NOVEDADES EDITORIALES
Revista bimestral de cultura
Año XXXVI, época V, Vol. V, número 51 • abril-mayo 2018 • $60.00 • ISSN 2448-5446
La Historia en imágenes
ARTE La ciudad narrada. Imagen y relato Nicolás Amoroso Boelcke
EDUCACIÓN Lecciones a mí mismo. Vida y universidad Luis Porter Galetar
GÉNERO De cuerpos invisibles y placeres negados María del Pilar Cruz Pérez
en línea: issuu.com/casadeltiempo
DISEÑO Diseño en cerámica Juan Manuel Oliveras y Alberú
POLÍTICA Revoluciones pasivas en América Massimo Modonesi
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@casadetiempoUAM
casadeltiempo • número 51 • abril-mayo 2018
ADMINISTRACIÓN Las vicisitudes de la innovación en biotecnología y nanotecnología en México Daniel Villavicencio Carbajal
Conmemoración de César Vallejo Daniel Lezama: luz sobre la historia Suplemento Tiempo en la casa:
Dos centenarios: Ecuatorial y Poemas árticos de Vicente Huidobro Breve antología
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Editorial
En nuestro pensamiento, los hechos históricos se resumen por lo regular en una imagen. Y no es gratuito. El retrato de un instante es capaz en ocasiones de tornarse la clave, el pináculo o la crónica completa de un proceso, contribuir a la sanción o la valoración final de una época o de un sujeto. Así, mediante las obras del muralismo mexicano asistimos a hechos puntuales de la Conquista española, la Independencia o la Revolución mexicanas; mediante la fotografía, el cine documental y una larga serie de obras de arte nos hicimos de un vívido perfil de las pugnas y las derrotas, las conquistas y los encuentros, los nacimientos y las muertes de los héroes y los villanos; nos asombramos de las mentes brillantes y las obtusas; presenciamos sus empeños, su belleza o su horror a través de los siglos. Sin embargo —y bajo esta idea reunimos los textos centrales de este número—, esas imágenes forman y deforman a su vez, según su uso o abuso, manipulación o monopolio, nuestra imagen de la Historia y la de sus protagonistas. Asimismo, en estas páginas decidimos intercalar asombros y afirmaciones. El ensayo visual —por ejemplo— ofrece una breve muestra de la obra del artista mexicano Daniel Lezama, dueño de un estilo pictórico que sobresale por su maestría, una sexualidad explícita y rebosante, y una ortodoxia sin parangón. Por su parte, en Ménades y Meninas, Verónica Bujeiro nos comenta la exposición Sublevaciones —curada por el historiador de arte Georges Didi-Huberman— del Museo Universitario Arte Contemporáneo. Enseguida, en Antes y después del Hubble y en el suplemento electrónico Tiempo en la casa, conmemoramos varios centenarios. En principio, con un par de textos que nos hablan de sus días y su escritura, los cien años de la muerte del poeta peruano César Vallejo. Después, recordamos los cien años del nacimiento del narrador alemán Heinrich Böll. Y finalmente, con una breve antología, celebramos los cien años de la publicación de Ecuatorial y Poemas árticos del chileno Vicente Huidobro. También, hacemos del conocimiento de nuestros lectores que a partir del presente número, Casa del tiempo adquiere una periodicidad bimestral, con el mismo espíritu y con el ansia de encontrar nuevos caminos que nos conduzcan al diálogo, al análisis, al debate y al intercambio de ideas que durante 37 años nos han caracterizado.
Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Secretaria Norma Rondero López Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxvii, época v, vol. v, núm 51 • abril-mayo 2018. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada El astronauta del Apolo XI, Buzz Aldrin, en la superficie de la Luna el 20 de julio de 1969. (Fotografía: NASA / Time & Life Pictures / Getty Images) Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVII, época V, vol. V, número 51, abril-mayo 2018, es una publicación mensual editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@ correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de marzo de 2018. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Abejas, 3 Dalí Corona
profanos y grafiteros Tríptico: dioses, monstruos y enanos, 5 Alfonso Nava Tras los pasos perdidos de Fernando Brito: imágenes para denunciar la violencia del mundo, 12 Lucía Leonor Enríquez El paso hacia la libertad, 19 Juan Patricio Riveroll
de las estaciones El romanticismo en la poesía castellana o el primer César Vallejo, 22 Audomaro Hidalgo Vallejo y Storni: perspicacias de la sincronía, 27 Moisés Elías Fuentes
ensayo visual Daniel Lezama: luz sobre la historia, 33
ménades y meninas La vida frágil de la imagen. Sublevaciones, de Georges Didi-Huberman, 40 Verónica Bujeiro El monopolio de la imagen, 45 Héctor Antonio Sánchez
antes y después del Hubble ¡Feliz cumpleaños, Heinrich Böll!, 50 Brenda Ríos Caminando y andando al ritmo de la calle, 56 Jesús Vicente García
intervenciones, 64 Mateo Pizarro
francotiradores ¿Qué puede contarse sino la verdad?, 65 Nora de la Cruz Elizondo: el montaje y el misterio, 67 Adán Medellín El laboratorio de literatura potencial de Ricardo Piglia, 69 Alfonso Macedo De la vasta piel: escenas de la vida privada, 72 Mauricio Carrera Sandro Cohen y el desastre bueno de la poesía, 75 Guillermo Vega Zaragoza
colaboran, 80 Tiempo en la casa. Dos centenarios: Ecuatorial y Poemas árticos. Breve antología Vicente Huidobro
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Abejas Dalí Corona
Cuando te levantas de la cama y vas a la cocina, y caminas luego por la sala buscando los lentes o el abrigo, o el zapato que hace falta para el par que necesitas. Cuando te ves en el espejo y revisas tus ojeras, las arrugas pequeñas que te nacen en la comisura de la boca y que hace unos meses no tenías. Cuando examinas tus pechos buscando algún bulto, y preguntas si todavía eres atractiva. Cuando tomas con la mano derecha la taza de café y tapas el bostezo con la otra, alguien, al mismo tiempo, se levanta en mi cabeza. Deambula conmigo. Se desnuda y gira la llave de la regadera; templa el agua. Me toma por la espalda y, como si el día estuviera terminando, pone entre sus manos aquella olvidada parte mía. Tú y yo sabemos que afuera las esquinas se angostan, que las arañas mudan sus casas a rincones donde el sol las reconforte y que el ruido de la licuadora levanta del sillón a los mosquitos. Ambos sabemos que esto durará toda la semana, que el sábado por la mañana tendré que poner sobre mi cara la cara de otro yo que sí disfruta del espejo. Sabemos que al terminarse el agua, cuando disminuya su intensidad y su calor, será la hora de sonreír amablemente y conversar sobre la fiesta en casa de la abuela, sobre el perro, sobre la reforma energética y la reforma al campo. Entre tanto, quien vive en mi cabeza me acompaña, y vamos a la habitación como a la nada. Son, quizá, siete pasos de un lugar a otro, pero duelen los pies como si cientos de kilómetros.
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Me he comprado un saco en una tienda de barata y tú lo miras, te preguntas por mi gusto tan extraño, te parece que algo en mí se ve distinto. Es quizá que soy dos al mismo tiempo. Que convivimos tú y yo, y alguien más en este mundo que presumes sólo de nosotros. Te digo que alcancé a leer en el periódico que pronto el clima terminará con las abejas; que desaparecerán de la faz de la tierra. Tú me miras como si no entendieras nada y, en efecto, no comprendes. La extinción, para que estés al tanto, te digo, ocurre por el cambio climático, la contaminación, los pesticidas y el aumento de parásitos que atacan su organismo; que les provocan epidemias y reducen su población de una manera alarmante. La polinización es esencial para el cultivo de alimentos y, al menos un tercio, dependen de ellas. En los países desarrollados las colonias salvajes prácticamente se han extinguido y las colmenas mueren a millares, a menudo por causas no resueltas. Hay un zumbido dentro de mi oreja en este instante. ¿Cómo hacer para llamarte, cómo decir flor, pétalos, tallo, pistilo? Por las crispaduras de la mano las hormigas suben; en fila india se elevan hasta mi cabeza. Revolotean fantasmas. La tarde es una hoguera que prende la casa y la calienta; hierven sus muros hasta el grado de asfixiarnos, levanta el sopor del mediodía. Veo una abeja azuzar cerca de ti y corro a evitar tu manotazo. Si la salvo de la muerte, es posible que también salve mi cuerpo. Como ellas yo me extingo.
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TrĂptico:
dioses, monstruos y enanos Alfonso Nava
La muerte de Marat, Jacques-Louis David, 1793. (Imagen: Sergio Anelli / Electa / Mondadori Portfolio por Getty Images)
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i Plinio el viejo relata que Alejandro Magno perdonó la vida a su pintor favorito, Apeles, tras encontrarlo en posición comprometida con Campaspe, una noble de Tesalia, quien habría iniciado al conquistador del mundo en las artes sexuales. Todos los relatos sobre Alejandro que incluyen esta anécdota son generalmente de autores romanos, muy posteriores a la muerte del conquistador, de modo que se suele considerar una adulación inventada para ilustrar el carácter del macedonio: amante de las artes, capaz de templar su furioso carácter ante la aparición de la belleza. La leyenda indica que al notar el nivel de maestría que Apeles logró en su retrato de Campaspe como una Venus, Alejandro comprendió a primera vista la manifestación del amor verdadero. El pintor no salvó la vida por indulgencia sino porque la pintura se habría mostrado dueña del poder de expresar realidades innegables. Alejandro no sólo les perdonó la vida, renunció a Campaspe y la obsequió al pintor. Es sabida la admiración que sentía Alejandro por Homero. Siempre llevó consigo, en una caja especial que tomó como botín de guerra de la tienda de Darío, un ejemplar de La Iliada. También se sabe que muchos de sus movimientos en territorio persa se planificaron con base en la información geográfica dispuesta por Heródoto en sus Historias. Alejandro era un lector y un amante de las bellas artes, formado en una Macedonia cosmopolita a la que arribaron los grandes maestros de la pintura, los alumnos de medicina de Hipócrates, arquitectos, filósofos, y donde se escribió la más inquietante de las tragedias griegas: Las bacantes. No obstante, si un arte se vio favorecido cuando Alejandro asumió el poder, más que la literatura, fue la pintura. Escribe Robin Lane Fox: “Su reinado y su mecenazgo vieron una edad de oro de la pintura griega, muchos de cuyos grandes maestros procedían de las ciudades gobernadas por sus amigos y, desde una época temprana, hay relatos que demuestran que Alejandro sabía cómo tratarlos”.
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Existen varios relatos de la campaña de Alejandro, pero la desconfianza y el registro corrupto rondan sobre ellos desde la época misma en que fueron escritos; básicamente todos son elogiosos, algunos están truncos, en otros, la adulación obnubila el registro (en ambas categorías entra, por ejemplo, la historia de Calístenes, sobrino de Aristóteles). El propio Alejandro debió conocer el Ion de Platón, donde se discurre severamente contra los rapsodas. Por estos y otros motivos no son pocos los historiadores que insisten en que el propio Alejandro habría preferido a la pintura como el arte encargado de narrar su épica y que incluso la habría empleado de manera propagandística. Hay un juego de resonancias que da cuenta de las formas del arte comisionado por Alejandro Magno. No contamos con muchas de las piezas originales de su tiempo, pero vemos su espíritu en las obras fechadas siglos después. Robin Lane Fox afirma que la influencia de esta época de oro de la pintura griega llega hasta la Venecia de Tiépolo, pero sin duda no se refiere a los aspectos técnicos sino a lo que ocurre fuera del marco, a la clase de mensajes y desplazamientos que una obra traza hacia el futuro, la clase de ejemplos y usos que sugiere. No tenemos viejas pinturas helénicas en jarrones o lozas, pero sí tenemos aquellos donde el gran conquistador macedonio es representado de tal modo que sus facciones se asimilan a los faraones ptolemaicos, a los césares, a los Médici y otros patrocinadores (la visita de Alejandro al taller de Apeles en presencia de Kampaspe sería recurrente en la pintura del Renacimiento como medio de reconocimiento o presión a los mecenas), así como otros conquistadores en línea hasta Napoleón. Alejandro invirtió mucho de su tiempo (salvo tras el saqueo de Persépolis) en honrar cada sitio conquistado con ofrendas a los dioses, tanto por agradecimiento como para confirmar que cada victoria evidenciaba una buena suerte y un guiño de inmortalidad que sólo podría provenir de su vínculo directo con Zeus. Olimpia, madre del conquistador, aseguraba que su estirpe provenía de Heracles y Alejandro hizo todo para probarlo, tanto con las ofrendas como en sus despliegues de genialidad militar. Es en esa presunción donde la pintura pudo haber jugado un papel fundamental. Alejandro escuchaba con enfado e impaciencia cuando sus rapsodas le decían que su sangre tenía un brillo diferente al de los mortales o que
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en el campo de batalla se le vio rodeada por el fulgor del trueno de Zeus, pero es probable que a sus pintores les exigiese lo retrataran con esos guiños de divinidad en sus diferentes momentos de iluminación. Alejandro se asumió pariente de Heracles, hijo de Zeus, hijo del Zeus Amón de los egipcios (tras su viaje al oráculo en el oasis de Siwa), luego hijo de Dioniso y al final (aunque se trataba de un mortal) pariente de Ciro el Grande, rey persa. Así, además se le delega una transfiguración específica para cada momento de sus conquistas, como el Iskander Dhul Qarnayn (Alejandro Bicorne) con el cual se le reconoce en textos árabes y en el Libro de Daniel, o el Alejandro asociado al aislado culto de Dioniso en Asia menor. Cada que se encuentra un busto de Alejandro tallado en mármol, una duda suele asomar: ¿el retratado es Alejandro o es una representación de Helios, dios del sol? La respuesta importa poco. A pesar de que sólo existe un referente, sabemos que un hombre inventó una idea del arte en la que los dioses fueron hechos a su imagen y semejanza. ii “Píntalos como a dioses o como a monstruos”, son las palabras con las que Jean-Marie Collot solicita al pintor Corentin un retrato de los miembros del Comité de Salvación Pública, durante la época conocida como la Terreur durante la Revolución Francesa. Esto ocurre en la novela Los Once, de Pierre Michon. La frase de Collot no requiere explicación, pero opera en varios niveles. En la primera parece indicar que, como diría Rilke, “la belleza es el inicio del horror”, que no hay distinciones como lo probaría Luzbel. Luego, que el auténtico valor de la pieza sería dada por la historia: el auditorio verá en la pintura héroes o villanos según el relato oficial. Los Once es una pintura ficticia, pero hay al menos un caso así durante los procesos de la Revolución Francesa. La mort de Marat, de Jacques-Louis David, retrata a Jean Paul Marat, uno de los instigadores del terror, desfalleciendo en su bañera tras haber sido apuñalado por Charlote Corday. David, como amigo y simpatizante de la causa, pintó el retrato con el fin de que la imagen inspirara a la convención revolucionaria. De acuerdo con algunas versiones, habría presentado el cuadro como un modo de vengar a Marat. Se afirma que tomó de Caravaggio ciertos usos de la luz para poder rodear a Marat de un aura de santidad y que la posición del personaje remite a la de Cristo en la piedad o en sus retratos al ser bajado de la cruz. El efecto entre las masas habría sido el deseado e incluso los alumnos de David realizaron decenas de reproducciones a mane-
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Apelles retratando a Campaspe, Nicolas Vleughels, 1716. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)
ra de propaganda. Tras la revuelta de Termidor, se inició la leyenda negra de Marat y Charlote Corday se convirtió en la heroína de Francia, nueva protagonista de pinturas posteriores. Si volvemos a Los Once, Michon asegura que Michelet desfalleció ante el cuadro y que cualquiera que se pare frente a él experimenta una análoga sensación de terror: “Temblamos como si fuéramos nosotros quienes estuviésemos en el bolsillo de la suerte”. Más que sólo ensayar el alcance histórico de una pintura o el poder contingente de la propaganda, Michon propone que el verdadero efecto estético se da cuando podemos advertir en nosotros mismos la posibilidad de arribar a lo monstruoso. Ese hombre de letras que se convertiría en sinónimo mismo de la guillotina, Robespierre, cifró esa condición en la frase (citada por Michon, quien además nos hace ver que el revolucionario la pudo haber tomado de Sade): “El hombre individual es un monstruo”. Me pregunto si Michon
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La ronda nocturna (De Nachtwacht), Rembrandt, 1642.
nos pone eso ante los ojos. Me pregunto si proponer un cuadro, una pieza plástica, con la falsa apariencia de la novela, fue el procedimiento más adecuado que encontró el francés para mirar nuestras propias tergiversaciones éticas. Somos los reyes en el cuadro de Velázquez. ¿Qué somos en Los Once de Corentin? “Píntalos como dioses o como monstruos”, dice Collot, insinuando que la historia se encargará de definir el lugar de los personajes. Pero Michon nos propone un ejercicio distinto: la posibilidad de que el personaje central del arte, de toda creación, es el terror. Y que los personajes son dioses o monstruos según la forma en que nos reflejamos quienes lo vemos. iii En De Nachtwacht de Rembrandt hay dos posibilidades: o hay un enigma o sólo hay desorden. Lo que sí es un hecho es que en este cuadro, de manera más enfática que en todos los demás, hay movimiento.
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Comisionada por el capitán Frans Banning Cocq (uno de los personajes del fulgor central, junto a Willem van Ruytenburch), Rembrandt no tenía más encomienda que pintar un simple retrato de cuadrilla, como cualquier postal militar con el regimiento formado. La raíz de todos los enigmas ha radicado en el singular uso de la luz y en la aún más peculiar posición del grupo. A partir de ello se ha especulado que el cuadro está inacabado, que la formación se rompió a raíz de un acontecimiento fuera del mismo; Peter Greenaway ha jugado con la idea de que Rembrandt retrató un posible complot contra los dos personajes del centro o que en la pintura cifró las claves para un potencial delito; otro cineasta, Alexander Korda, sugiere que el cuadro es una burla: una caricaturización de los milicianos allí retratados, hombres ordinarios sin preparación castrense ni disciplina, civiles convertidos en soldados por el apremio y como primer asomo de las revoluciones burguesas. Un célebre tema del grupo King Crimson retrata el momento en que Rembrandt vio una a una las caras que aparecerían en el cuadro, luego esos rostros hablan y así el cuadro se convierte en un coro de homenaje al hombre sencillo: They make their entrance one by one Defenders of that way of life The redbrick home, the bourgeoisie
“So the pride of little men” es el corolario de esta canción. La luz principal cae sobre los dos capitanes al centro en un efecto que hace oscurecer al resto y con ello arranca la sospecha de que aquí no veríamos nuestro reflejo divino ni terrorífico, sino aquel que nos dice que la vida es básicamente un juego de sombras. Así lo sugiere Merleau Ponty. Hay presencias que delinean un espacio y una posibilidad de la luz, y hay más personajes que sólo habitan ese espacio como escenografía. Hay quienes se resisten y ven grandes complots, y hay otros que ven en el cuadro de Rembrandt una poética de la insignificancia. En el punto medio de ambas visiones, una mujer que carga una gallina resplandece con una luz distinta para dar paso a otro misterio que nos haga abjurar de lo ordinario. Dostoievski ya sospechaba que el afán de trascendencia es criminal. Quien no encuentre su reflejo divino o monstruoso en el gran cuadro de la historia podría buscar el amparo de una luz accidental.
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Tras los pasos perdidos de Fernando Brito: imágenes para denunciar la violencia del mundo Lucía Leonor Enríquez Fotografías de la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje, de Fernando Brito
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Así como la mano no puede soltar el objeto candente sobre el que la piel se derrite y se adhiere, del mismo modo la imagen, la idea que nos enloquece de dolor no puede ser arrancada del alma, y todos los esfuerzos y actos de la mente por deshacerse de ella no hacen sino arrastrarla consigo. Paul Valéry
(…) hay que continuar, tal vez ya esté hecho, tal vez ya me lo dijeron, tal vez me llevaron hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que se abre ante mi historia, me sorprendería, si se abre, eso voy a ser yo, eso va a ser el silencio, ahí donde estoy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que continuar, no puedo continuar, voy a continuar. Samuel Beckett
Sería necesario, afirma Georges Didi-Huberman, preguntar cómo nos mira, cómo nos piensa y cómo nos toca cada imagen, y es necesario por la innegable potencia política, histórica y poética que hay en ella. “Una imagen, cada imagen, es el resultado de movimientos que provisionalmente han sedimentado o cristalizado en ella”,1 y es esta cualidad de mónada lo que nos permite entender por qué una imagen arde en cuanto expone, pero también punza en cuanto esconde. La imagen documenta un tiempo, un padecimiento, una experiencia, pero al montarla y desmontarla, al ponerla en relación, permite cuestionar y dinamitar un tiempo histórico, permite leer “a contrapelo” la narración histórica, la memoria que ha quedado inscrita o velada en ella. Desde luego, no todas las imágenes tienen la misma capacidad de interpelarnos, de hacernos cuestionar nuestro tiempo y lugar en el mundo; pero entre aquellas que tienen la capacidad de cimbrar la forma en que leemos nuestro devenir hay algunas que causan malestar, que se vuelven insoportables porque nos abren la mirada ante el estado de un lugar, que descubren un acontecimiento, que revelan el síntoma de un padecimiento y muestran una herida en el tiempo. En ese sentido podemos entender el argumento de Walter Benjamin cuando afirmaba que la
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Georges Didi-Huberman, La imagen superviviente, Madrid, Abada Editores, 2009, p. 34.
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imagen fotográfica tiene la capacidad de generar una experiencia y una enseñanza.2 Pero, ¿cómo ver y cómo pensar estas imágenes hirientes, cómo reflexionar ante lo que exponen y denuncian? Si una imagen interroga a aquel que lo contempla, si una imagen incómoda y ofende, ¿cómo hacer para mirarla sin desviar la mirada, sin cerrar los ojos? Y es que el panorama es tan desolador que habitar estos “tiempos oscuros” y mirar de frente a las sombrías imágenes que nos devuelve el mundo no es sencillo. Cuando el expresidente Felipe Calderón Hinojosa declaró la guerra al narcotráfico el 11 de diciembre de 2006, otorgó a las fuerzas armadas atribuciones en el ámbito de la seguridad pública que se mantuvieron durante la gestión de Enrique Peña Nieto. La violencia desatada por enfrentamientos entre militares y cárteles desencadenó una serie de luchas que hasta finales de 2016 arrojaba las temibles cifras de casi 300 mil personas desplazadas, más de 150 mil personas asesinadas, y aproximadamente 30 mil personas en calidad de “desaparecidas” (terrible categoría que indica que no se sabe si están vivas y son retenidas a la fuerza, o se 2 Walter Benjamin, Discursos Interrumpidos I, Argentina, Taurus, 1989, p. 81.
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encuentran en una fosa que aún no se descubre o fueron reducidas a cenizas).3 Y si ya en 2016 el terror y la muerte mostraban su aplastante protagonismo, según datos oficiales, 2017 ha sido el año más sangriento en la historia reciente de México. El registro de al menos 25 339 homicidios dolosos, donde se estima que 75% está relacionado con el crimen organizado y las disputas territoriales, batió el récord más sangriento de la historia, superando incluso a 2011, año que se consideraba el más cruento y el punto más álgido de la guerra contra el narcotráfico. El panorama es tan sombrío que el fundador del Semáforo Delictivo, Santiago Roel, declaró que hasta donde hay registro, México no había tenido días tan violentos “en tiempos de paz”.4 De esos días violentos que en realidad son años, de esas cifras abstractas que dicen mucho y nada a la vez, pues por muy elevadas que sean y por alarmantes que resulten, no restituyen la humanidad de esas vidas perdidas; de ese escenario de muertos que es nuestro
3 cmdphd, “10 años de guerra: ni se conmemoran ni se olvidan”, Animal Político, 28 de noviembre de 2016, http://bit.ly/2gOQZut 4 Carlos Vargas Sepúlveda, “Semáforo: el deterioro del país se ha generalizado; 26 estados tuvieron aumento de homicidios”, Sin Embargo, 23 de enero de 2018, http://bit.ly/2DCsR9j
país, de “desaparecidos” y “daños colaterales”, de levantados y una justicia que no llega, es que se alimentaba la labor de Fernando Brito cuando, por necesidad, empezó a trabajar como fotógrafo en un periódico de nota roja. Y aquí la geografía juega un rol decisivo, pues vivir en Culiacán, Sinaloa, le permitió a Fernando Brito descubrir que había muchos sucesos ominosos que registrar, y aunque él ya había normalizado la violencia que se vivía en su estado, enfrentarse a esas escenas cotidianamente, descubrir que tan presto se reportaban asesinatos se olvidaban porque seguían apareciendo cuerpos, lo hicieron reconocer que no podía permanecer indiferente y que debía devolverle la humanidad a esos cuerpos que engrosaban las cifras de homicidios, que debía denunciar las historias de bestialidad que se vivían en su tierra para que la gente despertara y protestara ante la barbarie.5 Fue en este torbellino de imágenes y acontecimientos que nació el proyecto Tus pasos se perdieron con el paisaje. La serie, que obtuvo el tercer lugar en el World Press Photo de 2011, muestra paisajes de Culiacán que asaltan a quien los mira, porque el paisaje está marcado por la muerte. Paralelamente a las fotos que tomaba para su trabajo, Fernando Brito tomó las imágenes que integran su serie, pero decidió que esas fotografías mostraran a los seres a los que se les había arrebatado la vida, sólo ellos y su último destino, paisajes luctuosos de historias cortadas. Cuando entró a concursos de fotoperiodismo, la intención de Brito no era legitimarse en el medio artístico, el “culichi” ni siquiera se considera fotógrafo, es un ciudadano que quiere denunciar lo que ocurre en un estado enlutado y entumecido tras tantos años de sucesos de violencia, y sabía que en la medida en que sus imágenes pudieran superar la fugacidad 5 Darwin Franco Migues, “Fernando Brito. ‘No soy una máquina y ver el dolor me afecta’”, Testigos Presenciales, 2014, http://bit.ly/2FmDqis
del periódico, en la medida en que fueran reconocidas en otros circuitos, podrían vivir más tiempo en el imaginario de las personas, y habría más posibilidades de que la gente reconociera que los muertos que habitan esos escenarios de Culiacán eran seres humanos de los que debían preguntarse muchas cosas, y no asumir que seguramente se hallaban involucrados en el narcotráfico o que andaban en “malos pasos”, o las mil y una justificaciones que no permiten reconocer que todos podemos tener el mismo fin, que la violencia no distingue ni discrimina. Derrida escribió que la muerte del otro, más que marcar una ausencia o desaparición, proclama el final “del mundo entero, del mundo mismo”.6 Si la muerte de ese alguien, sea amado o no, significa el fin de todo mundo posible, no debiera sorprendernos el nacimiento de un proyecto que muestra a esos muertos que quisiéramos olvidar en una entidad que es reconocida por el narcotráfico, pero donde los “culichis” y los sinaloenses en general no reconocían que la violencia fuera una de las problemáticas más graves que enfrentaba su estado.7 Si Sinaloa ocupa el quinto lugar de entidades con más asesinatos en México y el primer lugar en feminicidios,8 ¿cómo no buscar abrir los ojos para encarar tanta muerte, tantos mundos perdidos? ¿Cómo no reconocer que esas muertes son nuestras pérdidas también? Judith Butler escribió que la pérdida “nos reúne a todos en un tenue ‘nosotros’”. Y si hemos perdido, se deduce entonces que algo tuvimos, que algo amamos y deseamos, que luchamos por encontrar las condiciones
6 Jacques Derrida, The work of mourning, Chicago, The University of Chicago Press, 2001, p. 107. 7 Liliana Plascencia, “Sinaloa, o la compleja relación entre cultura y violencia”, Nexos, abril de 2016, http://bit.ly/2I6HnWx 8 Redacción, “Sinaloa excede el índice de homicidios y feminicidios”, El Debate, 30 de diciembre de 2017, http://bit.ly/2G4vjV1
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de nuestro deseo”.9 El reconocimiento de ese “nosotros” luctuoso es necesario porque nos une en el duelo y en el deseo de luchar por una circunstancia distinta. Se han organizado numerosos debates a propósito de las imágenes de muerte y violencia. En alguna de estas discusiones se sostenía que mediante su exposición constante dichas imágenes “se normalizan”, o hacen una “apología de la violencia”; pero si imágenes como las de Brito son leídas a partir de estos registros, lejos de preguntarnos por la “pertinencia” de las imágenes de horror que se producen desde diversas trincheras, ¿no tendríamos que cuestionarnos respecto a nuestra capacidad de mirar y leer esas imágenes? ¿Acaso el reclamo respecto a las imágenes sombrías no busca garantizar la comodidad del que no sabe, de quien no se enteró, del que no vio nada? En sus Tesis sobre el concepto de historia, Walter Benjamin cuestionaba con agudeza: “¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar?”.10 Si retomamos los argumentos de Butler y Benjamin, las imágenes que documentan o se producen a partir de lo inenarrable —de la catástrofe del horror— nos conciernen como historia, lamento y reclamo, por eso hay que mirarlas, pensarlas y evitar que se sotierren. En sus reflexiones sobre la historia, Walter Benjamin aseguró que nada de lo que tuvo lugar alguna vez debía darse por perdido para la historia y que el historiador debía entender que ni los muertos estarían a salvo del enemigo si éste vencía y éste no había
Judith Butler, Vida precaria: el poder del duelo y la violencia, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 46. 10 Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, II, http:// bit.ly/2D5YTq9 9
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dejado de vencer.11 En Tus pasos se perdieron con el paisaje, Brito denuncia mediante sus imágenes ambas tesis del filósofo. Sus fotografías nos piden mirar los fragmentos terribles de esta realidad oscura que no es homogénea y nos demandan no eludirlas porque son parte de nuestra historia, de nuestro devenir. Los muertos no son cifras, no son “daños colaterales”, deben guardarse en la memoria de nuestros días, deben ser recordados, discutidos, reflexionados, para que el enemigo no venza, para que no se vuelvan a perder pasos en ningún paisaje, en la generalidad de las cifras, en el olvido de la injusticia, y para que esos mundos que han terminado, y de los que sólo conservamos imágenes, nos permitan reconocernos como una comunidad que se ve igualmente afectada por la violencia y mira esas pérdidas como parte de una historia que aún necesitamos reconocer y narrar.
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Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, III, VI.
Fotograma de La libertad del diablo, direcciรณn de Everardo Gonzรกlez, 2017, 74 minutos
El paso hacia la libertad Juan Patricio Riveroll
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Lo primero que pienso cada vez que veo La libertad del Diablo, el más reciente documental de Everardo González, es en todo lo que hemos perdido, el vacío irrevocable que reina en nuestro país: un páramo habitado por sombras y fantasmas. El espíritu colectivo del que formamos parte está tan herido que ya ni siquiera nos damos cuenta. Las cifras de muertos y de desaparecidos son tan altas que es difícil humanizarlas, bajarlas de la estadística y de la abstracción numérica a la carne y el hueso que se pudre en fosas anónimas, dejando tras de sí una estela de dolor y de sufrimiento escondida bajo tierra. Si pudiéramos bajar a los infiernos, ¿nos atreveríamos? Everardo y su equipo se atrevieron, y volvieron desde allá con testimonios desgarradores que nos confrontan con una realidad que pocos quieren ver, pero necesitamos. Retazos de historias, medias tramas y varios nudos de sentimientos y emociones que cuesta trabajo presenciar, porque traen noticias de la barbarie que han vivido o que han causado, y nadie se siente a gusto en la barbarie. Hablan frente a la cámara, tapados con máscaras color carne, familiares de desaparecidos y torturadores, un sicario y un forense, militares y torturados. Unos claman justicia, otros piden perdón, otros más los quieren ver castigados. Es tan solo la punta de un iceberg de entre tantos otros que hay en México, convertido en el bíblico valle de lágrimas que no deja de fluir. Lo increíble es que no son casos aislados sino la norma: víctimas y victimarios que se atrevieron a contar su historia frente a una cámara, pero como ellos hay cientos de miles a ambos lados de la línea de batalla. El enfrentamiento entre las fuerzas del Estado y el crimen organizado ha dejado un sinfín de dolor entre la población civil, desarmada e impotente ante los abusos de ambos, inocentes que pagan el precio de una política totalmente equivocada. La otra película de Everardo que trata sobre este tema es El Paso, sobre dos periodistas fugados de México por amenazas de muerte en su contra, asilados en la ciudad fronteriza del vecino del norte. Son cintas paralelas, que se acompañan, una como pie de página de la otra; en ese sentido, intercambiables. La
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libertad del Diablo es más impresionante, épica en cuanto al horror que transmite, mientras que El Paso es un retrato íntimo y contenido. Ambas hablan de las consecuencias de la violencia en México, indagan sobre lo que significa haberla vivido en carne propia, y tras las caras en primer plano tratan de buscar una salida al laberinto de sangre en el que está inmerso una buena parte del territorio. Es una experiencia compleja mirar esas cintas. Al vernos confrontados con esos niveles de sufrimiento la reacción más inmediata puede ser mirar hacia otra parte, pero ya estás ahí, en el cine o frente a la pantalla de la computadora o de la televisión. Y dejar de verlas se siente como una afrenta a quienes accedieron a contar su historia, en muchos casos por primera vez, para que el espectador haga con ella lo que quiera, pero lo mínimo es sentarse a escuchar, si hemos estado lejos de la violencia o si también nos ha pasado de cerca. Ojalá llegaran a los que están arriba, al artífice de la guerra contra el narco, Felipe del Sagrado Corazón de Jesús Calderón Hinojosa, o a la actual administración, para que se enteren del rastro que han dejado sus decisiones. Porque sí hay responsables, y sí hay otras maneras de lidiar con la violencia en México y con los cárteles del narcotráfico. Tras dos sexenios de militarización del país el gobierno no ha podido tomar el control de nada, los índices de violencia han escalado a niveles nunca antes vistos y los cárteles siguen distribuyendo droga y peleándose entre sí, y aquí es donde cabe regresar a los testimonios de La libertad del Diablo: eso es lo que ha causado la militarización. Esas lágrimas pesan como plomo, esas pérdidas se vuelven reales, se materializan ante nosotros porque Everardo decidió dar un paseo por el infierno. La capacidad de empatía de un director como Everardo González es lo que hace posible una película como esta, o como El Paso, o como cualquier otra suya. El director se vuelve cómplice de sus entrevistados y no los juzga. Ellos, a su vez, se sienten cómodos frente a él, y se desnudan, metafóricamente hablando,
dicen cosas que no pensaban revelar, pero que en un momento dado, a media entrevista, decirlo se convierte en lo más natural, en un paso necesario también para ellos, pues en ese instante se liberan de una energía que debían desatar después de haberla guardado por tanto tiempo. Es ahí cuando la mirada del director y del protagonista se unen para forjar ese lazo que tras el montaje se convertirá en la película, todo con la intención de que, más tarde, el espectador dialogue con ellos pues las respuestas nunca son evidentes, menos aún fáciles, si es que hubiese respuestas. Dentro de su filmografía podríamos decir que La libertad del Diablo es el reverso de Los ladrones viejos, aquellos delincuentes cuya ética consistía en no portar armas ni amedrentar a sus víctimas con violencia, y que lograban robar mediante el arte del artegio, trucos de prestidigitación en los que la mano es más rápida que la vista. Para ellos sacar un cuchillo o una pistola, y peor aún, herir a la víctima, era muy mal visto; simplemente no lo hacían. Ahora todo ha cambiado. Hay armas por doquier en manos de jóvenes de catorce años —como el sicario que se confiesa en La libertad del Diablo— y el éxtasis de matar se convierte en un afrodisiaco, aunque el precio sea una suerte de muerte espiritual sin perdón alguno, y luego se arrepientan. La tortura ya es también parte de la cotidianidad criminal en México, la violación, el desmembramiento. Qué lejos estamos del país viejo en el que había ladrones con principios éticos inquebrantables. La película ha pasado por algunos de los festivales de cine más importantes del mundo. Sería también deseable que la atención internacional hacia México se intensificara, porque sea lo que estén haciendo nuestros gobernantes no está funcionando, y en vez de pacificar, los muertos aumentan. Que se materialicen en una pantalla es un mísero consuelo, pero al menos ahí están algunos testimonios, en una película hecha desde las entrañas y que avanza por el camino de la comprensión, si tan sólo escucháramos sus ruegos.
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El romanticismo en la poesĂa castellana o el primer CĂŠsar
Vallejo
Audomaro Hidalgo 22 | casa del tiempo
Retrato de CĂŠsar Vallejo
Casi fatalmente, en cualquier idioma, el poeta hereda una tradición que es su horizonte vital y estético. La tradición es la posibilidad que tiene el poeta de ser plenamente. Para los poetas que hemos nacido en América Latina, nuestra verdadera tradición la constituye, por cuestiones históricas, lingüísticas, sociales y culturales evidentes, la literatura española, sobre todo y principalmente la que se escribe del siglo xv al xvii. Esa es nuestra primera fuente inagotable. Ningún poeta que escriba usando nuestro vasto idioma puede darle la espalda a este hecho. Hasta el siglo xvii español, encontramos escritores, en el más consumado sentido de la expresión, que eran dueños de la lengua y por eso mismo creadores de nuevos medios expresivos. Pero ninguno de ellos, Cervantes, Calderón, Lope de Vega, Góngora, Quevedo o Saavedra Fajardo, posee una dimensión crítica. Esta herramienta es la que pondera César Vallejo al inicio de El romanticismo en la poesía castellana y es a la que llama “el mejor instrumento con el que en nuestro tiempo se registran científicamente las diversas manifestaciones del arte bello”. En esta tesis académica, presentada en la Universidad de la Libertad, en el año 1915, el joven César Vallejo pretende trazar “la génesis de la escuela romántica” española. El poeta peruano atribuye a tres condiciones intrínsecas el haber hecho posible en España el asentamiento de esta nueva literatura: la raza, la naturaleza y la sociedad: “La península española, por su situación geográfica, es desde todo punto favorable para las creaciones artísticas. Pocos pueblos entre los que están situados en tierras europeas, pueden encerrar en sí una fuente tan copiosa e intensa de inspiración. Solo sería comparable con las maravillosas regiones del Oriente y Asia”. Y más adelante: “el
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medio ambiente natural de España con su belleza exuberante, como es de suponer, ejerce su más directa influencia en la imaginación”. Según César Vallejo, las características del “temperamento lírico del romanticismo castellano” son la belleza formal, su afecto a las líneas robustas, las proporciones grandiosas y los colores fuertes: “El idealismo de Don Quijote enlutado por el negro pesimismo de Espronceda: una poesía en que los ideales se buscan no ya con la serenidad del corazón sano, condición importante para las especulaciones ontológicas, sino con las alas de la imaginación ardiente, dócil instrumento de las fuerzas emotivas. Por último, no debemos olvidar sobre todo esto, la facilidad con que acepta el espíritu español el advenimiento de nuevos sistemas que no se opongan a sus caracteres de raza, facilidad que permitió a la escuela romántica su generación y desarrollo”. La línea que César Vallejo traza de los poetas más emblemáticos del romanticismo español es muy delgada, la razón es muy sencilla: este movimiento espiritual no produjo, ni en España ni en América, una figura del tamaño de los poetas románticos alemanes e ingleses. Vallejo destaca a José Zorrilla, José de Espronceda, José María Heredia y Gertrudis Gómez de Avellaneda como las figuras más emblemáticas de este periodo, lo curioso es que no menciona a Gustavo Adolfo Bécquer ni a Rosalía de Castro, que acaso sean los dos únicos poetas plenamente románticos de nuestra literatura. En cambio, Vallejo ve en Espronceda la figura más alta del romanticismo español: “en él se cumple de una manera amplia y definitiva la doctrina romántica”. En el fondo, al reflexionar sobre la génesis y el desarrollo que tuvo el romanticismo español, Vallejo busca también su origen y su lugar dentro de la poesía española, desea explicarse y conocerse a sí mismo en tanto poeta que ha heredado esa lengua. Al leer este libro podemos intuir que sus fuentes son escasas, se trata en su mayoría de textos hispánicos y de autores españoles, de algún modo, él mismo declara lo difícil que era tener acceso a los libros en su ciudad natal. Al hablar de dos poetas peruanos, en el último capítulo (“Poetas románticos peruanos”) afirma: “hemos sentido
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profundas emociones siempre que los hemos leído; y muchas veces hemos tenido el propósito de hacer un estudio de ambos, especial y detenido, pero la imposibilidad de conseguir todas sus poesías nos lo ha privado”. No es difícil imaginar que en el Perú de principios del siglo pasado, y más aún en la ciudad de Trujillo, el acceso a los libros era casi imposible. Esto nos ayudaría a entender por qué en el catálogo de César Vallejo no figuran los nombres de Blake, Keats, Wordsworth, Coleridge y Hölderlin. Sin embargo, Vallejo cree que “los literatos que más han influido para la producción del Romanticismo en España han sido Shakespeare, Milton, Lord Byron y Walter Scott”, al mismo tiempo, considera que la aportación de la literatura alemana a la española se encuentra en “el pensamiento sereno, el vuelo metafísico, las interrogaciones al infinito y el soplo de cristianismo (…) junto con el idealismo, las nebulosidades del Norte y el sincero sentimiento de la limitación de la vida”. Para César Vallejo, el romanticismo tiene un final: “El romanticismo francés de Victor Hugo (…) vino más tarde a dar origen al sentido objetivo y al naturalismo, en que acabó la escuela romántica”. Es obvio que esta apreciación carece de perspectiva histórica. En 1915 poco o nada sabía César Vallejo de lo que acontecía y lo que sucedería poco después con las vanguardias europeas. Isaiah Berlin, Rudiger Safranski y Octavio Paz han demostrado ya que el romanticismo no conluye en un año y una fecha determinados, porque se trata de una actitud espiritual y de una visión de la realidad que siempre está latente. El romanticismo encontró su continuidad y su metáfora en el surrealismo. Ambos movimientos ponderaron a sus precursores y guías: para los románticos alemanes e ingleses fue el español Calderón de la Barca, y para los surrealistas franceses fue el entonces recién descubierto Conde de Lautréamont y el temible Rimbaud. Acaso el tema principal de este primer libro de Vallejo sea el ejercicio necesario de la crítica; es bien cierto lo que él dice: “hasta antes de la revolución romántica no ha habido verdadera sanción en materia literaria”. Sin embargo, contamos con unos cuantos antecedentes:
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Tiempo en la casa 51, abril-mayo de 2018
Dos centenarios: Ecuatorial y Poemas árticos. Breve antología de Vicente Huidobro “Ecuatorial y Poemas árticos, ambos publicados en Madrid en 1918, es decir, hace exactamente un siglo, son nada menos que los textos inaugurales de la Vanguardia en lengua española. (…) La estructura de los poemas y el lenguaje de estos dos libros son completamente innovadores para la época”.
Óscar Hahn
la Poética de Aristóteles, el Arte Poética de Horacio, L’Art poetique de Boileau y la “Defensa de la Poesía” de Shelley, sin mencionar por supuesto el prólogo a Las baladas líricas de Wordsworth y la Biographia literaria de Coleridge. Fue precisamente el romanticismo el que hizo posible el ejercicio de la crítica dentro de la poesía, a partir de este movimiento la conciencia crítica se alía al canto, lo que permitirá más adelante, por ejemplo, la obra de Baudelaire y Mallarmé. El espíritu crítico de César Vallejo no se cristalizó en un desarrollado sistema de ideas, pero es uno de los primeros poetas de nuestra lengua en darse cuenta de la importancia de la crítica y de los vínculos directos que guarda con la poesía. La disyuntiva entre el crítico y el poeta crítico (“atribuir a la crítica contemporánea esta elevada misión integrativa y de mejora”) comentada al inicio de su disertación, Vallejo la va a resolver unos años más tarde en el ejercicio mismo de la poesía, al alcanzar su punto más alto en Trilce, que bien podría ser el testimonio de un poeta que ha adquirido conciencia del lenguaje y sus imposibilidades. Entre Los heraldos negros (1919) y Trilce (1922) hay un evidente cambio de experiencia frente a la concepción del fenómeno poético. Ruptura y continuidad: El romanticismo en la poesía castellana es un texto vivo porque se trata de uno de los primeros esfuerzos críticos por comprender el movimiento romántico, así sea en su vertiente española, y esto mismo lo convierte en un antecedente directo de “Los signos en rotación” (1965) y de Los hijos del limo (1974), de Octavio Paz.
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Vallejo y Storni: perspicacias de la sincronía Moisés Elías Fuentes
Retrato de César Vallejo
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Guiño de ojo de la coincidencia, dos poetas imprescindibles para comprender la evolución de la poesía en lengua española, César Vallejo y Alfonsina Storni, comparten el año de nacimiento y el de muerte, por lo que cifraron en apenas cuarenta y seis años de vida dos obras poéticas signadas por la audacia discursiva, la expresión espiritual (a un tiempo críptica y diáfana) y el afán de permanente transformación. Nacidos en 1892, fallecidos en 19381, ambos atestiguaron (e incluso participaron en) el nadir del modernismo hispanoamericano, a la vez que protagonizaron el cenit de la revolución vanguardista, con sus aciertos y antinomias; concibieron una poesía introspectiva, de aislamiento y, sin embargo, estremecida por un irrefrenable anhelo de solidaridad humana; sufrieron en primera persona el revés de las independencias hispanoamericanas, que relegaron a mujeres e indígenas al vasallaje, tal como hicieron los españoles; sobrellevaron, en fin, el peso de la depresión, enfermedad por aquellos años menos comprendida de lo que es actualmente, y eso que aún nos falta mucho para su cabal comprensión. Vidas paralelas pero también dispares, mientras el peruano anduvo errante por el extranjero buena parte de la suya, la argentina permaneció casi siempre en su patria. Sin embargo, la errancia y la permanencia no obstaron para que ambos atisbaran la soledad inherente a la existencia humana, palpable lo mismo en los rostros
1 El peruano nació el 16 de marzo en el andino pueblo de Santiago de Chuco, y falleció el 15 de abril en la capital de Francia, mientras que la argentina vio la luz el 29 de mayo en la región alpina de Capriasca, Suiza, y murió el 25 de octubre en la ciudad de Mar del Plata.
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de los campesinos e indígenas andinos de Perú y Argentina, que en las miradas de los obreros españoles o franceses. Radicada en Buenos Aires, metrópoli con anhelos europeizantes a la que nunca pudo adaptarse, Alfonsina Storni le dedicó un soneto de rima abrazada, “A la tristeza de Buenos Aires”: Tristes calles derechas, agrisadas e iguales por donde asoma, a veces, un pedazo de cielo, sus fachadas oscuras y el asfalto del suelo me apagaron los tibios sueños primaverales.
A los ojos de Storni, la arrogante capital de Argentina degenera en un amasijo de calles y fachadas impersonales. Sin embargo, el soneto no incurre en sensibleras nostalgias bucólicas y, en cambio, devela cómo la poeta misma queda despojada de individualidad, atrapada ella también por la deshumanización de la sociedad bonaerense. Aunque respaldado por una ironía obstinada y fecunda en recursos, también César Vallejo se sintió agitado por la sorda y persistente deshumanización de los hombres y las mujeres de todos los días, comunes pero incomunicados. En la poesía de Vallejo, los seres humanos titubean entre la certeza de una mortalidad ineludible y las promesas de una redención incognoscible. Por ello en El acento me pende del zapato… el poeta exclama: ¡Cruelísimo tamaño el de rezar! ¡Humillación, fulgor, profunda selva! Me sobra ya tamaño, bruma elástica, rapidez por encima y desde y junto. ¡Imperturbable! ¡Imperturbable! Suenan luego, después, fatídicos teléfonos. Es el acento; es él.
El rezo deviene crueldad porque la divinidad es inasequible a los seres humanos. Ante tal hecho, Vallejo responde con ironía, como desesperado recurso para defender la fragilidad de su ser, su naturaleza única y efímera.
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Carente de la ironía de Vallejo y de su sentido de lo universal, Storni es en compensación introspectiva, al punto de revelar sus contradicciones en carne viva, pero sin aspavientos ni autocomplacencias, sino más bien con sobriedad elegante y riqueza de imágenes sugerentes y engañosamente sencillas, tal el caso del poema en tercetos “Alma desnuda”. Alma que cuando está en la primavera dice al invierno que demora: vuelve, caiga tu nieve sobre la pradera. Alma que cuando nieva se disuelve en tristezas, clamando por las rosas con que la primavera nos envuelve.
La poeta argentina deja ver sus desarreglos emocionales tal como son, al mismo tiempo sublimes y terribles. Jaloneada por la contradicción, la escritora no se entrega a la cómoda autocompasión, sino que, con actitud subversiva, reafirma y celebra los contrastes de su ser, porque tales contrastes la mantienen viva, activa y plena de creatividad. Mientras que Storni anda dentro de sus veredas íntimas, Vallejo anda veredas extrañas sólo para conocer mejor las propias. Sale al mundo y escribe: “Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.” Sin embargo, ese sitio muy grande, cifra y suma de todos los sitios, lo hace retornar a su sitio interior, a ese yo cuyas dudas y emociones sólo él intuye. Es el sitio en que se reencuentra con su animal humano, el que asoma “En el momento en que el tenista…” En el momento en que el tenista lanza magistralmente su bala, le posee una inocencia totalmente animal; en el momento en que el filósofo sorprende una nueva verdad, es una bestia completa.
El discurso poético del peruano adquirió un tono coloquial de gran plasticidad, lo que le permitió enunciar desde la cotidianidad tanto
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los hechos físicos —el lance del tenista—, como los intelectuales — la reflexión filosófica—. Críptica, según se le ha definido, la poesía de Vallejo resulta también cristalina, lo que no significa que pierde su misterio esencial, que procede de los misterios relatados en los Evangelios. Y el misterio es dúctil para Vallejo, porque la religión, para el poeta, está viva y se transfigura y se reinventa. Storni, claro está, no interpretó a la religión en los términos de Vallejo, porque, en tanto mujer, tuvo que habérselas con un discurso religioso que la había condenado desde antes incluso de tomar conciencia de su naturaleza femenina. Ante un credo que le imponía la vergüenza y aun la negación de la feminidad como único camino de salvación, la poeta argentina manifiesta los desasosiegos que la afligen “Frente al mar”: Vulgaridad, vulgaridad me acosa. Ah, me han comprado la ciudad y el hombre. Hazme tener tu cólera sin nombre: Es la vulgaridad que me envenena.
La vulgaridad que acosa y envenena a la escritora proviene de los hombres que pretenden reducirla a mercancía —“me han comprado”—, y de la ciudad que no sirve para abrigar a los hombres y la mujeres, sino para despojarlos de personalidad y de rasgos distintivos. Si París representa para Vallejo la abrumadora afirmación de su soledad, Buenos Aires para Storni significa el doloroso descubrimiento de su exilio femenino. Ambos escritores se reconocen marginados en ciudades amplias de geografía pero estrechas de pensamiento. La respuesta de Vallejo y Storni a tal evidencia trasciende lo mismo al pesimismo anquilosante que a la furia estéril. A medida que tomaron conciencia de la soledad humana, derivada de un orden social monstruoso y depredador de cuerpos y de almas, los poetas recalcaron la presencia del humanismo en su obra; no uno académico, frío, sino cálido, tejido de experiencias y ansias, labores y esperas. Es el humanismo de Vallejo, que pone en duda el orden racional en los versos pareados sin rima de “Un hombre pasa con un pan al hombro”:
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Un cojo pasa dando el brazo a un niño ¿Voy, después, a leer a André Bretón? Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre ¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?
Con esbozos rápidos de la realidad diaria, el poeta peruano cuestiona la trascendencia del arte y de la filosofía, que a ratos parecieran olvidadizas respecto de la simple tragedia cotidiana que enfrentamos los seres humanos: nuestra soledad individual ante la muerte, tal como la que sobrellevó Storni, no sólo en sus últimos años, acechada por el cáncer de seno, sino de antes, hostilizada por la mojigatería bonaerense. Así, en “Lo inacabable” alega: Mas… ¿Lo que fue? ¡Jamás se recupera! ¡Y toda primavera que se esboza es un cadáver más que adquiere vida y es un capullo más que se deshoja!
Desde un punto de vista puramente académico, Storni es una poeta menor frente al arrojo creativo de Vallejo. Sin embargo, si nos liberamos de la rígida palabra catedrática, podemos estimar de manera íntegra la perspicacia de la sincronía, que hizo coincidir en los años de nacimiento y de muerte a dos voces que renovaron el verso en lengua española desde la marginalidad, con plena conciencia de su otredad: la del indígena y la de la mujer. Otredades proscritas e infamadas, que tanto el peruano como la argentina afirmaron mediante la poesía y la entrega a la vida llana y prodigiosa de todos los días.
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Daniel Lezama: luz sobre la historia
de las estaciones | El nacimiento de la Ciudad de México, 2002, óleo sobre lino, 320 x 240 cm., Institut Valenciá D’Art Modern. Depósito Colección VAC (Valencia Arte Contemporáneo), Valencia
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La gran noche mexicana, 2005, óleo sobre lino, 240 x 320 cm., colección Gunter Rohde, Puebla
Daniel Lezama pertenece a una intensa corriente en las artes visuales contemporáneas orientada a buscar un restablecimiento de las viejas recetas para la realización de una pintura cuya ortodoxia y academicismo no se despeguen de los cánones más rigurosos de creación plástica. Aunque él no es propiamente —al menos de intención— un reivindicador voluntario de la pintura, sí la ha seleccionado como su principal medio expresivo, por una parte; y por otra, ha optado por contar mediante ella, aunque replanteadas bajo una mirada actual, algunas de las historias que en la niñez hicieron las delicias de su imaginación. Por tanto, en sus telas encontramos algunos de los mitos más conocidos de la imaginería popular mexicana, recreados y evocados
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con gran fuerza pictórica pocas veces percibida entre los creadores de su generación. La fuerza del trabajo de Daniel Lezama viaja más allá de las escenas propuestas en sus piezas. En ellas siempre está a punto de suceder algo. Los personajes y su ubicación en el plano pictórico nos hablan de ambientes en los que todo ocurre en ese instante, ambientes a los que se asiste como testigo en el momento preciso. La sexualidad ejercida por los protagonistas de su obra es también tema recurrente. Así, en cuadros como La conversación, una de sus piezas más incitantes, dos adolescentes sentados en el suelo tienen, en la soledad del espacio que habitan, un encuentro sexual en el que ella toca delicadamente la parte superior del muslo de su compañero que ya se ha despojado de los zapatos.
El camerino, 2006, oleo sobre lino, 190 x 165 cm., colecciĂłn particular, Monterrey, MĂŠxico
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Casa de Juárez, 2009, óleo sobre lino, 200 x 250 cm., Museo Regional de Historia, Querétaro
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El águila ciega, 2008, óleo sobre lino, 170 x 135 cm., colección privada, Monterrey, México
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Alegoría de la bandera, 2004, óleo sobre lino, 145 x 190 cm., colección privada, Monterrey, México. Agradecemos a la Galería Metropolitana las facilidades para la publicación de estas imágenes
El encuentro, inevitable e inquietante, nos coloca como testigos privilegiados. Digamos que Lezama ha escogido el camino difícil: contar claramente las historias que pocos quieren conocer. La luz es, entre las virtudes de este pintor, uno de los elementos que le identifican especialmente. En la mayoría de sus composiciones aparece como centro visual una irradiación lumínica que deja claro, además del alarde compositivo que le rodea, al motivo de la pieza. La luz también es señuelo visual del eje que existe entre la inocencia y la malicia. Cuando coinciden en un mismo instante quien está dispuesto a aprender y quien está dispuesto a enseñar, se cierra el círculo perfecto. Gran conocedor de la pintura de Holbein y Mantegna, además de aceptar la influencia directa del trabajo de Velázquez, Rubens y Goya —de quienes con recurrencia se adivinan guiños en sus obras—, Daniel
Lezama ha sabido tomar de ellos algunas formas de contar, de decir con la pintura, aunque los temas seleccionados le pertenezcan a su personalísima imaginería no exenta de fascinante perversidad. Nos encontramos ante un pintor que muy poco ha concedido a quienes desean ver salir de su mano escenas bucólicas o meras reconstrucciones de una realidad forzada y complaciente. Estamos, por el contrario, ante un artista que emprende en su obra el inicio y la continuación de la vida. Vemos a sus personajes frente a la fundación de la sexualidad, o su continuación, acaso su enfrentamiento en una falsa privacidad pues todos los que son vistos y retratados por Lezama han de pasar, necesariamente, por la dura prueba del enfrentamiento directo con su pintura, descarnada e implacable, que todo lo exhibe, hasta lo impensable, con absoluta y correcta ortodoxia.
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La vida frágil de las imágenes:
Sublevaciones,
de Georges Didi-Huberman Art and Language, Shouting Men [Hombres gritando], 1975. Detalle. Museu d’Art Contemporani de Barcelona collection. MACBA Consortium. Préstamo en comodato de Philippe Méaille, Château de Montsoreau. Fotografía: Àngela Gallego © Art and Language.
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Verónica Bujeiro
“Sublevaciones” podría ser definida como el encuentro fortuito entre una exposición de arte y una muestra de documentos históricos que se reúnen a través de la mirada de uno de los pensadores más relevantes para la actualidad que es el historiador y filósofo francés Georges Didi-Huberman, a quien se le debe buena parte de la reflexión sobre la imagen en este siglo y en cuya figura se manifiesta la responsabilidad que tienen en común el artista y el historiador “…que es la de volver visible la tragedia en la cultura (para no separarla de su historia), pero también hacer visible la cultura en la tragedia (para no separarla de su memoria)”.1 Centrada, como su nombre lo indica, en aquella manifestación de la raza humana ante acontecimientos despóticos y abusivos perpetrados por su propia especie, la muestra es un ensayo visual que invita al espectador a una lectura activa bajo la disección que hace Didi-Huberman sobre el levantamiento por los rastros en los que se evidencian los cuerpos, desde la combustión interna (la ira), hacia el exterior en gestos, gritos y palabras que dejan su huella en la imagen y el documento, y que al tiempo identifican movimientos que organizan el material de las cinco partes de la exposición: Elementos (desencadenados), Por gestos (intensos), Por palabras (exclamadas), Por conflictos (encendidos), Deseos (indestructibles). Mediante esta articulación, el filósofo e historiador elude el lugar común de una muestra regular, que dependería necesariamente de una cronología para hacer énfasis sobre los vínculos entre imagen, imaginación y política, sugerido en la atávica presencia de Goya como una de las obras que inauguran el recorrido. Es por ello que identifica como piedra de toque a la muestra no una imagen documental, sino la fotografía que Germaine Krull hace a la bailarina Jo Mihaly en 1925, en donde podemos notar dos gestos expresionistas que pronuncian para Didi-Huberman el momento en el que una sublevación comienza, entre el abatimiento y el alzar los brazos para “elevar” el cuerpo y ser notado. Quizás por contagio a esta representación es que la imagen de Gilles Caron Manifestantes católicos, Batalla de Bogside, Derry, Irlanda del Norte, de 1969, usada mundialmente para fines de promoción de la muestra, confunde en su procedencia por revelar la insospechada belleza coreográfica de aquel que lanza una piedra para declarar su enojo y desconcierto.
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Georges Didi-Huberman, Arde la imagen, Ediciones Ve, México, 2012, p. 26.
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Secuencia 7: Rescate de un suicida en la cúpula de El Toreo, 25 de mayo, 1971. Fotografía: Enrique Metinides
El tránsito de la mirada recorre señas reconocibles que pasan por la lección histórica, como los habitantes de Guernica siendo expuestos a la obra de Picasso, y convive con el artificio de lo artístico, tanteando el terreno de una posible conexión que resulta explícita si se mira de cerca. En una misma sala conviven, por ejemplo, minúsculos retratos clínicos de mujeres histéricas (Désiré-Magloire Bourneville, 1875) con la serie de Enrique Metinides sobre el rescate de un suicida (1971) y la fotografía construida de Agnès Geoffray (2011-2015), para evidenciar la forma en la que los cuerpos dicen “no” antes de llegar al grito. La narrativa de la exposición conduce consecuentemente hacia la llegada del lenguaje como acción en documentos en donde el arte se compromete a lo político, como es el caso de la revista Mother Earth (1914) en donde Man Ray colabora con Emma Goldman, el manifiesto aparece como un signo de una legitimidad en contra, un táctica común a las vanguardias artísticas representadas en la sala, como el movimiento
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Estridentista mexicano, y se nos devela la apropiación que se hace de un muro “para que tome la palabra”. Didi-Huberman pone de relieve estos materiales que utilizan lo verbal como su medio a modo de ubicar al artista en su capacidad de transmitir y transformar la cólera en acción poética. La presencia de artistas y documentos mexicanos responden a la preocupación del filósofo e historiador por mostrar señales significativas al país en donde se alberga la muestra, no sólo para cumplir con una cuota, sino para abrir su imaginario personal y apelar a los afectos personales de los espectadores. No hay que olvidar que las imágenes requieren de soportes externos, lingüísticos, de memoria, conocimiento y experiencia, para trascender el ser un mero objeto, algo que revela asimismo su propia fragilidad, ya que, como los sujetos y acontecimientos de esta exhibición, Didi-Huberman nos recuerda que no están exentas del mismo riesgo: “cada vez que ponemos los ojos en una imagen, deberíamos de pensar en las condiciones que impidieron su
De la serie Juchitán de las Mujeres, Juchitán, Oaxaca, 1983. Fotografía: Graciela Iturbide
destrucción, su desaparición. Es tan fácil destruir imágenes, en cada época ha sido algo tan normal.”2 La parte titulada “Por conflictos (encendidos)” posee una elocuencia propia, pues nos confronta con sucesos en donde el instante eterno de la violencia perpetrada en imágenes que van de la resistencia de la huelga a la matanzas, el exterminio y la ausencia, nos resultan tan familiares como cotidianos. Es aquí donde justamente los afectos personales con la historia del país cobran efecto, en la cercanía y contundencia de ese Ex voto anónimo, en el que una madre que vivió el 68 da gracias por haber sobrevivido a esa matanza nunca aceptada por los que imputaron el crimen, en los papalotes que Francisco Toledo alza en conmemoración de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa (2015) y aún en la distancia que impone el registro de Pedro Mera a la visita del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
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Idem, p.18.
a la cámara de Diputados (2001), acaso porque la pulsión vivida en el momento de la sublevación, ese latido de esperanza, brilla por su ausencia en estos días. La fragilidad de la imagen es también evidente mediante la disposición de las cédulas en esta exposición, ya que si bien responde a las estrictas reglas de montaje internacional, en este caso impide un flujo más acertado hacia el acercamiento con el material y añade el peligro no sólo de dejar de lado esa potencia de relación con el espectador, sino el de pasar de largo el contenido de la imagen misma. Ejemplo patente es una de las piezas capitales de la muestra, que en su mínima dimensión aparenta distar la enorme tragedia a la que corresponde, es la pieza de Anónimo (Miembro del Sonderkommando D-auschwitz-Birkenau) Cremación de cuerpos gaseados en las fosas de incineración al aire libre delante de la cámara de gas del crematorio V de Birkenau (1944), que lejos de su pie de foto resulta elusiva e incomprensible en sí misma.
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Huelga de mineros desnudos, 1985. Fotografía: © Pedro Valtierra / cuartoscuro.com
El foco puede no estar puesto en ella por no restar importancia al resto de las imágenes, pero también por su polémica naturaleza; al respecto Georges Didi-Huberman explica que responde a su posición teórica y filosófica para la muestra, ya que para él representa a la imagen como sobreviviente, como un testigo que viene a certificar aquello que no quiere ser aceptado oficialmente, la sublevación en sí misma. Esta noción de lucha por sobrevivir se hace patente en los objetos personales colocados en bolsas en lo alto de árboles por los migrantes en un parque de París, Garde l’Est (2005) de Francisca Benítez, e incluso alcanza una curiosa relación con la profundidad de la raíz de un árbol aparentemente endeble en la fotografía de Pedro Motta, Natureza das coisas #024 (2013). Coherente con el sentido dramático que propone, la muestra cierra apuntalando un roce con la esperanza con “Deseos (indestructibles)”, ya que para el teórico lo más interesante es ver cómo el deseo alcanza una forma, como la ola con la que se caricaturiza un levantamiento en la primera parte de la muestra. Centrada en manifestaciones protagonizadas por
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mujeres activistas y artistas, aquí podemos ver brazos levantados en Juchitán de las Mujeres (1983), de Gabriela Iturbide, en las Madres de Plaza de Mayo de Niños desaparecidos. Segunda Marcha de la Resistencia (1982), de Eduardo Gil, y evocar parte del juego de azar y provocación intelectual de Didi-Huberman al presentarnos en vecindad con estas imágenes el registro del atrezzo que utilizó Bertold Brecht en un montaje de Antígona, tomado por Ruth Berlau (1948), para proyectar en el fantasma del personaje clásico la figura de los jóvenes que alzan la voz y luchan día con día. Dignas de mención son las piezas de video de Estefanía Peñafiel Loaiza y Maria Kourkouta, que ponen de manifiesto el poder de documentar un acontecimiento criminal y de injusticia, aún en su ausencia. Sublevaciones es un juego que dispone imágenes y documentos con el propósito de generar ideas, más que respuestas, ya que para Didi-Huberman subyace al conjunto una pregunta, que ante una mirada atenta y pausada bien puede escucharse en el interior: “¿Qué hacer con la ira?”. That is the question.
El monopolio de la imagen Héctor Antonio Sánchez
Napoleón cruzando los Alpes, Jacques-Louis David, 1801
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A finales de abril de 2004, un reportaje en cbs News exhibió las primeras imágenes sobre una serie de vejaciones cometidas por miembros del ejército de los Estados Unidos en la prisión de Abu Ghraib, al oeste de Bagdad. Las fotografías, luego reproducidas por varios medios, mostraban actos de tortura contra prisioneros de guerra —desnudos en todos los casos— de una vileza tal que parecían extraídos de las peores pesadillas de Passolini: víctimas aterradas ante los bramidos de perros furibundos, o colgadas a la manera de la crucifixión de literas metálicas; una imagen muestra a un hombre cubierto por excrementos humanos en el pecho y la cara; otra, a la soldado Lynnie England, protagonista de varias de estas atrocidades, sujetando a un prisionero con una correa, como si se tratara de una bestia, en un cuadro que no rehúye el crimen y el fetiche; una serie de instantáneas, en fin, expone una pirámide de cuerpos inermes, siempre desnudos, mientras al fondo sonríen con los pulgares hacia arriba militares que se han turnado ante la cámara, como si pasaran un día soleado en Disneylandia. Entre las tantas ideas que suscitan estas escenas de horror, es ineludible considerar una de carácter político: es éste el retrato más exacto que se pueda convocar del Estado-nación hegemónico de nuestro tiempo, proclamado defensor de los derechos y las libertades; una bestia de siete cabezas liberada a las furias en una campaña tan absurda como desastrosa. Si un juicio así peca de arbitrario, y tal vez de maniqueo, es en todo caso posible en una época en que el imaginario en torno a la identidad nacional ha dejado de ser un monopolio en manos del Estado; y antes, en una época en que la noción de Estado mismo parece resquebrajarse sin remedio. Habría que contrastar estas fotografías, por ejemplo, con las escenas patrióticas que nos dio en heredad el siglo xix, en que se afianzó el estado-nación como lo conocemos hoy en día. No es en absoluto un accidente que en el mismo periodo la pintura de historia se alzara como el género supremo. Es cierto que había gozado de honda reputación por siglos, aunque con una diferencia fundamental: antes del xix, se tenían por históricas sobre todo las obras que retrataban episodios bíblicos, mitológicos o eventos de la Antigüedad. Las escenas religiosas integraban por mucho el corpus mayor de la pintura occidental. No sólo la Iglesia poseía amplios
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Le sacre de Napoléon, Jacques-Louis David, 1807. (Imagen: DEA / E. LESSING / De Agostini / Getty Images)
poderes sobre los bienes, sino sobre las mentalidades: el mecenazgo y los medios materiales iban de la mano con una comunidad que se reconocía espiritualmente bajo el cobijo de una misma institución y recibía de ella una profunda influencia en su vida pública. Esta situación cambiaría al otro día de las revoluciones de talante liberal. A la desamortización de los bienes eclesiásticos se aunaría el surgimiento de gobiernos centrales ansiosos de un orden que los identificara con el territorio y la población que tenían bajo su tutela. Por ello habría que considerar, como lo ha hecho Tomás Pérez Vejo, si en realidad no fue el fortalecimiento del Estado —y no el ascenso de la burguesía— el hecho más notable de la centuria decimonónica. ¿Cómo hacer frente a la anarquía, la atomización de las regiones, la divergencia de posturas políticas, sino bajo el manto de una nueva mitología originaria? En el Palacio de Versalles se preserva un óleo monumental, Le sacre de Napoléon, realizado en 1807 por Jacques-Louis David, sin duda el pintor axial del estilo neoclásico. La obra mide poco más de seis metros de altura por casi diez de largo; en ella vemos, en dimensiones naturales, el interior de Notre Dame en una ceremonia singular: el emperador, luciendo una
corona de laurel —referencia al imperio romano— coloca sobre la cabeza de su esposa Josefina una réplica de la corona de Carlomagno, ante una concurrencia que observa con beneplácito, entre la que se cuenta el papa Pío vii. La imagen es un acto de consagración: la de los nuevos poderes emanados de la revolución, encarnados en Bonaparte como en ningún otro personaje de la centuria. No es otro el ritual celebrado por Agustín de Iturbide en la Catedral Metropolitana, del que se conserva un óleo harto más humilde, pero cuyo designio es idéntico: una liturgia fundacional. Mas no sólo coronaciones y ceremonias poblarán la pintura de historia, interesada como nunca en su tiempo. Vendrán cuadros de batallas, retratos en momentos cruciales: Napoleón cruzando los Alpes (1801), también en Versalles y también realizado por David, ahora en un estilo romántico; el pasado del país será revisitado como una justificación de su presente: El descubrimiento del pulque (1869) de José María Obregón o El suplicio de Cuauhtémoc (1893) de Leandro Izaguirre. No es en ellos sólo didáctica la referencia a episodios de la historia: es la patria misma la que se representa, sea en su genio particular —capaz de extraer una bebida del maguey—,
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sea en el martirio de su veta indigenista frente a la entonces abominable tradición hispánica. Un mito del origen. La acusada sustitución de los temas religiosos por los civiles en la pintura académica es apenas un movimiento más —pero no poco importante— de la secularización de la vida pública durante el siglo: las festividades católicas son desplazadas por las conmemoraciones de episodios épicos en el calendario; los santos y los mártires, por “los héroes que nos dieron patria”. De allí el profundo interés del Estado en auspiciar las artes: apoya sociedades de escritores y academias; funda museos de antigüedades; destina becas a artistas y arquitectos; celebra exposiciones anuales de arte. Compra y encarga grandes óleos de historia patria: en realidad es el único cliente. Está creando un imaginario: pues quien posee la imagen posee el poder. El arte funcionó así como un instrumento de legitimación de un Estado que buscaba fundirse con la noción de un destino nacional: entre los laberintos de la identidad, patria, población, herencia cultural y
La Libertad guiando al pueblo, Eugène Delacroix, 1830. (Imagen: Christophel Fine Art / UIG por Getty Images)
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élite gobernante debían integrar una sola amalgama. La idea que subyace es la de un pueblo único, con un origen singular y una misión, no tan ajenas a la noción de “pueblo elegido” del Antiguo Testamento: el ser trascendente que nos abraza no es ya Dios, sino la Patria. Este proceso se extiende en México hasta bien entrado el siglo xx: sólo hay que pensar en esa anómala situación del Muralismo, un movimiento crítico de un Estado que cifra una buena porción de su mecenazgo, y le entrega espacios públicos para su propia denostación; o bien, ver el marcado discurso ideológico que organiza la arquitectura y la curaduría falaz del Museo Nacional de Antropología. Por razones que serían aquí inabarcables, la relación del Estado con la pintura académica se transformó profundamente en el siglo xx. La más evidente es que la creación de una identidad mítica se había forjado ya en el siglo romántico. Surgió además, en mayor o menor medida, un auténtico mercado del arte, no supeditado a los poderes estatales, sino a los capitales privados. El arte mismo se volcó hacia las aguas interiores: la representación de las emociones de su creador antes que la objetivación del mundo exterior. Y, no menos importante, surgieron canales nuevos y más efectivos en la dispersión de las ideologías: la fotografía, el cine, la televisión. El género de historia se cubrió de polvillo y humedad: al punto que hoy parece un acto de arqueología revivir sus antiguos poderes. O un número de comedia: imaginar la candidez de un episodio contemporáneo llevado a una plástica solemne arrancaría cuando menos una sonrisa de conmiseración, fuera la celebración del Bicentenario de la Independencia por Felipe Calderón o la toma de protesta de Donald Trump. La libertad guiando al pueblo de Delacroix será siempre una imagen perdurable no sólo del levantamiento de 1830, sino de las grandes convulsiones que cambiaron la faz del siglo xix. En cambio, resultaría grotesco imaginar
un óleo llamado Liberación de Bagdad por las tropas estadounidenses. Las imágenes de Abu Ghraib nos ofrecen el retrato más exacto del Estado-nación contemporáneo, un monstruo alimentado primero por los delirios de la Guerra Fría y luego por la voracidad de los grandes corporativos y las compañías transnacionales. Las fronteras se desdibujan y se afilan a un tiempo: se diluyen para el comercio, el consumo, el entretenimiento y los grandes capitales; se enconan frente a otras formas de vida, otras religiones, otras lenguas. Doblada la esquina del siglo xxi, nuestra realidad acusa un desmembramiento del Estado-nación como fue concebido en el siglo romántico: queda un gigante acéfalo que repite convulsamente los mismos gestos. La impostada aleación del grupo gobernante, el territorio y la población que administra, y el mito de la cultura original de la que se dice heredero se han fracturado irremediablemente. En México se ha acusado con especial virulencia este proceso. Cierto: aún hoy en día se promueve en espacios públicos una vertiente del muralismo tan exangüe como risible; formas decrépitas que ya nada significan. Si queremos una imagen veraz de nuestra historia reciente hay que buscarla en la fotografía periodística: por ejemplo, en las fotografías de Bernardino Hernández publicadas por la agencia Cuartoscuro en septiembre del año pasado, cerca de las fiestas patrias, en que los cadáveres de tres jóvenes entre quince y veinte años de la comunidad de El Zapote, Guerrero —uno de ellos portando la playera de la selección nacional de futbol—, aparecían reclinados contra una pared, claramente muertos por las manos del crimen organizado. Era una buena metáfora de los últimos sexenios, y más: una imagen atroz de un Estado al que el monopolio del imaginario nacional y los espejismos de la identidad hace mucho han dejado de pertenecerle.
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Retrato de Heinrich Böll. (Imagen: DeAgostini / Getty Images)
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¡Feliz cumpleaños,
Heinrich Böll!
Brenda Ríos 50 | casa del tiempo
El moho de la destrucción ha anidado bajo la tan espesa como dura costra del decoro, e inmensas colonias de mortíferos parásitos preconizan el fin de la honorabilidad de todo un linaje. Heinrich Böll
Hace cien años y algunas semanas nació un alemán llamado Heinrich Böll (1917-1985), quien llegó a ser premio Nobel de Literatura en 1972. En su caso, así como en algunos escritores no se puede separar de la vida íntima, su obra no puede estar separada de la acción política. Böll se negó abiertamente a formar parte de las juventudes hitlerianas y desde muy joven la política y la resistencia al nazismo fue parte de su vida cotidiana. No puede haber creación sin que haya una toma de postura ante el tiempo que se vive, eso podría decirse de él. Permea en sus textos una visión decadente de una Europa que veía sus valores burgueses transformarse en otros, más prácticos, menos románticos y, claro, menos éticos; anteponía a ello una visión optimista, por irónico que pueda parecer en un hombre que amaba la sátira. Detrás de cada cínico hay un hombre pensando en un mundo nuevo. Sin embargo, Böll no era un cínico: sus personajes son seres demasiado conscientes de su patetismo y su incapacidad de transformar la realidad. Los que ganan suelen ser los ostentadores del nuevo orden, los que rompen las reglas, los abusivos, los ricos, los carentes de escrúpulos. Pero quien cuenta ese relato será el débil, el vencido por las circunstancias, el aparentemente ingenuo. El insignificante tiene el poder de narrar. He ahí la ironía mayor. Para Böll, la nueva moral del individuo surge de la supervivencia cínica. De eso tratará su obra. El desmantelamiento progresivo de los valores de una clase que se ve obligada a cambiar el rumbo si quiere seguir siendo dominante, la clase del dinero. En esos ajustes, compromisos, lealtades, traiciones,
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el autor alemán encontrará el caldo de cultivo para sus textos, tomando siempre ejemplares de hombres y mujeres dispuestos a caer pero conscientes de lo que la caída implica. Católico de izquierda, fue de los primeros intelectuales en protestar contra la devastación a la naturaleza en América Latina, entre otras causas. Era —visto ahora— como una especie de superhéroe: dispuesto a luchar por aquello que creía correcto, en un orden ético de vieja guardia, humanista, y que no terminaba de encajar en el mundo de la opulencia de los países enriquecidos después de la Segunda Guerra Mundial. Los silencios del doctor Murke (1958) es una compilación de cinco relatos, uno acaso más hilarante que otro. Plenos de ironía rasposa, sarcasmo de katana: filoso, curvo, durable, delicado; del humor más franco y hasta infantil, aunque esto último no quiere decir humor fácil. Por el contrario, los tonos del pantone no son extremos, son cambios de velocidad y registro: del azul noche pasamos a un azul bebé sin apenas notar en qué momento se aclaró el tema, la imagen, la atmósfera. El cuento que da título al libro trata de un hombre que trabaja en la sección cultural de la radio. Le encomiendan editar a un escritor exitoso, autor de unos ensayos filosóficos enormes, con un ego que igualaba su obra: grandilocuencia por todas partes. En una especie de crisis intelectual y religiosa quiere eliminar de su discurso la palabra “Dios” y colocar en su lugar “Ese Ser superior que nosotros adoramos”. Razón por la cual, al tener grabadas sus conferencias del programa que se transmitiría al día siguiente, Murke debía cortar la cinta donde decía “Dios”, grabar unas nuevas donde decía “Ese ser superior…” y colocarla en su lugar. La venganza radicó en llevar la tarea al absurdo. Al contrario de Bartleby, aceptó la tarea, como si ese mero ejercicio de seguir órdenes lo involucrara personalmente en una tarea ulterior: la belleza, el destino, la cultura nacional: —Por lo demás, hay un problema —dijo Murke—: aparte de los genitivos, en su conferencia no queda claro el caso en que aparece la palabra Dios; pero en “ese Ser superior que nosotros adoramos” tiene que estarlo. En total —sonrió amablemente hacia Bur-Malottke— necesitamos diez nominativos y cinco acusativos, por tanto, quince veces “ese Ser superior que nosotros adoramos”, luego siete genitivos, es decir “de ese Ser superior que
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Heinrich Böll en 1961. (Fotografía: Fred Stein Archive / Archive Photos / Getty Images)
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nosotros adoramos”, cinco dativos “a ese Ser superior que nosotros adoramos”, y queda un vocativo, el lugar en que usted dice: “Oh, Dios.” Me permito proponerle que lo dejemos en vocativo y qué usted exclame: “¡Oh, Tú, Ser superior, al que nosotros adoramos!”.
Con todo y la molestia que esto ocasionaba, el doctor Bur-Malottke aceptó hacerlo. Incluso, poco después, fue con el director de la estación a decirle que hiciera lo mismo con todo lo que él tenía grabado. Defendió la pedantería porque en los genios era perdonable. El director hizo cuentas de una hora por día de conferencia más los años que llevaba transmitiendo su programa y decidió que era una tortura innecesaria. El doctor Murke no es cualquier hombre. Toma jugo de manzana en la cantina mientras sus colegas beben aguardiente y discuten acaloradamente sobre arte. Cada vez que dicen la palabra “arte” se estremece. No es una brecha generacional entre Murke y los otros, tampoco de índole de clase, es más bien un asunto de visión al respecto del trabajo que realizan. Murke tiene claro que él está solo con una convicción: la sencillez no es fácil. Por más que intenta comprender, hay algo que no encaja. En “No sólo en navidad”, que forma parte del mismo libro insistirá en la pertenencia. Es un texto de orden satírico, mordaz y, por decirlo de alguna manera, autocrítico (hacia él y su generación), al final la familia es analogía de una nación. La idea de familia, de la defensa de esa familia, la exclusión, la posibilidad de la crítica dentro del grupo, forma parte de un estado de ánimo posterior a la guerra. Böll no se molesta en disfrazar la postura, va al centro con una flecha en llamas:
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“En la guerra se canta, se pegan tiros, se habla, se lucha, se pasa hambre y se muere —y se echan bombas—; en fin, pasan cosas poco agradables, con cuya relación no quiero fastidiar a quienes las vivieron”. La historia, reducida, es la siguiente, la familia se reúne cada navidad frente a un enorme árbol cuya complicada tecnología de ángeles, enanos, nieve y demás artilugios necesita de la participación de todos (excepto el rebelde Franz), pero en 1940, con la guerra, el árbol no puede seguir como antes debido a que resultó “víctima de los bombardeos”. Claro, el narrador sabe de lo ridículo que suena esto frente al horror de las víctimas: “el árbol de mi tía fue una víctima —la bandera de peligro me impide hablar de otras víctimas— de la forma de hacer la guerra”. La sinécdoque del árbol versus la tragedia “verdadera” hacen del cuento una historia casi fantástica. Si la fantasía puede ser motivo de risa, claro está. El argumento es ridículo. La enunciación de los problemas que la familia tuvo que pasar para seguir adelante no está exenta de sus particularidades políticas. Se debía tomar partido. El primo Franz se convirtió en soldado y molestaba a sus superiores tratando como “personas” a los prisioneros rusos y polacos. La tía Milla quiere que todo sea como antes de la guerra; al no ser así, enloquece o tiene una especie de brote psicótico. La única manera que el esposo halla para tranquilizarla (después de una semana en que ella no podía parar de gritar) es conseguir (a mitad de febrero) todo para armar la noche de navidad (el árbol, los juguetes, los dulces, los villancicos, el ritual completo) de nuevo. No sin algunos problemas: “Todo el mundo vegetal está sometido a determinadas leyes biológicas y los abetos arrebatados a la madre tierra se sabe que
tienen una molesta tendencia a perder sus agujas, especialmente si están en sitios calientes; en la casa de mi tío hacía calor”. La farsa navideña termina en un zafarrancho de índole ético. Aun el tío que había sido el más bondadoso de los hombres, y que primero había demandado al párroco cuando éste se negó a seguir participando en el simulacro, harto ya de la fiesta eterna, enloquece. Contrata a un actor que se haga pasar por él. Y, en vista de los acontecimientos recientes (todos en la familia mostraron síntomas de locura, enfermedad o hartazgo) contrata a una planilla de actores. Entre todas las ironías posibles, el rebelde de la familia, el boxeador Franz, resulta otro tipo de víctima. La conducta de su padre, inmoral, lo hace regresar al catolicismo. Su primo se vuelve, por otro lado, comunista. Esta preocupación la retomará Böll en Opiniones de un payaso, donde discurre ampliamente sobre el tema. Como si ambos lados fueran uno solo. El protagonista es abandonado por su mujer quien huye con un católico. El personaje es —como varios de los personajes Böll— payasos que se ríen de sí mismos. El humor usado contra uno mismo. ¿No es acaso el autoescarnio motivo no sólo de disertación literaria sino de una diatriba vacía? ¿Puede uno ser su propio censor? El hombre no aprende sino en la caricatura que hace de sí, esa podría ser una lección. A Böll no le interesa aleccionar, no es fabulista francés. Es un escritor de los escombros de la guerra. Lo que hace es otra cosa: un retrato moral de unos personajes llevados al límite por una sociedad que ve en lo absurdo, en la explotación, en lo ruin, el único modo de subsistir, personajes que niegan los cambios pagando lo que se daba pagar para que todo sea como antes, un pasado fantasmal, un tiempo paradisiaco, un mundo extraviado, un honor perdido. La risa es, a todo esto, un reconocimiento de ese mundo anterior reconstruido para valer la diferencia de tonos, de clases, de discursos, de conductas, del mundo nuevo, limpio, levantado a partir de los restos de los anteriores.
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Caminando y andando al ritmo de la calle
Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
JesĂşs Vicente GarcĂa
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La sabiduría verdadera misma sigue caminando a gritos en la calle misma. En las plazas públicas siguen dando su voz. Clama en el extremo superior de las calles ruidosas. Proverbios 1:15
I Una armónica se expande en el viento, sonido ondulado que se abraza del ambiente y lo envuelve todo, desde los pies a la cabeza de Basilio, quien anda con el ritmo puesto en sus Converse verdes, sábado, medio día de esta primavera en que las flores de mayo serán para ti, diría Juan Gabriel, porque la primavera no llega sola, sino con su carga de deseos, de besar, conocer y reconocer, mientras pasa por la biblioteca que Vicente Fox inauguró (con esa estructura basada en Monster Inc., sabroso para leer alejados del bullicio y de la falsa sociedad), otrora Ferrocarriles Nacionales que, a su vez, vendió Ernesto Zedillo; dos huellas que siguen vivas en esa orilla de la colonia Guerrero (el mapa dice que es Buenavista): la Biblioteca Vasconcelos; y si uno camina un poco más adelante está la calle Aldama, entrada de concreto digna para la banda que en sábado se lanza hacia las bondades rockeras que oferta el Tianguis del Chopo, símbolo del rock, entronque entre varias culturas que la globalización se ha encargado de meter al mismo jarrito, por lo cual el lugar ya no es puro rock. Los tenis de lona con Basilio adentro dan vuelta en Aldama, lo recibe una armónica, John Mayall, altibajos, bajos altos, lo urbano y el sol se confunden en la mezclilla de la juventud que entra por la misma puerta ancha, con puestos de ropa, cual si fuera un tianguis cualquiera, playeras con motivos de conejo y caras con gafas oscuras, tenis que puedes encontrar en una calle de la Lagunilla o en Madero, pero así se las gasta el actual Tianguis del Chopo. Basilio se come dos quesadillas en un local de Aldama, atendido por dos féminas, con sus dos galanes y con algunos chamacos que gritan, lloran y moquean. Adentro sigue John Mayall; el vendedor de blues anda y desanda, luego se afirma en su lugar
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cerca de la calle de Sol. Una manta gigante lo recibe, es el tianguis en su máxima expresión visual que invita al personal a ingresar a sus dos pasillos, ida y vuelta, para mercar, ver, escuchar y oler todo lo que necesita el rockero, lo que da la identidad a la banda, al chavo que va de a solapa o las amigas con mezclilla apretadita que se dejan caer ante las miradas de los mancebos de playeras negras y pelos parados, y ya tiene Basilio en su haber como diez volantes para los próximos toquines a los cuales no irá, porque ni conoce los lugares y ni es tan rockero, pero como Pamelo le dijo: vete al tianguis y ahí encontrarás lo rockeramente interesante y deja tus rolitas de niño bien. Lo que a Basilio le pegó en su ánimo clasemediero que quiere conocer mundo, callejones, banda, lumpen, jóvenes femeninas, mujeres maduras de treinta. “¿Vas ir a ligar o a ver qué transa con el rock?”, preguntó un día antes Pamelo ante las superficiales declaraciones del licenciado Valdés Balderas. El blues sigue a Basilio. Da vuelta en Luna y regresa a Sol, puro cosmos, y ya ve más gente, muchas chavas que le jalan el ojo, pero la oreja se la jala John Mayall con su material en vivo, del 12 de julio de 1969, The turning point, para la inmortalidad del blues y para agrado de oídos exigentes que andan en el Chopo rockeando y, como dijera Alex Lora cuando no era fresa ni chaquetero, “cucharadas de bugui y jarabe de blues”. Vénganos tus chelas, hágase tu voluntad, en el Chopo como en el Metro; alabado sea el rock y sus rockeros. Larga vida al blues. II Acá, el sonido es el viento que anda entre las lonas de colores. Aquí van Basilio y Pamelo deambulando en la orilla de la colonia Roma, en la frontera con la Doctores, cuna de carteristas y robacoches, asaltantes a casas y oficinas, cuyos conocimientos los permitieron la calle dura, el ambiente hostil y el camino hacia el dinero mal habido. La vendimia es más artesanal, más pensada, productos que no se encuentran tan fácil en cualquier tianguis sabatino o dominguero, porque aquí Basilio ha visto unos aretes de plata y oro hechos por mujeres que se dedican a eso, no son producción en serie ni son parte de un sistema
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globalizado, simplemente hacen su artesanía y la venden en esa zona a la que acude gente con mejor poder adquisitivo y gustos más exigentes; la ropa es nice y bara, las bolsas con logo de gatos y pescados riéndose valen la pena mirar, “aunque no compre, pregunte y vea, agarre y sienta, no pasa nada”, y ya no le dicen a uno patrón ni jefe ni marchante, sólo le hablan de tú a Basilio; en cambio a Pamelo casi todos le hablan de usted, como si su madurez fuese tan acentuada, aunque está en la flor de la edad, pues como Don Quijote, anda frisando los cincuenta años. “Ya estás ruco, Flaco, casi arrugado y gacho”, echa guasa Basilio. “Pero a tu jefa le gusto, si no, pregúntale”, y se agarran a golpes en los brazos cual chamacos de prepa y lanzan aullidos y ayes y alguna palabra altisonante y altimamona. Frente a un puesto con motivos de terror, Pamelo ve a un perro que ha visto, ¿dónde, dónde? Ah, sí, claro, es como el monstruo que creó el doctor Víctor Frankestein, pero en perro, el famoso Frankenweenie, y ha visto la película como cinco veces. Ve el cadáver de la novia, a unos zombis que ríen, corbatas con dibujos de miedo, una mano huesuda que saluda, playeras de las familias Monster y Adams, series que vio de niño cuando ya incluso eran viejas, allá en los setenta, pero no le quita el ojo al can, Franky, como ya le dice de cariño, y negocia con la mujer güera, ojizarca, cual Atenea, una gabacha de más de cincuenta que anda con un galán mexicano, que siempre se está riendo, igual que ella, a quien Basilio le pide una playera de un esqueleto que fuma. Se lleva dos, una para Sharon, otra para él. A lo largo del tianguis suena una salsa de un puesto de música y que opaca al que vende películas que le sube el volumen como si estuviera afuera del metro Indios Verdes. Por fortuna, acá la cosa de ecualizar se les da más, y la rola de Sergio Esquivel, hecha salsa, suena mejor y dan ganas de bailar: “Sacando cuentas no me alcanza con la vida/ para pagar todo lo bueno que has traído, / ¿cómo es posible que tan linda como eres, / te hayas venido a enamorar de mí? / De un tipo como yo, de un loco enamorado,/ que con tenerte a ti tiene el mundo en sus manos, / que le pide a la vida nada más tu vida,/ que se juega la suerte y nada más por verte”. En ese tianguis de ambiente casi familiar, caminan todo Cuauhtémoc, a un lado del parque Estadio, o al menos así lo conocía Pamelo en
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su pubertad y juventud, al fondo estaban los multifamiliares Juárez, que en el terremoto de 1985 cayeron como si una mano gigante los hubiese girado y la parte delantera quedó en la trasera y viceversa, casi en contra esquina de lo que era el cine Estadio, luego teatro Silvia Pinal, y después lo usaron los de Pare de sufrir, y así las cosas, el parque ha quedado como testigo fiel de las catástrofes y los amoríos de las parejas que buscan lo oscuro, la soledad, los árboles frondosos como el amor, para que el hombre le cante a la mujer la estrofa de que “se juega la suerte y nada más por verte./ De un tipo como yo, amante improvisado, que no se sabe contar,/ que no tiene un centavo,/ que no puede ofrecerte más que su cariño,/ que no quiere perderte y siempre está contigo”. Y la letra se extiende en toda la avenida, o al menos eso cree Basilio, quien sonríe con unas jóvenes que venden bolsos y aretes, y les compra un par en forma de gato y un bolso de manta, mientras la salsa continúa su ritmo y hace mover los esqueletos para bien de los ojos de los hombres al ver las caderas de la joven que vende ropa interior, quien ya se está en el vaivén de la canción de marras, en el tianguis del nunca acabar.
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Artículo 123 Pamelo sabe que en la década de los setenta y ochenta, su generación que escuchaba la radio conocía muy bien la dirección de Radio Centro, Artículo 123 número noventa, “Música y diversión para todas las edades”, que de púber acudió con Ismael, amigo de secundaria que siempre ganaba algo en la camioneta que iba a las colonias y si respondías “Hola, ¿cómo estás?”, al conductor, te llevabas discos y vasos y no sé qué tantas cosas. La otra opción era llamar por teléfono a la cabina, respondías la pregunta en turno e ibas a la dirección mencionada por tu regalo, con sólo decir tu nombre, y Pamelo sí fue ahí con el buen Ismael, el cuaderno de la Obrera, del barrio, de secu y de chelas. En esa calle, que en su momento estaba más cuidada, si uno atraviesa Balderas rumbo a Bucareli, pues no hay grandes cosas dignas como para llevar al turismo a derrochar sus dólares. Hay indigentes por todos lados, porque estos gobiernos no han querido mejorar las calles, las dejan al garete, porque simplemente no hay programas sociales para ellos, pues no sirven ni para hacer barullo en una manifestación a favor de los pobres. El olor de la calle es digno de taponear la nariz. En esa esquina, el aseador de calzado (dice su manta), otrora bolero, deja los zapatos como nuevos, y escucha Radio Universal: la estación de los clásicos. Después, Iturbide (hacia la derecha, están las ruinas de lo que fue el Palacio Chino, inaugurado en 1940 —la entrada principal estaba en Bucareli 18—, cuando los cines se dividían en los de primera, de segunda y de “piojo”, tenía una sola sala en que cabían cuatro mil butacas, todos sentados y cómodos, alfombrado el piso y elegante el diseño, con motivos chinos y aroma a palomitas. Se estrenaban películas y los actores y directores iban a las premieres. Ya en los sesenta, se dice que era de segunda, había perdido lo sabroso y su lugar en la historia fue tomando rumbos mediocres. Pasó el tiempo y aguantó el terremoto de 1985. Pero ya era un cine de mala calidad, aunque estuviese estético. En 2016, la empresa Cinemex lo cerró. Todo fue por los revendedores que se la pasaban fumando mariguana afuera. Una vez cerrado, la entrada es refugio de indigentes y rateros; ahí defecan, orinan y duermen. Seguro
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desaparecerá). En esa calle hay un lugar hipster que luego pone música mega guarra en aras de querer ser original, y más adelante dos puestos de tacos riquísimos; una vez pasando Iturbide, se encuentra cerrada una cantina que fue emblemática, Las Américas, y ahora está al abandono de la soledad de la calle; pero si seguimos caminando en las tripas de ésta, una de las diez ciudades más violentas del mundo, encontramos un café, el 123, igual hipster, que un tiempo fue bueno, después cayó en calidad, pero que ahora va ganando clientela por el café y la comida gourmet, donde van Basilio y Pamelo cuando pueden, los atiende un joven tatuado y mujeres educadas. El café es la segunda casa del bohemio o de un par de locos que les encanta hablar y hablar y hablar de todo y de nada, de nada y de casi todo lo que sucede en el país, en su ciudad, que la están acabando los políticos y ciudadanos. Aquí, la música de fondo es de India, África o jazz, mientras que en la parte de arriba hay exposiciones de fotografía y de pintura, y ahí está Basilio regañando a Pamelo porque llegó tarde a la cita con él, con la historia y con esta crónica, pues esta narradora no sabía dónde encontrar juntos a los protagonistas de este andar en la calle y de este escuchar música, porque si algo hay en la ciudad, además de los olores a coladera, los ambulantes indiscretos y los indigentes que si te descuidan te andan picando y asaltando, hay sonidos agradables para los oídos y los corazones de quienes andan la ciudad y la sufren y la gozan, como este par de locos que ahora sólo gusta de tomar café a las horas en que la gente sale de sus trabajos dispuestos a irse a su casa para descansar y ver tele, pero aquí se está al ritmo de la noche y de unas calles que las caminan precisamente para que no mueran y sigan viviendo bajo el manto hermoso de esta luna llena de sorpresas y palabras hechas a imagen y semejanza del asfalto.
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intervenciones Mateo Pizarro
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¿Qué puede contarse sino la verdad?
Un vaquero cruza la frontera en silencio, de Diego Enrique Osorno, y Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor Nora de la Cruz
La discusión acerca de los aspectos que distinguen a la literatura del periodismo y a la ficción de la no-ficción, además de interesante y amplia, es relevante en nuestros días. Sobre todo porque los creadores se orientan cada vez más al uso de documentos y a la investigación en archivos para contar la historia de todos, o porque también es particularmente frecuente lo que se denomina “autoficción”, contar la verdad propia pero en clave literaria. Puede suceder también que un periodista acuda a las técnicas del periodismo para contar una historia familiar, o que una novelista, desde la literatura, haga una representación de los problemas de una región que conoce y ha investigado. Todas las fronteras se muestran cada vez más obsoletas. La que divide a la realidad de la ficción más que ninguna. Un vaquero cruza la frontera en silencio, de Diego Enrique Osorno: un lenguaje que sea también la libertad El libro opera desde un principio de organización muy claro. Comienza con una anécdota personal casi sin datos concretos; de ella, el autor pasa a la historia de su tío Gerónimo, sordomudo, y poco a poco incorpora datos y documentos, hasta que rumbo a la mitad del libro la historia se vuelve más amplia y abarca las carencias de la atención e inclusión a ciertas minorías en el país, la historia de los sordomudos como colectivo en los Estados Unidos, la frontera y sus cambios en el último medio siglo y la guerra que desde hace casi diez años azota a la región. La historia pare de lo individual y entrañable a los asuntos de interés público, con un estilo contenido que es uno de los grandes aciertos.No se abusa de las descripciones, se eligen bien los detalles. Las secciones son de dos o tres páginas.
Las oraciones son breves y no hay frases grandilocuentes ni afirmaciones llevadas al exceso por la emoción. Pero en las cosas que observa el autor hay compasión y cariño, admiración incluso, por el personaje central. La gran fortaleza del libro es tomar de la historia sólo lo nuclear, quitar el exceso, darnos la pulpa. El oficio periodístico aparece en el relato muy bien balanceado con la intuición literaria. A Diego Enrique Osorno le ha interesado hablarnos de Gerónimo, habitante del silencio y de la región fronteriza, para señalar que hay una zona del país que “carece de un lenguaje propio en estos tiempos de guerra”. Estableciendo una comparación entre los sordomudos y los habitantes del noreste de México, Osorno dice que “sin lenguaje la libertad queda mucho más lejos”. El libro, según su página legal, se registró en 2011, cuando la guerra contra el narco estaba en sus momentos más críticos, pero se publicó en 2017. Es curioso que el autor no haya corregido su afirmación sobre la —en apariencia— inexistente literatura del noreste para mencionar, aunque fuera como caso excepcional o precisamente por serlo, a Antígona González, la obra de Sara Uribe compuesta precisamente por las voces de quienes en la región buscan a sus desaparecidos, es decir, quienes padecen la guerra. Esta omisión, aunque importante, no derriba el argumento que Osorno presenta; su libro es de todas formas equilibrado, hondo, justo, emotivo y elocuente. Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor: una oscuridad que destruya más que el fuego Fernanda Melchor ya no suena a narradora joven. De hecho, si se piensa que Temporada de huracanes es su segunda
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novela, es sorprendente su maduración narrativa. El ambiente que representa es el mismo, o muy semejante en todo caso, y sigue interesada en contar sus historias sin concesiones —con crudeza, dirían algunos—, pero en su dicción ya no hay inocencia alguna, ni rastro de los descuidos que había que disculpar en Falsa liebre. Melchor supo reconocer muy bien sus puntos fuertes (la creación de atmósferas y personajes, la visión inteligente de una región en particular, la representación vívida de las interacciones entre individuos, con todos sus matices y subtextos, la estilización de la oralidad) y potenciarlos. Así, entrega una novela que se muestra ambiciosa desde el principio: el estilo, marcado por el uso de extensas y abigarradas oraciones, muy semejantes a las empleadas por García Márquez en El Otoño del patriarca, está además teñido de oralidad, lo cual resulta un recurso efectivo pues nunca se percibe recargado. Esto no es sencillo de lograr, ni siquiera para un escritor experimentado; Melchor, en su segunda novela, lo consigue. A diferencia de su primer libro de ficción, que mostraba un universo predominantemente masculino, Temporada de huracanes incorpora un poco más a las mujeres, las pone un poco más al centro. Esto implica, en el contexto en el que se desarrolla la historia, traer a cuento sistemas complejos de relaciones, tanto las rivalidades como las alianzas, así como diversas formas de violencia física sexual y económica. Melchor propone una especie de novela negra que gira en torno al asesinato de la Bruja, un misterioso personaje cuya identidad escurridiza se va dilucidando a lo largo de la historia.
Todos los participantes de la ficción tienen una visión tan fragmentaria como nosotros tanto de la víctima como del crimen, pero en torno al esclarecimiento del asesinato la autora observa a una pequeña comunidad. En más de un sitio web encontré un denominador común en las opiniones de quienes han leído la novela: mencionan que el libro, por su crudeza, obliga a gesticular con aversión, a retirar la vista de la página. Hay escenas de violencia, sin duda, pero me atrevo a afirmar que lo que aterroriza de la narrativa de Melchor es su aguda representación de la pobreza, que había conseguido ya en su trabajo anterior. Aunque algunos críticos desconfíen de este tipo de relatos, por cuanto se alejan de lo que entenderíamos como “lo sublime”, la observación de la violencia y la pobreza adquiere poco a poco nuevos matices, con lo cual la representación que los autores mexicanos contemporáneos hacen de la realidad se vuelve más compleja y elocuente. Sin embargo, Melchor se arriesga a repetirse demasiado si en sus siguientes trabajos esta visión no explora otras visiones o posibilidades formales. Finalmente, si quisiéramos integrar esta novela en la tradición de la narrativa sobre el crimen que se ha producido en nuestro país, existe una ironía particular en el hecho de que una novela de este tipo ya no presente a la policía o la autoridad como poco fiables o corruptas, sino completamente ausentes. Es en este punto donde ficción y realidad se superponen y la Literatura vuelve a dar cuenta de su estrecho parentesco con la Historia.
Un vaquero cruza la frontera en silencio Diego Enrique Osorno México, Literatura Random House, 2017, 120 pp.
Temporada de huracanes Fernanda Melchor México, Literatura Random House, 2017, 224 pp.
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Elizondo,
el montaje y el misterio Adán Medellín
Torero infantil, pintor, políglota, cinéfilo, guionista, lector y escritor sobre todo, Salvador Elizondo fue un hombre de diversas vocaciones que se nutrieron de una niñez viajera y de un contacto directo con el séptimo arte de la mano de su padre, Salvador Elizondo Pani, quien fue fundador de los Estudios clasa en la Ciudad de México, que aglutinaron parte importante de la producción de la “Época de oro” del cine mexicano. Ya en sus búsquedas juveniles, Elizondo se interesó vivamente por el cine de autor europeo que partió de su fascinación por la teoría sobre el montaje cinematográfico de Sergei Eisenstein y lo llevó a participar en un círculo de cine-debate, además de fundar una revista cinematográfica, El nuevo cine, donde plasmó sus artículos en torno a la gran pantalla entre 1961 y 1962. Tras cancelar la filmación de El método Czerny, que había escrito y pensaba codirigir con José Luis González de León, el escritor incluso realizó un mediometraje casero narrado en francés con grabados en blanco y negro de la revista La Nature, al que tituló Apocalypse 1900. De aquella época data también su obsesión por el realizador italiano Luchino Visconti, que cristalizaría en un pequeño libro publicado en 1963, el cual la editorial Ai Trani reedita como punto de partida para reunir sus otros escritos cinematográficos. Luchino Visconti y otros textos sobre cine rescata el ensayo de Elizondo sobre una de las figuras centrales del neorrealismo italiano, además de sus valoraciones sobre cineastas como Sergei Eisenstein, Fernando de Fuentes, Luis Buñuel y Alain Resnais; acompañados de sus ideas sobre el cine mexicano que se prolongan desde los años sesenta hasta inicios de los noventa con creadores como Julio Bracho y películas como Rojo amanecer o Sólo con tu pareja; así como temas varios (la moda, los personajes femeninos) y algunos retratos del autor. Elizondo pondera las características del estilo neorrealista de Visconti, donde la personalidad humana se sujeta inexorablemente al carácter del paisaje bajo la influencia literaria de Giovanni Verga, “esa tradición narrativa en que el amor y la sensualidad, por el deseo insatisfecho o por los celos, siempre se resuelven en un acto de vendetta o en un orgasmo sangriento”.
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Luchino Visconti y otros textos sobre cine Salvador Elizondo Ai Trani - Secretaría de Cultura 2017, 241 pp.
Además de la admiración estética por Visconti, a quien el mexicano define como un artista engagé (comprometido), el volumen compila los puntos de vista sobre la estética y la experiencia del cineasta ruso Sergei Eisenstein, que se convirtieron en parte medular de la concepción de la obra del propio Elizondo a partir de la noción de montaje, “la concreción formal de la dialéctica en el Arte” que permitía “corporeizar” el conflicto entre las partes contradictorias de la realidad. Hablar de montaje desde la percepción de Elizondo en su análisis de Visconti o Eisenstein es recordar el lirismo de ciertas imágenes animadas o potenciadas por un contenido poético. Imágenes que se oponen a una disciplina metódica de composición cinematográfica para generar no una “imagen documental”, sino un “documento expresivo” donde las situaciones se desarrollan con su propio ritmo: Este ritmo, traspuesto a la pantalla en función de determinados emplazamientos de cámara y determinadas profundidades de foco, de intensidades de luz, de combinaciones de elementos visuales, crea un pathos que lejos de ser chocantemente evidente, conduce y encauza la emotividad por una senda que no por ser menos transitada es menos dramática.
Síntesis de transiciones atmosféricas con sentido escénico y según los efectos dramáticos de lo contado: la obtención de un tono es el mayor mérito de Visconti para Elizondo. Es la composición estética que, aliada a los recursos técnicos, permite esa fascinación, esa suspensión temporal, ese rapto en la contemplación de lo narrado, para trascender la mera experiencia “visual”: “Las imágenes… son como la figuración de premoniciones, como las visiones que se suscitan fuera del ámbito del tiempo propio, como vistas a través de un vidrio
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empañado, no por la humedad de una lluvia momentánea, sino por la difusión del recuerdo a punto de convertirse en olvido para siempre”. Y es que todo acto narrativo, para el joven Elizondo entusiasmado por el cine, era siempre reflejo, amplia reflexión sobre las posibilidades del narrar desde la palabra, la cinematografía o hasta las cuevas con pinturas rupestres. El arte se convertía en montaje, “una forma de escritura mediante la cual se concretaba visualmente lo abstracto”, “una combinación de tomas representables, de contenido neutro y significado específico, para lograr… una serie intelectual”, “transposición sublime”, sitio teatral de encuentro de personajes, actitudes, atmósferas, colores y objetos que, apelando a la referencia de Baudelaire que retoma el escritor mexicano, hacían que sólo en la contigüidad de la muerte y el erotismo se pudiera producir el drama amoroso. Los ejercicios de análisis sobre Visconti o Eisenstein son, en realidad, la reflexión y el descubrimiento sobre el arte y los modos de narrar del buscador que fue Elizondo. (Recordemos que además de los distintos guiones jamás filmados que se hallaron en sus papeles personales, existe una versión cinematográfica dedicado a Farabeuf, que antecedió la escritura de la novela, como relata el prólogo de Paulina Lavista a la presente edición.) Como un juego de espejos empañados, secuencias de cuadros atmosféricos, yuxtaposiciones críticas y poéticas, la escritura en Luchino Visconti y otros textos sobre cine remite al universo estético de aquella crónica de un instante que es Farabeuf y sus otros trabajos narrativos en busca de “lo real indemostrable”, eso que, en palabras de Elizondo, nutría las obras maestras del arte para revelar su verdad esencial con el tiempo.
El laboratorio de literatura potencial de Ricardo Piglia Alfonso Macedo
¿Podré hacer alguna vez, de estos cuadernos “negros”, un laboratorio de mi propia vida? Rastros, citas, experiencias, ficciones breves. Ricardo Piglia
El tercer y último volumen de los diarios de Piglia atribuidos a Emilio Renzi confirma lo que Alan Pauls llama “el triunfo de la ficción”. Los cruces entre lo real y lo imaginario, una de las bases de la narrativa que Piglia recuperó y actualizó de Arlt, Borges y Onetti, vuelven a tomar las formas de lo ambiguo y la pregunta de los lectores tradicionales (“¿sucedió así realmente?”) queda, otra vez, anulada. Desde el primer volumen, publicado a finales de 2015, y que contiene entradas de 1957 a 1967, Piglia había dado el paso inicial de su última obra maestra. Más allá de la selección y transcripción de las notas de diario propias del género, la intercalación de otros textos, escritos o dictados, le dieron una gran profundidad y contribuyeron a repensar las relaciones entre lo autobiográfico y la ficción. De aquel volumen, “Canto rodado” destaca por sus cruces paradójicos: Renzi camina por las calles de Buenos Aires con Piglia, quien registra sus comentarios. El segundo volumen, que revela la etapa en que el escritor se confirma como una joven promesa de las letras argentinas (1968-1975), no contiene otros textos intercalados con las notas de diario —a excepción de “En el bar”, la introducción en la que Renzi le cuenta sus aventuras juveniles al barman—, pero presenta otra estrategia de relectura y escritura, se trata de la clasificación de una gran cantidad de las entradas de su diario: la serie A está dedicada a los acontecimientos políticos, cuyos signos anuncian el horror de la violencia futura; la serie B, a los amigos; la serie C registra sus relaciones amorosas; en la Serie X, de gran carga política, se narran las conversaciones con los amigos fuera de la ley (marcial) y se anuncia la ficción paranoica que vendrá, en el contexto de la vigilancia y la represión
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gubernamentales. Así, la nueva disposición textual y la relectura de los fragmentos de diario rompen el orden cronológico y se apartan de las formas convencionales del género. Para el tercer volumen, Piglia dispuso una estructura de tres partes. La primera continúa el orden cronológico de 1976 a 1982; se trata de “Los años de la peste”, cuyo contexto de violencia extrema se inscribe en la época de la dictadura militar y coincide con la recepción de Nombre falso (1975) y el proceso de escritura de Respiración artificial (1980). Las notas de esos años hacen énfasis en la desaparición de sus amigos activistas Elías y Rubén —a quienes dedica la novela—, las reuniones de la revista Punto de vista con Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano y la reflexión sobre la frase “zona de detención”, que Piglia había visto en las paradas de autobús a su regreso de una estancia académica de seis meses en los Estados Unidos y que ponía en relieve el alcance del peligro cotidiano. La incertidumbre y la paranoia de aquellos años se filtran a la novela, que se remite al siglo xix argentino y sugiere el horror de los años setenta del xx. Sin duda, se trata de las formas en las que la realidad altera lo imaginario y obliga a buscar procedimientos ingeniosos y sutiles para evadir la censura. Estos años de la peste, del salto de mata permanente, en los que a veces Piglia debía cambiar de domicilio ante el temor de ser delatado —junto al resto de los miembros de Punto de vista—, son también los años de su madurez literaria y del inicio del reconocimiento que poco a poco iría adquiriendo. La segunda parte del volumen, “Un día en la vida”, rompe con el orden y la forma habituales del diario porque evade la escritura convencional del género para establecer relaciones novedosas entre ficción y memoria. Para Piglia, el registro de un día consiste en levantarse temprano, tomar café, salir al estudio, leer los encabezados de los periódicos, escribir de nueve a una, hacer la siesta, comer, seguir escribiendo hasta las seis de la tarde y regresar caminando a casa. También es un día de la vejez y la enfermedad en que recuerda algunos momentos felices. Lo que pareciera el fluir de la vida y los recuerdos es organizado y dictado por Renzi/Piglia en los últimos meses de su vida y en torno a ciertos acontecimientos e instantes de los ochenta y noventa, cuando se encontraba en la madurez de su existencia y con el reconocimiento que su obra había ganado. La inmovilidad no le impide pensar —al
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Los diarios de Emilio Renzi (III). Un día en la vida Ricardo Piglia Barcelona, Anagrama (Narrativas hispánicas, 592) 2017, 294 pp.
contrario, es una de sus condiciones, tal como le ocurre al viejo senador Luciano Ossorio en Respiración artificial— ni capturar algunas escenas inolvidables, descritas con la intensidad de quien sabe que está asistiendo a sus últimos días. Pero lo más importante es la construcción, la forma en que se rompe la estructura tradicional para avanzar en el recuerdo y su transformación en relato; así, siguiendo el encadenamiento de diversos textos bajo distintas formas breves, van pasando los años sin fechas precisas: el germen de La ciudad ausente en los cafés y bares de Buenos Aires, el borrador de la ópera en colaboración con el músico Gerardo Gandini sobre aquella novela, la narración del barman que todas las mañanas ve llegar a Renzi a leer y escribir, la reflexión sobre Pulp Fiction de Tarantino, las cartas a Gandini a través del fax, la confesión por la culpa ante el suicidio de su primo, la conversación sobre la migración de la máquina de escribir al formato Word —ok Computer—, la transcripción de una clase sobre la novela argentina, el after de esa clase, con los colegas y estudiantes en un bar, la cena con los amigos para festejar el primer aniversario con Carola (Beba Eguía)… Así, la narración va sucediéndose en minificciones, borradores, relatos oníricos –—como la visita a una exposición de León Ferrari en la que se encuentra, juntas, a tres de sus parejas anteriores (“las erinias amadas”)— y anécdotas significativas que llegan hasta la primera década del siglo xxi. Finalmente, la sección “Días sin fecha” recupera las “Notas en un diario” que Piglia publicó en Clarín y El País entre 2011 y 2012. En esos medios intervino de una manera poco convencional. Esas notas son registros de distintos tipos de discurso que combinan el ensayo, el hallazgo filológico —para Piglia, la crítica literaria es una forma policial—, la ficción, los recuerdos y los hechos cotidianos. Destaca, ante todo, el experimento de incorporar algunas notas de preparación de El camino de Ida (2013) y la forma inicial de algunos de sus personajes. De este modo, Piglia rompe una vez más con las formas convencionales del diario y ensaya sus procedimientos ficcionales. Sin duda, el diario es su gran laboratorio narrativo. “La caída”, breve texto final, es uno de los últimos registros de nuestro escritor en medio de la parálisis. Coincide con la grabación del documental 327 cuadernos de Andrés Di Tella. La frase “No puedo escribir”, recuperada en el filme y tomada directamente de una página del diario, tiene variantes en las últimas páginas de éste: “La enfermedad como garantía de lucidez extrema”, “La silla de ruedas, el andar mecánico, el cuerpo metálico”. Por otro lado, la inmovilidad no le impide crear y fugarse del cuerpo a la mente y lo imaginario. Así escribió las narraciones que abren, intercalan y cierran los tres volúmenes que documentan sus encuentros con Emilio Renzi en las calles de Buenos Aires, aleph de su tiempo, su literatura, sus lecturas y su vida misma (en ese orden).
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De la vasta piel:
escenas de la vida privada Mauricio Carrera
De la vasta piel, la antología personal de Carlos Martín Briceño, me hace pensar en Balzac. Balzac y su desmesura, Balzac y su ambición literaria. A fuerza de mucha cafeína y de tener que pagar las deudas cotidianas, Balzac plasmó en una monumental y numerosa obra lo que él denominó, en contraposición a Dante, no la Divina Comedia sino la Comedia Humana, novelas y cuentos donde las miserias y grandezas de lo que somos o no somos pudieran ser traducidas a palabras, a historias que motivaran nuestro interés, nuestra compasión, nuestras ganas de seguir leyendo los avatares e infortunios de personajes como Eugenia Grandet, Lucién de Rubempré o Papá Goriot. Rodin, quien fue su mejor biógrafo, esculpió a Balzac casi como un monstruo, un fiel retrato de este portento de escritor, ocupado sólo en cumplir con no otra cosa que su voluntad literaria. Noventa y cuatro obras constituyen la Comedia Humana, entre una mayoría de novelas y algunos libros de cuentos y ensayos. A las novelas y cuentos los dividió en una categoría a la que denominó “Estudio de las costumbres”, y ésta a su vez en varias partes, entre las que destacan sus “Escenas de la vida privada”. En De la vasta piel, Carlos Martín Briceño nos ofrece su propia comedia humana, conformada por veintinueve cuentos que son eso, precisamente, escenas de la vida privada. “En su escritura, Carlos Martín Briceño”, como bien lo ha hecho notar Mónica Lavín, “atiende lo menudo, desempapela la fragilidad humana, subraya el hilo fino que sostiene las relaciones de pareja, hurga en las zonas oscuras del comportamiento”. En estos veintinueve cuentos persiste un afán balzaciano por recorrer la condición humana y contarla, narrarla. Sus relatos son distintos modos en que de manera patética, jocosa o terrible deambulamos por el mundo y sus vilezas o superiores asombros. Son atisbos a la intimidad de los demás, que es acaso nuestra propia intimidad. La inocencia y la perversión conviven en este libro. Un día de feria que anuncia el acoso sexual a un adolescente casi niño; las noches provincianas que prefieren al clásico Brahms antes que al moderno Satie y su Gymnopedia y el qué dirán a la libertad de ser quien uno es en verdad; la quedada propietaria de una tienda que ante la vacuidad de la vida se masturba; la fiel esposa a quien el marido por infiel le ha pegado una enfermedad venérea; el niño huérfano cuyo padre adoptivo lo abomina en una Nochebuena; el buen turista que quiere aprovecharse del vendedor de una foto del Che hecha por Korda.
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La presencia de lo sexual es notoria. Ahí está, en una narración, la Julia del cuento “Abismos”, dispuesta por un poco de amor a regalarle a un hombre que la quisiera “el monte de Venus, la túnica de la matriz, el glande clitorial, las glándulas de Bartolino y todos los engranes que, según la enciclopedia, conformaban eso que ella guardaba con tanto recelo entre las piernas”. O en “Quizás, quizás”, el burócrata empecinado en amores con la amante de un líder priista, a quien finalmente consigue llevar a un hotel. Ella no es novata en lides eróticas y él, inexperto, termina por aprender que “a ninguna mujer se le debe juzgar por la forma que administre los favores de su cuerpo”. Carlos Martín Briceño no teme ni duda en la descripción de muchos encuentros sexuales que pueblan estas páginas tanto de manera gráfica como delicada. “Le abrió la bragueta para regalarle el paraíso”, como se lee en “Caída libre”. La actividad sexual como placer, pero también como peligro. Erotismo y violencia, deseo y catástrofe. Pienso en lo que le pasa al hombre que recoge a una prostituta en el camino en el cuento “Zona libre”, o al hombre seguro de sí mismo a quien la mujer lo deja por otro. No hay moralismos, pero en estas narraciones hay siempre una sombra de castigo ante la transgresión erótica. Por andar de caliente puede uno perder el trabajo, cometer asesinatos, contagiarse de alguna enfermedad, ser asfixiado entre las piernas apretadas de una mujer, correr el riesgo de que le pongan a uno el cuerno, o el mayor de los peligros (esto lo digo yo), el de casarse. Dice Carlos Martín Briceño en boca de una de sus protagonistas: “El matrimonio es un organismo criminal: despierta las ganas de matar a los cónyuges”. En De la vasta piel la vida conyugal o de pareja con sus trampas, celos, reclamos y traiciones, se manifiesta en muchos cuentos. De hecho, hay uno de evidente título: “Matrimonio y mortaja” (ya saben que “Matrimonio y mortaja del cielo bajan”. Así que si alguno de ustedes está pensando en casarse, mejor lean antes estos cuentos y luego decidan). Volviendo a Balzac, él decía que no hay fortuna sin crimen. En De la vasta piel, no hay cuento sin transgresión. Tomemos como ejemplo el relato “Entre chien et loup”, sí, así, en francés, donde hay una gran diferencia de edad entre dos amantes. O en “Autoservicio”, donde un hombre casado requiere de los servicios de un sexoservidor homosexual, con un final inesperado. Estos cuentos giran en su mayoría alrededor de esas transgresiones, casi como si autor se empeñara en una descripción literaria de ciertos pecados. No me refiero al pecado estrictamente en términos religiosos sino a la
dura realidad, la cotidiana realidad, la que duele, la que hiere, y en donde uno necesita un escape, un trago, un acostón, un viaje, para sentir algo de alivio. “Recobraba la gallardía perdida ante capas de maltrato”, como reconoce uno de sus protagonistas. Es la vida de a deveras, la que nos ofrece dos alternativas: la aburrida castidad o caer en la tentación. La protagonista inglesa de “Montezumas Revenge” posee una fobia a la cotidianidad. “No soportaba mucho tiempo la rutina”, como afirma el narrador, cosa que entiendo y comparto, pues no hay nada peor que el aburrimiento o ese rey pálido que es el hastío, como la llamaba David Foster Wallace. Los personajes de Carlos Martín Briceño luchan contra esa ennui, contra ese hastío. Buscan recobrar, aunque sea brevemente, una existencia robada o asesinada, como le sucede al ebanista de “El instrumento de Dios”, quien bebe una cerveza de golpe, “como si el acto le infundiera vida”. O “Suelo dejarme llevar por lo imprevisto”, como dice el protagonista de “Cabeza de tortuga”, un cuento que, dicho sea de paso, comparte con otro cuento, misterioso, fantasmal, de título “Casi lo que ella buscaba”, un elemento de índole fantástica que contrasta con las narraciones más realistas que en su gran mayoría habitan este libro. Es de notar, además, un interesante equilibrio entre provincialismo y cosmopolitismo. Un acierto. Lo es porque, aunque creo a Carlos Martín Briceño un yucateco de cepa, un orgulloso ciudadano de la hermana República de Yucatán, y un amante celoso de su natal Mérida, en sus narraciones la geografía, el clima y la arquitectura que lo habitan desde la cuna, apenas y se insinúan. Por ahí, una breve mención a Mérida y es todo. Decía Jorge Luis Borges que se sabe que el Corán es un libro árabe porque jamás se menciona la palabra camello, y en De la vasta piel se sabe que es un libro de un escritor yucateco porque no se engolosina con nombrar las calles de la ciudad blanca, ni menciona la cochinita pibil o la cerveza Montejo, y porque no hay una sola referencia al sol que cae a plomo ni al infernal calor que es costumbre en esa Emérita Augusta urbe. De la vasta piel crece en profundidad y maestría conforme transcurren sus páginas, lo que sin duda muestra la madurez de su autor, cada vez más dueño de su material narrativo. Me quedo sobre todo con algunos cuentos. Me gusta “Round de sombra”, por burlarse de nuestros inflados egos de escritores, y por mostrar con humor y ardor la envidia y
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De la vasta piel. Antología personal Carlos Martín Briceño México, Ficticia, 2017, 240 pp.
crueldad intelectual tan presente en nuestro medio. Me encanta “Dios los cría”, de nuevo la vida conyugal que no se halla y que se encuentra a las puertas de una enorme y ominosa tragedia. “Montezumas revenge”, un cuento premiado en España, del que se me ha quedado grabada la frase: “Estoy convencido de que toda felicidad nos cuesta muertos”. “Matrimonio y mortaja”, donde se nota la influencia de Chéjov, incluso en esta hermosa cita proveniente de Tío Vania: “¿Qué podemos hacer? Hay que vivir. Nosotros, (…) viviremos. Viviremos una larga hilera de días y tediosas noches. Soportaremos pacientemente las pruebas que nos depare el destino…”. Cámbiese el verbo vivir por escribir, y tendremos un bonito credo de lo que es nuestra labor de escritores. Escribir pese a todo, para contar la propia vida que nos rodea y que vivimos, también pese a todo. Y me gusta mucho también uno de sus cuentos cosmopolitas, con título en francés, “Entre chien et loup”, que hace referencia a ese momento que divide al día de la noche, cuando del atardecer se pasa al anochecer, las wee hours, como dicen en inglés, o, como se lee en una de sus páginas, “la hora en que los miopes vemos con mayor dificultad”. En este cuento está una de las claves para entender este libro y en general la narrativa de Carlos Martín Briceño. La traducción de “entre chien et loup” es “entre perro y lobo”. Es decir, el momento de la transformación. La hora en que abandonamos la mansedumbre y domesticación para descubrir nuestro lado siniestro, primitivo, salvaje. En la tensión que se ejerce entre uno y otro extremo está la dinámica de estos
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cuentos. A la “felicidad auténtica que sólo es posible en la infancia”, como se lee en “Deleites”, que es el perro, se le opone nuestra adolescencia o adultez tan llena de infelicidad, tristeza, desasosiego, insatisfacción, traiciones, aburrimiento, que es el lobo que nos habita con todos sus aullidos de violencia, insomnios, abismos y crímenes. Para utilizar dos títulos presentes en este libro, se pasa de “una larga estación de felicidades” a las “utopías extraviadas”. Hay, en efecto, una dosis de desesperanza. “El futuro es siempre una mierda”, como dice el narrador de uno de estos relatos. Pero, más que destilar una visión apocalíptica, en De la vasta piel hay una realidad social y una realidad literaria: aquella que nos permite, desde el ojo de la cerradura de la ficción, acceder a la intimidad humana, eso que la sociedad calla y la literatura descubre y describe. En estos cuentos donde la pulsión del deseo se manifiesta entre violencia y redención, donde la transgresión es el único asidero contra la abulia existencial, donde el amor apenas y se insinúa, la comedia humana se asoma y manifiesta. Me gustan estas escenas de la vida privada y la ambición balzaciana de su autor, quien sabe que nada de lo humano debe serle ajeno a su pluma. Carlos Martín Briceño asume con solvencia el destino del verdadero escritor: la de contar desde el abismo, para así iluminar con palabras las sombras de nuestro malogrado destino, y desde las alturas, para recordarnos con sus relatos la maravilla y asombro de estar vivos entre tantos desasosiegos, dramas y misterios.
Sandro Cohen
y el desastre bueno de la poesía Guillermo Vega Zaragoza
Charles Simic dice que hay tres tipos de poetas: los que escriben sin pensar, los que piensan mientras escriben y los que piensan antes de escribir. Pero al parecer Simic olvida o da por sentado que el primer requisito para ser poeta es sentir. Por eso yo digo que Sandro Cohen es un poeta que siente, piensa y escribe. Lo hace desde su primer libro, De noble origen desdichado, aparecido hace ya casi cuarenta años, en cuyo prólogo Luis Mario Schneider señala que en la poesía de Sandro Cohen comulga el legado y destino del mito, que en ella acepta inmolarse y toma la expresión unívoca de un dolor, de un amor, de una alegría unánime y perennemente padecidos. La suya es, ya desde entonces, “una voz tan sólo idéntica a sí misma, ajena y propia, caduca siempre y siempre renovada…”. Esa voz única ha crecido y se ha desarrollado a lo largo de siete libros en casi cuarenta años, siendo el más reciente Flor de piel, colección de poemas donde Sandro Cohen se da el gusto de echar mano de los recursos que ha ido adquiriendo, puliendo y ejerciendo para abordar con total libertad y dominio de las formas poéticas los mundos que habita: el mundo externo, la realidad cotidiana, lo que vive, observa, ama y padece, y su mundo interno, sensaciones, pensamientos y emociones del hombre sabio y maduro en que se ha convertido. En esto habría que darle la razón a Hegel, quien consideraba que la edad más apta para la producción poética no es la juventud, sino la vejez, a condición de que se conserve la energía de pensamiento y de sentimiento, aunque bien es cierto que las obras iniciales de Sandro Cohen, sobre todo las que aparecieron en la década de los ochenta del siglo pasado (A pesar del Imperio, Los cuerpos de la Furia y Línea de fuego) revelan un ímpetu poético singular.
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Para Sandro Cohen, “todo lo que uno lee lo influye, se vuelve parte de uno; decir que fulano me influyó es un fragmento muy pequeño de lo que realmente sucede cuando uno lee. Son muchísimas experiencias que uno acomoda y hace propias”. Como es de suponerse, los poetas de habla inglesa (como e e cummings, Walt Whitman y William Carlos Williams) fueron muy importantes en sus años formativos, pero muy pronto se enamoró de la poesía en español, entrando por la puerta de Federico García Lorca y César Vallejo, para llegar hasta Jaime Sabines, Octavio Paz y, sobre todo, Rubén Bonifaz Nuño. Como bien asentó el poeta y ensayista Armando González Torres en el prólogo de Desde el principio, la poesía reunida de Sandro Cohen, esos libros “enarbolan un conjunto similar de intenciones poéticas que van a contrapelo de muchas de las tendencias llamadas posmodernas, y que buscan expresar, significar y emocionar. En este sentido, el diálogo de Sandro Cohen con la tradición es, más que vindicativo, afirmativo: no se trata de transgredir por sistema sino de volcar, en moldes reavivados, la propia experiencia”. Estas agudas observaciones se pueden reiterar con Flor de piel. Cada una de sus nueve partes está conformada a partir de la unidad temática y formal. La sección que abre el volumen, titulada “Esto, en esencia, se acabó” nos muestra a un poeta en plenitud de facultades creativas, pero también con una perspicaz mirada sobre el dolor, el inevitable paso del tiempo y la finitud de la vida. Estas palabras, que se escriben solas, serán mi testimonio, darán fe de que por fin lo he comprendido: solo un poco estaremos en la tierra, pero es de todos, como he sido todos, y entre todos escribiremos las palabras que urgen, aquellas que se escapan y que hemos dicho desde siempre.
En la segunda, “Por si lo que quieres”, Sandro Cohen acomete una vez más la poesía de talante erótico como la que domina en Los cuerpos de la Furia, su libro de 1983. Su erotismo, de la más fina estirpe, herencia de su maestro y amigo Rubén Bonifaz Nuño, nos lleva por los vericuetos del amor, el cuerpo, la pasión y la ternura:
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Si me vas a esperar, abre tus piernas un poquito, lo suficiente apenas para olvidar que sigo aquí.
Extravía tus manos, no las busques: solas recordarán el sitio donde las he dejado la última vez. Aparta, pues, tus labios con la lengua y piensa en todo aquello que no hicimos.
Los mundos de Sandro Cohen son amplios y ricos en experiencias. Están llenos de deseos y placeres sensuales, de música, bebida y comida, de calles, ciudades y cuerpos, de dolores y nostalgias, de preocupaciones y alegrías. Las secciones iii y iv ponen énfasis en dos de los mundos predilectos de nuestro autor: la música y el ciclismo. No sé si exista una antología de poesía dedicada a la bicicleta, pero de haberla, en ella se deberían incluir varios poemas de Sandro Cohen. Como dice la colombiana Andrea María Navarrete en la introducción de su pequeña colección de poemas sobre ruedas: “La bicicleta es un tablero, una esfera, un mandala, un sistema de correspondencias, dos ruedas vivas. El pensar de un ciclista es pedalear y su pasar es pedale-arte”. Para Sandro Cohen, las ruedas de la bicicleta son representaciones de su propio universo interno que se comunica con el mundo externo, es decir, el alma y la experiencia: Cada kilómetro será hacia dentro y los caminos servirán para llegar al fondo. El mapa único serán mis ojos y con el cuerpo llegaré a tu alma si tú me dejas.
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Las siguientes secciones —“Uno quisiera” y “Soy este nombre sobre papel estampado”— están integradas por apenas dos puñados de poemas, en los que reflexiona sobre el quehacer poético y la razón de ser del hombre. Soy este cansancio, esta maldición, estas hojas donde estamos vivos, estas palabras que son eternidad, estos seres que son humanos, estas estrellas contra la noche, estos trazos a nuestra imagen, estas ganas de vivir contra toda la muerte, este grito de ser” Yo soy, yo soy, yo soYos oy, yos oy, yos oY
“Soy este nombre sobre papel estampado”, del que forman parte estos versos, es uno de los poemas más bellos y descarnados que he leído recientemente sobre la condición humana, en estos tiempos de confusión y de zozobra, de fake news e individualismo exacerbado. En las dos secciones finales, Sandro Cohen refrenda su condición de poeta pulido en el dominio de las formas clásicas. Sin embargo, aquí hay que hacer una aclaración. Precisamente al leer los sonetos que conforman “Agua sobre sales” y los haikus de “Dieciocho vistas desde Monte Albán”, recordé un ensayo que publicó
Flor de piel Sandro Cohen México, El Errante Editor, 2017, 120 pp.
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Sandro en 2011, titulado “El verso libre no tiene la culpa” donde deja claro de una vez por todas el falso debate entre “formalismo” y “versolibrismo”. Escribir en el llamado verso libre puede llegar a ser hasta más arduo que la poesía “medida”, por llamarla de alguna manera, porque la poesía no puede ser totalmente libre, debe atenerse a ciertas reglas propias de la poesía. Si la poesía se libera totalmente de sus formas rítmicas, deja de ser poesía y se vuelve simplemente prosa. Y acometió entonces Sandro Cohen: Estamos hablando de arte, no de enchilameotra: quien piense que la espontaneidad lo es todo se equivoca. La poesía debe amanecer fresca en cada lectura, y para lograr ese fin el poeta requiere de mucho colmillo, necesita echar mano de cuanto truco conoce y pueda aprender. La sinceridad del poeta tiene que trasmitirse a un público que él no conoce; debe universalizar su expresión y no perderse en el cuento superficial. Las formas —las que sean— se comportan —ya lo hemos visto— como vehículos expresivos, y esto incluye a la versificación irregular, libre o llámese como se quiera. La poesía es un arte, y ningún arte se domina por equivocación o azar; tampoco en tres días. El poeta que no tiene oficio es un dilettante, y tener oficio implica versatilidad, un amplio manejo de recursos artísticos y la dedicación que conlleva un gran respeto. Este respeto entraña —a su vez— la obligación de asimilar sus lecciones; si no, estaremos condenados al descubrimiento del eterno hilo negro.
Flor de piel es un libro múltiple y complejo, como es la vida misma, como lo es el propio ser humano, pero también es un libro bello y esperanzador, como lo debe ser el verdadero arte y la verdadera poesía. Aunque a veces la vida puede llegar a parecernos un desastre del que no podemos escapar, la obra de poetas como Sandro Cohen nos hace ver las cosas de otra manera: La vida es buena, pues me ha dado tanto que a veces de creerlo soy incapaz. He sembrado, apuntado unas palabras que luego olvido, pero engendran hijos y lo recuerdo todo, con un peso que resulta difícil de cargar. E imaginé tus labios en mi cuerpo, en todas partes de mi cuerpo laso, en los trazos profundos del desastre que reúno con celo y con amor. Después de todo es un desastre bueno. Y ahora es tuyo también, por si lo quieres.
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colaboran Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Mauricio Carrera (Ciudad de México, 1959). Antólogo, ensayista y narrador. Maestro en Literatura Española en la Universidad de Washington. Ha obtenido, entre otros, el Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés, el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia, el Premio Nacional de Cuento Inés Arredondo, el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry y el Premio Nacional de Ensayo Literario Alfonso Reyes 2016, por El neopolicial mexicano. Dalí Corona (Ciudad de México, 1983). Ha publicado los libros Voltario, Desfiladero y Ansiado norte. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta y el Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2008 a 2010 y de Jóvenes Creadores en los periodos 2010 - 2011 y 2014 - 2015. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en Literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje en 2010 y el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra en 2013. Es autor del libro El fuego de las noches. Daniel Lezama (México, 1968). Estudió Artes Visuales en la Academia de San Carlos de la unam. Ha sido becario del Fonca y del Conaculta en varias ocasiones. En 2000 ganó la Bienal de Pintura Rufino Tamayo. Ha realizado más de veinte exposiciones individuales, entre las cuales destaca La madre pródiga en el Museo de la Ciudad de México, en 2008, y en más de sesenta colectivas
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en México y en el extranjero, incluyendo la Bienal de Beijing, Imperium en Leipzig, y Las imágenes de la patria, en el Museo Nacional de Arte en México. Alfonso Macedo. Ha publicado ensayos en la revista La Palanca y en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Doctor en teoría literaria por la Unidad Iztapalapa de la uam. Ha publicado varios artículos de investigación sobre Ricardo Piglia en Signos literarios, Latinoamérica y Xihmai. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos, Tiempos de Furia y El canto circular. Obtuvo en 2017 el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí. Es jefe de redacción de Playboy México. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981).Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la lectura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo y en 2016 obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa. Escrita junto a Alejandro Arteaga. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, (2013); Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (2013) y El vuelo de Francisca (2011). Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió Arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Guillermo Vega Zaragoza (Ciudad de México, 1967). Escritor, periodista y maestro universitario. Ha publicado, entre otros, el libro de cuentos: Antología de lo indecible, y los poemarios: Desde la patria del insomnio y Sinsaber. Estudió Periodismo y Comunicación Colectiva en la unam y el Diplomado de Creación Literaria en la Sogem. Sus textos han aparecido en diversas antologías de México, Estados Unidos, Colombia, Cuba y España.
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Año XXXVI, época V, Vol. V, número 51 • abril-mayo 2018 • $60.00 • ISSN 2448-5446
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casadeltiempo • número 51 • abril-mayo 2018
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