Casa del tiempo 52, junio-julio de 2018

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Revista bimestral de cultura

casadeltiempo • número 52 • junio-julio 2018

Año XXXVII, época V, Vol. V, número 52 • junio-julio 2018 • $60.00 • ISSN 2448-5446

Celebración de Alí Chumacero ¡La última y nos vamos! Homenaje a Felipe Ehrenberg Raymond Carver: la disolución de la otredad

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Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Cambio de época”, de Antonio Toca Fernández



Editorial

Para celebrar los cien años del poeta mexicano Alí Chumacero, reunimos textos de variada índole de un puñado de amigos y colegas —entre ellos, una carta de Octavio Paz y una extensa entrevista, hasta ahora inédita, con Marco Antonio Campos— en los cuales mediante anécdotas de su vida y el análisis de su obra como poeta, editor y coleccionista de libros, se repasan los días y los versos del autor de Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo, y se ensaya finalmente su posición en el entramado del parnaso nacional. Asimismo, con la reproducción en nuestro Ensayo visual de la serie “La docena y el pilón”, además de una conversación con Víctor Muñoz —curador de la muestra “¡La última y nos vamos!” en la Galería Metropolitana—, rendimos homenaje al artista plástico Felipe Ehrenberg. En De las estaciones, Moisés Elías Fuentes explora la disolución de la otredad en los relatos del narrador norteamericano Raymond Carver; en Antes y después del Hubble, Andrés García Barrios, en principio, nos comparte sus lecturas y reflexiones en torno al difícil arte de la divulgación de la ciencia; más adelante, Virginia Negro analiza la forma de vida de quienes prefieren residir en lujosos y exclusivos paraísos privados; en seguida, Maritza Buendía analiza la célebre novela de Alejandro Dumas, La dama de las camelias; y por último, Brenda Ríos narra la experiencia de asistir a una lectura peculiar de Las filtraciones de la dramaturga Verónica Bujeiro. Como cada número, esperamos que en las páginas de Casa del tiempo nuestros lectores hallen el trazo de una idea deslumbrante, o acaso la imagen que contribuya al esclarecimiento de un gozoso misterio.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Roberto Javier Gutiérrez López Secretaria Norma Rondero López Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz

editorial, 1 torre de marfil El latido, 3 Omri Rose

profanos y grafiteros Carta a Alí Chumacero, 5 Octavio Paz Alí Chumacero: lecturas, influencias, poética y amistades literarias, 7 Marco Antonio Campos Recuerdo de Alí Chumacero, 13 Bernardo Ruiz Alí Chumacero: aventura en fe mayor, 21 José Francisco Conde Ortega Alí Chumacero o la celebración de la vida, 24 Jorge Ruiz Dueñas

Secretario Arturo Leopoldo Preciado López

de las estaciones

Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay

Raymond Carver: la disolución de la otredad, 28 Moisés Elías Fuentes

Secretario Darío Guaycochea Guglielmi

ensayo visual

Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxvii, época v, vol. v, núm 52 • junio-julio 2018. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada HHSS/743456 (detalle), Felipe Ehrenberg, 1968, acrílicos sobre fibracel colección de Lourdes Hernández Fuentes Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVII, época V, vol. V, número 52, junio-julio 2018, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@ correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 31 de mayo de 2018. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

Felipe Ehrenberg: la docena y el pilón, 33

ménades y meninas Construir sentido en la búsqueda de los lenguajes. Entrevista con Víctor Muñoz, 40 Fabiola Camacho Navarrete

antes y después del Hubble El arte de divulgar la ciencia, 48 Andrés García Barrios Edén subvertido, 52 Vladimiro Rivas Iturralde Paraísos privados, 57 Virginia Negro Alejandro Dumas: bombones y camelias, 61 Maritza Buendía El desplazamiento del texto. Apuntes sobre Las filtraciones de Verónica Bujeiro, 65 Brenda Ríos

intervenciones, 69 Mateo Pizarro

francotiradores Tiempo de ballenas o la belleza poética de los cetaceos, 70 Carlos Martín Briceño Sur l’idée d’une communité de solitaires, de Pascal Quignard, 73 Audomaro Hidalgo Dos libros póstumos de Sergio Loo, 75 Nora de la Cruz William Saroyan: Ítaca en el patio de atrás, 78 Adán Medellín

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Cambio de época Antonio Toca Fernández


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El latido Omri Rose

traducción de reynol pérez vázquez

La operación fue un éxito. Mi corazón viejo y moribundo había desaparecido. En su lugar, una máquina. El médico murmura palabras que no logro escuchar. El resonar leve de un zumbido que colma mis sentidos, el sonido de la vida, el sonido de mi nuevo corazón. Alzo un brazo débil y frágil, llevándolo a mi pecho para percibir la sensación de un latido. El sonido se vuelve más fuerte. —¿Alguna pregunta que quisiera hacer? —interroga el médico y yo niego con la cabeza, un movimiento que solía manifestarse de manera tan natural y se sentía como una montaña rusa. El médico sonríe y coloca una mano tranquilizadora sobre mi hombro. —Afuera hay algunas personas a quienes les gustaría verlo—. Se queda por un momento para ofrecerme un ligero apretón en el hombro antes de dar la vuelta y marcharse. A solas. El zumbido comienza a disiparse mientras caigo en la cuenta. Mi corazón no volverá a latir de nuevo. Un escalofrío recorre mi cuerpo y siento miedo y adrenalina, pero mi nuevo corazón, en lugar de latir más aprisa... zumba. La máquina va a funcionar, aumentando la intensidad del zumbido. Los engranajes, cables y tubos filtran mi ansiedad a través de mis venas. No más latidos. Nada de bombear la sangre. Ahora sólo zumbar y filtrar. Sin tiempo para pensar en el significado, las puertas se abren para dar paso a mi familia. Mi hijo, mi hija, mi amor... Amor... amada. ¿Puedo amarla todavía? ¿Los amaré? Mi putrefacto corazón ha desaparecido. Reemplazado. Cambiado por plástico y cables. ¿Qué pueden sentir ellos?

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Una lágrima se acrecienta en mi ojo y yo giro la cabeza para esconderla. —¿Papá? —mi hijo se acerca. Me toca la pierna y la sacude con cuidado—. ¿Papá? Apenas logro escucharlo, el zumbido de mi corazón ahoga cualquier otro sonido. ¿Deben ellos oírlo también? ¿Cómo es posible que no lo oigan? Finalmente vuelvo la cabeza y quedo frente a ellos. Mi hijo valiente y arrojado se halla de pie cerca de mí, detrás de él su hermana y su madre. Me observan, me miran en espera de que hable, diga... algo. Todos los sonidos han desaparecido, todos excepto el zumbido interminable, persiguiéndome con cada eternidad fugaz. Abro la boca, formando palabras, pero todo lo que se escapa es un siseo. Los he asustado. Me miran, pena y miedo en sus ojos. Mi hijo se vuelve hacia su madre, sus ojos se encuentran. Él desea irse para escapar de la criatura que reclamaba a su padre, pero la mirada de la madre lo colma de fortaleza, haciéndolo volverse de nuevo hacia mí. De pronto estoy cansado. Mis ojos se hunden pero no puedo dejarlos ir, de ese modo no. Levanto el brazo adolorido hacia él, mi hijo, pero se halla fuera de mi alcance. Mi boca se abre, haciéndole señas de que se aproxime con un gemido. Él da un paso. Después otro. Al final está aquí. Mi mano acaricia su cara. Joven, fuerte... La deslizo con lentitud por su mejilla, luego por su cuello hasta que por último descansa sobre su pecho. Mis ojos se cierran y escucho mientras el zumbido continúa, atravesando las paredes de mi mente. Escucho. Escucho y percibo. Un latido. Otro más. Otro y otro. El latir del corazón de mi hijo surge de su pecho a través de mi brazo y en mi cuerpo. El zumbido se disipa y todo lo que oigo es: Taaac - Taaa Taaac - Taaac Taaac - Taaac El latido. El latido. El latido. Mis ojos se abren lentamente y de nuevo mi boca se mueve para articular palabras. Un siseo. Un gemido. Luego, finalmente, las palabras escapan. —Los quiero.

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rofanos y graf iteros

Alí Chumacero, Alfonso Reyes, Juan Soriano, Octavio Paz y José Alvarado, años cincuenta

Carta a Alí Chumacero Octavio Paz profanos y grafiteros |

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Rescatada del archivo de Alí Chumacero, y reproducida ahora por la generosidad de su hijo Luis, presentamos esta carta escrita durante la época en que se elaboraba y discutía la edición de una antología célebre, Poesía en movimiento. México 1915-1966, seleccionada y anotada por el propio Alí, Octavio Paz, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis

embajada de méxico Nueva Delhi, India, Septiembre 24 de 1965 Sr. Alí Chumacero México, D. F.

Querido Alí:

Gracias por tus líneas y tus consejos. Según me los pides, lo pensaré todo con calma. De todos modos puedo adelantarte ya una observación. El periodo que comprendería la antología es, más o menos, de 1890 a 1965, es decir, unos 75 años. La lista general (autores aparecidos en el libro de Castro Leal y aquellos que podrían incorporarse) es de cerca de 150 poetas, casi dos por año. Me parece mucho. Quizá podríamos escoger un camino distinto, aunque siempre teniendo en cuenta tu lista; escoger primero los poetas esenciales, que no son más de 30. Al comparar esa lista mínima con la máxima tal vez podríamos llegar a una solución intermedia. Otro criterio: dividir los 75 años en tres períodos, los dos primeros de 30 años y el último de quince. Esta división coincide, más o menos, con los periodos literarios: modernismo y posmodernistas, de 1890 a 1920; vanguardia (Contemporáneos y estridentistas) y nuestra generación, de 1920 a 1950; los jóvenes de 1950 a 1965. Esta división podría ayudarnos a fijar el número de poetas, si escogemos un criterio histórico pero, asimismo, antológico. Por supuesto hay que oír lo que dicen los muchachos. El problema de los libros me inquieta. Ya veremos cómo lo resuelvo. Yo aquí tengo muy pocos libros mexicanos.

Un abrazo, Octavio

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Alí Chumacero, años cincuenta. Fotografía: Ricardo Salazar

Alí Chumacero:

lecturas, influencias, poética y amistades literarias Marco Antonio Campos

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¿Cuáles fueron sus lecturas —sus gustos— iniciales? Yo me inicié en la poesía por el camino correcto: la lectura de Amado Nervo. Un poeta sencillo, sentimental, profundo. Aun parece que Nervo hubiera escrito para que los jóvenes cultivaran el amor al verso. La amada inmóvil, su libro cumbre, era mi libro mayor, el más leído de mi biblioteca. Fue la vía acertada para tener contacto con la palabra debida y las sílabas contadas.

que permanezca no sólo lo que quedó en su memoria, sino su gusto y su contemplación. Era un poeta que sabía amar y dibujar los contornos de aquello que apreció tanto: la figura humana. Tuve la fortuna de hacer con él en el Fondo de Cultura Económica por primera vez la edición de sus obras completas (La realidad y el deseo). Cernuda preparó asimismo para el fce la edición de las obras completas de Manuel Altolaguirre.

¿Cuál sería su primer contacto con el verso libre y la poesía moderna? Quizá la primera poesía de Federico García Lorca. Empecé leyéndolo por el camino fácil, es decir, a través de El romancero gitano. Era el libro apropiado para un joven: gracioso, sencillo, bonito. Después leí su gran poesía. Leí Poeta en Nueva York en la edición que hizo José Bergamín en México. Me sorprendió; me pareció un libro extraordinario pero muy extraño. Contiene la huella de los surrealistas franceses. Siendo un libro soberbio, me gustan más sus odas (“Oda a Salvador Dalí”, “Oda al Santísimo Sacramento”), que están muy bien estructuradas, pero sobre todo su “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, el torero amigo de él y de los poetas del sur de España. No es de ninguna manera un poema taurino; en la elegía Federico canta o llora o reza por él. En los versos se siente un dolor sincero y profundo. Sánchez Mejías era un hombre de libros, incluso escritor y profesaba un genuino cariño a poetas y escritores. Más tarde leí simultáneamente a Juan Ramón Jiménez, Enrique González Martínez, Luis Cernuda y a los poetas de la revista Contemporáneos. Con González Martínez, además, pese a la gran diferencia de edades, fui muy amigo. Era un hombre muy encantador que sabía recibir a los jóvenes y tratarlos de tú a tú.

¿No lo marcaron de Cernuda los poemas duros a España, colmados de su tragedia personal y la de su país, o poemas de minuciosa intensidad como los dedicados a otros poetas (Góngora, Larrea, Rimbaud, Lorca)? No, aprecié ante todo los poemas sencillos de ternura y amor, es decir, los que levantan menos la voz.

Pero en su poesía, más que de Lorca, hay las trazas de Luis Cernuda. Me gustaba de Cernuda la forma sencilla y sentimental de evocar las cosas, con una melancolía muy agradable, sobre todo las amorosas. La manera de lograr

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Muy joven hizo usted una antología de los románticos mexicanos. ¿Le gustaron algunos? La hice con José Luis Martínez. Éramos muy incipientes pero a ambos teníamos algo en común: nos atraía principalmente la poesía de Manuel M. Flores. Nos parecía un poeta vital, lleno de maleza y follajes, pero hoy nadie lo recuerda ni sabe quién es, salvo que fue compañero de Rosario de la Peña, la que “no fue” de Acuña. Por cierto: estuvo de moda acusar a Manuel Acuña de cursi; no lo es; hoy empieza a vérsele como lo que es: un poeta excepcional. En general el romanticismo mexicano no me interesa; creo que el error de los románticos, sobre todo de los primeros, fue su enemistad con lo español o su separación con él, cuando ése era el idioma en que escribían. Estoy de acuerdo con la tesis de Antonio Castro Leal de que la poesía mexicana empieza con el modernismo. ¿Y a quiénes apreció de los modernistas mexicanos? A Gutiérrez Nájera no; me parece un poeta mediocre pero es el que da las bases para que todo cambie. El gran poeta es Ramón López Velarde. A lo que hicieron los modernistas mayores americanos (Darío, Lugones, Herrera y Reissig), López Velarde añadió nuevos elementos que de hecho lo convierten en puente


que medió entre el modernismo y la poesía mexicana contemporánea. Admiro de él sobre todo el uso del adjetivo, que un contemporáneo suyo, Julio Torri, lo utiliza magistralmente en sus brevedades en prosa. Es una manera de transformar la palabra para dar aspectos no fácilmente evidentes de lo que se escribe.

bien levantada y hecha, que no se incline ni se caiga. Yo he querido que mis poemas sean iguales a una estatua o a una casa armónica y equilibrada, es decir, he buscado la euritmia, el equilibrio de las partes. Cuando termino el poema, modelo su estructura para que esté bien hecho y redondeado.

¿Le interesó la prosa de López Velarde? Muchísimo. No se le ha hecho la debida justicia todavía. Xavier Villaurrutia, Paz y José Luis Martínez han escrito sobre ella páginas espléndidas, pero los jóvenes aún no han comprendido la importancia de El minutero, Don de febrero y las páginas de su crítica literaria. Es un poeta y un prosista del que se aprende siempre mucho.

¿Y de los poetas latinoamericanos? Sobre todo Pablo Neruda y César Vallejo. Cuando nadie leía a Vallejo yo leí Trilce (la segunda edición) en 1937; noté que era una poesía distinta, que había allí no sólo una poesía lírica sino casi antipoética: muy cortada y fuerte, penetraba en lo escrito con cierta violencia. Al lado de Neruda, Vallejo resultaba un poeta muy seco, duro, y a veces difícil de entender por el uso de localismos. Puedo decir que de inmediato percibí que me hallaba ante un gran poeta. Poemas humanos lo leí en la Ciudad de México en 1939 o 1940, prácticamente a la salida de su edición. Después leí la poesía completa en la ediciones de Losada, y muchos años después la que se preparó muy bien en Casa de las Américas. De Neruda leí primero los Veinte poemas, un libro más o menos fácil, que escribió entre los 19 y 20 años de su edad, y luego (el préstamo fue de Jorge González Durán), las Residencias en la tierra, uno de los libros esenciales de la poesía del siglo xx en nuestra lengua. Su lectura fue una revelación. En él hay tantos poemas mal hechos como en tantos libros suyos, pero, pese a ser un libro de juventud, de juventud final, es notable por las experiencias que el poeta ha vivido: del hombre que ha viajado y conocido el mundo, que ha descendido a los infiernos del alma, que ha entrado a la realidad con furor y pasión. Ya en los años treinta Neruda era considerado el poeta más grande latinoamericano.

¿Y lo influyó a usted? Absolutamente no. Mi primer acercamiento a él fue mediante la antología de Xavier Villaurrutia, que publicó ediciones Cultura en 1940, y que volvió a editar años más tarde la Biblioteca del Estudiante Universitario. Después se investigó mucho y varios hicieron importantes descubrimientos: Elena Molina Ortega, Emmanuel Carballo, Luis Mario Schneider, Elisa García Barragán, José Luis Martínez. En 1971, en el cincuentenario de su fallecimiento, el fce publicó las Obras, preparadas por José Luis Martínez; tuve la oportunidad de corregirlas con Martínez. En 1988, en la edición del centenario del nacimiento de Ramón López Velarde, Martínez añadió un buen número de nuevos textos. Usted leyó y trató mucho a los poetas de la revista Contemporáneos, y su poesía tiene el sello profundo de algunos, sobre todo de Villaurrutia. Tengo una deuda especial, como usted dice, con Xavier Villaurrutia, y luego con José Gorostiza. Pero también fue muy importante entonces el descubrimiento de Paul Valéry, quien me influyó de una manera crucial en la manera cómo se estructura un poema: el mecanismo de cómo se va desarrollando y cómo se resuelve. Fue una lección de entrada: el poema no sólo como una emisión de las emociones, sino de una obra

Su generación leyó mucho a Rilke. Leí todo Rilke, hasta en italiano. Todo lo que pueda haber de Rilke lo tengo yo. Lo descubrí a los quince años. No recuerdo ni cómo. En los años treinta y cuarenta se le leía mucho. Lo leyeron los Contemporáneos, sobre todo Villaurrutia; lo leyó Luis Cernuda en España.

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Mucho tiempo dejó de leérsele; yo nunca dejé de leerlo; sólo ahora los jóvenes lo están recobrando. En cierta línea, Rilke me parece el poeta supremo. A poetas como Hölderlin y Novalis los leí, pero no tanto. ¿Pero hasta qué punto se recobra la poesía leyéndola en traducción? Cuando se sabe leer, uno encuentra escarbando las bellezas que guarda. Aprende uno a buscar el trasfondo. ¿Cuántas veces hemos oído que la traducción es traición? Pero yo creo que el traductor que hace una buena tarea conserva mucho de la lengua fuente. El traductor altera el texto original para dar, creando variaciones, realce al idioma. A menudo se le ha visto como un poeta intelectual y aun como un poeta frío. Usted ha admirado y seguido a poetas reflexivos como Paul Valéry, Rainer Maria Rilke y T. S. Eliot. Yo he buscado una poesía que “diga algo”, que no sólo emita la emoción, el gusto por la vida y por la muerte, sino que tenga un sentido. Yo me he formado mucho en las páginas de la Biblia, en particular en las del Antiguo Testamento. O más concretamente, todos los libros del Antiguo y momentos del Nuevo. Ha sido esencial como afición de lectura y como oficio de escritura. He aprovechado —me he fusilado— muchas frases de la Biblia, y las he disfrazado de tal manera que parecen y aparecen en mis poemas como mías. Esas frases reflejan mucho de lo que pienso de la estancia del hombre en la tierra y del destino del hombre, de la significación del mundo, del paso del tiempo y del más allá. Temas no de lo diario sino de lo imperecedero. ¿Pese a ser ateo? Pese a serlo. Yo leo la Biblia de manera constante; la leo ahora para temas que me interesan mucho. En la Biblia siempre encuentro algo vigente y actual. Es un libro ineludible para cristianos y occidentales, pero muy pocos la leen. Por ejemplo, un tema que me interesa es el infierno; el Concilio de Trento decidió cómo es, pero en la Biblia no está muy claro. Como nadie ignora, la

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creación del purgatorio no es de Dios: la hizo la iglesia ya en los siglos cristianos. ¿De cuáles de los clásicos españoles de los siglos de oro se sintió próximo? Leí mucho a Quevedo de joven. En esa pléyade de poetas notables, la poesía de Quevedo me parece la mejor escrita. Es un poeta frío pero de una extraordinaria precisión verbal. El verso final del célebre soneto: “Polvo será, mas polvo enamorado”, me parece uno de los más gloriosos del idioma. Sin embargo confieso que luego de los años de juventud no he vuelto a leerlo. Leí también mucho a Góngora (no es mi poeta predilecto) y leí mucho sobre él, incluyendo las espléndidas páginas de Dámaso Alonso y Alfonso Reyes. Usted parece haber estado más cerca de la tradición que de las vanguardias. Lo equilibré: siempre busqué no irme de boca, ni decir disparates, ni tampoco parecer un retrógrado. Yo era un lector atento de la tradición pero también de las novedades que salían. Cuando usted empieza a escribir son también los años de la decadencia de las vanguardias. El futurismo, el creacionismo y el dadaísmo, por ejemplo, ya eran un recuerdo. El surrealismo empezaba a interesar menos. En México, el estridentismo a fines de los treinta, era ya algo lejano y borroso. Los jóvenes de ahora, pese a los notables estudios de Luis Mario Schneider y de Evodio Escalante, ven al estridentismo casi como una pieza arqueológica. Han leído apenas, o no han leído, a Manuel Maples Arce, a Germán List Arzubide, a Salvador Gallardo, a Arqueles Vela, a Kyn Taniya. Menos que en la poesía, los estridentistas están en la historia de la poesía. Hablemos de su poesía. Se le ha llamado a usted poeta intelectual. Pese a que mi poesía es intelectual, los sentidos están siempre presentes. No nace sólo de la imaginación,


sino de la experiencia. No invento, describo lo que ha pasado. O mejor: no describo lo que está pasando, sino “lo que pasó”. Eso diferencia a la prosa de la poesía: aquella cuenta lo que sucede, ésta lo que sucedió: en ella se halla la añoranza, el recuerdo, la huella que dejó un paisaje, una calle, una noche, una mirada. En mi poesía hay un gusto por lo sensorial y lo sensual. La mirada es primordial pero también entran el oído y el tacto. ¿Qué distinción halla entre la poesía y la prosa? Yo soy de los que creen que la poesía tiene poco que ver con la prosa y nada con la literatura. La poesía es un arte que tiene sus propias reglas y sus propias formas de expresión. La poesía se crea, se realiza y muere en sí misma. En su poesía, más en su último libro —Palabras en reposo— es clave el encabalgamiento para dar vida y música a los versos. ¿Cómo lo descubrió o por qué lo aplicó? Lo empleé porque considero el poema como un orbe musical. El encabalgamiento es fundamental (se ha hecho poco) para el buen sonido del poema. No hay por qué pensar que cada verso, como en el caso de numerosos poemas de los surrealistas, es un contenido en sí mismo y está separado de los demás. No. El encabalgamiento sugiere o dice que un verso no termina al final de la última sílaba, sino continúa y “entra” en el verso siguiente. Busco que el final del verso sea un conjunto eufónico con el verso siguiente para que sean o parezcan una sola línea. Tengo cuidado de que el encabalgamiento sea lógico, es decir, que no haya trampas y complemente la idea o el sentimiento. Busco que el sonido sea halagador y armónico, que tenga gusto y no sea violento. Creo un lazo musical, un juego de sonidos, donde las palabras van, vienen, van, y no entorpecen lo contado: puede decirse en voz alta sin que se sienta el tropiezo del cambio de un verso al otro. Pero atención: para no hacer monótono el poema, a menudo lo quiebro sorpresivamente: lo corto y sigo por otro lado o invento un nuevo encabalgamiento para crear variedad.

En algunos poemas usted eliminó los “que”. Hay algunos poetas que abusan de los “que”. Por ejemplo, en algunos “Nocturnos” de Villaurrutia hallamos un auténtico hervidero. Es poco agradable leer poetas que utilizan un “que” en cada línea. Una buena prueba que enfrenta el escritor es eludir los que y los gerundios. El abuso de ambos denota pobreza de expresión. Tengo poemas donde no hay un solo “que” y alguno donde no hay un solo gerundio. Pero no debemos olvidar que en dos de los libros centrales de la poesía hispanoamericana del siglo xx (las Residencias y Poemas Humanos) hay una sobrecarga intencionada de gerundios y de adverbios terminados en mente. Son grandes excepciones. En un poema de Gabriela Mistral al novio muerto hay rimas en “mente”. Yo no me atrevería a hacer uno, a menos que jugara con decente y clemente. El “que” sirve mucho para el encabalgamiento. Claro, pero si se logra eludirlo, muestra del poeta su habilidad técnica y da al poema una mayor riqueza expresiva. Dígame tres poemas que aprecie de su propia obra. “Responso del peregrino”, “Cuerpo entre sombras” y “Salón de baile”. Hablemos de los poetas que trató. ¿Qué opina de Octavio Paz? Fue excepcional como poeta y ensayista. Por desgracia, los jóvenes de ahora parecen leerlo a la carrera y no darle la atención que merece. Desde Raíz del hombre era ya un poeta riguroso, vigoroso, fresco; al corregir el libro, lo maltrató. De sus poemas me quedaría con “Piedra de sol”, admirablemente construido. Para variar: yo cuidé la primera edición en el fce. Paz trajo muchísimo de otras literaturas a México y nos enseñó a leer de otra manera. Yo coincidía con él en gran número de cosas, menos en su pensamiento político. Pero eso no tiene que ver con la literatura. Su saber era enciclopédico; escribía muy bien sobre una gran variedad de temas.

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Fue un hombre admirable, a quien le debo afecto. Me trató con cordialidad y simpatía. Digámoslo en suma: fue amigo mío. Después de los años de juventud nos vimos poco: primero, porque estuvo mucho tiempo fuera del país, y después, porque estuvo rodeado de un grupo de gentes que lo enaltecían, hizo una política literaria muy parcial, en la que no se admitía o se hacía a un lado por diversas razones a escritores brillantes. ¿Y Efraín Huerta? De Efraín, quien es un poeta muy bueno, fui amigo hasta el final. Paz y él son los dos poetas mayores de esa generación. Otro poeta de ese grupo generacional, que por desgracia no llegó a realizarse, fue Neftalí Beltrán. Cuando éramos jóvenes, Paz tenía gran fe en el talento de Neftalí; se quedó a la mitad del camino; tuvo que ganarse con dificultades el pan diario, primero en el cine, luego en la diplomacia; quizá eso limitó sus dotes naturales y su desarrollo como poeta. Murió relativamente joven. Usted tuvo una gran amistad con dos autores que, como usted, nacieron en 1918: José Luis Martínez y Jorge González Durán. Tengo entendido que compartían gustos y lecturas. Totalmente. Hay incluso versos del primer libro de Jorge (Entre el polvo y la muerte) que se parecen a los míos y al revés. De los tres, yo era el que tenía biblioteca. Desde joven huroneaba en las librerías de viejo. José Luis y Jorge se viciaron (no del todo) en mi biblioteca. José Luis ahora puede sonreír porque nadie puede comparársele: tiene la biblioteca más grande de México. González Durán y Martínez empezaron como poetas. ¿Por qué se alejaron de la escritura de la poesía? Jorge, que había escrito un primer libro de poemas bellísimo, creyó que había cosas más importantes que hacer, como era construir un mejor país, y pensó que en la diplomacia y en la política podía ayudar. Tuvo muy buenos puestos en la administración pública. Fue un hombre honorable. En cambio José

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Luis tuvo una tenacidad a toda prueba y ha sido y es un gran escritor. Aunque tuvo muy buenos puestos (embajador en Grecia, director del inba, director del Fondo de Cultura Económica), nunca quitó la mira de los libros. Es una autoridad inevitable cuando queremos saber algo de poesía, literatura o historia de México. En sus inicios ¿qué tan importantes fueron las revistas en su formación? La creación de revistas desde Azul hasta nuestros días es indispensable para que los jóvenes se den a conocer y para difundir las nuevas literaturas. En los años treinta y cuarenta fui un lector asiduo de Taller Poético, de Taller, de Letras de México, de Ruta, de Rueca, de Tierra Nueva y de El Hijo Pródigo. En algunas participé como colaborador y en otras en el comité directivo. Gracias a Tierra Nueva (el título nos lo sugirió Alfonso Reyes), la cual fundamos José Luis Martínez, Jorge González Durán, Leopoldo Zea y yo, amistamos con un gran número de poetas y escritores mexicanos, quienes nos recibieron admirablemente: desde Enrique González Martínez y Alfonso Reyes hasta Octavio Paz y Efraín Huerta. Entramos por la puerta grande. Tuvimos mucha suerte. Claro, influyó mucho que en aquel entonces los poetas y escritores éramos un puñado; ahora los hay por calle. Por eso suelo parafrasear el verso de Gustavo Adolfo Bécquer: “Podrá no haber poesía pero siempre habrá poetas”. Usted merodeó desde muy joven las librerías de viejo. ¿Le gusta —prefiere— leer los libros en primeras ediciones o no importa en qué edición? Es muy sabroso leer una primera edición. Es un gusto oler un papel ya viejo. He tratado de comprar el mayor número de primeras ediciones, pero debo confesarle que no tengo ninguna extraordinariamente valiosa, una de ésas que pelean los bibliófilos. Además de poeta y crítico, yo soy un hombre de la imprenta. He sido un hombre metido entre los libros y en eso me quedaré hasta el final.


AlĂ­ Chumacero, entre 1945-1954

Recuerdo de AlĂ­ Chumacero Bernardo Ruiz profanos y grafiteros |

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¿Se escoge ser poeta? ¿Cómo se hace un poeta? Sabemos que no hay para ello un preciso camino, pero en ocasiones como ésta nos lo preguntamos. A cien años del nacimiento de Alí Chumacero (Acaponeta, Nayarit, 1918; Ciudad de México, 2010), y a ocho de su desaparición física, para quienes tuvimos el privilegio de conocerlo sigue siendo una presencia determinante para nuestras vidas, motivo de nostalgia en ciertos momentos, o de regocijo cuando surgen anécdotas de su saber, opinión o la cita de un verso, una estrofa, un poema o —bien— una ironía suya: —que Dios lo proteja del dardo de mi lengua— se sonreía. También quienes lo escuchábamos, ya que, en verdad, sus venablos eran mortales. Bíblico, apasionado del español del Siglo de Oro, Alí Chumacero era hombre de sentencias, reflexivo y conciso en su habla. Gustaba disfrutar del whisky, del vino, de los libros antiguos y de viejo, de las mujeres y de la amistad. Cuando lo conocí, en la primavera de 1971, ya había escrito su obra, tres poemarios excepcionales: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956),1 obras donde el ritmo del verso, y el meditado término construyen una obra de doble temática: la pasión del cuerpo y la soledad del alma en un orbe donde —entre claroscuros— el agua es una constante referencia. Si supieras, perdida compañera de mi aliento: eres análoga a la movible imagen de un sollozo surgido de las ruinas y ceniza de mi ternura rota, y estarás siempre rodeada de lágrimas y sombra.

Atento escucha, en contraparte sabía ser centro de atención cuando la

1 A él pertenecen también Los momentos críticos (fce, 1987), recopilación de sus reseñas y ensayos acerca de literatura que estuvo a cargo de Miguel Ángel Flores; y la antología Alas de centella compilada por Jorge Asbun Bojalil (uam, Juan Pablos, 2008), una colección de discursos.

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audiencia lo merecía. Generoso, compartió incondicional sus mayores bienes sin pedir retribución. Recuerdo que alguna vez le pregunté acerca de Vicente Huidobro y entusiasmado me prestó su primera edición de Altazor. En otra ocasión, le presenté el manuscrito de mi primer libro de cuentos pidiendo su opinión, y a los pocos días lo devolvió con su marcas tipográficas para la imprenta, sin mayor comentario. Chumacero conoció y trató a todos los grandes escritores de su época, y los leyó con atención y respeto, como hizo con los autores fundacionales de nuestra literatura. Fue, también, pastor cuidadoso de las obras de numerosos compañeros de su generación en su larga trayectoria como editor. Llegó más lejos. Fue de los becarios inaugurales del Centro Mexicano de Escritores —en 1951 y 1952—, junto con Juan José Arreola, Rubén Bonifaz Nuño, Emilio Carballido, Sergio Magaña y Juan Rulfo, entre otros; para convertirse, junto con Carlos Montemayor, en tutor de cada promoción de becarios de la institución entre 1987 y 2006. Dijo Chumacero: “El amor por el arte debe dar testimonio de nuestra existencia”, y en su hacer cotidiano él cumplió su palabra. Siempre recordaré la alta figura del poeta, poderosa como un semidiós griego, a un lado de sus libreros sosteniendo algún libro entre sus manos: atento y concentrado buscaba alguna cita, algún párrafo que recordaba y volvía la mirada y el rostro como persiguiendo las palabras a la hora de dar vuelta a la página. Otras veces, trabajaba en su mesa junto al ventanal de la sala-biblioteca en su máquina mecánica, cuya marca no alcanzo a distinguir con los ojos de la memoria.2 Concentrado, ignorándonos a sus hijos y a los amigos, tecleaba revisando el texto que componía en el papel. Otras veces, charlaba con nosotros. Empero, nos corría del lugar a Luis, su hijo el mayor, a Marco Antonio Campos y a mí cuando llegaban Agustín Yáñez y José Luis Martínez a charlar con él y a tomar un whisky —o varios—. En contraste, reunía siempre en las celebraciones del propio calendario, en julio y diciembre, a los grandes monstruos con moros y cristianos: Paz, Fuentes, Elizondo, Lizalde, Monterroso, Pacheco, Cuevas, López Páez, González Durán, Mejía Sánchez y otros que en el mundo han sido: Gelman, Renán, Avilés Fabila, Montemayor, convivían con nosotros, los mortales deslumbrados, a quienes así nos participó Alí su convicción “de que la amistad ayuda, tanto como el amor por el arte, a hacer de la existencia algo más que un simple estar en este mundo”. Por otra parte,

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Aunque adivino o me engaño que era una Olivetti por la fundición del tipo.

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Chumacero aunque en ocasiones jugara con cierta superficialidad, era un hombre sumamente recto, además de crítico en cuestiones políticas, y en su conciencia social, lo cual no fue ajeno a su credo poético: La autenticidad de la poesía proviene de un arranque de la intuición, de cierta manera de sentir la realidad y, por supuesto, de expresarla. Porque no se trata sólo de acomodar agradablemente las palabras sino de hacer con ellas una estructura invariable, de acuerdo con la sensibilidad de quien escribe.

Porque a la hora de acercarnos al trabajo poético de Chumacero o a su trabajo como crítico cabe evocar su coherencia imbatible. Tanto Marco Antonio Campos, como Evodio Escalante o Miguel Ángel Flores, sus críticos de la generación del medio siglo, destacan esta unicidad de su trabajo, de su estilo, de su actitud crítica ante la obra ajena. Su idea de la poesía la enmarca Alí en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, donde ocupó la silla del poeta y crítico Francisco González Guerrero. Afirmó: “Con un pie en el arte y otro en la vida, a veces con la pluma en la mano y siempre dando atención al libro ajeno he llegado a la madurez disponiendo de una obra personal sobremanera escasa, pero sin distraer esa pasión por las formas artísticas: experiencia sólo comparable con las expresiones del sentimiento que por igual comprenden la amistad y el amor”. Bien sabe Alí, por otra parte, que el poeta es un loco cuyas palabras no son capaces siquiera de resolver satisfactoria, razonablemente las inquietudes interiores que originan su rebeldía contra las normas de la sociedad —parafrasea a Jacques Maritain. Sin embargo, Chumacero —a diferencia de numerosos poetas— se aleja en su creación de la preocupación poética. No teoriza. Prefiere hundirse en lo humano y hacer de su lenguaje profecía, admonición. Hay en él una pasión por despojar al propio ser de sus secretos. Esta fisiología del espíritu, verso tras verso se ocupa de las grandes oscuridades del hombre vencido o de aquel que vive en plenitud una pasión, sea ésta el amor o el abandono, la proximidad de la muerte o la devastación. Su lenguaje, arrebatado al ángel terrible de Rilke, revela las contradicciones del ser y su perenne diálogo con la soledad. Se habla del constante trasfondo bíblico en la obra de Chumacero. El recurso es uno de los pilares y claves de su obra. Pudiera decirse, clave y pentagrama, ya que hay una continua presencia de la simbología, tono y aliento de la Biblia. Su arquitectura del poema concibe un testigo, o bien una voz secreta —quizás él mismo, o su dios— como un lector

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impregnado de ese lenguaje que suma como una capa adicional al poema, lo que permite una vibrante, profunda sonoridad, un diálogo en un tono bajo, penitencial, que evocara un canto doliente, murmurado en el fondo de una caverna —como por voces de bajo ruso— donde se unen plegaria y sufrimiento en reconciliación con el padecer de una ánima que en la noche pena. Así, Chumacero adopta para su poesía el estigma de Gérard de Nerval, quien afirmara en “El desdichado”: Soy el Tenebroso, el Viudo, el sin consuelo, el príncipe de Aquitania de la torre derruida mi única estrella ha muerto y mi laúd constelado carga el Sol Negro de la Melancolía…

Por este precio, concede Chumacero, es posible coincidir con la idea de T. S. Eliot de que “la poesía no es un dar rienda suelta a la emoción, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad”. De otra manera sería difícil conciliar la imagen de este Alí, el poeta, con el Alí del trabajo, o el de las tardes de toros o de dominó, o, igual, el de la cena doméstica; o sería imposible conservar con gusto la imagen del poeta septuagenario que con toda concisión decía —sotto voce—, con angelical sonrisa, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de las Bellas Artes a Andrés Henestrosa, su octogenario amigo al principio de un homenaje: “Chíngale, Andrés, no te alargues para irnos a echar unas frías”. Sin embargo, he ahí el contraste, ante su público Alí era de una dignidad catedralicia, en la que el hombre que acostumbraba de hablar entre dientes y con velocidad costeña, por respeto a su público y a su labor se transformaba en un hombre sereno; sólo entonces se podía percibir un resquicio de su pudorosa timidez. Con pausada respiración e impostando un poco la voz, el poeta hablaba con dicción enorme y contagiosa serenidad. Se le oía, podría decirse, la precisa puntuación y el instante se hacía inmenso como en su poema “Ola”. Hacia la arena tibia se desliza la flor de las espumas fugitivas, y en su cristal navega el aire herido, imperceptible, desplomado, oscuro como paloma que de pronto niega de su mármol idéntico el estío o el miedo que en silencios se apresura y sólo huella fuese de un viraje, melancólica niebla que al oído

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dejara su tranquilo desaliento. Mas el aire es quien fragua, sosegado, la caricia sombría, el beso amargo que al fin fatigará el oculto aroma de la arena doliente, deseosa ávida, estéril sombra pensativa, cuerpo anegado en un cansancio oscuro sometido al murmullo de aquel beso. Hermosa así, desnuda, ya no es la carne iluminada cual la flecha que en el viento describe lujuriosa el temblor que después ha de entregar; ni es la boca ardiente, enamorada, insaciable al contacto, al beso ávida como profundo aroma silencioso; ni la pasión del fuego hacia el aliento destruyendo lo inmóvil de la sombra para precipitarla en lo que ha sido, sino que, ya ternura del cautivo que sabe dónde amor le está esperando quiebra su forma, pierde su albedrío y en un instante de candor o ala ahogada en un anhelo suspendido, como ciega tormenta despeñada abandónase al cuerpo que la acosa y a su encuentro es caricia, oscura imagen de rudo impulso convertido en plumas o tinieblas perdidas para siempre, y sabe cómo al final arena es tumba, frontera temblorosa donde se abren las flores fugitivas de la espuma, resueltas ya en silencio y lentitud.3

De este modo se comprende el juicio de Octavio Paz respecto a la poesía de Chumacero, cuando afirma que los poemas de su amigo Alí “son sucesos de la carne o del espíritu que ocurren en un tiempo sin fechas y en alcobas sin historia”. A su vez, considera Ramón Xirau, dos son las principales claves para adentrarse en la obra de Chumacero, ya que sus poemas surgen de la razón y de la disciplina; donde una lectura atenta revelará su hondura y el cálido fervor que subraya cada uno de sus versos. Por mi parte, siento

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De “Poemas no coleccionados”.


que el secreto para gozar la poesía de Alí está en seguir al verso, no en descifrarlo; para ello hay que frecuentar sus libros y —más que tratar de entenderlos— oírlos, gozarlos. Henestrosa destacó junto con José Luis Martínez que Alí: “rescata su vida en el vaso de una poesía que cincela y pule con un desatado amor por las formas bellas”. Lo cual se muestra fácilmente en el primer poema que publicó Chumacero: el “Poema de amorosa raíz”, que se imprimió en el número uno de Tierra Nueva (1940). Todo lector de poesía lo disfrutará al momento de descubrirlo. Igualmente, el “Responso del peregrino” provoca una total fascinación por su estructura y fuerza de evocación; junto con “La elegía del marino”, que deslumbra por la hondura del placer y el dolor fundidos en el acto y en la evocación de los amores perdidos, como señaló lúcido Evodio Escalante. En su prólogo a Poesía,4 José Emilio Pacheco señala los poemas más elogiados por diversos críticos. Cabe agregar que belleza e intensidad en la obra de Alí tienen contrapartes estremecedoras —rayanas en el horror de un vacío del hombre, de su alma— que no se deben ignorar. Veamos “Jardín de ceniza” como el otro lado de la moneda, antes de terminar esta evocación: Haber creído alguna vez viendo la noche desplomarse al mundo y una tristeza al corazón volcada, y después ese cuerpo que oprimen nuestras manos: la mujer que sonríe y sobre el lecho se nos vuelve cadáver mutilado en el recuerdo, como mentira ínfima o rosa desde siglos viviendo en el silencio. Y sin embargo en ella nos perdemos, muertos contra sus brazos, en su misterio mudos tal una voz que nadie escucha, frutos ya de cadáver de amor, petrificados; su placer nos sostiene sobre un mentido mundo, ahí nos consumimos continuando en la vana tarea interminable, y luego no creemos nada, somos desolación o cruel recuerdo, vacío que no encuentra forma, rumor desvanecido en un duro lamento de ataúdes.

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Cfr. Chumacero, Alí, Poesía, prol. de José Emilio Pacheco, fce, México, 2008.

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Duro fue el mundo de la primera mitad del siglo xx para quienes vivieron en el occidente y el centro de México, donde la Revolución y la guerra cristera cambiaron la vida de los mexicanos de entonces y obligaron a una migración constante hacia las ciudades. Dura fue también la vida para el Alí que llegó a México en 1937 a sus casi veinte años para abrir paso a su vocación y destino, y fue viviendo al borde de la pobreza. En el mundo comenzaron a sucederse los grandes cambios del país y la guerra civil en España, junto con la Segunda Guerra Mundial. Chumacero casó con Lourdes Gómez Luna, casi al mediar el siglo. Poco a poco el matrimonio se fue abriendo paso. Criaron cinco hijos. Al término de la década de los 80, Lourdes, todavía joven, murió a consecuencia de un mal cardiaco. El mundo, la vida, de alguna manera quiso compensar el dolor con diversas distinciones; entre ellas: el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura, 1987; el Premio Xavier Villaurrutia, 1980; el Premio Internacional Alfonso Reyes, 1986; el grado de Doctor honoris causa por la Universidad Autónoma Metropolitana, 1998; y el Premio Internacional de Poesía Gatien Lapointe-Jaime Sabines en 2003. Dura fue la viudez para Alí, y desde entonces fue difícil no pensar que varios de sus poemas eran inminentes profecías. Con gran amor, su hija Lourdes y su hijo Luis con sus hermanos cuidaron del poeta, quien afirmaba que él, al menos, rebasaría con facilidad la edad centenaria. Se sucedieron años de pérdidas de cómplices y amigos entrañables; si bien todavía el humor y la erudición de Alí daban sin menoscabo la pelea. Finalmente, falleció a causa de una complicación a causa de la diabetes en octubre de 2010.

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Alí Chumacero: aventura en fe mayor José Francisco Conde Ortega

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Alí Chumacero, 1973. Fotografía: Paulina Lavista


Alguien me lo dijo: en la ciudad de Aguascalientes ya hay una calle con el nombre de Alí Chumacero. Y me pareció, desde luego, justo. Además, el teatro principal de Tepic también lleva el nombre de este “poeta de amorosa raíz”. Esto sucedió hace algunos años. Qué bueno que en este país —pensé— comience a respetarse a los poetas en vida y por su obra, a despecho de las relaciones públicas. La obra del autor de “Responso del peregrino” bien vale cualquier homenaje. Indiscutiblemente, Alí Chumacero fue un hombre de libros. Los escribió, los editó, los cuidó, los coleccionó, los leyó. Y en esa amorosa actividad vio transcurrir su vida; una parte sustancial que, al mismo tiempo, fue llenando con todos los elementos vitales que ayudan a justificar una existencia. Con los signos vitales de una vida plena ganó muchos amigos y amigas; con los libros unió lectores entre la gente común y entre los escritores; con su obra poética personal ha conseguido respeto y admiración. Y es que una vida de dedicación a los libros lo hizo un perfeccionista. El resultado final es una poesía decantada, depurada hasta el límite. Bien lo dijo el poeta Vicente Quirarte: Alí Chumacero es a la poesía lo que Juan Rulfo a la prosa. Lector fervoroso de la Biblia, de los poetas mexicanos del siglo xix y de autores ingleses y franceses de todos los tiempos, entendió esa difícil aventura que de la vida se unge como fe primigenia. Y con toda esta arquitectura, Alí Chumacero consiguió fijar una simbología personal: sus pasiones expresadas por la ola, la espuma, el ala o el aire; su vida, por las flores; la muerte, por un río subterráneo; su propio cuerpo, por una playa omnipresente. Tres libros de poesía publicó Alí Chumacero —Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo—; además de prólogos, cuartas de forros, introducciones. Su itinerario poético fue el de un poeta fiel a su bandera de brevedad y contención. Los tres libros

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constituyen una obra poética completa, compleja y sumamente rica en propuestas de acercamiento. Muestra a un poeta ensimismado por la posibilidad de acercarse al mundo mediante todos los sentidos; a un poeta que canta en el mejor de los tonos al cuerpo de una mujer desnuda; a una amante que sabe renunciar a las convenciones del tiempo en aras de la liturgia erótica. Por otra parte, la conversación, el sentido del humor de Alí Chumacero fue otra forma de enseñanza. Sus juegos de palabras, sus chistes, son una especie de aforismos que buscan hacer de la vida algo placentero. Ante una invitación solía decir: “Primero muerto que hacer un desaire”. Y a la pregunta de por qué su vitalidad, su respuesta fue emblemática: “Hay que hacer el amor todos los días, aunque sea con la propia mujer”. Y todo con esa “r” tensa y rehilada a un tiempo. Qué bueno que le hayan hecho esos reconocimientos en vida. Es una manera de quedar menos en deuda con un creador que creyó en la aventura de la vida. Así, cuando alguien pase por la calle Alí Chumacero, ya en estado de gracia, podrá entrar, después, “con unción a la taberna” para contemplar la belleza limpiamente. Los tres libros de Alí Chumacero marcan los tres momentos más altos de una religión del amor. Páramo de sueños es el canto de plenitud o de renuncia cuando se intuye que el amor es la más pura de las imperfecciones. El “Poema de amorosa raíz” podría ser un buen ejemplo. En Imágenes desterradas el tiempo se convierte en cómplice y asesino; el poeta se vuelve un espejo de sí mismo para combatir al olvido. “Amor entre ruinas” sería el poema que podría condensar ese estado de indefensión ante lo inevitable. Una voz más escéptica, o tal vez más sabia en las urgencias de amor le da a Palabras

en reposo un cierto tono de juego serio; quizás de hedonismo en lo que tiene de resignación ante el hecho del goce. “Los ojos verdes” es un poema goliárdico y ceremonial, iniciático y de sabiduría. A los tópicos literarios opone Alí Chumacero la actitud vital. Poeta de innumerables lecturas, Alí Chumacero se ha encargado de dar pistas sobre sí mismo. Sin embargo, no es gratuito hacer hincapié en algunas lecturas que nutren una sensibilidad tan especial: La Biblia, los poetas del Siglo de Oro español, muchos mexicanos, contemporáneos o anteriores a él, la poesía inglesa... En fin, un poeta tan arduamente señalado por ese acendrado amor a la Palabra, por ese culto a la inevitablemente desmesurada condición de estar vivo, por ese ejemplo de varonía y erudición, nos demuestra que la literatura y la vida, encarnadas en el verbo son una aventura en fe mayor. Se ha dicho, con enorme justicia, que la poesía de Alí Chumacero es una continua exploración de las posibilidades del idioma y de esmero formal. Hipérbatos, imágenes, metáforas, sinécdoques, etcétera, contienen la voluntad de indagar en el ritmo de la estrofa —encabalgamientos, por ejemplo—; además, la elegante musicalidad del verso y del poema constituyen un todo rigurosamente armado: amor nutrido de vida y de libros ha conseguido que los versos —“extensiones de la memoria” como quería Borges— sean también extensiones e imagen del arrojo para haber vivido con la palabra amor a cuestas, como si siempre regresara con “unción a esa taberna” de la vida donde concurren todos los milagros. Ciudad Nezahualcóyotl/uam-a, primavera de 2018.

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Antonio Moreno, Mario Enrique Figueroa, Marco Antonio Pulido, Salvador Rivera, Jorge F. Hernández, Adolfo Loredo Gil, Fernando Alanís, Jorge Ruiz Dueñas, Alí Chumacero, Juan José Utrilla, Gerardo López y Adolfo Castañón, en 2000

Alí Chumacero

o la celebración de la vida Jorge Ruiz Dueñas 24 | casa del tiempo


El elogio le sienta bien a los muertos, se decía en la retórica grecorromana. Los símbolos y ciclos, también. El tiempo transcurrido, el tiempo que pudo ser, la existencia y sus hechos, cobran también en nuestra memoria colectiva la evocación de los seres admirados. Nos acercamos a las urnas funerarias con la devoción tenida a lo inasible, al recuerdo y a la esencia pérdida. Por eso hoy, en el espacio de los libros y en muchos otros donde la cultura escrita se celebra, pensamos, a cien años de su natalicio, en Alí Chumacero: patriarca de generaciones, como le ha llamado Vicente Quirarte. Por eso, vemos en el incontenible río que va a dar a la mar, que es el morir —como en las coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre—, con la memoria henchida, la posibilidad de volver a un personaje tutelar. ¿Pero cómo pensar y hacer el perfil de un poeta tan singular? ¿Cómo amagar a la muerte y traer de la niebla del sueño al hombre de la vida diaria y al hombre de letras? Su trato afable, tan nuestro como la fenomenología del relajo —para usar la frase de Jorge Portilla en su revelador discurso ensayístico— lo acercaba a todos. La risa era una señal de su presencia. Antisolemne, carismático, agudo, chispeante como la tertulia taurina. Poeta de hábitos terrenales y a la vez complejo, reflexivo y crítico. Cómo fundir, pues, la ocurrencia de relámpago feliz y el autor no complaciente; el lector adicto y el ser dionisiaco, enemigo de la seriedad porque es una forma de la muerte, según decía el vate. En la última entrevista concedida a José Ángel Leyva, apenas 22 días previos a su partida, precisó su visión de sí mismo: un poeta que decidió publicar poco —Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948), y Palabras en reposo (1956)— consciente de que su obra no era valorada inicialmente por ser un autor complejo, hasta que encontró una legión de lectores y un sinnúmero de galardones. Un creador reflexivo que, a pesar de toda creencia secular, dijo alejarse de las experiencias personales, resistente a la poesía confesional a pesar de algunos poemas que son versiones casi agustinianas de su mayor intimidad.

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Pastor de letras, cuidó con admirable perseverancia la obra ajena. A pesar de su modestia, sabemos que su labor editorial mejoró textos por más de medio siglo y que participó desde su juventud en aventuradas jornadas dedicadas a las revistas y los suplementos donde se libraron batallas estilísticas y se acuñó la creación de nuestra república de las letras del siglo pasado, es decir, la de estos años que vivimos, porque hoy la mayoría de los escritores somos también mujeres y hombres del siglo pasado. Por su aliento de juventud, apenas un poco más de dos años después de su llegada a la Ciudad de México en 1939, vale mencionar su participación fundacional en Tierra Nueva, auspiciada por la unam, con José Luis Martínez, Leopoldo Zea y Jorge González Durán, donde, se dice, buscaban equilibrar la tradición y la modernidad. En un tejido hemerográfico perseverante donde menudearon las prensas periodísticas, Alí Chumacero cultivó la recensión, la lucidez de la lectura inmediata para señalar atributos o rasgos de nuevos autores nacionales o poco conocidos de la geografía iberoamericana. ¿Cuántos escritores, como el propio José Revueltas, encontraron en Alí Chumacero un lector entendido y abierto a nuevos senderos y bifurcaciones. Al autor de Contrasuberna, a Miguel Ángel Flores, poeta reciente y prematuramente desaparecido, debemos una selección de los textos de Alí y un prólogo sustancial, resultado de investigaciones acuciosas, editado por su perdurable casa de trabajo, el Fondo de Cultura Económica: me refiero a Los momentos críticos. En esa colección elegida a su vez con la mirada escrutadora de Flores, se encuentran varios de los escritos del a sí mismo descrito como “obrero de las letras”, sobre la creación literaria y, también, sobre diversos artistas plásticos. En su momento o cuando los hechos corroboraron sus juicios, fueron referente obligado para la construcción de nuestro canon. Mi afecto y agradecimiento no me hacen imparcial en este juego de la memoria. Por ello, sólo puedo decir, como en su poema “De amorosa raíz”, que para mí, en el principio fue el nombre: Alí Chumacero. Nombre litúrgico y ardiente. Luego, su poesía. Leerla.

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Admirar su lucidez, su precisión rotunda. Tiempo después, en 1968: llegó el momento de conocer a Lourdes, su inteligente esposa; de observarla durante años, cada tarde, entre pinturas y grabados del Salón de la Plástica Mexicana que dirigió con acierto. En ella veía los ojos donde Alí, en su “Responso del peregrino”, miró “nacer la tempestad”. Más tarde, encontrar a Luis, su hijo, por mediación de Bernardo Ruiz en los inicios de la Universidad Autónoma Metropolitana, significó otra péndola del puente para llegar al poeta, abrevar de su palabra, de sus anécdotas y juicios aleccionadores. Y entre libaciones y sonrisas, aprender su sabia enseñanza de la vida. Afirmaré pues, lo que he dicho antes, porque de Alí tenemos todos, un juicio definitivo y una impagable deuda de afecto. Por ello, no he de referirme aquí a la revelación de su poesía exacta, de musicalidad absoluta y verso dominado. Ni a la originalidad de sus temas de universal raíz, en los que respira también la transgresión y la angustia como principio estético. Acaso tampoco he de aludir al gozo de su lectura y al hallazgo perpetuo de la mujer, entre ritos metamorfoseados y desprendidos de una aparente cotidianidad doméstica, hasta llevarnos con ella a orillas de la desolación donde florecen ojos verdes y ternuras bien habidas. No habré de referirme a la orfebrería de su palabra en la que no sobra ni falta; al silencio que también es parte del poema esgrimido como respiración de un canto; a la serenidad, a la tersura como eslabona imagen y ritmo; a su forma de ennoblecer el lenguaje y a la recuperación de vocablos desdeñados que adquieren luminiscencia, por el orden y el sentido dado para soportar el rigor de su mundo interior y exterior. No diré de su comentado hermetismo, consecuencia de una entrega a la búsqueda de la perfección, ni de la insospechada veta de interpretaciones que su obra contiene como las arborescencias minerales. No diré que su universo se gesta y se extingue a voluntad, o la manera como su verbo no reposa ni claudica por el agobio diario, o se asfixia con la trivialidad de la aniquilación, que no es tal, porque él la olvidaba en un abrazo carnal.


No es necesario expresar la latencia de la condición humana en cada uno de sus versos; ni cómo se perpetúa el desamor, el crimen, la iniquidad de la tribu en cada canto, sin anticipar el entusiasmo cubierto siempre por el follaje escueto y suficiente de su verdad. Tampoco diré cómo sus versos después de escuchados o leídos se multiplican en nosotros y murmuran voces, la plegaria, la letanía pródiga, en forma de marea creciente de imágenes que se instalan en el inconsciente. Y si las figuras bíblicas en su trance poético asaltan nuestra memoria, no repetiré interpretaciones que hablan de palabras-símbolo, de alquimias líricas, de la vigencia de la abstracción o la nostalgia del pecado que no ha sido confesado por el poeta. No expondré la naturaleza de sus misterios, ni las graves masas de oscuridad, donde sólo advierto — yo, ingenuo lector— la palabra desnuda o la epidermis del creador en posesión plena de sus facultades. No referiré las cadenas sensoriales escudriñando las fabulaciones del poeta, y donde dice amor y donde dice muerte, leeré sólo amor y muerte. No será preciso hablar de su larga experiencia y templado instinto literario, ni de su oído educado para afinar las cuerdas de un violín interior en medio del estruendo de la existencia; tampoco de su mesura y sus pasiones lingüísticas, ni de su tránsito silente o amistoso entre generaciones; del erotismo voluntariamente erosionado, de sus urgencias, de sus dotes sibilinas, de su recogimiento en el poema de doble lectura. Quizá no sea tampoco el caso de insistir en su juicio crítico, en su ponderación y equilibrio, en la guía eficaz de sus escritos para penetrar en la selvática espesura de casi sesenta años de literatura y arte; ni de hacer puntual recuento de su magisterio involuntario y voluntario, o de sus esfuerzos editoriales y peregrinajes. Nada diré, sobre todo esto que otros dirían mejor que yo. El arte da sentido a la existencia pero ella es, por definición, lo irrepetible. Por eso sólo evoco, como antes con él mismo, su entusiasmo por vivir y memorar su vertical forma de pasar por el mundo. Si su renuncia al proselitismo, a la celebridad gratuita y

efímera, se lían con su convicción de que el fluir de la conciencia es un misterio respetable, la reafirmación de su inusitada conducta es la euforia de sus días que hoy han sedimentado los limos de la experiencia, no como cáliz, sino como inexorable devenir donde la sonrisa es la expresión de su testimonio. Prefiero recordar a Alí brindando por la vida conmigo en un balcón de Mazatlán, ante el espectáculo inextinguible del mar. Pensar en Alí, con sus amigos viejos en busca de una mesa mientras los demás, a voces, con afecto, lo llamamos guiándole en la innecesaria solemnidad de las etiquetas. Referirme a Alí, alborozado ante la proximidad de su tierra, de Acaponeta, de su hermano y de su historia, cuando sin decirle “ven” dejaba todo. Alí y su alba cabellera, mientras algún gesto le traiciona y deja ver su dignidad de bronce clásico antes de estallar con absoluta euforia. Alí, cerca de los jóvenes —más joven que ellos— orientando sus pasos por los vericuetos de la creación. Alí, en medio de su casa-biblioteca al ubicar el lugar exacto de un libro en su alejandrina posesión, y precisar también el capítulo y la cita… Alí, observándonos desde la atalaya de sus días, divertido como marinero en fin de semana. Alí, recordando, sin amargura, sin rencores. Alí, herido por la luz de una tarde, nimbado, en medio del silencio y rodeado de su descendencia. Alí, hablando de la nobleza de los malandrines, de los cuerpos turgentes de las bailarinas o de su culminación rotunda. Alí refocilándose con sus nostalgias mientras el brillo en la mirada casi materializaba sus recuerdos. Alí hablando conmigo de mujeres hermosas, porque es inicuo hablar del poder en cualquiera de sus manifestaciones. Alí cuidando la obra ajena, deleitándose en la gestación de un libro, dispuesto a servir a la literatura con su talento. Alí diciendo que ya no tiene nada que decir, con una pierna en la vida y otra en la poesía, enhiesto en la pérdida de la amada o caminando por las calles de Gelati. Alí, esta y otras noches en vida bajo la incandescencia de las lámparas, abrumado alguna vez por nuestro afecto, siempre midiéndonos el tiempo, porque sabía que el tiempo sólo sirve para celebrar la vida…

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Raymond Carver: la disolución de la otredad

Moisés Elías Fuentes 28 | casa del tiempo

Raymond Carver en 1987. (Fotografía: Sophie Bassouls / Sygma / Sygma por Getty Images)

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En la introducción a su libro Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, el filósofo judío polaco Zygmunt Bauman apuntó esta reflexión sobre el carácter fugaz y descomprometido de las relaciones amorosas en las sociedades contemporáneas: En nuestro mundo de rampante “individualización”, las relaciones son una bendición a medias. Oscilan entre un dulce sueño y una pesadilla, y no hay manera de decir en qué momento uno se convierte en la otra. Casi todo el tiempo ambos avatares cohabitan, aunque en niveles diferentes de conciencia. En un entorno de vida moderno, las relaciones suelen ser, quizá, las encarnaciones más comunes, intensas y profundas de la ambivalencia.1

Difundido desde hace tiempo, el concepto de modernidad líquida que desarrolló Bauman aún no es del todo aceptado, quizá porque resulta demasiado subversiva la propuesta de explicar a la sociedad contemporánea como líquida, poblada por individuos compulsivos que satisfacen necesidades efímeras, incapacitados para formar lazos emocionales duraderos, agobiados por la sensación de no pertenencia. Pero, con todo y reticencias, los indicios de la modernidad líquida se advierten desde la década de 1970, justo cuando el filósofo comenzó sus estudios sobre las sociedades modernas. Se advierten a las claras en dos expresiones creativas que signaron el año 1976: Taxi driver, filme de Martin Scorsese, y el primer libro de cuentos de Raymond Carver, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, obras que coinciden tanto en el año de aparición como en el tema central: la soledad en las sociedades modernas A su muerte, el 2 de agosto de 1988, Carver había publicado ensayos de temática diversa, un puñado de poemas y cinco libros de cuentos, porque Carver Bauman, Zygmunt, Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos (Liquid Love: on the Frailty of Human Bonds), traducción de Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide, México, Fondo de Cultura Económica, 2005.

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Tiempo en la casa 52, junio-julio de 2018

Cambio de época, Antonio Toca Fernández “La velocidad de las innovaciones está aumentando progresivamente; pues basta saber que del año 1950 a 2000 hubo un promedio de una innovación cada tres meses. Estamos inmersos en una revolución —un cambio de época— que es difícil de percibir, en el que la velocidad y amplitud de los avances tecnológicos hace necesario actualizar o modificar los paradigmas de muchas actividades y profesiones”.

fue en esencia narrador y sus relatos contienen una ductilidad narrativa que todavía estamos descubriendo, lo que inscribe al autor nacido el 25 de mayo de 1938 entre los narradores estadounidenses más importantes en la segunda mitad del siglo xx. Y mucha de esa ductilidad la dedicó Carver a trazar la soledad y su huella en el erotismo, como se manifestó en ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, reunión de 22 relatos2 en los que, por debajo del discurso seco y conciso, se trasluce la ambivalencia emocional distintiva de la modernidad líquida, la soledad soterrada que altera la felicidad de los Miller en “Vecinos”: Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de cuando en cuando tenían la sensación de que en su círculo de amistades se les había relegado —y sólo a ellos—, un tanto, y que tal actitud había hecho que Bill se entregara a su trabajo de contable y que Arlene se dedicara a sus tareas de secretaria.

Reducidos a trabajos repetitivos, despojados de imaginación, los Miller se mimetizan en los Stone —matrimonio vecino al que en secreto envidian— para fantasear una vida con la vitalidad de la que ellos carecen. En otro de los cuentos, “No son tu marido”, la carencia de vitalidad se exhibe en el zafio control que ejerce Earl sobre su esposa Doreen, a la que somete a una rígida dieta para bajar de peso. Sin embargo, dicho control no logra esconder la insatisfacción sexual que ha carcomido al matrimonio, lo que se advierte en la obsesión de Earl por saber lo que otros hombres opinan del cuerpo de su esposa:

2 Carver, Raymond, Todos los cuentos, traducciones de Jesús Zulaika y Benito Gómez Ibáñez, Barcelona, Compendium, Editorial Anagrama, 2016. Las citas de cuentos de Carver provienen de este volumen.

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—Bien, ¿qué dice? —dijo Earl—. Es una pregunta. ¿Tiene o no buen aspecto? Dígame. El hombre movió con ruido el periódico. Cuando vio que Doreen se acercaba desde el otro extremo de la barra, Earl le dio un codazo al hombre en el hombro y dijo: —Le estoy hablando. Escuche. Mire qué culo. Y ahora fíjese. ¿Me pone por favor un helado de chocolate? — pidió en voz alta a Doreen.

En la literatura de Carver la soledad provoca una doble disolución del erotismo: como pasión amorosa se vacía de sentimientos; como pasión sexual se rebaja a objeto de consumo, lo que se traduce en amoríos sin sensibilidad y relaciones sexuales insatisfactorias. La narrativa de Carver responde así a la pérdida de significado de los discursos afectivos en las sociedades modernas, como indica desde el título su segunda colección de cuentos, De qué hablamos cuando hablamos de amor. Publicada en 1981, la colección concentra 17 relatos que en apariencia refrendan el laconismo discursivo del libro anterior. En apariencia, porque Carver agregó etopeyas breves y certeras que dan mayor profundidad a los protagonistas. Las etopeyas pincelan sutilmente las oscuridades emocionales e intelectuales de los personajes, que a un tiempo se aprecian vulnerables e inescrutables, como ocurre con Bill y Jerry, los inseparables amigos de “Diles a las mujeres que nos vamos”: Pero a veces Carol y Jerry empezaban a ponerse a tono sin importarles que Bill estuviera delante, y entonces Bill se levantaba y se excusaba y se iba andando hasta la estación de servicio Dezorn’s a tomarse una Coca-Cola, pues en el apartamento de Jerry no había más que una cama abatible en la sala de estar. O bien ellos se metían en el cuarto de baño, y Bill se iba a la cocina y fingía interesarse por la alacena o el frigorífico mientras trataba de no escuchar.


En oposición al postulado aristotélico que indica que en la amistad debe haber semejanza y reciprocidad, en la de Bill y Jerry se verifican las dos, pero en signo dañoso, porque actúan para recalcar que sólo comparten rasgos negativos: el desapego afectivo ante sus familias, la frustración sexual, la idea de ser viejos prematuros. Y esos rasgos se develan semejantes y recíprocos de modo brutal: el secuestro y asesinato de dos muchachas ciclistas. Inadmisible en una sociedad fanática del éxito, el fracaso agobia a los personajes al grado de que, en un divorcio, no se aclara si afecta la pérdida amorosa o el fracaso matrimonial, como ocurre en “Una conversación seria” a Burt, quien no asimila que Vera y sus hijos lo hayan olvidado tan fácilmente. Mordaz, Carver solía utilizar, como en este cuento, estructuras gramaticales simples (con las que prácticamente no alteraba la sintaxis) para subrayar el distanciamiento afectivo de los personajes: Había ido el día de Navidad a ver a su mujer y a sus hijos. Vera le había advertido de antemano. Le había hablado con claridad. Le había dicho que tenía que marcharse antes de las seis, porque su amigo iba a venir con sus hijos a cenar. Se habían sentado en la sala y abrían solemnemente los regalos que Burt les había traído. Abrieron los paquetes; otros paquetes, los que ellos abrirían luego, después de las seis, descansaban con sus alegres envoltorios bajo el árbol.

Con recursos como las estructuras gramaticales simples, Carver desarrolló una narrativa lacónica, pero a su vez llena de dobles significados, descripciones puntuales y fluidez discursiva, lo que desacredita las etiquetas de escritor minimalista o realista sucio con que pronto se le pretendió clasificar. Narrativa en acción, la de Carver se basó en la autocrítica, por lo que se revisaba y cuestionaba constantemente, de modo que no malgastó ni falsificó su ductilidad discursiva ni su agudeza en la

observación de las inseguridades anímicas del hombre y la mujer de la vida cotidiana. La economía de recursos característica de los cuentos de Carver obedece así a la idea de que la vida de todos los días sólo la percibimos mediante flashazos y fragmentos, nunca de manera completa, por lo que debemos reunir sus retazos para intentar comprenderla, como se evidencia en Catedral, colección publicada en 1983 y conformada por doce cuentos, más extensos que los de libros anteriores pero igual de escuetos de información sobre los personajes, como en “El tren”, donde atestiguamos el encuentro fortuito de tres personas que han cometido algo (¿un crimen, una traición, una fuga?) indeterminado. Al subir al tren, los pasajeros divagan sobre la historia de esos rostros sin nombre: Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto de que se hubieran ocupado aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan malo como parecía.

Con miedo inconfeso a desarropar su propio interior, los viajeros obvian la presencia de los recién llegados y se refugian en sí mismos para eludir cualquier escrutinio. El yo visualiza al otro como amenaza, algo incierto que pone en riesgo la estabilidad de lo unívoco. Por ello el relato se centra en la espera de la llegada del tren y no en las peculiaridades de los futuros pasajeros. El tren resulta axial porque, una vez que lo abordan, los tres quedan desposeídos de su otredad, que se desvanece en el anonimato, como la de los demás viajeros. Aspecto cardinal en la narrativa de Carver, los relatos no se desarrollan en ámbitos de suyo sórdidos y el discurso rehúye la coprolalia, a diferencia de autores

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como Charles Bukowski o Richard Ford, para quienes la sordidez y la coprolalia son elementos recurrentes. En cambio, se desenvolvieron en atmósferas cargadas de gran tensión anímica, en las que incluso acciones nimias auguran pequeñas desgracias individuales, mezquinas e irreversibles. Es lo que se entrevé en “Catedral”, en el que el narrador intenta describir una catedral gótica a Robert, el ciego amigo de su esposa; sin embargo, ante la imposible descripción, Robert invita a su anfitrión a que ambos dibujen el edificio: —Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece? Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo que debía hacer. —¿Y bien? —dijo—. ¿Estás mirándolo? Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero no tenía la impresión de encontrarme dentro de algo. —Es verdaderamente extraordinario —dije.

El narrador y su esposa se han despersonalizado al punto de que no tienen nombre; son un matrimonio sin secretos, sin asombros, despojados de otredad. La visita de Robert desconcierta al narrador porque lo obliga a reconocer que existe la otredad, a pesar del microcosmos inmóvil que ha construido a su alrededor. Sin embargo, cuando el ciego lo empuja a salir de sí con el dibujo, el narrador comprende que nunca ha pertenecido a ninguna parte: “Pero no tenía la impresión de encontrarme dentro de algo”. La develación lo altera en el sentido etimológico del verbo, es decir, lo convierte en otro. La oración que emite al final refleja asombro y ansiedad: “Es verdaderamente extraordinario”. Asombro por haber hallado su otredad, ansiedad frente a la evidencia de que al negar su otredad, se ha negado La disolución de la otredad es también la de sí mismo. Es la paradoja de la sociedad moderna, obsesionada por el consumo, que para realizarse exige a un tiempo individualismo y masificación, apropiación y fugacidad. Leer los relatos de Carver es transitar por los suburbios y los pueblos, los bares y los comedores donde dicha paradoja forma parte de la cotidianidad, imperceptible como las pequeñas derrotas que persiguen a los hombres y las mujeres de la vida diaria.

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Agradecemos a Lourdes Hernรกndez Fuentes las facilidades para la publicaciรณn de estas imรกgenes.

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Construir sentido en la búsqueda de los lenguajes.

Entrevista con Víctor Muñoz Fabiola Camacho Navarrete

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Víctor Muñoz (Ciudad de México, 1948) se ha destacado por ser un artista cuyas prácticas de resistencia frente a la violencia institucionalizada configuran prácticamente toda su producción. Tanto en su experiencia individual como colectiva, ha dejado una impronta dentro de la historia del arte moderno y contemporáneo que se conecta directamente con el quehacer artístico y político de Felipe Ehrenberg (Ciudad de México, 1943 - 2017), ambos crearon redes de trabajo y de pensamiento, no sólo gracias a Grupo Proceso Pentágono —del cual Muñoz junto con Carlos Finck y José Antonio Hernández, fue miembro fundador, y que integró posteriormente a Ehrenberg ante la invitación de la X Bienal de París en 1977— sino también gracias a la amistad y las pasiones que los unieron como parte de una tradición. Cabe señalar que la obra de ambos artistas y lo sucedido en Grupo Proceso Pentágono transcurren en un contexto donde la violencia de Estado —la mano dura institucionalizada— procuró quebrar las bases de los procesos de resistencia social emergidos a partir de la matanza estudiantil de 1968, la persecución posterior, los hechos de 1971 y el período de guerra sucia, procesos que, como lo expresa Muñoz, nos siguieron hasta estos días. Dentro de la producción artística, ¿cuáles son las diferencias con el trabajo en colectivo? Hay en todas las personas cosas que te modifican la vida, el destino, el sentido de la trayectoria. Y a mi generación la modificó el movimiento del 68. He reflexionado durante mucho tiempo sobre esto y he llegado a algunas respuestas que son ya para mí un cliché, pero hay que decirlas. Yo estuve en una escuela profesional de arte durante cinco años y trabajábamos de lunes a viernes de ocho de la mañana a ocho de la noche, y los sábados de ocho de la mañana a dos de la tarde, pero en una escuela que lo que nos aportaba era el oficio pictórico, escultórico o gráfico. Sin embargo, algo pasaba en el ambiente. Un día llega un antropólogo a darnos una charla sobre los entonces recientes descubrimientos en Bonampak y nos dice: “Bueno, Bonampak es un asunto muy interesante en el que pudimos a través de rayos X ver el muro y ver que no había tareas”. En el fresco, las tareas es la parte que puede pintar un autor en unas cuantas horas mientras el yeso tiene la capacidad de absorber el pigmento. Al descubrir que los muros de Bonampak son completos en cuanto a la colocación de la capa de yeso, lo que este antropólogo intuía es que no había

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un sólo pintor, sino varios al mismo tiempo. Y en los murales en Bonampak parece ser una sola mano, un sólo artista. Unas semanas antes del conflicto en la Ciudadela en 1968, por alguna razón llegué al Museo Universitario de Ciencias y Artes, junto a Arquitectura, y sabía que en días más se iba a inaugurar la exposición de Arte Cinético, que era una exposición de arte de vanguardia en ese momento. Y me encontré a alguien que estaba solo, en un rincón, cubriendo de pintura gris unas hojas de triplay. Me acerqué y le dije: “¿Quieres que te ayude?” Y me dijo sí y me quedé toda la tarde. Era una pieza muy bonita. Era un cubículo octagonal, alto, de 2.40, y en medio había una especie de montaña de arena, y arriba de la montaña había un foco. El juego era con un sensor, una especie de dimmer, y el público al cruzar ese espacio por la orilla de la montaña hacía que el foco encendiera más o menos. Ese era el juego de esa pieza. Cuando salí esa tarde de ayudarle me fui muy inquieto porque me preguntaba si eso que estaba haciendo era arte, entonces a mí qué me estaban enseñando en la escuela. Mis profesores de la escuela eran los artistas de la tercera generación de la escuela mexicana o del muralismo. Me fui con esa inquietud y llegó el movimiento del 68, la asamblea de la escuela elige a sus representantes, ya había declarado huelga, y quedé en tercer lugar de la votación. Me quedé los dos meses del movimiento encargado de organizar y ciudar todo lo que se hacía en la escuela. Y empezamos a hacer gráfica —que era los que podíamos reproducir con mayor facilidad porque teníamos los talleres de grabado a nuestro alcance— con un cierto sentido colectivo, un sentido colaborativo: uno dibujaba, otro serigrafiaba, el otro terminaba o imprimía y el otro le ayudaba a buscar el papel. Y entre dos o tres hacían una placa y hacían cientos de reproducciones para que hubiera estos carteles. Este ambiente de colaboración y de búsqueda de un objetivo común, aunado a la idea de que las artes no tienen que ser expresión de la individualidad absoluta, se juntaron más tarde en proyectos inquietos.

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En enero del 73, un compañero escultor había invitado a amigos suyos, escultores, a una exposición colectiva en la Galería José María Velasco, un mes antes sus amigos escultores le dicen que no van a participar porque no tienen piezas y ese escultor nos llama y nos invita a participar. Y los tres que éramos, Carlos Finck, José Antonio Hernández Amezcua y yo aceptamos para ayudar a este compañero escultor a que saliera del compromiso. Estuve trabajando en la galería los cinco días anteriores y lo que hice fue una especie de ambientación, instalación sobre el 2 de octubre que consistía en un piso blanco, y sobre él, coloqué lo que los compañeros que habían asistido al mitin habían dejado en la huida: los zapatos, ropa o el periódico o la bolsa de la señora que se cayó o la muñeca de la niña. Para el público cerré las dos mamparas con una especie de tela negra de ambos lados, tensada, y corté la tela con navaja y se veía una especie de oquedad y la gente entraba al piso blanco a partir de la oquedad. En la otra instalación que hice fue una ironía sobre el futbol, un pedazo de portería, la red, y muchos periódicos deportivos, que era lo que me obsesionaba, que hubiera tanta prensa deportiva dedicada sólo al futbol y algunos balones. Eso fue lo que presenté. Cuando el lunes llegó José Antonio Hernández y vio lo que yo había hecho el fin de semana dejó sus cuadros y se fue a la tlapalería a comprar alambre de púas. Descolgó sus cuadros y cerró el espacio donde estaban con alambre de púas y puso un letrero donde decía: “Esta exposición no se ve por la represión”. Después aceptamos la propuesta de Raquel Tibol para un ciclo que se llamó “La razón y los encuentros”, donde desarrollamos la pieza Nivel informativo, que todavía mantiene los tres espacios de cada uno. La primera parte de la exposición iba a ser el trabajo en el sitio, la inauguración sería a la mitad, y la segunda parte iban a ser otras acciones. Raquel Tibol, cuando se inauguró, escribe en el periódico algo así como “extrañamente, no estuvo la familia artística de México”. Los asistentes a la inauguración eran empleados, obreros, amas de casa, pues eran nuestros amigos. Entonces entendimos que


había la posibilidad de hacer las cosas para otro tipo de público, en otros sitios. En 1974, a principios, Helen Escobedo organiza en el muca una exposición que se llamó “El arte conceptual frente al problema latinoamericano”, que venía de Buenos Aires, y que habían invitado a los artistas a poner su idea en un plano de arquitectura, la idea de su obra conceptual. Así empezamos a discutir concretamente y acordamos que cada quién haría una pieza individual, y en el camino decidimos hacer otras dos, colectivas. Así empezó el trabajo colectivo, incluso durante muchos años no tuvimos nombre hasta que fue necesario porque querían que participáramos en la bienal de París. Me llamó Juan Acha, quien nos había conocido haciendo nuestras loqueras y nos dijo: “Felipe Ehrenberg quiere participar con ustedes en la bienal de París, ¿tú crees que su grupo aceptaría?”. “No sé, de mi parte no hay ninguna objeción”. Hernández Amezcua estaba fuera de México, ilocalizable, y Finck dijo que sí. Finck y yo habíamos conocido a Felipe en una reunión que hubo de artistas conceptuales en el año 76, en el Simposio Zacualpan, también una iniciativa de Juan Acha. Entonces ingresó Felipe y lo primero que hicimos fue ponerle nombre al grupo. Felipe llega con la propuesta de que se llame “Pentágono”, porque todos teníamos que ver con el Pentágono norteamericano, y yo llevaba la propuesta que nos llamáramos “Proceso”, porque nuestra idea del arte era un proceso, no era un objeto. Entonces no excluimos ninguno de los nombres, vamos a llamarnos Proceso Pentágono. Ya dentro de Proceso Pentágono las obras tenían desde su inicio un carácter absolutamente colectivo que era diferente de la colaboración de otros grupos en la plástica porque lo colectivo implica que desde la conceptualización de la obra, desde la planificación, desde el sentido, el tema, o a lo que te quieres referir con la obra, desde ahí hay que hacerlo de manera compartida. Y desde ahí nace lo colectivo hasta la decisión de dónde se va a exponer, a quién se lo llevas, cuánto tiempo, todo lo toma el grupo de manera conjunta.

La década de los setenta será un prueba de resistencia social para prácticamente toda América Latina. Las propuestas integradas a lo que hoy veríamos como un programa político dispuesto desde la mirada nos otorgan resonancias desde Argentina, con Tucumán Arde, Chile con la Escena de Avanzada y México con la época de Los grupos. Aunque existen diferencias radicales, pues en el resto de la región se vivió abiertamente un régimen de dictadura y en el caso de México existió un proceso de legitimidad de un discurso igual de represor y violento pero con una especie de democratización ante la mirada occidental, en los tres casos encontramos una forma de construir una idea de política y de vanguardia. ¿Existe un arte político o todo arte es político? Dependiendo del estrato conceptual en el que estemos hablando. Si lo planteáramos en los términos de la estética y en un nivel que no alcanza a tener la dimensión de las amplias mayorías, sí, todo arte es político. Las artes en general, incluyendo las populares, buscan construir un sentido a la existencia, a la comunidad, a

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humano y no esta caterva de violaciones salvajes a la vida comunitaria que significa el capitalismo.

la vida colectiva de la especie. Y es por lo tanto un nivel de comunicación complejo en el que las artes buscan reflexionar sobre estos problemas y buscan construcciones de sentido. Por eso es muy importante que a lo largo del siglo veinte, lo que nos ha enseñado es una intensión de abordar la insuficiencia de los lenguajes, y esta insuficiencia de los lenguajes que en realidad es una crisis, las experiencias de las artes en varios géneros a lo largo del siglo veinte nos muestran la necesidad de atender los lenguajes, y por lo tanto el reconocimiento de insuficiencia y de crisis. Por eso ves las vanguardias, la experimentación, el surgimiento de artes a contraflujo de la historia del arte, incluso artes que niegan a partir de la fundamentación de la crítica a la civilización occidental, niegan la posibilidad de ser lo necesario en el arte, es decir, vanguardias que niegan el pasado, incluso el pasado clásico de las artes en occidente. En ese contexto está mi preocupación personal y la de mi generación, lo que he conocido, pero también es una dificultad que rebasa las fronteras nacionales. Estamos hablando de la necesidad de la creación de lenguajes que nos ayuden a construir cultura en un sentido

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Como creador en solitario y en colectivo y con todas las conexiones que tuvo con América Latina respecto a la vanguardia, ¿cuál fue la vivencia de esta vanguardia en México? En el plano reflexivo, y aquí quiero decir que todas las artes van acompañadas de discursos y en particular el discurso histórico del arte tiene un diálogo complejo con la realidad de las artes, a nivel del análisis estético o histórico de las vanguardias en América Latina, o en general en el mundo, hay una especie de tendencia a la generalización. No creo que pudieran conectarse de manera lineal o íntegra las posturas dadaístas o las posturas estridentistas, por ejemplo. Hay más bien un pensamiento de época, hay también un convencimiento general de los géneros, de los paradigmas o de los cánones de cada una de las artes y ahí se atrapa el discurso histórico y el discurso estético, pero la verdad es que compartimos transnacionalmente, desde hace quinientos años, conflictos de carácter cultural y social en América Latina, que son semejantes en su esencia a los conflictos de otras regiones de occidente, aun en regiones con desarrollos diferentes. Ese compartir cuestiones esenciales de los conflictos de la presencia humana, hace que en cada región y en cada momento la expresión artística adquiera particularidades. Obviamente reconocemos con cierta facilidad las semejanzas culturales y políticas de este subcontinente que llamamos América Latina porque tenemos unos procesos históricos semejantes. Y es comprensible que las inquietudes en búsqueda de lenguajes o de atención a conflictos históricos o sociales tengan las especificidades de cada territorio. En este sentido, las vanguardias de mitad del siglo veinte en Brasil, en Argentina, en Chile o en Colombia o en México tienen elementos en común, una especie de actitud, espíritu que se comparte a nivel del pensamiento cultural del momento, y del estado del lenguaje en general, pero también tienen la parte que no se comparte, que son los casos


específicos de tipo social o político de cada una de estas sociedades y también de los propios desarrollos culturales en esta diversidad cultural que somos en el mundo contemporáneo. Yo explico así por qué las vanguardias tienen elementos en común y elementos específicos. Por ejemplo, cuando en algún momento analizamos conceptualismo, hace treinta y tantos años, una investigadora brasileña, Aracy Amaral, señalaba con mucha precisión que el conceptualismo anglosajón no podía ser como el conceptualismo latinoamericano, porque los dos conceptualismos preocupados por elementos del lenguaje tenían un respaldo cultural e histórico social distinto. Los conceptualismos latinoamericanos son enfáticamente políticos. No en el sentido de la propaganda o de la democracia partidaria, sino en el sentido de las preocupaciones sociales. Frente a esto, a su búsqueda que es una condición vital, junto a la de Felipe Ehrenberg, ¿cómo usted, como artista en activo, ve la trayectoria del maestro Ehrenberg, su construcción, incluso como curador de la exposición La última y nos vamos? De hecho yo no soy curador, pero tenía ese compromiso con él cuando regresa de Brasil y se da cuenta que está enfermo, que tiene cáncer, y nos encontramos varias veces por motivos del grupo. Acabábamos de vender el archivo al muac, y democráticamente era que lo que pagara el museo, lo que fuera, estuviera dividido entre los compañeros del grupo, sin excepción. Simplemente hacer la cuenta de cuánto tiempo estuvieron trabajando con el grupo y esa es una proporción que equiparamos con el dinero y se distribuyó el dinero y tenía que ser transparente, abierto con todos. Felipe recibió su dinero y los estudios de tiempo de participación, etcétera. Yo estaba en eso y un día me llama Francisco Rodríguez, quien era el director de Artes Visuales y Escénicas hace unos años, y me dijo que le hablaron del issste, que ellos querían apoyar con una exposición de Felipe Ehrenberg, que si quería hacer la exposición de Felipe. Me fui a comer con Ehrenberg

un fin de semana, en su taller-casa en Ahuatepec. Teníamos un tiempo de no vernos y me mostró las series últimas que había estado haciendo, me mostró obras que había recuperado de treinta años atrás, porque él le escribía a las galerías en Guadalajara o en Tijuana y le estaban devolviendo obra que se habían quedado sin ser dueñas, y estaba muy contento. Me dijo que no le interesaba una exposición retrospectiva, era muy difícil. Manchuria nos costó mucho trabajo en el Museo de Arte Moderno porque él no tenía un directorio de coleccionistas, habían pasado muchos años y la obra estaba dispersa, él tenía obra pero no era mucha, y a él le interesaba más lo reciente que había hecho. Así que me mostró algo de lo más reciente, algo de los memes y otras series. Entonces me dijo que hiciéramos eso. Yo contaba con que él estuviera vivo, que fuera una exposición de un artista con sus últimos trabajos. En el camino pasa que muere y entonces a los pocos meses replanteé la exposición sabiendo que yo tenía que ser un núcleo museográfico que hable de quién es Felipe Ehrenberg ante el público, y luego con otros núcleos con las series que desarrolló en los últimos años. Esa es la estructura de la exposición. Es una decisión de amistad y de reconocimiento a un compañero que tiene ese tono. Su obra me parece muy importante en el arte mexicano, pero es muy importante para un tipo de pensamiento. Si tú no sabes estas dificultades de las que hemos platicado ahora, de los lenguajes, de las artes, de las crisis, de las insuficiencias por construir sentido, si no nos metemos en este terreno, no podemos ver la importancia de lo que se hace. Hoy todavía existe público y pensamiento, sí muy dignos y muy respetables, pero que se quedan en el nivel de la belleza plástica, en el nivel de me gusta o no me gusta, en el nivel de si es una obra muy mimética con la realidad, etcétera. Son los diferentes niveles de lectura en las artes visuales. Por eso decía que la importancia de Ehrenberg radica, sobre todo, en desde qué estrato de lectura estamos hablando del arte mexicano. Y ahí es donde vemos a un

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artista que se confronta con la búsqueda de lenguajes que está desesperado por ser eficiente en su discurso, que prueba por muchos lados, incluso los lados actorales, performáticos, vitales, de obra corporal, pero también de etnográfica, de trabajo colectivo; él formó varios proyectos colectivos, con mucha carga social, por ejemplo H2O, que es un trabajo dedicado a las comunidades más desprovistas de recursos para ser escritores o editores, y también el Frente Mexicano de Trabajadores de la Cultura, que participó en esa creación con nosotros, el mismo grupo sustentable, entre otros proyectos, con objetivo de público amplio. Aunque han pasado cuatro décadas de la X Bienal de Jóvenes de París, parece que la mirada hacia el arte mexicano desde la institucionalidad del Estado no ha cambiado radicalmente, sin embargo ha cambiado el sentido de las bienales, así como el papel que juega el mercado frente a las necesidades estéticas y políticas de los artistas y sus procesos de creación. En la carta que le escribe a Carlos Finck desde la bienal ya se veía el tema de los recursos, que desde los sesenta y setenta no existían, ¿cómo se veía aun así la propuesta del panel mexicano en la bienal, ante el ojo extranjero, aun con esos limitados recursos, ante esa institución? En México se quedaron cortos, nunca entendieron lo que pasó en París que para mí fue muy importante. El grupo suma trabajaba en la calle, fundamentalmente; nuestra obra no estaba en la calle, sino de la calle metíamos los elementos al estudio, al taller, pero nos sorprende que al llegar a la bienal, en la parte correspondiente a Francia había un grupo que se llamaba Untel, que tenía una instalación en donde habían metido a la sede de la bienal los muebles de un supermercado, pero en lugar de productos de consumo cotidiano tenían productos, embalados y presentados al público como si fueran de consumo comercial, de cosas que habían encontrado en la calle, basura, hojas de árboles, lo que ellos veían interesante en la calle lo empaquetaban como si fueran una empresa y lo tenían colocado en esos stands de supermercado que habían puesto en su obra; había otro grupo de Marruecos

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que tenía una especie de instalación, y lo primero que pensé es que ellos no sabían que en México existían grupos y nosotros no sabíamos que ahí había grupos. Y ahora he estado trabajando el Modernismo a nivel de investigación y el problema es muy semejante. Hay un pensamiento de época, aunque obviamente hay autores que marcan el avance, que hace que sin conocerse, las inquietudes sobre cómo abordar los lenguajes y qué temáticas abordar sean semejantes en la cultura. La cultura rebasa la frontera nacional o regional, aunque adquiera especificidades locales, a su nivel de lenguaje y de concepto o de planteamiento estético, hay semejanzas por el espíritu de la época y yo así leí lo que sucedió en la bienal. Hubo una gran discusión en París, en las notas de arte de toda la prensa parisina estaba siempre la referencia a los grupos mexicanos. Los mejores críticos parisinos reconocieron el trabajo que habían hecho los grupos. Ya como grupos mexicanos organizamos un encuentro que llamamos “Encuentro intercontinental” con los artistas y escritores latinoamericanos que quisieran participar que vivieran en París con nosotros. A partir, sobre todo, de un texto que nos escribió Gabriel García Márquez, que es una carta que le envía a Julio Cortázar para que convoque a artistas latinoamericanos en París para esta reunión. Entonces ahí discutimos con algunos artistas mexicanos becados, algunos escritores latinoamericanos que habían asistido a este coloquio que duró sólo un día, pero que fue interesante porque alguien nos hizo el señalamiento —tal vez algún estudiante de Ciencia Política, de Sociología, mexicano, que estudiaba en París— que estábamos tocando mucho el problema de las dictaduras en América Latina, y en México teníamos el problema de una partido único que tenía más de cincuenta años, en ese momento. Y pensé: estamos volteando a ver el drama de la represión de las dictaduras y de la tortura en Uruguay o en Brasil o en Chile o en Argentina y no estamos siendo lo suficientemente elocuentes con lo que está pasando en México. Ese cambio para mí fue muy importante, si observan la diferencia entre las referencias de contenido de la


pieza Pentágono, que fue la de París, con 1929: Proceso, hay un cambio sustancial en el sentido. El trabajo colectivo, en este periodo, tuvo un gran avance, pero fracasó; ¿porque para qué es el arte, para qué son las prácticas artísticas si no son para cambiar la vida y la mentalidad de las personas? Si eso no sucede, entonces, ¿en dónde estamos? El otro día, en un seminario no sé si alguien se molestó, pero sí hubo un brinco porque dije que antes de 68 nosotros admirábamos a los artistas de la generación de ruptura; después de 68 nos olvidamos de ellos porque ellos participando o viviendo o conociendo lo que había sucedido en 68 en México no pudieron o ese hecho no alteró en absolutamente nada su obra artística. Y yo digo que si una crisis social y política como la del 68 no modifica tu vida y tu lenguaje estás perdido. Estaban tan asegurados en el uso de sus lenguajes que pasó el movimiento y siguieron haciendo exactamente lo mismo. Nosotros ya no podíamos seguir haciendo lo mismo. Yo no sé si lo que hacemos nosotros no es arte, no me importa, o si lo que ellos hacen sí es arte, tampoco me importa, pero yo digo que un espíritu, una conciencia, una sensibilidad artística frente a un hecho como ese, donde un sátrapa planea con su gente una embocada a un mitin pacífico de jóvenes, y la ejecutan para acabar con un movimiento democrático, si eso no nos hace cambiar nuestra visión de las cosas, no sé qué es lo que lo va a hacer. Es tan fuerte como la desaparición de los 43 o lo que está pasando ahora con tanto crimen, con tanto asesinato, tanta desaparición forzada. Ese es el punto en el que estamos, en el que yo me quedé. A mí no me importa que mi obra personal sea escueta, sea breve, porque otras cosas me han ocupado y también considero que mi función tiene que ser así porque así la pienso. ¿El mercado mata ese sentido dentro del campo artístico? Sí. Es un territorio aparte. Los artistas tienen derecho a pedir, como los escritores o los músicos o los escénicos, poder vivir de sus prácticas. Pero el arte contemporáneo está totalmente sujeto a la relación estética-ética, así lo tenemos que entender, y si hay una

falla ética fuerte, la parte estética pierde todo. Si el mercado los atrapa y se los come, es porque no han tenido los elementos suficientes para contrarrestarlo. ¿Cuál es el mejor Ehrenberg para Víctor Muñoz? Para mí, habría que decir dos cosas: es un gran dibujante y tiene una cualidad que es la actitud frente a la vida y a las cosas. ¿Qué es en la jerarquía de valores lo primero que pones? Y muchas generaciones jóvenes, y también antiguas, no están entendiendo. No se entiende que es mucho más importante esta antología de las prácticas artísticas a salvo de todo lo que las contamina, como el mercado, la egolatría, en fin. Y que en el presente las prácticas artísticas tienen que enfrentarse a la complejidad de conocer esta realidad que nos toca. Ya no podemos hacer un arte, aunque sí se puede y sí se hace, o seguir siendo artistas ignorantes de las situaciones tan complejas del mundo contemporáneo. Hay una serie erótica fuerte. Es la actitud de Felipe como artista lo más importante, esta actitud de búsqueda, de no permitir que el lenguaje te coma, si no que tienes que modificar el lenguaje e intentar modificarlo para ser eficiente en tu nivel comunicativo. Esa actitud para mí es la actitud que, ahora que he estado revisando sus materiales de casi adolescente, ahí está, es parte de su personalidad. Eso me sorprendió mucho. A él lo conocí en 73 cuando presentó Chicles, chocolates y cacahuates, pero antes, en 65 o 66, él hace una exposición en Las Pérgolas de la Alameda donde, además de los dibujos o acuarelas que tenía colocadas en la exposición, en la inauguración realiza un protoperformance donde se monta en una escalera de tijera y dialoga con el público que asistió a la inauguración y establece un diálogo, y de pronto, en el diálogo, en lugar de hablar, sacaba palabras que llevaba preparadas como respuestas, de modo muy lúdico; esto me habla, más que él anticipe algo —porque a él le encantaba hablar de que él fue el primero que hizo y que no hizo— me interesa de esa noche la actitud, esa actitud no solemne, de búsqueda, de arriesgarse hasta físicamente que implican las artes que van a venir en la segunda mitad del siglo xx.

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El arte de divulgar la ciencia Andrés García Barrios

“La primera conferencia en las ciencias de Geografía y Astronomía”, grabado para Universal Magazine por J. Minton, Londres, 1748. (Imagen: Hulton Archive / Getty Images)

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Somos muchas las personas que, deseosas de adentrarnos en el país del conocimiento científico, recurrimos no a las fuentes originales sino a libros y artículos de divulgación. Por evitar el verdadero estudio, cruzamos la frontera como indocumentados, y acudimos a esa suerte de “polleros” que son los divulgadores. No siempre sin peligro. Como a todo migrante ilegal, muchos “polleros” nos engañan, prometiendo que nos simplificarán el paso y nos permitirán movernos por el lugar a nuestras anchas. Sin embargo, una vez que damos el paso dentro, nos topamos con un intrincado territorio de acertijos, de los que sólo nos libramos cruzando de regreso las fronteras, es decir cerrando el libro. Entonces caemos devastados por la frustración aunque, hay que confesarlo, con una profunda respiración de alivio. Tampoco cabe duda de que algunos “polleros” son personas bien intencionadas. En el prefacio a su libro El camino a la realidad (que sólo tiene 1 500 páginas), el famoso físico Roger Penrose nos dice que para explicarnos los principios que rigen al universo le ha sido inevitable usar las matemáticas, pero se muestra comprensivo con los que nos aterrorizamos con las fórmulas. Por eso ha dividido el libro en cuatro niveles de comprensión, uno de los cuales está dirigido especialmente a nosotros, que aunque leamos sólo los fragmentos en prosa y nos saltemos los números, aun así tendremos al final una comprensión bastante buena de lo que se está hablando. Con esa maravillosa promesa, comenzamos la travesía, felices de que al final tendremos una idea de lo que es la “realidad”. Avanzamos pues por todos los

pasajes en prosa, sorteando graciosamente los números como quien va dando brincos entre pequeñas grietas. Sin embargo, conforme caminamos hacia la realidad prometida, esos pasajes se vuelven cada vez más oscuros, se llenan ellos mismos de signos extraños, y los números empiezan a proliferar, hasta el punto de que de pronto estamos a la mitad de un inmenso desierto viendo cómo por todos lados se abren inmensas hendiduras matemáticas y sólo aquí y allá hay sobresale un peñasco firme. ¡Horror! Lo peor es que, cuando uno ya ha caído en la tentación de comprender el universo entero, no resulta fácil decir simplemente “¡Ay, ya!”, y cerrar el libro. Atrapados en la ilusión, tenemos que ir saliendo de ella despacio, retrocediendo paso a paso por el mismo camino hasta la frontera de vuelta. Buenos y malos guías Son muchos los libros de divulgación de la ciencia que, aunque aseguran ser de nivel básico, he tenido que cerrar sin terminarlos. A estas alturas ya cuento con algunas ideas sobre lo que es y no es un buen divulgador. Me he dado cuenta de que uno bueno, como todo buen guía, siempre comienza el trayecto junto a ti, y recorre el camino igual que tú. De pie a tu lado contempla el territorio con la misma incertidumbre con que tú lo haces, y va avanzando paso a paso, cerciorándose no sólo de que entiendes sino de que él mismo está entendiendo todo nuevamente. El mal divulgador, en cambio, no vuelve a repetir el proceso, escribe desde su posición de conocedor, explicando la forma en que cree haber llegado él mismo al conocimiento. Lo cierto es que no tendría por qué haber problema con

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esto si fuera posible acordarse de cada uno de los pasos por los que uno llegó a conocer algo. Pero en general nuestra memoria tiende a recordar sólo los puntos del trayecto que fueron clave para nosotros y no la totalidad de la experiencia. Siguiendo este método sólo se consigue describir un territorio lleno de huecos, con algunas paradas importantes pero con muy poca información entre ellas. Con ese mapa tan fragmentado, inevitablemente el lector se pierde. Un error muy común al recorrer el camino en sentido contrario —es decir, del saber al no saber— es utilizar las referencias de atrás para adelante, tal como hizo aquel informante al que le preguntaron “¿Cómo se llega a la playa?”, y respondió: “Váyase aquí todo derecho y dos kilómetros antes de la vía del tren dé vuelta a la izquierda.” Con este tipo de divulgador, uno debe estar dispuesto a avanzar algunos tramos a ciegas antes de enterarse de cuál es la pregunta a aquella respuesta incomprensible que hace rato quedó atrás. Con muchas ganas de aprender, uno puede soportar este rodeo un par de veces, pero si se repite demasiado, uno cierra el libro. Aclaro: esta actitud no tiene por qué ser mal intencionada. En 17 Ecuaciones Matemáticas, de Ian Stewart, y El Universo Cuántico, de Cox y Forshaw, los autores arrancan de manera excelente pero muy pronto empiezan a exigirte más de lo que puedes darles; sin embargo, lo hacen de un modo tan relajado que es obvio que no se dan cuenta cuando para ti ya todo el texto se convirtió en incógnita. Así, llega el momento en que simplemente te quedas viendo cómo ellos siguen adelante otras trescientas páginas mientras tú ya renunciaste al viaje. El error contrario Otro tipo de divulgador peca de minucioso e intenta abarcar cada uno de los detalles del trayecto, al grado de volverlo tedioso. Tengo también dos ejemplos. Se trata de El emperador de todos los males, de Sidharta Mukherjee, y Tesla, inventor de la era eléctrica, de W. Bernard Carlson, que comienzan de forma amena, avanzando paso

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a paso a un lado nuestro, dando explicaciones técnicas interesantes y accesibles, y poniendo énfasis en lo anecdótico para hacer agradable el trayecto. Con este inicio, uno no puede más que entusiasmarse pues ambos libros tienen cada uno más de quinientas páginas y por tanto prometen mucha diversión y conocimiento. Sin embargo poco a poco todo ese ritmo vital inicial se frena; los autores empiezan a entrar en pormenores biográficos que rebasan nuestra curiosidad y que sólo pueden interesar a los estudiosos; a la vez, sus explicaciones técnicas o científicas se vuelven cada vez más complicadas. Aburren cuando todavía quedan cientos de hojas por delante. Maliciosamente uno puede pensar que en un principio fueron textos con un destino académico a los que se retocó para popularizarlos. El caso es que en un afán por el detalle, ambos perdieron la frescura inicial, y la aventura se convirtió en una especie de disección de laboratorio donde el ser que estaba vivo acabó muerto. Acróbatas Quizás la mayor virtud del divulgador es saber qué tanto puede simplificar los datos para hacerlos accesibles al lector común. En la mayoría de los casos, la simplificación del saber científico implica un riesgo. Las categorías de la ciencia son estrictas: se expresan en un lenguaje preciso con la medida exacta y en la dirección correcta, y no permiten atajos ni desviaciones y mucho menos metáforas u otro tipo de recursos poéticos. Pocas veces se puede explicar de forma sencilla sus contenidos sin desvirtuarlos. Sin embargo, es un hecho que el divulgador no puede prescindir de la simplificación: presentar los datos con su dureza original sería como sentar al lector en una banca de la escuela, y eso es justamente lo que se quiere evitar. Necesita recurrir a herramientas que aligeren la información. Inevitablemente termina convirtiéndose en una especie de acróbata que avanza sobre una cuerda floja que de un lado tiene el abismo de la estricta verdad, y del otro el de la mentira piadosa. Su arte —el de divulgar la ciencia— está en no caer ni de un lado ni de otro.


Ese equilibrio sólo lo logra con creatividad, o más claramente, con creatividad poética. La creatividad poética es lo único que permite a los seres humanos mantenerse en el punto exacto donde las cosas no son ni verdad ni engaño. Desde ese sitio, guardando un equilibrio tan perfecto como fugaz, y por momentos sublime, el divulgador contempla el mundo como un espejismo, algo que no se debe tocar para que no se desvanezca. Sabe que no va a alcanzarlo jamás, que lo más que puede hacer es señalarlo desde una mayor o menor distancia, diciendo “ahí está, es así o asado, se parece a esto o a lo otro”, conservando siempre el punto de equilibrio donde las cosas no son ciertas ni falsas. Tengo tres ejemplos en los que el acróbata trastabillea feamente. Los dos primeros son casos de connotados científicos que quieren hacer divulgación pero no admiten que el vértigo de la creatividad poética es parte del oficio, y por tanto, cuando llega el momento de emplearla, la manejan con tanta torpeza que desbarran, tropiezan y hacen que todo el resto del acto pierda brillo. Eso le pasa a Brian Greene en su famoso El universo elegante. Cuando asegura que la teoría de cuerdas está a punto de resolver todos los enigmas del universo, es obvio que está permitiéndose rebasar lo científico y demostrable; sin embargo, no consigue que su idea, al desbordarse, caiga en el terreno literario. Le falta poesía. Ciertamente —como propuso Kant—, la ciencia no puede existir sin idealizar sus alcances, es decir, el conocimiento es posible sólo si aspira a resolver todas las preguntas; pero Greene olvida (o desconoce) que ese ideal debe conservar siempre su carácter de espejismo, que “el día en que todo dilema será resuelto” es un día mítico (igual que aquel lejano tiempo de “había una vez”), y que por tanto sólo se puede expresar mediante la creatividad poética. Algo parecido le pasa a Joaquín N. Fuster cuando en su libro Neurociencia. Los cimientos cerebrales de nuestra libertad afirma que el cerebro es el órgano más desarrollado del universo. No hay nada científico en su afirmación, nada comprobable; a lo sumo se trata de

una intuición filosófica, aunque más bien parece sólo mala literatura: una desafortunada expresión del ideal de que los seres humanos —ahora simbolizados en la corteza cerebral— podemos entenderlo todo. No sólo los cientificistas pierden el equilibrio. Mi último ejemplo es un libro que se titula: Por qué la ciencia no refuta a Dios. Ahí, Emir D. Aczel intenta un valiente desafío intelectual a los científicos que atacan a la religión y afirman que la ciencia niega la existencia de un Creador. El autor procede ante estos ataques con contrargumentos científicos y un poco de filosofía de la ciencia y de sentido común. Sin embargo, le falta el ingrediente esencial: buena literatura. Dado que la existencia de Dios pertenece al terreno del mito, a Aczel los recursos racionales terminan por agotársele sin que haya podido demostrar nada ni haya logrado cuestionar en un ápice a sus rivales. Quizás el malentendido está en que éstos supuestamente proceden de manera racional en sus argumentaciones, y que es necesario refutarlos por los mismos medios. Pero en realidad, desde que se han puesto a hablar de la existencia de Dios, aquellos ateos científicos lo que han hecho es internarse en terreno mítico y su tono racionalista resulta sólo mala literatura. El ateísmo no es ni cierto ni falso, es una visión tan mítica como creer en Dios, por lo que refutarlo o aceptarlo sólo se puede hacer mediante el lenguaje poético. Estos tres casos que menciono son intentos fallidos de poner a dialogar los datos de la ciencia con los espejismos del ideal. Tal vez la filosofía sí lo logre, no lo sé, pero su compleja racionalidad casi siempre resulta ajena al público común. A final de cuentas, si uno quiere crear un texto sobre ciencia para que cualquiera pueda leerlo a gusto, en casa, una tarde de domingo, y consiga comprender algo importante sobre sí mismo y sobre el universo, la única opción es esa acrobática proeza que se mantiene en el borde justo entre verdad y mentira, esa labor fronteriza del divulgador de la ciencia que, con buena poesía y asumiendo los riesgos, se presta a guiarnos hacia el país del conocimiento.

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EdĂŠn subvertido

(Imagen: Buyenlarge / Getty Images)

Vladimiro Rivas Iturralde

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A Ramón López Velarde

Mientras pagaba la renta, la casera me contó, con detalles indiscretos de los que sin embargo se enorgullecía, el origen de todo esto. El bisabuelo había sido un general de la Revolución. Después de las batallas, Carranza lo había recompensado concediéndole estas tierras, alrededor de diez hectáreas de sangre costosa. Los ejidatarios se resistieron a cedérserlas y una vez tras otra lo combatieron. Ya sabe cómo eran esos tiempos. Puros alzados por todas partes saltándose la ley. Como ahora, pues, con los guerrilleros y los narcos. En el centro del ejido ya estaba la iglesia de enfrente, la capilla de San Lorenzo, del siglo xvi. Ni siquiera ella alcanzaba a pacificar las revueltas y lavar la sangre que se vertía alrededor. Y fíjese que estábamos apenas en las afueras de la capital. Al fin, después de largos meses de revuelta, los ejidatarios aceptaron las condiciones del gobierno para el reparto. Los esfuerzos de mi bisabuelo ya no fueron discutidos y las escrituras se firmaron a su nombre. Todo muy legal, para que vea usted. Todo se parceló y por eso fue urbanizándose. Pasaron los años, y faltándole poco para morir, vendió muy baratas las tierras que estimó innecesarias. Era mucha, demasiada tierra, y el abuelo donó una parte al estado para que se construyera este parque. Era un hombre generoso, un filántropo. Con el tiempo y las mejoras, y a medida que la ciudad se extendía para acá, quedó, como usted lo ve, precioso, un parque precioso. En efecto, mi madre, que había venido a visitarme, pudo constatar y disfrutar de la belleza del parque, poblada de ocotes, fresnos, limoneros, jacarandas y pirules, laureles de la India, sauces llorones y aun sedientos eucaliptos, alrededor de la vieja capilla del siglo xvi. Por ellos trepaban y bajaban las lagartijas a tomar el sol y las desconfiadas ardillas, alimentadas por los niños y ahuyentadas por los perros. Pero el parque se convertía en jardín con sus rosales, margaritas, claveles, floripondios. Habíamos visto varias veces a los jardineros, y mi madre los saludaba con un respeto que lindaba con la admiración. Hablaba con ellos detenidamente sobre los cuidados que cada flor, cada planta, exigían. “Me

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hubiera gustado ser jardinera”, me dijo, “pero no podía ser: ganan tan poco”. En las ramas trinaban toda clase de pájaros y al amanecer sus voces podían ser atronadoras. Durante el día los zanates deambulaban por el parque buscando gusanos o migajas de pan. Las mariposas multicolores y las abejas pululaban alrededor de las flores, en su tarea de polinizarlo todo. Y los niños acudían invariablemente al parque de juegos mientras los padres y madres empujaban sus carriolas y otros paseaban a sus perros. El parque no estaba cercado por ningún lado, de manera que infundía una sensación de libertad, con todos sus peligros. Los perros sueltos y jóvenes se arriesgaban a ser atropellados en la calle. O los niños que corrían detrás de una pelota. No había puerta alguna porque no había verjas, sugiriendo así su pasado campesino. Todo era puerta abierta, ya no al campo, sino a las cuatro calles que lo bordeaban. Alrededor, además de los edificios de departamentos, había dos cafés, una heladería, dos taquerías, un restaurante italiano, una tienda de accesorios para baños, dos tiendas de modas, con amplias vitrinas y maniquíes. La víspera del regreso de mi madre comimos lasaña, allí junto a la tienda grande de modas, esquina con Insurgentes. En los maniquíes hay siempre algo inquietante, esa posibilidad de vida que, no por remota, está ahí, latente en su plástica frialdad. Había cuatro mujeres atendiendo allí: una que recibía a la clientela; otra que, con manos de artista, decoraba el escaparate; una que traía de la bodega la prenda solicitada, y una cajera. Mi madre se probó un vestido y, aunque no lo compró por su elevado precio, sí se llevó una blusa que estaba en oferta de verano. Casi siempre ocurre que la ropa que nos interesa no está en oferta y tenemos que resignarnos a comprar otra cosa. Pero ella salió contenta de su compra, una blusa que la rejuvenecía. Quería despedirse de ese parque, del que había disfrutado durante dos semanas. Estábamos comiendo de postre helados en cono, cuando al salir de la heladería vimos que dos autos pretendían estacionarse en el único sitio disponible junto a la banqueta. Los dos conductores alegaban a gritos tener derecho al lugar

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por haber llegado primero. Nadie cedió. Se insultaron. Bajaron de sus coches y se dieron de golpes con una violencia creciente, insoportable de ver. Corrió la sangre de sus narices, de sus bocas. Vi la tumefacción en las cejas y pómulos. Las palabrotas y jadeos animales quemaban como fuego. Ese odio repentino tenía la brutalidad goyesca de la pelea a garrotazos. Nadie se atrevió a separarlos. Mi madre estaba demudada, pese a que procuraba no presenciar esa disputa. Se le cayó su helado al suelo. Nos retiramos de allí para no ver ni oír más. Dimos la vuelta al parque y aunque todo en él era de nuevo disfrutable, no pudimos superar el recuerdo de esa escena cruel. Mi madre es supersticiosa y tiene corazonadas que con frecuencia se cumplen. “Tenga cuidado, mijo”, me advirtió, “cuídese mucho”. Arrojé al cesto de basura la base del cono y reanudamos nuestro paseo, tratando de recuperar la alegría del otro lado del parque. Dimos de nuevo con la algazara de los niños en los juegos, el trino de las aves en los árboles. Recuperamos los olores reconfortantes del parque, a medio camino entre un zoológico y un jardín botánico. Para fortuna de mi madre, dio con dos jardineros, con quienes reinició una plática ilustrativa y feliz sobre el cuidado de los floripondios. Ya los conocía por sus nombres. Habían sido sus mejores amigos en esta ciudad. Ellos le desearon un feliz viaje y proseguimos nuestro paseo. Dimos de nuevo con la modesta capilla de San Lorenzo. Estaba abierta porque se celebraba un bautizo. Poco había que ver. Si alguna vez hubo recubrimiento de oro, no quedaba ahora el menor indicio. Mi madre observó que por su tamaño pudo haber sido la capilla de un ermitaño. Al frente, al otro lado de la calle, estaba la mansión de la casera, enorme, presuntuosa, amurallada como un castillo. Resumí entonces a mi madre la sangrienta historia del parque que la casera me había referido. Seguimos dando vueltas al parque, hablando de trivialidades que tenían la virtud de unirnos más en esa víspera de la separación. Empezaba a caer la tarde y el cielo se arrebolaba en el poniente, entre los edificios de reciente edificación. Los maniquíes seguían extendiendo hacia ninguna parte sus brazos momificados, las telas satinadas se desplegaban como alas tras las duras


vitrinas. Sólo entonces observé que los vidrios eran de un grosor desmesurado. Mi madre me preguntó si cerraban la tienda con puertas metálicas o algo por el estilo. Ella misma se fijó en que no las había. La gruesa vitrina y alguna película sonora protegían a la tienda de cualquier intento de asalto. La tienda dormía, entonces, con las vitrinas abiertas. “¿Te animarías a recuperar tu helado?”, le pregunté. “No quiero perdérmelo por ese incidente”, me dijo. Ya frente a la heladería vimos la mancha del helado de mi madre todavía derritiéndose en la banqueta. Había algunos lugares vacíos para estacionar autos, y ninguno de aquellos dos estaba ya. “Se largaron como llegaron”, nos informó la vendedora. “No como llegaron”, observó mi madre, “Se irían muy lastimados”. La vendedora asintió. Iba cayendo la noche. Subimos al departamento y empezamos a hacer la maleta. Mi madre se regresaría en un vuelo nocturno o, más bien, de madrugada. Su avión salía a las dos y media. Con su envidiable sentido práctico y seguridad en sí misma, tuvo listo su equipaje en poco más de media hora. Yo habría tardado tres horas. Desde la ventana de la sala teníamos una hermosa vista del parque, frente a los juegos. Escuchábamos el cada vez menor griterío de los niños, el crujir metálico en vaivén de los columpios. Los árboles —particularmente los fresnos— habían elevado sus copas más allá de los edificios de cuatro pisos. Hubo alguna vez el intento de las autoridades de derribarlos, argumentando un posible desplome sobre las casas pero los vecinos se opusieron con tan organizada decisión, que aquellos desistieron de su propósito. Los árboles estaban bien firmes sobre sus raíces; lo que no se sostenían eran los argumentos. Cenamos en un restaurante cercano, La Veiga, lugar de obligada tertulia con mis amigos más cercanos, quienes sorprendieron a mi madre por su ingenio y humor. Le desearon buen viaje como si hubiese sido uno de los contertulios más asiduos. Todos envidiaban mi suerte de haber conseguido ese departamento frente al parque. Mi madre, sin embargo, les refirió la pelea a puñetazos que había tratado inútilmente de olvidar. El taxi salió al aeropuerto como a las once de la noche. Advertí a mi madre algo triste —por la separación,

era obvio—, pero no sólo iba triste sino sombría. “Cuídese mijo”, volvió a decir. Y no podía tratarse del “cuídate”, esa despedida mexicana que suena a amenaza, sino de otra cosa. La despedida fue muy emotiva. No sabíamos exactamente cuándo volveríamos a vernos. Seguramente pronto, para Navidad, pero nunca se sabe. Tomé el taxi de regreso. Eran las dos y media. Llegué a casa a las tres. El parque estaba silencioso. Después del día tan lleno de ruidos y vitalidad, este silencio nocturno infundía al parque un carácter melancólico y fantasmal. Las copas de los árboles se habían vuelto invisibles y los faroles iluminaban parcialmente sus troncos. Despedí al taxi, dudé un momento con la llave prendida en la puerta. La desprendí y me puse a caminar por el parque iluminado de modo intermitente por pálidos faroles. El silencio era intimidante. Se escuchaba solamente el siseo de las tranquilas ramas de los árboles y el rumor distante de los vehículos circulando por Insurgentes. Empecé a repetir el paseo que había hecho con mi madre, por un parque que me parecía más grande e irreal. Me asustaba de mi propia sombra, como el miedo que infunde ver que cierras una puerta y al instante se te abre otra al lado. Llegué a la iglesia y pensé entonces en regresarme, advirtiendo el sinsentido de ese paseo. Pero decidí explorar la noche, ponerme a prueba y continuar. Vi la tienda iluminada, con sus telas y maniquíes, el cartel en el restaurante italiano. Un gato negro se me atravesó y cruzó velozmente la calle para ocultarse en la maleza. Qué vida secreta, misteriosa, insondable, la de los gatos en la noche. ¿Qué diablos hacen? Supongo que cazan, juegan, se aparean. La heladería estaba sellada con una puerta metálica enroscable. Todo cerrado y dormido: la otra tienda de modas, los dos cafés, la tienda de accesorios para baños, los juegos de niños, las aves, los edificios que circundaban el parque. Había triunfado sobre mí mismo y sobre el parque. Entré a mi casa casi a las cuatro y me dormí enseguida. Pensé que soñaba, que me había despertado una pesadilla. Oí gente corriendo por el parque, y disparos, ráfagas de ametralladora. “¡Alto! ¡Deténganse!”, gritaban. El tableteo de las ametralladoras y los disparos de los revólveres se volvieron incesantes. Aún estaba

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oscuro. Eran las cinco y diez. Acostado bocarriba, mirando la escasa luz que se filtraba hasta el techo de la habitación, procuraba representarme las rutas trazadas por los perseguidos y sus perseguidores. Luego de un instante de duda, me levanté de un salto de la cama y corrí hacia la ventana. El tiroteo continuaba, sólo que no podía ver a los contendientes. Entonces divisé a un policía (¿o era un soldado?) parapetado tras el tobogán, sosteniendo una ametralladora. Vi más hombres armados correr hacia mi calle desde el otro lado del parque, donde estaba la heladería. Junto a la iglesia había al menos cuatro hombres devolviendo el fuego. Una bala perdida atravesó la ventana, a metro y medio de donde yo estaba. Me oculté, apoyando mis espaldas en el antepecho de la ventana. Me sentí más seguro pero ya no veía nada. Sentado en esa posición, inmóvil, me puse a representarme las imágenes de lo que pasaba afuera, a partir de los sonidos que percibía, trazando mapas imaginarios de los vaivenes del combate. El parque se había convertido en un campo de batalla, un territorio en disputa. Se avanzaba, se retrocedía, se ganaba un sector, se lo perdía y recuperaba. Me estaba perdiendo los detalles tácticos, estratégicos, de la batalla. Qué tentación la de contemplar ese espectáculo bélico y comprender. Me asombraba que una cosa así pudiera ocurrir en una ciudad capital. Todo era una confusión de ruidos. El aire de la madrugada se colmó de sirenas de la policía, amenazantes, malévolas y luego, las de la Cruz Roja. Una alarma, en medio del tiroteo, rompió a sonar, insistente. Provenía de la tienda de modas. Estallaban los cristales rotos. Escuché las voces alarmadas de mis vecinos, que ya no se atrevían a salir ni asomarse a la calle. “¡Entréguense!”, “¡Ríndanse!”, “¡Están cercados!”, seguían gritando. Nadie contestaba a esas voces sino las balas que cruzaban silbando en el aire. Las botas que corrían se aproximaban por momentos a la casa y hasta las escuchaba debajo de mi ventana, y su proximidad me infundía el temor, ya no de otra bala perdida, sino de una ráfaga de metralla. Sin embargo, las botas mismas traían en su carrera su mensaje de terror. Se las podía haber soñado en una pesadilla. Paulatinamente, los ruidos fueron apagándose. Se oían gritos ininteligibles en

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la distancia. Al parecer, casi todos los perseguidos habían sucumbido más allá de la iglesia, en las cercanías de la tienda de modas y de Insurgentes. Eran las seis y media. Todo había terminado. Esos ochenta minutos de tiroteo me habían durado una noche entera. Me vestí rápidamente y salí. Vi una ambulancia de la Cruz Roja dirigirse hacia Insurgentes, siguiendo a otra de la Cruz Verde. Esta se llevaba a los muertos. Ningún otro vecino se había atrevido a salir. Lo que vi era aterrador. Había charcos de sangre fresca en diversos sitios del parque. El tobogán había sido acribillado como un monigote de tiro al blanco. En los muros exteriores de la iglesia la metralla había trazado figuras ininteligibles y ominosas. Vi manchas de sangre en los rosales, en los floripondios trizados y aplastados. El cartel inclinado, a punto de caerse, de la trattoria, aún chorreaba sangre. Alguien había pretendido usarlo como escalón para escapar hacia la azotea del edificio. La vitrina de la tienda había sido despedazada por las balas, culatazos y hombres que allí se habían refugiado. Toda la decoración del escaparate se había destrozado y caído. Las delicadas telas satinadas, tendidas en el suelo como tapetes arrugados, habían absorbido la sangre hasta hacerla lucir en grandes coágulos. Los maniquíes, con sus brazos, dedos y narices rotos, yacían en el suelo, en posiciones inverosímiles, únicas memorias de los cuerpos que allí habían sucumbido. Entonces se me acercaron dos gordos policías armados hasta los dientes y me conminaron a retirarme de allí. “¿Narcos?”, pregunté, “¿guerrilleros?”. “Quién sabe”, me contestó filosóficamente uno de ellos. “Sí, quién sabe”, confirmó el otro. Me retiré de ese lugar. Abrí la dócil puerta de mi casa y entré a mi departamento. Prendí las luces y mi vista tropezó la bala perdida, esperándome junto a una pata de la mesa del comedor. Dudé por un momento en tocarlo. La tomé entre mis dedos y la examiné con atención, como si fuera un objeto que hablaba o esperaba hablar, para decirme hasta qué punto me concernía sin proponérmelo y hasta qué punto esa destrucción me había comprometido. Esa bala se había metido en mi casa y ya no sería fácil sacarla.


Paraísos privados Virginia Negro

Fotografía: Livia Radwanski

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En la entrada al Club de Golf de Bosques de las Lomas hay una gran puerta de hierro. El vigilante es sólo el primero de una larga lista de personal responsable de verificar la identidad de los que entran y salen de esta residencia exclusiva. Las gated communities, o barrios residenciales privados de lujo, son una forma habitacional que en estas últimas décadas ha proliferado en las ciudades de América latina. Aunque en el viejo continente casi no se encuentran, en realidad estas comunidades privadas han proliferado por décadas. De hecho, la cantidad de personas que han elegido vivir en comunidades cerradas aumenta constantemente en todo el mundo. Se les llama gated communities, áreas residenciales cerradas y continuamente controladas con sofisticados dispositivos de vigilancia y policía privada. Estas áreas residenciales son un paradigma de vivienda que nació en los Estados Unidos de los años sesenta donde, según los datos de The American Housing Survey, hay hasta once millones de estadounidenses que viven detrás de altos muros, especialmente en California, Florida y Texas. También de acuerdo con las evaluaciones del censo estadounidense, la ciudad con el mayor número de comunidades cerradas de Estados Unidos es Los Ángeles: no es sorprendente que se le considere una de las ciudades más desiguales étnica y socialmente del mundo entero. El tipo predominante de organización interna de comunidades cerradas es la “asociación de propietarios”, que gestiona el espacio compartido y regula la “comunidad” hasta llegar a formas de autosuficiencia o autogobierno donde los servicios, no sólo la seguridad, sino también el mantenimiento de carreteras, la recolección y distribución de agua y energía y el transporte dependen de empresas privadas. Un modelo de vida que se ha convertido en un fenómeno global y ha encontrado un terreno fértil en América Latina gracias al alto índice de desigualdad económica de la región. En Argentina están

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los countries, el más famoso es el que se construyó en el delta del Río Paraná, llamado El Tigre. En Chile se llaman los fraccionamientos privados y en Brasil condominios fechados. Las comunidades cerradas nacen como las garden cities, ciudad jardín, construido según el modelo utópico del arquitecto inglés Ebenezer Howard, que, en el siglo xix propuso la creación de pequeñas ciudades inmergidas en el verde y autosuficientes, posiblemente ubicadas en las afueras de la ciudad para defenderse de la violencia desenfrenada en los centros urbanos. Una de las ciudades con más concentración de “barrios cerrados” es México, donde el área de Interlomas es casi toda ocupada por gated communities. Para formar parte de este enclave de lujo —uno de los primeros, más grande y más exclusivo de la capital, ubicado en el barrio de Santa Fe— se debe, además de tener la capacidad económica, ser miembro de la Asociación de Colonos, la cual pide cumplir con su legislación interna. Cada mes, los miembros deben pagar una tarifa mediante la cual se mantienen servicios de todo tipo, desde campos deportivos hasta clubes, tiendas, o espacios reservados para barbacoas dominicales. Para llegar a cualquier dirección se tiene que pasar por otros dos controles: el primero es la entrada a la residencia, y el segundo es dentro de los edificios, torres de veinte departamentos donde el portero, después de avisar, acompaña al cuarto piso hasta que tocar el timbre a quien llega. Una de las habitantes de esta comunidad me abre la puerta y me deja entrar en el departamento. Al final de nuestro encuentro no me dejará repetir la caminata y me llevará en coche a la gran puerta de hierro: “A pesar de que aquí es muy seguro, es mejor así, lo prefiero. Hay muchas casas en construcción en la zona últimamente”. Ella nunca se mueve a pie, la ciudad la frecuenta muy poco, no le gusta caminar ni siquiera adentro del

barrio cerrado: “Todos los vecinos se mueven en coche, caminar solo nunca es agradable, ni siquiera aquí es seguro”. En las raras salidas con sus amigas, “nos vemos poco: todas tenemos familia ahora”, el único lugar de reunión afuera de sus hogares es el centro comercial. Los restaurantes de la ciudad tienen más glamour pero no son “lugares seguros”. Cuando le pregunto si alguna vez ha sufrido una agresión, responde: “Una vez robaron en algunos apartamentos aquí en la residencia, gracias a Dios no en la nuestra. Sucedió hace un par de años y entre vecinos decidimos cambiar la empresa de la seguridad privada: seguramente han sido ellos porque no pueden ingresar desde afuera”. Durante las diversas conversaciones con todos los demás miembros del vecindario percibo que la desconfianza parece ser el sentimiento dominante en las relaciones con el mundo exterior al hogar. “Nuestro conserje tiene la orden de no dejar entrar o salir a nadie a menos que le hayamos avisado previamente. Una vez mi padre quiso sacar a los niños, y aunque conoce a mi padre y sabe exactamente que los niños están con su abuelo, no los dejó salir”, me dice sonriendo. ¿Está justificada esta alta percepción de peligro e inseguridad o es una exageración? Según un estudio de la Fundación Reuters, la capital es la sexta ciudad más peligrosa del mundo para una mujer. Pero también es cierto que la tasa de agresión en el barrio donde se encuentra este fraccionamiento privado es muy baja: Cuajimalpa es una de las delegaciones más tranquilas de la ciudad. “Esta ciudad siempre ha sido muy peligrosa, pero ahora la situación se ha vuelto insoportable. Escucho historias de violencia todos los días, es por eso que vivo aquí: para protegerme”. Ninguna de las entrevistadas dijo ser víctimas de la violencia: las historias que cuentan son testimonios de segunda mano. Según la socióloga Alicia Lindón, el miedo a la violencia es una

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forma de violencia, y en este caso la percepción de un entorno urbano como hostil claramente limita las experiencias de ciudadanía de estas mujeres. En un país donde el estado de derecho ha sido puesto en crisis por los miles de desaparecidos, para una pequeña parte de sus ciudadanos la “privatopía” —nombrada así por el sociólogo estadounidense Evan McKenzie— se ha convertido en una posibilidad real y efectiva de autogobierno. ¿Cuál será la consecuencia de una demonización del espacio público tan profunda? Esta creencia exacerbada en el individualismo como una forma de protección contra la vulnerabilidad parece contener en su interior su potencial destructivo. El miedo al otro es tal que la única forma de salvación parece ser la autosegregación dentro de una comunidad de semejantes lo más homogénea posible. Uno de los niños residentes en esta comunidad, de doce años, dice no conocer la plaza principal de su ciudad: nunca ha estado en el Zócalo: “Quizás una vez, yo era pequeño, no recuerdo”. Ha estado varias veces en Roma, en Milán, Venecia y Florencia, pero confiesa que le gustó mucho Bérgamo. Nunca ha oído hablar de la Colonia del Valle; de Coyoacán, sólo ha escuchado. Para estas mujeres, encerradas en sus casas, los niños son una posibilidad real de escape. Aparte de la obligación de acompañarlos en algunas actividades fuera del club, obligándolas a ir más allá de las rejas, los hijos son también un plan para un futuro afuera de los muros: “Me estoy informando para que mi hijo vaya a la Universidad de Berna: una excelente escuela”. Otro residente, gerente de una transnacional que trabaja en Santa Fe, a pocos kilómetros, me muestra el apartamento y las canchas de baloncesto y tenis que comparten con la familia de vecinos de su complejo. Me explica que dentro del club hay varias opciones: las torres, el complejo más grande que consta de dos edificios, el complejo de casas individuales donde el número puede variar de dos a seis, y finalmente las casas unifamiliares, que no se comparten con nadie y que están protegidas por una supervisión exclusiva. Quizás debemos escuchar nuevamente las palabras del filósofo alemán Martin Heidegger, y, antes de construir, aprender a habitar, que significa en primer lugar construir una confianza entre ciudadanos, y una posibilidad de encuentro en el espacio público entre personas, donde sea posible la construcción de una urbe más igualitaria y democrática.

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Alejandro Dumas: bombones y camelias Maritza M. Buendía antes y después del Hubble | Alejandro Dumas. Ilustración de Vanity Fair del 27 de diciembre de 1879. (Imagen: Hulton Archive / Getty Images)

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Cuando la existencia ha contraído un hábito como el del amor, parece imposible que ese hábito pueda romperse sin quebrar al mismo tiempo todos los resortes de la vida. Alejandro Dumas

Ella es Marguerite Gautier, la joven cortesana de vaporosos vestidos en primavera y de grandes chales de cachemira en invierno. Ella vive del dinero de sus amantes, a quienes agenda como cualquier otro trabajo que exige paciencia y dedicación. Poseedora de una belleza especial, una romántica sombra delinea su rostro: son los primeros —aún incipientes— estragos de la tuberculosis. Un erotismo entreverado se escapa de la opulencia en la que Alejandro Dumas hijo, en 1848, centra la narración de La dama de las camelias. Y es que no podía ser de otra manera: ¿cómo abordar el erotismo con tan sólo veintitres años, al interior de una sociedad condenatoria, donde alrededor del sexo impera el silencio? Basta recordar que Freud construye el psicoanálisis a partir de la represión que rige la época victoriana, cuando es posible leer la perversión de un individuo en un par de botones mal abrochados o en la longitud de unos guantes. Michael Foucault lo explica de la siguiente manera: “El discurso científico formulado (…) sobre el sexo en el siglo xix estuvo atravesado por credulidades sin tiempo, pero también por cegueras sistemáticas: negación a ver y oír; (…) negación referida a lo mismo que se hacía aparecer o cuya formulación se solicitaba imperiosamente”.1 Es evidente: no porque el sexo se calle deja

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Michel Foucault, Historia de la sexualidad, México, Siglo XXI, 1991, p. 70.


de existir, se vive en una sociedad que disimula y que abrevia la verdad del sexo en la construcción de un discurso. Este discurso no es pedagógico ni iniciático, más bien, trata de ajustar “el antiguo procedimiento de la confesión a las reglas del discurso científico”.2 Bajo este contexto, Dumas se arriesga: muestra a una cortesana angelical. Para ello, se arropa en la confesión. Como segundo bloque narrativo de la novela, Armand confiesa su pasión por Marguerite a un hombre desconocido. Así sabemos que ella pasea en su propia calesa tirada por dos caballos, que con sus zapatos de tela recorre los Campos Elíseos y acude a todas las variedades del teatro; sabemos también que se complace en exigir a sus amantes una bolsa de sus golosinas favoritas: bombones. Ha de saber usted, amigo mío, que hacía dos años que, siempre que me encontraba con aquella chica, su vista me causaba una extraña impresión. Sin saber por qué, me ponía pálido y mi corazón latía violentamente. Tengo un amigo que se dedica a las ciencias ocultas y que llamaría lo que yo experimentaba afinidad de fluidos; yo creo simplemente que estaba destinado a enamorarme de Marguerite y que lo presentía.

Dentro de una sociedad que calla, la genialidad de Dumas acude a la sutileza: con la confesión crea su propio discurso en torno al amor y al erotismo. Por eso, en equilibrio y contrapeso, el hombre desconocido, el primer narrador de la novela, es juicioso. No obstante, testigo y escucha, no condena la pasión ni la rechaza, trata de comprenderla, de analizarla. “Para la mujer que por su educación no ha aprendido el bien, Dios abre casi siempre dos senderos que la hacen volver a él; esos senderos son el dolor y el amor”. Ingeniosamente, con este narrador, Dumas alecciona al público y explica la manera como debe ser leída su novela. Amor y dolor para una cortesana, ¿cómo evitar redimirla?

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Ibid, p. 84.

Una segunda sutileza aparece cuando Dumas recurre a la misma literatura como aliada. Como analogía intertextual para sus personajes, recupera a los célebres amantes Manon y Des Crieux, que Antoine-François Prévost inmortalizara en Manon Lescaut. Armand regala esta novela a Marguerite. Con ello, rehabilita el tema de la libedstod: muerte por amor, ecos de Tristán e Isolda, romántica propensión de hacer del masoquismo una estética. “El gran hallazgo de los poetas de Europa es (…) el amor - pasión correspondido y combatido a la vez, ansioso de una felicidad que él mismo rechaza”.3 Amparada en la confesión y en la libedstod, la novela fluye. La enfermedad transpira erotismo: la muerte se anticipa en la tos de Marguerite. Marcada tanto por la fatalidad social como por la fatalidad física, la engañosa simplicidad de lo erótico mueve los encuentros y tropiezos de los amantes. Armand es un joven inexperto y sensible que carece de dinero. Duques y condes le ofrecen a Marguerite el dinero que él no puede darle. Pronto, la pasión franquea la tenue línea que divide al amor del erotismo: Armand anhela la exclusividad. La sinceridad de su sentimiento lo ennoblece. En correspondencia, Marguerite lo acepta y se enamora también: él fue el único que acudió todos los días a preguntar por su salud cuando ella atravesaba una de sus primeras crisis. Pero ser amado realmente por una cortesana es una victoria mucho más difícil. En ellas el cuerpo ha gastado el alma, los sentidos han quemado el corazón, el desenfreno ha acorazado los sentimientos. Las palabras que se les dicen ya hace mucho tiempo que se las saben, los medios que se emplean con ellas los conocen de sobra, y hasta el amor que inspiran lo han vendido. Aman por oficio y no por atracción (…) Y así han inventado la palabra capricho para esos amores no comerciales que de cuando en cuando se permiten como descanso (…) Y luego, cuando Dios permite el amor a una cortesana, ese amor, que parece en principio un perdón, casi siempre acaba convirtiéndose para ella en un castigo.

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Denis de Rougemont, Amor y occidente, México, Conaculta, 1993, p. 54.

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Sí, aunque ambos intentan vivir la posibilidad de su amor, las leyes sociales les serán impuestas. El padre de Armand suplica a Marguerite que se aleje de su hijo, la hermana de Armand está a punto de casarse y el próximo marido exige reintegrar el honor de la familia. Si bien es Prévost quien hereda a la literatura europea del siglo xix el tema de la libedstod, es Dumas quien lo retrabaja y le imprime su toque personal al momento en que altera el papel de los personajes. La libedstod “(hasta ahora reservado al nivel noble del amor), se lleva a cabo desde la perspectiva de una heroína marginal, una prostituta”.4 Al aceptar el amor, Marguerite renuncia al dinero, acto que también la ennoblece y la pone a la altura de un sentimiento por demás sublime (asunto irreprochable para cualquier tipo de moral). Mas consciente de que este primer sacrificio resultara un recurso débil, Dumas arremete con un segundo y gran sacrificio: Marguerite renuncia a su felicidad por la felicidad de un tercero; enseguida, muere. Dumas cede así a las exigencias sociales. Cede, porque al redimir a la cortesana se presenta su verdadero triunfo: la puesta en escena de La dama de las camelias resulta un éxito, tanto es así que, tiempo después, Giuseppe Verdi se inspira en ella para componer La Traviata. Por supuesto, el erotismo no desaparece ante el arribo del amor o de la muerte. Estos tres elementos se manifiestan como una infranqueable conjunción. Pienso en Isolda muriendo de amor al contemplar el cadáver de Tristán, pienso en la muerte de Marguerite. Obsesivo, Armand proclama la última visión del cuerpo de su amada: han pasado varios días ya desde

4 Javier del Prado, Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra, 1994, p. 599, citado en: Juan Udaondo Alegre, “La dama de las camelias reinterpretada por Jardiel Poncela: Margarita, Armando y su padre”, Anagnórisis, España, número 3, junio de 2011.

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su muerte y obtiene los permisos necesarios para la exhumación. Tiene un motivo: las buenas conciencias no quieren que la antigua cortesana permanezca enterrada donde está, a un lado de sus seres igual de muertos que ella, pero queridos y honorables. No obstante, el motivo se diluye como pretexto que evidencia algo más terrible y violento: el profundo amor de Armand y Marguerite, ese sentir más allá de la muerte. Nada, ni siquiera cientos de camelias blancas, fragantes y olorosas, logran disimular la fetidez de la descomposición, tampoco ocultan la visión a la que Armand se rinde. El ataúd era de roble, y se pusieron a desatornillar la pared superior, que hacía de tapa. La humedad de la tierra había oxidado los tornillos y no sin esfuerzos abrieron el ataúd (…) El sudario estaba casi completamente comido por un extremo y dejaba pasar un pie de la muerta (…) Entonces uno de los dos hombres extendió la mano, se puso a descoser el sudario y, agarrándolo por un extremo, descubrió bruscamente el rostro de Marguerite. Era terrible de ver, es horrible de contar. Los ojos eran sólo dos agujeros, los labios habían desaparecido y los blancos dientes estaban apretados unos contra otros. Los largos cabellos, negros y secos, estaban pegados a las sienes y velaban un poco las cavidades verdes de las mejillas, y sin embargo en aquel rostro reconocí el rostro blanco, rosa y alegre que con tanta frecuencia había visto. Armand, sin poder apartar su mirada de aquella cara, se había llevado el pañuelo a la boca y lo mordía.

Ante el hallazgo del voyeur, la novela termina, es decir, la novela comienza: Armand confiesa su historia a un hombre desconocido y él da inicio al relato. Y lo que queda entonces con la muerte de Marguerite es el conmovido aplauso del público, el recuerdo, la vaguedad de los cuerpos una vez felices.


El desplazamiento del texto

Apuntes sobre Las filtraciones de Verónica Bujeiro Brenda Ríos

antes y después del Hubble | Fotografía: Verónica Bujeiro

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El músico de cámara tiene una partitura frente a sí que lee, interpreta, acota en el instante en que la ejecuta, la saca de sí misma, la representa. Antes de ello, la orquesta ensayó horas y él mismo ensayó en casa, por lo menos seis horas cada día. Se sabe la partitura de memoria, podríamos decir. Semanas de ensayos para un concierto de una hora o una hora y media, en ocasiones un solo concierto. Pero aun en la repetición ningún concierto es igual. Cada concierto es una puesta en escena. No importa lo buen músico que sea, las horas de trabajo, la sintonía con el resto de la orquesta, algo puede salir mal o salir diferente. Bien, en la lectura de obra teatral sucede otra cosa: a los actores les dan un texto engargolado y les dicen “lee” (seguro ocurre de otra manera pero así lo imaginé). En un teatro o foro, con gente ahí. “Ensayo con público”, se dice en la jerga musical. No es lectura dramatizada, pues ésta implicaría cierto nivel de estudio de la obra y de trabajo inicial con los personajes. Esto fue más bien darles un texto y lanzarlos al ruedo. Los leones son (somos) los espectadores. Las filtraciones fue “leída” frente a espectadores. Nos separaba una mesa y medio metro de la primera fila del público. Algo al parecer poco usual, según comentaron algunos de los asistentes esa noche. El ciclo se llamó “Lecturas iniciales” en el Foro Casa de la Paz (codirección de Emma Dib y Lydia Margules, con Teresa Rábago, Mariana Giménez, Patricia Madrid, Marco Antonio García y Néstor Galván). Hubo dos sesiones: el cuatro y el once de abril. La obra no está aún impresa, así que su versión llega en forma de “lectura”, por ahora. La primera lectura fue en un ciclo de Dramaturgia Contemporánea Escrita por Mujeres en septiembre de 2016. Entonces se llamaba La cuarta persona del singular. Al final, los espectadores podían hacer comentarios. Ejercicio que le sirvió a Bujeiro no sólo para “ver” la obra hacia afuera, sino también para medir temperatura y humor en el espectador. De ahí haría los cambios hacia la versión definitiva —en teoría— de Las filtraciones.

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El argumento: una doctora en gramática, la profesora Rodilla, está a punto de asistir a un congreso donde ofrecerá una conferencia sobre la doble negación en el español: “Aquí no hay nadie”. De sus notas se desprenden estas ideas: La negación es una de las expresiones de la humanidad que nos permiten ser libres. La libertad da a las personas la posibilidad de decir “no” cuando su inteligencia o su dignidad así se lo aconsejan. Sólo quienes carecen de esta virtud de la expresión se ven obligados a responder afirmativamente a las proposiciones de sus superiores: “Sí, papá”, “Sí, mamá”, “Sí, amo”, etcétera…

Tiene dos galgos llamados Félix y Giles (Guattari y Deleuze, filósofos del lenguaje); conoce a un hombre que vende disfraces y al que le compra uno de princesa; tiene unas vecinas que escuchan todo por las frágiles paredes de un edificio de interés social. La profesora Rodilla juega con un postulado de Wittgestein. “Si los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje, el mío es estrecho: los cuarenta metros cuadrados de un departamento de interés social”. La obra es una mezcla de tonos, de espacios y de discursos. La misma ponencia sobre gramática ayuda a cuestionar los lugares comunes: la imposibilidad de comunicación, las princesas, las expectativas románticas impuestas a las niñas-mujeres, el amor como trampa y anzuelo apetitoso, las relaciones humanas, la torre de Babel que es un edificio de interés social. Un hombre marca un árbol, espera. Mira hacia dentro algo, alguien, en un departamento. Hay una estufa donde la profesora ve la luz y se aventura. Entra a otra dimensión. Guiño al espejo de Alicia o humor negro pensando en el final de Plath. Todo está ahí, como en una novela rusa: el drama pesado de una mujer que analiza el lenguaje que posee, que cree comprender. No hay libertad sin pertenencia de lengua, de sentido, de sintaxis y de disfraces:

No reconocían en todo lo que se había dicho de mí, en todo lo que creían saber, esa negra sustancia parecida a la tinta con la que se imprimen los diarios y los libros. No los culpo. Complicado y difícil resulta reconocer el negro de las palabras con las que estamos hechos. El negro del carácter con que se escribe un carácter, expuesto así, en plena acera, sin ninguna clase de intimidad. ¡Es que no, es que no, es que…! Negar. Una vez más. En diferentes voces y con intencionalidad distinta. Si los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje, ¿de qué otra cosa vamos a poder hablar que no sea esta ficción absurda con la que convivimos día con día? Y en la imposibilidad de ser aquello que imaginamos sobre nosotros mismos, nos deslizamos, huimos. El traje cuelga de la percha cada noche y no nos queda más que vestirlo. (Pausa.) ¿Carácteres o caracteres? ¿Carácteres o caracteres? Indelebles, a la materia de la que estamos hechos. ¿Carácteres o caracteres? Nosotros y ustedes: “Esa maravillosa gente que espera en la oscuridad”.

La obra es un ejercicio, un ensayo mismo, mientras los actores comienzan, el autor termina. La escritura se desplaza y ya no pertenece a quien, en origen, había comenzado un texto. A diferencia de un texto cualquiera, relato, poema, historia, una obra de teatro está hecha para verse “afuera”, se escribe pensando en personajes, tramas, tonos de voz, gestos. Esa interpretación ya es otro texto. Una traducción. Una versión incluso. Adaptación de la voz, del personaje, de la situación. En la primera lectura, la de 2016, las actrices leían de manera más jocosa y cuando se necesitaba (así lo marca la obra) también ladraban. El público reía mucho en esa parte. El personaje de la profesora era tan histérico que podíamos imaginarla al borde de un ataque de ansiedad. Uno, como espectador, puede inclinarse por tal versión. Sin embargo, la profesora Rodilla en la segunda versión ganó una seriedad que le confiere a la obra un tono trágico que no tenía antes. Una oscuridad nueva. Así, una obra puede ser muchas obras. Cada director, cada actor hacen de ese

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texto algo propio. Pensando a su vez en el espectador. Es un espejo de multiplicidades. En la segunda lectura todo fue más serio de alguna manera. El tono en que la actriz leyó a la profesora de gramática le concedió una mayor seriedad. Los perros no ladraban pero sí hacían notar el tono irónico del texto y hubo risas. La obra se volvió más oscura. Densa por partes. Lo que logró un mayor efecto cuando aparecían esos pasajes absurdos, sumidos en una trivialidad contrastante. En momentos cuando la obra parece caer en un túnel sin esperanza pasa algo tan ridículo (perros que hablan, el estribillo del hada madrina de Cenicienta: Bibidi-Babidi-Bú, situaciones absurdas) que es como si los espectadores estuviéramos en un juego de feria con cambios de velocidad, luz y sonido. No era algo para ponernos al límite pero pareció por momentos que el juego requería de nuestra mayor inteligencia posible. De otra manera no seríamos capaces de encontrar las piezas de una pieza más grande. Ligera, oscura, pesada, ligera de nuevo, Las Filtraciones es una apuesta por un teatro no condescendiente ni trivial, es una obra para reflexionar ciertas obsesiones, ciertas repeticiones mismas, ciertos motivos para acercarnos a los demás. En el espacio para preguntas del público, la veterana actriz Rosenda Monteros le preguntó a Bujeiro por qué una persona tan joven era tan pesimista, de dónde le venía la crueldad. Una joven, por su parte, comentó la extrañeza de estar en un teatro donde no hay obra sino sólo una lectura, en un foro pintado de negro, lo que daba la impresión de una mayor opresión espacial. De claustrofobia, afirmó. La cercanía de los actores es al inicio bastante incómodo. Luego se volvió natural. Aprendimos que la escena podría carecer de escenario y de lo que consideramos teatro. Unas personas leen en voz alta lo que dicen unos personajes en un texto. Eso. Una lectura-performance-experimento. Un ensayo de escena. Un ensayo-ensayo. Los actores van como ellos mismos, no hay personajes aún. Los personajes no se construyen todavía. Para ello deben tener reuniones con el director escénico. Éste, a su vez, debe tener claro hacia dónde va esa obra que alguien escribió y que pensó de cierto modo. Así como el compositor escribió esos símbolos que ahora un músico lee —interpreta— de tal manera, aun cuando el papel pida “lento, rápido, vivaz, moderado, máxima velocidad”.

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intervenciones Mateo Pizarro armario |

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Tiempo de ballenas o

la belleza poética de los cetáceos Carlos Martín Briceño

Mis hijos, adictos a la programación del Discovery Chanel, afirman que en lo más profundo del océano, en un oscuro resquicio de las zonas abisales al que ni siquiera el mismísimo Jacques Cousteau intentó acceder, habita todavía el Megalodonte, una especie de tiburón gigante que pobló los mares durante el cenozoico aproximadamente dos y medio millones de años atrás, una criatura de enormes fauces capaz de engullir ballenas de un bocado. Así, al igual que los eruditos bíblicos que han dedicado mucho tiempo y energía al enigma de la identidad del Leviatán, mis hijos se pasan horas buceando en la red, especialmente en Youtube, imágenes y videos que comprueben que este elasmobranquio aún se pasea como Pedro por su casa por las cuencas submarinas, allá donde los peces carecen de ojos y la densidad de sus cuerpos se diluye para poder soportar la presión que ejerce la masa de agua por encima de sus esqueletos. En pleno siglo xxi —en un tiempo en que la nasa ha mapeado Mercurio, casi todo Venus, e incluso el Planeta Rojo—, los enigmas del océano y las enormes criaturas que lo habitan continúan hechizando al ser humano; por ejemplo, Tiempo de ballenas, el fascinante libro objeto, reeditado por la Universidad Autónoma Metropolitana, que Jorge Ruiz Dueñas ha escrito para homenajear al animal que tal vez sea el último monstruo mitológico del insondable territorio acuoso que ocupa la mayor parte del planeta. Ballenas. ¿De dónde proceden estos fantásticos animales? En la tierra, ya se sabe, la vida viene del mar. Hace casi 350 millones de años, uno de los miles de seres que ya poblaban los océanos se adentró sobre tierra firme y surgieron los anfibios. Después se formaron los reptiles, los dinosaurios y, finalmente, los pequeños mamíferos. Pero he aquí que con el correr del tiempo algunos de estos últimos decidieron regresar a su elemento de origen, el mar. Y dentro de ellos, se

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desarrolló uno enorme, enigmático, aerodinámico, increíblemente seductor, que hoy, a pesar de su indiscriminada caza que data desde el siglo ix, sigue cruzando los océanos y atrayendo la atención del ser humano. No es de extrañar entonces que numerosos escritores, pintores, músicos e incluso cineastas hayan dedicado parte de su tiempo y obra a hacer de la ballena, al igual que los habitantes de la isla japonesa Sikaito, un objeto de culto, pues como ha escrito Jorge Ruiz Dueñas en el primer apartado de este ballenario, “Ningún ser tan lejos del alcance del hombre como la ballena ha sido capaz de provocar igual conjunto de mitos, leyendas y obsesiones, vinculadas indisolublemente a las concepciones humanas sobre el bien y el mal”. Este libro, que seguramente tiene su origen sentimental en las largas contemplaciones del cetáceo que el autor realizara durante su infancia en Baja California —“ese largo brazo de granito que la imaginación tanto quiso dibujar como isla”, como él mismo le llama—, constituye un repaso por la historia no biológica de la ballena, un tratado sobre la relación de este mamífero acuático con el hombre. Escrito con un lenguaje pulcro y preciosista, acaso una metáfora del admirable canto con el que se comunican estos fabulosos seres que de acuerdo con la Biblia y el Corán —y también Carlo Collodi— son capaces de albergar con vida en su vientre a un ser humano por varios días, Tiempo de ballenas nos acerca a los mitos y creencias que circulan acerca de estas bestias marinas, a los tratados que desde la antigüedad se han escrito sobre ellas, a los autores —poetas, narradores y cuentistas— que han cantado sus hazañas, a los pintores, músicos y directores de cine que la han utilizado como elemento fundamental de su trabajo. Pero por encima de todo nos invita a reflexionar sobre el papel discreto y al mismo tiempo hegemónico que ha jugado en la historia del mundo este mamífero colocado como por casualidad en el hábitat de los peces. Por otra parte, fascinado por la leyenda del Leviatán, la pavorosa criatura marina creada equívocamente por Dios y retratada a la perfección, dicho sea de paso, en el famoso grabado de Gustave Doré, Jorge Ruiz Dueñas, mediante un análisis riguroso insinúa que las ballenas, por derecho de majestuosidad, son, a buen seguro, herederas directas de esta fantasía, quitándole este honor al legendario cocodrilo del Nilo, una bestia que puede llegar medir hasta seis metros de longitud, famosa por su ferocidad y su afición por la carne humana egipcia. Siendo el autor un ensayista meticuloso que ha hecho del mar su materia poética, no podían faltar en este libro un par de capítulos dedicados por entero a la literatura en las rutas balleneras. Con una precisión de cirujano, Ruiz Dueñas desmenuza la historia del cetáceo como fuente de inspiración en infinidad de escritores. Así nos enteramos, entre otras cosas, que desde el siglo xix fueron publicadas numerosas obras relacionadas con la historia natural de la ballena y

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Tiempo de Ballenas Jorge Ruiz Dueñas México, uam, 2015, 79 pp.

su cacería; que al iniciar el siglo xvii ya había en Japón quince libros sobre ballenas; que el novelista Antonio Tabucchi, en La Donna di Porto Pim (1983) retoma el tema de la cacería de estas bestias en los alrededores de las Islas Azores porque es allí donde residía. En estos mismos capítulos encontramos también sagaces e inteligentes comentarios sobre las numerosas adaptaciones cinematográficas de Moby Dick, de Melville, esa obra maestra de la literatura universal que, de manera un tanto maniquea, ha vendido al mundo la imagen de una ballena blanca capaz de guardar los mismos rencores que su artero perseguidor. Tiempo de Ballenas es un libro objeto. Y lo es porque está ilustrado con treinta y un pinturas que datan del siglo xvi a la fecha (el Leviatán, de Doré, entre ellas). El libro incluye, además, veintitrés cuadros dedicados a la ballena de autores contemporáneos entre los que destacan los de Vlady y Guadalupe Rosas Zambrano. Dudo que alguna vez mis hijos encuentren en Youtube un video donde aparezca finalmente el Megalodonte. Éste, como múltiples monstruos marinos que han asolado el cerebro del ser humano, sólo existe en el inconsciente de cada uno de nosotros, producto de ese afán primitivo de darle un cuerpo a nuestros temores. Jorge Ruiz Dueñas, lejos de buscar escape a sus obsesiones en mitos inspiradores de engendros perversos, ha dedicado parte de su vida a narrar la belleza poética de los cetáceos y ha escrito, para goce de sus lectores, este Tiempo de Ballenas, un fascinante homenaje al animal más grande del mundo.

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Sur l´idée d´une communauté de solitaires, de Pascal Quignard

Audomaro Hidalgo

Para fortuna de los lectores de lengua española, Pascal Quignard ha sido traducido y está integrado ya a la realidad de nuestro ámbito literario. Para desgracia de él, ha dejado de ser un escritor invisible como él quería y se ha convertido en un autor reconocido y leído en Europa, Estados Unidos y América Latina. Como Voltaire, como Hugo, como Breton, Quignard es muchos escritores: novelista, cuentista, autor de nouvelles, ensayista, traductor, conferenciante. Yo diría que también es un poeta, el autor de eso que él llama el “no-género”, sólo que esta definición supone en sí misma la idea de un género literario. A mi modo de ver, lo más brillante de este escritor francés, amante de la música, es precisamente esa parte de su obra que él denomina “no-género”, cuyos títulos serían El sexo y el espanto, Pequeños tratados y Último reino, sólo que éste último está compuesto en realidad de nueve eruditos libros. Con todo esto, y pese a que ha sido vertido a nuestro idioma, es muy poco lo que conocemos de Pascal Quignard: no pasa un año en que no publique uno o dos libros. Contamos con muy buenas traducciones al español (por ejemplo la de Ana Becciu y Silvio Mattoni) de esa parte de su obra que, insisto, para mí es la mejor y de la que ya he citado los tres títulos. Sobre la idea de una comunidad de solitarios se trata en realidad de dos conferencias que Quignard ofreció en 2012 y 2014. La primera se llama “Las ruinas de Port Royal” y la segunda “Complemento a las ruinas”. La primera conferencia trata sobre “la comunidad de solitarios” que se estableció en la abadía francesa Port Royal des Champs; la segunda sobre el origen y significado de la palabra solitario. Sin embargo, la sola concepción de una comunidad de solitarios encierra una

paradoja, ya que viviendo en grupo ningún hombre es estrictamente un solitario. Quignard indaga la etimología de esta palabra. En el primer texto, el autor habla sobre personas que ha incluido en varios de sus libros. La característica principal es que se trata de hombres y mujeres que “han abandonado el camino”. Quignard escribe en esta primera conferencia retratos breves sobre George de la Tour, Gilberte Pascal (hermana del filósofo), Monsieur Blanrocher, Meaume, Saint Colombe (acaso uno de los personajes más entrañables soñados por la pluma de Quignard) y Monsieur de Pontchateau, todos ellos le han dicho no al mundo, todos ellos decidieron ser solitarios. En la segunda conferencia Quignard nos habla de su infancia transcurrida en Le Havre, un puerto de Normandía completamente destruido durante la Segunda Guerra Mundial: “Voy a cantar lo que está en ruinas. Todo lo que está en ruinas es en mí como un primer rostro” o “Tengo una deuda con las ruinas”. Quignard extiende en esta conferencia el concepto de solitario: “Todos los que leen están solos en el mundo, con su único ejemplar. Forman la comunidad misteriosa de los lectores”. Los animales también son unos solitarios: “El animal salvaje es llamado de pronto a abandonarse, a precipitarse, siguiendo un persistente deseo enigmático, hacia un escondite que solo él conoce”. “Singular deseo obstinado de estar solo, de morir solo, que se remonta al tiempo anterior de las antiguas cavernas”. El ritmo de la escritura de Quignard es pausado, casi susurrado (¿secuelas de su autismo infantil?, ¿rasgos de su preferencia por el silencio?), sus frases son cortas, su lenguaje está cargado de poesía, de algún modo él mismo lo dice

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Sur l´idée d´une communauté de solitaires Pascal Quignard París, Arléa-Poche, 2015, 98 pp.

cuando confiesa: “no pienso por argumentos, pienso siempre por imágenes”. Uno de los pasajes más hermosos de este libro dice más o menos lo siguiente: Lo particular de Port Royal, para mí, es la invención apasionante —incluso si es difícil de aceptar por el espíritu— de una comunidad de solitarios. El sentido que le daban los jansenistas a la palabra solitario es tan bello como enigmático. Los solitarios designaban a los hombres de la sociedad civil, aristócratas o ricos burgueses, que optaban por los muros de los conventos (sus abstinencias, sus silencios, sus austeridades, sus cuidados, sus penitencias, sus lecturas), pero rechazaban unirse por medio de los votos. Eran consejeros del Estado, médicos, abogados, profesores, oficiales, grandes señores. Abandonaban la corte, caminaban veinte kilómetros hasta llegar a un bosque. Ahí podaban, limpiaban las pequeñas ciénagas, perpetuamente fangosas, que bordeaban la rivera y que minaban los cimientos de la capilla. Construyeron sus viviendas, del otro lado del muro, junto al monasterio en donde se habían ocultado de las mujeres que los admiraban, de las señoritas que lamentaban su reclusión, de las hermanas que los querían. No renunciaron al hábito de la cortesía. Utilizaban la palabra ‘señor’ para hablarse entre ellos e incluso para dirigirse a los niños que instruían. A todo le decían ‘señor’ como San Francisco decía ‘hermanos’ a los pájaros y a las hojas punzantes de las ortigas y a la nube que pasa y al sol que nace. No se guiaban por ninguna norma exterior, no obedecían a nadie, orgullosos —trabajadores, constructores, limpiadores de los pantanos y las tierras bajas— únicamente de su retiro del mundo, de su retiro salvaje. Grandes jardineros de su silencio. Estudiaban. No tuteaban a nadie. No tuteaban a Dios, ni a los niños, ni a los pobres, ni a los animales. Saludaban a

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las cornejas, admiraban sus picos duros y negros y acariciaban a los gatos. En 1678 los últimos solitarios fueron obligados a abandonar la granja de los Grandes, bajo amenaza de ser encarcelados o quemados en la hoguera. En 1711 Port Royal fue arrasado por orden del rey Luis XIV, de manera ‘que no quedara piedra sobre piedra’. Luego, al final del otoño, cuando el frío era muy duro, cuando la tierra estaba cubierta de nieve, fueron abiertas las tumbas. Los perros hambrientos, los cuervos, las cornejas y los suricatos devoraron lo que quedaba de carne en los esqueletos de los santos que habían muerto. Devoraron a Racine. Devoraron al señor Hamon, su maestro. Los esqueletos fueron transportados en carreta hacia una fosa común, en el cementerio de la parroquia vecina de Saint Lambert, donde grabamos, durante toda una noche, doscientos cincuenta años más tarde, con Montse y Jordi, la música a partir de la cual yo había escrito un pequeño libro.

La relación entre música y escritura en la obra de Quignard es a todas luces visible. Quignard creció en una familia de músicos y fue director por muchos años del Festival de Música Barroca que se desarrollaba en Versalles, con el respaldo de François Miterrand. De hecho, la primera conferencia que integra Sobre la idea de una comunidad de solitarios tiene como fondo la participación de un intérprete, amigo de Pascal Quignard. Allí menciona algunas partituras que lo han ayudado a concebir varios de sus libros, por ejemplo Villa Amalia, Todas las mañanas del mundo y Las sombras errantes: “Es sobre la línea melódica de las Sombras errantes (del músico François Couperin, siglo xvii) que concebí el primer tomo de Último reino”.


Dos libros póstumos de Sergio Loo Nora de la Cruz

Siempre es tentador especular acerca del artista promisorio que muere joven, pero no es mi intención exagerar. Lo cierto es que supe que existía un poeta llamado Sergio Loo porque en 2013 acudí a una lectura en Ciudad Universitaria en la que hubo dos ausentes, que morirían algunos meses después. En la lectura, los largos versos de Loo, sus estrofas enloquecidas y abigarradas, ponían en aprietos el sistema respiratorio de Iliana Vargas, que les dio voz, y me impresionaron. Investigué quién era, qué había escrito. Puedo decir que fue, sin duda, el poeta contemporáneo que me hizo volver la mirada a lo que se está escribiendo en México en la actualidad. Leí los poemarios que llegaron a mis manos, y con mayor curiosidad los libros que comento en esta ocasión, tal vez por el interés que despertaron en el medio, por razones obvias, claro está, pero también porque su autor escribía con un vigor deslumbrante, cualidad muy difícil de ignorar. Operación al cuerpo enfermo: del tacto al lenguaje Se vuelve cada vez más común decir que un libro desafía los géneros, o que resulta difícil de clasificar. Podría decirse eso mismo de Loo, aunque me da la impresión de que no necesariamente por un afán experimental deliberado, sino por la libertad con la que el autor se permite explorar sus inquietudes. Si bien Operación al cuerpo enfermo parecería, de modo reduccionista, una especie de crónica del diagnóstico y posterior padecimiento —cáncer: un sarcoma de Ewing— y de sus consecuencias inmediatas, sería mucho más exacto decir que lo que en realidad se aborda es el proceso interno mediante el cual el paciente, la voz lírica, se explica su propio padecer. Con un lenguaje económico y en un vaivén permanente de la mente, la memoria y la imaginación a los eventos corporales vinculados a la enfermedad, su detección y su tratamiento, Loo toma como punto de partida esa experiencia concreta para revisar discursos variados sobre el cuerpo, la naturaleza, lo normal y lo sano. En esta revisión incluye otros cuerpos y otros discursos, por supuesto: el de Pedro y Cecilia, personajes con quienes guarda vínculos socialmente ambiguos, pero que representan el amor y el hogar, en contraposición con sus padres y hermano, cuyo lazo es a todas luces superficial y en ocasiones nocivo.

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En Operación al cuerpo enfermo aparecen las constantes del trabajo de Loo: las relaciones triangulares, la identidad, y particularmente la identidad homosexual, el amor y el sexo; en lo formal, también encontramos su sello: el humor negro y el absurdo, la intertextualidad, la alusión a los géneros no canónicos, pero sobre todo su gran capacidad para construir frases que combinan exitosamente dos registros disímiles, sin que parezca una afectación. Por el contrario, en ello radican su ligereza y su mordacidad. Esta obra en particular le ofrece la oportunidad de combinar el lenguaje médico con otro de registro más lírico. Un ejemplo de ello es su descripción del arrebato amoroso: “algo te falta y tu dermis cree que yo te lo daré”. Al ser el relato de su propia enfermedad, podría pensarse que a un autor le resultaría difícil salvar el obstáculo del patetismo, pero Loo consigue hacerlo por dos medios fundamentales: la amplificación del tema para reflexionar en torno a cuestiones más amplias que lo meramente anecdótico, y el tono que constantemente juega a dislocarse: el lenguaje científico se entrelaza con el amoroso, el dolor con el humor, y la introspección con la socarronería. El cáncer que terminaría extinguiendo a Loo aparece nombrado de forma tan llana, con tan poco aspaviento, que se magnifica, sobre todo en el final en que el poeta lo abraza, pero no como un acto de tímida resignación sino de apasionada entrega. No creo equivocarme si digo que ésta es la gran obra de entre las que Sergio Loo tuvo tiempo de escribir. Narvarte pesadilla: típico, noche lúgubre y llovía No supe de la existencia de la obra narrativa de Loo hasta que Editorial Moho publicó Narvarte pesadilla. Ganadora en 2013 del primer concurso de novela convocado por esta editorial (no sé si ha habido más), tardó cuatro años en aparecer, y para entonces ya había generado expectativa entre quienes conocían un trabajo previo del autor: House. Todo en el ejemplar da cuenta del espíritu juvenil de la editorial, de la tipografía al diseño, sin que eso sea necesariamente malo. Al leerla recordé las revistas publicadas entre amigos que, sin duda, son parte de la adolescencia de todo aquel que se haya interesado en la escritura alguna vez. Narvarte pesadilla es, ante todo, un entretenimiento. Así debe asumirlo el lector y así fue como lo acometió el autor, sin duda: desde la primera frase adopta un tono mordaz que no abandona nunca, sin importar cuántas piruetas narrativas realice. No son pocas: autorreferencialidad, intertextualidad, metaficción, la estructura circular, reescritura; por momentos da la impresión de que lo que observamos no es el producto, sino la operación misma de fabulación. La historia se califica a sí misma, irónicamente, como típica; en cierto sentido lo es, pues emplea algunos tropos más que conocidos de las novelas de folletín, los melodramas, el cine de terror. Pero, nuevamente, Sergio Loo combina y disloca, entra y sale del mundo ficticio, contesta llamadas de sus amigos y les pregunta cómo debería continuar la historia, no sin antes decirles que el cáncer va bien y les manda saludos. Las cosas que le importan a Loo, sin embargo, son las mismas: el individuo y la afirmación de su identidad, el cuerpo, cuantimás si hay en él algo de

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monstruoso; los amigos, los amantes, que a veces son los mismos; el ambiente homosexual, el editorial y el artístico; la familia, siempre siniestra y hostil, donde el único inocente es el hermano, unido por un hilo invisible, por la distancia y el silencio. Pero, en este caso, todo eso le da al autor suficiente material para el más oscuro humor negro. El tabú atrae a Loo, al grado de terminar su relato con el tabú por excelencia, el suicidio, que también tiene más apariencia de entrega que de autodestrucción. El vigor deslumbrante de Loo radica en su capacidad para mostrar con gran plasticidad su vida interior, de manera que lo cotidiano y el cliché ganan hondura y dinamismo. Cada vez que se quiere promover comercialmente a un autor joven se le llama irreverente, pero creo que muy pocos realmente podrían considerarse tales; Sergio Loo es uno de ellos: va columpiándose por el texto como un niño en el pasamanos del parque, jugando a ser un mono, siendo un mono de verdad creíble, pero a la vez sabiendo que sólo juega y que en la realidad es un niño. En Narvarte pesadilla se divierte y no le teme a nada, y el resultado de ello es una novela imperfecta pero fresca y de verdad original, lo cual, en el panorama de la literatura mexicana contemporánea, es mucho decir.

Operación al cuerpo enfermo Sergio Loo México, Ediciones Acapulco, 2015, 88 pp.

Narvarte pesadilla Sergio Loo México, Moho, 2015, 108 pp.

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William Saroyan:

Ítaca en el patio de atrás Adán Medellín

La comedia humana William Saroyan Traducción de Javier Calvo Barcelona, Acantilado, 2004, 210 pp.

Aunque la globalización de las tecnologías de la información expande nuestros alcances y nos gratifica con inmediatez en la búsqueda, más allá de las pantallas de nuestros celulares, el mundo que tocamos y percibimos sigue siendo un patio trasero que se extiende en unas cuantas vías, transportes y edificios, salpicados por la novedad instantánea de algunos libros, series o feeds de redes sociales. William Saroyan (1908-1981), escritor estadounidense descendiente de inmigrantes armenios, lo sabía. El mundo real es pequeño, siempre listo para extenderse o contraerse como un corazón, y una de las formas más básicas para compactarlo, antes de la era de nuestros e-mails, eran las oficinas de correos y telégrafos, esos sitios que concentraban y distribuían los dramas íntimos, comerciales y laborales de los núcleos urbanos y rurales. La comedia humana narra la historia del pequeño pueblo de Ithaca, en California, desde los ojos emocionados del adolescente Homer Macauley, quien entra a trabajar en la compañía telegráfica local para ayudar a su familia tras la muerte de su padre y la partida de su hermano mayor para engrosar las filas de soldados durante la Segunda Guerra Mundial. Es 1942,

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e Ithaca funciona como un microcosmos que retrata la vida de una segunda generación de inmigrantes que vivió el conflicto bélico desde la espera en Estados Unidos, en un enclave multicultural donde descendientes de italianos, armenios y judíos conviven bajo la misma bandera. Búsqueda de la identidad y breve compendio de preguntas por el sentido del mundo, el presente trabajo de Saroyan se estructura en pequeños capítulos que narran la formación del carácter del joven Homer, quien se cuestiona las verdades y las estructuras sociales a su alrededor con cada nuevo encuentro y cada nuevo telegrama que debe entregar, y que lo llevan a descubrir las problemáticas relaciones que tejen el orden de su comunidad desde la escuela, la calle o su casa. Asimismo, es un fresco de los destinos de personas comunes que transforman la visión de un chico inocente y lleno de dudas, que comienza a experimentar los dolores del crecimiento y la adultez obligado por las circunstancias. Homer vive un mundo de padres y hermanos ausentes en que los niños deben salir a trabajar, donde la gente se reúne a escuchar los grandes discursos de Churchill y Roosevelt, los migrantes viven en callada tensión su conversión en “americanos” y una carrera de vallas estudiantil es una lucha de obstáculos contra los prejuicios de clase. Plagado de sencillos homenajes homéricos en los nombres de sus personajes, la narrativa de Saroyan avanza sin pretensiones mediante una prosa limpia, tierna y sencilla en breves episodios que exponen al joven Homer y al resto de la compañía telegráfica a la muerte de los soldados en el frente extranjero, la desigualdad social, los sueños de éxito de la juventud, la búsqueda del primer amor y la insatisfacción que germina en la aparente prosperidad norteamericana. Los bares, los comercios o las calles de Ithaca permiten a Saroyan ahondar en el comportamiento humano desde la aparente simplicidad de las preguntas de Homer, su pequeño hermano Ulysses y los personajes que lo rodean. La visión infantil, en pleno desarrollo y sorprendida por el descubrimiento de los sinsentidos del mundo, enfrenta a las contradicciones de los discursos oficiales o patrióticos, por ejemplo, aquellos que vinculan el heroísmo con la muerte o el éxito con el lustre de un apellido. Episodio tras episodio, Homer verá en Ithaca una imagen real del mundo y comprenderá que la confusión y la angustia que originan la guerra, la muerte o la soledad no es sólo suya, sino que alcanza a los adultos, un puñado de seres

tan frágiles como él que también lloran la muerte de sus hijos amados, se emborrachan para soportar el trabajo, se culpan de su incapacidad de ser felices o pretenden ocultarse de las enfermedades y la vejez que los aquejan. Pese al contexto de los hechos narrados, La comedia humana es una novela esperanzada, porque confía en la redención humana gracias al contacto con otros seres semejantes “no corrompidos” —en palabras de Saroyan— que pueden transformar un intento de asalto en una revelación de la solidaridad humana, o la discusión de dos chicos de distinta clase en una lección sobre la igualdad social; entregando una obra alejada del pesimismo existencialista o la noción de absurdo que permearían la cultura posterior a la Segunda Guerra Mundial. No me importa lo que mis criaturas parezcan en la superficie. No me engañan ni los modales elegantes ni los malos modos. Me interesa lo que hay debajo de los modales de cada clase. No me importa si una de mis criaturas es rica o pobre, brillante o lenta, genial u obtusa, con tal de que tenga humanidad, de que tenga corazón, de que ame la verdad y el honor, de que respete tanto a sus inferiores como a sus superiores. Y si las criaturas de mi clase son humanas, no quiero que todas sean humanas del mismo modo. Con tal de que no sean corruptas, no me importan sus diferencias. Quiero que cada una de mis criaturas sea ella misma. No quiero que seáis otra persona solamente para complacerme o para facilitar mi trabajo. Me hartaría muy pronto de una clase llena de jóvenes damas y caballeros perfectos. Quiero que mis criaturas sean gente, todos distintos, todos especiales, que cada uno de ellos sea una variación agradable y excitante de los demás. (La comedia humana, V, p. 56)

Saroyan nos brinda una pieza tierna, emotiva e inteligente, que se niega a quedarse atrapada en el tiempo de su génesis, porque anticipa el espíritu de tolerancia social y empatía que llevaría a las reformas sobre los derechos civiles y la conciencia de las culturas migrantes que germinarían en la segunda mitad del siglo xx. “Si a un hombre no le ha hecho llorar el dolor del mundo solamente es medio hombre”, dirá la madre de Homer ante la toma de conciencia del muchacho. Considerado el más célebre de sus trabajos novelísticos, la lectura de La comedia humana, opuesta por su sencillez y brevedad a la fecundidad balzaciana, nos recuerda que crecer es dudar y descubrir cuando se entra en el curso de la vida y que la valentía no radica en los temerarios o los más talentosos, sino en quienes se atreven a confrontar y rehacer su visión de la realidad mientras aprender a recorrer el camino.

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colaboran Carlos Martín Briceño (Mérida, Yucatán, 1966). Narrador. Premio Internacional de Cuento Max Aub en 2012, Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2003 y Premio Nacional de Cuento de la Universidad Autónoma Yucatán 2004. Algunos de sus libros son: Después del aguacero, Al final de la vigilia y Montezuma’s Revenge. Maritza M. Buendía (Zacatecas, 1974). Estudió el doctorado en Teoría Literaria en la uam. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas 2003 - 2004 en narrativa. Premio Nacional de Cuento Julio Torri 2004, por En el jardín de los cautivos y Premio Bellas Artes de Ensayo José Revueltas 2011, por Poética del voyeur, poética del amor. Juan García Ponce e Inés Arredondo. Fabiola Camacho Navarrete (Ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011 - 2012 y 2012 - 2013. Estudió la maestría en Estudios Latinoamericanos en la FFyL y en la FCPyS de la unam. Actualmente estudia el doctorado en Sociología en la Unidad Azcapotzalco de la uam Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949). Cronista, ensayista, narrador, poeta y traductor. Ha traducido la obra de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Guide y Roger Munier, entre otros. Ha publicado, por mencionar algunos, los poemarios Muertos y disfraces, La ceniza en la frente y Ningún sitio que sea mío, así como la novela Hemos perdido el reino. José Francisco Conde Ortega (Atlixco, Puebla, 1951). Es poeta, crítico y ensayista. Estudió Letras Hispánicas en la unam y es profesor investigador de la Unidad Azcapotzalco de la uam. Es autor de más de una treintena de libros de ensayo, poesía y narrativa. Canto del guerrero, publicado por la uam en 2017, es su poemario más reciente. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Felipe Ehrenberg (Tlacopac, Ciudad de México, 1943 - Ahuatepec, Morelos, 2017) fue un artista, editor, ensayista, profesor y activista mexicano. Su trayectoria, de más de cincuenta años, abarca dibujo y pintura, así como arte conceptual durante la década de 1970, performance, el mail art y la mimeografía y técnica neográfica. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del INBA en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas.

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Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje en 2010 y el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra en 2013. Es autor del libro El fuego de las noches. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos, Tiempos de Furia y El canto circular. Obtuvo en 2017 el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí. Es jefe de redacción de Playboy México. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam. Es colaboradora de medios como La Repubblica y Milenio Diario, entre otros. Octavio Paz (1914 - 1998). Poeta y ensayista. Fundador y director de Plural y Vuelta. Su obra ha sido traducida a treinta y dos idiomas. Entre los reconocimientos obtenidos destacan el Premio Xavier Villaurrutia 1956, por El arco y la lira; el Premio Jerusalén de Poesía 1977; el Premio Cervantes 1981; el Premio Príncipe de Asturias 1993, y el Premio Nobel de Literatura en 1990. Algunos de sus libros son ¡No pasarán!, Libertad bajo palabra, ¿Águila o sol?, La estación violenta, Blanco y Ladera Este. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Omri Rose (Chicago, Illinois) Actor y escritor. Ha escrito también poesía y un buen número de guiones para cortometrajes. En el 2012 Pen Works Media publicó su cuento “Beat” como parte de Cardiac Stories (The Emerging Light Series). Recientemente dos de sus textos, “Children of Dawn” y “Heart of Olympus”, han sido incluidos en la antología Tales for a Dying Sun. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y El vuelo de Francisca. Vladimiro Rivas Iturralde (Latacunga, Ecuador, 1944). Maestro en Letras Iberoamericanas por la unam. Ha publicado cuentos, ensayos, novelas y poesía. En 2000 obtuvo el Premio a la Docencia de la uam. Es profesor investigador en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Bernardo Ruiz (Ciudad de México, 1953). Poeta, narrador, editor y traductor, es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Sus más recientes libros son Más allá de sus ojos, cuento, y la colección de ensayos Asunto de familia. Jorge Ruiz Dueñas (Guadalajara, 1946). Profesor fundador de la uam. Es miembro del Patronato de la Fundación René Avilés Fabila y del Museo del Escritor. En 1997 obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia y en 1992 el Premio Nacional de Periodismo. Entre sus libros publicados están Las noches de Salé, Contratas de sangre y algunas noticias imaginarias y Tiempo de ballenas.



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Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Cambio de época”, de Antonio Toca Fernández


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