NOVEDADES EDITORIALES
Revista bimestral de cultura
Año XXXVII, época V, Vol. V, número 53 • agosto-septiembre 2018 • $60.00 • ISSN 2448-5446
ANTROPOLOGÍA Variaciones sobre cine etnográfico. Entre la documentación antropológica y la experimentación estética
EDUCACIÓN Derivación tecnológica en apoyo a la agencia académica en educación superior Sandra Castañeda Figueiras y Eduardo Peñalosa Castro (coords.)
FILOSOFÍA Las variedades de la referencia Gareth Evans
SOCIOLOGÍA Organizaciones sociales y migrantes.
SOCIOLOGÍA Elegebeteando Antonio Marquet
MATEMÁTICAS Teoría de conjuntos, lógica y temas afines II Max Fernández de Castro y Luis Miguel Villegas Silva
casadeltiempo • número 53 • agosto-septiembre 2018
Deborah Dorotinsky Alperstein, Danna Levin Rojo, Álvaro Vázquez Mantecón y Antonio Zirión Pérez (coords.)
De la asistencia a la acción política
Juan José Arreola, cien años
Miriam Calvillo Velasco
Chucho Reyes: lo fugitivo permanece Roberto López Moreno, retrato a lápiz
en línea: issuu.com/casadeltiempo
www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo
@casadetiempoUAM
Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “La UAM y la reconstrucción de la nación”, de Javier Esteinou Madrid
Editorial
En el cuento “Tres días y un cenicero”, Juan José Arreola relata la historia de un grupo de muchachos cazadores que hallan por accidente, bajo las aguas del lago de Zapotlán el Grande, los restos escultóricos de una venus grecorromana. Asombrado por la belleza de la obra, uno de los muchachos la lleva secretamente a su casa y registra en un diario sus intentos por conocer su procedencia y la causa de que hubiese sido olvidada bajo el lago. En sus rigurosas indagaciones repasa la historia de la fundación de su pueblo al tiempo que recorre de manera escueta los hechos violentos de la guerra cristera, una parte de la tradición occidental y el arte de Mediterráneo, pero sobre todo su propio origen. Ese cuento puede ser el resumen más acabado de la literatura y el legado de Juan José Arreola, pues en un solo texto —como en buena parte de los suyos— pone en juego la tradición oral de una pequeña población y los mitos de la cultura universal que la contiene. Animados por ese ejercicio dialéctico y la celebración de los cien años de su nacimiento, en Casa del tiempo convocamos a un puñado de especialistas y entusiastas para rendir homenaje al maestro y editor de algunos de los escritores más importantes de la segunda mitad del siglo xx en nuestro país, quien se reveló desde sus primeras publicaciones como un artesano del lenguaje y una figura insoslayable de la cultura en México. En Ménades y Meninas, Héctor Antonio Sánchez nos explica la técnica del pintor mexicano Chucho Reyes, y Lucila Navarrete Turrent visita la reciente exposición de Carlos Amorales en el Museo Universitario Arte Contemporáneo. En De las estaciones, Iván Cruz nos ofrece un retrato personal y ético del poeta chiapaneco Roberto López Moreno. Por su parte, en Más allá del Hubble, Brenda Ríos reivindica a la comediante Hannah Gadsby, y Andrés García Barrios se pregunta si acaso la ciencia, como una buena parte de las empresas humanas, caerá en desuso. Entre el relato provincial y el cosmopolita, la evocación y el homenaje, esperamos que nuestros lectores hallen en estas páginas un gozoso esparcimiento de verano.
Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Secretaria Verónica Arroyo Pedroza Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxvii, época v, vol. v, núm 53 • agosto-septiembre 2018. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Juan José Arreola, de la pieza Arreola: metáforas de plata. Fotografía: Enrique Villaseñor Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVII, época V, vol. V, número 53, agosto-septiembre 2018, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado d e Reserva d e D erechos a l Uso E xclusivo d el Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 31 de julio de 2018. Tamaño de archivo: 20.3 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil De revolutionibus…, 3 Emiliano Álvarez
profanos y grafiteros Juan José Arreola, la herencia del espíritu, 6 Judith Buenfil Juan José Arreola, la centuria de un orfebre ilustrado, 11 Leopoldo Lezama Juan José Arreola: el animal humano en Bestiario, 16 Moisés Elías Fuentes Mester de arreolería, 21 Jaime Muñoz Vargas
de las estaciones Consolación por un poeta muerto, 26 Jorge Ruiz Dueñas Retrato a lápiz: Roberto López Moreno en sus 75 años, 30 Iván Cruz Osorio
ensayo visual Arreola: metáforas de plata, 33 Enrique Villaseñor
ménades y meninas Chucho Reyes: lo fugitivo permanece, 40 Héctor Antonio Sánchez Carlos Amorales y la crítica del lenguaje, 45 Lucila Navarrete Turrent
antes y después del Hubble La trágica heroína de la comedia: Hannah Gadsby, 51 Brenda Ríos Y la ciencia ¿llegó para quedarse?, 55 Andrés García Barrios Del Auditorio a Juárez y Balderas, 59 Jesús Vicente García Sublimación del gótico tropical, 64 Rafael Toriz
intervenciones, 68 Mateo Pizarro
francotiradores Réplicas del temblor en Estridentópolis: una aproximación, 69 Juan Patricio Riveroll Hable, oficial Conrad, 71 Adán Medellín El futuro de la movilidad, de Bernardo Navarro, 73 Alejandra Moreno Toscano Donde comienza la búsqueda: El triunfo de la memoria, de Abril Posas, 76 Nora de la Cruz José María Velasco, pintor de paisajes, de Fausto Ramírez, 78 Carlos Torres Tinajero
colaboran, 80 Tiempo en la casa. La UAM y la reconstrucción de la nación Javier Esteinou Madrid
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De revolutionibus…
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Emiliano Álvarez
1 No era aún nuestro tiempo para sentir nostalgia: nuestro pasado no alcanzaba para andar, balidosos y álgidos, pastando nemorosas hierbas. No teníamos edad y hasta a ti te costó entender que era eso lo que sentías, que era eso lo que estorbaba a tu naturaleza de árbol para expandirse más allá de las raíces de tu nombre. Una piedra es la encarnación más sólida de lo nostálgico, pero tú y yo jamás hemos creído en conclusiones apriorísticas, en oráculos de café. Así, veía tu debate entre escalar —nubarrón engordado, piedra volante— y acaso ser lluvia, corriendo el riesgo de la dilución, o continuar, anclada piedra a la tierra, a su constante geología, a su inicio en el mundo, al perfume de la riqueza, evaporado ya, pero embriagante como fantasma, al inquietante alcohol del estrógeno tímido andando en tu garganta adolescente.1 2 Era tiempo de tu sangría, frater, de tu inversa sangría. Entre el musgo borroso de ciertas jardineras que hay latiendo en el asfalto que habitamos, germinan sanguijuelas etíopes (Hirudo opossitus medicinalis). Son los antepasados de la transfusión sanguínea: se adhieren a tus piernas, 1 Este poema forma parte del libro Sólo esto, ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino y editado recientemente por el Fondo Editorial Tierra Adentro.
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te succionan la sangre débil, te insertan decilitros de sangre concentrada. (Ya ves que los antiguos tenían métodos más toscos para alzar o provocar la languidez de sus mareas corpóreas. Algo así, pero en espejo, le aplicaba Johannes Kepler a Tycho Brahe, Praga, ca. 1600. ¿Recuerdas ese libro que aún no me devuelves?) No había método, sin embargo, que aplacara en ti ese humor, y entiendo que quizá esté de más que yo te diga estas cosas. Al cabo, yo sabía que, desde tu crujir simiente, tendría que brotar una corteza —tu Uraniborg de ramas, espontáneo— desde donde descubrirías la nova abrumadora de ti mismo. 3 Son nueve los planetas de la mesa. Como demiurgos tenaces, desatentos, golpeamos el astro blanquecino que los impulsa a moverse en su sistema desordenado. Inercia. Conservación de la energía. Gravitación. En medio de ese sonambulismo nuestro, tocamos demasiados temas, uno después de otro, interrumpiéndose, completándose, en fuga, y retornando. El chirriar de los planetas de la conversación va creando y destruyendo el engranaje del sistema, aún en desarrollo, de nuestra existencia. Acaso la amistad sea sólo esto: un sistema planetario que evoluciona a golpes, un juego que sabe siempre recomenzar, un escucharse e interrumpirse, al mismo tiempo. 4 Terminaba el verano. Una llamada tuya, y a todos, no sólo a ti, se nos iba endureciendo el movimiento. Qué palidez la de esa tarde. Yo estaba en una boda de unos amigos que no eran mis amigos, y no era disfrutable el alimento. No era disfrutable estar allí (a pesar de los pasteles, de la marimba precisa, del son jarocho) pensándote en una sala impaciente y blanca. Luego, fue un mes de cielo indefinido. Mi cabeza era un baluarte: las hordas
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del fatalismo, inútil, pero tercamente combatidas por un rebaño de certezas impuestas. El arco de un concierto en mi menor me erizaba más que nunca había logrado la música. Los otros, en el teléfono, me pedían noticias cada hora. 5 La espera del diagnóstico era la cárcel donde Pièrre Bezukhov conoció a Platón Karataev. Había un perro allí, olisqueando el frío con narices indecisas. Tus amigos éramos ese perro. Tú sudabas hondo por las noches, y el perro la mano te lamía, cuando te agitabas demasiado al dormir en el piso. Platón eras tú mismo también. De ese diálogo del desdoblamiento entre una conciencia y una vitalidad; entre las ganas de tumbar la puerta del encierro y las de mantenerse oculto; entre esas temblorinas mortuorias y la cara del centinela dispuesto a sobrevivir; entre lamentarse por un punto cardinal de Aires viciados o respirar digno; entre el mago que prende los fósforos y las pupilas dilatadas del espectador, te veíamos, con el pelaje erizado, y le ladrábamos al poseedor de las llaves. (Ése eras tú mismo también.) 6 La mirada del sobreviviente descendió sobre tus ojos, como un eclipse total que hacía chillar a los pájaros en una música de inicio o de fin del mundo. ¿Era necesario llegar a tanto?, te preguntas. Ya eso importa poco. Hay cosas que jamás descubriremos ni dedicando la vida a desnudar la órbita secreta de cada nómada que poblamos y nos rodea. Son nueve los planetas de la mesa. Uno solo el sol blanquecino. Una sola la mano que lo impulsa a detonar el movimiento. Acaso la amistad sea sólo que esa mano encuentre un paralelo: otra mano que inaugura su propio sistema, y golpea, al unísono, dudando, en otro paño.
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Juan José Arreola. Autor anónimo / Prensa inba
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Juan José Arreola,
la herencia del espíritu Judith Buenfil Morales
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Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo […] Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos. “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”, Juan José Arreola
En septiembre se cumplen cien años del nacimiento de Juan José Arreola, autor de una obra particular que dialoga y polemiza con la cultura de Occidente. Autodidacta, autor de una novela, de cuentos, de relatos breves que emulan el lenguaje de textos periodísticos, anuncios publicitarios o recetas de cocina; escritor de aforismos, doxografías, fábulas, anécdotas, textos confesionales, piezas orales en las que vertió su vasta cultura, editor de autores jóvenes y consagrados, creador de talleres literarios, Arreola demostró mediante su vida y obra que todos los discursos, sin importar su procedencia, pueden revitalizar el trabajo artístico. Tomemos como ejemplo el prólogo de Bestiario, en donde los principios cristianos son reestilizados humorísticamente para exaltar las miserias corporales y la animalidad humana que unos discursos niegan por declarar al hombre hecho a imagen y semejanza de Dios: “Ama al prójimo desmerecido y chancletas. Ama al prójimo maloliente, vestido de miseria y jaspeado de mugre”. Arreola buscó nuevos ángulos de comprensión del mundo, parodió los saberes heredados desde el humor y la risa, mostró la necesidad de reorientar los ideales humanos, señaló los fracasos y, sonriente, derrumbó ideales como los enunciados por el discurso literario amoroso o el discurso religioso. Asimismo, observó la trayectoria de la gente del pasado y dejó una consigna clara, una visión utópica para el futuro: advirtió la necesidad de cuidarnos de los devaneos del espíritu y la urgencia de establecer un nuevo orden de mundo, pues el afán de grandeza había extraviado a la humanidad. “¡CUIDADO! —avisa su relato “Alarma para el año 2000”— Cada hombre es una bomba a punto de estallar […] Ya nadie puede ser vejado ni aprehendido. Todos se niegan a combatir […] No hay más remedio que amarnos apasionadamente los unos a los otros”.
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A mí mismo me toreo A Arreola hay que leerlo en voz alta, arte que le reveló durante la infancia —gracias a textos que van de las cláusulas de Hammurabi a los cuentos de Oscar Wilde— la melodía, el espíritu de la lengua, el amor a la literatura y el misterio poético. Seguro del valor de esta actividad, tituló Lectura en voz alta una colección de textos que emulaban libros escolares y que dejaron huella en su memoria. Arreola también fue actor1 y declamador pueblerino, esta última ocupación —según consignó en su biografía Memoria y olvido, vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso— fue de vital importancia en su existencia. A los tres o cuatro años ya repetía los versos de “El Cristo de Temaca”, y aunque, según explicó, desconocía la mayor parte de las palabras que componían aquel extenso poema, estas le descubrieron un sentimiento y una fascinación por el misterio que lo acompañaron siempre. Fuera en conferencias, los salones de clase de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, en los talleres de creación literaria o en la televisión, el trabajo de Arreola sobresalió en el panorama cultural del país y su proyecto artístico se extendió más allá de las páginas de sus libros. Promotor de un diálogo entre las generaciones pasadas y futuras, el autor buscó públicos más amplios, por lo que es relevante analizar el interés que le dio al contacto con diversas audiencias, como parte del proyecto de un hombre con una visión estética y ética particular. Durante los últimos años, he colectado infinidad de anécdotas sobre Arreola, he escuchado la descripción de un hombre llamativo, nervioso, divertido, histriónico, dramático, lúcido, de una cultura vastísima, generoso, capaz de improvisar una clase magistral, jugador de ping pong, comentarista deportivo, asiduo
Se presentó incluso en París bajo la dirección de Jean-Louis Barrault y en 1956 fundó el grupo teatral Poesía en voz alta, junto a Octavio Paz y José Luis Ibáñez.
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a programas de televisión donde en una ocasión cierta cantante lo confrontó. Personas de las más diversas ocupaciones me han referido algún encuentro con Arreola, incluso mi padre, ajeno al mundo literario, me narró cuando conoció al autor en un torneo de ajedrez en Guadalajara, al cual —dijo algo presumido— sólo asistieron jugadores de muy buen nivel. Mi padre no miente, Arreola fue presidente de la Federación Mexicana de Ajedrez y este juego le sirvió para describir —en textos como “El Rey negro”, un homenaje al poeta Gérard de Nerval— el desencanto amoroso: “Ya nunca más —se afirma en ese relato— volveré a jugar al ajedrez. Palabra de amor”. Arreola también editó varias revistas entre las que destacan Eos, Revista Jalisciense de Literatura, creada con Arturo Rivas Sáinz, uno de los primeros lectores e impulsores de Arreola, y Pan, Revista de Literatura, empresa que llevó a cabo junto a su amigo Antonio Alatorre. En ambas publicaciones aparecieron escritos de autores ya consagrados y otros que se daban a conocer como el propio Arreola y Juan Rulfo. Este último, advierte Alatorre, les entregó, con brusquedad, unas cuartillas: “nos dijo que ahí teníamos esa cosa, por si nos servía; y que si no, la tiráramos. Era el cuento “Nos han dado la tierra”. Pueblerina Cuánta vitalidad esconden la plática cotidiana, la narración de hechos ínfimos, los rumores, las canciones, los dichos sabios y populares que pueblan el discurso de todos los días. Arreola sabía del valor estético de estos registros de la oralidad, y en su novela La feria recrea la historia del pueblo Zapotlán el Grande mediante los giros del mundo lingüístico de su infancia, de diálogos graciosos como el siguiente: “¿De veras eso es fornicar? Yo creí que era otra cosa, que era algo así como quién sabe. Eso que usted dice quisiera hacerlo todos los días, pero nomás lo hago una vez a la semana, cuando mucho. Ya ve usted, la ignorancia…”.
La feria es una obra estructurada en fragmentos que narra los preparativos de la fiesta en honor al patrono San José, a la vez permite entrever, como si los lectores paseáramos por las calles de Zapotlán, las personalidades, los dramas, el orden social, los barrios, las actividades, los oficios, las creencias, los miedos, las pasiones y las injusticias que enfrentan cada uno de los habitantes. Hay que decir que el otro hilo conductor primordial de la novela es el que da cuenta de las peticiones de la población indígena tlayacanque para que se le regresen las tierras arrebatadas tras la llegada de los conquistadores: “la tierra ya no es de nosotros […] Señor Virrey de la Nueva España, Señor Presidente de la República… Soy Juan Tepano, el más viejo de los tlayacanques, para servir a usted: nos lo quitaron todo”. La narración de La feria va saltando en el tiempo, en un fragmento puede conocerse la perspectiva de un personaje del siglo xvi y al siguiente la visión de alguien de la época de la Revolución Mexicana. Sin embargo, la estructura de la novela no es en absoluto caótica, cada fragmento dialoga con el previo o el siguiente para contar la historia y la razón de ser de un pueblo al que se le conoce por su bullicio, sus dimes y diretes, sus dichos y ocurrencias resguardadas en el lenguaje oral. Aunque por momentos la novela se detiene para describir el drama de algún habitante de Zapotlán, la realidad es que no es el desarrollo de personajes y anécdotas lo que más interesa, sino la capacidad de mostrar la complejidad que se revela en nuestro uso del lenguaje, la visión y perspectiva que se tiene sobre el mundo; un refrán, por ejemplo, se convierte en una respuesta contestaría: cuando en la novela el Rey de España obliga a los conquistadores a devolverles la tierra al grupo indígena (“Quiero que me deis satisfacción a mí y al mundo del modo de tratar estos mis vasallos”, exclama el monarca), una voz burlona y anónima que enuncia el refrán “pasen a tomar atole con el dedo, todos los que van pasando”, confronta el discurso del poder y muestra, en
una actitud risueña, el incumplimiento, la hipocresía y las falsedades de las promesas oficiales. Dos cosas quiero resaltar de lo anterior: la primera es que Arreola supo amalgamar el lenguaje oral y escrito, el discurso del poder y el de las personas de a pie, pues a la par de la recreación de los tonos del habla callejera incluyó cartas, edictos, fragmentos bíblicos, textos históricos, alusiones literarias. La segunda cuestión es la postura ética del autor con respecto al valor y calidad artística que puede lograrse gracias a la diversidad de voces. Mediante esta riqueza discursiva, Arreola desnudó humorísticamente las injusticias sociales, las desigualdades económicas y los elitismos pueblerinos: “Esa fiesta tan lujosa es un verdadero insulto a la población. No se hizo más que para los ricos […] Iban vestidos como príncipes, de frac y con sombrero montado […] El más ridículo de todos fue don Abigail […] Lástima que no fuera Sábado de Gloria, porque daban ganas de tronarlo así, vestido de mamarracho”. Una última confesión melancólica Varios años me he dedicado a estudiar y comentar la obra de Arreola, y me gustaría explicar, a manera de homenaje y en un tímido acto confesional, cuál ha sido mi relación con sus escritos y figura. En la medida de lo posible intenté escribir desde el recuerdo del primer asombro, pues la cultura, tal como repitió de forma incansable Arreola, es la apropiación armónica de los bienes ajenos que ya circulan en cada persona como si fueran su propia sangre. Gracias a esta noción que el autor tenía sobre la cultura —apropiación pacífica, bello pasatiempo de colectar conocimientos, experiencias, sentimientos ajenos—, es primordial entrar en el juego de relectura y comentario de las obras de otros. Arreola me acercó a autores como Papini, Claudel, López Velarde, Freud, Rilke, Bachofen, Weininger, Kafka, Schwob, Proust, Dante, Cervantes, Denis de Rougemont, Quevedo,
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Esopo, el Conde de Lautréamont, Santiago de la Vorágine, François Villon, Góngora, los fabliaux medievales, la poesía provenzal, la Biblia. Me atrevo a afirmar que no hay un solo texto de Arreola libre de referencias, citas, parodias y homenajes, basta asomarse al relato “Parturient montes” —el cual inaugura uno de sus libros más conocidos, Confabulario—, recreación de la fábula clásica que narra el parto de los montes y que es una confesión nerviosa: nuestras empresas no son más que una copia de los textos clásicos, una enunciación de los dichos ajenos y en esto estriba su riqueza. Sin embargo, en sus homenajes el escritor imprime su visión personal y deja entrever las que serán sus preocupaciones constantes: el hacer de las desgracias un espectáculo humorístico, la desilusión amorosa, el silencio de Dios y las dudas relativas a la fe, el desencanto, la idea de que el esfuerzo que se realiza en toda actividad artística nunca garantizará la calidad de la creación. Desde el primer encuentro con esta obra, hallé una risa que en ocasiones era dolorosa y un humor que me reveló la sombra de ciertos ideales; también, algunos de sus textos se me clavaban en el corazón sentimental, y aquí parafraseo a Arreola, por la figura de la mujer que en ellos se presenta. No tengo espacio suficiente para hablar de esa imagen femenina, mas basta decir que para tratar con justicia la cuestión es necesario recordar el ideario amoroso en el que fuimos educados, la mitología bíblica, la idea de expulsión del paraíso y del vientre materno y las antiguas sociedades matriarcales. Nieta de gente de campo y de sastres, como este autor lo fue de agricultores, carpinteros y herreros, en la obra de Arreola también encontré el eco de los dichos de mi abuela, quien igualmente elogiaba el trabajo manual y valoraba todos los frutos de la tierra por lo que implicaba cosecharlos. Hoy aún me conmueve que Arreola hablara de su pasión artesanal por el lenguaje y recordara cada tanto que las mejores creaciones humanas “han sido fruto de la paciencia, de la constancia y de la ternura”.
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Juan José Arreola,
la centuria de un orfebre ilustrado Leopoldo Lezama
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i Uno de los mejores narradores que ha dado México jamás se consideró escritor profesional sino un “amante de la literatura”; como pionero de los talleres literarios, tampoco se vislumbró como un maestro de escritores, y en cambio pensaba que su única virtud consistía en saber observar “la grandeza ajena”. No obstante, Juan José Arreola es uno de los más altos orfebres de la lengua española, cosa que con humildad el narrador adjudicó a sus atepasados: “Procedo en línea recta de dos antiquísimos linajes: soy herrero por parte de madre y carpintero a título paterno. De allí mi pasión personal por el lenguaje”, dice en un texto autobiográfico. Audodidacta, “impresor, comediante y panadero”, aprendiz de encuadernador y de tipógrafo, actor y vendedor de enciclopedias, Arreola fue también miembro del Departamento Técnico del Fondo de Cultura Económica, casa editorial que publicó sus dos obras esenciales: Varia invención (1949) y Confabulario (1952). Estos libros, a criterio del crítico Emmanuel Carballo, abrieron un cauce en la literatura mexicana del siglo xx: “Arreola nació adulto para las letras, salvando así los primeros titubeos. Poseedor de oficio y malicia, dueño de los mecanismos del cuento, rápidamente se situó en primera línea”.1 Es Carballo precisamente quien mejor captó la impresión que dejó Arreola en los jóvenes escritores de entonces: “A mí me dejó fascinado Arreola porque hablaba y hacía pirotecnias con el lenguaje. Y lo más hermoso es que esas pirotecnias no se quemaban en el aire, estaban tan cargadas de sentido que al caer sabían a cosas que tú estabas necesitando para ser mejor escritor”.2
Emmanuel Carballo, “Arreola y Rulfo, cuentistas”, en Joseph Sommers, La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, sep, México, 1974, p. 23. 2 “Amo al escritor y el hombre me es indiferente”, entrevista que realicé a Emmanuel Carballo en el año 2006. 1
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Juan José Arreola, “transido de amoroso desvelo, bajo el peso de su cítara inaudita”, se alza como un alto ejemplo de la prosa exquisita. “Enamorado sacrílego y demente”, ha alcanzado el “paraíso de su locura”: una poderosa capacidad de hacer símbolos a partir de los movimientos del espíritu; una escritura que ha dejado en el curso de la narrativa mexicana piezas de magnífica arquitectura verbal, “adornos y pétalos marchitos, restos de vino y esencias derramadas”. El de Arreola es un lenguaje pulido hasta el relumbramiento; sus cuentos depurados al extremo hacen visible ese “arduo y triunfante proceso de sublimación”. Quizás porque el ser humano es complejo “y los abismos atraen”, Arreola vivió a la orilla de sí mismo, en un lugar donde pudo observarse a plenitud: “Narciso repulsivo, me contemplo el alma en el fondo de un pozo”. Arreola es el lenguaje fulgiendo en su esplendor perdurable; es la metáfora del vertiginoso mundo interior como el bello texto “Libertad”, magistral descripción de su andamiaje profundo: “Leves e insidiosos pensamientos de rebeldía vuelan como mariposas nocturnas en torno de la lámpara, mientras sobre los escombros de mi prosa jurídica, pasa de vez en cuando un tenue soplo de marsellesa”. Desde su primer texto, “Hizo el bien mientras vivió”, Arreola trazó la ruta que perseguió en buena parte de su literatura: la creación de fábulas donde se hicieran evidentes las contradicciones del espíritu; una literatura “con una abrumadora cualidad de espejo”, como el sapo de su Bestiario. Arreola es una rareza en la narrativa mexica; en sus textos se entrecruza el ensayo, la reflexión filosófica y la poesía como la piedra de un volcán de incontenible poder imaginativo. Y en el fondo hierve como una lava latente el tema del bien y del mal, como la gran disyuntiva que marca el devenir del ser humano: un hombre caído en desgracia se encuentra al diablo quiene le ofrece riqueza a cambio de su alma; Giovanni Papini quiere descubirir el gran secreto de la humanidad entrevistando a Adán y Eva en
el infierno; en algún momento, los niños no quieren nacer pues “tal vez no sea este en que vivimos, el mejor de los mundos posibles”. ¿Cuál es entonces el mejor de los mundos para Juan José Arreola? El de la ficción, espacio donde ejerció como muy pocos en nuestras letras; en Arreola la literatura es un arma letal que le otorga un poderoso sentido a la existencia: “En el rápido viaje de su puñal, como en un relámpago, veré iluminarse mi alma sombría”, escribió en “El asesino”. Visionario, Arreola sabía que, empujada por el comercio, la literatura se encaminaría por derroteros menos hondos: “Viejo a más no poder como representante de una literatura a punto de extinguirse, me anima el afán de renovarme en jóvenes nostálgicos de una vida más bella: cosa que no ha sido, pero que puede ser y que será”. Juan José Arreola, portentoso registro de una imaginación privilegiada, “sabio demente cuyo nombre no ha sido revelado”, sigue alumbrando a un siglo de su nacimiento. ii Arreola y Rulfo, el espejo roto No es extraño que por décadas se haya relacionado a Juan Rulfo con Juan José Arreola. Ambos comparten nombre, nacieron en pueblos conectados por un valle de montañas al sur de Jalisco y casi en la misma fecha: Arreola en 1918, año que se creyó por mucho tiempo correspondía también al de Rulfo, hasta que, gracias a documentos diversos, se supo que el sayulense era de 1917. Además, con sus respectivas obras publicadas en el Fondo de Cultura Económica, dieron nuevos bríos a la literatura mexicana. Pero son más los canales que los entrelazan casi como en una suerte de binomio milagroso: ambos tuvieron una estrecha amistad durante los periodos en que redactaron sus obras capitales, 19431945 y 1953-1955. De niños, cuenta Arreola, fueron vecinos en Zapotlán cuando la familia de Rulfo andaba a salto de mata a consecuencia de la revuelta cristera. Su
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encuentro definitivo ocurrió a finales de 1943 en Guadalajara, cuando Arreola publicó su primer cuento en la revista Eos, “Hizo el bien mientras vivió”. En 1945 colaboraron en la revista Pan de Guadalajara, en la cual Juan José Arreola y Antonio Alatorre eran editores, y Rulfo vio impresos algunos de sus primeros cuentos. Hay un momento esencial en que las vidas de Arreola y Rulfo se entrecruzan: la tercera promoción de las becas Rockefeller del Centro Mexicano de Escritores (1953-1954) donde Rulfo escribe Pedro Páramo, y Arreola batalla con los primeros borradores de La feria (es el año en que los dos grandes cuentistas dan el salto a la novela). Además, llama la atención que los dos hicieron una única novela con características formales semejantes: la fragmentariedad, la multiplicidad de voces, la simultaneidad de planos. Y aunque Juan José Arreola publicó La feria en 1963, su concepción ocurre al mismo tiempo en que su colega está redactando la novela mexicana más reconocida mundialmente hasta nuestros días. Arreola afirmó que diez años antes de su publicación en 1955, Rulfo le habría leído el inicio de Pedro Páramo en Guadalajara, y que la novela no comenzaba con la escena de Juan Preciado en su camino a Comala sino con un monólogo de Susana San Juan desde la sepultura. Más célebre aún es la afirmación del tallerista sobre la supuesta ayuda que ofreció a su amigo en el ordenamiento final de su novela, pues Rulfo, agobiado por la prisa de entregar el original al Fondo de Cultura, tenía problemas con la estructura y pensaba aún en establecer una cronología: “quería hacer todavía una sucesión”, declaró Arreola: “Porque un sábado en la tarde decidí a Juan, y el domingo se terminó el asunto de acomodar las secciones de Pedro Páramo, y el lunes se fue a la imprenta”. De lo primero, hay declaraciones de Rulfo en torno a que en efecto la novela estuvo en su cabeza “por diez años”, lo cual coincide con la fecha que propone Arreola como el origen de Pedro Páramo.
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De la supuesta ayuda en el ordenamiento de la novela, es algo imprabable si tomamos en cuenta los primeros informes de Rulfo al Centro Mexicano de Ecritores donde refiere que ha encontrado en la fragmentariedad “el tratamiento con que se irá realizando el trabajo”, lo cual anula esa supuesta intención de organizar una “cronología” (por demás está decir que la naturaleza de la escritura rulfeana es fragmentaria). Más allá de leyendas, Arreola ha mencionado influencias importantes del jaliscience: Jean Giono, Marcel Aymé, Gerhart Hauptmann, Hans Carossa. Además, sus juicios sobre la lobra de Rulfo son muy acertados: “Juan Rulfo hereda y consuma los procedimientos mejores de los hombres que han hablado de la tierra de México, de los hombres que han hablado de las mujeres, de los hombres y también de los niños de México”.3 Otras extravagantes situaciones los unieron: colaboraron con Emilio el Indio Fernández en la elaboración del guión de la malograda cinta Paloma herida (meses en los que, según el autor de Palindroma, Rulfo se halló de frente con la espiral del alcohol). La última vez que se encontraron fue en Buenos Aires, en un encuentro con Jorge Luis Borges, Mario Benedetti y Augusto Roa Bastos, y donde Rulfo comentó a Arreola ante el público argentino: “Oye, ¿ya te diste cuenta que en tu pueblo están desenterrando a los muertos?”. Juan Antonio Ascencio ha contado a detalle el funeral de Juan Rulfo el 7 de enero de 1986 en la funeraria de Gayosso, a donde llegó Juan José Arreola a robarse la noche: “¿Cómo fue? ¡Qué barbaridad! Mejor me muriera yo. Éramos del mismo pueblo. Del mismo año. Siempre fuimos amigos. Éramos hermanos desde jóvenes”.4
“¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?”, en Vicente Leñero. Teatro completo II, Fondo de Cultura Económica, México, 2011, p. 43. 4 Juan Antonio Ascencio, Un extraño en la tierra. Biografía no autorizada de Juan Rulfo, Debate, México, 2004, p. 350. 3
iii Apostilla Amigos en común han guardado valiosas anécdotas de los grandes prosistas mexicanos: Alí Chumacero recuerda que el día que Rulfo llegó a las oficinas del Fondo de Cultura a entregar el original de Pedro Páramo, iba acompañado de Juan José Arreola y juntos hablaron de la promoción de la novela; “Les quedó muy bien”, sentenció el poeta. Anamari Gomís, amiga y alumna de Rulfo en el cme, recuerda que una ocasión llegó el narrador a las sesiones con sus alumnos y dijo haberse encontrado a Juan José Arreola a pocas calles; contó que el de Zapotlán quiso demostrar su condición física (frente al exiguo talante de Rulfo) y entonces se trepó a lo alto de un árbol: “¡para que veas que todavía puedo!”. Hace apenas unos días, al comentar con un grupo de veteranos del Sindicato de la Universidad Nacional que escribiría un texto sobre Juan José Arreola para la revista de la uam, un hombre se acercó para contarme una anécdota. Me apartó unas mesas adelante y comenzó su relato. Omitiendo el lugar y la fecha (infiero que sería a principio de los años ochenta), recordó una reunión de intelectuales donde Juan Rulfo estaba presente. Dijo que Rulfo platicaba con Juan de la Cabada cuestiones familiares y de trabajo, cuando en el correr de la charla salió el nombre de Juan José Arreola. Entonces Rulfo, poniendo un gesto de disgusto, dijo: “No me hables de ese cabrón porque se ha convertido en un clown”. Sin advertir el nerviosismo de su interlocutor, Rulfo siguió soltando calificativos de su viejo amigo, cuando de pronto sintió una palmada en el hombro. —Quiúbule, Juan, tanto tiempo sin vernos. —Qué hay, Juan, pues aquí nomás, nos acordábamos de ti. —¿Oye y qué ha sido de ese Pedro Páramo y esa Susana San Juan? —Pues se fueron de Comala para hacernos un espacio a nosotros.
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Juan José Arreola:
el animal humano en Bestiario Moisés Elías Fuentes 16 | casa del tiempo Juan José Arreola. José Aureliano Coria / Prensa inba
Nacido en Jalisco el 18 de septiembre de 1918, Juan José Arreola contaba cuarenta años en diciembre de 1958, cuando dio a la imprenta Bestiario,1 obra de madurez compuesta de veintitrés relatos y un prólogo, en la que refrendó el esmero estilístico y la erudición con que sorprendió años antes, al publicar Varia invención y Confabulario. En el volumen coinciden mamíferos, aves e insectos, en un equilibrio determinado por características emocionales e intelectuales, que se mantuvo durante varios años, hasta que en 1972 el autor agregó tres secciones más: “Cantos de mal dolor”, “Prosodia” y “Aproximaciones”,2 con lo que manifestó una vez más su concepción de la obra literaria como un ser vivo, en permanente evolución, tema que lo ocupó hasta su deceso, el 3 de diciembre de 2001. Distintas de la sección original, dedicada sólo a animales, las añadidas en 1972 mezclan retratos humanos, digresiones intelectuales y guiños de inteligencia, con los que Arreola reafirmaba su gusto por la trasposición de géneros, la varia invención que anunció al editar su primer libro en 1949. Además, en la edición de 1972 se cumple la aparición de seres humanos zoomórficos que anunció el prólogo de la edición original: Ama al prójimo desmerecido y chancletas. Ama al prójimo maloliente, vestido de miseria y jaspeado de mugre. Saluda con todo tu corazón al esperpento de butifarra que a nombre de la humanidad te entrega su credencial de gelatina, la mano de pescado muerto, mientras te confronta su mirada de perro. Ama al prójimo porcino y gallináceo, que trota gozoso a los crasos paraísos de la posesión animal.
La primera edición del libro se publicó en la Universidad Nacional Autónoma de México, bajo el título de Punta de plata, con ilustraciones de Héctor Xavier. 2 Lauro Zavala, “Diez aproximaciones didácticas al Bestiario de Juan José Arreola”, en Casa del tiempo, México, mayo de 2001. 1
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Y ama a la prójima que de pronto se transforma a tu lado, y con piyama de vaca se pone a rumiar interminablemente los bolos pastosos de la rutina doméstica.3
En el contexto de la primera edición, el prólogo remite a animales con emociones antropomórficas, nuestra alteridad pero también nuestra complementariedad, toda vez que humanos y animales tenemos ánima, el alma que nos distingue de lo insensible y lo inerte. Sentimientos y emociones nos recuerdan que también somos animales, seres instintivos que respondemos al miedo, la furia, los placeres, la lucha por la sobrevivencia. Pero al mismo tiempo somos seres racionales que abstraemos ideas y damos significado a nuestro entorno, hechos que nos disocian de los animales y del animal que somos. Paradojas de la evolución, la racionalidad nos vuelve solitarios que buscamos una y otra vez la razón de nuestra existencia, tanto la colectiva como la individual. Y tal dualidad del animal humano es notoria en las secciones anexadas en la edición de 1972, que devino así ampliación del libro original y nueva propuesta de lectura de la obra. Ampliación, porque tienen continuidad la ironía sutil, la erudición, el discurso estilizado y la inquietante ambigüedad moral que caracterizan a la edición de 1958. Nueva lectura porque la inclusión de disertaciones, retratos de personajes, viñetas e imitaciones-homenajes de otras escrituras, nos obligan a plantearnos la identidad de las bestias desde otros puntos de vista. He ahí “Cantos de mal dolor”, sección que remite a Cantos de Maldoror, el ardentísimo y genial poemario del
Juan José Arreola, Obras, Antología y prólogo de Saúl Yurkievich, colección Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica, México, 1995. Las citas a los relatos de Arreola y al prólogo de Yurkievich proceden de esta edición.
Conde de Lautréamont, en el que confluyen demonología, bestiario y romanticismo maldito. Pero la alusión es equívoca: Maldoror no apunta a mal dolor, como se traduce a veces, sino más bien a los sustantivos horror y aurora, homófonos en francés. Con el equívoco, Arreola embromó a los lectores, al tiempo que señaló la fragilidad inherente a la interpretación de la obra y su “mensaje”.4 Por otra parte, el epígrafe que antecede a la sección no procede de Cantos… sino de Moby Dick, la pantagruélica y fascinante novela de Hermann Melville, desdeñada y olvidada por años, hasta que, como el poemario de Lautréamont, fue revalorada por los escritores vanguardistas en el siglo xx. Y es que Cantos de Maldoror y Moby Dick comparten una característica, la que atrajo al narrador mexicano: ambos devienen exacerbados frescos de las desmesuras en que incurre el ser humano, cuando lo sacuden su alma y su intelecto. Desde el primer texto de la sección, “Loco dolente”, Arreola anunció que en esas prosas habríamos de encontrar todo y nada, concordias y discordias, sensateces y despropósitos: Se participa a quien corresponde que ha cesado la búsqueda. Por acuerdo unánime y definitivo el Comité suspende las actividades encaminadas al hallazgo, después de que las últimas brigadas sentimentales se perdieron para siempre en la Selva de los Malentendidos, entre las páginas de la novela rosa y el Mar de los Sargazos. Una sonrisa, unos ojos, un olor que flotaban aquí y allá, han sido finalmente arrojados a la fosa común.
Con su particular humor ambiguo, Arreola reflexionó, disertó y revisó diversas cuestiones, con una falta de continuidad por demás engañosa, porque los textos
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Para efectos de este trabajo, me referiré sólo a la susodicha sección.
están unidos por una notable coherencia discursiva, así como por sutiles afinidades temáticas, como ocurre en los casos de “Homenaje a Otto Weininger” y “La trampa”, relacionados por la misoginia y el zoomorfismo, toda vez que ambos narradores se metamorfosean para expresar su rencor hacia lo femenino. En el primer relato, el narrador, un perro sarnoso, apunta:
comunicó la leyenda de san Jorge y el dragón con los estilizados seres que habitan los lienzos de la pintora surrealista:
Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla.
El relato se inicia con la negación de la leyenda medieval, cuya ejecución se reduce a caprichos de héroes llanos. Sin embargo, el rescate de la princesa se realiza, de un modo casi sacrílego, pero también de un soplo nocturno que inquieta al héroe y a la princesa. El mito religioso se transfigura en mito erótico y el erotismo lo vuelve profundamente humano:
Por su parte, el narrador de “La trampa”, un insecto baldado, confiesa: Cada vez que una mujer se acerca turbada y definitiva, mi cuerpo se estremece de gozo y mi alma se magnifica de horror. Las veo abrirse y cerrarse. Rosas inermes o flores carniceras, en sus pétalos funcionan goznes de captura: párpados tiernos, suavemente aceitados de narcótico.
Tanto el perro como el insecto reflejan las contradicciones intelectuales y sentimentales de Otto Weininger, filósofo austriaco que se suicidó a los veintitrés años, poco después de publicar Sexo y carácter, libro en el que plasmó su rencor visceral contra las mujeres. Sin rebajar la ridiculez del malogrado filósofo, Arreola también consiguió mostrarnos la íntima tragedia de un hombre aislado por su propia cobardía. Recurso del que echó mano una y otra vez Arreola en la ampliación de Bestiario fue el de la revisión de mitos, pasajes literarios o hechos históricos. Mediante tales revisiones el narrador mexicano exploraba nuevas posibilidades de interpretación, en las que enlazaba con sorprendente acierto, temas que de entrada parecerían disímiles. Así, en “Homenaje a Remedios Varo”
Aunque la iglesia ha desautorizado la leyenda de San Jorge y ahora corre exclusivamente por cuenta y riesgo de Jacobo de Vorágine, no faltan héroes dispuestos a salvar a la princesa.
Cuentan las malas lenguas que el joven protagonista de nuestra historia escapó de un cuadro de Remedios, que tiene hábitos de vampiro y se ha dedicado a chuparle la sangre a la princesa: mariposa a quien salvó de la muerte de fuego.
Pero así como el erotismo humaniza lo religioso, en otros casos lo humano frivoliza a lo erótico, como ocurre en “Cocktail party”, en el que Mona Lisa deja su aura de obra de arte y se entrega a las inmodestias de celebridad pop. Durante el cocktail, advertimos que la obra maestra derivó en insustancial admiradora de sí misma: “¡Me divertí como loca!”, dijo Monna Lisa con su voz de falsete, y ante ella se extasiaron reverentes los imbéciles en coro de ranas boquiabiertas. Su risa dominaba los salones del palacio como el chorro solista de una fuente insensata. (Esa noche en que las aguas de amargura penetraron hasta mis huesos).
Jaloneado por la razón y el sentimiento, el animal humano oscila entre el intelectualismo sin emociones y la
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Tiempo en la casa 53, agosto-septiembre de 2018
La uam y la reconstrucción de la nación, Javier Esteinou Madrid “Hoy en el modelo de universidad pública de la uam todavía contamos con un oasis de libertad de expresión y autonomía de cátedra e investigación que nos permite realizar un trabajo intelectual crítico para contribuir a aminorar el extravío del proyecto histórico de sociedad que se nos fue de las manos”.
bestia dominada por sus pasiones, desproporciones tan posibles como inviables, porque son esperpentos, exageraciones que deforman al animal y al humano. Sin embargo un elemento, surgido de la necesidad comunicativa, es el que devuelve el equilibrio al animal humano: la lengua, creación humana si las hay. Mediante la lengua, hombres y mujeres damos presencia y sentido a deseos e ideas, ímpetus y reflexiones. Es la que nos redime como personas, en tanto describe nuestra naturaleza, que no es dual o trinitaria, sino múltiple. Es la que declara la belleza y la fealdad de las creaturas y criaturas (también nosotros, lectores y lectoras) que andan y desandan los relatos del Bestiario. Es “La lengua de Cervantes”, en la que Arreola cifra y suma las tensiones y contrastes del animal humano: Tal vez la pinté demasiado Fra Angélico. Tal vez me excedí en el color local de paraíso. Tal vez sin querer le di la pista entre el catálogo de sus virtudes, mientras vaciábamos los tarros de cerveza con pausas de jamón y chorizo. El caso es que mi amigo halló bruscamente la clave, la expresión castiza, dura y roma como un puñal manoseado por generaciones de tahúres y rufianes, y me clavó sin más ¡puta! en el corazón sentimental; escamoteando la palabrota en un rojo revuelo de muleta: la gran carcajada española que hizo estallar su cinturón de cuero ante el empuje monumental de una Barriga de Sancho que yo no había advertido jamás.
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Mester de arreolería Jaime Muñoz Vargas
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Todavía a principios de los años ochenta vivíamos bajo la poderosa gravitación del boom. Los lectores que comenzábamos a ser lectores en esos años de transición aceptábamos de manera natural el peso de los grandes libros producidos en los sesenta. Era imposible no saber que la narrativa latinoamericana estaba cifrada en El señor presidente, en Cien años de soledad, en Rayuela, en Conversación en La Catedral, en Terra Nostra y demás ladrillos incontestables. La “novela total” —también llamada “novela río”— era la estrella que orientaba a los consumidores de literatura y a quienes secreta o no tan secretamente deseaban escribir. Ser escritor era ser o querer ser un tundeteclas de tiempo completo, un edificador de libros que al menos en peso específico anduvieran cerca del prodigioso kilogramo. Junto a la dimensión totémica de aquellas obras avanzaban el cuento y la poesía. El primero inscrito en la tradición de Poe y Chéjov, de Borges y Cortázar, y la segunda siempre en sus dimensiones aerodinámicas y sugerentes. A mediados del siglo xx la brevedad de los relatos era, pues, entendida casi exclusivamente en las coordenadas de cuentos como “El Aleph” o “¡Diles que no me maten!”, de entre diez o quince páginas. Se trataba por ello de una brevedad un tanto larga —si se me permite el oxímoron—, el espacio suficiente para desarrollar historias sujetas más o menos a la teoría de la composición establecida en la cuentística decimonónica.
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Fue por esos años cuando en México apareció la figura de Juan José Arreola. Establecido en la capital del país, el escritor jalisciense emprendió un proyecto literario que comenzaría su andanza a contramano no sólo del boom, sino de la todavía robusta novela de la Revolución Mexicana. ¿Por qué digo a contramano? Porque se impuso una especie de programa irreductible y opuesto a lo que en aquel momento podía ser tenido como canon: operar en el terreno no de lo breve, sino de lo brevísimo, y modelar textos narrativos que en general poco se parecen a lo escrito por aquella época, es decir, breves, narrativos, poéticos y simbólicos a un tiempo y cuyo conjunto sólo puede ser clasificado, supongo, en un casillero que el mismo autor denominó “varia invención”. Ese fue el plan trazado por Arreola: escribir piezas pequeñas y de gran concentración estilística, microhistorias, estampas, instantáneas —o como queramos denominarlas— en las que el gusto por la sonoridad de la escritura fuera o pareciera el propósito mayor, aunque no el único. La eficacia de ese relato brevísimo constituyó lo que con el tiempo denominé —sólo para mí— “mester de arreolería”, es decir, una especie de marca de la casa Arreola que me ha gratificado como lector durante poco más de 35 años. Tengo desde hace mucho todos sus libros y creo puedo contar, ante cualquier provocación, algunas elogiosas generalidades sobre ellos. Todos valen por algo, ciertamente, como suele ocurrir con las obras completas de los escritores importantes, pero si me obligaran a reducir a uno mi libro arreolano favorito sin dudarlo elegiría Bestiario. La razón de esta preferencia entronca con mi formación de lector, con un pasado que, cuando lo recuerdo, me conmueve y no dejo de agradecer. Lo describo grosso modo. Ubiquémonos en 1983 u 84, en la esquina que forman la avenida Morelos y la calle Falcón, de Torreón.
Voy en el primer año de mi carrera y todavía no confieso a nadie que deseo ser escritor, y que ya escribo a solas, sin guía, sin una biblioteca familiar o personal siquiera mínima. Cada tanto, al salir de la universidad me apersono en esa esquina porque allí se encuentra la librería De Cristal. Todavía era fuerte, estaba bien surtida y lo más importante: a veces tenía ofertas. Para un joven lector ávido de libros y sin recursos de sobra, o a secas sin recursos, los libros con descuento representaban una oportunidad “imperdible”, como se dice ahora. Ahí encontré, en una montaña de saldos, por ejemplo, como cincuenta o sesenta títulos de la serie Del Volador que aún conservo pues a precio de regalo con ellos accedí a Ibargüengoitia, a Pacheco, a Elizondo, a Avilés Fabila y a muchos otros autores jóvenes y no tan jóvenes sobre todo de América Latina. Entre paréntesis debo decir que La feria, publicada originalmente en esa colección, no estaba allí, pero luego, muchos años después, encontré en una librería de viejo la primera edición dedicada por el autor a un desconocido. Pues bien, entre las ofertas de la De Cristal no sólo estaban los muy identificables libros de la serie Del Volador, sino otros de Joaquín Mortiz que llamaron mi atención. Eran rojos de lado a lado, sin imagen en la cubierta, sólo con la tipografía “Obras de J.J. Arreola” en blanco y luego el título. Hallé tres a precio de ganga, los que luego serían mi puente al universo del maestro de Zapotlán el Grande. Cuando comencé a leer Bestiario en aquella hermosa edición recibí una sorpresa: ya había leído, sin saberlo, a Arreola. Mi memoria registraba que “El sapo”, uno de sus relatos más famosos, aparecía en alguno de los libros de primaria, y yo lo recordaba pero sin guardar en la memoria el nombre del autor. Una frase de esa pieza, acaso la mejor, jamás me había abandonado: “viéndolo bien, el sapo es todo corazón”. La leí de niño y cuando, ya adulto de 18 años, la releí, fue como
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saber que las palabras habían obrado el milagro de permanecer en mis gavetas emocionales, de que más allá de quien las escribió o del título y la editorial, aquel puñado de letras anidó para siempre en alguna zona profunda de mi espíritu. Supe de golpe que la literatura también era eso: la búsqueda de una imagen y de las palabras adecuadas para expresarla, el desafío de concentrar en pocas sílabas una emoción con apetencia de perdurabilidad. Gracias a Arreola descubrí entonces el minimalismo, el arte de comunicar más con menos. Cierto que pasado un tiempo, ya adquirida la afición arreolana, encontré de él cuentos magistrales y de aliento más convencional como “El guardagujas” (en la antología de Seymour Menton), “El cuervero” o “Un pacto con el diablo”, pero ya para ese momento yo tenía fija la idea de que su autor me inquietaba más por libros configurados a punta de relatos súbitos que de relatos ortodoxos. Después, poco a poco, descubrí que la manera de Arreola era practicada con fortuna por otros autores que, igualmente, asumían la hiperbrevedad como producto legítimo. Historias de cronopios y de famas (1962), Falsificaciones (1966), La oveja negra y otras fábulas (1969), La desaparición de Hollywood (1973), de Cortázar, Denevi, Monterroso y Avilés Fabila, respectivamente, me indicaron que Arreola no estaba solo y que con Bestiario, Prosodia y más brevedades sueltas en algunos otros libros se había hecho un lugar notable entre los microrrelatistas del continente. Si uno no es un tremendo lector, pero al menos es un lector “correcto” (el adjetivo lo tomo de Fontanarrosa), guarda un registro mental con imágenes muy sintéticas de los libros que ha leído; en ocasiones esa idea es difusa y sobrevive como un recuerdo condensado en una frase, en una página, en un pasaje, como
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me sucedió con “El sapo” ya mencionado. Así, he olvidado la mayor parte de mis libros favoritos de Arreola, pero ignoro por qué no se han nublado en mi memoria algunos de sus relatos. Algo tienen, por ejemplo, “El rinoceronte”, “La jirafa”, “El ajolote”, “Teoría de Dulcinea”, “Los bienes ajenos” y muchos otros que se me aparecen como dechados de brevedad y los retengo íntegros, como quien retiene un soneto o una décima. O su “Homenaje a Otto Weininger”, un diamante puro que si bien es una pizca de palabras (187 en cinco párrafos cortos), acusa una rotundidad que lo hace inolvidable. Creo haberlo leído por primera vez en una antología de cuento mexicano (¿la de María del Carmen Millán publicada por Nueva Imagen en dos tomos?) y su impacto sólo puedo compararlo con el que luego me causaron algunas Vidas imaginarias, de Schwob o ciertos relatos incluidos en el Gog, de Papini, ambos escritores, por cierto, santos patronos de Arreola. El “Homenaje…” es éste: Al rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse. Como buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos itinerarios absurdos en los que ella iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita. No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de basura, pegándose con perros grandes, desproporcionados. Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las brigadas sanitarias. O arrojarme en mitad de la calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna).
Y me quedo aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lentamente. Rascándome, rascándome…
Así parezca o sea una peligrosa simplificación de mi parte, creo que este texto es Arreola, explica a Arreola, constituye el mester de su trabajo. Parece una pieza inofensiva, sin mayor jiribilla, pero exhibe de un plumazo una de las mayores catástrofes de la vida humana: el desamor y la decrepitud. El perro es apenas un perro, el mejor pretexto para hablar del hombre al que se le escurre la vida luchando por el amor sin conseguirlo. Y más todavía, “Homenaje…” trata del pobre diablo al que el amor de su vida se le pasea por delante y lo maltrata con el látigo de su desprecio, valga el lugar común. Arreola dice como de pasada (nada acontece “de pasada” en sus textos) que el perro actúa “como buen romántico”. Esa es su fatalidad, vivir atado a un no correspondido anhelo de compañía que paulatinamente se ve devorado por el olvido. La sarna y la pitaña merman las facultades del perro y no sólo eso: su entorno inmediato, el muro, amaga con venirse abajo. En ese estado, la rabia se convierte en un mal deseable (“Siento entonces la ilusión de una rabia…”), y más aún: ser encarcelado o morir por atropellamiento. No es necesario saber quién fue Weininger, el filósofo homenajeado en este relato. Basta saber que todo déficit de amor puede activar una bomba de autodesprecio y veloz acabamiento. Como lector, uno puede detenerse en el sentido simbólico que guardan muchos textos de Arreola. Es un buen propósito, sin duda, pero en ellos también importa muchísimo la cáscara, la textura física de la prosa. Al leerlo debemos recordar que se trataba de un escritor que escribía con los oídos, que la palabra impresa era
para él acaso menos importante que la oral. Por su formación de actor leía o citaba a sus autores de culto con la dicción perfecta y la delectación fonética que muchos le escuchamos en televisión. Es claro que el jalisciense aspiraba a que sus intervenciones en los medios, pese a la espontaneidad de las grabaciones, contuvieran enunciados dichos con espléndida factura. Si tal afán se hacía presente allí, en cualquier conversación, ya podemos imaginar el empeño que por la precisión y la eufonía puso Arreola en cada una de sus páginas. Yo no lo sabía cuando lo leí niño o joven, pero el fulgor de esa belleza verbal se debía en muchos casos a la adjetivación, a los símiles deslumbrantes, a las delicadas metonimias, a las metáforas que con precisión de joyero troquelaba en su taller de palabras, herencia en muchos puntos, quizá, de su admirado López Velarde. A fin de cuentas, como lo expresó en una de sus “Cláusulas”, “Toda belleza es formal”, de allí que la forma fuera obsesiva para él. Recapitulo y termino: Juan José Arreola Zúñiga se me apareció de pronto como una puerta. Por él llegué a una literatura basada en la insinuación, en la eficacia más aguda de las palabras, en el temblor de una imagen, y no en el tamaño de los libros. Si se mira bien, podemos aceptar que su obra no es amplia, numerosa en páginas, sino escasa como la de su amigo y paisano Rulfo, pero sí lo es en equilibrio, frescura y deseo de inmortalidad. Pasados los años, las décadas ya, he encontrado a muchos escritores muy distintos y tan buenos como Arreola, pero a él lo he colocado en el nicho especial que merece quien en la primera edad de la lectura me tomó de la mano para llevarme a un jardín lleno de páginas perfectas, páginas como margaritas en florero vangogheano, para decirlo con una imagen que sin éxito intenta emularlo. Larga vida a la obra del maestro J.J. Arreola.
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Consolación por un poeta muerto* Jorge Ruiz Dueñas
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Miguel Ángel Flores. Fotografía: Secretaría de Cultura
Para eso nos dieron palabras para escribir testimonios que repetirá la marea de los hombres cuando hayamos partido. Miguel Ángel Flores
En ocasiones como la de hoy, este recinto es el espacio propicio para destacar la obra de quien se honra. Pero no pretendo expresar palabras que perturben los comentarios críticos de quienes con rigor y oficio han aportado la exégesis de una obra silenciosa e intensa, como las corrientes hondas del río Moldava bajo las arcadas de Karlův most, el puente de Carlos que lleva a la sombra del Castillo de Praga y que tantas veces sostuvo el paso a Malá Strana de mi amigo Miguel Ángel Flores. Permítaseme hablar más del hombre fundido en la piel del poeta. El qué conocí en un tiempo más allá de su obra, y de cuya partida nos dolemos.1 Hay pasajes de nuestras biografías que como senderos entrecruzados forjan nuestra finitud y hacen el saldo ardiente de nuestra memoria. Probablemente mi primer encuentro con Miguel Ángel debió ser un acto burocrático cuando yo recibía los documentos para su incorporación a la entonces novísima Universidad Autónoma Metropolitana. Pero, con los años, Miguel Ángel fue, como se diría en otras latitudes, un habitué de casa, estimado y bienvenido por toda la familia. Hablo de la década setenta del siglo pasado. Perspicaz, con un sentido del humor ajeno a la solemnidad que tanto gusta a quienes se sobrevaloran, Miguel Ángel tenía la facilidad “joyciana” del juego de palabras, del significado y del significante en la orfebrería del idioma. Sus comentarios podían ser venablos no bien recibidos, precisamente porque daban en el blanco. Cuando el hogar era la extensión gozosa de nuestros cubículos, Miguel Ángel siempre estaba presente observando las conductas y los desfiguros propios de nuestra edad, procesando las escenas para resumirlas * Texto leído durante el homenaje a Miguel Ángel Flores en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes el 15 de mayo de 2018.
en un juicio lapidario. Era la incómoda verdad múltiple para no tomarse demasiado en serio, la que desnudaba a pretensos príncipes de la palabra. A pesar de ello, Miguel Ángel nunca escribió o expresó frase alguna que hiciese más amargo el fracaso del prójimo ni gustó de esas pequeñas mezquindades donde se cobran agravios reales o imaginarios. De pocos se puede hoy día decir lo mismo. El narcisismo reacciona con una violencia social compensadora a partir del grupo —para usar el pensamiento de Erich Fromm—, y creo que por su agudeza este poeta en ocasiones pagó ese arcaico peaje social, depredador y desconsiderado. Pero en sus hábitos discretos latía la piedad por el prójimo sin manifestaciones estentóreas, dada su inclinación búdica y consubstancial hacia el silencio como forma de comprensión del mundo que con los años fue descubriendo en sí mismo. Seguramente la forma de hacer de su existencia un viaje con interrupciones sedentarias, afinaron su contemplación nómada de la naturaleza y las ventajas de la reflexión, porque como en el final del libro de Daniel: los impíos no entenderán, pero entenderán los entendidos. La primera vez que advertí con claridad su virtud de empatizar con quienes sufren, fue cuando al conversar sobre Francis Scott Fitzgerald armonizamos en el gusto por su obra y su congruencia existencial, lo que no se da a menudo. Miguel Ángel tenía muy presente las primeras líneas de The Great Gatsby. Una máxima moral de un padre a un hijo, que estaría siempre en su mente: “Cuando te sientas tentado a criticar a alguien (…) recuerda que no todos en el mundo han tenido las oportunidades que tú has tenido”. La composición de la escena literaria de nuestra otrora juventud estaba integrada por colegas que, para su fortuna, habían pasado por las aulas de Filosofía y
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Letras o de Periodismo. Otros, de acuerdo con un pertinaz fenómeno latinoamericano solían haber cursado leyes. A propósito de este fenómeno, Eraclio Zepeda con su humor incontenible solía decir que tirara la primera piedra quien estuviese libre de Derecho. Pero por inescrutables sinrazones, si bien, varios de nuestros maestros concluyeron con éxito sus estudios jurídicos antes que su formación literaria (pienso sobre todo en Rubén Bonifaz Nuño), en las generaciones a las que pertenecíamos solían darse muchos por vencidos, si bien, no pocos, gustaban según la oportunidad pintada de alopecia, decirse letrados y disertar en sus columnas de revistas y diarios como jurisconsultos a la altura de Ulpiano. Otros, muy pocos, tuvieron pasajes por disciplinas profesionales diversas. Entre ellas, las ciencias económico-administrativas, aunque, más extraño aún, era que estuviesen bien formados e informados en esas materias, en lugar de ver en ello el recuerdo de un pasaje personal indeseable. Miguel Ángel Flores, como lo fue el japonés Dyunzaburo Nishiwaki, era un rara avis con quien era posible hablar no sólo de literatura, sino discutir sobre el multiplicador de Keynes, El capital de Karl Marx como una crítica de la economía política o un tratado de economía política crítica, o bien, de las deficiencias matemáticas del pénsum de esas profesiones, entonces, como ahora, ideologizadas. Pero a él, ser poeta, ensayista, traductor o periodista cultural, además de docente responsable, no le impedía hacer buen uso de sus conocimientos distantes de la metáfora, lo que explica sus clases en la Escuela de Economía de Praga. Por ello, Miguel Ángel poseía una visión amplia de la evolución histórica que definía el orbe del poder, pero prefería descubrir el mundo a pie como lo hizo Matsuo Bashō y constatar los hechos y las tramas que traducía en poesía para llegar a la síntesis del discurso lírico en formatos orientales que visitan occidente. Se me ocurre que una metáfora de su proceder, lo sintetizaría musicalmente un jugalbandi entre Ravi Shankar y Yehudi Menuhin, o poéticamente un renga imposible entre Kawabata Bosha y Octavio Paz. Tuve diversas afinidades literarias con Miguel Ángel, entre otras, la admiración por Álvaro Mutis, Saint-John Perse y Fernando Pessoa. A éste último dedicó muchos años de estudio en Portugal en condiciones
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extremas que sólo las pasiones arraigadas permiten superar. Retraído como el lusitano, igual que él, su cautela y mesura no le hizo cosechar muchos lauros en vida. Visitaba su casa en Rua Coelho da Rocha para buscar sutiles respuestas con sólo mirar el arcón de sus manuscritos; recorría el Mosteiro dos Jerónimos en el barrio de Belén, para recordar la fuente lingüística de Luis de Camões y hablar en silencio, que es el lenguaje de los muertos, con Fernando Pessoa y recordar con él: “Têm todos, como eu, o futuro no pasado” (“Como yo, todos tenemos el futuro en el pasado”). Por ello le siguió la huella en Antero de Quental, Cesário Verde y Camilo Pessanha. Pero Miguel Ángel no sólo se ocupó de la poesía portuguesa, incursionó en la obra de poetas de diversas lenguas, como Leopold Sedar Senghor, Paul Claudel, Wallace Stevens, Jaroslav Seifert, Czeslaw Milosz, y poetas clásicos chinos y japoneses, no desde el gabinete, sino en el Extremo Oriente. Empero, en su monástica actitud, jamás se proclamó políglota. Lección de modestia que no todos los egos imitaron. Gracias a él no sólo disfrutamos de diversas antologías poéticas de otras lenguas, también tuvo la paciencia y la visión de recuperar escritos ajenos. No tendríamos cabal conocimiento de las recensiones y breves ensayos de Alí Chumacero, si no fuese por las pesquisas hemerobibliográficas de Miguel Ángel Flores, reunidas en Los momentos críticos. Miguel Ángel nos compartía en familia algo de su intimidad de aquellos años. Sobre todo, de ese período en que una muchacha con la cabellera al viento despertó su atención y sentimientos, precisamente en el Karlův most, y abrió una página humana de inflexiones extrañas digna de una novela. Quizá, porque como ha escrito en su epígrafe a Palinuro de México, Fernando del Paso: “La razón por la cual algunos (…) personajes podrían parecerse a personas de la vida real, es la misma por la cual algunas personas de la vida real parecen personajes de novela”. Resumo mi cercanía con el poeta con tres episodios personalmente significativos. Cuando en los años setenta presenté a concurso un plan de estudios en la uam Azcapotzalco, después de meses de trabajo sólo compartí y busqué su opinión sobre la congruencia curricular y los programas de las materias. En Miguel
Ángel, durante varios fines de semana, encontré no sólo al amigo, sino al académico informado y formado para hacer la defensa que se me imponía. Otra ocasión plena de alegría se dio en 1980. Miguel Ángel había ganado el Premio de Poesía Aguascalientes, por mi parte, después de la muerte de León Felipe suspendí un largo silencio en que sólo publiqué materiales para diarios y revista, y recibí el Premio de Poesía Ciudad de la Paz. Celebramos la feliz dualidad en casa con algunas decenas de amigos. En aquella ocasión, espíritus reacios al buen humor criticaron su respuesta a una periodista distraída, a la que respondió que con el monto del galardón se alojaría en el Hotel Waldorf Astoria de Nueva York. En mi caso, generosamente, me ofrecieron cubrir un número determinado de invitados a la península y, sin dudarlo, pedí que además de Arcelia sólo me acompañara Miguel Ángel. Un día después de la ceremonia, el 3 de mayo nos escapamos a la playa y tuvimos una comida en un restaurante montado sobre las rocas, que se prolongó hasta ver caer el sol como un tajo sangrante sobre el mar, mientras el viento Coromuel rizaba con ligeras crestas el canal de la Bahía de La Paz. No sabíamos entonces qué nos depararía el destino, comíamos cerezas dulces, bebíamos un licor dorado de damiana y estábamos seguros de nuestro propósito de seguir en la espesura del idioma a la búsqueda de algún verso. Esa tarde, lo recuerdo bien, Miguel Ángel sostuvo en vilo su sonrisa franca. Ya anticipaba su quehacer trashumante, su deseo de encontrarse con el mundo y dar su interpretación de la zozobra, del desasosiego y la esperanza como paradoja de la metáfora, de sus pasos sobre la tierra para dar fe de la obra humana y su confianza en la posibilidad de la palabra. No sabíamos aún cómo Lisboa, Venecia, Praga y Budapest, serían otros puntos de conexión emocional. Ahora me he percatado de un tercer momento cuando, quizá ya enfermo, me propuso con sutileza organizarme un dossier, para mí incómodo, de una esquemática biografía intelectual mía integrada en diversos lugares y por disímbolos académicos a la que él agregó generosos adjetivos, dando al texto su toque personal y rigor. Fue seguramente una de esas tareas emprendidas por Miguel Ángel, con el máximo activo que los seres humanos pueden ofrecer: su
tiempo. Un tiempo en ese momento ya escaso. Como Séneca se imponía los deberes de la amistad en iguales términos: “Me conviene —escribió el autor de Las cartas a Lucilio— lo que a ti te conviene; pues no sería amigo tuyo, si lo que te concierne no fuera mío también”. Con ello, subrayo la textura moral de un hombre que no solía pedir, sino practicar la extraña costumbre de ofrecer. Varios meses atrás, inconscientes de la fragilidad de la carne, pospusimos la cita para hacer unas grabaciones y encontrarnos de nuevo a la sombra de las jacarandas que vimos crecer juntos, mientras, aún sin tomar nota, moríamos también juntos. Fueron desafortunadas nuestras excusas para rezagarnos. Quizá Miguel Ángel calificara esto como el aristotélico título de su último poemario, como un accidental metafísico, pues, no cambió la sustancia: nuestra amistad quedó intacta. Sin embargo, ahora lamento ese accidental: no haber estado con él en sus últimos momentos. Tengo por ello, como una verdad de la existencia, que en el insondable misterio de la vida nunca sabemos cuándo nos hemos despedido. En su discreción innata, Miguel Ángel no hizo alardes de buen viaje. En su interior, imagino su decisión y dignidad para dejar que la naturaleza tantas veces recreada en sus poemas, fuese consumiendo su materia, puesto quizá su pensamiento en la seguridad de concluir el destino carnal para trascender por la memoria y la palabra como un relámpago sordo. Ahora sólo puedo buscarlo en sus versos, indagar, como escribió Eliseo Diego, su manera de: “trasladar el aspecto iluminado de una materia a otra (sin que se pierda) ni una sola de las infinitas sugerencias vivas (para alcanzar el) último estadio en que el poema alcanza su consumación definitiva, la fase de la comunicación de lo iluminado (…)”. Ahora sólo puedo recordar aquél su “Epitafio” de Contrasuberna, escrito entonces para una futura amada: Tú que eres ahora toda la hermosura en las calles de México, serás sólo un nombre entre los versos del poeta. O quizá nada.
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Retrato a lápiz:
Roberto López Moreno en sus 75 años Iván Cruz Osorio
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Roberto López Moreno. Fotografía: Any Rodríguez (https://bit.ly/2LkKsGG)
La poesía mexicana no se ha librado de López Moreno, López Moreno se libró de la poesía mexicana; del sistema totémico, vertical y segregacionista de la poesía mexicana. Los lectores habituados a ese sistema y sus autores entran a un territorio de conflicto al leer a López Moreno, al leer al poemuralismo y encontrar una tradición de tradiciones, una originalidad compuesta por la ardua lectura y la bronca vida vivida a punta de dogmas, disidencias, benditísimos personajes y personajas en la metáfora del odio o la maldición de las querencias. Pero, ¿quién es Roberto López Moreno? Él mismo nos responde: Yo vengo de la muerte, Señor, de su rostro helado, el movimiento de la oscura entraña me arrojó a la vida, de la sombra vengo y en ella hoy me multiplico, soy ejércitos marchando sobre el polvo de Dios, camino de Santiago, serpiente de nubes. Soy el cuerpo de todos, su memoria…
Irreprimible chiapaneco de Huixtla, López Moreno siempre pegó jabs de zurda; siempre siniestro, siempre a la izquierda, muy pronto abrazó los oseznos brazos de la revolución de octubre y se sumó a la militancia del Partido Comunista Mexicano. Maestro de periodismo, no ha temido dejar títere sin cabeza a la hora de la crítica y autocrítica política y literaria. De esa crítica
que apuntaba José Revueltas: “El escritor practica una crítica, una acción modificante de la sociedad, al transformarla en sus escritos, al ordenarla por medio de los recursos de su arte. La sociedad, al recibir esta crítica del artista, se autocritica a su vez, se transforma en el sentido que mejor le conviene social e históricamente”. López Moreno pertenece a esta estirpe de autores críticos, pero al mismo tiempo entiende su oficio como una paulatina necesidad de reinvención. En su obra literaria nada es ajeno, se sirve de la música, de la política, de la pintura, de diversas tradiciones literarias, de las tradiciones de los pueblos, de las vivencias. Pronto se desembarazó del cretinismo dogmático de aquellos compañeros que veían en la creación literaria autocrítica un motor antirrevolucionario. López Moreno no ha vacilado en gestar en su obra el génesis y destino de estas tierras nuestras, de las mujeres y los hombres nuestros, y ha comprendido que la poesía es un continuo presente, que no existe pasado en la poesía, que Nezahualcóyotl o Aurora Reyes con sus obras siguen estremeciendo al lector desde hace siglos o décadas. De esta forma, López Moreno ha construido su propia tradición erigida de diversas tradiciones artísticas y culturales, por eso su complejidad y también por ello su sencillo decir, su abrazadora calidez.
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Si en sus influencias hallamos a la vanguardias latinoamericanas, también nos topamos con las tradiciones de pueblos originarios, si hallamos a Siqueiros más adelante se abrirá ante nosotros la lengua náhuatl, la trova y el pensamiento latinoamericano así como las desconcertantes, pero coherentes para el poema, fórmulas, diagramas y representaciones aritméticas. López Moreno es un cantador, y a la pregunta “¿a qué sonamos?”, él responde cantando: Hay un sonido en el mundo que nos ata a la vida y nos devuelve. Suena. Irrumpe en nuestra piel. Nos aniquila. Nos rehace al son de la mañana. El corazón golpea su música hacia fuera. Hay un sonido de piedra que nos relata la epidermis de los siglos.
Y sí, escuchar a López Moreno, el poeta de la memoria, es escuchar una evocación tras otra, incluso nos trasciende de este presente trágico cuando nos habla del pasado que es un continuo presente para nuestro país: Sentémonos un momento sobre el tiempo, es hora de escuchar la palabra de los muertos, hablemos, hablemos, hablemos hasta hacernos oír por los que vamos a nacer mañana. Los muertos no existen, señor, lo sabemos, los actuamos a diario, los hacemos decir, callar, los movemos en cada pensamiento, adentro de la ropa y de la máscara, los engendramos para su nacimiento de mañana, para su muerte a la que habremos de asistir puntuales para que no mueran, Los muertos no existen, lo sabemos, sólo somos suma
López Moreno siempre ha sido un poeta perjudicial para aquellos que sólo ven a la literatura y al arte en general como un divertimento, como un distractor y no como una posibilidad para que la sociedad adquiera
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conciencia de sí misma. López Moreno es de ese grupo de autores que, como decía el poeta Max Rojas, “nos da el chingadazo”. Con una poesía que desprende las muelas a mordidas como Carlos Gutiérrez Cruz, Efraín Huerta, Aurora Reyes, Ramón Martínez Ocaranza, Margarita Paz Paredes, Enrique González Rojo Arthur, Jesús Arellano, Juan Bautista Villaseca, Alaíde Foppa, Abigael Bohórquez, Max Rojas, José Vicente Anaya o Jaime Reyes. Poetas que en su obra y en su vida llevaron una demoledora coherencia. Esta es la clase de autores en la que uno ve no únicamente una carrera literaria, sino una postura ética ante la vida y la literatura, que es aun más valioso. Con estos autores no sólo aprendemos, sino también despertamos. Son los escritores a los que Jean Paul Sartre se refería: Si la sociedad se ve y, sobre todo, se ve vista, hay, por el mismo hecho, impugnación de los valores establecidos y del régimen: el escritor le presenta su imagen y la intima para que acepte esa imagen o para que cambie. Y, de todas maneras, la sociedad cambia; pierde el equilibrio que le procuraba la ignorancia, vacila entre la vergüenza y el cinismo y practica la mala fe; de este modo, el escritor proporciona a la sociedad una conciencia inquieta, y, por ello, están en perpetuo antagonismo con las fuerzas conservadoras.
Roberto López Moreno tiene el alto honor de ser un poeta sumamente leído por legiones de lectores que practican una conciencia inquieta, crítica, sin necesidad de servirse de editoriales transnacionales y con el apoyo a cuenta gotas de las editoriales gubernamentales, que pese a su trayectoria aún le regatean ser publicado. Tampoco es un autor que tenga el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte, que muy bien lo podría tener. López Moreno es uno de los pocos autores de una ética y una crítica implacables, invendible, incomprable. Uno de nuestros poetas mayores sin necesidad de un marketing que nos lo indique. Cuando él habla, no sólo escuchamos, despertamos.
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Arreola:
metĂĄforas de plata Enrique VillaseĂąor ensayo visual |
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“Pasé todo el día en casa, incapaz de la menor actividad. Por la noche surgió a mi alrededor una tenue circunvalación. Cierta especie de anillo, apenas más peligroso que un aro de barril.” “Autrui”, Prosodia
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“Un aerolito gigantesco se acerca a la Tierra con velocidad de mil kilómetros por segundo.” ¿Es usted un hombre de ciencia? Conteste rápidamente sí o no, para saber lo que anda haciendo en la zona del impacto” “Astronomía”, Palindroma
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“Y cuando esta agua oscurezca por completo, poseeré la noche entera con el número integral de las estrellas visibles e invisibles.” “La derivación”, Aproximaciones
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“Una savia recóndita se ha puesto en movimiento, allí en las más profundas raíces, atormentándose con el sentimiento de una renovación imposible.” “El fraude”, Varia invención
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“¡Bendita sea la metamorfosis, esa profunda meditación que nos levanta del suelo en las alas efímeras pero resplandecientes de una mariposa!”
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Inventario
Selección de la pieza Arreola: metáforas de plata, de Enrique Villaseñor, proyecto fotográfico, literario y multimedia realizado de 1978 a 1979. Reeditado y publicado en 2018 https://bit.ly/2Jmq4jp
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Jesús Reyes Ferreira, Caballo, s/f, cortesía del Instituto Nacional de Bellas Artes
Chucho Reyes:
lo fugitivo permanece
Héctor Antonio Sánchez
El tiempo nos ha revelado la insuficiencia de las grandes narrativas históricas. Las décadas que siguieron a la Revolución, en las que se afianzó un Estado que hoy parece desgajarse, fueron también, en el terreno de la cultura, aquellas en que un gran número de creadores —artistas, pensadores, literatos— se lanzaron a la búsqueda de una pretendida esencia. ¿Existía, como tal, una “mexicanidad”? De ser así, ¿cuáles eran sus rasgos más notables? Sobra decir que la ficción de “lo mexicano” se fundó desde un dominio patriarcal. Basta revisar la época de oro del cine para constatarlo: esos filmes, realizados en años de profundas transformaciones —urbanización, industrialización—, glorificaron bajo valores muy precisos una época que irremediablemente iba quedando atrás: el mundo rural, las vestimentas y modos comunales. Mujeres abnegadas, charros valerosos. Grandes narrativas hegemónicas: el muralismo enarboló un ímpetu que sin duda renovó nuestro lenguaje plástico. Ese movimiento, acaso el más visible de nuestra modernidad pictórica, se ancla en una posición más bien anómala: si a veces cauteloso en las formas —Rivera—, fue sobre todo conservador en su fondo. Cercana a las instituciones, dogmática en su postura política —Siqueiros—, masculina en su sensibilidad, la tentativa del muralismo por fundar un arte auténticamente popular fue sin remedio fallida. El tiempo no ha envejecido la grandeza de sus imágenes; sí la de sus discursos. Caída con el muro de Berlín la entelequia comunista, las inquietudes de los artistas de pequeño formato parecen haber resistido mejor el embate de los años. Sus preocupaciones, al menos, no se han desplazado al dominio de la arqueología.
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Jesús Reyes Ferreira, Payasos, s/f, cortesía de Rodrigo Rivero Lake
Ahora bien, la fascinación por el mundo prehispánico y las artes populares fue un denominador común en esa hora de nuestra tradición. La riqueza artesanal del país insufló grandemente los descubrimientos de nuestra renovación pictórica, en un acercamiento de dos polos que se habían alejado cada vez más desde el Renacimiento; pues —como nos ha advertido Mijaíl Bajtín— en sus mejores momentos la cultura popular y el “gran arte”, en profunda simbiosis, se vuelven conjuntamente depositarios de la intensa dualidad de la vida: su naturaleza cómica y seria, su signo a la vez trágico y festivo. Dualidad pudiera ser el término que define la figura de Chucho Reyes (1880-1977). Fervoroso anticuario, artista prolífico, renuente a formas y medios convencionales, Reyes desarrolló una intuición y un estilo dotados de gran hondura y vivacidad, en que conviven felizmente el conocimiento de la tradición académica y la gama cromática de los pueblos mexicanos: el fervor católico —aun en sus elementos más dolientes—,
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la vitalidad a veces descarnada de la cultura autóctona, de raíz prehispánica, y los descubrimientos de la moderna pintura occidental. La reciente exposición en el Museo del Palacio de Bellas Artes ha reavivado el interés en su obra, a veces difusa entre el lustre de sus contemporáneos. Habría que llamarla: obra excéntrica, que abreva de aguas diversas y rehúye las taxonomías. José de Jesús Benjamín Buenaventura de los Reyes y Ferreira nació en Guadalajara, de padre anticuario. El dato no es irrelevante: la devoción por los objetos habría siempre de acompañarlo, al punto que a su mudanza a la Ciudad de México en 1927 —un movimiento en que no estuvo ausente el ansia de una mayor tolerancia ante su orientación sexual—, establecería su propia galería de antigüedades en su casa en la calle de Milán. A partir de entonces comenzaría su etapa más productiva. No tuvo educación en la academia: a cambio, gozó de la instrucción paterna y de la presencia de objetos de diverso origen que desarrollaron su visión peculiar. Otros quehaceres atravesarían su estilo: el diseño de decoración funeraria y de festividades de la liturgia católica; su cercanía con la arquitectura. Si tardía, su obra fue tan prolífica como longeva su vida: se sabe que en su galería solía envolver los objetos comprados por sus clientes en pliegos de papel de china decorados por él mismo con anilinas diluidas en agua. Aquellas piezas involuntarias, “papeles embarrados” como él los llamaba, cobraron cierta popularidad y en algún momento devinieron autónomas. Reyes ya no abandonaría aquel soporte: sólo limitadas veces recurrió al lienzo, en parte por el costo harto menor del material y en gran medida por su cercanía con el arte popular. No olvidemos la relevancia del papel de china en las manualidades y en las decoraciones del Día de Muertos. Sí: la muerte está presente a lo largo de su quehacer; de hecho, parece ser el pivote desde el que el artista contempla el gran teatro del mundo. La referencia no es un capricho: como si desde el más allá hubieran
Jesús Reyes Ferreira, Calaca, s/f, cortesía de Rodrigo Rivero Lake
sido pintadas —sobre el soporte que les es propio—, sus obras semejan una galería de objetos devocionales de un creador embelesado por la fugacidad de la existencia; por la muerte y la infancia, umbrales paralelos. Varias veces se ha señalado a Chucho Reyes como un artista primitivo o naíf. La descripción es inexacta: Reyes descubrió de manera autodidáctica, pero profunda, la moderna pintura occidental y los diversos estilos en el arte popular. En 1948 conoció a Marc Chagall, a quien lo unió una honda amistad y varios intereses estilísticos. Ahora bien, es innegable que el mundo infantil dejó una huella indeleble en su obra, mezcla de ingenuidad y de pathos: en ella se suceden la flora, la fauna y los seres metafísicos del ritual católico. Como lo ha visto con acierto Lily Kassner, sus plantas y animales no son inocentes. La imagen, como el agua que bebemos, no puede ser pura. En su vivacidad y exuberancia, sus flores a menudo evocan coronas mortuorias. He visto cierto hermoso jarrón con flores negras en la espléndida colección de Rodrigo Rivero Lake; flores de tormenta que encierran una gran melancolía, como el arreglo de un mausoleo: fleurs du mal. Otro tanto puede decirse de su bestiario. Desfilan, por sus papeles embarrados, gallos, toros, tigres, caballos. Animales de infancia: del circo, de las festividades populares. Aves convulsas, que en un primer momento refieren a las apuestas en los palenques, sus gallos cargan también elementos religiosos y aun sexuales: la negación de Jesús por Pedro antes del amanecer, el vigor en los cuellos alargados de la bestias. En uno de los óleos expuestos en Bellas Artes, Reyes pintó una escena de animales en combate que se aúnan a un esqueleto: una profusión de miembros amalgamados en un solo cuerpo. Al reverso de esa imagen, por el otro costado, la pieza exhibe la imagen de un Cristo en la Pasión. No es un accidente. El Nazareno fue uno de sus temas repetidos, como tenía que serlo para un hombre de un catolicismo tan arraigado. Otras presencias son igualmente importantes: ángeles, demonios, vírgenes, santos, Adán y Eva. Figuras sagradas sobre papel
de china. Dualidad otra vez: el anticuario, amante de la permanencia, ha elegido un soporte efímero. Acaso porque intuía, con Francisco de Quevedo, que “lo fugitivo permanece”. En algunas horas, como entre los otros seres que pintó —bailarinas, payasos, prostitutas, a veces enmarcados por las cortinas de un gran teatro— su obra se inclina hacia un marcado patetismo, un sello melancólico en que los rostros desaparecen o exhiben un dolor perdurable; en otras, la vivacidad —alegría del color, delirio de los gestos— se impone. Resulta particularmente fascinante la convivencia de ambos extremos; por ejemplo, cuando representa el sufrimiento de Cristo sobre brillantes tonalidades: rosa mexicano, naranja, amarillo, con pinceladas brutales, hijas del expresionismo —por vía de Orozco, a quien preparó su mortaja—. Esta marcada religiosidad lo hermanó con dos figuras señeras de nuestra tradición: Luis Barragán y Mathias Goeritz. A menudo se ha obviado esta hermandad. A principios de los cincuenta, Reyes fue llamado
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Jesús Reyes Ferreira, Gallos, s/f, cortesía del Instituto Nacional de Bellas Artes
por Barragán como consejero estético del ambicioso desarrollo inmobiliario en el Pedregal, un proyecto al que se sumaría más tarde Goeritz. A esa primera colaboración le sucederían la Casa Estudio Luis Barragán, de larga factura, y el convento de las Capuchinas Sacramentarias (1960-1965). En ambos proyectos aparecen los vivos colores amados por Reyes: colores ligados a lo femenino y quizá emanados del papel de china. Es sabido que en la capilla del convento, Reyes sugirió la presencia de la imponente cruz que se yergue a un costado del adoratorio en un rosa intenso, como una suerte de transposición del Gólgota: una presencia teatral que remite a su labor como decorador funerario. Más tarde vendrían las Torres de Satélite: aunque no suele anotarse, fue de Reyes la idea de usar en ellas la gama de colores del neoplasticismo holandés. La relación con el arquitecto, intelectual y amistosa, prosiguió a lo largo de los años: curiosa coincidencia de dos tapatíos en la capital, a quienes los unían la estética, el fervor religioso y la identidad sexual. Hay
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que decirlo: acaso Reyes, veinte años mayor, fue una influencia decisiva en la elección cromática que hoy asociamos con Barragán. Hasta 1967 tuvo Chucho Reyes una primera exposición individual, en Bellas Artes. También en la vejez realizó sus primeros viajes al exterior. Infatigable, dejó tras su muerte, a los noventa y siete años, una profusa obra que incluye sobre todo anilinas y acrílicos sobre papel de china, pero también esculturas en papel maché, óleos, biombos. Profusión del color, audacia de la forma: “un canto a la felicidad”, como la llamó Carlos Monsiváis. Sí, pero sería más exacto decir: un arrobamiento ante la vida. La vida, en su ambigüedad trágica y carnavalesca, reacia a las categorías y los esquemas —formales, ideológicos, sexuales—: la obra de Chucho Reyes rehúye, como su propia existencia, la narrativa hegemónica, patriarcal, del gran arte nacional: abraza antes el capricho, la diferencia, el fuego interior, la abundancia insondable de que se nutren las creaciones más perdurables.
Carlos Amorales
y la crĂtica del lenguaje Lucila Navarrete Turrent
Vertical Earthquake, Carlos Amorales. (Imagen: Ian Gavan / Getty Images)
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A los diecinueve años, Carlos Aguirre Morales (Ciudad de México, 1970) decidió cambiarse de nombre y viajar muy lejos de su país. Varios años después, tras concluir su formación en las academias Gerrit Reitveld y Rijksakademie van beeldende kunsten, en Holanda, el “Amorales” se le revelaría en toda su extensión cuando dejó la pintura, se introdujo en el mundo del performance y comenzó a germinar un primer proyecto
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sobre la suplantación de la identidad y el vaciamiento del lenguaje. Tenía veintisiete años cuando en Suiza presentó su primera propuesta individual que consistió en el lúdico ring de enmascarados Amorales vs Amorales: una reflexión sobre la pugna entre signos duplicados, una deriva sobre la máscara del luchador mexicano que es, al mismo tiempo, sobre la espectacularidad de lo bélico.
Vistas de la exposición “The life in the folds”, de Carlos Amorales, en el pabellón mexicano de la Bienal de Venecia, mayo de 2017. (Fotografías: Awakening / Getty Images)
En ese mismo periodo, Amorales comenzó a intervenir doscientas cartas que simbolizaban el vínculo con su familia y su país durante el lapso que estudió en Europa. Poemas y dibujos antropomórficos fueron ocupando aquellos sobres que, a la vez, representaban la búsqueda por diferenciarse de las figuras materna y paterna. Amorales es el hijo único de Carlos Aguirre y Rowena Morales, dos de los creadores
contemporáneos más importantes de fines de los años setenta y principios de los ochenta en México, quienes habían pertenecido al Grupo Proceso Pentágono e introdujeron un arte contestatario y fuertemente crítico del Estado y la represión en América Latina. La intervención de esas cartas establecieron la base de lo que después sería Archivo Líquido, un acervo digital que el artista concibió como parte de un ejercicio de abstracción de figuras orgánicas. Con el paso del tiempo, Amorales fue ampliando esta carpeta de imágenes vectoriales inspirándose, en parte, en las investigaciones caligráficas y expresionistas del artista belga Henri Michaux. Se trata de una codificación que explora los límites del lenguaje, las fronteras entre la ficción y lo real, entre la armonía del arte y sus virtudes alegóricas. Hay una constante tensión en la obra de Amorales que responde a un estado de ruptura, muchas veces latente, en el seno de un equilibrio casi perfecto que arropa y seduce. Este es el principio transversal de Axiomas para la acción, una selección de obras realizadas a lo largo de veintidós años de carrera y que actualmente presenta el Museo de Arte Contemporáneo de la
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unam. La pieza que da título a la exposición es, como el propio artista la define, una “declaración de principios”, un “código genético” compuesto de pinturas de colores radiantes que proporcionan los distintos ejes articuladores de la exposición. El esplendor geométrico (2015), conjunto de collages que le permitieron al artista explorar por primera vez las posibilidades emocionales del color, se compone de distintos recortes bidimensionales que entablan guiños con el suprematismo vanguardista del ruso Kazimir Malévich. La conquista de un equilibrio y una temperatura pictórica en esta pieza adquiere una profundidad única en la exhibición, al encontrarse dispersa en las paredes de la sala que proyecta uno de los filmes más áureos de Amorales, El-no-me-mires (2015), y en el que participan sus dos hijos y el actor vietnamita francés Philippe Eustachon. En este largometraje de cincuenta minutos, el artista se aleja de los caminos del performance y la videoinstalación, para incursionar en una meticulosa representación de historias yuxtapuestas mediante un set maleable, conformado por los mismos recortes que acompañan extradiegéticamente al filme.
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El artista juega así con una extensión del universo de la película en el espacio del espectador, permitiéndole a éste introducirse de manera orgánica en el estado de sueño y vigilia que propone el filme. La superposición de dichas imágenes a los enigmáticos textos de La serpiente del paraíso, del místico chileno Miguel Serrano, y el mito intuit sobre un esquimal comerciante que resulta invisible a los ojos de europeos aventureros forman un enigmático montaje en el que asimismo destacan la sobredramatización de los actores y sus trajes malevicheanos. El-no-me-mires ilustra así el potencial productivo del collage —por decirlo en términos brechtianos—, en el sentido que los elementos han sido vaciados de sus significados originales, han sido reciclados de otros marcos conceptuales para proponer nuevos arreglos experimentales. El filme condensa un examen a profundidad sobre los distintos estados de la conciencia, sobre el recorrido de los confines del entendimiento desde una dimensión poética. Con el collage cinematográfico, Amorales también proyecta una mirada crítica, una suerte de metaliteratura que conduce al espectador a pensar en las
construcciones de la alteridad y la experiencia en los límites de universos irreconciliables. Esta lógica de la mediación sucesiva de lo real y el alejamiento cabal de lo mimético consagra la base de un sistema lingüístico, un idioma autónomo que adquiere distintas materialidades en La vida en los pliegues, instalación que representó a México en la 57ª Bienal de Arte de Venecia en el 2017. Producto de una larga investigación, La vida… toma como soporte a Archivo líquido, así como la experiencia de un proyecto de libro que hace unos años le fue censurado al artista en México. El conjunto de piezas, que mantienen una coherencia interna, se compone de dos lenguajes: el musical y el escrito, que se materializan en versos de poemas e instrumentos musicales, y sólo cobran sentido en el cortometraje La aldea maldita. En éste, Amorales incursiona en los bordes que todo lenguaje ostenta al interior de un determinado sistema cultural. Lo sígnico es aquí una visión de mundo que, al ser llevado a “los pliegues”, a sus intersticios, se desequilibra, se agota y se torna violento. La propuesta en extenso se trama a partir las fisuras inherentes a lo que pareciera armónico.
El cortometraje cuenta la historia de una familia de migrantes que se avecinda en un pueblo en el que sus habitantes comienzan a generar una serie de rumores en torno a los recién venidos hasta que los asesinan. Amorales sostiene que su intención era proyectar algo abstracto, una metáfora sobre la debilidad del Estado en México y el agotamiento de la capacidad de agencia de las instituciones oficiales. Lo hizo mediante una apropiación muy personal de los caminos del Henri Michaux poeta y caligrafista, razón por la que el título de la instalación lo toma del libro homónimo de dicho escritor. Su negativa a seguir la ruta de lo monumental o de lo mítico prehispánico —alguna vez explorado en Vivir por fuera de la casa de uno (2009)— le permitió tantear un proyecto con fuerte carga metafórica. Para Amorales significó la posibilidad de cuestionar la desarticulación cabal del entendimiento humano, la realidad delirante del presente y los nacionalismos reaccionarios frente a la migración. Aprende a joderte (2017 - 2018) es la única pieza inédita de la exposición; una especie de mural compuesto por dibujos medievales intervenidos con frases abyectas.
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El artista pone en crisis a la civilización judeo-cristiana mediante una lectura que contrasta los productos más representativos de nuestros tiempos: la degradación, la sobreabundancia de crueldad, la banalidad. El ejercicio de yuxtaposición de dos marcos referenciales introduce así un hiato que, como lo establece la disonancia cognitiva de Festinger, pone en crisis a los elementos del conjunto. Amorales realizó estos dibujos a lo largo de ocho meses en los que participó en la Bienal de Venecia y montó la exposición “Herramientas de trabajo” en Colombia. Son el resultado de una catarsis y una profunda decepción sobre el envilecimiento de la humanidad. Naturaleza negativa (2012 - 2018) es una invitación a recorrer los rincones del estudio del artista. Las paredes de este taller abierto crean una atmósfera fantasmal que indaga de manera lúdica en la tensa relación entre los espectros de la creación que acosan al artista y la presencia virtual del espectador. La habitación laberíntica funciona también como una puesta en escena de los remanentes del trabajo creativo que se diseminan y transforman cuando la obra deja el estudio para ser pública. Entre otras piezas se exhibe la ya clásica Black Cloud, instalación compuesta de treinta mil mariposas negras dispersas por las paredes y los techos del recinto. Concebida en 2007 en un viaje de varias semanas que Amorales hizo a la ciudad de Torreón para despedirse de su abuela convaleciente, la instalación proyecta el presagio de la muerte, la incertidumbre y la idea del último reducto que sostiene a la vida. De ahí el paradójico efecto entre lo resplandeciente y lo invasivo que, a su vez, proviene de una lectura de Austerlitz, del escritor alemán W.G. Sebald. Alguna vez Roland Barthes dijo que la poesía simbolista había logrado unificar lo literario y el ejercicio del pensamiento crítico. La obra de Carlos Amorales es ese documento artístico que, al mismo tiempo, consagra una crítica del lenguaje. No es arriesgado afirmar que Amorales representa una de las propuestas más estimulantes del reciente arte contemporáneo en México. La preferencia por lo figurativo y alegórico, tributario del vanguardismo crítico y del collage, nutre la sustancia reflexiva de este trabajo de largo aliento.
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La trágica heroína de la comedia:
Hannah Gadsby Brenda Ríos Hannah Gadsby actúa en Edinburgo, Escocia, en 2013. (Fotografía: Scott Campbell / Getty Images)
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Hace unos años leí un artículo sobre las series de televisión como los nuevos clásicos, como Shakespeare y todo aquello que consideremos clásico. Aludía el autor a los encerrones de todo tipo de personas a ver series, los maratones. Algo que seguramente no sucedía a los trece o catorce años cuando uno leía Romeo y Julieta. De todas maneras, pensé en ello. En la posibilidad de considerar que una serie de tv (el medio más vilipendiado y menos digno, por decir lo menos) fuera algo bien hecho. Game of Thrones o The Crown son ejemplos de inversiones millonarias con guiones que son piezas maestras. Como tales piezas, también tienen sus bajones de energía de vez en cuando, y, al modo de las novelas por entregas del siglo xix, tienen ahora un espectador dispuesto a pasar 48 horas frente a la pantalla sin comer, sin bañarse, sin atender llamadas. Bajo la premisa de la obra de arte Nanette (Netflix, 2018), de Hannah Gadsby, es una novela perfecta. Australiana, nacida en Tasmania, historiadora del arte, homosexual. Hace comedia hace diez años y con Nanette (tomó el nombre de una chica que conoció y de quien pensó que podría robarle material para hacer un show) logró entrar en una crisis colosal: espiritual, de carrera, de autoconocimiento. Como un héroe, atravesará bosques encantados, sin tener que salvar a nadie. Por primera vez este héroe no salva, sólo afirma la necesidad de ser héroe. De trabajar en ello. Cabello corto, vestida con ropa masculina (“¿Por qué te vistes de hombre si odias a los hombres? Para que aprendan a hacerlo bien”), anteojos, no maquillaje, cuarenta años, se ve tímida pero no lo es. Miles de personas están ahí, como en un concierto o ceremonia. Se ríen cuando ella decide que deben reír.
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Contiene-libera-suelta. Habla de las bromas sobre ser lesbiana, bromas sobre los comentarios después de sus shows. Habla sobre los pintores que le ensañaron a adorar en la escuela, la idealización de esos “trastornados” como Van Gogh y se lanza una perorata sobre su odio a Picasso. Es un héroe con cuchillo. Una salomé con la cabeza del creador del cubismo en el plato. Es importante rebanar cabezas, cortarla de esos árboles erigidos de dioses. Woody Allen, Polanski, todos aquellos que fueron eximidos de sus crímenes por la importancia de su obra. Sin cabeza. Así también llega el momento en que corta la propia. Nannete es un show de comedia. Un género que consiste en cantar arias de la vida propia y del mundo de afuera para públicos determinados: en cafés, teatros inmensos. El comediante está a cargo. Controla el ritmo, respira, cuenta el chiste, lo alarga, tensa el efecto y suelta el “golpe”. Durante muchos años la comedia constaba de línea-golpe-resolución. La gente comprende y ríe. De otra manera, la persona a cargo se queda sola en el escenario hablando de asuntos incomprensibles (como un narrador difícil, Broch o Lezama Lima, por decir nombres). Encontrar buenas bromas-golpes ha sido tarea ardua para algunos. Un comediante que ronde los cincuenta años tendrá cajas con miles de bromas archivadas como fichas de biblioteca: notas de estudios, robos de otros, plagios, influencias, apuntadas a mano en servilletas, audios del celular, grabaciones, lo que sea, pero es un expediente único de un cierto tipo de humor, hecho para ciertos públicos. La mayoría de los grandes comediantes hicieron carrera con chistes inapropiados, políticos, alimentados de clasismo, racismo, xenofobia, aficiones sexuales reprobables, misoginia y lo que se sume. Así se hizo por mucho, mucho tiempo. El humor es algo serio. Lo sabemos. Nos lo enseñaron en la universidad: es más difícil hacer reír que hacer llorar. Quizá por la dificultad de la enunciación, el contexto, el chiste que “sorprende”. El humor es sorprender.
Pero para ello, se debe caer en una convención social de esa sorpresa. De ir a un lado y antes de dar vuelta izquierda/derecha, hacernos estrellar con la pared, justo por ese movimiento-respuesta inesperado. Que algo pueda ser conmovedor y a la vez trágico no es nuevo. ¿Qué sí lo es? Nanette podría ser como cualquier show de comedia: a caballo entre la crónica de vida privada, elementos de la vida cotidiana, el trabajo, ir al banco, los amigos, las historias de otros, conversaciones con la madre (“Mamá, soy lesbiana. ¿Por qué me lo dices. Acaso yo te diría que soy asesina?”), la infancia. Todo eso que alimenta el relato. El asunto con la comedia es que está bien mientras se quede en un lugar intermedio entre la broma, la risa y ese golpe prometido. El punch que se necesita para comprender que hay un fin. La broma es una historia. Con principio y final. Lo que logra Gadbsy es otra cosa: es servir la mesa, cristalería fina, mantel de lino. Al final, cuando el espectador la está pasando muy bien, es más, mejor que bien, cuando está convencido, a la segunda o tercera copa de vino, de que el mundo es bueno, ella toma el mantel por el borde, sonríe aún y hace el tirón. Nadie lo espera. No es la vuelta de tuerca, es el hacha que rompe el mar helado de adentro como bien sabía Kafka, es esa otra cosa que hace que, en medio de todo, pongamos atención. Es una historia inesperada. Es la burla del que sonríe pero llora pero todo lo demás. Nadie espera que la persona a cargo de la risa tenga un pasado de violencia. No es lo previsible. No tiene derecho. Ella es la defensora de la risa, no debe contar lo otro, lo que se ve día a día en las cabezas de noticias. No debe. No puede. Pero lo hace. No es simple saber dónde termina una cosa y comienza otra. La comedia de los 90 en los sitcoms estadounidenses es nada frente a lo que viene. La comedia no puede estar situada en la espuma, aun si leve, de la champaña. La comedia deviene experiencia. La risa no es fácil. El mundo no lo es. La comedia es un entendido. Un acuerdo entre pares.
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Tensión y liberación. Eso dice Gadsby. Si lo pensamos esa es la explicación de la comedia y de la trama en el desarrollo de la historia. Hay que apretar y soltar. Dejar ir. Construí mi carrera a base de chistes de autodesprecio y no quiero seguir haciéndolo, porque ¿entienden qué significa el autodesprecio para alguien que ya está marginada? No es humildad, es humillación. Hablo mal de mí misma para poder hablar, para poder pedir permiso para hablar, y ya no volveré a hacerlo. Ni a mí ni a nadie que se identifique conmigo.
La novela del xix contaba la historia de una vida entera. Con peripecias, detalles. Podía el lector formar parte de la trama, el paisaje, la temperatura, la ciudad, el drama pasional del personaje. Si él sufría el lector también, si él se enamoraba el lector también. No es fácil encontrar historias que logren ese vínculo; finalmente, entre autor/lector lo que une es el desconocimiento y la fragilidad del nexo: el entendimiento de una situación que puede ser compartida/comprendida. Gadbsy reconoce la importancia de su posición. Aprendió a nulificarse para establecer comunicación. Dentro de su relato hay una historia a la que vuelve casi al final. El relato es este: ella tiene veinte años y está en la parada de un autobús. Hay una chica al lado. El novio de la chica se le acerca y cree que Gadsby es un hombre y lo empieza a agredir. Cuando se da cuenta de que es mujer le dice que él no golpea mujeres. Fin de la primera parte. Luego cuenta otras cosas. Para esto, el auditorio ríe, ríe aun si está incómodo por los chistes contra Picasso, contra los hombres blancos heterosexuales que abusan de su poder, que nombran desde su poder. Y remata: ese hombre no la dejó libre. Porque entendió que era lesbiana y regresó a golpearla. Gadbsy terminó en el hospital. El público está tenso, no sabe qué sigue. Ella remata aun más: cuenta de una violación que sufrió. De cómo le hubiera gustado tener una historia como la suya para
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identificarse y crecer. Los últimos diez minutos del “show” son eléctricos. Los chistes sobre su madre, su adolescencia tímida, todo eso se congela para la furia que vendría. Eso es lo más extraño. Ella misma dijo: “Estoy enojada y creo que estoy en todo mi derecho de estarlo, pero de lo que no tengo derecho es de esparcir ese enojo, porque el enojo, como la risa, puede conectar como ninguna otra cosa a un grupo de extraños”. Pero es una heroína. No puede quedarse en la furia. No habría camino heroico, la prueba de que ella es la elegida, la salvadora, misericordiosa. Es una heroína que renace de la emoción. Y construye. Recupera la inteligencia creadora. El público llora. Entiende. No hay que ser violado para imaginar el suceso. No hay que ser víctima para ponerse un instante en su lugar. Cómo ser víctima desde el escenario y con la premisa del humor. El show pudo haber terminado donde todos van a casa y pensar el mal que hicieron a otros. Como haber salido de misa. Una revelación les ha sido dada. Pero ella sabe bien su elemento. Su batalla es reconocer el fallo. En tener cuarenta años, ser mujer, lesbiana (“No tienes suficiente material lésbico en tu show. Estoy yo”), y pensar en dejar la comedia porque ya no significa. Ella ya no puede sólo estar ahí y reír como si no hubiera pasado nada. “La ira es tensión. Es una tensión tóxica y contagiosa. No sirve más que para diseminar un odio cegador. Que yo pueda posicionarme como una víctima no significa que mi ira sea más constructiva. Nunca es constructiva”. Pudo haber sido un show manipulador, jugador de buenas conciencias. Pero lo que parece de verdad (a cuál mayor ficción) es que el show consiste en un mecanismo pocas veces bien logrado: el héroe se rompe en el escenario. Dice: fracasé. Lo llevan en brazos y triunfa porque son nuevos tiempos. La honestidad es brutal. Y eso es lo que, en tiempos de comedia y televisión, es una cosa auténtica. “No hay nadie más fuerte que una mujer rota que se ha reconstruido”. El héroe no tiene que salvar a nadie.
Y la ciencia
¿llegó para quedarse? Andrés García Barrios
An Experiment on a Bird in the Air Pump, Valentine Green, 1769, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)
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Adán y Eva fueron los padres de la Ciencia. Sí, su curiosidad —que por ejemplo heredaron a Newton, Einstein, Madame Curie y muchos gatos— los llevó a probar el fruto del Árbol de la ciencia del bien y del mal y a ser expulsados del Paraíso. Entonces comenzó para ellos una cruel aventura de trabajo, sudor y dolorosos partos que sólo concluiría con la muerte y en la que lo único gratificante sería tenerse uno a otro y seguir comiendo los frutos de la realidad para saciar su apetito de conocimiento. (Bien mirada, la anterior podría ser la introducción a un texto sobre mujeres científicas, pues, como sabemos, la iniciativa fue de Eva. Al parecer, Adán podría haber pasado toda una eternidad en la ignorancia. Más allá del mito, es probable que esto ocurriera realmente y que hayan sido las mujeres quienes dieran los primeros pasos hacia el conocimiento; ellas, que pasaban más tiempo sedentarias criando a sus hijos, inventaron la agricultura y probablemente también sofisticaron el lenguaje, domesticaron el fuego y los animales, y se interesaron en saber de dónde venimos, quiénes somos y a dónde vamos, preguntas que para los hombres no representaban ningún dilema: venimos de la cueva, somos cazadores y vamos en busca de un mamut). Cuando George Cantor desarrolló la Teoría de conjuntos que da base a la matemática moderna, su colega David Hilbert —deslumbrado por la grandeza del descubrimiento— afirmó: “Nadie nos expulsará del paraíso que Cantor ha abierto”. En efecto, en este mundo hay pocos placeres tan edénicos como el de asomarse por un momento a la Verdad. Una vez que la serpiente muerde, seguimos buscando
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su ponzoña por todos los medios a nuestro alcance. A lo largo de siglos —pero también en nuestras vidas diarias— recurrimos una y otra vez a la magia, la revelación divina, la inspiración artística, el pensamiento filosófico, la intuición y la ciencia para saber por qué tal cosa o por qué tal otra, con la ilusión de regresar aunque sea por un instante a ese paraíso que un día perdimos (sin duda, después de reencontrarlo volveremos una y otra vez a perderlo, como le ocurría al pobre Cantor, que tras descubrir grandes verdades matemáticas, caía siempre en profunda depresión y finalmente murió en un hospital psiquiátrico). De todas las formas de conocimiento, la ciencia parece ser la única que llegó para quedarse. Millones de adeptos están seguros de que, con ella, el ser humano encontró por fin la manera de conocer todo lo que se puede conocer, y que por tanto nos acompañará por siempre. No pocos fantasean con que gracias a su método podremos un día ser inmortales, impedir el fin del universo y hasta lograr que nos guste comer sanamente. Así, muchos no ven posibilidad alguna de que tan prodigiosa herramienta caiga en desuso, como sí les pasó a la inspiración profética, los oráculos, la astrología, la alquimia y todas esas añejas formas de “saber” que la ciencia misma ha ido destronando. Pero, ¿y si un día también a la ciencia le toca su turno? Nada Una de las experiencias más aterrorizantes de la vida es preguntarse dónde termina el universo. Si termina, ¿qué hay más allá?, y si no termina, ¡¿cómo puede no terminar?! Imposible pensar que avanza y avanza y avanza y avanza, y así hasta que nos volvemos locos. Para fortuna de quienes se interesan en la ciencia, ésta ha descubierto que sí hay una respuesta a tan angustiosas preguntas. La teoría del Big Bang —con la que prácticamente toda la comunidad científica está de acuerdo— ha comprobado que el universo nació hace 13.7 mil millones de años a partir de un punto ilocalizable y sin dimensiones, que hizo explosión generando no sólo toda la materia y la energía sino también el tiempo
y el espacio. Antes de eso, ¿qué había? Nada, así como tampoco hay nada más allá del espacio que el universo sigue creando al expandirse. Por sorprendente que parezca, la ciencia ha demostrado que la Nada no sólo existe sino que de ella puede surgir todo un universo. Por desgracia, expertos igualmente acreditados argumentan lo contrario. En su libro ¿Por qué la ciencia no refuta a Dios?, el matemático y divulgador Amir D. Aczel explica que un lugar de energía “cero” con fluctuaciones que permiten que se origine un universo no puede ser considerado Nada. Matemáticamente, la Nada es sólo un círculo vacío al que encoges hasta que llega al tamaño de un punto y luego lo borras con la goma de tu lápiz. ¡Se acabó: no queda nada de lo que pueda surgir un Universo! Sea como sea, es muy probable que los “connotados” científicos que creen una cosa u otra jamás puedan ponerse de acuerdo. Dios Entonces, si el universo no surgió de la nada, ¿pudo haberlo creado Dios? Hay quien dice que no y hay quien dice que sí, y después de una larga fila de argumentos en pro y en contra, cada posición llega al colmo: “Si Dios creó el Universo, ¿quién creó a Dios?”, afirman aquéllos, y éstos responden: “Si crees que el Universo realmente surgió de la Nada, ¡entonces tú tienes más fe que yo!” Unos y otros estarán de acuerdo en que lo que sí ha hecho muchas veces la ciencia es decirnos qué cosas no demuestran la existencia de Dios. En épocas en que los seres humanos afirmaban que el maravilloso concierto de la vida en la Tierra probaba la existencia de un creador, la Teoría de la Evolución los puso en su sitio: “No, ese prodigioso orden es fruto de la selección natural. No es así como podemos demostrar la existencia de un creador”. Lo mismo ocurre con la neurociencia actual: si alguien experimenta arrobo místico y cree que eso demuestra la presencia divina, la ciencia acudirá en su auxilio para robarle la inocencia: “Lo siento, tal experiencia quizás sólo es un rasgo evolutivo ubicado en el lóbulo temporal de tu cerebro”.
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Sin embargo, no todas las teorías científicas prescinden de un creador. No es éste el lugar para explicar la mecánica cuántica (de la cual además, gracias a Dios, no entendemos nada, pues el gran físico cuántico Richard Feynman repitió varias veces que si entiendes la cuántica estás loco). Basta con decir que Eugene Wigner, físico ganador del Premio Nobel, afirmaba que no es posible explicarnos la realidad sin referirnos a una conciencia cósmica infinita. Otra vez lo mismo: unos dicen que sí y otros que no, y el método científico no logra refutar por completo la existencia de Dios ni demostrarla. Conciencia A mediados del siglo xix llegó la Teoría de la Evolución y sus partidarios empezaron a demostrar con métodos científicos que la conciencia humana es fruto de la evolución de la materia inerte, la cual un día —tras muchos cambios y adaptaciones— acabó pensando. Cuando tan perturbadora propuesta fue planteada, el gran biólogo Thomas H. Huxley —insigne defensor de Darwin— la refutó terminantemente: “¿Cómo puede ser que una cosa tan notable como un estado de conciencia surja de irritar el tejido nervioso? Es tan inexplicable como que aparezca un genio cuando Aladino frota la lámpara”. Para Huxley, los colegas que pensaban así todavía creían en cuentos de hadas. Pero entonces, ¿existe un alma exterior al cuerpo? Estimulando mediante electrodos una zona del cerebro, el neurólogo suizo Olaf Blanke y sus colaboradores lograron que una mujer sintiera que abandonaba su cuerpo y flotaba en el aire. De esa manera el equipo de científicos creyó confirmar que la famosa “alma” tiene su fuente en la red de neuronas y no en otra parte. Sin embargo, estos experimentos sólo evidencian qué cosas no demuestran por sí mismas la existencia de una divinidad, pero de ninguna manera son una prueba en contra de ésta ni nos permiten descartar que haya “algo” exterior al cuerpo cuyos atributos ignoramos, pero que posiblemente interactúa con la materia de nuestro cerebro para que sea consciente. Tampoco son suficientes para negar la
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posibilidad de que la materia contenga en sí misma indicios de conciencia, que al combinarse de formas cada vez más complejas acaben por estructurar nuestra mente. De hecho, hay que mencionar que estas dos últimas y excéntricas posibilidades coinciden en exotismo con algunas posturas de la mecánica cuántica, que demuestran que, para que la realidad adopte un modo de existencia, alguien o algo debe tomar conciencia de ella (también es importante que estas llamadas contraintuiciones no nos confundan: de ninguna manera son prueba de que la ciencia y la metafísica empiezan a unirse; en realidad, siguen tan separadas como siempre pues, hasta el momento, no hay teoría alguna que compruebe la existencia del alma ni que explique cómo es que la materia inerte se puso a pensar de pronto). En fin: sin duda numerosos mecanismos de defensa actúan en nuestra vida para que al ver la realidad e intuir sus misterios no todos acabemos locos. Aunque hoy tenemos fe en la ciencia como forma de conocimiento, es un hecho que ni siquiera su método garantiza nuestra salud mental. Al menos no por el momento. Quizás un día consiga despejar lo que hay debajo de nuestros más grandes enigmas, pero tenemos que admitir que es posible que nunca lo logre y que sea necesaria una nueva forma de saber para explicar esa “verdad más profunda” que, por ejemplo, Sir Roger Penrose ya vislumbra. En su libro El camino a la realidad, el famoso físico habla de la relación entre conciencia, universo y mundo platónico de las matemáticas (que en este nuestro pequeño ensayo tomará el papel de Dios), y explica: “Quizás haya un sentido en el que los tres meramente reflejen aspectos de una verdad más profunda, de la que tenemos muy poca idea en el momento presente”. Penrose no lo dice, pero es razonable preguntarse si a esa verdad más profunda —si existe— se accedería con los actuales métodos de conocimiento o inaugurando un camino nuevo. No es pues descabellado especular sobre una futura forma de saber que supere a la ciencia. De hecho, podemos decir que reflexiones como esta última son uno de los grandes festines de hoy en día para la curiosidad humana.
Del Auditorio a Juárez y Balderas,
la otra odisea
Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
Jesús Vicente García
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¡Estos últimos trabajaron una sola hora; no obstante, los hiciste iguales a nosotros que soportamos el peso del día y el calor ardiente! Mateo 20:12
i En 1987, cuando aún Pamelo no sabía que sería lector y mucho menos intento de bibliófilo, iba en un camión amarillo trompudo, de esos que en lugar de timbre tenía un cordón de cortinas que al jalarlo se escuchaba el sonido que indicaba que alguien quería bajar. Venía de El Rosario. Se compró unos tenis usados del tianguis que estaba a unos metros de aquel metro del norte de la ciudad, cerca de un mar de unidades habitacionales. El transporte en comento se acercaba a Tacuba, colonia con calles de nombres de golfos, sobre una angosta, cuyo nombre no recuerda, negro y oloroso el asfalto, había un local de petróleo, aserrín y combustibles (que ya ni existe), atendía un señor en overol de mezclilla cuya huella de su producto era evidente. Pamelo venía leyendo Noche de califas, de Armando Ramírez. Era julio y la lluvia avisaba su llegada a través del viento y las nubes grises que sonreían hacia abajo (y pensar que ahora los chavos para saber del clima ven el celular y no el cielo). El mundo nocturno de la Merced, sus padrotes y esas mujeres de faldas espléndidas, “puta natural”, aparecían ante sus ojos, sentado del lado de la ventana; volteó al llegue, porque alguien le mentó la madre a alguien, y regresó a su lectura, cuando vio clarito una librería de viejo, de esas en que los ejemplares están amontonados sin un orden, y en la entrada dos personas fumaban, otro barría la banqueta a las tres de la tarde de un viernes en que Pamelo tuvo el chance de no trabajar porque donde limpiaba pisos lo corrieron por maje y
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lento, palabras textuales de la mujer gorda que lo contrató junto con otro joven igual de flaco y barrio que él. Así las cosas, con varios pesos en la bolsa su finiquito estaba afilado para darse sus gustos, los cuales aún no estaban definidos, literariamente hablando, pero ese changarro le jaló la mirada; el camión dio como dos vueltas, y cual Hansel y Gretel, puso migajas en su camino, imaginarias, claro, para llegar a la librería. Saltó del asiento acolchonado, beige, le tiró el cigarro a un señor con gorra (en ese tiempo se fumaba en cualquier lugar), se disculpó, sacó su cajetilla y se la regaló; el fumador hasta le dio la mano, “no era pa’ tanto, pero chido, compita” (respuesta que se encuentra en los anales de la historia pamelesca); jaló el cordón, bajó de un salto, morral de cementos cruz azul al hombro y con sus tenis usados nuevos, Nike blancos con cuerno rojo, caminó el asfalto de una calle flaca, y recordó que el camino hacia el paraíso es angosto y no cualquiera puede andarlo. Caminó algunas cuadras, porque torció mal en una, compró una coca y unas galletas de animalitos en una tienda de barrio y llegó al paraíso, la librería La Odisea, con Zeus en la marquesina, una tercera parte de cortina azul asomaba en la parte de arriba (con una leyenda que a la letra decía: “Joven, reza el rosario”); unos gatos asomaron sus ojos entre los libros. El librero fumaba y preguntó: “¿Buscas algo en especial?” Pamelo, escuálido, sonriente y temeroso, sólo movió la cabeza negativamente, iba a decir algo y: “Entra, entonces, busca y encuentra”, ese tono de voz nunca lo olvidaría; era como un sacerdote diciendo “podéis ir en paz”, o como la mamá cuando te decía “haz lo que se te dé la gana”. El tipo era de barba crecida, unos cuarenta años, sin bañarse, fumaba que se antojaba. Entonces, ingresó por la puerta angosta. Los gatos eran sus guías. Donde se acostaba uno, se rascaba el otro, se estiraba el negro con blanco, bostezaba el atigrado, saltaba uno blanco
como el papel, ahí, él tomaba un libro, porque a decir verdad no sabía ni qué quería leer ni qué libro llevar, sólo se dejó ir por su instinto (vaya paradoja; un lector no tiene instinto, sino conciencia, pero así comienzan los grandes proyectos de vida). En su vida había estado tan cerca de esa maravilla, cientos de libros, con polvo, otros aún con celofán, muchos con la huella de los años, el olor, el sonido al pasar las hojas por el pulgar. Así estuvo no se sabe cuánto tiempo, porque, como don Quijote en la Cueva de Montesinos, sintió que no estuvo tanto tiempo. Compró Chin chin el Teporocho, de Armando Ramírez; Las Batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco; Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes (no venía Saavedra); uno de poemas de Rubén Darío, y El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. Salió sin dinero, con hambre y con un diluvio que ni Noé hubiese soportado. Regresó caminando, anduvo toda la México-Tacuba, pero antes dio vueltas y vueltas por esas calles angostas, no encontraba la salida, era un laberinto, y soportó perros que le ladraron, chavos que lo talonearon, un auto le aventó el agua de un charco. Pamelo era un asco, pero llevaba sus libros.
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salsa que aprendió desde chaval a hacer, que nadie se dio cuenta de lo otro, excepto su mamá cuando llegó y preguntó. “Es que… ya sabes… los asaltos, la gente es gacha…”. Tiempo después, cuando le dio por la ciencia ficción, anduvo horas, días, meses por los tianguis de la Doctores, La Raza, Azcapotzalco, La Villa, Tepalcates, Portales, el gigantesco San Felipe de Jesús, Neza, Portales, Pensil y anexas, gastándose la piel, los tenis, con los calores, los fríos, las lluvias y tolvaneras. Es el camino del lector, el sino del bibliófilo.
Llegó a la Obrera a las nueve de la noche. Ni él supo cuánto tiempo estuvo en La Odisea, con los gatos y el librero fumador. ii Años después, cuando en los noventa habían matado a Luis Donaldo Colosio, Marcos, el enmascarado de trapo, lanzaba sus comunicados en el periódico y Cranberries era la neta, Pamelo quemó sus naves por unas ediciones de Philip K. Dick, en Donceles, pues se supone que sólo iba al mercado por unos hígados de pollo para su gato Pamelo (homónimos). Tenía que comprar tortillas, bisteces, huevo, nopales preparados, longaniza, cilantro y una papaya. La panza tuvo que esperar. Pero esas ediciones eran primerizas al español. Tuvo que ir a ver a su amigo Miguel por un préstamo para la comida. Sólo le alcanzó para las tortillas, huevo y longaniza; se apresuró a llegar y cocinó un huevo con longaniza, hizo una
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iii En Balderas, visitaba a David el de los gatos, así le decía Pamelo, porque en su puesto de libros tenía gatos de madera y puros libros primeras ediciones o ilustradas que no se encontraban en cualquier lado. A raíz de un amigo, le dio por leer a Luis Spota. Todo comenzó con Retrato hablado, que es parte de la saga de La costumbre del poder. Al leer libro por libro, una especie de hipnosis literaria se apoderó de él: no podía dejar de pasar sus ojos por esas páginas, buscaba los lugares solos y se alejaba del mundo entero, odiaba que un ambulante en el pesero o en el metro subiera a vender y a gritar o a cantar; incluso, fue capaz de salirse del vagón para leer en el andén, sólo que la gente se arremolinaba y gritaba a carcajadas o se reía a gritos o chiflaban, y así no era posible seguir siendo lector de tiempo completo, ni tiempo de metro. Su gran cómplice fue la Biblioteca México. En la sala de lectura y al aire libre. En cada libro había algo de la historia que veía en televisión en ese momento, como si el libro fuese dictado en tiempo simultáneo a lo que sucedía: candidatos a la presidencia, un atentado, la demagogia al máximo, las encuestas infladas y creadas, el invento del hombre por el hombre; entendió que los candidatos se inventan, se van haciendo sobre la marcha y que el poder es un monstruo que transforma a cualquiera que lo detente o de rozón lo reciba; el poder es el gran enemigo del hombre mismo. Por obtener la primera edición de Casi el paraíso (1956, fce), de Spota, dejó plantado a medio mundo, incluso a su mamá, porque le había prometido unos tacos de don Pancho, pero sin dinero pues estaba difícil;
en materia de cotorreo, no vio a los cuates como todos los viernes para beberse la noche con todo y estrellas. Estuvo sin dinero esa semana y la quincena le pareció eterna. Pidió prestado. Vivió de los otros. Quedó solo como columpio de parque a media noche. Sin nada. iv Este 2018, en abril, como desde hace algunos años, se realiza el remate de libros en el Auditorio Nacional. Lectores voraces se dan cita solitos, empiezan a llenar el lugar, rodean los locales, andan arriba y abajo, no todos comen ahí, porque es algo carito un perro caliente o una hamburguesa, es más barato afuera del metro Auditorio. Y ahí estaban Basilio y Pamelo, felices de ver libros, de tocarlos, de seleccionar, y ya llevaban dos de Rubem Fonseca, una novela y uno de cuentos, algo de una colección de la uam, dos de crítica literaria, y no se llevaron un Quijote anotado por un español que nunca habían leído, con la esperanza de regresar en un par de días, aún faltaba una semana para que terminara la venta de remate. Pamelo entraba a las cinco de la tarde a trabajar. Eran las tres, así que les daba tiempo de comer algo cerca de Juárez y Balderas. En las escaleras del Auditorio se sacaron algunas fotos y con ese calor de abril caminaron hacia Reforma para abordar un taxi o el camión, pero el destino les tenía una sorpresa tras otra; de entrada, los camiones ya no aceptan monedas, sino pura tarjeta; ninguno tenía. La hicieron la parada a un taxi. Basilio le indicó la esquina a la que iban. El conductor se fue tendido. En tanto, ellos hablaban de lo sabroso que es leer, del desarrollo de la imaginación, de las diversas posibilidades de vida que contiene una novela o los cuentos. Entonces, Basilio le dijo a Pamelo en corto: “Ya llevamos cuarenta pesos”. Apenas iban adelante del museo de Arte Moderno, frente a una puerta de Chapultepec, es decir, llevaban cuatro minutos. “¿Está bien su taxímetro?”. “Es que soy de sitio, cobro el doble”. “No mames, y eso a nosotros qué”. Basilio, de armas tomar, no reprimió las domingueras, y el taxista lo vio con enojo primero, pero es posible que recordara la estatura del licenciado Valdés Balderas. Silencio. “A ver, amigo, eso
no me dijiste”. “Nadie los va a llevar por menos”. “Ya veremos. Aquí bajamos”. Uno y otro taxi les decía que eran de sitio y cobraban el doble. Malditos líderes del transporte, cómo hacen eso. Basilio estuvo a punto de aventar golpes sobre un taxista que se quiso poner violento y todavía les dijo: “Si no saben andar en la ciudad, no salgan”. Para las pulgas del grandote. El sol de las tres y tantos de la tarde los hizo estar en su jugo. Se quitaron sacos. Caminaron sobre Reforma para irse a una zona donde no sean de sitio los taxis ni que los conductores sean tan irrespetuosos. Pasaron la Estela de Luz, un taxi se detuvo a unos metros. A Juárez y Balderas les cobraba cien pesos. No. El tipo les dijo que no encontrarían algo más barato. Siguieron caminando, aunque el sol no permitía tregua. Quisieron comprar agua. No tenían cambio. Los vendedores tampoco. Buscaban la sombra como los gatos. Pleno sol. Seguían en su jugo. Varias sacadas de lengua después, se habían resignado a caminar hasta su destino, con los cuellos goteando de sudor, la ropa pegada a la piel, la lengua seca, los ojos rojos, se sentían los tipos más sucios de este mundo, con los libros a cuestas, y con todo, Pamelo hizo un último intento. Detuvo a un taxi rosa. Era un señor de unos setenta años. El taxímetro lo tenía apagado o algo así, y Pamelo le preguntó si no servía. “¿Cuánto les cobraban hacia Juárez y Balderas?”. Calcularon unos 25 pesos. “Eso me paga”. No lo podían creer. Llegaron. Basilio le dio cien pesos. Pamelo asintió. Tomaron sus libros. Caminaron a Parque Alameda. Hamburguesearon. Luego un café con dona en Krispy Kreme y les dio tiempo de hablar de esa edición del Quijote que vieron y que ya no la tendrían, porque regresar es como amar la mala vida. “Pero valió la pena. Los libros estaban a buen precio, la verdad”. Pamelo siguió hablando de libros, porque además de ese tema, pues está el de las librerías, de los separadores, de las lecturas, de los personajes, el espacio, el tema, el color de las portadas, el tipo de letra, los epígrafes, la importancia de leer, las novelas adaptadas al cine, los cuentos clásicos, los poemas que generan suspiros, los cafés donde se puede leer, los libros que no tendrán, los que les cambió la vida, porque la literatura es la vida misma.
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Sublimación del gótico tropical
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Rafael Toriz
Si alguna vez se trazara una historia nacional de la canalla, sería preciso detenerse en la subcultura emanada de Veracruz. Más que un estado, una sensibilidad y un territorio (“el mejor destino de playa para el turismo de torta y tamal”, como dijo alguna rata), este lugar ha sido un baluarte de lo peor que ha producido la cultura política nacional: criminales despiadados como los del altiplano, pero marinados al mojo de ajo para darle sabor costeño. Con fondo musical de Agustín Lara. Lejos de abonar el narcisismo de pequeñas diferencias colindante con la vanidad negativa propia de los pueblos coloniales —y que en el caso mexicano y su literaturas se ha resuelto en nuevos aldeanismos parroquiales, ora norteños, ora capitalinos— se trata apenas de subrayar las marcas de identidad que permiten reconocer un lugar envilecido, culturalmente portentoso y deudor de la forma eterna y líquida del ritmo, placenta a cielo abierto que desborda y nos concierne: pocos lugares como el Golfo de México cuentan la historia de los encuentros, violencias y culturas superpuesta que han dado forma a uno de los corazones de este envilecido y desmadrado país, caldo fascinante en el que, merced de su trajín de gentes, mercancías y petróleo, nace, muta, se reproduce, repta y muere una vasta sociedad mestiza con las caracterísitcas de los híbridos robustos, un animal de sangre caliente alimentado por la mezcla de la savias vitales del planeta, pero mal hecho. Por ello, conviene tener presente que si este país se fue el carajo buena parte de la culpa es de Miguel Alemán Valdés (1900-1983); veracruzano corruptor de sindicatos, monarca sexenal, despilfarrador serial, saqueador a cuatro manos, y principal gestor del capitalismo de cuates: padrino intelectual tanto del “a mí no me des, ponme donde haya” y del vigentísimo “sin obras no hay sobras”, época retratada como nadie por José Emilio Pacheco: “fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos ortopédicos; de la fiebre aftosa: en todo el país fusilaban por decenas de miles reses enfermas; de las inundaciones: el centro de la ciudad se convertía otra vez en laguna,
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la gente iba por las calles en lancha”1 (dejo para otro momento la mención del legado y la figura de Fernando Gutiérrez Barrios, oriundo de Alto Lucero). Pese a que la alevosía y el delito no descansan un minuto en el país cuyo escudo nacional entrona la efigie de un águila extorsionando una serpiente —en México nunca NO se está robando. Ni matando— la intención de hacer un festival sin un centavo recae no sólo en recordarnos, a propios y extraños, que es posible plantarse ante el horror que hace de este lugar un cementerio impune para mujeres, estudiantes, pobres y periodistas y asegurar a voz en cuello, pero sin hacer mucha alharaca por si las necrofílicas moscas, que es posible y sobre todo indispensable imaginar un futuro postmexicano, anclado no sólo en la horizontalidad sino el esfuerzo colectivo y en el reconocimiento de la heterogeneidad que nos conforma y divide pero también fecunda: una esperanza maltrecha en aras de sublimar nuestro gótico tropical, cáncer que corroe a esta tierra en lo específico y al país en general. ¿Estridentópolis como un locus communis? ¿Pensar, una vez más, la catástrofe natural como única vía ante la atomización civil y la rapiña política?2 No nos quedan más opciones, ni principios o finales; sobre todo cuando más que recuperar lo perdido —luego de tanta y sostenida violencia jamás volveremos a ser los mismos— es
1 Pacheco le dedicó también una copla al alemanismo: “Nochebuena, Navidad./ Nuestro pueblo sigue hambreado/ porque Alemán lo ha saqueado/ y todo es iniquidad”. 2 Cfr. The Great Leveller: Violence and the History of Inequality from the Stone Age to the Twenty-First Century, de Walter Scheidel.
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el instinto de superviviencia quien trata de asir lo que de valioso queda entre los derrelictos de un naufragio; por ello la necesidad de volver los ojos a la dignidad de lo que fue se funda en la esperanza de que otras épocas nos alumbren con la sabiduría de su miseria para comprender algunas inclemencias del presente. Pido desde luego no ser malinterpretado. Con esta declaración de intenciones no aludo —cuando ahondamos en una de las noches más oscuras del alma mexicana, en la que los padres, además de enterrar a sus hijos, han devenido antropólogos forenses— a ese pasado editado y ciertamente protopriista, donde el horror que hoy padecemos fue macerándose luego de décadas de impunidad, corrupción y mal gobierno: líbrenos todos los dioses de sentir nostalgia por la estructura política que cavó la tumba del país con una voracidad que haría palidecer a Alí Babá y sus ladrones: en México, desde hace mucho, la muerte no es sino la primera de una larga serie de calamidades. Y los culpables de ese infierno tienen nombre y apellido. Ante una realidad que sobrepasa la capacidad de discernimiento y perspectiva, una de las posibilidades efectivas de habitabilidad —si la vida no es aún tan miserable como para impedir la cuota mínima de imaginación para sobrevivir a la intemperie— es la de tomar los fragmentos que nos parezcan más dichosos del país alguna vez llamado México y con ellos, y un pegamento nefasto con el que, a semejanza de una olla de crack, puedan fundirse tanto la monstruidad que nos constituye así como la esperanza de un improbable renacimiento espiritual, vertebrar una suerte de Frankenstein con los restos del país que sí funcionen.
Dentro de la nueva configuración del territorio nacional sería deseable regresar a formas anteriores de la división política emanada del siglo xix; formas primitivas de organización social que, a la manera de la antigua Atenas, comuniquen entre sí como un conjunto de villorrios autodefendidos y sustentables con una visión mutualista en aras de recomponer el tejido social. Imaginar cuerpos plurales a la manera de los indios: darle cabida a una visión de vida nueva, fundada en el perspectivismo amerindio.3 En el caso de Veracruz, Hidalgo y San Luis, por decir algo, podría pensarse en la instaruración de la República Huasteca de la Regeneración Musical. Y enaborlar por toda bandera un tamal de Zacahuil. Es evidente que una de las causas principales por las que resulta imposible imaginar soluciones para México radica en que ni siquiera podemos imaginarlo como problema, debido a la dimensión catastrófica de sus dolencias que, por si no fueran lo suficientemente complejas, tienen que lidiar con el peso de una historia plena de infamias y villanías. Lo mejor que puede hacerse con la idea del México del siglo xx, agonizante y purulento, es ayudarlo a morir. Sabiendo que buena parte del territorio se ha convertido en una fosa clandestina sería un gesto humanitario darle al noble proyecto soñado por Vasconcelos una cristiana sepultura. En aquella novela de Fante, Pregúntale al polvo, su alter ego Arturo Bandini narra las vicisitudes propias a todo artista al respecto de la creación como vía
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Cfr. Metafísicas caníbales, de Eduardo Viveiros de Castro.
de sobreviviencia, en su caso la concepción de la literatura como una posibilidad de darle forma a la vida indefinida que siempre nos excede y se derrama: proveer de un rostro y nombre precisos a todo aquello que, aunque no alcancemos a entender, sin duda conseguimos amar, como México, nuestro querido muerto envenenado. En determinado momento Bandini, enfebrecido y perturbado, abandona la esperanza arrojando el producto de sus desvelos, su novela, al desamparo del desierto, reconociendo que nuestros trabajos y sus días poco pueden ante la inclemencia de lo real, donde lo más presente siempre es lo que falta. El dolor de las ausencias. Los cuerpos mutilados de los desaparecidos. Probablemente ahora, en nuestro carácter de mexicanos perdidos y desangrados en México, sólo puedan revolverse los escombros del mundo que fuimos y con ellos, desde la inmediatez y la ruina de las ficciones que nos dieron patria, volver a fundarlo todo, en un incendio definitivo que nos recuerde que vivir es un infinito privilegio y lo que todavía nos resta. En el presente, ese oscuro latido donde no palpita la esperanza, acaso sólo quede aferrarnos a la vorágine del polvo y su eterna letanía, al cobijo de los muertos, los susurros y el recuerdo de lo que fuimos: un mar de de reflejos que desean, puertos para la desesperación y su acechanza en medio de la música que pierde a las naves en pos de las entrañas del infierno; oleaje hecho de fragilidad y renovación; de huracanes, destrucciones y terremotos que dan paso a la calma y la fertilidad… sólo para desaparecer después y para siempre, como una niebla vagabunda.
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intervenciones Mateo Pizarro
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Réplicas del temblor en Estridentópolis:
una aproximación
Juan Patricio Riveroll
Ante la barbarie hay que levantar trincheras. Innumerables momentos históricos han exigido sacrificios, le han pedido al ciudadano salirse de su rutina para hacerle frente a la adversidad, y hoy nuestro país es uno de esos lugares en los que la vida vale muy poco y la cultura todavía menos. Nos podemos esconder tras bardas y barrotes o podemos retomar el espacio público, aunque sea por un tiempo que siempre será demasiado corto. Si el México de hoy duele, el Veracruz que vemos retratado en los periódicos es una colección de horrores: de los desfalcos gubernamentales a los asesinatos y desapariciones, una de las muestras más grotescas del contubernio entre la clase política y el crimen organizado. El 18 y 19 de enero se llevó a cabo la tercera edición del Bye Festival, en Xalapa, luego de que en 2016 pasara por el puerto de Buenos Aires, Argentina, ciudad que han adoptado como suya tres importantes miembros del Colectivo Krakatoa: Rafael Toriz, Luis Emilio Gomagu y Fernando León. Dos días de una heterogénea mezcla de actividades que incluyeron cuatro mesas de intercambio alrededor de un tema que podría ser resumido en autogestión y producción cultural desde la catástrofe y la periferia, aderezado con propuestas músico culturales; la exposición de la obra de Daniela Bojórquez entre el arte conceptual, la imagen y la palabra escrita; la presentación del poemario Departamento Bonsái, de Herson Barona, y la charla de Fernando Báez, experto en temas de medio oriente y la destrucción de patrimonios culturales a lo largo de la historia, de quema de libros a la demolición de templos, para muchos la piedra de toque de esta edición del festival, bajo el nuevo techo de la librería Los Argonautas. El jolgorio para cerrar con broche de oro corrió a cargo de
la guitarra de Damián Báez, la banda de Paulo Piña y de Copal, estos últimos finos exponentes de la mezcla de géneros, y entre las lecturas que abrieron esa noche cabe destacar la de Víctor Cabrera, poeta extraordinario. El mencionado colectivo llevó a cabo el festival sin un peso externo, a punta de saliva y de los fondos individuales de cada uno de ellos, dándoles cama a los exponentes que solos debían de encontrar el camino a Estridentópolis, la guarida de los estridentistas de 1925 a 1927, el movimiento al que alude el tema del festival: Réplicas del temblor en Estridentópolis, que es también el título del libro que emanó de este proceso, editado por el Bye Festival y la Casa del Ahuizote, gracias a los auspicios de Diego Flores Magón. En el mismo tenor, el carácter del libro es puntualmente heterogéneo, con un único texto aludiendo directamente al festival: “Sublimación del gótico tropical” de Rafael Toriz, el cual queda a su disposición en esta entrega de Casa del tiempo. Sin embargo, hay otro texto que aunque no se refiere a Xalapa ni a Veracruz, sí habla del México profundo en el que buena parte de la población está inmersa, y que explica desde la farsa realista a lo que hemos llegado. El cuento “Temperatura local” de Federico Vite es el vivo ejemplo de lo mexicano a inicios del siglo xxi, la historia de un hombre maduro que pide un préstamo a un usurero para poner un negocio de mariscos, y que entre las mordidas obligadas a Salubridad y el pago de derecho de piso al crimen organizado que manda en la zona, apenas le alcanza para pagar las cuentas, pese a contar con una buena clientela. Hasta aquí es realista. La farsa viene cuando hay un par de cadáveres que deben desaparecer, y por azares de los líquidos
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Réplicas del tambor en Estridentópolis AA. VV. México, Casa del Ahuizote, 2018
de limpieza llega la respuesta que lo hará rico y hasta medianamente famoso dentro del hampa regional, todo enmarcado en el puerto de Acapulco, otro lugar que se disputa el tenebroso título de ser una de las ciudades más peligrosas del mundo. La parábola se explica sola y fácilmente podría ser trasladada a Xalapa, al puerto de Veracruz o a muchas otras ciudades de México, triste depositario de cadáveres en estado de putrefacción. Aquí la ficción funciona como ensayo: una crítica sincera a lo que nos han convertido las mañas del Estado y las terribles prácticas de las fuerzas ocultas que operan fuera de la ley y que son más poderosas, todo con una buena dosis de humor negro. El texto de Gisela Pérez de Acha subraya la parte de “réplicas del temblor”, cuenta su experiencia durante el sismo del 19 de septiembre y trata de explicar el complejo sistema de verificación de información que surgió en Centro Horizontal, y que desde entonces ha tenido una brillante ramificación. “A un mes de #Verificado19s” cuenta la historia de cómo “nuestra organización llenó un vacío gubernamental y mediático en México: el vacío de legitimidad”, mediante programadores que organizaron la información disponible y la canalizaron —sobre todo en Twitter, porque Facebook resultó no tener la inmediatez necesaria para un caso como este—; así como dos tipos de verificadores: monitores de campo, que iban al lugar de los hechos y dialogaban en vivo con autoridades y familiares, y quienes organizaban esa información desde sus computadoras. Su método logró dirigir una inmensa cantidad
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de tráfico de información que de otra forma hubiera sido inútil, sobre todo porque llegaba muy tarde. No solamente verificaban lo que se requería en un lugar determinado, pues en la mayor parte de los casos en algún momento fue cierto, sino que verificaban que fuera todavía relevante, para que no sucediera que hordas de voluntarios llegaran a un lugar con víveres que les habían llegado hacía 24 horas y que ya no eran necesarios. Se necesitaba que alguien dirigiera la operación desde un centro de mando, y eso fue lo que hicieron, con un equipo de cuatrocientos voluntarios. Una gestión verdaderamente notable. El corolario de esa historia está vivo. Aunque Pérez de Acha escribe que sin ciertas “bases mínimas no pudimos seguir como colectivo en el corto plazo”, las fuerzas luminosas de la verificación volvieron a juntarse para crear #Verificado2018 (@VerificadoMX, verificado.mx), un esfuerzo en el que participan más de sesenta medios que se abocan a verificar las notas que podrían ser falsas durante esta época electoral. Para darle vital cabida a la poesía participaron Víctor Cabrera (“Palabras que un día dejan de doler,/ pero que duelen”), Brenda Ríos (“quisiera decir Padre he llegado/ he visto / he sentido / no quise conquistar nada”), J.A. Sánchez (“Millares de distancias/ impiden nuestro encuentro”), Luis Emilio Gomagu (“del Atlántico somos viento del impacífico”), Guido Herzovich (“por el precio de una cena sin vino:/ sabía dejarlo todo”), Marduck Obrador Cuesta (“Todo les habían arrebatado/ menos la puya/ de sus lenguas”), e ilustraciones de Edgar Cano, Sebastián Fund y Abram Huerta, con una colaboración sui generis de Lorena Huitrón en la que debate distintas teorías en torno a lo que significa, fisiológicamente hablando, dar a luz, partiendo “de la disminución de materia gris en las mujeres después del embarazo”. El conjunto de la obra, es decir, del festival y del libro que lo acompañó, es motivo de celebración. Es el saber que estamos vivos y que podemos salvarnos los unos a los otros aunque sea en pequeños gestos y en pequeñas dosis. Saber que podemos recuperar espacios que nos han sido arrebatados, que no porque papá gobierno se haya convertido en un ogro demoniaco quiere decir que estamos totalmente perdidos. Es volver a respirar y a vernos a los ojos en un territorio que sigue siendo nuestro si nos decidimos, sin enfrentar ni provocar, sino invitando y abriendo puertas. Si pasó en Estridentópolis se puede exportar a cualquier parte.
Hable, oficial Conrad Adán Medellín
Su prosa es de otra respiración, de otra edad. El insigne navegante Joseph Conrad no sabe que ahora parece una obligación correr cuando uno cuenta una historia, como si tuviéramos un sable que nos punza la espalda para saltar fuera del barco. Y es que Conrad, el marinero convertido en escritor, el renovador de la prosa inglesa con sangre y espíritu polaco, se da su tiempo cuando recuerda los días y las horas que lo hicieron escritor y marinero. No corre, no grita, no empuja. Se complace en los antiguos y preciados objetos del ayer: un escritorio amado que perteneció a su madre, un barco que llevaría inmigrantes franceses a Canadá y nunca zarpó, el manuscrito amarillento de la que sería su primera novela, La locura de Almayer (1894). Mientras recuerda cómo dibujó la historia desgraciada de aquel loco, Conrad se da tiempo de trazar la historia de sus familiares nacionalistas polacos. Habla de sus padres, figuras patrióticas y entrañables que combatieron el embate zarista; se detiene en la admiración nostálgica de su tío abuelo, Nicolas B., militar enfrentado a la armada rusa en plena campaña napoleónica, un valiente a la usanza estoica que llegó a comerse un perro a las afueras del campamento cosaco para vencer el hambre después de vagar perdido varios días en el bosque, en pleno invierno. Conrad es mar. Y como sus olas y corrientes subacuáticas, no teme ondularse y envolverse en la digresión narrativa que es un juego de espejos donde caben todos los suyos: narra a los ancestros siempre poéticos y profundos, románticos en sus principios y convicciones políticas, pero con un destello de ironía que los humaniza en sus contradicciones para no entregarlos como figuras inmóviles en un museo de cera. “Cada generación guarda sus recuerdos”, escribe Conrad, y vale añadir que hace lo mismo con sus orgullos. El orgullo del marino en este volumen
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Crónica personal Joseph Conrad Trad. de Miguel Martínez-Lage México, Secretaría de Cultura (Cien del Mundo), 2017, 171 pp.
autobiográfico, que juega a novela y ensayo sobre su propio linaje, es recordarle al lector que tanto los heroicos sentimientos patrióticos como las semillas de una vocación literaria nacen de las alegrías minúsculas o los callados rencores domésticos. En el caso de Joseph, amores y odios brotan de una fuente común. De la dicha de atreverse a subirse a una silla y tomar, siendo niño, la traducción de Los dos hidalgos de Verona que hizo su padre sin recibir un regaño y leerla a petición del progenitor. Surgen de mentar el nombre del gobernador general que firmó el decreto de exilio de su madre y la obligó a salir del terruño a pesar de la gravedad de una dolencia física. Brillan como la primera vez que encontró al Almayer de carne y hueso, entre la neblina del río y el escape de un pony que viajaba en su carguero. Más que justificar una existencia o una vanidad morosa, para Conrad el escritor imaginativo se confiesa irremediablemente en sus obras. La primera virtud del novelista es “la comprensión exacta de los límites que impone la realidad de la propia época sobre las posibilidades de la invención”. Y desde el manuscrito de ese primer libro de larga gestación que lo acompañaría entre naves mercantes y atracadas, desde Malasia hasta el Rouen del gordo maestro Flaubert, Conrad también se dará su tiempo para reelaborar y recrear su propia historia.
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Mentiroso y móvil como el mar, el novelista confundirá o alterará conscientemente fechas: contra lo que aseguran sus biógrafos oficiales, dirá que se embarcó por primera vez en un año equivocado, dirá que antes de la peripecia de Almayer nunca había escrito sino cartas, a pesar de la existencia de un diario por el río Congo que luego usaría en la composición de El corazón de las tinieblas. Sí, Conrad dirá que hizo lo más importante en su vida por primera vez en otro tiempo, en una fecha equivocada o distinta, en el momento que eligió recordar. Escribirá el “yo”, a su modo, contra el reloj, sus cronógrafos y sus registros. Pero cómo culparlo. ¿No todos lo hacemos todo el tiempo? ¿No dice el marinero que “la atención incansable, olvidadiza del propio yo, a cada una de las fases que atraviesa el universo, tal como se reflejan en su propia conciencia, bien pudiera ser la tarea que nos haya sido asignada en la tierra?” Texto de sombras y fantasmas que se revuelven vitales en la pluma incisiva del navegante que escribió en su cuarta lengua, estas memorias de escritura y de mar nos recuerdan que “la visión de todo asunto humano merece admiración y piedad” y que cada generación guarda sus momentos más oscuros y resplandecientes en baúles que se salvan de las borrascas del olvido gracias al ejercicio evocador de sus palabras y al poder de su ficción.
El futuro de la movilidad, de Bernardo Navarro
Alejandra Moreno Toscano
Un punto central del futuro de nuestras ciudades es ¿quién decide el camino que toman? Social y territorialmente, ese camino deriva de las decisiones en las que van convergiendo las grandes empresas automotrices y tecnológicas. Sus estrategias de implantación en una cuidad específica marcan el ritmo y definen el futuro de la ciudad sin tomar en cuenta nuestras ideas. Aun suponiendo que hubiera coincidencia mundial en las metas deseables de acción urbana —menor contaminación, menor congestión, menor consumo energético, más uso racional de recursos sociales y del espacio público— las posibilidades de que la dinámica económica marcada por decisiones fiscales de Estados Unidos estorbaran ese propósito son altas. En el futuro cercano las decisiones de las empresas transnacionales gigantes, de las empresas de energía y las de los gobiernos nacional y local serán poco funcionales y harán muy lenta la transición tecnológica complicando nuestros escenarios de vida. Bernardo Navarro habla de lo que sabe y de las tendencias que observa y no se engaña con los números ni ajusta conclusiones. Por eso, El futuro de la movilidad, libro breve e informado será muy útil para entender dificultades y oportunidades perdidas de nuestros días futuros. Como hombre optimista preocupado por mejorar las condiciones de vida de las generaciones futuras, Bernardo Navarro subraya la urgencia de establecer políticas públicas convergentes de ciencia, educación, tecnología, fomento industrial y aprovechar la capacidad exportadora de autos compactos mientras nos dure y tomar ventaja de la importancia que, históricamente, hemos dado en esta ciudad a la transportación masiva; sobre todo aprovechar que como sociedad nos interesa el medio ambiente (no podría ser de otra manera si estamos a dos mil quinientos
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metros sobre el nivel del mar, sin humedad, sin árboles y expuestos a radiación solar); aprovechar, por último, nuestra capacidad de entender hasta qué punto el autoritarismo se expresa en calificar como “irremediable” la congestión y como necesidad de orden público formar largas, pacientes y silenciosas filas sin admitir que es una demostración de incapacidad pensar que el gobierno está para cualquier cosa, menos para resolver los problemas reales de la población. Aunque repitamos que la economía de las ciudades está ligada al modo de resolver sus problemas de movilidad y conectividad, sin propiciar estudios y análisis, tenemos que reconocer que hay escalas de ciudades, y con algunas la Ciudad de México no puede competir. Una sola ciudad de los Estados Unidos, Atlanta, Georgia, que es sede de grandes corporaciones multinacionales tecnológicas, tiene conexión con ciento cincuenta aeropuertos en su territorio y setenta y cinco aeropuertos en otros países. Es centro de operaciones de Delta (controladora de Aeroméxico e Interjet), en menos de quince años construyó su actual imagen de “Motor City del siglo xxi”, desarrolló un cluster del automóvil en el Techsquare (vinculado con la Universidad de Georgia y el Instituto de Innovación de empresas digitales) y cuenta modalidades de ensamblaje y desarrollo de la industria auxiliar que rodea el sector automotriz. Sabemos que esa política fue diseñada por Clinton, reforzada por Obama y que Trump ha apoyado a pesar de que ha superado a Detroit. Algunos podrán reprochar al autor un enfoque que privilegia las infraestructuras, cuando podría haber otros elementos reveladores de la estructura interna de la ciudad. Pero ninguno podrá negar que las dificultades de desplazamiento que enfrentamos se han convertido en casos de estudio mundial. Y no me refiero únicamente al sexenio perdido por decisiones frívolas, desinformadas y tomadas sólo por llevar la contraria al gobierno que lo precedió y término dejando sin
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orden ni concierto el gobierno —que está por concluir— de la ciudad. Un gobierno de apariencias que se pensó moderno, digital, difundió aplicaciones para teléfonos celulares hasta confundir las relaciones entre el “usuario” y las oficinas administrativas sincopadas y desjerarquizadas. Por otra parte, todos los académicos reconocen a Bernardo Navarro porque fue el primero en establecer un dialogo entre la sociedad, la industria, el gobierno local y los investigadores y académicos que permitió medir la evolución de nuestra sociedad a partir de un intercambio activo entre quienes se dedican al estudio de la movilidad y quienes conocen la complejidad práctica. Así, son valiosas sus aportaciones al estudio de las urbes como centros de producción, circulación y consumo; sus demostraciones sobre la necesidad de articular el sistema de vialidades y transportes para garantizar un desarrollo sustentable; su medición del modelo de conectividad injusto que acrecienta la distancia media recorrida a quienes necesitan llegar a tiempo a sus trabajos; sus llamadas para superar la desconexión de políticas públicas que interrumpen la relación digitalización - conectividad, así como sus innovaciones en estudios de arrendamiento de vehículos como base de empresas de servicios a la transportación de mercancías y de personas. Resumir estas tendencias mundiales no es sencillo, pero el ser miembro activo de la Cátedra Latinoamericana del Instituto por la Ville en Mouvement en México, y su experiencia adquirida en las reuniones de la Fundación Vedecom que integra al estado, la industria y las universidades en Francia para reflexionar respecto a los temas de la ciudad en movimiento se ha traducido en nuevos conocimientos para nuestra ciudad. Afirma Bernardo Navarro que “pueden combinarse intereses públicos y campos de negocios emergentes, interpelación conveniente con el uso de espacios públicos, información generada por viajeros obligados, apoyo a
El futuro de la movilidad urbana y los vehículos autónomos Bernardo Navarro Benítez México, uam, 2017, 76 pp.
infraestructuras, equipamiento y equipo público y su financiamiento, con el desarrollo y explotación de las nuevas alternativas, que serán un extraordinario campo de negocios privados donde armonizar la dotación de un servicio general de producción que por definición es indispensable para el funcionamiento de las empresas y la reproducción de la fuerza de trabajo bajo la perspectiva de masificación de ganancias” Por ello, es necesario incorporar en esta discusión a los intereses y la capacidad de transformación de las multinacionales del sector energético, a los gobiernos nacionales y locales que deberían tener capacidad de diseñar planes de conectividad urbana multidimensionales para cumplir la obligación de articular todo el proceso de movilidad, digitalización y conectividad. Este libro es el vestíbulo de un edificio, el espacio de ingreso. De ahí podemos dirigirnos a muchos otros lugares donde hallaremos temas técnicos, financieros y políticos. El futuro de la movilidad pone sobre la mesa temas que se abrirán a la discusión, apenas a tiempo; porque ya sabemos que la ciudad futura está hecha de las decisiones que se toman ahora mismo.
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Donde comienza la búsqueda:
El triunfo de la memoria, de Abril Posas
Nora de la Cruz
Siempre produce curiosidad el primer libro de los autores y autoras jóvenes. En apariencia es un inicio, pero en realidad es el resultado de un proceso complejo: el escritor —en este caso, la escritora— ha estado trabajando con sus textos durante un periodo determinado, y luego de plantearse problemas técnicos y conceptuales nos entrega sus conclusiones: por hoy, esto es lo que le interesa, y es también lo que ella entiende por literatura y por cuento. Ningún libro define a un autor por completo, pero sí contribuye a la construcción de su visión, en un sentido amplio. El momento inaugural de ese proceso vital es, insisto, emocionante. En el conjunto de relatos que entrega Abril Posas se encuentran algunos elementos que permiten dilucidar cuáles son sus intereses tanto temáticos como estéticos. Sus cuentos tienen epígrafes que provienen, en casi todos los casos, de canciones de rock. Sus personajes son comunes en apariencia, pero en su interior florece un secreto o una duda. Lo extraño interviene en el mundo cotidiano a todas horas y el amor cruza los límites de la materia, o al menos lo intenta. Puede decirse que se trata de un conjunto coherente con esta visión del mundo, en la cual se insiste en todas las historias. La observación de la realidad sin demasiadas complicaciones puede ser refrescante también. Abril Posas cuenta historias ligeras, sencillas y con un toque de humor; eso, diríamos, es el sello del libro. Sin embargo, los principales problemas de los relatos son también consistentes en todos los cuentos del volumen. En general se traducen en una especie de indecisión o timidez al momento de emplear los recursos que la autora ha elegido. El ejemplo más claro de ello sea quizá precisamente el uso de elementos extraños, sin que haya una atmósfera plenamente “fantástica” ni una ambigüedad que los explique en la realidad en la que están insertos, o un sentido alegórico que les dé consistencia. Esto ocurre en “Bitácora del olvido”, “Estática”, “Una promesa”, y de cierto modo también en “Vamos a necesitar más cajas” y “Ballenas varadas”, textos en los que el elemento no es extraño pero sí inusual. Se
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El triunfo de la memoria Abril Posas México, Paraíso Perdido, 2017, 128 pp.
trata en general de historias sobre personas comunes que de pronto enfrentan un incidente que podría dar material para lo dramático, pero por medio de una explicación peculiar la situación se resuelve, a veces con un toque humorístico o absurdo. En todos los casos hay una especie de desproporción: se introduce inesperadamente, muy cerca del final, un factor demasiado llamativo sin que nada lo explique o lo sustente. No se trata de un deus ex machina en toda regla, pero sí de una especie de problema de modulación que cambia el estado anímico del cuento de maneras a veces contraproducentes. En otros casos, cuando Posas opta por escribir historias “de personaje”, nuevamente la proporción la vence cuando recarga la historia en los diálogos, muchos de ellos impostados e inverosímiles. Esto es particularmente perceptible en el cuento titulado “Tu cicatriz en mí”, como la canción de Cerati que convoca el epígrafe. La situación que se nos plantea es ingeniosa: un grupo de apoyo se reúne a contar la historia de sus cicatrices. Como es previsible, el relato está compuesto en gran medida por sus intervenciones en la reunión. El problema es que su registro es idéntico, y no es natural. Además, el ansia de sorpresa en el desenlace lo apresura, como hemos dicho. En algunos de estos cuentos se percibe una intención humorística que tampoco termina de cuajar en la medida de su potencial, porque no se construye el tono adecuado a
lo largo de toda la historia. Se avanza en planicie, como confiando en que un solo recurso va a darle fuerza y sentido al relato, pero cuando al final ese recurso aparece (la revelación, la vuelta de tuerca), resulta insuficiente, justamente porque no se construyó un marco sólido que nos preparara para llegar a él. Los personajes, incluso los que hablan en primera persona, parecen vistos desde lejos, reducidos a uno solo de sus rasgos. Sin embargo, Posas tiene grandes momentos cuando se detiene a observar ciertas minucias. Por ello, “La soledad de los peces muertos” es el cuento más sólido de la colección; “Ballenas varadas” y “Cecilia sonríe apenas” muestran potencial semejante, pero de nuevo hay una especie de inseguridad que lleva a la autora a recargar el trazo en el desenlace, que aparece afectado y disuelve la emoción que hay, por ejemplo, en el momento en el que dos ancianas miran por la ventana del asilo. Algo tan simple resulta muy logrado, prometedor por su sensibilidad, pero la autora cae en la tentación de los “efectos especiales” y nos distrae, con un desenlace que peca de explicativo, de ese instante en el que había más sentido y textura que en todo el texto. Algo semejante ocurre en “Elena”, relato que consigue una atmósfera sólida y un manejo original de un tema en apariencia muy manido. En general, El triunfo de la memoria es un libro fresco, pero irregular. Abril Posas aún indaga en lo literario, algo busca. Sería bueno ver su sensibilidad y su capacidad de observación puestas al servicio de los trozos de la realidad que captan su atención, y, sobre todo, que su voz fuera ganando naturalidad, sin las distracciones del “final sorpresivo” (ese mito que tantas tragedias ha causado) o de un humor que no parece ser propio, orgánico. Una sensibilidad que se busque a sí misma y encuentre sus propios elementos, ese descubrimiento que apenas comienza para Abril Posas.
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José María Velasco, pintor de paisajes, de Fausto Ramírez
Carlos Torres Tinajero
A propósito del centenario luctuoso de José María Velasco en 2012, Fausto Ramírez presenta una investigación académica en el libro José María Velasco, pintor de paisajes. Uno de los antecedentes más importantes fue el paso de Velasco por la Academia de San Carlos y su preocupación por plasmar el acontecer mexicano en la pintura. Como el gran copista que fue, Velasco hizo trazos con motivos vegetales —magueyes y robles—, parte de su fascinación por los paisajes y por la recreación pictórica del sur de la ciudad de México, hasta ganar un concurso con Patio de San Ángel, uno de sus primeros trabajos. A Velasco le nació la preocupación por retratar la naturaleza gracias a su maestro Eugenio Landesio, tomando en cuenta la influencia europea de aquellos años, como los cuadros realistas de Nicolas Poussin y Claude Lorraine, quienes les daban un papel central a los elementos físicos de la escena. Llama la atención la naturaleza plástica en el trabajo de Velasco; de estilo realista, siempre compaginaba dos elementos composicionales, según Ramírez: un lugar y un episodio histórico (bíblico o profano, escenas populares, militares o familiares). Otra tendencia temática de Velasco, siguiendo el mismo estudio, es el retrato de personajes mexicanos, inmersos en la cotidianidad, como lavanderas, jinetes, albañiles, comerciantes, niños. Su pintura hace énfasis en las costumbres mexicanas y en la llegada de la modernidad, en medio de la convivencia de dos modos de vida: el conservadurismo y el liberalismo, instaurados en el México del siglo xix. Además de esta intención estética, también hay una intención ética en el trabajo de Velasco. Una muestra de ello es la nave de una iglesia desmantelada en el cuadro Vista de la parte destruida del Templo de San Bernardo (1861). Por la época y por las intenciones éticas del pintor, se reconoce su interés en la lucha por el Estado laico, una de las características centrales en la historia del siglo xix mexicano. Pero al retratarlo, Velasco también hace énfasis en la recreación
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José María Velasco, pintor de paisajes Fausto Ramírez México, unam / iie / fce, 2017, 133 pp.
de escenas de la Colonia en Catedral de Oaxaca (1887), donde claramente muestra el esplendor y la importancia de la arquitectura novohispana en aquella época. Un episodio más en el trabajo de Velasco recrea la amenidad de un paseo por el Centro Histórico: el indiscutible protagonismo de la emperatriz Carlota en el acontecer de la época se pone en evidencia en La alameda de México (1866), una escena en la que la emperatriz inspeccionaba el embellecimiento de ese paseo. Por su decisiva trascendencia en la historia de la pintura mexicana, Velasco asumió la cátedra de Perspectiva en la Academia de San Carlos y mostró su interés por la pintura con motivos naturales, tomando en cuenta las ideas naturalistas de Humboldt, en boga por aquellos años. La preocupación por plasmar elementos naturales en la pintura le sirvió a Velasco para desarrollar una de las apuestas plásticas más importantes en su carrera: dar la sensación de amplitud y transparencia en nuestro altiplano central. Captaba la luz vespertina, dibujaba peñas, montes y lagos y, en medio de su preocupación por el paisaje, también plasmaba el sufrimiento de los campesinos por las políticas agrarias del liberalismo en ese periodo. Fausto Ramírez cuenta que, como profesor de Paisaje y Perspectiva en la Escuela Nacional de Bellas Artes, Velasco participó en exposiciones internacionales y ganó prestigió
por plasmar en la pintura su interés por la historia precolombina, la arqueología mexicana y, al mismo tiempo, la llegada del ferrocarril a México, símbolo de modernidad en el Porfiriato, fijado en el cuadro Puente curvo en la barranca de Metlac de 1881. Aquellos tiempos de cambio en el país también lo fueron en el trabajo del artista, pues le sirvieron para poner énfasis en las características cromáticas de su pintura. Dejaba atrás las tonalidades oscuras de sus primeros años y fijaba su atención en la luminosidad de un día alrededor de los volcanes de Atlixco, entre otros paisajes del altiplano central mexicano. De corte académico, con una intención descriptiva, el objetivo de José María Velasco, pintor de paisajes de Fausto Ramírez, en el panorama de la investigación estética en México, no sólo radica en la recreación de una trayectoria, sino en ofrecerle al lector la oportunidad de revisitar su obra bajo una mirada acuciosa, tanto por el breve recorrido y la interpretación plástica de episodios históricos en nuestro país, como por enfatizar el pleno dominio de Velasco de los recursos técnicos y su intención por recrear acontecimientos fundamentales en el devenir de nuestro país y de nuestra cultura.
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colaboran Emiliano Álvarez (Ciudad de México, 1987). Poeta y ensayista. Es autor de los libros de poesía Otras voces (2009) y Nômen (2011). Obtuvo en 2017 el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino por Sólo esto, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro. Judith Buenfil. Maestra en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana y egresada del doctorado en Literatura Hispanoamericana. Ha estudiado la narrativa breve de Juan José Arreola, así como la relación entre este autor y la tradición humanística. Entre sus publicaciones destacan La escritura del intersticio: Cantos de mal dolor de Juan José Arreola y El concepto de utopía en la obra de Juan José Arreola. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Iván Cruz Osorio (Tlaxiaco, Oaxaca, 1980). Poeta, editor, crítico literario y gestor cultural. Actualmente es coeditor y editor de Malpaís Ediciones. Autor de los poemarios Tiempo de Guernica y Contracanto. Fue becario del programa Jóvenes Creadores en el área de Poesía en el periodo 2009 - 2010. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del inba en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. Leopoldo Lezama (Ciudad de México, 1980). Ensayista y editor. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha colaborado en diversas publicaciones nacionales e internacionales. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos, Tiempos de Furia y El canto circular. Obtuvo en 2017 el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí. Es jefe de redacción de Playboy México. Alejandra Moreno Toscano. Profesora e investigadora en el Colegio de México, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam y en la Universidad Iberoamericana, así como Directora del Seminario de Historia Urbana en el inah. Entre sus libros se
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encuentran De fotógrafos y de Indios, Turbulencia política: causas y razones del 94 y Los hallazgos de Ichcateopan, 1949 - 1951. Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, 1964). Escritor, maestro, periodista y editor. Ha publicado, entro otros libros, El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia, Nómadas contra gángsters (apuntes para subsistir en la barbarie) y Salutación de la luz. Ha ganado, entre otros, los premios nacionales de Narrativa joven, de Novela Jorge Ibargüengoitia y el de Cuento San Luis Potosí, Lucila Navarrete Turrent. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la unam; periodista cultural para la Revista de Coahuila y docente del Colegio de Estudios Latinoamericanos y la Universidad de la Comunicación. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y El vuelo de Francisca. Juan Patricio Riveroll (México, 1979). Escritor y cineasta. Ha dirigido dos largometrajes, Ópera (2007) y Panorama (2013), y ha publicado las novelas Punto de fuga y Fuegos artificiales. Jorge Ruiz Dueñas (Guadalajara, 1946). Profesor fundador de la uam. Es miembro del Patronato de la Fundación René Avilés Fabila y del Museo del Escritor. En 1997 obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia y en 1992 el Premio Nacional de Periodismo. Entre sus libros publicados están Las noches de Salé, Contratas de sangre y algunas noticias imaginarias y Tiempo de ballenas. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Carlos Torres Tinajero (Ciudad de México, 1982). Cursó estudios de Creación Literaria en la Sogem y Lingüística en la enah. Es coautor de Voces de los arcanos. Antología de cuentos. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Enrique Villaseñor (Ciudad de México, 1948). Arquitecto, urbanista y periodista; fotógrafo documentalista, productor multimedia y promotor y coordinador de proyectos culturales colectivos; así como profesor de Arquitectura, Fotografía y Multimedia. Es maestro en Arquitectura por la unam y doctor en Diseño y Nuevas Tecnologías por la uam. Fundador y director de la agencia gráfica de prensa Graph Press, 1983-2016.
NOVEDADES EDITORIALES
Revista bimestral de cultura
Año XXXVII, época V, Vol. V, número 53 • agosto-septiembre 2018 • $60.00 • ISSN 2448-5446
ANTROPOLOGÍA Variaciones sobre cine etnográfico. Entre la documentación antropológica y la experimentación estética
EDUCACIÓN Derivación tecnológica en apoyo a la agencia académica en educación superior Sandra Castañeda Figueiras y Eduardo Peñalosa Castro (coords.)
FILOSOFÍA Las variedades de la referencia Gareth Evans
SOCIOLOGÍA Organizaciones sociales y migrantes.
SOCIOLOGÍA Elegebeteando Antonio Marquet
MATEMÁTICAS Teoría de conjuntos, lógica y temas afines II Max Fernández de Castro y Luis Miguel Villegas Silva
casadeltiempo • número 53 • agosto-septiembre 2018
Deborah Dorotinsky Alperstein, Danna Levin Rojo, Álvaro Vázquez Mantecón y Antonio Zirión Pérez (coords.)
De la asistencia a la acción política
Juan José Arreola, cien años
Miriam Calvillo Velasco
Chucho Reyes: lo fugitivo permanece Roberto López Moreno, retrato a lápiz
en línea: issuu.com/casadeltiempo
www.uam.mx/difusion/revista/index.html @casadeltiempo
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Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “La UAM y la reconstrucción de la nación”, de Javier Esteinou Madrid