Tiempo en la casa 42-43, julio-agosto de 2017 Revista mensual de cultura
Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 42-43 • julio-agosto 2017 • $70.00 • ISSN 2448-5446
“La portada de Saturnino Herrán en La sangre devota” Ernesto Lumbreras Ernesto Lumbreras rinde homenaje a la vida y a la obra del poeta zacatecano Ramón López Velarde y a la del artista plástico aguascalentense Saturnino Herrán a propósito del centenario de La sangre devota.
DISEÑO Arte, teoría y tecnología en el diseño
NOVEDADES EDITORIALES
Carlos Arozamena Guillén, Irene Autora Pérez Rentería y Ana Julio Arroyo Urióstegui (coords.)
casadeltiempo • número 42 - 43 • julio - agosto 2017
ECONOMÍA Estados Unidos, Europa, Asia, América Latina. La crisis va y se generaliza Gregorio Vidal
POLÍTICA La coordinación metropolitana en el sistema federal: experiencias y trazos institucionales Alberto Arellano
SOCIOLOGÍA Juventud rural y migración mayahablante. Acechar, observar e indagar sobre una temática emergente Inés Cornejo Portugal (coord.)
URBANISMO Vivir y pensar Sao Paulo y la Ciudad de México. Trayectorias de investigación en diálogo Ana Rosas Mantecón y Fraya Frehse (coords.)
en línea: issuu.com/casadeltiempo
• Trigésimo aniversario de la escuela de escritores Sogem Guadalajara • • Juan Rulfo, fotógrafo • • Juan Goytisolo: memoria y exilio •
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Próximas ferias del libro en las que participará la UAM CD MX
Feria Internacional del Libro de Lima Del 21 de julio al 6 de agosto de 2017 Parque de los Próceres, Lima, Perú. Feria del Libro de Arte y Diseño 14 y 15 de agosto de 2017, Academia de San Carlos. 17 y 18 de agosto de 2017, Unidad de Posgrado de CU. del 21 al 25 de agosto de 2017, Facultad de Arte y Diseño, Xochimilco. Feria Universitaria del Libro Universitario FILUNI Del 22 al 27 de agosto de 2017 Centro de Exposiciones y Congresos UNAM, Ciudad de México Feria Internacional del Libro del Instituto Politécnico Nacional Del 25 de agosto al 3 de septiembre de 2017 IPN, campus Zacatenco, Ciudad de México. Feria Internacional del Libro del Estado de México Del 25 de agosto al 3 de septiembre de 2017 Centro Histórico de Toluca, Estado de México. Feria del Libro Universitario Del 25 de agosto al 3 de septiembre de 2017 Polideportivo Carlos Martínez Balmori, Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
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Editorial
La Sociedad General de Escritores de México, Sogem, es una sociedad de gestión colectiva e interés público que protege el derecho autoral de sus afiliados. Consta de cinco ramas: radio, televisión, cine, teatro y literatura y cuenta además con la primera escuela de escritores que tuvo el país (1986). De ésta, su director fundador fue José María Fernández Unsaín, presidente entonces de la sociedad. La escritora Martha Cerda tomó el ejemplo de la escuela de escritores y obtuvo el permiso de la Sogem para replicar el proyecto en Guadalajara en 1987. Fernández Unsaín junto con un selecto grupo de escritores invitados, entre ellos René Avilés Fabila, fue el testigo de honor de la inauguración. Desde entonces la Escuela de escritores de Sogem Guadalajara ha formado ininterrumpidamente a un amplio número de generaciones en Jalisco y occidente; además de que mantiene una relación constante con otras instituciones —internacionales y nacionales—, como el Pen club internacional, el Seminario de Cultura Mexicana, y la aitadec (Asociación Internacional de Talleres de Literatura Creativa), asociación a la que pertenece tras haber sido electa como representante de México en el Primer Congreso Internacional de Talleres de Literatura (Berlín, 1994). Año con año, la Escuela de escritores de Sogem abre generosamente sus espacios a la Universidad Autónoma Metropolitana y a sus autores en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En su sede de la avenida Agustín Yáñez se presenta el número dedicado a la fil de Casa del tiempo y se presentan alguno de los títulos y autores que participan por la uam en la exposición de novedades del año. Así, este 2017 nos da gusto celebrar en estas páginas el trigésimo aniversario de la Escuela de escritores de Sogem Guadalajara y les deseamos a Martha Cerda, su directora, y a sus alumnos, maestros, y egresados los mayores éxitos. Asimismo, en nuestra sección Ménades y Meninas, Praxedis Razo nos ofrece una visita guiada a la exposición El fotógrafo Juan Rulfo del Museo Amparo de Puebla; y Jorge Vázquez Ángeles nos devela la historia del recién remodelado Frontón México mediante una entrevista con José Moyao, el arquitecto resposable de su rehabilitación. En Antes y después del Hubble, con el análisis del poemario Pan de tribulaciones, José Francisco Conde Ortega rinde homenaje a la memoria del poeta Raúl Renán; y José Homero vislumbra la herencia cultural de quien llama el “Hesíodo del rock”: Chuck Berry. Entre homenajes y remebranzas esperamos que estas páginas sean un oasis de buena sombra en pleno verano.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Alfonso Mauricio Sales Cruz Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iv, núm 42-43 • julio-agosto 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Fotografía de portada Instrumentos musicales de Tlahuitoltepec, Distrito mixe, Oaxaca, 1955. Fotografía: Cortesía Fundación Juan Rulfo. Proyecto original de Canopia en colaboración con la Fundación Juan Rulfo y Editorial RM. Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. IV, número 42-43, julio-agosto 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 042013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de junio de 2017. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Poemas, 3 Zel Cabrera
profanos y grafiteros Trigésimo aniversario de la Escuela de Escritores de Sogem Guadalajara, 6 Martha Cerda Testimonios de maestros y alumnos de Sogem Guadalajara, 10 Antología de alumnos de Sogem, 13 Dos poemas, 14 Karla Medrano La cena está lista, 15 Rafael Ortiz Ornelas El lápiz perdido, 17 Horacio Emmanuel González Rodríguez Las vacaciones de la muerte, 18 Susana Michaud Noche de ópera, 21 Alejandro Barragán
ménades y meninas Juan Rulfo, fotógrafo, 23 Praxedis Razo El palacio de la pelota, 33 Jorge Vázquez Ángeles Toda belleza es terrible, 40 Antonio Toca Fernández
antes y después del Hubble Pan de tribulaciones: Ars poetica de Raúl Renán, 47 José Francisco Conde Ortega El Hesíodo del rock: Chuck Berry, 51 José Homero El descanso, 55 Héctor Fernando Vizcarra Ardor y franqueza, 59 Pablo Molinet El metro nos ha robado el silencio, 63 Jesús Vicente García
armario Juan Goytisolo: memoria y exilio, 66 Eduardo Subirats
intervenciones, 69 Mateo Pizarro
francotiradores Lo más revelador son siempre los orígenes: Memorias de guerra de una pequeña francesa, de Marie-Claire Figueroa, 70 Rose Corral La transmigración de Felipe, 74 Adán Medellín Últimos días en la Habana: últimos días del mundo, 76 Brenda Ríos Sabor a mar, 78 Rafael Toriz
colaboran, 80 Tiempo en la casa. La portada de Saturnino Herrán en La sangre devota Ernesto Lumbreras
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Poemas Zel Cabrera
Álbumes familiares
En las fotos nunca somos quienes somos; en mis fotos la parálisis nunca sale, nunca ha salido reflejada, porque así son los retratos, hechos para permanecer quietos inmóviles, estoicos. Y yo que nunca entendí cómo estar quieta, veo los álbumes familiares intentando encontrarme, más bien, reconocerme. Acaso los zapatos ortopédicos, un gesto distinto; mi madre llevándome en carriola a todas partes, mis primos tomándome de la mano; mis abuelos cargándome en hombros, para romper una piñata: ahí está la parálisis, en mi memoria, en la memoria de los otros. Veo esas fotografías y todo parece claro porque las fotografías de los álbumes, no son exactas, como yo, cuando intento meter una aguja en el ojal. Entre mis virtudes, la exactitud no es parte de esa lista, me va mal cuando se trata de jugar al tiro al blanco, o lanzar una bola de boliche, soy mala, pero lo intento porque entre mis virtudes si está la persistencia, intentar algo hasta que salga, hasta que el movimiento no parezca tan torpe. torre de marfil |
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Autobiografía
Nací con los cordones umbilicales atados en la garganta, a las 10 de la mañana de un 6 de febrero de 1988, si me preguntan, aquella mañana los diarios repartieron noticias como cualquier otro día. Alguien desayunó huevos y fruta aquella mañana, mientras mi madre entraba en labores de parto. Una señora compraba pan y café en la esquina del sanatorio, mientras mi padre esperaba a que naciera su hija. En la casa de los abuelos, un par de veces sonó el teléfono, alertando de una nueva noticia: ya nació, ya es.
A sus 34 años, mi madre anestesiada en un quirófano soñaba en otro idioma mi vida, mientras un par de pinzas me sacaba, ignoró aquella burda tarea de los doctores, porque quizá mi madre pudo advertirles: ¡Cuidado, que el diablo se esconde en los detalles! Se trata de la vida, imbéciles. Pero mi madre soñaba con un árbol de limones, se soñaba cantando canciones de cuna a lado de mi cuna: a la rorro nena, a la rorro ya, duérmase mi niña, duérmaseme ya…
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No pudo decirles que aquella falta de paciencia iba a cambiar nuestras vidas para siempre.
En un sanatorio de provincia, los primeros llantos se demoraron, cinco segundos, diez segundos, quince, veinte, treinta, un minuto. Pero esos doctores apenas notaron aquella lesión, aquella tardanza de oxigeno que un año después diagnosticarían, aquella falta de músculos, de precisión, de movilidad: “la niña no va a caminar y es probable que no vaya siquiera a vivir, estos niños así son”.
Llegando a la vida tarde, respirando pausadamente. quizá esto que escribo lo estoy escribiendo tarde, es probable que esté llegando a estas conclusiones tarde, como el aire a mis pulmones a la hora de nacer, como encontrar las palabras correctas, reconociendo que la tardanza es una forma de vida, otra de la que pocos conocen las reglas.
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Fotografías: cortesía Sogem Guadalajara
Trigésimo aniversario de la
Escuela de Escritores Sogem de Guadalajara Martha Cerda
Hace treinta años, con el ímpetu de la juventud, me lancé a esta ambiciosa aventura convencida de que tenía posibilidades de un cincuenta por ciento de éxito y otro cincuenta por ciento de fracaso, pero no me importó, prefería arrepentirme de haberlo intentado que arrepentirme toda la vida de no haberlo hecho. Nunca imaginé entonces que esta aventura llegaría a los treinta años, que sobreviviríamos a cinco presidentes de la República y a más de una crisis… Agradezco a los que me han acompañado y apoyado en este camino, en primer lugar a mis queridos maestros, muchos de ellos escritores reconocidos y otros académicos de prestigio: Jorge Orendain, Poesía; Mario Heredia, Novela; Ramón Muñiz, Redacción; Raquel Mejía, Redacción; Alejandra Maraveles, Redacción; Víctor Cuéllar, Análisis Literario; Iliana Hernández, Psicoanálisis del personaje; Rosa María Escofet, Historia de la Lengua Española; Graciela Fernández, Lectura Analítica; Silvia Quezada, Literatura Comparada y otros cursos monográficos; Arturo Camacho, Historia del Arte; Martha Sánchez, Géneros Literarios; Verónica Chávez, Psicología del personaje; Carlos Martín, Periodismo; Juan Manuel Sánchez, Ensayo Literario; Arturo Suárez (q.e.p.d.), Redacción; Yademira López, Narrativa oral; Arnulfo Velasco, cursos monográficos; Tessie Solinis, Cuento Infantil; Enrique Moreno, cursos monográficos; María Luisa Burillo, Poesía; Wolfang Vogt, cursos monográficos; Yolanda Ramírez, Mitología; Guillermo Abisaky, Teatro; Víctor Guzmán, Historia del Arte; Gloria Velásquez, Cursos monográficos; Suny Montoya, Filosofía; Margarita Franco (q.e.p.d.), Historia del Arte; Ernesto Flores (q.e.p.d.), cursos monográficos; Leticia Gaspar, Redacción; Guillermo Schmidhuber y Olga Martha Peña Doria, Teatro; Raúl Aceves, Poesía; Elsa Montes, Redacción; Marco Aurelio Larios, Novela; Carmen Villoro, Psicología; Tony Corona, Redacción; Gabriel Bárcenas, Dramaturgia; Leticia Villagarcía, Poesía; Carla Garibi, Redacción científica y académica; Denise Montiel, Sensibilización; Vivian Blumenthal, Dramaturgia; Yolanda Zamora,
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Periodismo Cultural; Jorge Souza, Redacción y Creación Literaria; Laura Solórzano, Poesía y Relato Autobiográfico; Luis Alberto Navarro, Poesía y, muy especialmente, a nuestra queridísima Carolina Aranda, de Escritura Creativa e Introducción al Cuento, quien ha estado en la escuela desde su fundación y es, por tanto, la decana y uno de los pilares de la escuela por su lealtad y compromiso. A los maestros foráneos Agustín Monsreal, Bernardo Ruiz y Juan Antonio Ascencio quienes vieron nacer y crecer a la escuela, mando un abrazo. También quiero agradecer a quienes han estado en la administración por poco o mucho tiempo. A María Elena Pérez Gómez; a Manuel Ng, que nos apoyó durante veinte años; a Miriam Martínez; a Olga Schulte; a Alejandra Maraveles; a Alejandra Ángeles y a Karla Medrano, quien rejuveneció la escuela; y, finalmente, a José Ruiz Huerta que ha consagrado su vida a esta causa. No puedo olvidar a Jesús Muñiz, “Don Chuy”, nuestro fiel intendente, vigilante, valet parking, office boy y, sobre todo, ser humano entrañable. Tampoco puedo dejar de mencionar a las personas que han hecho posible que la escuela exista. En primer lugar a don Jorge Cerda Coronado, mi padre, quien creyó en mí y me prestó esta casa que ha sido nuestra sede desde hace treinta años. En seguida, a don José María Fernández Unsaín (q.e.p.d.), entonces presidente de Sogem, quien confió en mí para que fundara la primera Escuela de Escritores de Sogem en el interior de la república. Otro presidente de Sogem que fue gran amigo de la escuela y nos apoyó cuanto pudo fue Víctor Hugo Rascón Banda (q.e.p.d.). También quiero agradecer a Luis Mario Cerda, director de la editorial La Luciérnaga, que ha publicado numerosos libros de alumnos de la escuela. Y no puedo olvidar a los medios de comunicación que nos han apoyado en todo este tiempo. Por último, pero no por eso menos importantes, quiero agradecer a todos nuestros alumnos y exalumnos; obviamente, sin ustedes no habría escuela. A ustedes están dedicados nuestro esfuerzo y nuestro cariño. Creemos en ustedes. A la vida y al destino, por habernos permitido llegar a este momento con entusiasmo y ganas de seguir trabajando. Gracias.
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Efemérides, cronología y fechas notables En estos treinta años de compartir experiencias con todas las personas que han pasado por la escuela, hemos tenido momentos memorables como la bienvenida a Elena Garro, en el año 1991; el homenaje a Fernando del Paso, por sus sesenta años; el homenaje a Elías Nandino, por sus noventa años, así como las visitas de escritores importantes que han venido a dar talleres: Luis G. Basurto; Carlos Illescas; Eraclio Zepeda; Ethel Krauze; Vicente Leñero; Edmundo Valadés; Tomás Pérez Turrent; Jesús González Dávila; Emmanuel Carballo, Mónica Lavín, Eduardo Casar; Juan Villoro; Perla Schwartz; Bernardo Ruiz, entre otros, sin contar las numerosas presentaciones de libros y conferencias que se llevan a cabo cada año. De manera muy especial cabe mencionar a los alumnos que han recibido premios en Poesía, Cuento y Novela, ellos son: Rosaura Saucedo Saleme, Mario Heredia Cubillas, María Eugenia Villanueva (q.e.p.d.), Antonio Villa, Mario González, Elsa Levy, Angélica Sequeiros, Patricia Richkarday, Ramón Márquez, Nuria Blanchart, Ana Bertha Barragán, Bettina Moreno, Carlos Enrique Cisneros, Samuel Alberto Mora. Elizabeth Noriega, Luis Hernández, Víctor Solís, Carlos Suárez González, Nicté García Yuen, Cecilia Magaña, Karime Cardona Cury, Jazmín Velazco Casas, Iliana Hernández Arce, Missael Mireles, Crista Aún Muela, Patricia Carrillo Collard y Karla Medrano. Algunos de ellos tienen más de un premio. Como prueba del trabajo de los alumnos de la escuela, se han publicado ciento cuatro libros entre antologías y libros individuales: sesenta y tres de cuento, veinticinco de poesía, diez de novela, cinco obras de teatro y uno de ensayo. Estos libros se han publicado con el apoyo de tres editoriales: La Luciérnaga, dirigida por Luis Mario Cerda; la Editorial de Textos Universitarios de la Universidad Católica de Salta, Argentina, dirigida por la profesora Iride Rossi de Fiori (q.e.p.d.) y La Zonámbula, dirigida por el poeta Jorge Orendain. A todos ellos, nuestro sincero reconocimiento. Asimismo, en este tiempo varios maestros de la escuela han publicado libros, entre otros el poeta Jorge Orendain, Ernesto Flores, Mario Heredia, Ramón Muñiz, Laura Solórzano, Leticia Villagarcía, Iliana Hernández, Graciela Fernández y otros más, incluyéndome a mí. Por otro lado, los textos de los alumnos han sido publicados en los periódicos El Informador y La Crónica y en algunas revistas como Ahuehuete. Ha sido pues una labor fructífera en la que la pasión por la literatura se contagia de unos a otros. Esperamos poder seguir formando agentes de cambio en nuestra sociedad, en estos momentos difíciles por los que pasamos. No nos queda más que combatir la desesperanza con el amor a la palabra escrita.
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Testimonios
de maestros y alumnos de Sogem Guadalajara
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José María Fernández Unsaín. Fotografía: cortesía Sogem Guadalajara
Una entrevista decisiva para negociar el apoyo de la Sogem al proyecto de establecer una escuela de escritores en Jalisco fue esa tarde de agosto de 1988, en el Hotel Camino Real de Guadalajara, con el maestro Alejandro César Rendón, como representante de la Sogem; la abogada y escritora Martha Cerda, y representando a los futuros profesores de la Escuela de Escritores de Guadalajara, Carolina Aranda y Mario Martín. En estas exitosas tres décadas de la Escuela de Escritores Sogem, he colaborado con talleres de cuento hispanoamericano, de análisis y creación literaria y en seminarios junto a Arturo Azuela, Norberto Flores Castro, Ernesto Flores, Agustín Monsreal. La escuela ha patrocinado la presentación de cada uno de mis poemarios. La misión se ha cumplido. No era crear un canon, ni seguir fielmente el dictado de las esferas de la intelectualidad centralista, sino desde Guadalajara auspiciar, diseñar y sostener las estructuras que garantizaran una expresión independiente. La Escuela de escritores se ha consolidado como una agencia cultural consistente y de una poderosa área de influencia. Desde su fundación asumió un ejercicio sobresaliente en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; además, se establece como centro focal formadora de nuevos productores, distribuidores y consumidores de cultura, ofreciendo a los escritores jaliscienses y a los críticos nacionales e internacionales un foro para la promoción de nuestra literatura y nuestra cultura. Mario Martín Profesor de Literatura Mexicana Director de Estudios de Maestría en Español, San Diego State University
Casi la mitad de mi vida he acudido al menos dos veces por semana a la Escuela de Escritores, Sogem. Podría decir que la escuela es como una extensión de mi casa: un lugar en el que siempre me he sentido cómoda, donde he sido yo misma sin necesidad de ponerme máscaras, en donde han respetado mi manera de ser y el estilo personal de dar los talleres de Escritura Creativa. Ahí he conocido a mis mejores amigos y he crecido profesionalmente. El contacto con los estudiantes que acuden a las aulas me ha permitido educar la sensibilidad y entender, de manera más compleja y profunda, los diversos modos de expresar eso que irremediablemente somos: seres humanos. Carolina L. Aranda Araiza Maestra del taller de Escritura Creativa
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Hace más de veinticinco años descubrí Sogem, y descubrí que ahí había gente tan rara como yo, que tenía la misma necesidad de expresarse por medio de la palabra. En esta escuela aprendí el oficio de escribir. Ahora, después de tantos años, doy clases en este mismo lugar y no dejo de aprender. Enhorabuena, Martha. Mario Heredia Maestro del taller Novela y ex alumno
A menudo se olvida que en cualquier actividad artística el conocimiento de una técnica —a menudo compleja— es un requisito básico de la creatividad. Quizá sea cierto que el arte no se puede enseñar. Pero la técnica sí. Y sin la técnica el arte solamente se puede fingir. Una escuela de escritores es el espacio en el cual se enseña, a quienes desean conocerla, la técnica fundamental de la escritura. Ese es el propósito y la razón de ser de un lugar como la Sogem. Arnulfo Velasco Maestro
La Sogem es, sin duda, el primer lugar que hizo que me enfrentara a la página en blanco, es uno de mis sitios favoritos en este mundo, porque es donde más libre y auténtica me he podido sentir. La experiencia de compartir mis primeros escritos con maestros que tienen una enorme trayectoria, y que no temen confrontarte para que mejores, me ha hecho más consciente y responsable del papel que como narradora quiero interpretar. Espero este lugar siga, por muchos años más, siendo el punto de reunión para las nuevas voces literarias y que continúe creando una comunidad comprometida con las letras. Karla Medrano Alumna
Sogem: templo del saber que con generosidad nos ilumina el camino y nos conduce al espacio donde se cultiva el pensamiento y se recrea el espíritu. Elvira Martínez Ayón Alumna
Para mí, la Sogem Guadalajara ha sido uno de los espacios más significativos donde me he desarrollado como escritor, editor y maestro. Aquí he conocido a grandes seres humanos —exalumnos y maestros— con quienes he compartido momentos muy importantes de mi vida como viajes, lecturas y ediciones. Deseo que la escuela siga por muchos años más porque su labor ha dejado una huella muy apreciada en la ciudad. Jorge Orendain Poeta, editor y maestro del taller de Poesía
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Antología
de alumnos de Sogem
profanos y grafiteros | Teodoro Villegas, Marielena Aura y Benito Gómez. Fotografía: cortesía Sogem Guadalajara
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Dos poemas Karla Medrano
Sin ganas
A veces me cruza por la espalda la sensación de vivir dentro de una prórroga como si los minutos fueran una plegaria inmóvil del tiempo perdido …y las horas —sin ganas-— no terminaran por completarse Anoche soñé que el tiempo pedía vacaciones y sin volver —nunca— nos quedábamos con olor a húmedo en las páginas del calendario —Tiene sentido— el tiempo es libre de hacer lo que quiera
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Jardín
Sobrellevo las noches con los pies colgados de la banqueta —dormido— me he hecho al hábito de rezarle al pasto por las estrellas rotas que se mudaron a otro cielo —invisibles— A veces recuerdo cuando empacaron sus cosas, y casi borradas por el tiempo marcharon hacia lo eterno —temerosas— Quizá mañana yo las siga Quizá descuelgue los pies de la banqueta y flote más allá de las nubes grises —lejos— Soy mancha que el rocío del pasto ha borrado.
La cena está lista Rafael Ortiz Ornelas
Es jueves por la tarde y llueve, en lo que parece un trayecto familiar cualquiera antes de la cena. Mi iPod arroja Supper’s Ready, de Génesis, a través de las bocinas del estéreo. Sin preludio, a la voz de Peter Gabriel se le unen los coros de Phill Collins, al mismo tiempo que Hacket, Banks y Rutherford arpegian guitarras de doce cuerdas. Pienso que quizá se trate del único momento sublime que tendré en el día, que ha sido funesto. Me viene a la mente la historia de la canción, algo en los terrenos de lo tenebroso que leí una vez en la biblia Wikipedia: Peter Gabriel, su novia Jill, y John, un amigo de ambos, se encuentran en casa de los padres de ella; debaten argumentos filosóficos en una habitación fría, pintarrajeada de púrpura y negro. De pronto la atmósfera se enrarece, la temperatura desciende todavía más, las ventanas se abren con un golpe del viento. Peter mira hacia afuera y observa a seis hombres vestidos con túnicas blancas atravesando el jardín en procesión, mientras Jill entra en una especie de trance. John y Peter ven su propia cara en la cara del otro, Jill se mueve bruscamente como un animal salvaje, uniendo esfuerzos apenas logran sujetarla. Esta experiencia sobrenatural empuja a Peter Gabriel a escribir una canción acerca de la lucha entre el bien y el mal. La piel de mis brazos se eriza cuando la intensidad de la canción aumenta. Proyecto que llegaremos a casa justo cuando ésta termine. Sí, los próximos veintitrés minutos olvidaré mi condición humana, dejaré que la emoción me arrastre cual hojarasca y me azote contra todas las notas. Algo pasa. Bajo el volumen y lo que escucho es un llanto desconsolado. En el asiento trasero del vehículo, mi hija Fátima, de cinco años, hace llorar a Ivanna, de nueve. Le pica las costillas a su hermana con un arpón de plástico, bolo de alguna fiesta infantil. No contenta con eso además la remeda, le hace muecas siniestras con la lengua de fuera. En el asiento del copiloto, mi mujer se frota los ojos, deja caer la nuca con fuerza en la cabecera, lo que quiere decir: “no me importa nada de lo que pase allá atrás”. No tengo alternativa, tomo cartas en el asunto.
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—¡Fátima! Deja de moler a tu hermana. —Ay, papi... es que no puedo estar sin divertirme— dice la cínica cincoañera haciendo un puchero que casi me convence de decirle: tienes razón, síguele, te faltó jalarle el pelo. Así vamos por la vida: “fatimeando” a quien se deje. Pero un día nos topamos con una Ivanna que casi nos dobla la edad, la estatura y la fuerza; que se harta de las burlas y nos da con el puño cerrado en la coronilla, hecho que a continuación sucede, con el consiguiente llanto estrepitoso de la contusa que a su vez desencadena un tercero: el de Valeria, de un año, sin mención hasta este punto; dormía a pierna suelta y ha sido despertada por el desaguisado. La bebé lo toma como una verdadera afrenta, así lo demuestran sus alaridos. En medio de la catarsis completa no defino si debo de continuar reflexionando sobre esta obra maestra de Génesis o sobre el bullying fraterno. Opto primero por calmar los ánimos, bastante caldeados. —Fátima, me parece perfecto que te diviertas, pero no que lo hagas a costa de los demás. Y tú, Ivanna, no está bien contestar una burla con un catorrazo —les digo con tono aleccionador—. Valeria, no llores, ya casi llegamos —miento. Recuerdo entonces que tenía la edad de mi hija mayor cuando conocí a Génesis, por ahí del 86. Chavo, mi hermano, subió corriendo las escaleras con un disco nuevo, Invisible Touch, de portada blanca estampada con una mano izquierda color naranja, sobrepuesta a un hipnótico cuadro de franjas verdes. Abrió cuidadosamente el celofán con una cuchilla parecida a un bisturí. De las entrañas del cartón extrajo el “comal” y lo puso a girar en su tornamesa Fisher. La aguja tomó el surco sin trazas del molesto scratch. Acostados en las camas de su cuarto cerramos la puerta y los ojos y no volvimos a abrirlos hasta el final del álbum. Me incorporé satisfecho sin advertir en ese momento que el pop acababa de darle una histórica puñalada trapera al rock progresivo. Y sin imaginar que mi principio de este Génesis se acercaba más al Apocalipsis de la célebre banda inglesa. —Es por tu culpa. Por culpa de esa música. ¡Las altera! —Sentencia gritando mi esposa. Acto seguido aborta el iPod y lo cambia por la radio con un certero botonazo; una estación que transmite un repertorio interpretado por lechuzas, ranas y jilgueros, como para escuchar en la agonía adentro de un temazcal. Esto, esta tarde, este trayecto es la verdadera lucha entre el bien y el mal, pienso, mientras me trago el remordimiento de haberles metido el chamuco a mis hijas a punta de cambios de tiempos, órganos y melotrones. Pienso, también, en lo largo que será el camino a casa sin Gabriel, Collins y compañía.
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El lápiz perdido Horacio Emmanuel González Rodríguez
David encontró su viejo lápiz rojo escarlata debajo del sillón pequeño de la sala de estar, diez años después de haberlo perdido. Si el primer día de clases no hubiera perdido el lápiz escarlata a las cuatro con cincuenta, no le hubiera dicho a su mamá que le comprara otro; y si su mamá no le hubiera hecho caso de comprarle otro, no hubieran ido a la papelería a las cinco con diez para que él lo escogiera; pero debía de hacer la tarea y no había lápiz rojo escarlata alguno en la casa para que David cumpliera con el trabajo que le encargó la maestra. Su maestra era muy estricta y de seguro lo notaría si David pintaba los pétalos de la rosa, que debían ir de rojo escarlata, con alguno otro; su maestra tenía una vista muy aguda para eso de los colores, el color indicado debía de ser el escarlata, un rojo intermedio entre el bermellón y el carmín. Si no hubieran ido a la papelería a esa hora, jamás su mamá habría conocido al señor que ahora era el padre adoptivo de David, y si su lápiz lo hubiera perdido cinco minutos más tarde, no habrían encontrado a Roberto formado en la fila para pagar, hubiera sido Luis: un señor dos años más grande que su actual padre, tres kilos más pesado, y tal vez cuatro esposas que lo perseguían a diario para que les ayudara con la manutención de sus hijos. Ahora, que si hubiera perdido el color verde oliva en lugar de un rojo, las cosas habrían sido distintas, ese color lo hubiera podido falsificar fácilmente con alguna
combinación de verde, amarillo y café, podría no haberle dado tanta importancia como al rojo y hubiera continuado con su tarea; sin embargo, eso era lo que David hubiera creído, que la maestra pasaría por alto la falta cometida por no ser tan visible, pero lo que no sabía David era que ante los ojos de una diseñadora experta no había color semejante que pudiera suplir al indicado. A las dos con veinte la mamá de David pasaría por él para recogerlo y la maestra estaría esperándola para darle la queja, a las dos con veintiuno la maestra habría observado a la mamá de David de arriba abajo y hubieran renacido en ella esos gustos que creía se encontraban sepultados desde hacía una década, ese sentimiento que ninguna mujer había vuelto a desencadenar en ella desde ese entonces; a las dos con veintiséis, la maestra los habría despedido haciéndoles saber que no había problema alguno; a las dos con treinta y cinco y el resto del día la maestra hubiera seguido pensando en ese encuentro para no olvidarlo jamás y se hubiera valido de cualquier artimaña para citar nuevamente a la mamá de David y tener la dicha de su presencia, y quién sabe si algún día hubiera podido existir una relación más estrecha que simplemente ser la maestra de su hijo. Lamentablemente para el futuro de la maestra, el color que perdió David fue rojo escarlata y no verde oliva. David nunca se enteró de lo que podría haber sucedido de haber perdido cualquier otro lápiz; se acercó al cesto de la basura y se deshizo de él.
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Las vacaciones de la muerte Susana Michaud
La muerte estaba intrigada. Quería saber qué era lo que atraía tanto a los humanos de la vida en la Tierra y por qué se resistían tanto a irse con ella cuando les llegaba el momento de acompañarla. Además, estaba cansada, tan cansada que había decidido tomarse por primera vez unas vacaciones. Aprovecharía para irse unos días a la playa y de paso sentir lo que es vivir y darse por fin cuenta lo que tiene tan apegados a los hombres a la vida terrenal. Decidida a pasarla bien, se fue a la boutique de un hotel elegante de Nuevo Vallarta, se compró un bikini amarillo, un enorme sombrero de ala ancha, lentes de sol, un pareo, una toalla grande de playa, bloqueador solar (porque vio que todo mundo lo compraba), unas chancletas de horcapollo que le lastimaban sus huesos al caminar pero que le harían falta, y un canasto de palma para meter en él todo lo que había comprado, incluyendo su celular, que había puesto en modo de silencio pues no quería que nadie la molestara. Ya con todas sus adquisiciones, se metió al baño del hotel, se puso el bikini que le quedaba un poquito flojo, el pareo, las chancletas, los lentes y salió a la calle. ¡Se sentía lista para conquistar el mundo! Estaba por atravesar el Boulevard para dirigirse a la playa cuando de repente pasó un auto deportivo a toda velocidad; el coche iba muy rápido y ella no estaba acostumbrada a atravesar calles, así que por poco la deja sin sombrero y sin chancletas embarrada en el pavimento; gracias a que tenía todavía buenos reflejos sus blancos huesitos no quedaron hechos polvo en la orilla de la banqueta. La pobre tardó un buen rato en reponerse del susto. En cuanto se hubo repuesto, todavía un poco atarantada, pálida y tambaleante, siguió su camino a la playa. Ya en la arena se sintió de nuevo segura. Extendió la colorida toalla, se sentó sobre ella y sacó de su canasto el bloqueador del número 50, el cual se untó generosamente en su pálida y ya un poco
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reseca osamenta. Se acostó y se dispuso a tomar el sol. ¡Qué dicha! ¡Qué tranquilidad! Eso era vida… De repente ¡zas! Un pelotazo sobre su cabeza hizo volar el elegante sombrero a varios metros de distancia; los niños dueños del criminal balón rieron asombrados al ver la calva que quedó descubierta al volar el sombrero. Ella, indignada y humillada, corrió tras el sombrero que huía con el viento dando tumbos y volteretas. Después de un rato de haber corrido tras él lo alcanzó y, más cansada que contenta, regresó a su toalla a descansar. Volvió a tenderse, al poco rato olvidó el incidente y de nuevo empezó a disfrutar de la belleza del mar al que nunca había visto con esas cuencas. En esas ensoñaciones se encontraba cuando pasó un vendedor de varitas de pescado. Nunca había probado el pescado… es más, ¡nunca había comido nada y ya empezaba a sentir hambre! En su afán por imitar a los humanos, por disfrutar de lo mismo que disfrutaban ellos, compró una varita. La verdad sea dicha, no le supo a nada, pero era divertido comer con el palito, el cual introducía a través de su tráquea, hasta muy adentro de su esqueleto. Afortunadamente no tenía que masticar nada pues el pescado era muy suave; ¡en un gran aprieto se hubiera visto pues solo tenía tres dientes y además flojos! Después de la comida se sintió somnolienta y se dispuso a dormir una pequeña siesta. Pero, ¡oh!, dentro de su esqueleto algo empezó a gruñir y sintió una urgente necesidad. Corrió lo más que pudo al baño del hotel y ahí se dio cuenta de que tenía una horrible diarrea… ¡el pescado le había hecho daño! ¡Qué problema tan grande! Mientras tanto, en los hospitales la gente se acumulaba, ya no había cuartos ni camas disponibles pues nadie se moría; en las funerarias estaban desesperados pensando que se iban a la quiebra; era inexplicable que las ventas hubieran bajado tanto los últimos días. Ocurrían accidentes que normalmente habrían sido mortales y la gente salía con vida; vaya, ¡ni siquiera los
que intentaban suicidarse lo lograban! ¡Era la locura! Y mientras la muerte disfrutando en Vallarta. Después de haber sacado el pescado de su esqueleto, porque intestinos no tenía, nuestra muerte regresó a la playa. Ahora sí quería tomar el sol y broncearse un poco. ¡Se le antojaba tanto el color doradito que veía en las gringas que se paseaban por el malecón! Así que volvió a extender su toalla y se acostó cuan larga era a disfrutar del calor y de la suave brisa que venía del mar. En esas estaba cuando de pronto se vio envuelta en una ola que la arrastraba mar adentro. ¡No había tomado en cuenta que estaba demasiado cerca de la orilla y ella no sabía nadar! Su canasto navegaba por un lado, su sombrero flotaba por el otro y ella daba manotazos tragando agua salada a borbotones, cada vez que una ola la revolcaba y le llenaba de arena y algas las cuencas de los ojos, la nariz y el calzón de su bikini amarillo. ¡Estaba asustadísima! Mientras más esfuerzo hacía por salir del torbellino que la jalaba hacia lo hondo, más se alejaba de la orilla. A unos metros de ella alcanzó a ver su canasto que flotaba alegre y despreocupado; hizo un último esfuerzo y lo alcanzó, lo agarró con fuerza contra sus costillas y poco a poco se fue acercando a la orilla, donde ya su sombrero la esperaba, mojado y lleno de arena, pero completo. ¡La pobre estaba exhausta! Empezaba a oscurecer. Habían sido muchas emociones para un solo día. Después de tragar tanta agua salada ahora tenía mucha sed, así que se colocó el sombrero que ya había perdido su elegante forma, se sacó la arena del bikini, se puso sus calzaletas y con aire seguro y desenvuelto, sin perder el garbo, se dirigió al bar que había visto en la acera de enfrente del Boulevard. Entró con paso firme, canasto en mano y se sentó en una mesita que estaba desocupada cerca de una ventana desde donde podía ver pasar a los transeúntes, en su mayoría, turistas extranjeros. Enseguida llegó un mesero a ofrecerle algo de beber. No sabía qué ordenar. Se inclinó por lo que la
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mayoría tomaba en unas copas enormes, extendidas, adornadas con una bella flor y que resultaron ser margaritas. Si el pescado no le había sabido a nada, la margarita le supo a gloria, y como tenía tanta sed, se la tomó de un trago. Ordenó otra, y después otra. Una rara sensación la invadió toda. Era como si flotara, como si la cabeza le diera vueltas… ¡nunca antes se había sentido así! Un tipo, desde otra mesa, la miraba con insistencia. Al poco rato se acercó a su mesa y le pidió sentarse junto a ella. La muerte aceptó. ¡Estaba feliz, eufórica! Algo en su interior se estaba removiendo, extrañas sensaciones la llevaban de un estado desconocido para ella a otro; si sus mejillas hubieran tenido carne y piel se habría visto cómo, por la emoción que estaba viviendo, iban del rojo al pálido y de nuevo al rojo. ¡Se estaba enamorando! Había música en vivo; un conjunto tocaba bellas melodías que invitaban a mover los pies. El hombre la invitó a bailar. Bailaron un buen rato. Él la apretaba contra su pecho y ella temblaba de la emoción; la mejilla de él contra la suya, las manos entrelazadas, su aliento en su nuca. De pronto, una necesidad imperiosa de ir al baño la sacó de su ensoñación. Tantas margaritas habían hecho de las suyas así que se fue al tocador. Tardó unos cuantos minutos, cuando regresó, el hombre ya no estaba y el celular de su canasto tampoco. ¡El hombre la había robado pero lo peor de todo es que se había burlado de ella! Se sentía enferma y desilusionada. Si hubiera tenido ojos, habría llorado, ¡pero no tenía! Si hubiera tenido corazón, estaría roto, pero no tenía… Estaba triste, y algo le dolía muy, muy adentro de su osamenta. “De verdad no entiendo a los seres humanos”, se dijo, “no llevo ni veinticuatro horas viviendo como humana y no he hecho más que sufrir, ¡si supieran lo que les espera aquí no se la pensarían tanto para irse conmigo!”.
Tiempo en la casa 42-43, julio-agosto de 2017
“La portada de Saturnino Herrán en La sangre devota”, Ernesto Lumbreras
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Ernesto Lumbreras rinde homenaje a la vida y a la obra del poeta zacatecano Ramón López Velarde y a la del artista plástico aguascalentense Saturnino Herrán, a propósito del centenario de La sangre devota.
Noche de ópera Alejandro Barragán
—Señor, señor...usted, el del saco gris, por favor, salga de la fila. Me encontraba en el hall del Teatro Degollado, formado para entrar a disfrutar de la ópera Rigoletto, de Giuseppe Verdi. Al escuchar la voz que inquiría por la salida de alguien de la fila voltee hacia atrás seguro de que no se trataba de mí. —Sí, usted, señor —dijo el hombre encargado de perforar los boletos de quienes ingresaban al recinto, haciendo una seña para que me acercara a él. Abandoné la fila incómodo por las miradas que se cernían sobre mi espalda. Con cierto enfado me puse frente al boletero y, sin mediar palabra, con las manos le pedí una explicación. Al tiempo que revisaba boletos y permitía el acceso a la sala a otras personas, me indicó que yo no podía pasar. —Usted ya no puede pasar —dijo con tono de sentencia. —¿Que está usted diciendo? —repliqué impulsivo. —Lo que escuchó. Usted ya no puede pasar, porque usted ya pasó y a este teatro las personas entran sólo una vez y no dos; y como ya le dije, usted ya pasó, ya está adentro —me explicó de manera solemne. No pude sino reír. Este sujeto definitivamente estaba loco. Nunca antes había ido a la ópera, me gané la entrada escuchando la radio y, como no tenía nada que hacer, pasé por el boleto a la radiodifusora para posteriormente dirigirme al teatro. Pensé que había caído en alguna trampa y estaba siendo objeto de alguna cámara escondida que después replicarían en las redes sociales. El sujeto hizo un cortés ademán con el que me pidió tomar asiento, tenía la intención de darme más explicaciones. Mi molestia era evidente por el sudor que empezaba a formarse en pequeñas gotitas en mi frente. —A ver, amigo —dije en tono poco amable—, si esto no es una broma, explíqueme esa tontería de que yo ya estoy adentro del teatro, eso no puede ser, ni siquiera tengo un hermano gemelo, aquí está mi boleto intacto, aún no está perforado.
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—Sé que su boleto aún no está perforado, pero eso no es suficiente para dejarlo entrar, porque como ya le dije, usted ya ingresó. Si hubiera puesto sus ojos en el frente de la fila y no en las caderas de la mujer de falda negra, se habría dado cuenta que delante suyo, a tan sólo tres personas más, estaba usted ingresando a la sala. —Pero esto es absurdo, una persona no puede estar dos veces en el mismo lugar. —Aquí sí señor. —¿Cómo que aquí sí? ¿Qué… estamos en la dimensión desconocida? —contesté en forma de burla. —No, señor, no es la dimensión desconocida — respondió con seriedad. Determiné que al hombre la faltaba un tornillo y pedí hablar con el encargado del teatro. Un minuto después apareció un hombre vestido con un smoking y fascinantes modales. No niego que me impresionó el garbo y la elegancia del sujeto. —Caballero, buenas noches. ¿En qué lo puedo servir? —Pues muy sencillo, aquí su empleado dice que no puedo pasar, que porque yo ya pasé, y la verdad no estoy para bromas. —El maestro Vidaurri no es mi empleado — contestó con una sonrisa—. Acompáñeme, por favor —prosiguió el refinado sujeto, quien me entregó el programa del evento y con un gentil gesto me pidió caminar delante suyo. —¿Cuál es su número de butaca? Acudí en socorro de mis gafas que recuerdo bien haber puesto en el bolso interno del saco, sin éxito alguno. Esculqué en todos los bolsillos de mi ropa con el mismo resultado. Tomé el boleto y en la penumbra del pasillo que nos llevaba a la sala, con dificultad distinguí el número de mi asiento: J-11, el cual mostré a mi elegante escolta. —Por aquí, señor….
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—Barragán, Alejandro Barragán. —Gracias, señor Barragán. Con los asientos dándonos la espalda, nos acercamos a la fila de mi lugar. Cuando estuvimos a la altura de la hilera marcada con la letra J, me vi sentado en el número 11, traía puestos mis lentes y leía el programa, di un paso más hacia adelante y me enfoqué en el rostro, parecía más viejo de lo que me veía en el espejo, pero definitivamente era yo, gesticulando como sé que lo hago. Me sentí ajeno al lugar, los sonidos eran una atmósfera que no podía distinguir correctamente. Un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo. No sabía qué hacer. —Venga conmigo, señor Barragán, no se preocupe, estas cosas suceden —me dijo en voz baja el distinguido hombre, otorgándome una sonrisa compasiva que me sacó de mi pasmo. Me llevó por un lado del teatro, donde había una pequeña cafetería. Ahí se encontraban dos mujeres y un hombre. De inmediato reconocí a la fémina de falda negra con la que mi mente se había fugado en la entrada del teatro. —Miré señor Barragán, ellos, al igual que usted, se encontraron consigo mismos en este lugar. Eso aquí suele suceder y podemos decir que estamos acostumbrados. Le recomiendo que tome asiento y platique con alguno de ellos, quizá pueda entender mejor lo que sucede. Antes de salir del pequeño salón ocupado por los dobles, se dirigió a todos: —Si alguno quiere seguir observándose, aquí al lado hay un palco exclusivo para eso, solo les pido no reunirse con su otro durante el evento, es para no molestar a los demás asistentes —dijo y abandonó el lugar. Me dirigí al palco y me pude observar desde lo alto. No había duda, era yo. Me preocupé al ver que las entradas de mi cabello eran más visibles desde arriba. No quise esperar a que terminara la ópera, salí del teatro y dejé que el otro yo lo disfrutara, seguro de que él era el falso y yo el verdadero.
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Juan Rulfo, fotógrafo
Praxedis Razo
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Anciana sentada en el umbral de su casa, ca. 1950. Proyecto original de Canopia en colaboración con la Fundación Juan Rulfo y Editorial RM. Agradecemos al Museo Amparo de Puebla y a Julieta Castañeda las facilidades para la publicación de estas imágenes.
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Solamente puedo ver hacia adentro. No tengo esa virtud de ver hacia afuera. Juan Rulfo1
Fotografiar desentraña la mirada. Así se puede decir que el fotógrafo ve dentro de sí un mundo con el que busca, añora, poder encontrarse. Cada fotografía, apenas, revela los intersticios que prevalecen entre el que mira y lo mirado. Juan Rulfo exacerba esta operación fotográfica porque sus interiores son de una intensidad oximorónica, abiertamente atrancados. Las fotografías que hemos visto en los últimos años, y obviamente sus curadurías, bordan su búsqueda vital de la irónica relación entre lo tangible y lo etéreo. Hasta en su obsesión fotográfica por la arquitectura se vislumbra esta idea: los cielos enmarcados, pacientemente aguardados por Rulfo, acentúan la volatilidad de la dura piedra de un antiguo teocalli. Y como ese ejemplo, están el famoso ángulo de Barda de adobe en Guadalajara (ca. 1940), que se dobla ante nuestro asombro, como si fuera dúctil la arcilla que la sustenta; la presencia del humo de incendio en Casa en ruinas en la hacienda de Actipan (1955), pieza importante de las rondas de Rulfo en las locaciones de La escondida, película de Roberto Gavaldón, que amplifica el enigma infernal; Rulfo fotografió lo inmarcesible. Para celebrar las visiones de Juan en su centenario, el Museo Amparo y la Fundación Juan Rulfo montaron la friolera de 150 fotografías en dos pisos, tenuemente alumbrados por cálidas luces sobre blancos, del bellísimo edificio que en otros tiempos fuera “El Hospitalito” de Puebla. Esta exposición quiere ser a la vez una mínima monografía retrospectiva del jalisciense y su cámara, y un pretexto para volver a encontrarle otro parentesco, esta vez con “más grandes”, clásicos de la lente que supieron desentrañar sus visiones mexicanas: Paul Strand y Walter Reuter.
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Entrevista con Armando Ponce y Julio Scherer, Proceso, agosto de 1980.
Barda de adobe en Guadalajara, Jalisco, década de 1940.
La primera parte de la pretensión de El fotógrafo Juan Rulfo —título que enarbola la retrospectiva— se cumple y con creces. Vemos desde su primer autorretrato, caminando entre los magueyes y los órganos de San Gabriel (ca. 1937-1938), buscando la altura desde donde se viera el pueblo, hasta los que se creen fueron sus últimos trabajos fotográficos, el proceso de filmación de El despojo (1960) de Antonio Reynoso, y al lado de la lente de Carlos Velo, en el rastreo de locaciones ideales para el primer Pedro Páramo del cine, en Colima. Por otro lado, la segunda finalidad, resulta una dislocación del ritmo de la curaduría. ¿A estas alturas, 57 años después de su primera exposición, qué interesado
en su obra fotográfica podría dudar de la estatura de lo que Rulfo supo ver y plasmar de lo que vio? ¿A estas alturas, considerando la conmemoración de los cien años, qué amante de la fotografía mexicana no reconoce los auténticos puntos de fuga típicos del autor de El llano en llamas? ¿A estas alturas de analfabetismo cultural, a quién podría sorprenderle las “trasendentes” correspondencias, si fueran necesarias? Son preguntas retóricas, nada más. Juan Rulfo fotografió sin ver. Ver es entrañar lo fotografiado. Para los espectadores —avezados o no, enterados o no de cualquier malentendido entre la Fundación Juan Rulfo y la diezmada república de las letras—, lo mejor de las tomas de
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Rulfo, lo mejor de su experiencia ocular, pues el festín de grises rulfianos es, y así desde su maravillada sencillez con que dispone sus dos ojos, una experiencia visual irrenunciable.
La maquinaria
Autorretrato de Juan Rulfo en el Nevado de Toluca, década de 1940.
Ahora estoy creyendo que mi corazón es un pequeño globo inflado de orgullo y que es fácil que se desinfle, viendo aquí cosas que no calculaba que existieran. Juan Rulfo2
Según queda documentado, fue hacia 1950 que se hace de una cámara Rolleiflex Automat 6x6, y no dejó de utilizarla sino hasta el final de su vida. Con ella trabajó intensamente de manera profesional desde que la adquirió hasta 1961, como ya se mencionó. El aparato utilizado por Rulfo ya en su búsqueda fotográfica más personal, debido a su amplio visor, permite componer la imagen muy holgadamente con fotómetro en mano. Antes de eso, el autor de “Macario” quizá cargaba una muy noble Leica con la que incursionó en el alpinismo mexicano y con la que, particularmente, viajó al Paricutín y por muchos caminos que le impuso la llantera Goodrich-Euzkadi. De entonces datan las primeras once fotografías que hizo públicas en el número 49 de la revista América, revista de la Secretaría de Educación Pública en la que publicaba sus cuentos desde 1945, y de la que ya era parte del consejo editorial desde 1948: paisajes, arquitecturas y campesinos ya velaban su mundo fotogénico; la famosa barda de Guadalajara fue encontrada con esa lente. ¿Será que podríamos jugar a suponer que lo primero que retrató con la recién adquirida Rollei fue a sus amigos Efrén Hernández y Juan José Arreola, ambos desde un punto de vista oblicuo? Los tres conformaban ya un gran triángulo en el sistema literario mexicano, los unía la amistad pero también la complicidad, pues ambos retratados habían sido editores del retratista. Por eso no es difícil pensar que, luego de espiar desde la pantalla de enfoque a su esposa Clara, les pidió a los dos cuentistas que se dejaran ver.
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Cartas a Clara, xii, 1947.
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MĂşsicos de Tlahuitoltepec, Distrito mixe, 1955.
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Ahí están los dos escritores posando para Rulfo, el autor de “Tachas” enmarcado por un ahuehuete y un maguey de Chapultepec, el de “El guardagujas” por las azoteas de la ciudad, en una ventana (un diagrama explícito) de los pasillos de su edificio de Río Pánuco; los dos mirando serenamente hacia el infinito, en un juego afectuoso de claroscuros. Rulfo fotografió el porvenir.
Las visiones, una cronología
Nada de que hay que echarle nudo ciego a este asunto. Nada de eso. Juan Rulfo3
Ya con su inseparable Rollei entre manos, la Asociación Automovilística Mexicana le encomienda la edición del número 194 de su órgano informativo, la Mapa: revista de automovilismo y turismo, en la que bajo el pseudónimo Juan de la Cosa publicó igual textos que imágenes para esa entrega de enero de 1952. De aquella revista son la versión corta del “Castillo de Teayo”, relato recién incorporado al corpus complementario de la obra editorial de Rulfo en RM (hoy publicado en El gallo de oro y otros relatos, edición conmemorativa del centenario), una crónica sobre una visita a Metztitlán y una revisión somera de algunos sitios turísticos sugestivos de México. Las imágenes que acompañan el relato de Teayo ilustran el misterioso encuentro del viajero con un pueblo de Tihuatlán, Veracruz, donde habla el pasado, donde se presienten los murmullos comaltecos: En el Castillo de Teayo la gente estaba dormida. Parecía un pueblo muerto. [...] —Vean. Aquí están. Son los dioses huastecos. Vean los penachos levantados sobre sus cabezas. Vean sus ojos. Son ojos huastecos. Sus narices ya no existen. Fueron extirpadas por el enemigo. Esa era la señal de la derrota. [...] Quizá aquí se juntaron de distintas regiones para venir a morir. Porque están muertos. ¿No lo ven? Ahora sólo tienen el valor de las piedras.
Rulfo fotografió la antigüedad y la modernidad en movimiento, pues a aquel viaje hacia lo ancestral petrificado le siguió una serie fotográfica excepcional en la obra visual del escritor: el baile inasible de la compañía de Magda Montoya en los fríos bosques de Amecameca, en enero de 1954. Cuerpos, coreografía y paisajes abiertos van materializándose en los grises con los que traza su cuadro don Juan. De proyecto en proyecto, de pared a pared, la exposición nos va descubre el vigor con que Juan Rulfo asumió su aspiración fotográfica. Aunque de manera discreta, como al parecer todo lo que hizo en la vida, la carrera de artista visual se creció hasta —literal y metafóricamente— alcanzar alturas
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Palabras para La fórmula secreta, 1965.
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Acriz principal de El despojo, Hidalgo, 1959-1960.
insospechadas en la Comisión del Papaloapan, al lado de Reuter, de 1955 a 1957; acechando al reparto de personajes —la panza de Miguel N. Lira incluida— de La escondida y a la gente del tren, al lado de Gavaldón, de 1955 a 1956. No hay duda de que al lado del realizador chihuahuense consiguió dos de sus mejores series fotográficas. En las locaciones de la hacienda pulquera de El Vergel, en Tlaxcala, se dio vuelo jugando a recrear una Revolución mexicana inhóspita, entre los extras de la película, pero pulcra e idealizada en sus protagonistas, se dio vuelo
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Judas frente a la iglesia de La Soledad, Ciudad de México, década de 1950.
hurgando en los rostros de gente ya dispuesta a que la retratara, máscaras explícitas donde él encontró un discurso sobre un México irreal. Por otro lado, en los patios de los trenes, arriba de los vagones, entre las vías, en los rincones oscuros de las estaciones cercanas a la Ciudad, incluso sobrevolando Tlalnepantla, la búsqueda de Rulfo se concentró en el diálogo entre la austera modernidad y efectividad de los trenes, frente al misticismo de la miseria de la gente que vive a expensas del ferrocarril.
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Y ya hecho de un prestigio con su lente, de 55 y hasta 64 México en la cultura, Ferronales, Mexico in this month, Caminos de México, Acción indigenista, Sucesos para todos le solicitaron imágenes para su publicación.
El despojo, supuesto epílogo
—Nomás he venido a esto. —Esto es todo mi guardado.4
Fotografiar, para Rulfo, fue subvertir su interior, según se clarifica en la exposición. Fue un abrirse paso para sus adentros, otra exploración íntima del mundo que quiso inventar en la ficción, porque los mixes en gran asamblea, o bailando, o sólo sus instrumentos al sol son también una invención desentrañada por la mirada de don Juan; porque la sensualidad de los bailarines de Montoya y las risas, el reposo y la angustia de los actores de Gavaldón, y hasta la multiplicación de las vías de acero para los nuevos trenes también son un encuentro fantasioso con la imaginación de un gran creador que supo ver a México mientras caminaba de Tonantzintla a Mitla, de Tapalpa al Papaloapan, de Yecapixtla a Cempoala. Y así como el fogonazo de su literatura chispeó en un periodo muy específico de su vida, también la luz que reflejaba en su pantalla se fue apagando. Cuando otro inmenso fotógrafo, Antonio Reynoso, pidió a Rulfo —ya en los cuernos de la Media Luna—, que lo acompañara en sus andanzas por el cine esbozando una línea argumental para él dirigir la cinefotografía de Rafael Corkidi en el Valle del Mezquital, surgió El despojo, y en esa topada de gallos bravos se puede decir que Juan Rulfo ensayó la última serie de fotografías que le interesaron.
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Frugales diálogos entre Pedro y Petra, de El despojo, 1960.
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Allá en el Cardonal, Hidalgo, a lo largo de varios fines de semana, se dio cita la producción de Reynoso: un escritor famoso, un cinefotógrafo que lo llegaría a ser, la avasallante conducción de un fotógrafo ya también de cierta estatura para entonces y la gente del pueblo que aceptó con gusto representar las obsesiones del tiempo tanto de Rulfo como de don Antonio. Mientras se filmaba en 35 milímetros en el día aquella elipsis de vida eternamente condenada, el autor de Pedro Páramo se dejaba encantar con lo que le salía al paso. De nuevo, retratos, arquitectura y paisaje se volvían a encontrar en su Rollei, pero esta ocasión más desahogadamente, como al sesgo, como si fuera la primera vez que se encontraba con esas risas infantiles, con la reserva de las mujeres, con el tropiezo de los ancianos, con el ventarrón y las tentaciones metafóricas del Cura de Cardonal (1959-1960). Don Juan se paseó con su cámara durante el rodaje de El despojo sin saber que se despedía ceremoniosamente de la fotografía como actividad profesional. Sin querer documentó la filmación, sin querer se encontró con todas sus búsquedas anteriores en torno a la imagen. Fotografió su epílogo Rulfo quién sabe si sin sospecharlo. Pocas semanas después de concluir la película, el 25 de marzo de 1960, armó su primera exposición fotográfica en la Casa de la Cultura de Guadalajara, y no fue sino hasta 1980, en el marco de su homenaje nacional, que volvió a hacer retratos públicos para su segunda exposoción, ahora en Bellas Artes, un poco más nutrida que la de veinte años antes, El mundo de Juan Rulfo. Luego de eso, reservó su cámara para el mundo doméstico donde se enfrascó las últimas décadas de su vida, y aún hay imágenes por develar, fotografías familiares, a colores, sus momentos en su casa de Amecameca, los retratos que le hiciera a Monsiváis, a Vicente Rojo. En fin, el mundo bajo la lente rulfiana aún está en construcción.
El palacio de la pelota Jorge Vázquez Ángeles
Fotogafías: Jorge Vázquez Ángeles
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Las crónicas de sociales de finales de los años veinte, sobre todo de 1929, nos privaron del relato pormenorizado de la inauguración del Frontón México, la noche del 10 de mayo de 1929. Se sabe que el presidente Emilio Portes Gil asistió a la ceremonia junto con su gabinete y el cuerpo diplomático, así como “lo más estimable de la Alta Sociedad, la Banca y el Comercio”.1 Con puntualidad inglesa desfilaron los socios del club deportivo “Centro Atlético Mexicano”, entre ellos Carlos Belina, empresario, pelotari e impulsor del “templo de la pelota”, quien en el centro de la cancha pidió una botella de champán que esparció a manera de bautizo, y luego se calzó una punta cesta para realizar el primer saque en la historia del edificio. En el juego inaugural participaron los hermanos Joaquín y Ricardo Irigoyen, Irigoyen I y II, españoles, contra la dupla cubana de Eguiluz y Gutiérrez. Al final, los hermanos derrotaron a los caribeños. Hasta aquí el relato de esa noche de hace ochenta y siete años, cuando ni siquiera existía el Monumento a la Revolución sino el fantasma del Palacio Legislativo porfirista. Sin embargo, entre las breves notas de El Universal destaca un detalle bastante común cuando se trata de dar el crédito correspondiente al autor del edifico: o se deja de lado o se difunde información errónea. Por alguna razón, el 10 de mayo de 1929, cuando se anuncia la apertura y se describe a grandes rasgos la ceremonia de inauguración, se menciona una serie de personajes y al “arquitecto principal, Sr. Martínez Gallardo”, y luego se enlista a “los ingenieros constructores, obreros principales, decoradores y cuantos pusieron su aliento y su voluntad en la obra”. ¿Se trata de Francisco Martínez Gallardo, arquitecto porfirista? Quizá sea él, pero si con esa mención se le atribuye la autoría del Frontón México, es un error porque el edificio es de Joaquín Capilla y del ingeniero Teodoro Kinhard. Afortunadamente, hoy sabemos el nombre del arquitecto que ha renovado el viejo edificio que permaneció cerrado durante veinte años debido a la huelga más larga registrada en Latinoamérica, de acuerdo con la revista Proceso.2 Es José Moyao, arquitecto de la unam, y director de Moyao Arquitectos. Es autor, sobre todo, de centros de espectáculos masivos como el Foro Sol, el Pepsi Center y el Foro Imperial en Acapulco. Ahora, gracias a esta experiencia, José Moyao transformó una cancha de jai-alai en un espacio multifuncional. Sentados en las nuevas gradas retráctiles del Frontón México, rodeados de un numeroso staff de trabajadores que aún afinan detalles tanto en el lobby, en los baños y hasta en las alturas del edificio, el arquitecto relata la experiencia de intervenir un edificio de 1929. 1 2
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El Universal, 10 de mayo de 1929. Sección deportiva. http://bit.ly/2sFk7r0
¿Cuál era el estado del edificio la primera vez que entraste? “Encontré un edificio deteriorado, desgastado, con problemas estructurales. Parecía una imagen del Titanic. La fachada se estaba desprendiendo de los entrepisos. Una de las inversiones más fuertes fue la reestructuración de los cuatro niveles. Originalmente el edificio tenía dos pisos y en la azotea había dos frontones abiertos. En algún momento se construyeron los otros dos niveles intermedios apoyados de forma irregular y que tuvimos que reestructurar. El doctor Gabriel Mérigo, especialista en restauración, se encargó de toda la fachada. Mediante una serie de calas encontramos el color original, un tono salmón que me pareció poco definido y decidí darle el color rojo actual para darle mayor fuerza y personalidad al edificio. Las ventanas de madera estaban muy podridas y se sustituyeron por unas de pvc con una textura de madera que no necesitarán mantenimiento. Hay cosas que no se ven y que son muy importantes para el proyecto actual, como la cisterna para todos los servicios y el sistema de protección contra incendios; mediante la cubierta captamos agua de lluvia que se usa en los baños, e hicimos una subestación eléctrica para toda la carga del inmueble.
Al edificio lo hemos puesto al día de acuerdo a los avances de la tecnología: circuito cerrado de televisión, sistema contra incendios, aire acondicionado, antenas para transmitir los partidos, etcétera”. El edificio ya no sólo servirá para los partidos de jai-alai… “La idea era convertirlo en un espacio rentable. Una de las propuestas del proyecto fue demoler una sección de las gradas fijas y sustituirlas por unas retráctiles, de tal manera que el lugar pase de ser un espacio para jugar jai-alai con una capacidad de 1 700 personas, a uno multifuncional, polivalente, dinámico y flexible que puede tener hasta 4 000 espectadores. Las paredes, por ejemplo, que antes sólo estaban aplanadas, han sido cubiertas con acabados que trabajan acústicamente, absorben el ruido para que aquí se pueda hacer un concierto sin ningún problema. La cortina que protege a los aficionados antes era toda una malla metálica; ahora sólo el tramo inferior lo es, el resto es textil, y se levanta como si fuera un telón, de tal forma que se aprovecha todo el espacio de la cancha. La cubierta sólo servía para techar la cancha pero gracias a que la reestructuramos, hoy cuenta con una parrilla de cables
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tensados para soportar setenta toneladas de equipo. El Frontón cuenta también con un casino de dos niveles y medio, con un espacio para fumadores donde el aire se cambia cada veinte minutos; en el tercero se abrirá un restaurante y la azotea se aprovechará como un sky lounge con vista a la Plaza de la República y al Monumento a la Revolución”. * Piedra chiluca de ochenta y ocho años Debido a su estado, varios espacios del Frontón México tuvieron que ser rediseñados a excepción de la cancha, a petición del dueño. Sólo se sustituyó el característico color verde de las paredes por uno negro, más actual y usado en canchas del País Vasco. Su estado de conservación es “extraordinario”, a decir del arquitecto Moyao. Entre los mitos que flotan alrededor del edificio, uno de los más usuales dice que el frontis —la pared principal donde rebota la pelota— es de mármol y se afirma que provenía de las obras del Palacio de Bellas Artes. “No…”, responde el arquitecto, “tanto el frontis como el rebote están recubiertos de chiluca. Como la pelota literalmente es una bala, llega a viajar hasta a
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trescientos kilómetros por hora, se colocó la piedra más dura de México. Es la piedra original”. En la película La noche avanza (1951), de Roberto Gavaldón, Pedro Armendáriz interpreta el papel de un pelotari insoportable a quien el destino le bajará los humos. En algunas escenas se observan tomas desde ángulos elevados del frontón. Además de los anuncios de diferentes marcas y de la pizarra, se aprecian largas ventanas sobre la fachada hoy ciega de la calle Tomás Alba Edison. En las notas de El Universal se destaca la luz como uno de los elementos más importantes del Frontón: “La luz —como un derroche de alegría y optimismo— es una perfecta iluminación, producto de largos estudios y cálculos”. Hoy sólo se conserva una entrada de luz, que corre a todo lo largo de los sesenta y dos metros que mide la cancha, justo entre el límite de las tribunas y donde los pelotaris ensayan —en este deporte no se dice entrenar— o juegan. Como los lugares de espectáculos necesitan de oscuridad total, un sistema de lonas especiales dejará el interior en tinieblas cuando sea necesario. Junto con la remodelación de la Plaza de la República y del Monumento a la Revolución, el Frontón México se convierte de nuevo en un hito urbano de la zona. “Este edificio se vuelve un rescate importante
de la zona”, dice José Moyao. “Vamos a arreglar las calles de alrededor para crear un corredor hasta el Museo de San Carlos. En la calle de Alba Edison ya no habrá banquetas, sólo bolardos, e iluminación, y se rescatará el parque detrás del museo. Cuando un lugar vive la ciudad se vuelve más segura”. En ochenta años, cuando alguien lea las crónicas de la reinauguración del año 2017, descubrirá que la inversión rondó los 30 millones de dólares, y que acudieron Miguel Ángel Mancera, jefe de gobierno de la Ciudad de México, Carlos Slim, el hombre más rico del país, además de su hijo Carlos Slim Domit; y que Mikel Arriola, director del imss, si es que el instituto todavía existe, era pelotari, y que jugó el primer partido de exhibición.
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Toda belleza es terrible Antonio Toca Fernรกndez
40 | casa del tiempo Las Meninas, Diego Velรกzquez, รณleo sobre lienzo, 1656. (Imagen: Imagno / Getty Images)
Tratar de definir qué es la belleza ha sido una tarea que se ha intentado reiteradamente, sin avances importantes. El resultado es que la mayoría de las veces se termina afirmando que no se puede definir algo que depende de cada persona. Sin embargo, la sabiduría popular tiene ingeniosas frases que ofrecen respuestas: “La belleza está en los ojos del que mira”, “en gustos se rompen géneros”, “la belleza sólo es superficial” o “todo depende del cristal con que se mire” son algunas de las más conocidas. La característica más importante de esas frases es que señalan que la percepción de la belleza es subjetiva y que no hay valores estéticos universales o absolutos que se puedan aplicar. Por eso es tan sorprendente la propuesta del filósofo checo Vilém Flusser (1920 - 1991) que afirmó que el hábito es un verdadero criterio estético para evaluar la belleza: Esta tesis se basa en la segunda Ley de la Termodinámica. Propone que lo nuevo es una regresión poco probable de la tendencia general hacia una mayor probabilidad, y que es aterradora, precisamente porque es una regresión. Aunque implícitamente también afirma que cualquier cosa que es nueva debe —necesariamente— hacerse vieja, e iniciar la tendencia general a convertirse cada vez más en algo probable. Esta tesis es radical porque propone un criterio estético cuantificable para la crítica artística.
La propuesta de Flusser es una auténtica provocación, porque cuestiona valores estéticos tradicionales. De hecho, esta declaración puede producir inquietud, molestia, rechazo, o enojo, síntomas todos de la reacción natural ante lo nuevo, ante la belleza; el principio de lo terrible, que evocó Rilke en su poesía, lo que somos apenas capaces de soportar. Todo lo que es nuevo es terrible, no por lo que es, sino porque es nuevo. Ese grado puede tomarse como una medida de novedad, y entre más nuevo, más terrible.
La declaración de Flusser es radical, ya que propone un criterio estético cuantificable; algo que se considera imposible entre muchos críticos o historiadores del arte. Flusser afirmó que “lo nuevo es la antítesis de lo habitual”, y los sitúa en dos extremos opuestos, y por lo tanto medibles. En uno, lo nuevo es inesperado,
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Guernica, Pablo Picasso, óleo sobre lienzo, 1937
desconcertante, y terrible. En el otro extremo, lo habitual tiende a lo controlable, a la inmovilidad, a la parálisis de la entropía. Nos resulta difícil aceptar que una obra de arte sea terrible, porque al horror que puede causar lo nuevo, se prefiere la tranquilidad que da lo conocido, lo habitual que no asusta, sólo complace. Algo que es atroz y terrible, altera la plácida tranquilidad de lo cotidiano, de lo que —paulatinamente— se convierte en hábitual. Por eso se prefiere lo que ha sido reconocido; lo bonito, lo que produce
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satisfacciones inmediatas, que es garantizado por la repetición y la aceptación masiva. Por eso a la mayoría nos gusta lo que no desafía, lo obvio, lo que no inquieta. Como lo nuevo es inesperado, regularmente es considerado molesto y horrible, porque rompe la tranquilidad de lo que aceptamos y conocemos, desafiando su validez. En esta tesis el arte es la creación de lo improbable, de lo inesperado, de lo realmente nuevo, no su falsificación, que ahora es tan común en las obras artísticas. Por eso es importante definir la escala que separa lo nuevo, de lo habitual.
El shock de lo nuevo Con ese título el crítico Robert Huges (1938 - 2012) realizó ocho programas en la bbc y publicó después su análisis sobre los cien años de arte moderno. De carácter heterogéneo, el recorrido abarca obras de pintura, escultura y arquitectura en un siglo de cambio —desde el impresionismo— que transformó radicalmente la concepción misma del arte y de sus obras. Puede decirse —con justicia— que aún son vigentes las revolucionarias propuestas artísticas del primer tercio del siglo xx. Fueron tantas y tan radicales esas
obras y movimientos, que se sucedieron con una rapidez y fuerza que aún hoy sorprende. Cubismo, constructivísmo, dadaísmo, expresionismo, fauvismo, futurismo o surrealismo son algunos de los más conocidos movimientos que causaron un verdadero shock en la cultura tradicional vigente, por lo desconcertante e inesperado de sus obras y propuestas. Vilem Flusser mencionó que lo que es nuevo es terrible porque es inesperado, y porque su existencia cuestiona lo que se ha aceptado y valorado socialmente. Eso explica las reacciones ante las obras de arte de
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Museo Guggenheim de Bilbao, España, diseñado por el arquitecto Frank Gehry. (Fotografía: Tim Graham / Getty Images)
los diversos movimientos del siglo xx. Como eran nuevas con respecto al arte tradicional fueron clasificadas como absurdas, espantosas y terribles; pues no se podían comprender en esa época. La prueba es que —aun cien años después— la Fuente de Marcel Duchamp no se acepta como una obra de arte por muchos, que sólo ven un mingitorio —colocado horizontalmente— en la sala de un museo de arte. Eso mismo aún sucede ante obras de culturas africanas, chinas o prehispánicas a las que se considera desagradables, cuando es evidente que lo que se considera bello es sólo una convención cultural, y por tanto su evaluación es arbitraria. Flusser afirmó que la belleza es opuesta al hábito, pero que con el tiempo y el consenso social deja de ser nueva, y paulatinamente se acepta. Ese consenso social fue el que recibió el shock de lo nuevo en el siglo veinte. Por eso es comprensible que se reaccione negativamente ante lo nuevo; desde la burla o la descalificación, hasta el ataque en nombre del buen gusto. En esa situación de intranquilidad y desconcierto ante lo nuevo, una alternativa es contar con una escala o medida que permita evaluarlo con objetividad. El problema es definir lo que realmente es nuevo; porque la mayoría de las obras, artefactos, e inclusive de las acciones humanas, son producto de la copia, réplica o modificación de lo que ya existe y que se convierte paulatinamente en lo aceptado, en lo habitual. Entre esos extremos se sitúa la posibilidad de evaluar: en uno se encuentra lo que es muy improbable y completamente original, en el otro lo que es ordinario y habitual. La escala entre lo nuevo y lo habitual, que estableció Flusser en una cinta de Moebius, en la que hay segmentos que se traslapan desde la belleza improbable — lo inaudito y maravilloso— revela lo no visto, y hace audible lo no oído, hasta lo que se convierte en habitual. Esos dos extremos son difíciles de ver: uno por nuevo y terrible, y el otro porque se ha convertido en algo hábitual. El terror ante lo nuevo Flusser ha señalado que la reacción ante obras de arte verdaderamente nuevas ha sido el terror que producen, porque son inéditas y únicas. Flusser no intentó una
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Museo de la Biodiversidad de Panamá, diseñado por el arquitecto Frank Gehry. (Fotografía: Kike Calvo / National Geographic / Getty Images)
definición del arte, lo que propuso es que esas obras se sitúan entre los extremos de lo nuevo a lo habitual, y que la evaluación de esa diferencia puede ser cuantificable, porque: “la belleza es poco probable, dentro de la tendencia general hacia una mayor probabilidad de lo habitual”. Según esta visión, la belleza se desplaza paulatinamente hacia lo bonito, lo kitsch o cursi y, finalmente, a lo que se convierte en habitual, aunque a menudo lo que se considera bello es similar. Es evidente que ese criterio desafía la definición tradicional del arte como algo subjetivo y difícil de evaluar, porque se supone que no puede haber ningún principio estético objetivo. Bastan algunos ejemplos para comprender que una obra que en una época desconcertó por su novedad, en otra ya perdió su capacidad de asombrarnos. Un cuadro como Las Meninas (1656) de Diego Velázquez —que durante siglos ha sido visto por millones de personas— fue interpretado trescientos años después por Michel Foucault (1926 - 1984), quien reveló su asombrosa complejidad, que aún provoca asombro en algún espectador por la genial originalidad de Velázquez. Otros ejemplos fueron el estreno en París de la Consagración de la primavera (1926) de Igor Stravinsky, o el cuadro emblemático del Guernica (1937) de Pablo Picasso, que produjeron toda clase de reacciones, ante la incapacidad de comprenderlos en su época. Sin embargo, el terror ante lo nuevo se ha legitimado socialmente, y paulatinamente, lo que antes asustaba por su originalidad y rebeldía, hoy complace y tranquiliza mediante la banalización de todo, la pegajosa seducción del hábito. Con el fin de la rebeldía de la modernidad del siglo veinte y la creciente comercialización del arte sin contenido, se tiene ahora un panorama difícil de comprender. La rebeldía y el desafío de muchas obras de arte se han transformado en “provocaciones” cuyo único fin es llamar la atención de un público adicto a los cambios y al espectáculo continuo; obras que complacen o disgustan, y que han perdido su capacidad de asombrar o inquietar.
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Torres de Satélite, diseñadas por Luis Barragán. Fotografía: iStock
En arquitectura —que es un arte utilitario— sucede lo mismo: el Pabellón Alemán en Barcelona (1929) de Mies van der Rohe (1886 -1969), o la casa-estudio de Diego Rivera o de Juan O’Ogorman (1905-1982), que en su momento asombraron por su novedad, han sido copiadas reiteradamente en obras que intentan una “originalidad” ya perdida. Un caso impresionante ha sido la arquitectura de Frank Gehry, que ha pasado de lo nuevo, en el museo Guggenheim de Bilbao, después a la parodia —los clones del Guggenheim— y ahora a lo “cursi” y obvio: como su reciente Museo en Panamá; una característica de muchos creadores que, ante el éxito de alguna obra, se copian a sí mismos hasta que lo convierten en hábito. El reciente escándalo causado por la exhibición en el muac —avalada por dos comités de expertos— del diamante de dos quilates hecho con las cenizas del arquitecto mexicano Luis Barragán ejemplifica la subjetividad de las evaluaciones estéticas. Considerada por unos como una obra de arte, y por otros como una propuesta absurda y lamentable, es una oportunidad de descalificar —a diestra y siniestra— para todos los que se asumen como expertos y poseedores de la verdad. Una muestra más de que el terror ante lo nuevo en el arte, se ha transformado en egolatría, farsa y simulacro; que ahora ya es habitual.
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Fotografía: Pascual Borzelli
Pan de tribulaciones: Ars poetica
de Raúl Renán
José Francisco Conde Ortega ménades y meninas |
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En 1989, en el volumen que recoge toda la obra poética de Jorge Luis Borges, publicado por Emecé Editores de Buenos Aires, se leen algunas líneas de rigurosa autocrítica, persuasivo conocimiento de ciertos secretos del poema y principios ineludibles de la ardua construcción de un Ars poetica. El autor de Ficciones recuerda a Berkeley, establece una analogía y se reconoce en cada uno de los distintos momentos de su creación... Es distancia y madurez. Acaso otra Guía de descarriados. “El sabor de la manzana está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma”, cita Borges al filósofo irlandés. Y utiliza este argumento aplicado a la realidad por éste, para entender una estética. De ahí la analogía: “La poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro.” Y sabe, desde luego, que no es una novedad, pero sí una afirmación de principios. Y como “la literatura impone su magia por artificios”, éstos conllevan su caducidad o permanencia, de acuerdo con tres supuestos inquebrantables. sinceridad, convicción y originalidad. En 1984, la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, en el número 49 de su Colección Laberinto, publica Pan de tribulaciones, de Raúl Renán, breve poemario de ajustada arquitectura que, en su afanosa construcción y lúcida complejidad, suscribe y valida la argumentación del autor de Fervor de Buenos Aires. Sobre todo a partir de un hecho en apariencia trivial. Si Borges declara que alguna vez creyó, “como todo joven poeta”, que el verso libre es más fácil que el verso regular, Renán desconfía desde el principio. Parece afirmar, como Gorostiza: “Del verso libre, Dios me libre.” Aunque, desde luego, sabe con el argentino que el llamado verso libre es más arduo. Y que si éste lo encuentra en la “íntima convicción” de ciertas páginas de Carl Sandburg o de Whitman; aquél, a partir de la paciente lectura de los primeros poetas de nuestra lengua para mejor comprender las posibilidades rítmicas del español. Renán ya había publicado Lámparas oscuras (1976), Catulinarias y sáficas (1981), De las queridas cosas (1982) y Gramática fantástica (1983). Después seguirá una copiosa serie de títulos en narrativa, ensayo y poesía. Y ya en sus obras primeras se advierte esa preocupación formal que lo llevará a indagar en las posibilidades del verso. Pero es en Pan de tribulaciones donde vuelve explícita una posición estética
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que llevará hasta sus últimas consecuencias. En talleres, aventuras editoriales y su obra personal, un concepto lo distingue y lo señala: poesía experimental. Sólo que sin saltos en el vacío, sino a partir de una clara concepción de originalidad. Y no es ésta una invención arbitraria; antes bien, es lo que surge del origen y se convierte, con base en la certidumbre del oficio, en algo personal e intransferible. Si Lámparas oscuras es encuentro con el haikai, y la Gramática fantástica la búsqueda de otra posibilidad en los esquemas de la lengua, Pan de tribulaciones significa un alto en el camino para fijar una posición, un Ars poetica plena de certidumbre y dominio del oficio. Así, el poeta fija su mapa de navegación y, siempre fiel a sí mismo, seguirá dibujando con fino y exigente trazo los sitios aparentemente inaccesibles del poema. Alerta ante toda contingencia, tiene como resguardo la paciente lectura de los otros viajeros que lo han precedido en la aventura. De este modo, el sustantivo “tribulación” es, al mismo tiempo, congoja y problema por resolver. La mejor manera de permanecer siempre vigilante. Así, Pan de tribulaciones es ardua arquitectura y laborioso desarrollo. Fondo es forma, parece ratificar Raúl Renán. Sólo de este modo era posible configurar uno de los poemarios centrales de nuestra historia literaria en el último cuarto de la pasada centuria. En estrecha correspondencia, la construcción del conjunto y el entramado verbal permiten seguir esa congoja de sentirse inerme ante la hoja en blanco y el problema que significa dotarla con la tinta que, en el muchas veces áspero contacto con aquélla, va adquiriendo sentido y razón de ser. Pan de tribulaciones está dividido en tres partes. La primera es un solo poema en versos alejandrinos, “Al poeta guerrero”, que funciona como prólogo, advertencia y fijación de principios. La segunda consta de treinta poemas; o, si se quiere, de quince, cada uno enfrentado con su correspondiente. Un poema en prosa señalado con un número arábigo frente a un soneto endecasílabo, sin división estrófica convencional, señalado por un número romano. La tercera es un “Epílogo para
cinco voces”. Son cinco sonetos, otra vez sin la división estrófica convencional, que le dan voz al poema que empieza a soñar, a la hoja en blanco, a la pluma, al poeta y al lector. Además, el de la voz del poeta tiene, después de los catorce versos, un díptico, también endecasílabo, a manera de estribillo. Esta rigurosa arquitectura le permite al poeta transitar, cuidadosamente, por esas tribulaciones del poeta para construirse. Recorre un camino y le permite al lector que lo siga. Al final le dará la voz. Entre tanto, le permite leer con él su ruta de escollos y contratiempos; pero también de certezas gozosas. Parece decirle que un Ars poetica se reconoce en tres principios fundamentales: el reencuentro del poeta con su propia lengua, para reconocerse y salir fortalecido; el conocimiento de ciertos hitos de la historia literaria para afirmar convicciones, y, con todo esto, la adquisición de la propia voz, personalísima e intransferible para, ahora sí, descifrar sin mayores agobios el secreto del poema en el trance de convertirse en poesía. Por eso el primer poema del conjunto es una declaración de principios. Algunas palabras, como “poeta”, “guerrero”, “virtud”, “espada”, “papel en blanco” y “tinta” constituyen los hitos de la primera bitácora del que navega. Y los nombres de Jorge Manrique y del Marqués de Santillana son esclarecedores. Son los poetas que forjaron nuestra lengua. Y supieron hacer la guerra, con la pluma y con la espada. Y conocieron el infortunio. Después, cada poema en prosa va decantando escenas, momentos de la vida y detalles de la creación de los forjadores del idioma. Y a cada poema en prosa, su correspondiente en verso acomete el mismo asunto, pero llevado al momento de escribir. Y si escribe en prosa: “No se sabía si afilaba la pluma o bañaba la punta de la pluma con el púrpura fluido de la vida”, su correspondiente en verso comienza: “¿Dónde la letra es más cruel que la herida/ en flor? ¿Cuál venablo llega profundo/ al sinfín de la duda? Si Dámaso Alonso descubrió que el primer texto escrito en español era una oración, es claro que, rápidamente, Dios y la espada tuvieron que convivir; y con
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ello se fraguó el enriquecimiento de la lengua. Por eso, en el poema 4, Raúl Renán, con los ya mencionados, recuerda a Diego Hurtado de Mendoza, al Arcipreste de Hita y a Juan de Mena. Serranillas y “buenos amores”, cárceles de amor y laberintos de fortuna siguen forjando el idioma. Por eso Renán invoca cierto ritmo y giros léxicos, además de citas textuales, que van guiando la lectura. Por eso, en el cuarto endecasílabo, se pregunta: “¿A qué esponja se atiene la memoria/ si ésta cambia de sed frente a la espuma?” Más adelante, conforme avanza el poemario, otros poetas de la historia literaria de occidente van siendo aludidos. Y los endecasílabos van tejiendo fino a propósito de las tribulaciones con la hoja en blanco. Y todos con un destino compartido: el combate. Consigo mismos, con la asfixiante realidad y con los obstáculos de la creación. Villon, Baudelaire, Verlaine… son historias secretas y momentos altos de creación. Y Raúl Renán sigue indagando en el poema. Dice en el poema viii: “¿Dónde el canto regresa a su registro?” Finalmente, los poemas en prosa llegan a una acuciante actualidad. El registro léxico del poeta se ha ensanchado. Ha buscado en las posibilidades del idioma, en la historia de la poesía y en los secretos del poema. El poema xiv lo resume:
Pinta las asonantes de sus versos agrios y sudorosos, inconformes, y a flor de pluma brotan las mentadas.
Por eso, los seis primeros versos del poema xvi estallan en un arrebato de indignación:
Dibuja el primer verso. Pocamadre. Maldice a los corruptos, exquisitos puñales de hojalata, la trapera costumbre de asaltar a la poesía, despojarla de sí (como del hombre) para después mudársela a su talla.
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¿Trabajo inútil tanta arquitectura y tanta tribulación? Siempre habrá falsarios e improvisados. Tal vez por eso, la voz del lector se queja, al final del libro:
Santo y miedo, amorosos de lo blanco, entro a tocar sus ayes, y otro escucho desde mi interior: Sueño imaginario.
Y otra vez la pregunta. ¿Fue todo en vano? Desde luego que no. El desencanto puede ser otra forma de volver a empezar. Es la serpiente que se muerde la cola. La duda es el único camino menos azaroso. Raúl Renán ha cumplido su objetivo. Si Gonzalo de Berceo escribió en “román paladino” y el español tomó carta de naturalización y dignidad literaria en la Edad Media. Renán, con otros poetas de su estirpe, ha enriquecido la lengua heredada. Los hai-kais de su primer libro son la exploración de las posibilidades rítmicas del idioma; en Catulinarias y sáficas aparece “Nalguimancia”, quien señala, más que un neologismo ingenioso, un juego del idioma que borra fronteras y aumenta el placer de la inteligencia. Hace pensar que esa moza de calipigia carnadura, además de provocar, es capaz del arte de la adivinación por medio de su “grupa bisiesta”, como llamaría a esa parte anatómica Ramón López Velarde. Pan de tribulaciones es un Ars poetica y un espejo fiel del poeta. La manzana de Berkeley en espera del contacto con el paladar. Después, en los neosonetos sabremos que el ruido puede rimar; y también la consonancia puede ser colocada del lado izquierdo del poema. Y en A/salto de río. Agonía del salmón asistiremos a otra posibilidad de lectura. Sí, Gonzalo de Berceo, por “fablarle” a su vecino como todo el pueblo habla, quería como premio un “vaso de bon vino”, los lectores de Raúl Renán podemos decir, usando las propias palabras del poeta en Los silencios de Homero: “Eh, Rauliteo, domador de palabras, ven, bebe conmigo”.
El Hesíodo del rock:
Chuck Berry
José Homero
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Chuck Berry en un concierto en Ámsterdam, Holanda, en 1976. (Fotografía: Gijsbert Hanekroot / Redferns)
Es tarde y los chicos deben volver a casa después de disfrutar un gran día de verano en Los Barrens. Eddie en especial quiere llegar puntual para ver por televisión El Show del Rock ya que esa noche actuará Neil Sedaka y le gustaría saber si es negro. “Stan le dijo que no fuera estúpido; bastaba oírlo para darse cuenta de que era blanco. Eddie aseguró que con oírlo no podía saber nada; hasta el año anterior había estado completamente seguro de que Chuck Berry era blanco, pero cuando se presentó en Bandas de América resultó ser negro. —Por suerte, mi madre todavía lo cree blanco —dijo—. Si descubriera que es negro, probablemente no me dejaría escucharlo.” Esta cita de Eso, novela de Stephen King cuyo primer ciclo temporal comprende de 1957 a 1958, refleja la confusión que provocó Chuck Berry al inicio de su deslumbrante trayectoria. Su música era mestiza; como naturalmente lo era el rock’n roll, sólo que él había invertido el orden de la fórmula. Mientras Elvis Presley incorporó los compases del blues a las melodías campiranas, Chuck era un chico de ciudad que a los círculos de blues urbano añadía el pespunteo y los cascabeleos de las baladas country. En esta secuencia de paralelismos inversos, Berry sumaba un decoroso conocimiento del cancionero vaquero, por el cual se había interesado casi a la par que por la obra de T. Bone Walker, ávido como estaba por ser el próximo Nat King Cole. Por ello en el verano de 1955 se convirtió en la gran apuesta de Leonard Chess, cuya discográfica hasta ese momento regía las listas del rythm and blues y el blues. Apenas un año antes la máxima estrella de Chess Records había sido Muddy Waters, pero para 1955 la demanda había decaído drásticamente ante la emergencia de un nuevo sonido y un nuevo consumidor: los adolescentes blancos. Cuando una mañana de mayo un espigado joven negro de cabello relamido, charlatán y con la dicción untuosa de un vendedor de automóviles se presentó solicitando entrevistarse con el propietario, Chess se encontró con su oportunidad para finalmente jugar con ventaja en la partida ajedrecística del rock’n roll. Como recuerda Berry en su autobiografía, los ritmos dominantes en el área de Saint Louis Missouri, donde creció, no eran el blues ni su vástago el rythm &
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blues, sino el country western y el swing. Berry aprendió las cadencias de una cultura ajena combinándolas con los principios del blues, para asombro y posterior disfrute de su audiencia, mayoritariamente negra aunque paulatinamente sus contagiosas notas se propalaron hasta los suburbios blancos. La cinta que narra la historia de Chess, Cadillac Records de Darnell Martin (2008), nos muestra a Berry teniendo que acreditar su identidad ante el propietario del club donde actuaría esa noche ya que “Berry es un chico blanco que toca country”. Clubes de sal y pimienta, solía decirles, donde al calor del alcohol y del baile se aderezaba la integración, hecho insólito en esa época que vivía los estertores, no por ello menos violentos, de la segregación racial. Si bien Elvis mimetizaba los acentos y movimientos aprendidos en los honky tonk muy distinto era que además de la música el intérprete fuera negro. Berry fue por ello el primer cantante negro en seducir a la adolescencia blanca —no siempre sólo con sus discos. Berry fue muchas cosas. Entre otras un mitógrafo aún no reconocido. A despecho de que no es su obelisco triunfal, “Maybellene”, la primera canción que graba formalmente, el 21 de mayo de 1955 —el mismo día en que Bo Diddley graba otro emblema de los inicios del rock, la homónima “Bo Diddley”— representa claramente sus virtudes. Mientras Elvis había tomado un clásico del blues, “That’s all right Mama”, Berry acudía a “Ida Red”, melodía tradicional convertida en himno ranchero por Bob Willis and his Texas Playboys en 1938, que tras el cambio de letra y arreglo se convertiría en “Maybellene” —nombre de una marca de cosméticos popular entre las chicas de los cincuenta—. Más allá del acierto del coctel sonoro que en vez de con pluma de gallo se agitaba con paso de pato, se trata de la primer canción propiamente juvenil. Las canciones de Elvis o de Bill Halley adaptaban temas conocidos del country, el blues o el swing, pero aunque dirigidas a adolecentes su lírica era ajena al orbe
de escuela, cafetería, automóviles, moda y rock’n roll. El compás era juvenil, las tramas no. A menudo se soslaya la relevancia de Berry en la configuración de la nueva mitología: además de excelente guitarrista fue un letrista dotado, capaz de resumir en cuartetas y en versos elegantes e irónicos la crónica de la vida moderna. “Maybellene” entrevera elementos que habrían de convertirse en tópicos no sólo del rock sino de la juvenilia y la cultura occidental en adelante. Bastaría decir que el relato de la persecución del joven galán a su novia veleidosa en un coche remodelado —el modelo Ford conocido popularmente como V8— antecede —o inspira— los viajes de los jóvenes de American Graffiti (1973) de Georges Lucas o Dazed and confused (1993) de Richard Linklater. Historia de desamor, celos y velocidad, refiere la persecución del narrador a su coqueta novia. Los versos son ingeniosos: distribuidos en sextetas alternándose con tercetos que fungen como estribillos. Comienza asumiendo la perspectiva del cantante, quien desde la colina divisa a su novia en otro auto —al conductor nunca se le describe, al punto que pareciera un duelo entre automóviles en vez de sobre rivales disputándose a la dama— y concluye cuando el Cadillac se sobrecalienta y termina averiado. El narrador entonces logra alcanzar a Maybelline en la colina. Si bien es la primer canción centrada en los escarceos juveniles y esa fascinación por los automóviles que determinaría el ciclo de la vida adolescente hasta entrados los noventa —de “Road Runner” de Jonathan Richman al filme Shopping (1994) de Paul W. S. Anderson—, no es la única que construyó la microépica de esa vibrante nueva era. Si en Un libro de Bech (1970) de John Updike, el novelista ficticio recibe el elogio de un fascinado traductor de Europa oriental por sus obras con rebeldes a bordo de motocicletas y automóviles en las noches de neón, el verdadero autor de gesta de la época no fue un literato sino un cantante. Mediante de un selecto cancionero, Berry sumó a los autos, los cuales son
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una constante, los amoríos estudiantiles, la crónica de la recién nacida idolatría pop (“Sweet Little sixteen”), el gusto por salir de clases y disfrutar del tiempo libre en la cafetería (“School days”), los paseos sin rumbo por la ciudad y los escarceos en automóvil (“No particular place to go”), el relato perfecto del amor mozo que se convierte en matrimonio (“You never can tell”), además de dos auténticos himnos al recién nacido rock: “Rock and roll music” y “Roll over Beethoven”. Inventó incluso el mito de California como la tierra prometida (“The promise land) recuperando, de paso, como buen mitógrafo, el significado original del nombre tomado de Las sergas de Esplandián: una isla cercana al paraíso terrenal, abundante en oro y en mujeres. Por supuesto Berry será eternamente asociado con “Johnny B. Goode”, quizá no su mejor canción pero sí la más conocida, la saludada por todo guitarrista como su gran introducción al rock, interpretada e imitada, fuente de estímulo para todos quienes alguna vez quisimos ser roqueros —o lo consiguieron—, votada entre las canciones más influyentes, entre los riffs más importantes, en fin, siempre en todas las listas y por si fuera poco emblema de la humanidad elegido, junto con otras veintidós canciones, por Carl Sagan para representar la música terrestre en el mítico viaje del Voyage en 1977. Precisamente una semana después del lanzamiento de la sonda espacial, Saturday Night Live incluía en sus noticias chuscas que los radiotelescopios habían recibido al fin una señal extraterrestre. “Manden más Chuck Berry”, decía. Y eso es justamente lo que necesitamos: más Chuck Berry para comprender que además del extraordinario músico que fusionó el blues urbano con los fraseos líricos del country, Chuck fue también un seductor, quien relamió su voz de la misma manera que lo había hecho con su cabello, para infiltrarse
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en el gusto anglosajón. Una de sus primeras piezas, incluida en el disco debut After School Session (1956), es “Brown eyed handsome man”, inspirada por el arresto de un latino en Los Angeles y acaso guiño autobiográfico a sus capacidades amatorias y a las de los hombres de color. El rock no volvería a ser el mismo desde que él entró furtivamente a cazar en las colinas del hilbilly. Tampoco una vez que creó el paso de pato. Mirar una presentación televisiva de Chuck en 1958 es encontrarnos con un intérprete en su apoteosis, hábil para cautivar modulando los labios, bajando las pestañas, moviendo los ojos y sobre todo las piernas y caderas. Es entre otras cosas también el primer gran héroe de la guitarra. Sus actuaciones nos aclaran de dónde tomaron Pete Towshend, Jimi Hendrix y hasta Prince sus movimientos de escarceo/dominio/posesión del instrumento, convenientemente torneado para evocar las curvas del cuerpo femenino. Nick Cohn, el padre de la crítica de rock sentenció en 1969: “Como escritor, es una especie de poeta laureado de todo el movimiento del rock. Creó una cartografía con sus costumbres, aficiones y o celebró sus triunfos o lamentó sus limitaciones sin ningún desperdicio”. Robert Christgau, a su vez, en un ensayo excelente, proclama la grandeza de Berry para en seguida analizar cuál su fundamento. “Hacernos comprender que la mayor grandeza del arte es el modo en que se transmite entre los seres humanos”. Hoy que ha muerto Berry su nombre comienza a desvanecerse para perdurar como leyenda; la leyenda de un hombre que tocaba la guitarra y desde una cabaña de troncos en un camino de tierra y madera ascendió hasta lograr que en las marquesinas su nombre apareciera con un entusiasta y triunfal estribillo: “Vamos, Johnny, vamos”.
El descanso Héctor Fernando Vizcarra
Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
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Ese niño llora muy feo, dijo Silvia. El niño lloraba sentado en el piso del descanso de las escaleras. Silvia lo observaba por la mirilla de su puerta. Volvió a decirle a su esposo: Ese niño llora muy feo, pobrecito, todavía no se ha de acostumbrar a estar aquí. La señora que vivía con el niño no saludaba a nadie. Barría su entrada dos o tres veces a la semana. Aparte de eso nunca salía. Nadie en el edificio estaba seguro de cuándo habían llegado la señora y el niño. El dueño de ese departamento, a quien apenas conocían, lo tenía descuidado, con pocos muebles y cortinas arañadas. Quizá le habían invadido su propiedad y a él había dejado de importarle. La señora y el niño eran como invisibles para los demás vecinos. Para Silvia y su esposo también lo habrían sido de no tenerlos justo al lado. ¿Y si le pregunto qué le pasa? Ni siquiera lo lleva a la escuela, dijo Silvia. Mejor no te metas, a lo mejor todavía no tiene edad para la primaria, respondió el marido. Es que llora muy feo, y la señora no hace nada. Sí hace, dijo el esposo: lo saca a las escaleras. Semanas después empezaron a llegar hombres al departamento de junto. Se quedaban un rato y luego se iban de uno en uno. De noche Silvia y su esposo volvían a escuchar el llanto. —Esa señora está bien rara. No creo que sea su abuelita. Pobrecito niño. —No te metas, es cosa suya. —Pero no nos deja dormir. —No te metas, ya te dije. —¿Y si le pegamos a la pared? Para que se den cuenta. Desde el otro lado les respondieron con golpes más fuertes. —¿Viste? Dejó de llorar. —Ya duérmete —le dijo el esposo a Silvia. A punto de conciliar el sueño escucharon al niño llorar en el descanso de las escaleras. Ya amanecía cuando se quedaron dormidos. No volvieron a golpear la pared; tampoco se acostumbraron a los llantos. Entonces llegó el gato. Un gato mugroso, de rayas grises y panza blanca. En el edificio estaban
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prohibidas las mascotas, pero ningún vecino se atrevió a echarlo a la calle. Además no era una mascota. Era una cosa que no pertenecía a nadie. Rondaba por las escaleras y se escondía al escuchar la puerta del edificio. Silvia lo vigilaba por la mirilla. Quería percatarse de que el gato no se orinara en sus macetas. Los hombres seguían entrando y saliendo del departamento de al lado. El niño, igual que siempre. ¿El dueño sabrá?, preguntaba Silvia. Su marido ya ni le respondía. Me conformo con que ese gato no empiece a chillar también, dijo el marido antes de irse a la cama. Detrás de su puerta cerrada, una tarde Silvia vio al niño jugando con el gato. Le pareció que dos amigos huraños se decían secretos importantes. Fue la única vez que vio al niño hablar, y la primera que no lloraba. El gato levantaba la cola y se agachaba para untar su cuello en el pecho del niño. Qué bueno, respondió el esposo de Silvia cuando ella le contó lo que había visto desde la mirilla de la puerta. Entre más fuerte llorara el niño más pronto lo sacaba la señora. El gato venía, quién sabe de dónde, y juntos conversaban horas. En cuanto la señora abría la puerta del departamento para meter al niño, el gato salía disparado. La noche en que vinieron muchos hombres haciendo alboroto y quebradero de botellas, Silvia y su marido cerraron con doble llave, atrancaron la puerta con el sofá y apagaron la luz de la sala. La señora de al lado dijo, alegre, bienvenidos, muchachos, pásenle. Los esposos tuvieron miedo de acercarse a la pared que colindaba con el departamento de junto. Procuraron no hacer ruido. El edificio permaneció en silencio, como un cadáver al final de su velorio.
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La chilladera del gato despertó a Silvia. Su esposo intentó tranquilizarla. Duérmete, no pasa nada. Pero ninguno de los dos podía dormir. Los hombres bajaban las escaleras, divertidos, caminando sobre botellas destrozadas. Con todo su júbilo, apaleaban al gato. Los maullidos perforaban las paredes. Sosiegos, muchachos, les gritaba la señora del departamento de junto, secundando sus risas. Cuando se levantó, su esposo ya se había ido a trabajar. Silvia se preparó el desayuno y prendió la tele. Supuso que la señora de al lado saldría a levantar los vidrios. En vez de eso, llegó un tipo a poner cadenas y candados gordos a la reja del departamento donde vivían el niño y la señora. Silvia tardó en darse cuenta de que se trataba del dueño. Visto desde la mirilla, que distorsionaba las figuras del otro lado de la puerta, el dueño parecía preocupado. De pronto el tipo se volteó. Silvia pensó que podía verla a los ojos. Dio unos pasos y tocó su puerta con una fuerza que a ella le pareció excesiva. —Señora Silvia, soy su vecino. Contuvo la respiración. No contestó, aunque sabía que desde afuera podía escucharse la televisión encendida. El hombre acabó de sellar la entrada de su departamento. Luego se fue. El gato volvió esa tarde. Maullaba desesperado en los rincones del edificio. Al rato el animal se echó en el descanso de la escalera. A Silvia le dio lástima. Tuvo ganas de salir y acariciarlo antes de que su esposo volviera. Deslizarle la mano por el lomo, darle palmaditas y hacerle muchas preguntas. No sabía exactamente cuáles. Sólo quería usar esa voz infantil con que las personas hablan a sus mascotas cuando nadie las está mirando.
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Ardor y franqueza Pablo Molinet
El poeta Robert Frost en 1957. (Fotografía: Howard Sochurek / The LIFE Picture Collection / Getty Images)
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perché ardire e franchezza non hai? Dante, Inferno, ii, 123 La honestidad consiste en ser fiel a lo que te importa de verdad y donde hay algo trascendente para ti. Puede ser cualquier cosa. Sólo uno sabe lo que de verdad le importa. Javier Cercas1
Suele ocurrir que la guerra se desate en la adolescencia: que quien se proponga escribir irrite a un entorno zafio y brutal que reacciona con violencia ante cualquier salida de su norma. Quien, a pesar de ese antagonismo, consigue seguir atormentado el teclado durante unos diez años con un grado decente de seriedad puede dar por ganada esa batalla inaugural, para descubrir que deberá librar otra, esta vez contra sus pares. Los auditores del contenido político, los vendedores de tal o cual certificado Kosher, los cortesanos, los ferales, los vanguardistas, los guardianes de la tradición, los que están menos pendientes del texto que de la explicación del texto, los que custodian litigios que se dan como “cosa juzgada” —vgr. que Rulfo “cierra” la narrativa rural mexicana—. Todos buscan imponer su agenda al cuaderno ajeno y lo que está en juego es una libertad de la que pende todo el tinglado de, por ejemplo, esta nota. Vamos por partes. En el canto segundo del Infierno, Dante vacila ante el viaje que está a punto de emprender y Virgilio dedica un terceto a amonestarlo: “Dunque: che è, perquè restai, / perchè tanta viltè nel cuore allete, / perché ardire e franchezza non hai?”. Traduce Luis Martínez de Merlo: En Alejandro García Abreu: “Javier Cercas contra la realidad”, http://cultura.nexos.com. mx/?p=12769
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¿Qué pasa pues? ¿Por qué, por qué vacilas? ¿Por qué hay tal cobardía en tu pecho? ¿Por qué no tienes audacia ni arrojo?
Vacilar, acobardarse: carecer de una franqueza que, según la Enciclopedia Dantesca, ha de leerse como “virtud del ánimo libre de temor, ‘firmeza espiritual’, también ‘coraje’ […]”. El diccionario de la Academia enseña que “franco” (“sincero y leal en su trato”) proviene del germánico frank: “libre, exento”. La franqueza será ardor, será coraje, también será libertad. Casi toda jornada literaria es dantesca: leer, escribir, es descender texto abajo en busca del chamuco —y a veces culminar el descenso con un ascenso al otro lado del mundo—. ¿Por qué ardor y franqueza no hay?; en la vida y en los textos la pregunta que cierra la estrofa me obsede y espolea: sin ardor, sin franqueza, no hay descenso y, sin éste, no hay texto. ¿Qué sofoca el ardor y oblitera la franqueza y conculca la libertad? Si se me permite enrocar franqueza y honestidad, el epígrafe de Cercas ofrece una respuesta: ¿por qué ardor y franqueza no hay? Por infidelidad a lo que de veras importa y es trascendente para quien escribe. ¿Y qué es eso? Un asunto o una forma o una estética o un campo semántico. Se le es infiel por dos razones enlazadas: una, los espejismos de la moda, el prestigio, la —poderosa, patética— necesidad de pertenencia, aprobación y compañía. La otra razón, más relevante, es que acudir a lo que de verdad le importa a cada quien es tan fiscalizado y regulado que acaba estando tácitamente prohibido, salvo que corresponda a los intereses de tal o cual grupo de poder o grupo de presión. Tendría que haber acotado “en México” en alguna parte de la aseveración anterior, pero no creo que ocurra nada radicalmente distinto en Madrid o Buenos Aires: el patrullaje de árbitros intelectuales
e ideológicos que evalúan, tasan, certifican o censuran en los términos, siempre excluyentes y unilaterales, de sus posturas e intereses. En resumidas cuentas, lo que uno quiera escribir es menos relevante que Aquello que Debe Escribirse y, más aún, Aquello que No Debe Escribirse. Si, en legítimo ejercicio de mi libertad de escribir —y de pensar y de ser—, me alejo un paso del conflicto, caigo en cuenta de que es político en el sentido más crudo, más elemental y limitado del término; es dominación pura y dura: tirios y troyanos en pugna interminable —y obsesiva y crispada— por controlar lo que unos llaman “campo literario” y otros “república de las letras”. Ofuscado por el espectáculo sórdido que esa querella sin fin ofrece, no me percato de que es más interesante atender no a sus pretextos, sino a las nociones que esos pretextos impostan: Historia, Sociedad y Tradición; o, con más exactitud, la postura de quien escribe frente a esas nociones. En muy resumidas cuentas, leo al respecto dos corrientes. Una punitiva, de izquierda, que puede resumirse en la lectura sesgada de unos versos célebres de Brecht: “¡Qué tiempos son estos en los que / una charla sobre árboles es casi un crimen / porque supone callar sobre la injusticia!”. Una insidiosa, de derecha, que en el discurso se pretende emancipatoria de la anterior y en los hechos ejerce formas soterradas de neutralización y censura. En efecto: ambas son igual de impositivas. La primera pretende que, a priori, me guste o no, tengo un compromiso de clase. La segunda dicta que, a priori, me guste o no, debo escribir en un Shangri-La donde no hay decapitados ni mineras canadienses. Como si no bastara con los gritos del comisario y el lictor, berrean también en esta fiesta una suerte de
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vendedores comisionistas de las casas Canon y Agón. Los primeros, preocupadísimos por la “obsolescencia” de tal o cual manera de hacer textos —pensaría yo que “obsolescencia” es razón de angustia en una sala de juntas de Apple Inc., no en mi escritorio—; los segundos, agraviadísimos porque siempre hay un insolente haciendo befa de los coturnos y el peplo que tanto trabajo les costó importar. Alguna vez escuché a alguien llamar “viejito” a Robert Frost. La desautorización me resultó desconcertante por partida doble. Primero: si usted quiere palpar, en acto, el significado de la palabra “tradición”, lea, sucesivamente, una página de Thoreau, un poema de Whitman, otro de Frost y otro de Kinnell: hay allí un continuum sensible e intelectual cuyas partes dialogan y se vivifican entre sí, no un desfile de smartphones que se van haciendo obsoletos uno detrás del otro. Segundo: no sé —y genuinamente no me interesa— si Robert Frost goza de alguna vigencia en, por decir algo, el anillo Periférico de la Ciudad de México; sé que la reviste, sin duda, en ese mundo, el de Frost, el mío propio e irrenunciable: the coutryside / el campo: la confluencia antropogénica entre lo feral y lo doméstico, que sigue en pie a pesar de la delirante arrogancia urbanocéntrica. Y unos querrán vedarme escribir sobre / en / desde el campo porque ya superamos esa etapa; otros, porque eso es tan desmovilizador y reaccionario. Pero eso es lo que me “importa de verdad y donde hay algo trascendente para” mí.
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Concibo una sola razón por la que vale la pena encajar la atención y el tiempo en una página de literatura, sea para leerla, sea para escribirla; una sola —huidiza y problemática—: libertad. Sucede entonces que las certezas palidecen y las preguntas arrecian. ¿Libertad de quiénes, de qué, para qué? ¿De qué atadura libera un texto literario? ¿Qué texto lo hace? ¿Cómo lo hace? (Pienso que no hay respuestas puntuales y acotadas; me dispongo a atender a mi intuición y oído, y veo venir la primera conculcación: ¿cómo que su “intuición” y su “oído”? ¿Qué antiguallas esotéricas son esas?, ¿dónde está su marco teórico y posición crítica?, ¿dónde su escepticismo y su distancia irónica?, ¿dónde su postura política? Vislumbro un germen de respuesta, ¿qué libertad?, la de desmarcarme de esos polos de discusión y escribir ateniéndome a mi intuición y oído. Viene la siguiente conculcación: “nadie se desmarca — reprende la izquierda—, hacerlo conduce por gravedad a la derecha”. “Si la literatura se politiza se desvirtúa”, amonesta la derecha. Tan suficientes, tan dueñas de la realidad, tan petulantes.) Al carajo canónicos y agonistas y censores y lictores. Esta es una respuesta parcial, provisoria: la libertad, que sólo encuentro en la literatura, de ir a contracorriente de la Historia y, por tanto, de las descripciones hegemónicas del mundo; también, la de atender a la intuición propia antes que a las consignas ajenas, y la de volcar el oído al interior. La problemática libertad de encarar mi propio chamuco en los términos que yo mismo decida. Allí pongo mi ardor y mi franqueza.
El metro nos ha robado el silencio Jesús Vicente García
Un ruido ciertamente llegará hasta la mismísima parte más lejana de la tierra. Jeremías 25:31
i El calor entra en los huesos. Nadie sale seco de aquí. El metro puede cambiar la perspectiva de la vida. Pamelo sale de un vagón en Centro Médico. Línea 9. Viernes. Su cuerpo se mueve como pez a medio morir. Apaña su mariconera. Mete la mano en la bolsa donde trae celular, aplasta el brazo a su costado izquierdo para sentir la cartera. Mira en derredor; James Bond se queda corto ante el oteo pamelesco, indaga y memoriza a los que salen y entran; Kim, el personaje de Rudyard Kipling, moriría de envidia. Suena su celular. Usa audífonos, son necesarios. “Sí, bien, sí, qué dices, no me grites, no es necesario, no te entiendo”, y así, hablando y caminando sobre el andén, con monitores arriba de su cabeza, avanza, llega debajo del reloj y aún no termina la llamada cuando se topa de frente con un tipo alto, camisa rosa y pantalón de vestir, zapatos brillantes, que al mirarlo le ve el pecho, levanta la cabeza: “¿Qué te traes?”. Es Basilio. “¿Por qué no me dijiste que ya estabas aquí?”.
Ilustración: Beatrix G. de Velasco
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“Lo dije, no me escuchabas, y ni yo a ti”. En primer plano a sus oídos llega una canción de Ángeles Azules, proyectada por los monitores. 1 El metro de la Ciudad de México comenzó a construirse el 17 de junio de 1967. Se inauguró en septiembre de 1969. Con más de 201 kilómetros de vías, genera más de 262 millones de viajes al mes, transporta diariamente a más de 5.4 millones de personas, a través de 12 líneas y 195 estaciones. Es un medio de comunicación efectivo y rentable. Por ello, la publicidad en el metro de la ciudad es una de las opciones más atractivas. De acuerdo con un estudio realizado por tns, 6 de cada 10 pasajeros del metro de la Ciudad de México recuerdan la publicidad en los espacios de este sistema de transporte. ii “¿A quién se le ocurrió poner monitores en el metro? A alguien que no usa esta madre. Además de soportar el ruido de los ambulantes, su música y sus gritos, hay que escuchar estas cosas”. Basilio escucha a Pamelo. “¿No estás exagerando, Flaco? Estamos en la etapa visual de la historia, todos ven en pantallas de colores, todos escuchan algo, todos navegan en internet, las redes sociales son lo padre, la comunicación aflora, todos opinamos y publicamos”. Y así, Basilio va hablando de esos monitores que dan vida al usuario que gusta de la televisión y no quiere pensar en nada, sólo ver monitores. Bajan las escaleras para salir del otro lado. Un anuncio de refresco le genera una reacción a Basilio, quien dice que se le antoja uno, otros productos pasean por sus ojos. Salen. Balderas les espera con sus ambulantes, ruido, calor, olor a coladera, a tacos de pollo y de cabeza, mientras atraviesan Victoria, van hacia la Biblioteca México. Del sol que hacía, ahora se nubla en un par de minutos, caen gotas de lluvia. Usan boinas y se introducen al recinto de la lectura, ahora llamada Biblioteca José Vasconcelos. Basilio y Pamelo sacan libros y libretas. Ambos leen, escriben. Uno para sus clases, otro para sus cuentos. “¿Vas a meter proyecto al Fonca
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o algo así?”. No, responde Pamelo con una sonrisa de ya no me importa, sólo escribir. “Sé que sueno romántico o idiota, pero no busco aferradamente las becas, lo he hecho, no pasó nada, no estoy en ninguna mafia, no soy amigo de nadie, así que me rasco con mis uñas y escribo, sólo eso, y lucho contra mí mismo”. Basilio le da una palmada de camaradería. El silencio es el elemento de Pamelo. 2 isa Corporativo cuenta actualmente con más de 75 mil espacios en STC Metro, más de 500 pantallas de video distribuidas en más de 80 estaciones y como 2 mil 700 vagones. Las empresas promueven sus productos y servicios mediante los espacios que ofrece isa. Tiene más de quince años de experiencia comercializando los espacios publicitarios del metro de la Ciudad de México. A la fecha, se han exhibido más de 7 mil 500 campañas con fines comerciales, gubernamentales y de responsabilidad social. iii En vez de ir a comer, Basilio lo invita a su casa, en la Narvarte. Suben al metro en Balderas. Pasillos. Escaleras abajo. Niños, hijos ambulantes, juegan en el andén como si estuvieran en un parque público. Los policías pasan y saludan a sus padres que llevan morrales y audífonos en las orejas. Esperan el metro. Basilio se emboba viendo las piernas de unas mujeres que cantan canciones de amor, con minifalda y escotes al ombligo, que ha visto en otros canales de televisión. Desde que subió el boleto de metro, la calidad ha ido decreciendo, tarda más de diez minutos y se percatan de algunos videos musicales, noticias de espectáculos, comerciales de productos para comer, alguien da el horóscopo del día y una mujer invita al usuario a visitar los museos. 3 Esta empresa ha incorporado medios digitales con estándares internacionales, mediante la implementación de videowalls, pantallas electrónicas y paneles de andén con backlight, para ofrecer a los anunciantes y usuarios
una experiencia funcional y vanguardista, en metro y metrobús. Hace años comenzaron a colocarse pantallas de televisión en este sistema de transporte, operadas por la empresa Isa Corporativo, S.A., de C.V. En el metrobús ya existían con las empresas Tele Urban y Ay TV’s. isa, perteneciente a los hermanos Hugo y Raúl Camou, logró obtener el contrato de concesión para vender la publicidad en el metro durante los primeros años del nuevo milenio. Se habla de que poseen entre 70 mil y 80 mil espacios en pasillos, andenes, columnas, vagones y aun en los escalones, que generan al menos un ingreso de 100 millones de pesos mensuales, de los cuales pagan al gobierno del Distrito Federal (hoy Ciudad de México) 5.5 millones y una parte en “especie”. El Permiso Administrativo Temporal Revocable, que Camou tiene hasta el año 2020, cuenta con la posibilidad de extenderlo hasta 2030. iv El calor del domingo en la tarde permite que el sudor llegue hasta las orejas. Dentro del vagón soportan gritos de una joven que vende pulseras para guardar el dinero, cable para cargar el celular y chocolates; otro tipo vende lo mejor de banda y reguetón en un disco que tiene una cifra descomunal de canciones, igual ofrece pasta de dientes con cepillo y paquetes de kleenex; otro, audífonos y cargador, memorias usb, y alguien por ahí vende un ungüento de mariguana para los dolores en los torzones de cualquier parte del cuerpo; una chava intenta hacer chistes respecto al uso del celular, luego exhorta a los usuarios a leer, para que los medios de comunicación no nos manipulen, porque no nos dicen la verdad y sólo leyendo nos daríamos cuenta de las cosas. No hubo un momento de silencio. Silencio. 4 Su meta es colocar mil 200 monitores en diferentes paradas del metro. El número varía en cada línea y aun en cada estación. Los contenidos que difunde isa están a cargo de Mauricio Herrejón Sada, director de Difusión del corporativo, quien realizó estudios de marketing y estuvo a cargo de Ventas Nacionales en
Televisa, trabajó para TV Azteca y también para MVS Televisión; así como de David Porchini, gerente de Mercadotecnia, quien ha laborado en esa área para Coca-Cola Femsa y en la Centros de Consumo en José Cuervo Internacional. En este sistema prácticamente todo está concesionado. Las unidades son propiedad de distintas empresas, entre ellas rtp, cisa, copsa, cttsa, recsa y ado. El recaudo y el mantenimiento de las máquinas lo hace Inbursa, de Carlos Slim. v No platicaron de nada. Pamelo quería cuestionar el uso de los monitores en el metro: ¿para qué más más ruido del que ya sufren o gozan los usuarios? Basilio en todo ese tiempo veía su celular y buscó información de los monitores, porque algo pudo decirle Pamelo y fue tajante: pinches monitores pendejos, pero más pendejos los que les hacen el caldo gordo a quienes hacen esa programación, invaden las instalaciones con su publicidad, elevan el volumen, quienes se quedan paradotes frente al monitor, sin importar si estorban con todo y cuatro niños, esposa, cuñada con novio, novio con cuñada, sobrinos y una abuela que apenas y puede andar entre tantos usuarios, en esta ciudad que está invadida por el monstruo llamado empresario en lugares públicos. Si eso no es privatización, cómo se llamará. No todo es lo que parece ni parece todo lo que es. Santos acertijos, Basilio. Y éste sigue viendo la información de los monitores que el señor Google le permite. Y piensa que el metro se paga con nuestro dinero y la publicidad también. “Oye, Flaco, ¿entonces nos han robado el silencio? ¿A dónde se lo llevaron? Nos han robado todo, los impuestos, las carteras, los relojes, celulares, todo. Ya nos llevó la fregada”. Siguen su viaje en el metro, gritándose al oído, viéndose los labios, adivinando las palabras, porque ya no llegan a los oídos; eso llamado ruido ya no les permite llegar ni a las orejas ni al piso, ni a su destino, porque ya no hay destino trazado cuando las palabras ya no pueden llegar ni a los torniquetes o se pierden entre la multitud de cualquier estación del metro de la Ciudad de México.
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Juan Goytisolo: memoria y exilio Eduardo Subirats
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Juan Goytisolo en 1993. (FotografĂa: Louis Monier / Gamma-Rapho por Getty Images)
El destino de todo intelectual ha sido y es el exilio. Un concepto de intelectual vinculado al esclarecimiento filosófico, poético, artístico y también político. Un concepto de acción intelectual simbólicamente comprometida con la búsqueda de la verdad y la comunicación de los avatares de esta voluntad de verdad. Es un exilio sin retorno. El destino de todo intelectual español ha sido el exilio. Bartolomé de las Casas fue un exiliado en razón de su origen judío y de su cristianismo reformista. El Inca Garcilaso fue un exiliado porque vinculó las cosmologías de su origen inca con la filosofía cabalista de otro exiliado ibérico: el filósofo sefardí Leone Ebreo. Cervantes fue un exiliado por estar demasiado cerca del humanismo islámico y hebreo para el poderoso legado de la Inquisición y la Contrarreforma hispánicas. Fue un exiliado Giuseppe de Rivera, quien llamó a España madrasta de toda inteligencia. Exiliados paradigmáticos en el siglo europeo de las luces fueron José María Blanco White y Francisco Goya: testimonios del oscuro destino de una España entregada a la corrupción en la Iglesia católica y a una monarquía totalitaria. Picasso fue otro artista hispánico exiliado. Y los dos intelectuales que dieron forma literaria a la recuperación y revisión de una historia española proscrita en nombre de las ficciones nacional-católicas, Américo Castro y Vicente Lloréns, han sido dos grandes exiliados de Princeton. La tradición de los exilios hispánicos no termina en modo alguno con ellos. El exilio, en el sentido transitivo de exiliar, es un acto de intolerancia. Y la segura garantía de la perpetuación de esta misma intolerancia —y de la imbecilidad colectiva que salvaguarda—. En la historia de España se ha exiliado todo lo que es diferente a un principio dogmático elevado a verdad absoluta: un solo dios, una ley fijada para la eternidad, una fe e identidad totales, un principio imbatible de autoridad patriarcal... Esos exilios excluyen la reflexión, la crítica y la voluntad de reforma como mera disidencia. El exilio ha sido el arma bajo la que sucesivas inquisiciones han mantenido la identidad inmaculada de una España petrificada en trascendencias heroicas, conquistas místicas, y un bendito atraso intelectual y moral. La obra literaria, ensayística y periodística de Juan Goytisolo ha sido una continua confrontación con las expresiones intelectuales y la voluntad política de esta intolerancia. Confrontación con el nacional-catolicismo español del siglo xx y sus sucesivas vindicaciones de identidades inmaculadas y cristalinas por Ganivet,
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Unamuno, Maeztu, Ortega... Resistencia contra el franquismo como la manifestación criminal de esa misma intolerancia. Una oposición a la mezcla de arrogancia y provincianismo que han distinguido tanto la derecha como la izquierda españolas hasta el día de hoy. Rechazo de la homofobia alentada por las elites falangistas y posfalangistas. Tres momentos capitales en el pensamiento literario y ensayístico de Goytisolo: la recuperación de la memoria islámica como legado fundamental de las culturas, las lenguas y las religiones ibéricas; su identificación de José María Blanco White, el intelectual esclarecido que abandonó el sacerdocio y la Iglesia, rompió con las debilidades de las Cortes de Cádiz, se embarcó como exiliado de la España negra en una fragata británica, y en Inglaterra se unió a los líderes más esclarecidos de la lucha por la Independencia de Hispanoamérica; y en tercer lugar, un “compromiso” intelectual que une la literatura con una experiencia humana transformadora, que debate y provoca una conciencia pública abierta a los dilemas del mundo en la tradición del humanismo moderno de Doris Lessing, Thomas Mann o Rabindranath Tagore. Este parti pris le puso a Juan Goytisolo contra las cuerdas de la política diaria y la historia real: a sus parodias del franquismo le siguieron las miradas oblicuas a una problemática transición, para acabar con la profecía negativa tanto en sus novelas como en sus ensayos sobre el declinar de occidente bajo la bandera de sus prejuicios y sus guerras globales. Y pasó de un exilio fascista al exilio de la democracia neoliberal; y de París a Marrakech. En primavera de 1997 invité a Juan Goytisolo mediante la New York University. Conseguimos reunir a su entorno a las escasas voces lúcidas del hispanismo estadounidense, y en los convites que le siguieron en años sucesivos se estableció un diálogo abierto entre historiadores y estudiantes del mundo islámico y del mundo hispánico. En aquella primera ocasión organizamos un debate en el que Goytisolo mediaba entre Susan Sontag y Edward Said. Fue uno de los últimos debates intelectuales y públicos celebrados en New
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York ante la catástrofe que entonces se avecinaba. Y un sonoro coronamiento que los frailes de Madrid no pudieron ocultar. De ánimo luchador, con él y un puñado de amigos organizamos una serie de debates en New York, Londres y Madrid, y en la Al-Akhawayn University, en Ifrane, Marruecos. Algunos de esos eventos fueron masivos. El motivo que vindicábamos eran dos nombres destacados del reformismo de la historia española en el exilio norteamericano: Américo Castro y Vicente Lloréns (el primero, un defensor de la identidad islámica y judía de la cultura filosófica, literaria y artística de la Península ibérica; el segundo, descubridor de Blanco White y los liberales españoles exiliados por la monarquía borbónica del siglo diecinueve). Después de todo, fue un feliz fin de siglo. Las fuerzas del mal nos rodeaban por todas partes, pero todavía tuvimos la energía suficiente para formular un programa de diálogo e integración de culturas, religiones y lenguas, de burlar la indigencia intelectual española que había culminado en la celebración del centenario del Imperio hispano-cristiano en 1992 y, acto seguido, de la generación del 98, patético testimonio de la caída estrepitosa de ese mismo criminal imperio. Pudimos vislumbrar la posibilidad de un diálogo intelectual a lo ancho de América Latina, África y Europa. Pero la fiesta terminó muy pronto. En la academia y fuera de ella se impusieron globalmente “tiempos de silencio”. En un gesto no exento de ironía hacia los monaguillos intelectuales del Madrid posmoderno, Carlos Fuentes decidió incluir la obra de Juan Goytisolo en su ensayo general sobre la literatura latinoamericana del siglo xx. La relación de Goytisolo con la historia, las sociedades, e incluso la literatura latinoamericanas fue más bien esporádica. Sin embargo, su obra sólo puede comprenderse desde la tradición de reforma de la memoria, y de resistencia simbólica y política que ha constituido el núcleo espiritual de la gran literatura latinoamericana a lo largo de las vicisitudes del siglo veinte: Mário de Andrade, Juan Rulfo, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, y Miguel Ángel Asturias…
intervenciones Mateo Pizarro
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Lo más revelador son siempre los orígenes:
Memorias de guerra de una pequeña francesa,
de Marie-Claire Figueroa, Rose Corral
Recibí, hace años, en noviembre de 2004, y desde Oaxaca en donde residía, el primer libro de Marie-Claire Figueroa, El placer del texto. Ensayos sobre literatura, un libro publicado por el Instituto Oaxaqueño de las Culturas. Junto con la dedicatoria venía una nota en francés que traduzco: “He tardado seis años en escribir estos ensayos y cuatro para hacerlos publicar. El siguiente que empecé en 2001 saldrá por lo tanto en 2011. Hay esperanza”. Seguía en español: “mientras, sigo batallando con Macedonio”. En efecto, Marie-Claire “batallaba” con la novela póstuma de Macedonio, que escribió a lo largo de unos treinta años, Museo de la novela de la Eterna, y que su hijo finalmente da a conocer en 1967. Este ensayo, que la traía de cabeza por la dificultad que presenta la novela, se integrará a su segundo libro, Ecos, reflejos y rompecabezas. La mise en abyme en literatura, un libro que incluye estudios también de Calvino, Josefina Vicens, Georges Pérec. En cuanto a los tiempos de elaboración y publicación, por suerte, se equivocó. El libro Ecos, reflejos y rompecabeza tardó menos de lo que pensaba: apareció en Oaxaca, en la editorial Almadía, en 2007, ¡mucho antes que su pronóstico de 2011! Esta vez, Marie-Claire acompañó el envío que me hizo de su libro de una carta, fechada en San Pablo Etla, en la que me daba noticias de su salud, de su familia, de sus viajes, con el deseo de que se lo comentara cuando nos viéramos. Para Marie-Claire era importante ser leída y poder intercambiar puntos de vista sobre lo escrito, ese anhelo de diálogo e intercambio se acentuaba, tal vez, porque empezó de manera solitaria sus trabajos literarios. Mientras escribe sus libros de crítica, publica también cuentos, ensayos sueltos y traducciones que aparecen en revistas y periódicos. Para incitarme a buscar y leer lo que hacía, conociendo además
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la dificultad en México de conseguir lo que se publica en provincia, me decía en la misma carta que “Ciclo Literario [revista que inició su vida en Xalapa y la prosigue en Oaxaca] se distribuye en las principales ciudades de toda la República. En el DF está en la Casa Lamm”. Además de estas múltiples actividades, encontraba el tiempo para reunirse cada quince días con escritores y artistas residentes en Oaxaca, reuniones en las que compartían sus proyectos, algo que pude atestiguar en una de mis visitas a la ciudad. De allí surgieron algunas colaboraciones, por ejemplo, Susana Wald, pintora chilena afincada en Oaxaca con su esposo, el poeta surrealista Ludwig Zeller, diseñó la portada de su primer libro, El placer del texto. Como se ve, Marie-Claire era incansable y su entusiasmo era enorme cuando se proponía algo: literalmente, puede decirse que no descansaba hasta lograrlo. Y no olvido tampoco el tiempo que se daba para leer mucha ficción (autores latinoamericanos y de otras latitudes). Estaba suscrita a la revista mensual francesa, Le Magazine Littéraire, lo que le permitía estar al día en cuanto a noticias y novedades. No dudo de que apreciaba en el Magazine los dossiers —lo que comparto con ella— que hace y sigue haciendo la revista en torno a escritores centrales como Kafka, Proust, Camus, Céline, Virginia Woolf, Borges y tantos otros. Recuerdo los que dedica la revista en los años 2000 a la literatura de los campos de exterminio nazis, al género autobiográfico, lo que llaman ahora en francés, “les écritures du moi”, un número que, sospecho, leyó muy bien Marie-Claire ya que pensaba y trabajaba en el que sería su último libro, Memorias de guerra de una pequeña francesa. Si bien es cierto que Marie-Claire se formó como autodidacta en la crítica literaria con verdadero fervor, asistiendo a las clases de literatura española, mexicana, hispanoamericana que impartimos con varios colegas en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, en donde ella también trabajaba (en el Centro de Estudios Internacionales), hay que agregar que leyó también a grandes críticos para completar su formación; recuerdo en particular sus lecturas de George Steiner, porque hay que decirlo claramente,
Marie-Claire no era ninguna improvisada: trabajaba en serio, con mucha disciplina, y se documentaba a fondo cuando había decidido llevar a cabo un proyecto crítico. Varios de sus ensayos críticos pertenecen a la literatura comparada en la que ella se zambulle con soltura por su manejo de varias lenguas: pienso en el cotejo que hace entre los diarios de André Gide y Virginia Woolf o en lo que llama, en otro texto, la “identidad de inspiración nietzscheana” en La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. Sospecho que le tomó bastante tiempo escribir estas Memorias de guerra de una pequeña francesa, un proyecto de largo aliento, sostenido, pero que resultó ser el empeño al que más se entregó: se propuso trazar su historia personal y familiar, concretamente en su infancia, enlazándola con los hechos históricos de esos años aciagos que le tocó vivir siendo todavía niña, entre 1939 (año en que se declara la Segunda Guerra Mundial) y 1945 (fecha de su conclusión y derrota del Tercer Reich). Me contó, a finales de los años noventa, cuando nos encontramos varias veces en Puerto Escondido para las Navidades, que había tomado un taller de escritura con Berta Hiriart en el que había presentado precisamente un esbozo de lo que con el tiempo se convertiría en este libro. En el prólogo a su libro, la propia Marie-Claire reconoce que la escritora mexicana fue “la primera en animarme a persistir en la tarea emprendida”. Cuidó, hay que decirlo, los menores detalles, consultó a varios miembros de su familia para precisar algunos puntos de su relato (cuando la memoria fallaba), se documentó sobre este momento histórico cuando fue necesario, incorporó muchas fotos de la familia y de los distintos lugares en que vivió su infancia y luego durante el tiempo de guerra. Agregó también, para la versión en español (pues hay una primera edición, en francés, de 2013) dos mapas de Francia, muy útiles para seguir, primero las andanzas de la pequeña Marie-Claire con sus padres y hermanos (desde su Alsacia natal hasta Normandía, de Este a Oeste, en donde se instalan sus padres por el trabajo de Jean Fischer, su padre, ingeniero químico, en una refinería de petróleo a orillas del río Sena, cerca de Rouen); y luego, en otro mapa,
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para seguir el itinerario mucho más agitado de la familia Fischer, fruto de las circunstancias durante la ocupación alemana de Francia en que el país se encuentra dividido entre la zona ocupada y la zona “libre”, presidida por el gobierno entreguista del Mariscal Pétain en Vichy, que había firmado en 1940 un armisticio con los alemanes. Ese último itinerario, que ocupa más de la mitad del libro de Memorias, desde 1939 hasta 1945, se inicia con los recuerdos de la amplia y hermosa casa de la familia materna en Caudebec, en Normandía, bombardeada muy pronto y destruida esta última, al igual que buena parte de la ciudad, por los ingleses, los Aliados, que querían evitar el avance de los alemanes derribando los puentes sobre el río Sena. Después, vendría una casa amiga más al sur, protegida, por el río Loire, el regreso a los alrededores de París, a Montford-L’Amaury, a París mismo, durante la ocupación, Alsacia de nuevo en el verano de 1944, y, finalmente, Suiza, Lucerna, en donde varios niños franceses, acompañados por la Cruz Roja, serán acogidos por familias durante los últimos meses de la guerra. Marie-Claire sostiene que los espacios recorridos en su relato o el itinerario de la narradora, lo que llama “la articulación topográfica”, es el “verdadero hilo conductor” de su libro, lo que le permite reconstruir el andamiaje de sus “memorias de guerra”. Y así es: sigue en su rememoración esos cambios de lugares, paisajes, habitantes y costumbres, los describe con mucho detalle, un recorrido que nos recuerda esos “lieux de mémoire” de los que habla el historiador francés Pierre Nora. Junto con la historia personal de una familia, la genealogía de los Fischer-Mansel, Marie-Claire rescata también una memoria colectiva de los lugares en los que vivió. El orden de las memorias es un orden cronológico, pero flexible, con avances y retrocesos, porque a la vez que rescata la mirada fresca, inocente, de la niña, la enriquece con su experiencia adulta posterior, que ve en retrospectiva todo ese pasado. Esa segunda mirada que se sobrepone a la primera, medita y reflexiona sobre ciertos hechos o anécdotas narrados, matiza lo vivido, y, con destreza, entrevera sus recuerdos de infancia con sus lecturas de adulta, lecturas muy posteriores que hará la narradora y que enriquecen
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sin duda su narración: por ejemplo, al referirse a Cabourg, una elegante estación balnearia normanda de principios del siglo xx, surge el recuerdo de Proust y del Grand Hôtel en el que pasó el escritor sus veranos entre 1907 y 1914; la ciudad de Rouen, cercana a Caudebec y el río Sena en esa zona, antes de que desemboque en el Canal de la Mancha en el puerto del Havre, le trae el recuerdo de Flaubert; Villequier, por el mismo rumbo, el lugar en donde Leopoldine, hija de Víctor Hugo, naufraga junto a su marido en el Sena, y Trouville, otra estación balnearia en donde veranea la pequeña, el recuerdo de Marguerite Duras. En otros momentos, son lecturas muy posteriores que asocia a ciertos recuerdos, el Cortázar del célebre cuento “Axolotl”, el Rulfo de “Nos han dado la tierra” o la novela del colombiano Fernando Vallejo, La puta de Babilonia. Del estilo de Marie-Claire en esas memorias, destaco sobre todo el tono que encontró para narrar, una suerte de voz cercana, amigable y amena que disfruta la propia narración y que comunica ese disfrute a sus lectores, a pesar de que no siempre son gratos los recuerdos, en particular los que se refieren a la ocupación alemana, a los miedos y zozobras que viven juntos adultos y niños, aunque los niños intentan mantenerlos a raya mejor que los adultos: inventando un mundo paralelo de juegos y diversiones que se asemeja, sin serlo, a la “normalidad”. Su prosa fluida cautiva al lector que acaba sintiéndose parte de esa historia y de esa mirada que recupera una parte sustancial de su vida, los orígenes, los territorios de la infancia, lugares privilegiados por los memorialistas y los escritores, y de lo que fueron en aquellos años la educación de los niños, los valores familiares, los usos y costumbres, muy marcados todavía, de los franceses en las distintas regiones recorridas por la memorialista. También despliega un auténtico interés por el lenguaje o los giros de lenguaje, ciertas expresiones coloquiales, algunas ya olvidadas, que procura traducir al español para que se entienda su sabor único, y con ello el humor que se desprende de varias de las mismas. Son muchas las lecturas que pueden hacerse de este libro entrañable de Marie-Claire Figueroa, pero sólo he querido despertar el mismo interés que a mí me suscitó, que crecí en
Memorias de guerra de una pequeña francesa Marie-Claire Figueroa México, uam, 2016, 228 pp.
Francia en los años cincuenta y viví otra historia, que estuvo, sin embargo, marcada por los mismos acontecimientos o, mejor, por sus secuelas: los niños de mi generación crecimos con un mito a cuestas que la historia más o menos reciente se encargó de corregir: la “Résistance” francesa, clandestina, claro que existió, pero también existieron los colabos, los traidores que delataban a los judíos extranjeros y franceses, y a los maquisards (los guerrilleros que luchaban contra la invasión alemana). La niña ve señales de estos colabos, observa desapariciones en su entorno, como la de la familia judía, vecina en el barrio quinceavo de París, en 1942, y entonces pregunta, pero sus preguntas quedan en ese momento sin respuestas. Para terminar, me viene a la memoria el recuerdo de otra memorialista, española, refugiada un tiempo en México, también golpeada por otra tragedia histórica, la Guerra Civil Española, María Zambrano, que escribiría tardíamente sus memorias, y que entendió, como Marie-Claire, esa honda necesidad de contarse, de reconstruir el pasado después de una ruptura o de un parteaguas vital, emocional como fueron ambas guerras. Reconstrucción para no olvidar lo sucedido, para decirnos lo que la gran Historia no nos dice, enfrascada a menudo en hechos y fechas, pero sobre todo para reconstruirse como ser humano y dejar constancia de esa memoria. Como dice Zambrano en Pensamiento y poesía en la vida española, y estaría sin duda de acuerdo Marie-Claire: “Para la vida, lo más revelador son siempre sus orígenes; el presente es siempre fragmento, trozo, torso incompleto. El pasado completa esta imagen mutilada, la dibuja más entera, más inteligible”.
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La transmigración de Felipe Adán Medellín
El escritor estadounidense Philip K. Dick (1928-1982) pasó los últimos años de su vida investigando y cuestionando de modos desesperados y dolorosos las ideas sobre Dios y la fe cristiana. Dick había sobrevivido un intento de suicidio, un periodo de alucinaciones y una serie de extrañas experiencias religiosas que lo harían desdoblarse en un supuesto cristiano del siglo i perseguido por los romanos, además de contactar con una “mente trascendentalmente racional” a la que llamó Valis. La transmigración de Timothy Archer es la última novela publicada de Dick, unos meses después de su muerte, y cierra una trilogía (que incluye Valis y La invasión divina) en la que el ahora célebre creador desplegó narrativamente sus preguntas y argumentos contra los paradigmas de la fe, un terreno estético que funcionó como campo de pruebas para sus luchas internas, además de espacio narrativo de especulaciones respecto a las dudas e insights espirituales que lo persiguieron hasta su muerte. En esta novela, los personajes de Dick son un coro delirante: seres paranoicos, cultos, desolados emocionalmente y con temperamentos límite. Timothy Archer es un famoso obispo episcopal con dinero y celebridad, alcohólico recuperado y antiguo abogado, consejero de políticos y activistas, que se debate entre el conocimiento académico religioso y la voluntad de una verdad que lo convenza del sentido del mundo. Debido a ello se embarca en un viaje a Israel para examinar una nueva traducción de los manuscritos del Mar Muerto. Descubre que la fuente de los Logia (Dichos) de Jesús existió 200 años antes del nacimiento de Cristo; entonces comprende que el nazareno no es el hijo de Dios y mucho menos un pensador con una doctrina original. Esta revelación revoluciona profundamente la vida de Archer y no sólo lo hace retirarse de sus cargos eclesiásticos, sino que afecta a su núcleo más cercano: Kirsten, su amante, secretaria y antigua portavoz de causas feministas; Jeff, el hijo de Timothy, un hombre celoso e inseguro, enamorado en secreto de la amante de su padre; Bill, el hijo esquizofrénico de Kirsten; y Angel, intelectual letrada de Berkeley, nuera y confidente de Tim, que además actuará como la voz que narra toda la novela. A teorías conspiradoras, exégesis bíblicas, interpretaciones alternas y citas en latín, griego y hebreo, Dick añade un componente polémico y recurrente en la California de los años
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setenta: la experimentación y disertación sobre las propiedades científicas y místicas de los enteógenos. Timothy Archer descubrirá que la comunión cristiana (la comida del pan y del vino) tiene su origen en la ingestión de un hongo sagrado (Anokhi) que llevaba a estados místicos y revelaba el Espíritu de Dios a una antigua comunidad hebrea (los Zadokitas), quienes plasmaron sus visiones trascendentes en los documentos que Archer examina y reconoce como las fuentes originales de la doctrina de Jesús de Nazaret. Así, la novela se desarrolla mediante las discusiones y las teorías de Archer —una posible transcripción narrativa de los interrogantes e investigaciones personales de Dick— con su núcleo familiar e intelectual que oscila entre la incredulidad, la admiración y la preocupación por Timothy. Escépticos y liberados de la religión, ninguno de ellos logra comprender la magnitud de la crisis del obispo Archer, originada por haber dejado de creer en la doctrina bíblica que sustentaba su existencia individual, social y laboral. El proceso intelectual obsesivo de Timothy lo involucrará en doctrinas cada vez más extrañas, secretas y ocultistas. Habrá encuentros con una médium, referencias a filósofos alemanes y doctrinas precursoras del nazismo, además de interpretaciones esotéricas de textos como la Comedia de Dante. En el mar especulatorio de Archer, se elevarán lecturas heterodoxas y perturbadoras interpretaciones del dogma religioso que abarcan la impostura y la feminidad de Cristo, reflexiones lingüísticas sobre el pronombre Yo y la autoconciencia divina, o la fascinación de Satanás por Dios como verdadero motivo de su expulsión del cielo. Mientras el coro de amigos y familiares observan el aislamiento y la caída de Archer, experimentan a su lado un proceso gradual de paranoia y locura que destruirá las vidas de su amante y su hijo, así como una crisis existencial en Angel. Novela compleja en sus ideas y referencias, cruzada de lecturas paralelas y documentos apócrifos, La transmigración de Timothy Archer es un libro especulativo lleno de esoterismo introspectivo que puede abrumar a los lectores no especialmente interesados en los debates y estudios bíblicos. Sin embargo, la obra trasluce la habilidad narrativa teórica del Dick de las antiutopías políticas y las historiografías paralelas que se transforma en una vena contemplativa y reflexiva de tintes tan transcendentales como analíticos y desesperanzados. Al final de sus días, preserva al escritor cerebral que excava narrativamente en su intención de poner orden y expresar con rigor intelectual, en esta última ocasión desesperada, sus inquietudes sobre el pecado, la encarnación, la posibilidad real de la salvación o de la vida eterna. Entre la avalancha de traducciones heterodoxas, elucubraciones, poéticas alternas
de lectura y ensayos de respuestas, se descubre el dolor, el absurdo, la desesperación y la paranoia del propio Dick respecto a la fe: una delirante exposición novelada de sus problemas para encontrar el consuelo anhelado en un paradigma que no lo convencía, pero al que tampoco podía renunciar. Suma de miedos, quebrantos y teorías personales, La transmigración de Timothy Archer es, en último caso, el producto de un escritor violentado, espoleado por un mundo interior roto y sus deseos de creer desde un examen escéptico sin condescendencias; una obra nacida de la necesidad de examinar con inteligencia y documentación exhaustiva la causa primera y la razón última de las cosas; una tradición de sentido existencial con dos mil años de misterio que mutó en un aguijón doloroso y torturó interiormente a Philip K. Dick, al grado de nombrarla en los temerarios desvíos de un artefacto literario.
La transmigración de Timothy Archer Philip K. Dick Barcelona, Minotauro, 2012, 221 pp.
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Últimos días en La Habana Últimos días del mundo
Brenda Ríos
Últimos días en La Habana Dirección de Fernando Pérez Valdés Cuba-España, 2016, 92 minutos
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i Miguel y Diego son amigos desde la secundaria. Diego es acusado de haberle tocado el sexo a un compañero y Miguel lo defiende. Ambos son expulsados o se fueron de manera voluntaria, eso no queda muy claro. Pero comienzan una amistad que los llevaría al momento presente: Diego tiene sida y Miguel lo cuida. No son pareja. Diego le reclama a Miguel que sea tan cerrado, amargado y receloso. En un país como el que viven, nadie puede tener una vida así, condenada al silencio. No sólo parece antirrevolucionario sino un verdadero autoatentado. Miguel trabaja lavando platos en un restaurante. Le prepara la comida a Diego, lo baña, le da la medicina. El moribundo es el que tiene ganas de vivir, ve pornografía, y el día de su cumpleaños pide a Miguel que le busque un jovencito, sólo para ver genitales en tercera dimensión, dice. Ahí es cuando Miguel contrata a Petres, quien, por el tamaño de su pene, será bautizado como “Pecuatro”. Hay dos mujeres en el edificio, una mujer mayor, negra, a la que Miguel le dice Jefa. Y una vecina de más de treinta años enredada con un vendedor de cedés, que va de la alegría más febril al drama exagerado. Quizá si no supiéramos que los personajes son cubanos pecarían de melodramáticos e inverosímiles. Las pasiones están a flor de piel, tal vez para aislar aún más la personalidad de Miguel, de tan pocas palabras. En una vecindad de gritos y de vidas al aire libre Miguel parece extraterrestre. Es natural expresar el amor, el deseo, la soledad ruidosa, pero Miguel sólo mira un mapa, mueve un pin de Los Ángeles a Nueva York y lee un libro en inglés línea por línea. Sus secretos se quedan a salvo pues no fueron develados nunca, ni siquiera cuando Petres le insistía a Diego a que contara la historia. Y Diego respondía que era largo de contar y comenzaba otra: una Sherezada moribunda y sidosa. Miguel toma un taxi, un colectivo. El chofer sirvió en Angola. Escucha música en la radio, cierto tipo de música; una pasajera dice “Liberace” y él la corrige por un nombre italiano. Las puertas no se
pueden abrir por dentro, están trabadas. Llueve a cántaros afuera. Hay un joven en el asiento del pasajero, bien vestido, que exclama un “ay” indignado por si creen que él debía ser quien debe salir a abrir. El chofer baja y usa un aparato para su pierna. Una pierna que debió haber sido baleada en Angola o eso se infiere. Miguel, quien ya había bajado entonces hace una pausa para ver la escena a poca distancia. El auto, la lluvia, la pierna recogida en su artificio de soporte. Esta es la escena clímax, sin que haya comentarios, desenlace, nada. Es como en Suite Habana (2003), cuando el espectador descubre que uno de los personajes, quien es médico, trabaja de payaso en un semáforo para completar el salario. No hay juicios, comentarios al margen, sólo eso: hacernos notar qué hay allí donde la cámara enfoca. Un poco de historia. En Suite Habana el director había logrado tener un proyecto sobre la ciudad. Un documental ficción. Sin actores reales. Cuando el filme se estrenó en la isla esto fue lo que sucedió: Todos los días es lo mismo: el público suspira, llora, se revuelve en el asiento y, al final, la sala estalla en aplausos. No es ninguna exageración: el preestreno en una sala de la capital cubana de la última película del realizador Fernando Pérez, Suite Habana, sin duda el mejor filme que se ha rodado en la isla desde Fresa y chocolate, ha provocado una verdadera conmoción. No es de extrañar, pues hablamos del retrato más tierno y desgarrador que se ha hecho jamás de esta ciudad y de la vida de quienes la habitan. Al salir de la Cinemateca de Cuba, muchos espectadores confiesan que lo que han visto en la pantalla no es más que un resumen de sus propias vidas.1
En Últimos días en la Habana recurre al mismo dispositivo de Suite Habana, un epílogo testimonial: la sobrina de quince años de Diego, Yusisleydi, quien insiste en heredar el cuarto y la azotea para criar animales. Ella es el documental ahora. ¿Qué pasó con los otros? ¿Qué pasó con ella? Yusisleydi es la sobreviviente en una ciudad que obliga a los habitantes a salir adelante, aún si adelante significa estar afuera, la yuma, o abusar de los demás. Personajes en lucha, enemigos. El último amigo de Diego, Petres, era un mulato “pinguero”, prostituto, que le había inventado una historia melodramática para que lo ayudara. Diego, antes de morir, le encarga a Miguel hacerse cargo. El Petres había pedido una bicicleta para hacerla bicitaxi y chocolates para su familia. Al final, de acuerdo con el testimonio de Yusisleydi, todo fue mentira. El Petres buscó quien trabajara el taxi, lo de la familia necesitada y los hermanitos pobres era mentira y él seguía trabajando en la pinga pues “era lo que sabía hacer”.
1
Mauricio Vicent en El País, 7 de Agosto de 2003.
ii Ambos personajes, Diego y Miguel, son los rostros de una ciudad que amordaza. La Habana no es precisamente la más hermosa de las ciudades en la cinta; es más, las tomas en el exterior, las calles principalmente, no retratan la belleza de La Habana vieja, tan decadente como romántica; son, en cambio, histéricas: ruido ensordecedor, caras abolidas por el cansancio. Casi al final del filme, en navidad, suena una canción en la tienda, Miguel entra a comprar unos chocolates; las vendedoras usan gorro de Santa Clós y mueven la cabeza al compás de la canción horrenda, popular y sexosa: “Chupa pirulí”. La postal es grotesca: Miguel acaba de perder a Diego y estas personas habitan el país feliz que no conoce. Con esa alegría exagerada y pasional de los caribeños que define tan bien Pedro Juan Gutiérrez, el cubano celebra que hay ron o que hay algo, lo que sea, porque al día siguiente no se sabe qué sigue. iii Un crítico2 escribió que Últimos días en La habana parecía la continuación de los personajes de Fresa y Chocolate. Jorge Perugorría era Diego, el homosexual enamorado de David, el militante. La contraposición de ambos, uno en el mundo de la alta cultura, lector de Lezama Lima; el otro sumido en las lecturas del partido, adoctrinado, hizo que la relación de amistad fuera una actividad subversiva, por improbable, por contravenir distintos estamentos sociopolíticos. El lobo, el bosque y el hombre nuevo de Senel Paz fue la historia que inspiraría ese filme. Pero aún con las similitudes, en Fresa y Chocolate hay un tono fresco ante el discurso totalitario, el humor ayuda a no tomar de manera dramática lo que en verdad sucede: la marginación y persecución de Diego, que no entra en el modelo de la revolución cubana, el disidente en todos los sentidos, el defensor de una cultura abolida por ser considera burguesa. Fernando Pérez tiene otra intención más que continuar el idilio entre Diego y David. Su historia es un retrato sucio, triste. Los muros no tienen pintas de vivas a la revolución o al Che, son pintas alusivas al Manchester United. Miguel es el testigo mudo de una ciudad deslavada, neurótica, con el sexo y el ruido como refugio. No hay discursos aleccionadores. Miguel pasa de lavar platos en La Habana a limpiar la cubierta de aluminio de un contenedor del McDonald’s en Nueva York. Tristeza involuntaria, por decirlo así. El contraste de los paisajes. Mientras en La Habana se hallaba con la tele prendida, el ruido, la gente, en su nueva ciudad está solo. O eso pretendía Miguel, salir de una de las ciudades más ruidosas, pobres y agónicas del mundo para quedarse en silencio.
2 Javier Ocaña, El país, 7 de abril de 2017.
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Sabor a mar Rafael Toriz
Para David Aguilar, desde el mar de enfrente
Forma eterna y líquida del ritmo, placenta a cielo abierto que desborda y nos concierne, nadie como el mar Caribe cuenta la historia de los encuentros, violencias y culturas contrapuestas que han dado forma a uno de los corazones de este desgraciado y luminoso continente, caldo nutritivo y fascinante en el que, merced de su trajín de gentes, mercancias y esperanzas, nace, muta y se reproduce una vasta sociedad mestiza con las caracterísitcas de los híbridos robustos, un animal de sangre caliente alimentado por la mezcla de todas la savias vitales del planeta. Lugar de privilegio para comprender distintas facetas de la historia así como sus representaciones y condición en el presente, ha sido el mar Caribe que, desde el siglo xvi, le dio forma —que es alma— gusto y sonido a una región de fantasía donde costas, personas y paisajes están regados por aguas lúbricas y monumentos vegetales dueños de un ritmo y una lujuria naturales. El mar de los deseos. El caribe afroandaluz, historia y contrapunto es la reedición de una obra publicada previamente en 2002 por el antropólogo, lingüísta, músico e historiador Antonio García de León, y se trata de un auténtico océano de ritmos, corrientes llevadas y traídas por el mar donde se mezclan y disgregan las historias y culturas que construirían una entidad inédita y de sabor incomparable. Semejante en importancia a lo que fue el Mediterráneo para Europa, el Caribe es el espacio de contacto y promiscuidad entre lenguas, tradiciones, épocas y ritmos que componen un identidad barroca que construye el horizonte de una auténtica cosmovisión tropical. El libro, que como toda obra de su naturaleza es una verdadera enciclopedia de saberes aplicados, se estructura en tres tiempos que responden a los nombres de “El Gran Caribe”, “El cancionero colonial” y “Décimas, sones y aguinaldos”, donde no sólo explicita las condiciones geográficas e históricas del espacio sino que reconstruye los múltiples contagios musicales y rítmicos emanados de una zona de fantasía, deteniéndose con el rigor del investigador pero también con la sabiduría del ejecutante: esta es una obra que se disfruta de cabo a rabo porque es evidente que el autor gozó y de qué manera al escribirla. El mar de los deseos es una obra
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El mar de los deseos. El Caribe afroandaluz, historia y contrapunto Antonio García de León México, fce, 2016, 299 pp.
mayor no sólo por sus alcances y precisiones historiográficas, sino también porque continúa la tradición del ensayo antropológico de estupenda factura en la línea de Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss, Contrapunteo cubano del tabaco y el ázucar o incluso La música en Cuba de Alejo Carpentier. Con este libro García de León, que ya había dado sobradas pruebas de su solidez teórica y talento prosístico con Tierra adentro, mar en fuera. El puerto de Veracruz y su litoral a Sotavento 1519-1821, Contra viento y marea. Los piratas en el Golfo de México y Fandango. El ritual del mundo jarocho a través de los siglos, hereda una obra que continúa un sendero de la prosa cada vez más olvidado: el del ensayismo fantástico, que en esta misma tesitura prodigó hace más de setenta años la hermosa Biografía del caribe del colombiano Germán Arciniegas. Heredero de la estirpe en extinción que alguna vez fueron los veracruzanos ilustres, García de León construye un lugar de encantamiento para el que convoca los poderes de la fantasía expresados en el lenguaje: “en el sentido de más larga duración, el Caribe fue y sigue siendo un crisol de culturas, razas y costumbres, un espacio intrincado que prefiguró en los primeros siglos coloniales mucho del cosmopolitismo actual, así como los primeros avances de lo que hoy conocemos como modernidad”. Y es que, como en los ensayos que de verdad valen la pena, García de León no sólo nos ilustra con los saberes específicos adquiridos a lo largo de una vida en la plenitud de su vocación, sino, al fin músico del sotavento, sabe que la prosa, como el mar, tiene cuerpo de mujer y como tal exige ser electrizada: “la acústica que el mar improvisa eternamente, el ruido circular e irrepetible de su pulso, el diálogo entre el viento y el estallar de las olas en los farallones apareja el canon de las modulaciones y las cadencias del habla, el ritmo de las caderas al andar. Imprime su huella sobre todo: el acento de la vida, el paso de las horas, los gustos y los sabores. Nunca idéntico a sí mismo, monta su escenario cambiante con las
horas, respondiendo al reto de la naturaleza con nuevos argumentos, adaptándose y contrapunteando con el horizonte”. La reedición apenas retocada de esta obra nos demuestra lo que todo lector atento intuye desde hace años en México: la mejor literatura de ideas no es la hecha por los escritores, sino la manufacturada por los espíritus sensibles que entendieron que a la realidad se la interpreta y se la analiza, pero sobre todo se la seduce: con la disciplina del oficio y los hechizos de la lengua. De esta misma tierra, García Márquez escribió: “El Caribe es un mundo distinto cuya primera obra de literatura mágica es el Diario de Cristobal Colón, libro que habla de plantas fabulosas y de mundos mitológicos. La historia del Caribe está llena de magia traída por los esclavos negros de África, pero también de los piratas suecos, holandeses e ingleses que eran capaces de montar un teatro de ópera en Nueva Orléans. La síntesis humana y los contrastes que hay en el Caribe no se ven en otro lugar del mundo”. Caribe, mar de los deseos, de las desesperanzas y acechanzas: lugar de la hermosa música que pierde a los barcos en pos de las entrañas del infierno, oleaje hecho de fragilidad y renovación; de huracanes, lluvias y destrucciones que dan paso a la calma, la fertilidad y la hermosa vida nueva.
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colaboran Zel Cabrera. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el área de Poesía durante el periodo 2014 - 2015. Obtuvo el Premio Estatal de Poesía Joven en el 2013, convocado por la Secretaría de Cultura del Estado de Guerrero. Autora de las plaquettes de poesía Naufragios y Troya sobre una muralla. Aparece en la antología de poesía para niños Triángulo del sol (Praxis, 2015). Algunos de sus poemas están publicados en diversos medios nacionales como Confabulario, Tierra Adentro y Este País. Martha Cerda (Guadalajara, 1945). Dramaturga, narradora y poeta. Estudió Derecho en la Universidad Autónoma de Guadalajara. Es directora fundadora de la Escuela de Escritores de la Sogem en Guadalajara, Jalisco, presidenta del Centro Guadalajara del pen Internacional y miembro del Seminario de Cultura Mexicana. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 2007 por Señuelo. José Francisco Conde Ortega (Atlixco, Puebla, 1951). Es poeta, crítico y ensayista. Estudió Letras Hispánicas en la unam y es profesor investigador de la uam Azcapotzalco. Es autor de más de una treintena de libros de ensayo, poesía y narrativa. Espina del tiempo, publicado por la uaem, es su libro más reciente. Rose Corral. Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México y profesora e investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de la misma institución. Es miembro de la Asociación Internacional de Hispanistas desde 1988 y del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, así como del Sistema Nacional de Investigadores. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc”, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. José Homero. Poeta, ensayista y editor. Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000). Ha publicado, entre otros, el libro de ensayos La construcción del amor y los poemarios Vista envés de un cuerpo, Luz de viento y La ciudad de los muertos. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos (Instituto
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Mexiquense de Cultura, 2010), Tiempos de Furia (Ediciones B, 2013) y El canto circular (Instituto Literario de Veracruz-Conaculta-INBA, 2013). Es jefe de redacción de Playboy México. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 20042006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Praxedis Razo (Ciudad de México, 1983). Es cronista taurino y editor de la revista electrónica F.I.L.M.E. (http://www.filmemagazine.mx/) Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Eduardo Subirats (Barcelona, 1947) Filósofo y ensayista español. Actualmente es profesor en New York University y en la Escola da Cidade, Faculdade de Arquitetura de São Paulo. Entre sus obras más reconocidas están El continente vacío, Linterna Mágica, Memoria y exilio, La existencia sitiada y Filosofía y tiempo final, entre otras. Antonio Toca Fernández (Ciudad de México, 1943). Estudió Arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad Veracruzana. Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Héctor Fernando Vizcarra (Ciudad de México, 1980). Traductor literario. Maestro y doctorando en Letras por la unam. Es autor del libro Detectives literarios en Latinoamérica: el caso Padura, así como coautor de la novela infantil Los detectives del salón catorce. Becario del Fonca de 2014 - 2015.
Próximas ferias del libro en las que participará la UAM CD MX
Feria Internacional del Libro de Lima Del 21 de julio al 6 de agosto de 2017 Parque de los Próceres, Lima, Perú. Feria del Libro de Arte y Diseño 14 y 15 de agosto de 2017, Academia de San Carlos. 17 y 18 de agosto de 2017, Unidad de Posgrado de CU. del 21 al 25 de agosto de 2017, Facultad de Arte y Diseño, Xochimilco. Feria Universitaria del Libro Universitario FILUNI Del 22 al 27 de agosto de 2017 Centro de Exposiciones y Congresos UNAM, Ciudad de México Feria Internacional del Libro del Instituto Politécnico Nacional Del 25 de agosto al 3 de septiembre de 2017 IPN, campus Zacatenco, Ciudad de México. Feria Internacional del Libro del Estado de México Del 25 de agosto al 3 de septiembre de 2017 Centro Histórico de Toluca, Estado de México. Feria del Libro Universitario Del 25 de agosto al 3 de septiembre de 2017 Polideportivo Carlos Martínez Balmori, Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
www.casadelibrosabiertos.uam.mx
Tiempo en la casa 42-43, julio-agosto de 2017 Revista mensual de cultura
Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 42-43 • julio-agosto 2017 • $70.00 • ISSN 2448-5446
“La portada de Saturnino Herrán en La sangre devota” Ernesto Lumbreras Ernesto Lumbreras rinde homenaje a la vida y a la obra del poeta zacatecano Ramón López Velarde y a la del artista plástico aguascalentense Saturnino Herrán a propósito del centenario de La sangre devota.
DISEÑO Arte, teoría y tecnología en el diseño
NOVEDADES EDITORIALES
Carlos Arozamena Guillén, Irene Autora Pérez Rentería y Ana Julio Arroyo Urióstegui (coords.)
casadeltiempo • número 42 - 43 • julio - agosto 2017
ECONOMÍA Estados Unidos, Europa, Asia, América Latina. La crisis va y se generaliza Gregorio Vidal
POLÍTICA La coordinación metropolitana en el sistema federal: experiencias y trazos institucionales Alberto Arellano
SOCIOLOGÍA Juventud rural y migración mayahablante. Acechar, observar e indagar sobre una temática emergente Inés Cornejo Portugal (coord.)
URBANISMO Vivir y pensar Sao Paulo y la Ciudad de México. Trayectorias de investigación en diálogo Ana Rosas Mantecón y Fraya Frehse (coords.)
en línea: issuu.com/casadeltiempo
• Trigésimo aniversario de la escuela de escritores Sogem Guadalajara • • Juan Rulfo, fotógrafo • • Juan Goytisolo: memoria y exilio •
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