Casa del tiempo 44, septiembre de 2017

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Tiempo en la casa 44, septiembre de 2017 Revista mensual de cultura

“La música de Erick Zann” y “Celephais”, Howard Phillips Lovecraft Versiones de Bernardo Ruiz

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 44 • septiembre 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Entre la cartografía inicial de una experiencia onírica y la nostalgia inconsciente de un mundo presentido y portentoso, nuestro suplemento electrónico ofrece al lector un par de muestras elocuentes de la narrativa del oriundo de Providence, Rhode Island: H.P. Lovecraft.

NOVEDADES EDITORIALES

El retorno de los brujos: un acercamiento al Boom latinoamericano

Jaime Augusto Shelley

ANTROPOLOGÍA Ir al cine. Antropología de los públicos, la ciudad y las pantallas

• Ochenta años de Jaime Augusto Shelley •

80 aniversario

• Entrevista con el fotógrafo Narciso Contreras •

casadeltiempo • número 44 • septiembre 2017

Ana Rosas Mantecón

ARTE Samuel Beckett electrónico: Samuel Beckett coclear Luz María Sánchez Cardona

GÉNERO Feminismo, cultura y política. Prácticas irreverentes Mónica I. Cejas (coord.)

INGENIERÍA Teoría de la plasticidad aplicada a los procesos de formado de metales

Lucio Vázquez Briceño

URBANISMO El futuro de la movilidad urbana y los vehículos autónomos Bernardo Navarro Benítez

en línea: issuu.com/casadeltiempo

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@casadetiempoUAM


Novedad editorial

Próximas ferias del libro en las que participará la UAM

Colección El pez en el agua Serie Poesía

CD MX

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Canto del guerrero José Francisco Conde Ortega

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CMY

De Jorge Manrique a Jaime Sabines, cada verso de Canto del guerrero es la celebración memoriosa del padre-guerrero que se canta en una propuesta ética, estética y vivencial.

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Feria del Libro de la UAA Del 6 al 10 de septiembre de 2017 Universidad Autónoma de Aguascalientes. Feria del Libro de Vivienda Del 25 al 29 de septiembre de 2017 Oficinas Centrales del Infonavit, Ciudad de México. Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia Del 29 de septiembre al 8 de octubre de 2017 Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México.

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

www.casadelibrosabiertos.uam.mx


Editorial

Según el crítico uruguayo Ángel Rama, el llamado Boom de la narrativa latinoamericana representó un fenómeno cultural que abarcó el decenio de 1962 a 1972, y reunió, entre otros factores, la coincidencia temporal de un grupo de autores y libros excepcionales, además de un inédito interés del mercado editorial en América Latina y España por el trabajo de sus escritores, lo que propició la reedición y el descubrimiento para los lectores de casi cuarenta años de narrativa latinoamericana. Por tanto, en ese breve periodo se divulgaron las obras no sólo de sus cabezas más visibles, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes, sino se rescataron textos de autores insoslayables como José Bianco, Victoria Ocampo, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, María Luisa Bombal, José Donoso, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante y muchos más. Con el pretexto de los cincuenta años de Cien años de soledad, de García Márquez, reunimos una serie de textos que abordan las obras y las vidas de algunos de los actores principales de ese singular periodo de nuestra cultura. Paralelamente, celebramos los ochenta años de Jaime Augusto Shelley, uno de los poetas significativos de La espiga amotinada (fce, 1960) —libro y propuesta colectiva junto con Jaime Labastida, Juan Bañuelos, Óscar Oliva y Eraclio Zepeda—. Un grupo que abrió una brecha renovadora en la poesía mexicana. En Ménades y Meninas, Virginia Negro entrevista al fotoperiodista mexicano Narciso Contreras, cuyo trabajo sobre conflictos bélicos y de migración le ha merecido, entre otros, el Premio Pulitzer en 2013, y Jorge Vázquez Ángeles cuenta la historia de la construcción y el detallado proceso para rehabilitar la casa del arquitecto Antonio Rivas Mercado. El suplemento electrónico Tiempo en la casa conmemora el ochenta aniversario de la muerte de Howard Phillips Lovecraft —emblemático narrador de historias fantásticas y de terror— con dos relatos, “La música de Erick Zann” y “Celephais”.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General Norberto Manjarrez Alvarez Unidad Azcapotzalco Rector Secretaria Norma Rondero López Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iv, núm 44 • septiembre 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Lucino Gutiérrez Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Fotografía de portada iStock Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. IV, número 44, septiembre 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 042013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de agosto de 2017. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Poemas, 3 Jaime Augusto Shelley

profanos y grafiteros Nowhere: Carlos Fuentes exégeta de Luis Buñuel, 7 Moisés Elías Fuentes Borges, el hacedor, 11 Audomaro Hidalgo Juan Carlos Onetti: las ilusiones perdidas, 15 Alejandro Badillo Extremófilos, 19 Pablo Molinet El amor es un perro de la dicha, 23 Adán Medellín El horror, Cortázar y las notas de prensa, 26 Brenda Ríos Cambio de Piel: novela y expiación, 29 Héctor Antonio Sánchez Mariposas amarillas, cerdos voladores: realismo mágico, realismo fantástico, 33 José Homero

ménades y meninas Antes de la frontera. Entrevista con Narciso Contreras, 38 Virginia Negro La casa Rivas Mercado, 42 Jorge Vázquez Ángeles Nuestra ciudad. Primera parte, 47 Antonio Toca Fernández

antes y después del Hubble Arde agua. Ochenta años de Jaime Augusto Shelley, 52 Mariana Bernárdez Árbol distante: obra lírica de Jaime Augusto Shelley, 56 Benjamín Barajas Celebración de Jaime Augusto Shelley, 61 Teodoro Villegas Jaime Augusto Shelley: concierto para un hombre solo, 65 Iván Cruz Osorio

intervenciones, 69 Mateo Pizarro

francotiradores El derrumbe de las certezas. Historia alternativa del siglo xx de John Higgs, 70 Andrés García Barrios Entrever la extrañeza: Todos los ruidos del mundo de Cecilia Magaña, 73 Nora de la Cruz Memorias de guerra de una pequeña francesa, de Marie-Claire Figueroa, 75 Miguel Ángel Covián Una expedición reflexiva, 78 Gustavo Íñiguez

colaboran, 80 Tiempo en la casa. La música de Erick Zann / Celephais Howard Phillips Lovecraft


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Cuatro poemas

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Jaime Augusto Shelley

Secundum sententium Para dirigir la guerra fueron elegidos de común acuerdo Atio Tulio y Gneo Marcio, el desterrado romano, en cuya actuación se cifraban aún mayores esperanzas. Tito Livio, Desde la fundación de Roma, XXXIX …o muere el alma para salvar la vida. Bernardo Ortiz de Montellano

Entonces devorábamos caminos y éramos tan sólo una mirada. Una manera de ser. También un sueño. Para empezar. Éramos niños dejados de la mano de Dios. Habíamos nacido, por orden de la Historia, para cambiar la faz del día. Y antes de saber quiénes éramos, qué queríamos, los sueños crecieron.1

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Poemas tomados del volumen Mar de la tranquilidad, México, uam (Molinos de viento 145), 2011, 84 pp.

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Mar de la tranquilidad Rodeado de amigos (que luego no), llegado al punto por amor mas ensombrecido por alas de codicia y miedo. Ese algo, sin principio, desde el más acá, contrasilencios guardados en la piedra. Lo sucedido, otra vez rondando el futuro memorioso. —¿Dónde estoy?— pregunté. —¿Quién, cómo soy? Es el estrépito de horas que no encuentran respuesta, curiosamente allí, a la vera del pan y la leche que ponen frente a mí. Otros, tan de lejos, cerca. En este amanecer que en el silencio, al de esos días de joven enamorado de la vida.

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Los días No son iguales. Pasan, no como ayer o la semana pasada. No se parecen a los del mes ni tienen que ver con el año o la memoria. Son días en serio, cargados de presagio, días de lluvia y viento apareciendo en la mañana o por la tarde; días de rayos y centellas y noches enhiestas de sombras, que avanzan en la primavera de este otoño, con su tráfago inerte, que ya muere de sí. Y muere sin palabras. Y sin Dios.

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Meridional Selvas, bosques y praderas, florecen al calor de los días; ríos venidos del confín de las montañas arrastran semillas y deseos perdurables, camino al mar. Se construye en el cielo una geometría de ángulos perfectos. Caen lluvias en sucesiones rítmicas y en el desorden de las eventualidades alguien alza la vista y clama. Urde natura su estrategia inescrutable que poco tiene que ver con el ser o su conciencia de ser. Creer es bueno. Soñar es mejor. Soplan los vientos, derriban todo a su paso. Cierro las ventanas. Muerdo una manzana Y escribo Soñar es bueno. Vivir es todavía mejor.

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Carlos Fuentes en París, Francia, en 2002. (Fotografía: Raphael Gaillarde / Gamma-Rapho por Getty Images)

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Nowhere: Carlos Fuentes, exégeta de Luis Buñuel Moisés Elías Fuentes profanos y grafiteros |

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Hacia 1972, Carlos Fuentes preparó Cuerpos y ofrendas, antología de sus cuentos prologada por Octavio Paz.1 La antología marcó un punto de inflexión en la trayectoria literaria del novelista mexicano, iniciada con Los días enmascarados en 1954. La obra de Fuentes y la de sus compañeros en el Boom hispanoamericano de la narrativa se hallaba en el cenit, y el autor lo anunció en La nueva novela hispanoamericana,2 conciso libro de ensayos en el que señaló, con agudeza crítica y notable agilidad prosística, los logros y los alcances de aquella generación, integrada, para él, por Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y el español Juan Goytisolo. Cuerpos y ofrendas reunió cuentos de Los días enmascarados y de Cantar de ciegos, pero también incluyó dos cuentos inéditos: “Último amor” y “Nowhere”. Según apunta Omegar Martínez, “el primero de éstos es la historia lineal, contada desde el íntimo y único punto de vista de un hombre maduro, adinerado, que pasa un fin de semana en la playa con una mujer, Lilia, a la que no volverá a ver”.3 El segundo cuento, que no es lineal sino armado por una suerte de viñetas que se entrecruzan en el desarrollo de la trama, se ubica en la Edad Media, relata las rebeliones íntimas de un grupo heterogéneo de personas, al tiempo que retrata los contrastes sociales y culturales que sacudían las existencias de los hombres y las mujeres del Medievo. Pero además, el cuento

1 Carlos Fuentes, Cuerpos y ofrendas, prólogo de Octavio Paz, Alianza Editorial, Madrid, 1972. 2 Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana, Cuadernos de Joaquín Mortiz, México, 1969. 3 Carlos Fuentes, Cuentos completos, prólogo, compilación y notas de Omegar Martínez, Colección Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 2013. Las citas al cuento “Nowhere” y al texto de Martínez proceden de esta edición.

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está dedicado a Luis Buñuel, el entonces septuagenario cineasta hispanomexicano, amigo entrañable de Fuentes. Y esa dedicatoria perfila, con claridad meridiana, el decurso del cuento y las múltiples interpretaciones que sugiere. Amigo de Buñuel, Fuentes también fue uno de sus más puntuales revisores, con mirada atenta por igual a su feroz lectura del poder, no exenta de socarronería, que a las ambigüedades morales en que se enredaban (y muchas veces se acomodaban) los personajes de su filmografía, hombres y mujeres que no sólo vivían una historia o una anécdota, sino que se afirmaban o se negaban mediante la vivencia, declarándose mundanos ante el exterior y confesándose pacatos en la recámara; excitados y afligidos ante el pecado, lo mismo que ante el castigo; entregados a la farsa al punto de no distinguir su rostro de la máscara. Y es ese mundo ambiguo, realista y farsante a un tiempo, el que Fuentes procuró enunciar en “Nowhere”, uno de los relatos menos conocidos (que no inferior) de su labor cuentística. Ubicado en la Edad Media, en el relato sin embargo no se precisa un periodo particular, recurso del que se vale el narrador mexicano para extender un Medievo intemporal, fascinante por sus alusiones a la literatura y la filosofía; terrible por el ejercicio de la violencia como forma de afirmación del poder: Llegó al atardecer, encabezando a veinte hombres armados; galoparon a lo largo de los campos ahogados en la bruma; decapitaron los trigales a latigazos. Portaban antorchas en alto; al llegar a la choza en medio del llano, las arrojaron sobre el techo de paja y esperaron a que Pedro y sus dos hijos saliesen como animales de la guarida.

Dividida en veintidós viñetas, “Nowhere” se adentra en un mundo en el que lo ideal ha cedido su lugar a lo


existente; en el que los sueños, con su naturaleza evasiva, no hacen sino reafirmar el imperio de la realidad; imperio que niega incluso la posibilidad de la ficción, porque devora también a la imaginación para garantizar su sobrevivencia. De ahí la aplicación constante de una crueldad sorda e impersonal: El Señor, de un golpe, derribó a su hijo, se quitó las bolsas y las calzas y fornicó con la novia, apresurada, orgullosa, fría, pesadamente, mientras Felipe miraba y los oídos le zumbaban. El padre partió y le dijo a Felipe que regresara solo al castillo. Felipe le dijo su nombre a la muchacha sollozante y ella le dijo el suyo, Celestina.

Esta Celestina de “Nowhere” se emparienta sutilmente con La Celestina de Fernando de Rojas, y con la Celestine (interpretada por Jeanne Moreau) de Diario de una camarera, filme dirigido por Buñuel en 1964. De la alcahueta concebida por De Rojas recibe el conocimiento de la brujería, que con sus secretos planta cara al inamovible universo implantado por la iglesia católica romana y los señores feudales. De la camarera buñueliana hereda la habilidad de observar y comprender lo que ocurre a su alrededor sin mostrar sus pensamientos. El retrato que esboza Fuentes de la Celestine de Buñuel, muy bien define a la de “Nowhere”: Celestine lo observa todo y no la engaña nada. El desfile de disfraces sexuales, decoraciones morales y distorsiones sociales pasa ante su mirada fría e irónica. Sólo al terminar la película, cuando todos los sucesos aislados se reúnen como una realidad política —el ascenso del fascismo— comprendemos que Buñuel ha apuntalado el horror político en el terror personal.4

Celestina, la campesina violada al amparo del jus prima noctis, deviene Celestina, la joven que, por intermedio de la brujería, quiere liberarse de los derechos y las tradiciones que la reducen a objeto de otros, propiedad, carne despojada de su soberanía, misma que Celestina sólo ha de recuperar cuando se quema las manos y percibe otra vez el dolor físico y la soledad de la tristeza. Celestina (la que pertenece a lo celeste), como sus 4 Tal esbozo aparece en “Luis Buñuel”, ensayo incluido en Personas, volumen que Fuentes dedicó a retratar a varias de sus amistades.

homónimas, se aparta de su nominación celestial en la medida que retorna a su naturaleza efímera, humana, y tal retorno, aunque la llena de contradicciones y dudas, también la vivifica. Paradójico, el único mundo que puede habitar Celestina al recuperar su voluntad es el lugar que no existe, el nowhere anglosajón, el no hay tal lugar español, la utopía soñada por Tomás Moro, no en el Medievo sino en el Renacimiento. Es el lugar que señores y vasallos, imperios y colonias, han imaginado y aun acariciado, arrobados por el ensueño. Es el mundo que imaginan y acarician los peregrinos de La vía láctea, película realizada por Buñuel en 1969. Pierre y Jean, los peregrinos de La vía láctea, tienen en su camino a Santiago de Compostela experiencias que los vinculan con los peregrinos de los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer, en tanto que tales experiencias son como pequeños relatos que construyen una historia mayor. Así también los fugitivos de “Nowhere” tienen experiencias que se convierten en un gran relato que los unifica. Fuentes tuvo presente La vía láctea al estructurar el relato, pero también tuvo presente Simón del desierto, filme que Buñuel no pudo concretar debido a los apremios económicos que fatigaron al productor. En efecto, el Simón de “Nowhere” deja la impresión de un Simón del desierto despojado de su columna de meditación y aislamiento, que ha sido arrojado al mundo para que busque la comunicación con Dios entre las desgracias y las injusticias en que vive, se reproduce y muere el ser humano del común: Cuando debe escuchar la confesión de los enfermos, siempre les da la espalda, pues el aliento de un apestado puede cubrir un cántaro de agua con una nata gris. Los afligidos se quejan y vomitan; sus úlceras negras estallan como cráteres de tinta. Simón administra los sacramentos finales humedeciendo las hostias en vinagre y luego ofreciéndolas en la punta de una larguísima vara.

En oposición al asceta que se refugia en una columna para eludir las tentaciones con que lo atormenta el Diablo, el monje camina rodeado por el sufrimiento y la muerte. En esa ciudad condenada a la peste y la ignorancia, Simón no encuentra la redención de las almas, que parecen pudrirse en vida al igual que los

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cuerpos; y así como la justicia divina no otorga consuelo a los agonizantes, la justicia humana tampoco consuela, sino que traiciona y se burla de quienes han creído en ella: Hay un silencio final y breve. Simón les anuncia que ahora son libres. Muchos han muerto, es cierto; pero los sobrevivientes ganaron algo más que sus vidas; ganaron la libertad. Beben el último trago de la bota de vino cuando se acercan a ellos el Alcaide y los alabarderos. El Alcaide simplemente ordena a su compañía que tome a los prisioneros y los vuelva a encarcelar. Ha terminado el tiempo de la gracia.

Los retratos sociales en “Nowhere” están cargados de una brutalidad seca, falta de emociones, que se ejerce como un hecho natural, lo que explica la actitud distante respecto del dolor y la muerte. Distancia, claro está, aparente, porque la fetidez de la epidemia, los desesperos del fanatismo y el salvajismo de la autoridad son los que dominan, por encima de cualquier consideración moral o sentimental, que no por nada las imágenes descritas por Fuentes rememoran, más de una vez, las feroces imágenes de la desolación y el abandono que predominan en Las Hurdes. Tierra sin pan, documental de culto que Buñuel filmó en 1933 sobre esa (por aquellos años) desconocida zona de España, y que le valió al parejo la animadversión de conservadores y republicanos. Hacia la década de 1930, la tragedia de Las Hurdes derivaba de un atraso sociocultural absoluto, por lo que Buñuel afirmó que, en pleno siglo xx, la región se encontraba encallada en el Medievo. El atraso explicaba la perduración de costumbres bestiales, de la homosexualidad reprimida, de taras fisiológicas y psicológicas. Pero las imágenes del documental traslucían también otra cuestión: el atraso le arrebató a la región el deseo de soñar, requisito indispensable para el deseo de reinvención. Felipe, el hijo del Señor, de modo discreto pero ineludible, se apropia de los sueños y las utopías de los fugitivos. Se los apropia y los echa abajo delante de sus cuatro compañeros y, una vez hecho esto, impone su propia utopía, que no se basa en el amor sino en la traición, el asesinato y el sometimiento:

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Al despedirse Simón y Pedro, el puente levadizo, poco a poco, comenzó a levantarse; los dos viejos se detuvieron de nuevo al escuchar el pesado rumor de las cadenas y el crepitar de las plantas de madera, pero no pudieron ver quién levantaba el puente. Suspiraron y siguieron sus caminos respectivos. Si hubiesen esperado unos instantes más, hubiesen escuchado los violentos golpes del otro lado del puente levantado, convertido en portón impregnable: hubiesen escuchado los desesperados gritos de auxilio, el llanto desgarrador de los prisioneros.

La utopía de Felipe degenera en totalitarismo y, como tal, no puede siquiera tolerar la existencia de los otros ni de sus pensamientos o sueños. No hay tal lugar porque el único lugar admisible está en el castillo y el poder que representa. Felipe arrebata anhelos e ideas, certidumbres y esperanzas, en un acto de alevosía por demás impío, que él considera fundamental para su propia educación de futuro señor. Sobre todo, la acción de Felipe resulta aún más irremediable en tanto que observa trazas burocráticas. En correspondencia con la tiranía fascista instaurada por el general Francisco Franco en España hacia 1939, la tiranía de Felipe burocratiza la brutalidad y el asesinato, con lo que ambos acontecen como actos distantes y anónimos. Y es el carácter impersonal el que doblega las rebeliones solitarias del monje Simón y del campesino Pedro. Pero también es el que impulsa la rebelión de Alonso y Celestina, que huyen de la férula señorial, en desafío al fracaso, tal como lo desafía el padre Nazario, empeñado en una misión de amor que ofende la conciencia de una sociedad discriminatoria en Nazarín, o como desafía su represión moral la hermosa novicia en Viridiana. Es el desafío que animó la creatividad de Buñuel, de Un perro andaluz en adelante. El desafío que dictó a Fuentes la exégesis del viejo director, del único modo factible para él, es decir, desde la creación literaria: —Fracasaremos, Alonso, tal como lo dijo el joven señor. Lo he soñado. —Sí; fracasaremos una vez, y otra, y otra más. Pero cada fracaso será nuestra victoria. Ven, date prisa, antes de que despierten los sabuesos. —No te entiendo. Pero te seguiré. Sí, vamos… Hagamos lo que debemos hacer. Ven, mi amor.


Jorge Luis Borges. (FotografĂ­a: Charles H. Phillips / Time Life Pictures / Getty Images)

Borges, el hacedor Audomaro Hidalgo profanos y grafiteros |

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Pascal Quignard recomienda leer a escritores vivos mayores de cincuenta años. No es difícil aprobar esta afirmación. La escritura es un arduo y dilatado ejercicio de introspección que exige una paciencia concentrada. La escritura es un diálogo permanente con el mundo exterior y con el abismo insondable del ser. La escritura nace de esta tensión. Hoy día resulta relativamente sencillo publicar un libro. Nuestro tiempo, movido por las prisas y premuras de lo inmediato, de lo fácil, favorece este hecho. Lo lastimoso es comprobar que en esos volúmenes que abundan esté ausente la vida. Hay que templar el espíritu, parece decirnos Quignard. Los grandes escritores nos seducen porque, entre otras cosas, nos muestran una visión honda de la realidad. Al presentarnos otra versión del mundo, éste se ve modificado y enriquecido. El mundo que entra por nuestros sentidos es también una realidad paralela que los escritores logran crear, una realidad que se rige por leyes no menos azarosas que las del mundo objetivo. Las grandes obras de la literatura socavan y ponen en tensión las ideas aparentemente inalterables en las que descansa nuestra cultura. Pienso así en la literatura de Jorge Luis Borges (1899), porque se trata de una literatura dentro de las letras castellanas. Pienso así en su poesía. Borges publicó tres poemarios en su primera juventud: Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). El primero contó con el mecenazgo de su padre, quien le obsequió trescientos pesos argentinos para su impresión, además el libro se publicó ilustrado por grabados de su hermana Norah Borges. Quizá vale la pena recordar de paso que, siendo prácticamente un niño, Borges había publicado una colección lírica bajo el título Los ritmos rojos… Después de Cuaderno San Martín, pasarán casi treinta años para que Borges vuelva a publicar un libro de poemas, lo cual no quiere decir que haya dejado de trabajar. En los años cuarenta publicó dos libros de cuentos que bastan para situarlo como uno de los mejores escritores del siglo xx: Ficciones (1944) y El Aleph (1949).

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El Borges poeta nace a los sesenta años de edad. El hacedor (1960) es una “colecticia y desordenada silva de varia lección”. Es un libro clásico en cuanto a su ejecución, tan clásico como Borges, quien siempre se sintió un autor del siglo xix y no del xx. Lo cierto es que hoy día comprobamos que su vasta obra traspasa el siglo xx y al mismo tiempo reinventa el pasado de la literatura universal. En El hacedor aparecen mejor dibujados los temas obsesivos de su poesía, y de toda su obra: Dios, el Tiempo, el Destino o el Azar, la Muerte. Borges siente y cree en una entidad superior que interviene en la realidad: Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche.

Alguna vez Borges dijo que el misterio esencial de los hombres es el Tiempo. Esta es la pregunta que lo obceca. Valdría la pena ensayar algún día un estudio de las ideas del tiempo que presentan las obras de Jorge Luis Borges y de Octavio Paz. En este punto la visión de ambos escritores se une. En el caso de Borges, la imagen del tiempo que nos presenta en El hacedor es un tanto lineal, baraja tímidamente el tiempo: “Cae y cayó. La lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado”, pero esta idea de mezclar y enlazar los tiempos se radicalizará en sus siguientes poemarios. El hacedor es también el tiempo que al pasar nos hace y nos deshace, es el agente de la descomposición: Sin lástima y sin ira el tiempo mella las heroicas espadas.

Y en otro poema, estos versos: Gentil o hebreo o simplemente un hombre cuya cara en el tiempo se ha perdido

Este libro no está exento de cierta angustia metafísica. Al hablar del reloj de arena (imagen encarnada del tiempo), Borges escribe: La arena de los ciclos es la misma e infinita es la historia de la arena;

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así, bajo tus dichas o tu pena, la invulnerable eternidad se abisma. No se detiene nunca la caída. Yo me desangro. No el cristal. El rito de decantar la arena es infinito y con la arena se nos va la vida.

Jorge Luis Borges se sabe ligado a una tradición literaria y personal, los vínculos con sus fantasmas, con sus mayores están presentes. En el escritor argentino la muerte es la no presentida, siempre es vista desde afuera, por tanto, es la muerte de los otros: “Elvira de Alvear”, “Susana Soca”, “In memoriam A. R.”, etc. Dije antes un libro clásico: no hay un solo poema, una sola estrofa, una sola imagen, una metáfora, un solo verso endecasílabo de este libro que no haya sido pensado, meditado, pulido y sentido antes de ser escrito. Esa es también una de las mayores impresiones que tenemos al recorrer su obra entera, desde sus ensayos, pasando por sus poemas hasta sus cuentos, donde cada línea ha sido trabajada con laboriosa paciencia. A excepción de autores clásicos y algunos contemporáneos de lengua española, Jorge Luis Borges hizo prácticamente todas sus lecturas en inglés. Tras su prematura incompatibilidad en el manejo del verso whitmaniano, en El hacedor introduce por primera vez el soneto isabelino —“Los Borges”, “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges”—, además de practicar siempre el soneto a la española. Luego del comprensible inicio de renovación ultraísta que alentaba su pluma, la escritura poética de Borges, ya templada, ya madurada, se mantuvo inmune a las “innovaciones” literarias y estéticas que recorrían el aire de aquella época. Su visión de la poesía fue más bien clásica. Borges era un erudito y mordaz lector. Del Siglo de Oro español prefirió y admiró, aunque de mala gana, a Quevedo, de hecho no es difícil percibir en sus endecasílabos el eco de don Francisco: “No rendirán de Marte las murallas/ a éste, que salmos del Señor inspiran”. Quizá todo libro de poesía podría descansar en un solo verso, una línea que concentra en su brevedad todo lo que el poeta (la etimología de la palabra poeta significa en griego hacedor) ha querido decir. Al releer este libro destaco dos versos sobre los cuales podría descansar toda la visión del mundo de Borges: El vago azar o las precisas leyes que rigen este sueño, el universo.

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Juan Carlos Onetti:

las ilusiones perdidas Alejandro Badillo

Juan Carlos Onetti. (FotografĂ­a: Sigfrid Casals / Cover / Getty Images)

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Hay una imagen recurrente que aparece cuando se evoca la figura de Juan Carlos Onetti: un hombre tirado en una cama, quizás fumando, haciendo planes imposibles mientras su mirada se sumerge en el techo. La obra del autor uruguayo, nacido en 1909 y muerto en 1994 en España, es la de un soñador frustrado que encontró, en la imposibilidad de satisfacer sus deseos, la materia para crear historias densas, obsesivas con ciertas atmósferas y recurrentes en la derrota como una forma de explicar el mundo. Desde sus primeros cuentos aparecidos en la década de los treinta hasta el punto final de su carrera, la novela Cuando ya no importe publicada en 1993, la obra del uruguayo no se puede entender sin analizar el devenir de la narrativa de América Latina en el siglo xx que tuvo una exposición nunca antes vista gracias al llamado Boom Latinoamericano y vertientes como el Realismo Mágico. Antes de que la modernidad literaria llegara a Latinoamérica había, salvo algunas excepciones, una reutilización de formas y motivos exportados desde Europa. El costumbrismo y el folclor dieron origen a obras que intentaron contribuir, desde distintas trincheras ideológicas, a la formación cultural y artística de países que aún buscaban una identidad nacional después de los procesos independentistas del siglo xix. Uno de los aspectos problemáticos al momento de relacionar al Boom con Onetti es la evidente diferencia que existe entre el autor uruguayo y los miembros más representativos del grupo: Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez. El Boom, en efecto, además de fenómeno editorial y comercial, significó el alejamiento de los moldes exportados desde Europa, copiados casi a calca. En lugar de buscar temas y estéticas lejos de sus lugares de origen, los autores del Boom ofrecen a los lectores la exuberancia natural de sus países, el sincretismo de la música, el paisaje desmedido, las gestas políticas de la segunda mitad del siglo xx y la recuperación del pasado indígena. En Onetti no hay un diálogo explícito con estos elementos. Sus cuentos y novelas pertencen a un ámbito

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más difícil de identificar, más ambiguo. La publicación y la influencia de sus libros sufrieron los mismos avatares que muchos personajes onettianos: un camino obstinado, sustentado en el acto de escribir desde los márgenes, habitar la periferia hasta el final. Mario Vargas Llosa, al recibir el premio Rómulo Gallegos en 1967 por su novela La casa verde, hace una encendida defensa de Onetti que, a la postre, había concursado con Juntacadáveres. Años después, en 2009, el peruano dedicará el ensayo El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, para saldar la deuda contraída en pleno auge del Boom. Sin embargo, hasta la fecha, por la densidad y exigencia de su obra, quizás Onetti sea aún poco leído por el público que devora las mitologías garciamarqueanas o discute la visión de sus países desde las obras de Carlos Fuentes y Vargas Llosa. Onetti es un autor que pertenece, a plenitud, a la narrativa moderna. No es sólo por el desencanto de sus historias y la problematización de los valores proclamados por el desarrollo, sino por el contexto en el que ocurren. El escenario que prefiere el autor es la ciudad y las relaciones humanas que se entretejen, sin heroísmos, en la anónima habitación de una ciudad uniformada por el gris, mientras el mundo exterior ocurre como un ruido de fondo. Más cercano a Roberto Artl que a Borges, aunque con una prosa mucho más refinada que la del autor de Los siete locos, Onetti se sumerge en las vidas de los derrotados y los que pueblan, anónimos, las sillas de un bar. El ambiente de obras como Para una tumba sin nombre o El astillero es escrito en un tono que muchos críticos vinculan al existencialismo. Es verdad, en casi cualquier personaje de Onetti, incluso en él mismo, es perceptible el pesimismo como una forma de vida. Al hombre, alejado de Dios, sólo le queda fumar, mirar por una ventana como sucede en el ejemplar inicio de La vida breve, en

el que un hombre imagina o, mejor aún, confecciona una imagen a partir de las voces que se escuchan en una habitación vecina. El existencialismo va unido al ámbito urbano porque la ciudad es un territorio en el que los deseos existen pero muchas veces son irrealizables, casi utopías. El hombre, lejos de los ideales políticos o ideas trascendentales, está en medio de una lucha sorda por conseguir sus objetivos, aplastado por las preguntas, sin más brújula que su propio devenir en la vida. El escritor peruano Alonso Cueto, en su interesante libro Juan Carlos Onetti. El soñador en la penumbra, pone sobre la mesa un vaso comunicante que añade significación a la relación del hombre con el entorno urbano: La comedia humana de Honoré de Balzac de la cual era admirador el autor uruguayo. En la inmensa obra del francés, más allá de los detalles y las biografías de los personajes, aparece la ciudad como un ente principal, un territorio que corrompe y enferma. En Onetti y Balzac las calles de la ciudad son parte de una selva implacable en la cual sólo es posible sobrevivir. En el asfalto, en los edificios y los bares de mala muerte se da cita una mezcla de vividores, prostitutas, desempleados y soñadores sin futuro cuyos rostros aparecen y desaparecen en las historias de ambos autores. La genealogía de Onetti, como la de otros autores latinoamericanos de su tiempo, le debe más a la literatura estadounidense que a la de otras latitudes. Incluso, las atmósferas enrarecidas del uruguayo tienen claras referencias a la literatura policial, de la cual era ferviente lector; historias que, al menos en su tiempo, eran consideradas un mero entretenimiento. Volviendo a la influencia norteamericana, Onetti explora la senda abierta por William Faulkner. Incluso la escasa obra ensayística del uruguayo, quien capitaliza toda su expresión mediante el trabajo de ficción, le alcanzó

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para rendir tributo al autor de Las palmeras salvajes en Réquiem por Faulkner y otros artículos. La ruta OnettiFaulkner puede explorarse aún más atrás hasta llegar a Shakespeare quien sería, más o menos, el punto de inicio, considerando, por supuesto, que el dramaturgo isabelino, a su vez, recupera y condensa la tradición griega. La explicación que vincula a estas poéticas es el destino como un elemento que cerca a los personajes y los determina hasta el final. Faulkner va un paso más allá y coloca como los personajes de sus tragedias a los habitantes del sur estadunidense, en concreto los que deambulan en el pueblo imaginario de Yoknapatawpha. En Mientras agonizo, por poner un ejemplo que quizás perdura en la memoria de los lectores, un grupo de desheredados intenta llevar a la matriarca muerta a su lugar de origen para enterrarla. En un punto del trayecto, al atravesar un río caudaloso, con el cadáver a cuestas, corren el riesgo de ahogarse, sin embargo, se mantienen firmes, convencidos de no abandonar su carga. A pesar del patetismo inherente del pasaje, se puede detectar una sobria dignidad que confiere el narrador a sus criaturas. Onetti lleva más lejos la tragedia de sus personajes porque los despoja de cualquier asomo de heroísmo. Las vidas mediocres de sus personajes son marcadas por un destino irrevocable. En “Justo el 31”, un cuento que, por cierto, es uno de los capítulos de la novela Dejemos hablar al viento, lo que muestra la integración y homogeneidad en la obra de Onetti, un hombre mira a Frieda, su amante. Ella ha prometido llegar antes del año nuevo y, ante su ausencia, el hombre la evoca borracha, sentada en el inodoro. Cuando al fin llega, el hombre atestigua cómo le dan una golpiza a la mujer que ha estado esperando. No hay idealismos, sólo una realidad sórdida que es descrita con prolijidad. Por esta razón hay una diferencia vital entre Faulkner y Onetti. Por más que el destino esté en contra y la

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pobreza sea un lastre que los asfixia, los personajes del autor norteamericano aún luchan en medio de la desgracia, aún le plantan cara. En Onetti hay una pasividad asombrosa y una aceptación de la desgracia. En uno de sus mejores cuentos, “Bienvenido Bob”, el narrador nos cuenta su noviazgo con una mujer mucho más joven. El hermano de ella, “Bob”, también más joven que el pretendiente, no está de acuerdo con esa relación y se dedica a hostigarlo. En una escena determinante, Bob se encara con él y le dice: “Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”. El otro, por supuesto, tiene ganas de enfrentarlo, de darle un puñetazo al menos, pero permanece pasivo, casi indiferente. Su venganza, en el final del cuento, es observar cómo la juventud de Bob se desperdicia, sus sueños se derrumban y cómo termina convirtiéndose en lo que había criticado en él: un hombre desecho por la vida. En Onetti hay una realidad que pesa demasiado. No existen los malabarismos imposibles del Realismo Mágico, ni las aventuras extradordinarias del Boom. A pesar de la misión destinada al fracaso, los personajes de sus novelas y cuentos siguen intentando amar desde su pasividad, su desconfianza y su memoria. Por eso, ante la falta de interacción con el mundo palpable, la imaginación se desdobla como en la La vida breve, cuando varios personajes ficticios cobran realidad y empiezan a interactuar con la persona que, a partir de sus frustraciones, los ha despertado. Onetti nos muestra con su obra obsesiva y rigurosa, que la única salvación posible radica en el acto de escribir y de soñar aunque, muchas veces, esos sueños permanezcan inacabados, asediándonos en las noches mientras el mundo nos corrompe y nos enferma.


EXTREMÓFILOS

Pablo Molinet

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La poeta peruana Blanca Varela. (Fotografía: www.casadelpoeta.com)


Extremophile, an organism that is tolerant to environmental extremes and that has evolved to grow optimally under one or more of these extreme conditions, hence the suffix phile, meaning “one who loves”. Encyclopædia Britannica

En su prolongada, tortuosa historia, ¿la poesía de algún país, de alguna lengua o región ha cobrado un “auge repentino” —o sea, según el drae, un boom—? Pareciera más bien que, en Occidente, el género ha transitado de la hegemonía a una persistente tentativa de defenestración1 que no tiene traza de cejar ni de conseguirse cabalmente. Vuelvo la vista a la narrativa, y me pregunto, ¿Boom?, ¿basta con una onomatopeya comercial para reunir a Úrsula Iguarán con Jerónimo de Azcoitía? ¿Qué cobija la etiqueta de Boom (“a deep hollow sound”, según el Merriam-Webster)?, ¿tirajes agotados, glamour y brokerage catalán, esposas confinadas? ¿Inaudita e incontenible irrupción de pardos en artes de blancos? Si acudo a las novelas del annus mirabilis de 1963, La ciudad y los perros, Rayuela, el panorama se aclara: boom es vuelco. Éstas, con Juntacadáveres (1964), Cien años de soledad (1967), El obsceno pájaro de la noche (1970), representan mutaciones irreversibles del presente, el pasado y el futuro de sus tradiciones.2 Y entonces me pregunto, Borges, Carpentier, Castellanos, Garro, Rulfo, Sábato, ¿no gozan de este estatuto? ¿Y João Guimarães Rosa? ¿Y Jean Rhys, y V. S. Naipaul? Es sencillo constatar que la literatura de la América hispano, luso y francófona, así como anglófona antillana, atravesó, durante el siglo pasado, por un periodo de esplendor que tocó a todos los géneros y a un número de países.3 The Defence of Poesy data de 1595, diez años antes del Quijote. Es Eliot (“Tradition and the Individual Talent”) quien anota que ciertos libros modifican tanto a sus precursores como a sus sucesores. 3 Un recuento apresurado incluye a Argentina, Colombia, Cuba, Chile, Guatemala, El Salvador, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela; a Brasil; a Guadalupe, a Martinica; a Dominica, Santa Lucía y Trinidad. 1 2

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Tiempo en la casa 44, septiembre de 2017

“La música de Erick Zann” y “Celephais”, Howard Phillips Lovecraft Versiones de Bernardo Ruiz Entre la cartografía inicial de una experiencia onírica y la nostalgia inconsciente de un mundo presentido y portentoso, nuestro suplemento electrónico ofrece al lector un par de muestras elocuentes de la narrativa del oriundo de Providence, Rhode Island: H.P. Lovecraft.

Es también sencillo observar que los picos y los valles de ese esplendor no son necesariamente sincrónicos. No son pocos los libros de poemas que, en marco temporal y geográfico similar, representan vuelcos en sus respectivas tradiciones: serán buenos ejemplos Trilce, En la masmédula o de Residencia en la tierra en sus países y momentos. Vuelvo al milagroso 63 para interrogar la cronología de los poetas. Unas obras de vuelco son ya remotas, las de Césaire, Huidobro, Perse; otras acaban justo de acontecer, los libros clave de Neruda y La estación violenta de Paz; otras están por venir, los centrales de Borges. Lívida luz, de Rosario Castellanos, es de 1960; Árbol de Diana, de Alejandra Pizarnik, de 1962. Y, si excluyo la publicación en plaquette de El Tajín, uno de los poemas basales de Efraín Huerta, doy con dos libros de 1963: Luz de día, de Blanca Varela; Contra la muerte, de Gonzalo Rojas,4 cabales y robustos en sí mismos, aunque de distinto calado en la obra de sus autores, así como en los contextos amplios de sus países y de la gran tradición hispanoparlante de Latinoamérica. Varela fue una poeta de maduración lenta, que llegó a su título central, Canto villano, a los 52 años, en 1978. Luz de día es su segundo libro luego de Ese puerto existe (1959), saludado por un prólogo de Paz. En contraste con la ascética, andina frugalidad del Canto, estos poemas suntuosos y sexuales tienen una andadura de animal grande por la jungla onírica y maldororiana en donde prosperan también las criaturas de Vicente Aleixandre.

El ritmo de Rojas es distinto. Si Contra la muerte es también un segundo libro,5 contiene ya textos fundamentales para la obra de su autor y para la muy relevante poesía chilena de la segunda mitad del siglo xx: “Al silencio”, “Carbón”, “Contra la muerte”. Pareciera pues que Gonzalo llega pronto a Rojas y Blanca tarde a Varela. Ahora bien, si en el primer libro de Rojas, Mistral leyó “el relámpago violento [...] de lo genuino”, hay también un dejo estridente, estentóreo, allí donde el título inaugural de Varela es mucho más lúcido y depurado. Si los comparo con el resto de sus trabajos, el de Rojas resulta un libro acrítico y falto de lecturas, y el de Varela uno lleno de malicias y ahíto de otros libros. Sucede también que la limeña opera por libros, instancias independientes, acotadas a una temporalidad y unas búsquedas específicas, allí donde el de Lebu escribió un solo libro a lo largo de su vida, como sugieren los poemas que se repiten, corregidos, transformados, a lo largo de los diversos volúmenes del corpus rojiano. En Luz de día se manifiestan cuatro rasgos relevantes para leer a Blanca Varela: el empuje, la soltura, la violencia, la voluntad de ir a los reversos de las cosas. Con toda su elegante contención, es una poeta de imágenes y metáforas brutales y ominosas que dejan una impronta singular en quien las lee. Hojeando el libro doy con un poema que acusa con nitidez estos rasgos, se llama “En lo más negro del verano”, y dice, entre otras cosas,

Que no publicará hasta 64, pero que en 63 envía a La Habana, al premio Casa de las Américas de ese año.

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Y el primero, La miseria del hombre (1948), saludado por Gabriela Mistral, es casi sincrónico con la ópera prima de Varela.

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[...] El mundo es esta calle de fuego donde todas las rosas caen y vuelven a nacer, donde dos cuerpos se consumen enlazados para siempre en lo más negro del verano. [...]

El eros del thánatos y viceversa: el núcleo de negrura bajo un sol que incendia las calles; el aura fantasmagórica de la vida carnal; el encuentro, cercanísimo, con el cuerpo colmado de placer y colmado de muerte. ¿Cómo ha podido traer esto al poema? A mi ver, con lo que llamé en un párrafo anterior “soltura”: si la coherencia es uno de los valores esenciales del texto, si el enigma de la oscuridad del verano se despeja desde la primera estrofa (“en un rincón del jardín, / el más oscuro del verano”), tan sólo para cargarse de un sentido más profundo —abismal—, a lo largo del texto, el lector puede constatar una fuerte —una irrestricta— facultad asociativa: habrá un pantano cantor, una charca será el ojo de un dios, y en él, un insecto ahogado estará abierto al dedo hurgador del estío. Quizá lo que se solía llamar “originalidad” no es sino un grado superlativo de libertad. Hay en Gonzalo Rojas, como en William Blake, un empuje tan vigoroso como inexplicable de visión o visitación: lo que sus textos ponen en la realidad parece estar más allá de una paciente confección verbal conseguida por un tanteo prolongado, y es como si se le hubieran impuesto por una instancia externa, ajena, como el espectro vivísimo del padre a caballo en “Carbón”. Pareciera también que Rojas es el primer desconcertado por sus visitaciones, y que por esa razón regresa a ciertos poemas a lo largo de los años, como “El sol es la única semilla”, que conoció tres versiones, aparecidas, sucesivamente, en su primer, su segundo y su tercer libro (Oscuro, 1977); esto es, se trata de un texto

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trabajado por una treintena de años, y que en una de sus partes medulares dice: [...] Vivo en la realidad. Duermo en la realidad. Muero en la realidad. Yo soy la realidad. Tú eres la realidad. Pero el sol es la única semilla. [...]

En la primera lectura sorprende esa simplicidad tan de Alberto Caeiro para abordar lo indeciblemente complejo, la realidad, nada menos; y en lecturas subsecuentes, esa afirmación precedida de una adversativa y partida en dos versos para hacer un énfasis, un hincapié discursivo en la aguda: “pero el sol / es la única semilla”. Nada en el poema sustenta la afirmación y, al mismo tiempo, nada la aliena o expulsa: está correctamente colocada donde está. Quizá lo que el poema contiene es una filosofía: bien puede que el mundo humano sea indiscutible e irreductiblemente lo que es, pero lo genésico y esencial está muy por encima de lo humano y cualquier cosa que se piense o diga, debe confrontarse con ese hecho que es también irrebatible. Ello coloca al lector en esa dimensión, tan de Rojas, de una insignificancia fundante, de un desamparo feroz ante los abismos de la vida y el universo. Termino donde comencé. Textos así no serán, mañana o pasado, materia de auge, pues fueron concebidos bajo un régimen estético asediado, que quizá necesite, como los extremófilos, de una persistente negación y descalificación para prosperar y afirmarse.


Adán Medellín

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Juan Carlos Onetti. (Fotografía: Quim Llenas / Cover / Getty Images)

El amor es un perro de la dicha

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Contrario al temperamento abierto o a la capacidad discursiva ante las cámaras de los miembros más célebres del Boom, Juan Carlos Onetti aparece huraño e incómodo en la entrevista que le realizaron en 1976 en A fondo, un programa televisivo en España. Callado, tímido, entrecortado, Onetti habla poco y evade las preguntas sobre su obra y su visión de mundo acudiendo lenta y constantemente a un vaso de whisky. El efecto Onetti, el de sus personajes oscuros y existencialistas que se debaten en sus infiernos cotidianos entre astilleros, burdeles u oficinas anodinas, entregó durante años una literatura densa de dilatadas acciones, de enumeraciones y adjetivaciones explosivas, de argumentos de apariencia simple que se sostenían en las vueltas de tuerca guiadas por los diálogos dramáticos, los simbolismos de los objetos (una serie de fotografías, un chivo, un barco atracado en el puerto) y la pericia irónica de un narrador lento, meticuloso y malvado que construía máquinas narrativas donde el demonio del detalle develaba el peso de la cobardía, el rencor, el egoísmo y el canibalismo emocional en las relaciones humanas. Ajeno al mundo militar y de las clases privilegiadas, al tropicalismo con ráfagas bíblicas, a la modernización de la realidad latinoamericana o a la cosmopolita narrativa fantástica con que suele etiquetarse a los principales exponentes del Boom, el mundo de Onetti es el del deslucimiento y el cascajo urbano, el de los proxenetas y los intelectuales solitarios, el de los redactores de periódicos y los profesionistas de provincias, el del cansancio crítico frente a los modelos de progreso que se caen a pedazos en las ciudades en el extrarradio de la pujante modernidad, foco de perversidades íntimas, de incomunicación entre hombres y mujeres, de melancolías y revanchas en los cuerpos desgastados. Bastaría una de las dedicatorias más célebres en las letras latinoamericanas (“Para Dorotea Muhr, ese ignorado perro de la dicha”, en La cara de la desgracia, un homenaje a su última esposa, secretaria, intermediaria y enfermera al final de su vida) para condensar en lo público el vínculo sentimental más íntimo del escritor uruguayo. Onetti misógino, suele decirse, Onetti brutal con todo lo que oliera a las convenciones de la pasión burguesa. Casado en cuatro ocasiones, pese al escepticismo y el humor negro en su prosa, hay al menos una historia en la excelente cuentística de Onetti donde asoma una

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amarga compasión a una pareja que se mantiene unida sin importar el desastre. “Esbjerg, en la costa” es la narración de una pareja burguesa formada por Montes y la danesa Kirsten, quienes se ven golpeados por la desgracia cuando la nostalgia del hogar lejano invade a la mujer al pensar en Dinamarca, esa tierra idílica y perfecta en el recuerdo, ese lugar de calles seguras sin ladrones, de iglesias abiertas, de árboles fragantes y naturaleza armoniosa. Dinamarca se hace pequeña y concreta como Montes la imagina según los relatos de Kirsten: es la parcela del nacimiento, es una lengua, es el lugar del primer amor y de la primera muerte significativa. Dinamarca es el reverso de la tierra extraña al migrante, el opuesto del terreno inhóspito de los citadinos que no se ven ni se relacionan, urbe donde las puertas a Dios están cerradas y el crimen arrebata a la menor oportunidad. También ella repetía: “Esbjerg er naerved kystten”, y esto era lo que más impresionaba a Montes, aunque no lo entendía: dice él que esto le contagiaba las ganas de llorar que había en la voz de su mujer cuando ella le estaba contando todo eso, en voz baja, con esa música que sin querer usa la gente cuando está rezando. Una y otra vez. Eso que no entendía lo ablandaba, lo llenaba de lástima por la mujer —más pesada que él, más fuerte—, y quería protegerla como a una nena perdida. Debe ser, creo, porque la frase que él no podía comprender era lo más lejano, lo más extranjero, lo que salía de la parte desconocida de ella. Desde aquella noche empezó a sentir piedad que crecía y crecía, como si ella estuviese enferma, cada día más grave, sin posibilidad de curarse.

Frente a la nostalgia danesa, Montes reacciona con un acto de amor que choca con su propia ética laboral en un empleo minúsculo en el límite de la ley: sin reportar las jugadas más fuertes que hacen los apostadores por teléfono, intenta robar tres mil pesos para pagar el pasaje de Kirsten a Dinamarca.

Pero en el mundo de Onetti, microcosmos sin redención a causa de la violencia persistente y simbólica que se impone en las relaciones domésticas y sociales, el sencillo plan de Montes será fallido. No sólo no logrará cumplir el sueño de su mujer; también enfrentará la vergüenza de confesar su delito, expuesto al desprecio de su jefe inmediato, y deberá esclavizarse a un trabajo abusivo y sin salario para retribuir su deuda. Deuda originada por la piedad ante la herida nostálgica de la compañera, pero también deuda por su ingenuidad y su torpeza insultantes en un mundo que le exige malicia, capacidad para envilecerse en lo necesario de modo que pueda sobrevivir dignamente. Esta historia de amor, amarga y perfecta a su modo, se cerrará con la imagen de Kirsten, quien ha debido conseguir un trabajo para solventar los gastos, acudiendo a mirar obsesivamente los barcos en el puerto, en perpetua espera de un sueño no realizado, acompañada del proveedor fallido. Es la síntesis de un fracaso cotidiano en la expectativa de pareja que arroja tristeza y frustraciones distintas para ambos cónyuges, pero que, irónicamente, los unirá en la fiel compañía de la derrota cotidiana y en la lástima de quien comparte la dolencia del otro, las únicas victorias que Onetti parece concederle al amor. Quizás sea ese el valor con que el escritor uruguayo, lejos de los cargos diplomáticos o los entusiasmos revolucionarios, habló frente a sus disímiles pares del Boom. No desde las novelas totales ni las épicas regionales ni el cosmopolitismo ni desde la tribuna, sino desde el examen íntimo implacable y la descarnada profundidad de su pluma de estirpe faulkneriana, contagiada del halo maldito y sarcástico de los perdedores de la modernidad. Así, tendido en cama, con una botella de whisky y rodeado de novelitas policiacas manchadas de tabaco, el parco Onetti aceptó el desafío de convertir las derrotas diarias de las vidas grises y minúsculas en un puñado de minuciosas victorias de escritura.

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El horror, Cortázar y las notas de prensa Brenda Ríos

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Julio Cortázar. (Fotografía: Pierre Boulat / Time Life Pictures / Getty Images)


Escribo esto mientras pienso lo ocurrido hace tres días en el Penal de Acapulco, con veintiocho reos asesinados y decapitados en una carnicería brutal que duró, aproximadamente, hora y media, según reportan las autoridades de la cárcel, mismas que fueron destituidas de sus cargos mientras se investigan los hechos. Tres guardias estaban involucrados y se presume que todo fue obra de un cártel que lucha por espacios de poder y territorios. Las imágenes dieron la vuelta en diversos medios, nacionales y extranjeros. Hay una en particular que resulta estremecedora: los cuerpos están apilados, sobresalen entre la piel morena algunos trozos de color de sus ropas. El horror. Sólo puede ser eso. El horror. En honor a la verdad, el horror ya no se ve. Demasiados muertos, demasiados miembros destazados; el narco, los sicarios, los saldos de cuentas, los feminicidios, aunado todo ello a la violencia impartida desde el mismo Estado; la prensa mantiene actualizado el conteo del número de asesinados en el país en lo que va del año como si fueran los segundos que faltan para el Año Nuevo. Pensé en Simone Weil, claro, en los campos de concentración, en la poesía de Celan. Pensé en Cortázar. Sobre todo, pensé en Cortázar. El cuento “Recortes de prensa” (Queremos tanto a Glenda, 1989) es un texto sobre el mal, no cualquier tipo de mal, no el mal abstracto, el mal general que posee a los hombres en un instante de desatino, sino el mal que nos habita. A una escritora le piden un texto para acompañar el trabajo de un escultor a quien conoce hace veinte

años. Ambos argentinos viviendo en París. El tema de las esculturas es la violencia. El relato cuenta, desde el proyecto del escultor, los recortes de prensa en los que se inspiró y luego se desarrolla de otra manera. Por un lado la escritora está perpleja ante los fragmentos de carta de denuncia de los recortes de prensa: una madre desesperada buscando el cuerpo de su hija, de su yerno y saber el paradero de sus nietos, el proceso legal, el juicio que entabla contra el ejército argentino. Está nublada de horror ante esa violencia, la que fue cometida en los otros, no sabe bien cómo suceden las cosas que vendrían a continuación. Después, camino a su casa, ve a una niña pequeña que la hace seguirla porque el papá le hacía cosas a la mamá. Sin saber por qué, la sigue. La mamá estaba siendo torturada. La violencia entonces deja de estar en otra parte, en la hipotética mujer de los recortes de prensa, en el horror de un país que se volcó a torturar y desaparecer a miles, en el horror imaginario; ella, ahora, es la que toma entre sus manos un mueble y ataca al verdugo. Libera a la madre, quien, una vez libre, ocupa el lugar que el esposo tenía. La escritora no puede recordar hasta qué punto ella participó en el castigo, en la voltereta de los roles, recuerda pedazos de eso que se presenta como un sueño, sin saber si está soñando o es ella la que ayuda a esa mujer a torturar al torturador. Sale de ahí todavía en el velo del sueño. Y pasa dos o tres días bloqueando lo que sucedió con vodka y pastillas. Luego, lo escribe. De eso trata su texto para el escultor. Y, como en “Continuidad de los parques”, la extensión de lo que está sucediendo cobra un sentido extraño. El texto sale de la página en este último,

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un final que es el inicio y donde el protagonista es quien cuenta la historia del misterio de un hombre que es él mismo. En “Recortes de prensa”, no se sabe qué sucedió de verdad, qué es imaginación del personaje y cómo se completa la historia. La protagonista se espanta ante la idea de la tortura y luego ella se sabe del otro lado, su doble moral la pone contra la pared. Vuelve al lugar de los hechos y ve a la niña que ahora está huérfana, esperando a que lleguen los de ayuda social. Pero el otro recorte de prensa sólo hablaba de un cuerpo encontrado, el del marido. No dice nada de la madre. La historia, pues, queda incompleta. El autor está más preocupado por la culpa de Raskolnikov, sitúa a una mujer capaz de sensibilizarse ante el horror y pocas horas después la vuelve una vengadora y cómplice a su vez de otro tipo de horror, el que no viene de la violencia de Estado, aquí es un asunto pasional, donde ella misma sabía que no tenía papel ahí, pues esa historia no le pertenece. Ella llega y asume lo que le toca porque se presentó la oportunidad. Quizá una liberación ante la impotencia de poder hacer algo contra lo otro, la violencia ejercida en las torturas y desapariciones en las prisiones. El escultor y ella habían suspirado ante la noticia de esa mujer, los restos de historia que pudieron completar y se resignaban a no poder hacer nada. Pero en ese no hacer vivía una complicidad. La correspondencia con Raskolnikov está en el alma torturada, en el encierro por días, en la exclusión del mundo, en uno por la fiebre de la culpa y en la otra por el alcohol y el sueño, después de haber cometido el crimen y creer que, quizá, todo ello no sucedió realmente y resultarán eximidos. Cortázar no literaliza a la dictadura de Argentina en el sentido de hacerla ficción, sino pasa la realidad a otro formato, la hace formar parte de un momento y de un lugar, cruda y visible, como cuando se leen las noticias. Eso sucede en “Recortes de prensa”. Fuera del auge de la literatura política, el Boom, la atmósfera de las revoluciones latinoamericanas, de

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la idea sartriana de escribir desde el compromiso político, queda preguntarse cómo enfrentar lo que nos rodea. Los países de América, incluida la del Norte, viven un retroceso en materia de derechos humanos y la desigualdad social se volverá más extrema, como el clima. ¿Cómo escribir? ¿Cómo hacer esculturas? ¿Cómo contar? La película pasa de nuevo, en blanco y negro. Estudiantes desaparecidos, perseguidos políticos, persecución racial, persecución a las minorías y una vuelta a discutir asuntos como los derechos de la mujer y la revocación de derechos humanos que se habían ganado por años. Hicimos un viaje en el tiempo y estamos en la segunda mitad del siglo veinte, entonces convendría leer lo que ya se escribió, eso que no fue literatura testimonial, sino crónica periodística. Ese tiempo es ahora. O ahora es ese tiempo, en un loop parado en la pantalla. Podemos decir que nosotros, ciudadanos de las primeras décadas del xxi, somos testigos de que lo que está sucediendo (gerundio) ya sucedió. No hace falta que llame usted a la empresa porque ya se han tomado las medidas necesarias para corregir el imperfecto. Las dictaduras eran visibles, duras, y actuaban de noche. Las protestas en los muros eran borrados por la policía. El ejército vigilaba, castigaba, espiaba. Lo que hizo Cortázar, como muchos otros, fue gritar desde París. Anunciar lo que no podía hacer desde su casa. Susan Sontag misma en Ante el dolor de los demás cuenta la imposibilidad de ponerse en lugar de los otros. Uno puede hacer el ejercicio de imaginar el dolor, pero no podemos sentir ese dolor. Ese dolor le compete a esa persona única, en su condición humana. Aunque es nuestra obligación mirarlo. El escritor es pues un líquido revelador en un cuarto oscuro. Vemos esas fotos viejas, esas personas de ahí que no envejecieron. Tampoco nosotros envejecemos. Sólo cambiamos de ropa y peinados. Y activamos el botón de proyector del filme.


Cambio de piel: novela y expiación Héctor Antonio Sánchez

Carlos Fuentes. (Fotografía: Quim Llenas / Cover / Getty Images)

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Hace ya varios años tuve ocasión de participar en una tertulia privada con Carlos Fuentes, en la calle de Liverpool. Lo había visto antes un par de veces, en conferencias en Xalapa y la Ciudad de México, con esa cierta aura de embajador que le era propia. El hombre que nos tendió la mano, a mí y a una veintena de jóvenes, en la puerta del alto salón en la colonia Juárez, parecía un tanto diverso; un hombre de mi estatura, octogenario casi, con un porte y una vehemencia en las maneras y en el habla que traslucían un espíritu más juvenil: no pude salvarme de la perturbación de sus manos, sus dedos profundamente deformados por los largos años de dactilografía. Y no pude apartarme de una profunda admiración, no ya por su obra narrativa, que había leído con fruición en la adolescencia —hasta toparme con los descalabros de sus últimas novelas—, sino por las altas luces de su intelecto: Fuentes hablaba con lucidez sobre cualquier tema que uno le pusiera enfrente. Era un gran conversador: esa vocación por las ideas y esa claridad de pensamiento iluminan hasta sus últimos ensayos. En esa ocasión, entre otras cuestiones, le pregunté si guardaba predilección por alguno de sus libros. Tras cierta renuencia, confesó que acaso su respuesta sería Terra nostra. Entiendo las raíces de esta elección: una empresa monumental, titánica, de gran envergadura intelectual y artística, y de una ambición tan alta como fallida; un malogrado Ulysses hispánico, un deslumbrante monolito; el volumen con que buscó responder a la larga discusión sobre la muerte de la novela que fue, como sabemos, la muerte del relato burgués, psicológico y de costumbres; la muerte de un largo período mas no del género mismo, si al cabo la ficción se alzó, con renovados bríos —hija del mito, de la poiesis, del fuego del origen y aun del delirio, el ritual y la magia— como un fénix que renaciera de las cenizas de la modernidad. Terra nostra se propuso, sin lograrlo, la fundación de un nuevo lenguaje.

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Hace un par de años, tras la muerte de su autor, leí Cambio de piel. Fue una revelación: la de una etapa delirante, crítica, trágica a ratos, a ratos carnavalesca, harto experimental y novedosa. Es, necesariamente, una inmersión en la narrativa occidental de posguerra. Creo que es conocida su anécdota esencial: cuatro amigos se embarcan en un viaje en automóvil desde la Ciudad de México hasta Veracruz. La noche del 11 de abril de 1965, Domingo de Ramos —fecha que sirve de eje a la trama—, por un desperfecto de la máquina deben pernoctar en Cholula: Franz, un checo de ascendencia alemana que colaborara en la edificación de campos de concentración nazis; Isabel, su joven pareja, fervorosa del psicoanálisis; Javier, escritor más o menos amargado que enfrenta en silencio la decadencia de su cuerpo; Elizabeth, su mujer judía y norteamericana. Sí: Isabel y Elizabeth, como las soberanas renacentistas de dos reinos enemigos cuyas sombras se prolongan hasta América: España e Inglaterra; México y los Estados Unidos. Esta convivencia —programática, pero efectiva— está en la base de la obra, que es también un examen de la relación de México con los otros: el Viejo Mundo, la otra América; también, de la atávica relación con el otro mundo. Hacia el final ocurre un derrumbe entre las ruinas del gran teocali y —no lo sabemos con certeza— Franz y Elizabeth quedan “encerrados con los dioses muertos”. Entre tanto, vamos descubriendo la tortuosa historia personal de cada quien. Esta anécdota es un engaño o, al menos, un enigma: ¿se trata todo de una maquinación del delirante Freddy Lambert, el narrador que acecha a los personajes en su travesía? ¿No es toda la novela sino un delirio de su mente perturbada, que vislumbra la superposición de los templos cholultecas desde los intersticios de su celda en un hospital psiquiátrico? “Terminado, el libro empieza”, nos advierte en la primera página la nota metaficcional que sirve como

pórtico al relato. Unas ochenta páginas después, el Narrador conversa —en el manicomio o, acaso, en el umbral de la ficción, como si la contemplara desde fuera— con Elizabeth, a quien llama sucesivamente “Ligeia” o “Dragona”; ella, a su vez, se refiere a él como su “caifán”. El caifán, o Freddy, se permitirá continuas digresiones a la imposible fábula que refiere: divagaciones que algún parentesco guardan con los capítulos provenientes “De otros lados” en Rayuela, libro que Freddy confiesa le sirve de almohada. Si confiamos en la biografía de los cuatro protagonistas, Cambio de piel es una caída en los mundos originarios —el mediterráneo, el mesoamericano— y una confrontación con los horrores de nuestra historia en el afán irremediablemente individual de la expiación. “Hay tierras —dice Freddy— que dejadas a sus propias fuerzas, no durarían un día; necesitan el espejo del cielo —México— o del mar —Grecia. [...] Grecia, ¿qué tal?, la armonía, el clasicismo, el espíritu, nuestra maldita cuna”. El viaje por el mundo mesoamericano, por los antiguos templos adoratorios del ritual y el sacrificio, deviene un descenso a los altares de la muerte, a la memoria oprobiosa de los individuos que es, también, la mácula de la memoria colectiva: la guerra, los campos de concentración, la conquista de México, la crucifixión, la peste medieval en Estrasburgo, las ruinas industriales de los Estados Unidos, confluyentes en un imposible “diario de hoy” que el Caifán lleva entre las manos, como si en un solo momento pudieran coexistir — por la reunión de ironía y tragedia— todos los siglos, todos los instantes. “No Grecia, no México, no nada; el mundo se llama Paramount Picture Presents”, nos advierte Elizabeth. La historia reciente, que por fuerza atraviesa Alemania, no recurre tan sólo a la realidad del pogromo, sino al mito del autómata: en la memoria de Franz

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aparece un personaje mefistofélico, de clara raíz germánica, el enano Herr Urs, hijo por igual del expresionismo, del Fausto de Goethe y el de Thomas Mann, que representa la tentación del nazismo y que clama una siniestra relación con Jesucristo (“el Güero tiene su propio best-seller”, dirá de éste Elizabeth), una relación que resucitará en las páginas finales, en Cholula. Si confiamos en la voz de Freddy Lambert, en su “barroco neo-naco”, como lo ha llamado Steven Boldy, la obra se convierte en una alucinación, una fiesta imposible. Hacia la tercera y última parte el Caifán “es conducido Fatalmente a El Lugar... El Narrador, Xipe Totec, Nuestro Señor el Desollado, cambia de piel”. Unas extrañas figuras tutelares, llamadas los Monjes —un grupúsculo de muchachos rockeros, los “cuates” de Freddy Lambert— ajustician a los personajes, repasan la confusa historia. Terminado, el libro empieza: un libro bipolar, tan dado a la grandeza y a la hondura como al carnaval y a la friolera. Jean Franco ha señalado que el intento de Fuentes por construir “una novela abstracta, con personajes intercambiables” es desplazada por su preocupación esencial, la decadencia. Es un “happening” malogrado. Si esto es cierto, ese fracaso es paradójicamente una de las grandes fortunas de Cambio de piel: una novela que hubiera sido un mero acto de prestidigitación —como lo fueron algunas novelas del Boom; como lo son tantos capítulos de Rayuela, que la insufla; como lo fueron, en fin, tantas obras posteriores del propio Fuentes, como la propia Terra Nostra— se transforma en una estructura dialógica, un laberinto ficcional que examina, sin soluciones fáciles, la conciencia del hombre moderno. Su decadencia, sí —por vía de una sensibilidad alemana— pero también su aspiración a un aura mítica. Cabe preguntarse por qué Carlos Fuentes no exploró mayormente esta doble veta —una que aleaba una vasta cultura y una complejidad nietzscheana con un uso desparpajado del humor y del idioma—; por qué decantó en cambio hacia el intelectualismo, el esquematismo y aun el sopor de su obra posterior. Aquel día, en la calle Liverpool, hubiera querido contarle de mi entusiasmo por una novela que entonces, por desgracia, aún no conocía. Preguntarle de dónde había surgido, qué afecto le merecía a la distancia Cambio de piel, su novela más libre y más lograda; confesarle que lo era, para mí, al menos.

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Mariposas amarillas, cerdos voladores: realismo mágico, realismo fantástico José Homero

Gabriel García Márquez. (Fotografía: Ben Martin / Time Life Pictures / Getty Images)

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Nick Hornby recuerda en Fiebre en las gradas un partido de futbol en el que el Arsenal trazaba cambios de juego con precisión de teodolito, sus defensas incursionaban en el área rival y culminaba sus ataques contundentemente. “El Arsenal en pleno estaba convencido de ser la selección de Holanda. Si hubiese afinado la vista, seguramente habría llegado a ver cerdos volando con toda serenidad por encima del Fondo del Reloj”. El niño Nick estaba de visita en Francia y descubría con pasmo que su madrastra y hermanastros le caían bien y se sentía cálidamente acogido. Era el verano de 1972 y acaso eso bastaría para explicar la osadía del Arsenal, un equipo caracterizado por su estilo chato y calculador; la atmósfera de placer en el nuevo hogar paterno. Los sesenta aún parecían cercanos. El rumor de su estruendo flotaba en el aire como la vibración asmática de los instrumentos de metal languidece hasta la madrugada después de que se ha celebrado una fiesta. El aire esparcía el perfume cada vez más débil de la abigarrada floración y la sensación de embeleso y esperanza se empecinaba en permanecer sin importar cuántas tempranas muertes de músicos famosos, incendios con napalm, represiones policiacas o encono entre los ex Beatles existieran. De la misma manera en que la cultura popular vivió su edad de oro en esa época, la cultura latinoamericana tuvo su momento de esplendor en la hierba. Si para un joven de entonces los sesenta son el Swinging London, para un latinoamericano, aun ahora, son los años del Boom, la década prodigiosa en que política y vanguardia confluyeron en una estética literaria común vertida en diferentes estilos. Inglaterra tuvo su ola inglesa, con sus palurdos infatuados de dandis o impostando acentos de negro ribereño; América Latina envió primero a París y después a Barcelona, de donde irradiaría al resto, a un puñado de escritores que tomaba el mundo por asalto con las mismas armas que habían distinguido a la modernidad literaria. Acaso por ello no extrañe encontrar correspondencias entre el Boom y el realismo fantástico, esa tradición fortiana recuperada por Louis Pauwels y Jacques Bergier, cuyas implicaciones terminarían por distinguir también a los sesenta: sociedades secretas, estados alterados de conciencia, vestigios de extraterrestres, alquimia… Todo aderezado con relatos fantásticos. Si confiamos en la memoria de Helena Paz Garro, habría sido Octavio Paz el sacerdote que propició los vasos comunicantes entre las lucubraciones parasurrealistas

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de Pauwels y la literatura latinoamericana. Paz era a principios de los años cincuenta segundo secretario de la embajada de México en Francia, función que aprovechaba para entablar relaciones con los círculos artísticos y culturales franceses, convirtiéndose en un auténtico agregado cultural, en especial con el de André Breton, el gran papa surrealista. Pauwels dirigía en Bruselas el semanario artístico, Arts, frecuentaba a Breton y había sido maestro de Georges Gurdjieff y de Aldous Huxley. En 1950, Breton lo presentó con Paz en la exposición de Rufino Tamayo, que la embajada coordinó con la galería Beaux Arts. A partir de ahí entablaron amistad encontrándose en los cafés de la Place Blanche que frecuentaban los surrealistas. Habría sido Paz quien le recomendó leer a Jorge Luis Borges. Presumiblemente, sería gracias a esta sugerencia que Borges alcanzaría la fama, pues si bien de esos años data una traducción al francés realizada por Roger Caillois y Maurice Blanchot incluyó un ensayo sobre él en su influyente El libro que vendrá, sería El retorno de los brujos (1960), cuya repercusión acallaron los años y el recelo, quien presentó a Borges al público de Francia y del mundo. Nada extraño, hizo lo mismo con Arthur Machen y H. P. Lovecraft. ¿Cuál es el vínculo entre el libro, los libros — pues después insistieron con La rebelión de los brujos, de menor eco—, del binomio iluminado y las letras latinoamericanas, además de la inclusión de El aleph borgesiano? Leído por todo mundo, incluso por los escritores —Rosa Chacel recuerda en sus Memorias haberlo adquirido, aunque confiesa no haber soportado leerlo completo—, propaló el término realismo fantástico antes que la marca realismo mágico lo desplazara. Incluso ahora sobrevive en algunos islotes de Internet escoriando con su légamo las quillas de las naves que osan reparar en esa denominación. Más allá de la dudosa existencia de una corriente literaria denominada realismo fantástico y cuáles serían los atributos que la distinguirían del realismo mágico o

del subgénero fantástico, lo cierto es que por unos años se juzgó que obras como Los recuerdos del porvenir de Elena Garro incidirían dentro de esa etiqueta. Y aquí surge de nuevo la sospecha: ¿Elena Garro fue también amiga de Pauwels? Su hija lo menciona, pero no abunda. ¿A través de ella conocerían los franceses a Adolfo Bioy Casares?, ¿cómo se dio el descubrimiento de La invención de Morel al punto que un pareja de autores nada fantasiosos, un par de Alain Robbe-Grillet y Resnais, la adaptaron y transformaron en la aún seductora, enigmática, incomprendida obra maestra del cine, El año pasado en Marienbad? Otra curiosidad: la novela clásica de Garro y el primer libro de Erich von Daniken tienen un título casi idéntico: Los recuerdos del porvenir y Recuerdos del futuro (traducción literal del título en alemán: Erinnerungen an die Zukunft). ¿Coincidencia o sincronicidad? He intentado encontrar el rastro de carmín entre nuestros modernos clásicos latinoamericanos y la conjura de Pauwels y Bergier sin apenas apreciar más que unas tenues marcas. La más delineada está en La alquimia poética de Octavio Paz: (la) Gran Obra en transformación (2007). De acuerdo con Pedro Antonio Gutiérrez, el manifiesto esotérico francés habría influido en la concepción poética de Paz; en específico en su visión de la alquimia. Este dato explicaría por qué su lectura de Marcel Duchamp, en Apariencia desnuda, es de eminente raigambre ocultista, aun cuando cabría argüir que el interés de Paz al respecto se remonta hacia la década de los cuarenta. Gutiérrez no vacila en afirmar que “la obra esotérica contemporánea que trasciende con mayores consecuencias en la obra paciana es sin duda alguna Le matin des magiciens.1 En correspondencia, las conversaciones con Paz habrían influido en la paulatina transformación de Pauwels, como se ha dicho. Por 1 Pedro Antonio Gutiérrez, La alquimia poética de Octavio Paz: (la) Gran Obra en transformación y movimiento. Nueva York: City of University of New York, 2007. p. 13.

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desgracia, no hay testimonios complementarios de esa relación. Ni Jacques Lafaye ni Christopher Domínguez ni Guadalupe Nettel al reconstruir los años parisinos de Paz mencionan a Pauwels entre sus amigos ni siquiera entre el círculo surrealista, aunque la filiación en este caso no admite dudas. En un ensayo vecino (“Ovnis en Macondo: García Márquez y el realismo fantástico”)2 he señalado la posible lectura de El retorno por García Márquez. A deducir por sus respuestas a un cuestionario preparado por Marius Lleget, Eduardo Buelta y Antonio Ribera, pioneros de la investigación ovni, conocía algo del tema. Surcan el cielo de Macondo en Cien años de soledad unos enigmáticos “discos anaranjados”. Cabe destacar igualmente la similitud de las declaraciones del novelista con las lucubraciones de Charles Fort en El libro de los condenados, la gran biblia de los hechos extraños. El manifiesto de Bergier y Pauwels y la posterior revista Planeta —que en España se denominó Horizonte y dirigió Ribera— descienden del árbol fortiano. Las declaraciones de García Márquez indican que era un enterado de las lecturas de la época, desde Fort hasta Jacques Sadoul, quien acuñó fortuna con varios libros sobre la alquimia, entre ellas El gran arte de la alquimia; o de Bergier, quien siguió la veta fortiana de documentar la presencia de objetos y sucesos extraños plantando las semillas para una teoría de la conspiración —no se sabe nada porque los gobiernos ocultan la verdad—. Si bien la relación alquímica es la puerta de acceso que elige Gutiérrez para encontrar las recámaras secretas entre la poesía de Paz y las exploraciones de Pauwels y Bergier, se ha soslayado seguir este pasaje para abordar a García Márquez. Sí, claro que hay abundantes estudios sobre la alquimia en Cien años de soledad, pero no en relación con El retorno de los brujos. Proclive 2 En Confabulario, suplemento de El Univsersal, 3 de junio de 2017. http://confabulario.eluniversal.com.mx/ovnis-en-macondo/

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a la fabulación y a ocultar verdades con ficciones García Márquez disuadió toda consideración de él como un experto en el tema declarando: No podía detenerme en lo que estaba escribiendo para ponerme a estudiar alquimia; entonces escribía inventándolo todo y en la noche buscaba libros sobre la materia…

“El presente ordinario relaciona el pasado y el futuro mediante la limitación. El presente espiritual lo hace mediante la disolución”, escribió Novalis. ¿Acaso no profetiza ya el advenimiento del surrealismo cuya búsqueda de la realidad absoluta atraviesa por una disolución? Dirá André Breton en el Manifiesto del surrealismo: Creo en la resolución futura de esos dos estados, en apariencia tan contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de super realidad…

Acaso el hilo de plata para recorrer el laberinto entre la literatura latinoamericana y el realismo fantástico no se halla porque se pierde de vista que está en el surrealismo. Habría una compleja trama entre la concepción de la realidad, la fantasía y la maravilla que atraviesa por el romanticismo alemán, reaparece en los polos distantes de Jorge Luis Borges y André Breton y es retomada por pintores tanto de Viena como de Bélgica, que es de dónde Louis Pauwels retomará el concepto de realismo fantástico. Para el surrealismo la verdadera realidad o realidad absoluta se encuentra más allá de las apariencias de la vida ordinaria pero en lugar de proseguir una senda ya muy hollada por los pasos de los peregrinos y situar la verdadera vida en el mundo de las ideas o de la espiritualidad prefieren emprender su propio camino a través de las vías del sueño, el deseo, el inconsciente, la locura. O como habría dicho William Blake para que Jim Morrison lo


convirtiera en manda: “El poeta se convierte en visionario a través del camino de los excesos”. Para atisbar la otra orilla, para encontrarse frente a esa realidad oculta a nuestros sentidos, el surrealismo retoma los excesos y la rebeldía esencial del romanticismo y de los poetas malditos. El punto de acceso serán el cuerpo y sus limitantes; más que su negación mediante la ascesis. Esta dialéctica entre la realidad y la imaginación es el punto de partida de Jorge Luis Borges para su concepción de la literatura fantástica, cuyo fundamento es “El arte narrativo y la magia”, temprano ensayo publicado en Sur, en 1932. Existen dos formas básicas de la causalidad en la ficción: una que imita la causalidad del mundo real, cuya encarnación genérica sería el realismo —de cualquier índole—, y otra que aprehende la causalidad de la magia, cuyo universo rigen tanto las leyes naturales como las imaginarias. Borges elige la imaginación proclamando como camino posible el mágico, “donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado”. Escribe Pauwels en el prólogo de El retorno: […] nosotros no hemos ido a rebuscar del lado del sueño y de la infraconciencia, sino en el otro extremo: del lado de la ultraconciencia y de la vigilia superior. Hemos bautizado así la escuela que hemos creado: escuela del realismo fantástico. No debe verse en ella la menor afición a lo insólito, al exotismo intelectual, a lo barroco, ni a lo pintoresco. […] No buscamos el extrañamiento. No investigamos los lejanos suburbios de la realidad; por el contrario, tratamos de instalarnos en el centro. Pensamos que la inteligencia, por poco agudizada que esté, descubre lo fantástico en el corazón mismo de la realidad. Algo fantástico que no invita a la evasión, sino, por el contrario, a una más profunda adhesión.

Esa confesión que traslada el punto de atención del ensueño y el inconsciente a la pregnante realidad la había ya operado un conjunto de artistas autodenominados surrealistas pero etiquetados por la crítica como “Escuela del Realismo Fantástico”, cuyo exponente más destacado es Ernst Fuch. Su principal característica es que su imaginería, minuciosa en su imitación, se opone al automatismo síquico para privilegiar la decodificación racional; una extrañeza calculada. Se ha completado así una órbita: de la confrontación entre la realidad y la magia, entre la realidad y la imaginación, hemos devenido a encontrar la fantasía en el corazón mismo de la realidad. Ese elemento fantástico emergerá a medida que descubramos, como quería Paul Eluard y por algo es el lema de la colección que esparció en castellano la semilla del realismo fantástico, que “hay otros mundos pero están en este”. Esas semillas son acaso una planta extraña: provienen de la literatura latinoamericana, quien primero supo encontrar en la vida ordinaria el asombro.

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FotografĂ­as: Narciso Contreras para el Premio Carmignac de Fotoperiodismo

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Antes de la frontera: entrevista con

Narciso Contreras Virginia Negro

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Antes de poner pie en suelo europeo los migrantes africanos ya son ilegales. Quizás sea esta la peculiaridad de uno de los flujos migratorios más voluminoso del mundo, el que sueña con cruzar el Mediterráneo. Según el último informe de la Organización Internacional para las Migraciones, desde el comienzo del año llegaron 278 372 migrantes, incluyendo 3 168 muertos o desaparecidos. Libia es el país de tránsito —y detención— de numerosos egipcios, sudaneses, nigerianos, eritreos, así como de muchos sirios y malayos. La inestabilidad política domina esta nación del norte de África, en manos de las milicias, y la hace una de las etapas más peligrosas del camino de la esperanza hacia Europa. Narciso Contreras es un mexicano en Estocolmo y conoce de cerca el fenómeno de la migración. De hecho, el flujo de inmigrantes más grande del planeta es justo el que cruza su tierra natal. México es el país con el mayor número de migrantes con destino a Estados Unidos. No es un caso extraño que el gran tema de la campaña del nuevo presidente Donald Trump haya sido la frontera entre los dos países vecinos. Narciso Contreras quiere contar este viaje desde donde no podemos ver, a partir del origen mismo de la vulnerabilidad. Antes de convertirse en fotógrafo, Narciso estudió filosofía. Su maestro fue Enrique Dussel, el intelectual argentino naturalizado mexicano, fundador de la filosofía de la liberación, un pensador que ha luchado en contra del eurocentrismo toda su vida. Contreras siguió el pensamiento de su maestro y decidió retratar los rostros de los migrantes antes de llegar al continente añorado, cuando el viaje al desierto mata o esclaviza. La ruta a través de Níger y Libia es el terrible secreto de las políticas democráticas europeas que, desde hace años —pensemos en el primer acuerdo entre Berlusconi y Gadafi en 2005—, entrega en silencio miles de seres humanos al macabro mercado de la trata de personas. Las imágenes de Narciso Contreras exhibidas en el Palazzo Reale de Milán cuentan esta precisa historia. Lybia: a human Marketplace le valió el Premio Carmignac 2017, uno de los más prestigiosos reconocimientos al fotoperiodismo. Narciso no es nuevo en los reconocimientos internacionales, ganó en 2013 un premio Pulitzer por la cobertura de la guerra en Siria. Se dice que los fotógrafos de guerra son soldados sin un arma, ¿cuál es tu posición ética en relación con este trabajo tan delicado? Platón se sentó y escribió para interpretar la realidad. Un fotógrafo de guerra no explica el mundo hablando o pensando sino que lo muestra. Eso es lo que ayuda a crear un sentido de la realidad. Las imágenes ayudan a crear interés en un tema, una situación. Con este impulso constante hago lo que hago.

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¿Cómo surgió el proyecto Lybia: a human Marketplace? En 2014, visité un centro de detención de Libia. En ese momento la idea era sacar un libro, y me quedé con una periodista durante setenta y cinco días en el desierto de Tuareg. Luego todo quedó en nada. Estos proyectos son a menudo largos y difíciles por varias razones. No se trata solamente de meterse en situaciones de riesgo, se necesitan buenos contactos, la investigación lleva tiempo y hay que tener un poco de suerte para que todo salga como debe. También darles continuidad es complejo, ya que no es fácil encontrar financiamiento a través de premios, becas y fundaciones. Por esto son muy intermitentes. Y necesitan tiempo, tiempo… ¿Cómo fue la vuelta al campo? Muy fuerte. Esta vez me quedé en los centros de detención. No sé ni cómo llamarlos, ya que son mucho peores que las cárceles. Son verdaderos puntos de venta de seres humanos. Los migrantes son sujetos totalmente vulnerables en manos de las milicias libias, sin derechos ni posibilidad de ser reconocidos. Pura materia prima de un mercado terrible: el de la esclavitud. Ser capaz de documentar esta experiencia, poder tener una voz, también significa hablar a la comunidad europea, llamando la atención y quizás ayudar a crear una política diferente. Narciso, eres mexicano y tu país no es nuevo en el tema de la migración, sobre todo ahora con la cuestión del muro. ¿Qué opinas al respecto?

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De nuevo, este fenómeno es el resultado de políticas económicas muy concretas. La pregunta sin duda no comienza con Trump. El tratado de libre mercado ha obligado a miles de compatriotas a atravesar la frontera. No hay que perder la dimensión geopolítica y tratar de hacer una obra de reflexión sobre el pasado de la política de dominación. Sigo trabajando, incluso desde mi latitud. El año pasado empecé un proyecto directamente en la pared —que ya existe— entre México y Estados Unidos. ¿Qué es lo que te interesa? Me importan las historias de los invisibles. Por ejemplo, los refugiados haitianos varados en la frontera con los Estados Unidos. Experiencias de resistencia y coraje, física y virtualmente en un no lugar, vidas que no tienen cabida en los medios de comunicación. ¿Cuál será tu próximo proyecto? Quiero dar continuidad al trabajo sobre la migración, partir del país de origen y llegar a la Fortaleza Europa. Estamos hablando de un viaje muy largo que puede durar hasta un año. Quiero seguir estas calles durante sus distintas etapas. Ahora, eso es lo único que me interesa hacer.

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La casa Rivas Mercado Jorge Vázquez Ángeles 42 |

Fotografías: Jorge Ángeles casa delVázquez tiempo


La calle Héroes es un muestrario de estilos encontrados, dispares, contradictorios. A lo largo de sus poco más de 1.6 kilómetros de largo conviven casonas del siglo xix porfirista, mercados, misceláneas, loncherías, talleres mecánicos, cantinas y edificios del siglo xx que trataron de ser modernos pero que erraron el camino. El temblor de 1985 ha dejado para la posteridad viviendas estilo “damnificado”: unidades habitacionales construidas al vapor, palomares de emergencia, provisionales, que permanecerán ahí durante varias generaciones. Sobre las aceras de esta calle de la colonia Guerrero caminan burócratas, oficiales de policía, amas de casa con bolsas del mandado, estudiantes, borrachines, niños de la calle y, es muy probable, ladrones y asaltantes a la espera de una oportunidad. A simple vista, el Panteón de San Fernando y la escuela primaria Dr. Belisario Domínguez parecen ser las construcciones más relevantes de esta vialidad, pero en el número 45, entre Violeta y Mina, se levanta una casona que como un muchacho rebelde y dispuesto a llevar la contraria, ha decidido no hacerle caso al paramento de la calle: a excepción de las otras construcciones que, obedientes, están formadas una seguida de la otra, ésta ha decidido romper con la uniformidad: un ángulo de 45 grados respecto del alineamiento la hace diferente. Es la obra de un romántico, como llama el doctor Gabriel Mérigo al arquitecto Antonio Rivas Mercado, autor y antiguo propietario de esta casa que de milagro no ha desaparecido: sobrevivió al abandono, al terremoto de 1985 y a la especulación inmobiliaria, quizá la plaga más temible e imparable a nivel urbano. Poco después de las diez de la mañana, el doctor Mérigo llega a la cita para hablar de este trabajo de restauración que tomó poco más de diez años a un costo de ochenta y cinco millones de pesos. A unos veinte metros de distancia, en la puerta de acceso provisional, la casa donde nació Antonieta Rivas Mercado luce repuesta, tras haber permanecido veinte años abandonada, a merced no sólo de los fenómenos naturales sino de los hombres, pues cuando el doctor Mérigo y su equipo entraron a trabajar, se encontraron con una casa sin puertas y ventanas —las que aún quedaban estaban podridas— y un buen número de piezas de la cerámica inglesa de los pisos se había destruido o fue a dar a manos de curiosos o coleccionistas. Del lado derecho del terreno sobrevive un cascarón que tiene los días contados: son los restos del Instituto Washington.

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“Al morir Rivas Mercado, la casa la hereda Alicia, la hija mayor del arquitecto, y ella la renta durante un tiempo y luego la vende a la familia Sosa, quienes construyen el Instituto Washington hacia los años cuarenta, en el lugar donde estuvieron los almacenes y las caballerizas, luego las cocheras y zonas de servicio. La escuela provocó un hundimiento muy fuerte pues daba una vuelta en “L” y se apoyaba directamente en la casa, aunado a una serie de fugas de agua y drenaje relacionadas con la línea del metro y varios edificios, lo que humedece el terreno y hace que se compacte. Logramos reparar algunas fugas, pero no todas, así que seguirá teniendo esos problemas y la inclinación visible a simple vista”. “En Bellas Artes, revisando los expedientes de la casa, me di cuenta que había varios intentos por demolerla, con argumentos de que se estaba cayendo y con solicitudes de licencia para hacer conjuntos de viviendas de interés medio. Afortunadamente, Bellas Artes las echó para atrás”, dice el doctor. La casa del oso Antonio Rivas Mercado nació en la ciudad de Tepic cuando ésta formaba parte del estado de Jalisco, el 26 de febrero de 1853. A los once años fue enviado a estudiar a Londres y luego a Burdeos. Estudió arquitectura en la École des Beaux-Arts de París. A los veintiséis regresó a México para ejercer su carrera, y luego se convirtió en director de la Academia de San Carlos. Al fungir como diputado federal por el estado de Guanajuato de 1884 a 1910, Rivas Mercado compra el terreno de la colonia Guerrero para levantar su casa, y lo hace por un asunto de practicidad: por la cercanía con la estación de trenes de Buenavista. “La zona siempre ha sido pobretona”, dice el doctor Mérigo, “nunca fue una colonia elegante como Santa María la Ribera. Tuvo unas pocas casas lujosas, entre ellas la de Joaquín D. Casasús, justo en frente, quien la abandonó durante la Revolución”. Al entrar al recibidor de la casa, del lado derecho está la única fotografía de los Rivas Mercado: el

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arquitecto, ya maduro, con el cabello y la barba completamente blancos, posa rodeado por sus hijas Alicia, Antonieta y Amelia, y Mario, el único varón. “Rivas Mercado medía alrededor de 1.90, era muy corpulento y le decían el oso, no tanto por su volumen sino porque luchó contra un oso en París, de esos que traían amarrados”. Según la historia, quien fuera capaz de resistir un round de un minuto contra la bestia, se ganaría un luis de oro. Antonio Rivas Mercado venció al oso. Un arquitecto romántico “Antonio Rivas Mercado fue un arquitecto de la época de don Porfirio, muchos le dicen despectivamente ‘un arquitecto porfiriano’. Me parece un error tremendo que se haga un juicio tan radical cuando todo tiene sus matices y no hay buenos ni malos más que en las telenovelas”, dice el doctor Mérigo. “No era el arquitecto de Porfirio Díaz, era más allegado a Manuel González. Aún quedan muchas de sus obras, sobre todo haciendas en el Estado de México y en Hidalgo, y otras más en Guanajuato. Lo más importante fue el Ángel de la Independencia, que sí obtuvo de parte de Porfirio Díaz para compensarle las movidas que habían hecho en el concurso del Palacio Legislativo. El proyecto del ángel lo hizo aquí, en el taller, en la parte de arriba de la casa”. Rivas Mercado era un hombre muy culto, hablaba varios idiomas y tuvo una actividad intelectual muy intensa que le heredó a su hija Antonieta: “Es de una época donde termina el nacionalismo, expresado mediante el neoclasicismo, y empieza el romanticismo que se expresa mediante el eclecticismo. Rivas Mercado se vuelve el más acérrimo romántico al desafiar el raciocinio y dejando que el sentimiento, la nostalgia, el corazón y la libertad se expresen. Su casa es un ejemplo: compra el terreno y dice ‘¿por qué todas están a noventa grados con el alineamiento?’, y la hace a 45 grados. Eso viene del corazón, del sentimiento, un arquitecto neoclásico jamás hubiera hecho algo así. El eclecticismo posee una paleta de diseño conformada por estilos históricos, lejanos, tanto en tiempo como en geografía; para cada sensación o característica que

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quieren darle a un espacio buscan su estilo, a diferencia del neoclásico donde todo es repetitivo. Con esta libertad hace esta casa, incluyendo un bay window que debió ver en Inglaterra, columnas y un frontón clásicos, elementos renacentistas, una balaustrada, elementos árabes, art noveau. Incluso el cinturón de las pequeñas pilastras de la terraza poseen una influencia prehispánica, es decir, un estilo exótico”. Antes y después Según su palabras, Gabriel Mérigo se opuso a la idea de que la casa funcionara como oficinas. “Imagínate los archiveros de acero rayando el parquet”. Por ello, la Rivas Mercado será una casa de cultura destinada a exhibiciones. La primera exposición muestra el recate de la casa, el antes y el después: “Cuando llegamos aquí la casa estaba hecha un desastre. Los pisos estaban hechos pedazos. Mientras trataba de abrir una de las ventanas que quedaban, el piso se rompió y me fui para abajo. Todos los muros estaban aplanados con una capa de seis o siete centímetros de cemento; para retirarlos primero hicimos una cala y descubrimos que los tabiques estaban rotos, ya no conformaban un muro de carga. Tuvimos que retirar todo el aplanado y luego, tabique por tabique, retirar los pedacitos y colocar tabiques nuevos, idénticos en capacidad de carga, tamaño y forma para no alterar la relación con los que aún se conservaban. Eso nos dejó sin dinero”. Conforme las obras avanzaron, se descubrió que Rivas Mercado empleó tres tipos de pisos: uno con bóvedas escarzanas de lámina de zinc y viguetas de acero —que marcan la transición del siglo xix al xx—, donde están los pisos de cerámica que por su naturaleza no pueden flexionarse; otro de vigas de madera para los pisos de parquet, material flexible que requiere de una estructura flexible; y uno más de losetas de cristal que crean una cascada de luz para marcar la diferencia entre la parte pública y la parte privada de la casa. “Lo más interesante que tiene la casa es el uso de las baldosas de cerámica”, dice el doctor Mérigo, “porque son la mejor herramienta de expresión para una arquitecto romántico. Estas piezas tiene antecedentes

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en la edad media y en la época victoriana se volvieron muy populares cuando los higienistas se dieron cuenta que existía una relación entre la enfermedad y la suciedad. Los mármoles son muy caros de mantener y estas cerámicas resultan muy baratas y bellas, fáciles de limpiar. Afortunadamente, las partes más afectadas estaban en zonas repetitivas, así que logré rearmar los diseños originales. Hice un estudio documental y di con la fábrica donde los compró Rivas Mercado, fui a Inglaterra y, aunque la fábrica original ya no existe, le heredó todos los moldes y técnicas de fabricación a la casa Craven Dunhill Jackfield. Son ochenta diseños distintos de cerámica, entre forma, tamaño, diseño y características. Todos están puestos a la manera de tapetes que corresponden a cada espacio de la casa”. A la sombra del Ángel Entre los elementos originales que desaparecieron para siempre está la capilla detrás de la casa (de la que sólo queda la cimentación), el observatorio desde el que Rivas Mercado veía las estrellas (destruido por un cañonazo durante la Decena Trágica) y la fuente con la representación de un cocodrilo que brincaba fuera del agua para atrapar en el aire a un pez. Cuenta Gabriel Mérigo que aunque no la han localizado, saben quién la tiene. “Ya le dijimos a la familia que sólo queremos que nos dejen copiarla”. Además la fuente revela que la casa, a diferencia de las otras, sí tenía agua. Antes de terminar el recorrido, Gabriel Mérigo dice que cuando tuvo dudas sobre algunas áreas de la casa, se acercó a Kathryn S. Blair, autora de A la sombra del Ángel, y quien fuera esposa de Donald Antonio Rivas, el único hijo de Antonieta Rivas Mercado. “La casa es la verdadera protagonista de la novela”. Cuando se reúna el dinero suficiente y sobre los restos del Instituto Washington se construya un nuevo edificio cuyo destino aún no es del todo claro, la Casa Rivas Mercado quedará terminada el día que la cabeza del Ángel de la Independencia que hoy se resguarda en el Archivo Histórico del Distrito Federal, proyecte su sombra en ese jardín salvaje y romántico en el que, muy probablemente, don Antonio salía a caminar.


(Fotografías: Susana Gonzalez / Bloomberg por Getty Images)

Nuestra ciudad.

Primera parte

Antonio Toca Fernández ménades y meninas |

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Agua Está de moda y es muy popular promover la ciudad “sustentable” “saludable” o “inteligente”, y nadie puede estar en desacuerdo con esos propósitos. Sin embargo, cualquier análisis muestra que las ciudades no son sustentables, saludables, o inteligentes, porque se requieren grandes inversiones para que esas intenciones se acerquen a la realidad. Lo inteligente es admitir que, para ser sustentables, todas las ciudades necesitan conocer los límites y posibilidades de su entorno y de sus recursos, y el agua es el principal. Desde su origen, los habitantes de las ciudades buscaron la cercanía al agua. Surgieron así a la orilla de ríos o de mares. Nuestra ciudad no fue excepción; nació en una isla, en medio de los lagos del Valle de México. Era sustentable porque tenía un equilibrio que permitió habitar, producir alimentos y pescar, con ingeniosos sistemas que aprovechaban el agua como elemento básico de sobrevivencia. Sin embargo, los límites de esa ciudad se modificaron al drenar los lagos para extenderla horizontalmente hasta la actual Zona Metropolitana. Nuestra ciudad tiene su destino condicionado por el agua, porque está en el centro de la cuenca del Valle de México; de manera que su futuro depende de los límites que esa situación le impone. En Europa se ha desarrollado una metodología para la planeación urbana: el análisis de umbrales —threshold analysis—, que estudia la capacidad del entorno de una ciudad para saber, con datos comprobables, su posibilidad de evolucionar; ya que alterar esos límites tiene consecuencias negativas, como ha ocurrido con el agua en el Valle de México. En nuestra ciudad, poca agua es fatal, y demasiada también, como la inundación de 1629, que duró cinco años y dejó treinta mil muertos. Esa tragedia puede explicar la obsesión por desecar los lagos, de los que sólo quedan rastros en Xochimilco y en Zumpango.

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La desaparición de los lagos provocó graves consecuencias; una ellas fue la alteración del medioambiente, pues durante decenas de años hubo enormes polvaredas que los vientos dominantes llevaban a la ciudad. Ante eso, se realizó el “Proyecto de rescate hidrológico del Lago de Texcoco”, en 1965, de los ingenieros Nabor Carrillo y Gerardo Cruickshank. Originalmente se asignaron al proyecto diez mil hectáreas, en las que se construyó el lago Nabor Carrillo que, con una superficie de mil hectáreas y una capacidad de treinta y seis millones de metros cúbicos, ha mejorado las condiciones ambientales del valle. Posteriormente, se han realizado otros proyectos para un “nuevo” lago en Texcoco, pero el más conocido, “México: ciudad futura”, es inviable, porque la diferencia de los niveles del terreno requeriría grandes taludes en el sur para contener el enorme lago, y porque estaría varios metros arriba del nivel del centro de la ciudad, lo que sería una grave amenaza. Uno de los proyectos más documentados es el que realizó Jorge Legorreta.1 Legorreta fue jefe delegacional en Cuauhtémoc de 1997 a 2000, profesor en la uam y coordinador del Centro de Información del Agua de la Ciudad de México de la unam. Además, realizó una exposición sobre los recursos hidráulicos del Valle de México, donde postulaba que los lagos podrían ser recuperados parcialmente, y que era necesario crear presas en los ríos de las zonas altas de la cuenca del valle. Esa propuesta se concretaba con la construcción de presas que captarían agua de lluvia para hacerla potable, ya que la extracción de agua subterránea ha alterado gravemente el subsuelo, provocando problemas cada vez mayores. En el Valle de México, la principal fuente de abasto es el acuífero; porque entre el sesenta y el setenta por ciento del agua proviene de ese recurso. Actualmente se consumen treinta y dos metros cúbicos de agua por segundo en el valle de México; de éstos, veintitrés se extraen de novecientos pozos profundos, y nueve del sistema Cutzamala. Los pozos en el Estado de México Jorge Legorreta, El agua y la Ciudad de México: de Tenochtitlán a la megalópolis del siglo xxi, México, 259 pp.

aportan 7.6 metros cúbicos que, sumados a los del Cutzamala, suman 16.6, es decir, la mitad del consumo por segundo. Existe una sobreexplotación, ya que la extracción es mayor a la recarga por la demanda creciente y la reducción de zonas de captación. Ese es un grave problema, cuyo efecto ha sido el hundimiento en grandes áreas de la ciudad central. El agua se distribuye a través de doce mil kilómetros y se calcula que la pérdida por fugas fluctúa entre el treinta y el cuarenta por ciento, porque algunas redes tienen más de treinta años de uso. Ese es otro problema que equivale a perder diez mil litros por segundo, y para recuperarlos se requieren urgentemente obras costosas y enormes. Un problema más es que el consumo diario por persona en las dieciséis delegaciones de la Ciudad de México es mayor al recomendado de doscientos litros; y va desde doscientos dos en la Venustiano Carranza, trescientos veintiuno en la A. Obregón, cuatrocientos cuatro en Azcapotzalco, hasta quinientos sesenta en Tlalpan.2 Ese problema se puede atender fácilmente, ya que el uso responsable del agua puede reducir el consumo un sesenta por ciento. La solución no es fácil y es políticamente incorrecta: implica subir las tarifas de consumo. La aplicación de dispositivos ahorradores de consumo, la prevención de fugas, la vigilancia ciudadana, y fuertes multas por el desperdicio son algunas soluciones. Otra alternativa es aumentar las campañas para que entendamos que del cuidado y protección del agua depende la sobrevivencia de cada ciudadano. Es evidente que las primeras víctimas por romper los límites en cualquier ciudad son las poblaciones marginadas. La nuestra tiene 97% de cobertura del servicio de agua, pero un 15% lo recibe una vez al día, y otro 10% sólo una vez a la semana. La tierra La tierra ha sido y será el espacio donde las ciudades se construyeron. Se establecieron en las orillas de ríos, mares, en valles y en colinas y eso ha determinado

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Fuente: cuidarelagua.df.gob.mx

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su evolución o su estancamiento. Aunque se supone que hay mucha, la disponibilidad de la tierra, en cualquier ciudad, es limitada, y por eso es valiosa. Su trazo ha dependido de las características del terreno; como plato roto, para adaptarlo a la accidentada topografía de montes y cañadas, o en retícula sobre terrenos planos. También se han dado caprichos, o grandiosas locuras, como Pekín, Tenochtitlan o Venecia. La tierra siempre ha sido y será motivo de conflictos graves, especialmente si —como en México— las ciudades se han extendido mucho en muy poco tiempo. Esa etapa de crecimiento poblacional explosivo obligó a violentar límites de crecimiento urbano que no se previeron. El resultado está a la vista, ciudades con centros históricos bien planeados, con agua, drenaje y servicios que han ido desapareciendo en la dispersión de las nuevas áreas en la periferia. El éxodo a la ciudad ocupó tierras de cultivo, cañadas, cerros y zonas inundables que fueron incorporadas a un “progreso” que no fijó límites ni controló la voracidad de especuladores. En México, muchas ciudades son ahora más dispersas y menos densas, y los datos son alarmantes: en sólo treinta años, la población en las noventa y dos ciudades más grandes creció 2.64 veces y la superficie se extendió 9.45 veces. La densidad de habitantes por hectárea en el Valle de México es de ochenta y cinco, y en las ciudades más importantes es de cuarenta y tres. En contraste, en ciudades chinas o japonesas, la densidad es de ciento treinta, y en las europeas de cincuenta y cinco. Esa densidad se ha reducido progresivamente, porque se creció horizontalmente y de manera fragmentada. Por supuesto hay casos aún peores, como el área metropolitana de Boston que, en sólo quince años, aumentó su población 6.7% pero creció su superficie un 47%. Las consecuencias de esa baja densidad y dispersión en las ciudades son la segregación de la gente en el suelo urbano, deficiente movilidad, desperdicio de combustibles, degradación del medio ambiente y pérdida de productividad. Aprovechar mejor la tierra en la ciudad es fundamental para su buen funcionamiento; un buen ejemplo es el pago del impuesto predial que representa la mayor fuente potencial de ingresos de los municipios. Sin embargo, es muy baja la recaudación del impuesto, porque es políticamente incorrecto cobrarlo.

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¿Qué se debe hacer para revertir esa dispersión? Lo primero es comunicar a los ciudadanos las acciones y obras que se van a realizar, para incorporar su participación; estimular las obras de redensificación, aprovechando las infraestructuras y los servicios existentes, construyendo sobre lo construido; promoviendo la mezcla de usos y la oferta de diversos tipos de vivienda vertical; estimular la construcción en predios baldíos; rehabilitar espacios públicos, barrios y edificios; preservar las áreas naturales con fuertes medidas de protección, así como fortalecer diversos tipos de transporte público, interrelacionando sus terminales. Estas y otras alternativas deben ser analizadas para prever sus efectos negativos. El aire Como los peces, que viven dentro del agua sin notarlo, nosotros vivimos dentro del aire que respiramos y, salvo raras excepciones, tampoco lo notamos. El aire no tiene fronteras, excepto las que impone la atmósfera; y por eso sólo se nota cuando hace falta, o cuando está contaminado. Si ha tenido la oportunidad de aterrizar en el aeropuerto de la Ciudad de México, especialmente en la noche, recordará la inmensa extensión de su área metropolitana; que tiene ya veintiún millones de habitantes. Desde esa altura se pueden ver sus límites: al surponiente se ha conformado un arco delimitado por la Sierra de las Cruces y del Ajusco; el otro perímetro, hacia el norponiente, es más irregular y ha tendido a densificarse y a ser más disperso hacia el nororiente, en el Estado de México. Si se busca el centroide de esos límites la sorpresa es que se localiza —precisamente— en el actual aeropuerto. Desde esa altura, durante el día, se puede ver también la claridad del aire en todo el Valle. Después de fuertes lluvias o vientos, esa región es más transparente. El resto del tiempo está contaminada por una capa que es visible con diversos grados de densidad: ese es el aire que respiramos. Regularmente en marzo se inicia el incremento del ozono en la Ciudad de México; éste es un compuesto tóxico que se forma en la atmósfera por los contaminantes que se emiten al aire —durante las horas de sol— por los automóviles y la industria que producen, en conjunto, el setenta por ciento. De manera que basta saber que hay millones de autos y camiones


que circulan a diario en el Valle de México para darse cuenta de la magnitud del problema. Se ha demostrado que el ozono produce enfermedades respiratorias y puede ser dañino para los niños y adultos mayores. En el aire los niveles de ozono alcanzan concentraciones de riesgo, durante muchos días, entre la una y las seis de la tarde, y las zonas más afectadas son las del sur de la Ciudad de México. En cualquier periodo de vacaciones, la diferencia en la calidad del aire es muy significativa, simplemente porque hay menos autos circulando. Se ha privilegiado tanto el uso del vehículo particular que no es una sorpresa que el transporte público sea insuficiente y mal estructurado. Aunque la red del Metro transporta a millones de personas diariamente, las conexiones con el estado de México, que tiene once millones de habitantes, están cortadas. La línea 2 sólo llega al Toreo; la línea 3, a Indios Verdes, y la línea 6, hasta El Rosario.

Sólo llegan al Estado de México la línea B, a Ciudad Azteca, y la A, a La Paz. Por eso resulta indispensable la prolongación de las líneas y la construcción de rutas realmente metropolitanas. Un caso que requiere atención es el tren suburbano que llega hasta Cuautitlán porque necesita conectarse con autobuses y estacionamientos en cada estación. Las ciudades no son sustentables porque concentran en un espacio reducido gran cantidad de actividades y de gente que tienen un impacto sobre el aire, agua y tierra disponible. Hay algunas que han emprendido medidas para hacer que ese impacto negativo sea menor, con resultados sorprendentes al aplicar algunas acciones: limitar o compartir el uso del auto, usar transporte público, bicicleta o caminar; no quemar basura o desechos al aire libre; revisar fugas de gas en instalaciones domésticas e industriales; y verificar estrictamente los autos y camiones.

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Arde agua

Ochenta años de Jaime Augusto Shelley Mariana Bernárdez

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casacortesía del tiempo Fotografía: de Lorena M. Larenas y Jaime Augusto Shelley


Corría el principio del siglo y fui llamada a presentar un libro de Jaime Augusto Shelley, de quien la memoria conservaba gratísimos recuerdos, habíamos coincidido algunos años en la Dirección de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana; él había traducido La canción de amor de J. Alfred Prufrock y Los hombres huecos, de T.S. Eliot, además de dirigir la colección “Cuadernos de la memoria” que reunió a otros autores que habían dedicado parte de su vida a estudiarlos. Así nacieron las duplas de María Andueza y Jorge Manrique; los dos Enrique González Rojo, el padre y el hijo, y Hernán Lavín Cerda y Nicanor Parra; el diseño y la impresión corrían a cargo de Víctor Manuel Mendiola. Los encuentros eran en la Galería Metropolitana. El calor era insoportable, pero Jaime Augusto nunca perdía la compostura; su voz era cristalina, acertada en el comentario transparente, la sutileza de las indicaciones a veces era acompañada del giro propio del buen decir de la ironía. Era un gozo escucharlo disertar sobre la problemática de la traducción y la falacia de la reinvención, o sobre los entresijos del estudio de María Andueza, o la valía misma de la colección, y poco a poco iban llegando los compañeros para incorporarse a la conversación. A la distancia, ahora sé que tuve la fortuna de asistir a la cátedra impartida por el maestro Jaime Augusto Shelley, aquella que habita en la desnudez de “la palabra viva”, aquella que puede reposar durante horas buscando el equilibrio de lo justo “Not with a bang but a whimper/ No con un golpe seco sino en un largo plañir”, verso final de Los hombres huecos de T.S. Elliot, aleteo atrapado en la página treinta y nueve. Sin más diría que escribía en nosotros a la par que disertaba sobre lo nimio que iba quedando detrás: ese punto que oculta la elevación del resonar. No sorprendía bajo este concebir su poesía tan de margen, tan en ese extremo del filo del lenguaje, propia de aquel que huye proscrito de la norma por andar la ruta de la excedencia de sentido. En ese periplo, que desbrozaba con la elegancia de un esgrimista, intuíamos la certeza del rumor, porque así debía de ser, para quien jamás pretendió atolondrar con la falacia de la argumentación.

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Shelley cumplía con su vocación de poeta del modo más natural creíble. Yo que lo miraba, del otro lado del escritorio, asombrada ante su audacia sabía que divertía sus versos para alcanzar una alta expresión, ¿de qué otro modo el ocurrir de la poesía? Quizá lo que me maravillaba era la insólita concordancia entre el decir poético y la ética con la que vivía. Hablaba poco de sí, poquísimo de los años de La espiga amotinada, del sesenta y ocho; parecía que quería, en su inteligencia ardiente, vivir la intensidad que implica estar vivísimo, y ese ánimo celebratorio hacía que cada vez que lo escuchábamos subir las escaleras supiéramos que los dioses nos sonreían al llevarnos al quicio de la puerta a un poeta mayor. Y cabe señalarlo, Shelley se volvió entre los jóvenes de culto, ¿cómo no habría de suceder? Conseguir libros suyos nunca fue pesquisa del curioso y bien afortunado, sino del obstinado y obsesivo que no quiere dejarse vencer, y anda los montes tratando de rastrear los relámpagos secos que incendian el corazón y dejan la huella quemada en el polvo de la trocha. Sus versos han reinventado el imaginario de los que leen poesía tratando de aprender a escribirla, recuerdo a algún avezado recitando a todo susurro éstos: “Otros han venido/ y otros vendrán/ Ya no soy del tiempo/ sino corteza/ que algunos perros orinan/ Inmóvil, he dado muchos pasos”. Regreso a Concierto para un hombre solo —publicado en la colección “La mosca muerta”, en 2001—, la cita era para un 22 de mayo, en Casa Lamm, y llegué con mucho estremecer a leer el texto que ofrezco a continuación. El lector, al igual que yo, se preguntará por qué no recomponerlo, atenazarlo, actualizarlos, finiquitar sus puntas deshiladas. El impulso de hacerlo existió, pero

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fue el recuerdo de esa tarde, la luz particularísima en el cielo y la duda lo que me detuvo; de todas las personas que lo rodeaban, el Maestro me había distinguido a mí con el encargo. Mucho temblor había en mí, además, en la portada Eko había dibujado un corazón del cual brotaba un árbol, y cualquiera que haya sido tocado por el trinar del lenguaje no puede negarse a un encargo de ese altozano. Después de ese día, no lo he vuelto a encontrar, aunque amigos, y amigos de los amigos me refieren su presencia en el correr del tiempo, cuestión que celebro por todo lo alto y en la alegría que surge de saber que el mundo es mucho más preclaro cuando hay poetas de su cala. Imaginen conmigo el libro de portadas rojas y miren cada una de las aristas que definen su territorialidad, la suavidad del papel Kimberly Classic de 75 gramos, la cartulina en las tapas, el tipo concorde, el lomo y el refinado en equivalencia rectilínea. Lo señalo porque Shelley estuvo a cargo de la edición, aquí está él en el pulso del corazón dibujado en su portada, y esa tarde, el tremor dejó su traza en mí: El misterio de la palabra puede deshabitarnos cuando no se respeta su condición de “inexplicable”, quizá por ello esto de la expresión poética cause extrañeza y busque, a la vez, provocarla como parte de una estética de lo inesperado. Pareciera que Shelley conoce por demás dicha condición y nos señalara la posibilidad de que para andar con la frente alta, sin borrasca, no hay más remedio que abrir el cuerpo y el alma al alba, y así llegar a “un hogar de cancel abierto”. También pareciera que sus poemas evitan decir, porque la sensación de durabilidad temporal depende de la transformación que sucede dentro de ellos, gestación que


ante el ojo desatento padece de principio y por tanto de finitud, pero para aquel que ha decidido no tener cosa mejor que hacer mas que detenerse en los versos, sabe, no sabe cómo, pero sabe, que tal nacer sólo es posible en la indistinción de la materia y el verbo, fuerza que emerge en la danza del símbolo dentro de la metáfora. Y en la quietud de Shelley se erigen las construcciones metafóricas como castillos asolados por el fluir del instante, las aguas giran por sus paredes en un estatismo desconsolador: construir para apresar el aroma de todas las rosas aunque después el pétalo se esfume, queda la palabra como testimonio de la vivencia, como realidad de la duermevela, quedan las piedras como clave de la revelación poética, quedan los ojos para sumergirse en su suspiro, ahí está el poema, largo aliento, arquitectura del espacio y del tiempo. La palabra arrebata a la lengua, herida que identifica el espacio por donde habrá de circular el ritmo cadencioso de las sílabas que se pronuncian, sonido sibilante que desentraña a la imagen para que cobre vuelo y música, pues su sonido no es imprevisto, sino que se guía por el pulso interior que habita, quizá por eso los ojos del poeta siempre andan quemando aguas o quizá por ello diga que “las palabras son latidos. Así, cuando se pronuncia ese latido, el hombre aprende a estar frente a sí de forma distinta, porque es una forma de sublimar lo que se mira, acto de conmoción que resguarda su motivación original, pues este hablar obedece a la mordedura de una palabra que se ofrenda, quien ha sido tocado conoce la atrocidad de su carencia. El corazón tiene pocas palabras, más que nada posee ritmo, sus palabras entrañan el cuerpo y las que más manifiesta son las que señalan la ruptura de ese mismo ritmo, discordancia, ¿qué la provoca?, ¿cuáles son sus causas?, mal de siglos, y es una enfermedad tan virulenta, que los médicos se han dedicado a curar los síntomas apremiantes, la fiebre, el vómito… ¿cómo se cura el corazón?, ¿con palabras de otro corazón?, ¿y cómo hablar de esto que no se puede hablar? “Si se hacen lluvia los instantes/ y el tiempo, urgente, apenas se desliza”.

Buscar sin buscar o buscar sin entender que el cuerpo no se rompe, que la boca no es suficiente para clamar los límites de las manos o de los pies que no andan aunque muchos caminos al templo los hayan empolvado. La imagen detenida, no deja de estar sujeta al vaivén del tiempo interno, y sus propios átomos rompen el conjuro, la imagen escapa de sí misma y a la vez permanece: el cuerpo “se llena de rocío en la mañana” y el alma se reconoce distinta, fusión de nostalgia que el ojo lamenta; y de entre el corazón y los miembros, el espíritu; así, el corazón obedece ya no nostalgiar y el ojo ya no mojar el rostro, pero cuánto mirar: “Ella tiene los ojos grandes,/ atrapados por la luna/ y el mundo no le cabe en la mirada”. Aventuro que este concierto se vierte en formas que se trasvasan de una a otra obedeciendo al hecho de que todo Daimon poco gusta de sentirse apresado, pero su huella va dejando hálito, fuego que se mantiene vivo de boca en boca, luz que clarifica incluso la más terrible luminosidad, sospecha que confirma lo que Zambrano señala tan acertadamente: “todo infierno entraña un cielo”. Por ello el polvo que se resiste a ser olvidado o la inteligencia que se quema en su danza o la danza que se disloca hacia dentro porque como bien escribe nuestro poeta “Llegar arriba/ es quedarse abajo”. A final de este contar no existe género más subversivo que la poesía ni nada más urgente; bien señala Jaime: “Subvertir la sinrazón no puede ser delito; o la idea/ un mal social/ que es preciso perseguir”; o “El odio secuestra,/ corrompe las ideas,/ las disfraza de vacío, las repite hasta hacerlas iguales/ a todo lo demás”, quizá por ello los tirajes reducidos, las secciones escondidas de las bibliotecas, o el sacarla fuera de la supuesta protección de las murallas de la ciudad y, a pesar de ser relegada, siempre hay quien sale al desierto a buscarla para “Aparecer en mitad de una frase/ la de uno y la de todos”, ironía que induce al saber de experiencia y que lleva a Shelley a afirmar que “Arriba es/ más allá/ arde agua cuando fuego”.

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Árbol distante: Obra lírica de

Jaime Augusto Shelley Benjamín Barajas

La poesía es un acto ordenado por poderes oscuros Jaime Augusto Shelley

Jaime Augusto Shelley considera que la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la lee. En consecuencia, el poema cumple la función principal de tocar, mediante los signos y el sonido, la sensibilidad del lector. De igual manera se expresaba Dámaso Alonso al afirmar que “las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, inocentísimo y profundamente interesante: el lector”1 y, en este sentido, el mejor homenaje para un escritor será la lectura de sus libros por un público diverso en el tiempo, los gustos y los estratos sociales; a cuya difusión esperamos contribuir de manera modesta, con esta breve incursión a la obra de tan distinguido autor mexicano. La aproximación a la obra de todo escritor suele parecerse a los empeños de un explorador que incursiona en territorios desconocidos, con la esperanza de encontrar la clave para comprender una realidad nueva, impresionante y compleja. Y es que la obra artística, la vida y el contexto de un poeta forman parte de una abigarrada geografía que sólo se muestra si se afina la atención de los sentidos para distinguir el sonido, el relámpago y las líneas que conducen al tesoro arcano donde florece la poesía. El paseo por la obra poética de Jaime Augusto Shelley implica el (re)conocimiento de la vida de un hombre que ha sido tocado por el fuego de la poesía. Su andar, sus vivencias y la forma de enfrentarse al mundo de lo real son moldeadas por una visión enriquecida en la sustancia poética, esencia que él adecua y modifica, según la fuerza de su temperamento lírico, capaz de forjar en la fragua los candentes materiales de su verbo creador.

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Dámaso Alonso, Poesía española, Madrid, Gredos, 1993, p. 37.

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Fotografía: cortesía de Lorena M. Larenas y Jaime Augusto Shelley

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Ahora bien, los esfuerzos de las teorías lingüísticas por eliminar del texto literario las influencias sociales —a veces alentadas por las posturas estéticas idealistas “del arte por el arte”—, con el tiempo debieron admitir, especialmente los formalistas rusos, la imposibilidad de segmentar la obra en el quirófano para evitar las infecciones propias de las doctrinas e ideologías inherentes a la vida del autor. Se debe al investigador Iuri Tinianov la ubicación del texto literario en un epicentro, rodeado por las series literaria, cultural e histórica; todas ellas vinculadas a la trama textual y, por tanto, al sentido.2 La propuesta anterior nos permite, aunque de manera provisional, una mirada de conjunto a la poesía del escritor mexicano Jaime Augusto Shelley, cuya vida y obra son necesarias para comprender la segunda mitad del entramado cultural del siglo xx de nuestro país. Así, en la célebre antología Poesía en movimiento, de 1966, preparada por Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco, Paz estableció las coordenadas que guiaron a este grupo de poetas en la selección de los autores y las obras que habría de contener tan importante florilegio. El autor de El Arco y la lira propuso el difícil equilibrio de la “tradición” y la “ruptura”, entre las obras de vanguardia y las que seguían algunos patrones canónicos de la poesía mexicana. El esquema precedente podría ser muy cuestionable porque las fronteras temporales en el proceso incesante de la creación suelen ser artificiales y maniqueas; hecho que nos recuerda la opinión de Azorín y Antonio Machado para quienes no había poesía antigua y moderna, sino solamente poesía. Sin embargo, se Helena Beristáin resume el concepto de serie en los siguientes términos: “La estructura sistemática del texto remite, a partir de sus diversos planos (de la expresión y del contenido) y de sus diversos niveles (fónico-fonológico, morfosintáctico, semántico y lógico) a diferentes conjuntos estructurales que son su contexto y que constituyen un marco de producción que delimita ciertas características de la obra. Tales conjuntos estructurales vecinos son de la ‘serie literaria’, la ‘serie cultural’, y la ‘serie histórica’” (Diccionario de poética y retórica, México, Porrúa, 1985, pp. 443 - 444). 2

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debe conceder que, en casos específicos, el axioma planteado por nuestro premio Nobel puede aplicarse, como se ilustrará en la obra lírica de Jaime Augusto Shelley, en la cual se concretan los tres momentos de las series literaria, cultural e histórica de su tiempo. La poesía lírica de Shelley, como hecho verbal, está tocada por la vanguardia en su estructura. No hay en ella rescoldos de la versificación clásica ni de la preceptiva de las antiguas escuelas que tienen su vibrante estertor en el modernismo.3 Lo primero que destaca en ella es el cultivo del verso libre y del poema en prosa, los cuales se construyen con los recursos propios de la vanguardia, como son la imagen inusitada, la focalización de los objetos cotidianos, el monólogo, la divagación, la disolución de la anécdota, la transposición de los planos temporales y espaciales, el juego con los espacios en blanco mediante el uso de la segmentación y, desde luego, el uso de los recursos rítmicos para dar cohesión al poema: línea fluyente, enumeración, anáfora, aliteración, entre otros. He aquí un ejemplo: A modo de semilla Pródigamente, a modo de semillas, palabras hay que quiero fecundar en el surco de tu boca: palabras que sean de regocijo. Palabras sueño, palabras vida; palabras dichas, palabras mudas. El roce de una mano, el abrazo contra un nuevo cuerpo propio. El hallazgo penetrándote, descubriendo tu sabor a tierra labrantía. Tu humedad de fuego. El correr sin cause desnudándose en tus venas. Tu nacer y renacer. Tu agonía de segundos figurando desenlaces. Tu vientre habitado de tímidas luciérnagas.

3 Jaime Augusto Shelley declara sobre su poética: “No resisto las estructuras formales, académicas”., apud. Lorena Larenas Villaseñor, Biografía poética de Jaime Augusto Shelley (1957-1958), Tesis de Maestría, México, ffyl, unam, 2009, p. 68.


Tu respuesta al caos, al desorigen; Otro sueño que te nace: Niña risa, niño juego. Tus manos conservadas en palomas. Tus ojos piel. Tu boca origen. Tu cuerpo abrigo…4

En el poema anterior, se aprecia que la obra de Shelley tiene un influjo directo, en los aspectos formales, de la vanguardia, con ecos reconocibles del poeta argentino Oliverio Girondo, del brasileño João Cabral de Mello Neto y del chileno Nicanor Parra; de quien retoma algunos rasgos de la antipoesía, sobre todo en la deriva del humor, la ironía y el sarcasmo, como se aprecia en este ejemplo: Bovary somos todos Antes, el amor era temporal en universo escaso; se trataba, cuando mucho, de un mal pasajero. Uno de dos sobrevivía y entonces, permanencia de dolor. Hoy, es la serena lucha, a veces brutal, por encontrar la progresión. Fundir el eslabón de la cadena, accionar con mutua fuerza el acontecer de la vida y encontrar, por equilibrio, el justo medio. La lucha en torno al amor supone el fin del privilegio. ¿Es posible que al morir la bestia se extinga la pasión? 5

Respecto a las temáticas tratadas en la obra de Shelley, coincidimos con Eduardo Casar en estas palabras suyas, muy esclarecedoras: 4 Jaime Augusto Shelley, Herencia de hombre libre, selec. y pról. de Lorena Larenas Villaseñor, México, uam, p. 38. 5 Ibid., p. 22

Pero no sólo rehúye [Shelley] las formas monocordes sino que, además, rompe, a nivel de contenido, los puntos de vista apenas éstos comienzan a sistematizarse, agarran simetría o encuentran equilibrio. Como si Shelley, huyendo del lugar común, rechazara cualquier asomo de estabilidad. Donde no se apunta la ironía se sienta el escepticismo. Digamos que nuestro poeta no puede estarse quieto: salió rebelde, ni modo.6

Por otro lado, la serie literaria del autor nos permite ubicarlo en su época, para ello se debe reconocer que las particularidades del estilo forman parte de un constructo social en el que, debemos recordarlo nuevamente, influyen la tradición y la ruptura. Un autor totalmente original sería incomprensible y uno sumido en la tradición no tendría mucho qué decir en el tiempo presente. En este contexto, la obra de Shelley se compone de una suma de voces entre las que destacan, por mencionar a algunas, los poetas modernos franceses Charles Baudelaire, Paul Verlaine y Arthur Rimbaud; más los simbolistas Stéphane Mallarmé y Paul Valéry; más el vate norteamericano Walt Whitman y el chileno Pablo Neruda. Asimismo, entre sus contemporáneos comparte el tono con poetas del calibre de Rosario Castellanos, Marco Antonio Campos, Enrique González Rojo y Homero Aridjis, entre otros. La serie cultural de Jaime Augusto Shelley está marcada por los grandes movimientos de apertura que promueve la generación de medio siglo hacia las tendencias cosmopolitas en los ámbitos del teatro, la pintura, la música, la narrativa, el cine, entre otras manifestaciones artísticas de las que él mismo formó parte, como se documenta en el espléndida investigación de Lorena Larenas, Biografía poética de Jaime Augusto Shelley (1957-1958). Destaca, por último, la serie histórica, que en la obra de Shelley se observa en los poemas que recogen las problemáticas generadas por el sistema político 6 Apud. Lorena Larenas Villaseñor, Biografía poética de Jaime Augusto Shelley (1957-1958), Tesis de Maestría, México, ffyl, unam, 2009, p. 90.

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mexicano, cuyo proyecto económico ha sumido en la pobreza a amplios sectores de la población. También denuncia la corrupción y las persecuciones políticas que llevaron al clímax de la masacre del 68. Este suceso es recuperado por Shelley en su poema extenso “Himno a la impaciencia”; en él se muestra su vertiente crítica y reflexiva, también su deseo de confrontar la realidad para transformarla, tal fue la propuesta, en términos generales, de La espiga amotinada —volumen colectivo de poesía aparecido en 1960 y firmado por los poetas Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Jaime Augusto Shelley, Eraclio Zepeda, y Jaime Labastida— que afianzó el periplo de su vuelo. Pero a fin de cuentas, la lucha de todo poeta tiene su punto de encuentro en las palabras, principio y fin de todo poetizar, como postulaba Tinianov “la vida social entra en correlación con la literatura ante todo por su aspecto verbal”7 y es gracias al lenguaje, figurado en el poema, que podemos reconstruir la imagen del ser que lo creó: El pirú Mi árbol de infancia es el pirú. Los pájaros también lo sueñan. Recordaba ayer sus frutos rojos, duros y redondos; la manera que tiene de extender las ramas para hacer más sombra; el juego de luz que dan sus hojas, abiertas como una mano en señal de bienvenida.

7 Iuri Tinianov, “Sobre la evolución literaria” en Teoría de la literatura de los formalistas rusos, trad. Ana María Nethol, Selec. Szvetan Todorov, México, Siglo xxi, 1987, p. 97.

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Miré el valle que todavía quería ser lacustre y sus hijos naturales sembrados por doquier. Quise andar, de nueva cuenta, por las calzadas imaginando canales y chinampas. El pirú florecía por todas partes, sustento diario de pájaros que ya murieron o andan por las calles, mendigando.8

El poeta Jaime Augusto Shelley es como un “árbol distante”, cuya perspectiva le permite mirar la relatividad contradictoria del tiempo y el espacio para asimilarlos, de manera artística, en sus poemas. El poeta, como el árbol, infunde al tronco y las ramas sus hojas, frutos y colores para regocijo y alimento de las aves que, al cantar, devuelven con su gracia los dones recibidos. El poeta como el árbol une los tres estadios de la realidad: en el inframundo asienta sus raíces, en la superficie enfrenta el diario acontecer y en el azul profundo hunde sus ramas, para alcanzar los ecos de la divinidad que expresa sus deseos en porciones de poesía.

8

Jaime Augusto Shelley, op. cit., p. 88.


Celebración de Jaime Augusto Shelley

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Fotografía: cortesía de Lorena M. Larenas y Jaime Augusto Shelley

Teodoro Villegas

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Maestro: son tu obra, tus palabras, tu humanidad entera las que definen nuestro encuentro y cercanía, sirva este texto para expresar mi amor por ti, hermano, mediante tus palabras.

El acto de amor entre dos seres, se convierte así, en un inmenso canto de esperanza de la especie. Y el poeta trata de registrarlo, aun en la desesperanza, su inevitable contrapartida. Lo invoca cuando ausente, lo imagina cuando solo, lo exalta cuando pleno. El íntimo amor viene de muchos, aunque no se sepa y corre por generaciones, en su lecho de sangre, a irrigar sin que entendamos cómo, otras vidas, próximas o distantes, abriendo y cerrando mundos de carne y hueso al dolor y al placer siempre renovados. Jaime Augusto Shelley Nota introductoria, Material de Lectura, Poesía Moderna, unam. Cada poema es una pequeña odisea que no va más allá de lo cotidiano y que el mundo nunca es nuevo: lo que cambia es el oído que lo escucha y la voz de quien lo recrea. El poeta hace lo mejor que puede. Jaime Augusto Shelley

Hace cincuenta y un años, en San Ángel, vi por primera vez al poeta comprometido con la vida; salía de casa de Ermilo Abreu Gómez y Margarita Paz Paredes, imponente, majestuoso, guapo y muy bien vestido: bléiser azul marino, pantalón gris, camisa blanca, zapatos negros brillantísimos y uno de sus inseparables gazné de seda. Quedé impactado. El poeta de lucha estaba frente a mí, parte de la Espiga Amotinada en la acera de enfrente. El respeto y la inseguridad de mi edad y la poca cultura adquirida me hicieron esperar a que se alejara y poder entrar a ese recinto-refugio donde tantos crecimos y nos formamos al cobijo de sus amorosos dueños. Ávido de cultura, hacía teatro, impartía clases, escribía versos, me formaba políticamente, militaba y vivía la vida. Conocía parte de su obra y las de los demás espigos, me gustaba, quería ser poeta y quedé en constructor de versos. Poetas ellos que supieron encontrar lo que Jaime Augusto nos comparte en su poema “Postludium”, del libro Concierto para un hombre solo, colección La mosca muerta, 2001.

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Postludium

(antes del primer compás) El primer verso lo escribe dios P. Valéry

La poesía es un acto ordenado por poderes oscuros. La poesía es música antes que la música. La poesía es magia hecha de sentidos. Silbos de la víscera con un filtro tenue de razón. A las sílabas no les gusta pensar; les encanta estar, entretenidas, jugando a vivir. Cuando crecen, tienen hijos, cumplen años, se hacen cosas. Las palabras son latidos, toma tiempo saber qué más quieren. Son líquidas, sólidas, etéreas. No sabemos cuándo empiezan ni dónde terminan. Por ahí, la poesía asoma un ojo, una oreja, un pie. El camino de la poesía es el camino de los hombres. La poesía es la música en las piedras, los ríos y el viento. Y, como toda creación, vive asediada por un demonio.

Años después, en 1993, veintiséis para ser preciso, el maestro Shelley ingresa como profesor a la Escuela de escritores de Sogem. Soy su compañero en esa inolvidable aventura de creación; dieciséis años de convivencia y creciente amistad. Ahí conocí esa parte de su vida, de la que poco se habla, como formador y maestro que comparte sus saberes y secretos. Impartir la Historia de la Cultura Universal fue su primera tarea en la Escuela. Hombre íntegro, justo, honesto, crítico, con rigor formal y gran riqueza idiomática, testigo de su tiempo, de mirada alerta a la realidad social y extraordinaria memoria, lo que atestigua su creación literaria. Busca que los jóvenes alumnos se acerquen a los principios históricos de la filosofía, principios de nuestra mestiza humanidad, los lleva a la reflexión. En la convivencia, el maestro Shelley nunca dejó de serlo y nos fue acercando a su mundo de la amistad. Los jueves, después de las clases en la escuela, nos reunía en la mesa, con buena comida, mejor vino y alcohol, a quienes nos fuimos convirtiendo en un quinteto, mis hermanos: el maestro Shelley, René Avilés Fabila, Bernardo Ruiz, Eduardo Casar y quien esto escribe. Cinco visiones del mundo, cinco independencias, cinco formas

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de enfrentar la vida y la creación literaria, cinco voces en discusión permanente, con acuerdos y desacuerdos, pero siempre en el respeto al otro y la posibilidad de encontrar caminos en común. Uno de esos caminos es el que transitamos juntos en ese momento, la Escuela de Escritores de Sogem y su proyecto de formación literaria en jóvenes con aptitudes. Los planes de la escuela fueron modificándose ante las necesidades del proceso creativo y Jaime Augusto empezó a impartir Poesía III. Resultó un excelente profesor que convertía alumnos en apasionados buscadores de ritmo y música, de sentido y sentir, de poesía. Siempre con la voz del que construye y crea, el que sabe compartir sus amores y experiencias, un maestro que indaga en la problemática del ser humano, inmerso en la sociedad contemporánea para compartir su hacer y sus búsquedas. En esta etapa nuestra relación fue estrechándose gracias a las estancias en las diversas escuelas de la república, así pude convivir con él días completos en Guadalajara, San Cristóbal de las Casas, Puebla y Torreón. Ahora que cumples ochenta años, la escuela dejó de ser lo que era, los viajes no se dan y las convivencias son más lejanas, extraño no verte y convivir maestro-hermano. Tu voz retumba en el oído, su fuerza cimbra,

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cobija mi humana conciencia. tu voz, tu poesía son el silbo en el aire que perdura.

Hoy que vuelvo a tus letras te reencuentro y nuevamente quedo cobijado por la enseñanza profunda que me dejas. Finale lento (la otra cara)

Para Bernardo Ruiz Todos mienten: no importa. Nadie escucha. Proverbio popular

Pasados estos años con mi poesía del brazo. Trayendo el papel lo que nadie quiere. No preocuparse: se trata tan sólo de un pasajero fantasma de tiraje reducido. Jaime Augusto Shelley De Concierto para un hombre solo


Fotografía: Virginia Abrín

Jaime Augusto Shelley:

concierto para un hombre solo Iván Cruz Osorio

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Parece inevitable que al convocar a alguno de los nombres de aquellos autores que integraron el volumen La espiga amotinada (fce, 1960) se les mida con un mismo rasero y que tanto escritores y críticos emergentes supongan que se trató de un grupo compacto que escribió “poesía comprometida”. En nuestra literatura abundan las etiquetas, los clichés y se ausenta la investigación y hasta la curiosidad. Dentro de los muchos males que han acarreado las múltiples reediciones del libro Poesía en movimiento. México 1915-1966 (Siglo XXI, 1966), y la solicitud de académicos y coordinadores de talleres para que sus alumnos lo lean como la santa Biblia, se pueden contar como damnificados a los miembros de este no-grupo. Los poetas jóvenes reunidos en Poesía en movimiento se han quedado petrificados, lo que Octavio Paz espetó en el prólogo sobre los autores a partir de su lectura del Y King ha permanecido como punto de partida de la crítica sobre sus obras. Ahora bien, el caso específico de “Los espigos” dentro de dicho prólogo es notable por la mala leche con que Paz trata a estos herederos directos de la estética de Efraín Huerta, quien en aquellos años acababa de publicar el poema que lo regresaba al protagonismo de una poesía que fluía maravillosamente en el río de la historia: El Tajín (Pájaro cascabel, 1963). Y es precisamente este ángulo, el de la historia, en que Paz arremete: En 1960 apareció un libro, La espiga amotinada, que era la presentación colectiva de cinco jóvenes… El título del libro era romántico y un poco retórico. Los poemas también lo eran. La actitud del grupo pareció exagerada. Paso por alto la retórica y me quedo con el romanticismo y la exageración… los cinco han declarado que para ellos el ejercicio de la poesía es inseparable del cambio de la sociedad. Esta pretensión, en la segunda mitad del siglo xx, puede hacer sonreír. Por mi parte creo que, inclusive si se estrellan contra el famoso muro de la historia, pensar y obrar así es un punto de honra para cualquier poeta y más si es joven.1

Octavio trata con lacerante condescendencia a estos jóvenes que quizá se estrellen contra “el famoso muro de la historia”, con esta frase, no es descabellado suponerlo, indirectamente refiere a sus pares generacionales: Revueltas y Huerta. Cuando Paz comenta sobre los poemas de Jaime Augusto Shelley, lo hace siempre distinguiéndolo del resto del grupo como el más experimental. Esta apreciación genérica, no deja de ser cierta, pero esto ya lo advertían críticos de la época como Agustí Bartra, quien prologó el volumen

1

Octavio Paz, “Aviso” en Poesía en movimiento, p. 28.

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La espiga amotinada, y José Emilio Pacheco. Lo cierto es que los rasgos experimentales que la crítica apuntó en Shelley eran aquellos que lo acercaban a la poesía estadounidense emergente encarnada en Langston Hughes y la generación Beat. Veían en la obra de Jaime Augusto la incursión del modelo de improvisación, del vértigo, de la llegada a la página de formatos similares al de papel pautado, en pocas palabras, veían la llegada a nuestra lírica de la poesía inspirada en la libre creación de la música jazz y en sus poemas de denuncia un acercamiento frontal al lamento del blues. Para muestra este fragmento del poema “Occidental saxo”: En el acoso del odio y del deseo en el febril acoso de cientos de hormigas voraces en los recovecos perdidos entre la marisma de las gesticulaciones y los gritos y las roncas manifestaciones NIGHT & DAY Jazz Club Every day & all night long Entre pasillos atestados de sombras canales de cuerpo [azul y sombra golpes uniformes desde el bajo junto al piano canales de risa y el brillo dorado del saxo en los aledaños del sueño escondrijo así entre los dedos (para cogerse a la luna) Terronautas afanosos indescriptiblemente ateridos cuando las voces alcanzan el silencio es porque nada hay más que decirse y el alcohol se balancea ahíto en su alta torre de miedo Saxo es el eje de espanto merodeante

Esto por sí mismo no plantea una novedad, en la medida de que los estridentistas trabajaron su obra dentro del delirio del fox-trot y las jazz bands como el poemario Radio. Poema inalámbrico en trece mensajes (1924) de Kyn Taniya. El rasgo de distinción es que Jaime Augusto Shelley lleva la improvisación misma del jazz al poema, el tema gira en torno a la música y ésta cabalga por sí misma creando una atmósfera, un espacio. “Occidental saxo”, publicado en 1965, es un poema en que la música se apodera del verso y el poeta se deja llevar. Poetas de su generación asumieron esta misma

postura como Sergio Mondragón (1932) y José Carlos Becerra (1937), en mucho influidos desde luego por la música, pero tras ver los resultados en la obra de poetas como Allen Ginsberg, Lenore Kandel y Lawrence Ferlinghetti. Arnulfo Vigil, poeta y ensayista, apunta al respecto de esta poesía que acoge a la música jazz y al blues como guías: La poesía abre sus ventanas para que se incorporen nuevos ritmos logrados a través de la acentuación irregular, versos convertidos en versículos a la par de versos de arte menor, cobijados más por el aliento que por la métrica, y cuyo tono se da a partir de la respiración y no —ya no— de medidas establecidas… Los idiomas ya no rigen la poesía sino la forma de componer y la orientación que toma a partir de los signos de la música: jazz y del blues.2

Dos columnas rigen la trayectoria poética de Jaime Augusto Shelley, la primera es la crítica política y social y la segunda la música. Shelley es un melómano y lo ha dejado explícito en poemas en que ambas vertientes confluyen, por ejemplo en “Reino en la montaña” y “Baile de máscaras”, pero es su más reciente poemario publicado Concierto para un hombre solo (Plan C, La mosca muerta 5, 2001) en que Shelley concentra su melomanía con su crítica política en un solo volumen y el resultado es quizá su libro más rotundo, más variado en registros, en que el humor negro, el sarcasmo, el veneno, la contundencia, el romanticismo conforman un volumen de una madurez entrañable y envolvente. Concierto para un hombre solo somete al lector a una sesión puramente musical, el autor se deja llevar y nos conduce por los caminos que los distintos géneros musicales indican, para esto se sirve exclusivamente de formas clásicas de música occidental: allegretto, andantino, ángelus, suite, pasacalle, toccata y fuga, sonata, vals, réquiem, etc. Jaime Augusto retoma estos géneros y los reinventa dentro de la poesía, así los versos toman el carácter del ritmo musical, por ejemplo el poema “Después del réquiem”:

Arnulfo Vigil, “Blues poema Jazz”, en Alforja. Revista de poesía, número 44, primavera, 2008, p. 12.

2

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No por primera vez, empero, sucede. Los que antes no ahora empiezan a morir. mandan los que debieran obedecer. Mundo de sombras el que rige: la idea, un mal social que es preciso perseguir. Somos cantidad, somos espacio o somos tiempo. Simios ordenados por vía de las computadoras. Somos sombras. Somos, aunque no lo sepamos. Sombras, aunque no lo sepamos. O somos ruido, cosas que se gastan; estorbos somos en un mercado de puras novedades. No sabemos, nacimos muertos. Y eso, tampoco importa, porque: ¿quién sobrevive a la vida?3

Jaime Augusto Shelley en este poema crea un espacio en que su melomanía y la crítica social elaboran un texto demoledor. Un hombre de formación socialista, que vivió movimientos como el ferrocarrilero y el estudiantil de 1968, que vio la caída de la Unión Soviética se enfrenta a un mundo profundamente dañado por el capitalismo, por el neoliberalismo, que experimenta la enajenación del ocio dirigido a control remoto por gobiernos, empresarios y crimen organizado. A pesar de esto, su mirada no se ensimisma en la decepción, sino que asume su lado de humor negro al manifestar que, a pesar de la enajenación y orden que vivimos “tampoco importa,/ porque:/ ¿quién sobrevive a la vida?”. Jaime Augusto Shelley marcó diversos rumbos en que la poesía de crítica social y política podría eludir el sobado poema retórico ideologizante, moralizante. Con Concierto para un hombre solo nos muestra una manera más para acometer el horror de nuestra época.

3

Jaime Augusto Shelley, Concierto para un hombre solo, pp. 57-58.

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intervenciones Mateo Pizarro

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El derrumbe de las certezas:

Historia alternativa del siglo xx de John Higgs

Andrés García Barrios

Axis mundi, Ónphalos, Centro del mundo son algunos de los nombres de ese lugar geográfico simbólico desde el cual, según prácticamente todas las cosmogonías, surge el mundo o cobra nuevo sentido el que ya existe. De ahí, por extensión, llamamos axis mundi a cualquier cosa, física o mental, que le dé sentido a nuestra vida.

Si es cierto lo que decía Einstein de que el tiempo es lo que miden los relojes, hasta mediados del siglo xix el tiempo sólo existía de una forma vaga, medido por relojes tan flexibles como la posición del sol, las campanadas que anunciaban a misa y el canto de los gallos. Los relojes personales eran escasos y cuando la gente necesitaba fijar una hora común recurría al de la iglesia o al de algún establecimiento confiable. Además, prácticamente cada población tenía su propio horario local. El factor más importante para la proliferación del reloj de bolsillo y la creación de un horario mundial fue el tren. Dado que los diferentes horarios entorpecían su tránsito y provocaban alarmas y accidentes, la coordinación y la puntualidad se volvieron cosa de vida o muerte y la gente empezó a sincronizar los relojes. Sin embargo, el principal factor fue económico: ahora las mercancías no sólo viajaban con rapidez a través del mar sino que al tocar tierra seguían avanzando con igual fluidez hasta sus destinatarios. El comercio empezó a propagarse a ritmo incesante y la ganancia se volvió inseparable de la velocidad. El lenguaje que servía para hablar de dinero y tiempo empezó a regir la mentalidad humana. Por todas partes se hizo importante “llegar a tiempo”, se extendieron las nociones de “prisa” y “urgencia”, y la frase “Time is money” se apoderó de los corazones, recordándoles que cada mañana, al comenzar el día, se abría la oportunidad de “ganar” algo. El paso marcado de las horas servía para ir verificando subtotales, y la llegada de la noche dictaba el cierre de cuentas, tanto para los negocios como para el bien (o el mal) que uno había hecho. En la soledad del lecho, la gente empezó a hablar con Dios como con un apremiante supervisor de hacienda. Y así, al morir, uno “rendía cuentas”, registrando una especie de “subtotal” final, y se iba al cielo con la confianza puesta en los herederos, los hijos/socios.

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La necesidad de sincronizar relojes llevó a casi todos los países a exigir un horario mundial común, el cual llegó por fin en 1884 al designarse al Observatorio Real del municipio londinense de Greenwich como referencia para fijar un sólo horario para el planeta entero. Por eso, cuando en 1894 el anarquista francés Martial Bourdin decidió atentar contra algún poderoso símbolo del orden mundial, no tuvo que pensarlo dos veces para elegir su blanco. Aquel antiguo edificio se había convertido en el recién nacido ónfalo o axis mundi de la vida moderna, y el 15 de febrero de 1894, con una bomba oculta bajo la ropa, el terrorista se dirigió allá. No logró llegar al edifico porque el explosivo le reventó en el vientre un centenar de metros antes, pero aunque hubiera llegado es dudoso que consiguiera minar la hegemonía del “tiempo productivo” haciendo volar aquel ícono arquitectónico. Desterrar de la mentalidad humana la sede donde el nuevo “tiempo” se había instalado exigía sacudir fundamentos más profundos de la conciencia. El verdadero golpe lo dio Albert Einstein en 1905. En aquel “año milagroso”, como le llaman los científicos, el joven físico dejó claro que el siglo veinte no sólo sería singular por cerrar dos decenas de siglos (¡con lo que nos gustan a los humanos las decenas!), sino porque en él volverían a tambalearse las bases del mundo como no lo hacían desde hacía quinientos años, cuando quedó claro que el Sol estaba al centro del universo y que la Tierra era redonda. Una de las demostraciones de la Teoría de la relatividad comprueba que dos relojes igual de precisos, colocados sobre el mismo meridiano, pueden marcar horarios diferentes sin que estén descompuestos. Cuando se supo esto, la mente de los sabios sufrió un sismo. El subsuelo conceptual del mundo moderno empezó a sacudirse y la onda se fue propagando entre todas las mentalidades. Por desgracia, cuando alcanzó a las de los empresarios y comerciantes, ya iba bastante apaciaguada y parecía sólo una lejana anécdota; ninguno de ellos vio en la nueva ley del espacio/tiempo nada que afectara a su vida práctica ni a sus ganancias. Pero vinieron nuevos golpes a poner en entredicho otros axis mundi. El segundo fue en contra del de la guerra. La historia comienza un día de julio de 1914, cuando el archiduque Francisco Fernando de Austria se hallaba de visita diplomática en Sarajevo. Ese día el heredero al trono del imperio austrohúngaro sufrió dos atentados mientras viajaba en su auto; del primero salió ileso, pero varios civiles resultaron heridos. Los terroristas dieron el plan por fracasado y uno de ellos se fue a un café. Pero el archiduque y su esposa decidieron ir a visitar a los heridos. En el trayecto, el chofer que los llevaba “se confundió de calle y detuvo el vehículo justo delante” del café donde se hallaba el terrorista, y éste no tuvo sino que acercarse al carro, disparar a los pasajeros

Historia alternativa del siglo XX John Higgs Taurus, México, 2016, 256 pp.

y matarlos. La Primera Guerra Mundial comenzó con este fortuito pretexto. No pasa de ser una curiosa anécdota, sin embargo, parece sellar el destino de aquel conflicto bélico. Aunque sus causas eran (y siguen siendo) vagas para todos, la población se tranquilizó cuando los mejores estrategas aseguraron que todo terminaría a más tardar en Navidad, con un mínimo saldo en vidas. Sin embargo, la guerra se prolongó más de cuatro años y la cantidad de muertos rebasó todos los conceptos que la gente tenía sobre lo que era un hecho de armas. Lo que debía ser otra hazaña heroica se convirtió en una masacre provocada por motivos poco claros. La desaxismundización continuó en todos los órdenes, políticos, sociales, económicos, científicos, artísticos, religiosos, todos. La mecánica cuántica, demostró que la realidad —aún la más “real”, la más material— está regida por la incertidumbre. Y aunque Einstein mismo puso el grito en el cielo y declaró que la verdad científica no está sujeta al azar pues “Dios no juega a los dados”, las evidencias de la nueva teoría hicieron que otra vez cundiera el pánico entre los sabios. Si incluso la solidez y la estabilidad de los objetos físicos podía ponerse en duda, ¿qué se esperaba de la personalidad humana, de las formas de gobierno o del arte?

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Los cimientos temblaban y lo inconcebible se hacía real: un mingitorio puesto del revés en un museo trastocaba el concepto de belleza; se dio por hecho que “los marcianos llegaron ya”, la apariencia comenzó a prevalecer sobre la presencia y la imagen sobre la realidad; se impuso la idea de que somos solo la punta de un iceberg inconsciente; las mujeres, destinadas a ser madres, emprendieron una lucha a favor de la anticoncepción; los hijos comenzaron a aleccionar sus padres; se confirmó que, así como décadas atrás el sabor de un pan en la boca de Marcel Proust había desatado miles de páginas de recuerdos, también el aleteo de una mariposa podía provocar un huracán; la codicia se volvió buena; el ser humano puso el pie en la Luna, y dos años después el dinero se despojó de su ser material tirando el pesado lastre del oro y levantando el vuelo hacia un “crecimiento infinito”. Ochenta familias acumularon más riqueza que la mitad de la población mundial; los gobernantes comenzaron a aplicar mano dura para acabar con el gobierno… Cada vez que uno de estos ónfalos desaparecía, la gente perdía piso. Las crisis se hicieron tan frecuentes que las personas tuvieron que buscar refugio en el último bastión existente: en sí mismas. Quinientos años atrás, cuando las esferas celestes empezaron a moverse, Martín Lutero encontró consuelo en reconocer que él, como cada ser humano, se hallaba solo ante Dios. Ahora, en el siglo xx, el Creador se había tomado unas vacaciones y la única opción fue un individualismo recalcitrante que acabó triunfando sobre todos los intentos comunitarios de reconstruir el “centro del mundo”. El éxito de la frase de Margaret Tatcher, “la sociedad no existe”, dejó claro que la mayoría aceptaba que los deseos del individuo eran ahora la única garantía de bienestar. Fue entonces que el posmodernismo intentó conducir al individualismo en una dirección honesta. Después de todo, era evidente que los esfuerzos históricos por crear verdades sociales compartidas acababan siempre con un pequeño grupo adquiriendo poder e imponiendo su verdad a todos. Además se había demostrado, incluso científicamente, que la infinitud de perspectivas y la falta de certezas absolutas no estaban peleadas con la vida práctica, y que era posible crear con ellas toda la tecnología necesaria para la era moderna. Y en el terreno moral, si bien era cierto que la pluralidad y la incertidumbre hacían imposible conocer las verdaderas consecuencias de nuestros actos y por lo tanto responsabilizarnos por completo de ellos, un individualismo asumido y consciente podía, gracias justamente a esta honestidad sin cortapisas, imbuirse de espiritualidad y favorecer intercambios humanos más auténticos, más desinteresados. Finalmente llego la “red”, esa ubicua forma de comunicación que es capaz de conectarnos a cada uno con nuestros semejantes. En el nuevo milenio los individuos han

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empezado, si no a organizarse, sí a hacerse otra vez responsables de sus actos, y ello no porque la conciencia individual contenga en sí misma la consideración del bien de los otros, sino por algo tan simple como que, a través de Internet, nuestros actos más insignificantes pueden colocarnos de pronto en el centro de todas las miradas. Los nacidos en el siglo veinte vivimos esta multivisión como signo de que una gran paranoia se ha apoderado de los tiempos, y lamentamos que la ética llegue a basarse en ella. Sin embargo, los nuevos habitantes del milenio, mucho más resilientes, más flexibles y recuperables, ven todo con otros ojos. Vuelven a ser parte de una comunidad que, sin privarlos de su individualidad, les advierte —prácticamente a cada instante— de las posibles consecuencias de sus actos; en compensación ellos responden entre otras cosas tomándose y enviando selfies, lo cual a muchos veteranos nos parece un puro egocentrismo porque no sabemos que esos autorretratos no tienen ningún valor, ni para el autor ni para nadie, si no se comparten, es decir si no se ponen a disposición de la red y salvaguardan así el espíritu de pertenencia y colaboración, por completo contrario al individualismo neoliberal que intenta por todos los medios que cada uno de nosotros se sienta el único centro del mundo. * Estas reflexiones se inspiran en las ideas del escritor y periodista británico John Higgs en su texto Historia alternativa del Siglo xx. El libro es una aventura de divulgación original, explosivo y muy convincente. Sin embargo resulta curioso encontrar bajo ese título un texto que describe una época en la que se abolieron todos los axis mundi, y es que eso mismo que llamamos Siglo xx fue uno de ónfalos más sólidos y venerados durante los cien años anteriores al 2000. Aferrarnos a un calendario ha sido milenariamente una forma de acotar con límites humanos lo incomprensible y dar un eje mítico al mundo. Ese sagrado ritual cronológico se hizo aún más poderoso en tiempos en que billones de personas vivíamos convencidas de que haber nacido en el Siglo xx nos hacía especiales. Pocas veces, en épocas anteriores, los seres humanos se habrán identificado tanto como lo hacíamos los “sigloveintenses” con “nuestro tiempo”. Ahora, traspuesto el milenio, esa veneración no se ha disuelto del todo. A pesar de este detalle inadvertido (o advertido pero quizás dejado pasar por motivos de mercadotecnia), el libro resulta una deliciosa versión de la tragicomedia del siglo veinte. Durante buenas horas de lectura nos mantiene fascinados, arrojando luz en zonas oscuras, e invitándonos a una forma de pensar más humanista y propia. Historia alternativa del Siglo xx de ninguna manera nos “quita el tiempo”. Quizás nos abre a uno nuevo.


Entrever la extrañeza:

Todos los ruidos del mundo de Cecilia Magaña

Nora de la Cruz

Leí a Cecilia Magaña en la antología Lados B 2015, publicada por la editorial independiente Nitro Press. Era una de las presencias más notables del volumen: derrochaba imaginación y su relación con el lenguaje mostraba una naturalidad deliciosa. Por eso mi interés por leer su más reciente colección de cuentos, Todos los ruidos del mundo, publicada por la editorial Paraíso Perdido, también independiente, fue inmediato. El libro está compuesto por diez relatos breves y atípicos, vinculados entre sí sobre todo por el desconcierto que producen. El título, acertadamente llamativo, se desprende de la cita de Ovidio que sirve de epígrafe: “Siento vibrar tu voz en todos los ruidos del mundo”. No se aclara a qué obra del poeta latino pertenece la frase, lo cual puede despertar en el lector incisivo la primera interrogante, sobre todo si quiere hallar en este código inaugural una clave para interpretar la obra. Yo terminé por rendirme: no descifré el enigma. Confieso con enorme frustración que lo mismo me sucedió con algunos relatos: tuve que leerlos más de una vez en busca de un significado contundente. Si pensamos que un autor ofrece, en un libro, un concepto del género que aborda, y de la literatura, podríamos decir que Cecilia Magaña entiende el cuento en un sentido poco clásico. No hay arcos narrativos cerrados, ni finales epifánicos, ni sorpresas. Existen personajes o situaciones críticas, o personajes peculiares en situaciones críticas, y en torno a ellos un desfile de objetos, gestos y datos que no producen un avance en la trama, o un efecto temático, sino que acentúan el desconcierto, el sinsentido de la vida podríamos decir si la intención fuera ser grandilocuente. Lo anterior es, sin duda, arriesgado, lo cual es siempre una buena cualidad en la literatura, pero en esta obra tiene resultados dispares. Posiblemente porque la autora presenta relatos que se orientan, en general, de dos modos. Un par de ellos —“De médiums y poetas”, “¿Se te olvidó algo?”— pareciera estar construido con una ambigüedad propia de lo fantástico como base. En el primer caso, es efectiva, pero en el segundo no tanto, pues el cuento descansa excesivamente en la sorpresa final. En una segunda lectura uno empieza a notar las señas que la autora nos da para descifrar el desenlace, pero se presentan con tanta ligereza que sólo en

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la relectura las notamos. Y aunque al final nos preguntamos qué sucede, no podría decirse que se deba a que el relato da lugar a lo fantástico, sino a que su sentido no es del todo claro. Esto ocurre también en “23 escalones”, un cuento que parece confiar en la elocuencia de sus detalles, que brinda profusamente. Hay una especie de pepenador enamorado de su vecina, quien sufre los maltratos de su marido, aparentemente pintor. Cuando la mujer entra al departamento del protagonista (¿hay realmente un protagonista?) revela que se sabe observada y que, a juzgar por su actitud, no le importa. El hombre tampoco reacciona ante la intrusión. Lo último que vemos, en un desenlace anticlimático, es la marca que deja un envase de leche sobre la mesa, sin que sepamos muy bien lo que representa. ¿El pasmo, la abulia, el abandono de la realidad inmediata, o simplemente el tiempo que dura el encuentro entre los personajes, apenas el suficiente para que la leche comience a entibiarse y sudar luego de haber sido sacada del refrigerador? En este punto infiero que la apuesta de Cecilia Magaña para interactuar con el lector es proponerle situaciones que sugieran cosas, pero no terminar nunca de explicarlas por completo. Eso ocurre, por ejemplo, en el cuento con el que se inicia el libro, “Génesis”, en el que una mujer y su pareja sufren un accidente, y la manera en que sus reacciones revelan la realidad de su historia en común. Es un acierto abrir el volumen con este relato, pues es una buena muestra del tono del resto, y del interés de la autora por entregar historias abiertas, cotidianas en cierto sentido, pero al mismo tiempo extrañas. Un ejemplo mucho más contundente es “Un palo en la cabeza”, en el que una joven se interna en el bosque, toma fotos de algo o alguien, para impresionar a sus amigas o compañeras de escuela. En esta historia podemos notar otro elemento recurrente en el libro: el uso de títulos llamativos cuya relación con el contenido del texto parece parcial u oblicua. En este caso se trata de una frase que el padre de la protagonista le dice y que ella interpreta a su manera. Si bien la tensión funciona mejor que en otros textos del conjunto, también falta densidad al construir los objetos del desconcierto: el cuerpo en el bosque, la razón por la que la protagonista responde a las presiones de las otras chicas, por ejemplo. La duda que nos produce el relato no termina de ser honda, a pesar de que resulta evidente el recurso de guardarse información y contar menos de lo que se esperaría. Esto, en cambio, funciona mucho mejor en “Mutis”, a mi parecer el relato más memorable del libro. En él, un actor de doblaje está a punto de ser padre; en los incidentes narrados, todos triviales, podemos comprender los matices del personaje y su relación con la paternidad, representada por su propio

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padre y por el nacimiento de su hijo. El lugar común se salva con ingenio y sentido del humor, y el final abierto es auténticamente sugerente, bien logrado. De manera análoga, hay un relato semejante, no desprovisto de ironía: “Síndrome”, la historia de una mujer sin hijos que padece una maternidad patológica. En este caso, sin embargo, el texto parece más unívoco, aunque eso no lo demerita. Del otro lado del espectro, “Bazar” y “No es un secreto que te amo” son historias extrañas, con pocos asideros, que por momentos pueden parecer sueños y que, si bien pueden despertar la curiosidad, no terminan de ser completamente sólidas. Si la intención de la autora es que el lector colabore con el texto y complete el sentido, estos textos son los que demandan más de él. Quizás en la poética de Cecilia Magaña lo que menos importe sea la univocidad del sentido, pero esa apuesta, llevada al extremo, puede desembocar en relatos crípticos, de difícil acceso. Esta colección, al menos, requiere un tipo de lector muy específico, nada clásico. Curiosa decisión citar a Ovidio para nombrarlo.

Todos los ruidos del mundo Cecilia Magaña México, Paraíso Perdido, 2016, 88 pp.


Memorias de guerra de una pequeña francesa de Marie-Claire Figueroa1 Miguel Ángel Covián González

La uam acaba de publicar un importante libro de memorias de Marie-Claire Figueroa, crítica literaria y escritora fallecida el año pasado. El libro me parece importante por varias razones. Una de ellas es que nos permite acercarnos a Marie Claire, una escritora inteligente, interesante y divertida.1 Conocí a Marie-Claire en 1982. Era una mujer ágil, de cabello corto y rubio, casi blanco, de ojos pequeños y azules, muy pícaros. Poco dada a los afeites, parecía mayor de sus cincuenta años, además de que era directa, seca y poco dada a andar contemporizando con nadie. Tenía a su cargo la Unidad de Documentación del Programa de Estados Unidos (a la postre de América del Norte) del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México. Francesa de nacimiento y mexicana por decisión propia, no era fácil abordarla. Quizá podríamos decir de ella, como decía la niña Paloma de la novela de Muriel Barbery acerca de Mme. Michel, que tenía “la elegancia del erizo: por fuera cubierta de púas, una verdadera fortaleza, y por dentro poseedora del refinamiento sencillo de los erizos, falsamente indolentes, tremendamente solitarios y terriblemente elegantes”. Marie-Claire parecía dura, sí, pero más por ganas de parecerlo que por otra cosa pues tenía un gran sentido del humor y no hacía falta mucho para hacerla carcajear. “Me tachan de francota, de imprudente”, nos dice ella misma en su libro. Sin duda era lo uno y lo otro y por eso era tan interesante. Hosca por fuera y sensible por dentro, a Marie-Claire le gustó siempre andar por caminos diferentes: los de Francia y Suiza como niña en tiempos de guerra y los de México cuando se enamoró de Gonzalo, los de San Jerónimo y los del Ajusco, los de Polanco y los de Tepec, los de San Diego y los de Etla, los de París y Bruselas y Puerto Vallarta y Atenas, Libreville y el avión al que se pudiera trepar…

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Texto leído en la presentación del libro el 2 de marzo de 2017 en la FIL Minería.

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“Soñaba con viajes largos alrededor del mundo”, nos dice Marie Claire en sus recuerdos de niñez, y vaya que cumplió el sueño. Toda su vida fue, como decimos en México, muy pata de perro. Su naturaleza rebelde, como ella misma la llamó, la llevaba a tomar siempre caminos nuevos. Le gustaron los caminos de esposa y ama de casa, los de madre, abuela y suegra, y también los de la investigación y la docencia, los de la lectura y los de la escritura, los de la conversación y los de la amistad. También los de la soledad. Sus amigos de su casa de fin de semana, en Tepec, sabían que aunque estaba ahí y los apreciaba, no por ello podían llegar de improviso a platicar y quitarle el tiempo. Un erizo, pues… Marie-Claire podía ser rebelde, dura y terca, que es otra forma de ser disciplinada. Por ello, por disciplina, se puso a estudiar español en su juventud, ruso en su madurez, y por ello mismo se puso a escribir. Logró, además de muchos otros, esos tres objetivos. Podía ser al mismo tiempo generosa, dedicada y curiosa, divertida y golosa. “Mi gula no tenía límite”, recuerda de su infancia. No la tuvo de pequeña, pues como señala en su libro de memorias, no había frasco de mermelada, terrón de azúcar o barra de chocolate que se le escapara. “Cuando de comida se trata, podía vender mi alma al diablo...”, nos dice ella misma. De muestra un botón. Su libro de memorias incluye recetas de conejo al coñac con setas (conejos que iba a cazar con su tío Edmond), de codornices a la naranja con manzanas, y también recetas de mermelada de fresa, membrillo o zarzamoras… Yo así la conocí: golosa, curiosa, ávida de dulces y también de lecturas. Hace treinta años empezamos a platicar de libros y de autores. Intercambiamos impresiones sobre las entrevistas que ya desde los años cincuenta hacía la Paris Review a famosos escritores sobre cómo y cuándo y por qué escribían, si de día o de noche, si en la cama o de pie, si a mano o a máquina… No había todavía computadoras. Intercambiamos novelas y hasta discutimos si la magia de Borges se presentaba sólo al leerlo en la adolescencia o si Nabokov era en verdad genial o sólo un inteligente administrador de fuegos de artificio literarios.

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Yo salía de la adolescencia y descubría y me apasionaba por autores que no conocía, pero me da la impresión de que esa Marie-Claire que todavía no soñaba en tener nietos y que trabajaba en El Colegio de México y atendía a sus hijos y su marido en San Jerónimo y que compraba un terreno en Tepec y luego construía ahí su casa de fin de semana y hacía mil otras cosas descubría al mismo tiempo su vocación de ensayista y escritora. Quien quiera acercarse y disfrutar un poco de quien fue Marie-Claire la niña, la hija de una madre poco afectuosa y la nieta de una abuela un tanto hosca; quien quiera acercarse a Marie-Claire la hija de una familia paterna de alsacianos, los Fisher, y de una familia materna de normandos, los Mansel; quien quiera ver a la amorosa hermana mayor de Francis y Bernard; a la mujer que atravesó diez mil kilómetros para venir a México enamorada; a la esposa y madre de cinco niños, a la profesional; y también a la escritora, podrá encontrarla —completita— en su libro de memorias. Otra razón por la que este libro es importante es porque nos ofrece muy gratos recuerdos, momentos de luz, de una niña en tiempos de guerra. Memorias de guerra de una pequeña francesa nace, nos dice la autora, de su deseo de “relatar fragmentos de una época desconocida por mis hijos y, con más razón, por mis nietos”. Sin duda lo logra. Se trata de una época y una guerra que, sin duda, a los mexicanos nos quedan muy lejanas. Me quedan lejanas a mí y a mis hijos pero también le quedaban lejanas a mis padres y a mis abuelos. Ninguno de ellos sufrió, como MarieClaire o sus contemporáneos, los rigores de la Segunda Guerra Mundial: hambre, persecuciones, bombardeos, destrucción de pueblos y ciudades, etcétera. Al contrario. Si recordamos bien, para nosotros la Segunda Guerra Mundial fue una época de auge. Fuimos solidarios, sí, con Etiopía, Austria y Polonia, con España, por supuesto, víctimas todos del fascismo. En México recibimos primero a los niños de Morelia y luego a una gran multitud de refugiados españoles, luego a judíos, con el tiempo a chilenos, argentinos, bolivianos, un flujo permanente de libaneses. Siempre abrimos los brazos a quienes se sintieran perseguidos.


Memorias de guerra de una pequeña francesa Marie-Claire Figueroa México, uam, 2016, 228 pp.

Pero a finales de los años treinta nosotros estábamos ocupados no en la Segunda Guerra Mundial sino en asuntos que nos parecían mucho más importantes. Retomar la riqueza de nuestro subsuelo, por ejemplo. Eso nos llevó a la nacionalización del petróleo por el presidente Lázaro Cárdenas en marzo de 1938 y nos enemistó con las principales potencias de la época. Pues bien, la Segunda Guerra Mundial hizo que los roces y rencores con otras naciones —y que fueron resultado de la nacionalización petrolera— pronto desaparecieran. Nuestro esfuerzo de guerra no fue propiamente bélico, aunque sí participamos con el Escuadrón 201 en las Filipinas hacia 1945. También participamos, y no es poca cosa, con alrededor de 250 mil soldados de origen mexicano en el ejército de Estados Unidos. Aunque entramos a la guerra formalmente después del hundimiento de dos buques petroleros por los nazis, en 1942, nuestro esfuerzo se dio sobre todo en la producción de bienes y mercancías necesarios para la guerra. El país contaba con recursos naturales indispensables para la industria bélica — cobre, zinc, grafito—, además de ganado, cerveza y productos agrícolas. Las exportaciones estimularon el crecimiento y el desarrollo económico de México, además de que nos permitieron forjar una alianza franca e indestructible con nuestro vecino del norte. Los años de la Segunda Guerra Mundial fueron para nosotros los mexicanos años de prosperidad inaudita.

En sus recuerdos, Marie-Claire nos habla de las privaciones que se vivieron en Europa y de las estancias en las casas de los tíos para alejarse de las ciudades que resultaban un peligro por los bombardeos. Nos describe la casa de los abuelos maternos en Caudebec, y cómo fue hecha cenizas por los ingleses, que en torpes bombardeos querían destruir los puentes sobre el Sena para que no pasaran los nazis y lo único que lograron fue no dejar piedra sobre piedra en la ciudad. En París le toca someterse a las sirenas antiaéreas, al descenso nocturno a los refugios, pero aún en esos casos ganaba la niñez pues todo eran correteos y juegos infantiles. Lo que más me gusta de estas memorias de guerra es que si bien describen una situación difícil, lo hacen siempre desde los ojos inocentes y poco dados al drama de una niña que ve trascurrir la vida sin problemas, acompañada de sus hermanos, de sus tíos, en ciudades distantes de París, recogiendo hongos, aprendiendo a bordar, preparando su primera comunión, llevada por la Cruz Roja a Suiza a casa de un familia de acogida —los Meyer, un matrimonio con tres hijas— al término de la Segunda Guerra Mundial. Quien quiera un relato vívido, franco y muy bien escrito de cómo vivió una niña de siete a catorce años una época difícil como la de la Segunda Guerra Mundial tiene en estas memorias el libro que estaba buscando. Gracias a la uam y gracias a Marie-Claire por ofrecernos estas interesantes memorias de guerra.

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Una expedición reflexiva Gustavo Íñiguez

Caminar puede entenderse como sinónimo de vivir si reflexionamos que una de las grandes metáforas asumidas por el imaginario es la de la vida como camino. El hombre es, entonces, quien debe andar, detenerse y tomar una de las posibilidades que se le presentan. Esto me conduce, casi naturalmente, a una de las variaciones más afortunadas que encuentro: la que propone el poema de Robert Frost “The road not taken”. En Frost, la vida se vuelve una ruta hecha de caminos en la que el “viajero solo” se encuentra ante la encrucijada: “Dos caminos se bifurcan en un bosque y yo,/ yo tomé el menos transitado,/ y a eso se reduce toda la diferencia”. Esta diferencia, que en el poema está marcada por la libertad de elección, es un tópico coyuntural en el que me apoyo para referirme a lo que la caminata otorga. Frédéric Gros1 define la expedición, que diferencia de la marcha, como una libertad agresiva, salvaje, que se consigue con llegar a estar en lo que él llama el “gran afuera”, y caminarlo. Es ahí donde el hombre se encuentra con su propio límite frente a la naturaleza y, entonces, “andar puede provocar excesos: un exceso de cansancio que lleva la mente al delirio, un exceso de belleza que sobrecoge el alma, un exceso de ebriedad en las cimas, en lo alto de los puntos de montaña (el cuerpo estalla). Caminar acaba por despertar en nosotros esa parte rebelde, arcaica: nuestros apetitos se vuelven toscos e intransigentes, nuestros ímpetus, inspirados”. La síntesis con la que define la expedición plantea lo nutricio, la multiplicidad de elementos que recoge quien camina: la exuberancia que puede desencadenar lo poético. Podríamos pensar en Whitman, en el sentido de lo poético que se desencadena a partir de andar, como el caminante por excelencia. La totalidad de su obra da cuenta de un largo recorrido en la que el poeta nos narra su exuberante expedición: enumera el exceso en sus mínimos detalles; expone el delirio de estar enyerbado de paisaje o la belleza que alcanza la altura de la sensualidad que embriaga al cuerpo hasta conducirlo al estallido (como sucede

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Andar, una filosofía, Frédéric Gros, Espña Taurus, 2014, 284 pp.


al cuerpo en las altas montañas en Gros). Whitman, el Jesús norteamericano, como lo ha llamado Harold Bloom,2 nos deja la experiencia de que a la expedición se parte con el cuerpo:

La piel de la noche nos envuelve y el pensamiento de la noche nos rodea, nos abriga y nos desnuda, nos deja solos, a la intemperie, en medio de la inmensidad de la creación interminable.

Como Adán, temprano en la mañana, salgo de mi morada repuesto por el sueño, mírame a mi paso, escucha mi voz, acércate a mí, tócame al pasar, desliza sobre mi cuerpo la palma de tu mano, no tengas miedo de mi cuerpo.3

En este poema, la imagen de ese “gran afuera” sobre el que hemos reflexionado nos deja ante la impronta estética que conforma Pasos y pies: esa exuberancia que resulta del ejercicio dialógico que realizan los pies en el paso. La idea que queda de este diálogo físico, y que Courtoisie conduce, desemboca en el lenguaje para que se manifieste el poema. La altura en la intensidad de estos textos lleva al lector a percibir los excesos a los que se refiere Gros y que aquí están presentes de una forma hábil, con la que se alcanza la síntesis. En el poemario más reciente del poeta uruguayo el lector está expuesto a experimentar la sensación de una gran expedición reflexiva y estética.

Al asimilar los elementos que se cruzan para conformar la metáfora esencial de la vida como camino, el poeta uruguayo Rafael Courtoisie añade un elemento más: el libro. Con esto llega a la resolución de un silogismo: “El libro se escribe mientras se camina en una inmensidad minúscula […], cada huella junto a otra forma una palabra diferente y cada grupo de palabras un laberinto de caminos: se encuentran, se bifurcan, se curvan…”. La vida que en Robert Frost se presenta como una ruta hecha de caminos y que en el poema presenta la bifurcación, en Courtoisie va más allá en una variación notable: la vida como laberinto. Desde esta perspectiva de lo intrincado, parte; y, sin perder la libertad electiva, la cuestiona al sujetar la voluntad al deseo para decirnos: “quien camina está condenado a llegar./ Caminar es la expresión de un deseo con los pies”. El libro de Pasos y pies puede leerse, así, como un deseo que impulsa al poeta e invita al lector a seguirlo: en este poemario la escritura de Courtoisie es una expedición (guiada) a un laberinto. La sensibilidad del caminante lo lleva a detenerse de tanto en tanto a contemplar y, ahí, recoger los elementos de la reflexión en una caja vacía (“¿Por qué esta caja de cartón vacía, estúpida, insignificante,/ no cesa de cantar en la existencia?”). Este espíritu recolector (en su raíz etimológica también implica lectura) parece una consecuencia natural del caminante, que lo lleva a formar un gabinete con lo que ha reflexionado a partir de lo visto. Intercalando los poemas que reflexionan sobre la caminata y los que se refieren a los conceptos que se elevaron de las cosas por las que ha pasado los ojos, nos dice lo que ha decidido leer; retoma el concepto de la libertad que, aunque en la constante encrucijada del deseo nos transmite, en la expedición es salvaje.

El canon occidental, Harold Bloom, Barcelona, Anagrama, 2012, 592 pp. 3 Más de dos siglos de poesía norteamericana, selección y prólogo de Eva Cruz, México, unam, 1993. 2

Pasos y pies Rafael Courtoisie Guadalajara, Mantis editores, 2017, 68 pp.

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colaboran Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977) Narrador y reseñista. Es autor, entre otros, de los libros de cuento Ella sigue dormida, El clan de los estetas y las novelas La mujer de los macacos y Por una cabeza. Ganó el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo. Ex becario del Fonca y colaborador de diversos medios digitales e impresos. Benjamín Barajas (Michoacán, 1965) Es doctor en Letras por la unam. Es autor del Diccionario de términos literarios y afines, y preparó la edición de la poesía completa de Dolores Castro para el Fondo de Cultura Económica: Viento quebrado: poesía reunida, 2010. Ha publicado, entre otros, Divagando en la voz, Luz de la memoria, Pasión encerrada, La terquedad relampagueante y Ríos vigentes. Mariana Bernárdez (Ciudad de México, 1964). Estudió Comunicación (Universidad Anáhuac) y tiene maestría y doctorado en Letras Modernas (Universidad Iberoamericana). Sus más recientes publicaciones son Simetría del silencio (2008) y Ramón Xirau hacia el sentido de la presencia (2010). Miguel Ángel Covián Internacionalista, diplomático y editor egresado de El Colegio de México y de la Escuela Nacional de Administración de Francia. Ingresó a la Secretaría de Relaciones Exteriores en 1986, donde se desempeñó, entre otros cargos, como director de publicaciones del Instituto Matías Romero y miembro de la Comisión editorial de la Cancillería. Es autor de diversos ensayos sobre temas internacionales y compilador del libro La Cumbre del Milenio ¿hacia dónde van las Naciones Unidas? Actualmente se desempeña como consultor editorial. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Iván Cruz Osorio (Tlaxiaco, Oaxaca, 1980). Poeta, editor, crítico literario y gestor cultural. Actualmente es codirector y editor de Malpaís Ediciones. Autor de los poemarios Tiempo de Guernica y Contracanto. Fue becario del programa Jóvenes Creadores en el área de Poesía en el periodo 2009 - 2010. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del INBA en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje en 2010 y el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra en 2013. Es autor del libro El fuego de las noches. José Homero. Poeta, ensayista y editor. Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000). Ha publicado, entre otros, el libro de ensayos La construcción del

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amor y los poemarios Vista envés de un cuerpo, Luz de viento y La ciudad de los muertos. Gustavo Íñiguez (Jalisco, 1984). Autor de Dromedario (2008) y de Espantapáramos, publicado en 2013 con el apoyo del ceca Jalisco. Becario del pecda 2015. Junto a Luis Armenta Malpica compiló Equinoccio. 50 poemas ecuatorianos del siglo xx. Autor de la columna crítica semanal “Muérdago” en el sitio bajopalabra.mx. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2010), Tiempos de Furia (Ediciones B, 2013) y El canto circular (Instituto Literario de Veracruz-Conaculta-INBA, 2013). Es jefe de redacción de Playboy México. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2004 - 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam con un proyecto sobre movimientos sociales y empoderamiento de mujeres en contextos políticos informales y urbanos. Es colaboradora de medios como La Repubblica y Milenio Diario, entre otros. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jaime Augusto Shelley (Ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro, La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su más reciente libro es Mar de la tranquilidad, editado por la uam. Antonio Toca Fernández (Ciudad de México, 1943). Estudió Arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Teodoro Villegas (Coatzacoalcos, 1946). Docente de la carrera de Comunicación Social en la unidad Xochimilco de la uam. Se ha desempeñado como guionista, articulista, director de escena, locutor, productor y coordinador de Radio Educación. En 1996 publicó el poemario Inventar el amor.


Novedad editorial

Próximas ferias del libro en las que participará la UAM

Colección El pez en el agua Serie Poesía

CD MX

C

M

Canto del guerrero José Francisco Conde Ortega

Y

CM

MY

CY

CMY

De Jorge Manrique a Jaime Sabines, cada verso de Canto del guerrero es la celebración memoriosa del padre-guerrero que se canta en una propuesta ética, estética y vivencial.

K

Feria del Libro de la UAA Del 6 al 10 de septiembre de 2017 Universidad Autónoma de Aguascalientes. Feria del Libro de Vivienda Del 25 al 29 de septiembre de 2017 Oficinas Centrales del Infonavit, Ciudad de México. Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia Del 29 de septiembre al 8 de octubre de 2017 Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México.

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

www.casadelibrosabiertos.uam.mx


Tiempo en la casa 44, septiembre de 2017 Revista mensual de cultura

“La música de Erick Zann” y “Celephais”, Howard Phillips Lovecraft Versiones de Bernardo Ruiz

Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 44 • septiembre 2017 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Entre la cartografía inicial de una experiencia onírica y la nostalgia inconsciente de un mundo presentido y portentoso, nuestro suplemento electrónico ofrece al lector un par de muestras elocuentes de la narrativa del oriundo de Providence, Rhode Island: H.P. Lovecraft.

NOVEDADES EDITORIALES

El retorno de los brujos: un acercamiento al Boom latinoamericano

Jaime Augusto Shelley

ANTROPOLOGÍA Ir al cine. Antropología de los públicos, la ciudad y las pantallas

• Ochenta años de Jaime Augusto Shelley •

80 aniversario

• Entrevista con el fotógrafo Narciso Contreras •

casadeltiempo • número 44 • septiembre 2017

Ana Rosas Mantecón

ARTE Samuel Beckett electrónico: Samuel Beckett coclear Luz María Sánchez Cardona

GÉNERO Feminismo, cultura y política. Prácticas irreverentes Mónica I. Cejas (coord.)

INGENIERÍA Teoría de la plasticidad aplicada a los procesos de formado de metales

Lucio Vázquez Briceño

URBANISMO El futuro de la movilidad urbana y los vehículos autónomos Bernardo Navarro Benítez

en línea: issuu.com/casadeltiempo

www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo

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