Casa del tiempo 41, junio de 2017

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Revista mensual de cultura

casadeltiempo • número 41 • junio 2017

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 41 • junio 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Andy Warhol: la imagen mecanizada Francis Ford Coppola, lector de Drácula

José Carlos Becerra en la memoria

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Presentación de los libros digitales: Zonas Metropolitanas del Valle de México y Grandes metrópolis de América Latina

En el marco de la VI Feria del Libro y la Ciudad Viernes 2 de junio, 12:00 hrs. Auditorio Jesús Vírchez, UAM, Unidad Xochimilco CD MX

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Próximas ferias del libro en las que participará la UAM Feria del Libro de la Policía Federal 15 y 16 de junio CONTEL, Cuartel de la Policía Federal, Iztapalapa, Ciudad de México

Presentan: Emilio Pradilla, René Coulomb y Roberto Eibenschutz Modera: María de Jesús Gómez Cruz

Congreso Internacional Ley y Sociedad Del 20 al 23 de junio Hotel Sheraton María Isabel, Ciudad de México Feria del Libro de Casa del Tiempo Del 26 al 30 de junio Instituto Matías Romero, Ciudad de México

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Editorial

“Relación de los hechos —escribía Carlos Monsiváis en la contraportada de la primera edición de 1967— es uno de los libros más importantes que registra la poesía mexicana de los últimos años. Es el primer libro de José Carlos Becerra y es el resultado de una sorprendente búsqueda formal; así como la expresión declarada de una nueva, violenta, comprometida relación del escritor mexicano con el poema”. De tal modo, y con motivo de los cincuenta años de la aparición de este volumen, único libro publicado en vida por el poeta tabasqueño, Casa del tiempo reúne textos de Álvaro Ruiz Abreu, Pablo Molinet, Milton Medellín, Audomaro Hidalgo, Ignacio Ruiz Pérez y José Homero que celebran la poesía y los días de quien —en palabras de Octavio Paz— “vivió cara a la muerte y que, frente a ella, quiso rescatar los misterios del tiempo humano”. En nuestra sección Ménades y Meninas, Héctor Antonio Sánchez presenta una revisión crítica de la imagen mecanizada en la obra del artista estadounidense Andy Warhol; Verónica Bujeiro, por su parte, nos conduce por la exposición Reverberaciones: arte y sonido en las colecciones del muac; y Jorge Vázquez Ángeles cuenta los azares y las coincidencias en los trabajos y las relaciones del arquitecto italiano Adamo Boari. Asimismo, en Antes y después del Hubble, Moisés Elías Fuentes nos relata el detallado proceso para la realización del filme Bram Stocker’s Dracula de Francis Ford Coppola; y Gerardo Piña disecciona la tragedia de Julio César, obra de William Shakespeare. Y como escribió Hugo Gutiérrez Vega, con la muerte de Becerra: “el río de las palabras ha disminuido su caudal”; sin embargo, esperamos que esta entrega de Casa del tiempo sirva para dar fe de la clara impronta que el tabasqueño dejó en las aguas de nuestra lírica.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretario Alfonso Mauricio Sales Cruz Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iv, núm 41 • junio 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Fotografía de portada José Carlos Becerra en 1968 (del archivo fotográfico de María Carlota Becerra). Imagen tomada del volumen La ceiba en llamas, de Álvaro Ruiz Abreu, México, Cal y Arena, 1996. Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. IV, número 41, junio 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica www. uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F. Fecha de última modificación: 30 de mayo de 2017. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil La abeja es un insecto muy pequeño, pero capaz de mover una vaca dormida, 3 Nadia Escalante Andrade

profanos y grafiteros Resurrección de José Carlos Becerra, 5 Álvaro Ruiz Abreu El corazón ennegrecido chisporrotea igual que una hoguera que el invierno luce en el pecho como un coral amargo, 10 Pablo Molinet La significación oscura del silencio. Relación de los hechos de José Carlos Becerra, 14 Milton Medellín Relación de los hechos: un arrebato profundamente melancólico, 19 Audomaro Hidalgo Apuntes para la recepción crítica reciente de la poesía de José Carlos Becerra: de la neovanguardia al neobarroco, 23 Ignacio Ruiz-Pérez Todo yo me sorprendo y me designo, 27 José Homero

ménades y meninas Lo sonoro permanece. Reverberaciones: arte y sonido en las colecciones del MUAC, 32 Verónica Bujeiro Andy Warhol: la imagen mecanizada, 39 Héctor Antonio Sánchez Azares y coincidencias del arquitecto Adamo Boari, 45 Jorge Vázquez Ángeles

antes y después del Hubble Francis Ford Coppola, lector de Drácula, 49 Moisés Elías Fuentes Alrededor de la mesa, 54 Tayde Bautista La tragedia de Julio César de Shakespeare es de todos, 57 Gerardo Piña Biblioteca ignota. Enseres para la caja asiática, 61 Lobsang Castañeda La calle tiene aroma de mujer alta, 64 Jesús Vicente García

intervenciones, 68 Mateo Pizarro

francotiradores Una mueca de sorpresa. La memoria de las cosas, de Gabriela Jauregui, 69 Nora de la Cruz Sabacio: un drama en la tierra para los dioses del Olimpo, 71 Emilio Pérez López Lugares del tiempo: Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo de Graciela Speranza, 73 Rafael Toriz Homero Simpson por fin entiende el infinito. Los Simpson y las matemáticas, de Simon Singh, 75 Andrés García Barrios El campo blanco, el movimiento pequeño del mundo, 77 Brenda Ríos

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Félix Grande se encuentra con Juan Rulfo Roberto García Bonilla


torredemarfil

La abeja es un insecto muy pequeño, pero es capaz de mover una vaca dormida

Nadia Escalante Andrade

A los muertos de Acteal

Son más peligrosas Las Abejas porque escucharlas y decirlas no tiene nada que ver con las metáforas. Cuestión de alas y zumbidos, picadura que despierta a las vacas dormidas sobre una tierra que no es suya, a los que tienen oídos de panales clausurados y tararean canciones de cera que se quiebra.

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En los prados metafísicos, donde todo es superficie, la revolución del vuelo siempre conduce de vuelta a la colmena, atrás queda el Jardín Imperial con su polen de marca registrada. La memoria sabe que no hay nombre alguno escrito en las semillas para que alguien las reclame como propias. El aroma libre de las flores libres en las rutas de vuelo, polinizan, la miel cristalizada es una piedra que no se rompe: la memoria sabe que las metáforas muchas veces son jarabe, falsa miel que no puede hacerse sólida. Podemos decir: las Abejas son ondas expansivas, relámpagos a través del viento; su oración, una corriente de electrones que no impacta dos veces al mismo átomo cargado: siempre diferente, su aguijón. Pero son más peligrosas Las Abejas porque escucharlas y decirlas no tiene nada que ver con las metáforas: la memoria sabe que los muertos están vivos y sus pasos dejan huellas literales.

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profanos y grafiteros

Fotografía: autor anónimo / cnl-inba

Resurrección de José Carlos Becerra

Álvaro Ruiz Abreu

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Si la poesía consiste en hacer una apuesta sin límites con las palabras, Becerra es el gran jugador de la poesía mexicana.1 ¿De dónde nace esa vocación por el lenguaje? En primer lugar de su pasión literaria, casi innata, pero incubada, como toda verdadera profesión, en su niñez primero y un poco más tarde sistematizada mediante el trabajo y la disciplina. En segundo, de la sed que se extendió en los años sesenta por reducir la literatura a los caminos derivados de la lingüística estructural. Una explicación incompleta daría cuenta de Becerra en estos términos: en los años sesenta fue recurrente el impulso, que se tomó prestado al estructuralismo, por hablar de escritura, significación y signo, intertextualidad, estructura narrativa, texto, etc. Se intentó destronar a los filólogos —¡qué antiguallas, qué moho!—, y su cómplice natural, la escuela estilística. Había que sepultar la terminología del pasado: estilo, novela, forma y contenido, inspiración, emoción, motivo y personaje, tanto de la épica como de la lírica. Y todo ese vocabulario de la retórica que venía usándose en el análisis y la interpretación literarias desde la Poética. Becerra estuvo al tanto, además, del hombre —ya citado— que sintetiza esa década: Herbert Marcuse (1898-1979), que analizó el mundo contemporáneo y lo vio como un proceso que destruye o margina todos los valores auténticos. Marcuse inyectó en la juventud de esos años la idea del pesimismo revolucionario o de la “esperanza desesperada”. También la dotó de grandes preguntas: la conciencia de la derrota y la desesperación pertenece al mismo impulso marcusiano por enlazarlas con el mundo. Vio que el arte tenía un carácter emancipador. Para llegar a esta “esperanza desesperada”, Becerra sabía que solamente contaba con las palabras que lo conducirían no al reino prometido, sino a la nada. Haciendo a un lado la “moda”, las utilizó en su obra para demolerlas, reinventarlas: “Becerra descubre que sus palabras no son propias, como lo son las ramas al árbol, sino adquiridas: ajenas”.2

Versión resumida del “Apéndice”, en el volumen La ceiba en llamas, Cal y Arena, México, 1996, pp. 335-360. 2 José Joaquín Blanco, “Como un árbol ganado por el viento”, “La cultura en México”, suplemento de Siempre!, núm. 617, diciembre 5, 1973, p. iv. 1

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En su concepción del poeta, Becerra no sueña, sino aparece ceñido a la realidad. “Soy el falso profeta que nadie esperaba, soy mi hermoso recuerdo, soy mi falso recuerdo,/ soy el tigre de la oveja y la oveja del tigre en un antro de espejos”. ¿El poeta es un “falso profeta”? No es posible en los sesenta vaticinar otra “nueva” que no sea el fracaso. Y la duda, claro. Los espejos a los que se adhiere el joven poeta son: la cultura pop, el cine, los cómics, las ciudades que se han vuelto invisibles como diría Calvino, la liberación sexual. Ellos cubren el espacio y el tiempo del poema, que también parece sometido al tour de force de la década. Becerra vio este movimiento en ascenso y lo tradujo en versos, en versículos. Rosario Castellanos también habló de Becerra. Creía que al nacer en Tabasco éste llevaba ya el estigma del poeta-árbol. Tal vez pensaba en el verso de Pellicer, “Tabasco, meridiano de la poesía”. En el fondo de esta idea se encuentra la vieja tesis según la cual, la exuberancia de la naturaleza tabasqueña es una fuente inagotable para los ojos del poeta. La crítica coincide: la poesía de Becerra es un peregrinar por el universo del lenguaje, como totalidad. Hugo Gutiérrez Vega, amigo, colega, interlocutor de Becerra, cree que ese lenguaje alude al reino vegetal y de ahí su riqueza. Vega vivía en Londres en 1969, pertenecía al servicio diplomático de México. A su llegada, Becerra fue a buscarlo, recibió atenciones y, sobre todo, una amistad cálida en ese noviembre londinense ya frío. Gutiérrez Vega escribió un texto inigualable por su sencillez, cuyo título es como un versículo de Becerra: “Carta al poeta José Carlos Becerra/ muerto en la carretera de Brindisi”. En ese viaje que le cuesta la vida, Becerra no piensa llegar al final del camino, sino solamente llevar en los ojos el universo primero que había visto en su infancia: los ríos, los pájaros, los árboles. La poesía de Becerra, sigue Gutiérrez Vega, está llena de ceibas y tulipanes, “de todas las creaturas del reino vegetal”, opinión similar a la de Rosario Castellanos. Lo que vio en Becerra siempre fue el asombro. Este asombro debe traducirse como pasión por las cosas y los seres, por el cine y el teatro, por la poesía y las plazas, por

las chicas y un fragmento de un sueño de Quevedo, por la Tate Gallery y un cuadro de Turner. En este interés por el mundo, Becerra parece un ser extemporáneo. No pertenece a ninguna época. Se encuentra más allá de los años sesenta: rebelión social, sexual e ideológica. Y sin embargo, parece su mejor representante por su obsesiva tendencia a jugar con el lenguaje, a crear partiendo de la relativa significación de las palabras. Gutiérrez Vega hizo, en realidad, un retrato estético y moral de un poeta, al que había conocido y también amado. En su texto-poema, escrito en Londres en mayo de 1970, uno o dos días después de la muerte de Becerra, dice: Como tu compromiso era con la pureza extemporánea, con la más arriesgada de las honestidades, hablabas con asombrado amor de la flor amarilla, de todos tus amigos, de tu infancia, de los seres vivos en tus mitos tabasqueños, de las mujeres en que te habías ido quedando, de las cosas de México que tanto te dolían... Ahora, con tu muerte, el río de las palabras ha disminuido su caudal. No exagero, poeta. No hago tu elogio fúnebre. (La oración te daba desconfianza, bien lo sé.) Digo todo esto dando una cabriola de cine mudo, saludándote con mi vieja corbata. La vida sigue sin ti, hermano, pero ya no es la misma ni lo será ya nunca para los que te amamos. Nos hemos quedado con lo que nos dijiste. Gracias por tus asombros, por esa diminuta certeza de alegría que a todos repartiste. Hablaremos de ti como se habla a esos ausentes dones que un día nos da la tierra y que nos quita con su inocente furia al día siguiente.3

Ramón Xirau dijo de él en 1969 que era la revelación de los últimos años. Le parece a Xirau una novedad el uso del versículo y, sobre todo, la madurez de un poeta tan joven. Resalta en la poesía de Becerra la “unidad”, del azar y de la necesidad, de la libertad y la condena, del tiempo y la permanencia, del sentido y de la razón. ¿No esconderá su poesía construida, armada, un muy esencial romanticismo? Creo que debemos contestar afirmativamente. Debemos también decir que hay en los versículos de Becerra un hondo anhelo de realidad, un hondo 3 Véase José Carlos Becerra, Breve antología, unam, Material de lectura, núm. 38, s/f.

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deseo de no ser “antifaz”, persona abstracta, hipocresía ficticia, sino cuerpo y alma, “aquello que todavía llamamos el alma”.4

La permanencia de la poesía de Becerra es innegable. Sus versos parecen huidizos, aéreos y sin embargo, anclados, como los de Perse, a lo terrenal. El romanticismo esencial no se ve en esa poesía. A no ser por sus invocaciones al mundo onírico, a la búsqueda de lo lejano, y de la realidad para transformarla. Otra visión, distinta de la de Xirau, la formuló Carlos Monsiváis en la contraportada de la primera edición de Relación de los hechos, donde afirma que los asuntos de Becerra son comunes a los que manejó su generación. Lo que cambia es la capacidad, la arbitraria, dinámica capacidad de José Carlos Becerra, que sabe congregar en esos poemas abundantes, airados, postbíblicos, de algún modo vinculados al cine, profundamente subversivos, toda la nueva y radical visión de un mundo, un mundo donde los poemas han dejado de ser manifiestos para transformarse en hechos.5

Monsiváis también vio que la ciudad era su verdadero tema —como lo expresó a su vez Octavio Paz—. Espacio satanizado, a veces exaltado, la poesía de Becerra siempre llega a la ciudad, su ciclo necesario. Y sobre todo, delató una de sus virtudes más evidentes: la fascinación por la palabra. Monsiváis intenta desentrañar los momentos más decisivos de Becerra, y el impulso final de su poesía. Es una poesía destinada no a cantarle a la naturaleza, sino principalmente a someter el “antiguo y vencido rito de la razón”. Becerra pone en entredicho la semejanza entre el conocimiento del mundo y la realidad. Conocemos, dice, sólo la apariencia de las cosas, no sus causas. De alguna manera, estaba sometiendo a la poesía a un laboratorio para hacerle un diagnóstico y así poderla descifrar.

Ramón Xirau, en “La Cultura en México”, suplemento de Siempre! núm. 436, junio 17, 1970, p. viii. 5 Este texto fue reproducido en “La Cultura en México”, suplemento de Siempre! núm. 436, junio 17, 1970, p. viii, de donde cito. 4

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Estos elementos y otros más propios de la poesía de Becerra han llevado a algunos estudiosos a afirmar que fue uno de los poetas modernos de Hispanoamérica. Alberto Julián Pérez afirma que, en los años sesenta, el periodo de productividad del poeta tabasqueño, hay un “florecimiento de aquellos procedimientos poéticos que las vanguardias históricas habían consagrado en Hispanoamérica en la década del veinte”. Así, Becerra queda junto a obras como Trilce (1922) de César Vallejo, los dos primeros volúmenes de Residencia en la tierra de Pablo Neruda, publicados hacia 1933 y 1935. La poesía de Becerra pertenece a este afán múltiple por diversificar las formas de la expresión poética. Desea rebelarse contra la herencia de sus mayores. Como dice José Donoso, en los años sesenta la preocupación del escritor era cómo hacer a un lado la tradición, es decir, el lenguaje arcaico, local, “sin alas”, anclado al país natal, y crear un lenguaje universal. Romper las fronteras era “inventar un idioma más amplio y más internacional”.6 Becerra es muy joven para no aliarse a su protesta. La juventud se apropió, de una manera excepcional, de lo que fuera nuevo, innovador. Más que un gesto consciente puede leerse como una acción de rebeldía, pero a fin de cuentas, el efecto buscado se logró: usar un lenguaje nuevo en la calle, un argot en las relaciones amorosas, el café, la universidad y sobre todo en el arte. Ya se sabe que Becerra pasó por varias revistas de esos años: El Corno Emplumado, Cuadernos de Bellas Artes, Diálogos, Revista Mexicana de Literatura, Pájaro Cascabel, y otras. Pero se inició en Cuadernos del Viento, la publicación de Huberto Batis y Carlos Valdés. Ahí publicaron muchos amigos suyos: en el número 22 Juan Manuel Torres sacó el cuento “Desde la tierra”; José Emilio Pacheco, textos de crítica literaria y traducciones (entre otras, una de Tristan Tzara); Francisco Cervantes tradujo La floresta de lo ajeno de Pessoa; también publicaron Alberto Dallal, Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, Homero Aridjis, etc. En 1963, Becerra debutó en Cuadernos del 6 Véase José Donoso, Historia personal del boom, Anagrama, Barcelona, 1972.


Viento con “Basta cerrar los labios”, uno de sus grandes poemas incluido en Los muelles. Batis lo recuerda así: Estudiaba arquitectura y se descolgaba a la Facultad de Filosofía tras las muchachas y los cursos de francés. Le di una revista, me trajo poemas que me gustaron; luego le publicamos también en la Revista Mexicana de Literatura. Me tocó sacar sus últimos poemas en la revista La Capital en 1969, que me mandó de Inglaterra. Ambos habíamos pedido la beca Guggenheim (a mí me la “heredaba” Max Aub), pero sólo la obtuvo él. Vino a despedirse de mí con mucho afecto. Le tocó irse antes que todos.7

El paisano y gran amigo de Becerra, Manuel R. Mora recuerda que el joven poeta lo visitaba a menudo. Hablaban de literatura con meticulosa alegría. Lo vio balbucear, pero sabía que Becerra no era sino un poeta. “Comenzó escribiendo cuentos y nosotros le aconsejamos dedicarse, de lleno, al trabajo poético, a la poesía. Ese era su mágico camino”. Mora recuerda también sus ojos alucinados que se cerraron para siempre en la misma tierra donde Byron perece, “comprometido con la libertad”. Para él, Becerra fue grande por la fuerza de su poesía: Lo recuerdo tranquilo, cuando menos en apariencia. Por dentro estaba el sacudimiento, la ceiba en llamas, la campana que agitaba su sangre. [...] No fue vida frustrada la suya, por haber muerto joven. Rimbaud también tuvo su encuentro prematuro con el punto final. Empero, José Carlos dejó obra plena como maciza corona de oro blanco.8

La tesis de Mora es clara: la obra de Becerra no se quedó a medio camino con su muerte temprana como se ha dicho a menudo, sino llegó a la cima. Lo demuestra la intensidad que hay en cada libro suyo. ¿En qué sentido hay que tomar esta afirmación? Hay quienes creen que su repentina muerte truncó una obra. Es falso. A la edad que murió, Becerra había

Huberto Batis, Lo que Cuadernos del Viento nos dejó, Ed. Diógenes, México, 1984, p. 150. 8 Manuel R. Mora, “José Carlos Becerra, poeta intemporal”, Expresión, 1, julio-agosto, 1984, s.p. 7

sacado de su ser lo más hondo y misterioso que podía dar como poeta. Hubiera escrito más. Pero poemas que serían afines a lo primero, extensiones de su paraíso literario. Lo que dejó basta. Es una obra abrupta, llena de misteriosos contrastes, de sacudimientos interiores, de muerte y de vida. ¿Se le puede exigir más a un poeta? Creo que no es posible exigirle nada a esta obra, excepto la continuidad del ritmo que mantienen sus versos, de los que se puede decir con seguridad que “pecaron contra la luz” y que representan una rara muestra de la ebriedad de la luz. Becerra murió siendo un gran poeta, lo dice con meridiana claridad su maestro Pellicer. El retrato de Becerra hecho por Pellicer es un canto a sí mismo. Pellicer se desdobla. Lo tituló “Un instante con José Carlos Becerra”. El primero de junio de 1970, el día en que Becerra era sepultado y se reconocía al mismo tiempo la enorme pérdida que había sufrido la poesía mexicana, Pellicer escribió este poema pleno, en prosa: El hombre que empezaba a hablar se nos ha ido. Era un poeta, un poeta en el horizonte mayor de esa palabra. Nos habló de su angustia por lo que es y ya no es o acaso casi no fue o si fue no fue exactamente lo que quisimos o soñamos. Fue el amante ideal cuyas mujeres poco supieron de él. Y es que el amor es angustia y la resignación es poesía... Poeta grande en cuya monótona sonoridad escuchamos lo más hondo de la experiencia. Poeta admirable cuya imaginación poderosa y su alta conducta humana nos renueva la fe en el hombre en medio de la desolación con cuya muerte me deja.

Parece evidente que hablar de Becerra es ponerse a restaurar una obra y una vida de una riqueza enorme, recreando su lenguaje del que se apropió y esculpió de una manera muy especial para un fin específico: la poesía. Lo usó como evocación del dolor y de la alegría, del viaje y de la nostalgia, la que lo guió hasta su muerte. Tal vez esto explique su vocabulario extenso, a veces extraño, gobernado por una sintaxis sin lógica, en el que cabe el mar, el río, las mareas, los muelles, la selva, los amantes, el sueño, lo real y lo aparente, la historia, la pesadilla, la muerte y la resurrección.

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José Carlos Becerra en 1968 (del archivo fotográfico de María Carlota Becerra). Fotografía tomada del volumen La ceiba en llamas, Álvaro Ruiz Abreu, México, Cal y Arena, 1996.

El corazón ennegrecido

chisporrotea igual que una hoguera que el invierno luce en el pecho como un coral amargo

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Pablo Molinet


Guardo devoción por un poema de Relación de los hechos, “La corona de hierro”, que descubrí hace unos veinte años, en la edición que Hugo Gutiérrez Vega preparó para Material de Lectura. Nada de mi propia tradición me había cimbrado como ese texto salvo “Nocturno de los ángeles”, de Xavier Villaurrutia, y debí esperar hasta 2004 para que una antología de Francisco Hernández, El corazón y su avispero, me propinara una sacudida así de brusca. “La corona de hierro” reviste, por supuesto, las virtudes de libro al que pertenece: la anchurosa respiración versicular de un lector de la Biblia; el vigor verbal que empuja esa forma, el versículo, tan demandantemente corpórea, orgánica, de modo que se va desdoblando en cláusulas hasta consolidar imágenes complejas de gran riqueza visual y de sentido, como la que da título a esta nota. El poema acusa, también, un desacierto de primer libro: la consigna de contundencia a toda costa obliga a convivir a lo afortunadamente enigmático con lo meramente críptico. Como lo leo, escribió este poema un muchacho de su ciudad y de su época que veía películas francesas y se las tomaba terriblemente en serio; el texto en cuestión depende fuertemente de ese pivote dramático, tan Cahiers du Cinéma, tan nouvelle vague, de conferirle una suerte de magna trascendencia existencial a un tipo de relación de pareja marcado simultáneamente por la fugacidad, la duda, el ímpetu erótico y la intensidad y profundidad de las conversaciones. “La corona” no es el único poema sentimental de Relación de los hechos. Lo hacen único su urgencia y desolación, que se enlazan a esa potente solemnidad mítica del primer Becerra, esa cualidad de inscripción labrada en un alfabeto remoto en la que se alcanzaran a atisbar, entre desgaste y borradura, las palabras fatales de una ruptura amorosa; el texto consigue una resonancia grave y apesadumbrada como una campana que doblara a muerto en un tiempo “otro”, que no es el pasado del mito ni el presente de las querellas del muchacho dolido: una intemporalidad que es una de las máximas aspiraciones de la poesía lírica.

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Debilita a la línea inaugural la invocación aciaga del Olvido —uno de los dioses menores del bolero—; no obstante, la que le sigue resuena poderosa, decisivamente en la emoción y en el entendimiento: “enumerar los hechos construidos y destruidos por el amor”; un tiempo débil y un tiempo fuerte, un ascenso cuasiinvisible y un descenso en torrente, un contraerse y un embestir: los dos tiempos de la ola, del estro oceánico de José Carlos Becerra. La pulsión erótica se funde con la onírica: “bajamos los escalones del deseo escuchando el golpe del viento en las más altas ventanas”, y llegamos a “todos los sitios donde la noche enciende los cuerpos enlazados / como antiguos y eternos sistemas de navegación”. Las construcciones afortunadas se suceden: “el túnel de lo que no pude decir”, “la mano que lleva la caricia como una lámpara”, “todo lo que al besar un cuerpo nos incumbe”. Hasta aquí, el hilo discursivo es elemental y previsible, y depende por entero de la elocuencia y la imaginación del autor. Sin previo aviso, en una maniobra tan incomprensible como certera, el texto gira sobre sí para autorepresentarse: “esta enumeración inventora de frutos y luces de guerra, / donde el corazón ennegrecido chisporrotea / igual que una hoguera que el invierno luce en el pecho / como un coral amargo”; en estos cuatro versículos leo un núcleo emocional, una poderosa metáfora del finiquito amoroso, pero también una representación del poema como mancha tipográfica sobre el papel: brasas y cenizas negras sobre el pecho [blanco] del invierno, a ello me autoriza una aparición posterior del invierno “como un guerrero blanco”: Con ese giro el poeta, cuya “máscara” “no fue tallada en ningún taller audaz del alma” —segundo giro imprevisible—, ha transformado su discurso previo y puede conducir la pieza hacia un sitio inopinado, donde no hay más fuerza, religión ni libertad que “esas

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palabras con su aire de carne, con su bosque de sangre,/ con sus extrañas colindancias con el hierro,/ enumeradas al borde del mundo por aquellos que deciden partir […]”. Sequitur: de esas palabras estará fundida la “antigua corona” que “la noche, ella misma,/ puso en las sienes de la ciudad”. Un cuarto vuelco se encuentra en el preciso cierre del texto: “... y por las calles de la ciudad el invierno se yergue / como un guerrero blanco”: esas líneas, colocadas tras puntos suspensivos, irrumpen sin más; si ancladas en la potente aparición previa del invierno, no proceden de las inmediatamente anteriores y, sin embargo, clausuran el texto con una justeza —subrayo— inexplicable. El poema de ruptura, estación ineludible de cualquiera que se inicie en estos asuntos, se transformó en un objeto verbal muy distante del mero planto de abandono y despecho. Qué admirable notar la cantidad de cosas disímbolas que llamamos “poema”. Sin duda, la diversidad —ideológica, estética, formal— es cosa de festejar; empero, ocurre una rivalidad formada por un conjunto de unilateralismos: imposiciones políticas, coacciones formales, exigencias de novedad o de tradición. ¿Qué “recompensas” sensibles e intelectuales derivan, de la frecuentación del mismo género literario, lectores tan distantes como los de Coral Bracho y Mayra Santos-Febres? Ese conflicto, aparentemente tan de hoy día, es transparente en la obra becerriana. La corona de hierro iba a ser el título de Relación de los hechos. Rememora José Emilio Pacheco: “Una noche discutí casi a gritos con Becerra porque me parecía espantoso el título de película fascista, La corona de hierro, que había dado a su gran libro. Cuando ya estaba en pruebas aceptó al fin ponerle Relación de los hechos”.


Basta con abrir El otoño recorre las islas: el volumen se desgaja entre la voz in statu nascendi de Los muelles, el torrente luctuoso de Oscura palabra, la anchurosa liturgia verbal de Relación, y las diversas exploraciones críticas de los poemas reunidos póstumamente por Pacheco y Zaid. Poemas posteriores a Relación, como “La Venta”, “Batman”, “El Halcón Maltés”, son los unánimemente subrayados y estudiados. Hay buena razón: la conciencia crítica se afina y sofistica, los hilos que el texto tiende a la realidad y la cultura se alargan y robustecen. El ritmo primigenio de Becerra se transforma en un enérgico, moderno staccato. Sin restarle ápice de valor a esos textos, lamento la transformación. Que la poesía comience donde la argumentación termine. Que el arte todo principie donde la explicación más ceñida y aplomada se torne, ay, balbuceo. Que interseque con la fe y con la magia —también con el trastorno psiquiátrico y las capacidades diferentes—. He allí un postulado romántico, sí, que se sustenta —como el propio Romanticismo— en tres nociones sumamente indigestas hoy día, bello, sublime e inefable, sobre las que a su vez se asienta esa bête noire de materialistas, neólatras y fashion victims, la lírica. El discurso imantado, sonámbulo, todo sugerencia y veladura, que no se somete a exigencia política o académica ni le paga peaje a la lógica. Ritmo de conjuro, sensualidad y lujo verbales, inmersión o vuelo abisal. No se la puede fingir ni adquirir; es un poder que se expresa y canaliza mediante el lenguaje ritmado —así como otros se manifiestan mediante el cuerpo o de los instrumentos musicales o plásticos—. El poder primordial, primario de Neruda, de Pellicer, de Aurelio Arturo, de Sabines, del Becerra que me interesa. Los lectores de lírica, ¿qué peticiones formulamos a un poema? Una: que hechice y enaltezca la realidad

material y factual (cfr. Eloges, 1911; “The Love Song of Alfred J. Prufrock”, 1915; “Tabacaria”, 1932). Otra: que sea deliberada, sostenida, virtuosamente “bello” en sus sonidos y cadencias, en las imágenes que concita, en las atmósferas que sugiere. Otra más: que, una vez ejecutado el desmontaje crítico del texto, persista “algo” irreductible a la explicación y memorable por razones no necesariamente retóricas; que contenga, pues, una carga indecible, pues lo opuesto concierne a otros registros del texto escrito, literario o no. La petición de enaltecer la realidad lo será también, necesariamente, de buscarla en su impureza: no debe confundirse el impulso lírico con la fuga mallarmeana. La belleza no corresponderá a la encantadora ilusión prerrafaelita, sino a lo que, famosamente, Hugo llamó “escalofrío nuevo”, noveau frisson en Baudelaire. Lo inefable no será lo escamoteado al lector, o lo fingido mediante imprecisión y sfumato, sino lo que honradamente no podía explicarse a sí un —digamos— César Vallejo por más que retorciera la gramática y presionara el motor de la adjetivación más allá de su máximo de revoluciones. En efecto: con estas peticiones entiendo por poesía lírica la lírica moderna, cuyo auge es cosa del siglo pasado. Acaso deberían reformularse, acaso barajarse en un orden distinto. Creo que hay una del que no puede prescindirse: que el texto lírico contenga un elemento que simple y sencillamente no se pueda decir. La primera vez que leí “La corona de hierro” y la más reciente no pude dejar de preguntarme —como también me sucede con cierto andante de Bach o con “Feelin’ good” de Nina Simone—, ¿cómo puede ser esto?, ¿de dónde salió?, ¿cómo consiguió alguien de mi propia especie concebir esto? Una función del arte será ponernos esa pregunta en el entendimiento, a sabiendas de que no tiene respuesta.

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José Carlos Becerra en 1968. Fotografía tomada del volumen La ceiba en llamas, Álvaro Ruiz Abreu, México, Cal y Arena, 1996.

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La significación oscura del silencio

Relación de los hechos de José Carlos Becerra Milton Medellín

Consideraciones dispersas sobre el silencio Para el místico, el silencio es el lugar o dimensión profunda de la realidad en que se encuentra la divinidad en su expresión. Es decir, paradójicamente, el silencio es la dimensión expresiva del misterio divino. Las meditaciones monásticas de cartujos, benedictinos e ignacianos en la tradición cristiana apuntan a este hecho fundamental de presencia y conciencia: el silencio aguza la quietud de la conciencia para intuir la presencia de la divinidad, pero la misma divinidad —en un sentido difícil de expresar racionalmente— se comunica a los seres humanos en silencio. El filósofo hindú Ramón Panikkar nos dice que: “Sólo en el silencio puede oírse lo divino, y así lo vemos en casi todas las tradiciones espirituales. […] El silencio es el espacio vacío en lo íntimo de nuestro ser, el vacío que deja espacio a la theosis, a la divinización”.1 Por su parte el poeta Roberto Juarroz, influenciado por el zen y los neoplatónicos (al igual que por Antonio Porchia), habla de un silencio mucho más mistérico que divino, mucho más apeiróntico, es decir, es un silencio en que la poesía asiste como testigo diferido de las antiguas y telúricas formaciones de la realidad: “El silencio que queda entre dos palabras/ no es el mismo silencio que envuelve una cabeza cuando cae./ Ni tampoco el que estampa la presencia del árbol/ cuando se apaga el incendio vespertino del viento./ Así como cada voz tiene un timbre y una altura,/cada silencio tiene un registro y una profundidad./ El silencio de un hombre es distinto del silencio de otro/ y no es lo mismo callar un nombre que callar otro nombre./ Existe un alfabeto del silencio,/ pero no nos han enseñado a deletrearlo./ Sin embargo, la lectura del silencio es la única durable, tal vez más que el lector”.2 1 2

Raimon Panikkar, Obras completas. Tomo I. Mística y Espiritualidad, Barcelona, Herder, 2015. Roberto Juarroz, Poesía Vertical, 1958-1975, México, unam, 2012.

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Para George Steiner, en la conferencia El poeta y el silencio, hay un carácter sacrílego en el poeta que osa hablar y crear a partir del silencio, casi retando a los dioses. Sin embargo, para Steiner es preciso y decisivo que la palabra tenga sus fronteras; en la luz, en la música y sobre todo en el silencio, el poeta encuentra el abismo infranqueable por medio del lenguaje que le comunica presentidamente con la divinidad: Donde cesa la palabra del poeta comienza una gran luz… […] porque el habla nos defrauda tan maravillosamente, experimentamos la certidumbre de un significado divino que nos supera y nos envuelve.3

Cuando el poeta trata de dar constancia de tal rodeo de luz divina en el silencio presentido, el lenguaje se estira a tales límites que no alcanza a articular completud sino balbuceo: “un no sé qué, que queda balbuciendo”. Steiner se refiere también en esta conferencia al silencio de Hölderlin y Rimbaud, cuyo carácter es inefable y no necesariamente un fracaso, sino una culminación de obra; es, según sus propias palabras: “la elección del silencio por quienes mejor pueden hablar”, y denota una consecuencia esperada cuando el poeta rechaza la cualidad convencional e histórica del lenguaje. Pero ni el silencio como conclusión poética (Hölderlin) ni como superioridad de la acción sobre la palabra (Rimbaud), explican para Steiner otra forma de silencio característica del siglo xx, ya que dada la inhumanidad lingüística que provoca la crisis del tiempo presente, se lleva al escritor a dos opciones similares entre sí: “tratar de que su propio idioma exprese la crisis general, de transmitir por medio de él lo precario y lo vulnerable del acto comunicativo o elegir la retórica suicida del silencio”. Tal es, aparentemente, el caso de José Carlos Becerra en Relación de los hechos, ejemplificación de una crisis en el decir y en el “presentar”, ya que los grandes relatos en que se amparaba la palabra dejan de tener valía, dejando al ser humano del siglo xx en una

especie de orfandad ontológica que sólo vale expresar honestamente con el lenguaje de la ausencia… y con la significación oscura del silencio. Relación de los hechos: instantes de silencio plenos de oscuridad Ya el mismo José Carlos Becerra dejaba entrever en conversaciones y entrevistas una consciencia de la relación de lo luminoso con lo numinoso, de la luz con la oscuridad, cuya mediación en numerosos versos de su poesía, es el silencio. Por ejemplo, en la entrevista a su maestro Carlos Pellicer, el poeta dice: “A veces, en la obra de ciertos grandes escritores, uno siente que hay una transmisión de la luz mediante la oscuridad”. Y más adelante, en la misma entrevista afirmará: “Maestro, entonces podríamos decir que la oscuridad es a veces una necesidad de la luz para ver o iluminar mejor”.4 También nos deja constancia de la otra cara de la moneda en su labor: su conciencia de la vocación como voluntad de forma y disposición a la precariedad y finitud. Conversando con el escritor Federico Campbell, el escritor de La Venta dejaría constado: A la caza de esas imágenes, el poeta se lanza desesperadamente para volver a vivirlas, pero fatalmente fracasan, porque esos instantes al ser atrapados por la red de cazar de mariposas (que en el caso del poeta se llama imaginación), al debatirse esos hechos que fueron reales en la imaginación del poeta, se convierten en palabras, en monedas de cambio.

Ya sin la ingenuidad de los antiguos, que veían en la palabra un fulgor de la cosa, Becerra es consciente de lo que implica escribir en un mundo en que la certeza de la realidad se encuentra escindida por la desconfianza hacia el lenguaje. El poeta da testimonio de las cosas, pero no guarda ninguna certeza de la posibilidad real, digamos epistemológica, de su oficio. Se puede conocer en el lenguaje, pero no estamos seguros de que conozcamos la realidad. José Carlos Becerra, El otoño recorre las islas (Obra poética 19611970), México, Era, 1981.

4 3

George Steiner, Lenguaje y Silencio, Barcelona, Gedisa, 2003.

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Me parece que es esta dualidad becerreana entre conciencia de la relación luminoso-numinoso y falibilidad del oficio poético por la desconfianza ante el lenguaje, lo que crea una compleja y fascinante poesía de tensión significante, plena de instantes oscuros, asediada por menciones del silencio y —en el fondo— atisbando una luz en la realidad nombrada. Esto hace de la obra de Becerra un sistema de imágenes cinemáticas que, al oscurecer la realidad, atisban su epifanía, su oscura iluminación. Para intentar sustentar las anteriores intuiciones, tomaré fragmentos de Relación de los hechos en que se menciona a la oscuridad en relación a la luz o como promesa velada de ésta, y fragmentos en que el silencio es una explícita significación oscura. En la primera sección, llamada Betania, encontramos algunas menciones a la oscuridad como contraparte de una luz presentida: “Creo en lo oscuro de la materia, pero su renombre no es oscuro;/ Dios ha entrado en su tumba tranquilamente/ porque cree en el poder de los hombres para despertarlo,/ porque los hombres se anuncian los unos a los otros/ con una luz escarlata y colérica.” (Betania. Aquí podemos ver cómo el poeta, por la conciencia de su falibilidad, cree en la materia oscura, y sin embargo existe un renombre no oscuro, también hay una promesa de despertar divino en los seres humanos, y como resultado en tanto sucede tal promesa, nos quedamos con una luz escarlata… quizá una luz oscura. En “Declaración de otoño”, de la misma sección, se nos da un par de versos ya célebres en los estudios literarios becerreanos: “...dadme mis huesos y los huesos de mis muertos/ y los pondré a florecer en la noche”. Aquí se nos da la promesa, tal vez no de luz, pero sí de florecimiento, que es una especie de dar a luz en medio de la epifanía de la muerte. Más adelante se nos dice en el mismo poema: “He visto el latigazo de la ceniza en los cuerpos dormidos,/ el miedo lustrado por unas manos silenciosas,/ la luz enhebrada por lo más lejano de los ojos,/ el oro con su infancia en la primera gota de sangre.” (subrayado mío). Esta luz enhebrada por lo más lejano de los ojos podría ser una promesa de luz ante el latigazo de ceniza de la muerte, forma

de silencio y oscuridad en la poética becerreana. Y finalmente, en el poema La otra orilla, se nos hace una mención más explícita del silencio: “Aquella primera canción, aquella primera canción tal vez no vino nunca,/ aquella cuyo silencio ahora se refleja en el rumor de esa brisa en los almendros,/ tal vez su silencio, quiero decir el rumor de estas hojas, es el único espejo/ donde yo me reconozco, donde yo me miro con atención, subordinado a lo fatal de esa imagen”. En la segunda sección, “Apariciones”, de corte amoroso y en relación a la noción del fenómeno amatorio como una suerte de fantasmagoría, encontramos menciones más explícitas al silencio en su oscuridad significada; por ejemplo, en el poema que da título al libro, “Relación de los hechos”, el poeta nos dice: “Yo miraba igual que los ríos,/ verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la eternidad retiraba de la muerte/ igual que retiran el vendaje de la herida curada./ Yo descubría pasos en el amanecer/ y me cegaba aquel silencio que como mano oscura parecía cubrir la vida de todo lo dormido”. (subrayado mío). He aquí un primer indicio de significación oscura del silencio, en que los restos humanos son retirados a su eternidad, en que se descubren pasos al amanecer (clarear del día), en que el silencio es una oscuridad que parece cubrir a la vida, descubriéndola. En “Rueda nocturna” tenemos al silencio ante el vacío, también en la oscuridad ésta vez de la noche: “Es esta noche y este regreso,/ es mi cuarto que gira como un animal herido,/ es la brisa que sale de las manos abiertas de los árboles,/ es el silencio inclinado sobre el vacío como la cabeza de un rey anciano.” En “La bella durmiente”, observamos una mención al contraste oscuridad-incendio, no menos importante en paradoja: “En mi voluntad arde un pájaro oscuro,/ las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos desconocidos,/ han tomado el aire verduzco de las estatuas, de las vagas y dudosas/ realizaciones de que habla la Historia,/ y esta frase se siente perdida… Los símbolos ardor, voluntad y oscuridad dotan a este grupo de versos de una suerte de epifanía oscura (apofática). Ante lo desconocido del misterio la voluntad arde, sin embargo,

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las palabras palidecen en su precariedad, como todas las creaciones de la Historia, ahora vagas y dudosas por no haber fundamento, pálidas cual estatuas. En la sección “Las reglas del juego”, con el poema que da nombre a la sección, tenemos todo un proceso escritural poético en que el silencio, su oscuridad de noche y sus rítmicos vaivenes dan lugar al hallazgo epifánico oscuro de la poesía: “…y he aquí que la frase delibera su propio silencio./ Oh noche casual de estas palabras,/ oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio retorna a la primera frase,/ en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar,/ y las bestias de la niebla ponen su vaho en los nuevos espejos”. Más adelante también se habla de ciudades empañadas por el “silencio de los muertos”, imagen seguida de las “costas oscuras donde la lluvia suena como un cuerpo arrojado a las playas”, en una proximidad que ayuda a sostener esta interpretación que hacemos del silencio oscuro, el silencio seguido de la oscuridad traído tal vez por el “cansancio de la imaginación” ante la imposición del “Poder que quiso ser Belleza/ y el Sofista” vestido de gala luciendo las ruinas de su condena (“Señal Nocturna”). Tal vez este silencio oscuro ocurra por el peso de nuestros muertos, pero “¿Muertos de quién? ¿A causa de qué enfermedad vergonzosa o de triunfante senectud?” dice el poeta, acaso será que estamos cansados de “escudriñar la lengua”, del “manoseado discurso” que causa un “dolor atrapado por un lance de eternidad que tal vez olfateamos” sin asirlo (“Licantropía”). Modernidad en que la unidad orgánica y ontológica se ha perdido, por culpa tal vez de “una extracción mundial, practicada por los sepultureros de lo divino, que nos ha vuelto simples “vegetarianos en el peor de los prostíbulos”, el de las ideas. Buscamos volver de nuevo al mundo que nos ha arrebatado este tiempo nublado, y “una música antigua se oye a lo lejos/ y el silencio enciende el fuego de la vejez en el brasero de nuestras casas” (“Ulises regresa”). Al encontrarnos con la última sección, “Ragtime”, nos damos cuenta que José Carlos Becerra está seguro del oficio que enarbola y lo que en él espera: “cada

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palabra que llega a mis labios me trae un oscuro mensaje/ de aquella, la Palabra desconocida y presentida, que yo sigo esperando”. El oscuro mensaje de un éxtasis ensombrecido por la pérdida, mensaje que “oscurece las cosas nombradas” dejando a aquél que se atreve a ser un polinizador de los escombros de este tiempo, con la sensación de que: “hay algo sin embargo en el lodo y en la palabra de aquel que ha escuchado el portazo del vacío,/ hay algo dulce y obstinado en las oscuras manchas de sal que el amanecer deja en los rostros de los recién llegados a los puertos”. Últimas consideraciones Según el filósofo Jean Guitton, en su libro Lo impuro, existe una tensión histórica entre la letra y el espíritu que se va desarrollando de formas contradictorias en la historia de la palabra humana. Tal desarrollo dialéctico está vinculado a una inhabilidad del ser humano para conjuntar de forma integral la carne y el espíritu. La tentación de un lenguaje puro mutila a la palabra de su capacidad de comunicar, es sólo espíritu sin mediación asequible. Del mismo modo, inmanentizar la letra y prescindir de su sentido es cosificar el discurso poético, mutilar su luz. La poética de José Carlos Becerra, en la interpretación que intentamos en relación a la triada silencio-oscuridad-luz, se acerca al problema de la encarnación del lenguaje en su posibilidad espiritual. A pesar de su desconfianza ontológica, Becerra logra atisbar el misterio oscurecido de la realidad que tan perdida él sentía en sus concepciones. La significación oscura que Becerra hace del silencio, su paradójica conjunción de luz oscura en algunos de sus poemas, dejan vislumbrar un temblor sagrado de corte agnóstico y posmoderno; pues, como todo auténtico poeta que se precie, aun al negar sus certezas, su canto es participación —aunque dislocada, melancólica, des-dicha— en el misterio del ser en la palabra. Palabra que, en un mundo disociado como el nuestro, obliga a percibir al silencio ya no pleno de luz divina, sino preñado de significación oscura y humana posibilidad.


un arrebato profundamente melancólico

Relación de los hechos:

Audomaro Hidalgo

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José Carlos Becerra. Fotografía: Ricardo Salazar. Imagen tomada del volumen La ceiba en llamas, Álvaro Ruiz Abreu, México, Cal y Arena, 1996.


La aparición de Relación de los hechos marcó un punto de inflexión en la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo xx. José Carlos Becerra introduce un acento radicalmente distinto en lo que hasta ese momento se escribía en el país. La novedad de Becerra no está tanto en la forma ni en el paisaje de sus poemas, sino en la nueva visión del mundo que nos plantea. Al hablar de visión me refiero a la incandescencia de sus imágenes que logran, como quería Borges, tocar físicamente al lector: “cuando el tranvía del anochecer se detiene atestado en una esquina/ y sólo baja una muchacha triste”; a la profunda radicalidad de sus metáforas: “Ven a mirar mis osos polares”; a la puesta en crisis del lenguaje y, con él, de la idea del hombre moderno como un ser escindido, fragmentado: ¿De quién son ahora estas palabras? ¿Qué movimiento realizan en la conclusión de mis actos? ¿Qué apariciones y qué ausencias las hacen posibles? ¿Quién las está escuchando? ¿Quién las dirá de nuevo?

Vale la pena observar el contexto mexicano en el que aparece “el libro central de Becerra”, como lo define Octavio Paz. Hacia los años sesenta, Paz era ya la figura literaria consagrada internacionalmente, su obra se había consolidado y desde la India enviaba Blanco (1966), poema del espacio que intenta hacer un entronque entre la tradición poética de occidente, vía Mallarmé, y la filosofía oriental mediante The Hevajra Tantra y de todo lo visto, vivido, aprendido y sentido en Oriente. En México un grupo de jóvenes poetas se demoraba en la publicidad y la propaganda altisonante. Jaime Augusto Shelley, Juan Bañuelos, Jaime Labastida, Oscar Oliva y Eraclio Zepeda publicaron La espiga amotinada, en 1960, y Ocupación de la palabra, en 1965. La poesía, según el credo de estos poetas, debía ser un arma de combate: la palabra poética puesta al servicio de la revolución y, en consecuencia, del cambio social; Jaime Sabines había publicado sus primeros libros y casi al mismo tiempo, había engendrado a su vasto número de sempiternos lectores; José Emilio Pacheco y Marco Antonio Montes de Oca se revelaban como dos novísimos poetas destacados, que llegarían a consolidarse con el paso de los años. En muy grandes rasgos, este es el contexto en el que se inserta Relación de los hechos, de 1967. Antes de esta publicación, José Carlos Becerra formó parte de Poesía en movimiento, publicada en 1966. Esta inclusión fue

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y no fue un reconocimiento. Por una parte, Juan José Arreola publicó, en Ediciones Mester y con un tiraje de cien ejemplares, Oscura palabra, en 1965, el intenso poema elegíaco que Becerra dedica a su madre muerta. Serían muy afortunados los que conservaran aún hoy algún ejemplar de esta modesta edición. Por la otra parte, el hecho de que Becerra haya sido incluido en una antología polémica, discutida y de mayor circulación no sólo lo presentaba a más lectores mexicanos, sino que lo integraba al “canon” de la poesía mexicana establecido por Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco. Relación de los hechos está dividido en cuatro partes: Betania, Apariciones, Las reglas del juego y Ragtime. Las dos primeras partes están caracterizadas por la nostalgia de la presencia femenina (“el cuerpo donde comienza la exploración del mundo”) y por la búsqueda de un pasado que la imaginación poética, más que recuperar, crea. La mirada al pasado no es el recuerdo por el recuerdo, sino lo que la palabra enumera como nueva historia, como nueva “creación de los hechos”. El pasado no es lo que sucedió sino creación e invención verbal. Sin embargo, Becerra adquiere conciencia de que el lenguaje no lo puede decir todo. La creación engendra la duda, así se nutre de su propia negación: Yo iba a decir algo, yo tenía esta pluma en la mano (…) Es todo, yo iba a decir algo, yo iba a inventar algo.

El poema, a partir de Becerra, deja de ser una forma más o menos estable, una estructura sólida, y pierde su “centro” al fugarse en muchas direcciones. El poema en Becerra es una materia aparentemente informe, es un río que por momentos disminuye pero que avanza siempre abriendo aristas que favorecen una multiplicidad de significados. La base de todo el libro es un yo personal, inmerso en su historia íntima y colectiva a un tiempo, que a medida que avanza se funde en el “manoseado discurso”, e interroga constantemente los vínculos entre el sujeto y el lenguaje (es un “desafío verbal”), y de éste con la realidad:

“las palabras se cansan de volar y se posan jadeantes en aquello/ que solamente nombran”. Becerra duda siempre de las capacidades del lenguaje, así los poemas son “representaciones equívocas” de la realidad, precisamente porque ésta ha perdido su forma y su sentido. El poema es el espejo hecho pedazos de la realidad, el sujeto ya no se reconoce en el mundo exterior, es un tránsfuga en la vida de la ciudad: “Sí, yo voy huyendo (..) En las esquinas están los avisos, se promete mi captura”. Se ha dicho que Efraín Huerta es el poeta que reveló la plena existencia de la ciudad en el escenario de la poesía mexicana. Y es verdad, en Huerta sentimos por primera vez la presencia aterradora de la ciudad que crece imparablemente: la multiplicación paulatina de vehículos, el desmesurado aumento demográfico, el ruido de los tranvías, el habla vigorosa de las calles, los gritos enlazados de la muchedumbre, los improperios, en fin, todo el paisaje diurno y exterior de la urbe están en Los hombres del alba. Es natural que Huerta se ocupara de estos elementos: la ciudad que insensiblemente se extendía era una novedad para los poetas que escribían en aquellos años mexicanos, aunque pocos lo hayan sentido. Rubén Bonifaz Nuño, en Los demonios y los días, de 1956, nos muestra la amargura y la soledad del muchacho que llega a vivir a lo que es ya la ciudad moderna. El escenario que contempla no es el del tumulto de la gente ni el del ritmo frenético de la vida agitada de todos los días, sino el rostro de la soledad que impone y hace sentir toda gran urbe: Los días de fiesta se descansa; no hay nada que hacer; se cierran las tiendas; se encuentran los amigos, los novios. Salen de paseo los que pueden, y todos procuran alguna cosa que llene las horas desocupadas. Y aparece entonces evidente como nunca, rígida como nunca, la desolación del que está solo.

El descubrimiento inevitable de la ciudad enlaza naturalmente a José Carlos Becerra con estos dos poetas,

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tan afines en temperamento. Pero Becerra, a diferencia de Huerta y de Bonifaz Nuño, tiene otra idea de la ciudad. La modernidad es, entre tantas cosas, el descubrimiento de la yuxtaposición de tiempos y de espacios que coexisten. La presencia de lo sagrado en la ciudad moderna crea una nueva visión de la realidad. Esta noción, aprendida en T.S. Eliot vía Octavio Paz, hace de Becerra un poeta que integra en su poesía la “nueva medida de tiempo” en el que vive. Los primeros versos del poema “Épica” dan cuenta de esto: Me duele esta ciudad, Me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima como un muerto invencible, como las espaldas de la eternidad dormida sobre cada [una de mis preguntas. Me duelen todos ustedes que tienen por hombro [izquierdo una lágrima, ese llanto es una aventura fatigada, una mala razón para exhibir las mejillas. En estas palabras hay un poco de polvo egipcio, hay unas cuantas vendas, hay un olor de pirámides [adormecidas en el algodón del pasado.

En cuanto a la actitud crítica frente al lenguaje, hay una visible continuidad entre La estación violenta, de 1958, Relación de los hechos, de 1967, y Peces de piel fugaz, de 1977. Por ejemplo, en Becerra el lenguaje es exploración e incluso autoexploración; en Coral Bracho se trata de la creación de un lenguaje como objeto de sí mismo. Becerra es un poeta sensorial; Coral es una poeta “intelectual”, pero ambos poseen una dicción y una cadencia rítmica sensual. Becerra siente un ritmo; Coral crea el suyo. La poesía de Becerra está cargada de imágenes que pueden verse y tocarse; la de Coral está compuesta de palabras que son signos que encuentran su apoyo en el poema. Becerra es de “aquellos que asumen la noche”; Coral es una poeta de la luz, pero una luz tenue, más presentida que visible. Becerra apela a las emociones; Coral a la razón creativa. En fin, Peces de piel fugaz no es tanto el primer libro publicado de Coral Bracho, sino que representa el inicio —ahora podemos decirlo— de una obra concentrada, homogénea

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y sólida en la poesía mexicana de las última décadas. No podemos decir lo mismo de José Carlos Becerra, por razones que todos conocemos y que es aburrido repetir. Con esto únicamente he querido señalar el camino que ha seguido en México un tipo de poesía que basa su apuesta en la interrogación constante del lenguaje, desde Paz, pasando por Becerra y a partir de éste, continuada y prolongada por Coral Bracho, David Huerta, con su Cuaderno de noviembre, de 1976, y Gerardo Deniz, con Gatuperio, de 1978. El extremo opuesto a esta tendencia sería el camino recorrido por Eduardo Lizalde y Rubén Bonifaz Nuño. Quienes hemos tenido la fortuna de leer un ejemplar de la primera edición de Relación de los hechos, hemos sentido todo el aliento y el ritmo de estos poemas desbordados, sentirlos en su aire, extendidos por toda la página como una densa marea. Hago este comentario porque la única edición que circula desde hace tiempo de la obra Becerra, El otoño recorre las islas, no permite que apreciemos a cabalidad el ritmo de los poemas de Relación de los hechos, que en la edición de Era aparecen apretados en el mismo espacio, comparten la misma página casi hasta la asfixia, y en consecuencia, hay abusivos cortes en los versos que dificultan la lectura, además de la insensible tipografía minúscula con la que fue impreso todo El otoño… Al leer y releer Relación de los hechos es inevitable sentir la tentación de corregir algunos versos excesivos, limar asperezas, que las tiene, y muchas. Pero ese exceso retórico es parte consustancial de la apuesta que Becerra puso en este libro, algo sentido y no impostado; por eso la sensación que produce es la de ser un libro orgánico, escrito casi como un arrebato. Profundamente melancólica, la poesía de José Carlos Becerra no ha cesado de ejercer su poder de imantación. Quizá esto se debe a la casi completa oralidad de sus poemas, su dicción, a ratos veloz y otras veces sosegada, en un tono medio, no se aparta nunca del habla cotidiana: vemos y escuchamos sus poemas porque son “hechos construidos y destruidos” con el lenguaje de la vida diaria.


José Carlos Becerra. Fotografía tomada del volumen La ceiba en llamas, Álvaro Ruiz Abreu, México, Cal y Arena, 1996.

Apuntes para la recepción crítica reciente de la poesía de José Carlos Becerra:

de la neovanguardia al neobarroco profanos y grafiteros | 23 Ignacio Ruiz-Pérez


Después de los fundacionales ensayos de Octavio Paz (“Los dedos en la llama”) y José Joaquín Blanco en 1973 (“Como un árbol ganado por el viento”), la bibliografía sobre el poeta tabasqueño en las próximas dos décadas se reduce a inclusiones en panoramas de poesía latinoamericana, o bien a homenajes (testimonios, breves comentarios o poemas dedicados in memoriam) en periódicos, suplementos y revistas. Todos los textos elogian y mitifican la figura trágica del poeta muerto en 1970 en Brindisi, o bien constatan el valor de su poesía sin dejar de resaltar, sin embargo, su tono juvenil y su condición inconclusa, que ya antes comentaran Paz y Blanco en sus trabajos inaugurales. Tres ensayos pondrán de nuevo en circulación crítica y evidenciarán el carácter precursor de la poesía de José Carlos Becerra. El primero de ellos es “La poesía neovanguardista de José Carlos Becerra”, de Alberto Julián Pérez, que tiene la particularidad de ubicar por primera vez con bastante precisión al poeta tabasqueño en la avanzada de poetas hispanoamericanos neovanguardistas de los años sesenta. Según el crítico, los neovanguardistas, entre quienes se podría contar a José Carlos Becerra, reivindican los procedimientos estéticos de las vanguardias (hermetismo, ruptura formal, creación de lenguajes originales, efecto sorpresa, fusión sueño-vigilia, improvisación espontánea), a los que añaden la asimilación de la poesía de los beatniks, las invenciones formales del arte pop y los happenings. La segunda contribución notable es el libro de Álvaro Ruiz Abreu La ceiba en llamas. Vida y obra de José Carlos Becerra, el primero dedicado exclusivamente al poeta. Dos son las principales aportaciones de Ruiz Abreu: la ubicación de Becerra en la promoción de poetas que comienzan a publicar en los sesenta —Juan Bañuelos, Jaime Augusto Shelley, Jaime Labastida, Óscar Oliva, Eraclio Zepeda, Marco Antonio Montes de Oca, Gabriel Zaid, Sergio Mondragón, Francisco Cervantes, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis— y el legado literario del escritor. Para Ruiz Abreu, la poesía del tabasqueño emblematiza como pocas en el país el ideologema contracultural de su época gracias al empleo subversivo y delirante (cita, pastiche, intertextualidad) de los medios masivos de comunicación, la fotografía y el cine desde un contexto emergente —la

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Guerra Fría— para resaltar los disturbios y males del mundo moderno, todo lo cual llega a su mayor veta de escepticismo en Fiestas de invierno (1967-1970) y Cómo retrasar la aparición de las hormigas (1968-1970). Más aún, para Ruiz Abreu en pocos poetas mexicanos puede verse con tanta nitidez el pesimismo revolucionario de los sesenta, así como el “afán múltiple por diversificar las formas de la expresión poética”. Pero quizá la aportación crítica más novedosa y duradera sobre la poesía de Becerra es la que realizan Roberto Echevarren, José Kozer y Jacobo Sefamí en Medusario, de 1996, muestra de poesía en la que los editores ubican al tabasqueño en un contexto más amplio: el neobarroco latinoamericano, del que el tabasqueño sería un distinguido precursor. ¿Qué convierte a Becerra en un poeta neobarroco? Los antólogos responden sin dudar: primero, la imagen proliferante (rasgo compartido con José Lezama Lima) y acéntrica; segundo, la vacilación ante la ambigüedad de la exuberancia natural; tercero, el cuestionamiento fenomenológico y la conciencia de la realidad como una ilusión mediante el uso de la alegoría del cine; y por último, la condición metarreflexiva de su poesía, la cual se caracteriza además por su condición hipercrítica, al borde del vacío lingüístico. Ahora bien, quizá valga la pena cuestionarse en primera instancia por qué es a partir de la década de los noventa cuando la recepción crítica de la poesía del autor de Relación de los hechos experimenta un vigor renovado; y, en segundo lugar, qué es lo que ese nuevo impulso dice de los códigos estéticos de lectura de poesía desde entonces. A ese respecto, la obra de José Carlos Becerra se resemantiza porque su estética coincide con el horizonte de expectativas de los poetas y críticos de poesía nacidos en la década de los cincuenta (de Huerta a Bracho, pero incluso más allá, como se intuye en la poesía de Jorge Esquinca, Tedi López Mills y José Javier Villarreal). Esos poetas habían recibido la enseñanza proteica de los herederos críticos de la vanguardia —la poesía y los ensayos de Octavio Paz y de José Lezama Lima, así como las reflexiones posestructuralistas sobre el (neo)barroco y la imagen de Severo Sarduy—, y además habían leído la poesía radical de los poetas neovanguardistas —Saúl Yurkievich, Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, por mencionar tres nombres—, cercanos en edad, pero en quienes habían redescubierto con admiración y pasmo la práctica de un verso hermético, expansivo, espurio y profundamente radical, en pleno conflicto con el lenguaje mismo. La poesía de José Carlos Becerra, sobre todo en su última etapa, la de Fiestas de invierno (1967-1970) y Cómo retrasar la aparición de las hormigas (1968-1970), sugería además una transición natural del versículo al fragmento, con lo que anunciaba la visión del poema como un espacio heterogéneo, tenso y discordante, a

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contrapelo de las poéticas al uso en el contexto mexicano antes de los sesenta, pero que comienza a abrirse en los ochenta para consolidarse en los noventa. Se trata de una poesía acéntrica y nómada, articulada desde el vacío y profundamente crítica de los mecanismos de represión capitalista (léase la “comodificación” de las relaciones, los bienes y los servicios) en cuanto símbolos de una modernidad implosiva, heterodirigida y al borde de una hecatombe histórica. Así, en el contexto mexicano, la poesía última de José Carlos Becerra coincide más en tono y estrategias discursivas con la obra de Gerardo Deniz (1934-2014), poeta relativamente tardío cuya obra alcanza su mayor difusión precisamente en los noventa, pero que ya desde 1970, en Adrede, vislumbraba la tensión entre conversación y hermetismo propios del neobarroco y, me atrevo a decir, visible en poetas mexicanos más recientes, quienes han resaltado sin ambages la presencia de Gerardo Deniz en la poesía mexicana actual. Cuando se publica Medusario en 1996, las condiciones para la relectura de la poesía de José Carlos Becerra estaban más que dispuestas. De hecho, a partir de ese momento los estudios en torno a la obra del tabasqueño resaltarán en ésta su carácter contestatario y emblemático de la modernidad, y su condición menos derivativa y mimética de las poéticas al uso, según se puede leer en aportaciones críticas más recientes como las de Eduardo Milán. Las diferentes categorías para ubicar la poesía de José Carlos Becerra —poeta neovanguardista, neobarroco o incluso postmoderno— son los signos más palpables de su vigencia entre nosotros: por un lado, un autor cuya dicción ciertamente contradictoria (¿qué poeta verdaderamente moderno no es contradictorio?) anuncia la exuberancia hipercrítica, acéntrica y nómada del neobarroco (“construcción móvil y fangosa, de barro”, diría Severo Sarduy), pero que en su poesía última vislumbra también la sintaxis violenta y fragmentaria, y cierta voluntad engagé, la desconfianza (¿no es acaso la duda un signo de modernidad?), el humor y la autoironía que se puede apreciar en un sector de la poesía mexicana más reciente —pienso sobre todo en ese grado cero del poema-instalación y destotalizado que es Álbum Iscariote (2012) de Julián Herbert, aunque también en varios autores de la antología La edad de oro (2012) realizada por Luis Felipe Fabre—. Es precisamente en la herencia de la libertad subversiva de José Carlos Becerra y en la fragmentación de su dicción donde están los posibles derroteros que habrá de seguir la crítica en lo sucesivo.

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José Carlos Becerra en el cementerio de Putney Bridge, antes de su viaje a Alemania, España e Italia. Londres, marzo de 1970. Fotografía tomada del volumen La ceiba en llamas, Álvaro Ruiz Abreu, México, Cal y Arena, 1996.

Todo yo me sorprendo y me designo

José Homero

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Todo yo me sorprendo, todo yo me designo José Carlos becerra

Toda obra es una geografía de paisajes cambiantes y temperaturas extremosas. El acento que consideramos distintivo de José Carlos Becerra fue la adecuación de un estilo, la elocuencia del versículo que toma de Paul Claudel, Saint-John Perse y José Lezama Lima con un impulso metafórico, pleno de imágenes naturales rezumantes en melancolía. Su libro inconcluso, Cómo retrasar la aparición de las hormigas, corrige esta dicción eligiendo un verso breve, sucinto en su caudal retórico, contenido en imágenes —sello de la obra de juventud—, prófugo de la puntuación, sustento en la ironía, la cólera y un afán testimonial, que en momentos recuerda al ascetismo exteriorista tan en boga en esos años en Nicaragua, gracias a la actividad de Ernesto Cardenal. Es una poética severa y más que severa, amarga, cuya lectura deja acre regusto. Es la poética de un hombre para quien la naturaleza ha dejado de existir para convertirse en un cerco de palabras; el testimonio de los días venideros “cuando ni un centímetro de tu alma/ carezca de palabras”. Poesía destilada en los alambiques de la melancolía, que “es más hermosa que una columna griega”, se asume como una tentativa por resarcir una ausencia, que revistiendo muchos nombres: la muerte de la madre, la pérdida de la amada, la lejanía del país y la tierra natales, la infancia agotada, no oculta su esencial sentido de ajenidad. Si la melancolía es un destino, el humor del poeta no será consecuencia de esas pérdidas sino resultado del sentimiento de exclusión y el anhelo por recuperar mediante el instante la sensación de pertenencia: En mi poesía creo que la visión amorosa siempre es la misma. Hay una nostalgia del instante perdido, aunque el amor siga su curso. Si bien cada mujer es irrepetible, la visión del instante amoroso es siempre de alguna manera hermano o cómplice del anterior. Ninguna tarea es sin embargo más importante. Sólo la enajenación amorosa nos ofrece la recuperación total en nosotros mismos. De ahí

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que el filósofo medieval Abelardo pensara algo ya tan repetido: “Sólo a través de la mujer encontramos al ser que justamente somos”. “Alguien que es más yo mismo que yo”, como decía Claudel.1

Como Eduardo Lizalde, como el propio Gerardo Deniz, quien en muchos versos patentizó su vocación de celebrar la belleza tanto como zahirió la estupidez, Becerra desea celebrar el mundo y más que a una entidad cuya existencia es externa al punto en que éste nos compenetra, integrándonos. De ahí la insistencia en el tema de la separación que se actualiza en muchas facetas: la imposibilidad de retornar a la infancia y el consecuente extrañamiento al observar al niño que fuimos, la imposibilidad de comunicarnos y por ello la distancia que marca nuestras relaciones con la madre o las encarnaciones sucesivas de la mujer de la luna. No extraña que esa tristeza inherente a la lírica de Becerra surja de la disonancia entre concebir al poema medio para recuperar los instantes perdidos y la constatación de su fracaso con la consecuente permanencia de la soledad. Resultado de esta lección fue la madurez de Becerra como un poeta tan atento a la belleza como hipercrítico, tal lo comprueban las muchas y variadas alusiones a la fractura entre las palabras y las cosas, así como el fracaso de la poesía en tanto ritual, cuya más preclara y lúcida exposición es “La otra orilla”, empeño por recuperar el estado de armonía primordial que termina en derrota. Si bien la escritura de Becerra participa de una exuberancia natural que en principio remite a poetas adánicos como Carlos Pellicer o el Octavio Paz de La estación violenta, se ha soslayado que esa lujuria 1 José Carlos Becerra, El otoño recorre las islas, Ediciones era / sep, 1985, p. 288.

paradisiaca es indisociable de una condición lingüística: la espuma del mar se convierte en caligrafía, en el cementerio los nombres se mastican en silencio, las tardes cruzan el cielo como las palabras los labios. A diferencia de los autores mencionados no hay ya acuerdo entre hombre y mundo, el mundo sólo existe como cuerpo pensado, como reflejo del hombre. Existir es una condición lingüística; de ahí la exactitud del verso de “El azar de las perforaciones”: “todo yo me sorprendo, todo yo me designo”. Asombro y designación como una manera de enfrentamiento con la realidad, con el exterior. A la vez cribar esa riqueza sensorial e imposible de discernir mediante el cedazo verbal: Estamos despiertos. Pertenecemos a la voz que no volverá a nombrarnos. […] Olvidamos el nombre del objeto preciso, dejamos que la noche se descargue de sus sentencias [desérticas2

Empero, cabe señalar un sustrato romántico de identidad entre el cuerpo humano —de hombre o de mujer— y el mundo. Los primeros poemas ofrecen varios ejemplos de una correspondencia profunda no sólo entre el cuerpo y el paisaje sino entre el interior y los elementos naturales. En un primer movimiento, el individuo y el mundo, representado metonímicamente por el ciclo estacional, poseen relación, las variaciones temporales repercuten en el hombre: El otoño se despierta en mi pecho y se sacude las [plumas como pájaro caído fuera de la redondez de su canto.

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Íbid., p. 42

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El otoño se desbanda por mi pecho como un viento veteado de árboles.3

La piel, esa franja liminar, es también la zona donde coinciden ambos conjuntos. Si en una primera secuencia se establece una identidad biunívoca: cuerpo/ mundo, mundo/cuerpo (“la mar resuena como carne,/ como el golpe de un cuerpo que de pronto ha llorado”), en el movimiento siguiente, cuerpo y mundo, dejan de estar aislados, de existir como elementos separados para configurarse en un cosmos único, compartiendo los atributos. Es por ello que en la pasión erótica, los cuerpos se confunden con la noche: Cuerpos enlazados donde la noche atraviesa las islas, piel de hombre, piel de mujer4

Es acaso mediante esos instantes únicos, originales —el erotismo, la exultación poética, la música, pero también las variaciones del clima que introducen una irrupción en la atmósfera cotidiana: la lluvia, el viento—, que el poeta se esmera en aprehender, que se produce la vinculación, la fusión: Y es aquella costumbre de sonreír involuntariamente, de sentir esa brisa en los almendros que están dentro de mí, complicados con mi alma5 en tu alma han entrado la carne del mundo y la tuya [confundidas,6

éxtasis es la marca del derrotero de esta poesía. Un concepto nutrido acaso en la lectura de Octavio Paz, con cuyos alcances y principios coincide. Bajo esta óptica podríamos decir que Becerra considera al poema, a las “palabras”, para decirlo con su personal diccionario, como una herramienta para recuperar esos instantes trascendentes y a la vez como instrumento óptico para indagar detrás de la fantasmagoría de la realidad: Te hablo. ¿Desde qué palabra redescubrir tus labios, oír tu pecho que el mar camina profundamente?7

En ese momento en que la inteligencia pretende recrear el momento de éxtasis, de unión con el objeto, el encuentro no se produce. Por el contrario, se escapa, huye, se transforma. No es casual que en sus poemas abunden las alusiones a la metamorfosis ni que uno de sus poemas se denomine “El fugitivo”, o que en otros poemas mayores, “El halcón maltés” y “Batman”, se designen acciones y secuencias de fuga y persecución. En coincidencia con el concepto de diferir de Jacques Derrida, la escritura se convierte en una suerte de casa de espejos donde cada palabra, cada tentativa por capturar, por contener una experiencia deriva en otra experiencia, como si se tratara de una construcción en abismo, convirtiendo el anhelo en una prueba más de la imposibilidad de acceder a un tiempo que en la visión poética se determina significativo:

La gesta de aprehender mediante la piedra filosofal del verbo esos instantes hierofánicos en que individuo y mundo parecen confundirse, in/mergirse a través del

Íbid., p. 38 Íbid., p. 53 5 Íbid., p. 80 6 Íbid., p. 93

Pero cada silencio nos llevará a la palabra que nos refleja, pero cada palabra es el otro reflejo, el otro modo de tomarte por la cintura o por el sueño, por la noche que velan tus fantasmas.8

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Íbid., p. 48 Íbid., p. 55


las palabras, esas distancias de algo, esta mirada que vamos entregando y que sin embargo [no ha estado con nosotros, esta súbita prisa, esta forma de ojos, palabras, manos que quieren sujetar un tiempo que es [un rostro o el sonido de otra palabra,9

Si en principio Becerra comprendió la imposibilidad de reproducir la experiencia de trance, que puede ser inducida por motivos estéticos, místicos o eróticos, gradualmente ese sentimiento de impotencia se irá extendiendo hacia otras áreas del conocimiento, como enfatizan varios poemas de Relación de los hechos y de La Venta, donde encontramos una continua imprecación al arte, la historia y la razón debido a que no consiguen anular la invisible barrera que nos aleja del objeto: Yo iba huyendo de otros como se huye de uno mismo, de la propia palabra condenada al corazón de su propia [impureza, a la armadura de su propia memoria.10

La desconfianza ante el lenguaje responde en este caso menos al influjo de lecturas filosóficas que a la revelación de que la vida nunca estará a la altura de sí misma. Estética en cierto modo adolescente que consideró al poema un medio para reproducir, por convocar esos instantes de hierofanía, como si el poema ejerciera una función ceremonial —el credo en esa condición dimanaría de los nudos románticos tan perceptibles en su poética— sólo para constatar la impotencia de este medio para tal empresa. Fue precisamente por conceder a la palabra una función trascendente que el lenguaje ocupa un sitio esencial en la concepción de Becerra. De su percepción inicial como mnemotecnia del instante pasaría a convertirse en tema sobre el cual reflexionar en tanto conlleva un campo de reverberaciones semánticas enraizadas al engaño y un conjunto de elementos muertos e inútiles: “y por los pasillos de este lenguaje/se oyen las pisadas de los dioses muertos”, como podría haber escrito Nietzsche. el mundo cabe en un palabra porque el mundo no es [una palabra, ningúna mirada está consigo misma, ninguna palabra volverá sobre sí misma [...] hay mundo no sé dónde, hay una mujer, estoy yo cerca de ella, pero estamos en las palabras, en las afueras de otra [vida, de reflejo en reflejo, de alusión en alusión, de río en [río.12

En este poema, además de manifestar su desilusión con la presunta potestad demiúrgica del poeta (un ideologema de la tradición romántica particularmente popular en la época de la vanguardia heroica) fustiga por igual a la ley, la razón y la ciencia: Implacable ley aquella que ha sido plantada en el [árbol de la medianoche; cenicientas y príncipes retornan a sus casas cubiertas [por el polvo de las falsas adivinaciones, y la inocencia se disuelve en un puñado de arena que [levantan las pisadas de las cabalgaduras diligentes y ridículas de los funcionarios de la Razón y [la Ciencia. 11

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Íbid., p. 57 Íbid., p. 110 Ídem.

Como ningún otro poema, “La otra orilla” torna explícita la vocación por recuperar instantes consagrados, próximos a la experiencia diríamos hierofánica, la sensación de que el individuo accede a una dimensión sacra, y el fracaso de la poesía y del lenguaje para servir

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José Carlos Becerra, op.cit., p.58

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como mediador. “Yo iba a decir algo” se repite a manera de estribillo pero también como corolario de la imposibilidad justamente de proferir, de dar cuerpo al mundo. La vocación lingüística se traducirá en una creciente valoración del silencio y del lenguaje corpóreo como sustitutos de la imposibilidad del lenguaje para representar los fenómenos. Poeta semiológico en el sentido de considerar la realidad como una red de signos, Becerra abandonó la relación entre las palabras y las cosas para acercarse a los lenguajes no intelectuales: Para retener el habla el fuego necesita caminar más [aprisa que la sangre, aunque en los intersticios [de otro idioma otras pisadas por la grava impongan ahora la realidad [de estos árboles. Porque es necesario aceptar que la operación [formulada por tal movimiento admite el vuelo del murciélago pero en ningún caso la cercanía de deseo sustituye a la densidad dormida [de esa parte del cuerpo donde la mujer ahora [no responde. Y es que el cuerpo está en el deseo de una manera más real que en sí mismo. (Lo que desmiente oculta su verdadero resplandor).13

Concibiendo esta noche como algo inmóvil, bien [podríamos ser tú y yo los que están al otro lado, tu voz es un receptáculo indeterminado que no ha [terminado nunca, aunque en última instancia este espacio nos [haya suprimido juntos y estemos allá hablando, [esperándote yo rendido en la cama tibia mientras tú regresas del baño quejándote del frío. Porque el amor lleva consigo su propio espacio, porque el muerto no sentirá nunca su desaparición; la fosforescencia que se mueve sobre la superficie del [deseo que ha concluido.14

Los últimos poemas de Fiestas de invierno presagian ya el tono que dominaría en Cómo retrasar la aparición de las hormigas. Junto a la conciencia historicista y la oposición a la barbarie del Estado encontramos la sensación de que el erotismo no se configura más como un acto trascendente sino como mera experiencia carnal y funesta. El nostálgico del paraíso que fue Becerra no podía asumir como único paraíso esos instantes arrebatados a la avara cotidianidad: He aquí a la carne, maltrecha por la locuacidad del [espíritu, por la rabia nocturna del vino y de los asfódelos [incontestables del amor, amor; universo, a medias tintas el conglomerado [aceitoso por donde resbalas, te deslizas a la resurrección y apenas es el abrir y [cerrar de ojos de la carne debatiéndose en la red [astrosa de la idea, en el cuenco mismo del arrebato sin abismo y [del abismo sin forma y de la forma sin balas de [imaginación, la supra penuria astral, fuego, llameo amarillo, recreo: grillo de medianoche, [frotamiento, carne envalentonada por el festín del [miedo.15

Atribuyo dicha transformación a la lectura de José Lezama Lima y a la aparición dentro del sistema poético de Becerra del concepto de deseo, de movimiento sobre el mundo, con la consecuente orientación hacia el discurso como metonímico en vez de privilegiar la metáfora, que siempre aspira a una cristalización, una detención del tiempo. Las imágenes que emergen de tu cuerpo desembocan [en esta noche que no eres tú ni soy yo quienes [conversan en el cuarto de al lado y a quienes escucho [completamente solo. 14 13

Íbid., pp. 149 - 150

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Íbid., p. 208 Íbid., p. 211


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Lo sonoro permanece:

Reverberaciones: arte y sonido en las colecciones del muac Verónica Bujeiro ménades y meninas |

Reverberaciones: arte y sonido en las colecciones del MUAC. Museo Universitario Arte Contemporáneo, muac/unam. Fotografías: Oliver Santana

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El sonido tiene una presencia continua en nuestra vida: “Antes del nacimiento y hasta el último instante de la muerte, hombres y mujeres oyen sin un instante de pausa”, nos dice Pascal Quignard, y cuenta la leyenda que las enfermeras están entrenadas para anunciar al cuerpo que acaba de morir que ya es momento de dejar de escuchar. Pese a esta inseparable presencia, la humanidad ha puesto en una jerarquía de mayor importancia a la vista, acaso por ser el sentido que se basa más en la evidencia y no escapa como el éter fantasmal de lo sonoro. La experiencia de este sentido y su abstracción en el campo del arte ha estado representada por siglos en la domesticación que lleva a cabo la música, con sus diversas evoluciones, polémicas y cercos delimitados en la sala de conciertos o la grabación. Es hasta el siglo xx que la práctica de poner al sonido en un aparte que pudiera aspirar a una disciplina estética propia aparece en el panorama de lo artístico. Desde entonces se ha mantenido como una práctica que pertenece a una comunidad un tanto aislada e incomprendida por su disidencia y separación con la música, constantemente señalada como “ruidistas”, que abocan su ejercicio tanto a la captura, clasificación y organización estética de sonidos cotidianos, así como a la experimentación aural con miras a potenciar la experiencia en el acto de la audición. Una actividad controvertida, resguardada para el entendimiento y disfrute de unos cuantos, que, sin embargo, ha logrado penetrar paulatinamente los espacios de contacto con un público más amplio, como en el caso obvio de la fonoteca o el museo contemporáneo. Este último representa tanto una zona de legitimación como de confrontación para la disciplina, dada su histórica tradición centrada puramente en el arte dedicado a la vista, y un reto para los curadores, el público asiduo e incluso hasta para los custodios. Desde su inauguración en 2008, el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la unam ha contemplado el arte sonoro dentro de sus intereses, dedicando incluso una de sus salas a él —el Espacio de Experimentación Sonora—. A casi una década de haber sido erigido, el espacio ofrece una muestra que comprende la apertura e indagación en sus propios archivos con Reverberaciones: arte y sonido en las colecciones del muac

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(2017), en donde más que una revisión histórica, la curadora Pilar García indica que se trata de una colección de micronarraciones dentro del panorama artístico mexicano y donde “lo audible es el elemento que la articula”. Una licencia que juega con la ausencia y presencia del sonido y que alude al título en su sentido de permanencia, incluso en el silencio. Desde el ingreso a la sala que alberga la exhibición, entre los diversos sonidos que se escuchan, resalta el conocido sonsonete de música popular que invade prácticamente todos los sistemas de transporte de la Ciudad de México, acaso ya una señal identitaria del territorio, cuya fuente será revelada casi al final del recorrido. Dividida en ejes que bien pueden ser delimitados por la audiencia dada su claridad, la exhibición recibe al público con la parte dedicada a la escultura sonora, que invita a la interacción directa del público, como uno de los preceptos de los hermanos François y Bernard Baschet (1917–2015), cuyo Monumento de percusión. Escultura musical (1964) curiosamente ostenta la prohibición consabida del “No tocar”. El móvil de Carlos Amorales, inspirado en Alexander Calder, Veremos como todo reverbera, de 2012, compuesto por treinta y cinco platillos, ofrece al visitante baquetas intervenidas con el fin de amortiguar el sonido. Instrumento, de Miguel Rodríguez Sepúlveda, de 2012 —conformada por machetes que cuelgan del techo y se activan por un ventilador contiguo—, emite una sonoridad entre viento y metáfora de revuelta revolucionaria. La pieza de Manuel Rocha, Ping Roll, de 1997, está conformada por una plancha metálica propulsada por un motor en cuya superficie yacen pelotas de ping

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pong que vibran y producen sonidos simultáneos que se perciben en la sala, así el visitante experimenta brevemente la anarquía sonora y se encuentra expuesto temporalmente a una materia que causa un estrés no contemplado, dada la prudencia y sosiego acostumbrados del arte visual. Las piezas presentadas en video tienen un aislamiento bien delimitado por el uso de audífonos y permiten una experiencia más cercana al cometido de la muestra. La tendencia de utilizar el sonido como herramienta de denuncia se constata en la pieza de Krzysztof Wodiczko, Tijuana Projection, de 2001, en donde un dispositivo audiovisual presenta los testimonios de empleados de maquiladoras fronterizas proyectados sobre la arquitectura circular del cecut, con el propósito de amplificar la evidencia de prácticas colonizadoras de economía y maltrato humano. Dentro de este rubro, el trabajo de Israel Martínez, Gente comportándose como verdaderos animales II, de 2011, propone un juego estético con la práctica del secuestro y la violencia en nuestro país; coyuntura a la que se une el relevante trabajo de Rogelio Sosa con las piezas Vaivén y Un-balance, ambas de 2010 y cercanas a la escultura sónica, que ofrecen una interacción con el escucha fuera del aislamiento del audífono y cuyo contenido construye paisajes sonoros yuxtapuestos con discursos de políticos, escenarios de violencia y composiciones electroacústicas. Por desgracia, la segunda pieza es completamente inaudible por la proximidad que comparte con

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Autorretrato con Av. de los Insurgentes, de 2001, de Abraham Cruzvillegas. Esta última estampa sonora del trayecto es la fuente de donde proviene la música popular antes mencionada, que invade prácticamente toda la sala. Este es uno de los azares a los que se enfrenta el arte sonoro, pues esta convivencia no afectaría al arte visual, aunque quizá aluda a una de las pautas indicadas por la curadora Pilar García, en donde se “propone al visitante una experiencia de confusión y caos”. El resto de la exhibición es silencio. La siempre imponente presencia del Mural de hierro, de 1961, de Manuel Felguérez —pieza clave para la historia del arte interdisciplinario en México—, guarda en su estructura el eco de los “efímeros pánicos” que Alexandro Jodorowsky realizó alrededor de la pieza, anotando un capítulo importante en las vanguardias artísticas de nuestro país, con el que sin duda se abrió paso a manifestaciones como el arte sonoro. La presencia de artistas visuales como Carla Rippey con Bondage, de 1998, que utiliza como soporte de su gráfica el rollo de una pianola o como Kazuya Sakai, con Aus den sieben Tagen (K. Stockhausen), de 1976, o la colaboración del compositor Mario Lavista con el artista visual Arnaldo Coen en Jaula: Homenaje a John Cage, de 1976, elevan la potencia de la partitura a un nivel interdisciplinario, urdiendo un secreto homenaje a las manifestaciones sonoras que refieren.

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Tania Candiani —una artista cuyo interés por la arqueología sonora se ve reflejado en la silente Máquina Telar, un armatoste que encierra una memoria sonora que apela a la nostalgia por códigos preexistentes al mundo virtual— padece de la misma suerte que la pieza de Sosa, pues está presente con Language as Sound I , de 2016, pero no se ubica fácilmente el medio por el quepueda escucharse. [Dusk] de la trilogía [Hidden Words], de Erik Meyenberg, pieza final de la muestra, es digna de mención por su entramado entre una frase tomada de la correspondencia de Rosa Luxemburg y la disposición del escucha dentro de un recorrido que puede ser apreciado tanto

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visual como sonoramente, gracias al complejo nivel de obsesión que ostenta y que refiere diestramente al acto de trasvase entre medios. La indiscutible hegemonía de lo visual sobre casi todo tipo de representación artística provoca que Reverberaciones: arte y sonido en las colecciones del muac pueda leerse como una revisión libre sobre un arte relativamente joven, o bien como un archivo que funcione como un mapa para visualizar un modo de acción más eficaz para el arte sonoro dentro de un museo, planteando que, más allá de su legitimación o práctica inclusiva, se requiere potenciar la experiencia del espectador ante el siempre presente y regularmente desdeñado sentido.


Gold Marilyn Monroe, 1962. (Imagen: Getty Images Latin America)

Andy Warhol:

la imagen mecanizada Héctor Antonio Sánchez ménades y meninas |

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Existen en Pittsburgh, Pensilvania, tres puentes de un vibrante color amarillo y poderosos remaches que unen el centro financiero de la ciudad con su costado norte, sobre el río Allegheny. Llamadas The three sisters, las hermosas estructuras recuerdan el boyante pasado industrial de la urbe y su asociación al acero, por ese lustre llevan hoy el nombre de tres personajes destacados de la región. El puente central, que discurre por la calle séptima, fue rebautizado en 2005 con el nombre de Andy Warhol, justamente en el décimo aniversario del museo —dedicado al artista— en que una de sus orillas desemboca. El dato no guarda poco interés: se trata respectivamente del único puente y del recinto cultural más grande que se haya consagrado a un artista plástico en ese país. Es lícito preguntarse la razón de la notable celebridad de Warhol, una celebridad que pareciera reservada a los ídolos de la cultura popular. En una tradición que no carece de creadores de gran envergadura —Sargent, Bellows, Pollock, Rothko, O’Keefe, Hopper—, la obra de Warhol aparece, casi desde su origen, acusada por la querella entre apocalípticos e integrados: ¿se trata de un artista prodigioso, que renovó el decurso del arte moderno al integrar en él el fervor por el éxito y el consumo, y aun otros paradigmas de cuanto es esencialmente americano? O, ¿fue tan sólo un intelecto inmensamente creativo que supo orientar ese mismo fervor en beneficio de su obra y su persona? La vida de Andrew Warhol en muchos sentidos ilustra el viejo mito del sueño americano. Hijo de inmigrantes ortodoxos procedentes de Eslovaquia, entonces parte del imperio austrohúngaro, su infancia estuvo marcada por la carencia: su padre, Ondrej, trabajaría en la nueva patria en una mina de carbón, hasta su muerte temprana en un accidente; la madre Julia no alcanzaría jamás a dominar la lengua inglesa. Cierta fotografía lo captura como un joven vendedor de fruta en los veranos escolares: de esa humilde extracción provinciana se alzaría como figura tutelar del pop art en su celebérrimo estudio en Nueva York, The Factory, ese curioso laboratorio en que, al menos en la década de los sesenta, se alearían la búsqueda de formas novedosas en la creación y las auras seductoras de la bohemia, el espectáculo y la fama. Parte de su renuencia a un arte evanescente ya era visible en su formación como diseñador comercial en el Carnegie Institute of Technology, o en su temprana labor como ilustrador de calzado en la revista Glamour: en esas imágenes se manifiesta una seducción por la modernidad y el día a día no tan distante

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Orange Marylin Monroe, 1962. (Imagen: Getty Images Latin America)

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Empleados de la galería Sotheby’s, en Londres, muestran la obra Hammer and Sickle, 1976, de Andy Warhol, subastada en marzo de 2017. (Fotografía: Kate Green / Anadolu Agency / Getty Images)

de las formas que animan, por ejemplo, los carteles de Toulouse-Lautrec. Ya la Aschan School, a principios del siglo xx, se había deslindado del gran discurso histórico dominante en el xix y en cambio decantado por los encantos consuetudinarios de la vida en la metrópolis. En un acrílico más bien trivial de 1960, Storm door, vemos una escueta puerta de vidrio, típica de un local comercial, abrirse junto a unos enigmáticos caracteres (“12 88 Made to”): cercano a un estilo de historieta, es imposible pasar por alto en él las reminiscencias del expresionismo abstracto. Pero ya Roy Liechtenstein de un lado, y Robert Rauschenberg y Jasper Johns, del otro, habían avanzado en la exploración de esos dominios: el primero hacia la epítome de la estética del cómic; los segundos en el examen del papel del arte en la era de la producción en serie. Vale pensar, por ejemplo, en Three flags (1958) de Johns, hoy en la colección del Whitney Museum of American Art: tres óleos en encáustica que reproducen la bandera de los Estados Unidos, en tres diversos tamaños, que se superponen el uno sobre el otro. Allí, en un guiño irónico, el emblema más reconocible de la nación ha sido despojado de su oficialismo y su hálito reverencial.

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Si Warhol había conquistado en la década amplia reputación como ilustrador comercial —un campo visto como inferior, mundano, determinado por la repetición y por el mercado—, lo cierto es que ansiaba integrarse al torrente del “gran arte”. Y fue en un evento catastrófico de 1962, o más bien en la reproducción de ese evento, que atisbó el brillo de una veta propia: en el acrílico 129 die in jet (plane crash), el artista recrea la primera plana del New York Mirror del 4 de junio de 1962, en que se anuncia un fatídico accidente aéreo, el peor hasta entonces en la historia de la aviación. Warhol no se inspira directamente en el suceso sino en su noticia: el uso que la publicación hace de la tragedia —una fotografía de la máquina despeñada entre titulares sensacionales— en su afán, también, por comercializarse. Vale la pena señalar que la mayoría de las víctimas del percance eran miembros de una asociación artística de Atlanta. En una era en que la imaginación y la opinión populares aparecen dominadas por los medios masivos de comunicación, Warhol abre una incisión mordaz sobre el constructo de la realidad: realiza la “reproducción de una reproducción”. En ese proceso, pone de manifiesto el modo en que el consumo de la


imagen la despoja de tragedia: la domestica, asimila su horror al decurso de la vida social. Esa revelación pasará a Daily news (1962), Red race riot y a las series White car trash 19 times, Orange car trash 10 times o Green burning car I (1963), donde surge un nuevo matiz: fotografías de accidentes automovilísticos son repetidas sobre una superficie de brillante acrílico. La imagen, limpia de horror, está lista para su atractivo consumo en masa. Consumo: vendrán en la misma década los óleos y serigrafías de billetes de dólar, latas de sopa Campbell’s, corcholatas de Pepsi-Cola, botellas de Coca-cola y salsa Heinz, casi elevadas al rango de efigies de la industria de los alimentos, como los santos de la iconografía ortodoxa de su infancia. Al contrario que en Duchamp, los objetos producidos en serie no son despojados de funcionalidad y así reducidos al absurdo: son elevados —tentativamente, al menos— a la esfera de la estética y del gran arte. Despojo: la silla eléctrica se libera de su primera referencia mortífera en las sucesivas reelaboraciones de 1963 y 1967. En Atomic bomb (1965), el hongo nuclear que alimenta las peores pesadillas de la guerra fría se replica como un ente trivial, presto a colgar de una pared. Consumo y despojo: como si en la domesticación de las imágenes se cifraran las dos caras del american way of life. Esta dualidad ha de permear sus famosas serigrafías de celebridades: Elvis Presley y Mick Jagger; Elizabeth Taylor, Jacqueline Kennedy y, sobre todo, Marilyn Monroe, como una especie de Madonnas que conjuntaran la frívola veneración y los dramas reales, carentes de glamour, de la era del entretenimiento. No es trivial que Warhol tomara a Monroe como musa tras el aparente suicidio de la actriz: pues ¿no son el dispendio y su portavoz, la publicidad, máscaras tras las que se esconde una irresuelta relación con el vacío, la enfermedad y la muerte? ¿El rostro de Marilyn en las litografías de Warhol, suspenso en la juventud, la sensualidad y la belleza, no es, también, el rostro de la muerte que se oculta bajo una capa de maquillaje y que ansiosamente sonríe? Como un Cadillac que se impactase y volviera a la chatarra. (Nota al margen: ¿no vemos hoy repetida esa dualidad en la promesa de “hacer a América grande de nuevo”, en el irrealizable afán de restituir el pasado industrial de una sociedad que se debate entre la vitalidad y la decadencia, de un sueño que hace mucho La obra Mao, de Andy Warhol, es exhibida en una subasta de la galería Sotheby’s de Hong Kong en 2017. (Fotografía: Jayne Russell / Anadolu Agency / Getty Images)

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Nine Jackies, 1964, Galería Sonaberg, París. (Imagen: Getty Images Latin America)

dejó de ser fastuoso para empezar a ser vulgar? Acaso Pittsburgh, ciudad de Warhol, provea una tímida respuesta, en la suave convivencia de su ostentoso centro financiero con sus suburbios decaídos, de una rara, casi mística, belleza). Tras la fructífera —y agitada— década de los sesenta, Warhol pareció recluirse en otros proyectos: artísticos, sí, pero también cinematográficos y aun de producción musical, sobre todo tras el conocido intento de asesinato a manos de Valeria Solanas en 1968, como si finalmente la fascinación por la muerte se hubiera manifestado ante el artista en la forma de un revólver, que aparecería en una obra serigrafiada de 1983. También, el vértigo del consumo pareció al fin seducirlo: diariamente visitaba casas de anticuarios, coleccionaba

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objetos con el mismo frenesí con que reelaboraba los temas más disímiles —la Catedral de Colonia, los palacios de Luis II de Baviera, la última cena de Leonardo—. Habrá que decirlo: si en la obra de Andy Warhol es visible el ascenso de un lenguaje propio, que somete a examen las esperanzas —y los delirios— de su era, cierto es que sufrirá pocas mutaciones. Sería un desacierto invocar el genio: valdrá más pensar en un estilo que corre paralelo a su tiempo y en él se nutre, con bastante separación para ofrecer de él una radiografía, una imagen en negativo, una lectura a contraluz que nos ha provisto de tantas imágenes perdurables. No como mera arqueología, en todo caso: como una pregunta que continúa abierta, sobre la relación con una era y un fervor que todavía son nuestros.


Imágenes: cortesía de Jorge Vázquez Ángeles

Azares y coincidencias del arquitecto

Adamo Boari Jorge Vázquez Ángeles

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Casa Boari Dandini en la colonia Roma

El edificio Steinway Hall se ubicaba en el número 64-E de la calle Van Buren Street, en el centro de la ciudad de Chicago. Construido en 1896, era un rascacielos de once pisos con oficinas en renta y un teatro para 850 personas donde se exhibían y probaban los famosos pianos. La empresa era propietaria de otro inmueble en Nueva York y en ciudades europeas como Viena, Berlín y Londres. El teatro se llamaba Steinway Music Hall pero desde 1900 cambió de nombre trece veces, como cuando aparece la leyenda “nueva administración” en lugares de mala nota que aspiran a limpiar su maltrecha reputación. Su último nombre fue Cinema Capri, donde se proyectaban películas para adultos, hasta que el edificio fue demolido en 1970. El Steinway Hall pudo pasar inadvertido en la siempre ingrata historia de las ciudades, sobre todo en el contexto de una ciudad cambiante como Chicago, pero gracias a algunos de sus inquilinos el edificio permanece en la memoria. En 1897, tres arquitectos

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rentaron una oficina y montaron ahí sus despachos. Sus nombres: Robert C. Spencer Jr., Dwight H. Perkins —quien diseñó el edificio—, Myron Hunt y Frank Lloyd Wright, de treinta años de edad. Compartían ideas y sobre todo gastos; a lo largo del día se mostraban sus dibujos, los discutían, conscientes de que esos bocetos renovarían la arquitectura de Chicago y del medio oeste estadounidense. Ocuparon la oficina 1107 aunque Wright, inquieto y siempre moviéndose hacia donde soplara el viento, se mudó al año siguiente; regresó en 1901 y rentó la oficina 1106, muy cerca de sus amigos. Años antes, en diciembre de 1889, otro arquitecto, italiano, de veintinueve años, se embarca hacia América y llega a Brasil donde trabajará en la ampliación de la red ferroviaria. Su recorrido lo llevará a Buenos Aires y Montevideo. De vuelta en Brasil se enferma de fiebre amarilla y viaja a Nueva York para tratarse la enfermedad. Se llama Adamo Boari.


Una vez recuperado, se traslada a Chicago para trabajar en diversos frentes durante la construcción de la Exposición Universal de 1893. Gracias a eso, al año siguiente, Boari comienza a trabajar en el despacho más famoso de la ciudad, el de Louis Sullivan y Dankman Adler, donde años atrás se formó un joven llamado Frank Lloyd Wright y a quien, según escribió en una de sus dos autobiografías, su nombre nunca le había gustado hasta que Sullivan lo pronunció con sus finas maneras de hombre de ciudad. Mientras trabaja en el despacho, Boari se da tiempo para afinar su inglés y obtener un diploma que le permita trabajar en Estados Unidos. Lo conseguirá en 1899. El 30 de noviembre de 1897, el gobierno del general Porfirio Díaz, a través del Ministerio de Comunicaciones y Obras Públicas, convoca al concurso para la construcción del Palacio Legislativo Federal. Se reciben sesenta propuestas, entre ellas la de Boari bajo el seudónimo S. Georgios Equitum Patronos in Tempestate Securitas.1 Aunque no gana, obtiene el “primer segundo lugar”, y su nombre se da a conocer en México, tierra a la que emigrará para trabajar. (El escándalo que sucede con este concurso es digno de mención: el jurado integrado por los arquitectos Emilio Dondé, Guillermo Heredia, Antonio Anza, los hermanos Juan y Ramón Agea e Ignacio de la Hidalga, en una decisión inexplicable, declararon desierto el concurso, asignando “segundos lugares”: Boari compartió la plata con Émile Bénard y Antonio Rivas Mercado quien molesto por la decisión se dedicó a polemizar entorno al fallido concurso. Debido a la presión, el jurado designó como ganador al proyecto de bronce, del arquitecto italiano Pier Paolo Quaglia —desatando de nuevo la indignación de Rivas Mercado—. Sin embargo, como si se tratara de una comedia de enredos con tintes negros, Quaglia fallece. Entonces el jurado designa a Emilio Dondé como encargado del proyecto —desatando de nuevo la indignación de Rivas Mercado quien, con justa razón, acusa a su colega de “aprovecharse de todos los esfuerzos de los concursantes”2—. Al final, Bénard será designado para el proyecto que, como ya se sabe, nunca se completó).

Arnaldo Moya Gutiérrez, Arquitectura, historia y poder bajo el régimen de Porfirio Díaz. Ciudad de México, 1876-1911, Conaculta, 2012, p. 351. 2 Ídem. 1

Mientras los arquitectos se enlodan, a Adamo Boari le cae chamba en México: en 1898 “se le solicitó […] enviar una propuesta para techar el crucero de la Parroquia de San Miguel Arcángel (S. xviii) de Atotonilco, Jalisco, complementando la torre diseñada por el arquitecto Francisco Eduardo Tresguerras”.3 Y como si preparara su entrada triunfal a la Ciudad de México, Boari llega a México en 1899 y se encarga de más proyectos religiosos: diseña la Parroquia de Matehuala, en San Luis Potosí y el Templo Expiatorio de Guadalajara. En 1900, gracias a su buena relación con el gobierno de Díaz, se le encomiendan sus primeros trabajos en la capital: dos remodelaciones, Teatro Nacional y Palacio Nacional, y un monumento en honor a Porfirio Díaz. En 1901 se le encarga el Palacio de Correos, que se termina en cinco años (1902-1907), y en ese lapso se decide la construcción del Teatro Nacional, hoy Palacio de Bellas Artes. Entre 1902 y 1904, Adamo Boari comienza a viajar a varias ciudades del mundo para visitar los mejores teatros y establecer el programa general del gran teatro; vuelve a Chicago y busca un lugar donde establecer una pequeña oficina para dibujar sus primeras ideas. Es probable que conociera el lugar idóneo, donde no pagara demasiada renta, y va a Steinway Hall, donde conoce a Frank Lloyd Wright. La impresión que dejó el italiano en el estadounidense debió ser profunda porque un soberbio de la talla de Wright le dedicó algunas líneas en su Testamento: “Recuerdo un hirviente italiano, Boari de apellido, que había ganado el concurso para construir el gran Teatro de la Ópera Nacional de la ciudad de México. Pasó por nuestro ático temporalmente para realizar los planos de dicho edificio. Se encontraba alejado de todos nosotros pero era observador, curioso y vivaz. Miraba algo de lo que yo estaba haciendo y decía con un quejido bien intencionado: “¡Ah, arquitectura austera!”, daba una vuelta sobre sus talones con otro quejido y regresaba a su gorguera renacentista italiana, como yo le decía en represalia”.4 Queda la duda de si a Wright su memoria le jugó una mala pasada o la exactitud de sus palabras le tenía

3 La casa Boari Dandini en la colonia Roma, en www.grandescasasdemexico.blogspot.mx, página del arquitecto Rafael Fierro Gossman, 14 de septiembre de 2014. 4 Juan Urquiza y Víctor Jiménez, La construcción del Palacio de Bellas Artes, inba / Siglo XXI, 1995, p. 295.

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Proyecto de Adamo Boari para el Palacio Legislativo

sin cuidado, como en sus autobiografías, pues quizá el concurso al que alude sea en realidad el del Palacio Legislativo, que coincide con el primer año que estuvo en Steinway Hall, y durante los primeros años de Boari en Chicago. Dice el arquitecto Víctor Jiménez en La construcción del Palacio de Bellas Artes, que durante muchos años la obra de Adamo Boari y Federico Mariscal (quien terminó la construcción en 1934) fue el patito feo de la arquitectura nacional, y que tardó varios años en un “largo purgatorio de desprestigio”.5 A nivel popular se decía que Bellas Artes era un pastel de cumpleaños.6 En 1908, Boari construyó su casa en un predio de la colonia Roma, en las avenidas Jalisco y Veracruz, hoy Álvaro Obregón e Insurgentes. En su artículo, Rafael Fierro Gossman dice que la casa poseía “características que la ubican en una situación de vanguardia en el México de la primera década del siglo xx. La casa Boari se erigió en la parte sur del terreno, con una estructura de concreto armado y encofrado integral, cosa que la pone a la delantera Ibid., p. 14. 6 Arnaldo Moya Gutiérrez, op cit., p. 351. 5

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de las aportaciones técnicas y en un estilo que en ese momento se denominaba modernismo (y nosotros catalogaríamos como ‘Nouveau’)”.7 A la muerte de Adamo Boari, ocurrida en Roma el 24 de febrero de 1928, la casa fue heredada por su hija Elita, quien la vendió hacia los años cuarenta. Tras ser demolida, Augusto Álvarez y Juan Sordo Madaleno construyeron un edificio de vivienda y comercios de seis niveles que los sismos de 1985 se llevaron para siempre. Juan Rulfo murió el 7 de enero de 1986, y alguien consideró buena idea dedicar un jardín a su memoria, aunque hoy ese lugar luzca abandonado y sucio, y sirva como base de operaciones de los limpiaparabrisas. Ese lugar es el mismo predio donde estuvo la casa de Adamo Boari. La vida es puro azar y coincidencias: Víctor Jiménez es el coautor del libro sobre la construcción de una de las obras emblemáticas de Boari y hoy es director de la Fundación Juan Rulfo.

7 La casa Boari Dandini en la colonia Roma, en www.grandescasasdemexico.blogspot.mx, página del arquitecto Rafael Fierro Gossman, 14 de septiembre de 2014.


El actor Gary Oldman caracterizado como Drácula en un fotograma de la película Bram Stocker’s Dracula, dirigida por Francis Ford Coppola en 1992. (Fotograma: Getty Images Latin America / COLUMBIA PICTURES / LatinContent / Getty Images)

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Francis Ford Coppola, lector de Drácula

Moisés Elías Fuentes

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Ironías de la moral victoriana: el mismo año de 1897 en que el dramaturgo irlandés Oscar Wilde salió de la cárcel de Reading, luego de purgar dos años de prisión, sentenciado por sodomía e indecencia grave, otro irlandés, Bram Stoker, publicó un libro que muy pronto atrajo a los lectores, tanto de Inglaterra como de otros países, con su angustiante y provocativo equilibrio entre el terror y el erotismo, encarnados en una figura ambigua, fascinante y maldita, irascible y sosegada, un ser que se arrojó al infierno, para ser un no muerto, emparentado con Dorian Gray, el no muerto concebido por Wilde en 1891, pero de signo distinto: mientras que el aristócrata inglés ha entregado su alma para satisfacer lo imposible, la insaciable sed inherente al capitalismo, el noble rumano ha condenado su alma para luchar contra lo intemporal: Dios. Gray diviniza su hedonismo y se somete a sus caprichos; Drácula afirma su yo ante un Dios distante e indiferente. Las raíces transgresoras de ambos personajes habrían de seducir y ofuscar por igual a los lectores del ocaso decimonónico que a los del mecanizado siglo xx, como testimonian las constantes adaptaciones y relaboraciones que, en los albores del susodicho, merecieron las dos novelas, sobre todo a los dos nuevos medios de comunicación que despuntaron con aquel siglo: el cine y la radio, tempranamente comprendidos no como novedades vistosas y pasajeras, sino como incontestables difusores de la cultura popular, que comenzó de este modo su evolución a cultura de masas. Desde su llegada al cine en Nosferatu1, dirigida por el cineasta alemán Friedrich Wilhelm Murnau en 1922, el Drácula de Stoker obtuvo la entusiasta consideración de la industria cinematográfica, aunque con variable suerte, toda vez que tuvo que habérselas con la censura de los sectores conservadores, tanto de los gobiernos como de las sociedades, lo mismo en Europa que en

1 Los productores Enrico Dieckmann y Albin Grau contrataron a los guionistas Henrik Galeen y Günter Krampf para la adaptación de la novela de Bram Stoker, con la premeditada intención de no pagar los derechos de autor. La trama alrededor de la producción y realización de Nosferatu es, por tal motivo, una trama novelesca-cinematográfica.

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Estados Unidos, cuyas industrias fílmicas fueron y todavía son las principales revisoras del conde rumano y su desventurada vida eterna. Cuando en 1991 Francis Ford Coppola aceptó producir y dirigir para Columbia Pictures una nueva adaptación de la novela de Stoker, tuvo presentes varias de las interpretaciones del mito que desfilaron por la gran pantalla desde el filme de Murnau. Las tuvo presentes, en efecto, e incluso hizo referencias claras a algunas;2 sin embargo, tales referencias procedieron más bien como deslindes entre el canon establecido y la lectura propuesta por Coppola, en la que predominan dos aspectos básicos: la mayor fidelidad al texto de Stoker, por una parte, y la dinamización narrativa, por la otra. Desde el estreno del filme en 1992, la fidelidad a la novela y el dinamismo narrativo de Bram Stoker’s Dracula se entendieron como auténticas renovaciones del género vampírico y del conde en tanto su personaje más icónico, lo que encierra un equívoco, porque el filme de Coppola es el primero que en lo esencial se ajusta a la historia tal y como la concibió el novelista irlandés, a más de que la narración se emparienta al menos con dos versiones del mito, a saber: el ya citado Nosferatu de Murnau y las películas de la Hammer films, que se distinguen de otras por la factura ágil de sus discursos. Dicho equívoco puso de manifiesto hasta qué punto el cine se había alejado de la novela de Stoker, además de evidenciar que, con el paso de los años, la filmografía de Drácula había derivado al cine de fórmula, con poco interés por las transformaciones del personaje como ícono fílmico. Coppola operó de modo opuesto: comenzó por la lectura atenta de la novela, y continuó con la revisión minuciosa de las versiones fílmicas más emblemáticas.

2 En Francis Ford Coppola, el crítico e investigador de cine Esteve Riambau expone con puntualidad algunas de las escenas en las que el cineasta italo estadounidense utiliza pasajes tomados de otros filmes sobre Drácula.

Apoyándose en la perspicaz adaptación escrita por James V. Hart, Coppola redime al conde de clichés que a fuerza de uso se acartonaron (la misantropía, el erotismo desenfrenado, la calidad de apóstata, etcétera), y en cambio lo deja caracterizar con plena libertad las fantasías que el imaginario colectivo le ha atribuido desde la edición de la novela, fantasías que Jonathan Penner y Steven Jay Schneider resumen así en el volumen Cine de terror: Como todos los grandes personajes de terror, Drácula da vida a nuestros deseos más ocultos, al tiempo que encarna (y ahí radica su singularidad) gran parte de lo que abiertamente deseamos en un ser humano. Es noble, exótico, experimentado, rico y brillante. Atormentado, vulnerable y extravagante. Y romántico. Un personaje vil hasta el paroxismo y exquisitamente refinado a la vez.3

Con agudeza, Coppola saca partido a tales atributos para delinear la figura de un conde Drácula romántico, más abrumado por la soledad y la imposibilidad de triunfo que por el resentimiento o el prurito de venganza. Antihéroe romántico, Drácula (Gary Oldman), de hecho, se entrega al fuego del Maligno por amor, cuando descubre que su prometida, Elisabeta (Winona Ryder), quien se suicidó, desolada por la falsa noticia de la muerte del amado, permanecerá maldita por toda la eternidad. El defensor de los cristianos contra los turco otomanos deviene así un no muerto para acompañar en su condena al amor de su vida; es un ángel caído que, al preferir el dolor y rechazar la salvación, sacrifica la individualidad y se funde con su otredad: nosotros. Ciertamente, en la concepción que desplegó Stoker del vampirismo se advierten libertades interpretativas del mito, lo que explica la ambigua respuesta que desata su presencia, que resulta atractiva y repulsiva. Stoker ideó y plasmó un personaje que angustia a los lectores por su portentosa maldad y porque los hace Jonathan Penner y Steven Jay Schneider, Cine de terror, Taschen. Barcelona, 2008.

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dudar de su convicción de diferenciar el bien y el mal, la verdad de la falsedad, la discreción de la insolencia. Sin embargo, a pesar de las dudas, los personajes de Stoker responden a la férrea moral victoriana, por lo que resuelven su confusión de modo tajante: ellos son la civilización, la normalidad, en tanto Drácula siempre ha de ser el monstruo que no se civilizará, que no se integrará a una cultura intelectual y espiritualmente superior; no por nada Van Helsing subraya “la mente infantil del vampiro” y “su irracionalismo instintivo”. Apoyándose en la perspicaz adaptación de Hart, quien se cuidó de no trastocar el discurso novelesco, Coppola destacó los titubeos y flaquezas morales de los personajes, desde Jonathan Harker (Keanu Reeves), el apocado prometido de Mina, hasta el doctor Van Helsing (Anthony Hopkins), implacable cazador de vampiros oscuramente magnetizado por la personalidad y la naturaleza sobrehumana de Drácula. Estas contradicciones morales quedaron muy bien reflejadas en la recuperación que el guionista y el director hicieron del perfil de novela epistolar de Drácula, y en la que deslizaron algunos sutiles guiños, como al insinuar la idea de que las cartas escritas de puño y letra resultan impersonales, al contrario de las redactadas en máquinas de escribir, que resultan más cálidas. Pero más allá de los aspectos hasta aquí referidos, en el aspecto donde plasmó Coppola su virtuosismo creativo, fue al valerse del estilo epistolar para desplegar una narración signada por recursos cinematográficos. En lugar de recurrir a efectos especiales, el veterano director recurrió a montajes paralelos, disolvencias, planos contra planos, barridos y otros recursos para otorgar a Bram Stoker’s Dracula la soltura rítmica que en otras adaptaciones se le había negado. Tal soltura, por lo demás, hace resaltar la relación amorosa de Drácula y Mina, que no se reduce a la se-

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ducción de una mujer inocente que ha de ser rescatada y redimida por el hombre civilizado y por la religión, sino que asistimos a un proceso de anagnórisis, entrañable por su fragilidad, en el que los amantes desterrados del reino de Dios cruzan “océanos de tiempo” para reconocerse, significativamente, en un cinematógrafo, con lo que el cineasta otorgó a la reunión un matiz de contemporaneidad con el siglo xx, el siglo que atestiguó la emergencia del cine como expresión artística y de Drácula como mito popular. Y aunque Stoker, como se sabe, no incluyó al cine en su relato, Coppola lo insertó en la trama por dos razones bastante claras: el cine como arte y como entretenimiento de masas reinventó a Drácula y su naturaleza vampírica, al punto de casi opacar al propio escritor y su mayor novela; a su vez, las salas de cine, espacios cerrados y dominados por la oscuridad, en las que cada visitante se halla inmerso en su personal reescritura de lo que ve, son refugios de los amores prohibidos.4 Amores que alternadamente se encubren y exhiben, porque, ironías de la existencia, mientras estamos vivos, somos una realidad, pero también una representación, como confirma la sanguinaria batalla inicial en la que las víctimas y los victimarios parecen salidos del teatro de títeres de sombras, ese mismo que han de contemplar Mina y el conde en el improvisado cinematógrafo londinense.5 Maestro de la estética cinematográfica, Coppola homenajeó a Stoker y la pintura

El papel de las salas de cine como refugio de amores prohibidos o improbables fue explorado de modo asertivo por Peter Bogdanovich, compañero de generación de Coppola, en La última película, filmada en 1971. 5 En la sala de cine concebida por Coppola, las tomas de la vida cotidiana comparten espacio y espectadores con rústicas cintas pornográficas, lo que remarca el carácter transgresor que, desde temprano, también se le atribuyó al cinematógrafo. 4


Tiempo en la casa 41, junio de 2017

“Félix Grande se encuentra con Juan Rulfo”, Roberto García Bonilla “En esta entrevista, que ahora se presenta como una evocación en monólogo, el escritor español Félix Grande habla de sus encuentros con Rulfo, signados de una singularidad de enigmas e intempestivas reacciones del autor de Pedro Páramo, quien evitaba hablar de su obra (‘no hablemos de mis libros que me da mucha pena’)”.

de su época mediante de un manejo de la fotografía y el montaje,6 que reflejan una tensión plástica en la que se oponen, sin anularse, los estilizados claroscuros románticos con los contrastantes tonos del impresionismo. Este homenaje inserta al filme, de un modo vigoroso, dentro de la atmósfera estética en que se condujo y proyectó su obra literaria Bram Stoker. Antes he apuntado que Coppola respetó la esencia de la novela de Stoker, pero que no la siguió al pie de la letra, algo indeseable, porque se habría reducido a una repetición escasa en creatividad. En lugar de ello, el cineasta incorporó y actualizó los aspectos poco o nada explorados de la novela, en particular las diversas impresiones de Drácula, a quien dota de una enorme complejidad, representada a las claras por los sugerentes vestuarios ideados por la diseñadora y artista plástica Eiko Ishioka. Como contraste, los personajes femeninos, sofocados por la misoginia de Stoker, fueron liberados de mojigaterías y actitudes pacatas, para renovarlos como seres en movimiento, transgresores, conscientes de las vacilaciones que su sexualidad introduce en el cerrado mundo del poder masculino, lo que el veterano director cifra en una escena sosegada y sin rebuscamientos: en un descuido, mientras Mina escribe a máquina, su amiga Lucy (Sadie Frost) la descubre (y quizá se descubre) como lectora de Arabian Nights, la versión de Las mil y una noches emprendida por Richard Francis Burton, quien, con buen ojo literario y capitalista, destacó los cuentos eróticos de la célebre colección de cuentos oriental. Bram Stoker’s Dracula no es una versión fílmica apegada a la novela del autor irlandés, sino la expresión de cómo Francis Ford Coppola se acercó a la obra maestra de Stoker. Por ello el filme, que cumple en 2017 veinticinco años de haberse estrenado, conserva la agilidad y la espontaneidad discursivas que atrajeron en aquel 1992 que llegó a las salas de cine. Película que replanteó la visión cinematográfica de los vampiros, aportación que aún no ha sido asimilada ni aprovechada como se debe.

6 Es por demás portentoso el trabajo que acometieron el fotógrafo Michael Ballhaus y los editores Nicholas C. Smith, Glen Sandebury y Anne Goursard para armonizar la estética del filme con el discurso narrativo.

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Alrededor de la mesa

Ilustraciรณn: iStock

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Tayde Bautista

¿Qué sabe usted de la mesa?, ¿se ha puesto a pensar todo lo que hace diario sobre la mesa? Come, se lava, escribe, trabaja, discute. ¿Cómo es que la mesa tiene tantos usos? ¿Podría prescindir de la mesa? Antes que nada, comencemos con su etimología. La palabra mesa proviene del latín mensa. Significa la mesa donde se comía pero también se refería a los alimentos de la mesa. Con el tiempo se le comenzó a decir mesa. Sin embargo, explica Víctor Martínez Patrón,1 citando a Corominas, que la palabra mensa del latín, “sólo se conservó en los romances periféricos del este y oeste y en Cerdeña” y en el resto de los países se sustituyó por tabula, de ahí el francés table, el italiano tavola, el inglés table y el alemán tafel. La mesa es una tabla lisa, horizontal, redonda, triangular, octogonal, está sostenida por una o varias patas. Se puede usar como escritorio. También es un instrumento para colocar objetos decorativos, para jugar, para comer. Existe una serie de códigos a la hora de sentarse a la mesa. Unos dicen que hacerlo con un sombrero puesto es de mala educación, otros dicen que al comer debe esconderse la mano izquierda, otros dicen que nunca hay que sentarse con las manos sucias. Higiene, código de educación, costumbres. No obstante la mesa, más que un mueble, es un objeto útil en pro de la interacción social. En la mesa se discute, se concilia, se enfrentan personas, se come, se hacen arreglos, se reúnen familias, parejas, contrincantes. Sin embargo, ¿será lo mismo sentarse en cualquier mesa?, ¿será lo mismo una mesa cuadrada o redonda o triangular?, ¿sentarse en la esquina o en el centro de un restaurante? Conforme al Feng Shui, la mesa se interpreta de acuerdo a la teoría de los cinco elementos. La mesa cuadrada se relaciona con el elemento tierra, da estabilidad y establece un estilo de vida conservador, la rectangular se relaciona con el elemento madera, se identifica con la jerarquía, pues sólo hay dos cabeceras, la redonda se relaciona con el metal que indica ecuanimidad y fraternidad. Pruebe usted en su casa cuál mesa le conviene más. Durante la Edad Media, la mesa era desmontable; un tablero largo y estrecho apoyado sobre unos caballetes.2 Durante el Renacimiento, la mesa adquiere su fijeza. En el siglo xiv se comienzan hacer mesas con patas en forma de balaustre y en el siglo xv, en Francia, se hicieron de 1 2

http://www.nodulo.org/ec/2012/n126p11.htm http://www.medievalists.net/2014/05/lets-eat-banquets-middle-ages/

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formas acanaladas. En Inglaterra se hizo la refectory table, que es una mesa larga donde comían los monjes en los monasterios. ¿Qué hubieran hecho los caballeros sin la mesa redonda?, ¿podrían haberse reunido alrededor de una mesa rectangular?, ¿cuál fue el efecto de esta mesa en sus resoluciones? A estos señores se les conoce también como los caballeros de la Tabla Redonda, son parte de una orden de caballería de las leyendas artúricas de Bretaña. Se cuenta que la orden la formó el rey de Britania, Arturo. Esta mesa tenía 150 plazas donde se sentaron los caballeros honorables de ese tiempo, lo más importante es que debido a su trazo no establecía jerarquías, por lo que todos participaban en igualdad de circunstancias. Se dice que en la mesa es donde las personas muestran su buena educación, ahí es donde se notan los buenos modales, saber manejar los cubiertos no es cualquier cosa. ¿Sabe exactamente cómo usarlos todos? ¿Los tenedores, los cuchillos y las cucharas? Quizá no, pero puede que usted haya llegado a comer o a cenar algún lugar y a la hora de usar los cubiertos se preguntara “¿y esta minúscula cuchara?, ¿y este tenedor incompleto y chaparro?”. Posiblemente hizo lo que todos: observar a su alrededor para ver cómo y para qué los usan los otros comensales. Así, cuando los demás toman con soltura el tenedor o determinada cuchara usted suspira con alivio. Pero ¿se ha preguntado si eso es lo correcto? En fin, volvamos a fijar nuestra atención en la mesa, la importancia de este mueble, y nuestra interacción con este objeto. El ingeniero italiano, Agostino Ramelli, en 1588, ideó una mesa en forma de rueda para poder leer varios libros a la vez, sin moverse de un sitio, adecuado especialmente para los enfermos de gota. Se conoce como la mesa rotatoria de lectura y puede ser muy útil para los impacientes, para los que necesitan leer compulsivamente al mismo tiempo. Desafortunadamente, ni en catálogos ni en las tiendas de muebles se encuentran este tipo de mesas. Cuando Ramón Gómez de la Serna se fue a vivir a Estoril, mandó hacer una mesa con pupitres y

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tableros, de tal manera que pudiera escribir en ocho manuscritos.3 Contaba Isaac Levin, pareja de la escritora María Luisa Puga, que él adaptó una mesa a su camioneta para que ella pudiera escribir mientras él manejaba. Si no, ella se hubiera negado a cualquier viaje. ¿Cuánto dinero no se habrá apostado en una mesa de póker?, ¿cuántos pensamientos suicidas no habrán albergado esas mesas? En la novela Veinticuatro horas en la vida de una mujer, el autor, Stefan Zweig, narra el papel de las manos; pueden hacer confesar el estado de los jugadores en las mesas de juego. Hoy, se dice que las partidas más jugosas se hacen en casas, en mesas de hoteles. Las partidas caseras a las que asisten los hombres más conocidos del mundo tecnológico se hacen en Silicon Valley. Se sabe que Leonardo di Caprio y Ben Affleck son algunas de las estrellas de Hollywood asiduas al póker. Se cree que la mesa de la Última Cena era rectangular, sin embargo, los arqueólogos Generoso Urciuoli y Marta Berogno informan que Jesucristo y los apóstoles se sentaron en cojines, a la usanza de los romanos, y los alimentos se sirvieron en mesas bajas.4 Las mesas no sólo son partícipes de comidas y placeres, no olvidemos la utilidad que ha tenido este mueble para la cirugía. Hasta el siglo xix se operaba en sillas de madera. El médico A. Saillard modernizó su quirófano y mandó hacer una mesa operatoria móvil en 1894.5 Posiblemente usted esté leyendo este artículo apoyado en un escritorio o en una mesa de té, ¿se ha dado cuenta que si apoya las manos sobre la mesa se está más a gusto?, ¿se lee mejor? Verifíquelo, pues, intente comer, escribir, leer en otra superficie, así se dará cuenta de útil lo que es este mueble para nuestra vida diaria.

http://bit.ly/2rCopSI http://www.livescience.com/54154-jesus-last-supper-menu-revealed-in-archaeology-study.html 5 http://www.medigraphic.com/pdfs/arcneu/ane-2008/ane081h.pdf 3

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La tragedia de Julio César de Shakespeare es de todos

Gerardo Piña

Hoja de contacto con imágenes del actor Marlon Brando caracterizado como Marco Antonio para la cinta Julius Caesar, dirigida por Joseph L. Mankiewicz en 1953. (Imagen: John Swope / Time & Life Pictures / Getty Images)

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La trama de Julio César es una de las más sencillas y directas de las obras de Shakespeare. Cuenta cómo Casio y Bruto planean el asesinato de Julio César, el cual ocurre a la mitad de la obra. Marco Antonio y Octavio unen fuerzas para castigar a los asesinos y los expulsan de Roma mediante una batalla. Este magnicidio ha sido referido cientos de veces en obras literarias; es uno de esos episodios históricos que parecen más un lugar común que una anécdota a fuerza de contarlo una y otra vez. Dante pone a Bruto con Casio y Judas en el centro del infierno. Hamlet y Polonio hablan de Julio César en relación con los miembros de la compañía de teatro que visita el castillo y aquí este breve cuento de Borges titulado “La trama”: Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: “¡Tú también, hijo mío!”. Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): “¡Pero, che!”. Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena. Sin embargo, el número de referencias a la muerte de Julio César a manos del senado (no hay que olvidar que todos los senadores presentes apuñalan al mandatario) no se corresponde con el de interpretaciones del episodio: el acto es considerado una traición y nunca un acto de justicia. Es decir, el lector nunca le da el beneficio de la duda a Bruto y a los demás conspiradores sobre la posibilidad de que el César realmente estuviese actuando como un dictador. Bruto: Aunque, siendo justos con César, yo nunca he visto que sus pasiones le avasallen la razón. Pero es bien sabido que, en un principio, la ambición usa la humildad como escalera, y el que asciende le presta atención a las gradas mientras sube. Mas cuando alcanza la cima, da la espalda, mira hacia las nubes, y desprecia los bajos peldaños por los que ascendió. César podría hacerlo. Hay que evitarlo (II,1).1 1 Esta y las citas siguientes han sido tomadas de William Shakespeare, La tragedia de Julio César, Alfredo Michel Modenessi (trad.), itesm, 2016, salvo que se indique lo contrario.

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Shakespeare no contradice esta tradición, pero utiliza esta posibilidad como un elemento dramático que confiere mayor suspenso a una obra cuyo desenlace era y es más que sabido, y para hacer uso de un ejercicio retórico de gran alcance en boca de Marco Antonio. Shakespeare logra recrear en nosotros (sus lectores, sus espectadores) la ilusión de los efectos que estos ejercicios retóricos tuvieron en la plebe. Quizás por lo aquí mencionado, Shakespeare optó por revestir de gran fuerza momentos y escenas menores de esta obra. Por ejemplo, después del asesinato de Julio César aparece una escena (la más breve de la obra y una de las más breves de todas las que escribió Shakespeare) en la que Cina, un poeta, es detenido y asesinado por la plebe. A primera vista la escena no parece muy relevante. De hecho suele pasar inadvertida o se le considera una humorada un tanto macabra del autor nada más, ya que Cina es asesinado sólo por llamarse igual que uno de los conspiradores del magnicidio. Pero antes de comentar esta escena me gustaría señalar que a diferencia de otras obras en las que un magnicidio o regicidio ocupan el lugar central de las que escribió Shakespeare, en Julio César el clímax está al final, con la muerte o expulsión de los conspiradores. Por ejemplo, en Ricardo II (obra que Shakespeare escribió antes que Julio César) el rey también es asesinado, pero su muerte ocurre al final de la obra, se construye la narrativa como tragedia y no hay consecuencias inmediatas del regicidio. La muerte del rey es suficientemente trágica. En cambio Macbeth (posterior a Julio César) trata sobre el castigo del regicidio, aborda sus consecuencias. Pero hay coincidencias entre ambas obras. En el Acto II, escena 1, el monólogo de Bruto prefigura el de Macbeth. “It must be by his death: and for my part, I know no personal cause to spurn at him” (“Deberá ser con su muerte: y en cuanto a mí, no tengo motivos personales para asestarle este golpe”). Comparémoslo con el de Macbeth (I, 7): “If it were done when ‘tis done, then ‘twere well it were done quickly”. (“Si esto se acabara al consumar el acto, entonces lo mejor sería hacerlo rápidamente”).2 En

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Traducción mía.

ambos casos se habla de un “it” para no hablar del asesinato. Los regicidas no pueden nombrar su crimen en el escenario por el enorme peso que conlleva. Algo más: ni Macbeth ni Bruto pueden dormir la noche previa al regicidio y a ambos se les presentará la figura del asesinado como un fantasma que comienza a acecharlos. En cuanto al artificio retórico de Shakespeare, no hay mejor muestra que los discursos de Bruto y de Antonio. Ambos son pronunciados momentos después de consumado el magnicidio. Primero un fragmento del discurso de Bruto: Bruto: ¡Escuchen con paciencia hasta el final! ¡Romanos, compatriotas y amigos! Oigan mis razones y guarden silencio para que puedan oír. Créanme por mi honor y respeten mi honor para que puedan creer. Júzguenme con inteligencia y agucen sus sentidos para que puedan juzgar mejor. Si en esta asamblea hay un amigo de César, un amigo querido, a él le digo que el amor de Bruto por César no era menor que el suyo. Y si ese amigo preguntara por qué Bruto se alzó contra César, esto le respondo: no porque amara a César menos, sino porque amo a Roma más. ¿Querrían a César vivo y morir todos esclavos, o lo prefieren muerto y vivir como hombres libres? Porque César me amaba, lloro por él; porque fue afortunado, me regocijo; porque era valiente, lo honro; pero por ser ambicioso, lo he matado. Aquí hay lágrimas por su amor, alegría por su fortuna, honor por su bravura, y muerte por su ambición. ¿Quién hay aquí tan vil que quiera ser esclavo? Si lo hay, que hable, pues a él habré ofendido. ¿Quién hay tan bárbaro que no quisiera ser romano? Si lo hay, que hable, pues a él habré ofendido. ¿Quién hay tan ruin que no ame a su patria? Si lo hay, que hable, pues a él habré ofendido. Espero una respuesta (III, 1).

A lo que Antonio responde con un extenso discurso, del cual sólo hemos tomado un fragmento para apreciar los recursos de oratoria de los que se vale Shakespeare: Antonio: Amigos, romanos, compatriotas: ¡préstenme atención! Vengo a enterrar a César, no a ensalzarlo. El mal que hacen los hombres vive tras su muerte; el bien muy a menudo lo enterramos con sus huesos. Que así sea con César. El honorable Bruto dijo que César era un ambicioso. Si así fue, era un grave defecto y gravemente lo ha pagado. Con permiso de Bruto y de los otros —pues Bruto es honorable, como lo son todos ellos: todos, hombres de honor— vengo a hablar en el funeral

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de César. César era mi amigo, justo y fiel a mí. Pero Bruto dice que era un ambicioso, y Bruto es un hombre de honor. César trajo a Roma muchos prisioneros, cuyos rescates llenaron las arcas del tesoro público. ¿Esto en César pareció ambición? Cuando los pobres gemían, César lloraba. El metal de la ambición tendría que ser más duro. Pero Bruto dice que César fue ambicioso, y Bruto es un hombre honorable. Todos pudieron ver cómo, en las lupercales, tres veces le ofrecí una corona, y tres veces él la rechazó. ¿Eso fue ambición? Pero Bruto dice que César era un ambicioso, y sin duda Bruto es honorable. No busco refutar lo que Bruto ha dicho; aquí estoy sólo para decir lo que sé. Alguna vez, toda Roma amaba a César, y no sin motivo. ¿Qué motivo les impide dolerse por él ahora mismo? ¡Sensatez: has huido a refugiarte con las bestias, y los hombres han perdido la razón! Perdónenme, pero mi corazón está en el ataúd de César, y debo esperar hasta que vuelva a mí (III, 2).

“Bruto es un hombre honorable” se repite en su dicurso lo suficiente para que signifique lo contrario. Antonio cambia la perspectiva de la plebe con respecto al asesinato del César a fuerza de retórica, pero también de una idea propia de justicia. Por último, volvamos al asesinato del poeta por la plebe sólo porque lleva el nombre de uno de los conspiradores. Esta escena muestra un contraste y un equilibrio perfectos en la estructura de la obra. La escena del discurso de Antonio dura aproximadamente unos veinte minutos y de inmediato viene una escena de apenas unos tres minutos (casi treinta líneas) que ilustran el fracaso de las palabras, pues el poeta no logra salvar su vida ante la plebe enfurecida y con deseos de venganza. Como dice Marx al inicio del xviii Brumario de Luis Bonaparte: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. La muerte del poeta a manos de la plebe puede ser vista como esa segunda vez, la farsa de la muerte del César. Con esta escena también se libera la tensión acumulada por el regicidio y por el largo discurso de Antonio. ¿Hace esta escena ver a los conspiradores contra el César como “sacrificadores” y no como “carniceros” (palabras del propio Bruto) en comparación con la plebe asesina? ¿O en realidad Shakespeare muestra que ambos actos son violentos e igualmente reprobables en los que no hay diferencia entre una plebe encendida y senadores conspiradores?

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Plebeyo 3: Tu nombre, con sinceridad. Cina: Sinceramente, me llamo Cina. Plebeyo 1: ¡Hagámoslo pedazos! ¡Es un conspirador! Cina: ¡Soy Cina el poeta! ¡Soy Cina el poeta! Plebeyo 4: ¡Háganlo pedazos por sus malos versos! ¡Despedácenlo! Cina: ¡Yo no soy Cina el conspirador! Plebeyo 1: De todos modos, Cina te llamas. ¡Arránquenle el nombre del corazón y que se vaya por donde vino! Plebeyo 3: ¡Háganlo pedazos! ¡Traigan las antorchas! ¡Teas encendidas! ¡A casa de Bruto! ¡A casa de Casio! ¡Quémenlo todo! ¡Algunos a la casa de Decio, otros a la de Casca, y otros a la de Ligario! ¡Vamos, vamos!

Cina el poeta es asesinado por llamarse igual que uno de los conspiradores del magnicidio. Aunque la plebe reconoce y acepta que él es otro Cina, lo matan. Es grande la tentación de pensar: “Lo matan porque así son las muchedumbres, son gente ignorante e impulsiva”. Sin embargo, esta plebe actúa de un modo muy similar al de los senadores que conspiraron para asesinar a Julio César. ¿Cuál es la diferencia? Que unos pregonan ser mejores por el sólo hecho de ser poderosos. Sabemos que nuestra moral y nuestras decisiones se rigen principalmente por impulsos que después disfrazamos de razonamiento (véase los trabajos recientes de Jonathan Haidt o Dan Ariely, por ejemplo). De ahí que mantener un criterio amplio, una visión autocrítica y una actitud empática sea un reto mayor del que pensamos. Decimos que la muerte del poeta Cina es mucho menos importante que la de Julio César sólo porque hemos conferido un mayor valor al personaje que tiene el poder, del mismo modo que lo hacemos con otros famosos (poderosos) a quienes admiramos. Muere un actor, un cantante o un escritor y las más de las personas expresan —quizás sienten— mayor pena por esas muertes que por las de las víctimas de feminicidios o de miles de migrantes, por ejemplo, aunque aparezcan sus fotografías en las redes sociales. Las decisiones más importantes y nuestra manera de reaccionar ante ciertos eventos (magnicidios, pérdidas electorales, inflaciones, crímenes en nuestra sociedad, etcétera) no deben quedar exentos de lo mejor de nuestra racionalidad, pero para eso hay que aprender a contenerse y a ponderar el momento, como no lo supieron hacer los senadores ni la plebe de esta obra.


Biblioteca ignota

Enseres para la caja asiática Lobsang Castañeda Fotograma de Belle de jour, filme portagonizado por Catherine Deneuve y dirigido por Luis Buñuel en 1967. (Fotograma: Getty Images Latin America / PARIS FILM / FIVE FILM / LatinContent / Getty Images)

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Una de mis escenas favoritas de Belle de Jour de Buñuel es aquella en donde un cliente asiático llega al burdel de la señora Anaïs con una misteriosa caja negra debajo del brazo, decorada con ilustraciones parecidas al shunga japonés, cuyo contenido es de inmediato rechazado por una de las empleadas del lugar, mas no por Sévérine, la joven burguesa que aprovecha las mañanas para cultivar su incipiente masoquismo, quien, notablemente intrigada, decide atender al cliente. A juzgar por el zumbido que sale de la caja, se trata de un diminuto aparato vibrátil o, lo que parece más probable, de algún insecto volador, tal vez una mosca o un abejorro, capaz de estimular los genitales femeninos, causando, al mismo tiempo, un intenso dolor y un indecible placer. Así parece constatarlo la siguiente imagen de Sévérine, despatarrada sobre la cama, con sangre en la ropa, pero con una apacible sonrisa de satisfacción. Sin embargo, fiel a su visión del cine, Buñuel dejó en el misterio el contenido de la caja asiática. Tanto en Mi último suspiro, su libro de memorias, como en las entrevistas concedidas a José de la Colina y Tomás Pérez Turrent en Prohibido asomarse al interior, el director español recuerda, no sin ironía, que luego del estreno de la película muchas personas, sobre todo señoras, se le acercaron para preguntarle qué demonios había en la caja, asunto que ni él mismo sabía, por lo que sólo atinaba a responder: “alguna cosa útil para una perversión insospechada”. Traigo a colación estas escenas para referirme a un libro que habla justamente de esas “cosas útiles” que sirven para aceitar la machine erotique. Aunque los expertos nos repiten hasta el cansancio que para tales fines no hay nada mejor que la imaginación, la cantidad y variedad de los artefactos que desde tiempos inmemoriales han usado los amantes para potenciar el placer nos indican que su enfoque del tema es, por lo menos, reducido. Y no hablo sólo de los instrumentos, más o menos identificables, de que se sirven los “pervertidos sexuales”, sino de los implementos, naturales o artificiales, materiales o simbólicos, que salen a relucir en

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cualquier práctica erótica, incluso en las que tienen lugar sobre el honorable lecho conyugal. La parafernalia sexual es vasta y compleja y puede abarcar distintas áreas del conocimiento. A la estética y la cosmética se suman la mecánica, la culinaria y la farmacopea. En Artefactos eróticos —Ediciones Temas de Hoy, 1989—, Beatriz Pottecher nos ofrece una guía de los enseres que conforman el erotismo objetual, un catálogo lo suficientemente amplio como para adentrarnos en el fascinante mundo de la voluptuosidad asistida. Luego de darnos una introducción, un tanto superficial, sobre la naturaleza del deseo, la autora se demora en minuciosas descripciones, agrupadas en breves capítulos genéricos, de objetos que, para determinados individuos y en determinadas culturas, han funcionado como excitantes del deseo. Más allá del siempre polémico y estéril debate sobre lo normal y lo patológico, la divisa que motiva las páginas de Pottecher es el descubrimiento del gozne que articula la “necesidad de ayuntar” con la “expresión del placer” en una época, dice, en la que “dichos objetos se han vuelto fetichistas, masturbatorios y violentos”. Si, como asegura la autora, la sexualidad humana es una energía transformable, los artilugios diseñados para acompañar, incrementar, prolongar o simular el placer o para retardar el orgasmo no son más que prótesis que reflejan esa voluntad de derroche físico y emocional que nos distingue de los animales. Aún así, no deja de sorprender la amplitud de la imaginería erótica y la tenue frontera que separa lo sensual de lo cotidiano. Desde el maquillaje, las cremas exfoliantes, las lociones y los perfumes hasta los ungüentos picantes que irritan y escuecen la piel; desde las pulseras y gargantillas hasta la lencería y los zapatos de tacón, pasando por el vistoso corsé, “el capullo del que emerge la rosa”; desde los primeros dildos u olisbos recubiertos de cuero o terciopelo hasta los vibradores eléctricos japoneses, pasando por los huevos y bolas orientales para la taponería y estimulación anales; desde el arte plumario


hasta el nakhadama hindú, que es, por si alguien no lo sabía, el oficio de arañar; desde los alimentos afrodisíacos como los mariscos, el espárrago, el ajo, el cacao, la menta, el azafrán y la canela hasta las drogas sexuales como la cantaridina, el yohimbe, la damiana o el ginseng; desde las arquetípicas geishas hasta las muñecas inflables y los simuladores de vagina, pasando por las pinup girls y la consiguiente revelación del cuerpo como mercancía; desde los tratados sexológicos orientales como el Kamasutra hasta las revistas porno y la industria del cine para adultos, Pottecher nos muestra todo lo que la especie, con mayor o menor fortuna, ha inventado para autosatisfacerse, servir al placer ajeno, jugar, entretenerse y divertirse en la cama, descargar la tensión de la carne, crear una comunión perdurable con el otro o sumergirse en el más recalcitrante de los solipsismos. En suma, una marejada de objetos que sirven para entregarse, con la confianza de la intensidad garantizada, a la concreción del deseo. Escrito con un estilo desenfadado, el libro de Pottecher destaca, sin embargo, por algunos datos que serían difíciles de rastrear. Las líneas que le dedica, por ejemplo, a las operaciones sexuales (clitoridectomías, infibulaciones, sajaduras y circuncisiones) y a los objetos representativos (el falang, los nambas, los falocriptos) del arte erótico negro o africano son muy valiosas, lo mismo que su esquemática exposición de la cultura erótica hindú, en donde todo, ciertamente, parece girar alrededor del sexo, tal y como lo demuestra el tantrismo. Resalta también un apreciable apéndice bibliográfico que incluye apartados sobre coleccionistas de objetos y libros eróticos, estudios clásicos sobre el tema y obras de la literatura sensual y libertina, de Pietro Aretino a D. H. Lawrence y de Boccaccio a Pierre Louÿs. Ahora bien, más allá de la voluntad ensayística de la autora, la obra de Pottecher carece de una reflexión mucho más completa sobre la condición del objeto de placer y, si me apuran un poco, sobre el concepto de objeto en sí, allende su funcionalidad. En efecto, ¿qué

lugar ocuparían los enseres eróticos en un sistema general de los objetos? ¿Cómo modificaría el objeto erótico las nociones de técnica e industria? ¿Transforman los artefactos eróticos a quien los utiliza o, por el contrario, es el individuo el que, buceando en el mar de la parafernalia sexual, encuentra lo que necesita para reafirmar su personalidad? ¿Son los objetos eróticos una forma de integrar lo artificial y lo natural o, por el contrario, la línea de sombra que vuelve más evidente la barrera que los separa? Todas estas son preguntas básicas que, sin embargo, brillan por su ausencia en las páginas de Artefactos eróticos. Finalmente, para seguir el hilo del tema, yo sugeriría como complemento la lectura de Los artificios del placer del Dr. A. Martín de Lucenay —guionista y director de cine en México en la década de los treintas, creador de la historieta Chanoc y uno de los primeros divulgadores masivos de la sexología, autor de sesenta libros sobre el tema, entre los que destacan, así sea únicamente por sus títulos: Por qué no nos aman las mujeres, Las grandes aberraciones sexuales, Los mercados del amor maldito, Los adoradores del falo, Cómo hacer mujeres ardientes, Brujerías y filtros de amor, El placer por el dolor y Viviendo entre prostitutas—, cuyo contenido es mucho más especulativo —y, por ende, cargado de referencias ya superadas por los estudios clínicos— desde el momento en que intenta explicar, basándose en informes de especialistas decimonónicos como Pouillet o Havelock Ellis, por qué el ser humano necesita aparatos para dar y recibir placer, es decir, cuáles son las raíces psicológicas de la parafernalia erótica. En todo caso, tanto el libro de Pottecher como el de Martín de Lucenay deben ser tomados como dos buenos exordios, así sean rudimentarios, al excitante mundo de los excitantes sexuales. Sobra decir que ambos libros pueden conseguirse todavía en las librerías de viejo de la calle Donceles. Yo los he visto ahí en distintas ocasiones, entre tratados de anatomía, fisiología y medicina, sonrojando a los curiosos.

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La calle tiene aroma de mujer alta Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

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Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Don Quijote 1,xxxi

i Después de un consomé con arroz, le sirven a Pamelo sus tres flautas de pollo, con lechuga, guacamole y frijoles. Ve el platillo y le entra por la nariz: ojos del paladar. Un aroma a chicharrón en chile verde, a pollo en morita, costilla de cerdo con papas y entomatado, sopa de fideo, consomé, arroz y varios platillos más se mezclan con el paso de las meseras y dan la sensación de placer, de antojo. Será por eso que el lugar se llena justo a la hora en que las tripas imperan mantenimiento culinario y alimenticio. A En un país donde unos legisladores mandan a acuñar una moneda conmemorativa y escriben “livertad” y no “libertad”, una expresidenta municipal afirma que sus trabajadores le pidieron que les quitasen un porcentaje de su salario para dárselo a un partido político, un gobernador dice que roba pero poquito, unos videos muestran a una mujer de gobierno recibiendo peso sobre peso y dólar sobre dólar en bolsas para la campaña de su candidato a presidente, cuando el gobernador de la Ciudad de México sostiene que la inseguridad está controlada cuando aquí se roba, se mata, se viola todo (desde personas hasta señales de tránsito), se merca droga donde hace unos años habría sido casi imposible, donde los ambulantes se creen dueños del transporte público y contaminan con el ruido y su humanidad, significa que algo anda chueco, que estamos ciegos o que la corrupción es tal que nos eclipsan la visión. Algo huele mal. ii Un olor a limones, como diría Efraín Huerta, a dama, a algo que no deja de persuadirle y que te hace voltear

hacia todos lados del lugar llamado Vips, en la céntrica calle de Madero, rodea el ambiente. Pamelo no sabe qué es. Sigue comiendo sin el menor pudor; en un rato debe entrar a trabajar. La mesera le dice a alguien que no hay lugar, que si gusta puede esperar y apuntan su nombre. Otra mordida a la flauta en turno, con el pollo saliéndose por una orilla y el guacamole abrazando la tortilla hecha rollito. En la entrada, se ve una silueta a través de los vidrios de una puerta que gira, luego camina hacia dentro, se asoman unos anteojos y un rostro de mujer que otea como un espectador que entra al cine ya comenzada la función. “¿De verdad no hay un solo lugar?”. “No, señorita”. Pamelo se asoma bien y ve que es una dama con bolsa pesada en el hombro, un libro en la mano y en la otra su celular rojo, aditamento que ya es parte del look citadino. Las miradas se encuentran. Pamelo la esquiva. Piensa y actúa. Le hace una seña a la mujer que parece que no lo ve o que adquiere una actitud de qué le pasa a éste. Él le sigue haciendo señas con la mano. B Para los cristianos medievales, el infierno era un lugar en que se concentraban todas las asquerosidades inimaginables, en que los excrementos y desechos humanos eran parte de esa escenografía visual y olfativa, y quien cayera ahí tendría que vivir con ello una eternidad más un día, porque el infierno era hecho por desechos del mismo ser humano, no por el chamuco; lo cual significa que no es necesario eso del azufre y los malos olores de un diablo al que se le pinta como un ser terrible, sino que castigaba a los humanos con la misma porquería de sí mismos. iii “Si no se ofende la dama, puede sentarse aquí”, le dice a la mesera. La mujer escucha. Da un paso al frente con su bolsa de Frida en el hombro y otra de una librería en la mano opuesta, su libro y su celular. Pamelo se levanta. “Pero si espera a alguien, no quiero incomodar”. “No incomoda. No espero a nadie. De hecho, ya mero me voy, así que puede acomodarse a gusto”. Algo se le

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hace familiar a él. Ella se sienta. Su figura respingada le hace pensar en que la ha visto en algún lugar. “¿Tú eres la mujer del metro en Pino Suárez?”. Se ven y sonríen. Claro. Charlan. Qué haces por acá, adónde vas, cómo no me acordé de ti si nos acompañaste a Basilio y a mí a una cafetería del centro; aquél esperaba a un escritor para que fuera a hablar con sus alumnos, y ella siguió su camino, porque le quedaba de paso. “¿Y sí llegó el escritor?”. “Sí, es un cuentista de apellido Nutte, amigo mío”. “¿Conoces escritores?”. “Bueno, uno que otro, tampoco muchos…”. La plática se torna más literaria. Pide enchiladas de mole. Ella es una lectora de los clásicos, Homero, Sófocles, Eurípides, Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Rabelais y un desfile de autores, incluyendo a Bukowski y Kerouac, lo que le llenó de asombro a Pamelo, pues se ve conservadora a juzgar por su vestimenta: pantalón negro tipo traje casimir, blusa roja con escote discreto, zapato negro de piso, cabello largo, ondulado y rojo, que con la luz se convierte en fuego. Anteojos de pasta negra. Alta como una jirafa. Delgada. Joven. Al levantarse cuando va el baño, la ve hacia arriba, como se miran las alturas. C Qué tan terrible es la humanidad que ni los mismos marcianos o seres extraterrestres pudieron sobrevivir a los virus humanos. En la novela de H.G. Wells, La guerra de los mundos, la tierra es atacada por entes extraños que empiezan por destrozar ciudades en Inglaterra. El

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ejército ataca con resultados nulos. Esos seres cilíndricos y de metal hacen lo que quieren. Parece que no hay método alguno para acabarlos. El lector debe limitarse al punto de vista en que se relata la novela, que es desde la perspectiva del narrador-personaje que no tiene nombre, quien es escritor de ciencia ficción; por tanto, cuando nuestro narrador y un cura se esconden en una construcción en ruinas, suceden cosas afuera que el lector no puede tener acceso durante la invasión que dura tres semanas, de tal suerte que cuando logra salir, ve que esos seres largos con tentáculos ya están enterrados o a la deriva en los campos y ciudades, porque una bacteria humana se les inoculó y no había cura para ello. Es decir, una bacteria humana mata hasta marcianos. Somos venenos. Estamos corrompidos. En ese ambiente de novela, todo huele mal. iv Un viento abre la puerta del Vips. Se esparce el aroma a ciudad, con la gente multiplicada afuera, aires de mitin y marchas, en contra del asesinato de dos mujeres cuyos restos fueron encontrados en una universidad, otra en las playas del océano Pacífico. Regresa del baño. Habla y el aroma a selva y playa, a frutos y flores, a piel y perfumes, recorre la nariz de Pamelo. No es posible describir ese aroma que hace la diferencia con el mundo entero, no se sabe si es más mundano o más celestial, o si es un atisbo del infierno cuando no es de un cristianismo a ultranza, sino de una corriente artística. No


sabría si mi posible descripción pudiera ser tajante y concreta como Sancho al decir que para él no hay nada mejor que una olla podrida para comer, cuyos efluvios le hacían agua la boca, o una organización descriptiva elegante como la de Lampedusa cuando Don Fabricio está en el banquete de palacio: “Los pavos dorados al calor de los hornos, las gallinetas deshuesadas que yacían entre ambarinos montículos de pan frito decorados con un picadillo de sus propios menudos, las tartas de foi gras rosadas bajo su costa gelatinosa”. La escucha. El aliento vaporoso de limones jóvenes emergiendo con sus palabras, cuya pronunciación en las consonantes implica cerrar los dientes y la boca para después darle paso a las vocales, cuyo aroma recorre desde la espina dorsal de Pamelo hasta la punta de su cabello, pasando por su flaco cuerpo que se dobla con la respiración de maderas, cítricos, flores, sudor de una piel que levanta otras pieles, alcanfores y mirasoles; que Dios nos agarre confesados con esa mujer alta.

calle de Madero. Carga sus libros y cosas de trabajo que como buena maestra lleva a cuestas. Él, su mariconera negra, con una novela en su interior, una libreta para los apuntes de sus escritos para teclear y escribir. La ve hacia arriba y el olor de la calle tiene limones, calle de Madero, sabor a pastel cada que ella habla y ríe. La calle tiene aroma de mujer alta y fachada de sonrisa vespertina. Ella se inclina para escuchar a Pamelo, quien eleva la voz que debe llegar al cielo, en donde está la oreja de ella, cuyo cabello vuela con el viento, como árbol de novela bucólica. Y a todo esto, cómo te llamas, pregunta él. Ella sonríe. “Pensé que no te interesaba”. Él se apena. “Es broma. Mi nombre es Athena. Así me encuentras en féis. Yo te envío invitación. Yo sí te he visto en féis”. Él piensa en Athena, antena, esa cosa flaca que recibe las señales para que la televisión o la radio tengan mejor recepción. No todo está podrido. Ha encontrado a la intermediaria entre el cielo y la tierra.

d ¿A qué olerían los campos de batalla en que se desarrolla la Ilíada, de Homero, o en la Odisea, en la cueva del Cíclope, hijo de Eolo, después de echarse al plato a dos hombres de Ulises, o la ciudad de Sodoma y Gomorra cuando se quemó con todo y adultos, adolescentes niños y animales, o esos campos mexicanos donde se queman cadáveres, donde se destazan cuerpos, o la casa de aquella viejita que mató a su marido y lo despedazó para hacerlo en tamales? Si en verdad son terribles los olores, desde la visión de ese cristianismo de marras, el infierno está en la tierra misma, no abajo; cada cultura y sociedad vive y crea su propio infierno. v No todo está corrompido. Pamelo no sabe qué decir ni cómo despedirse, si tan sólo decirle adiós con un movimiento de mano o estrechándosela, o con un abrazo fraterno o un beso de mejilla, porque el miedo a oler esa piel tiene alcances magistrales nunca antes vistos ni sentidos. Se acerca en cámara lenta, como las escenas importantes que preparan a la acción medular: ve sus anteojos a través de los anteojos de él, dice nos vemos, me tengo que ir, no sabe qué decir, pero el olfato lo guía y se despide de beso en la mejilla. Espera, dice ella. Me voy contigo. El sol de la tarde los espera en la

antes y después del Hubble |

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intervenciones Mateo Pizarro

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Una mueca de sorpresa La memoria de las cosas, de Gabriela Jauregui

Nora de la Cruz

Es fácil interesarse en la escritura de Gabriela Jauregui: no sólo es fundadora de una editorial independiente con un catálogo sólido, sino que ha sido incluida recientemente en la lista de los 39 autores menores de cuarenta años más interesantes de Latinoamérica. Por si fuera poco, el cintillo de La memoria de las cosas, su primer libro de relatos, cita el elogioso comentario que de él hizo Marjorie Perloff, ni más ni menos. Poeta y doctora en literatura comparada, Jauregui produce una impresión a priori: la de una autora original, con visión, experimental. Su primer libro de relatos confirma este juicio, al menos en parte. Puede decirse que se trata de un libro conceptual, pues está concebido como un gabinete de curiosidades, dividido en las cuatro secciones que suelen componer este tipo de muestrarios: “Vegetalia”, “Mineralia”, “Animalia” y “Artificialia”. El giro está en que, en vez de ser un catálogo de prodigios, está compuesto por textos que observan un elemento de nuestra cotidianidad, con una nueva mirada, una mirada que le devuelve su extrañeza. Esto se consigue de diversas maneras: estudiando su historia o un dato curioso relacionado con el objeto en cuestión, o bien, elaborando una narración en torno a sus características o connotaciones, todo esto con un lenguaje que combina el lirismo con el desparpajo y, en ocasiones, con el desaliño. Aunque está clasificado como una colección de relatos, gran parte de los textos están en un límite borroso entre la prosa poética y el ensayo. Se trata, en general, de un conjunto desigual que, a pesar de lo inteligente de su premisa y la frescura de su dicción, no termina de ser efectivo. El tomo abre con la sección “Vegetalia”. En ella, destacan “Pera cocodrilo” y “Obituario”; ambos textos lindan con

La memoria de las cosas Gabriela Jauregui México, Sexto Piso, 2015, 127 pp.

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lo ensayístico y lo poético. El primero revisa la extraña circunstancia por la que los aguacates llegaron a cultivarse en Escondido, California; el segundo es una efectiva prosopopeya que parece describir a una mujer, pero al final revela que se refiere a una orquídea. En ambos casos, la efectividad de los textos radica en la densidad y suntuosidad del lenguaje, que juega con la sintaxis, el sonido y los sentidos múltiples. El texto que abre la colección, “Árbol cosmonauta”, es un microrrelato que parece más bien un pretexto para exponer una idea: que si se midiera el movimiento de las ramas de los árboles durante su vida y se acumulara, equivaldría a un viaje al espacio. Es una linda idea, pero no es claro si justificaba la forma narrativa. Lo mismo ocurre en “Gummibärchen”, una historia sobre un padre, un hijo, una abuela, que parece más bien un marco para contar el insólito hecho de que la materia prima de los ositos de goma está vinculada con Osama Bin Laden, y su venta por ende ha financiado el terrorismo. Por su parte, “Follaje” y “Estrategia de supervivencia” son también breves elaboraciones narrativas cuyo fundamento parece insuficiente, pero que carecen de la fuerza estilística de las primeras. La debilidad fundamental de la sección es que la visión de la realidad que se propone no asombra y en la mayoría de los casos tampoco convence. Esto es aún más evidente en la siguiente sección, “Mineralia”, cuyos textos son de una dicción mucho más tibia, a ratos descuidada, aunque contiene dos textos que son más narrativos que los anteriores. De ellos destaca “Citlalli”, un monólogo que descansa en el lenguaje y en las imágenes, logradas en general, aunque la visión del mundo indígena es occidental y moderna, en detrimento de la verosimilitud. Nuevamente, la intención de mostrar algo aparentemente asombroso y usar la narración como pretexto aparece en “Diamante recuerdo”, que intenta mostrar el absurdo de convertir las cenizas de alguien en diamante, pero le falta sutileza y falla. “Oro negro”, el último de la serie, muestra un mejor equilibrio entre humor y relato, pero en este caso el estilo carece de fuerza. La tercera sección del libro, “Animalia”, es la más lograda de todas, en gran medida porque contiene los relatos más sólidos y memorables: “Odolkia” y “Autobiografía”. El primero gira en torno a Iñaki y el lugar que ocupa en su familia, respecto de otros hombres, por su participación en la cacería. La atmósfera es lograda, y con gran economía de recursos se dota a los personajes de interioridad; además, el objeto elegido —un embutido— funciona de manera más orgánica dentro de la historia. Es interesante que Jauregui elige invertir

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los roles de género y con ello consigue ampliar el espectro de la emotividad masculina. Por su parte, “Autobiografía” es el texto que mejor combina las fortalezas de la autora: lirismo, densidad semántica, juegos de lenguaje y sentido del humor. No es un cuento sencillo, aunque lo parezca: demanda que el lector colabore para comprender la alegoría contenida en la historia de una zorra que cuenta su vida y su experiencia como parte de un experimento. A veces el estilo se excede en la impostación, pero en general se sostiene, jugando con el absurdo y, sobre todo, elaborando en torno a las ideas de poder y rebeldía. Los otros dos textos de la sección, “Moluscos” y “El perro y la agujeta”, incurren en los despropósitos que ya se han comentado: hacen demasiado evidente la intención de explorar connotaciones, en el caso del relato que parte de la pérdida y búsqueda de siete caracoles de bronce; o bien, son tan líricos y visuales que olvidan relatar, confiando tal vez en que la descripción de la escultura de un perro que juega con una agujeta como parte de un monumento funerario sea elocuente por sí misma. La última parte del libro, “Artificialia”, comienza con un cuento inteligente, “Biombo”, que funciona también gracias a la naturalidad con la que el objeto funciona dentro del relato. Lo mismo ocurre con “Poción”, un relato gracioso en el que el medicamento es la poción medieval que le permite a una adolescente librarse de su transformación en un monstruo de tres tetas. “Revolver”, “Correa” y “Pelusa”, como otros del libro, se quedan cortos en lo narrativo, pero sin la fuerza estilística que salva a sus semejantes. “Pelusa”, el relato de la preocupación que sienten los vacacionistas citadinos por la posible irrupción de los narcos en el lugar donde se hospedan, se percibe francamente forzado, sin que se entienda si las pelusas representan lo ligero o vulnerable de la vida, o por qué alguien en la playa tendría la atención puesta en las pelusas de sus bolsillos. En el cuento no sólo es alguien, aparentemente son todos los que piensan igual. Es evidente, Gabriela Jauregui posee cualidades como autora que vislumbran una interesante obra suya en los próximos años. Será interesante también observar la maduración, no sólo de su voz, sino de su visión sobre la realidad y la literatura. La memoria de las cosas da buena cuenta de su capacidad, pero no termina de ser un libro sólido, pues aunque el concepto que le sirve como eje es sugerente, la ejecución es desigual. El desfile de los prodigios no es convincente, y por momentos tiende a la autocomplacencia. Más que ser una observación asombrada de la realidad, parece una mirada que finge sorpresa.


Sabacio: un drama en la tierra para los dioses del Olimpo Emilio Pérez López

…cuantas batallas entre dioses haya compuesto Homero, no las permitiremos en nuestro estado. Sócrates

Sócrates no habría admitido a Kristin Dimitrova (Bulgaria, 1963) en su Estado ideal, como no era admitido todo aquel que se pusiese a cantar un supuesto mal comportamiento por parte de los dioses: los dioses debían predicar con el ejemplo, y mentía el que dijese que los unos hacían la guerra a los otros; que entre éstos, así como entre héroes, parientes y prójimos, parecía no haber otra pasión que la de combatir y confabular de día y de noche sin descanso. Pero a pesar de Sócrates, la milenaria fama de los dioses griegos no proviene de su rectitud, ni los héroes suelen convertirse en leyenda siendo partidarios de la templanza. Se podría decir que, incluso, su verdadera virtud es la de ser demasiado humanos. Dimitrova se adhiere así no al equipo de Sócrates, sino al de Homero y Hesíodo, y obtiene el favor de aquella misma musa que tanto los ayudó a cantar cóleras, infidelidades, parricidios, conspiraciones y demás dimes y diretes entre los miembros de la legión olímpica. Sabacio (Universidad Autónoma Metropolitana, 2016) nos muestra a un joven Orfeo, hijo de dioses, en su lucha diaria y humana por convertirse en un hombre independiente y alcanzar sus sueños, que mientras tanto se desempeña como profesor asistente de filosofía, y como músico trasnochado de jazz house junto al grupo Los Argonautas. Vemos también a su padre, Apolo, convertido en el acaudalado poeta del régimen; a su tío Sabacio, extravagante hombre de negocios e integrante de cierta mafia; a la melancólica y bella Eurídice, su esposa, que en la desdicha de saberse una actriz sin empleo y sin la posibilidad de conseguir un papel, es asaltada por pensamientos suicidas; y encontraremos sin duda al viejo Zeus tonante, aún gobernando desde su aparente retiro entre plantas de jardín, llevando la égida sobre mortales e inmortales. Como usualmente ocurre en las altas esferas (y el Olimpo no es la excepción), a los privilegiados descendientes se les sirve una vida ya hecha en bandeja de plata. El problema de Orfeo comienza justo ahí, pues decididamente rechaza este beneficio. Su único deseo es destacar por sus propios medios y, ante todo, mantenerse al margen de los turbios asuntos del Olimpo. Pero el panorama es poco alentador. Su carrera se ha estancado, y mientras sus padres y el destino parecen hacer burla de él, cae en la sospecha de que jamás podrá darle a Eurídice una

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vida digna. Es aquí donde Sabacio (Dioniso) aparece para introducir el elemento que da impulso a la trama. Le ofrece a su sobrino la tentadora oportunidad de conducir un programa de televisión. No es lo que tendría en mente un músico y filósofo, pero la paga que le prometen es demasiado buena, tan buena como difícil de rechazar. Para Orfeo, aquella oportunidad es la de hacer feliz a Eurídice. Los juegos del poder es otro de los temas que en Sabacio aparecen como telón de fondo. Orfeo cree en consecutivas ocasiones que el señor Midas, su nuevo jefe y director de la televisora Hebro, se empeña en ponerle las cosas lo más difíciles posible. No tarda en decirse que “El poder, el verdadero poder, significa dar órdenes estúpidas y que nadie pueda oponerse”. Él debe rendir cuentas a Midas, sí; pero éste, a su vez, obedece las órdenes de Sabacio, y Sabacio cumple con los designios de Zeus. A partir de entonces todo va mal. En tanto se le cierra encima aquel mundo de las redes del poder, de la manipulación de los medios, la frivolidad, los vicios, la carencia de escrúpulos que a él tanto le afecta, Orfeo descubre que, cuando se trata de ascender en la pirámide del estatus, también sus seres queridos son capaces de la más baja traición. De manera que el destino de los personajes se torna irónico. El tío Sabacio es susceptible a perder todo el esfuerzo de una vida en un instante; para Orfeo, ganarse un sitio en el Olimpo resulta equivalente a perder terreno en su relación, a perder identidad y ver cómo sus sueños se hacen polvo. De este modo desfilaron por mi programa la nieta de Hermes que se había puesto a escribir; la amante de Ares que se había convertido en actriz; el sobrino de Temis que incursionaba en la dirección escénica; el escultor Hefesto que era amigo del jefe. Y yo estaba a su servicio en mi propio infierno.

A medida que se desarrolla la trama, su problema no estribará tanto en hallar la forma de salir de aquel mundo, sino en el hecho de verse solo una vez fuera, en medio de una vida echa ruinas y de la que habrá que recuperar algo de entre los escombros. Además de una historia sugestiva y una narración clara, hay en Sabacio otros valores literarios, tales como el de su ágil estructura. En cada capítulo escuchamos la voz de un personaje distinto (Orfeo, Eurídice, Calíope, Hades, Pegaso, Midas, Calírroe, Belerofonte), que nos da su versión de los hechos y su opinión del resto de los personajes. A lo largo del libro una página negra viene a imponerse cada tantas páginas blancas. Las blancas recrean la ficción de los personajes, mientras que las negras aportan información precisa sobre el mito original.

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Sabacio Kristin Dimitrova Traducción de Reynol Pérez Vázquez México, uam, 2016, 256 pp.

En una de estas últimas se lee lo siguiente: “Algunos dicen, por ejemplo, que después de intentar en vano traer de vuelta a Eurídice, Orfeo había sido despedazado por las servidoras de Sabacio, las ménades. También es posible que él mismo se haya despedazado, tratando de no perder a Eurídice”. Avanzamos así por el libro como por un tablero de ajedrez, dando saltos entre la narración y la mitología. Sabacio es una de esas novelas que siguen hablando aun después de la lectura. Su voz, moderna en espíritu, ancestral en esencia, no es únicamente la reafirmación de una mitología, sino la de un vasto mundo que no pretende morir, que por milenios ha alimentado y seguirá alimentando la imaginación, el arte y la vida misma. ¿Cuántas obras han nacido a partir de todo lo griego? ¿Cuántas más están por construirse? He aquí otro eslabón que viene a hermanarse con aquel que dio inició a la saga helénica. Imaginar el rumor de las muchas voces que desde siglos antes de Cristo hacen llegar hasta nuestros días la fama de héroes y dioses, de monstruos y batallas; la obra de poetas, filósofos e historiadores. Ciertamente, este eslabón produce un vértigo fascinante.


Lugares del tiempo:

Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo de Graciela Speranza Rafael Toriz

Una de las proposiciones más sugerentes de Jacques Derrida, cuyo influjo universitario ha menguado desde su muerte —“los atributos de una lengua artificial funcionan mejor cuando el ventrílocuo está con vida”— es aquella que atraviesa uno de sus mejores libros, de indudable cuño literario: Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. En él, además de acuñar la “fantología” (una exploración de la ontología de los fantasmas), analiza la manera en que la lógica espectral nos asedia en tiempos de la comunicación virtual transformando el binomio presencia/ausencia y cuya indeterminación esencial encarnan como nadie los espectros: imágenes y voces de muertes, amores, momentos y espacios que instauran su propia temporalidad, no a destiempo ni a contratiempo: fuera del tiempo, ese lugar domiciliado en nuestros días en la simultaneidad perenne de la red. Sin embargo, su proposición más lúcida descansa en su lectura de la escena cinco del primer acto de Hamlet: “The time is out of joint”, es decir, “El tiempo está fuera de quicio”, lo que implica un desfase del lugar en el que el tiempo debería estar en sus goznes: justamente, el tiempo dislocado del presente, es decir, el tiempo por excelencia del arte “contemporáneo”, lugar en el que se inscribe Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo de la argentina Graciela Speranza. Articulado como una colección dispar de ensayos, la disposición del libro recuerda la lógica de un montaje. Mediante impresiones, correspondencias y comparaciones, sus cronografías se muestran a sí mismas como una exposición; en este caso, la del registro de las obras de algunos de los artistas más sintomáticos del presente, aunque no sepamos bien a bien cuál es el lugar de su acontecimiento: si en la realidad o en alguna de sus múltiples reproducciones. O en todas. Ya sea que se trate de una novela de W.G. Sebald, de una instalación de Daniel Ortega, de las constelaciones de Gabriel Orozco, los animales de barro de Adrían Villar Rojas o los experimentos de Liliana Porter, Speranza lee, como si se tratara de un “mapa que se despliega en el tiempo”, los signos de una época, devorada por el capitalismo tardío y la mercantilización absoluta de la experiencia. De acuerdo con su diagnóstico, “la rápida expansión de la sociedad de consumo, con sus ritmos cada vez más acelerados de producción y obsolencencia, y la revolución digital, con sus redes de conexión global inmediata y sus flujos virtuales de capitales financieros, comprimieron el tiempo en un presente devorador, instantáneo y efímero”, una opinión con la que resulta imposible estar en desacuerdo: desde finales de los noventa, las producciones culturales en música, cine, literatura y plástica viven en un regodeo que algunos han tipificado como retromanía y que mueve a pensar en un futuro cercano, donde

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Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo Graciela Speranza Barcelona, Anagrama, 2017, 244 pp.

una red social parecida a Netflix permitirá conectarnos con la virtualidad y época de nuestra preferencia para divorciarse de ese incordio lacerante que es imaginar el futuro desde un presente empantanado. Si a algo debe invitar la crítica de arte, y eso es algo que consigue el libro de Speranza, es a salir de este loop generalizado en donde el evangelio del remix impide articular identidades alternativas, divergentes y plurales en contra de la estandarización y comercialización de la experiencia: aunque cueste trabajo creerlo y existan menos ganas de intentarlo, existe vida más allá de nuesta finitud enajenada. Ante su intención de vertebrar la coordenada Sur1 como alternativa ante el Norte global cabe señalar que, aunque bien intencionada, minimiza el hecho de que la hegemonía cultural y sus relatos están sostenidos por un orden económico y político aceitado y criminal. La reglas del mundo del arte, pese las excepciones que las confirman, obedecen los dictados de una compleja industria comercial: no vamos todos en el mismo barco, y de ser así, no valemos todo lo mismo, nunca jamás: tal es el lugar de aparición de los fantasmas y de Marx, que aún recorre desahuciado este buque que zozobra. Si en lugar vamos a encontrarnos con justicia, será —y está por verse— en el cementerio marino. Nunca es fácil tomarle el pulso al presente, por ello, este libro —además de valer en tanto “antídoto contra el cinismo desdeñoso que hoy campea en el mundo de la literatura y el arte y, por qué no, una muy módica resistencia a la mercantilización rampante”— abre la oportunidad de pensar un tiempo instaurado por la crítica para tomar distancia e imaginar estrategias para improbables futuros mejores. 1 “No es que no lo hayamos intentado desde el Sur invirtiendo el mapa, desandando los caminos de dirección única de los centros a la periferia, postulando modernidades alternativas, vanguardias simultáneas y atlas de fronteras flexibles. En términos territoriales, sin embargo, esas y otras acrobacias discursivas nos dejaron fatalmente casi en el mismo lugar, a no ser por una módica presencia en el check list mundializado de bienales, colecciones y festivales literarios, dádiva del multiculturalismo convertido en lógica cultural del capitalismo globalizado.”

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Homero Simpson por fin entiende el infinito

Los Simpson y las matemáticas de Simon Singh

Andrés García Barrios

“La risa abunda en la boca de los tontos”, dice un viejo proverbio. Viejo y tonto. Quién sabe por qué todos alguna vez hemos creído que ser sabio es cosa seria. Por fortuna, en nuestros momentos de mayor lucidez construimos pequeñas y grandes filosofías para defendernos de esa tonta idea (una de tales filosofías es la de Edward de Bono, pensador que afirma que el humor es la cualidad más avanzada del cerebro humano). Sin duda, el éxito de Los Simpson se debe a su incalculable dotación de inteligencia. Sus creadores son una máquina de convertir lucidez en chistes geniales. Inteligencia fría, aguda, irreverente, no siempre emotiva y a veces despiadada, a la que se puede tildar de “calculadora” y habrá mucha razón en ello: una buena parte de los guionistas de la serie ha sido reclutada en las facultades de matemáticas de las más prestigiosas universidades norteamericanas, incluida Harvard. Nos lo cuenta Los Simpson y las matemáticas, libro de Simon Singh, que por cierto no está dirigido —como dice en la contraportada— a “aquellos que quieran aprender matemáticas de una forma divertida”; no por lo menos si “aprender matemáticas” significa “entender de una vez por todas cómo sacar raíces cuadradas y esas cosas”. No, el libro no es otro inútil Manual de matemáticas para tontos. Y es que las matemáticas no son para tontos y sí para gente que sabe reír. ¿Usted sabe reír? Léalo: seguro disfrutará la historia de este puñado de mentes brillantes que desde 1989 ha venido escribiendo la serie más exitosa de la televisión gracias a una forma de pensar que podemos llamar “matemática”, es decir curiosa, arriesgada, rigurosa, lúdica y muy sensible a la belleza estética. Durante años, Simon Singh se dedicó a detectar las no pocas alusiones a asuntos matemáticos que han aparecido en los capítulos de Los Simpson. Después estuvo conviviendo varios días con los guionistas y pudo averiguar muchos de los “porqué, cómo, cuándo y dónde” de esos guiños numéricos: ecuaciones escritas

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Los Simpson y las matemáticas Simón Singh Traducción de Ana Herrera México, Ariel, 2015, 304 pp.

por la maestra de Bart en el pizarrón, el número Pi presente en un lema sobre Homero/Pastelman, un viejo acertijo que evita que Maggie ingiera veneno, la estrategia de Lisa para entrenar al equipo de béisbol de Bart, y muchísimos etcéteras. El libro va de episodio en episodio explicándonos con claridad y amenidad dignas de un buen divulgador (y, hay que decirlo, de un buen traductor) los enigmas matemáticos que ahí se mencionan, y aprovecha anécdotas de las vidas de los guionistas para enriquecer el número de acertijos y ecuaciones que se puede asociar con Los Simpson. Sin embargo, creemos descubrir el aspecto en el que se revela con mayor claridad el espíritu digamos “matemático” (o “científico”) de los guionistas; nos referimos a ese tipo de chistes a los que ellos mismos llaman “de pantalla congelada”, que pasan a tal velocidad (o tan en segundo plano) que se debe poner stop al capítulo para verlos. Tal vez al productor le parecen un buen gancho para vender más cedés de la serie, pero no sería raro que algunos de los guionistas —como buenos matemáticos que son— vivieran en ellos la fantasía de inventar un chiste que sólo una

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persona en todo el mundo, un espectador extremadamente genial, pudiera descubrir y gozar. Y es que, a final de cuentas, en su esencia, las matemáticas (y la ciencia) valoran la mente individual por encima de todo; sí, está claro que una de sus premisas es que para encontrar las leyes de los números (y de la realidad) es suficiente con que un solo ser humano le atine aunque los otros siete mil millones aún no estemos al tanto. Para ellas, el conocimiento adquirido por una única mente brillante puede valer más que el de todas las otras juntas. Seguramente, tal admiración por el individuo es uno de los aspectos que comparten los escritores de Los Simpson, pues en el fondo es también el más cómico: resulta profundamente irónico pensar que la única posibilidad de develar los misterios del infinito (físico o numérico) se encuentre en nuestras mentes individuales, limitadas y falibles. Así entendido, el universo sería una broma inmensa. En tal caso, el que un destacado estudiante de la universidad de Harvard decida un día abandonar la carrera de matemáticas para dedicarse a escribir chistes, resulta un acto de la más sutil inteligencia.


El campo blanco, el movimiento pequeño del mundo Brenda Ríos

Conforme una plata de alegrette, cuando se muda, necesita traer consigo una cantidad de la tierra propia en las raíces, como protesta. João Guimãraes Rosa

En 1956 se publican en Brasil dos libros fundacionales, pero que por contextos tanto de lengua y territorio, como del sistema editorial, no han merecido la importancia debida, la justa lectura, pero eso también es parte de la historia de la literatura: Grande Sertão: Veredas (Gran Sertón: Veredas) y Corpo de Baile: Noites do Sertão (Cuerpo de baile: Noches del sertón), compuesto por dos novelas cortas: Dan-Lalalán (el elegido) y Palmera. La primera se traduciría al español en 1975 y la segunda en 1982. Gran Sertón: Veredas está considerada una de las novelas más importantes de la narrativa universal. Aun si fue publicada dentro del contexto del boom latinoamericano su vigencia corresponde no a términos de identidad o de defensa regionalista, sino a su innovación semántica, a su intricado lenguaje poético, complejo, a la profundidad y riqueza de sus personajes; y sobre todo, a la profunda reflexión sobre los temas humanos: Dios, el Diablo, el amor, la imposibilidad del deseo, la pertenencia e identidad, la posibilidad de la expresión, el bien y el mal. La visión de Guimarães será llevar el lugar más recóndito de un país enorme al centro de la discusión literaria, artística, poética, de las corrientes estéticas. João Guimãraes Rosa es un autor muerto de nostalgia. Su obra es un eterno regreso al territorio físico que tenía en la memoria: el interior de las regiones vastas del sertón que conoció como médico rural. Ya convertido en diplomático, haría un viaje de vuelta al campo, ahí tomaría notas infinitas que serían alimento para su trabajo. Ese era su modo de regresar: describir, examinar, analizar con un lente todo eso que dejó, vio, escuchó, sospechó. La escritura fue el trozo de tierra que le ayudó a adaptarse en su mudanza, como esa planta que dice

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que protesta pero que lleva parte de su hábitat de recuerdo y de ayuda misma para soportar lo externo, lo de fuera, lo desconocido. Noches de Sertón está compuesto principalmente por personajes dedicados a la hacienda, al campo, a la cría de ganado. Es un largo poema narrado al paisaje: un documental con voz en off y diálogos. La observación del autor es naturalista, científica, dotada de una belleza que corresponde a un tiempo largo, lento, que logra captar la esencia, el gesto, la persona congelada en su abstracción: “Dalberto no tenía Malicia, ni hambre de todo —de conocer por dentro—, hambre de toda la miga, del bagazo, de la última gota de caldo”. En la pimera novela del libro Dan-Lalalán (El elegido), sucede una historia de origen rural, que mezcla leyenda oral, enciclopedia naturalista, descripción meticulosa de los ambientes de los campos perdidos, y un héroe en crisis. Un hombre que recomenzó una vida con su esposa, quien había sido prostituta. Ambos vivían ahora una vida simple, y, como en toda novela amorosa, algo interrumpe la calma. Los celos dominarán la escena. Soropita había encontrado la calma, el amor correspondido, la vida doméstica y el labor del campo. Es un hombre que se respeta alrededor, su palabra vale. Había sido un yagunzo, un pistolero a sueldo, había matado a algunos. Pero, en el tiempo narrado, en el presente de la novela, él ha estado cuarenta días fuera, arreando el ganado y por fin vuelve a casa, donde lo espera Doralda, perfecta de perfección entera. Poco antes de llegar, se encuentra a un amigo de su pasado, años sin verlo, buen hombre, buen compañero pero ay, la duda del celo. Soropita se convence de que el amigo conoció en esa casa de citas a Doralda. Si no él, uno de su compañía, otros vaqueros como él. Aunque conocen los antecedentes de Soropita, los hombres que había pasado a la otra vida, él duda si hay uno que no lo respete. Si hay uno que sepa cómo era su mujer antes, si estuvo con ella, si se burlaría de él en silencio. Sospecha de todo, de su mujer incluso. Sospecha del amor. Un Otelo del sertón. Poseído, no es él mismo. Y jura cobrar venganza. Porque eso hacen los hombres que no tienen más que su nombre y lo que han logrado con su trabajo. La novela es una calle en pendiente, y justo antes de la desembocadura se detiene, respira, y termina. Estaba obligado a demostrar su honor. Pero no hizo falta.

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En Noches del Sertón, por un lado están los hombres, y por el otro las mujeres, nunca habitan el mismo mundo, ni en el trabajo físico ni en el lenguaje. Los hombres aspiran a estar cerca de ellas, porque de ellos es el balbuceo, la aproximación a lo que quieren decir, pero no a la manifestación de ello mismo. La palabra pertenece a otra parte, a un lado secreto. La palabra será como el territorio mismo, el de los Gerais, el sertón, que es el personaje central de la estética de Guimarães. El territorio es lengua y poema. El lenguaje particular de los habitantes, el clima, los pájaros, las distintas especies de ganado, los árboles. La flora y fauna, los vientos de mañana, de tarde, de mayo, de agosto. Particularidades tales que no hay evocación: hay un cuadro nítido en la cabeza. La imagen corresponde a la imaginación. La visión narrativa corresponde a un microscopio: el zoom a la flor, a la palmera, al bicho, a la densidad del terraplén. Al vaquero, a la muchacha casadera, al hombre mayor. La segunda novela, Palmera, está dedicada a la exploración del deseo. Don Liodoro, dueño de la hacienda enorme Buriti Bom, se hace cargo de su nuera quien había sido abandonada por su hijo, ante el estupor del narrador, puesto que la mujer es hermosa, sofisticada, citadina, casi una aparición religiosa, dice; y a su vez, es padre de dos hijas, una muy hermosa y la otra muy fea. Hasta ahí el argumento de cuento de hadas clásico. El príncipe será Miguel, un vaquero que va a vacunar al ganado y termina enamorado de Gloria, la hija guapa, quien también le corresponde. Lo no dicho será fundamental como en la mayoría de los personajes masculinos de Guimarães: decir una cosa y callar la otra, no mostrar el verdadero rostro, el cuerpo, mostrar apenas con la palabra la punta de lo que se quiere decir. No por nada las historias parecen entredichas, mal entendidas, mal interpretadas. Como se comunica la gente en el campo: con dichos y metáforas relacionados a los animales, al clima, a la naturaleza, a lo que se sospecha comunicable. Justo la naturaleza del sertón enmarca las varias historias cruzadas de deseo, impotencia sexual, manifestación erótica prohibida (sexo fuera del matrimonio o de la esfera patriarcal). Las mujeres protegidas, dentro del espacio de la casa, demostrarán iniciativa para ir en busca de su propia conciencia, lenguaje y expresión erótica.


Eso las hace sospechosas. Gloria será la mujer atrevida, quien mira a los ojos de Miguel y responde con claridad, sin temor. Sacándolo de su balance, de su poder “masculino”. Ocurre pues la grandeza de lo micro, el átomo, el ala o el pico del ave. El borde de la hoja. El detalle obsesivo: “Aciago, Chefe Ezequiel espera a un amigo que desconoce, oye hasta los fondos de la noche, escucha a las lombrices dentro de la tierra. Tematiza lo que tiene que observar, para él la noche es su estudio terrible”. De ese mismo personaje también dirá, como una leyenda que se cuenta de una hacienda a otra:

Noches del Sertón João Guimãraes Rosa Traducción de Estela Dos Santos Barcelona, Joaquín Mortiz / Seix Barral, 1982

A esa hora, nochecita, se hablaban poco; por una especie de recelo. Tendían a estar inmóviles. Pero el primer cazador, el más viejo, continuó conversando sobre lo que trae la noche. Contó de un vaquero del Rasgão, que dormía en un bajo, cerca del piquete de vacas, y sabía a cualquier hora cuál de ellas sacudía una oreja y qué becerra se refregaba en la cerca. Ese vaquero tramó consigo, a fuerza de soledad, una especie de pequeño juego: —si la vaca fulana o la becerra mengana hiciesen tal o cual cosa buena o mala, a él seguramente le sucederían cual y tal cosas. —La vida es muerte o dinero… —dijo el cazador.

Los personajes son parte de un tiempo suspendido, de antes de la modernización, de la invasión de la ciudad en el campo, del territorio que la ciudad gana a costa de perder naturaleza, tradición y lenguaje. Entonces, la literatura es también un archivo histórico que innova al tomar al lenguaje como recurso, reelaborar la sintaxis, componer palabras, mezclar los entredichos, y la reconfiguración del habla popular. Es ahí, en el modo particular del lenguaje vivo, el habla, donde hallará símbolos concretos, el mundo mágico (que no es del realismo mágico del boom) de una magia más profunda, enraizada en lo que el campesino sospecha: la demiurgia del mundo de la naturaleza, donde, a lo Conrad, sabemos, que, sin importar lo que el hombre haga, ésta triunfa cada vez, en el desastre, en el caos, en el terror mismo.

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colaboran Tayde Bautista (Ciudad de México, 1971). Estudió Derecho y Literatura. Ha colaborado en distintos medios como Revista de Poesía, Día Siete, National Geographic, Travel Leisure y Reforma. En el 2010 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo y publicó el libro De paso. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las Letras Mexicanas. Lobsang Castañeda (Ecatepec, 1980). Estudió Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Está incluido en las antologías El hacha puesta en la raíz, Contra México lindo y La conciencia imprescindible. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Nadia Escalante Andrade (Mérida, Yucatán). Publicó la plaquette Adentro no se abre el silencio en 2010, en la colección “La Ceibita” del Fondo Editorial Tierra Adentro. Fue becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc”, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del INBA en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje en 2010 y el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra en 2013. Es autor del libro El fuego de las noches. José Homero. Poeta, ensayista y editor. Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000). Ha publicado, entre otros, el libro de ensayos La construcción del amor y los poemarios Vista envés de un cuerpo, Luz de viento y La ciudad de los muertos.

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Milton Medellín (San Luis Potosí, 1979). Es poeta y traductor. Estudió Filosofía, disciplina de la que es catedrático en la UAT. En 2007 recibió el Premio Estatal de Poesía Dolores Castro con el libro No cesará el desvelo. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 20042006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Emilio Pérez López (Culiacán, 1986). Estudió ingeniería en el Tecnológico de Culiacán. Sus cuentos han aparecido en las revistas Literal y Akaes. En 2008 recibió la Beca al lector, que otorga el Instituto Sinaloense de Cultura. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Gerardo Piña (ciudad de México, 1975). Es doctor en Literatura Inglesa por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida, La novela comienza y Los perros del hombre. Su libro más reciente es Estación Faulkner. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Álvaro Ruiz Abreu (Monterrey, 1947). Crítico, biógrafo, escritor y profesor investigador de la Unidad Xochimilco de la uam desde 1977. Es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus libros se encuentran José Revueltas: los muros de la utopía, La ceiba en llamas. Vida y obra de José Carlos Becerra y Crítica sin fin. José Gorostiza y sus críticos. Ignacio Ruiz-Pérez (Tuxtla Gutiérrez, 1976). Es autor de los libros de poesía La canción del desterrado, Navegaciones y Deslizamientos. También ha publicado ensayo. Ha obtenido, entre otros, el Premio Nacional de Poesía Alí Chumacero en el 2000, el Premio de Poesía Joven Salvador Gallardo Dávalos en 2006 y el xiv Premio Internacional de Poesía León Felipe en 2014. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.


Presentación de los libros digitales: Zonas Metropolitanas del Valle de México y Grandes metrópolis de América Latina

En el marco de la VI Feria del Libro y la Ciudad Viernes 2 de junio, 12:00 hrs. Auditorio Jesús Vírchez, UAM, Unidad Xochimilco CD MX

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Próximas ferias del libro en las que participará la UAM Feria del Libro de la Policía Federal 15 y 16 de junio CONTEL, Cuartel de la Policía Federal, Iztapalapa, Ciudad de México

Presentan: Emilio Pradilla, René Coulomb y Roberto Eibenschutz Modera: María de Jesús Gómez Cruz

Congreso Internacional Ley y Sociedad Del 20 al 23 de junio Hotel Sheraton María Isabel, Ciudad de México Feria del Libro de Casa del Tiempo Del 26 al 30 de junio Instituto Matías Romero, Ciudad de México

Descarga gratuita en: www.casadelibrosabiertos.uam.mx

www.casadelibrosabiertos.uam.mx


Revista mensual de cultura

casadeltiempo • número 41 • junio 2017

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 41 • junio 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Andy Warhol: la imagen mecanizada Francis Ford Coppola, lector de Drácula

José Carlos Becerra en la memoria

en línea: issuu.com/casadeltiempo

www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo

@casadetiempoUAM


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