Año XXXIII, Vol. I, época V, número 3 • abril 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75
La universidad, un aparato ideológico Luis Villoro casadeltiempo • número 3 • abril 2014
(1922-2014)
Gabinete de curiosidades
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La emoción impalpable de Paul Klee
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Del 25 de abril al 4 de mayo de 2014
80 Vicente Rojo Jorge Aguilera, L Almeida, Luis Alonso, et al. Elest último hombre Mary Shelley Indep y revolución en los muros de la ciudad México Jorge Legorreta comp. Ecuaci diferenciales ordinarias Ernesto JavierEspino Herrera Revista Casa delTiempoCarlos Ort Guerrero El último hombre Mary Shelley Vicente Rojo Jorge revolución en los muros de la ciudad
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Expo Publica La UAM, cuatro décadas de difundir la cultura
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editorial Como lo aseveraba Émile Durkheim, los hombres dan sentido a las instituciones sociales y éstas conforman a su vez el pensamiento y la obra de los individuos. Nuestra Universidad Autónoma Metropolitana concertó desde sus inicios con una auténtica pléyade de entusiastas hombres y mujeres que vieron en su programa universitario una constelación de ideas, valores y aspiraciones que nos han nutrido en estos cuarenta años de existencia. Pilar de esa situación es el doctor Luis Villoro (1922-2014), quien tuvo la valentía de destinar un tiempo de su prolífica vida a edificar una Universidad —la nuestra— a la que concibió, en tanto categoría, como una “institución que hemos inventado —escribía Villoro en un texto que recuperamos para la memoria pública— para poder trascender el poder mediante la afirmación de los valores que escapan al poder. Por ello sólo puede subsistir en tensión entre el poder y el valor”. En estos días, cuando los medios y las personas evocan la señera trayectoria de nuestro filósofo e intelectual, publicamos un texto suyo que muy probablemente no se leerá en ningún otro lugar porque fue escrito con motivo de la recepción del doctorado Honoris Causa que le concedió la uam hace casi 10 años. Hacemos así un modesto homenaje al pensador que dedicó su vida y sus reflexiones a la comprensión de la Otredad y la diversidad humana, y que comprometió un espacio de su talento en la uam toda, y en particular para la Unidad Iztapalapa. La fascinación por la Otredad es también una de las líneas de otro pensador que nos sigue abriendo nuevas sendas de indagación: Roland Barthes, quien desde el universo de la semiología se abrió con audacia a los fragmentos del Discurso amoroso. Y en la música, la diversidad se construye igualmente cuando la pasión de Mendelssohn se contrasta con la intelectualidad de Bach. ¿Quién podría desconocer la apertura de una sensibilidad diversa que se halla en el discurso pictórico de Paul Klee? Además de todo eso, en este número ofrecemos un momento refrescante —o eso quisiéramos ahora que la primavera nos alcanzó— con los datos sobre los baños y los “beneficios de sudar” que evocan esos inicios en el siglo xv. Una suculenta entrevista al poeta y ensayista, traductor al español de los Escritos de Lacan, Tomás Segovia, redondea nuestro periplo por el mundo de las ideas, la universidad, los sentimientos y hasta los infinitos matices del exilio español en México que estuvieron en la entraña de Villoro y de Segovia, como lo están en muchos de nosotros, aun sin saberlo. (WB)
Rector General Salvador Vega y León Secretaria General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate
editorial, 1 40 + 10 La universidad, un aparato ideológico, 3 Luis Villoro Toranzo
torre de marfil
Secretario Abelardo González Aragón
El tigre, 9 Anaïs Abreu
Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro
profanos y grafiteros
Secretario Jorge Eduardo Vieyra Durán
Tomás Segovia: cazador de selva virgen, 12 Iván Trejo Pasos y Ordoñez Argüello, 16 Moisés Elías Fuentes La Pasión de Mendelssohn según san Bach, 19 Antonio Bravo Vuelo, 22 Ingrid Solana El museo de los afectos o el gabinete Roland Barthes, 26 Verónica Bujeiro Instantánea de ensayo que se muerde la cola, 29 Ramón Castillo De los baños públicos, 32 Tayde Bautista
Unidad Xochimilco Rector Patricia Emilia Alfaro Moctezuma
ménades y meninas
Secretario Gerardo Quiroz Vieyra Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector
Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiii, vol. i, época v, núm 3 • abril 2014. Revista mensual de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Portada Centro de Información y Documentación Histórica uam diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor responsable: Bernardo Ruiz. ISSN 0185-4275. Precio por ejemplar: $60.00; franqueo pagado, publicación periódica. Permiso número 0360681. Características: 238261212; autorizado por Sepomex. Certificados de licitud de título y contenido de la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas números 553 y 633 del 27 de junio de 1980. Casa del Tiempo es nombre registrado en la Dirección de Reservas del Instituto Nacional del Derecho de Autor. Reserva del título: 622-84. Reserva de características gráficas: 30-93. Impreso en los talleres de Información integral 24/7. Patricio Sanz 1220, col. Del Valle, CP 03100. México, DF. Teléfono 55590009. Distribución: Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Tiraje: 1,000 ejemplares. Casa del Tiempo no responde por originales y colaboraciones no solicitados. Todos los artículos firmados son responsabilidad de sus autores; los títulos y subtítulos de la mesa de redacción. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de la publicación sin autorización de la UAM.
La mordida del Ouroboros, 36 Jorge Vázquez Ángeles Paul Klee: una emoción impalpable, 40 Miguel Ángel Muñoz
antes y después del Hubble Siempre hay alguien que empuja para adentro, 45 Jesús Vicente García ¿Quiénes somos?, 50 Jaime Augusto Shelley
armario
Una tarde sin dios en la Academia de Letrán, 53 Guillermo Prieto
intervenciones, 56 Mateo Pizarro
francotiradores El cinismo del náufrago, 57 Francisco Mercado Noyola Nervadura del relámpago de Mariana Bernárdez, 60 Félix Suárez Los encantos de la hechicera, 63 Rafael Toriz Los ríos que dan a la mar, 66 José María Espinasa Viaje al centro de la vida. La gran belleza de Paolo Sorrentino, 69 Juan Patricio Riveroll
colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico El falso apache, Bernardo Ruiz Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
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La universidad,
un aparato ideológico1 Luis Villoro Toranzo
1 Discurso de recepción del doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana, dictado el 5 de noviembre de 2004.
antes y después del Hubble |
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Este acto, al otorgarme este singular honor, no expresa un reconocimiento por mi obra sino, ante todo, por la obra colectiva de todos los profesores, investigadores, estudiantes y trabajadores que, con su dedicación personal, han conseguido que la Universidad Autónoma Metropolitana sea un logro espléndido en la educación superior en nuestro país. A todos y cada uno de ellos está dedicado con mi emocionada gratitud. Nuestra Universidad está consagrada a una actividad que le da sentido: el ejercicio y la propagación del conocimiento científico. Permítanme entonces, en esta ocasión, hacer una confesión. Lo que ha dado sentido a mi vida, tanto académica como personal, podría verse como un intento para acercarme a responder de algún modo a las preguntas que, creo, están en el origen y en el fin de toda ciencia, pues bien, son esas preguntas las que, en la perplejidad y la duda, plantea la filosofía. Por eso quisiera que estas palabras en esta Universidad, cuyo fin es el cultivo a las ciencias, sirvieran de un homenaje a la filosofía. Permítanme recordar unas ideas que expresé en una celebración de la unesco. La filosofía, dije entonces, no es una ciencia al lado de otras; porque está en el origen y en el fin de todas las ciencias; de todas las que se imparten en nuestra Universidad. No trata, como las ciencias naturales o sociales, de un campo específico de la realidad, no intenta descubrir la naturaleza de los objetos físicos o sociales y las relaciones entre ellos, de explicar acontecimientos o de comprender las leyes que los rigen. Pero si su campo de estudio no es una esfera específica de la realidad, ¿cómo puede entonces suministrar algún conocimiento? Si la filosofía no es una ciencia al lado de otras ciencias, es porque se sitúa en el inicio y en el fin de toda ciencia. Todo conocimiento nace de una pregunta y sólo puede desarrollarse si la pregunta es conforme a la razón, esto es, si tiene sentido plantearla y si puede dar lugar a algún conocimiento. Antes de pretender conocer algo, tengo que preguntarme cuál es el conocimiento válido, antes de proponer soluciones, debo indagar cuáles serían las soluciones aceptables, antes de describir objetos y de formular explicaciones tengo que preguntarme en qué consiste una descripción consistente y una explicación fundada, antes de hacer algo, debo plantearme cuáles serían las acciones correctas. La filosofía surge de la perplejidad ante el mundo que nos rodea y de la duda ante todo conocimiento que pretenda comprenderlo. Su condición no es la seguridad que dan nuestras ciencias, sino la insatisfacción que incita a la interrogación permanente. Y es esa inseguridad la única que puede conducir a creencia fundadas. Con la filosofía nos encontramos también en el fin de todo conocimiento. Porque una vez que aceptamos un saber razonable, se presenta otra forma de perplejidad; ¿para qué ese conocimiento?, ¿qué sentido tiene? El campo de la filosofía está en lo que no puede decir ninguna ciencia, su campo es la pregunta por el sentido mismo de toda ciencia.
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Así, la filosofía no es una ciencia y, sin embargo, ninguna disciplina puede existir sin ella; porque la filosofía es el arte de las preguntas conformes a la razón y ese arte está donde comienza y acaba toda ciencia. La filosofía no es una doctrina, es una actividad que pone en cuestión las doctrinas aprendidas sin justificación. Por eso, no es exclusiva de una profesión, está en toda actividad racional, en cualquier profesión, que lleve a su raíz el arte de interrogar. Kant resumía la filosofía en el planteamiento de tres preguntas: “¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?” A esas tres preguntas debe añadirse una cuarta: ¿quién es el que pregunta? O, si le damos un nombre al sujeto que pregunta, “¿qué es el hombre?” Porque el ser humano podría definirse como el ente capaz de hacerse esas preguntas. Todo animal conoce, todo animal sabe actuar y anticipa algo que espera, pero es exclusivo del animal humano preguntarse por lo que puede conocer, por cómo debe actuar y qué puede esperar. Sólo el hombre pregunta sobre sí mismo, sólo el hombre filosofa. Las cuatro cuestiones de la filosofía no conforman una disciplina de conocimiento al lado de otras; son condiciones que hacen posible cualquier conocimiento. La filosofía no es una ciencia; pero está en el fundamento y en el fin de toda ciencia; toda actividad genuina de conocimiento la implica. “¿Qué podemos conocer?” es nuestra primera pregunta. Cuando cualquier científico deja de buscar una solución a un problema específico, aplicando los conocimientos aprendidos de su ciencia, y se detiene un momento para interrogarse qué
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es lo que, en general, puede conocer su ciencia, cuáles son sus límites; cuando suspende la aplicación de los principios y procedimientos de explicación que le han enseñado y se pregunta por los fundamentos de esos principios y por la justificación de esos procedimientos, en ese momento, el científico está haciendo filosofía. En el instante en que en la soledad y el silencio se formula la pregunta decisiva: ¿qué estoy haciendo? ¿Para qué todo esto? ¿Tiene algún sentido? En ese instante el científico se convierte en filósofo. La filosofía no es una parte de una ciencia, es cualquier ciencia cuándo tiene por tema su fundamento y su sentido. “¿Qué debemos hacer?”, pregunta también el filósofo. Una vez más esa cuestión está en el inicio y en el fin de todo saber sobre la vida humana. Todos seguimos, sin demasiada reflexión, reglas y formas de conducta aprendidas en sociedad, todos nos orientamos desde la infancia por valores morales inculcados por los demás. Pero todos somos capaces de detener nuestro curso y preguntarnos: ¿son esas reglas aprendidas las que en verdad debo seguir? ¿Por qué tengo que seguirlas? ¿Por qué esos valores aceptados y no otros? Todo hombre o mujer, al hacerse esas preguntas, está haciendo filosofía. ¿Qué podemos esperar? Nacemos en un mundo donde ya se nos indica cuál es nuestro destino. Toda cultura nos dice qué anuncia el universo y qué nos espera, en la vida así como en la muerte. Esa es la palabra de las tradiciones, de los mitos, de las religiones. En su seno, en la angustia de quien busca la lucidez, puede surgir la cuestión: ¿por qué esperar lo que se nos anuncia? ¿Podemos, en general, esperar algo? Y, en ese caso, ¿qué? Al plantearnos esa duda, transitamos de la convención a la filosofía. Por último, ninguna ciencia tiene manera de responder con certeza por qué la persona humana es alguien que necesita, para paliar su perplejidad ante el mundo, plantearse preguntas. ¿En qué consiste, en suma, el ser de ese animal, el único entre todos, en cuestionarse el sentido e su propia existencia?
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En esas preguntas que planteaba Kant se resume la filosofía. En universidades se ofrecen programas de asignaturas que reciben el nombre de “carreras de filosofía”. En ellas se puede estudiar la tradición de las ideas filosóficas. Pero sólo cumplen su función si permiten abrirnos hacia esas preguntas fundamentales que cada quien deben plantearse por sí mismo. Porque la actividad filosófica auténtica no puede estar encerrada en las aulas. No se ejerce entre cuatro paredes. la filosofía no puede reducirse a una profesión que recibe un membrete. Puede surgir en cualquier curso de la vida, en cualquier ocupación, en todo hombre o mujer. En la vida cotidiana solemos vagar olvidados de nosotros mismos. Seguimos lo que se dice, lo que se usa, sin ponerlo en cuestión. Nuestras opiniones son las aceptadas por todos, nuestras formas de vida, las convenidas. Es una actitud espontánea, natural, en que nuestra existencia sigue el marco de lo que está dado, lo que la tradición, la costumbre, la sociedad nos señalan. No somos nosotros, somos lo que los demás nos indican. Pero, en esa actitud natural, podemos acceder a un momento de reflexión. Podemos cobrar conciencia de que es posible otra actitud: la actitud de poner en cuestión. Es la posibilidad de la crítica. Entonces, al abrirnos a las preguntas, podemos abandonar la actitud natural y ponerla a prueba bajo el temple progresivo de la reflexión crítica. Ese es el inicio de la actitud filosófica. Sin ese paso, la vida seguiría de largo, en la inconsciencia, en la conformidad satisfecha ante cualquier situación que nos haya sido deparada. La filosofía no es más que ese paso: es el arte de plantearle al conformismo las preguntas susceptibles de incomodarlo. Gracias a ella, podemos empezar a liberarnos de la esclavitud a las opiniones e intentar la difícil senda por la que podamos vislumbrar, en la inseguridad, nuestras propias verdades. Toda crítica frente a lo que se da por sabido, toda puesta en cuestión sobre lo incuestionado, toda voluntad de autenticidad y de cambio, tanto en la vida
personal como en el curso de la sociedad humana, no es posible sin ese inicio en el despertar de la propia razón. Y en eso consiste la actitud filosófica. Así, la filosofía debe cumplir una función indispensable en nuestra sociedad, en toda sociedad: una función de resistencia crítica frente al poder y a las convenciones aceptadas desde el poder. La proyección de una sociedad nueva, emancipada. Así, la filosofía trata de enseñar también un arte de vida, el arte de no someterse, sin cuestionarlas, a las convenciones vigentes, el arte de seguir el camino que dicta la propia verdad, sin plegarse a los engaños con que suelen disfrazarse los poderes existentes. Si la filosofía puede ser un arte de vida, preguntémonos ahora, para concluir, ¿qué función puede cumplir en una universidad? No preguntamos, por supuesto, por la enseñanza de los cursos de filosofía en las aulas, sino por la aspiración a la sabiduría que podría impregnar una vida entera. Pues bien, la universidad es una institución en que se da una tensión permanente entre las estructuras del poder político y social y su tendencia a la realización de valores. Entre el poder y el valor se abre el campo en el que existe la universidad. Por una parte, las universidades dependen del poder económico, en los recursos que reciben de los gobiernos, del poder social, en su aceptación y en su participación en la sociedad, del poder político en su sostenimiento desde el Estado. Desde sus orígenes, las universidades fueron instrumentos del poder, de la iglesia en unos tiempos, de los duques y príncipes en otros, de las clases burguesas, mercantiles, más o menos ligadas a empresas, ahora. Las universidades han sido siempre aparatos estatales para el poder. La universidad es un aparato ideológico. Por ello diseña y favorece mentalidades que no pueden menos que inclinarse ante el sistema del poder existente. Justamente por eso son necesarias a toda sociedad. Porque pueden ser influidas por el poder, pueden ser útiles a la construcción de una estructura social. Sin embargo,
la universidad se caracteriza por la tensión entre la obediencia al poder y la tendencia a escapar de él. Entre todas las estructuras del poder, es la menos apta, la más díscola a obedecerlos. No sólo en los regímenes autoritarios y dictatoriales, en los que el poder ahoga toda disidencia, sino aún en los regímenes democráticos subsiste esa tensión entre la obediencia al poder y la resistencia a él. Sólo podemos estar dominados por el poder mediante la afirmación, sea pública o íntima y personal, de los valores que trascienden al poder. La universidad es la institución que hemos inventado para poder trascender el poder mediante la afirmación de los valores que escapan al poder. Por ello sólo puede subsistir en tensión entre el poder y el valor. El sociólogo Roger Bartra ha estudiado las “redes imaginarias del poder” que forman parte de una sociedad. La cultura, en una sociedad, se manifiesta en “redes” que la cubren; pero esas redes son “imaginarias” porque no describen las relaciones reales tal como de hecho se dan, sino las relaciones posibles en que puede darse el poder. La imaginación es, en efecto, la facultad capaz de concebir una región que, más allá de la dominación, proyecta mundos posibles, libres del poder efectivo, aún opuestos a él. La imaginación es el campo de lo posible, donde cabe lo opuesto a la dominación, donde cabe, al menos, escapar. (“Si una ciudad estuviera gobernada por hombres de bien —decía Sócrates— maniobrarían para escapar del poder como ahora se maniobra para alcanzarlo”. Lo que Sócrates decía de la ciudad, podría referirse también a sus instituciones). Las “redes imaginarias” de que hablaba Bartra, son las mediadoras en la sociedad entre el poder y los valores que se realizan en las universidades. Son las mediadoras en el conocimiento. Por una parte, en la ciencia y la técnica, cumplen un inapreciable papel en el dominio del hombre sobre la naturaleza y la sociedad; son el mayor aparato de dominación en la sociedad moderna. Por otra parte, abren la posibilidad de que la razón, en las llamadas “revoluciones científicas”, rompa las
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convenciones aceptadas, proponga vías innovadoras y acceda a una posibilidad infinita de variantes de la comprensión de la realidad. Las “redes imaginarias del poder” son también las mediadoras en la creación artística, en la que los valores de la armonía, la expresividad de la fantasía y la ruptura con la realidad convencional son movidas por el desinterés estético. Por último, las “redes imaginarias” se escapan también al poder en la invención y construcción de las formas de la “vida buena” y, tal vez, en la vida consagrada a “lo más alto”. En todo ello, es la capacidad de imaginar lo otro, otra vida, a la que se opone al dominio del poder. Podríamos decir que la realización de los valores es lo contrario al ejercicio del poder. En una sociedad democrática la universidad es el campo donde rige una tensión: la tensión entre el poder y la necesidad de apartarse de él. Porque la universidad expresa a la vez las necesidades en el ejercicio de un poder y las que lo eluden. La universidad es, en suma, la única institución pública que, formando parte de la estructura del poder, sostiene la necesidad en ella de la presencia permanente del valor que trasciende a todo poder. Por eso puede participar en la realización del proyecto de una sociedad emancipada del poder. Y es por eso que la universidad es el campo donde es posible atender al amor a la sabiduría, la filosofía. Al reconocer el valor de la actividad filosófica, la universidad alcanza la raíz de la educación superior que le está encomendada. También levanta ante la sociedad, la existencia del pensamiento crítico frente a las creencias aceptadas sin discusión. Por eso, toda actitud filosófica, si es auténtica, puede estar, como la universidad misma, por encima del poder. Recibo esta honrosa distinción como un compromiso personal ante los profesores, investigadores, estudiantes y trabajadores de la Universidad Autónoma Metropolitana: la de dar un testimonio permanente de su amor a la ciencia, pero también de su amor a la sabiduría.
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torredemarfil
el tigre Anaïs Abreu de pronto el tigre invade la casa o mejor aún descubro cerca del final que fui yo quien invitó al tigre a la casa y entonces (algo risible) somos cuatro el tigre la gata tú y yo o eso creía al inicio cuatro cada uno con su nombre menos el tigre al que llamamos siempre por su especie adormilado habitó el espacio y era algo como una noche algo que se percibe en cada órgano en cada miembro sí algo que anochece pero adentro a veces no por malicia
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sino por una especie de torpeza el tigre tiraba las cosas rompía las macetas y las plantas comenzaron a enredarse con el piso
es el conocimiento de una violencia insomne
y ya era todo una maraña de palabras
cansada sin embargo tensa como una cuerda
que no queríamos decir
es la mandíbula que se estira todo lo estiramos hasta que revienta
no sé cuanto tiempo
…y el polvo de los dientes
estuvo sedado entre nosotros
que tragamos para no escupirlo
pero no fui capaz de relajarme no recuerdo una respiración que no fuese
sería tal vez una tarde
entrecortada y el latido en el cuello
si no fuera porque todo tenía demasiada noche
un pulso venenoso
cuando vimos las líneas negras
(o un pulso que poco a poco genera un veneno)
desprenderse de su cuerpo y sutiles como cintas de raso
la ansiedad de verse cualquier mañana
se ataban en los muebles
con el rostro del otro no una máscara sino absolutamente integrado
dejaste de hurgar el cuerpo
ese otro rostro
demasiado tarde
but love is hard to stop así conquista el tigre: no había nadie despierto a esa hora
ojala no hubiera nada para ahorcarnos
sólo el tigre y yo
pero a veces es indispensable mostrar
tú en cambio dormías
que somos capaces de la muerte
pleno y valiente a veces creo que confiabas
hilos que tejen
o empezabas a creer que podíamos
la trama de una planta
incluso me dijiste antes de cerrar los ojos:
la trampa que se tiñe en una hoja
podemos con todo esto
nuestra trampa nuestro sello a la carta que escribimos
de nuevo no sé cuánto tiempo
el último día
pasaba y aprendiste a acariciarlo le gusta la mano en el pelaje del cuello
es natural
justo debajo del hocico
es el fuerte y el débil
casi escarbándole la piel
es la búsqueda es la sobrevivencia
y tal vez fue que buscaste demasiado
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no podíamos andar en la casa tropezábamos diminutos y absurdos casi era divertido si no fuera por el miedo permanente la gata debajo del sillón parecía conocer a esa bestia todo estaba en los sonidos guturales de un vómito invertido y de pronto supo abultarse ahí transparente como una nube el tigre había despertado en el momento exacto: esa parte (después sabría) humana encontraba el peligro de lo inconsciente
necesario como vivir
un solo aviso verdadero
el grito del bebé en su nacimiento
un rumor de piedras que se caen
así la muerte
y a pesar de tanta hondura
es
un rumor
impulso siento un líquido ácido y ajeno a mi sangre
creo que es algo natural
algo como placer
avisar antes de que el tigre se lance al fin
y al mismo tiempo una rabia profunda
encima de nosotros
arcaica
así veo que nos hace pedazos
miro lo poco que queda de nosotros
veo tripas y sangre
lo poco que dejé
veo el dolor
sé que existo a pesar de todo
inevitable veo nuestra muerte
exhausta siento tu mano en el cuello como si escarbaras mi piel
matar se siente
como si confiaras
como un impulso
y me dijeras con los ojos cerrados: de verdad podemos con todo esto.
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Tomás Segovia:
cazador de selva virgen Iván Trejo
Era noviembre de 2010, el invierno no entraba aún en Monterrey y Tomás Segovia, poeta nacido en 1927 y fallecido en 2011, estaba en la ciudad para una visita a la uanl. Nos pusimos de acuerdo con antelación para la entrevista: “No sé qué me puedas preguntar que sea de interés general, pero podemos charlar si lo deseas”, respondió el ganador del Premio Xavier Villaurrutia y del Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo a uno de los correos. Nos vimos por la tarde en el bar del hotel donde se hospedaba, pedimos un par de tragos y comenzamos a charlar con esa amabilidad que caracterizaba al autor de, entre muchos otros, Siempre todavía, Noticia natural y Anagnórisis.
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¿A qué jugaba Tomás Segovia cuando era niño? Policías y ladrones, a ese tipo de cosas, cuando me preguntaban qué quería ser de grande, siempre contestaba una frase hecha, no sé si alguien me la había inculcado o la inventé solo: cazador de selva virgen. A los nueve años sale de España, se va a París, luego a Marruecos, y a los doce llega a la ciudad de México, ¿cuál es su primer recuerdo de México? La llegada fue a Veracruz en barco desde Nueva York, habíamos llegado ahí desde Casablanca. Mi primera impresión fue Veracruz, pero vi muy poco porque nos estaban esperando mi padre y un amigo con dos coches porque éramos una familia numerosa. Fuimos al Café de la Parroquia, estuvimos un rato y salimos directamente hacia el df. Cuando se refiere a su padre se refiere en realidad a su tío. Sus padres murieron cuando usted era muy niño en España, de hecho cuando llegan a París, usted y su hermano están en un orfelinato por un tiempo. No era propiamente un orfelinato, había unas colonias creadas por el Gobierno de la Republica Española para niños desplazados. En las guerras siempre quedan un montón de niños cuyos padres han muerto o que no han podido reunirse, la mayor parte eran niños desprotegidos, los recogían y los mandaban a colonias de niños en el extranjero para preservarlos de la guerra. Había unas cuantas en Francia, Inglaterra, Bélgica, incluso en Dinamarca. Mis hermanos y yo éramos un caso distinto, no fuimos niños que hubieran encontrado, sino que nos había enviado mi padre, la diferencia es que él pudo salir dos o tres veces durante la guerra y venía a vernos a París. También se dio la casualidad que una de las encargadas de cuidar a los niños ahí era nuestra vecina en Madrid y amiga de la familia. En México, al crecer, su padre le encomienda estudiar una carrera pero también estudiar un oficio, ¿cómo fue eso?
Mi padre era muy puritano, un socialista de la vieja escuela cuando el socialismo era una moral y no solo cuestión de política; tenía esa ideología, que sus hijos tuvieran una carrera y un oficio, que tuviéramos un contacto con la realidad. El trabajo era una cosa muy importante, digna, significativa, y no había que conocer solo teóricamente el trabajo, sino haberlo practicado, yo creo que mi padre fue muy sabio al mandarnos en las vacaciones a aprender un oficio. Aprendió a ser encuadernador. Mi hermano aprendió joyería; mi hermana mayor, corte y confección; mi otra hermana y yo fuimos a un taller de encuadernación, nos ponían a hacer la cola y a limpiar como aprendices, nada privilegiados. El dueño del taller era amigo de mi padre, compañero de partido y vecino, pero creo que fue mi padre el que le dijo que nada de privilegios, que nos pusiera a trabajar, entonces se hacía la cola con cola de pescado. Aprendí a encuadernar y aprendí de la vida. En 1980 hay una carta donde Octavio Paz le reclama su actitud esquiva, más bien desdeñosa hacia él, ¿cómo sucede esa anécdota? Es un poco difícil hablar de eso porque son intimidades, al mismo tiempo, como se trata de figuras históricas como Octavio Paz, las intimidades se vuelven asuntos públicos. Con Octavio hubo muy buena relación, pero siempre hubo un punto de irritación porque a él, que era un hombre muy metido en el centro de las cosas, de la historia, del momento, de la cultura, le extrañaba mucho que teniendo la puerta abierta para entrar en ese mundo y participar, me abstuviera. Octavio estaba perfectamente informado de toda la actualidad, entonces le irritaba mucho que yo no supiera quién era el último premio Nobel, que no supiera quién era el escritor más famoso de Austria, ese tipo de cosas. Yo estaba en las nubes, me defendía de eso encogiéndome, él lo interpretaba como desdén. Efectivamente, hubo un momento que eso
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se convirtió un poco en polémica entre él y yo. Creo que puede tener muchos sentidos aparte del desdén. Empieza a trabajar como mecanógrafo en el df, y llega por invitación de Carlos Fuentes a la Revista Mexicana de Literatura. Cuando vino Octavio a México, reunió a los jóvenes más conspicuos de entonces para planear una revista. Nos reuníamos en un café, pero fue tal, esa vez sí, el desdén que me mostraron, que dejé de ir, fundaron la revista y yo no estaba. Algún tiempo después tuve una conversación con Carlos Fuentes en la oficina de Ramón Xirau y me pidió una colaboración. Escribí un artículo sobre El arco y la lira, y Octavio Paz que estaba en la India me escribe una carta elogiando el artículo, a partir de ahí me levantaron el castigo. Como Octavio escribió una carta elogiosa sobre ese artículo, supongo que adquirí cierto prestigio a los ojos de Carlos, pero lo que me dijo es que él no podía ocuparse de la revista y que necesitaba ayuda material, de trabajo, así fue. Siempre me ha pasado un poco eso, entro por el lado del trabajo, de lo artesanal, y al mismo tiempo ya estoy dentro. Así llega también a Casa del Lago, de donde emanaron tantos proyectos, y luego a Plural. Lo de la Casa del Lago fue en 1961, pero también fue como de chiripa. Cuando García Terrés pidió que le presentaran proyectos para hacer actividades en Casa del Lago, nunca se me ocurrió que yo pudiera hacer un proyecto, yo era un talachero como lo fue la secretaria de García Terrés, ella fue la que me dijo: “¿por qué no presentas un proyecto, niño?”. “Claro”, le dije, “¿cómo me van a nombrar a mí director de Casa del Lago? Podría inventar actividades, pero lo que no puedo hacer es un presupuesto porque no tengo ni idea”. Ella me ayudó a hacer el presupuesto, fue una sorpresa increíble que García Terrés me dijera que sí. ¿Cómo es que decide participar en las manifestaciones de los sesenta en México?
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A los jóvenes exiliados españoles, lo que llaman ahora “la segunda generación”, nos interesaba el arte, la literatura, la poesía, pero no estábamos muy politizados. Había algunos de nuestra generación que trataban de hacer cosas, pero unirse, hacer reclamaciones, todo eso nos parecía un poco inútil, ¿de qué iba a servir hacer una declaración de jóvenes en contra de Franco? Max Aub escribió un artículo en donde nos reprochaba que los jóvenes exiliados de México no se ocupaban de la dictadura. Me parece que era una actitud moral muy respetable de nuestros padres, nunca pensaron exigirnos eso, ellos habían perdido una guerra, pero querían que sus hijos viviéramos como si no fuéramos hijos de una guerra perdida. Más tarde vi el exilio argentino en México y no era igual, los hijos de exiliados argentinos también tendían a integrarse y a no ocuparse demasiado de la cuestión, pero los padres argentinos les reprochaban mucho que estuvieran despolitizados. A nosotros no nos reprocharon nunca eso, lo cual me parece muy digno. Todos sabíamos que éramos antifranquistas, demócratas, de izquierda pero eso era todo, nunca firmábamos un manifiesto ni declaraciones. ¿Qué diferencia ve entre la izquierda del siglo xxi y la izquierda del siglo pasado? Mucha, para bien y para mal. La izquierda del siglo
Tomás Segovia en el ciclo Poesía y Voz en la Unidad Azcapotzalco, 15 de marzo de 1979. Fotografías: cidhuam
pasado estaba contaminada o corría el riesgo de llegar al totalitarismo, y eso es lo que la derecha ahora aprovecha a rabiar, cada vez tienen más convencido al mundo que ser de izquierda es ser totalitario, es absurdo. En cambio, la parte que no era autoritaria era muy consciente de qué se trataba, tenía la ventaja de no tener mala conciencia. La derecha, no cabe duda, tiene una convivencia con el nazi-fascismo, sin embargo, no ha permitido que le hagan ningún reproche por eso, y los nexos de la izquierda con el estalinismo han servido para desmantelarla por completo. La izquierda ahora, a partir de la caída del muro, comenzó a no atreverse, a tener mala conciencia, a hacer pactos con la derecha, y no se atreve a hacer política de izquierda. Cuando recibió el Premio Juan Rulfo en 2005, dijo que usted no es consagrado, ¿qué perspectiva tiene de su poesía en relación con lo ya hecho? Lo sigo diciendo. Hubiera imaginado cuando era más joven que llegaría a alguna madurez, como se supone que es la curva normal, pero veo que esa curva muchas veces se altera, porque son muchos los poetas y artistas que dan lo mejor en la vejez. Siento que por ahora sigo en la brecha, sigo fecundo. La sabiduría que sucede a menudo en la vida de un artista es cada vez más transparente, en muchos artistas la madurez significa mayor sencillez, mayor despojo, en cierto modo es reducir. Ahora me atengo más a lo que me parece
propiamente mío y tiendo a hacerlo con la mayor sencillez posible. ¿Para qué sirven los premios? En principio los premios son más bien malos, lo que sucede es que en nuestras sociedades, la verdadera lacra es la competitividad, donde se favorece la idea entre los lectores que la literatura es una competencia entre ganadores y perdedores, que un escritor es un señor que va a ganar un premio como el Real Madrid gana el campeonato. Hay que recordarle todo el tiempo a la gente que Kafka no ganó ningún premio, que a Borges no le dieron el Nobel, además los premios de una manera o de otra son una injerencia del poder en la literatura y el arte. La literatura utópicamente debería ser una relación entre creadores y lectores. A mí que me lea un lector porque me han dado el Premio Juan Rulfo, por ejemplo, me insulta. Tal como están nuestras sociedades enajenadas, es posible que nunca se produzca con unos autores lo que debería ser justicia, es decir, que la gente los lea. El premio es la peor manera de hacerse leer, yo no sé si es mayor el bien al mal que hacen. ¿Qué clase de animal es el poeta? Tendría que ser varios animales, un animal comunicativo, un delfín o lobo que se comunican mucho entre ellos, pero también un águila que tiene mucha perspectiva del mundo.
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Pasos y Ordóñez Argüello: en el centenario de los “cumiches” de la vanguardia nicaragüense Moisés Elías Fuentes
Carretera Interamericana en Nicaragua, 1942 (Fotografía: Peter Stackpole/ Time & Life Pictures/Getty Images)
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Afines y disímiles a un tiempo, Joaquín Pasos y Alberto Ordóñez Argüello fueron justamente por ello espíritus gemelos, pero a conciencia distinguibles uno del otro. Joaquín nació el catorce de mayo de 1914 en la ciudad de Granada, mientras que Alberto vio la luz dos días después, el dieciséis, en la vecina ciudad de Rivas. Tentados desde temprana edad por el fantasma de la poesía, no dudaron en seguirlo y en consagrarse desde la adolescencia a la literatura. Fueron para la generación nicaragüense de Vanguardia sus “cumiches”, como se les acostumbra llamar en Centroamérica a los hijos menores. Sí, los menores, pero no aminorados. Disímiles, Joaquín estudió en el Colegio Centroamérica, dirigido por sacerdotes jesuitas, es decir, se formó bajo un concepto educativo que unía el rigor eclesiástico al rigor científico; en cambio, Alberto cursó su bachillerato bajo la tutoría de sacerdotes salesianos, continuadores de los preceptos de San Juan Bosco y su sistema preventivo. Afines, ambos entendieron la educación religiosa recibida en sus respectivos colegios como el cimiento para sustentar y levantar sus personales conceptos de la libertad de pensamiento y de acción. Pensamiento y acción son dos términos que definen de manera precisa la obra literaria y la vida de Pasos y Ordóñez Argüello, y que ellos experimentaron de maneras parecidas pero no iguales. Si bien tanto uno como el otro se consagraron a la creación literaria y a la crítica social con tesón y honestidad, Joaquín lo hizo en una entrega excesiva hasta el desatino, de tal forma que socavó irremediablemente una fisiología de suyo endeble, lo que determinó su temprana muerte. Como contraste, a pesar de su participación activa en numerosos hechos políticos y sociales de enorme tensión, lo mismo en Nicaragua que en otros países centroamericanos, Alberto supo nivelar tales participaciones con una vida diaria moderada, aunque eso sí, nunca morigerada. Con entusiasmo y provecho sus textos aparecieron en publicaciones como 1938 y Ya! Magazine Popular Nicaragüense, medios en los que destacaron por la agudeza y vivacidad de sus artículos sobre crítica social, así como por el humor irónico de su prosa. Periodismo tenaz y vital a pesar de un entorno marcado por la simulación y la dictadura militar.
Curiosamente, aunque en el periodismo consiguieron colaboraciones destacadas y en algunos casos memorables, no fue así en la creación literaria, campo en el que parecían no coincidir, como se denota en el hecho de que sus incursiones en la dramaturgia fueron individuales: hacia el año de 1939, mientras Ordóñez Argüello escribía el texto de su obra teatral La novia de Tola, basándose en un cuento popular sobre una muchacha que infructuosamente espera a que su prometido acuda a la iglesia, Pasos colaboraba con José Coronel Urtecho en la redacción de un texto teatral al que llamaron Chinfonía burguesa. Para su incursión en el teatro, Ordóñez Argüello recurrió a un cuento de camino, como suele llamárseles a los cuentos populares en Centroamérica, del que rescató la tradición del humor cruel que caracteriza a este tipo de relatos, y al que enriqueció gracias a la tensión dramática que le imprimió a la versión teatral. Pasos y Coronel Urtecho también recurrieron a las tradiciones populares, en su caso los llamados sones de toros que se interpretan en las fiestas patronales. De dichos sones tomaron los poetas la rima interna que los identifica, con el interés de armar con ellos un entramado de versos irónicos, absurdos y aun surrealistas. Tanto Joaquín como Alberto se adentraron en lo popular para obtener frutos distintos: el primero buscó el discurso ilógico, con el propósito de subvertir a la tradición de los sones de toros y sus rimas populares; en el segundo, lo que predominaba era el regreso a lo primigenio, a la cultura popular en su estado más puro, despreocupada por los formalismos de la lengua escrita, lo que distingue a los cuentos de camino. Aun con ello, es innegable que la afinidad con lo terrestre que signó a la poesía de Ordóñez Argüello influyó a su modo en la poesía de Pasos, lo que hace todavía más relevante el hecho de que en la vida cotidiana fuera Alberto el nómada y Joaquín el sedentario. Si bien Joaquín, como sus demás compañeros de generación, tenía afecto por la cultura popular, lo que le llevó a recorrer los pueblos de su departamento natal, Granada, así como pueblos aledaños, no tuvo la inclinación de recorrer y conocer tierras extranjeras, como si la tuvieron, por mencionar algunos, Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra.
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Alberto, hombre más apegado al terruño y a la vida establecida, sí fue un viajero constante. En 1942, el joven Ordóñez Argüello emigró a Guatemala y se involucró de lleno en la oposición al gobierno dictatorial de Jorge Ubico, por lo que fue deportado, pero retornó en 1944 para adherirse a la Revolución de Octubre, encabezada por Juan José Arévalo. En Guatemala continuó además sus actividades políticas opositoras a la dictadura de Anastasio Somoza García en Nicaragua, e incluso apoyó de manera activa a la Legión del Caribe, organización que intentó derrocar las administraciones tiránicas que dominaban la zona Caribe, auspiciada por José Figueres y Juan José Arévalo, presidentes de Costa Rica y Guatemala, respectivamente. Década singular en la historia centroamericana, la de 1940 fue la década que vio el declive de las dictaduras en Guatemala, El Salvador y Honduras y el surgimiento de una incipiente democracia con carácter social en los mismos, a más de la crisis política en que entró el régimen dictatorial en Nicaragua. Joaquín y Alberto respondieron de manera distinta a dicho proceso histórico. Mientras el primero se decidió por arreciar su oposición a Somoza García, convencido de que el derrocamiento del tirano debía surgir desde adentro, el segundo concluyó que para propiciar las condiciones básicas que podrían deponer el gobierno represivo y explotador del dictador nicaragüense, debían fortalecerse las luchas por instaurar sistemas democráticos factibles en los países hermanos. Sin embargo, como han demostrado los años, los posturas adoptadas por los dos poetas son complementarias, toda vez que ha sido el fortalecimiento de los procesos democráticos lo que ha dado al istmo la posibilidad de creer en un futuro. Hombres de política que vivieron la realidad real y sus violentos contrastes, Pasos y Ordóñez Argüello también fueron hombres de letras que comprendieron la realidad literaria como un fenómeno de refracción en el que la realidad cotidiana se mostraba en la multiplicidad de sus significados, en donde el yo y el otro podían verse a ambos lados del espejo. Es la vida que
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se confirma mediante lo que la niega, “Ontología de la sombra”, al decir de Joaquín Pasos: Amor de sombra y luz. Desesperada fuerza que lleva inercia concebida; plenitud, del vacío enamorada. Pasión gozada en la pasión sufrida porque en la amante sombra iluminada está la muerte uniéndose a la vida.
Necesidad de conocer la vida al conocer la muerte, pero también necesidad de pensarla desde sí misma, no rebajada por el presentimiento de la muerte ni contaminada por la mezquindad humana. Vida digna de sentirse, de pensarse, de realizarse como una gracia personal y colectiva. Pensando en esa vida, Alberto Ordóñez Argüello canta “A Augusto César Sandino”, el héroe patriótico, símbolo de la filiación de los hombres y las mujeres comunes con la vida, enamorados de ésta al grado de morir para vivirla: Alta en “El Chipote”, su figura habrá de perpetuar en escultura el espíritu antiguo de la raza. Allá siempre estará con sus banderas, diciendo a las naciones extranjeras que hay un Sandino en pie por cada plaza.
Poetas vanguardistas, susceptibles a la experimentación y la búsqueda constante de nuevas formas de construc ción del poema, no deja de ser significativo que ambos usaran en los poemas anteriores la estructura del soneto. Significativo, aunque quizá después de todo no extraño ni extravagante, si tenemos en cuenta que el soneto ha dado esa inigualable gracia de lo elíptico a la expresión poética, y no podían pasar por alto la tensión emotiva que otorga el soneto a la poesía estos dos vanguardistas que nacieron un catorce y un dieciséis de mayo de 1914, y a los que saludamos desde nuestro hoy, como lo que son, nuestros contemporáneos.
La Pasión de Mendelssohn
según san Bach Antonio Bravo
En la navidad de 1823, Lea Solomon —pianista respetable y mejor lectora de literatura alemana—, con una emoción apenas disimulada por sus delicados rasgos faciales, se dirige, un tanto trastabillante, al lugar destinado a los obsequios y separa cuidadosamente uno de ellos: es una caja que —confesaría más tarde— ella misma ilustró con motivos intencionalmente ajenos al contenido. Lea, jugueteando con la expectación de sus invitados, amaga con entregar la caja a su talentosa hija Fanny; luego hace lo mismo con su marido Abraham, quien a punto de tomarla ve con desilusión cómo su mujer, sonriente, la retira de manera abrupta para encaminarse, con el mismo movimiento, hacia el mullido sillón que ocupa el consentido de la familia, Felix Mendelssohn. El adolescente de catorce años, compositor y pianista virtuoso, mira con justificada desconfianza a su madre, sin dejar de pulsar el imaginario teclado de los descansabrazos con el que intenta descifrar la digitación de alguna obra en proceso de estudio. Una sonrisa, tan amplia como el amor y orgullo que siente por el futuro autor de Las Hébridas, delata a Lea, quien de inmediato y sin más argucias deposita el misterioso estuche en las piernas de Felix. La curiosidad precipitó de inmediato las manos del artista
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sobre el regalo, sin apenas respetar los motivos plasmados horas antes por Lea en el papel que la envolvía. A Jacob Ludwig Felix Mendelssohn-Bartoldy nunca le habían temblado las manos, ni siquiera cinco años atrás, en su primera presentación pública, acompañado por un dúo de trompas, pero al descubrir el contenido, no pudo evitar que sus dedos, ingobernables, se agitaran al levantar y mostrar a los asistentes el manuscrito del oratorio de La Pasión según San Mateo, bwv 244, de Johann Sebastian Bach. No existían ediciones de esta obra, para entonces olvidada. Aunque aquella noche la portadora de la partitura fue Lea Solomon, Mendelssohn sabía que detrás de este legado estaba su maestro de composición y análisis, Carl Friedrich Zelter, diletante de la obra del cantor de Leipzig y director de la Singakademie, institución coral que en buena medida encausó y formó la pródiga musicalidad de Felix. Con la Pasión en su poder, Mendelssohn experimentó un prolongado estado de retraimiento. Ya no escuchaba las felicitaciones ni los comentarios de los huéspedes; incluso las expresiones burlonas de Fanny en torno a esa obra que consideraba pasada de moda se esfumaron hasta perderse entre las risas de los otros. En tropel cayeron sobre Mendelssohn los recuerdos de horas y horas al lado de Zelter, estudiando e interpretando obras de Bach, entre ellas, partes de la Misa en Sí menor. La voz de su mentor le llegaba con claridad, desvelándole la compleja arquitectura polifónica de las cantatas, fugas, preludios o tocatas del compositor de aquella Misa que, en una primera lectura, le parecía imposible de interpretar sin que se perdieran voces entre tan abigarrado entramado composicional. Una vez recuperado su lugar en el sillón que había abandonado brevemente para mostrar la partitura, el músico adolescente recordó la primera visita a Wolfgang von Goethe, invitado por el propio Zelter, el 6 de noviembre de 1821. Zelter le transmitiría el sentir del escritor sobre su persona: “Los prodigios musicales son probablemente muy raros, pero lo que este pequeño hombre puede hacer improvisando y tocando a primera vista está cercano al milagro, y no puedo creer que esto sea posible a tan corta edad”. “¿Y has oído a Mozart con sus siete años en Fráncfort?”, habría cuestionado Zelter, “sí”, respondía Goethe, “[...]
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pero lo que tu alumno ya logra en relación con lo que Mozart logró en ese tiempo, es similar a la relación que hay entre la conversación cultivada de una persona adulta con el balbuceo de un niño”. La epifanía trajo consigo una especie de mayoría de edad anticipada a Mendelssohn y modificó dramáticamente su ya de por sí madura forma de abordar la composición. Se comprometió, en ese momento de introspección, a divulgar la obra bachiana e incorporar a su propio corpus algunos de sus elementos contrapuntísticos. Además, no dejaba de agradecer al cristianismo luterano —fe profesada por los Bach— el haber disfrutado de una vida sin el acoso y segregación antisemita de la sociedad alemana decimonónica. ¿Cómo olvidar las prolongadas sesiones de aprendizaje de la doctrina protestante?, religión a la que su familia judía había migrado (al menos en apariencia) gracias a la insistencia de Jacob Salomón Bartholdy, su tío, quien tras largas discusiones con Abraham Mendelssohn, logró que la familia adoptara el apellido Bartoldy. La Pasión según San Mateo se convirtió en una obra de cabecera para Felix, pero no sólo por la música. Gracias a su formación intelectual, a la que contribuyeron las tertulias que animaban sus padres en casa con invitados como Von Weber, Hegel y Humboldt, Felix detectó una lírica de singular belleza en la poesía de Christian Friedrich Heinrici, por ello investigó, con sensibilidad detectivesca, la relación de Bach con Henrici, quien bajo el seudónimo de Picander había creado, a partir de pasajes fundamentales de las Sagradas Escrituras, poemas para los domingos y fiestas: los llamados Sammlung Erbaulicher Gedanken (Colección de pensamientos piadosos), textos que sirvieron de base a Bach para muchas de sus cantatas, en su mayoría, escritas durante su etapa como cantor de Leipzig. Del mismo modo, Bach se vale del violín principal para hacer las veces de guía y soporte del nazareno, así como un medio de conexión espiri tual del cordero con su padre y un dejo de esperanza para los creyentes ante la inminencia del sacrificio al cual es condenado por la masa indolente. Al joven Mendelssohn lo sorprendía, además, el hermetismo y la numerología de la Pasión según San Mateo. Como botón de muestra está el célebre coro “Señor, ¿acaso yo?”. Jesús
Iglesia de Santo Tomás en Leipzig. Dibujo de Felix Mendelssohn (Imagen: DeAgostini/Getty Images)
revela a sus apóstoles que uno de ellos lo traicionará, y Bach, en un despliegue de escritura polifónica, hace proferir al coro once veces la misma pregunta; once, porque la doceava, la de Judas, nunca fue pronunciada: sólo el pan mojado sobre el vino es la muda señal del acto consumado. Mendelssohn advirtió un nuevo tratamiento en la forma de acompañar los recitativos del evangelista, ya no con el órgano o el clavecín, sino con las cuerdas, para generar así una especie de aureola sonora emparentada con el estilo practicado por algunos operistas italianos en un plano mayormente emotivo, casi profano, de acuerdo con la estructura musical religiosa de su tiempo. La Pasión esperó pacientemente poco más de cinco años su reestreno, aquel que el 11 de marzo de 1829 le
hiciera recobrar la vida, insuflada por el tenaz rescate de Mendelsshon. Un mes después, el viernes santo del 17 de abril, fue interpretada con mayor atingencia y sensibilidad, teniendo en el papel de Jesús a su amigo y cómplice del proyecto, Edward Devrient. El propio Mendelssohn organizó la partitura para la representación, copió las particellas para los músicos y, con tan solo veinte años de edad, emprendió con pulso firme —aunque algunos aseguran que le temblaron levemente las manos, al igual que en aquella Navidad de 1823 cuando recibió la partitura— la tarea monumental de dirigir esta obra ante una nutrida audiencia integrada, entre otros, por Heine, Hegel y algunos miembros de la familia real prusiana. Al final, el público confirmó lo anunciado en la víspera por la influyente revista Allgemeine Musikalische Zeitung: “Este concierto abrirá las puertas de un templo largo tiempo cerrado”.
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Vuelo Ingrid Solana
El uniforme le quedaba grande. Las mangas no ajustaban en las muñecas, tapaban la mitad de las manos; la falda, demasiado larga, sobrepasaba las rodillas. La decepcionante impresión del espejo le quitó optimismo. Se sentó derrotada en la cama. Instantes después, su hermana mayor entró al cuarto, le apretó las mejillas, besó su frente y le dijo que todo saldría bien, que tratara de calmarse. Era difícil saber con precisión si la vida saldría bien o no. Todo el mundo piensa que el futuro será positivo, pero no necesariamente. Días antes pensaba que todo saldría bien y no se imaginaba el mal sueño del porvenir. Escuchó las palabras un tanto ida, recibiendo el afecto con humor neutro y catatónico; estado de espejo cóncavo después de mantenerse tanto tiempo sin dormir. Cuando las pesadillas terminan, nos convertimos en otros seres, algo modifica al cuerpo, lo vuelve más pequeño, irreconocible: ahora el uniforme ya no se llenaba de su piel. Le molestaba sentir esa opresión fuerte en el estómago; los nervios, se decía, los nervios acaban con las personas y las disminuyen. Nadaba en el uniforme y los zapatos tampoco le calzaban bien. A través de la oscuridad miró los árboles y las sombras que lejos de los vidrios ondulaban en la noche airosa. Se tiró en la cama con los ojos abiertos, muy abiertos, mirando la grieta del techo de su cuarto. Se quedó dormida y despierta a un tiempo, y a ella vinieron las imágenes convertidas en lengua y sucedieron una y otra vez, retahíla infinita e incongruente de palabras y escenas en cámara lenta, indicios de tiempos extraños. —Señorita, le pido, por favor, otra cobija, mi sobrino se está congelando. Es la tercera vez que se la pido. Diligentemente Ana buscó otra cobija, pero no había más. Los vuelos para clase turista tenían perfectamente contadas las cosas para cada asiento. Si un pasajero robaba la cobija de otro, éste podía resignarse. En cada vuelo largo no faltaba el pasajero que se robaba la cobija del vecino. La
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Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
compañía era estricta con los bienes proporcionados a los pasajeros, y de acuerdo con las últimas políticas aéreas de austeridad, no debía derrocharse ni un centavo, ¿qué hacer? Distraer a los pasajeros del frío. Ana se sentó, faltaba hora y media para servir la siguiente comida, a saber, el desayuno. Llevaban seis horas de vuelo, faltaban siete. Los focos de los pasajeros más exigentes estaban perpetuamente encendidos, pero Ana se limitó a descansar mientras Lizbeth daba la ronda. Odiaba estos vuelos largos. Miró los maleteros e imaginó que afuera del avión invadía la oscuridad tétrica que los humanos no pueden ver frente a frente, negrura espesa de océanos inexplorados, profundidad rara de planetas apenas entrevistos, frío sin fin. Bostezó varias veces, sus ojos se suspendían en el maletero inmóvil, sordo, feo. Las luces de los pasajeros exigentes continuaban encendidas. Afuera, el misterio de una noche interminable. Adentro, el maletero inmóvil, sordo y feo. Se dijo que no se podía quedar dormida, y sus ojos se estancaban en los focos de los pasajeros exigentes, pero sus párpados se hundían en las órbitas. Afuera, los párpados pesados, el maletero inmóvil, los focos de los pasajeros exigentes. Adentro, el maletero sordo, los párpados pesados, los pañuelos húmedos, los desayunos. Afuera, los maleteros inmóviles, los pañuelos húmedos, los desayunos, Lizbeth. Adentro, los párpados pesados, hundidos en las órbitas, los maleteros… Un zumbido prolongado la despertó. Estaba sobresaltada. La saliva de ese sueño profundo y rápido le adornaba la cara, pero tenía un paquete de pañuelos húmedos entre los dedos. No recordaba haberlo tomado antes, pero sacó uno y se limpió la boca. La alarma no se callaba y Ana tuvo miedo de despertar a los pasajeros cercanos a la parte trasera del avión. El sonido provenía de la muñeca de un hombrecillo que la miraba atentamente. Ana se incorporó en el asiento, pero se sentía cansada.
La voz del hombre, casi un enano, no era ni aguda ni grave, sino media. A pesar de su templanza había algo desagradable en ella, cada palabra se burlaba de algo y Ana se sentía un chiste. El avión estaba a oscuras, pero los pequeños focos de los pasajeros exigentes permanecían encendidos. Sus compañeros de tripulación no estaban a la vista. Seguramente se habían quedado en los asientos de la cabina. Ella estaba sola atrás. Y el hombrecillo le hablaba burlonamente. —Sus compañeros ya no nos acompañan —aseguró el hombrecillo con una convicción atemorizante. Ana trató de levantarse, pero las piernas no le respondían, estaban débiles. Se recargó en el respaldo como si hubiera realizado un descomunal esfuerzo. Recordaba la misma sensación de una escena de su niñez, cuando había robado dinero de la bolsa de su madre y después se había caído por unas escaleras sin poder mover las piernas. Nunca la habían descubierto, así que aquella sensación permaneció en ella, como respuesta a los sustos, y cada vez que algo le daba miedo, no podía moverse. Miró al hombrecillo sin fuerzas. —No puedes moverte, ¿verdad? Dime, ¿qué hiciste con el dinero que robaste? —Ana sintió un piquete debajo del ombligo. El enano sabía lo que ella había hecho de niña. También podía hablar por hablar. Era un fanfarrón. —¿A qué te refieres? —preguntó con calma, lentamente, sin dejarse intimidar. —Al dinero que tomaste de la bolsa de tu madre la tarde del verano de 1994, habiendo corrido después por las escaleras de aquella vecindad maltrecha en la que vivían con tu hermana mayor, y cayéndote por las escaleras, sin tener después sensibilidad en las piernas. ¿Qué compraste con ese dinero, Ana Carolina Rodríguez Flores? —Ana respiraba rápido. Estaba soñando, sí, el hombre no existía. Estaba soñando sugestionada por los pensamientos de la oscuridad exterior de unos
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minutos antes. Se pellizcó el antebrazo y una punzada hostil le quedó sobre la piel enrojecida. Aquello no terminaba, tendría que hablar con el enano. —No compré nada —confesó—, devolví el dinero a la bolsa de mi madre días después. —¿Por qué razón, Ana Carolina, por qué devolviste el dinero? —Ana respiraba fuerte y ruidosamente, los pasajeros pronto se despertarían con sus gemidos, ella misma se despertaría y sería libre de esa culpa pequeña y mezquina. Estaba soñando. —Lo devolví porque apenas si teníamos dinero para comer. Yo… —las lágrimas la anegaban, se le incrustaban en la cara, agujas de hielo que ardían. Había confesado. Era libre. Se detuvo en seco y preguntó: —¿Quién es usted? —El hombrecillo comenzó a reírse fuerte, pero nadie despertaba. —Yo soy un enanito con visión. Querida, no te preocupes. Te he liberado. De ahora en adelante no te quedarás paralizada. Podrás correr y huir de tipejos como yo y de tu amiguito el miedo. Además, todo el mundo robaba en 1994. El robo, querida, es una práctica común. No sé por qué te asombras. El robo y la prostitución son tan viejos como aquel, el de la cruz… El enano jugaba con un bastón, bailaba con él mientras tarareaba. Ana, efectivamente, podía mover las piernas. Se levantó y observó a los pasajeros de las últimas filas, estaban profundamente dormidos. El hombre la incitaba a bailar. Se aferraba a su cintura, parecía un niño tratando de escalar un roble. Ana le permitía estar así, colgado de ella. Únicamente permanecía atenta al sueño de los pasajeros. Pero, de pronto, aquel pedazo de carne aferrado a su cuerpo la molestaba para moverse, así que se desprendió bruscamente. —¿Por qué no me quieres, Ana? —No me ha dicho quién es usted. ¿Qué quiere? Como puede ver, estoy trabajando. Sabía mi secreto, me ayudó a resolver la parálisis. Muy bien, se lo agradezco. ¿Dónde está su asiento? Le ayudaré a acomodarse. —No te preocupes, Ana, yo viajaba en el ala del avión. Volveré —el hombre se metió al baño tras un azotón de puerta y tardó bastante tiempo. Al cabo de
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un rato, Ana decidió tocar. Le preocupaba que los pasajeros quisieran usar el servicio, aunque, a decir verdad, éste era un vuelo atípico, todas las personas yacían en sus lugares durmiendo profundamente sin moverse un ápice. De cualquier forma, vería qué sucedía con el enano. Tocó la puerta varias veces, nadie abrió y no se escuchaba ruido. Abrió la puerta. No había nadie. Corrió hacia una persiana. En la negrura rotunda vio colgado un bulto aferrado al ala del avión, llevaba un bastón y se enroscaba firmemente. Los maleteros sordos miraban el vacío. La negrura infinita expandía los mundos desconocidos. Los pasajeros exigentes habían dejado de roncar. El enano colgado del ala sonreía. Un despertador distante coloreaba el encierro. Las voces lentas y esperanzadas de los pasajeros exigentes alumbraban la mañana artificial: todos los viajeros son exigentes al despertar, rezaban los folletos escondidos en la rejilla de los asientos. Una pantalla fuerte, de sonidos cada vez más altos, altavoz de la chingada, se proyectaba como síntoma del nuevo día. Ana despertó con los sonidos abruptos de la proyección infame que reflejaba al Líder Máximo de la Comunidad Empresarial Aérea: Tercer Mundo en Vías de Unión, compañía para la que Ana trabajaba desde hacía dos años, después de cumplir con todos los requisitos para ser una bella y joven azafata. Tenía baba cerca de la boca y cansancio en las rodillas. Sus compañeros no estaban dando el servicio, ¿dónde se habían metido? Ana se levantó. Atontada por el fuerte sonido de la pantalla, escuchó el mensaje. Ya no pensó en asomarse por la ventana para buscar al enano. El Líder Máximo tenía un acento raro, pero todos los pasajeros lo miraban atentamente hipnotizados por las consonantes arrastradas en su boca. Ana se sumergió en la pantalla, sentía mucha fatiga y sueño. Cerró los ojos. Y el Líder Máximo dijo: —Éste es un territorio neutro. Pero las pantallas llegan a todas partes. Así estamos juntos siempre, queridos empleados y público consumidor. Mi mensaje será breve. He sido Líder Máximo de esta compañía desde
hace más de veinticinco años y es mi deber dar a conocer los aspectos más íntimos y profundos de nuestro personal. Al fondo ustedes pueden contemplar a Ana Carolina Rodríguez Flores, una bella muchacha. Verán, ustedes, esta joven nos acompaña en esta aerolínea desde hace dos años. En este viaje se encuentra particularmente cansada. Ustedes podrán ver cómo no puede moverse. Lo más interesante de ella es el robo que perpetró en 1994 al bolso de su madre. Extrajo veinte pesos con los cuales pensaba comprar dulces y un refresco de cola. Todo el mundo enloquece por el dinero, ¿no es cierto? Pero la niña no lo utilizó. Después de robar, se cayó por las escaleras de la vecindad donde vivía con su madre y su hermana mayor, y paralizada de las piernas, aproximadamente durante una hora, decidió jamás volver a cometer ese delito. Su madre trabajaba mucho y apenas si tenían dinero para comer. Ana Carolina guardó el secreto y su madre murió sin conocer su malignidad. La culpa carcome a los seres buenos, ¿verdad, hija mía? Así que esta chiquilla, óiganlo bien, cada vez que tenía miedo se quedaba paralizada como aquella vez en esas escaleras de su vecindad. Pero ahora, cabe decir, querida Ana Carolina, para tu tranquilidad, debes saber que todo el mundo robaba en 1994. Y no sólo eso, entendamos que el robo, queridos espectadores, es una práctica común. Ana Carolina Rodríguez Flores: te absuelvo, hija, eres libre. E incluso, si quisieras, podrías robar de vez en cuando, linda muchacha. Estoy seguro de que no nos robarías a nosotros, los que te ofrecemos el sustento. Puedes robarte alguna que otra cosa de las tiendas departamentales: a todos nos gusta el dinero, ¿verdad? El robo y la prostitución son actividades antiguas y comunes, tanto como el señor de la cruz... Muchos gobiernos han ejercido con felicidad la primera de estas prácticas. Libre, Ana Carolina, libre… Ana corrió a la ventanilla empujando a los pasajeros. En el ala, el enano colgado la saludaba moviendo el bastón de un lado a otro. No debía dormir. La imagen del Líder Máximo se congeló en pantalla. Todos los espectadores apagaron sus focos. Pasado el tiempo, aterrizaron y todos bajaron en silencio. El enano había desaparecido. Ana despertó sintiendo baba alrededor de la boca. La limpió con un pañuelo húmedo. Subió a un taxi y pronto llegó a casa. El techo y su grieta se perdieron en sus ojos. Se incorporó con pesadez. El uniforme le quedaba grande. Afuera, su hermana preparaba de comer. Ana pensó en la muerte de su madre y recordó el gesto que hacía cuando ellas regresaban de la escuela; una sonrisa, una mueca, quién sabe. Se levantó de la cama y de una caja de metal del buró sacó una menta y la masticó varios minutos. Tenía baba en la cara, cerca de la boca y la limpió con un pañuelo húmedo.
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El museo de los afectos
o el gabinete Roland Barthes Verónica Bujeiro
Bajo el criterio de selección que obedecía a los tres reinos, materiales tangibles que anunciaban una otredad desconocida hasta entonces eran puestos en un cuarto de proporciones inciertas para deleitar a aquellos que guardan alguna curiosidad o morbo sobre lo que nos rodea. Antecedentes directos del museo, estos cuartos o gabinetes cargaban a cuestas la curaduría, término moderno que designa la selección arbitraria del aventurero, el coleccionista o flanèur que a su paso captura para nosotros una peculiaridad del mundo. Pero más allá de esta presencia mediante la selección, el encargado de semejantes reuniones era invisible. Acaso la esencia de su ser lograba percibirse en el conjunto como un rasgo de personalidad compartida con aquellos objetos, una excentricidad contenida dentro de otra, pero sin ninguna pista que apuntara hacia el individuo más que en los títulos nobiliarios que acaso existían. Nadie sabía realmente los porqués de la discriminación que hacían elegir a este sujeto unos objetos sobre otros, la ruta de las sensaciones que convocaban a semejante reunión. Y es que ante la imperiosa necesidad de lo tangible resultaba difícil imaginar la disección de otro reino de lo existente, aquel que conforma la ruta de nuestra configuración más íntima: la de las sensaciones, y peor aun la de los afectos. ¿Cómo clasificar las tendencias efímeras del amor? ¿La disección de nuestras obsesiones y gustos? Para imaginarlo quizás habría que hacer un breve ejercicio de ficción. Al centro del gabinete se colocaría un sujeto incierto,1 uno tentado por varias disciplinas y efervescencias históricas, pero que en realidad nunca se adscribió a ellas con la devoción de aquel que cree inocentemente en el poder de la transformación. Muy en el fondo este sujeto incierto sabe que no puede comprometerse con ninguna tendencia, y que acaso lo único que puede ofrecer con su insólita sensibilidad, brillantemente ejercitada en el arte de descifrar un mundo encriptado en signos, es él mismo. Este sujeto particular, objeto único de este museo, no es cualquiera, sino
“Debería sin duda interrogarme en principio acerca de las razones que han podido inclinar al Collège de France a recibir a un ‘sujeto incierto’, en el cual cada atributo se halla combatido por su contrario”. Barthes, Roland, en “Lección inaugural de la Cátedra de Semiología literaria del Collège de France”, El placer del texto y lección inaugural, Siglo xxi Editores, México, 1996, p. 113
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El filósofo francés Roland Barthes en París, 1979. (Fotografía: Ulf Andersen/Getty Images)
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Roland Barthes, el único capaz de construir auténticos gabinetes sobre aquello que certifica nuestra verdadera existencia y da cuenta de ese motor impasible que ruge en nuestro interior. Ante el cuestionamiento de cómo fijar semejante materia en el reino de lo tangible aparece la respuesta de la escritura, que mediante la conversión del cuerpo en lenguaje diseca la materia vivida bajo la grafía, permitiendo un campo de exploración que más tarde aparecerá ceñido, cual celosa colección de objetos, bajo las tapas de un libro. Como lección secreta de anatomía, Roland Barthes cultivó hacia el fin de su carrera la producción de una trilogía por demás insólita, en donde él mismo se colocaría como el centro de la reflexión. Dicha empresa, iniciada por la audacia autobiográfica del Roland Barthes por Roland Barthes (1975), ensayaba una escritura del yo que mostraba las trazas del diario, como una manera de acceder a la conciencia de uno mismo por medio de la escritura, pero también contenía la novedad de su reverso paradójico: el de la escritura como un ente capaz de reescribirlo a uno mismo. “Todo esto debe ser considerado como algo dicho por un personaje de novela”, sentencia un Barthes que juega a la huida, identificándose como el personaje de su propia ficción. Roland Barthes por Roland Barthes discurre entre fotos, anécdotas personales y revisiones críticas a su propia obra, haciendo un recuento puntual y sensible que se apoya en el recurso del fragmento para evadir el peso de establecer verdades y comenzar la audaz empresa de poner en el centro de la reflexión crítica a la cenestesia, al goce y el placer que atraviesan al sujeto. Ya iniciado en la ruta, su siguiente entrega, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), se aventura a reconstruir la locuela, el discurso interno de aquel que ama en ausencia del ser amado. Tomando a Werther de Goethe como tutor, canon del personaje romántico, el propio Barthes se infiltra en las subidas y bajadas de la emoción de un cuerpo que siente el clamor de su exis-
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tencia, pero que fracasa en el intento de consumarse en la constatación de un otro. En este libro Barthes accedió a las mesas de los best sellers, justamente porque logra configurar una subjetividad que se puede palpar como un objeto universal, digno de entrar en la ordenación de un reino aparte, uno reconocido por todos, pero de difícil vivisección dada su naturaleza voluble, que sin embargo halla dentro de estas páginas al taxidermista capaz de atraparlas y ponerlas frente a nuestra vista como el rastro de esa especie compleja que somos. El libro que le sigue los pasos a estas dos sorprendentes entregas, La cámara lúcida (1980), nos transporta hacia la disección del acto de la mirada frente a una foto para constatar que detrás de ella no hay otra cosa más que la ausencia. Tomando como pretexto la fotografía, Barthes ensaya otro tema afectivo de difícil aprehensión: el duelo ante la muerte de un ser querido, en este caso la propia madre del autor. Barthes nos dice, y realmente lo sentimos al dejar de lado el texto: aquellas fotos que atrapan nuestra mirada nos flechan, punzan dentro de nosotros, declarando como su única verdad la brutalidad de un “esto ha sido”. Ensayando mediante el duelo personal, Barthes lanza en este libro la provocación del establecimiento de una ciencia tamizada por la argumentación de los humores y gustos de un sujeto, una mathesis singularis: “Nada que tuviera que ver con un corpus: solo algunos cuerpos”.2 Por desgracia esta bella utopía quedó trozada con la fatídica muerte del autor el mismo año en que apareció este libro. Muchos son los viajes y las aventuras que conformaron los gabinetes de curiosidades, pero la astucia de este aventurero sensible fue la de colocar al centro del cuarto de maravillas al sujeto. Acaso la especie más secreta y extraña, esa que justamente vemos todos los días al espejo.
2 Barthes, Roland, La cámara lúcida: nota sobre la fotografía, Editorial Paidós, Barcelona, España, 1990, p. 37.
a de ens e n รก t n a a t y r e d u e m l a e s c s o o e l a u n I q
Ramรณn Castillo
Perteneciente a la variedad de los reptiles, este tipo de escritura es una serpiente de anillos multicolores cuyo brillo tornasolado engaña a la vista. El ensayo es un animal que muda de vestimenta, se transmuta, se recrea y a veces emerge con una pinta por completo distinta. En muchas ocasiones, se muerde la cola para definirse, para relatar la forma como están constituidos sus adentros o explicar al lector algunas de sus peculiaridades. Sin embargo, como buen saurio, este tipo de literatura es sagaz, desconfiada, sigilosa y se niega a mostrarse de manera abierta y de una sola vez. Observados en cualquier tipo de situaciones, los ensayos tienen movimientos inesperados, salidas ocultas, entradas diversas que los hacen sumamente deseables para cazadores que admiran la agilidad de su especie. Son muchos los observadores de probada seriedad que aseguran haber constatado que la serpiente-ensayo se escapa siempre de la pedregosa superficie académica, un terreno que por lo regular no le sienta bien. De acuerdo con varios manuales de zoología, para emerger fluido y disparatado, este reptil demanda espacios donde se respire con mayor holgura y no encuentre ninguna restricción, léase aparato crítico, para su movilidad. Es digno de notar que, idéntico al camaleón, posee la habilidad de camuflarse con el ambiente y uno se pregunta a cada página si eso que está leyendo es o no un ensayo, y de ser así, de qué tipo. No hay necesidad de inquietarse al llegar a esta encrucijada, ya que estos bellos lagartos son escurridizos por naturaleza. Así que lo mejor es evitar apresarlos en la rigidez de las clasificaciones y en su lugar permitir que desplieguen el atractivo multicolor de su epidermis literaria. Linneo observó que el ensayo transmuta su figura de maneras increíblemente variadas, su aspecto, longitud, movimientos son por demás inagotables. En su Inventario de serpientes-ensayo y otros animales escriturales, publicado en 1775, el erudito sueco enumera al menos trescientas clases. Los hay breves, sustanciosos, ligeros, pesados, arrogantes, ciegos, torpes, mostrencos, procaces, ingeniosos, maledicentes, superfluos, holgados, pertinaces, en fin, las palabras dictan el caudal de su número. Estudios más recientes señalan algunas otras características. Una forma que al lego le puede resultar de gran ayuda para identificarlos es que el ensayo cuenta,
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entre la tercera y cuarta vértebra de su fisonomía, un vestigio de alas, el remanente de su condición heterogénea, mutante, reptil pero también ave prehistórica. Un ensayo es, al conjuntar ambas naturalezas, el dragón mitológico de oriente, el monstruo marino de los navegantes europeos, el eslabón perdido entre regocijo y sapiencia. Se sabe que muchos ensayos, sobre todo los mejores, vuelan entre la imaginación, la gracejada, los datos curiosos, las posturas indefendibles, las arrebatadas exclamaciones de principios así como la ligereza de las teorías inusitadas. Si bien lo cierto es que no todos los ejemplares de este grupo realizan dichas acciones, los que son de raza pura tienen, al menos, alguno de estos indicativos para su mejor clasificación. Otra manera de saber si un ejemplar es de la clase ensayus literatus consiste en contemplarlo directamente a las pupilas, bajo una buena luz, por supuesto, para distinguir el rastro de la inteligencia, la malicia y la diversión de sus autores. Sin duda, hay polémica en este último punto. Observemos las posturas más encarnizadas al respecto. Los taxónomos sugieren dos ramificaciones básicas en las que estos especímenes se distinguen debido a si tienen o no la marca del divertimento al realizar la prueba ocular. Una variante evolutiva clásica es la francesa. A ella pertenecen los ensayos-serpiente que creen que deben ser prueba de todo cuanto saben, que son el vehículo perfecto para exponer sus grandes ideas, sus profundas intuiciones y sus desgarradoras verdades. Por desgracia estos ensayos casi nunca salen a la luz solar y no presumen en absoluto un dejo de humor. De tal manera que encontrarlos implica cierta densidad de espíritu. Por otro lado, tenemos la clase de ensayo de tipo inglés. Los reptiles sajones, de manera irónica, pese a desarrollarse en clima húmedo, frío y lluvioso son de naturaleza solar. Es fácil encontrarlos al aire libre, des plazándose elegantemente por los jardines, bosques y ciudades. Las sierpes ensayísticas de esta clase suelen tener una complexión más sutil, movediza, sinuosa, además de contener todo su poder en un solo sitio. La concentrada esencia de su naturaleza radica en el órgano que expulsa su veneno, es decir, aquel folículo que lo recorre de orilla a orilla y se le ha bautizado de
manera asaz afortunada como la glándula humorística. Entre los muchos registros que se tienen al respecto, otro dato que hay que tener en consideración es que el ensayo es un animal que en las noches engaña con sus sonidos, hipnotiza con su baile, seduce con sus movimientos a otros géneros literarios con el fin de comérselos. La imagen de un ensayo que está digiriendo alguna novela, poema, entrevista o cuento es frecuente en los campos donde estos seres deambulan. Desde voluminosas obras completas hasta diminutos y filosos apotegmas, el ensayo los engulle con alegre impasibilidad. No tienen una dieta específica pero se sabe que depende de su alimentación si desarrollan humor, profundidad, soltura, erudición, etcétera. Se ha verificado que las citas, especialmente las procedentes de textos literarios, les caen muy bien. No son por completo necesarias para su crecimiento, mas se observa que aumentan la producción de membranas elocuentes a lo largo de sus párrafos. Una referencia asumida con oportunidad les resulta útil para agilizar sus traslados creativos. No obstante, hay que tener cuidado en el proceso de alimentarlos con alusiones excesivas, pues como lo indican los registros, las demasiadas citas o mala digestión de ellas es la primera causa de mortalidad de los ensayos en su hábitat natural. La forma de evitar esto es darle al ensayo lo que pida, no forzar las cosas, permitir que determinen su
velocidad, intenciones y alcances la cantidad de información que le sea necesaria. Cuando estos ofidios se desplazan por las bibliotecas su instinto merodeador es el que guía el derrotero de su caza. Siempre están al acecho de datos nuevos, ideas originales que se mueven sin preocupación, que no se percatan de la mirada incisiva, predadora de un ensayo hambriento que espera el instante oportuno para hincarles el diente. A partir de observar libros masacrados, subrayados, deshojados, con las páginas dobladas e infinidad de anotaciones se sabe que los ensayos poseen un complejo procedimiento para extraer los jugos esenciales de sus víctimas. Por lo regular, tras un periodo digestivo que va de los tres días a varios meses, los cascarones masticados, inservibles, secos de textos, libretas y demás apuntes aparecen en los escondites de estos fascinantes seres literarios. Contar con un ensayo en casa implica muchas cosas. Por principio de cuentas, los ensayos perciben el aroma de la pedantería gratuita y siempre habrán de preferir la fisgonería desbordada. Son proclives a enredarse en la pluma de los coleccionistas de datos, seducen al disparatado amante de lo peculiar, son fieles acompañantes del ocioso irredento. Protegen a los niños y jóvenes de los peligros del acartonamiento escolar y a los adultos los liberan del aburrimiento causado por la rutina. Es imprescindible alimentarlos de noticias, datos y curiosidades para mantener su piel reluciente. Si posee un ensayo no olvide que a pesar de su belleza son peligrosos pues fomentan el desacato, la inconformidad, generan espasmos imaginativos y, además, se pueden reproducir fácilmente si se les ofrecen rarezas en abundancia. A cambio de esto, tendrá el placer de arrullarse con el inteligente seseo de sus conversaciones así como el espectáculo de observar la policromía de sus escamas al regodearse en su luminosidad.
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Tayde Bautista
De los baĂąos pĂşblicos
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El baño entre los indígenas era una costumbre habitual. Se dice que Moctezuma se lavaba a diario y tenía baños en todos sus palacios. Esta práctica no era muy común entre los españoles quienes, además, no solían lavar su ropa y expelían un olor fétido. Bañarse era una molestia, y cuando a alguien se le ocurría hacerlo, la casa se volvía un trajín, los sirvientes tenían que cargar una tina de madera con aros de hierro a alguna de las habitaciones mientras que las criadas calentaban el agua; pues había que llevarla al que se le había ocurrido limpiarse el cuerpo. La mayoría de la gente le tenía horror al agua y se removían las costras con pomadas y afeites para ahuyentar el mal olor. Así lo refiere Artemio de Valle Arizpe en Calle Vieja y Calle Nueva. No había baños privados ni públicos. Los arquitectos diseñaban las casas con grandes cocinas y estancias, pero de los aseos o cuarto de lavar ni hablar. No obstante, Gustavo Curiel narra en Ajuares Domésticos. Los rituales de lo cotidiano que la casa del capitán Joseph Cristóbal de Avendaño remodelada por el arquitecto Cristóbal de Medina Vargas en 1672 tenía un baño con agua fría y caliente; lo que se consideraba una rareza. A finales del siglo xviii comenzaron a construirse baños públicos. Los más antiguos se edificaron en tiempos del virrey don Pedro Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara; se encontraban en la Cerrada de la Misericordia, hoy Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín. La placa anunciaba “Baño de mujeres solas con licencia del Ex. Sr. virrey conde de Fuenclara concedida al Sr. Lic. D. Leandro Manuel de Coxenechea y Careaga el día tres de octubre del año 1743”. Tenía dos secciones, claro, la de hombres y mujeres, pues no se podían mezclar para no propiciar que hicieran fechorías y cayeran en pecado. Otro de los baños más antiguos datan de 1799, conocidos como Doña Andrea; las tinas para las señoras eran pequeñas; las mujeres se sentaban con sus enaguas blancas cubriendo toda la tina y, de esta manera, evitar que se vieran sus desnudeces para enjabonarse y restregarse a su antojo. Los beneficios de sudar Los servicios de baños públicos eran variados; se acostumbraba el baño de vapor, el turco-romano y la regadera fría o ducha. El primer baño de vapor en la ciudad de México se ubicaba en la calle de Filomeno Mata número diez, antes el callejón de los Betlemitas. Hoy no existen rastros de su existencia; el número diez lo ocupa una parte del costado del Museo Interactivo de Economía. Nadie sabe que aquí la gente se iba a regalar en tinas de agua caliente para quitarse la cochambre. En el número 5 de la calle de San Francisco, ahora la avenida Francisco I. Madero, se edificaron otros baños que se llamaban “de vapor y de sanidad”, el dueño se apellidaba Tirón. El cliente se introducía en una tina de madera cubierta por telas gruesas con un agujero por donde podía sacar la cabeza y así, sudar y sudar. Dentro se colocaba una especie de caseta con una lámpara de alcohol de varias mechas. Esta técnica era muy peligrosa, pues podía suceder que el bañista ardiera en llamas.
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Después de expulsar toda la mugre pasaba a otro compartimiento donde se daba un baño tibio, después se acostaba y se cubría con toallas para, otra vez, echar más sudor y así terminar el baño de vapor. Pero, ¿y esa manía de meterse a la caldera para sudar y sudar? En Grecia se acostumbraba el baño de vapor que se producía al echar agua en trozos de hierros calientes o piedras caldeadas al estilo de los temazcales mexicanos. Los romanos adoptaron esta costumbre y se entregaban a largas horas donde después de una ducha fría entraban a un vapor, se masajeaban, se depilaban el vello, cortaban uñas y eran frotados y perfumados por las hábiles manos de los esclavos. Los turcos adoptaron esta costumbre y la volvieron un ritual. En México, el temazcal aún es una práctica popular, especialmente en algunas provincias; es un baño de origen prehispánico terapéutico y ritual. Mientras que la ducha diaria proviene de los norteamericanos. El primer baño turco-romano conocido como El Hamman fue el de la Alberca Pane que se inauguró en 1887 y la construyó el ingeniero Alberto Malo. Uno de sus asistentes dijo: “El que lo toma una vez no lo deja de tomarlo nunca; es el baño ideado por Epicuro, soñado por Nerón… En esta ciudad de México en donde se necesita una vida artificial para no morirse temprano, hay ya un medio seguro para prolongar la existencia y para alegrarla dulcemente con ensueños”. Los registros del primer baño Hidroterápico se establecen en la calle del Coliseo Nuevo por allá de 1868 a 1872, había regadera de presión, lo que antes se conocía como “baño de lluvia”. Los aconteceres en los baños Es mucho lo que se cuenta en estos establecimientos; pleitos, historias de pasión y hasta de muerte. En el baño de Las Delicias, que construyó Juan Nepomuceno Zalaeta en 1837, se instalaron cinco estanques de agua: dos eran para los caballos; pues se acostumbraba que los señores llevaran a bañar a sus equinos, dos para los hombres y uno para las mujeres. Valle Arizpe narra la historia del diplomático francés, el barón Alleye de Ciprey que sufrió un agravio por
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culpa de un perro en este sitio. Resulta que uno de sus criados llevó a los corceles a enjabonarse, uno de los animales pisó al perro de Las Delicias que reposaba en el lavadero, y al recibir el patadón del equino, reaccionó furioso mordiéndolo en una pata. Se armó una trifulca y los que llevaban al caballo no quisieron pagar los dos y medios reales que costaba el baño del animal. Ante tal injusticia, los dueños de Las Delicias detuvieron al caballo en prenda. Al enterarse, el barón del cuento enfureció. Inmediatamente se dirigió a los baños con toda una comitiva. Muchos curiosos se arremolinaron para ver el pleito; pues el barón no dejaba de gritar y blasfemar, acabó sacando la pistola y se lo llevaron a la comisaría. Claro, en el momento en que llegó al cuartel y darse cuenta de que era el representante de Francia lo soltaron, el francés pidió que arrestaran a los bañeros y, para acabar con el pleito, decidieron darle un tiro al perro. Los baños de vapor del Hotel Regis eran inolvidables; algunos de sus asistentes eran el torero Luis Procuna, los actores Luis Aguilar y Víctor Alcocer; también los visitaban políticos y empresarios adinerados. Blue Demon era asiduo al vapor de los baños La Playa que se derribaron en 2001 para construir un hotel. En los baños de Peralvillo se filmó una de las escenas de la película mexicana El perro callejero 2. Encuentros sexuales se dan con frecuencia en los Baños Finisterre ubicados en la calle Manuel María Contreras número 11, en la colonia San Rafael. Del número de baños A finales del siglo xix había más de cuarenta y ocho baños. Existían dos categorías: para los pudientes y los pobres. Los elegantes eran los baños Vergara, Coliseo Viejo, Coliseo Nuevo, El Harem, Betlemitas, El Paraíso, la Quemada y muchos más. Costaban de dos a cuatro reales. Algunos a los que acudía la gente del pueblo eran Los Pescaditos, en la calle Don Toribio, hoy primer callejón de Nezahualcóyotl; los del Montón, los Baños de Cristo, los de Pajarito y otros. El empresario italiano Sebastián Pane fue el primero que perforó pozos artesianos en la ciudad de
México en 1850. Construyó un balneario y una alberca llamada como él que se convirtió en un centro social. Las personas nadaban y chapoteaban en aquella piscina. Don Guillermo Prieto llamó a Pane “el apóstol del agua fría y de sus excelencias”. La fiesta de San Juan en esta piscina era todo un acontecimiento. A partir de que Francisco I. Madero implementó el drenaje, disminuyó el auge de los baños públicos. Poco a poco las medidas de higiene cambiaron y se popularizó la ducha diaria que cura al cuerpo. Hace una década existían cerca de mil quinientos baños, hoy existen aproximadamente doscientos. Entre los más conocidos están los Baños Balmis en la colonia Doctores, abrieron en 1930; los Baños Catalina se encuentran en la colonia Mixcoac y se inauguraron en 1958. Cuentan con regadera, jacuzzi, baño turco y sauna; los Cartagena en la avenida Jalisco número 265, Tacubaya; los
(Fotografías: Hulton Archive/Getty Images)
Danubio en Iztapalapa; los Baños del Peñón se ubican en el manantial del peñón de los baños, a un costado del aeropuerto de la ciudad de México. Este manantial de aguas curativas se conoce desde tiempos prehispánicos. El suegro de Porfirio Díaz, Manuel Romero Rubio, las visitó para curarse de reuma biliar. En el Centro Histórico los más conocidos son el San Juan a dos cuadras del metro Salto del Agua, el Señorial en Isabela Católica número 92; el costo del baño turco individual es de 140 pesos, el vapor de 120. El jabón es miniatura porque dura lo que un baño; apenas para un masaje turco completo, para enjabonarse todo el cuerpo mientras se ducha. En esta época de calor aproveche que todavía existen algunos baños públicos donde puede relajarse en un sauna, baño turco o de vapor y después un baño de presión con agua helada.
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mordida Ouroboros Fotografías: Alejandro Arteaga
La del
Jorge Vázquez Ángeles
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Parecen las torres de un castillo de juguete. Como han recuperado su dignidad palaciega gracias a ciertos trabajos de restauración, parece que en cualquier momento de sus puertas saldrán un príncipe y su corte a tomar el sol. Fueron construidas hace tanto tiempo, hacia 1909, que a fuerza de verlas siempre ahí, se han incorporado al paisaje hasta pasar inadvertidas. Estas torres marcan los centros de cuatro cilindros de 95.80 metros de diámetro, que vistos desde el aire impactan por su precisión. Delimitados por las avenidas de Los Compositores y Rodolfo Neri Vela, para un alquimista podrían representar lo que Michael Maier escribió en el epigrama xvii de La fuga de Atalanta: “Tú que quieres imitar la obra de la naturaleza, busca cuatro globos / que encierren en su seno un fuego ligero que los anima. / El más bajo te evocará Vulcano, y el siguiente, a Mercurio. / El tercer orbe es el dominio de la Luna. / El más alto, Apolo, es el tuyo; se le llama fuego de la naturaleza. / Que esta cadena en el arte guíe tu mano”. Desde un punto de vista alquímico, esos cuatro círculos representarían el Cosmos, los cuatro pasos de la Gran Obra (Nigredo, Albedo, Citrinitas y Rubedo) o la abstracción del Ouroboros, símbolo del eterno ciclo del universo. Rodeando el perímetro de los cuatro cilindros, el arquitecto Leónides Guadarrama diseñó en los años sesenta serpientes de piedra que se muerden la cola. ¿Ficción, coincidencia o sicodelia? El autor de esos cilindros y de las torres que los coronan no fue un alquimista sino un ingeniero: Manuel Marroquín y Rivera (1865-1927). Forman parte de la última etapa del plan hidráulico de la porfiriana ciudad de México, que sufría de desabasto y bebía agua de mala calidad. Los resultados del proyecto fueron registrados en Memoria descriptiva de las obras de provisión de aguas potables para la ciudad de México, extenso volumen de más de seiscientas páginas, publicado por la Imprenta y Litografía Müller en 1914. A los cuarenta y nueve años, edad a la que publicó el libro, don Manuel cumple con el cometido de su memoria al elaborar una descripción pormenorizada que abarca desde 1901, año en que es nombrado responsable de hacer los primeros estudios de factibilidad para dotar de agua potable a una ciudad de 360,000 habitantes, hasta 1912, cuando concluye las obras del sistema hidráulico. En 1905 comenzó la construcción de la primera fase del proyecto: un acueducto subterráneo de 25 kilómetros de largo que traería agua desde los manantiales de Xochimilco. El acueducto, cuyos planos se reproducen en el libro de Marroquín, recorría Canal de Miramontes, Camino a Xochimilco (División del Norte), Nuevo León y Juanacatlán (Alfonso Reyes). A lo largo de este trayecto aún se conservan algunas columnas que marcan las lumbreras del sistema. Esta etapa se concluyó en 1908, año en que comienza la segunda fase, con la construcción del edificio conocido como Casa de Bombas de la Condesa, obra de Alberto J. Pani (tío del arquitecto Mario Pani), construida en el predio que hoy ocupa la Torre Ejecutiva de la Secretaría de Economía, y que en los años setenta fuera trasladada piedra por piedra a Tlalpan, donde aún existe como casa de la cultura. De esta casa el agua era conducida hacia la cámara de válvulas, aún en pie en el cruce de Patriotismo y Circuito Interior.
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La tercera fase del proyecto contemplaba la construcción de un depósito con capacidad de 200,000m3 que almacenaría agua durante las horas de bajo consumo. El terreno se encontró cerca del Molino del Rey, sobre una loma a cincuenta metros por arriba del nivel de la ciudad. Ya no se construiría un solo tanque sino cuatro depósitos de 50,000m3 cada uno (cincuenta millones de litros), que debían de “quedar cubiertos para proteger la provisión de agua almacenada contra los polvos atmosféricos y para atenuar en lo posible las variaciones de temperatura”1. El llenado de los tanques se efectuaba desde la cámara de válvulas, por medio de una tubería que pasaba por Calzada de Tacubaya, daba vuelta sobre la calle de Gelati hasta Madereros (Constituyentes), y en el actual cruce de Parque Lira y Constituyentes doblaba hacia los depósitos. El 20 de agosto de 1906, la compañía Paterson and Waters inició la excavación de la Gran Obra a un costo de $115,312.92. La parte más difícil del trabajo era calcular correctamente la pared radial de cada tanque, construida de concreto armado, que tenía que soportar la presión del terreno y del agua. Además, techar un área de más de siete mil metros cuadrados necesitaba algo más que una losa de diez centímetros de espesor: se diseñó un sistema de trabes radiales y perpendiculares soportadas, a su vez, por 384 columnas que varían de forma y tamaño porque el piso de cada depósito tiene una leve inclinación que desciende desde la periferia hacia el centro. Sin embargo, las complicaciones no terminaban ahí. En su Memoria, el ingeniero Marroquín comenta
Memoria descriptiva de las obras de provisión de aguas potables para la Ciudad de México, Manuel Marroquín y Velasco. Imprenta y Litografía Müller, 1914
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Secciones del mural El agua, origen de la vida, de Diego Rivera, en el Cárcamo de Dolores
que el colado de cada columna debía de hacerse eficientemente para garantizar la máxima resistencia y durabilidad. Debido a la profundidad de cada tanque, era impensable que los trabajadores descendieran una y otra vez con ca- rretillas. Todo tenía que hacerse desde arriba. La solución fue un puente giratorio fabricado en acero, de 56.66 metros de largo y 5.20 de alto. Uno de sus extremos estaba anclado a un pivote en el desplante de la torre central; el otro giraba alrededor del muro radial por medio de ruedas que corrían sobre rieles. En cada extremo se colocaron dos revolvedoras y un sistema de mangueras para vaciar el concreto. Hacia enero de 1909, los cuatro tanques quedaron terminados y se completaron las cuatro torres o linternillas, que en realidad son registros para ventilar los tanques y supervisar el nivel del agua. Después se tendió la red pública sobre todo en el centro de la ciudad y en las colonias de moda, como la Roma y la Condesa. Por primera vez en la historia se contaba con un suministro constante de agua de muy buena calidad. La obra que iniciara Porfirio Díaz fue terminada por Victoriano Huerta, hacia 1913. En su libro, Manuel Marroquín y Rivera vislumbró que la siguiente fuente de abastecimiento sería el Río Lerma. La batuta fue tomada por los ingenieros que en los cincuenta trajeron las aguas del valle de Toluca y que llegan al Cárcamo de Dolores. Después vendría el Sistema Cutzamala. Como parte de los proyectos del Museo Jardín del Agua, las torres han sido restauradas y las superficies de los depósitos se sembrarán con distintas especies de plantas, lo que augura la sobrevivencia de un sistema que ciento cinco años después sigue funcionando, quizá protegido para siempre por la mordida del Ouroboros.
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The sirens of ships,
1917. (Imagen:
DeAgostini/Gett y Images)
Miguel Ángel Muñoz
Paul Klee:
una emoción impalpable
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Cuanto más ciego me reconocía, más luz captaba J.V. Foix
El dilema de la obra de Paul Klee (Mönchenbuchsee, Suiza Muralto, Suiza, 1879-1940), no responde a la lejana polémica de abstracción y figuración, sino que se sitúa más en el campo de la autonomía de los signos plásticos, de la lingüística visual de un arte contenido en referencias que fía su capacidad de comunicación a la persuasión sensible de las formas. Son imágenes de sensaciones ordenadas con voluntad de obra de arte. Sensaciones que intervienen en la imaginación del artista y que han sido capaces de configurarse como entidades sensibles dotadas de vida propia. Bien lo apunta el pintor catalán Antoni Tàpies: “Son pocos los artistas como Klee que, en medio de la proliferación de tendencias y gustos contradictorios, hayan atravesado de punta a punta el siglo xx no solamente sin perder nada de vitalidad, sino abriendo además puertas al futuro”.1 En el límite reducido de la historia de la pintura moderna, ¿qué circunstancias hicieron posible el estallido de Klee? Tal vez el quiebre del naturalismo francés al trasluz del simbolismo trascendente de Böcklin, la insatisfacción ante el decorativismo vacío del jugendstil, o las comprendas funcionalistas del Sezenssion en Viena y Múnich. Preocupado inicialmente por el dominio de la técnica, toda la primera actividad artística de Klee está dedicada al dibujo y al grabado, en los que consigue unas cuantas obras maestras coronadas con sus ilustraciones del Candido, de Voltaire. Lenta, pero firmemente, va asimilando y reflexionando críticamente sobre la revolución plástica de la vanguardia, cuyas aportaciones expresionistas conoce muy directamente en Múnich. También se interesa por la obra de los cubistas de París, especialmente por la de Picasso y Juan Gris. Asimila como pocos el automatismo psíquico potenciado por el “dadá”, pero regulado por una sensibilidad que insinúa a Kandinsky y los Delaunay y las grafologías orientales, el decorativismo persa y el colorido helenista. Pero Klee nunca se afilia a ninguna tendencia de su tiempo: fauvismo, cubismo, expresionismo, abstracción, sino las observa detenidamente, siguiendo su camino; sin embargo, aprende el lenguaje inefable, a menudo incongruente, del visionario que explora en Tierra desconocida (1951) la evasión del mundo. Un mundo “invisible” que niega la vida e insinúa poéticamente “el caos interior”. Toda esta información acumulada no tiene, sin embargo, una repercusión directa en su obra hasta que realiza un viaje a Túnez, en 1914, donde tiene una especie de revelación que le descubre la fuerza
Tàpies, Antoni, “Actualidad de Paul Klee”, en La realidad como arte. Colección de arquitectura 22. Murcia, España, 1989.
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Comedy, 1921. (Imagen: DeAgostini/Getty Images)
expresiva del color y de la luz. Después Italia, el Sur, su mundo premoderno; más tarde Kairouan, una revelación de persistencia constante en su obra. Sus acuarelas adelantan una versatilidad cromática que debe mucho al expresionismo visual norteamericano. Es entonces cuando se produce un estilo Klee genuino, y es en ese tiempo cuando resuelve toda una serie de dudas y contradicciones que le habían preocupado intensamente los años anteriores, Abstracción en un motivo de Hammaned (1914) o Sin título (1914), son ejemplos suficientes. Y es precisamente mediante el dibujo que se aleja de las geometrías cubistas y contrapone una dimensión más de transparencias coloreadas que evocan las manchas volumétricas de Cézanne. Realiza en ese momento toda una serie de obras orientadas hacia la abstracción, pero en las que, a diferencia de Kandinsky, ciertos elementos figurativos no desaparecen por completo. Klee va aquí mucho más allá de las aspiraciones de la pintura paisajística de finales del siglo xix: del impresionismo y del puntillismo, así como del paisaje cubista y expresionista, al intentar combinar la cercanía y la lejanía con diversos fenómenos de luz y sombra. “El mundo —dice el poeta José Hierro— de Klee tiene sus raíces en el sueño, en la fantasía, en la infancia. Klee puede compararse a un lógico, a un clarividente que trata de recuperar un territorio olvidado. Para él la misión del artista consiste en hundir sus raíces —a la manera de un árbol en la tierra— en la realidad, en la vida”.2
2 Hierro, José, “Klee, el mágico prodigioso”, en Los sentidos de la mirada. Convergencias sobre arte. Editorial Síntesis, Madrid, España, 2013. Compilación y edición de Miguel Ángel Muñoz
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Es en 1919 donde se sitúa el inicio de una línea narrativa, en la que predominan las asociaciones visuales exigidas por el color y el tono, dejando a la línea el subrayado del contorno. El dibujo, la acuarela, y el óleo son los instrumentos simultáneos de un trabajo constante sobre las cartografías y trazos lineales que dan lugar a un mundo orgánico de signos, transfigurado en espacios inéditos, equilibrados o en movimiento, dotados de ritmos propios y poblados de juegos lineales, planos, sobre posiciones, sombreados, analogías figurativas… Todo aquello que Klee definió como el objetivo del arte moderno: “No reproducir lo visible, sino hacer visible”. No son signos autónomos ni neutras intuiciones gestuales, sino auténticas constelaciones de signos que configuran una dinámica precisa, como vio con irrepetible mirada Joan Miró. Sobrepinturas destiladas con habilidad caligráfica de los libros escolares del deslumbrante fin del siglo xix vienés. Paul Klee fue siempre un espíritu independiente e individualista, con una técnica depurada hasta lo maníaco, y dotado de una excepcional capacidad para la teoría artística. Su talento y originalidad indudables le impiden alinearse en ninguna tendencia o grupo, y tampoco da pie a ninguna escuela; él, precisamente, empeñó gran parte de su vida a la tarea de enseñar, aunque criticó siempre a los maestros que, en vez de ayudar a sus alumnos a encontrar su propio camino hacia la creación, tratan de imponerles el suyo. Por otra parte, aunque siempre gozó de enorme prestigio en los cenáculos de entendidos, hay que esperar a los años cincuenta, cuando triunfa la abstracción de posguerra, para que su nombre se haga tan popular como el de Picasso o Kandinsky. Pero, a pesar de todo, con todos los reconocimientos y medallas de la modernidad institucional, Klee permanece siempre esquivo, un poco inalcanzable; en su aristocrática impenetrabilidad, un desafío. A partir de 1920 y 1930 Klee decide dar clases en la Escuela de Arte y diseño en Weimar, donde recupera la amistad de Kandinsky. Son años de reflexión y autocrítica constantes. Las notas de sus cursos indican
un riguroso proceso de disciplina formal, de trabajo de las formas mediante la negación de las tradicionales estrategias figurativas del realismo ilusionista: perspectivas sobrepuestas que en definitiva construyen en el espacio múltiples puntos de vista, y desde luego, de la investigación de la dimensión formal de los colores primarios. Equilibrio de volumen y masa, dirección y movimiento, que serán al paso de los años una serie de construcciones que denotan una austera contención expresiva: Arquitectura y Eros, ambos de 1923. Toda una lección de sabiduría. Klee crea unos signos plásticos que desbordan su capacidad imaginativa y demuestran en su pintura como la observación se vuelve vivencia y como se convierte en una realidad sensible, que el crítico inglés David Sylvester ha calificado este proceso como “vibraciones Klee”: Omega, 5 (1927), Higuera (1929), Canción árabe (1930), Desierto de piedra (1930), Busto de un niño (1933), Marcado (1935) son cuadros producto del intercambio entre formas percibidas y formas imaginadas. Una cuadrícula polícroma divide la superficie y establece el balance que equilibra los colores seleccionados, y consiguen un mínimo de gradaciones de tono, como simples analogías musicales, que se manifiesta de modo total en sus dibujos de la década de los treinta. “Klee había inventado —dice J.F. Yvars— una nueva manera de composición basada en la unión de unos signos figurativos que obligan al espectador a desarrollar una cadencia continuada”.3 Klee casi al final de su vida —hay que recordar que padeció una atroz e irreversible enfermedad que le condenaba a una sobrevivencia humillante— transformó en energía y actividad imaginativa la aceptación de su destino, y fue capaz de desencadenar un proceso de signos que organizan la estructura de espacios visuales y dinamizan las superficies cromáticas. Años difíciles y complejos. Es, quizá, todavía sorprendente, su envejecimiento, pues aquí crea un par de cuadros
3 Yvars, J.F., Buenas maneras. Arte y artistas del siglo xx. Editorial Debolsillo, Madrid, España, 2011.
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A Young Lady’s Adventure, 1922. (Imagen: Getty Images)
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mágicos: Flora sobre roca o Diversión en bote en el canal, ambos de 1940, que orientan su reflexión visual sobre la tragedia y pronuncian la última palabra de su drama humano: máscara y gesto. Figuras de tragedia y muerte, utopía, arte y mito. Todo un juego conceptual que sólo un artista como Klee podría volver genial, un tema tan complejo, “el poder —escribió Antonio Saura— convulsivo de las imágenes de Klee, de delgada materia pero de tan potente equilibrio”. La razón para esta difícil asimilación de su obra procede del rigor insobornable con que se la plantea, alcanzando los niveles de mayor hondura de todo el arte de vanguardia. Esto se refleja de manera muy evidente en sus abundantes escritos, una parte de los cuales todavía están en trance de publicación. Entre todos ellos, ocupan un lugar destacado sus Diarios, el testimonio más penetrante de lo que ha significado la creación artística del siglo xx. Este problema le obsesiona hasta la muerte, y se refleja en el bello epitafio que eligió como clave de su destino consciente de artista: “Soy impalpable en la inmanencia. Resido entre los muertos y entre los seres que aún no han nacido. Algo más próximo al centro de la creación que lo habitual. Pero nunca tan cerca como desearía”, escribió casi confidencialmente en 1918. El mundo de Paul Klee nos deja “una emoción impalpable, en el aire, como todo lo mágico”, decía el poeta catalán Juan Eduardo Cirlot.
antes y después del Hubble
Siempre hay alguien
que empuja para adentro
Jesús Vicente García
i
Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
Lupita Uribe tenía unas piernas y un trasero que al caminar sobre Insurgentes hacía girar más de tres cuellos masculinos. Su arma: un pantalón de mezclilla ajustado, veinticuatro años y el levantamiento de ceja al estilo Lilia Prado. Dicen que un vendedor de periódicos, al estar dando un cambio, volteó a verla y así se quedó, como la mujer de Lot. Cuando pasamos Lupita y yo, me dijo: “ese viejo es un mirón. Se me hace que ese collarín se lo ganó por andar viéndole las nalgas a las viejas”. ii El 15 de marzo de 1994 me formé desde las cinco de la mañana en la taquilla del metro Lázaro Cárdenas; fui de los primeros en comprar el boleto denominado abono de transporte. El número del boleto de esa quincena fue el 184, amarillo, y fue el que utilizamos todos los defeños el mismo 23 de marzo cuando mataron a Colosio, el candidato a la presidencia. La mañana era fresca, el día caluroso. Es importante el suceso del candidato, porque Lupita comenzó a hablar del asunto en la redacción donde nos hallábamos como diez comunicólogos; el jefe quería gente joven con gusto hacia las letras y la cosa periodística. La mayoría entramos el mismo día, en mayo de 1993 (durante el boleto 164), cuando asesinaron al obispo de Guadalajara. Así es la cosa en
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eso de vivir de las noticias, algún suceso tiene que ser la marca temporal, y en este caso fueron los homicidios. Coincidíamos en el camión que nos dejaba enfrente del 132 de Insurgentes Centro, edificio Mallorca. Un año entero sólo nos saludábamos; la acompañaba su novio. Lupita tenía mucha personalidad. Se me figuraba mucho a Lilia Prado, y una mujer así espanta. En la redacción compartíamos grabadora para el monitoreo, el café matutino y en ese descanso de cinco minutos todos hablábamos de asuntos políticos, porque la síntesis informativa de eso trataba. Lupita medía uno sesenta, pierna y trasero bien formados, cabello castaño, piel blanca, aroma voluptuoso. Sus pantalones de mezclilla embrutecían al más puesto. Cuando me vio el abono de transporte 184, que terminaba ese día, me preguntó qué tan difícil era adquirirlo en donde yo vivía, y sin más le dije: te consigo uno. Así comenzó mi intento de galán a mis veinticuatro años. Yo tenía novia, pero quería con Lupita. Aquel día de marzo llegué corriendo a la redacción con el boleto, que parecía más un ramo de flores a causa del efecto que tuvo. Me abrazó y me apretó contra su pecho. El tema del boleto multimodal se adueñó de la mañana al salir del trabajo. Notaba cómo los hombres se la comían con la mirada. Yo me sentía Mandibulín: nadie me respetaba. Ella fingía no notarlo. Bromeaba al decir que qué le veían y se tapaba el trasero con su morral. Un día antes de lo de Colosio quedamos de ir a ver Frankenstein, pero me canceló y tuve que ir con Carmen, mi novia. Al salir del cine Las Américas, en una tienda de electrodomésticos sobre Insurgentes, la gente veía los televisores, y una señora que vendía tacos de birria (con consomé gratis) dijo: “éste ya no sale vivo. ¿Quién aguanta un plomo así en la cabeza?”. Compré la Segunda o Tercera de Excélsior. Aún no confirmaban la muerte de manera oficial. Al entrar al metro, recordé a Lupita y le dije a Carmen que me esperara y llamé por teléfono: “Dice Francisco (el jefe) que nos quiere en la redacción”. Carmen quería acompañarme. No se lo permití. Esa noche nos quedamos monitoreando radio, televisión y prensa. A las siete y media de la mañana, con apenas una pestañita de quince minutos, me fui corriendo a Villa Coapa, a mi otro trabajo, y Lupita se aferró en acompañarme. Carmen me llamó como treinta veces a la oficina gubernamental en que yo laboraba. En tanto, Lupita
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se quedó dormida en un cubículo de Comunicación Social. El jefe del departamento la quería conocer. A partir de ahí, me trató mejor. Al día siguiente me dijo: “¿Dónde está esa Lilia Prado que trajo usted?”. El día que velaron a Cantinflas en Bellas Artes, en abril, los compañeros de la redacción acordaron ir a la salida. Llamé a la oficina, y me dijo mi jefa inmediata que le llevara una crónica del cómico para la gaceta en la que escribía. Hacía un calor del demonio. Ese jueves, a las diez de la mañana, la fila para entrar a verlo era gigantesca. Todos se formaron. Lupita no quería entrar y, a decir verdad, yo tampoco, así que nos escapamos entre las calles del centro histórico. Para entonces, el boleto era el 186, se lo volví a conseguir. En un café de Bolívar platicamos como tres horas y ella misma me ayudó a hacer la crónica, que no publicaron. También supe que ya no tenía novio. iii Nos veíamos a las cinco y media de la mañana en el metro Revolución todos los días; me compartía de su yogur y yo ya tenía las respectivas guajolotas para el camino. Lupita, hay que decirlo, era una buena lectora. Habíamos leído, de común acuerdo, La región más transparente, de Carlos Fuentes, y decidimos irnos de pinta, una tardecita, a conocer esa ciudad juntos, esa ciudad que el narrador nos señala. Fue durante el boleto 187, en mayo, que quedamos de ir a la Glorieta de Insurgentes, a un bar rocanrolero que se llamaba La Casa del Canto. Le dije a Carmen que ese día no podía verla, tenía que ir a la redacción a monitorear noticias, porque Francisco nos urgía acudir, “y es una lana, Carmenchu, es una lana”. Todo estaba perfecto, hasta mi camisa blanca, mi perfume, mi aseo en el trabajo, verifiqué que tuviera mi boleto 187 a la mano, mis zapatos cafés boleados. Se presentó Lupita con una minifalda negra y blusa roja que podía enloquecer a cualquiera, y luego su perfume 360 grados; cuando la saludé se me quedó impregnado en la mejilla. iv Al calor de las cervezas y las piñas coladas, empezamos a cantar y a vitorear al grupo que se la rifó con rolas del Zeppelin, los Doors, los Rolling, y nos abrazábamos, y en pleno solo de batería en “Escalera al cielo”, Lupita hablaba cerquita de mi rostro; sus labios gruesos, rojos, estaban para comérselos, y sí, me los comí. Me abrazó y me dijo al oído: “¿Te imaginas que lo supiera tu novia?”, y se reía. No me dio tiempo de contestar, pero se me puso la piel de gallina, una combinación entre temor a la novia y gozo ante esta mujer. El grupo descansó y pusieron música de fondo, Kansas y algo del Gran Funk. Pidió otra margarita y otra cerveza clara. Me platicó del
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fracaso de su última relación amorosa, la engañaron con otra “vieja fea”. Lloró en mi hombro. “¿Lo querías mucho?” “Para nada, es que tú eres bien a todo dar y tienes novia y… no me hagas caso, estoy loca”, y me besó. Uno empieza a comparar y la verdad Carmen era también a todo dar y hasta más alta que Lupita y con muy buenas formas, un poco mimada, niña bien y algo tonta en sus charlas, pero de gran corazón; Lupita era más culta y con menos prejuicios. Sentí la diferencia: abrazar a Lupita era muy fácil, mis brazos la alcanzaban muy bien; con Carmen no tanto, porque era grandota y más ancha, más pesada, aunque eso no me molestaba. Con Carmen me faltaban brazos, con Lupita me sobraban. Entre las mesas pequeñas de madera, una pareja comenzó a bailar cuando tocaron “Gloria”, y nosotros también nos aventamos al ruedo. v Lupita vivía cerca del Reclusorio Oriente, en Iztapalapa. Hasta allá la fui a dejar. El regreso, en el pesero, se me hizo eterno al metro Constitución. La vejiga me estaba haciendo una mala pasada y yo sude y sude. En Coyuya me bajé, por ahí había una cantina. Así que aproveché para tomarme un tequila. No tardé ni media hora y ya estaba en el andén esperando el metro rumbo a casa cuando escuché mi nombre mediante una voz que me hizo estremecer. Era Carmen. Venía de upiicsa. Yo olía a alcohol a un kilómetro. Me saludó de beso. —¿No que ibas a monitorear? —Carmen me vio de cabo a rabo y en su mirada se le notaba el enojo y la desconfianza, hasta sus anteojos se le empañaron. —Es que Francisco nos invitó un trago por acá, ya sabes. —¿Por estos rumbos? —Ya sabes cómo es esto —me sentí un idiota en su máxima expresión. —¿Y Francisco usa carmín y te besa y te abraza? Tenía el cuello de la camisa lleno de lápiz labial y también el pescuezo y cerca de la boca. Todo yo olía a perfume de mujer. Dije que las compañeras tan bromistas lo hicieron, ah, pero no nomás a mí, uuh, hubieras visto a José, lo dejaron peor, y eso sí, nosotros igual las dejamos oliendo a perfume de hombre. Carmen nomás me veía y ya tenía unos lagrimones escurriendo. Le di mi pañuelo, la quise abrazar, me empujó, me dijo que no la tocara, que ni le hablara; de su bolso
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sacó servilletas, tomó el abono de transporte 187, me lo tiró en los pies, me aventó un llavero en forma de jirafa que le di en su cumpleaños y me gritó que no le volviera a llamar y que me fuera con mis amigas. —Pero la estúpida soy yo por creer que no eras como todos… —apenas podía hablar, pero bien que se le entendía. Quise explicarle, aunque no sabía qué, y de plano le dije: —Sí, salí con otra chava, lo acepto. Llegó el metro. Un policía se acercó cuando yo estaba recogiendo el boleto 187, ella le dijo que yo la estaba molestando. —¡Mírelo, viene borracho! —gritaba Carmen. Le dije que era mi novia. Ella lo negó. Se metió al metro y el policía me agarró de los brazos para sacarme. Yo le aseguraba que no era cierto, que sí era mi novia y como no me quiso soltar, le dije que era un hijo de perra y no sé cuántas cosas. Al final de las escaleras ya había como cinco polis y me advirtieron que o me salía o me remitían por escándalo en vía pública. vi —¿Y qué hiciste después? —me pregunta Basilio. —Pues le rogué. Hablamos en un café. Regresamos. —¿Y Lupita? —Cometí la estupidez de platicarle todo. Pensé que eso era lo más inteligente y que íbamos a seguir saliendo. Para nada. Decidió terminar todo, incluso las guajolotas de las cinco de la mañana y los favores al
comprarle el abono de transporte, y eso me dolió mucho. “Pura relación laboral y aquí no ha pasado nada” y me dejó hablando solo en el metro Revolución; ah, y lo peor, también me aventó el boleto 187. Por eso tengo tres: el de Carmen, el de Lupita y el mío. —¿Y Carmen, tu novia, qué? ¿Duraron mucho? —Nomás ese año. Trece abonos de transporte después me mandó al carajo con esos rollos de hay que darnos tiempo, esto no está funcionando, debemos mirar hacia dentro de nosotros; yo me dije: ahora por qué tan filosófica. Me cortó un veinte de diciembre de 1994, en el boleto 202. Fue mi último boleto. Y también me lo devolvió. Me dijo que era mejor así para no recordarnos y analizar nuestra relación. Qué analizar. Ella ya andaba con otro tipo, lo supe después. Si yo no lo hubiera dicho nada a Lupita, hubiera caído en blandito, pero la honestidad es una estupidez. Basilio me abraza, me sonríe. Esta vez no me pega en el brazo. Con nuestro balón de básquet respectivo, caminamos por el parque. Todo comenzó porque me mostró una colección de abonos de transporte que encontró en su casa. Me puse nostálgico y gozoso con los recuerdos. Me pide que le cuente más historias que tengan relación con ese transporte. Le digo que le cambio la historia por los boletos, porque tengo la edad del metro (nací en 1969), como si fuera mi espacio, como si yo fuese una metáfora de lo que dice la canción de Café Tacuba, que me metí a un vagón del metro, que “he querido salir por la puerta/ pero siempre hay alguien que empuja para adentro.”
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Martin Heidegger en1920. (Fotografía: Apic/Getty Images)
¿Quiénes somos?
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Jaime Augusto Shelley
El largo desperezarse en la mañana, después de una fructífera y prolongada noche de amor, con los acordes aún vibrantes de la música, la última línea del texto leído antes de cerrar los ojos, el oporto en reminiscencia, como un requejo, del paladar a la tráquea, mientras se da la primera bocanada del cigarrillo y se siente el aroma del café llenando el espacio contiguo. Así, se retoma casi con dulzura la frase (palabra-guía, la número tres, como la expone Heidegger, citando a Hölderlin, en su maravilloso ensayo sobre la esencia de la poesía): “desde que somos un diálogo…”1 Para, desde ahí, levantarse y escuchar las voces del momento, elusivas unas, contestatarias otras, sin entramado alguno que ofrezca razonamiento. Voces desde el púlpito de la autoridad, o supuesta autoridad, o desde remotas y al parecer ajenas entrañas de una región convulsa de eso que llamamos país o mundo, a todas luces iguales, aunque se expresen en idiomas distintos. ¿Cuándo sucedió que dejamos de ser diálogo? Todo se ha tornado caldero hirviente rebosante de magma, el fondo de un volcán cuya esencia, por demás perturbadora, es la atroz incertidumbre: ¿va a estallar?, ¿en qué dirección? ¿Qué tanto nos queda de tiempo? O eso desean hacernos creer. ¿Otra conspiración? Cuando niños, sin saberlo siquiera, ya somos voz, quizá de otro, adentrada en la conciencia de la ordenanza: esto sí, esto no. Tomados de una mano invisible recorremos el camino del aprendizaje elemental que la necesidad nos impone, como una parte del otro que nos rige. El principio del hallazgo del yo es inescrutable e incierto en su representación externa. ¿Cuánto de ese yo es ficticio, armado con elementos adquiridos y ordenados para crear el primer disfraz, la imagen, la mera máscara de identidad que nos permita ser diferenciados? Y asimismo, en razón de ello, aparece el otro, que permitirá al sujeto mirarse a sí mismo en el espejo y encontrar los puntos convergentes y los antagónicos. Es el principio del mundo, el entorno, lo que aprendo a ver yo solo y lo que deseo borrar de mi existencia. La selección del gusto, acompañada del rechazo. Los actos atroces del otro nos acompañan desde que somos Historia. Los grandes desastres, también. Y una gran cantidad de ello pasa inadvertido por razón de distancia, de comunicación o de interés.
1
Heidegger, Martin, Arte y Poesía, Fondo de Cultura Económica, México, 1958.
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La memoria también es selectiva. Y manipulable. Todavía más hoy, en que la mayor parte de la población del mundo es guiada por los poderes mediáticos que operan, al parecer, con una misma receta. ¿La explosión devastadora del Xitle que destruyó la floreciente cultura de lo que conocemos como Cuicuilco significa algo para ti? Había gente allí, familias que se afanaban por sembrar, irrigar, cosechar y tratar de aprender de sus mayores la sabiduría adquirida. Perecieron bajo la lava, fueron olvidados y sólo la codicia de los especuladores los ha devuelto vagamente a la memoria colectiva. Ellos éramos entonces nosotros. Y eso es hablar de sociedad, es decir, nos estamos anticipando, o volviendo al principio. Sólo por amor uno reconoce al otro. Es en el momento de la entrega carnal de la pareja que se da el reconocimiento físico de lo otro, la ajenidad de la cual somos, brevemente, parte (o ser en sí, distanciado del ego), cuando distinguimos nuestro ser de manera primaria, egoísta, fuera de sí. Se cumple de esa manera el descubrimiento elemental del desamparo originario de la especie. Nadie hubiera sobrevivido sin la protección de los demás. Los humanos son una de las formas de existencia más frágiles del sistema planetario. ¿Nos hizo eso ser más agudos y perceptivos de nuestra debilidad? Aristóteles pensó que sí. Y gracias a esa percepción fue que nos hicimos sociedad organizada y nos desarrollamos como entidades dominantes en el planeta y ahora, miles de años después, hemos llegado a un punto límite. La formación de estructuras de dominio absoluto, ciego e inmediatista, sobre todas las riquezas del mundo, nos arrastran ineludiblemente a la autodestrucción. “Una noche me acosté con una muchacha, y me desperté con una mujer…”, dice Onetti en un texto. Y uno, completamente alucinado o lúcido, como gusten, vuelve a nacer, al saber que alguien pudo poner, en palabras precisas, la inmensa y desastrosa confusión que implica no saber o entender nada.
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“Pleno de poderes, pero es poéticamente como el hombre habita esta tierra”, es la quinta guía que nos brinda Martin Heidegger, reproduciendo las palabras del poeta, para acabar de comprender la razón de ser de nuestra existencia, la real, como comunidades. La relación amorosa de una pareja, aun en su exaltación más alta, es sólo un principio, tal vez la más elemental y epidérmica; esa comprensión de la necesidad instintiva de la especie por defender y cuidar uno del otro. Proveer alimento y protección a todos, niños y mujeres, enfermos o, fundamental de la sobrevivencia, preñadas; atender a los más viejos, dueños de la sabiduría milenaria y de la voz de los dioses, sean éstos el agua, la luz, el fuego o, ya como sociedades asentadas, la justa distribución de la riqueza venida del trabajo de todos que otorgue respeto, bienestar y seguridad. El hombre ha experimentado mucho Nombrado a muchos dioses Desde que somos un diálogo Y podemos oír unos de otros.
La cita completa nos permite escuchar a profundidad la propuesta del poeta, a quien se recluyó como demente y vivió así por más de veinte años. Hagamos luego un recorrido por el juego de apariciones suscitadas, a donde nos arrastró la reflexión propiciatoria del legendario poeta alemán y su exégeta, sin saberlo tan nuestros: Hablar es oír. Amar es entregarme. Perderme es encontrarme. Ir es volver. Siento luego vivo. Dialogar: principio de la Historia. Leer es volver a vivir, de distinta manera. Nada muere, sólo se transforma.
Y todo lo demás que pueda surgir del imaginario lector.
Guillermo Prieto
Ignacio Ramírez “El Nigromante”.
Una tarde sin dios en la Academia de Letrán
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Una tarde de Academia, después de obscurecer, percibimos, al reflejo verdoso que comunicaba a la luz, el velador de la bujía que nos alumbraba, en el hueco de una puerta un bulto inmóvil y silencioso, que parecía como que esperaba una voz para penetrar en nuestro recinto. Lo vio el Sr. Quintana [Roo], y dijo: ¡adelante! Entonces avanzó el bulto, y con una claridad muy indecisa, vimos acercarse tímido a la mesa del Presidente a un personaje envuelto en un capotón o barragán desgarrado, con un bosque de cabellos erizos y copados por remate. —¿Qué mandaba usted? —Deseo leer una composición para que ustedes decidan si puedo pertenecer a esta Academia. —Siéntese usted. Sentóse [Ignacio] Ramírez junto al Sr. Quintana, y entonces, dándole de lleno la luz en el semblante, le pudimos examinar con detención. Representaba el aparecido 18 o 20 años. Su tez era obscura, pero con el obscuro de la sombra sus ojos negros parecían envueltos en una luz amarilla tristísima; parpadeaba seguido y de un modo nervioso; nariz afilada, boca sarcástica. Pero sobre aquella fisonomía imperaba la frente con rara grandeza y majestad, y como iluminada por algo extraordinario. El vestido era un proceso de abandono y descuido: abundaba en rasgones y chirlos, en huelgas y descarríos. En el auditorio reinaba un silencio profundo. Ramírez sacó del bolsillo del costado, un puño de papeles de todos tamaños y colores; algunos, impresos por un lado, otros en tiras como recortes de molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja, y leyó con voz segura e insolente el título, que decía: No hay Dios. El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción. Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas.
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Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad. El Sr. Iturralde, Rector del Colegio, dijo: —Yo no puedo permitir que aquí se lea eso; este es un establecimiento de educación. Y el Sr. Tornel, Ministro: —Este es un cuarto en que todos somos mayores de edad. —Que se ponga a votación si se lee o no —dijo Munguía. —Yo no presido donde hay mordaza —dijo Quintana, levantándose de su asiento. Iturralde: —No se hará aquí esa lectura. Tornel: —Se hará aquí o en la Universidad. —O en mi casa —dijo D. Fernando Agreda, que asistía como aficionado. Cardoso: —Señor Doctor: no le ha de costar a Dios la silla presidencial esa lectura… —Eso será un viborero de blasfemias. —¡Triste reunión de literatos —exclamó el P. Guevara— la que se convierte en reunión de aduaneros, que declaran contrabando el pensamiento; y triste Dios y triste religión, los que tiemblan delante de ese montón de papeles, bien o mal escritos! —Que hable Ramírez. —Que sí. . . . que no; . . . ¡que hable!, ¡que hable! Se hizo el silencio, y después de un exordio arrebatador, y como calculada divagación, pasó en revista el autor los conocimientos humanos; pero revestidos de tal seducción, pero radiantes de tal novedad, pero engalanados con lenguaje tan lógico, tan levantado, tan realzado con vivo colorido, que marchábamos de sorpresa en sorpresa, como si estuviéramos haciendo una excursión al infinito por senderos sembrados de soles.
Astronomía, matemáticas, zoología, el jeroglífico y la letra, y el dios… Y todo esto sin esfuerzo, resonando la trompa épica de lo sublime y el tamboril de los pastores de Virgilio; empleando el decir fluido de Herodoto, o la risa irónica y picaresca de Rabelais. A las exclamaciones de horror y de escándalo se mezclaban palmadas, gritos de admiración y vivas entusiastas. El Sr. Quintana, muy conmovido, ponía su mano sobre la cabeza de Ramírez, como para administrarle el bautismo de la gloria. La discusión se abrió, y si se hubiera dado a la prensa formaría época en la historia del progreso intelectual de México. ¡Qué erudición de Carpio y Pesado!, ¡qué tersura de dicción, qué lógica, qué poderosa palabra la del Doctor Guevara!, ¡qué destreza, qué irradiación, qué flexibilidad admirable en el decir de Lacunza!, ¡cuánto talento de Eulalio Ortega! Ramírez a todos replicaba: unas veces sabio, las más insolente y cínico. Iturralde le argüía que la belleza de Dios se veía en sus obras. —De suerte —replicaba Ramírez— que Ud. no puede figurarse un buen relojero jorobado y feo. Sabía de memoria los griegos y latinos; Voltaire y los enciclopedistas le eran familiares, especialmente D’Alambert, a quien profesaba veneración. Exagerábale Guevara el amor a la patria. —Sí, señor, de ese amor nos han dado ejemplo los gatos… —¿Qué le gusta a Ud. más de México? —le preguntaba Tornel con énfasis. —Veracruz —respondió—; porque por Veracruz se sale de él. La composición de Ramírez era visiblemente un pretexto para hacer patentes sus estudios de muchos
años, y como a su pesar se traslucía su jactancia de malas cualidades que no tenía, fue aceptado con entusiasmo y cariño, aun por los que se presentaron con el carácter de enemigos. D. Fernando Agreda ofreció a Ramírez su amistad, y puso recursos a su disposición. Cardoso, que tenía la cualidad preciosa de admirar y ensalzar el ajeno mérito, se convirtió en el panegirista de Ignacio, y fue de sus amigos más constantes y consecuentes, y Olaguíbel expeditó su recepción de abogado, y le nombró su secretario en el momento de tomar posesión del Gobierno del Estado de México. En cuanto a mí, le quise con entrañable ternura y admiración sincera, uniéndonos desde el primer día, haciéndonos inseparables, participando en común de nuestras penas, triunfos y miserias, y bebiendo yo —tan insaciable como desaprovechado— los raudales que brotaban de su inteligencia privilegiada. A Ramírez se le ha juzgado con justicia como gran poeta y como gran filósofo, como sabio profundo y como orador elocuente, y Ramírez era en el fondo la protesta más genuina contra los dolores, los ultrajes y las iniquidades que sufría el pueblo. En política, en literatura, en religión, en todo era una entidad revolucionaria y demoledora; era la perso nificación del buen sentido, que, no pudiendo lanzar sobre los farsantes y los malvados el rayo de Júpiter, los flagelaba con el látigo de Juvenal y hacía del ridículo la picota en que a su manera les castigaba. Pero para esto necesitaba un gran talento, un corazón lleno de bondad y una independencia brusca y salvaje sobre toda ponderación. Ramírez nació el 23 de junio de 1818, en el pueblo de San Miguel de Allende.
De Memorias de mis tiempos, tomo i, 1828 a 1840, París; México: Librería de la Vda. de C. Bouret, 1906, 188-193 pp.
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intervenciones Mateo Pizarro
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franc otiradores
El cinismo del náufrago
Fotografía: Ulf Andersen/Getty Images
Francisco Mercado Noyola
“El idealista sale en busca de su perro y no le importa si el camino que debe tomar para ello es el de la razón, la beatitud o las artes. La única justificación de su actuar es la creencia de que ese perro existe”; Guillermo Fadanelli ensaya esta idea central en El idealista y el perro, que publica Almadía. Este autor capitalino es conocido desde muy joven por sus trabajos como divulgador de la literatura underground mexicana, promotor de las letras frescas y la decadencia de la juventud, autoexiliado de los círculos literarios exquisitos, perseguidor de lo efímero y tóxico en literatura —una sustancia análoga a aquello que devora la sociedad de consumo— y vuelve en éste, su más reciente ensayo, a esgrimir su desinterés por la trascendencia y el vedettismo. El idealista y el perro es un texto impregnado del desencanto de la posmodernidad, en el que Fadanelli sostiene que ante la decepción el único destino posible de un escritor es aguzar la vena cínica, hacerla cada vez más punzante o morir. El autor se permite, con fortuna, divagaciones sobre la existencia que van hilvanando un ensayo de temas variados y trascendentes; opone una irrenunciable postura romántica contra el pragmatismo, la simplificación y la vulgarización de la vida. Adepto convencido del pesimismo schopenhaueriano, Fadanelli cree muy oportuna la lectura analítica de la obra del filósofo alemán ante la inminente crisis nacional y universal de valores, ante la estulticia de la manada acéfala teledirigida por los medios de
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comunicación, en un México donde “hipocresía y murmullo conspirador” representan la cotidianidad social. Nunca antes más tangible que en nuestro tiempo el Homo homini lupus de Plauto, en un orbe que testifica, apático, el fracaso rotundo de las luchas sociales, poniendo en evidencia sus estrategias poco imaginativas, así como el débil liderazgo de los intelectuales. Todo ello lleva al ensayista a negar el compromiso social de la intelligentsia, contradiciendo posturas contemporáneas como la de Pierre Bourdieu y su lucha contra el neoliberalismo. El idealista y el perro es un ensayo imaginativo y dinámico donde es fácil hallar numerosos vasos comunicantes con la narrativa y la historia del pensamiento. La imagen que el autor proyecta de un hombre barriendo la acera o de la incesante necesidad humana de “abrochar y desabrochar las camisas” podría remitir a un Oliveira que en Rayuela discurre sobre la existencia mediocre de la sociedad burguesa y decide vivir beligerante a la tiranía del tiempo y del eterno retorno. El narrador capitalino se muestra como un violentador de la belleza que podría extraerla —cual Maldito— de “Una carroña”. Coetáneo desencantado de El homo videns, Fadanelli halla —junto con Giovanni Sartori— en la funesta combinación de humanidad, televisión e Internet, la aparición injustificada de un conocimiento revelado por la todopoderosa imagen, que inhibe las facultades críticas y de racionalización, y hace del “ciudadano del mundo” un ser profundamente ignorante y enajenado en cuya mente los objetos cognoscitivos aparecen dentro de una realidad virtual parcelaria y fragmentada. Los “sociólogos y sus diagnósticos pesimistas sobre la muerte de la letra impresa” enunciados por el ensayista remiten al lector a la concepción de la videosfera de Vida y muerte de la imagen de Régis Debray, donde el texto, la Escritura, representa una liturgia privativa de los iniciados. Para Fadanelli los libros y los lectores seguirán existiendo contra todo y a pesar de todo; para aquellos situados en la periferia del pensamiento siempre se ha
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encontrado destinada la imagen. El ensayista señala al escritor norteamericano John Fante como una de sus fuentes de inspiración, en cuyas páginas su coetáneo Charles Bukowski encontraba fluidez, energía propia, humor y sufrimiento, entremezclados con sencillez sobrecogedora, fuerza, bondad y comprensión. Fante, en su novela A Dream of Bunker Hill, pone en el lienzo quinestésico de Los Ángeles la lucha del escritor con la pobreza, el vacío, los sueños rotos y la hoja en blanco, una muestra típica del “oro puro en las manos de un escritor”, que exaltaría Fadanelli, de las luchas humanas en su caldo de transpiración y vísceras, nada más real y más honesto, la vida palpitante, tensa y vulnerable. La voluntad de poder schopenhaueriana se asemeja en las páginas del libro que nos ocupa a la corporeidad que, según Merleau-Ponty, nos vuelca al mundo. El cuerpo aprehende el mundo más allá de la conciencia, está situado en el tiempo y volcado hacia el exterior, de ahí que la intencionalidad del ser humano no pueda representar un solipsismo, sino que todo está en relación con el mundo; éste nos impone un diálogo constante con los otros. Papel preponderante y ejemplar tiene en El idealista y el perro Diógenes el Can, hijo de un acuñador de moneda clandestino que denuncia la falsedad como cuño corriente, así como la intemperancia de la fortuna de los hombres en sociedad; sólo los bienes espirituales no se encuentran sujetos a su arbitrio y son por ello los únicos deseables en este reinado del becerro de oro. Fadanelli propone —como José Revueltas en Los días terrenales— vivir con dignidad, individualmente, “como locos, iluminados o idiotas”, sin el consuelo de ningún engaño, desnudos, solitarios, sin armas, sin más compañía que nuestra conciencia de la soledad. Propone afrontar la incesante presencia de la muerte —a quien Don Juan mira todo el tiempo, en las ficciones de Carlos Castaneda, con el rabillo del ojo— jugando una partida de ajedrez que se sabe de antemano perdida, cual Antonius Bloch en El séptimo sello. De entre las cegueras y sofismas de nuestro tiempo, Fadanelli denuncia la
retórica judicial, cuya consigna es generar la oscuridad en torno y manipular la palabra a conveniencia de oscuras instancias del poder como las que se intuyen fatalmente en El proceso de Kafka. Denuncia también el discurso político vacío de sentido, evasivo y cínico ante la realidad descarnada del capitalismo tardío; en un sentido análogo al que en días recientes se dio, con alto valor de dignidad, a las palabras de Juan Gelman, quien condenaba los matices del discurso de Estado que puede llegar a justificar los horrores de una dictadura. Asimismo, contra el crítico académico, que desea obsesivamente desentrañar el misterio de un poema tanto como desnudar el alma de un amigo, Fadanelli opone al lector feliz de ensoñaciones e íntimas apropiaciones de Bachelard en su Poética del espacio. Contra la futilidad del “liderazgo social” de los intelectuales, Fadanelli predica un ostracismo voluntario ante la debacle; en el terreno de las luchas íntimas considera que el amor y la mujer son materia del pathos y misterio ajeno al logos, reconociendo la supremacía natural de la belleza sobre la justicia. En busca de las causas de la decadencia de la educación, el ensayista se da de frente con la actitud nihilista a priori de una juventud acéfala ante el vacío de propuestas, así como el entusiasmo borreguil de los “jóvenes triunfadores” y sus lamentables remedos aspiracionales. Para el narrador contracultural todas las formas del desencanto son irremediables; y entre éstas se hallan las estrategias impotentes de las movilizaciones sociales, los efectos profundamente nocivos de los mass media, la simplificación ad nauseam del mundo adulto, que encumbra infantes con costosos juguetes, resolviendo impedimentos materiales a su glotonería y a su firme deseo y convicción de transformar el mundo en su parque de diversiones. Una muestra representativa de la debacle de la ciudad de México son los vagones del metro, con su atmósfera de odio, frustración, inequidad, discriminación y miseria. Ante la concepción del crimen como éxito, la depredación del tiempo, del espacio físico y sonoro, a unos pocos habitantes del Distrito Federal y del mundo no quedaría más alternativa que salir en busca de su perro, de manera digna y solitaria, afrontando la condición de ser humano en un tiempo de acentuada crisis moral.
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Nervadura del relámpago de Mariana Bernárdez Félix Suárez
San Agustín creía que la memoria debía residir en algún lugar del alma, si no era ya el alma como el alma era uno mismo. Por eso pensaba que la memoria, esa “multiplicidad infinita y profunda”, en la cual caben el cielo y la tierra, el mar y todas las experiencias vividas, era el mejor camino hacia uno mismo y el lugar mejor donde encontrar a Dios. El “aula inmensa de la memoria”, como la llama san Agustín, donde incluso la conciencia del olvido es parte de ésta, de modo tal que aun lo que no es, lo apetecible, es ya memoria, nostalgia del porvenir, porque si no ¿cómo desear con viva avidez, cómo amar lo que no se conoce, si no es porque se ha conocido? Nada pues escapa a la memoria. Somos memoria en acto o en potencia. Nuestros recuerdos dan forma y estructuran a nuestro yo interno. De tal suerte que cuando olvidamos perdemos también una parte de lo que somos, de lo que fuimos, y algo de nosotros se desdibuja entonces, se desvanece irremediablemente como la niebla. Harold Bloom ha señalado que uno de los grandes hallazgos de san Agustín fue haber creado “la memoria autobiográfica, en la que la propia vida se convierte en
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texto”. En efecto, san Agustín se confiesa ante Dios, es decir, se confía a Él, y a Él confía sus pecados, sus dudas, sus debilidades, pero también su desamparo y su búsqueda de la sabiduría. Por eso María Zambrano cree que la confesión, en su más amplio sentido literario, está más cerca de la vida que la filosofía misma. Depositaria del yo íntimo, del ser, la confesión, al igual que la poesía, es el argumento y la sintaxis de la memoria personal. En esta última, afirma san Agustín, “me encuentro a mí mismo, me acuerdo de mí, de lo que he hecho, y qué impresión tenía en el momento de hacerlo”. Nada, pues, más cercano al propósito mismo de la poesía: auscultar y revelar la interioridad del poeta. Mariana Bernárdez lo sabe. Por eso, Nervadura del relámpago es ante todo un ejercicio respiratorio que proviene de la memoria y hacia ella tiende, en un proceso dual de ida y vuelta, semejante al de la inhalación y la exhalación: recuperación y búsqueda, pero también liberación. Ansia de infinito. De ahí que su libro resulte certeramente lírico, íntimo; uno lo escucha como oye el murmullo del mar o como se atiende una confesión en la que nos
Fotografía: Alejandro Arteaga
descubrimos a nosotros mismos, siendo nosotros mismos. Tan próximos al corazón de la poeta. Compuesto por cuatro apartados (“De la huida: Cuando un recoger silencio y una luz demasiado luz es herida o palabra”; “De la hermana: Inhabitado soplo en la piel”; “Del padre: Antes del antes o del mar en tus ojos”; y “Responso del biendecir o del blanco que habita el olvido”), el libro de Mariana Bernárdez evoca la simbólica del rayo, para prefigurar al mismo tiempo la tormenta que azota y fecunda la tierra, pero también “la intervención repentina y brutal del cielo”. El relámpago, “línea que cae en vértigo”, es trazo y tajo sobre el vacío: trazo que “rasga la inmaculada blancura”; tajo sobre el vértice expuesto, desnudo, de nuestro corazón. Su luz se vierte en los intersticios y sobre las profundidades de la memoria. Bajo ese mismo resplandor surgen, vivísimas, la infancia, la imagen de la casa un día abandonada, las apariciones y murmurios del jardín; pero, a partir de la segunda estancia, esa misma luz adquiere tonalidades mórbidas para convertirse en la sorda claridad de las lámparas de los hospitales. Por eso, como todo buen libro de poesía, el de Mariana no admite ninguna otra lectura que no sea
una lectura empática, comprometida. Whitman reclamaba algo semejante para su poesía: “Esto no es un libro —escribió el viejo poeta—, quien lo toca, toca a un ser humano”. Consciente de ello, mediante un proceso alquímico, la poeta convierte la sal y la cal de esos instantes en objetos, ora translúcidos, ora bruñidos, en los que el lector se mira y palpa sus heridas y pérdidas más extremas. Y sin embargo, en medio de todo ello, subsiste como una pepita de oro, la condición desgarrada y dolorida del ser humano. Del cuerpo de la hermana, la poeta nos confía: Quizá la muerte lo esquiva porque la prenda a dar no es su corazón sino algo más hondo que no es capaz de presentir.
Esa misma imagen que se adhiere al lector no sólo por su plasticidad, sino también por su resonancia reflexiva, adquiere de repente otra luz —aún trágica— en el poema siguiente:
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Nana me da la orquídea “se está muriendo” —susurra al ponerla en mis manos— No sé sanarla Pongo agua cercando sus raíces Toco sus hojas pero comienza a desprenderse.
En las dos últimas partes del libro, la poeta de Nervadura del relámpago aborda la cara opuesta de la memoria, el olvido. Pocas cosas intrigaron tanto a san Agustín como “el recuerdo del olvido”, porque en el fondo, creía él, nunca olvidamos del todo. Justo porque podemos decir que hemos olvidado tal cosa, recordamos que algo hubo ahí, en donde ahora sólo hay ausencia. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando la memoria —o el alma que es lo mismo para Agustín— deja de percibir esa ausencia y queda sólo el vacío del pasado perdido, porque el alma dejó de contemplarla? Ni nostalgia ni esperanza. Tampoco carencia: el infinito recuperando sus dominios, de un modo semejante, tal vez, a la forma como la selva reclama poco a poco sus pertenencias. Así mira pasar la poeta los días últimos del padre, quien ha decidido beber a sorbos, lentamente, “el elíxir del olvido”: Ahí estabas de pie entre nosotros, con los ojos azorados. Bastó un segundo para saber que el juego efímero de la desmemoria te había atrapado de una vez por todas.
Si la memoria nos permite hablar con nosotros mismos, estar con nosotros mismos, su ausencia —el olvido total— nos hunde en el silencio, en el blanco del estupor, porque la realidad ha dejado de tener asideros para los sentidos. ¿Qué decir de la tarde o del pájaro que cruza ahora por la ventana si también hemos olvidado qué son el pájaro, la tarde, la ventana? Pocas cosas resultan sin duda tan dramáticas como el olvido total, porque atañe a la disolución del yo, al no ser. El olvido extremo, el impronunciable Alzheimer es siempre, así, una presencia feroz; su sola mención nos remite, por analogía, a la imagen de una suerte de virus informático que ha logrado infiltrarse dentro del sistema operativo, con la misión de desarticular, devorar y destruir archivos. El resultado, al final, es el mismo:
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Mariana Bernárdez Nervadura del relámpago México, foem, 2013, 87 pp.
la pantalla en blanco. Por eso san Agustín creía que el olvido tan temido era aquello que no podía abarcar el alma, lo que se había perdido definitivamente para el alma, quedando fuera de la órbita de ésta. La poeta de Nervadura del relámpago ha mirado los estragos de ese olvido en el padre. “¿Dónde amparar lo vivido”, se pregunta, es decir, ¿cómo salvar del naufragio el pasado, sus referentes, sus puntos de ubicación en el tiempo, cuando la poeta sabe que las neuronas del padre han empezado a convertirse en constelaciones, en estrellas de gas que se disipa: Supongo que las neuronas se desleían para volverse constelaciones dentro de ti.
“Estupor”, “horror” son palabras que san Agustín dedica a la memoria y al olvido, merced a su “multiplicidad infinita y profunda”. Mariana Bernárdez ha ido en su libro a la búsqueda de los hilos y las dentritas de la memoria. Como Orfeo, ha descendido en busca de lo perdido. Y como él, ha cantado en los linderos de la pérdida, celebrando la vida y sus misterios. Pero también, como él, la poeta sabe que al final habrá de volver el rostro para contemplar, al menos por última vez, la luz del relámpago que se desvanece.
Los encantos de la hechicera
Rafael Toriz
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Ante la circunstancia irremediable de la noche —esa presencia ante la que tan poco podemos— el mejor cobijo han sido siempre las historias, que desde hace muchísimas lunas han servido como alimento de la hoguera. Esas historias, cuentos que se tocan con las manos, cobran una dimensión inusitada si quien los cuenta es una bruja, mujer abocada a inventar sus propias creaturas, encantamientos tornasolados, espectros de mundos ambiguos: animales aparentes. La obra fantástica de Leonora Carrington (1917-2011), tanto plástica como literaria, encarna el maravilloso ejemplo de que un mundo extrañísimo es posible, y vive en éste. Sólo que para mirarlo con la mente es preciso colocarse los ojos en las manos. Célebre y reconocida por ser una de las principales pintoras surrealistas afincadas en México —las otras fueron Frida Kahlo y Remedios Varo—, la vida de Carrington estará marcada por el exilio y por la guerra, ya que luego de emparejarse con Max Ernst en 1937, habrán de separarse debido a que él sería considerado enemigo del gobierno de Vichy —junto con Carrington y otros artistas fueron colaboradores asiduos de diversos movimientos antifascistas— y por tanto encarcelado. Tras su detención, ella será internada en el Hospital Psiquiátrico de Santander, de donde escapará rumbo a Lisboa, ciudad en la que conocerá al poeta y diplomático mexicano Renato Leduc —bohemio de pura cepa y autor de hermosos versos libertinos— con quien se casará ipso facto, visitará Nueva York y finalmente llegará a México para divorciarse para siempre (pergeñaron, empero, un hermoso libro juntos: XV fabulillas de animales, niños y espantos). Para cuando llega a México, Carrington ya es la autora de la memoria autobiográfica En bas —que relata su experiencia en el manicomio en España—, del relato La casa del miedo y de las historias surrealistas contenidas en La dama oval. En el primer texto, ilustrado por Ernst, él la describe de esta manera en el prefacio: “se calienta con su vida intensa, su misterio, su poesía. No ha leído nada, sino que se lo ha bebido todo. No sabe leer. Y sin embargo, la vio el ruiseñor sentada en la piedra del manantial, leyendo. Y aunque estaba leyendo para sí, los animales y los caballos la escuchaban admirados”. Su trabajo pictórico y escultórico es uno de los instantes más originales del surrealismo, nutrido en su caso por el imaginario celta y también el mexicano. Toda su obra está llena de seres fantásticos e
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inverosímiles, bestias semihumanizadas que remiten al Bosco: camaleones, dragonesas, cocodrilos y caballos. Híbridos entre el gallo y el gato, se trata de metamorfosis delirantes que incendian la materia sensible sobre la que posa su mirada. De ella Octavio Paz sostuvo: “no era una poeta, sino un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sonrisa que se convierte en pájaro, después en pescado y desaparece”. La publicación del tomo Leche del sueño —en la hermosa edición artesanal del Fondo de Cultura Económica— es un suceso extraordinario digno de todo encomio, a la vez que un hermoso libro objeto. Durante años, Alejandro Jodorowsky tuvo en su poder una carpeta con nueve cuentos crueles y surreales, ilustrados por Carrington. Se trata de lugares desde y para la imaginación, ese manantial permanente de la creación más auténtica, por ello son creaciones que no admiten etiquetas: es en realidad una compuerta al mundo de los sueños y las pesadillas donde hay niños que se comen las paredes y otros pierden la cabeza; un lugar en donde chicos hermosos depositan ratas inmundas en las camas de sus hermanas y donde aparecen cocodrilos que coquetean y son amables con muchachitos antipáticos. Hay también hombres con dos caras y niñas que comen arañas; y una especie de antifábula con zopilotes atrapados en gelatinas que habrán de ser devorados sin misericordia. Existen flores mortales de carne de chivo y mujeres blancas vestidas de negro que lloran lágrimas azules y verdes del color de los periquitos. Todo con ilustraciones que invitan a delirar. La libreta, según en el prefacio preparado por su hijo Gabriel Weisz, recoge las historias que su madre les contaba a él y a su hermano al amparo de la noche, el lugar de los miedos y la imaginación que alimentan toda infancia. Por ello, la publicación de esta bitácora surrealista nos ubica una vez más ante esa hoguera en las tinieblas, de la que no podemos escapar y en la que nunca estamos solos ni completamente a oscuras. Y es que acaso también nosotros, sin saberlo a ciencia cierta, somos el sueño y la pesadilla de los otros, los Leonora Carrington espectros y las criaturas: esa danza Leche del sueño permanente con que sueña la tortuga. México, fce, 2013.
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Los ríos que dan a la mar: la generación hispanomexicana desde el punto de vista editorial
José María Espinasa
Hace algunos años, en realidad ya algunas décadas, la queja que los críticos solíamos hacer al medio editorial mexicano era la poca atención que ponía en un grupo muy importante, la formada por los escritores hispano-mexicanos, que habían nacido en España, llegaron niños o adolescentes a México acompañando a sus padres, exiliados de la Guerra Civil española, y aquí se habían desarrollado como escritores. Los poetas, los más dejados de lado, fueron los que primero pidieron su reivindicación, y ésta se dio a cuenta gotas, pero como sabemos, las gotas llenan un vaso, o una presa si tenemos paciencia. Y hoy ese reproche ya no tiene tanta razón de ser. No porque ya esté todo hecho, sino porque sí se están haciendo ediciones y revisiones críticas. La forma del gerundio se resume en aquella fórmula: el movimiento se demuestra andando. Los primeros reproches trajeron algunas consecuencias y provocaron que en algunas revistas españolas se hicieran breves antologías. Desde aquellas muestras hasta hoy, afortunadamente el trabajo más importante se está haciendo en México, lo cual significa volvernos a apropiar de nuestro pasado, de un pasado cuya importancia es mayor de la que se piensa y se ve a simple vista. Pienso, por ejemplo, en la impronta que dieron en el magisterio Luis Rius y Arturo Souto en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam; Tomás Segovia en El Colegio de México; Manuel Durán y Carlos Blanco Aguinaga desde las universidades americanas o José de la Colina desde revistas y suplementos, etcétera. Incluso hoy, mediante Angelina Muñiz y Federico Patán, esa impronta sigue presente. No obstante uno no puede (o no debe) abandonar ese tono crítico señalado al principio de esta nota. Hace unos meses, cuando conocí las primeras cuatro entregas
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de “Los ríos que dan a la mar”, en el Ateneo español, los que estábamos allí reunidos hablamos, a propósito de Sextante, de quiénes eran los que estaban en la portada. Cada quien reconoció a los que había tratado más, yo por ejemplo al inconfundible y añorado Alberto Gironella, una especie de colado en el asunto. Y puse el dedo sobre una de las imágenes y lo identifiqué con un dubitativo “creo que es Blanco Aguinaga”. A llegar a mi casa un par de horas después, me esperaba en el correo electrónico la noticia de su muerte. En México ningún periódico dio la noticia de su muerte. El País, en España, en cambio le dedicó un buen espacio y un par de textos emocionados a recordar su influencia entre ellos, uno se titulaba: “Me enseñó a leer”. Lo mismo podríamos decir algunos mexicanos, aunque no hubiésemos sido alumnos suyos, pues sus textos sobre Rulfo son fundamentales, escritos en un momento en que la crítica académica no estaba tan desconectada de los lectores. En todo caso, me quedé con mal sabor de boca de ese dedo que se puso sobre su foto y pretendió identificarlo, pero agradecí la generosa muestra de poesía que Sextante incluía, pues no había leído nunca poemas suyos. Un caso relevante y de importancia es el de Manuel Durán. Tiene en común con Blanco Aguinaga el haberse formado en México, pero se desarrolló profesionalmente en Estados Unidos como profesor. Su obra ensayística es bastante conocida e importante en el mundo académico, en cambio su poesía —escrita a veces en español, a veces en catalán— es más bien secreta. No siempre fue así. Por ejemplo, solemos olvidar que Poesía en movimiento, la canónica antología de Paz, Chumacero, Pacheco y Ardijis, lo incluye entre los poetas de los años treinta, junto a los ya clásicos Sabines, Segovia, Castellanos y Bonifaz Nuño. Menciono esto, entre otras cosas, porque la clasificación de poetas hispanomexicanos no debe ser ni una categoría estanca ni una clasificación excluyente. Durán, como sucede con algunos otros poetas, no sólo mexicanos, vuelve a plantear la relación de la poesía con su entorno. ¿Su lejanía influyó en el desconocimiento que el lector mexicano tiene de su poesía? Sí. Y hay que desandar el camino y volvernos a encontrar con él en su pertenencia mexicana. Laurel, su poesía reunida, es un buen principio para hacerlo. El mosaico hispanomexicano tiene muchas vetas todavía por explotar. Por ejemplo, la reunión de poemas de los poetas que no están circulando —Rius, Segovia, Deniz, Pascual Buxo y Rodríguez
Los ríos que dan a la mar: Sextante, Carlos Blanco Aguinaga, Inocencio Burgos, Alberto Gironella, Francisco González Aramburu, Víctor Rico Galán y Roberto Ruiz; Laurel, Manuel Durán; En el umbral del tiempo, Enrique de Rivas; Paisajes transitorios, Federico Patán.
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Chicharro tienen ediciones o están por parecer—, Francisca Perujo, por ejemplo, y habría que ampliar el concepto a los narradores y ensayistas. Recientemente se reunieron los relatos de Souto, pero faltan varios más. Hace años tuve la intención de publicar el ensayo de Jomi García Ascot sobre Baudelaire, que me parece ejemplar, libro resultado de su tesis en la unam. Otro proyecto aún pendiente es la edición facsimilar digital o impresa de la revista Presencia. La colección “Los ríos que dan a la mar” que entrega a los lectores la uam Azcapotzalco, mediante su División de Ciencias Sopciales y Humanidades, en coedición con el Ministerio de Empleo y Seguridad Social de la Embajada de España en México, la editorial Eón y el Ateneo español de México, y coordinada por Enrique López Aguilar, tiene muchas virtudes: rescata, por ejemplo, obras difíciles de conseguir incluso en bibliotecas especializadas y las pone al alcance de un público más amplio, y al hacerlo permite se haga una lectura no especializada, más vinculada al placer que a la investigación, aunque también fomente esta última. Así, lo primero que se formula, virtud del proyecto, es una lectura de lo que la poesía fue para esa generación y sigue siendo para nosotros. No creo que me equivoque al señalar que para los hispanomexicanos la poesía fue una necesidad personal, no un adorno diletante de profesores o una frívola flor en los peldaños al poder. Muchos de ellos fueron o siguen siendo profesores en el sentido más digno de la palabra, aquellos que hacen del aula un lugar de encuentro con los más jóvenes. Si algo lamento de mi breve paso por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam está el no haber tenido trato y tomado clases con algunos de ellos, como el mencionado Arturo Souto, Adolfo Sánchez Vázquez, Luis Rius o Federico Patán. La mención de Sánchez Vázquez me permite, además, hacer otra apostilla editorial. A la recuperación de
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los hispanomexicanos debe seguir el estudio y edición de algunos escritores españoles que pasaron por México y luego emigraron a otros lugares, de la generación de 1936, a la que pertenece el autor de Las ideas estéticas de Marx. Autores como Antonio Sánchez Barbudo, Lorenzo Varela, Ramón Gaya, Lorenzo Varela y otros. El proceso de asimilación del impulso poético que llega a México con el exilio es demorado y profundo. Por ejemplo, “Los ríos que dan a la mar” permitirá también vincular, por ejemplo, a poetas como Mariángeles Comesaña y Antonio Deltoro, diez años menores que Federico Patán. A su vez, facilitará el establecimiento de un mapa que incluya a los hispanomexicanos en sus respectivas generaciones mexicanas, por ejemplo la relación de Rius, Patán y Angelina Muñiz con José Emilio Pacheco y Homero Aridjis (o, quien quiera hacerlo, españolas, por ejemplo con Félix Grande, notable poeta hoy olvidado en la península ibérica, o con el recién fallecido, hace menos de un mes, Juan Luis Panero). La casa de los escritores hispanomexicanos tiene muchas ventanas para ser mirada, y ahora, con una colección como esta, puertas abiertas a los que quieran entra en ella. Quiero concluir con una sugerencia cartográfica. Moreno Villa en su Vida en claro parte de la topografía física de su casa malagueña. Los escritores hispanomexicanos prolongan esa topografía ya en México y aportan una nueva manera de ver la poesía y la literatura que forma parte de nuestro patrimonio, y a la que una colección como “Los ríos que dan a la mar” empieza a hacer justicia. Establecer mapas es una manera de ordenar recorridos, sustituir el azar por la libertad del viaje elegido. La lírica de Jorge Manrique, de la cual toma el título la colección, nos señala la condición mortal y efímera del hombre, pero el texto, la literatura, tal vez tenga otro destino y podamos decir: los ríos que dan a la mar que es el lector.
Viaje al centro de la vida La gran belleza de Paolo Sorrentino Juan Patricio Riveroll
a Daniela Bojórquez
Jep Gambardella, el protagonista, repite: si Flaubert intentó escribir un libro sobre nada y no pudo, cómo alguien puede aspirar a eso, pero esas palabras son un juego. Esa es la mira: hacer una película sobre nada, sobre el vacío de la vida empañado por superfluas frivolidades. Jep aparece a los diez minutos. Antes: El epígrafe con el que empieza Viaje al fin de la noche, la novela de Céline escrita en 1932, abre también la película. El viaje que va de la vida a la muerte es imaginario, es una novela, una simple historia de ficción, dice Céline, y sus palabras se disuelven con la primera imagen: la boca de un cañón. La cámara retrocede para que éste dispare una salva y una decena de personas que observa el espectáculo desde arriba aplaude. Al sonido de la explosión le siguen campanadas cuya fuente no se ve. Se aplaude al cañón, esa máquina para matar, en convivencia cotidiana con la religión: las campanas de una iglesia imaginaria que llama a sus feligreses. Estatuas y torsos de hombres ilustres al lado de hombres todavía vivos, es decir, en camino hacia la muerte. Las hojas de los árboles y el canto de los pájaros preceden el canto angelical de un coro femenino al lado de una fuente, frente a la que cae muerto un turista japonés. El golpe del cuerpo contra el piso da pie al solo de una de ellas, parte de una pieza compuesta por David Lang con letra de Joseph Rolnick titulada I lie, en yiddish. Habla sobre las tristes horas de la noche en espera del ser amado. El agua, la ciudad, el cielo. Un grito aterrador detiene la calma. La paz armónica del equilibrio entre la vida y la muerte se interrumpe tras el alarido. Viene la fiesta. Los bajos de la música electrónica reinan, y el libertinaje de una buena fiesta se derrama ante el espectador. Jep cumple sesenta y cinco años.
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El prólogo cumple una función fundamental, es la entrada a un mundo de contrastes que da el tono de una profunda meditación a una película sobre lo mundano. La primera secuencia pide al espectador, de rodillas, que se tome en serio lo que viene. Que baile y que juegue con los personajes, aunque nada es un juego. O, quizá, todo lo es. Es una introducción en el estilo y al nivel de las primeras secuencias de Terrence Malick. Los movimientos de cámara y la música remiten directamente al inicio de La delgada línea roja, El nuevo mundo, El árbol de la vida o Hacia el asombro. Abren espacio a la reflexión. Las consecuencias del amor, otra cinta de Sorrentino, abre con estas palabras en off en boca del protagonista: “Lo peor que le puede pasar a un hombre que pasa el tiempo solo es la falta de imaginación. La vida, aburrida y repetitiva, se torna mortalmente insípida sin imaginación. (...) Yo no soy un hombre frívolo”. Es el negativo de La gran belleza, cuyo tema primordial es la frivolidad. Una trata sobre un hombre que trabaja para la mafia y vive en Suiza, un país con la fama de ser el más aburrido del mundo; la otra, sobre un escritor napolitano que vive en Roma y aún goza del éxito de su primera y única novela, publicada décadas antes. Una cierra con la leyenda: “Extractos de Viaje al fin de la noche de Céline”; la otra lo cita abiertamente. En aquélla el protagonista se sacrifica; en ésta procura no comprometerse con nada. En ambas, Toni Servillo es el protagonista. Pese a la constante compañía de amigos, Jep también está solo, y no carece de imaginación. Vive frente a las ruinas del coliseo romano, al lado de un convento, en un departamento con una terraza que causa envidia a cualquiera. Lo viejo en contraste con lo nuevo, en un mundo en el que lo sacro y lo profano conviven y coquetean. La levedad del ser revela: “Estamos en el límite de la desesperación. Lo único que podemos hacer es vernos a los ojos, hacernos compañía, bromear un poco”. Sorrentino se divierte burlándose de todos: del escritor que no escribe; del azotado dramaturgo que lucha por construir una carrera sin mucha suerte; de la niña pintora renuente que frente a un grupo de coleccionistas burgueses pinta un cuadro que seguramente valdrá millones; la mujer que hace un
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performance ridículo (como algunos suelen ser) al que le sigue una finísima secuencia con el siguiente diálogo, parte de una entrevista que le hace Jep para el diario: —¿Qué está leyendo? —No necesito leer. Vivo de vibraciones extra-sensoriales. —Dejando de lado por un momento lo extrasensorial, ¿qué entiende por “vibraciones”? —La poesía de las vibraciones no puede ser explicada con la vulgaridad de las palabras. —Bueno, al menos trate. —Soy una artista, no necesito explicar nada. —Muy bien, entonces escribiré: “Vive de vibraciones pero no sabe lo que son”. —No me está gustando esta entrevista. Siento conflicto en usted. —¿Conflicto como vibración? —Conflicto como una molestia en el culo. Hablemos mejor del abusador novio de mi madre. —¡No! Yo quiero saber lo que es una vibración. —Es mi radar para interceptar el mundo. —“Tu radar” significa... —Es usted una molestia.
Jep deshace cada argumento de Talia Concept para dejar en evidencia que, como dice la fábula, el rey en realidad está desnudo. Dice lo que hemos pensado frente a alguna de esas obras que se toman por agudas e ingeniosas por “expertos” que convencen, si no al público, al menos a los coleccionistas y a los museos, y que no dicen nada. El mundo del arte es el blanco perfecto de Jep y de la película, pues La gran belleza y su protagonista ven la vida desde el mismo ángulo, una mezcla de cinismo con ironía y una pizca de sarcasmo, pero rescatan también los momentos sublimes de los que podemos ser partícipes. La vida se esconde entre detalles. En dos ocasiones le preguntan por qué no escribió otra novela. En una responde: “Porque salía demasiado de fiesta. Roma te hace perder mucho tiempo. Hay muchas distracciones. Para escribir se necesita estar enfocado y en paz”, pero cuando se lo pregunta una monja de más de cien años de edad, responde: “Porque estaba en busca de la gran belleza, y no la encontré”. La película es la respuesta afirmativa a esa búsqueda. Una reseña sobre la biografía de Flaubert de Frederick Brown, publicada en el Sunday Book Review del
New York Times, dice: “El romántico dentro de él quería estar por encima de todo, escribir un libro puramente musical, ‘un libro sobre nada’, sostenido únicamente por la ‘fuerza interna de su estilo’”. Es una descripción precisa de La gran belleza, sostenida por la potencia de la forma y la aparente superficialidad de sus personajes. Dos horas y veinte de duración sin una trama sólida, con un protagonista que se mofa de sí mismo y del mundo que lo rodea, pero que también llora. No todo es malo y no todo es burla. La exposición de un hombre que desde que nació fue fotografiado por su padre todos los días, y que continuó él mismo con esa práctica a partir de los catorce años lo conmueve. Una foto por día. Y el encuentro nocturno de Jep con Fanny Ardant es una declaración de amor al cine. A excepción de El divo, la genial biografía fílmica que hizo Sorrentino del político Giulio Andreotti, el resto de su filmografía es un divertimento en comparación con La gran belleza, en la que verdaderamente se ha elevado sobre todos los temas para no contar nada y así contarlo todo. Un hombre arriba y El amigo de familia son entretenidos retratos de personajes estrafalarios y situaciones barrocas sin mayor trascendencia. This Must Be The Place, la única que hizo fuera de Italia, con Sean Penn como protagonista e inspirada en la canción de David Byrne, es ridícula. Es una dolorosa caricatura con un elenco maravilloso, un tropiezo tan lamentable en su filmografía —que sin ella mantendría un increíble nivel de calidad— que llega a ser trágico. En cambio, la excelencia de El divo merecería un texto aparte. La gran belleza es la cuarta colaboración de Servillo con Sorrentino, uno de esos clásicos alter-egos cinematográficos a la De Niro-Scorsese, Léaud-Truffaut o Luppi-Aristarain. El buen humor que le imprime Servillo es el antídoto perfecto ante la naturaleza esquelética de la trama. Si la conversación es la forma líquida del ensayo, el Jep que interpreta Servillo es un ensayista nato que a menudo demuestra su astucia. Escoge bien sus palabras y las dice aún mejor al verse frente a un
digno adversario, como si fuésemos testigos de un combate de esgrima en el que Jep es el gran favorito. El guión equivale a los grandes textos que el escritor nunca escribió. También es la quinta colaboración de Sorrentino con Luca Bigazzi, el fotógrafo, quien imprime una estética grandiosa para hablar de nimiedades, y es que de eso se trata: hacer de la trivialidad de lo cotidiano un hecho extraordinario. Es ahí donde se encuentra la grandeza del mundo, su belleza. “Me alimento de raíces porque son importantes”, dice la monja. Y Jep recuerda cuando estuvo enamorado, de joven, y retoma una vida que dejó abandonada. “Así siempre acaba: con la muerte. Pero primero estaba la vida, escondida bajo el bla, bla, bla, bla. (...) Que comience esta novela, que en el fondo es sólo un truco”. Sorrentino regresa al origen, a las palabras de Céline reinterpretadas por su pluma y vestidas con su cámara, con sus personajes, con los fastuosos escenarios que pueblan su versión de Roma, la ciudad en la que desembocan todos los caminos. Y al fin, queda un placentero paseo fluvial.
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colaboran Anaïs Abreu D’Argence (ciudad de México, 1982). Egresada de la Escuela de Escritores de la Sogem, es poeta y narradora. Ha publicado en diversas revistas y libros colectivos. Imparte talleres de danza, poesía y encuadernación artesanal. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa en el periodo 2009 - 2011. Tayde Bautista (ciudad de México, 1971). Estudió derecho y literatura. Ha colaborado en distintos medios como Revista de Poesía, Día Siete, National Geographic, Travel Leisure y Reforma. En el 2010 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo y publicó el libro De paso. Antonio Bravo. Compositor y pianista. Ha ejercido el periodismo cultural en diversos foros impresos y electrónicos, destacándose su labor como especialista en música en Radio Educación, emisora en la cual escribe y conduce el programa Grabe quien grabe, además de comentar los conciertos de las orquestas de cámara de Bellas Artes y Sinfónica Nacional. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976) es egresada de la licenciatura en lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria de imcine, Fonca y la Fundación para las letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. José María Espinasa (ciudad de México, 1957). Ensayista y poeta. Realizó estudios de cine y literatura en la unam. Ha sido profesor, periodista y editor. Fundó y dirigió el suplemento Ovaciones en la lectura. Es director de Ediciones Sin Nombre. Es autor, entre otros, de los ensayos El cine de Marguerite Duras y El Tiempo escrito, así como de los poemarios Son de cartón, Cartografía y Sobre un muro de aire, entre otros. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. En 2008 obtuvo la ciudadanía mexicana. Radica en la ciudad de México. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc. Su libro más reciente es La ciudad de los deseos cumplidos, bajo el sello Fridaura. Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de
la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro, así como de los libros El instante de la memoria y Constelaciones de la mirada. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Guillermo Prieto (1818 - 1897). Escritor y político mexicano. Fundó la Academia de Letrán en 1836. Fue nombrado por Ignacio Manuel Altamirano el poeta de la Patria. Publicó los poemarios Versos inéditos, Musa callejera y Romancero nacional. Entre su vasta obra como cronista destacan Memorias de mis tiempos y Viaje a los Estados Unidos (1877 - 1878). Juan Patricio Riveroll (1979, ciudad de México). Director, escritor y productor de cine. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Realizó su primer largometraje, Ópera, en 2007. Ingrid Solana. Ha publicado los poemarios De Tiranos (2007) y Contramundos (2009). Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en ensayo de 2009 a 2011. Estudió la carrera y la maestría en letras en la unam. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Félix Suárez (Estado de México, 1961). Poeta, ensayista y editor. Maestro en humanidades por la Universidad Anáhuac. Entre sus reconocimientos destacan el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines. Ha publicado, entre otros, los poemarios La mordedura del caimán, Río subterráneo y También la noche es claridad. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Iván Trejo (Tampico, 1978). En 2002 obtuvo el segundo lugar en el Certamen de Poesía Joven Alfredo Gracia Vicente; en 2006, el Premio Nuevo León de Literatura, y en 2008, el Premio Regional de Poesía Carmen Alardín. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León y de Jóvenes Creadores del Foneca de Nuevo León. Ha sido incluido en diversas antologías. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Luis Villoro Toranzo (Barcelona, 1922 - ciudad de México, 2014). Doctor en filosofía por la unam. Investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas y miembro de El Colegio Nacional. En 1989 obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Recibió el doctorado honoris causa por la Universidad Autónoma Metropolitana en 2004. Entre sus libros destacan Los grandes momentos del indigenismo en México, La idea y el ente en la filosofía de Descartes y El pensamiento moderno. Filosofía del renacimiento.
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Del 25 de abril al 4 de mayo de 2014
80 Vicente Rojo Jorge Aguilera, L Almeida, Luis Alonso, et al. Elest último hombre Mary Shelley Indep y revolución en los muros de la ciudad México Jorge Legorreta comp. Ecuaci diferenciales ordinarias Ernesto JavierEspino Herrera Revista Casa delTiempoCarlos Ort Guerrero El último hombre Mary Shelley Vicente Rojo Jorge revolución en los muros de la ciudad
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Año XXXIII, Vol. I, época V, número 3 • abril 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75
La universidad, un aparato ideológico Luis Villoro casadeltiempo • número 3 • abril 2014
(1922-2014)
Gabinete de curiosidades
Su pl e “E me l f nt al o so el Ilu ap ect st ra ac ró ci he ni on es ”, co :B de Ti ea Be em tr ix rn po G .d ar en e do la Ve Ru ca la sc iz sa: o
La emoción impalpable de Paul Klee
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