención establezca, ¿qué plástica, qué literatura, qué música, qué danza moderna y contemporánea habría? Sin subvertir cuanto fue caro a Beethoven, ¿cómo habríamos llegado a las interpretaciones beethovenianas de Martha Argerich?

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Sin sacudir cuanto fue precioso para Keats, ¿cómo habríamos llegado a Mirta Rosenberg? Acaso dentro de mil años las disputas artísticas desatadas a fines del xix —y aún sin dirimir en 2017— serán consideradas con la misma mixtura de lástima y sarcasmo con la cual, hoy día, juzgamos la guerra de los íconos que por ciento veinte largos años enfrentó a la Iglesia y a Bizancio. Acaso cosas tan enormes como imperios —celestiales y terrenos, mentales y materiales— se desplazarán tanto que las provocaciones fauvistas, dadaístas o duchampianas —así como las reacciones rabiosas que éstas despertaron—, parecerán, justamente, bizantinas. Alguna vez, siguiendo el pormenor de las más recientes escaramuzas de esa guerra de cien años, me he preguntado si de veras es para tanto, para darme de bruces con lo obvio: si el conflicto persiste es porque aún no hay manera de dirimirlo pues, como el que enfrentó a Constantinopla, se enraíza en una oposición más profunda y persistente. Marcel Duchamp era, por supuesto, un εικονομαχος, un iconoclasta. Sus adversarios de entonces, una horda εἰκονόδουλος, iconodúlica. Dejemos a la rae confirmar lo sabido: un iconoclasta “niega y rechaza la autoridad de maestros, normas y modelos” —por oposición, un iconólatra será uno que la afirme y acepte—. Ahora bien, Fountain no reactualiza la querelle des anciens et des modernes. El conflicto relevante no es entre pintura y arte conceptual, tampoco entre proletariado y burguesía. No. La guerra de Marcel no se puede decir tan rápido, aunque acabe por abarcar las anteriores. El emperador León III Isáurico ha decidido combatir la seducción de las imágenes (sacras) pintadas pues le parece un engaño sensual mediante el cual la Iglesia ejerce poder sobre las masas. Duchamp eikonomachos, “rompedor de imágenes”, será como bien sabemos adversario de algo que entendía como “arte retiniano” —esto es, la pintura y la escultura occidentales de Atenas al Armory Show—: la mismísima thing of beauty. Se trata de abolir un hechizo. Ello reaviva el conflicto milenario entre lo sagrado y lo profano, entre


lo inefable y las palabras, entre lo invisible y lo visible. En Duchamp, y las escuelas ideológicamente afines, el conflicto se expresará como un cambio de la atención artística de la bello a lo social, y del Cielo y la Naturaleza a la Ciudad y a la Política. Duchamp, como Brecht, creerá que el arte debe conducir no al éxtasis sino al pensamiento crítico. En el año de los bolcheviques, Duchamp contribuirá decisivamente a la inauguración de lo que entendemos como actitud artística moderna: iluminista; desacralizadora; escéptica. Actitud que, después de Frankfurt, conduce a la postulación de las artes como alumnas concienzudas en las aulas de la teoría crítica. No será la última vez en que un gesto liberador se degrade a convención constrictora. Tengo la convicción Dadá y duchampiana de que el arte no es lugar para dar o recibir órdenes, de allí que halle coercitivo —luego, inadmisible— un dictado hostil o indiferente a la dimensión sagrada de la experiencia humana. Duchamp, famosamente, no creía en el Arte, sino en los artistas. Prefiero creer en el Arte porque está por encima de mí, como las copas de los árboles y lo que a través de ellas se atisba. I have tried to write Paradise Do not move Let the wind speak that is paradise. Let the Gods forgive what I have made Let those I love try to forgive what I have made. (Ezra Pound, nota para el Canto cxx, 1956)

La frecuentación de Rilke; de Appalachia (1988) de Charles Wright o los Three Books (1993) de Galway Kinnell, emparentados por su atención a lo sagrado y a lo natural, me ha llevado a corroborar que la guerra de las imágenes persiste porque, en última instancia, el cielo de Vivaldi se ha transmutado en el cielo de Messiaen, pero no ha sido abolido. “En todo aquello que nos provoca una auténtica y pura sensación de lo bello existe realmente presencia de Dios”, escribió Simone Weil, y en ello encuentro a joy for ever. Si una herencia duchampiana celebro en 2017 será, pues, la de que hacer arte es el ejercicio de una libertad interior ajena a normas y modelos. Si una lección reivindico será la de limpiar mi mesa de trabajo de todo cuanto estorbe —preceptivas, ideas recibidas, manuales—; o un ready made cualquiera.

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El mingitorio es una fuente Jorge Vázquez Ángeles

Las conversaciones al pie de un mingitorio son escenas cotidianas en baños de restoranes y, sobre todo, de cantinas. Es el momento para la charla indiscreta, la revelación del dato incómodo o la iluminación eucarística con forma de idea genial, proyecto novedoso o negocio redondo. También lo es para la desconexión momentánea de la realidad circundante. Orinar de pie en una reluciente porcelana blanca es un acto de ingeniería que pone en funcionamiento una balanza donde tensión y comprensión, fuerzas en disputa constante, guerrean para alcanzar un equilibrio entre potencia y concentración milimétrica: un desfogue mal encausado provocará irremediablemente una salpicadura cuya gravedad dependerá del color y material con que esté fabricado el pantalón. Por su diseño, el mingitorio es una pieza exclusivamente masculina, a medio camino entre la taza y el bidet. Comparte con el lavabo dos características: la presencia de una llave para su limpieza y la obligatoriedad de fijarse a la pared. Esta situación física aleja al mingitorio del triste destino de la taza sobre la que pesa el riesgo constante de ser el vertedero no sólo de los deshechos humanos naturales, el vómito incluido, sino de recibir toda clase de líquidos sucios o descompuestos. El carácter público del mingitorio es su sello de distinción: jamás se lo verá en el baño de una casa, ni figura en los presupuestos de unidades habitacionales, sean de interés social o con aspiraciones clasemedieras. Los territorios del mingitorio abarcan escuelas de todos los niveles, oficinas, fábricas, estadios, museos, centros comerciales, aeropuertos, etc. A pesar de su presencia en todos estos espacios y de fungir como la señal más importante para no entrar imprudentemente al baño de

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Ilustración del modelo “Bedforshire” (Plate 6592-A) en la página 418 del volumen Mott's plumbing fixtures. Catalogue “A”, de J. L. Mott Iron Works, de 1908

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mujeres, la historia del mingitorio es escurridiza como la materia que lo alimenta. Es probable que la relativa facilidad con que se efectúa la micción masculina lo aleje de los reflectores de la historia que celebran más a la taza del baño y su transformación, a la siempre elegante bañera y sus patas con forma de pezuñas, al calentador de agua y sus explosivas evoluciones, a la fuente y sus susurros. Se sabe más sobre tuberías para suministrar agua que sobre desagües y sistemas de descarga debido a nuestro pudor occidental, siempre afectado, y la cultura de la profilaxis. No juzguemos mal la propensión a la limpieza: la peste que arrasó Europa se debió a la cultura de socializar los deshechos, de depositarlos al aire libre. Ahí está el ejemplo de Londres como la ciudad más asquerosa en 1858.1 Si todos los antepasados de los muebles de baño visten pajarita por su relación con rituales de purificación del cuerpo, el mingitorio siente vergüenza por la bacinica, su tatarabuelo, especie de comparsa en una comedia de enredos, el payaso del circo, el mico del organillero. Está documentado que los reyes europeos contaban con bellos y elegantes urinales de oro, forrados con finas telas, y que un comedido sirviente, a distancia prudente, era el responsable de cargar la bacinica real. En diversas páginas en Internet se señala a Andrew Rankin como el inventor del mingitorio o del urinal, palabras que en este caso no son sinónimos. En la descripción que él mismo hace de la patente US53488 A,2 1 2

http://bit.ly/2mQRxCN https://www.google.com/patents/US53488

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del 27 de marzo de 1866, correspondiente a un cuenco urinario para colocar desodorante e inhibir el mal olor de la orina, se presenta como un hombre de “la ciudad, condado y estado de Nueva York”, que ha “inventado nuevas y útiles mejoras en los urinarios”. Es decir, habla de urinarios o bacinicas. Si se revisa con cuidado el inhibidor de olores, éste es en realidad un complemento que se adapta a los urinarios, como aquellos que se colocaban en el piso, en alguna esquina de la barra de los bares del viejo oeste. El propio Rankin no se asume como inventor. A la espera de que se descubra el eslabón perdido que muestre cómo la bacinica de madera o metal se transformó en porcelana (o en hierro esmaltado), brincó a la pared y adoptó la forma que hoy en día perdura, hay que hablar de la fábrica The J. L. Mott Iron Works, que desde 1828 fabricó muebles de baño para hogares y edificios públicos, fuentes, estufas, básculas y accesorios como jaboneras, coladeras, toalleros y, desde luego, mingitorios. En la página 418 de su catálogo de 19083 aparece un modelo llamado “Bedforshire” (Plate 6592-A), con un costo que fluctúa entre los 3.75 y los 7.50 dólares por unidad. Este modelo fue el que Marcel Duchamp escogió en abril de 1917, tras caminar desde su alojamiento en el número 33 de la West 67th Street hasta la tienda de The J. L. Mott Iron Works en la esquina de la Quinta Avenida y la calle 17. Iba acompañado por Walter Arensberg y Joseph Stella quienes le festejaron el chiste mientras regresaban a su estudio.

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http://bit.ly/2mQUymt


Ahí, Duchamp volteó el mingitorio, con las orejas de sujeción contra el suelo, y estampó una firma y una fecha con tinta negra: “R. Mutt, 1917”. La obra fue bautizada como Fuente y aunque fue rechazada para la Exposición de los Independientes de 1917, Duchamp inventó el ready made. De paso, colocó al mingitorio por primera vez en toda su historia en un lugar destacado, no en la historia de la plomería, sino en la del arte, distinción que no han tenido el resto de sus compañeros habituales. Sin embargo, la polémica alrededor de Fuente ya no radica en su demoledora propuesta ni en que constituyó una nueva manera de hacer arte, aún vigente hoy en día, y que liberó a los artistas de las cadenas de la piedra, el lienzo o la piedra, sino por una carta escrita por el propio Duchamp. Dirigida a su hermana el 11 de abril de 1917, el artista dice que una amiga suya le envió un urinario como si fuera una escultura, firmada con el seudónimo R. Mutt, para la Exposición de los Independientes. La amiga, otros dicen que era su amante, fue la artista alemana Else von Freytag-Loringhoven, la Baronesa Dadá, quien moriría en la absoluta pobreza en 1927. Julian Spalding y Glyn Thompson, principales investigadores del supuesto plagio, dicen que Duchamp no asumió la autoría de la escultura hasta 1950, año en que varios testigos ya estaban muertos, como su amigo Joseph Stella (1946) y Alfred Stieglitz (1946), el primer fotógrafo que registró el mingitorio, aparentemente una segunda copia, porque se desconoce qué ocurrió con la pieza original. ¿No es demasiada coincidencia que la firma R. Mutt sea tan parecida al nombre del almacén donde se compró el mingitorio? Cien años después, la obra de Duchamp sigue dando de qué hablar. Otros mingitorios famosos: los que aparecen en la fotografía que Rogelio Cuéllar le tomó a Jorge Luis Borges en los baños del Antiguo Colegio de san Ildefonso, en 1973.

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Un fantasma recorre los pasillos del arte

A cien aĂąos de R. Mutt

Fabiola Camacho

Marcel Duchamp (FotografĂ­a: Frank Lennon / Toronto Star via Getty Images)

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En la última década del siglo, el fenómeno del arte ha emergido cada vez con mayor fuerza dentro de la vida cotidiana bajo la influencia que las redes tienen sobre nuestras formas de experimentar y conocer el mundo. De alguna forma, la sensibilidad dotada por las redes sociales ayuda a repensar las formas de su consumo, con toda la carga cultural y política que dicho concepto devela. No resulta extraño que al revisar diversas cuentas de Instagram o Facebook encontremos, por lo menos, dos imágenes propias por cada perfil. Las selfies tendrán como escenario algún espacio museístico donde se enmarquen los rostros que mediante su gestualidad narren su experiencia —extraestética, sin más— y algún fragmento de la pieza que desean mostrar a sus seguidores. Cada click expone que nuestra visualidad es fragmentaria y que de hecho, como lo identifica la diseñadora de escenarios, Es Devlin, nuestra percepción todavía no ha podido salir del cuadro, por lo que el marco sigue siendo nuestra referencia dentro del eje de representación visual. Frente al desarrollo de las prácticas artísticas durante el siglo xx y lo que va del presente, aquellas que detonaron la idea de vanguardia todavía irrumpen en el horizonte artístico al trazar una ruptura dentro del marco de representación. El goce de vernos en la época digital todavía enmarcados sitúa la vigencia de piezas y autores que inauguraron desde las primeras dos décadas del siglo pasado el presente del arte. Desde luego es el caso emblemático de R. Mutt y su Fontaine que en este año cumple su primer siglo. Frente a tres hechos históricos que de forma paralela complementan en el presente la mirada turbia de la segunda década del siglo xx, no resulta extraño comprender el sentido de emergencia que los llamados ready made de Duchamp ejecutaron. Dos cuestionamientos aparecen como líneas de fuga en la imagen: ¿acaso el exponer

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el contrasentido de los objetos no es en sí mismo un acto bélico?, y con ello, ¿qué nos dice la economía de las prácticas artísticas de cara a la reestructuración de la política económica del mundo? Desde el foco de atención que las esculturas de Duchamp modelaron sobre la sensibilidad estética de 1917, los hechos históricos no hacen otra cosa que centrar nuestra mirada en la mácula que incluso será el destino que determinó nuestro presente: el eterno retorno a las armas, la necesidad de emancipación mediante los procesos bélico revolucionarios —en el caso de México y Rusia—, y de manera paralela, la Primera Guerra Mundial confirman el hecho de que el proyecto de modernidad nace ya como un proceso civilizatorio muerto, donde los cadáveres —con sus propias capacidades objetuales— son ya una necesidad para enmarcar la imagen del progreso, y con ello, la constante formación geopolítica que determinaría la vida de las sociedades, incluidos los círculos intelectuales en casi todos los lugares del planeta. El marco de esta panorámica es, desde luego, el poder económico sobre la construcción de soberanía que las diversas pautas ideológicas determinaban sobre su concepto de Estado. Su práxis se traslada no solamente desde la condición de la guerra per se, sino hacia la creación de un imaginario capaz de soportar las bases de la propia violencia política que las sociedades sobreviven al día de hoy. Marcel Duchamp logró situarse en la sensibilidad de su época. Bajo ese espíritu de ruptura que la vanguardia inauguraba en prácticamente todas las formas artísticas, se aventuró sobre todo a enfatizar la necesidad de desacralizar las formas conscientes —o no del todo— del arte, a exponer la condición simbólica de las prácticas políticas arriba mencionadas. Aunque el cubismo ya había hecho su aparición, Les demoiselles d’Avignon había cambiado diez años antes el sentido de representación, pero no había logrado alterar las

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condiciones de exposición, consumo y aceptación del arte. Así, desde el momento preciso en que apareció la forma escultórica de Duchamp, se alteró nuestra sensibilidad para comprender el camino experimental que el arte recorrería durante las siguientes décadas. Desde 1913 con Bicycle wheel, el también ajedrecista propuso que la solución era no sólo romper el marco de percepción que sostenía la bidimensionalidad del plano, sino sustituir las formas de uso y significación de los objetos residuales propios de la vida cotidiana. Una rueda de bicicleta unida a un banco, eso es lo único que la mirada obtura cuando no existe el mecanismo que haga comprender la vuelta de tuerca que la escultura grita con el mismo orgullo con el que su copia —ya que la pieza original se perdió y el mismo Duchamp recreó la segunda— se yergue en una sala del MoMA. Es el movimiento invertido lo que esta escultura cinética inaugura en la antesala del dadaísmo y las demás manifestaciones de la vanguardia artística. Aquella mañana de abril de 1917, un objeto vulgar hizo su entrada en la primera exposición pública de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York, firmado con el seudónimo de R. Mutt. Además de advertir la pesadumbre que todo momento bélico desata, nuestra mirada histórica no hace sino perfilar la silueta de la primera intervención pública que deviene arte conceptual. La anécdota ya por todos conocida —acaso todo acto de ruptura trae consigo toda una línea de narraciones, que desde luego, cuentan mejor el suceso real— reproduce la negación de ese círculo de artistas cuya razón de ser era recrear el círculo parisino y, con ello, ocupar un lugar respetable dentro del campo artístico que fijaba su atención hacia lo que ocurría en Europa, principalmente en Rusia y Francia. Pero la sola idea de presentar aquel objeto de porcelana invertido —donde los miasmas masculinos eran vertidos con placer mundano— como una genuina obra artística que incluía autoría, iba más allá de un acto


de provocación. En realidad, el señor R. Mutt había declarado la guerra al bastión que presumía de incorruptible —aun bajo los horrores decadentes de la guerra— con su arma blanca, casi tan impoluta que incluso presume de cierta elegancia al contrastar con las líneas negras que decodifican la identidad del verdadero artista; lanzó un estallido que fue capaz de romper con los mecanismos de representación con los cuales el siglo se había inaugurado y, lo más importante, con las reglas del propio campo artístico. Como sabemos, la acción resultó todo un éxito, no sólo por representar el contexto industrial y la acumulación objetual de la época, sino exactamente por contravenir la idea de belleza aurática que todavía la pintura enmarcaba. El fin último de la vanguardia era desacralizar la idea del artista y su proceso, en el caso de Fontaine, a ambos los sustituye el peso del concepto sobre la técnica. Lo que pasa en específico con esta obra es que la poiesis queda suspendida por la densidad de la carga simbólica, pero sobre todo, por el peso de las prácticas. El uso de un heterónimo determina la ruptura en todos los sentidos con la idea del artista, porque al igual que el origen del objeto, poco importa el de quien firma. Sin embargo, el señor R. Mutt ha seguido inaugurando cada tanto nuevas reglas, nuevas batallas. Primero desapareció y luego incluso fue duplicado, le ha prestado la fama a Duchamp y ha dejado que él mismo siga disfrutando del lugar que sus seguidores le han montado dentro de la torre de la historia del arte. Incluso las historias sobre su origen han seguido nutriendo el mito, como es el hecho de que hace unos años se han encontrado indicios de que la pieza es en realidad copia de una obra que años antes Elsa von Freytag-Loringoven —mejor conocida como la Baronesa Dadá— había presentado al propio Duchamp. La idea por sí misma es seductora, ya que termina por acentuar el uso del heterónimo como una forma de develar/ocultar que el arte hecho por mujeres ya había generado su propia ruptura. Acaso nuestros procesos de desacralización del arte todavía no son capaces de orientarse más allá de la bidimensionalidad de la imagen —el cuadro de los dispositivos electrónicos dan cuenta de ello— pero justamente, el eterno retorno a las prácticas bélicas y de violencia política emergida desde la economía global, suponen la necesidad de revisitar los procesos de ruptura y transfiguración que desde hace un siglo superaron la idea del arte, con el único propósito de transformar la mirada hacia nuestro contexto.

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Marcel Duchamp

como objeto estético, aun

José Homero

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Marcel Duchamp durante una partida de ajedrez. (Fotografía: Eliot Elisofon // Time Life Pictures / Getty Images)


Consideremos dos enunciados: hay más declaraciones de Marcel Duchamp sobre su obra que escritos suyos. Hay más fotografías de él que obras suyas. ¿Estamos ante una paradoja o una ironía? Una posible respuesta para estos planteamientos precisaría señalar que Duchamp fue perezoso y que en vez de legarnos una obra, consecuencia de una actividad sostenida, prefirió conversar a escribir, dejarse fotografiar a crear. Sopesada a la manera socrática esta réplica espontánea no es errónea: Duchamp fue un tenaz cultor del derecho a la pereza, fórmula de un opúsculo entonces en boga (El derecho a la pereza, de Paul Lafargue), al que citaría con frecuencia tanto en juegos de palabras y en los títulos de sus piezas como en evocaciones directas1, cuya molicie contrasta vívidamente con el ideologema del trabajo que aceleraba las palpitaciones cardíacas de la época. Con todo, esta primera respuesta, a pesar de que acierta en un aspecto —Duchamp fue perezoso— es engañosa porque no se sitúa dentro del nivel de los enunciados, sino que evade el circuito. Una segunda resolución atendería al concepto de producción. Un lugar común reza que la entrevista es el arte del siglo xx. Ya en confianza, no faltará el interlocutor que exhiba su sapiencia recordando a la fotografía como arte del siglo xix —ya sabemos que el cine definiría al xx—. Si tomamos una línea entre ambos puntos (lugares comunes) tendríamos que Duchamp, artista entre centurias, usa las dos grandes herramientas de reproducción para aprehender eventos evanescentes de la realidad y convertirlos en testimonio.

1 ¿Interesado en las referencias? En sus juegos de palabras hay presencia constante: Paresse incurable des voies ferrées entre les passages de train [“Pereza incurable de vías férreas entre los pasajes de tren”), Paroi parée de paresse de paroisse (“Pared engalanada de pereza de parroquia”). Tomo estos ejemplos de la biografía de Bernard Marcade, Marcel Duchamp, una vida a crédito, quien también sentencia: “La pereza está en el centro de la filosofía de vida de Marcel Duchamp”.

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Es decir en hitos, a la manera de los antiguos mojones en las encrucijadas. Una piedra de toque, un objeto mnemotécnico. ¿Cuál es el sentido de este testimonio?, sería entonces la interrogante siguiente. Para Duchamp la creación es un proceso mental. Todo crítico ha indicado ese punto: con Duchamp el arte se revela esencialmente una idea. Octavio Paz, uno de los grandes exégetas de esta obra, escribe: “Duchamp desde el principio fue un pintor de ideas (…) nunca cedió a la falacia de concebir a la pintura como un arte puramente manual y visual”. Duchamp es el gran liberador del arte. Además de recuperar el concepto detrás de la obra deslinda a ésta de la manufactura. Aunque en el Renacimiento el tronco milenario se había ramificado en arte y artesanía, en la obra estética continuaba latente el nudo de la destreza. Duchamp no teme a la tala. En adelante el aprecio de una obra no será intrínseco ni al tiempo invertido ni a la calidad de su resolución, conceptos que diríamos burgueses y dimanados de una ética del trabajo: valioso por el tiempo invertido, valioso por su condición única, sino a un bien evanescente: su propuesta. Duchamp es el verdadero origen de todo el arte moderno y contemporáneo, como se ha dicho, sobre todo por devolver al arte su carácter ideal, su consideración más por lo que provoca que por su resolución. El verdadero arte está en la experiencia, en la idea más que en el producto. De este modo no sorprende que haya más declaraciones que escritos, las ideas están ahí y continúan circulando. Mucho menos que haya más fotografías suyas que obras en sí. La obra sería tan sólo un momento para devolvernos hacia el creador puesto que como el dandi soltero por excelencia preconizó, su verdadero arte fue el de vivir. En este

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sentido, y aunque parezca una paradoja, ningún artista buscó, por otros medios, devolver a la pieza artística su carácter de arte en el sentido que lo entendió Hegel cuando proclamó la muerte del arte. Duchamp, digamos, prefiere hablar a escribir; pensar a crear. Más que preferir, profiere. El valor de una obra no es proporcional al tiempo invertido para realizarla sino al tiempo dedicado a su explicación. La explicación, por supuesto, no se agota en el proceso mental, el cual, como sabemos, fue primordial en la actividad creativa de Duchamp. Ajedrecista y aficionado a las máquinas, diletante de la ciencia, Duchamp destaca por su impecable lógica, por cierto carácter autómata en su manera de concebir los fenómenos estéticos pero igualmente por su desinterés. El ready made, como lo explicaría con minucia, tiene que ver con la selección de un objeto dentro del universo cotidiano —orbe prosaico, sin un aura— que al colocarlo en un sitio ajeno —la sala de exposición en principio, en seguida el museo, hoy el catálogo, el sitio en línea— se revela como un objeto para ser estudiado, contemplado, analizado, en busca de una clave que indique cuál es el mérito, cuál su valía para devenir reliquia: objeto sacro. Marcel oficia para convertir el escalofrío del ready made en una ceremonia. Y su santo grial será justamente Fountaine. El gran legado de Duchamp es el ready made: su gran aporte al acervo, la estrategia de cambiar las coordenadas de la significación. La crítica repara en la operación irónica, en la provocación o incluso en la negación: si esto es arte, nada es arte. Habría que añadir la dimensión simbólica en estrecha relación con otra maniobra poco advertida, si no ignorada: los nombres. Duchamp, como su biógrafo Bernard Marcadé ha


demostrado, desde sus inicios como indolente dibujante humorístico comprendió el azoro que suscitaban los letreros en los dibujos o cómo la obra de arte puede potenciarse con el título. Esta estrategia suele ser un recurso retórico caro a los escritores. Una denominación afortunada puede permitir desde asedios interpretativos hasta especulaciones paranoicas. Como habrá de advertir el artista, el título es un elemento esencial en el dibujo y la pintura, tanto como el color o la línea. Duchamp añade, entonces, un nuevo elemento al arte visual; un elemento asombrosamente inadvertido en el curso de los siglos. Acaso su único antecedente sea Pirrón de Elea. A Duchamp le interesan los nombres por el contraste que provocan con la representación. Diletante de la mécanica, divagó en torno a las tensiones que surgen cuando se colocan dos elementos contrarios en relación, de cómo esa fuerza ejercida una contra otra provoca una suspensión, pues dichas fuerzas al ser equivalentes impiden una resolución. Son los imanes que concibe como estímulo de su partitura de 1913 o de su obra magna, La novia puesta al desnudo por sus solteros, aun, demostración del “resultado de dos fuerzas: atracción en el espacio y distracción en la extensión”. Así obran los títulos: al contrastar con la imagen otorgan una nueva dimensión. Si en los casos utilitarios se concita el humor —así sea un humor socarrón, como el de los escasos dibujos que pergeñó en sus principios— en otros se fuerza a buscar una interpretación, como ocurre con los ready made o con El gran vidrio, inclusive. El primer ready made data de 1913 y es no menos célebre que Fuente. Me refiero a La rueda de bicicleta, en la que vemos una rueda de bicicleta montada sobre un

taburete. Ésta, primer objeto encontrado y considerada igualmente pionera de la escultura cinética, es también otra pieza motivo de prolijas explicaciones. En los títulos habría un segundo sentido implícito: el erotismo. El espectador ingenuo, quien se acerca a la obra duchampiana sin más preparación que sus prejuicios y una mistificación sobre las nociones constitutivas de la estética, es probable que no advierta la carga genérica, en el sentido de construcción sexual, que ostentan sus piezas. Hay estudios al respecto, desde perspectivas psicoanalíticas o bien bordando el psicologismo, pero sin demasiada incidencia, como Duchamp: del amor y la muerte, incluso, excelente ensayo de Juan Antonio Ramírez para explorar las claves eróticas, los guiños sexuales detrás del universo duchampiano, aunque parcial, al someter las tensiones de esta obra tan radical a una sola fuerza. Consciente de la doble dirección latente en el sistema ferroviario semántico, Duchamp imbuyó no sólo a su conversación sino a su obra de una reticente procacidad. Me gustaría, sin embargo, destacar el otro atributo de los juegos de lenguaje: su construcción de un sentido nuevo, su acercamiento a esa experiencia límite que es la de los acontecimientos, más que la de los cuerpos. El florecimiento del absurdo o de las posibilidades lógicas detrás de las posibilidades de la denominación. La producción de un nuevo conjunto que sólo existe por la frase: que por ende es efímero y exclusivo de la dimensión literaria. Duchamp descubre en 1912 la obra de Raymond Roussel. Asiste el día tal y tal a la puesta en escena de Impresiones de África. La misa es una iluminación: transforma la vida de Marcel, quien encuentra una salida para su dilema pictórico, para su elección de

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vida. Y descubre a su maestro. Declarará: “mejor dejarse incluir por un escritor que por un pintor”.2 La influencia está sobre todo en el descubrimiento de las posibilidades de lenguaje. Roussel —quien influirá también a René Magritte y que será objeto de estudio de Michel Foucault (Las palabras y las cosas)— emite una extraña luz negra que paulatinamente va iluminando el nuevo siglo y cuyos destellos se proyectan hasta nuestros días. Duchamp encontrará un referente en la geografía del lenguaje, como antes lo hizo Lewis Carroll y como lo haría otro contemporáneo con inquietantes coincidencias, Ludwig Wittgenstein, el filósofo que prefirió el silencio y el ajedrez a articular un sistema intelectual. Detrás del lenguaje late un imposible, un elemento reacio a atraparse, una liebre de marzo que se interna por los agujeros del sentido y de la significación. Así nace el ready made. Llegamos entonces a la final explicación. ¿Por qué hay más fotografías de Marcel Duchamp que de sus obras? Si colocamos en el Google nuestro de cada día los parámetros de búsqueda “Duchamps + fotografías” encontraremos una exhibición fotográfica muy rica, no sólo están los documentos: Duchamp con sus hermanos, Duchamp con amigos, en un picnic, en la playa, en Cadaqués, en una librería, jugando ajedrez con una modelo desnuda; también retratos de estudio de fotógrafos diversos, la mayoría célebres por sí mismos, otros famosos por haber tomado excelentes fotografías suyas. Sería menester dedicar un libro, un catálogo, a la exégesis de cada pieza, pero basta que mencione un rasgo 2 Hay una errata en la frase, la dejé porque así la escribí delatando que la vecindad influir/incluir estaría detrás del título de la Novia aun/incluso

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común: en la mayoría los fotógrafos buscaron implicar una ausencia. Son, con asombrosa coincidencia, fotografías creativas, estetizantes, con ángulos manieristas, con implicaciones de superficie. Ciertamente la fotografía de retrato busca siempre aprehender en una imagen una cifra del pensamiento, de la obra, hasta del estilo del sujeto en posición. Aquí, sin embargo, sospecho que hay algo más. Una cuarta dimensión. Pongamos unos ejemplos. En la serie tomada para la revista Life por Gordon Parks (1952), Marcel, quien viste una camisa de algodón de color claro casi cerrada hasta el cuello, posa delante de los diagramas de El gran vidrio. En la fotografía de frente, Marcel mira ligeramente hacia un costado inferior derecho. A juzgar por las enseñanzas de la neurolingüística piensa en sí mismo, concentrado en su interior. En otra foto de la secuencia, mira, casi de perfil, hacia su derecha, mientras sostiene en su mano izquierda una pipa. Otro retrato famoso es el de Allan Grant donde un Duchamp maduro posa detrás de un conjunto de objetos de arte dadá que sugieren por una parte una telaraña, una trama donde apreciamos un alambre y una pantalla de lámpara que recuerda a un móvil de Calder y a El gran vidrio; coimplicación que se remarca cuando notamos que la superficie evoca un cristal que se ha craquelado. Duchamp atento parece mirarnos con serenidad. Dos fotografías de Arnold Newman sitúan a Marcel posando junto a su instalación “Dieciseis millas de cuerdas”, en 1942, en Nueva York. En una está de frente, detrás de las cuerdas, como prisionero de su propia estructura. En otra, impecable como pieza artística, se le ve en el centro del cuadro, detrás de las cuerdas, la mano derecha en el bolsillo de su pantalón y la izquierda sosteniendo la pipa, un dandi. Otras


excelentes fotografías de Newman nos muestran a Marcel junto a una ventana, su propio perfil convertido, por la metonimia geométrica, en un cuadro más. Lo tomará igualmente en un ángulo que explora la perspectiva frente la pared destacando su sombra en compañía de unos objetos colgados como si fueran móviles cuyas siluetas semejan piezas de ajedrez. Mi favorita, con todo, es una de Duane Michals (1964), quien toma en contrapicada a Marcel detrás de una ventana, mirando hacia el exterior. La leyenda al pie añade niveles a la lectura: “Marcel Duchamp vivía atrás de mi departamento en la calle 10 cuando yo vivía en la 9”. Y seguramente recordarán también a Marcel detrás de un vidrio —Richard Hamilton— o de perfil como si fuera un rompecabezas anamórfico —Man Ray—. ¿Por qué hay más entrevistas que anotaciones, más oralidad que escritura, más retratos que piezas propias? La respuesta está en nosotros. Si Duchamp enseñó que la noción de arte es más una manifestación del espectador que del artista, nosotros podemos encontrar que en las declaraciones Duchamp se entregó a la especulación, un actividad que también ejerció proyectando durante años su obra magna, El gran vidrio. Y como modelo fotográfico contribuyó a las interpretaciones de los fotógrafos, quienes con sus obras conformaron una crítica que ha menudo no se incorpora a las lecturas de un autor: la que propone una fotografía. Detrás de las abundantes y creativas fotografías/retratos de Duchamp se percibe una lección de su método: estudio de la perspectiva, sistema de fuerzas, evidencias de los niveles de superficie, juegos con la transparencia —al modo de sus trampatojos—, implicaciones místicas o de la cuarta dimensión. Y si igualmente en estos testimonios podemos encontrar que en efecto Marcel hizo de sí mismo su mayor creación, también es cierto que los testimonios constituyen el doble cuerpo crítico sobre esta obra: las interpretaciones del artista —que en la exégesis poseen una valencia igual a la del espectador, no son más potentes— y las de quienes mirando su exterior buscaron asomarse al interior, como en ese ready made buñueliano de la cajita de Bella de día.

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ménadesymeninas

Marcel Duchamp descinede una escalera en una imagen de exposición múltiple en reminiscencia de su famosa obra Desnudo casa del tiempo descendiendo una escalera. (Fotografía: Eliot Elisofon / The LIFE Picture Collection / Getty Images)

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Marcel Duchamp:

la cripta del arte moderno Héctor Antonio Sánchez

En el Museo de Arte de Filadelfia pueden verse, en una amplia galería dominada por la luz, varias obras firmadas por Marcel Duchamp que cabe señalar en los dominios de la instalación y el ready-made. Es una luz necesaria: en un costado de la sala se despliega el gran panel de vidrio La mariée mise à nu par ses célibataires, même, obra que su autor dejó “definitivamente inacabada” hacia 1923, tras largos años de elucubraciones y desarrollos. Es una obra que aún hoy nos plantea preguntas, cuyos enigmas han alimentado el decurso del arte posterior. No es mi intención aquí hacer el repaso de esas interrogaciones o ese decurso: antes me interesa señalar el carácter maquínico de esa pieza. En efecto, en el jardín de objetos nacidos de la técnica moderna que es esa sala, Le grand verre, como también se conoce al vitral, destaca por su naturaleza de aparato. Es, como ha dicho Octavio Paz, una “máquina de símbolos”: la novia anunciada en el título es animada por una suerte de motor, metáfora del ímpetu sexual. Cabe precisar: metáfora y chistorete. Marcel Duchamp fue afecto a la huella de las máquinas sobre el objeto artístico. Pero sería un error pensar que hay en su pensamiento y en su obra una celebración de la industria, como entre los futuristas o los constructivistas rusos. Las máquinas que fascinan a Duchamp, según apunta Paz, son contradictorias, guiadas por “leyes de excepción”: como el espíritu humano, no rehúyen la paradoja y aun la incoherencia. Artefactos hilarantes. No los aparatos luciferinos de nuestro Orozco, ni los esclarecidos de Rivera: sistemas orientados por la ironía. La máquina define, desde el Renacimiento, nuestra relación con el mundo. Por ellas, por su prestigio creciente —primero como quimera, como realidad

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Desnudo descendiendo una escalera, Marcel Duchamp, 1912. (Imagen: Getty Images Latin America)

después— fue posible la honda transformación de la naturaleza, una aspiración que anunciaba un espacio de progreso en que las promesas de la modernidad quedarían al fin cumplidas: “un automóvil de carreras, con su capó adornado con grandes tubos como serpientes de aliento explosivo... es más hermoso que la Victoria de Samotracia”. Este creciente prestigio ilustra también el desarrollo de la medicina moderna. En 1543 aparece De humani corporis fabrica, de Vesalio, un inmenso tratado que incluye, entre tantas cosas, trescientos grabados de la autoría de Jean de Calcar, alumno de Tiziano. Es una obra que culmina la primera época de disecciones de cuerpos humanos, realizadas en universidades italianas desde principios del siglo xiv, y así abrirá la puerta a una nueva anatomía. Cierto: este afán científico es dador de un conocimiento invaluable en muchos ámbitos, pero

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en el terreno de lo simbólico representa también un corte —una disección— en la continuidad entre el hombre y el mundo: entre el hombre y su propia materia. Pues hasta antes del Renacimiento la imagen del cuerpo en Occidente no fue muy diversa de otras sociedades holísticas, en que el individuo no es sino una continuidad del orden natural, humano y divino: un elemento que perpetuaba el gran cuerpo de la comunidad cristiana. Por esa continuidad, y por la promesa de la resurrección, resultaba un sacrilegio diseccionarlo. El conocimiento de su interior, como sabemos, inició una revolución que tocó también a la pintura y la escultura. Dirá Leonardo: “oh, tú que te libras a especulaciones sobre esta máquina nuestra, no te entristezcas porque la conoces por la muerte de otra persona: alégrate de que nuestro creador le haya proporcionado al intelecto tan excelente instrumento”. El creciente individualismo y la objetualización del cuerpo harán de él una máquina cada vez más aislada y perfectible: el autómata deja de ser un ente mágico y se convierte en una posibilidad en el siglo xx. El organismo se libera de su finitud, su moribundez y aun de su interior: de allí la belleza en las formas de Giorgio de Chirico, en quien conviven la armonía clásica y las adscripciones al robot; de allí la veneración de los futuristas. La relación de Duchamp con el cuerpo y con las máquinas es otra. Las vanguardias, como sabemos, veneraron el movimiento. El cuerpo pierde en el cubismo su unidad clásica pues en él también el tiempo se fractura: no la conquista de los miembros en un momento sublime sino su progresivo retrato en diacronía. Futuristas, constructivistas, estridentistas amaron por igual el movimiento y su expresión más dinámica: la velocidad. Esta afición no era nueva. En realidad, la historia de las pulsiones del arte occidental ha oscilado entre el afán de quietud y el vértigo por la convulsión: clasicismo, renacimiento, neoclasicismo son sucedidos por helenismo, barroco, romanticismo. Si esto es cierto, también lo es que las vanguardias extremaron esta dicotomía. Duchamp colindó en un primer momento


con los fervores del cubismo, pero su atención decantó pronto hacia la negación del dinamismo: el retardo. En el célebre Nu descendant un escalier nº 2, también preservado en Filadelfia, un cuerpo constituido por miembros metálicos es retratado en los diversos instantes de su descenso, ¿hacia dónde? Paz ha notado una “analogía turbadora” con Igitur de Mallarmé, a quien Duchamp leyó con atención: el momento en que Igitur abandona el canto y desciende a la cripta de sus antepasados. Me gusta esta lectura, acaso caprichosa, porque revela varios elementos del óleo. El uso del color, por ejemplo: esa elección de ocres no es una celebración, como la es la vibrante gama de los futuristas; antes alude a un espacio lóbrego. Paz ve en la constitución del cuerpo que desciende no la sombra de una armadura medieval, sino la de una carrocería o un fuselaje. “Pesimismo y humor: un

mito femenino, la mujer desnuda, convertido en un aparato más bien amenazante y fúnebre”. Jein, dirían los alemanes: sí y no. No es imposible, ni desacertado, ver aquí la pesadez y las formas de una armadura, como no lo es, en verdad, reconocer los elementos de la industria, antes que amenazantes —pienso, otra vez, en Orozco—, decadentes: un mecanismo arruinado, una chatarra. Antes que el viejo mito de la mujer desnuda, caro a la pintura occidental, veo una sonrisa sardónica ante la intersección de los mitos modernos de la máquina y el cuerpo. El artefacto más soberbio de la creación es llevado hasta su consecuencia última: un organismo sin órganos. A partir de la producción en serie, nuestro mundo se volvió un bosque de objetos. Un bosque, sobra decirlo, carente de sorpresa o recovecos: ya el espíritu romántico y el simbolismo habían expresado su ansia

Réplica de Fontaine, de Marcel Duchamp, expuesta en la Scottish National Gallery of Modern Art de Edimburgo en 2013. (Fotografía: Jeff J Mitchell / Getty Images)

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Rueda de bicicleta, tercera versiรณn, Marcel Duchamp, 1951

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de evasión por la creación de universos legendarios. Imposible este ardid a la vuelta del siglo: la industria descollante, el armamentismo, la agresividad del capitalismo pueblan también la imaginación del artista. Duchamp responde con una boutade: despojado de utilidad, el producto se vuelve una negación de la técnica, una mera cosa, un cacharro. En 1913 crea en París su primer ready made: Roue de bicyclette, la célebre rueda de bicicleta sujeta a un banco de madera. Seguirá Porte-bouteilles (1914), que guarda el raro mérito de ser el primer objet trouvé: un objeto encontrado y expuesto sin mayor intervención. Por fin, en 1917, Fontaine es rechazado por la Sociedad de Artistas Independientes en Nueva York. Sí: nace un nuevo mito, que pone en entredicho el papel del artista y de su oficio, el del objeto artístico, el del espacio de exhibición y aun la noción misma de arte. Por desgracia, el gesto de excepción de Duchamp —un gesto irónico— acabaría, como bien sabemos, por devenir norma, institución, arte oficial. La sonrisa del francés se diluye a lo largo del siglo y en su lugar se alzan sesudos discursos de artistas y curadores. La idea acaba por sustituir a la materia: las palabras suplantan a las obras. La exposición deviene catálogo de ocurrencias y, en fin, el arte se desplaza del objeto visible a la justificación invisible. No quisiera sonar apocalíptico: yo mismo me he sorprendido y aun conmovido por logradas obras de nuestro tiempo y de décadas recientes. Pero estas conmociones son más bien excepcionales. El arte que llamamos contemporáneo, al que el urinario de Duchamp abrió la puerta hace un siglo, ha perdido de vista las más de las veces el espíritu afrentoso del que nació: uno que, por su naturaleza fugaz y su desdén al lucro, supo burlarse de la fe de su tiempo; uno que culminaba, mediante el humor, el examen de nuestra relación con el mundo moderno. La blanca galería en Filadelfia que preserva tantas piezas de Marcel Duchamp guarda el aire enrarecido de un cementerio. Un cementerio lúdico, como la cripta hacia donde se dirige el ser que desciende la escalera. En él yacen enterradas dos de las grandes utopías modernas: el cuerpo que renuncia a su interior y así a su finitud; la máquina que nos conduce hacia el futuro y así nos aleja, también, de la muerte. El cuerpo y los objetos, desprovistos ya de sentido, en un gesto que se repite grotescamente, como un mecanismo idiota.

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Simulación ritual Colectivo Chachacha! [Raymundo Rocha/Dayron López]

La estética relacional posee un universo de formas, una problemática y una trayectoria que le pertenecen totalmente: ningún estilo, ninguna temática o iconografía los relaciona directamente. Lo que comparte es mucho más determinante en su actuar, en el seno del mismo horizonte práctico y teórico: la esfera de las relaciones humanas. Así nace Simulación ritual, propuesta del Colectivo Chachacha!, un proyecto cimentado en torno a tres conceptos nodales: cuerpo, identidad y territorio,

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conceptos que desde el punto de vista social contribuyen a la construcción de la identidad en lo individual y lo colectivo. El colectivo artístico Chachacha! fue fundado en 2010 por Raymundo Rocha y Dayron López. Desde entonces, los procesos del colectivo buscan aproximarse a temáticas de carácter social que desencadenen procesos reflexivos sobre la identidad, utilizando información con base en la historia de lugares, imágenes, objetos


y rituales contemporáneos que caben dentro de un archivo sociológico, encontrando signos que identifiquen pertenencia como la familia, la cultura y la educación. De este modo, con el apoyo de la beca Adidas Border 2016, se llevó a cabo el proyecto Simulación ritual, con más de sesenta participantes. Durante cuatro talleres celebrados en Casa Vecina en enero de 2016, el colectivo Chachacha!, con la colaboración del artista plástico Christian Becerra, puso a prueba una metodología desarrollada junto al psicólogo social Javier Vargas, que se conforma por dinámicas del arte relacional, así como ejercicios autorreferenciales y de análisis del cuerpo en relación con el territorio geográfico y simbólico. A partir de la reflexión personal del territorio y del cuerpo, Simulación ritual permitió a los participantes el diseño de un símbolo que representara su propia historia, la conciencia de su cuerpo y el tránsito por su colonia, barrio o vecindad. Este símbolo —usado como recurso desde la antigüedad y en diferentes culturas como un asidero de la memoria— permite fijar una experiencia o el recuerdo de un lugar. Al final, el resultado fue tatuado en los participantes del taller en el estudio Mafia Alma y Tinta. Este es un breve testimonio del proyecto Simulación ritual.

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Carta a René Avilés Fabila

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Beatriz Espejo

Fotografía: cortesía de la Fundación René Avilés Fabila

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Texto leído durante el homenaje a René Avilés Fabila en la Casa Galván el 26 de enero de 2017.

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Querido René: Te escribo con la pluma que me regaló Bernardo Ruiz en un día venturoso que disfrutamos de tu compañía. Nunca imaginé que esa sería la última vez en que mi corazón iba a regocijarse con tu presencia. Tu muerte me provocó un ataque de llanto casi incontenible. Me la anunciaron abruptamente, por sorpresa, sin entender que tu ausencia abriría un gran hueco en mi alma. Siempre creí que serías inmortal, con ese cuerpo tuyo tan derecho y bien vestido, con tu cara sin arrugas, refulgente dispuesto a reírse de la vida y de quienes se lo merecían. Peleando por tus derechos. Inventando siempre la manera de levantarte cuando un golpe te alcanzaba tratando de aniquilarte, amigo mío. Hoy te recuerdo desde tu extremada juventud, aun sin cobrar esa fisonomía con la que el tiempo llegó a ti sin tocarte, siguiéndose de largo para no importunar la sonrisa irónica que te surgía a la menor provocación. Te recuerdo dándome textos para publicar en mi revista El Rehilete, en los viajes que hicimos acompañados de nuestras respectivas parejas o solos, en talleres literarios de Casa Lamm, en el auditorio del Fondo de Cultura Económica presentando un libro y mesas redondas compartidas, en comidas en tu casa o en la mía. Parecía que nada te daba trabajo y que lo hacías como parte bien aprendida de tu oficio ejercido incansablemente, a ciencia y paciencia. Desde la mañana muy temprano ya estabas en pie, escribiendo tus columnas, unas coléricas porque protestabas contra alguna calamidad, esgrimiendo la espada de tu sarcasmo contra quienes considerabas enemigos; otras amables a favor de quienes merecían tu amistad o tu admiración que jamás le regateaste a nadie, querido René. Rememoro una cena digna de convertirse en crónica literaria a la que asististe con Rosario Casco, tu mujer, socia y cómplice, como diría el poeta. Ocurrió en Monterrey en honor a Elena Garro, y a propósito de un desfiguro cometido por la Chata Paz todos quedamos con la boca abierta. Te vi de reojo, aunque no lo notaste, y te resultaba imposible esconder tu sorpresa que luego en la intimidad comentamos. Hoy estoy aquí para agradecerte tu obra literaria que hiciste crecer sin descanso hasta el último minuto de tu existencia en este mundo, en que seguramente dejaste muchos proyectos en el tintero, como un texto que me prometiste destinado a la antología de Cuentos para leer en Navidad, y para agradecerte también las repetidas muestras de cariño que me deparaste. Sé que eras agnóstico, querido René, pero yo me aferro a pensar en una vida demasiado misteriosa para acabarse así como terminó la tuya, repentinamente y sin previo aviso. Por eso insisto en pensar que me escuchas y que te conmueve comprobar lo mucho que apreciamos tu solidaridad quienes estamos reunidos hoy en honor tuyo, en tu memoria.

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René Avilés Fabila: una lotería ganada Guillermina Cuevas

René, Bernardo Ruiz y Ruben Bonifaz Nuño. Fotografía: cortesía de la Fundación René Avilés Fabila

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El 8 de septiembre de 1984, la Universidad de Colima otorgó su primer doctorado Honoris Causa al insigne poeta Rubén Bonifaz Nuño. Para los estudiantes de la facultad de Letras y Comunicación, para los escritores locales y para toda la comunidad universitaria, fue un hecho trascendental, un privilegio que agradeceremos siempre. René Avilés Fabila participó en el homenaje y, desde entonces, surgió la amistad, la generosa y abierta disposición del escritor para visitarnos. Fueron cuatro o cinco días de convivencia, de tiempo para compartir y disfrutar, y René regresó a la Ciudad de México con una nueva condecoración, con un grado militar que sus amigos íntimos conocen y que le fue concedido por el poeta homenajeado. Era en ese tiempo un hombre en la plenitud de sus cuarenta y cuatro años, con esa casi ruda gallardía, y la misma capacidad para el sarcasmo y la mordacidad que tuvo siempre. “Muchachitas, son las doce de la noche, sus papás las van a regañar por andar fuera de su casa y con escritores”, les dijo a unas jovencitas que estaban fascinadas con él y sus bromas, pero las “muchachitas” le informaron que los padres dormían plácidamente porque las castigaban antes de salir, que era una costumbre colimota. Trece años después recibió el Premio de Narrativa Colima para obra publicada, con su libro Los animales prodigiosos. Este reconocimiento fortaleció la relación, que volvía a este pequeño rincón de la república mexicana con la certeza de los afectos, de la estimación que habían ganado la persona y la obra. También estuvo aquí molesto, enojado porque lo enviaron a impartir un curso en el mes de mayo. Esta vez el calor lo agobió. Sus bromas fueron más cáusticas, criticó el lugar, la hora, la falta de aire acondicionado y, sin embargo, disfrutó una comida de mariscos en un restaurante local, comió langostinos, ensalada de mariscos, mil hojas y café. Dos días antes de terminar el curso regresó a la Ciudad de México, sin despedirse. Tuve el privilegio de acompañarlo ese día y conservo ese recuerdo con gran agradecimiento.

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En la bandeja de entrada de mi correo electrónico guardo el siguiente mensaje: “Estimada amiga Guillermina, muchas gracias por la inclusión. Sigo coleccionando búhos, debo tener más de mil de ellos, hay uno con una rima de Griselda Álvarez: Para René, un búho ya que en amor no se púo. Asimismo, la Fundación René Avilés posee una colección de casi doscientos de distintos tamaños y con diferentes técnicas de algunos de los más significativos artistas plásticos mexicanos, en exhibición en el ipn. Le preguntaré a José Agustín, no sé qué tanto se encuentra repuesto del severo accidente. Saludos afectuosos. René”. Este correo fue en respuesta a una petición para editar unos cuadernitos de lectura con textos de algunos autores del Premio Narrativa Colima. Su autorización fue inmediata y sin ninguna objeción. Otros escritores casi nos amenazaron con demandarnos si la publicación no ofrecía alguna regalía. La amistad de Griselda y René tuvo también resultados muy ambiguos, y escribo esta palabra porque él fue el primero que le publicó “Sonetos a la Constitución”. Mi argumento es que las leyes ya son bastante ambiguas como para enunciarlas en versos endecasílabos. Pero le publicó también un aviso solicitando compañía masculina. En mi opinión, este texto es el que mejor describe a la primera gobernadora del país. Conocí también momentos de incertidumbre: “No, Guillermina querida, no conozco el libro de

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homenaje a Griselda. Qué alegría que recuerdes La canción de Odette, a veces me siento un escritor marginal. Si necesitas mayores datos sobre este modesto capitán que ahora ni a cabo llega puedes ver mis web y mi blog”. Como presidente del Premio Nacional de Periodismo estuvo en Colima la última vez. Escribió un artículo muy elogioso sobre esa visita. Fue un programa intenso desde el desayuno, la rueda de prensa, el programa de radio y la sorpresa por el homenaje a los cincuenta años como escritor. Por la tarde una conferencia sobre periodismo y al final, ya cansado dijo. “Si alguien tiene alguna pregunta, por favor no la haga”. Compartir con él la cena es un recuerdo que guardo con profundo afecto. Le preguntaron a quién quería invitar y yo tuve el placer de estar en esa agradable reunión, con el poeta Víctor Manuel Cárdenas, quien en realidad es el incitador, el que inició la amistad con René Avilés Fabila, porque fue él quien hizo la propuesta para que a Rubén Bonifaz Nuño se le otorgara el doctorado Honoris Causa. He comprado ya billetes de lotería con su imagen, Rosario Casco, valiente esposa y compañera de vida de René, tiene la buena intención de que algunos premios se queden en Colima. Para mí, la amistad de René Avilés, de Bernardo Ruiz y Marco Antonio Campos es ya premio enorme, una lotería que ha sido ganada con afectos profundos y sinceros.


Recordanzas con René Avilés Fabila Martha Fernández

René leyendo Los juegos, en 1967. Fotografía: cortesía de la Fundación René Avilés Fabila

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Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja y encontrarás una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera Antonio Machado

René, como sabemos quienes lo hemos leído, fue un escritor notable que supo imprimir a su obra su propia personalidad, sus nostalgias, sus momentos festivos, sus amores y desamores, sus afectos y desafectos, con impecable estilo literario y con un extraordinario manejo del humor, de la ironía y del sarcasmo. Pero hoy quiero referirme y recordar no al escritor de fama y prestigio nacionales e internacionales, sino a René, mi amigo, con quien compartí aventuras y desventuras personales y culturales. Un hombre cálido, que gustaba vestir como dandi, y comer y beber como monarca. Que sabía ser amigo de sus amigos, gracias a su muy claro sentido de la lealtad. Que tuvo una muy vasta y una sensibilidad única para el arte; que estuvo dotado de un inteligente sentido del humor y una sonrisa encantadora. Mi amigo, a quien conocí simplemente porque era generoso y comenzó a publicar mis artículos en la sección “La cultura al día” que fundó y dirigió en el periódico Excélsior, sin conocerme siquiera, sólo porque nuestro amigo Alberto Dallal me había invitado a participar ahí. Cuando después de meses por fin nos vimos personalmente, él mismo me invitó a seguir colaborando, primero en esa sección y después en el suplemento cultural El Búho, que también fundó y dirigió en el mismo periódico y con el que obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en 1991. Le agradecí y le agradeceré siempre que me haya abierto las puertas del periodismo cultural. Yo jamás había incursionado en ese mundo. Ahí aprendí a escribir para el público en general y no sólo para los especialistas. Disfruté mucho esa época; fue un “jefe” muy tolerante y apoyador. Recuerdo una ocasión, cuando se suscitó una polémica relacionada con el edificio del exarzobispado de México, René me dio una plana completa para que pudiera defenderme del arquitecto Sergio Zaldívar (hoy amigo mío), quien me había acusado públicamente de mentir sobre su proyecto de convertir ese monumento en restaurante.

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Como funcionario, al parecer era muy exigente con las personas que trabajaban con él, pero nunca perdió su calidad humana. El día que lo vi por primera vez, fungía como Director General de Difusión Cultural de la unam, un cargo de enorme importancia en la institución y, sin embargo, me recibió con una amplia sonrisa. Siempre sonreía. No recuerdo de qué hablamos en concreto en aquella ocasión; seguramente de todo y de nada, pero sí recuerdo que no paré de reír desde que lo saludé hasta que me despedí. Cuando fue jefe de Publicaciones en el entonces Departamento del Distrito Federal, se ganó el respeto, pero también el cariño de sus colaboradores, quienes bromeaban con él y en torno suyo. En una ocasión que llegó vestido con una chamarra de piel, las secretarias corrieron la voz: “el licenciado viene vestido de pleonasmo”; cuando René se enteró, se sonrió burlonamente, pero dejó que la ocurrencia siguiera difundiéndose. En otra oportunidad, él mismo me involucró en una broma con un grupo de personas que lo visitaban: “Les presento —dijo— a Martha Fernández, una investigadora que tiene proyectos muy interesantes… en los que nadie cree”. En esa dependencia me editó las primeras obras que publiqué fuera del ámbito universitario: dos libros y un estudio introductorio. El título de uno de esos libros, La ciudad de México de Gran Tenochtitlan a mancha urbana,1 René lo convirtió en una frase que repitió muchas veces en sus artículos periodísticos, citándome, desde luego, por lo que yo siempre le decía: “gracias a ti, no moriré en el anonimato”. Desde aquellos lejanos años ochenta del siglo xx, tuvimos por costumbre recorrer el Centro Histórico de la Ciudad de México. Él amaba ese sitio que le traía muchos recuerdos, y a mí me encanta porque mi especialidad es,

precisamente, la arquitectura virreinal. En diversas ocasiones nos acompañó el arquitecto Luis Ortiz Macedo (o nosotros lo acompañamos a él). Recorrimos varios sitios, pero ahora quiero recordar uno en particular: la todavía hermosa plaza de Santo Domingo, de la que René escribió en su Antigua grandeza mexicana: “ha conservado su intimidad poética y su discreta mezcla de severos edificios y cordiales arcos, donde una heroína de la Independencia la preside”,2 se refirió, claro, a la corregidora Josefa Ortiz de Domínguez, y agregó: el sitio fue grandioso en la Gran Tenochtitlan, en la Nueva España sufrió profundas transformaciones que le dieron una belleza distinta, hoy es un símbolo de nuestra historia que ha sabido conservar su discreta elegancia, encanto y donosura, un ejemplo del barroco que en tierras mexicanas consiguió una interesante singularidad.3

Así, mientras el arquitecto Ortiz Macedo explicaba cómo había construido las arcadas que están junto a la iglesia, tratando de imitar la portería que tuvo el convento de los Predicadores, hasta antes de la Reforma juarista, René platicaba de los personajes que habían vivido por ese rumbo o que simplemente habían visitado el Centro Histórico, como Leona Vicario y Andrés Quintana Roo, quienes habitaron la casa que hoy ocupa la Coordinación Nacional de Literatura del inba; los lugares donde habían vivido Manuel Gutiérrez Nájera, Ignacio Manuel Altamirano, Xavier Villaurrutia y Sor Juana Inés de la Cruz, entre otros. Pero en realidad lo que resultó más interesante y conmovedor fueron sus recuerdos en la Secretaría de Educación Pública, que ocupa dos edificios: la ex Aduana de Santo Domingo y el claustro de lo que fue

René Avilés Fabila, Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo, prólogo de Martha Fernández, México, Editorial Porrúa, 2010, p. 17. 3 Íbid., p. 22. 2

Martha Fernández, La ciudad de México de Gran Tenochtitlan a mancha urbana, prólogo de René Avilés Fabila, México, Departamento del Distrito Federal, 1987. 1

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el convento de monjas de la Encarnación. Nos platicó que desde niño acompañaba a su mamá, la maestra doña Clemencia Fabila, a las oficinas, entre los murales de Siqueiros y Rivera que siempre le impresionaron. Obviamente, habló también de la ideología de esos artistas, que él mismo compartía y que es indispensable para comprender su obra, de manera que se preguntó y nos preguntó: “¿Podríamos, por ejemplo, analizar la estética de Siqueiros dejando de lado su militancia política, su ideología?”. En El libro de mi madre, cuenta que, al salir de la Secretaría, su mamá lo llevaba “a comer perros calientes a Sidralí, en las calles de Palma, un sitio hoy desaparecido”.4 También nos contó, cómo recordaba la oficina de su padre, el maestro René Avilés Rojas, junto a la de Martín Luis Guzmán, y cómo entre ambos habían ideado y creado el libro de texto gratuito, que todavía hoy se reparte en las escuelas públicas de educación básica. Pese a lo alejado que René estuvo de su padre, nos dijo con orgullo: “yo no era hijo de un comerciante, sino de un escritor y maestro ilustre”. El arquitecto Ortiz Macedo también habló del momento en el que al Palacio de la Inquisición (hoy Museo de Medicina y Protomedicato de la unam) le habían retirado el tercer piso, que había levantado la Universidad cuando fue Escuela de Medicina. Ocurrió el año de 1968, momento en que se remodeló la plaza. Y mientras él y yo nos deleitábamos con las cualidades artísticas del edificio, René pensaba más bien en las historias de tormentos que se vivieron en el inmueble durante la época virreinal, justo cuando funcionaba el Santo Oficio de la Inquisición, de manera que para él era un edificio lúgubre:

En su interior —decía— reinó el dolor y la tragedia, el espanto, el miedo a la tortura sin límite para extraer confesiones. Era un lugar de calabozos y salas de interrogatorios, de instrumentos de tortura y sufrimiento. Dueño de misteriosos túneles y bóvedas o cuevas enigmáticas que sólo conocían los temibles inquisidores para ocultar sus aberraciones y los cuerpos de sus incontables víctimas.5

Claro que René también recordó —no podía ser de otra manera— la famosa leyenda de “La mulata de Córdoba”, que logró escapar de las cárceles inquisitoriales, en un bergantín pintado por ella misma en la pared de su mazmorra, narrada por don Artemio del Valle-Arizpe.6 Alguna otra ocasión, también visitamos la Librería Porrúa; la original, la del Centro. Estaba en aquel momento en malas condiciones; nos dolimos de lo que parecía descuido, abandono, como si se tratara de una librería en crisis, por eso cuando se inició su remodelación en el año 2008, se entusiasmó tanto que me escribió: Es una maravilla, le hicieron enormes y significativas reformas y ahora será un palacio moderno dentro de una antigua edificación. La vista es impresionante y tendrá restaurante, cafetería, local para computadoras y todo lo imaginable. Me dijeron que, además, están abriendo librerías por todo el país, una incluida a dos pasos de la uam… Por ese lugar —continuó— han pasado todos los escritores de México, mi papá tiene un libro sobre Ignacio Ramírez y yo les di el prólogo para una reedición de la China Mendoza. No tienen idea del valor de sus archivos. En un momento en que todas las editoriales importantes están en manos extranjeras (menos el Fondo y la unam), el que crezca enormidades y se modernice Porrúa es muy buena cosa. Como verás, me entusiasmé

René Avilés Fabila, Antigua grandeza mexicana, pp. 27-28. Artemio del Valle-Arizpe, Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México, t. I, prólogo de Jermán Argueta, México, Lectorum, 2008, pp. 57-61.

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6 4 René Avilés Fabila, El libro de mi madre, México, Miguel Ángel Porrúa, Varia Literaria Pirul, 2003, p. 27.

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a tal grado que se me olvidó ir a la Normal a grabar un programa sobre el 68, qué pena, pero los libros y su mundo son apasionantes.7

Recientemente visité la librería y comí en su restaurante, en efecto, la vista es impresionante: las torres de la Catedral, el palacio del marqués del Apartado, Templo Mayor, la cúpula de Santa Teresa la Antigua… Su contemplación me dio oportunidad de recordar esas palabras de René y, desde luego, imaginarlo en su muy querida Prepa 7, edificio porfiriano que hoy es sede del Palacio de la Autonomía de la unam y que también se puede admirar desde la Librería Porrúa. Pero quizá uno de los recuerdos más conmovedores que tengo de los paseos con René no fue al Centro Histórico, sino a Villa de Cortés. Como tuve oportunidad de explicar hace poco tiempo,8 la idea fue visitar el lugar para tomar fotos y, si así lo deseaba, ilustrara la siguiente edición de su novela El reino vencido. En ese libro, llama a la colonia Ciudad Jardín y, aunque me confesó que se había arrepentido de cambiarle el nombre, en realidad pienso que, en su imaginario, ese lugar, ubicado a un costado de Calzada de Tlalpan, fue realmente un jardín para él. Así lo describió él mismo en su novela: El recuerdo más hermoso que me queda es el de la calle donde pasé más de veinte años, de los tres o cuatrohasta los veinticinco, cuando abandoné esa casa para siempre. La colonia en tal época era el punto más remoto de una ciudad poco poblada que crecía con tranquilidad. Era un lugar arbolado, con jardines y fuentes y con familias que Correo electrónico enviado por René Avilés Fabila a Martha Fernández, el 15 de agosto de 2008. 8 Martha Fernández, “René Avilés Fabila (1940-2016). Intelectual destacado y un amigo de excepción. Culturalmente incorrecto”, en Revista Electrónica Imágenes del Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México. Sección “Rastros y efectos”. A partir del 4 de noviembre de 2016. Enlace: http://www. revistaimagenes.esteticas.unam.mx/node/106

recién comenzaban, de tal forma que viví rodeado de niños que conmigo crecieron, se hicieron adolescentes y cuando todos llegamos a ser adultos inició la dispersión y así, quizá, el final de un lugar que yo vi como una especie de edén y que hoy siento como un paraíso perdido.9

En esa colonia, me dijo entre divertido y nostálgico, habían vivido muchos artistas de la llamada “Época de Oro” del cine nacional, como Lilia Prado, Magda Guzmán y su hermano “El Flaco” Roberto Guzmán, Gabilondo Soler “Cri-Cri” y Andrés Soler. En la novela, agregó que como su colonia estaba a medio camino de lo que era el “Hollywood mexicano, los Estudios Churubusco y alguna otra empresa de cine como Clasa Films Mundiales”, era frecuente que otros artistas como Jorge Negrete, Luis Aguilar, el Indio Fernández y Columba Domínguez fueran a visitar a sus colegas que vivían ahí.10 En alguna ocasión también me escribió: “Otro día, cuanto esté ebrio, te contaré mis hazañas con lindas damiselas del cine mexicano. Hoy seré un caballero o un charro negro, con su cuaco retozón y sonando sus espuelas, chirrin, chirrin…, con sus pistolas de cacha plateada”.11 Cuando llegamos a su colonia, me dijo, de entrada, que él había sido el “reyecito” de ese lugar. Claro, comenté, un niño listo, inteligente, guapito… “Uy no —me interrumpió— de eso me di cuenta hasta los… seis años y medio”. Estacionamos el auto frente a la casa de las Garzas, que aparece en la novela; así la bautizaron, explica, porque en sus jardines “paseaban tres

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René Avilés Fabila: El reino vencido, México, Nueva Imagen, Universidad Autónoma Metropolitana, 2005, pp. 19-20. 10 Íbid., p. 24. 11 Correo electrónico enviado por René Avilés Fabila a Martha Fernández, el 24 de diciembre de 2007. 9

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garzas”,12 que ahora están fabricadas de algún material deleznable. Del otro lado de la calle, la casa de su amigo Sergio López Villafañe, quien lo rescató con su triciclo de un lote baldío, cuando su mamá lo corrió de su casa, a los tres años de edad. A unos pasos de distancia, la casa donde vivió René, con algunas características del estilo arquitectónico de moda en ese tiempo: el colonial californiano. De inmediato me señaló el balcón: “ahí estaba la recámara de mis abuelos”, me dijo. A mi abuelo, lo adoré, me explicó, “tanto que cuando perdió la vista y siendo aficionado al cine, lo acompañé como lazarillo, no a ver, sino a escuchar las películas mexicanas”, aunque René realmente las detestaba. Alguna vez me comentó, con justificada razón: Los valores que trató de endilgarme el cine mexicano fueron espantosos. El Indio Fernández, en películas de corte revolucionario, te soplaba al señor cura, al ranchero rico, al campesino jodido pero contento porque el amo canta[ba] rancheras y no lo hacía mal. Y siempre un altar, siempre Dolores o María rezando… Yo soy ateo… Mientras los gringos hacían personajes policiacos memorables con Bogart interpretando novelas de Hammett, aquí veía yo a Clavillazo haciendo Peter Pérez. Mi extranjerismo se hizo sólido… Luego me pasé al comunismo y allí me dijeron que éramos internacionalistas y que los obreros no tenían patria. Me sentí reconfortado, total, si me gustaban las mujeres de cualquier nacionalidad, ¿por qué no sus países?13

René Avilés Fabila, El reino vencido, p. 23. Correo electrónico enviado por René Avilés Fabila a Martha Fernández, el 24 de diciembre de 2007. 12 13

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De su casa pasamos a ver las fuentes que todavía se conservan. Ambas son art déco, aunque imagino que de diferentes autores. Ahí me contó varias travesuras infantiles que solía planear con sus amigos, como la de hacer “trampas”, o sea, hoyos en el jardín cubiertos con pasto, para que se cayeran los transeúntes, y claro que también me narró algunas aventuras de él y de sus compañeros adolescentes, ya desprovistas de toda inocencia. Su entusiasmo fue tal al visitar su “paraíso perdido”, que me mostró la iglesia donde hizo su primera comunión y entró conmigo para ver y fotografiar el interior. El templo, debo decir, es bastante feo y desangelado, pero no era el edificio, sino sus “recordanzas”, los recuerdos de su infancia, de sus abuelos y de sus amigos, algunos ya fallecidos, lo que impulsó a René a entrar a ese lugar. Fue un paseo único, memorable, especialmente por la emoción que reflejaba René con su mirada y sus gestos. Esos y otros paseos fueron muy enriquecedores para mí, muy divertidos y muy entrañables. Fue un privilegio haber sido amiga de René Avilés Fabila. Por ello y por la profunda huella que me dejó tu amistad, René querido, gracias; siempre te echaré de menos; tu ausencia nunca dejará de ser tristeza, angustia y dolor, porque como bien dicen en Sevilla: “algo se muere en el alma, cuando un amigo se va”, sobre todo, cuando ese amigo ha sido tan especial como tú.


Un ciego en el metro nos vigila Jesús Vicente García

Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

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En aquel tiempo, los ojos de los ciegos serán abiertos y los oídos mismos de los sordos serán destapados. Isaías 35:3

I La vara de Moisés anda entre los pies de los fieles usuarios del metro, el pueblo seleccionado para andar en esta tierra prometida por los padrotes de la ilegalidad; los viajantes deben sufrir la condena de soportar a estos seres ambulantes que andan en la misma ruta, que se entrecruzan, nunca paralelos, inmersos en el ambiente caluroso de los días sin tiempo; en el metro siempre se está entre los fieles usuarios con una promesa esperanzadora de llegar al destino, así se pierda la brújula que, cual acto mágico, se materializa en aromas y sudores. El pueblo, como borregos que dejan de ser pastoreados, debe seguir su sino solo y en muchedumbre, como una plaga del siglo xxi, donde los pasajes bíblicos están más presentes que en los tiempos de Zacarías, quien hizo trizas su vara de nombre Agradabilidad y rompió el pacto con los pueblos por desobedientes y por perder el rumbo, y a la fecha así está el viajante de este tren naranja, que algunos gobiernos capitalinos los han pintado de rosa mexicano, de morado, con una estética desenfrenada, y le han quitado su color naranja, como si también hubiésemos perdido el rumbo. A Con un chicharrón marca familiar, con jitomate, aguacate y salsa, Basilio está afuera del Zócalo. A su lado, están sentados varios ambulantes organizando su producto y contando el dinero de las ventas, como testigos, los edificios del jefe de la Ciudad de México, con tanta historia como corrupción a su alrededor. Enfrente, el Palacio

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de Justicia. A un lado, motivos prehispánicos, justo donde estuvo el mercado del Parián. El chicharrón truena en cada mordida. II Un cayado se desliza sobre el piso azul, algo mugroso, lleno de gérmenes terribles, capaces de provocar ansias, de azuzar a la muerte, de sacar cita de por vida con el médico; en tanto el ambiente se llena de una música que no parece música, como los hombres del alba no parecen hombres, cuya letra evoca a la amante de un cantante que le esté diciendo desde el escenario: “Quédate sentada donde estás / hasta el final de la canción como si nada, / piensa que a tu lado hay un control / que puede malinterpretar ciertas miradas”. Y la vara, a la manera de la nariz del oso hormiguero en busca de su alimento, sigue su camino entre los pies del pueblo que, desesperado, espera que le salgan alas al tren, que no se detenga cinco minutos en cada estación. El cantante de anteojos oscuros sigue su perorata, con la bocina en el pecho, el micrófono pegado a la boca en forma de hilacho, que ambulantea y friega a la muchedumbre, esa gente que ya no espera ni un dios ni un policía, ni un héroe del metro, simplemente que siga su camino este tren de la desesperanza, cuyo boleto da derecho a ir de pie, a tomar sus tubos mugrosos viendo calzada de Tlalpan, de sudar los sudores ajenos y de aguantar a este cantante que en su discurso físico señala que es ciego. Pamelo lo ve de perfil y le ve parpadear, ve que ve un trasero femenino, una corbata masculina, porque las miradas se sienten, las miradas tienen vida, así sea a través de sus gafas oscuras, “sombras y figuras”, dice una canción ochentera. Y este ciego con su vara de punta redonda, su cuerpo de gordura hecha a imagen y semejanza de las garnachas y alimentos citadinos también ambulantes, camina y se abre paso a fuerza de brazos y eso llamado impunidad: empuja a quien se le ponga enfrente de sus narices y a los lados y por detrás si pudiera, pega con sus codos la espalda de aquel, la bolsa de aquella, y baja la mano a la altura de las nalgas de una mujer y las roza como quien no quiere la cosa, porque no ve, pero siente, mira sin ver, ve sin mirar, es una cosa extraña que anda en el metro,

y entonces se infla el pecho, pone la mano en el control de su bocina y continúa: “Soy un invitado de ocasión / y no pretendo figurar en tu programa / soy como lo fui siempre en tu vida, / una noche de debut y despedida”. B Traje y zapatos azul marino, calcetín violeta, del color de su camisa. Basilio camina tomándose un agua que carga en su mariconera. Mira a los ambulantes. Entre ellos, un ciego que se quita las gafas y empieza a contar el dinero de su morralito de mezclilla, no sin antes quitarse la bocina, limpiarse la frente con un pañuelo rojo, saluda a otros compas, un bocinero, una cuenta chistes, dos buhoneros que en un mismo momento te ofrecen audífonos para celular y aifon, o una usb de chorrocientos yigabaits, unas pastillas para el aliento y hasta unos pasamontañas tipo comando para el frío, en plena primavera, cosas de ambulantes; son una caja de sorpresas. III No hay días normales, todos son anormales en la ciudad que no respeta a nadie, donde los rateros de carteras y celulares andan en esa ruta de la línea 2, la azul, la del color de la tranquilidad, se cruzan unos con otros, se miran sin mirar y los que pueden dormir ya la hicieron para aguantar la jornada laboral, para eso hay que aguantar a los ciegos que se aprovechan de su situación, y de los que se dicen ciegos, y los que fingen tener diálisis, y los que aparentan no tener donde dormir, y los que venden música a todo volumen en sus bocinas del tamaño de un morral, con el infernal sonido rompetímpanos cuyos efectos llegan a desesperar al usuario que no está para escuchar esa música ni ninguna, excepto la que tienen en su celular, pero estos seres irrespetuosos que trabajan en la ilegalidad, con el permiso de funcionarios del Sistema de Transporte Colectivo Metro, no se detienen y andan en territorio comanche. El ciego arremete contra lo que se ponga enfrente. Los pies de Pamelo son golpeados por esa vara que no es medida con la misma vara que los demás usuarios, porque el invidente hace lo que quiere, como si estar ciego implicara impunidad, como si una ley dijese que todos los ciegos pueden empujar a la gente y andar

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entre la muchedumbre con derecho a manosear, toquetear, romper tranquilidades, estorbar, golpear con su vara los pies de Pamelo y una joven alta que va a su lado que no conoce y que sufrió el mismo embate y algo los une: el dolor de los tobillos, el empujón del corpulento ciego, pues lo que le falta de vista lo tiene en su volumen pesado, cual máquina que rompe los cerros para hacer un agujero y que pase por ahí una carretera. —¡Ay, señor!, fíjese, me pegó en los pies, —Pamelo baja la mirada y ve unos zapatos negros bajos, de tela, pies más grandes que los de él, delgados, creados para la ciudad, incluso los zapatos, hechos para el metro y las avenidas, para la lluvia y la polvareda, para los pisotones y para el cayado de un ciego que anda entre la multitud como Juan por su casa; como fuero de diputado que se emborracha y hace lo que quiere porque nadie le hará nada, porque se ha interpretado mal una ley, y con eso basta para que algunos ciegos hagan de su ceguera un amparo, un permiso para patear, una omnipotencia que ejerce a la menor provocación. Y la dama alta y delgada como espiga frunce el ceño, mira al ciego, y Pamelo mira que la mira, y luego se voltea (el invidente) para que su indiferencia sea un punto a su favor, para que alguien que anda defendiendo los derechos de los débiles, esos que en el féis critican a quienes critican a los ciegos ojetes o los ambulantes valemadres; y así es, no falta una voz que diga “está trabajando, ellos tienen derecho”, y como si adivinara la respuesta, la joven del tamaño de su enojo le dice que no tienen derecho a

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pasar así golpeando y manoseando a la gente, que se fije y que sabe a lo que se refiere. Nadie dice nada. El pueblo que recibe promesas de políticos sexenales guarda silencio, porque no es el momento de hablar. —Y luego son los que piden respeto, cabrones — la treintona larguirucha, asombrada (a juzgar por esos ojos que engrandece, con sus pupilas cafés, largas pestañas de jirafa y cuello ídem) mira hacia abajo y ve al flaco Pamelo, y le responde: “¿Verdad que sí? Tú sí me entiendes”. Le gusta que lo haya tuteado. Los ciegos son ciegos, no dioses, son ciudadanos tan respetables como cualquiera, no son motivo de trato especial en ese sentido. No tienen derecho a empujar ni a golpear en los pies. Pamelo recuerda a Salomón en sus proverbios llenos de sabiduría: “La vara y la censura son lo que dan sabiduría, pero el muchacho que se deja a rienda suelta causará vergüenza a su madre”. No falla, el que falla es el tipo que más que ciego parece un prepotente que nunca le jalaron las orejas de chiquito, échenmelo para ponerlo parejo, piensa Pamelo. La mujer alta y Pamelo platican al respecto. Los conocimientos literarios clásicos de la dama lo atrapan en una charla de metro, larga y cojonuda, dirían los españoles. Las puertas se abren como el mar rojo, con la diferencia que entran y salen personas del pueblo de la tierra prometida, mientras la misma voz sigue y sigue: “Voy a contar la historia de un cantante /que entre el público vio a la que fue su amante / y le cantó sin que nadie supiera / su propia decepción, su larga espera”.


C El sol quema. Se pone su sombrero azul, ala ancha, copa media. Guatsapea a Pamelo. “Ya voy. Estoy en Zócalo ya”. Luego ve su féis. Sube un video que acaba de grabar: un ciego que cuenta su dinero y que mira el trasero a una joven estudiante que pasa con su novio. Qué rica, dice. El novio veinteañero le mienta la madre. El ciego abre sus ojos y su boca para reírse y decirle que siga su camino, no quiero romperte la madre. Pendejo, dice el joven. Te dejo, responde el ambulante. La joven jala al novio y se van hacia la plancha del Zócalo. El video se hizo viral, porque Basilio grabó desde que se quitó las gafas y aventó al piso la vara para ciegos. Un milagro. IV Falta poco para bajar, pero mucho para estar tranquilos, sin este estrés de escuchar y ser empujados. Justamente, ambos acaban de leer el Quijote. Ella lo leyó por placer. Él también. Es la séptima vez que lo leo, afirma ella. Yo apenas llevo seis, le dice aquél. En Castalia este vez. Pues yo en Galaxia Gutemberg, cual si fuese competencia entre don Luis Mejía y don Juan Tenorio. Ah qué sabroso ver dos lectores de don Quijote en el metro, porque en realidad la charla no se dio por el ciego que mira, sino por el manchego que anda. Y todavía a lo lejos creen escuchar: “Debo aclarar que no es la vida mía, / que cualquier coincidencia es pura fantasía / ya me olvidé de ese cariño falso / que hoy me viene a pagar con un aplauso”. No se sabe si se dieron su féis o su cel para guatsapear, no podríamos decir si quedaron en verse o en leerse, ni sabemos si la mujer alta a

la que ve Pamelo hacia arriba es monja, casada, virgen o mártir, divorciada o dejada, profesora o escritora, secretaria o luchadora de los derechos humanos. Lo que sí podemos decir es que platicaron más allá del aguante de Basilio, quien tuvo que guatsapear una y otra vez a Pamelo para recordar que lo estaba esperando afuera del Zócalo, porque quedaron de ir por un amigo escritor de Pamelo para que vaya a la escuela de Basilio a platicar de literatura. V Se encuentran. Se saludan. Basilio y la dama de nombre que este narrador no escuchó y que seguramente Pamelo y el otro sí lo saben, se sonríen. Los tres, cual personajes del Mago de Oz, van por el camino amarillo, Plaza de la Constitución y toman Madero, rumbo a un café de esos medio hipster, cruza con nice, parroquianos con facha de intelectuales nuevos, no sin antes oír la historia de Basilio que vio claramente a un ciego gordo que se quitó las gafas oscuras “sombras y figuras”, y cual milagro de Cristo, se iluminó su rostro, la gordura adquirió tonos estéticos, a la Botero, puso su aparato de sonido con una canción de los Ángeles Negros: “Quédate sentada donde estás / que soy el eco nada más de tu conciencia, / soy como un contrato que se archiva, / una noche de debut y despedida. Alabado sea el Señor y su misericordia, porque esos seres en el metro no ven, afuera sí. Aquí, el ciego es rey entre tanto ser que sí ve, pero les falta algo que él sí tiene: la fe en su trabajo y el valemadrismo necesario para afrontarlo.

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Biblioteca ignota

La cofradĂ­a de Atis

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Atis durante su expiación en el monte Díndimo, fresco en el Palazzo Schifanoia, Ferrara, Emilia-Romagna, Italia, siglo XV. (Imagen: DeAgostini / Getty Images)

Lobsang Castañeda

Una de las versiones más dramáticas del mito de Atis nos la ofrece Ovidio en el libro IV de sus Fastos. Cuenta el poeta que en los bosques de Frigia existía un joven de singular belleza que, habiendo impresionado a la diosa Cibeles, se convirtió en guardián de su templo con la condición de mantenerse virgen. Sin embargo, Atis —que así se llamaba el joven—, respondiendo a los impulsos propios de su edad, no tardó demasiado en romper el acuerdo y en entregarse a los encantos de Sagaritida, la ninfa hamadríade que lo hizo hombre. Por supuesto, semejante desacato enfureció a Cibeles, cuya venganza fue letal: cortando el árbol del bosque que era su hado, asesinó a la ninfa y trastornó a Atis, quien, en medio de una crisis violenta, se emasculó. Desde entonces, uno de los requisitos que los hieródulos y sacerdotes encargados del culto de la diosa debieron cumplir fue el sacrificio del “peso de sus ingles”, es decir, la castración ritual. La leyenda de Atis es una muestra ejemplar de que la emasculación ha sido, tanto en lo mítico como en lo histórico, un acontecimiento decisivo para innumerables civilizaciones. Hace poco, hurgando entre montones de libros viejos, de esos que irremediablemente irán a parar a los tiraderos de basura o, en el mejor de los casos, a las plantas de reciclaje, hallé un pequeño volumen escrito por el doctor Enrique Marín titulado Historia de los eunucos. Se trata de un volumen impreso en octavo, de apenas 143 páginas, con

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un puñado de ilustraciones, publicado por la editorial Costa-Amic en 1980. Como soy afecto a los libros que me proporcionan información que no busco ni me incumbe, de inmediato llamó mi atención. A pesar de su brevedad, la obra cumple lo que promete. Es, por decirlo así, una eficiente introducción al eunuquismo, aunque algunos capítulos carezcan de profundidad. Lo primero que nos explica el doctor Marín es que hay dos tipos de castración ritual o, mejor dicho, dos maneras de concebirla: una positiva y otra negativa. La positiva consiste en ver el fenómeno desde la perspectiva del sacrificio propiciatorio y la alimentación totémica. Recuerda Marín que en La rama dorada, Frazer menciona algunos pueblos en donde los guerreros cercenaban e ingerían partes del cuerpo de sus adversarios para obtener las cualidades que supuestamente albergaban. En el caso de los testículos, se buscaba adquirir la valentía y la fuerza del enemigo, integrándolas al propio organismo. En cambio, la castración ritual negativa se relaciona con una especie de práctica preventiva que busca evitar la promiscuidad sexual entre los vivos y los muertos, frenar el comercio carnal entre seres de dimensiones distintas pero siempre conectadas. La emasculación de los difuntos, realizada por sus deudos y herederos, fue en la Antigüedad una medida para apartar a las ánimas del otro mundo de los placeres sexuales de éste, lo cual demuestra la creencia de que la lascivia no se diluye con la muerte. Propiciar el contacto entre seres de esencia diferente conducía a la procreación accidental de criaturas sobrenaturales, machos o hembras, de filiación divina. Dejar actuar a

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íncubos y súcubos significaba transgredir el orden del mundo y vulnerar la ley de la convivencia humana. Pero existen otras formas de castración mucho más “mundanas” como la mutilación sexual expiatoria y, por supuesto, la servicial. Con respecto a la primera, abunda la información sobre hombres y mujeres que pagaron con la supresión de sus genitales la transgresión de algún tabú o el acometimiento de algún delito sexual. En el mundo occidental, las ideas del eugenista inglés Francis Galton devinieron, a principios del siglo xx, leyes y disposiciones gubernamentales que instituyeron la castración obligatoria de violadores, pederastas y pervertidos, no sólo para sancionar sus conductas, sino para curarlos. Más que una sentencia judicial o una acción punitiva, la emasculación fue, ante todo, un “tratamiento” capaz de erradicar un impulso malsano o nocivo, idea que, por lo demás, ya se encontraba en la historia de Atis, pues Cibeles provocó la emasculación del muchacho frigio no sólo para castigar su desobediencia sino también para rehabilitarlo. En sus versiones del mito, Arnobio y Pausanias aseguran que, luego de haberse mutilado, Atis volvió al servicio de la diosa, desempeñándose desde ese momento con impasibilidad envidiable. Por su parte, la castración servicial está fielmente representada por los eunucos. En la antigua China y el Medio Oriente estos personajes fueron necesarios para mantener el orden interno de las cortes. A la vez esclavos y ministros, ayudantes y funcionarios, jefes de cámara y artículos de lujo, mayordomos y espías, además de custodios de esclavas, odaliscas y concubinas en harenes y serrallos, sus tareas consistieron en servir y asesorar a reyes y sultanes, aunque también llegaron a urdir


Tiempo en la casa 39, abril de 2017

Rosalía de Castro y su poesía de la vida y la muerte, Veronika Stašová Mediante el análisis de los temas que recorren su obra —la naturaleza, la soledad, los sueños, el dolor, la angustia e incluso la muerte—, Veronika Stašová elabora una exaustiva revisión del trabajo literario de la poeta y novelista gallega Rosalía de Castro, una obra que se halla a medio camino entre el romanticismo y el preexistencialismo.

intrigas para destronarlos. Este último aspecto se debió probablemente a su carácter perverso y acomodaticio. Según el doctor Marín, no había abuso o ignominia que no aguantaran, pues, carentes de arrojo, dependían por completo de la autoridad que los acogía o, en su defecto, de cualquier otra que pudiera garantizarles protección y sustento. En cuanto a su aspecto físico —según algunos médicos como Eugene Pitard o el célebre Serge Vorónov—, los eunucos eran bajos de estatura, con tórax y cráneo pequeños, obesos, carentes de bigote y barba, con senos voluminosos y caderas anchas, anémicos, lentos de inteligencia y con una pésima memoria. Según el tipo de castración padecida, los eunucos se clasificaron en “espadones” o “imperfectos”, que eran los privados de un solo testículo, lo cual les permitía relacionarse sexualmente y hasta reproducirse; “thasiasi” o “thadiani”, que eran los eunucos con los testículos atrofiados mediante el torcimiento, la ligación o la rotura de los cordones espermáticos, lo cual también les permitía tener sexo aunque eran estériles; eunucos privados completamente de los testículos mediante procedimientos “quirúrgicos”; y, finalmente, eunucos privados de testículos y pene, favoritos por ello mismo para el cuidado de las mujeres. Sobra decir que éstos últimos requerían para orinar de una cánula o sonda metálica que se introducían por la uretra, así como de un tapón que evitara el escurrimiento de la orina. Aunque la obra de Marín es, como decía antes, una eficaz introducción al eunuquismo, se echan de menos algunas páginas dedicadas a la secta de los skoptsy, quizás el último bastión del eunuquismo occidental, y a los castrati, cuya prodigiosa voz fascinó a papas, reyes y

empresarios musicales en la Europa de los siglos xvii, xviii y xix. De hecho, muchos de los castrati fueron, en sus orígenes, niños pobres que, al igual que los eunucos orientales, sufrieron la emasculación en contra de su voluntad, llevada a cabo con el consentimiento de sus padres, de profesores de música, de promotores musicales, de altos funcionarios y de jerarcas eclesiásticos, con el objetivo de atraerles a ellos y a sus familias la riqueza y la fama que, de otra manera, jamás conseguirían. Sin embargo, la mayoría de estas “operaciones” no se realizaban por médicos o cirujanos profesionales, sino por auténticos carniceros que, cuando no mataban a sus pacientes, los dejaban en condiciones deplorables para el resto de sus días. El lector curioso podrá encontrar un ilustrativo ensayo sobre los castrati en Pastor y ninfa, de José Joaquín Blanco, basado en la Historia de los castrati, de Patrick Barbier. De igual manera, se extrañan en la obra del doctor Marín algunas líneas, siquiera esquemáticas, sobre el “eunuquismo psicológico” —derivado del concepto de castración en el psicoanálisis freudiano— y sobre el “eunuquismo social” que podría incluir temas como la falta de carácter, la indolencia, la mediocridad, el miedo al éxito y el valemadrismo. Es probable que en una obra aparecida hace algunos años titulada Eunucos. Historia universal de los castrados y su influencia en la civilizaciones de todos los tiempos, de José Antonio Díaz Sáez, se insinúen, al menos, estos y otros temas de los cuales no se ocupó Marín. Lamentablemente, por falta de capital, no he podido consultar ni dicho estudio ni el libro de Barbier. Ya se sabe que, para cualquier lector, los límites de su presupuesto son los límites de su biblioteca.

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Howard Phillips Lovecraft en 1934


Historia del Necronomicon H. P. Lovecraft

Traducción de Bernardo Ruiz

Escrita en 1927, publicada en 1938

Título original Al Azif-azif es el término usado por los árabes para designar el sonido nocturno (emitido por los insectos) que se supone es el aullido de los demonios. Compuesto por Abdul Alhazred, un poeta demente de Sanaá en Yemen, de quien se dice que floreció durante el periodo de los califas Omiades, cerca de 700 D. C. Quien visitó las ruinas de Babilonia y los secretos del Menfis subterráneo y empeñó diez años en el gran desierto sur de Arabia —el Roba el Kahliyeh o “Espacio vacío” de los antiguos— y el desierto “Dahna” o “Carmesí” de los modernos árabes, mismo que se considera habitado por aquellos espíritus malignos protectores y monstruos de la muerte. Muchas extrañas e increíbles maravillas acerca de este desierto se mencionan por aquellos que afirman haberse internado en él. Durante sus últimos años, Alhazred vivió en Damasco, donde el Necronomicon (Al Azif ) fue escrito; y de su final por muerte o desaparición (738 d. C.) muy terribles y conflictivas cosas se afirman. Él aseguraba, conforme a su biógrafo Ebn Khallikan (biógrafo del siglo xii), haber sido capturado por un monstruo invisible en plena luz del día y antes devorado horriblemente a la vista de un amplio número de inmóviles testigos. Mucho se ha dicho de su locura. Aseguraba haber contemplado a la fabulosa Irem,

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la ciudad de los Pilares, y de haber encontrado bajo las ruinas de una ciertamente inominada ciudad desierta los anales y secretos de una raza más antigua que la humanidad. Él sólo era un musulmán indiferente, que adoraba entidades desconocidas a las que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu. En 950 d.C., el Azif, que había ganado una considerable aunque subrepticia circulación entre los filósofos de la época, fue traducido secretamente al griego por Theodorus Philetas de Constantinopla bajo el título de Necronomicon. Durante un siglo inspiró a algunos para intentar experimentos terribles, hasta que fue suprimido y quemado por el patriarca Micael. Tras ello, solamente se supo acerca de él furtivamente; pero Olaus Wormius lo tradujo al viejo latín medieval, en 1228. El texto latino fue impreso un par de ocasiones en letras góticas (evidentemente en Alemania) durante el siglo xv; y una en el xvii, posiblemente en español —ambas ediciones carecían de marcas de identidad, y se ubicaban únicamente por el tiempo y lugar debido a la evidencia tipográfica—. Tanto el trabajo griego como el latino fueron prohibidos por el papa Gregorio IX en 1232, poco después de su versión latina, la que llamó la atención. El original árabe se perdió alrededor de la época de Wormius, como indicaba una nota del prefacio; y ante la ausencia de la copia griega —que fue impresa en Italia entre 1500 y 1550— como se consignó desde el incendio de la biblioteca de un hombre en Salem en 1692. Una traducción realizada por el doctor Dee jamás se imprimió y sólo existe en fragmentos recuperados del manuscrito original. De los textos latinos ahora existe uno (s. xv) del que se sabe está bajo resguardo con cerradura y candado en el Museo Británico; en tanto otro (s. xvii) se ubica en la Biblioteca Nacional

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en París. Una edición del siglo xvii se encuentra en la Biblioteca Widener en Harvard, y en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic en Arkham. Asimismo, en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Otras copias, numerosas, probablemente existen de manera secreta, y una del siglo xv se rumora insistentemente que forma parte de la colección de un renombrado millonario norteamericano. Un rumor más vago acredita la preservación de un texto del siglo xvi del texto griego en la familia en Salem de Pickman; pero si estaba bien conservado, se desvaneció con la desaparición del artista R. U. Pickman en 1926. El libro es suprimido estrictamente por las autoridades de muchos países, y por todo tipo de ramas eclesiásticas organizadas. Leerlo conlleva terribles consecuencias. Fue por rumores de este libro (del que relativamente pocos conocen entre el público en general) que R. W. Chambers derivó su idea, afirman, de su reciente novela The King in Yellow (El rey amarillo). Cronología • Azif se escribe por Abdul Alhazred alrededor de 730 d. C., en Damasco. • Traducción al griego en 950 a. C. como Necronomicon por Theodorus Philetas. • Incinerado por el patriarca Micael en 1050 (i. e. el texto griego). Se pierde ahora el texto árabe. • Olaus traduce del griego al latín en 1228. • 1232. Edición latina (y griega) suprimida por el papa Gregorio IX. • 14.. Edición en tipos góticos (Alemania). • 15.. Texto en griego impreso en Italia. • 16.. Reedición en español del texto latino. *

Lo anterior puede complementarse con una carta dirigida a Clark Ashton Smith el 27 de noviembre de 1927:


No he tenido oportunidad este otoño de lograr nuevo material, pero he clasificado notas y resúmenes en preparación para unos monstruosos relatos posteriores. En especial, ¡he bosquejado algunos datos del célebre e inmencionable Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred! Parece ser que esta impresionante blasfemia fue producida por un nativo de Sanaá, en Yemen, quien vivió alrededor del 700 de nuestra era y realizó plurales peregrinajes misteriosos a las ruinas de Babilonia, a las catacumbas de Menfis y a las ruinas de los grandes desiertos del sur de Arabia, visitadas frecuentemente por el demonio —el Roba el Kahliyeh—, donde reclamaba haber encontrado datos de cosas más antiguas que la humanidad, y aprendido la sobresaliente importancia de Yog-Sothoth y Cthulhu. El libro fue resultado de la vejez de Abdul, quien radicó en Damasco, y el título original fue Al Azif (cf. las notas de Henley al Vathek), que es el nombre aplicado a los extraños sonidos nocturnos (de los insectos) que los árabes atribuyen al aullido de los demonios. Alhazred murió —o desapareció— bajo terribles circunstancias en el año 738. En 950, Al Azif fue traducido al grigo por el bizantino Theodorus Philetas bajo el título de Necronomicon, y un siglo después éste fue quemado por órdenes de Micael, patriarca de Constantinopla. Fue traducido al latín por Olaus en 1228, pero se le incluyó en el Index Expurgatorius por el papa Gregorio IX en 1232. El original en árabe se perdió antes de los tiempos de Olaus, y la última copia griega conocida se perdió en Salem en 1692. La obra fue impresa en los siglos xv, xvi y xvii; pero pocas copia se conservan. Donde quiera que esté, está celosamente guardado por el bienestar y salud del mundo. Alguna vez un hombre leyó por medio de la copia de la biblioteca de la Universidad de Miskatonic en Arkham —leyó con avidez, y huyó con vista desorbitada a través de las colinas…—. ¡pero esa es otra historia! * Todavía en otra carta (a James Blish y William Miller, 1936), Lovecraft afirma:

Son ustedes afortunados en asegurar las copias del infernal y aborrecible Necronomicon. ¿Son estos los textos latinos impresos en Alemania en el siglo xv, o la versión griega impresa en Italia en 1597, o la traducción española de 1623? ¿O tales copias pertenecen a diferentes textos?

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intervenciones Mateo Pizarro

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francotiradores

Como un pez rojo,

de Juan Manuel Gómez Armando González Torres

Como un pez rojo, libro que reúne la obra poética de Juan Manuel Gómez, muestra los diversos tonos y recursos de un poeta que apuesta por el vitalismo. La poesía de Gómez está cargada de alusiones y evocaciones personales y busca restituir, con la mayor precisión, el esplendor del recuerdo infantil y el sentido de la aventura. Plagada de escenas y claves autobiográficas, Gómez celebra y evoca distintas atmósferas: por un lado, el paisaje bucólico de la infancia, esa etapa caracterizada por los jubilosos ritos de iniciación, la convivencia con los animales y el placer del juego; por otro lado, el viaje y el riesgo que conlleva. En efecto, Gómez es un hombre de familia y de amigos, un hombre de afectos profundos y longevos, pero también es un espíritu nómada, un hombre de acción a quien le gusta emprender periplos que lo desarraiguen y le brinden nuevas identificaciones. Con pericia, el poeta transporta al lector tanto a esa mágica campiña infantil a la que sólo suele volverse durante los sueños como, también, a esos espacios difusos y fascinantes del viaje que se reconfiguran una y otra vez por la memoria. Con las distintas atmósferas que reconstruye, Gómez hace confluir dos dimensiones indisolubles de lo humano que suelen disociarse y, a la vez, brinda un esbozo a su personalidad: de su nostalgia por el núcleo familiar, su admiración por el saber sapiencial, su ánimo de comunión con la naturaleza, su ansia de enfrentar el vértigo y ese tono entre espontáneo y cerebral que le permite indagar fecundamente los vericuetos de la vida. Hay, entonces, en este libro, una búsqueda poética y un testimonio vital que comprende la infancia, los viajes, los amores y amoríos, las amistades, los momentos de sol, pero también las pesadillas y el ahogo nocturno. Y ese intenso vitalismo se detiene a ratos a pensar en su transitoriedad y en su misterio. Quizá el momento más notorio en que el carácter lírico y reflexivo, el testimonio y la introspección se reúnen es en su relación con los animales. La observación y frecuentación de los animales ensancha la experiencia del mundo y es una de las formas más nobles de ejercer la amistad, la caridad, la compasión y el aprendizaje. Relacionarse afectiva, intelectual o literariamente con los animales es una forma de conocimiento interior, pues las emociones de

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afecto, horror, repulsión o amor que suscitan los animales en los individuos acaso tiene relación con eslabones perdidos de la propia evolución humana. Por eso, abrirse al conocimiento y al trato con los animales en sus más variadas formas, desde el panteísmo franciscano hasta la observación etológica más rigurosa, es una forma radical de apertura que orienta al individuo en diversos dilemas prácticos, desde la naturaleza instintiva de muchos de los comportamientos humanos, hasta el tema filosófico de los derechos de los animales o el problema teológico de la naturaleza y la gracia. La presencia de los animales en la poesía de Gómez es extensa y hay un verdadero zoológico que tiene un uso pragmático y afectivo, pero también un uso simbólico; sin embargo, creo que su animal más característico es la ballena, a la que le dedica precisamente su volumen más unitario, El libro de las ballenas. No es extraña la presencia de las ballenas en la literatura. Desde el gran pez que se traga al profeta medroso Jonás hasta el poderoso símbolo del odio que representa Moby Dick, la ballena reaparece en la creación mítica y literaria. La monumentalidad de las ballenas, su belleza e inteligencia, y su poderoso acervo simbólico hacen que su exploración caiga en lo que Schopenhauer llamaba lo sublime, es decir, ese encuentro con una realidad que no es, como lo bello, un apartamiento suave de sí, sino una conmoción violenta. Ciertamente, esta atracción tiene fundadas razones y, pese a que no son cercanos a la línea filogenética humana, los cetáceos son, por sus capacidades comunicacionales, de innovación y memoria, seres que comparten una gran afinidad con el hombre pues, aparte de su información genética, tienen la capacidad de utilizar su representación del mundo y de retener partes de su experiencia para ejercer una suerte de albedrío. Acaso, es posible vislumbrar en los ojos, o en el famoso canto de estos animales un brillo de complicidad y de solidaridad ante las realidades absurdas del origen y de la muerte. Precisamente, al introducirse en la vida de las ballenas, Juan Manuel Gómez se introduce en un limbo lleno de prodigios. Las ballenas son el pretexto para una exploración de lo más recóndito en lo humano. Con un estilo híbrido que incorpora variaciones del poema en prosa, la narrativa, el ensayo o el relato de viaje, Gómez hace un recorrido por la etología, la mitología y la raigambre literaria de las ballenas. Se trata de un material heterogéneo que lo mismo incluye observaciones puntuales sobre la vida y costumbres de estos animales que reflexiones en torno a la formas desconocidas de la realidad. Porque la proximidad con el mundo de las

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ballenas trastorna el tiempo y, a lo largo de estas páginas, se parece asistir a una especie de creación, donde todo asombra y causa estupor. Este estupor a ratos se expresa en sentencias herméticas, a ratos en homenajes literarios, a ratos en confesiones de amor. Los personajes y voces poéticas que aparecen en este libro son, de alguna manera, seres poseídos por una sed de conocimiento imposible; despojos fantasmales que, por su desmedida curiosidad, han emprendido, tal vez sin saberlo, un viaje sin regreso al inframundo. Así, como en el libro de las ballenas, en el conjunto de la poesía de Gómez, se oscila entre la frase directa y el hermetismo, entre la experiencia desnuda y la elucubración. La poesía de Gómez es grata y familiar, pero también peligrosa, pues oscilando entre la observación del naturalista, la obsesión del artista y la visión del místico, genera extrañeza y aturdimiento, disloca las categorías de lo lógico y lo poético e invita a internarse, no sin cierto pánico voluptuoso, en un mundo a la vez entrañable y oscuro, cercano y abismal.

Como un pez rojo Juan Manuel Gómez México, UAM (Pez en el agua), 2016.


Aprender a nadar, Moonlight: todo es azul y el amor no se dice

Brenda Ríos Moonlight Dirección de Barry Jenkins Estados Unidos, 2016, 111 minutos. Es Miami, pero eso lo sabemos porque estaba en la corta reseña del cine. No hay indicios de la ciudad. Una playa, suburbios, gente negra. Drogas. Un niño protagonista. Y ya tenemos la historia para pensar en gansters y adictos. O drama de superación. Los prejuicios son más grandes que la mente. Van más rápido quiero decir. Pero no. Por fortuna mi mente se equivocó. El protagonista se llama Chiron, un chico al que vemos crecer y enfrentar la infancia, la adolescencia y la vida adulta. Una saga de él mismo. Nace, crece, le pasan cosas. Enfrenta los retos, sobresale y no hay visión paternalista que termine explicando cómo se salvan las personas. No hay redención. Expiación. Es la vida de un hombre joven que aprendió a defenderse de los demás. Aprendió el silencio y el cuerpo volcado hacia sí mismo, intocado. Sentir por primera vez, el agua, el cuerpo. No es fácil sentir, y menos hablar de ello. Los sentimientos son además puestos a un lado, como si uno supiera que, una vez que salgan de donde están, no hay modo de meterlos de vuelta. Un mueble armable que nunca queda como en la imagen del manual y siempre le sobran piezas. Aprender a distinguir qué se siente. La primera vez que te enseñan a nadar. La primera vez que confías en alguien. Hablar. Decir cosas. Sin miedo a que te critiquen. Estar en confianza. Jugar. Eso que imagino está en la infancia de muchos y luego no. Chiron tarda en salir del caparazón. Encerrado en el sótano que es él mismo. Aprendió —y lo hizo bien— a ocultarse. Lo molestarían menos si fuera invisible y eso hizo. Hasta para sí mismo. Cuando llegaba de la escuela y veía a su madre tirada en el sofá, drogada, resistía con un estoicismo no

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exento de valor. Incluso cuando conoce a alguien que sería su figura paterna, incluso con él, tardaría años en aprender a abrirse. Él le enseñó a nadar. Como en esos cuadros de La Piedad pero aquí no está Jesús muerto: un hombre enseña a nadar a un niño, le enseña a confiar, soltarse, flotar en el agua. La visión de Juan el bautista. Chiron será otro. Confió en alguien. Y puso en ello su vida. Estar abierto es estar expuesto. Uno es un lienzo y los demás pueden poner ahí pinceles o navajas. La analogía sufre de exceso de drama pero eso busco. El hecho de que Chiron haya sido una persona “real” (la película está basada en la obra de teatro autobiográfica In Moonlight Black Boys Look Blue de Tarell Alvin McCrane) no tiene la mayor importancia. Y sí. Al final, cuando uno es espectador, lector, público, pone su vida en suspenso para ver pasar la vida de alguien más. La osadía de estar en el cine, a oscuras, con alguien que da por hecho que esos relatos que pondrá ante nosotros valen la pena para estar ahí dos-tres horas callados (de preferencia), es enorme. Y lo hacemos. Quizá más con el cine que con las artes visuales pero lo hacemos. Uno va a eso. Hace años, en el Tate Modern vi el cuadro de Richard Dadd, el pintor que estuvo en un hospital psiquiátrico. Había matado a su padre. El cuadro le tomó unos diez años. El parricida pone en ese cuadro la culpa y el deseo absoluto del asesinato. Estuve obsesionada varios días, dando vueltas a los motivos, la lucha, el deseo de una persona por el asesinato y la culminación de una pintura. Con Chiron imaginé todas las salidas posibles: la escuela, los amigos, el trabajo, todo eso que damos por hecho “encauza” y forma. No es posible no sentirse tocado, como se dice en inglés la palabra conmover. Era un niño. En un barrio de negros. Un barrio marginal y pobre en las afueras de una ciudad gloriosa en un país que promete hacer ricos a quien lo desee fervientemente y trabaje por ello. Porque si algo tiene Estados Unidos es que es el portal de lo posible, el sempiterno optimismo, el triunfo del dinero como un bello arte. Padre El hombre que lo ayuda y se convierte en su padre es el hombre que le vende drogas a su madre. Cuando Chiron crece y su padre muere, él se vuelve el dealer de la zona. Vestido de igual manera, hace carrera con lo que aprendió del negocio. Será él quien proveerá a las mujeres como su madre,

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quienes dejarán de atender a sus hijos y etc. Pareciera que no pueden escapar del sino. Lo inusitado, la vuelta de tuerca, lo que no podríamos esperar en una mentalidad/cultura acostumbrada al cine de gánsters o de dramas insípidos es que el personaje tenga y se deje ganar por los sentimientos y no por la obsesión por destacar, el triunfo. De eso se trata todo. Un hombre que es un niño, que es un adolescente, aprendió que el amor significa comprensión. Un amigo lo comprendió. Y él logró amarlo. De tal manera que cuando es hombre adulto y este amigo le llama, toda la vida que él llevaba deja de tener sentido. Su cadena de oro, sus clientes, su auto, su música a todo volumen, su negocio, se ve enfrentado a lo que quería/pensaba ser. Y dejó todo para regresar a Miami, a él, a su amigo y a él mismo. Vidas atravesadas por la cárcel, la derrota, la pobreza, el fracaso, el crimen. Vidas que en un twist se volvían de un lado del bien o del mal. Y tienen que ser puestas una frente a la otra para notarlas. La idea del cuerpo que no se toca si no es por razones fundamentales me parece excepcional. Chiron no es un personaje del amor romántico como podríamos creer de modo equívoco (esperar a la persona ideal, el amor que se ha idealizado por tanto tiempo). La espera de Chiron para amar es otra cuestión. Es no ensuciar el cuerpo. El amor debe ser algo limpio. Algo transparente. Y él amó. Amó tanto que se quedó intocado. Un cuerpo virgen. Este hombre con malicia empresarial, llevado por los designios de su profesión, logra una personalidad casi teatral, fingida, capaz de guardarse, cerrarse, dormirse emocionalmente. Quedan en verse. El amigo estuvo en la cárcel y ahora es cocinero de un Deli. Chiron le confiesa que después de él nadie ha tocado su cuerpo. Es un dios virgen. Sólo podría ser tocado por la boca o mano de quien logró hacerlo. La demiurgia sensorial, un dios nos hizo y sólo ese dios puede resolver lo que somos. Nadie más. La historia de una persona/personaje no puede ser sólo de él. Porque uno se hace por y hacia los otros. La misma madre de Chiron será un leitmotiv de enfrentamiento, búsqueda y resolución. Nunca fue un hombre duro. La belleza reside en su construcción personal, íntima, en su rendirse cuentas. Por eso la historia, la suya, tiene la grandeza de lo mínimo: un hombre que aprende a ser hombre. A reconocerse y saber qué es sentir, hablar, tocar. Básico, pero es lo más crucial que puede hacer alguien por sí mismo.


Romeo y Julieta nos miran con ojos tristes

La La Land, de Demian Chazelle Andrés García Barrios

Verona, Italia. Noche. Un joven recorre un jardín solitario. Es Romeo Montesco, que llega al balcón de su amada Julieta. Levanta el laúd que trae en la mano, y canta: Si nos dejaaaan nos vamos a quereeer toda la vidaaaaaaa.

¡Crash, pum, cuaz, pácatelas! Son los sonidos de Julieta al caer desplomada desde su balcón, muerta de vergüenza ante la sola idea de “pedir permiso” para realizar su amor eterno; son también los ruidos de la civilización moderna al hacerse pedazos. Sí, si tal escena se hubiese llevado a cabo, si Romeo y Julieta hubieran decidido condicionar su amor al permiso de “alguien”, en esta región del mundo que llamamos Occidente no existiría casi nada de lo que hoy conocemos. Tal vez las cosas irían mejor, pero eso sí, la mayoría de nosotros no estaríamos aquí para confirmarlo. El amor ideal, ese que da sentido a la vida y que no es derrotado ni con la muerte, no es sólo tema de obras de teatro, películas y poemas; es también, desde hace siglos, uno de los dos o tres pilares fundamentales de la identidad humana en Europa y América, probablemente el más sólido desde que el nombre de Dios se nos traspapeló en la agenda. No hay forma de atentar contra ese amor sin recibir un castigo. Por eso, de todas las reacciones posibles ante La La Land, la nueva película del estadunidense Demian Chazelle, hay dos que me parecen sensatas. Una es denunciar de forma iracunda su intento de asesinato del “amor eterno”; la otra es ser condescendiente con el director y aceptar que simplemente fracasó en la que era su intención original al hacer la película.

Me explico. Según declaraciones del propio Chazelle, con La La Land aspiraba a recrear la obsesión por el arte y a mostrar cómo ésta es capaz de destruir la inmaculada fuerza del amor ideal. Y todo iba bien: a la mitad de la película ya había logrado crear la parte del “amor” y sólo le faltaba la de la “obsesión”, lo cual no parecía un grave problema para él: ya en Whiplash (2014), su película anterior, había recreado los límites casi metafísicos que puede alcanzar la violencia en la creación artística. A la mitad de la película, insisto, Chazelle ya había develado de forma sutilísima el enigma del amor, al grado de que muchos empezábamos a pensar que Hollywood podía recuperar su antigua gloria. Había ahí algo mágico, no “cursimente mágico” sino “mágico”. Envuelta de amor, la genial pareja de actores —Emma Stone y Ryan Gosling— lograba recordarnos que la cúspide del arte escénico es la actuación y que el rostro humano es el más poderoso instrumento de expresión artística, incluso más que la palabra. Envuelta de amor, la música había traído a la memoria algo ya casi olvidado: que se puede ser popular y a la vez sublime; y había demostrado lo imposible: que gracias al amor se puede hacer un homenaje al jazz con música pop. Envuelta de amor, la escenografía —ahora le llaman “arte”— enseñaba que subir al cielo o bajar las estrellas no es más que un insignificante

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La La Land Dirección de Demian Chazelle Estados Unidos, 2016, 128 minutos.

problema técnico para los amantes. Finalmente, envueltos de amor los espectadores compartíamos en un rito social nuestros sentimientos esenciales sin tener que ocultarlos, u ocultárnoslos, como siempre. Y de pronto todo eso se vino abajo. Súbitamente el público presenció cómo Romeo y Julieta se separaban por motivos tontos (o tal vez “tontos” sería mucho decir); motivos que no rozaban siquiera lo dramático, no digamos lo trágico. Sólo un espectador que se hubiese quedado dormido podía creerlos. En fin, era absurdo. Muchos malpensados dijeron después que, como buen millenial culto, el director había visto con terror la posibilidad de que en su película el amor triunfara y había tomado medidas desesperadas para evitar tal vergüenza. Así, había preferido recurrir a ridículos pretextos para separar a sus personajes antes que defraudar a sus contemporáneos, para los cuales la alegría es un sentimiento poco “profundo”. Como intelectual y artista, Chazelle sabía que frente a una humanidad en riesgo y un planeta en peligro, dar prioridad al amor

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de pareja es una elección banal, cuando no egoísta (en ese sentido seguía a los viejos socialistas que pensaban que nadie debía gozar de lo superfluo mientras alguien careciera de lo necesario). Así, a pesar de que su vida había perdido sentido, los eternos amantes podían al final sonreírse uno al otro, orgullosos de haber renunciado a estar juntos en aras de ideales mucho más generosos y socialmente fructíferos, como el arte. El punto de vista anterior —el de algunos malpensados, insisto— está justificado y posee buenos argumentos. De hecho, confieso que cuando acabé de ver La La Land mi decepción era tan grande que con gusto habría suscrito tal indignación. Sin embargo, tras un rato de reflexión —en el que ponderé la trayectoria anterior de Chazelle y algunas de sus expectativas con La La Land— se presentó ante mí con claridad otro punto de vista, y aunque aún no estoy del todo seguro de suscribirlo, sí quiero exponerlo aquí: es posible que lo que parece una ridícula forma de desacreditar al “amor ideal” en realidad sólo sea el error técnico de un director al que le falta oficio. En fin, un error tonto. Para evitarlo bastaba conocer el oficio, es decir, haber afinado suficientemente esa capacidad que Hemingway considera el don esencial del escritor, y que aquí podemos extender a todo artista: “Tener incorporado un detector de mierda, a prueba de golpes”. Saber separar lo bueno de lo malo en la propia obra. Sin embargo, es fácil que la inexperiencia nos haga olvidar que “en el arte uno no hace lo que quiere sino lo que puede”, y que, como enseñaba Paul Valéry, en la obra no tiene importancia lo que uno “quiso decir” sino lo que “dijo”. En fin, después de Whiplash y de 99% de La La Land, prefiero darle a Chazelle una nueva oportunidad y esperar con atención su siguiente película. Creo que si logra mantener una mirada clara aún a través de la confusa lente de los Oscar ganados y de quienes recomiendan su película como “divertida, bonita y espectacular”, sin importarles más de quinientos años de cultura y supervivencia en Occidente, si logra eso tendrá la oportunidad de crear una nueva obra de arte. Pero si ingenuamente da cabida a los elogios de la incivilización y de su propia ignorancia, y queda convencido de que aun habiendo cometido ese terrible y tonto error (si no es que traición) ha permanecido en el camino del arte, tendremos que renunciar a su hermoso pero pasajero amor y, sentados a nuestro balcón, seguir esperando al verdadero amante que se atreva a llevarnos al cielo aunque no lo dejen. Mientras tanto cantemos junto con Romeo: Hay para mí más peligro en tus ojos que en afrontar veinte espadas desnudas. Concédeme tan sólo una dulce mirada y ella me bastará para desafiar a todos.


La solidez y la ligereza:

Aves migratorias, de Mariana Oliver y O reguero de hormigas, de Yolanda Segura Nora de la Cruz

Se habla de escritores o literaturas “jóvenes”, en ocasiones, como si el adjetivo tuviera algo de disculpa pudorosa, algo así como decirle al lector que tenga paciencia con esas páginas en las que todavía no hay algo definido, sino una búsqueda por medio de la experimentación. Esto es cierto en buena medida: construir una visión de la literatura y del mundo, y hacerse de los recursos que permitan expresarlas, toma tiempo. Pero no se crea por ello que la literatura joven carece por completo de solidez; en ocasiones es todo lo contrario: en su ligereza y su aparente candor puede habitar también la profundidad de sentido. Muestra de ello son dos títulos recientemente publicados por el Fondo Editorial Tierra Adentro: Aves migratorias, de Mariana Oliver, y O reguero de hormigas, de Yolanda Segura. Aves migratorias: hay un yo regado por ahí Es notoria la creciente atención que ha recibido el ensayo como forma literaria en los años recientes. Tal vez se trate de una consecuencia de la metamorfosis de los géneros, que tienden cada vez más a la hibridez. Así, los autores jóvenes ya no ven en el ensayo un molde fijo en el que se vacía la erudición, sino que toman de él las cualidades que mejor se relacionan con los tiempos actuales: su tendencia a dialogar con el lector, su capacidad para incorporar recursos de otros géneros y su capacidad para renovar tanto los temas que abordan como el lenguaje con el que los aluden. Todas estas cualidades se encuentran en Aves migratorias, colección de diez textos que le valieran a Mariana Oliver, su autora, el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2016. Los textos que forman el libro están vinculados por referentes comunes: los viajes, los espacios —sean públicos, míticos o domésticos—, la Historia y las migraciones, entre otros. Estos temas están hilados con otros entramados mucho más sutiles, con los que guardan una conexión clara y se renuevan al ser filtrados por la visión de la autora; así, lo que pudieran parecer anécdotas o descripciones se convierten en reflexiones en torno al lenguaje y la comunicación, la identidad y la pertenencia, la memoria, los espacios cotidianos, los vínculos afectivos. En esto destaca, por supuesto, la relación de la autora con la lengua y la historia alemanas, que informa gran parte de los textos. La gran fortaleza de Aves migratorias es, sin duda, la inteligencia que anima todos los ensayos; con esto quiero decir que la sensibilidad con la que se observa la realidad se transmite con

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O reguero de hormigas Yolanda Segura México, feta, 2016, 80 pp.

gran eficacia al seleccionar bien los detalles, recrear anécdotas e imágenes eficaces y disponer los textos de formas originales y pertinentes. La autora asimila recursos de la ficción y la poesía para mostrar lo que cada ensayo somete a observación y, más que conceptualizar, devela su propia comprensión —su historia personal, su subjetividad— “representándola” en el texto, con un lenguaje contenido pero emotivo, una prosa fluida con momentos de lirismo sutil. Se trata de una obra conceptual contemporánea, sólida en su sentido y en su estética, pero con una ligereza y legibilidad que lo hacen accesible y potencian su expresividad. De la lectura volvemos informados, pero también tocados, conmovidos, con la visión renovada y, por encima de todo, incitados a la observación del secreto escondido que la realidad revela cuando se le observa con un poco de detenimiento. O reguero de hormigas: la intención de nombrar el rojo Yolanda Segura es una autora productiva: publica artículos y poemas con frecuencia en distintas revistas digitales y en algunas antologías; participa en eventos y lecturas o los organiza; estudia un doctorado, en fin, se relaciona activamente con la comunidad literaria. O reguero de hormigas, su primer libro, no fue una sorpresa: confirmó los intereses temáticos y formales que la poeta ya mostraba, y muchos de los rasgos que caracterizan su trabajo: el interés por la violencia, la condición femenina, el sentido lúdico y, en cierta medida, transgresor, de la escritura. Su trabajo puede clasificarse como conceptual, y sus exploraciones son sólidas, pero el libro está compuesto por textos con los que es sencillo interactuar e involucrarse, y su mayor acierto es ése.

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Aves migratorias Mariana Oliver México, feta, 2016, 88 pp.

La intención es clara desde el principio: el poemario no comienza con una palabra sino con un punto, es decir, parte del silencio y lo revierte en una exploración temática, simbólica, semiótica, histórica, etimológica y personal del color rojo y lo que con él se vincula, particularmente la violencia y la menstruación, umbral de la feminidad. Así, en la condición femenina resuenan matices de la violencia, tales como el dolor, el secreto o el miedo. Estas abstracciones están construidas sutilmente con fragmentos de discursos de fuentes diversas: hay segmentos extraídos de poemas, películas, libros de texto, sitios web y foros virtuales. Sin embargo, a pesar de tratarse de un libro conceptual que alude a principios teóricos —la apropiación, la escritura no creativa, la escritura procedimental y la poesía concreta— no deja de ser accesible para el lector, en gran medida porque el ánimo transgresor no pierde un matiz lúdico que es consistente en el trabajo de la autora. Lo cierto es que, por momentos, este sello autorial es lo que salva a algunos de los textos de una semejanza que podría parecer excesiva con el trabajo de otras poetas mexicanas contemporáneas. En cierto sentido, la fuerza de O reguero de hormigas está en el sentido que imanta todos los textos, y en la sutil agudeza con la que se representan ciertos temas sin nombrarlos: el despliegue de recursos va mucho más allá del alarde porque un discurso lo sustenta, lo cual por desgracia no siempre es el caso. Así, aunque Yolanda Segura explora rutas cuyos parentescos podemos identificar, las dudas que plantea se notan muy propias y muy profundas, y la inteligencia con la que dosifica los recursos también es muy particular y, sobre todo, promisoria.


La intimidad y sus reescrituras Periferia, de Gabriel Trujillo Muñoz Moisés Elías Fuentes

En un ensayo titulado “Mis cinco libros”,1 Gabriel Trujillo Muñoz declara que uno de los libros que más ha influido en su vida personal y en su obra literaria es Dune, del novelista estadounidense de ciencia ficción Frank Herbert:2 Esta obra épica me ayudó a comprender que el desierto es tierra de ficciones y espejismos, que el desierto contiene muchas riquezas invisibles, que habitarlo es una ordalía y una oportunidad de poner a prueba tu voluntad de supervivencia. En definitiva, me dio las herramientas conceptuales para escribir desde el desierto, desde su luz implacable, desde su nada llena de todas nuestras esperanzas y quimeras.

Tal declaración no sólo expone la valoración crítica de la novela de Herbert, sino que también devela la búsqueda de un punto de encuentro entre el poeta y el desierto. Trujillo Muñoz escucha al desierto más allá de esa aridez que se solaza repitiéndose como un eco que cae y cae sin terminar de extinguirse. Lo escucha como naturaleza viva, dueña de una intimidad que anhela crear su propia escritura. Esto hace que la lectura de los poemas reunidos en Periferia deje la sensación de una aventura introspectiva. Oriundo de Baja California, Gabriel Trujillo Muñoz (México, 1958) buscó, desde sus primeros escritos, establecer comunicación con ese norte mexicano enorme, solitario, dominado por el desierto y su apariencia monocorde. Comunicación no siempre lograda, lo que ha llevado al escritor bajacaliforniano a peregrinar también por otros ámbitos expresivos

El ensayo aparece fechado el 13 de febrero de 2014 en la página web de Jus Revista digital, que pertenece a la editorial mexicana Jus. 2 Nacido en 1920 y fallecido en 1986, Frank Herbert se proyectó a la fama en 1965, año en que publicó Dune, novela que lo ubicó entre los grandes narradores de ciencia ficción. De hecho, la novela fue el origen de una saga a la que el escritor llamó Crónicas de Dune, que, incluyendo a la original, engloba un total de seis novelas, especialmente atractivas por la indagación en temas como la ecología y la existencia de la divinidad. 1

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(narrativa de ciencia ficción, crónica histórica, crítica literaria). Sin embargo, si la comunicación ha sido interrumpida, nunca ha sido abandonada. Colección de algo más de centena y media de poemas, Periferia se divide en ocho secciones: Luces en fuga, Lámparas votivas, Manto de espejismos, Las mudanzas del tiempo, Historia patria, Retratos y Fantasmas, La sal del paraíso y Cruce de caminos. Aunque enlazadas por la voz del poeta, cada sección observa aspectos distintos de la intimación de aquél con dos experiencias vitales: la propia y la del desierto. En la primera sección, Luces en fuga, el poeta vislumbra, con tono epigramático, el hábitat humano representado por la “Metrópolis”: No da miedo el páramo Solo en su lejanía Seco a la intemperie Da miedo la ciudad Con sus fieras sueltas Cazándonos en silencio

Hombres y mujeres se difuminan en fieras disfrazadas de prójimos, según la visión de Trujillo Muñoz. Sin embargo, esta postura ante la violencia que desde siglos atrás acompaña a las metrópolis no es una derrota, como podría creerse. Se trata más bien de un dolor, de una tristeza, entendidos como actos de rebeldía, pues manifiestan que aún conservamos sensaciones, sentimientos. La evidencia de tener sentimientos nos lleva a examinar una vez más nuestros límites; de ahí que en la segunda sección, Lámparas votivas, se deslizan algunos discretos y muy personales homenajes del autor a ciertos escritores y momentos históricos que han arrojado luz sobre ideas y emociones que, acaso, el poeta no sabía cómo asir. Así, en “Plática con Auden”, Trujillo Muñoz enumera las revelaciones de tal encuentro: Porque la poesía no es más que un parpadeo Un gesto de bondad que pocos reconocen

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Esa llamarada que el corazón celebra Que el ojo guarda para sí: como un brillo en el paisaje Como un signo vital entre tanta muerte

A partir de esta comprensión de la poesía “como un signo vital entre tanta muerte”, vislumbramos de modo más acabado las tensiones emocionales que recorren las ocho secciones de Periferia: la soledad, la muerte, el vacío del ser, las máscaras con que evadimos el encuentro con nuestros sentimientos. En la tercera sección, Manto de espejismos, nos aguarda un poema que indica “Levante”: Como viajeros Que nunca llegaron a su destino Somos un enigma irresoluble Como esqueletos sin nombre Somos las miradas Que el espejismo atesora

Cierto de la fugacidad de la existencia humana, Trujillo Muñoz se revuelve, pero no contra dicha condición de nuestro ser, sino contra nuestro miedo a de verdad habitarnos en cuerpo y alma. “Somos las miradas / Que el espejismo atesora”, ciertamente. Seamos entonces espejismos vivos, capaces de reinventar nuestro reflejo, pareciera decir el poeta, en oposición al fatalismo derivado de nuestra certeza de ser efímeros. Así, la cuarta sección, Las mudanzas del tiempo, nos depara “Renuncias”: A lo que nunca he renunciado Es a los versos que preguntan lo que el silencio guarda A las novelas de suspenso donde el villano es un caballero A los amores románticos con sus campanas al vuelo A los aventureros con sus espadas al hombro

El autor se adhiere a los sueños de la ficción porque en el sueño nos reinventamos; aprendemos a conciliarnos con nuestra vida perecedera; atisbamos la escritura íntima del desierto; hacemos nuestra su soledad inquieta.


Periferia es un libro dedicado al desierto, al natural y a los creados por nosotros, hombres y mujeres. Debido a esto, también es un libro dedicado a los desiertos emergidos del horror, del sufrimiento, de la desesperanza que se nutre con la sangre dilapidada por la injusticia. En la sección Historia patria, el poeta se muestra contestatario, incluso hosco, cuando expone la “Historia oficial”: ¿A qué penosa historia ligamos nuestras vidas? ¿Con qué santo despojo cubrimos nuestras llagas? Somos una patria carcomida por su propia codicia Somos un país donde el engaño es su carta de [fundación

De patente soltura rítmica, no por ello abandona Periferia la exploración de la intimidad y sus muchas escrituras. Intimidad doble: la del desierto y la del poeta, que se extravían el uno en el otro para reinterpretarse, para pronunciarse con otros acentos, con otros sentimientos. Tal exploración por lo íntimo reviste al poemario de tensión emotiva, tensión que es desafío a la linealidad monótona en que la abulia de los cobardes quisiera encerrar a la realidad y sus múltiples locuciones, como la del silencio que es un “Retumbo”: A veces el silencio es una explosión Un retumbo; la presencia incómoda En un momento de calma; el vacío Que se va llenando a pesar de sí mismo Enjambre mudo siguiéndote de cerca Baile de máscaras donde nadie necesita presentar sus respetos

La irritación y el desencanto surgen como reacciones entendibles ante una realidad que nos rebasa: la del México del siglo xxi, desangrado por la violencia del crimen organizado, expoliado por la codicia de empresarios y banqueros, pero sobre todo escarnecido y desamparado por las corruptelas y la indolencia de la élite política y gubernamental. Sin embargo, tal panorama lo que hace es impulsar al escritor bajacaliforniano a reafirmar su fidelidad al país, con todas sus contradicciones, porque el país es un “Santuario”: Mi país se llama relámpago Se llama sangre en las manos Mi país es una promesa incumplida Una gracia impura Y aún así Mi país es un refugio Una sombra maternal

A pesar de la rudeza general de los temas, el discurso poético elude al tremendismo, gracias al modo habilidoso con que el poeta trabaja la soltura rítmica, al punto de que apenas sí utiliza signos de puntuación como el punto o la coma. En lugar de ello, es la fluctuación rítmica la que marca las pausas y los giros de enunciación, lo mismo en los poemas de versos cortos que en los de versos largos, lo mismo en los poemas breves que en los extensos.

Periferia Gabriel Trujillo Muñoz México, uam (Molinos de viento 166), 2016, 235 pp.

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colaboran Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las Letras Mexicanas. Fabiola Camacho (ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011 - 2012 y 2012 - 2013. Es maestra en estudios latinoamericanos por la FFyL y la FCPyS de la unam. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia el doctorado en sociología en la uam-a. Lobsang Castañeda (Ecatepec, 1980). Estudió filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es autor de Los habitantes del libro (México, Libros Magenta, 2011), Náusea y alergia (México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) y Puntos suspendidos (Toluca, Fondo Editorial del Estado de México, 2014). Colectivo Chachacha! Colectivo artístico fundado en 2010 y conformado por Raymundo Rocha y Dayron López. Han participado en diferentes exposiciones individuales y colectivas. Obtuvieron el primer lugar en la Octava Bienal Nacional de Diseño en la categoría Profesional por “Proyecto Colaborativo interdisciplinario de aproximación a temáticas sociales”. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Guillermina Cuevas (Quesería, Colima, 1950). Poeta, narradora y traductora. Licenciada en Letras por la Universidad de Colima. Es autora, entre otros, de la novela Piel de la memoria, el libro de cuentos Pilar o las espirales de tiempo y de los libros de poesía Apocryphal Blues y De ásperos bordes. Beatriz Espejo (Veracruz, 1939). Ensayista y narradora. Estudió el doctorado en letras españolas en la unam. Ha traducido a Katherine Anne Porter y Katherine Mansfield. Colaboradora de Biblioteca de México, México en la Cultura, Ovaciones, Revista de la Universidad de México, Sábado, Siempre!, entre muchas otras. Becaria del Centro Mexicano de Escritores en 1970. Obtuvo el Premio Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada por El cantar del pecador y el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí por Alta costura. Martha Fernández Doctora en historia del arte por la unam. Ha publicado, entre otros, los libros Artificios del barroco. México y Puebla en el siglo xvii; Cristóbal de Medina Vargas y la arquitectura salomónica en la Nueva España. Siglo xvii, así como Estudios sobre el simbolismo en la arquitectura novohispana. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc”, organizado por el Orfeo

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Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del INBA en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. Armando González Torres (Ciudad de México, 1964. Poeta y ensayista. Estudió relaciones internacionales en El Colegio de México. Colaborador de diversas revistas y suplementos culturales. Becario del Fonca en ensayo 1995 y 1998. Entre los reconocimientos obtenidos destacan el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes 2001 por Las guerras culturales de Octavio Paz y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas 2008 por La pequeña tradición. José Homero. Poeta, ensayista y editor. Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000). Ha publicado, entre otros, el libro de ensayos La construcción del amor y los poemarios Vista envés de un cuerpo, Luz de viento y La ciudad de los muertos. H.P. Lovecraft (Rhode Island, 1890 - ídem., 1937). Uno de los autores más influyentes del siglo xx. Lovecraft desarrolló una mitología propia dentro del género del terror. Sus obras se hallan marcadas por el pesimismo y el cinismo y suelen dividirse en tres periodos: La época de las Historias macabras (1905-1920), el Ciclo del Sueño (1920-1927), y los Mitos de Cthulhu (1925-1935). Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 20042006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Emmanuelle Riva (Cheniménil, Francia, 1927 - París, 2017). Actriz y poeta. Entre sus películas destacan Hiroshima, mon amour, de Alan Resnais; El drama azul, de Krysztof Kieslowski y Amour, Michael Haneke, que le valió una candidatura al Oscar. En 1975 publicó el poemario Le Feu des miroirs, en 1982 L’otage du désir: poèmes y en 2014 C’est Délit-Cieux! Entrer dans la confidence. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.


Novedad editorial

Encender el mundo

Próximas ferias del libro en las que participará la UAM

Edmée Pardo

Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2009 ¿Cómo son las mujeres de este siglo?, ¿difieren de las de siglos previos?, ¿miran durante los crepúsculos los caminos posibles por donde llegarán sus amantes? ¿Esas damas que viajan en pareja, quiénes son, cómo se divierten en ciudades lejanas de lenguajes desconocidos? ¿Es verdadera la premisa “Uno tiene tres amores en la vida: un lugar, una persona, una cosa”? Encender el mundo abarca veinticinco relatos de profunda humanidad y anécdotas breves, cordiales que son una magnífica aproximación o una clave de desciframiento para dar respuesta a algunas de estas preguntas.

CD MX

Feria Cultural del Libro Ibero Del 17 al 21 de abril Universidad Iberoamericana, Campus Santa Fe Feria Internacional del Libro Universitario Del 21 al 30 de abril Complejo Deportivo Omega, Xalapa, Veracruz Feria del Libro de la UAEM Del 25 al 28 de abril Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Campus Chamilpa Feria Nacional del Libro de León Del 28 de abril al 7 de mayo Poliforum León, Guanajuato

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

www.casadelibrosabiertos.uam.mx


Revista mensual de cultura

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 39 • abril 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

casadeltiempo • número 39 • abril 2017

Centenario de la Fuente de Marcel Duchamp

Recordanzas con René Avilés Fabila Beatriz Espejo • Guillermina Cuevas • Martha Fernández

en línea: issuu.com/casadeltiempo

www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo

@casadetiempoUAM

Poemas de Emmanuelle Riva H. P. L. Historia del Necronomicon


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