Revista mensual de cultura
Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 45 • octubre 2017 • $60.00 • ISSN 0185-4275
casadeltiempo • número 45 • octubre 2017
Redes sociales: ¿infiernos o paraísos artificiales?
Víctor Manuel Cárdenas In memoriam
El paisaje americano en la obra de Edward Hopper
en línea: issuu.com/casadeltiempo
www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo
@casadetiempoUAM
Editorial
El milagro de trasladar la vida social a nuestros aparatos electrónicos, el sueño de compartir las ambiciones, los deseos más pueriles o más apasionados, emitir las opiniones más sesudas o las auténticamente viscerales; divulgar los sucesos dignos de memoria y los más anodinos; enarbolar discursos edificantes o dar consejos no solicitados mediante dispositivos que se inician o se cancelan a voluntad parecía, hace apenas unas décadas, una historia fantástica digna de profecías inverosímiles. Hoy, sin embargo, nadie podría soslayar la injerencia de la Internet y sus redes sociales en la vida humana, incluso cuando vuelve borrosas para algunos las fronteras entre lo real y lo virtual. Condicionados por esas premisas, reunimos una serie de textos que reflexionan en torno de esa atractiva simulación de la vida en comunidad, una impostura que en ocasiones cobra las formas del infierno más temido o la de un auténtico paraíso perdido: la red social. En nuestra nueva sección De las estaciones, y en memoria del reconocido poeta colimense Víctor Manuel Cárdenas, presentamos textos de Ada Aurora Sánchez, Guillermina Cuevas y Carlos Ramírez Vuelvas, que celebran su vida y su obra. En Ménades y Meninas, Héctor Antonio Sánchez nos describe el paisaje norteamericano en los lienzos del pintor estadounidense Edward Hopper; Jorge Vázquez Ángeles nos relata algunas circunstancias fortuitas o curiosas que han intervenido en la intrincada nomenclatura de las calles de la Ciudad de México, y el arquitecto Antonio Toca nos presenta la segunda parte de su texto “Nuestra ciudad”, donde aborda los problemas de vivienda más comunes y las soluciones más viables. Por su parte, en Antes y después del Hubble, Verónica Bujeiro comenta la reaparición de la serie Twin Peaks, de David Lynch, a veinticinco años de su estreno; Adán Medellín entrevista al novelista guatemalteco Eduardo Halfon, y Moisés Elías Fuentes conmemora los cincuenta años del fallecimiento del poeta norteamericano Carl Sandburg. Desde el presente número, sucede al maestro Lucino Gutiérrez Herrera, en la dirección de la revista Casa del tiempo y en la Coordinación General de Difusión, el maestro Francisco Mata Rosas, académico, miembro del Sistema Nacional de Creadores y ganador en 2016 de la Medalla en Ciencias y Artes de la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México en reconocimiento a su trabajo fotográfico.
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Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio de los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Secretario Norma Rondero López Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez
editorial, 1 torre de marfil Tres poemas. In memoriam, 3 Víctor Manuel Cárdenas
profanos y grafiteros El deseo, el odio, el pánico, la necesidad, 5 Pablo Molinet Gritos al vacío. La exaltación del yo de por sí exacerbado, 9 Brenda Ríos Navegar en una mar de ausencias. Identidad en Internet, 13 Alfonso Nava La uam frente a la era digital. Nuevos tiempos, nuevas tecnologías, 18 Amelia Salcido
de las estaciones
Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay
Debes saberlo, poeta, 22 Ada Aurora Sánchez Despedida a Víctor Manuel Cárdenas, 26 Guillermina Cuevas Tríptico. Víctor Manuel Cárdenas con nosotros, 30 Carlos Ramírez Vuelvas
Secretario Darío Guaycochea Guglielmi
ménades y meninas
Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca
Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del tiempo, año xxxvi, época v, vol. iv, núm 45 • octubre 2017. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imegen de portada Guadalupe Urbina sobre una imagen de iStock Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVI, época V, vol. IV, número 45, octubre 2017, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Bernardo Ruiz. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-1984-000000000622-102, ISSN 0185-4275, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Certificado de Licitud de Título número 553 y Certificado de Licitud de Contenido número 633, ambos otorgados por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por Impresos Trece, S. de R.L. de C.V., Mar Mediterráneo 30, Colonia Tacuba, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11410, teléfono 5399-9932. Este número se terminó de imprimir en la Ciudad de México, el 30 de septiembre de 2017, con un tiraje de 1000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
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Presentimiento de la ruina: el paisaje americano en la obra de Edward Hopper, 34 Héctor Antonio Sánchez Nuestra ciudad. Segunda parte, 39 Antonio Toca Fernández Nomenclatura costumbrista, 44 Jorge Vázquez Ángeles
antes y después del Hubble Vivir dentro de un sueño. Twin Peaks: 25 años ¿después?, 49 Verónica Bujeiro Escribir ni salva ni protege. Entrevista con Eduardo Halfon, 54 Adán Medellín Carl Sandburg y la poesía del pueblo y las rosas, 57 Moisés Elías Fuentes En la esquina de los tacos, 62 Jesús Vicente García
armario De El gallo pitagórico, 67 Juan Bautista Morales
intervenciones, 69 Mateo Pizarro
francotiradores Fragmentos y preguntas, 70 Andrés García Barrios Dos visiones en torno al ensayo, 72 Nora de la Cruz La morada del voyeur, 74 Francisco Goñi Miscelánea de textos recobrados, 76 Rafael Toriz A través del espejo, 78 Juan Patricio Riveroll
colaboran, 80 Tiempo en la casa. Tres cuentos: Mis yos y yo / Milena Solot Fuego de plata / Gerardo de la Cruz La estatua de Estigia / Iván Medina
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Tres poemas
In memoriam Víctor Manuel Cárdenas
El cigarro es mi adolescencia, una interrogación plena a mis costillas, el silencio que calma los espantos y limita la distancia entre el amor y el mar. Es frágil ser pez a la hora del aire, no hay manos sobrias frente a los desvaríos del caer en las redes punzantes del amor. Nadie me instruyó para la primera caricia. El ingenio se abraza a la raíz y surgen gotas que multiplican a cierto Adán, cierta emergencia que nace desde el fondo. Desnudo y todo, el aire es mi propiedad: El humo en tus labios esclarece mi rostro. De Poemas para no dejar de fumar (1998)
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Por favor, amada, cuando muera, incinérame. No permitas que los gusanos vengan a comer lo que bebimos juntos: Incinérame. Disculpa la petición pero mira: cobarde, temo al tormento. Cuando muera, me forjas en sábana, me enciendes, me fumas. Luego me esparces en nuestro íntimo jardín: Seré un cigarro más en tu vida. (Me apagas bien, amada; serás feliz) De Poemas para no dejar de fumar (1998)
Final
(Con el consuelo de la arena 3) Abro la damasana. Los alcoholes revierten su herida a los mortales cada octubre dos, cada mayojunio abierto o julio que se duele rostro en abril. Voy del Río Grande al Grande y mi infancia es un montón de piedras moleculares ocultas entre dispersión y olvido. Me signa un 23 de septiembre. Soy más agosto que diciembre plagado de número y abrazos. Enero bendice y llagas y marzo oculta muertos des/aparecidos en noviembre. ¿qué me hereda el recuerdo con sus mantos y cicatrices? febrero y sus vientos me traen, me llevan; y soy esta gana de ser quien fui, quien soy, aquel que seré o pude haber sido. Abro la damasana y el bosque viene en mi auxilio: Hoy, arena, contemplo el mar Y todo empieza. De Fiel a la tierra (1995)
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El deseo, el odio, el pรกnico, la necesidad Pablo Molinet
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Cualquiera que —dentro de límites urbanos— procure silencio y recogimiento, sabe cuán difíciles de conseguir y conservar son: hay una inercia social que, una y otra vez, los destroza. Sobre esa inercia gravita el sobreentendido de que ni callar ni recogerse son actos valiosos, respetables o relevantes. No obstante, en todos estos siglos y milenios ha habido quien paga el precio de los votos trapenses o los budistas, o bien de alejarse y permanecer lejos el mayor tiempo posible: más allá de las dimensiones relacionales, sociales y políticas de la existencia, se abren otras a las que no se llega hablando ni se transita en compañía; hay puertas que solamente se cruzan a solas y en silencio. El mundo contemporáneo sólo concibe estas otras dimensiones en un plano folclórico o idiosincrático; luego, los medios para llegar a ellas, silencio y recogimiento, le resultan sospechosos: algo tienen de maniático, de primitivo, de escapista, de arrogante. (Como toda entidad viva, la sociedad combatirá cuanto perciba como amenaza a su viabilidad, ¿y qué amenaza mayor que la negación de su carácter hegemónico?). Hay una soledad mortífera, de animal abandonado por la manada; hay otra electiva, de individuo que afirma su singularidad irreductible y toma sus decisiones a la luz de ella: silencio y recogimiento pertenecen a esa otra soledad que, sí, es un gesto individualista. Y cómo aplasta lo colectivo a lo individual, qué abrumador su poder. Según los marxistas, basta con abolir las clases para que la coexistencia social se torne respirable; según los liberales no son las relaciones de producción, sino la “naturaleza humana” la que hace asfixiante esa coexistencia; según los cristianos es el pecado, y según los ateos la religión. Y ninguno de esos bandos puede resolver el problema esencial: vivir en sociedad es vivir en pugna. Quien lo dude puede corroborarlo en las redes sociales. Gente que intenta manejar gente. Gente que se resiste a ser manejada.
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Gente, pues, que no hace sino replicar —aglutinados, potenciados, decorados con imágenes y sonidos— los patrones de una convivencia sórdida. Más allá de las necesidades materiales, de la indefensión de los aislados y de la fuerza de los congregados, decenas de ataduras —no por subjetivas menos firmes— nos ciñen a la sociedad, y merced de esas ataduras ella persiste. Las emociones humanas la perpetúan con tanto vigor como las instituciones del Estado. Es inescapable, innegable, innegociable: es una réplica humana de la fuerza de gravedad. —Ya lo dijo el estagirita, sólo una bestia o un dios puede prescindir de ella—. Las pulsiones políticas, las mareas económicas la sacuden y alteran; en esa pugna sin fin, en su través, en su trasluz, se atisba la entraña cruda del asunto: se trata de pisotear al prójimo. Eso: poder, control y atención, son el embrujo de la sociedad que se trasmina a las redes sociales: público para narcisos, huestes para caudillos, feligreses para redentores. Entre las varias formas que asume el poder de las redes, una que hallo particularmente perturbadora es la de materializar la vanidad. Figurar, dictar cátedra, atraer toda la atención posible: comportarse como un insecto o pez depredador cuya carnada es su propio cuerpo. Quien codicia admiración, quien demanda ojos y oídos sobre su persona; quien alberga la fantasía de conducir la guerrilla o alimenta la de reprimirla, kaibiles de smartphone y bolches de escritorio. Hay algo de sombrío apólogo protestante en la facilidad con que las redes les cumplen a todas estas personas sus deseos, a cambio de su energía, manifestada en atención sostenida que a su vez se expresa en el esfuerzo de comprensión de las plataformas y la destreza y persistencia para emplearlas. Estas personas —junto con las marcas y las instituciones—, empujan la actividad de las redes, pues ellas proveen lo que la jerigonza especializada designa, con neutralidad tecnocrática, como “contenido”: ya sea —en el caso de las cuentas de marketing y difusión— las publicaciones producidas para una audiencia determinada,
ya sea, en el caso de movers & shakers, el espectáculo cotidiano de gritos y sombrerazos, condenas y absoluciones, guiños, mohines, pullas, sarcasmos y gifs sin el cual los servicios de interacción social en línea estarían tan muertos como un chatroom del año 1999 a eso de las tres de la mañana. Y las redes recompensan a manos llenas a estas personas con toda la importancia que quieran; es un trato ganar-ganar, pues si en algo se parece un accionista A de Facebook Inc. al más ardoroso e incansable militante comunista, es en su apetito voraz. Toda plataforma de interacción es un negocio que vende hábitos de consumo, inteligencia comercial, y en menor medida publicidad convencional, esto no es una revelación porque jamás fue un secreto. Me interesa más observar que las redes son magníficas correas de transmisión de las fuerzas que hacen funcionar a las sociedades, el deseo, el odio, el pánico, la necesidad. Una manifestación del poder de las redes, digo, es dotar de cuerpo a las fantasmagorías del ego; de ellas, la de mandar no es la más escasa. Quien moriría o mataría por un púlpito no necesita más que una cuenta de Twitter o de Facebook para interminable y monomaniacamente instruirnos qué pensar, qué querer, qué decir, cómo vivir. Todas esas personas que albergan una dictadura entre el cerebro y el hígado han hallado —¡por fin!—, el lugar para ejercerla. En cada interacción social se oculta el cepo de una voluntad presta a intervenir otra. En cada encuentro hay acechanza de cazador y pálpito de presa. Vivir en sociedad es trocar una vulnerabilidad y una pulsión, no cancelarlas. La proximidad del otro no es razón de regocijo sino de cautela. Bajo esa luz, qué desconcertante el auge de las redes; como si no estuviéramos ya expuestos a bastante asechanza en casa, en la calle, en los espacios canónicos de encuentro; como si no fueran ya de suyo nocivos los lazos tradicionales, buscamos duplicarlos en un plano espectral. ¿Y si de repente escucháramos todos los diálogos internos que tienen lugar en un vagón del Metro? Las
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autorecriminaciones; los patrones obsesivos, el rencor, la punzada de la rabia o la aprensión en el estómago; el recuerdo gozoso, la esperanza. La única diferencia entre ese viaje y el que proponen las plataformas es que esa suerte de promiscuidad neuronal, de convivencia en demasía próxima, no perturba a un usuario estándar de servicios de interacción en línea porque —las conozca o no de primera mano— ha elegido una por una las voces que conforman su red, y porque, a diferencia de quien viaja en ese hipotético vagón, puede silenciar a cualquiera de esas voces en cuanto le plazca. No obstante, la circunstancia ficticia y la real proponen, parejamente, zambullidas en el pensamiento ajeno, que propician otras preguntas, ¿cuántas voces intrusas resuenan en nuestras cabezas? ¿Cuántas bocas articulan palabras que nos traban para siempre con amarres de desdén o pavor o afecto? ¿Cuántas miradas pesan en nuestros cuerpos? ¿Cuántos cuerpos cuya intimidad lamentamos o añoramos? ¿Y qué movió a esas voces, a esas miradas, a esos cuerpos? ¿La avidez, la pulsión de mandar, el miedo? ¿Qué pasaría si las voces callaran y el peso de lo foráneo se desvaneciera? ¿Si alguien consiguiera desembarazarse de esos vínculos y silenciar a esa muchedumbre adentro? ¿Qué sucedería con toda esa atención y esa energía volcadas hacia los otros? Si alguien, alguna vez, lo ha logrado, ¿está en condiciones de comunicarlo? ¿Y a quién? Alguna vez mantuve una cuenta de Twitter. De matarla derivé el mismo sentimiento de liberación que al eliminar una cuenta de correo electrónico sin revisión ni rescate; los goces y las amarguras de una época de la vida se disuelven en forma de electricidad en las profundidades de un servidor: no hay nada, no hay nadie a quien asir desesperadamente. Por un momento, uno es libre de uno mismo y puede aspirar un aire limpio. Pero el mundo gira en dirección opuesta. Queremos vivir en casas de vidrio, como si la abolición
de la intimidad fuese necesaria y deseable en lugar de aberrante. Las redes comunican, por supuesto, y lo hacen a una velocidad que relega a la vieja Internet a la bodega de las locomotoras y las diligencias; las redes vertebran, vehiculan, potencian, y ello es sin duda positivo. La Internet de 2017 no es sino la evolución lógica de la Internet de 2007 —a su vez producto de la de 1997—. Pueden trazarse líneas, algo sinuosas pero nunca discontinuas, entre los message boards, como Aol, los chatrooms, los grupos de Yahoo!, hasta Twitter y Facebook, así como desde icq y los messengers hasta WhatsApp. Nada que esté en línea en este preciso momento carece de antecedentes de principios o de fines de siglo; ni el e-commerce ni las plataformas de blogging ni el video. Esto es, la llamada web 2.0 —horizontal e interactiva— no es sino la consecuencia lógica de los patrones evolutivos de la web 1.0 —vertical y navegable—; patrones creados a partir de las limitaciones de ésta, así como de la doble presión que sobre la red ejercen el dinero y la gente. “Interacción”, user-defined, “tiempo real”, “monetización” eran exigencias de los navegantes y los inversores desde hace por lo menos diez años. La web —la suma de necesidades e intereses que se asienta, demanda, prospera en esa ebullición de código y teras— quiere redes; y el día que deje de quererlas, las matará de obsolescencia y abandono. Con ello en mente, asignarles tal o cual carga utópica o distópica me parece ocioso; en esta nota he explorado someramente el infierno social tal y como, a mi ver, se expresa mediante determinadas evoluciones de la tecnología que, si bien lo potencian y enmarañan, no lo crearon. ¿Quién puede condenar o absolver? ¿Conducir e iluminar? Justo en las redes abundan quienes hacen las cuatro cosas en nombre de tal y cual postura política o escuela de pensamiento, y se les va la vida en ello. Pero, ¿quién puede?
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Gritos al vacío
La exaltación del yo de por sí exacerbado
Brenda Ríos
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Plaza Grande de Mérida, Yucatán. Fotografía: iStock
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Recuerdo muy bien cómo entré a Facebook. Un amigo dramaturgo me contó los trabajos que le habían ofrecido por ahí, por estar “disponible” o “visible”; yo también quería. Lo abrí. Fue divertido, la gente compartía notas de libros, citas, anécdotas, era como estar en la secundaria. No sé en qué momento se transformó en tribuna, juzgado, reality show, exhibicionismo llorón, diatriba sentimental, el duty free de la recriminación. Sólo sé que hace unos seis meses me harté. Me harté sobre todo porque mi neurosis ya no era mía, venía de afuera. Una neurosis prestada, sin razón, una neurosis en tercera persona, superficial. Tan externa como una segunda piel. Me enojé con personas a las que creí inteligentes. Luego noté eso: las redes ayudan a que nos aseguremos que antes de ideas circulan los prejuicios. Y mis amigos/contactos debían ser los más intolerantes, energúmenos, idiotas, que he conocido. Todos con su índice de tía adusta condenando, sentenciando, regañando si alguien no condenaba la nota luctuosa/trágica del día. Lo más triste fue saber que las personas que me rodean, mi capilla de feligreses, mis fieles, sólo reproducían en su cabecita el casete echado a andar como una canción pegajosa y que uno no se puede quitar de la cabeza. Dejé de opinar, de dar likes, de compartir. Me dediqué a tomar fotos. Estaba harta de mí y de ellos. Harta de la exposición de su intimidad, de los secretos de alcoba. Pasaban un día a pronunciarse por las víctimas del atentado, otras a hablar de los baches de la ciudad, otras a confesar que su tío las violó cuando tenían cuatro. No hay tiempo ni espacio para la conmoción. Es imposible. No puedo simpatizar con el timeline de la gente que aparece quejándose, llorando, siendo feliz, amando en público, selfies cada puto día de su puta vacación en la playa.
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De locos. Incendiarios del ánimo. Hasta que, claro, no hay ánimo ni empatía ni interés ni credibilidad. Lo que quedó entonces fue un enorme vacío, como de días sin probar alimento. El estómago hueco, el alma, los ojos marchitos de tanta puta gente enojada, histérica, alegre o indignada. Antes que compartir noticias, o sucesos, las redes son para compartir sentimientos. Entre más intensos mejor. Sentimientos exacerbados, obvio. Si no, de qué sirve sentir. Por un lado la exhibición del dolor, de la vergüenza por el mundo en que se vive, la tragedia de la mañana, etc., el amor, los nenes regordetes en primer plano, las vidas al aire libre. Toda esa felicidad de anuncio de perfume o de ropa interior, limpia y blanca. Lo que venga primero a la cabeza. Deus Ex machina. Eso es justo lo que ocurre en Facebook: la persona tiene su día normal y hace una pausa para interrumpir su discurso/ devenir existencial para hablar frente a la cámara y contar qué hace, qué piensa, qué sigue, por qué llora, por qué ríe y todas esas muestras de sentimentalismo rabioso. Conozco a varias personas que salen poco a la calle, pasan día y noche argumentando en los muros de alguien más, corrigiendo, compartiendo bibliografía, música, anécdotas personales. ¡Anécdotas de qué, si no salen a ninguna parte, coño! Sólo están ahí, a las dos de la mañana, a las cuatro, a las doce del día… la vida virtual, el sexo virtual. O con los jóvenes, la falta de... Son una especie mejorada: sin el deseo sufrirán menos. Sin el contacto personal sufrirán menos. Pero, ay, siguen sufriendo. Las y los feministas, los veganos, los sobrepolitizados, los que aman la naturaleza sin salir de su habitación. Los odio a todos. Con cada fibra de mi ser. Me cubro. Mi silencio es mi trinchera. Los miro, pero hasta ahí llego. No intervengo, no opino. Me entero de los divorcios, nacimientos, bodas, adulterios, despidos, nuevos empleos, premios, viajes, ¡por Dios, los viajes deberían prohibirse! En el siglo xix, cuando aún se sabía poco del mundo, tenía sentido pero ahora da igual. Qué coño. Estar en Rusia, Portugal, Timbuctú, la sala de la casa del pueblito de la madre da absolutamente lo mismo. Pero no superan eso: lo homogéneo de la vida, del instante, del coito, del arte, del libro que leen. Lo ridículo que es todo: crecer, alimentarnos, asistir a reuniones, envejecer y morirnos de tedio. Facebook es, por lo menos, la cruda muestra de la presunción y la negación al diálogo. Los mismos algoritmos están hechos para que las personas sólo vean a otras personas con quienes coincidir. No muestra de los trecientos o dos mil amigos los que no piensan igual. Se polariza el bando de los buenos, los activistas, los defensores de la idea mínima, política o no, las feministas que parecen, más que grupo cohesionado de gestión, grupo de porros de la prepa. La agresión al orden del día, los linchamientos,
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lo injusto de lo justo es visible. Las citas fuera de contexto que hacen que todos odien al idiota de la semana. Un álbum de escenas idiotas, eso pasa frente a mis ojos. Idiotas publicando sus idiotas sentimientos. Pobrecitos, tan solos y huérfanos, con el wifi de su lado. Miles de personas discutiendo. Prefieren el no-lugar, la no-charla, la idea ficticia de una conversación. Algo agradezco a Facebook, sin embargo: aclararme la estupidez de los que no sospechaba que fueran estúpidos. No hay duda, es un gran detector. Las personas se convierten en personajes de sí mismos, atribulados por los prejuicios, las pocas lecturas, la nula conversación. Personas-caricaturas, ya sea del drama o de la alegría que las devora. Hay quienes tienen su diario de enfermedad, sus “consejos” del día, sus “gracias a la vida violetaparrianas”, sus estampas políticas, sus “claro, no se enojan porque no es París”. Bloqueo a los santurrones, a los que saben todo, al que sólo le faltó estar en Auschwitz para ganar el premio mayor de los dolientes, a los que dicen a los demás qué comió y qué vio en su caminata. A los que ponen fotos de sus crías desnudas. A los que cuentan de qué color era la mierda de su rubicundo engendro. A los que moralizan. A los que todo el tiempo —24/7— están emputadérrimos por algo, lo que sea. A los rápidos y furiosos, a los poseedores de verdad, a los bélicos, a los suicidas, a los alcohólicos. Y así. Debería cerrarlo. Lo sé. Me lo han dicho, me lo recomiendan, por mi salud emocional. Pero es demasiado tarde, necesito seguir el drama ficticio. Es una telenovela por capítulos lentos, breves y mentecatos. Es la comida basura del día. Quiero, necesito saber de la superación personal, de la tragedia de las mujeres hermosísimas que son acosadas en la calle y que encabezan sendos movimientos que humillarían a los de las sufragistas, que comenzarían así: “No soy tu guapa, neandertal, regresa a tu cueva”. Los dramas del fin del mundo cuando llueve y no encuentran taxi y se mojan sus zapatos nuevos. Quiero saber qué pensaron de alguien, de eso, del clima, de que la vida ya no es igual sin su pareja. Los premios del hijo, los viajes del hijo, los vómitos del hijo. Quiero saber porque a uno nunca le pasa nada. A falta de dolor y de empatía tenemos dentro un ojo de cerradura y la vida de los otros al menos, por un segundo, puede ser lo más interesante que nos pase. Sólo porque pasábamos por ahí. Camino en la calle, la puerta de una casa está abierta unos diez, quince centímetros, suficientes para atisbar a una mujer gorda en una cama, rodeada de muchos objetos que no alcanzo a distinguir, no sé si son colchas o periódicos. Si me hubiera detenido, me entero. Pero seguí de largo, el atisbo fue suficiente. Algo dentro de mí se siente bien y puedo seguir con el día. Sin decirle a nadie: “Hoy salí y vi esto”.
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Navegar en un mar de ausencias
Identidad en Internet Alfonso Nava
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i “Este mundo es el peor de los posibles”, escribe Schopenhauer para mofarse alegremente del Meilleur des mondes possibles de Leibniz: “No hay que esperar mucho del mundo: las necesidades y el dolor lo colman, y a quienes han logrado librarse de estos últimos les acecha en cada esquina el aburrimiento”. En su Monadología, Leibniz plantea que nuestras acciones son la representación de un orden o ideal mayor, como si nos desplazáramos por efecto de un escalímetro moral cuyo referente está más allá de nuestro entendimiento: “somos espejos vivientes perpetuos del universo”, escribe. Si concedemos, con Schopenhauer, que el mundo está en descomposición radical, deberíamos admitir que el orden que supuestamente representamos está contaminado y corrupto, y que cualquier intento de representación en otra dirección no haría sino calcar esa misma degradación. Así, las artes que son un intento de construir otros mundos no son sino la reproducción de todos estos infiernos materiales. Internet, que no es sino otro fenómeno de representación, ¿cómo debería ser? ii En 1969, Marshall McLuhan cifró el impacto directo que ejerció el libro, como avance tecnológico, sobre el sujeto: “los hombres podían leer en la intimidad y aislados de los otros. El hombre podía ahora inspirar... y conspirar […] la capacidad de leer y escribir otorgó el poder de aislarse, [el poder ] de la no-implicación”. La dinámica y el efecto para el usuario de Internet es análogo en los términos de la intimidad y el (presunto) anonimato. El académico Juan Martín Prada señala que la identidad del usuario de Internet queda definida por dos factores: primero, “la extrema contingencia de las situaciones comunicativas en línea”, una situación que le permite evitar arraigos y no dejar huellas; y segundo, erradicar del concepto de identidad cualquier noción de permanencia, de modo que el internauta se define
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más como un “actor/hacedor” que como un ente inmóvil: “La red se identificaba como un ámbito en el que podría acontecer el descentramiento típico del yo posmoderno a su multiplicación, incluso su deriva hacia la máxima provisionalidad y vacuidad”, escribe Prada. Lo que ambos comparten es la construcción de un espacio de desaparición o de la ausencia activa. iii Hay quienes proponen que si realmente hay un juego de ausencias en la red, es porque se hace evidente quiénes están fuera. Es decir, contradicen el entusiasmo de los hacktivistas en cuanto a que las plataformas web democratizan el acceso a servicios, bienes y acceso a la información, desacralizan los bienes culturales y de conocimiento. Como en el mundo material, hay prácticas de exclusión, en este caso ocultas en ese presunto carácter abierto de la red, con lo que parece que quienes están fuera del juego es porque así lo han decidido. Una pieza emblemática al respecto es 97 empleadas domésticas de Daniela Ortiz, que recopila fotos de Facebook de miembros de la clase alta peruana, en las que aparecen dichas empleadas como fondo, de manera accidental, deliberadamente ocultas o fuera de foco. El mayor orgullo del hacktivismo es la Primavera Árabe. A pesar de los resultados (Túnez sigue convulsa, Libia ya no existe más allá de Trípoli, Siria e Irak están en crisis humanitaria), el despunte de las redes como herramienta para desmantelar bloqueos de regímenes cerrados quedó patente, así como su capacidad de congregar ciudadanos en torno de objetivos comunes, pero se puso en duda su capacidad para generar conversaciones auténticamente incluyentes. Se celebra el golpe pragmático de las redes, pero algunos teóricos como Evgeny Morozov en su libro Net Delusion empiezan a estudiar el mismo papel de la web en las catástrofes posteriores. Anotan que los movimientos de redes anulan las posturas minoritarias o los matices, debido a su velocidad de operación y su carácter homogeneizador. Ejemplo: las facciones reunidas en torno de derrocar a, digamos, Moubarak en Egipto, preferían proyectarse en redes como una masa unida en torno a un fin común que diferenciarse de las otras en aspectos fundamentales (y contradictorios, como el hecho de que una minoría deseaba un sistema democrático-liberal y una mayoría clasemediera quería reinstaurar la alianza con la Hermandad Musulmana en un nuevo gobierno
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no secular). La extrema contingencia del fenómeno social retratado en web se notaría en una anulación de las identidades y la muerte de las ideas. El hacktivismo entró a la batalla con entusiasmo, amplificando el alcance de los tweets y restableciendo conectividad cuando los gobiernos árabes hicieron apagones de la web. Dieron por sentado que apoyaban una causa democrática, pero la verdad es que no lo sabían porque la difusión web sólo ahondó la confusión ideológica. “Los que abogan por la democratización (de Oriente Medio) han encontrado difícil hallar líderes que reconozcan la importancia de la democracia, salvo como medio para asegurarse el dominio”, diagnosticó Henry Kissinger en su más reciente libro, Nuevo orden mundial. “Occidente se había equivocado al pensar que las multitudes de manifestantes representaban el triunfo de la democracia liberal”. iv ¿Dónde es más “real” la vida? Claramente todos los procedimientos de acceso a la información, servicios, transacciones cotidianas y demás ocurrirán cada vez más en la web. Hablamos, más bien, de dónde se revela más la vida. ¿Es la representación más certera que el referente? Un software denominado Sepukko (una palabra japonesa que remite al suicidio honorable de los samurái) es un software que ofrecía la oportunidad de borrar un perfil entero de Facebook e impedir reincidencia, bajo la promesa de renunciar a la virtualidad y perseguir la vida “real”. Tras una batalla legal, el software ya no realiza “suicidios virtuales”, pero logró que Facebook ofrezca en sus contratos una cláusula de desaparición total. Sepukko ahora tiene en su página web un apartado de epitafios donde aquellos que renunciaron a Facebook pueden dejar un texto con sus últimas palabras e (irónicamente) tienen un muro para hablar con otros “suicidas” sobre su vida en abstinencia de Facebook. El cierre del sitio de venta de drogas Silk Road conmovió a Estados Unidos por las emotivas implicaciones que tuvo la detención de su webmaster, Ross William Ulbricht. Este satanizado espacio de la “darknet” había mutado de punto de venta de todo tipo de drogas a un foro comunitario en el que se discutían materias como legalización, derecho al consumo,
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experiencias de uso y experiencias de abstinencia; había un club de lectura y talleres para la creación de drogas químicas, huertos caseros para marihuana, entre otras actividades. La formación de la emotiva comunidad anónima de junkies dejó en segundo plano a la venta de drogas y hoy se analiza como uno de los singulares efectos de la privacidad privilegiada de la deep web. Esta deriva contingente y relacional de la identidad dentro de la red, de la que habla Prada, se asemeja a la descripción que hace Canetti del sujeto que renuncia a la diferencia para ser igual dentro de la masa. Ese breve sitio de libertad anónima podría también convertirse en el espacio donde la vida florece más franca, aún en sus infiernos y sombras. Volviendo a la definición de McLuhan, podemos decir que entre el lector y el internauta hay una diferencia fundamental: el primero ocupa una posición pasiva, pues aunque ejercita su voluntad crítica con la lectura, trabaja sobre un universo ya dado al que no interviene más que en fenómenos de interpretación. El internauta, en cambio, opera sobre la ilusión de la interactividad, que es la creación inmediata y en tiempo real de contenidos e impactos. Le llaman “hacer conversación”, es el fenómeno efímero de revelar una virtualidad trascendente para borrar firmas y huellas inmediatamente después si su efecto ha sido desmedido, dañino o impredecible. Platón deploraba la escritura porque, dice Iris Murdoch, “la filosofía es esencialmente conversación […] la verdad debe vivir en la conciencia en el aquí y el ahora […] escribir es un sustituto inferior de la memoria y el conocimiento vivo”. La dinámica web ha recuperado al uso la palabra sánscrita “avatar” que es una expresión momentánea del temperamento de Om; así, digamos, el fuego es una gesticulación que llega y se apaga en breve, es decir que Om se expresa en lo que “no es” sólo para dar constancia de su presencia. Nuestra propia reivindicación de identidad en las plataformas web se parece a eso: nos revelamos mejor en la interacción web porque nos permite ser otros en la negación de nosotros mismos. Y en esa negación ser más auténticos, porque también en la virtualidad es más fácil llegar a parecernos (o al menos nos da los elementos para sostener esa convicción) a lo que siempre deseamos de nosotros mismos.
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La uam frente a la era digital
Nuevos tiempos, nuevas tecnologĂas
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Amelia Salcido
¿En verdad nos sentimos “a la vanguardia” en tecnología? No sólo se trata del aparato —celular, tableta o computadora— que utilizamos, el plan de Internet o las nuevas y más sofisticadas aplicaciones que surgen por decenas todos los días. La Red es un lenguaje, un consumo social y cultural que nos delimita como usuarios, y a su vez, como emisores de mensajes. En la Universidad Autónoma Metropolitana (uam), el reto de las redes sociales ha pasado por varios periodos y comenzar no fue tarea fácil. Todo se inició con reuniones para convencer al personal de las distintas áreas de nuestra universidad sobre la viabilidad de abrir y manejar cuentas —de Facebook y Twitter— que brindaran a la comunidad universitaria información oportuna y veraz. Esas reuniones terminaron en fracasos, pues existía una clara desvinculación entre las unidades académicas, las oficinas administrativas y el personal: una clara muestra de que la burocracia es más grande que nuestras unidades. Además, la falta de presupuesto para la adquisición de equipo y la reducción del proyecto inicial —que incluía a reporteros, fotógrafos y diseñadores— a una sola persona que se convertiría en “gestor de redes” agudizaron los problemas. Los retos no terminaron ahí. Uno de ellos fue capacitar a toda una generación de fundadores de la universidad, pues muchos de ellos no sabían que sus aparatos celulares estaban conectados a la red. Se evidenció la brecha generacional entre las autoridades universitarias y los rápidos procesos comunicativos de las nuevas redes donde no hay tiempo qué perder; donde días y horas significaban perder el dominio del nombre de las distintas áreas universitarias. En estos espacios, donde otras universidades ya tienen meses o años de estar inmersos, la comunidad universitaria estaba ávida de integrarse y por sí misma ya estaba formando grupos y redes locales.
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Fue entonces que surgió, apenas en 2011, el Proyecto de Redes Sociales en Rectoría General con un plan de trabajo que pretendía integrar y hacer oficiales distintas áreas de la uam en las redes sociales con el fin de crear una “identidad institucional”. ¿Cómo se puede “crear” una identidad institucional? ¿Qué es lo que unifica a cinco unidades académicas y un edificio de oficinas administrativas? ¿Qué tienen en común estudiantes de Azcapotzalco y Lerma? ¿Los estudiantes conocen en verdad a nuestra universidad, o nosotros mismos —como personal administrativo— la conocemos? Además, ¿cuál es nuestro público?, ¿los alumnos?, ¿los académicos?, ¿el público en general?, ¿los medios de comunicación? o ¿las autoridades universitarias? A estas preguntas podemos sumarle el reto del cambio, ya que no sólo se trata de “difundir el conocimiento” mediante las publicaciones universitarias, alguna nota en un diario o una mención en el Semanario de la UAM; el cambio era radical, los mensajes dejaron de ser textos dirigidos específicamente para la prensa o las autoridades universitarias por medio de boletines informativos, ahora había que hablarle al mundo mediante 140 caracteres, hacer fluir la información mediante fotos, videos, entrevistas y sobre todo los “compartidos” y los “me gusta” de la comunidad. En la dinámica de la red, el formulismo básico es “compartir”, compartir una vida, compartir pensamientos, acciones, anécdotas, fotografías, alimentos, formas de vida. Y la universidad, ¿cómo compite ante esa gama de contenidos?, ¿qué más tiene para ofrecerles y llamar su atención? Entonces lo entendimos. Como diría Manuel Castells: “la comunicación no se basa en compartir una cultura, sino en la cultura de compartir”, por ello apelamos a la comunidad universitaria para que ella misma
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Tiempo en la casa 45, octubre de 2017
Tres cuentos. “Fuego de plata”, de Gerardo de la Cruz, “Mis yos y yo”, de Milena Solot y “La estatua de Estigia”, de Iván Medina Con una muestra inquietante de atmósferas, situaciones y personajes variopintos, Tiempo en la casa ofrece tres vertientes de la narrativa breve contemporánea.
compartiera no sólo los contenidos generados por las “cuentas — por fin— oficiales” de nuestra casa de estudios, sino a compartir su propia experiencia universitaria. Mediante esa campaña comenzamos nuestras redes sociales. Los alumnos, exalumnos, académicos y funcionarios nos enviaban sus fotografías e historias —muchos de la primera generación—. Con imágenes apenas visibles, nos relataban cómo era la Unidad Xochimilco y sus paisajes en los primeros años de su construcción; otros académicos platicaban cómo habían llegado la uam —para dar clases, por ejemplo, sólo había que tener un título universitario—; los alumnos enviaban fotografías de los distintos espacios universitarios con la única intención de ver su imagen publicada. Algunos dirían que eso no significa nada, sin embargo, para otros es el acto mismo del reconocimiento y del sentido de pertenencia. Unas cuentas se abrieron, otras cerraron, otras siguen exitosamente activas, lo que importa es la información universitaria, no sólo para regodearnos de los logros o para estar atentos al calendario escolar o laboral, sino para entender que como universidad necesitamos de espacios donde los alumnos puedan emitir opinión, donde puedan enterarse del acontecer universitario, desde ciclos de cine hasta conferencias magistrales, donde podamos simular que todos somos iguales y valemos lo mismo, aunque en la “la vida real”, lejos de la Internet, no sea igual. Hoy en día no sólo es Facebook y Twitter: Instagram, Youtube, LinkedIn, Reddit, Qzone, Pinterest, Flickr, Google+, y un gran etcétera que cada día abre y cierra nuevas redes sociales. El mensaje final es el mismo: conéctate. Ante ello, la uam y Casa del tiempo se han esforzado por adaptarse e incluirse en la nueva era digital no sólo porque la revista puede encontrarse en línea —también su suplemento—, ¡sino porque esperamos tu “me gusta” de manera inmediata!
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FotografĂa: Rodulfo Gea / cnl-inba
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Debes saberlo, poeta
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Ada Aurora SĂĄnchez
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i Nos llenamos de flores y de versos en las horas que precedieron a la hora del fuego. También de abrazos y miradas dolidas, incrédulas, de preguntas necias que intentaban llegar al fondo del porqué, del cómo. De todos los caminos desde los cuales podemos pronunciarnos los seres humanos (ya sabes: la literatura, la cultura, la política, la lucha social, la filantropía, la educación, etcétera) arribaron para ofrecer una muestra de cariño a tu familia, esa familia que, como tú, es un árbol de profundas raíces en Colima. Estabas allí, en tu féretro, oyendo el barullo, las condolencias, las telas que se estrujaban en el contacto de unos con otros. Porque todos queríamos sentirnos cerca, tocarnos, romper el hechizo de ese momento en que creíamos desvariar por el calor de agosto. Del 6 de agosto de 2017. ¿Verdad que oías, poeta, el rumor de nuestra sangre? ¿Verdad que alcanzabas a escuchar la plegaria unánime de “Víctor, ya, levántate”?1 ii Con el sabor del Víctor más Víctor, se leyeron versos tuyos. De Fiel a la tierra, Micaela, Poemas para no dejar el cigarro y Bertha mira el infinito. Tu hija Marisol, Guille Cuevas, Ángel Gaona, Jesús Adín e integrantes del taller que impartías se dieron a la tarea. En las redes sociales circularon tus versos y en espacios más secretos y menos concurridos: las casas de amigos convalecientes. ¡Qué familia más grande sostuvo tu mano en el instante definitivo en que soltabas amarras! Sobre tu féretro, fotografías y libros; es decir, toda tu galanura junta. Y en cada retrato, en cada verso, la sonrisa franca que te hizo legendario. ¿Escribías un último poema para no morir en el derrame? Quizás sí, y hasta debiste llamarnos con alguna amorosa grosería: “Déjense de cosas, cabrones, nada es para tanto”. Lloraste acaso, también, un poco, con la ternura agradecida del abuelo que recibe a sus nietas en domingo. Y lloraste Texto leído en el homenaje al poeta Víctor Manuel Cárdenas el 24 de agosto de 2017 en el Teatro Hidalgo de Colima, Colima.
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más al recordar el verdeazul en las pupilas de tu esposa, la biblioteca que levantaron juntos, los gladiolos blancos de tu casa materna. Lloramos todos, Víctor, y celebramos, sin embargo, la fortuna de conocer en ti un hombre talentoso y bueno. iii ¿Cuántas veces sembraste algo por primera vez? Te ganaste el privilegio de fundar bibliotecas, revistas y colecciones de poesía. De promover un Centro de Estudios Literarios y uno más de Apoyo a la Mujer; de impulsar consejos editoriales, premios, seminarios, talleres, espacios artísticos. Es posible que las primeras crónicas de un Colima desperezándose en los ochenta las hayas escrito tú. Tú y tus pantalones de mezclilla, guayabera blanca, sombrero panameño, morral de cuero y cigarro encendido. Tú, Víctor, el historiador, el poeta traducido a varios idiomas, el poeta colimense de múltiples premios, el de la voz grave que seducía a la concurrencia cuando leía sus versos. Tú, el de tierra adentro, el de tierra afuera, el hombre puente, el que llevaba noticias de la sal a otras partes del mundo. ¿Qué te hizo falta decir, borrar, amar, querido galopante? iv
Eras un hombre de fe, Poeta. De fe en el milagro que las palabras producen, en la secreta cordura que devuelven al pronunciarse. Un hombre que aceptó las campanas de la iglesia vespertina y a quien la lluvia premió su gesto. Cientos de acompañantes esperaban la tormenta habitual en otros días, pero la lluvia guardó silencio, se quedó contenida en un sollozo.
De seis en seis, de ocho en ocho, nos paramos junto a tu féretro; vimos la última fotografía en que aparecías sonriente, con un traje rosa y una elegancia de colección. No pude mirarte a los ojos, a los vivísimos ojos, en esa imagen rodeada de flores. Se atravesaron viejas palabras de aliento, los inmerecidos elogios que alguna vez me dispensaste por un poemario que daba por desahuciado. Como generoso encaminador de almas, obligaste a los poetas de esta ciudad a escribir más, y a no rendirse frente al olvido.
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v La iglesia de San Rafael, poeta, se desbordó en tu nombre. Al final de la ceremonia habló tu hijo Víctor Abel, te dio las gracias por ser “la parota más grande”. Marisol, tu niña, besó de nuevo tu frente al evocar la poesía que le brindaste como cobijo; y Marisol, tu esposa, incólume, ratificó lo que había dicho en la funeraria: escribiste libros en que se han quedado tus amigos y donde siempre, cómo negarlo, hay una música suave, transparente. La señora de tu corazón y cenizas leyó, por fin, el poema que le dejaste, aquel en que apuntas qué hacer en estos casos: Por favor, amada, cuando muera, incinérame. No permitas que los gusanos vengan a comer lo que bebimos juntos: Incinérame. Disculpa la petición pero mira: cobarde, temo al tormento. Cuando muera, me forjas en sábana, me enciendes, me fumas. Luego me esparces en nuestro íntimo jardín: Seré un cigarro más en tu vida. (Me apagas bien, amada; serás feliz.)
Luego tronaron los aplausos, se encendieron las rosas para anunciar los jirones del fuego, los peces y otras cicatrices. A estas alturas debes saber que la prensa nacional y local lamentó tu partida, que el Instituto Nacional de Bellas Artes dio a conocer un comunicado en que reconoció el valor de tu obra y se sumó a las condolencias; lo mismo hicieron la Dirección de Literatura de la unam, el Gobierno del Estado de Colima, la Secretaría de Cultura y la Universidad de Colima, entre otras instituciones. Permítenos decir, ahora, que tus semillas se han esparcido por los cuatro vientos, y que la mejor de tus terquedades, la terquedad de vivir, se ha quedado intacta, resplandeciente, en la poesía de piel y pueblo que nos legaste. Víctor Manuel Cárdenas Morales, cumpliste, al pie de la letra, la encomienda de amar lo noble, lo bello; de luchar contra la violencia que se gesta en la entraña oscura de los días, en el ambiente feroz, impronunciable, que a veces nos rodea.
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Despedida a
Víctor Manuel Cárdenas
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Guillermina Cuevas
Demasiado viejo para rocanrolear, demasiado joven para morir Ian Anderson
Cincuenta años de amistad con Víctor Manuel Cárdenas Morales me conceden esta noche el frágil privilegio de hablar de la obra y la persona, y de su contribución a la cultura. En este mismo teatro —en el discurso sería “en este recinto oficial”— recibimos nuestro certificado de preparatoria. Era Colima un pueblo bicicletero, aunque agobiante y soporífero, también vital en la plenitud de la luz, en “la grandeza de sus destellos”. Con afán, con tesón y con denuedo, escritores como Gregorio Torres Quintero nombraban a esta tierra como “La ciudad de las Palmas”, y el fervoroso Juan Macedo López la describía como “una isla de ensueño bañada de luz paradisiaca”.1Y el teatro Hidalgo fue, por mucho tiempo, el lugar para todo tipo de ceremonias: aquí se bailó el “Tilingo Lingo”, el “Camino real de Colima”, el “Jarabe Tapatío”, el “Son de la negra” y el “Son de las copetonas”, aquí la declamación propagó su epidemia con “El brindis del bohemio”, la “Chacha Micaila”, “Mamá, soy Paquito”, “El seminarista de ojos negros”, “Nocturno a Rosario”, “Ante un Cadáver”, “Por qué me quité del vicio”, “Los motivos del lobo” y “Bandera tricolor”. En este escenario un niño de ocho años, alargando las sílabas, levantando los brazos, soltó el * Texto leído en el homenaje al poeta Víctor Manuel Cárdenas el 24 de agosto de 2017 en el Teatro Hidalgo de Colima, Colima.
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FotografĂa: Italo Fabricio / cnl-inba
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siguiente verso: “Por diez años fue mía” y una voz anónima, desde la penumbra, sentenció “sería tu hermana”. En ese tiempo de la prepa yo estaba convencida de que Víctor era músico pero hasta con el pandero desentonaba en la estudiantina del seminario; también creí que hacía deporte, pero aunque ostentaba la estatura adecuada para el basquetbol, era torpe y tembloroso. Luego la vida nos llevó por caminos muy diversos y, como en las novelas antiguas, el siguiente capítulo comienza así: “Diez años después”, ya con un Premio Nacional de Poesía Joven, se inició una relación de trabajo, de escritura, que providencialmente nos regaló la presencia de Rubén Bonifaz Nuño cuando, por iniciativa de Víctor, la Universidad de Colima le otorgó el Doctorado Honoris Causa. Este acto fue determinante para la Facultad de Letras y Comunicación. Estudiamos la obra del poeta y presentamos nuestros primeros ensayos con escritores como René Avilés, Bernardo Ruiz y Marco Antonio Campos. Mientras tanto, en nuestros territorios un grupo de aspirantes a escritores nos reuníamos cada semana en un taller que tenía como método de corrección un ensañamiento al borde de la crueldad y en el que no había jerarquías, que no pertenecía a ninguna institución y que alguien, nunca hemos sabido quién, le llamó Galopante. Yo era la única mujer y unas vecinas muy católicas le preguntaron a Víctor: “¿Por qué vienes tanto a esta casa, andas con la esposa del doctor?”; y él contestó: “No, ando con el doctor, para despistar traigo en mi carro a la esposa”. Zaira y Tania, mis irreverentes hijas, le decían Mumm-Ra. Tuve que youtubear para entender el apodo: descubrí una especie de momia que adquiría poderes inauditos y se reía con sonoras carcajadas.
En el Taller de niños “La mariposa descompuesta”, Zaira le dedicó estos versos: “Y Víctor en el trabajo, está echando el gargajo”. En la plena decadencia de este grupo, Galopante, una noche, cuando alguien preguntó qué significaba la palabra falacia, y otro contestó que era introducir el falo con engaños, surgió el último trabajo colectivo. Se propuso la tarea para continuar el juego en la siguiente reunión pero nadie cumplió y yo presenté veinte definiciones, una inspirada en Víctor, “Fumador empedernido: dícese de aquel que deja la mancha de nicotina en el calzón”. Por decisión unánime me adjudicaron el proyecto con el argumento de que yo era la más lépera de todos y así surgió Mary Grottos and lovers, Ilustrated Dictionary, versión en español. Aunque colectivo, el trabajo de revisión y redacción lo hacía yo. De Víctor destaco las siguientes contribuciones: Catapulta, arma medieval que se utilizaba para lanzar a las putas de un feudo a otro. Derivación: putazo; y Zoofilia, amor a los hijos. También fuimos a la Feria del libro en Guadalajara para presentar, nerviosos, asustados, los textos que habíamos escrito sobre Pedro Páramo. Nos trataron muy bien, habitación para cada uno. Nos sirvieron puntas de filete al albañil los tres días que comimos en el restaurante y nos presentamos en un pequeño cubículo sin público para leer, por enésima vez, nuestros ensayos; sólo un hippie rezagado entró a escucharnos, con entusiasmo aplaudió y varias veces nos dijo: “Qué buen material traen, maestros”. Aunque nos dieron habitaciones individuales, la horda de salvajes iban a mi cuarto y gritaban: “Abre la puerta, Damiana”, y yo tímidamente les contestaba: “Pero, ¿para qué, patrón?”. Y ellos, adaptando
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la novela de Rulfo, que casi conocíamos de memoria, decían: “No te hagas pendeja, abre la puerta”. En un acto de justicia debo decir que la maestra Marisol López Llerenas Zamora muchas veces intentó educarnos, que nos regañaba, que nos pedía un poco de mesura y también es una obviedad reconocer que nunca lo logró. Luego cada quien por su lado, por su cuenta, fue creando su obra. Colima había crecido, voraz, con restaurantes y centros comerciales, con olor a pollo asado por todas partes, especialmente los fines de semana, con problemas cada vez mayores, y más y más, y peor, y Víctor lo registra así: Ahora llegan aviones En mi pueblo nos damos el lujo de dos aeropuertos Sumados los dos no hacen uno pero las escrituras dicen dos
¿Por qué, si al final vamos a ser polvo, decíamos por teléfono, somos primero carne y huesos y sangre y secreciones, cochinadas, por qué no ser polvo desde el inicio? Y con esta divagación elaboramos un escenario: mira, ahí va fulano, le agregó diamantina a su polvo; mira, aquél se apoderó del mejor viento; éste no tiene madre, se pasea con su séquito de polvitos y presume sus amplias posesiones; y el otro acá, en su nueva nubesota automática de lujo; ese que ahora cruza la calle era muy gordo, adelgazó muchos polvos; tan prometedor que era aquél, tan atascado, ahora es un lodazal; pasó tan rápido que no le vimos ni el polvo. Nuestra
conclusión fue que lo humano no tiene remedio, que la desigualdad sería la misma, que la ambición, que el amor, que los afectos, las envidias, que la vida aún siendo polvo, sería como escribió el maestro Rubén Bonifaz Nuño: “De otro modo lo mismo”. Cincuenta años de amistad de compartir las amargas horas del desempleo, las ansiedades, los libros y las publicaciones, las lecturas, los hijos espirituales y adoptivos, las visitas de escritores, la familia: mi nieta Nicole, cuando conoció a Víctor me dijo, “es muy guapo y su casa tiene alberca”. En una fotografía del álbum familiar, Víctor abraza a Julián, mi nieto recién nacido, ensaya la abuelidad, aunque no le sirvió; afirmo esto porque lloraba cada vez que veía a Marisolita durante su primer embarazo. Le dije que era muy sano llorar desde antes que naciera su nieta, llorar racionadamente y no desbordarse en una sola emisión de llanto. Pero en este desesperado intento de celebrar la vida de Víctor Manuel Cárdenas Morales, alias “El poeta de Colima”, no puedo evadir el profundo dolor que me causa su muerte, su traicionero abandono y con estos versitos míos me pregunto: ¿En verdad nos duele un muerto o es la pérdida del gozo, de la alegría que nos regaló cuando estaba muy vivo?
Mumm-Ra, Victorioso, amigo, protagónico, feministo, en el Teatro Hidalgo, casi al borde de la solemnidad, por los buenos y los malos excesos que compartimos, y por los múltiples afectos que has cultivado, por los que nos heredas, esta noche, celebramos tu vida, celebramos la vida.
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Fotografía: Rodulfo Gea / cnl-inba
Carlos Ramírez Vuelvas
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Tríptico. Víctor Manuel Cárdenas con nosotros 14/09/17 16:56
i Víctor Manuel Cárdenas tenía 45 años y yo 15 cuando lo saludé por primera vez en su antigua casa de la calle Libro de Texto.1 Alguien me había dicho que el poeta más importante de Colima vivía muy cerca de la Secundaria Enrique Corona Morfín. Alguien me había dicho que era considerado uno de los poetas jóvenes más importantes de México, que era un hombre poderoso, que era de trato difícil. Pronto aprendí que con un poeta siempre es difícil hablar de poesía: sólo acepta la poesía verdadera. Yo asistía a los talleres literarios de Verónica Zamora y Sergio Briceño. Conocer a Víctor Manuel Cárdenas fue conocer otra forma de entender la poesía. “La poesía/ no cambia/ nada/ Es un espejo/ donde se mira/ el que cambia”, sentenció en uno de sus poemas más conocidos. A los pocos días de visitarlo, le presenté un puñado de poemas mal escritos, que él leyó atentamente y corrigió con aquella singular caligrafía suya, más de dibujante que de escritor. Se entusiasmó con mis poemas que —me lo dijo después, entre broma y en serio— hizo pasar como suyos en una lectura con su mujer, Marisol Llerenas. Víctor Manuel Cárdenas había regresado a Colima, luego de otra de sus muchas estancias fuera del terruño. Regresaba a coordinar el área de literatura del entonces Instituto Colimense de Cultura. Coincidía con Verónica Zamora y Sergio Briceño en impulsar una colección de poesía para jóvenes autores, que al mismo tiempo homenajeaba a Balbino Dávalos, el poeta mayor del Estado: Costa Nativa. Aunque he corregido lo más posible aquellos poemas, casi hasta convertirlos en otros, sigo fascinado con Texto leído en el homenaje al poeta Víctor Manuel Cárdenas el 24 de agosto de 2017 en el Teatro Hidalgo de Colima, Colima. 1
la edición que Víctor Manuel Cárdenas preparó para mi delgada Calíope, con una hermosa viñeta de Jonathan Aparicio que él mismo eligió. No dejamos de frecuentarnos, pero Víctor Manuel Cárdenas y yo seguimos nuestros rumbos. Poco después de aquel primer encuentro, él pasó a candidato a la presidencia municipal de Colima por el Partido de la Revolución Democrática. Luego fue director de la revista Tierra Adentro del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Cuando comenzó con sus altibajos de salud, hacia 2004, yo emprendí mi primera andanada en la Ciudad de México. La vida siempre nos reservó momentos deslumbrantes en un diálogo entre poetas. Un diálogo que se repitió, puntualmente, siempre que decidimos hablar de poesía. Siempre que me pidió que escribiera sobra su obra y su persona. ii Víctor Manuel Cárdenas regresó a Colima a principios de los ochenta, cuando Griselda Álvarez celebraba un trienio al frente del Gobierno del Estado. En cultura, el plan de desarrollo estatal incluía la edificación de la Biblioteca Pública Central Rafael Suárez, de la que Víctor Manuel fue nombrado director. En principio, había vuelto a Colima por una encomienda familiar: ayudar a la administración del Palenque de la Feria de Todos Santos, encargo que abandonó para ocuparse de la Biblioteca. Víctor llevaba cinco años de trashumancia: de Chiapas a la Ciudad de México y de la Ciudad de México a Chiapas. Cuando regresó a Colima, el poeta traía bajo su brazo algunos de sus poemarios más significativos: un mazazo de versos para detener el tiempo con el golpe de la realidad. “Yo amo la realidad”, escribió orgulloso.
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En Chiapas, Víctor convivió con los poetas de La espiga amotinada, quienes gustaban de traducir poetas ingleses a lenguas indígenas con la mano protectora de Samuel Ruiz, el obispo de los zapatistas que orlaba salmos con salvas. Era el chisporroteo que después centellaría en Ocosingo y en Oxchuc, tristemente, en Tonalá y en Chenalhó. En la Ciudad de México, Víctor había descubierto el oficio de la poesía mientras estudiaba Historia. En Chiapas, Víctor descubrió que la vocación de la historia era transformar la realidad. Era eso (poesía/historia) o convertirse en pasto para las vacas sagradas de la academia, polvo profano de las bibliotecas. Un enunciado que el poeta nunca aceptó. Un verso es todo lo contrario a un enunciado. En el jazz, en el blues, en la música de Mozart, la poesía de Víctor deslumbró en iluminaciones: Pablo Neruda abraza a Rimbaud. Sólo la poesía es capaz de transformar la realidad, había leído en algún volumen de Rosa de Luxemburgo, dictado por Karl Marx. Todo eso y algo de poesía náhuatl hablándole al oído. En la Ciudad de México, Víctor cultivó el reconocimiento de otros poetas. Víctor Sandoval lo prodigaba como un poeta imaginativo y colorido, porque en la poesía de Cárdenas aparecía, de improvisto, una luciérnaga: “luz de grillos”. José Emilio Pacheco lo calificaba de cronista que miraba con desasosiego la irrupción de la vida urbana sobre el mundo sencillo de las comunidades, donde “la ciudad, esta ciudad, crece deforme”. Y Rubén Bonifaz Nuño llegó a apreciar su sensibilidad musical para componer versos: “Ama a Ana, ámala. Alcázar”. Los compañeros de generación de Víctor, en la Ciudad de México, en Chiapas, la generación de los nacidos en los cincuenta, también valoraban la poesía del poeta colimense. Eduardo Casar, Bernardo Ruiz y Marco Antonio Campos, entre otros, se habían convertido en sus lectores.
La trayectoria de Víctor Manuel sumó más de tres décadas de intenso trabajo poético. Por su aparición y su estética, fue una renovación absoluta en la manera de ejercer la poesía en Colima. Tal vez porque está orientada bajo la premisa de Luis Cardoza y Aragón: “la poesía es la única prueba de la existencia del hombre”. Las emociones del hombre contenidas en la poesía son la única prueba de su existencia: el amor enloquecido, la ternura salvaje de una niña, la incertidumbre del mar, el estrépito de la mañana en la pupila, el aire de luto en la muerte y la ironía, siempre, de todo eso, repetida a la vuelta del calendario. Probablemente de ahí viene la vocación trashumante de la poesía de Víctor con el mundo: “¿Para qué/ tanta metafísica si el mundo es redondo, ordenado,/ injusto, desequilibrado?”. iii Vi a Víctor Manuel Cárdenas bajo una delgadísima lluvia, fumando, una mañana de finales de septiembre de 2011, en la plaza central de Amberes, Bélgica. Su cabeza, enfundada en un sombrero oscuro, seguía en Colima, como lo reveló unos días después, en sus “Cartas desde Bélgica”, que publicó por entonces en el Diario de Colima. En la primera entrega de la serie epistolar intentó una analogía entre las dos ciudades: “Lo de ‘donde hace recodo el agua’ (Antwerpen) me recordó la interpretación del nombre de Colima que propone mi buen amigo Ernesto Terríquez; lo de las características de Amberes me recuerda que la importancia y calidad de una ciudad no tiene que ver sólo con su demografía y productividad, pues esta joya urbana de economía destacada a nivel mundial se puede recorrer a pie y cuenta con menos de quinientos mil habitantes”. Vi a Víctor Manuel Cárdenas disfrutando la historia del sonido en el Museo de la Música; lo escuché recordando historias medievales de Flandes frente al río Escalda; lo vi deglutir un extraño inglés colimense para pedir café; lo escuché hablar con europeos sobre la situación de la violencia en México; percibí la armonía
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de sus poemas en neerlandés; y traté de acompañarlo cuando me compartió las primeras versiones de Bertha mira el infinito, su último libro publicado en 2015, el precioso homenaje a su madre, y que maduró hasta convertirse en un hermoso libro de poesía. Quiero decir, con la absoluta honestidad de un lector de poemas, que este volumen recuerda a los tremendos libros que algunos poetas han publicado en sus momentos de madurez. El bienamado poeta de Víctor Manuel, T. S. Elliot, decía que la poesía debía escribirse y publicarse antes de los veinte años, cuando el brío juvenil permitía transformar al mundo; o después de los cincuenta, cuando el temple de la emoción permita fijarlo. Es una sentencia que se cumple, por ejemplo, en Los cisnes de Coole, de William Butler Yeats. Ambos poetas pasaron de una etapa impetuosa en la construcción de imágenes reveladoras y emotivas, con una profunda singularidad ideológica, que deviene en la plenitud un discurso poético sencillo y decantado, cuya precisión depende más de la concisión expresiva que del estruendo musical en la versificación. Por ejemplo, en el poema “Mar que regresa”: Como mar que regresa después de la tormenta de nuevo me visita la calma. Un suspiro será, el instante necesario para apagar la vela siguiente. Mucho de parir hay en el ingreso hacia el callejón de la muerte. La fiebre aumenta, los huesos se dislocan, el ansia por llegar a la orilla es alimentado por la seducción, por el trance de la urgencia.
La tarde noche que acompañé a Víctor Manuel en la lectura callada de los poemas de Bertha mira al infinito, fueron horas previas a nuestra despedida en Bélgica, luego de casi una semana de animosas correrías en las calles de Amberes. Ensombrecidos los dos, bebimos algunas copas de vino tinto. Apenas unos días después, él interrumpió su estancia en Bélgica para regresar a Colima para palpar la mirada infinita de Bertha en los versos ya consumados, como Víctor nos recordó en las páginas de su columna
periodística, como si retomara aquellas cartas desde Bélgica: “Yo no quería soltar este libro, al cual sólo le hice pequeñas modificaciones desde 2011. En Amberes, me despedí de Bertha escuchando una misa solemne con órganos y coros. Y después, ya en el atrio de la imponente catedral, en plena soledad, dando vueltas a las páginas del poemario y bajo una lluvia ligera, escuché de pronto, desde la puerta principal, el violín solitario de Paganini… Era Bertha en su camino al infinito”. Al igual que para ustedes, la edición final del libro es una magnífica sorpresa. Ya en su formato electrónico se antojaba peculiar y maravilloso, con las notables acuarelas de Sarah Vicent, que proyectan, al mismo tiempo, la gestualidad de un rostro y la armonía de un paisaje, para culminar en notables postales que se desdoblan en las siete secciones del libro: “Bertha”, “Bertha mira”, “Juego de cartas”, “Ya no soy la que fui”, “Historias”, “Lluvias/ confesiones” y “Coda”. En este libro, el lector tiene en sus manos un volumen decantado por una voz primigenia, que evoca los momentos postreros de una madre. Un libro escrito con jirones de la infancia y los recuerdos de una mujer convencida en llamar a las cosas por su nombre. Es la lección más alta de Víctor Manuel Cárdenas: aprender un lenguaje original para nombrar al mundo desde la conmoción que revelan los ciclos de la vida. Por eso, Bertha mira al infinito recupera las voces más íntimas del poeta, oraciones y cantos de la tribu, para enfrentar con sabiduría la intemperie de los días aciagos. Fiel a la tierra como es siempre, Víctor Manuel sorprende con este libro, sin duda uno de los momentos de madurez de su obra poética. Y con la humildad de quien corta frutos del huerto y los comparte en la mesa, el poeta ilumina el rostro del lector, desde la primera página, con una intensa bienvenida escrita en versos sencillos y profundos. Frutos, huerto y mesa, poemas de bienvenida que reconstruyen, felizmente, una casa. Una casona de este trópico nuestro, bajo las sombras de cedros y parotas, vigilada por crotos, orquídeas y colomos, donde nos espera Bertha. Miren: “Guardad silencio./ Guardad silencio,/ por favor./ Bertha/ mira el infinito”.
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Presentimiento de la ruina:
el paisaje americano en la obra de Edward Hopper Héctor Antonio Sánchez Hotel Lobby, Edward Hopper, 1943. (Imagen: Indianapolis Museum of Art/Getty Images)
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El siglo xix presenció el ascenso de dos grandes literaturas en el torrente de la tradición occidental. Tocadas por el soplo del romanticismo, las fronteras culturales de Europa desbordaban el continente: más allá de los montes Urales, hacia el este; más allá de los Apalaches, al Oeste. En Rusia y en Norteamérica el hombre europeo se enfrentaba a un mismo enigma: el orden natural. ¿Cómo domesticarlo sin violentarlo? ¿Cómo reconocerse en esa vastedad sin nombres? En los Estados Unidos la naturaleza —como para el hombre de la Edad Media— es, a veces, un presentimiento del mal y aun del horror: Poe, Hawthorne, Melville; a veces, una visión idílica que opone el tiempo de los ciclos y la resurrección al tiempo despiadado del progreso: Emerson, Thoreau. Entre ambos, es también el marco de la aventura y la posibilidad del renacimiento: Twain, London. Cierto: atribuir el sino de la escritura a la vastedad de una geografía puede resultar tan barato como insuficiente. Pero en una nación que heredara el arrebato por la industria moderna, la relación del hombre con su hábitat debía atravesar el centro de sus meditaciones artísticas. La obra pictórica de Edward Hopper (1882-1967) no es ajena a esta meditación. Ya la Hudson River School, activa a partir de 1820, había abrazado el esplendor de Norteamérica: el paisaje como expresión de una naciente identidad, el paisaje como una manifestación de lo divino. Pero a la vuelta del siglo, este idilio se encontraría con un ansia de ruptura. “Al diablo los valores artísticos”, diría el adalid de la Aschan School, Robert Henri. Un nuevo, poderoso naturalismo, fascinado por la vida de la gran ciudad, particularmente por los barrios bajos de Nueva York, cobraría impulso. Poco más tarde, tras el envión vanguardista y europeizante del Armory Show, un nuevo realismo, a ratos académico, miraría con renovado interés la ciudad y el campo americanos. Hopper participó de ese interés, si bien dentro de una sensibilidad peculiar. Alumno de Robert Henri, en su trabajo está ausente la infatuación por el ritmo vibrante de la urbe. A cambio aparece una contemplación en que la imagen llana va cargada de resonancias sensoriales y aun simbólicas. Hopper se distinguió tanto por sus paisajes de la campiña de Nueva Inglaterra como por
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New York, New Haven and Hartford, Edward Hopper, 1931. (Imagen: Indianapolis Museum of Art/Getty Images)
sus visiones íntimas de escenas metropolitanas. En ellos priva una constante aura de soledad y aun desolación. Pocos datos hay que apuntar sobre una biografía, como su obra, raramente dada al frenesí. Nacido en una acomodada familia de raíces holandesas, Hopper realizó sus estudios de arte comercial en la New York School of Arts and Design entre 1900 y 1906. Llegaría a ser un gran ilustrador; también, a detestar ese oficio. Viajó tres veces a Europa, entonces agitada por las aguas de la Vanguardia, pero esa agitación parece haber medrado en su espíritu mucho menos que Rembrandt y su Ronda nocturna. En 1913, tras la muerte de su padre, se mudó a un departamento en el número 3 de Washington Square: allí vendría a vivir Josephine, su esposa, también alumna de Robert Henri, tras su boda en 1923; allí pasarían el resto de sus días. No volvería al viejo continente; en cambio, el matrimonio salvaría los ardientes veranos de la Costa Este en su propiedad en Cape Cod, Massachusetts, donde verían la luz tantos cuadros de faros que cautivaron al pintor. Igualmente habría tres excursiones al norte de México, a Monterrey y Saltillo, entre
1943 y 1951, cuyos tejados y cuyo paisaje de montañas parecieron seducirlo: queda de ello el hermoso testimonio de unos cuantos óleos y acuarelas, en que los ardientes techos mexicanos, las cúpulas católicas y otras fisonomías se recortan contra el místico espectáculo de la Sierra Madre Oriental. Conquistada la fama y el reconocimiento, que le llegaron demorados, pero sólidos —tenía más de cuarenta años cuando el Metropolitan y el Whitney Museum of American Art adquirieron en miles de dólares trabajos suyos—, su vida dio pocos giros, o ninguno: fue un artista longevo, pero no prolífico, si se considera que en promedio produjo tres o cuatro óleos al año: frente a algunos ciclos de cierta fecundidad, largos periodos en que apenas tomaba el pincel. Pero los empeños del espíritu no pueden someterse al fervor del tiempo: no los de una labor marcada por una densa, sensible observación. Casi toda la obra paisajística de Hopper proviene de sus estancias en Cape Cod: casas eclécticas de los suburbios, faros, líneas férreas, tendidos eléctricos. Al introducir los elementos cotidianos del paisaje americano,
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al despojarlo de su belleza edénica, Hopper rompió con su tradición pictórica: una objetivación cargada de una extraña, mística, a ratos horrenda belleza, en que aparecen por primera vez en un sitio primordial los objetos y estructuras creadas por el hombre. No como un testimonio heroico de su paso por el mundo: antes, como un presentimiento de su ruina. En el grabado American landscape (1920) es clara la confluencia de artificio y naturaleza: una casa de dos niveles se yergue solitaria tras el horizonte delineado por la vía férrea, que cruzan con parsimonia tres bovinos. Confluencia, antes que tensión, dicotomía o batalla: una reunión de soledades, tocadas por una cierta aura romántica. Romántica: no idealista. Pues ya el romanticismo había anunciado su desconfianza frente a la máquina y la rueda del futuro. El tiempo que se impone en la obra de Hopper es el de la inmovilidad, el ritmo lento y aun repetitivo de la campiña, como una especie de callado desafío al curso atropellado del progreso.
En The lighthouse at Two Lights (1929) la sólida estructura de un faro se yergue junto a una casa típica como un gigante solitario en medio del campo: como en tantos óleos y acuarelas dedicadas al tema, el paisaje se vuelve casi metafísico, recuerdo a la vez de Giorgio de Chirico y de la espectral casa Usher. Otro tanto ocurre con sus retratos de la ciudad. Antes que la atracción por el bullicio y las muchedumbres que hiciera las delicias de la Ashcan School, Hopper se detiene en escenas introspectivas, interiores de edificios en que hombres y en especial mujeres aparecen silenciosos en actos que los apartan de los otros. A menudo los vemos por ventanales: nunca en un papel protagónico, sino como un elemento más en el panorama desolado de la metrópoli. En New York movie (1939) avistamos el interior de un teatro en que se proyecta un filme: la escena está cortada en dos claras mitades por una recia columna; a la izquierda, espectadores anónimos en la sombra
The Lighthouse at Two Lights, Edward Hopper, 1929, The Metropolitan Museum of Art.
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Tables for Ladies, Edward Hopper, 1930, The Metropolitan Museum of Art.
atienden la proyección; a la derecha, una bella mujer, ataviada en un abrigo negro, se apoya ensimismada contra la pared del pasillo, tocada por la luz de una lámpara. En la célebre Nightkawks (1942), vemos a través de un largo ventanal el interior luminoso de una cafetería que se recorta contra una calle nocturna; cuatro personas aparecen al interior, antes que animados por su mutua compañía, insalvablemente distantes. La ciudad no es aquí el escenario de la comedia humana: es otra encarnación de un paisaje que presiente su fin. No es nuestro quehacer el que atiende, no la transformación del orden natural, sino las soledades reunidas de América del Norte: naturaleza, urbe y humanidad. Hay así un espíritu profundamente
americano en las imágenes de Edward Hopper. Cierto: una aseveración como la anterior guarda todo tipo de riesgos, hipérboles y mistificaciones. Pues el espíritu, ¿puede mesurarse? Y, sin embargo, no he podido sino ceder a la tentación de apuntar lo anterior. En sus óleos, grabados y acuarelas uno presiente un pulso secreto del continente, de ese coloso singular, rumiante que son los Estados Unidos. Y aún más: pues al final de los tiempos no quedarán de todas nuestras empresas sino escombros. Fiel a su templanza, Edward Hopper murió hace medio siglo, el 15 de mayo de 1967, en su estudio de Washington Square. Josephine fue tras él, apenas diez meses más tarde.
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Nuestra ciudad Segunda parte
Antonio Toca Fernández Circuito Interior, Ciudad de México. Fotografía: iStock
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La vivienda Uno de los ejemplos más recientes de la irracionalidad en el uso de la tierra han sido los programas de construcción de vivienda en el Valle de México; desafortunadamente, se han realizado también en muchas ciudades. Desde el siglo pasado, en muchos países se realizaron conjuntos de viviendas con dos criterios diferentes. El primero distribuyó las viviendas en conjuntos horizontales; el segundo las concentró en edificios verticales de varios pisos. En México se realizaron conjuntos de gran calidad con esos criterios y tienen efectos diferentes. La vivienda individualizada se apropia del suelo y da independencia y privacidad a sus habitantes, aunque tiene el inconveniente de aumentar las circulaciones, por la extensión del terreno. La vivienda vertical tiene la ventaja de ser más compacta y tener menos circulaciones. Su desventaja es que implica compartir el piso, las paredes y el techo con otros vecinos. Conjuntos como la Mascota (1913), el Ermita (1930), el multifamiliar Miguel Alemán (1948) o la Unidad Independencia en San Jerónimo (1960) son ejemplos valiosos de vivienda vertical; pero la facilidad para conseguir grandes terrenos en la periferia hizo que se privilegiara —durante muchos años— la construcción de conjuntos horizontales. El precio del suelo era más barato y comprarlo por hectáreas fue uno de los negocios más lucrativos para los constructores y los funcionarios que autorizaron esos conjuntos. Además, la invasión de grandes terrenos para construir vivienda agravó el problema de la urbanización horizontal dispersa, extendiendo la ciudad sobre zonas productivas o de cultivo. La situación ahora es complicada. Uno de los problemas más graves que enfrentan los gobiernos es dar servicios y transporte público a conjuntos de vivienda que están alejados de los lugares de trabajo de miles de habitantes que, ante esa situación, los han abandonado; el siguiente es apoyar la construcción de conjuntos que estén dentro de polígonos que cuenten con servicios y no sean lejanos para que no se siga dispersando la ciudad; otro es que los organismos de vivienda también deben apoyar la construcción de
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Polanco, Ciudad de México. Fotografía: iStock
viviendas para las familias más pobres, cuya única alternativa ha sido la autoconstrucción. El mayor problema para muchas ciudades son los conjuntos de vivienda que están abandonados o gravemente deteriorados, y esta situación los ha depreciado, a pesar de que fue enorme la inversión inicial, por eso requieren acciones que permitan recuperar su valor y atractivo. La solución tiene que atender los aspectos financiero, social y de dotación de servicios urbanos, que sólo se podrá lograr con la participación activa de los usuarios, organismos de vivienda y municipios. La construcción de nuevas viviendas se enfrenta actualmente a la necesidad de densificar las ciudades. Como es evidente que los terrenos deben estar más cerca, su precio es más caro, lo que obligará a abandonar el modelo de crecimiento horizontal. Otra tarea pendiente es el apoyo a la producción social de la vivienda, así como su mejoramiento. Aunque se tienen experiencias exitosas que han beneficiado a centenares de miles de familias, sólo parcialmente se ha logrado que las principales organizaciones de
vivienda, federales o estatales las apoyen directamente con asesoría técnica y préstamos que, además, han tenido altos porcentajes de recuperación. Más vivienda En México, la construcción de nuevas viviendas tiene ahora dos posibilidades: extender horizontalmente las ciudades, con los resultados conocidos, o densificarlas al construir verticalmente. Son tan graves los problemas que ha causado la irracional extensión horizontal de la ciudad que ahora se promueve —como solución mágica— la densificación vertical. Desde 2010 se aprobó en la Ciudad de México una Ley de desarrollo urbano —con resultados contradictorios— que ha permitido el cambio del uso de suelo en algunas colonias. Se logró densificar las colonias Polanco y Del Valle, autorizando edificios de mayor altura. Pero como es costumbre, no se previeron las consecuencias de esa densificación: no aumentó el abasto de agua, no se amplió la capacidad del drenaje ni se promovió la construcción de
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Unidad habitacional en la Ciudad de México. Fotografía: iStock
estacionamientos; tampoco se ampliaron las calles, ni la capacidad del sistema eléctrico. Las consecuencias son evidentes: se congestionó el tráfico y se aumentó el número de residentes sin aumentar los servicios ni mejorar su calidad. Otros ejemplos han causado problemas aún más graves. La colonia Nueva Granada —una zona industrial que se decretó como “zona especial de actuación”— es ahora Nuevo Polanco, y su proceso de densificación es una muestra de la irracionalidad —o de las claras intenciones— de construir sin la limitación de planes o leyes. El remedio ha sido el “cambio” del uso de suelo, que ha redituado enormes ganancias para los promotores, pero no para la ciudad. De hecho, esos cambios de uso han sido un negocio lucrativo que se ha realizado de espaldas a los habitantes de las colonias vecinas. Es sorprendente que esta “ciudad para todos” sea en realidad para unos cuantos que obtienen el privilegio de cambiar el uso de suelo hasta límites que no se dan en ningún plan ni se dan a conocer públicamente. La discrecionalidad de los cambios de uso de suelo en la ciudad hace que se propicie una red de corrupción
para autorizarlos, y que la ciudad se “densifique” sin que se sepa cuánto ni dónde conviene. El problema principal es que con esa planeación —sin planes, ni control— las grandes plusvalías de la actividad inmobiliaria son sólo para unos cuantos. Se podrá alegar que los promotores de esas inversiones inmobiliarias merecen obtener ganancias, pero lo que es obvio es que las obtienen en terrenos que cuentan con infraestructura y servicios que han pagado todos los que vivimos en la ciudad. Una solución es que del monto de esas plusvalías se obtenga un porcentaje que se invierta en obras o servicios para la ciudad. El funcionamiento de ese “mercado” es ahora completamente opaco, y no se sabe cuánto se invierte o cuánto se gana; la situación perfecta para obtener la máxima ganancia y pagar el mínimo de impuestos. Lo que es absurdo es que las enormes plusvalías que se generan no han beneficiado a los habitantes de la ciudad. La paradoja es que la ciudad no tiene suficientes recursos para modernizar sus infraestructuras o sus servicios, mientras que genera enormes beneficios para los
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que “cambian” el uso de suelo y obtienen ganancias y privilegios que no benefician ni a los vecinos, ni a la ciudad. Vivienda social En México se tienen ejemplos de gran calidad en el diseño de la vivienda social, como los prototipos desarrollados en la saop y después en el Infonavit, que paulatinamente se modificaron hasta convertirse en cajas cada vez más pequeñas que alojan familias a las que sólo se les trató como números en reportes financieros. En la década pasada, las políticas públicas de vivienda han tenido una visión homogénea y tipificada del usuario, que ha reducido y rigidizado los proyectos de vivienda económica, y que están en conflicto con la variabilidad de las realidades de la familia, del barrio y de la ciudad. Importó más la cantidad que la calidad de las viviendas que se sembraron donde los terrenos eran más baratos, sin importar su lejanía de la ciudad y de los centros de trabajo. Sin embargo, se calcula que en todas las ciudades de México, el sesenta por ciento de las viviendas se han realizado fuera de los programas oficiales mediante la autoconstrucción, y como esas familias no tienen ingresos suficientes, no han sido incluidas en ningún programa. Del mismo modo, también se han construido o mejorado miles de viviendas que han sido realizadas con la participación social y el apoyo de arquitectos, ingenieros y técnicos que han diseñado los mecanismos y los modelos para hacerlas posibles, quienes —a veces— han tenido el apoyo de organismos de gobierno. Los resultados en muchas ciudades son testimonio de que es posible diseñar, financiar, construir o mejorar viviendas mediante un esfuerzo colectivo. La consolidación de estos grupos se debe a múltiples razones: la organización social, el desarrollo de
metodologías de trabajo y la estructuración de grupos de apoyo para la construcción. Esa participación ha incluido a muchas personas entre las que destacan Magdalena Lacouture, Georgina Sandoval, Magdalena Forniza, Elena Solís, Enrique Ortiz, José María Gutiérrez, Gustavo Romero y Pedro León, entre otros, con la participación de alumnos de universidades como la unam y la uam. Ellos han logrado que los participantes se constituyan como Organizaciones No Gubernamentales, crearon asociaciones como copevi y han conseguido microcréditos, cuyos pagos son un ejemplo de responsabilidad y solidaridad, además de participar en la construcción, remodelación o mejoramiento de las viviendas. En contraste con la homogeneidad de las urbanizaciones institucionales, estos grupos han comprendido que el barrio no es un tejido homogéneo, sino que debe ser funcionalmente integrado al resto de la ciudad, la cual no sólo está compuesta de grandes edificios y conjuntos, sino también de microtransformaciones que la densifican y se convierten en barrios vivaces y dinámicos. Han comprendido también que las familias son muy diversas y que sus procesos determinan el tipo de vivienda. Ese patrón de evolución familiar se transforma en el tiempo, desde la instalación —para asegurar la propiedad de la casa—, la densificación —cuando la familia crece e incorpora nuevos espacios— y hasta la consolidación y diversificación —cuando la casa se subdivide en vivienda multifamiliar—. Ante la necesidad de densificar nuestras ciudades —evitando su dispersión— el ejemplo de la construcción social de viviendas es una alternativa para millones de familias de pocos recursos. Por eso, y por su impacto social, debería recibir todo el apoyo y recursos que merece.
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Catedral metropolitana, Ciudad de México. Fotografía: iStock
Nomenclatura costumbrista Jorge Vázquez Ángeles
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Una persona a la que no veo desde hace mucho se molestaba con algunas de mis opiniones, pues las consideraba políticamente incorrectas. Una de mis formas favoritas de hacerla enojar era la siguiente: como solía ejercitarse en “El sope”, pista especialmente diseñada para correr en la Segunda Sección de Chapultepec, cada vez que el tema salía a cuento, le preguntaba las razones por las que un lugar de atletismo recibiera tan pésimo nombre, que remitía más a una fonda o a un puesto callejero de antojitos que nada tiene que ver con la disciplina física. “Es como si en Alemania una pista se llamara ‘Salchicha Frankfurt’”, le decía. Guardando la calma, me respondía que se llamaba así por un corredor mexicano, Mario López, a quien se le debe la apertura de la pista en una zona que hasta 1964 no formaba parte del Bosque de Chapultepec. Según la revista Solo en df,1 fue López quien, para poder entrenar, a punta de machetazos abrió una senda en aquella zona peligrosa y abandonada. A raíz de que “El sope” ganó tres medallas en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 1970 (oro en 5 000; plata en 10 000; y bronce en 1 500 metros planos); y bronce en los 5 000 metros en los Juegos Panamericanos de 1971, el mismísimo Gustavo Díaz Ordaz lo recibió en Los Pinos. Cuando le preguntó dónde entrenaba, López le dijo que en un predio de la Segunda Sección de Chapultepec, y como era la época en que el poder presidencial lo podía todo, el mandamás ordenó que a esa vereda se la bautizara como “El sope”, incluyendo una placa alusiva. ¿De dónde viene el mote? En el mismo artículo de Solo en df, firmado por Katy López, se explica el origen: al ser empleado de la Secretaría de Obras Públicas o SOP, las personas que atestiguaban las competencias entre los distintos clubes de corredores, animaban al corredor gritándole “¡Échale, Sop!”. No resulta difícil
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Vista de la Plaza de la República desde el Monumento a la Revolución, Ciudad de México. Fotografía: iStock
imaginar que un distraído, que nunca falta, entendió “sope” y muy pronto el público comenzó a decirle así. Esta historia me hace pensar que la nomenclatura de las calles es un asunto de azar más que de orden o planeación. En muchas zonas aún subsisten los nombres “originales”, los que surgieron a raíz de referencias propias de cada barrio, como casas, personajes, árboles u objetos, aunque otros, como se verá a continuación, resultan misterios sin resolver. Una ensayista mexicana, por ejemplo, vive en una calle de la colonia San Pedro de los Pinos cuyo nombre resulta un verdadero reto histórico-urbano: Privada Licfas. ¿Qué o quién es Licfas? Al buscar en Google, además de mostrar departamentos en renta, un sitio llamado avisosdeocasión.com ofrece una pista en su sección de
Antigüedades: MEMORABILIA Licfas, documentos relacionados con la vida, trabajo del licenciado Francisco [sic] Asis Serralde, correspondencia, periódicos, artículos, administración de la justicia. ¿Licfas es una especie de rfc del licenciado Francisco de Asís Serralde? Propietario de la famosa casa morisca, ubicada en la esquina de Avenida Revolución y Rubens, Serralde fue un connotado abogado porfirista. Sería fácil establecer una relación entre los terrenos de la privada y la casa, pero la distancia que los separan echan por tierra este intento por hallar un hilo conductor. Con apenas cinco cuadras, una calle en la colonia Vértiz Narvarte, entre Doctor Vértiz y Eje Central, tiene dos nombres: Isabel Lozano viuda de Betti y
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Rascarrabias. ¿Error de dedo? ¿La calle en realidad se llama Cascarrabias? Lo más seguro es que no. Algunas leyendas andaluzas hablan del demonio Rascarrabias, quien habitaba un inhóspito torreón por el que nadie se atrevía a pasar de noche. Por estos rumbos no existe algo que se le parezca o que dé miedo por las noches en los escasos ciento ochenta metros que le corresponden a esta calle con nombre de diablo. En Tlalnepantla se ubica la colonia Prensa Nacional. Sus calles llevan los nombres de algunos periódicos de gran circulación y de otros que ya no existen: El Universal, El Heraldo, El Nacional, El Día. Sin embargo, entre Excélsior y Novedades está la calle Tele-Guía, publicación ya desaparecida y fundada por Carlos Amador. Su éxito radicó en un hábito hoy en desuso: reunir la
programación semanal de todos los canales de tv nacional, incluyendo un resumen de los capítulos de las telenovelas del Canal 2. Desde luego no existen vialidades dedicas a La Jornada o a Proceso. En la colonia Periodistas, delegación Benito Juárez, hay una calle Zutano. Según la rae, zutano es: “m. y f. U. para aludir a alguien cuyo nombre se ignora o no se quiere expresar después de haber mencionado a otra u otras personas con palabras de igual indeterminación, como fulano o mengano”. Llama la atención que en una colonia que pretende homenajear la libertad de prensa, y donde hay un jardín dedicado a la memoria de Francisco Zarco, exista una calle cuyo nombre se ignora o no quiere expresarse. No existen en la Ciudad de México calles llamadas Fulano, Mengano o Perengano.
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Villa Chirris es un callejón que no aparece en Google Maps pero sí en el índice de Guía Roji. Se ubica en Iztapalapa, colonia Desarrollo Urbano Quetzalcóatl. Como su nombre lo indica, es un callejón “chirris”, perdido entre vialidades como Villa Gatón, Villa Fruela o Villa Franqueza. El callejón de los golpes sí existe: se encuentra en la colonia Siete de Noviembre, delegación Gustavo A. Madero, y se llama, oficialmente, Callejón del Trancazo. Se ubica entre la Calzada de los Misterios (en la esquina sobrevive uno de los quince misterios que corresponde al Niño perdido y hallado en el templo) y Calzada de Guadalupe. La política, naturalmente, ha encontrado en la nomenclatura urbana una forma de homenajearse y de permanecer durante muchos años en la memoria de aquellos que tienen la mala fortuna de vivir en una zona que queda en la mira de los burócratas. La colonia Reforma Política está en Iztapalapa. Sus calles son una distinción a las sabias decisiones de los gobiernos: Reforma Judicial, Reforma Fiscal, Reforma Penal, Reforma Electoral, Reforma Administrativa, Reforma Vial, Reforma Liberal, Reforma Política… y un alarde de que el poder de la clase política se extiende hacia los límites del Sistema Solar: Reforma Planetaria, calle que, supongo, hace referencia al hecho de que Plutón ya no sea considerado un planeta. A los malquerientes del grupo tapatío Maná les causará un malestar en el hígado enterarse de que en la colonia Benito Juárez de Ciudad Nezahualcóyotl, entre Cielito Lindo, Cama de piedra y la Escondida, está la calle Rayando el sol. Sin embargo, hay que aclarar que se trata de otra canción, del mismo nombre, escrita en 1850, de acuerdo con Gabriel Zaid en su Ómnibus de poesía mexicana, y que Manuel M. Ponce musicalizó en 1916. Dentro de doscientos años, cuando los nuevos cronistas acudan a las mapotecas para descubrir cómo se llamaban las calles, sabrán que la imaginación, el burocratismo y la costumbre eran los medios para bautizar vialidades, y se encontrarán que poco o nada ha cambiado, si consideramos que en la época de la Colonia existieron las calles de la machincuepa, del esclavo, del indio triste, callejón del garrote, del manco o salsipuedes.
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Vivir dentro de un sueño
Twin Peaks: 25 años ¿después? Verónica Bujeiro
Escenas en pantalla de la serie Twin Peaks, de David Lynch. (Fotografía: ABC Photo Archives / ABC via Getty Images)
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Es un hecho del todo conocido que el arte de David Lynch puede causar en igual medida asombro, repulsión o hastío, aunque jamás podrá provocar indiferencia. Quien se ha acercado al mundo creado por este estadounidense sabe que no puede resultar ileso, ya que sus imágenes tienen la cualidad de penetrar la retina y alcanzar los recovecos mas temidos de nuestro inconsciente. Tan sólo su carrera en la industria cinematográfica es digna de asombro por la implacable y tenaz lucha por defender su libertad creativa. Una batalla ardua en la que se mantuvo, no sin cierto agotamiento, por los usos y costumbres de esa fábrica de sueños que gusta de la maquila en serie. Esa radicalidad natural obviamente no lo destinó a trascender como un éxito de taquilla, pero a cambio lo recompensó con ese trofeo anhelado por muchos y obtenido por casi nadie: convertirse en un adjetivo utilizado en el campo de lo artístico. Lo lyncheano, palabra que de tan precisa incluso tolera la parodia, es un vocablo complicado de definir, puesto que proviene de un universo de creencias y perspectivas sobre el mundo tan intrincadas como absurdas, prodigiosas y extraordinarias en igual medida. Puede ser también ubicado geográficamente, puesto que un denominador común a la obra de Lynch se enraíza en valores de la cultura norteamericana del siglo xx, no tanto para resaltar sus valores delirantes e ilusorios de grandeza, sino su contracara, la pesadilla del sueño americano blanco, en donde el orden y el progreso están sostenidos por una buena carga de podredumbre humana, misma que el director transmite emocionalmente inoculando a sus personajes con dosis uniformes de bilis negra y edulcorantes, lo cual resulta en un platillo netamente norteamericano. Twin Peaks, la serie televisiva que Lynch coescribió con el guionista de televisión Mark Frost, abarca justamente toda la escala de valores de lo lyncheano, al abordar la trama de un pueblo que vive en la aparente
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bonanza y cuya ensoñación de lo americano se ve interrumpida por la cruenta aparición del cuerpo asesinado de Laura Palmer, la joven promesa del pueblo, epítome del ideal gringo de mujer, en cuyos oscuros secretos estaban enredados una buena parte de los habitantes del diminuto pueblo de Washington. La irrupción de la serie en la programación televisiva de la cadena ABC, en el horario prime time del año 1990, fue en sí misma un acontecimiento de proporciones no calculadas, dado el éxito de rating y seguimiento de culto que causó en círculos de fans obsesos con el programa, probando una vez más que pese a las dudas de la industria, David Lynch podía salir bien librado, al menos por algún tiempo. Como buen retoño de su creador, la serie Twin Peaks era una mezcla improbable entre el chisme y los enredos de una telenovela convencional, el suspenso e intrigas de una serie policiaca, aderezada con tintes que podían ir de lo surrealista, pasando por el humor ridículo hasta lo francamente aterrador, y cuyo trasfondo no perdía de vista la violencia y la problemática social contemporánea en la que la trata de blancas, el tráfico de drogas y hasta el veterano incesto familiar formaban parte de un drama que no perdía su nexo con la realidad. Otro de los mayores atractivos de la serie eran los personajes, sello distintivo y poco apreciado de Lynch, cuya capacidad de dibujar un carácter en pocos segundos, ya sea por sus particularidades o extravagancias, es realmente sorprendente y comprueba su maestría pues la memoria del espectador los recuerda y ubica fácilmente (la “mujer del tronco” de la serie es un excelente ejemplo). De entre la colección entrañable de personajes involucrados en el caso, resaltaba el agente especial del fbi Dale Cooper (interpretado por el actor fetiche del Lynch, Kyle MacLachlan), cuyo entusiasmo por la resolución del misterio, sagacidad física e inocencia marcaban el carácter de un héroe de antaño obsesionado por la restitución del orden perdido. Acaso se trata
del alter ego del mismo Lynch, cuyas historias permanentemente indagan en la raíz del mal, dragando los confines más profundos de la vileza humana para entender su misterio. La evolución de la serie mantenía a la audiencia con una buena dosis de suspenso, risas incómodas y sobresaltos por los modos de investigación del agente Cooper, más apegados al I Ching que a un manual de policía, y con la aparición de aquel escenario surrealista de piso zigzagueante y cortinas rojas en donde la resolución del misterio parecía estar contenida en la dimensión inasible de los sueños. En buena parte Lynch logró mantener la tensión y la frescura de la serie gracias a que él mismo y Frost transitaban el camino de la trama sin saber bien a bien a dónde iban. Secretamente ambos guardaban la misión de jamás responder a la intriga que sostenía la premisa de la serie (Who killed Laura Palmer?) para ir abriendo senderos diegéticos que mantuvieran una bifurcación abierta al tránsito continuo de la serie. Uno de los grandes métodos de Lynch era hallar la trama en el accidente, como fue el caso del personaje terrorífico de Bob, la encarnación fantástica del mal, cuyo hallazgo surgió durante una grabación en el cuarto de Laura donde el tramoyista Frank Silva se encontró reflejado por error en un espejo. La imagen siniestra del hombre despertó de inmediato en Lynch la idea de un personaje que explicara de manera sobrenatural quién era el asesino de Laura Palmer, y para suerte del director, Silvia resultó también ser actor. La serie aconteció entre el suspenso y la sorpresa, con valores técnicos de alto nivel en los que no sólo lo insólito de la historia, sino el diseño de sonido, la fotografía, la música y particularmente la dirección de actores, estaban sembrando un camino para la televisión del futuro. Pero la cadena abc, hermana pequeña y berrinchuda de aquella industria de sueños prefabricados, no soportó demasiado los libertinajes creativos del director y demandó a la dupla una conclusión inminente a la pregunta sobre Laura Palmer. Lynch y Frost accedieron de mala gana, cerrando el capítulo dentro
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de la coherencia específica que habían sostenido, para enojo y decepción de la mayor parte de sus fans, lo que no impidió que la serie avanzara dando tumbos, cual vehículo sin conductor, pues Lynch renunció a la dirección serie, hasta que fue cancelada. Sin embargo, la dupla fue cuidadosamente descuidada para dejar regados varios cabos sueltos que al paso del tiempo resultaron muy convenientes. La saga continuó con la película Fire walk with me (1992), precuela que muestra los últimos días de la vida de Laura Palmer (una soberbia actuación de Sheryl Lee), así como el extraño grupo de élite de investigación del fbi al que pertenece Dale Cooper, compensando por partes iguales las necesidades creativas de Lynch, como el apetito voraz de los fans de la serie. El filme contiene momentos que inquietan no sólo por su contenido visual y dramático, sino por la cantidad de “pistas” que pueden ofrecer al espectador obseso, como si fuese una pieza maestra del rompecabezas. Lynch prosiguió con su carrera artística y cuando se le preguntaba sobre Twin Peaks decía que jamás regresaría a ella, lo cual manifestaba más que un hartazgo y agotamiento sobre sus propias ideas, un deterioro notable en su relación con la industria. Tras la aparición de la película Inland Empire de 2006, una espiral de narrativa intrincada de la cual pocos salieron vivos, el director anunció su retiro como director de cine. Aunque se mantuvo activo realizando otras actividades artísticas como la música, fotografía y pintura, varias veces se le dio por perdido en un retiro de meditación trascendental, como lo muestra el fallido documental de David Sieveking David wants to fly (2010). Más allá de la broma, la mt es una actividad a la que el director se ha entregado literalmente en cuerpo y alma, convirtiéndose en representante y vocero de su propia fundación con el propósito de promover dicha actividad, pues confía que su práctica no sólo es un poderoso medio para la creatividad, “en el cual las ideas flotan y uno tiene que atraparlas como si fuesen peces”, sino que es capaz de
provocar la paz mundial. Una declaración polémica si se piensa que la oscuridad y la violencia definen lo lyncheano, pero en lo que sin duda hay una buena dosis de verdad, pues parte de la mística del director se mueve alrededor de la irresoluble incógnita sobre nuestra infinita capacidad para hacernos daño. Sin embargo, ya instalado el siglo xxi, las posibilidades de los nuevos medios pusieron en alza el valor de las series, en buena medida por la inspiración que provocó en varios creativos aquel acontecimiento televisivo de 1990. Los rumores para un posible regreso de la serie comenzaron a circular, quizás porque Lynch y Frost ya tenían planes al respecto. En 2014 ambos utilizaron la red social de Twitter para anunciar en clave la confirmación: “That gum you like is going to come back in style!”. Una alerta que encendió la euforia de millones de fans, anticipando que, tal como lo había vaticinado Laura Palmer en un críptico mensaje para el agente Cooper, se encontrarían de vuelta en los picos gemelos de Washington veinticinco años después. Esta vez sería la cadena Showtime la encargada del suceso, quien tras varios forcejeos económicos para su financiamiento, finalmente estrenó la serie en 2017. Es justamente el paso del tiempo una de las claves para la renovada serie. El sentimiento de regreso guarda ese conocido nexo para el universo lyncheano entre lo familiar y lo extraño, manteniendo una aura de nostalgia y excitación para los fans por la sorpresa de reencontrar a la mayoría de los personajes ante el inexorable paso del tiempo, avejentados o al borde de la muerte como Catherine Coulson, la entrañable mujer del tronco, colaboradora y amiga cercana de Lynch desde la esperpéntica Eraserhead, así como el seco y genial Miguel Ferrer. Por momentos, el paso de la lista de créditos al final de los episodios parecía una esquela. Esta vez la trama se concentraría en aquella interrogante que había dejado abierta la última temporada como un desaguisado absurdo, con el agente Cooper
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uniendo fuerzas con aquella encarnación fantástica del mal llamada Bob, para revelarnos un cuarto de siglo después que el mismo hombre existe escindido en dos planos, con su mitad maligna cohabitando en el plano de realidad de los mortales y la buena en aquel limbo surrealista de piso zigzagueante y cortinas rojas. Situación que arroja una premisa dramática aparentemente simple: el buen Cooper tendrá que regresar al otro plano para eliminar a su gemelo perverso y así nuevamente intentar resarcir un poco de paz en la tierra. Sin el límite de tiempo de una película, la trama de una serie bien puede darse el capricho de no concentrarse en resolver sólo un conflicto y en el más puro estilo Lynch, el regreso de Twin Peaks implicó la apertura permanente de una cantidad insólita de historias y personajes que se esparcían a lo largo de cada capítulo, estableciendo lo que bien podría reconocerse como un auténtico rizoma cuyo eje abarcaba elementos propios de la ficción del universo lyncheano. Aunando a esta característica, el clima de la serie pronto comenzó a revelarse como una especie de buffet en el que convivía el pasado de la serie, el impasse entre la comedia sosa y el terror de la dualidad del agente Cooper, la investigación sobrenatural por parte de una oficina especializada del FBI (comandada por el mismo Lynch), subtramas y nuevos personajes que permitían el cameo de actores famosos, así como la inclusión de un acto musical en cada capítulo. Una mezcla que hizo oscilar la serie en un balance difícil de diagnosticar en una primera ingesta, ya que por momentos daba la impresión de contener la embriaguez y la complacencia propias a una fiesta de jubilación del veterano director. A nivel temático, hubo una centralización interesante alrededor de la maldad del ser humano, especulando con tantas teorías posibles como escenarios cargados de escenas de ultraviolencia e histeria demencial que sin embargo lograron alcanzar un clímax impresionante durante el capítulo ocho de la serie, cuando el director emprende su propia teoría sobre las
consecuencias nunca imaginadas del primer ensayo de la bomba atómica en 1945. En la lentitud de algunas acciones mostradas, como admirar a los personajes fumando, disfrutando de un café o ver a un hombre barrer el piso de un bar, existía un cierto disfrute compartido con el director por contar con más espacio del debido, pero en algún momento la presión de ese antiguo tirano, el tiempo, comenzó a acelerar la trama y las situaciones prescritas. Quizás por esto o porque en verdad la historia tenía que volver a encontrar su salida de la madriguera, Lynch infringió sus propias premisas creativas y comenzó a resolver los misterios de Twin Peaks con resultados (obviamente) polémicos que dividen la opinión de su siempre activa audiencia, quienes ya se desbaratan en teorías que analizan sesudamente y perpetúan el contenido de la saga fuera de la pantalla. Asimismo la resolución del conflicto principal se decantó hacia el convencionalismo escandaloso de un final feliz, mostrando que pese a ser fuerzas sobrenaturales el bien siempre triunfa sobre el mal. Una apuesta que parece restar sustancia al propio universo lyncheano, aunque quizás no debe de tomarse tan a la ligera, ya que este tipo de remates tienen la función balsámica de resolver en la ficción lo que es imposible en la vida real. Dentro de esa imposibilidad hay una nota que el director genialmente precisa en los últimos minutos, donde pese a querer resarcir de manera artificial el daño que estimuló el desarrollo de la serie, el homicidio de Laura Palmer, actuando directamente sobre el tiempo para prevenir en el pasado los acontecimientos del futuro, hay un eco imborrable de aquella injuria, como memoria imborrable que parece atravesar el código genético de nuestra especie. Quizás por eso la serie termina con el agente Cooper preguntándose en qué año se encuentra, una pregunta que remite a la fase que invoca el mismo director como su personaje Gordon Cole: “Vivimos dentro de un sueño”. O eso es lo que quisiéramos creer. Sea como sea, gracias por el viaje, David Lynch.
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Eduardo Halfon en París, Francia, en 2015. (Fotografía: Ulf Andersen / Getty Images)
Escribir ni salva ni protege
Entrevista a Eduardo Halfon Adán Medellín
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Duelo, la más reciente novela de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), narra el difícil tránsito desde la magia infantil al mundo desconocido de la juventud y la realidad, partiendo de la investigación sobre un niño ahogado misteriosamente en un lago. Incluido en su momento dentro de la lista de autores Bogotá 39, ganador de la Beca Guggenheim en 2011 y con más de una docena de obras publicadas, Halfon hace resonar en esta pesquisa los nombres de los judíos desaparecidos por el nazismo y las narrativas de la migración familiar, desde el abuelo sobreviviente de un campo de concentración hasta el nieto que crece rodeado de preguntas incómodas y medias verdades para renacer, tras una inmersión literaria, en los fragmentos de una memoria transformada en la escritura. Tu novela Duelo se inicia con la historia de Salomón, un tío que murió de niño ahogado en el Lago de Amatitlán. Los cuerpos permiten una sepultura física y simbólica, pero ¿cómo describes el lugar borroso y fronterizo de los desaparecidos? Los desaparecidos nunca mueren, ya sean éstos migrantes centroamericanos buscando su camino hacia el norte, o revolucionarios guatemaltecos en los años setenta desaparecidos por las fuerzas militares, o hijos secuestrados y jamás entregados, o hermanos cuya muerte y sepelio han sido silenciados por la familia. Quedan todos ellos como suspendidos en un lugar que no es lugar, en un pasado perpetuo. Sin tumba. Sin final. Pienso en las madres de migrantes ya para siempre buscando en la tierra los huesos de sus hijos. El protagonista de Duelo, tú mismo a los diez años, tiene la manía de cronometrar todo con un reloj regalado por su abuelo. Suena ya a un oficio muy narrativo, entendiendo que la propia escritura se ha definido como un trabajo sobre las posibilidades de captura y modificación del tiempo. Algo que para mí, de niño, era un ejercicio matemático, luego en la literatura se convierte en otra cosa. Cronometrar algo, medirle el tiempo, era para mí una manera de entender el mundo linealmente, de aquí a allá, de punto de inicio a punto final. Pero la narrativa, fui aprendiendo, no sigue esa misma lógica matemática. La narrativa es caprichosa. Se estira y encoje y retrocede en el tiempo cuando se le da la gana, cuando la historia así se lo demanda. En Duelo, el niño que fui debe replantearse su noción del tiempo para poder entender lo que realmente ha pasado con su tío ahogado. Debe poder desplazarse en el tiempo, sin orden, y sin cronómetro. Los fragmentos de Duelo parten de una exploración sobre tu memoria personal y familiar, acordes con el proyecto narrativo que has desarrollado desde hace años. Aquí reaparecen los recuerdos de tus abuelos (polaco y libanés). ¿Qué imagen tienes de la memoria? ¿Es
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como las piezas de un mosaico, un par de ancianos, un fluido siempre móvil y cambiante? La memoria es ficticia. Inventamos o falseamos las narrativas de nuestras memorias. O más bien las vamos moldeando y ajustando para que nos hagan sentido, para que no nos duelan tanto, para poder seguir adelante. Cuando escribo, la memoria es siempre mi punto de arranque. Para mí, el inicio de una historia, su detonante, digamos, siempre está íntimamente relacionado a un recuerdo específico, tangible. Por ejemplo: el número tatuado en el antebrazo de mi abuelo polaco. Por ejemplo: un rezo secreto pronunciado con mi hermano en un viejo muelle de madera, antes de lanzarnos al agua. Pero esas memorias, por supuesto, no son reales. No existen. Lo único que existe es la narrativa que yo me invento de ellas. Mi abuelo no sabía ya nada de ese número en su antebrazo. Mi hermano ni siquiera recordaba aquel rezo secreto en el muelle. Al escribir una memoria, yo la devuelvo a la vida. Además de Salomón, hay otro adulto que perece en una alberca, un recuento de niños ahogados, incluso un recuerdo de una bruja en el lago. Las imágenes acuáticas aquí están llenas de peligro, de hundimiento, de amenaza. Bachelard decía que el agua que no corre es el agua de la muerte. ¿Qué descubriste en el simbolismo de tu duelo? El agua en el libro es tóxica. No purifica. No salva. No es una fuente de vida sino de muerte, o de amenaza de muerte. El agua del lago está contaminada, podrida. Parece tragarse los pequeños cuerpos de tantos niños que en ella nadan. El agua, pues, como sarcófago. Pero creo que el agua también funciona como una metáfora sobre la seducción, la destrucción y el renacer en un momento fronterizo específico: la salida de la infancia y la inmersión en lo desconocido. ¿Buscabas algo así? Claro, el agua, o el lago, se convierte también en un espacio que separa dos mundos: infantil y adulto, realidad y magia, memoria y ficción, el lado de los vivos y el lado de los muertos. Y aquel viejo muelle de tablones, entonces, donde empieza la narrativa con dos
pequeños hermanos rezando antes de lanzarse, es el puente que une esos mundos opuestos. Adam Zagajewski, poeta polaco, escribió que los poetas se dividen entre esos que nadan y los que no se meten al agua. Tu yo de la ficción termina entrando en ese gran lago-sarcófago. Tú comparas el dominio de la lengua con el uso de una escafandra. ¿Escribir salva o protege de algo? ¿De qué? Escribir ni salva ni protege. Escribir no nos hace ni más valientes ni más cobardes. Escribir no es más que escribir. Aquel yo que se atreve a meter el pie en el lago-sarcófago no soy yo, no es el escritor, sino otro. Alguien mucho más valiente que éste que juega con palabras. Tu personaje niño es uno de preguntas incómodas, por ejemplo, sobre el precio de los judíos desaparecidos en la Segunda Guerra Mundial, sobre el destino de un miembro familiar del que todos callan. En esta era de nuevas tecnologías y tantas narrativas de consumo, ¿la literatura sigue hallando su razón como el sitio de las preguntas que incomodan? Más que preguntas que incomodan, me interesa escribir libros que incomodan, libros peligrosos, libros que alguien, por alguna razón, preferiría que yo no escribiera o hasta me prohíbe escribir. Hay que escribir con miedo. El leit motiv del niño ahogado se cierra con la cita de David Foster Wallace elegida como colofón: “Si nunca has llorado y quieres, ten un hijo”. ¿Duelo expresa la cicatriz de la escritura de la experiencia de la paternidad? Me convertí en padre hace poco, mientras terminaba de revisar las pruebas del libro. Es decir, al escribirlo yo ni siquiera pensaba en hijos, y al publicarlo me vi convertido en padre. El libro, entonces, para mí, es una especie de puerta o de túnel que divide esos dos mundos: mi vida como hijo, y mi vida como hijo que también es padre. Pero aún no sé qué significa ser padre. Aún es muy pronto para que yo hable de la paternidad. Creo que si Duelo expresa algo no es la cicatriz de la paternidad, sino la cicatriz de la no paternidad, la cicatriz de una vida sin hijos.
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Carl Sandburg. (Fotografía: Dave Iwerks/Pix Inc. / The LIFE Images Collection / Getty Images)
Carl Sandburg y
la poesía del pueblo y las rosas
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Cincuenta años antes de la redacción de estas líneas, el 22 de julio de 1967 falleció Carl Sandburg, en su casa de Carolina del Norte. Contaba para entonces ochenta y nueve años, la mayor parte de los cuales dedicó al trabajo, pues desde los trece años laboró para ayudar a sus padres, inmigrantes suecos a quienes no sonrió la prosperidad americana; aunque también dedicó muchos de sus años a la literatura, sobre todo desde que se trasladó a Chicago hacia 1913, ciudad en la que emergió el poeta, narrador y ensayista Sandburg, el que observó y sintió y testimonió la epopeya de los hombres y mujeres del común, aquellos que se encontraban, como él mismo, lejos de las comodidades y disipaciones en las que se solazaba la élite económica, política e industrial. Y esos contrastes sociales y humanos fueron el barro y la arcilla con que tradujo en palabras la epopeya de la vida y de la muerte de hombres y mujeres que llegan hasta nosotros, enteros de cuerpo y alma, en las prosas y versos del hijo de inmigrantes nacido el 6 de enero de 1878. Admirado hasta el regodeo, disminuido hasta el desdén, la verdad es que Sandburg y su obra no pueden ser encasillados ni en la admiración desbordada ni en la disminución prejuiciosa. La obra literaria del autor en su conjunto trasciende las clasificaciones, porque transmite una concepción de libertad espiritual que conmueve y cuestiona los cimientos de la organización social estadounidense, basada en el modelo financiero capitalista, llevado a sus últimas consecuencias, lo que convirtió a los Estados Unidos en un país deslumbrante en cuanto a su desarrollo económico, pero patético en cuanto a su galopante deshumanización. Auténtico self-made man, Sandburg observó con inteligencia las grandezas y bajezas que escindían el alma y el pensamiento de la gente común. Para algunos Sandburg se deleitaba con la sordidez, pero en realidad lo que ocurría es que no negaba los rasgos crueles de la sociedad en la que vivió, como en su poema “Chicago”, que sin cortapisas señala el salvajismo de la urbe:
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Me dicen que eres perverso y yo les creo, porque he visto vuestras hembras pintadas, bajo las lámparas de gas, seduciendo a los chicos del campo. Y me dicen que eres malvado y yo respondo: Es cierto, porque yo he visto al pistolero matar y salir libre para matar de nuevo.1
El poeta estadounidense se expresaba con sinceridad brusca porque el mundo era y es brusco, desordenado, impulsivo, pero también lleno de gracia y singular encanto, por lo que la ciudad de Chicago, antes acusada de perversa y malvada, es también la capital del vigor y la inventiva y la grandeza industrial: Venid y mostradme otra ciudad con la cabeza alzada cantando tan orgullosa de vivir y ser áspera y fuerte y astuta lanzando maldiciones magnéticas entre la brega que amontona faena sobre faena, aquí tenéis un alto y valiente haragán puesto de bulto frente a las blandas pequeñas ciudades […]
Escritor de sensaciones, los poemas de Sandburg son visuales, auditivos, olfativos. Las ciudades se vislumbran con sus escandalosas multitudes, olores y hedores de calles y fábricas, así como los campos se perciben con la vida ruda de campesinos y los paisajes que recuerdan la existencia de la libertad. Es el mundo hórrido y sublime de los hombres y las mujeres que hablan de sí mismos en un yo colectivo: “Yo soy el pueblo, la chusma”: Yo soy el pueblo, la chusma, la turba, la masa. ¿No sabéis que el trabajo del mundo se hace por medio mío? Yo soy el operario, el inventor, yo hago los alimentos y vestidos del mundo. Yo soy el público que presencia la historia. Los Napoleones salen de mí y los Lincolns. Mueren. Y entonces sacó de mí más Napoleones y más Lincolns.
El poeta reivindica a la gente de la vida diaria, pero no con el sonsonete manido del romanticismo trasnochado, sino convencido de que es la gente de a pie la que cimienta y vitaliza a las sociedades, así como también es la que hace evolucionar las relaciones humanas. En las estrofas finales de “Yo soy el pueblo, la chusma”, Sandburg afirma: Cuando yo, el Pueblo, aprenda a recordar: cuando yo, el Pueblo, aproveche las las lecciones de ayer y ya no olvide a los que el año pasado me robaron, a los que me engañaron como a un tonto, entonces no habrá nadie en el mundo que miente el nombre “El Pueblo” con cierto retintín de sarcasmo en la voz o con una lejana sonrisa de escarnio. La chusma —la turba—, la masa arribará entonces.
José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, Antología de la poesía norteamericana, Siglo XXI Editores, México, 2016.
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Maestro del verso largo —aunque también escribió notables poemas de versos cortos—, Sandburg hizo lindar tales versos con el poema en prosa. Y es que, en efecto, varios de sus poemas parecen de pronto evocaciones o admoniciones escritas en una prosa rica en imágenes y tonos sorprendentes por su armonía. Lejos de la exquisitez métrica y rítmica de varios contemporáneos suyos, Sandburg confiaba más en la plasticidad del discurso, que en su caso solía ser exaltado, brioso incluso, aunque jamás despendolado. Gracias a tal plasticidad el escritor estadounidense logró piezas tan equilibradas como “Carreras y hits”: Yo recuerdo a los peloteros de Chillicothe peleando contra los peloteros de Rock Island en un partido de diecisiete innings que acabó por la oscuridad y las espaldas de los peloteros de Chillicothe eran como un humo contra el crepúsculo y las espaldas de los peloteros de Rock Island eran como un humo amarillo contra el crepúsculo. Y la voz del juez se enronquecía contando bolas y strikes y outs y la garganta del juez se debatía entre el polvo por un canto.
El mundo que vivió y admiró Carl Sandburg rebosaba actividad y movimiento, por lo que el autor rebosó sus poemas de metáforas vigorosas y, las más de las veces, rústicas, lo que no fue un complaciente recurso naïf, como han afirmado algunos detractores del poeta. Al contrario: las metáforas y las imágenes y el acento popular son los únicos que pueden escucharse a pesar de los ruidos del progreso: máquinas fabriles, motores de automóviles, soldadoras y grúas que levantan edificios. Y en medio de los ruidos, Sandburg encuentra y celebra la coquetería de la muchacha “Pelirroja, cajera de restaurante”: Echa hacia atrás tu pelo, muchacha pelirroja. Deja estallar tu risa y muestra las dos altivas pecas de tu barbilla. Hay en alguna parte un hombre que anda buscando una muchacha pelirroja que tal vez un día se asomará a tus ojos en busca de una cajera de restaurante y se hallará una enamorada pudiera suceder. Dando vueltas y vueltas andan millares de hombres a caza de una muchacha pelirroja con dos pecas en su barbilla. Los he visto buscando, buscando caza; echa hacia atrás tu pelo, deja estallar tu risa.
Característico de la poesía de Sandburg, en los versos se cuentan y se cantan las vidas y anhelos tanto de hombres como de mujeres. El poeta estadounidense percibía a la mujer como sujeto activo en la creación de la vida cotidiana y de la Historia en mayúsculas, por lo que en los poemas se refleja con sus deseos y miedos, ambiciones y contradicciones, desligada de las limitaciones impuestas por una cultura basada en el machismo. Mujeres que viven por sí mismas, como la que el poeta evoca en “Pollita Lorimer”:
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Todos amaban a Pollita Lorimer en nuestra aldea, allá lejos. Todos la amaban. Porque todos amamos una resuelta muchacha que atrapa un sueño que quiere.
Si la cajera pelirroja busca el amor mientras despacha en el restaurante, Pollita emigra de su pueblo en busca de sí misma. Una citadina, campesina la otra, comparten el sueño de crear su propia vida, pero sobre todo su propia “Felicidad”, esa que los hombres y mujeres de la modernidad han dejado de reconocer: Pregunté a los profesores que enseñan el sentido de la vida qué es la felicidad. Y visité a famosos gerentes que dirigen a millares de trabajadores. Todos meneaban la cabeza y sonreían como si yo tratara de burlarme de ellos. Y después una tarde de domingo me iba paseando por la orilla del río Desplaines y vi un grupo de húngaros bajo los árboles con sus mujeres y sus hijos y un sifón de cerveza y acordeón.
Debe decirse con claridad: Sandburg amaba a su país y a su pueblo, pero su amor no era ingenuo; también sabía observar de frente las inequidades de los Estados Unidos. Su poesía se transfiguraba entonces en ironía contestataria, pero también en pregunta. “¿Quién?”, interrogaba el poeta, al comprender las contradicciones irresueltas en el alma estadounidense: ¿Cómo puede un poema ocuparse del costo de producción y dejar fuera definida miseria que paga un precio permanente en salud destrozada y temprana vejez? ¿Cuándo se pondrán ingenieros y poetas de acuerdo en un programa? ¿Será un día de frío? ¿Será una hora especial? ¿Habrá algún tonto entonces? Y si es así, ¿quién?
A las profecías autocumplidas de la excepcionalidad y la prosperidad americanas, Carl Sandburg respondió con la llaneza de poemas y prosas que homenajeaban la vida per se, sin destinos ni bienandanzas predeterminados. El poeta descendiente de inmigrantes saludaba y sentía la impronta de la vida incluso después de la muerte, la que trasciende, como sus poemas, el olvido y el “Polvo”: Aquí está este polvo, recuerda que fue una rosa una vez y estuvo en el pelo de una mujer. Aquí está este polvo, recuerda que fue una mujer una vez y en su pelo estuvo una rosa. Oh, cosas que fueron polvo una vez, ¿qué otras cosas ahora soñáis y recordáis de otros tiempos?
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En la esquina de los tacos JesĂşs Vicente GarcĂa
Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco
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i Tacos de por medio, Basilio quiere la paz del mundo y la solidaridad entre los seres y los pueblos, que el amor le gane al odio, que la gente no quiera ganarle a los autos que vienen en su verde, que éstos no se pasen los altos, que las taquilleras del metro sean educadas, que las lluvias de verano no inunden la ciudad ni el país, que este calor que a veces nos tuesta no contenga elementos cancerígenos, que los corazones humanos sean limpiados de todo mal para que la enfermedad no nos cubra con su manto negro y, simplemente, sin dolor, un día no despertemos y nos cierren los ojos como se hace con la cortina de una accesoria de zapatería que se sabe que mañana se abrirá de nuevo, y los transeúntes verán a las jóvenes bellas que atienden al personal, y las mujeres volverán a ver ese par de zapatos de boca de pescado que tanto desean y que una vez que junten algunas quincenas irán por ellos para pasar frente a la misma accesoria con otra dignidad y otro espíritu que rebasó lo aspiracional para ser y tener lo que deseaban: unos zapatos, y saberse más guapas, más altas, más estéticas; desde antes de comprarlos ya se veían, la imaginación es la gran madre de lo factual. Porque somos aquello que deseamos aunque no logremos aquello que buscamos, gran lección de Don Quijote. En la aparente derrota está la gran victoria. a Una mujer flaca con voz de carcelera se ha adueñado de un pedazo de Isabel la Católica y se cree que puede acomodar los autos a placer; con su trapito les dice por acá o por allá, y de una manera arbitraria imperan al flujo de autos que se detengan para que alguien estacionado mueva su maquinaria y provocar así desbarajustes en el tránsito. Un camión de mudanzas quiere estacionarse frente al mercado, la susodicha le grita que no, pero el mudancero no se agüita y sigue su intentona; atrás viene un micro de la ruta Portales-La Lagunilla, luego un camión que va a Santa Isabel Tola, uno desean rebasar, otros se detienen en seco. “Órale, cabrón, no cabes”. La mudanza cupo porque cupo. Se hace de palabras con la flaca. El chofer es un gordo prieto cuya actitud es imperante, pero la flaca estuvo en la cárcel un par de años, así que no es fácil espantarla. ii Ron Lauro ya tiene nuestros tacos de pastor y suadero. Les pongo salsa como si la colitis no existiera, porque las palabras del licenciado Basilio me han conmovido, y yo me veo sin colitis, sin esta flacura cuarentona, con el bigote negro y sin cansancio. “¿A dónde quieres llegar?”. “A que mires a tu alrededor, Flaco, el mundo está hecho pedazos, esta Ciudad de México no sólo huele a meados, sino a cárteles, a mediocridad; se hacen leyes y leyes para todos, para animales que siguen
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maltratando, para las construcciones que continúan utilizando material barato gracias a la corrupción, para homosexuales y lesbianas que confunden lo jurídico con el respeto, para los ciclistas que les vale madre y se siguen metiendo en el carril del metrobús, para automovilistas que saben lo que no deben hacer y lo hacen y se matan y atropellan y se enojan y todavía dicen: ¿y qué?, todos lo hacen. No se aplican. Y esto es mundial, pero no podemos arreglar el mundo; nuestros metros cuadrados, sí”. Dos de suadero con la salsa de Ron Lauro me hacen agua los ojos. Veo a mi alrededor: Isabel la Católica esquina con Eje 3, en este mes patrio. Enfrente, los puestos que hay afuera del mercado Algarín: tlacoyos de masa azul, artículos de primera necesidad para este octubre que sabe a diciembre, el frío eventual, la lluvia en chipi-chipi, los vientos boreales cual poema de García Lorca, con su Preciosa bailando, algunos comerciales con intenciones de recordar a la patria pero con los tintes de la navidad. Pedimos unos refrescos de esos que dan diabetes y crean enfermedades a cambio de estos momentos de placer. Me acomodo. El semáforo marca el verde para los autos, rojo para los transeúntes, como la salsa que baña el suadero hecho a imagen y semejanza del placer urbano pasado el mediodía. Viene el alto para los autos, el siga para las personas, sólo que un auto rojo se lo pasa y casi roza el cuerpo de un señor en pants que viene de hacer deporte, a juzgar por su ropa y el balón de basquetbol que porta al hombro en su red. b Entre verdes y rojos, se hace un embotellamiento enfrente del mercado. Los vendedores sólo se asoman y cotorrean a la flaca que ya conocen y no se meten con nadie ni en nada. Por el puente de Viaducto una ambulancia, sin sirena, viene al paso que se lo permite la fila de autos. Una vendedora de agua hace su agosto, le compran ocho botellas en un santiamén. Unos miran a la flaca, otros al mudancero que sigue sacando de su ronco pecho su nutrido lenguaje. Las mentadas de madre se adueñan de los oídos marchanteros.
iii “¿Ya ves? ¿Por qué se pasa el alto? ¿Para qué? Claro, nadie le dice nada y nadie le ha dicho nada en su andar automovilístico, de otra manera hubiese obedecido las señales. Las multas duelen”. Tiene razón; sin embargo, en los hechos, pareciera que no es así, es como si la impunidad se hubiese adueñado de todo en todos los ámbitos de la vida social. A cada taco un pensamiento. A cada mordida una reflexión. Los frijoles y la salsa que ahora la cambio por verde, sí que hacen de la vida un paraíso. “Así que deseando se comienza a querer estar bien, a los cambios. ¿Has escuchado la radio a medio día? Aparece una cápsula en algunas estaciones que te dicen que imagines a un México mejor, cómo lo mejorarías, y te invitan a cerrar los ojos. Y ya ves, les cierran los ojos para siempre a periodistas, estudiantes, militares, policías, comerciantes, turistas, extranjeros, nacionales, mujeres, hombres, negros, morenos, mestizos, blancos, amarillos, altos, chaparros, ricos, pobres, lo mismo matan con metralleta a una bebé que a un viejito en el microbús; no hay límites, nos los hemos terminado”. c En el cruce de ambas vías se hace un embrollo. Los verdes y los rojos hacen su trabajo, no así los automovilistas ni transeúntes que se pasan altos, mujeres con bolsas del mandado, jóvenes con productos para el diseño y la serigrafía, bicicleteros que reparten pollo, masa, papel, vidrio, pan, zigzaguean; para ellos, la vida sigue sin los esquemas marcados por las señales de tránsito. iv Es el alto para los transeúntes. Siga para los del Eje 3. Se acercan los autos por Isabel la Católica, dos unidades que van al Centro, uno viene de Portales, otro de Ciudad Universitaria, autos, motocicletas. Basilio sentado de espaldas al cruce señalado dice que nuestro problema es que hemos dejado de pensar en la paz, porque hasta eso nos ha robado este sistema en que ya no hay puntos de fuga, no hay de dónde agarrarse, no hay izquierdas reales ni puras, ni derechas intocables, no hay rock ni rancheras, ni novelas novelas, ni cuentos cuentos, hay
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series de televisión que parecen telenovelas, y telenovelas que parecen caricaturas, la paz es una guerra constante contra sí misma, la guerra es lo que todos llevamos dentro, porque no pensamos en estar bien, sino en estar y ya. Hibridez total. Le digo que las tragedias griegas siguen siendo vigentes, muestran la porquería que es el ser: vengativo, asesino, codicioso, celoso, narciso, hijo de perra y engendraperros con gusanos. Zeus es más humano que tú y yo juntos. Cupido juega con los sentimientos. El caso aquí es jugar el juego de la vida y nos ha tocado éste, el de la corrupción en todo lo alto, pero eso no implica que todos estemos en ello. Yo, por ejemplo, sigo mi sueño cual Don Quijote, quien en su aparente derrota ha ganado más que si le hubiesen dado un reino, incluyendo a Sancho, pues aunque fue gobernador de la ínsula Barataria, todo se lo inventaron y, con todo, fue el hombre más puro y más sincero que gobernador alguno lo haya sido en todos los tiempos.
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d Y en ese juego de verde y rojo, como los colores patrios, un auto logra salir del cuello de botella que mudancero y flaca han provocado; el conductor voltea para mentarles la madre y se sigue de frente sin ver que ya está el rojo de Isabel la Católica, porque el esmeralda del Eje 3 será su perdición, pues otro auto de este Eje sólo ejerce su derecho a pasar en su verde andar y de pronto ambos rumbos se encuentran con una misma velocidad porque al golpearse ninguno arrastra al otro, simplemente ahí se quedaron cual pegados con resistol. Se zangolotean. La gente se espanta, primero, luego se exalta, dice, opina, señala. Flaca y mudancero giran los cuellos, los vendedores de la calle se levantan, Ron Lauro alcanza a decir: “Otro par de pendejos, chingao”. Pamelo vio todo. Basilio nada.
v Estoy de frente al crucero Católica y Eje 3 José Peón Contreras. Se pone el alto para los que van al Centro y avanzan los del Eje 3, pero un auto azul se sigue de largo a no muy alta velocidad y es recibido por otro verde que va en su verde siga, que le da en la trompa y el ruido estruendoso deja boquiabiertos a los consumidores de tacos, la onomatopeya crash se queda corta. “¿Qué fue eso?”, pregunta el licenciado Basilio, quien no vio nada. Pamelo no responde y sigue viendo cómo quedaron los autos; la gente se acerca y empieza a tomar fotos con sus celulares. “¿Ya viste, Flaco?, a eso me refería. No se ajustan a las leyes mínimas de convivencia. Se pasó el alto el del Eje 3”. “Tú no viste nada”. “No es necesario ver, mira quién recibió el golpe”. “En un crucero es difícil asegurar sin ver”. “Deja acercarme. Aguanta”. Me quedo con un palmo de narices, con medio taco de suadero en la mano derecha y con la izquierda haciéndole señal de regresa, no vayas. Basilio empieza a hablar con uno de los accidentados. Se acerca el otro. Violentan palabras y gestos. No entiendo nada. Parece que se agarrarán a golpes y Basilio es quien comienza. ¿Qué pasa? Tú no viste nada, le grito a Basilio, y dejo el taco en el puesto de Ron Lauro, quien nomás se sonríe ante el accidente. ¿Cuántos ha visto en ese crucero? Pago. Bebo mi cachito de coca. Le llamo por celular. Basilio lo ve, no responde. La cosa se pone tensa. Ya viene la policía, no se ve, pero se escucha; mudancero y flaca ya no alegan. No creo lo que veo. Él habla de paz y está metiendo en líos al inocente. Me acerco y justo en ese momento otro choque en la contraesquina. Me exalto. El golpe es más fuerte. Uno baja de su auto, los del otro parecen heridos, no lo sé, camino, veo, huelo; la paz no puede estar aquí, no la veo, no la siento, quisiera engrandecerla y desearla como Don Quijote que intentó arreglar el mundo no sólo deseándolo sino haciéndolo; creer y hacer son dos cosas que no se pueden separar, y es que la paz ya no sé qué sea ni para qué sirva.
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De El gallo pitagórico
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Juan Bautista Morales
Militares —¡Loables deseos! —me respondió una alma, en cuyo semblante se dejaban ver todavía algunos rasgos de la desesperación con que había salido del último cuerpo en que habitó—; pero, ¿sabes lo que pretendes? ¿Crees por ventura que nuestros guerreros son de la raza de tus Leónidas, Epaminondas y Temístocles? No les falta valor y disposiciones para imitarlos; pero la corrupción de las costumbres difícilmente les permitirá conseguirlo. Aquí la estrategia está reducida a la intriga. El que limpio juega, limpio se va a su casa, o lo que es peor, limpio y desnudo queda muerto en el campo de batalla. Dígalo mi último patrón, que por meterse a héroe y pelear con espada blanca, fue muerto por sus mismos soldados.1 —¿Cómo así? —le pregunté asustada—. ¿Pues de qué modo se hace la guerra entre vosotros? —Del siguiente —me contestó—. Aunque entre nosotros hay diversos partidos, siempre los beligerantes se encierran en dos, el gobierno y los pronunciados: cada uno de éstos procura engrosar el suyo, fundiendo en él aquellos con quienes tiene más simpatías, y procurando neutralizar los contrarios. Si las oportunidades son favorables al gobierno, ganó éste; pero si son favorables a los pronunciados, perdió indefectiblemente, aunque lo venga a sostener el mismo Aquiles. Nuestra
Tomado de Juan Bautista Morales, El gallo pitagórico, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1845, 229 pp.
*
estrategia se pone en obra más bien en los preliminares que en la campaña abierta. Me explicaré. Se comienza por desacreditarse mutuamente en los periódicos ministeriales y de oposición. Así que se logra que uno de ellos haya perdido el prestigio, comienzan las intrigas: se seduce a la tropa prometiendo grados y empleos; se reparte el dinero que se puede entre los agentes subalternos y emisarios, para lo que los agiotistas abren sus arcas, aunque con el moderadísimo premio de un cinco o seis por ciento mensual. Luego que está la cosa frita y cocida, como suele decirse; que se sabe a punto fijo los jefes y cuerpos de tropa que se han de pasar, la hora en que se han de pronunciar los sargentos (alféreces o tenientes in fieri), y han de amarrar a su comandante si no quiere seguir su partido; entonces arma, arma, guerra, guerra; a ellos, a ellos, valeroso Cortés. Se forma una escaramuza en la que bailan una contradanza los que se pasan de un partido a otro, y victoria por Federico. Al día siguiente, primera remesa de premios, que consiste en grados. Los sargentos aparecen de alféreces, los alféreces de tenientes, éstos de capitanes, etcétera; las barrigas que ayer no tenían color, aparecen hoy rojas, las rojas verdes, y las verdes azules. A continuación se hace una iniciativa a la cámara para que apruebe los grados, reconozca la deuda contraída con los señores agiotistas, y que además conceda una cruz o un escudo para los que se han distinguido en la campaña. Todo se concede como lo pide, y queda formada la segunda remesa de premios.
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Grabado para la portada de El gallo pitagórico, de Juan Bautista Morales, publicado en 1951 en la Biblioteca del Estudiante Universitario de la unam.
Agraciados de este modo los que prestaron un servicio positivo de armas, entran las solicitudes de los altiqueños, que componen la tercera remesa. Yo estaba en el ministerio y revelaba las órdenes y disposiciones más reservadas, por lo que el pobre gobierno no podía hacer letra; yo intercepté un correo muy interesante; yo remití al partido vencedor tantos fusiles, seduje tal número de tropa; yo hice esto; yo hice aquello. A cada uno se va dando su premio según sus obras. He aquí nuestra estrategia. ¿Qué te parece? —Horrible, ciertamente —respondí—. No sé cómo tienen ustedes tan poca filantropía (perdóname, alma noble; este lenguaje), que se premien por haber teñido sus manos en la sangre de sus hermanos en guerras civiles. Luto deberían ponerse los vencedores, y exequias fúnebres deberían celebrarse, en vez de Te Deum y repiques. Pero lo que más me hace fuerza es que se premie al crimen, y a un crimen tan detestable como el de faltar a la confianza de sus superiores y vender sus secretos. Es verdad que en la guerra, alguna ocasión es necesaria esta medida; pero el alma baja que sirve de instrumento, conténtese con dinero, satisfágase su codicia en lo reservado; mas nunca aparezca en público como un mérito lo que es un positivo y feo delito. —Pues amiga mía— me dijo el alma de aquel desgraciado guerrero— aquí no se conoce otra estrategia. —Siendo eso así —contesté—, jamás me veréis en las filas de vuestros militares. Elijo el cuerpo de un patriota, para formar una junta de excelentes patriotas, pronunciarme por la verdadera libertad, y enseñar a vuestros paisanos a ser republicanos, a ser héroes, y merecer, no parches ni grados, sino coronas cívicas y laureles que nunca se marchitan.
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Fragmentos y preguntas
Para qué sirve la filosofía de Darío Sztajnszrajber
Andrés García Barrios
Alguien dijo que la poesía está destinada a ser siempre fragmentos, y creo que hay razón en ello: la vida misma es un fragmento de algo. Pero no sólo la vida y la poesía quedan y quedarán siempre inconclusas; también muchas otras cosas, por ejemplo la filosofía. * Aceptar que la filosofía es una parte de la literatura (y por tanto de la poesía) nos previene contra lo que el escritor francés Gustave Flaubert definía como la estupidez: “La estupidez —decía— consiste en querer llegar a conclusiones”. Un filósofo no puede dejar de ser estúpido cuando concluye algo. Aunque también será si no lo hace. Tales de Mileto era tachado de idiota por todos en su pueblo por andar siempre mirando al cielo y dando traspiés en el suelo sin cesar. Él, el creador de la filosofía (y del teorema matemático que lleva su nombre), parecía no estar muy preocupado por estos cargos. Podemos estar seguros de que desde el motor inmóvil de Aristóteles, todos los intentos de describir de forma definitiva la realidad y lo que nos pasa, son una estupidez rotunda. También lo es no emprenderlos. No creo que Aristóteles y los demás filósofos se ofendan por mis palabras. Siguiendo la frase de Flaubert, se es estúpido mientras se quiere llegar a una conclusión, y en ese sentido todos lo somos. Al parecer es inevitable (¿cuántas conclusiones he sacado ya aquí?). Pero si bien el estúpido persevera en lo concluido, el hombre inteligente, después de que ha visto el resplandor de la verdad, advierte que no ha llegado a nada, que todo está todavía adelante. Aquel que se arroja a la verdad está destinado a ver cómo ésta queda atrás. * El resplandor de la verdad es semejante al de la belleza. Antesala de lo terrible, decía el poeta alemán Rainer María Rilke, quien claramente sintió que los primeros versos de sus Elegías de Duino le eran dictados desde el cielo. Todo ángel es terrible, añadió.
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Quizás lo que llamamos alcanzar la verdad y contemplar la belleza funcionan como mecanismos que nos alertan de no ir más allá, deteniéndonos antes de alcanzar el fuego divino. Si alguna vez, desafortunados, nos vemos frente a él, arderemos intactos. * Si en vez de comer del árbol del conocimiento en busca de certezas, nuestros primeros padres se hubieran conformado con probar el de la poesía, seguirían vivos. Pero la pedestre necesidad de tocar tierra les quitó el sueño. Sin asumir que sus pies no eran alas, se arrojaron a un abismo estúpido: el suelo firme. Como castigo, Dios le amputó los pies a la serpiente — símbolo de la sabiduría— obligándola a arrastrarse sobre la anhelada certeza y a lamer siempre el polvo del que estamos hechos. Y a los amantes del conocimiento los echó al mundo.
descifro para que el lector lo memorice porque mi propósito es que consiga el libro y lo lea. ¿Por qué? Para empezar, por su estilo. Durante la lectura tuve el súbito recuerdo de Relatos de Poder, del escritor Carlos Castaneda, un libro que, escrito como testimonio de un chamán tolteca, resulta una extraordinaria novela. El libro de Sztajnszrajber tiene también un poderoso arrastre literario. Desde el título. Sin duda hay muchos Para qué sirve la filosofía, incluso algunos que, como éste, destacan la palabra sirve. Pero en este que nos ocupa el título se vuelve único. Desde las primeras páginas el breve texto (¿es breve o simplemente se va como agua? ¿Estará hecho de agua? ¡Otra vez Tales!) la milenaria pregunta (¿para qué carajos sirve la filosofía?) resulta original, como si las palabras preguntaran no la misma pregunta de siempre sino otra. Para muestra un botón: en él la filosofía sigue siendo amor a la sabiduría pero pierde su énfasis en esta última y se abre a la posibilidad de que el amor sea lo importante.
* “A mi entender —dice la escritora Isaak Dinesen— la verdad es una idea que nace y depende de la conversación y la comunicación humanas”. Siguiéndola, podemos describir la filosofía como un género epistolar donde los pensadores se escriben unos a otros, inclusive a través de los tiempos, comentando sus textos, sus discursos, ahondando en ellos o sugiriendo otros diferentes. * La principal y quizás única característica de nuestra racionalidad es indagar cómo es posible que existan simultáneamente la totalidad y la incompletud, la infinitud y la finitud. Nuestro ser racional se gesta con esta pregunta. La pregunta es su condición biológica de la misma manera en que el ojo se gesta en la oscuridad del vientre para ver una luz que vendrá. * Los textos anteriores vieron su luz como un comentario al libro Para qué sirve la filosofía (así, con el “sirve” destacado) del escritor argentino Darío Sztajnszrajber, apellido por demás complicado que sólo tiene cuatro vocales entre diez consonantes, y que suena Esta-jens-rajber. Lo
Para qué sirve la filosofía Darío Sztajnszrajber México, Planeta, 2015, 339 pp.
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Dos visiones en torno al ensayo Nora de la Cruz
Tal vez sea impresión mía, pero los libros de ensayo no solían ser frecuentes en la colección del Fondo Editorial Tierra Adentro, claramente no en la misma proporción de la poesía o la narrativa. A menudo tendían a la academia, se orientaban a la revisión de la obra de autores como Elena Garro, José Revueltas o Daniel Sada. Eso empieza a cambiar: no sólo el ensayo, sino otros géneros de no ficción, como la crónica, van ganando presencia y, en ocasiones, volviéndose cada vez más propositivos, menos tradicionales. Es, en cierto sentido, el caso de dos de los libros más recientes de la colección: La pulga de Satán, de Mariana Orantes, y Dafen: dientes falsos, de Pierre Herrera. La pulga de Satán: el consenso en lo diverso Compuesto por veintiún ensayos y dividido en tres secciones, el libro de Mariana Orantes plantea desde el principio su intención de ir de un tema a otro, sin necesidad de establecer un eje o centro temático. Así, los textos pueden ir de la observación de lo cotidiano y lo inmediato, como ocurre en la primera sección, “De paseo con la neurosis”, al comentario de ideas, como sucede en la última sección, “Cuatro viejos maestros y una feminazi”, pasando por la abstracción más pura, en la que el referente parece ser lo de menos, un punto de partida para la reflexión íntima, como en la sección nuclear, “Divertimentos”. Y, si enfocamos un poco más, podríamos decir que el libro es ciertamente misceláneo; entre sus temas están Tlatelolco, Peter Pan, los programas matutinos de revista de Televisa, una historieta española, la relación de Carlos de Sigüenza y Góngora con los cometas, las filas del banco, los oráculos y William Blake. Pero es, al final, un libro
sólido, cuyas recurrencias le brindan unidad. Esto se debe a que la autora ensaya acerca de todos estos temas con gran libertad, pero sus preocupaciones son claras y se muestran constantemente: es un libro sobre todas esas cosas, algunas cercanas y otras distantes, pero es sobre todo una reflexión en torno a la violencia, a la guerra, el estado actual del país, la corrupción, la injusticia que padecen las minorías y, entre todo eso, en torno a la escritura misma, su valor social, sus alcances y responsabilidades en este contexto. No quiero decir con esto que Mariana Orantes haya escrito esta colección con esa agenda oculta. Digo que resulta evidente que se trata de una ensayista con posturas sólidas y propias, desarrolladas a lo largo de los años y apoyadas en referentes personales. No se encuentran en este libro los manierismos hodiernos con los que se suelen abordar estos asuntos. Lejos de eso, Orantes se apega a una visión más clásica del ensayo, tradicional si se quiere, pero no por ello impersonal, sino lo contrario: algunos de los rasgos que sobresalen en su escritura son la delicadeza y el lirismo, evidente en la elección de palabras bruñidas por la historia, bien calibradas, salvo quizá en algunos de los segmentos más coloquiales de la primera sección. Esta relación personal de la autora con el lenguaje es deleitable sobre todo en la sección central, para mi gusto la más lograda del libro. Por otra parte, aunque como todo ensayo el libro despliega cierta erudición, lo hace siempre con ligereza y sentido del humor. Se trata, en suma, de una colección sólida, que se arriesga poco en lo formal, pero acierta en ello pues, en los tiempos que corren, recibir al lector, a cualquier lector, es un rasgo de inusitada originalidad.
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Dafen: el autor se ausenta Pierre Herrera no es escritor sino artista textual, según se lee en la solapa de Dafen: dientes falsos, un libro de ensayo en verso que, a diferencia del de Orantes, apuesta por lo experimental, al grado de reclinarse en ello casi exclusivamente. El libro se trata de un extenso ensayo en verso blanco en torno a la idea de autoría, originalidad y las diversas formas de copia, conceptos que forman parte de una discusión recurrente en el trabajo de varios escritores activos en el panorama nacional, Cristina Rivera Garza la más notoria entre ellos (citada, por cierto, en el libro de Herrera). El planteamiento formal entre lo ensayístico y lo lírico crea puntos de contacto con otras obras, una de ellas también de Rivera Garza: El disco de Newton, con quien comparte algunos recursos, concretamente la repetición de frases y motivos a lo largo del texto (que en el libro de Rivera Garza hacen “girar” al disco, y en el de Herrera le brindan cohesión al eje temático), así como el uso de citas, que en el libro de Herrera es lo central, al estar estrechamente vinculado con algunas de las nociones que le interesan, como la reescritura, la transcripción, la reapropiación y el plagio. El marco del ensayo es una anécdota: alguien (¿el narrador, el autor?) va al dentista y, a partir de la contemplación de una copia de un cuadro de Van Gogh, comienza a asociar ideas en torno a Dafen, un pueblo de copistas donde ese
cuadro se reproduce por millares. Esta reflexión poco a poco incorpora otras sobre distintas formas de “reproducción”, y también distintas perspectivas sobre la autoría, la originalidad, la creación, el arte y su valor económico, social, ético y estético. Las citas y alusiones son previsibles: Walter Benjamin, Roland Barthes, Kenneth Goldsmith. Las ideas, como motivos, se repiten en distintos momentos del texto. Así, conforme avanza el ensayo, el autor se desdibuja, dejando sitio solamente a citas y datos vinculados, pero despersonalizados. Esta figura (¿el autor, el narrador?) vuelve a aparecer sólo al final, cuando opta por huir de la consulta y robar el cuadro. El efecto final no termina de ser satisfactorio: ¿fue deliberado borrarse a lo largo del texto, en consonancia con el tema? ¿Con esa misma intención es que el ensayo carece de una afirmación propia que lo sustente? No se puede negar que Herrera experimenta con el género, que sus intuiciones son, en general, buenas, y que el texto tiene momentos muy logrados, pero a pesar de estar, en apariencia, trazado con tanta firmeza, el eje se desdibuja. Además, un ensayo continuo, de más de cien páginas, compuesto en gran medida por repeticiones, demanda mucho del lector y le ofrece poco de vuelta en comparación. Dafen, en suma, se desborda y se despersonaliza. Ejercicio radical el de ausentarse de un ensayo, un atrevimiento que termina jugando en contra del texto.
La pulga de Satán Mariana Orantes México, feta, 2017, 108 pp.
Dafen: dientes flasos Pierre Herrera México, feta, 2017, 112 pp.
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La morada del voyeur Francisco Goñi
Pocos libros de reciente publicación han levantado tanta polémica, causado contrariedades en las buenas costumbres y despeinado a los lectores convencionales como la última entrega del maestro del periodismo narrativo Gay Talese. En El motel del voyeur, el mítico autor de Honrarás a tu padre, inspiración de Los Soprano, presenta con elegancia las tablas literarias que ha forjado durante décadas. En poco más de doscientas páginas expone al juicio de los lectores un caso por demás controversial que dejará a muchos boquiabiertos, pues de inmediato se preguntarán si la historia aquí contada pertenece a la imaginación literaria o realmente estamos frente un hecho verídico. Por si fuera poco, aunque la historia se origina en los años sesenta, evade totalmente la caducidad que podría imponer el sentido común, al menos en lo que se refiere a la ética, el espacio público versus la intimidad, el sexo, el placer, el hedonismo y la muerte. Talese, hacia los lejanos años ochenta, ya nos había deleitado con La mujer de tu prójimo, un libro de investigación muy interesante sobre el paisaje sexual en Estados Unidos después de la revolución social de los sesenta y setenta. Innumerables voces como la de Hugh Hefner, fundador de Playboy, se recogieron mediante entrevistas que nuestro escritor italoamericano realizó, llegando al extremo de comprometer su propia intimidad con tal de sacar a la luz los testimonios más veraces. Por su parte, las páginas de El motel del voyeur cobran vida cuando Talese recibió una carta extraña y anónima desde Colorado, la cual contaba que una persona, para dar rienda suelta
El motel del voyeur Gay Talese
México, Alfaguara, 2017, 232 pp.
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a su irrefrenable placer de mirar, adquirió con los ahorros de su vida un motel. Primero lo acondicionaría perfectamente con todos los materiales especiales, crearía pasadizos superiores y recovecos. Después buscaría los mejores ángulos para tener toda la visibilidad y espiar a sus huéspedes. Una vez encontrado “el mejor palco”, se dedicaría a observar en complicidad con su esposa. En el día a día, el dueño del motel fue testigo de todo tipo de escenas, desde las más cariñosas hasta las más sexuales, decadentes y pervertidas. Su testimonio lo registró durante más de quince años en apuntes que posteriormente se los enseñaría a Talese. El trato era que si Talese se interesaba en contar la historia del motel, dejaría en anónimos los nombres de los huéspedes y del voyeur mismo. Gay Talese, con su acostumbrada curiosidad en temas políticamente incorrectos, aceptó contar el relato de Gerald Foos y su motel porque veía en la bitácora del voyeur una muestra real y palpitante del comportamiento sexual de su país, tema que —como mencionamos— lo sedujo en décadas anteriores. En esta ocasión, sin embargo, la gran diferencia estribó en poseer la información sin necesidad de entrevistas, sin el filtro de la subjetividad y el pudor. Tenía de pronto en sus manos un material valiosísimo que difícilmente podría haber llegado de otra forma. Las miles de páginas que escribió con letra temblorosa Gerald Foos, el voyeur, las fue recibiendo Talese en bloques de fotocopias. Posteriormente, escogió las más interesantes y de anécdotas más fuertes. El termómetro social que encontró, como era de esperarse, reveló que el sexo se acompaña muchas veces de toda la gama de pasiones e inmundicias humanas: el machismo, la exclusión social, la violencia y, desde luego, cualquier tipo de perversión. Como sea, las historias estaban ahí y no se podían perder, porque en conjunto hablaban de una transición necesaria hacia la liberación sexual: no sólo los blancos acudían a lugares apartados para tener sexo, ahora también la gente de color, no sólo en parejas, no sólo personas del mismo sexo. La vergüenza se diluyó y los demonios de la sociedad americana salieron de la caja de Pandora. Asimismo, el relato comparte experiencias duras de sobrevivientes de guerra que en la cita sexual revelaban las fisuras de sus psiques y cuerpos, el erotismo en la edad madura y el placer melancólico. Este “laboratorio”, como lo consideraba su creador, diseñado y pensado para elucubrar, registrar y sacar conclusiones de la sociedad y su sexualidad, mostró verdaderamente las cosas que suelen callarse en la esfera pública pero que habitan en los oscuros sótanos del inconsciente. Ejemplos que Sigmund Freud atesoraría y les dedicaría largos tratados como el incesto entre dos hermanos
adolescentes que se la pasan quemando yerba, o un pastor protestante masturbándose a escondidas con pornografía, o un hombre que distrae a su pareja para llenar su bebida con orina y pedirle después opinión sobre el whisky de su copa. En conjunto, el albúm de anécdotas del laborario podría ser un cuaderno moderno de psicología, antropología o sociología. Quizá por eso, Talese encontró tanto interés en esta cumbre del voyeurismo. Al momento, no tenía registrado un caso de este nivel. Dado lo turbio de su naturaleza, El motel del voyeur no podía tener final feliz. Entre tanta efervescencia que presenció el voyeur, no faltaron un asesinato, robos, golpes y violaciones. El “laboratorio” que le habría brindado tanta dicha, ahora era una bomba de tiempo. Y el dilema de denunciar a las autoriades todos los atropellos era cada vez más complejo porque atentaba contra su propia integridad, ya que seguramente sería investigado y encarcelado por complicidad y silencio. Lejos de toda ética, Gerald no denunció el asesinato que presenció. Sin embargo, confesó a Talese la escena con lujo de detalles. Esto supuso también un dilema para Talese: acudir o no a la policía. Pero el convenio de confidencialidad que el voyeur la había hecho firmar años atrás lo detuvo. Las cosas no trascendieron y tanto el voyeur como Talese siguieron con sus vidas. Incluso, gracias al contrato de confidencialidad, Talese dejó de prestar atención puntual a las entregas periódicas que le llegaban y se dedicó a escribir e investigar sus otros libros. El tema revivió en 2013 cuando Gerald, ya retirado y viejo, con el motel vendido, decide buscar a Talese; creía estar listo, casi a sus ochenta años, para publicar todo y con nombres reales, al fin habían pasado décadas de sus prácticas y la ley probablemente no lo perjudicaría. Tuvieron un último encuentro para preparar la publicación del libro. Talese preguntó: —¿Cómo le gustaría que le describieran en la prensa cuando haga pública su historia? —Espero que no me describan como un pervertido (…) Me considero un pionero de la investigación sexual.
El motel Manor House se vendió en 1995 y unos años después se demolió para que construyeran unos complejos habitacionales. El voyeur se jubiló y libró el peso de la justicia por haber hurtado la intimidad de sus huespedes. El libro de Talese, a principios de año, se convirtió en el más vendido en el género de no ficción en Estados Unidos y en breve se llevará a la pantalla grande. Después de todo, se eternizará la morada del voyeur.
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Miscelánea de textos recobrados Rafael Toriz A Charlotte Whittle
Fascinante por generoso y preciso cuando logrado, el oficio del traductor es uno de los pocos donde priman valores en desuso y hasta criminalizados en el presente: elegancia y discreción son características que se notan sin notarse en las traducciones bien escritas, una vocación resuelta de interpretación y de secreto que cultivó con maestría la argentina Aurora Bernárdez (1920-2014), mítica primera esposa de Julio Cortázar. Personaje oblicuo pero constante dentro del elenco estable de lo que fue la gran famiglia de la literatura latinoamericana del siglo xx, su nombre fue bien conocido en círculos de iniciados debido a sus celebradas traducciones. Conocedora del inglés, del francés y del italiano, tradujo al español obras fudamentales de Calvino, Flaubert, Faulkner, Durrel, Valéry, Beauvoir, Camus, Bradbury, Michaux, Cocteau, Sartre, Bowles, Salinger y Sartre por mencionar a unos cuantos. Por ello, la publicación de El libro de Aurora constituye una excentricidad de colección que permite que cada quien saque sus conclusiones respecto a una conocida aseveración de Vargas Llosa: “era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece claro está) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor”. El libro en cuestión, a la semejanza de un cabinet de curiosités, está compuesto por poemas, relatos, anotaciones de cuaderno y una extensa entrevista con el compositor francés Philippe Fénelon que cierra el tomo y provee de información sustantiva, sobre todo, de la intimidad de Cortázar, contada en este caso por una de las personas más importantes en su vida como autor, ya que a su muerte Bernárdez quedó ungida como su albacea literaria. El libro, auténtica retacería de ocasión, es de calidad notable. Los poemas, decorosos, se dejan leer para una tarde de domingo (“Llenarás las palabras de ti mismo/llenarás las palabras de palabras,/ llenarás con las cosas las palabras:/quedan siempre vacías”), pero son sus relatos, sin duda, lo mejor de su producción. Estilista de talento, sus narraciones se solazan en cierta crueldad calculada de niña malcriada e insidiosa, seguramente cobarde. A diferencia de la visión retorcida y despiadada de una Silvina Ocampo —donde los horrores construyen un mundo personal y paralelo— las de Bernárdez son las descripciones de infancia de un temperamento majadero; de ahí su burla de las niñas pobres, de las niñas gordas y de las viejas solas y tristes proclives a los momentos Kodak. Esteta aspiracional, a ratos se cuela entre sus relatos una atmósfera cursi
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El libro de Aurora Aurora Bernárdez Buenos Aires, Alfagura, 2017, 288 pp.
por su denodado afán de no parecer cursi, un cierto snobismo bien intencionado por estar del lado correcto del estilo y la elegancia que abjura, por decencia, de palabras como desesperanza y tedio (nada resulta tan kitsch como pretender no serlo). Sin embargo, en el relato “Arrancada” es posible comprender las tribulaciones de una mujer enamorada de un hombre encantador y brillante al que de a poco lo arrancan de sus manos la fama y los vaivenes políticos de la época: “tantas llamadas teléfonicas, tantas salidas con gentes nuevas, a casas donde Ángela se sentía fuera de lugar, donde la sentaban a grandes mesas llenas de personas amablemente indiferentes, muy lejos de José”. El texto, emotivo por lo que la narradora revela de sí misma, es ilustrativo respecto de un momento histórico preciso en la vida de una figura tan convocante y decisiva generacionalmente como Cortázar: Una noche de fragor popular, José no volvió a casa. A partir de cierta hora de la noche, Ángela empezó a inquietarse… A las nueve de la mañana apareció José, con aire contrito. Se disculpó por no haberle avisado; la manif (uso la palabra; a ella le pareció una concesión lamentable a la moda izquierdosa) terminó con unos pocos arrestos, pero él había ido con un grupo a un café donde habían hablado hasta la hora del desayuno… Le dio un poco de pena y al mismo tiempo envidia esa ingenuidad, esa capacidad para creer a una edad en la que todas las esperanzas parecen en general perdidas y uno se refugia en ciertas costumbres gratas para el interesado, inofensivas para los demás.
El relato acaso admita ser leído como la pérdida de una complicidad construida por el tiempo, el desplome de una intimidad sepultada por el malentedido de la fama, la ingenuidad de un elemento de la pareja y la vulgaridad de la política (así como la presencia de jóvenes lagartonas oportunistas, a quienes es posible reconocer por sus iniciales: “U. K. le tendió una mano curiosamente pequeña y blanda. A la altura de sus ojos se balanceaba uno de esos collares primitivos notoriamente falsos, que en algún momento habían usado tantas mujeres altas, rubias, libres, convencidas de la belleza del futuro, de la felicidad prometida a los pueblos, del mañana es nuestro y el pueblo unido jamás será vencido”. Y remata observadora: “José entregado a la embriaguez de la fiesta y, también, hasta cierto punto de la otra. Su gran inspiradora, la profetisa del futuro que canta, también se embriagaba, pero concretamente de alcohol. En el terreno de la revolución Ángela le sospechaba una distancia que no era producto de la inteligencia crítica, sino de un cierto oprotunismo, de un cinismo disimulado. De esa gente, en suma, que siempre tiene algún conocido en la policía”. Testimonio de una mujer muy singular, las páginas de Bernárdez se leen con provecho y desde luego con cierta melancolía: una auténtica miscélanea que dibuja una época que ya no existe.
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A través del espejo Juan Patricio Riveroll
Dando vueltas en la red para escribir estas líneas me doy cuenta que después de El filósofo declara, Juan Villoro estrenó otra obra de la que por desgracia no me enteré. La del filósofo la vi dos veces, una en el Teatro Santa Catarina, en Coyoacán, y otra en el Foro Shakespeare, en donde tuvo una segunda temporada dado su rotundo éxito. También supe que la adaptaron en el puerto de Buenos Aires y que esa puesta en escena fue —según mi contacto mexicano en exilio voluntario— superior a la que la que se vio aquí, aunque eso quizá sea cuestión de gustos. La dirección de Antonio Castro y las actuaciones de Arturo Ríos y Emilio Echevarría conquistaron al público de una forma inusual en la dramaturgia nacional, con un texto de primer orden que mezcla la discusión filosófica con el humor y las relaciones entre dos amigos que en realidad son enemigos, aunque esta simplificación no le hace honor al drama que se desenvolvió en dichos escenarios. Y encuentro un texto de Jorge Hernández, amigo cercano de Villoro, en el que dice inclinarse por Conferencia sobre la lluvia como su preferida, justo la que me perdí. Lo esencial y lo trágico del teatro es que de no verse en vivo, se esfuma como lágrimas en la lluvia, siendo un texto hecho para representarse. El Teatro Helénico propuso como el plato fuerte de su programación durante agosto y septiembre La desobediencia de Marte, la cuarta obra de Villoro, de nuevo dirigida por Castro y protagonizada por Joaquín Cosío y José María de Tavira,
La desobediencia de Marte Dramaturgia de Juan Villoro Dirección de Antonio Castro
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en un tono muy similar a la del filósofo, con esa seriedad en los momentos de peso dramático y esa ligereza en los brochazos de hilaridad. El argumento trata sobre el encuentro de Tycho Brahe y Johanes Kepler en el año 1600, el primero un científico empírico veterano y en cierta forma una suerte de mentor para Kepler, aunque constantemente rivalizan. Abre el telón en plena borrachera, en un castellano neutro que emula el latín que supuestamente hablan, con algunas frases (también supuestamente) en alemán por parte de Kepler y que Brahe detesta, y aunque se desprenden algunas risas de este intercambio y del hecho de que dos grandes mentes se enfrenten con semejante nivel etílico, lo más interesante surge cuando se rompe el embrujo de la representación y el público descubre que en realidad atestigua un ensayo con vestuario para una obra próxima a estrenarse. Cosío y de Tavira salen de personaje para entrar a un meta personaje: dos actores en escena como ellos en ese instante, dos papeles cercanos a su piel por el simple hecho de ser también ellos actores. La confrontación sigue pero en otro plano, en la época actual que remite a una época reciente: cuando la madre del actor joven, ya fallecida, era también joven. La discusión de los astrónomos de antaño es conceptual, queda en el plano intelectual a pesar de lo estrecho de su relación, aún cuando Brahe está en su lecho de muerte, mientras la pugna entre los actores tiene un carácter íntimo y trascendental para el espíritu de ambos. De los descubrimientos de Kepler se benefició el mundo, y el sólo hecho de representar al personaje histórico en escena es un loable atrevimiento, sin embargo, el drama “real” de los actores acaba siendo el hilo que soporta la obra, el pasado que uno de ellos ignoraba y que el otro, el experimentado intérprete al que no le queda mucho tiempo de vida, quiere contar, pero las grietas generacionales y las habladurías propias del gremio son un obstáculo que él está empeñado en sortear, para deleite del público. La metaficción es un ingrediente fantástico. El medio que contempla su reflejo y dialoga consigo mismo, de Don Quijote a Las meninas, de El canto del cisne de Chéjov a 8 1/2
de Fellini, La desobediencia de Marte se inscribe en esa tradición al desdoblarse y hacer de ese desdoblamiento su columna vertebral, porque además del diálogo entre los astrónomos y el de los actores-personaje está el de Cosío y de Tavira, que en cada función se enfrentan como antes lo hicieron El profesor y El pato Bermúdez en manos de Ríos y Echevarría en El filósofo..., con la gran diferencia de que éstos encarnan a un par de intelectuales-académicos. Quienes no somos actores jamás sabremos el reto que significa representar en escena a un personaje que también es actor. Podría parecer fácil, y en cierta medida tendrá sus ventajas, pero habría que preguntarnos cuántas veces en la vida nos confrontamos realmente, cada cuánto nos acercamos al espejo en un esfuerzo consciente por profundizar en nosotros mismos. Es más fácil ver y juzgar a los demás, como de igual forma ha de ser más cómodo representar a un personaje que tenga poco que ver contigo, como Brahe y Kepler. Y encima de todo Villoro se mofa de sí mismo al poner en boca del actor veterano interpretado por Cosío que “el autor de la obra es un imbécil con éxito”, y el consejo que le da al joven: “nunca te pongas del lado del autor”, como si la aguda mirada de Velázquez, el pintor, observara al público desde el escenario. Tiene mucho de A Life in the Theatre, una obra de David Mamet sobre la relación de dos actores, y en ambas el mayor acaba por olvidar sus parlamentos, un pecado capital en el teatro y un hecho irremediable para la mente en su estado caduco. Una pelea de box o más bien de esgrima: uno contra otro ofreciendo el espectáculo de ese encuentro.1 La calidad de la dramaturgia de Villoro y el éxito que tiene con el público están labrando el camino más interesante dentro de su amplia y diversa bibliografía, uno que debe de seguir explorando ya con la confianza de varias victorias bajo el brazo.
1 Cabe mencionar la escenografía de Damián Ortega, un artista consagrado que con un puñado de objetos acentúa ciertos momentos de la obra, iluminados como centellas que brillan como los astros a los que refieren los astrónomos.
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colaboran Juan Bautista Morales (Guanajuato, 1788 - Villa de Guadalupe Hidalgo, 1856). Escritor, abogado y político. Fue diputado, catedrático de derecho canónico y presidente de la Suprema Corte de Justicia. Colaboró, entre otros periódicos, en El Hombre Libre, La Gaceta, El Monitor Republicano y El Siglo Diez y Nueve, donde publicó a partir de 1842 la columna “El gallo pitagórico”. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Víctor Manuel Cárdenas (Colima, 1952 - ídem, 2017.) Fue poeta, promotor cultural e historiador. Fue director de la revista Tierra adentro. Obtuvo, entre otros, el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino, en 1981, y el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde, en 2007. Es autor de Después del blues, Primer libro de las crónicas, Peces y otras cicatrices, Poemas para no dejar el cigarro y Micaela, entre otros. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Guillermina Cuevas (Quesería, Colima, 1950). Poeta, narradora y traductora colimense. Licenciada en Letras por la Universidad de Colima. Es autora, entre otros, de la novela Piel de la memoria, el libro de cuentos Pilar o las espirales de tiempo y los libros de poesía Apocryphal Blues y De ásperos bordes. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del inba en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. Francisco Goñi (Ciudad de México, 1977). Es poeta, ensayista y librero. Estudió Ciencias de la Comunicación e Historia del Arte. Autor de los libros Esferas y Temor y piedad. Becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca en el área de Ensayo en 2010. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2010), Tiempos de Furia (Ediciones B, 2013) y El canto circular (Instituto Literario de Veracruz-Conaculta - inba, 2013). Es jefe de redacción de Playboy México.
Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la cultura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo y en 2016 obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, novela escrita junto con Alejandro Arteaga. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Carlos Ramírez Vuelvas (Colima, 1981). Es licenciado en Letras y Periodismo por la Universidad de Colima y maestro en Letras Mexicanas por la unam. Es autor de los poemarios Calíope y Brazo de sol. Está incluido en las antologías Los extremos se tocan y Un orbe más ancho, 40 poetas jóvenes. Secretario de Cultura de Colima. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Juan Patricio Riveroll (México, 1979). Escritor y cineasta. Ha dirigido dos largometrajes, Ópera (2007) y Panorama (2013), y ha publicado las novelas Punto de fuga y Fuegos artificiales. Amelia Salcido (Ciudad de México, 1984). Egresada de la licenciatura en Comunicación Social de la Universidad Autónoma Metropolitana. Es Jefa del Proyecto de Redes Sociales de Rectoría General de la uam desde 2011 a la fecha. Actualmente cursa la maestría en Diseño y Producción Editorial. Ada Aurora Sánchez. Doctora en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana. Es profesora e investigadora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Colima, donde además es coordinadora de la licenciatura en Letras Hispanoamericanas y Comunicación. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Antonio Toca Fernández (Ciudad de México, 1943). Estudió Arquitectura (uia). En 1999 obtuvo el Premio Nacional Mario Pani del Colegio de Arquitectos de México y en 2009 fue miembro del jurado del premio Cemex, en Monterrey. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad Veracruzana. Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.
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Tiempo en la casa 45, octubre de 2017 Revista mensual de cultura
Tres cuentos. “Fuego de plata”, de Gerardo de la Cruz, “Mis yos y yo”, de Milena Solot y “La estatua de Estigia”, de Iván Medina
Año XXXVI, época V, Vol. IV, número 45 • octubre 2017 • $60.00 • ISSN 0185-4275
Con una muestra inquietante de atmósferas, situaciones y personajes variopintos, Tiempo en la casa ofrece tres vertientes de la narrativa breve contemporánea.
NOVEDADES EDITORIALES
Redes sociales: ¿infiernos o paraísos artificiales?
ARTE Encuentros. Arte y nuevos medios en las prácticas artísticas contemporáneas Celia Riboulet (coord.)
casadeltiempo • número 45 • octubre 2017
ANTROPOLOGÍA Visiones contemporáneas de la violencia
José Luis Cisneros
ECONOMÍA Aprendizaje para el mercado global. Moldes y troqueles en el centro de México
Carmen Bueno, Rebeca de Gortari, Alejandro Mercado, María Josefa Santos (coords.)
ENSAYO LITERARIO Josefina Vicens. Una vida a contracorriente... Sumamente apasionada Norma Lojero
POLÍTICA Políticas públicas para enfrentar la crisis y alcanzar un desarrollo sustentable
issuu.com/casadeltiempo
www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo
In memoriam
El paisaje americano en la obra de Edward Hopper
Arturo Guillén, Antonina Ivanova, Alicia Girón y Eugenia Correa (coords.)
en línea:
Víctor Manuel Cárdenas
@casadetiempoUAM