Casa del tiempo 55, diciembre de 2018-enero de 2019

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NOVEDADES EDITORIALES

Revista bimestral de cultura

casadeltiempo • número 55 • diciembre 2018 - enero 2019

Año XXXVII, época V, Vol. V, número 55 • diciembre 2018-enero 2019 • $60.00 • ISSN 2448-5446

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en línea: issuu.com/casadeltiempo

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Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Gráfica del 68. Colección de Arnulfo Aquino”


Novedad editorial A 100 años de la primera constitución política y social. Balance y perspectivas, 1917-2017

Colección El Pez en el agua. Serie Poesía Brazos del tiempo Araceli Mancilla Zayas

Tocar tu argolla en llamas Conmemorar el primer centenario de la Constitución de 1917 nos lleva a reflexionar sobre su vigencia y los retos que debe afrontar. A pensar alternativas de solución de los problemas que aquejan a la nación mexicana. En suma, esta obra es una invitación a dialogar acerca de los conflictos del México de hoy y el devenir que se aproxima.

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

Roxana Elvridge-Thomas

El silencio de los muelles / Umbría nube Miguel Ángel Flores

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo


Editorial

Ante la expansión de las grandes cadenas de librerías comerciales y la venta en línea, hace algunos años se pronosticaba la desaparición del oficio de librero, cultivador incansable del arte de distribuir y promover publicaciones, surtir bibliotecas personales y, ante todo, formar lectores. Por fortuna, a pesar de los embates, los libreros no han desaparecido; sin embargo, han pugnado por profesionalizar su labor y en su alianza con editores de pequeñas y grandes firmas imaginan formas de movilizar libros y cultura, estrategias novedosas para acercar como siempre al público lector y al no lector a los placeres de la letra impresa. Así, mediante una muestra de ensayos, homenajes y entrevistas, los libreros exponen en nuestras páginas los deleites, las anécdotas y las circunstancias de su oficio ejercido en librerías comerciales y de ocasión, universidades públicas y espacios alternativos. Nuestra oferta del número de diciembre es multifacética. En De las estaciones, Mariana Bernárdez rinde homenaje al filósofo Ramón Xirau; y Alejandro Badillo recorre el legado literario del escritor veracruzano Juan Vicente Melo. Por su parte, en Ménades y Meninas, a propósito de la exposición “Saturnino Herrán y algunos modernistas”, en el Museo Nacional de Arte, Héctor Antonio Sánchez celebra con un texto crítico los cien años del pintor hidrocálido; y Virginia Negro conversa con el artista mexicano Damián Ortega al respecto de su más reciente muestra en Moscú. Finalmente, en Antes y después del Hubble, Brenda Ríos encomia en un ensayo la pasión crítica de la escritora estadounidense Susan Sontag; Lauro Zavala analiza las constantes y las obsesiones de la narrativa breve de Agustín Monsreal; y Audomaro Hidalgo repasa los volúmenes que, a su juicio, representan lo más destacado de la poesía latinoamericana de las últimas décadas. Despedimos un año más y aguardamos el siguiente con la esperanza de que los nobles oficios prevalezcan a pesar de las adversidades del vertiginoso mundo de hoy.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Secretaria Verónica Arroyo Pedroza Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxvii, época v, vol. v, núm 55 • diciembre 2018-enero 2019. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Francisco López López Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVII, época V, vol. V, número 55, diciembre 2018-enero 2019, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de noviembre de 2018. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Bajo el tulipán, 3 Claudia Solís-Ogarrio

profanos y grafiteros Destino bibliocrítico. Max Ramos, curador de libros, 5 René Rueda Sortear los demasiados libros. Conversación con Francisco Goñi, 9 Alejandro Arteaga Librerías que NO venden libros, 14 Tonatiuh Trejo Formas de leer el mundo: Conversación con Marco Antonio Moctezuma, 22 Jesús Francisco Conde

de las estaciones

Al alba, en camino, homenaje a Xirau, 26 Mariana Bernárdez Juan Vicente Melo: la locura y el abismo, 30 Alejandro Badillo

ménades y meninas Saturnino Herrán: finitud y síntesis, 34 Héctor Antonio Sánchez Un mexicano en Rusia. Conversación con Damián Ortega, 40 Virginia Negro

antes y después del Hubble Susan Sontag, la pasión y la crítica, 48 Brenda Ríos Una mirada panorámica a los textos breves de Agustín Monsreal, 51 Lauro Zavala Los divinos: Laura Restrepo y la pregunta insondable, 55 Moisés Elías Fuentes Poesía latinoamericana contemporánea, 59 Audomaro Hidalgo La mujer alta baila en una calle de la obrera, 62 Jesús Vicente García

intervenciones, 68 Mateo Pizarro

francotiradores El mejor testigo es el que ha sobrevivido: En las púas de un teclado, de Camila Krauss, 69 Ricardo Suasnavar El arte de ser otro. Expediente X. V., de Christian Peña, 71 Eduardo Saravia Ligereza y gravedad: libros de Guillermo Espinosa Estrada y Jorge Comensal, 74 Nora de la Cruz Una lección de historia, 76 Juan Patricio Riveroll El hombre que mató a Don Quijote, de Terry Gilliam, 78 Mauricio Ruiz

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Gráfica del 68 Colección de Arnulfo Aquino


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Bajo el Tulipán Claudia Solís-Ogarrio

A Guillermina, al inicio del verano

De mañana sin saber te preparo al vuelo el vapor caliente penetra, abre los poros quiero dejarte el rostro nuevo las hojas y su sombra, fuego y silencio constelaciones de la noche en mar abierto de junio que siega Calmaste mis miedos: a los espacios umbrosos de libros ordenados a hipotéticos fantasmas a la maestra que sentencia desde el escritorio Tómame la mano porque lloro sin remedio sin tener una causa clara Consuélame por la tortuga que se fugó un viernes entre la polvareda Lánzame en el columpio para sobrevolar las nubes colmarlas de lluvia espolvorear sus gotas sobre el valle torre de marfil |

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Recuérdame las tablas de multiplicar otra vez y al unísono,

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a dos voces: repetirlas como mantra que nos llena la tarde Mi ombligo como el tuyo, guarda la forma de T aunque más redondo Lo heredé: como tus pies pequeños, tu mirada de agua y quizá un pedacito de tu inteligencia Enséñame a quererme como soy: que los hombres no callen a tu paso pero al abrir tu boca, como decías Deja mirarme bajo tu lupa/en el espejo manchado como la niña más hermosa de tus ojos en su habitación de bruma iluminada por luciérnagas para llevarme tu abrazo que me arropa, al pie de los cañaverales, a nuestra tierra sin tiempo, al lugar del mediodía de céspedes sin fin mientras la zafra nos invade con sus cenizas copos de nieves negras plumas del ave que desmaya en el aleteo al no poder cruzar el cielo.


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Destino bibliocrítico

Max Ramos, curador de libros* René Rueda Ortiz

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Max Ramos. Fotografía: Ricardo Palma


El destino del libro La historia de Max Ramos, quien dirige tres librerías de paso y dos recintos a puerta cerrada dedicados a la curaduría y promoción de piezas bibliográficas, comienza a visibilizarse en la búsqueda de la subsistencia y el gusto que sobrepasa la baja economía y los trabajos para hombre-engrane: fábricas que recubren los páramos de la periferia capitalina. Allí también se encuentran, como agujeros negros de las cosas, los tiraderos: antesalas de lo que aguarda su destrucción; sitios de refacciones, muebles, adornos humildes y libros en montones para que el buscador indague, seleccione y regatee. Ciudad adentro, en las arterias de los tianguis y en las ventas de garaje que a finales de los años ochenta aún no cierran sus puertas debido al crecimiento de la delincuencia, también es posible hallar, rescatar y comprar libros que, al pase mágico de las manos, adquieren esa categoría de “segunda” que tanto regodeo causa en las lenguas de quienes injurian al libro viejo.1 Y allí está Ramos, protolibrero, cumpliendo, en aquellos lejanos días, los rituales del comerciante pobre. “Trabajaba en una fábrica de seis a tres. De ahí me dedicaba al vagabundeo y a la búsqueda de libros en los tiraderos, los tianguis o las ventas de garaje. Como había estado en un internado, me interesaba vagar, salir del enclaustramiento”, refiere el curador que, años después, en su escritorio, al fondo la librería Jorge Cuesta, revisará primeras ediciones o pactará la adquisición de “piezas”, nombre que, en el mundo de la bibliofilia, está reservado a los libros extraordinarios. * A propósito del premio “Libro de Plata” concedido a Max Ramos, curador de libros de la Ciudad de México.

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Conformación de una librería de paso A pesar de que en una librería de paso se ofertan veteranos compendios, ésta no admite fácilmente el calificativo “de viejo”. En la escenografía se juega la impresión memoriosa: puede tener un techo tapizado con fotografías, separadores, billetes antiguos, pequeños juguetes; distribuirse entre columnas decoradas con pinturas al óleo o estar montada al interior de una vieja casona porfiriana. A decir de algunos visitantes, una librería de paso se asemeja, en las primeras impresiones, a una biblioteca o a un museo, y es, en la comprobación, un recinto que, más allá de albergar supuestos tesoros, rinde culto al orden, a la selección escrupulosa de materiales y al trabajo del librero, quien se atiene a su memoria más que a una base de datos; signa a lápiz la fecha de llegada, habitación y monto de los huéspedes, y mantiene el orden en cada estantería, sección y corredor. Allí los volúmenes permanecen muy poco tiempo y, debido a la escenografía, ellos también mudan su calidad de objeto o de fetiche, para convertirse en criaturas que se tornan escurridizas cuando la indecisión gobierna al lector que se va y regresa, esperanzado en que todas las cosas viejas tienen la virtud de la paciencia. Entonces los materiales son, más que de ocasión, de paso, siempre al filo de la recomendación que dice: “Si te gusta, llévatelo”, como un memorial al tiempo remoto en que el librero maestro agotaba la marginalidad y la entraña del monstruo citadino en busca de páginas leíbles y vendibles.

Ramos ha determinado, además de la curaduría, los montajes, la creación de nombres, mitologías librescas y proyectos de promoción cultural de sus espacios; desde 1999, año inaugural de El Hallazgo, primera librería de paso, dichos elementos se organizan en recuerdos afortunados, como la creación de San Librorio, patrono de los libros y la lectura, cuyas peregrinaciones de una librería a otra eran acompañadas por lecturas de obras maestras y peticiones de libros casi inconseguibles; o las tres ediciones del “Concurso Nacional de Cuento bibliófilo Joseph Cartaphilus” para el cual los narradores, consumidos por las novedades editoriales y la autobiografía, no estaban preparados; o los generosos descuentos a la mitad y al final de cada año; o la oferta libresca que se traduce en más de 130 000 volúmenes revisados, útiles y ubicables; y finalmente, la librería Jorge Cuesta y su Foro del Nigromante donde se llevan a cabo actividades culturales y artísticas dedicadas al arte crítico como el “Grito de Lenguas” celebrado cada 15 de septiembre, o el “Día de Luto”, el cual ocurre cada 2 de noviembre y se lleva a cabo para decir en voz alta y mediante la literatura que en México se vive en un estado de muerte y violencia. El “Libro de Plata”, reconocimiento al librero del año En noviembre de 2018, la organización de la IX Feria del Libro Usado y Antiguo en Guadalajara reconoció la trayectoria de Max Ramos con el homenaje anual al librero y la respectiva entrega del galardón “Libro de

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Plata”. Se celebró así una vida adscrita a una práctica cultural y mercantil que desde los confines de la época colonial en México es vehículo para que la letra impresa llegue a sus destinatarios a costa de la censura o, en la actualidad, del aparente estado apático de las sociedades. Asimismo, se celebró la reformulación de dicha práctica, en el entendido de que los materiales que aguardan en las estanterías de Ramos se sacuden, como si fuera polvo, el calificativo “de viejo”, y se entregan a la noción de pervivencia. Al respecto, recuerdo el comentario del bibliófilo Cruz Benítez, en los altos de la librería Jorge Cuesta: “Los libros son extensiones para el conocimiento humano y, aunque los compremos, en realidad se nos prestan por poco tiempo, dada nuestra efímera existencia”. Y también se nos presentan por poco tiempo, pues los libros de paso pueden ser volúmenes orgullosos o pequeños milagros en las manos de un numen que ejecuta ese otro mundo, donde los bosques petrificados florecen en pensamientos memorables. Finalmente, los libros nos sobrepasan, invaden pensamientos y espacios; más allá de un nombre para un comercio, su calidad trashumante es tan comprobable como la verdad de su extensión. Si el libro usado se entiende de esta manera, no hay lugar para el calificativo de “fetiche” que, hace algunos años, un novelista de corto aliento trató de imponerle. Ante el conocimiento del libro, a la orilla de sus pastas, se fundan conversaciones y crece la amistad y la escritura de nuestra propia historia en tanto lectores. Los años de amistad y magisterio de Max Ramos enseñan que la preeminencia de una librería de paso, o de viejo, puede indicar el estado de salud de la memoria colectiva. Hay libros rémora, desde luego, pero el librero es un depurador especializado, un bibliocrítico que recupera, en pequeñas porciones, las materialidades inabarcables del conocimiento y la imaginación.

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Sortear los demasiados libros

Conversación con Francisco Goñi

Alejandro Arteaga Una sala de la librería La Central localizada en la Plaza del Callao en Madrid, España. (Fotografía: Cristina Arias / Cover / Getty Images)

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En esta conversación por escrito con Casa del tiempo, el ensayista y poeta Francisco Goñi —autor, entre otros libros, de Temor y piedad (2009) y A la orilla del mundo (uam, 2013)— nos confía parte de su larga experiencia como librero en algunas de las mayores cadenas del país, sus opiniones sobre el mundo de la distribución editorial, las librerías comerciales y las independientes, la situación académica del gremio, la difusión de la lectura y los avatares del “más noble de los negocios”. ¿Cómo se forma un librero? ¿Cómo te formaste tú? ¿Dónde nace tu interés por los libros? El librero se forma en el campo de batalla, es decir, entre las estanterías. Desde luego sirve mucho si uno antes de trabajar ya cuenta con kilometraje en lecturas; si no es así, no importa, la librería es una suerte de universidad informal, más libre, plural e infinita. En mi caso, pasé por la universidad, pero siempre reconozco que mi verdadera formación fue en librerías y las mesas de café con amigos escritores. Mi interés por los libros nace mediante la poesía. Un par de compañeras y un mentor universitario fueron fundamentales. Después, por el vínculo entre cine y literatura, me sumergí en la novela canónica, las artes y humanidades en general. Hoy en día lo que más leo es ensayo. Tú eres un librero que además escribe, o un ensayista que además distribuye libros. ¿Crees que eso te da una perspectiva distinta frente al negocio del libro o frente a la escritura? Por supuesto, desde el lado librero, te vuelve respetuoso con el trabajo de los escritores; al mismo tiempo, exigente: no disfrutas si tienes en las manos libros banales o efímeros. Desde la óptica del escritor, te quita toda ingenuidad y te convierte en tu peor crítico, ya que todo el tiempo te comparas con los más grandes.

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Como lector, ¿qué buscas de una buena librería? ¿Cuál sería tu librería ideal? ¿Has visitado alguna que te lo parezca? Todos los lectores esperan que sus expectativas se vean cubiertas; si no, eres despiadado con las librerías y vas desertando, hasta que encuentras aquella(s) que te brinde(n), cual dealer, lo que necesitas. A veces, mezclas librerías para formar una ideal. En mi caso, siempre visito todas las que puedo. Me gusta mucho La Central, de España, creo que es la más interesante en nuestra lengua. ¿Es un buen negocio vender libros? En definitiva es un negocio complejo, de baja rentabilidad. Debes hacer demasiadas estrategias para vender y seducir a los lectores. No es el mejor negocio que puedes emprender, pero quizá sí el más noble. El destino entre libros es lo mejor que me ha pasado. ¿Cómo se organiza desde cero una nueva librería, quiénes participan, en cuánto tiempo ocurre y cómo se elige su ubicación? Es básico empezar con el concepto: qué tipo de librería deseas, a qué público quieres llegar, con qué editoriales vas a trabajar. Se debe pensar hoy en día a la librería como un lugar de experiencias: incluir salas de lectura, cafetería, espacio para eventos. El tiempo que te demanda para abrir es proporcional a la inversión que tengas. Si cuentas con todo lo dicho, tal vez, en tres o cuatro meses lo consigas. La ubicación siempre será ideal si cuenta con un flujo interesante de gente. ¿Existe algo parecido a la “payola” de la radio en las librerías? ¿Cómo funciona? O en todo caso, ¿cómo se vende o se ofrece una librería a una editorial en cuestiones de exhibición de sus productos? Hasta donde sé, no existe. Sería algo completamente desleal y muy complicado de sostener. Lo que existen

son acuerdos comerciales, alianzas y planes en conjunto que facilitan los proyectos: promociones, lanzamientos, autores o sellos que se quieren impulsar. ¿En qué es distinta la apuesta de Gandhi a la de El Sótano o el Péndulo, o la de las librerías del fce y las universitarias? La diferencia que veo más marcada es entre librerías del Estado y las de iniciativa privada. Las primeras dependen de presupuestos, políticas y estatutos del gobierno. Las segundas son más libres en todos los sentidos: concepto, política de precios, identidad, acciones, presencia en ferias y eventos. ¿Cómo es el trato con los grandes sellos editoriales y con los pequeños? Es decir, ¿cómo es el trato con editoriales tan cuidadosas en sus ediciones como Atalanta y con editoriales de consumo masivo como Editores Unidos Mexicanos? ¿Tienen peticiones distintas? Los grupos editoriales trasnacionales tienen cada vez mayor peso y presencia en el sector. La cantidad de novedades es impresionante. Así que cada librería debe sortear “los demasiados libros”, seleccionar los materiales y administrar sus espacios, que pareciera una obviedad decirlo, pero no, son finitos. Por su parte, los sellos independientes requieren apoyo para iniciar, capitalizarse, darse a conocer. A veces ya vienen con apoyos de becas, de universidades o gobiernos estatales, eso ayuda mucho para su continuidad. Las librerías de iniciativa privada, por lo general, reciben bien los proyectos nuevos. ¿Los editores te piden consejo sobre qué tipo de libros publicar? Algunos de ellos, sobre todo los colegas más cercanos, llegan a pedir mi opinión en el tiraje o en la proyección de los títulos. Tengo algunos casos afortunados en los que han tomado mis sugerencias para publicar o rescatar a un autor.

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¿En todo ese entramado comercial y de distribución hay lugar para la literatura? Yo diría que todo el entramado se hizo, en su origen, por la literatura y los buenos libros. Hay que estar recordando esto como leitmotiv y regresar a las ideas básicas para no perder norte. ¿Cuál sería tu mayor crítica a las librerías comerciales? Subestimar a los lectores, nunca hay que hacerlo. Todo lo contrario, se debe hacer todo lo posible por sorprenderlos, cautivarlos. Consentirlos con buenas recomendaciones y con espacios gratos. Por supuesto, todas las librerías deben pensar también en generar nuevos lectores, lamentablemente, no todas piensan en ello. ¿En qué tipo de lector —o comprador de libros ideal— piensa un librero como tú? En un lector astuto, exigente, curioso, que no se conforma con lo que ofrecen las grandes campañas de marketing editorial, sino que va en busca de libros más selectos, ediciones especiales, libros importados, traducciones impecables, libros en otros idiomas, etcétera. ¿Qué tanto debe ceder al mercado el librero y qué tanto obedecer a su propio gusto? Se debe establecer una balanza equilibrada entre lo que ofrece y demanda el mercado, y agregar una propuesta o canon de lectura. La librería es un ser vivo, orgánico, y debe comportarse como tal, creando sus propias tendencias. ¿Es lo mismo promover el libro que promover la lectura o son cosas distintas?

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Son dos tareas distintas. Promover un libro es de alguna forma apostar por un título o autor específico, la lógica se inclina más al impulso. Promover la lectura, por su parte, exige una campaña mucho más pensada, estrategias sociales de inclusión y expansión; además, conseguir recursos que permitan llegar a los públicos menos favorecidos. La promoción de la lectura es una herramienta para fortalecer la educación de un país, por ello, es un trabajo más profundo. Es muy importante en este punto subrayar el objetivo de crear nuevos lectores: acercarse a los niños es tan fundamental como a los jóvenes y a adultos que se inician en las letras. Desde tu perspectiva, ¿cómo está distribuida geográficamente la oferta y la demanda del libro en el país? ¿Dónde hace más falta promover el libro? Desafortunadamente las librerías se concentran en la Ciudad de México. Poco a poco vemos que las cadenas grandes se expanden al interior de la República, y vemos poquísimos casos de pequeñas librerías que mantienen propuesta y permanencia. La demanda es vasta, existe una gran necesidad de libros en todo el país, lo que revela que los programas y librerías de gobierno son insuficientes y muchas veces obsoletos. ¿Cómo ha cambiado la industria del libro desde que empezaste a trabajar en librerías hasta ahora? En los dieciocho años que llevo de librero, el sector ha cambiado brutalmente. Hay muchos factores en el sector que van cambiando las reglas del juego constantemente.


Los grupos editoriales trasnacionales representan un gran porcentaje de libros que circulan en librerías y ferias de libros. Las editoriales independientes deben hacer esfuerzos enormes para sobrevivir, vemos unos cuantos casos de editoriales que, digamos, ya se establecieron y pueden publicar con cierta tranquilidad porque se han ganado un lugar a base de trabajo y calidad en sus propuestas. La amenaza inmanente de la cultura digital ha obligado a las librerías a reinventarse; incluso, a los medios impresos les ha ocasionado estragos, y no se diga a las editoriales, también les representa un factor crucial para la toma de decisiones. ¿Qué piensas de las alternativas de distribución que las editoriales independientes organizan por sí mismas? ¿Crees que sean efectivas? ¿Qué les aconsejarías? Las editoriales independientes han tenido que aprender sobre la marcha a encontrar los mecanismos para sobrevivir, vemos todo tipo de estrategias: muy pocas viven de sus ventas, otras de la subvención del Estado, de coediciones o becas. Su distribución se afecta de la misma manera, muy pocas tienen la logística para entrar a las cadenas grandes, por ello, la gran mayoría se queda en ferias y en pequeñas librerías. Creo que debería haber un programa de gobierno distinto al que ofrece educal para que realmente lleguen los libros a todos lados. Las ventas en línea y redes sociales han ayudado mucho a activar nuevas formas de distribución; asimismo, las ventas especiales en centros culturales, escuelas, bares, festivales. Creo que de ahí se debería crear un modelo disponible para todos los editores.

¿Crees que las universidades en México podrían participar en la formación de un librero o incluso organizar una licenciatura o una maestría específica? ¿Acaso ya existen? Por supuesto debería existir un buen curso, diplomado o licenciatura, en el mejor de los casos. Hasta donde tengo conocimiento, ninguna universidad pública ni privada ha mostrado interés en ello. Sin embargo, como ocurre en muchos sectores de México, la profesionalización la hace uno mismo, a su tiempo, esperando la buena fortuna. Justo el año pasado participé en un proyecto de caniem para crear la certificación a libreros que demuestren su experiencia. Este certificado tiene validez ante la sep y la Ley Federal del Trabajo, además, es el primero de su naturaleza en toda América latina y España. Al menos los colegas que lleven cierta trayectoria podrán obtener este reconocimiento y luchar por mejores condiciones laborales. Desde tu experiencia, ¿sabes si existen aún grandes coleccionistas del libro impreso como José Luis Martínez, Alí Chumacero o Carlos Monsiváis? ¿Has ayudado a construir bibliotecas personales? Afortunadamente, todavía existen grandes lectores y coleccionistas con los medios para crear sus bibliotecas. Contribuí a las de Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes, Francisco Toledo, José María Pérez Gay, Vicente Quirarte, Francisco Hernández, entre otros. Si alguien desconocido te contratara para comenzar a construir una biblioteca personal, ¿con qué títulos comenzarías? Desde luego con los clásicos y los imprescindibles contemporáneos, incluyendo una oferta sugerente en arte y humanidades.

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Librerías que NO venden libros Tonatiuh Trejo

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Banca Tatuí. Fotografía: George Leoni


Con profundo agradecimiento a Yoshiyuki Morioka, Valeria Mata, Mara Rahab, Annouka Lahirinska, Marc Delal, Cecilia Arbolave, Sergio Torres, Nicolás Franky, Mauricio Marcín, Maru Calva y Jorge Munguía, por compartir su tiempo y experiencias para el desarrollo de este texto.

Japón, la telúrica nación del ikebana, de la danza butoh, de los otaku, matriz de neón donde se gesta el hombre-robot, hogar de los hikikomori, también tiene una palabra para el arte de inventar herramientas útiles pero demasiado absurdas para ser reproducidas: chindogu. Todas estas manifestaciones explicitan particularidades de la cultura local: elogio a la insipidez, desapego, devoción por los espíritus que habitan en las cosas; reflexiones profundas sobre aspectos aparentemente anodinos. No sorprende —y quizás hasta era previsible— que en la tierra del chindogu haya abierto sus puertas Morioka Shoten, la librería que ofrece sólo un título a la venta. Regenteada por Yoshiyuki Morioka en la calle de Ginza, edificio Suzuki (Tokio), Morioka Shoten es un espacio pequeño pero profundo en varios sentidos; es una caja de zapatos que al fondo presenta un mostrador y al centro una esbelta mesa de madera sobre la cual se exhiben algunos pocos, quizá diez, quizá quince, ejemplares del libro en venta (que cambia cada semana). De sus tres paredes perimetrales (el frente está delimitado por un amplio ventanal) cuelgan obra gráfica, plástica o elementos relacionados con la publicación de marras, axis de la composición espacial general. El local propone una hiperreducción al modelo de librería convencional —donde la acumulación de títulos representa un aumento proporcional en las prospectivas comerciales— y su motivación es muy sencilla: el libro no es solamente ese objeto que yace sobre el depositorio central, también puede extenderse, repercutir en el espacio que lo rodea, al grado de conseguir que lector “entre” a la publicación. Un ejemplo: si el libro está relacionado con las flores, Morioka Shoten se convertirá en jardín que a su vez venderá las flores elegidas por el autor para salpicar su narrativa. Este gesto holográfico que proyecta el contenido del libro fuera de sí, hacia la tridimensionalidad, libera un robusto conjunto de consideraciones respecto a los puntos de contacto —comerciales o no— entre publicaciones y públicos, respecto a las relaciones íntimas y sociales que proponen los espacios culturales, respecto a las motivaciones detrás de la instalación de librerías y bibliotecas; respecto a los procesos de circulación de las ideas en un panorama fracturado por la licuefacción del libro, por la proliferación de nuevos dispositivos de lectura y por la evolución del sentido de lo editorial en general.

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Entrar a Morioka Shoten es, además de todo lo anterior, apostar por conocer al autor o el editor del libro seleccionado, ya que Yoshiyuki les solicita estar presentes el mayor tiempo posible para compartir sus experiencias en el desarrollo de la publicación. En 1984, Hill HIller y Julienne Hanson propusieron, desde La lógica social del espacio, un enfoque semiótico de la espacialidad cartesiana entendida como medio de comunicación, como una combinatoria de unidades y cadenas sintácticas. Postularon el análisis de las edificaciones como elementos prefigurados que juegan un papel dentro de las diegéticas urbana, social y cultural. Esta forma de analizar configuraciones espaciales en su grado de significantes cristalizó en un nuevo fundamento arquitectónico: la “sintaxis del espacio”, una herramienta que permite gestionar relaciones de integridad y conectividad entre objetos, volúmenes y personas, concediéndoles un valor sintáctico particular y combinado. Mediante su propuesta sintáctica, Morioka Shoten supera lo anecdótico y puede “leerse” desde las relaciones que genera entre publicaciones, contenidos, público y ofertante; relaciones que cimentan su discurso identitario. Esta amplia combinatoria de relaciones también ha ido definiendo varias nuevas e interesantes figuras de distribución bibliográfica. Presento a continuación algunas de ellas, atractivas además por sus argumentaciones políticas, sus motivaciones culturales y el papel social y comercial que han decidido interpretar en sus comunidades. En principio —y en un sentido más bien filosófico— estos proyectos NO venden/promueven libros pues admiten que el libro sólo existe hasta que el lector realiza el último gesto creativo del proceso editorial: lo lee. Su objetivo principal es tomar parte en ese proceso gestacional de la publicación y participar en la experiencia de lectura. Es ésta una diferencia espistemológica respecto al modelo de librería que todos conocemos. A casi mil ochocientos kilómetros de Morioka Shoten, en la ciudad de Nankín, en la provincia china de Jiangsu, la Librairie Avant-Grade ordena sus

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objetivos sobre una superficie mucho mayor (cuatro mil metros cuadrados). Avant-Grade ocupa el espacio de un antiguo estacionamiento gubernamental abandonado (que antes había sido refugio antibombas). Su dueño, Qian Waohua, encontró potencial en este lugar gracias a su cercanía con la Universidad de Nanjing. El salón principal de la librería sirve como foro para charlas, presentaciones y conciertos. También alberga una cafetería, un espacio de exposición permanente para libros bellamente diseñados, un taller para realizar trabajos creativos y un área para libros fuera de lo común, con vendedores especializados. Los pilares de la tienda están grabados con versos y poemas (lo literario vuelve a derramarse hacia el espacio). Dos mesas de lectura largas y más de trecientos asientos están disponibles para los lectores a quienes el staff anima a quedarse y leer. Para Qian las librerías representan el bienestar de las ciudades, así como un espacio físico abierto, vivo, que genera comunidad. En ese sentido, Avant-Grade perfila el futuro de librerías convertidas en espacios mucho más parecidos a una exposición abierta y multidisciplinaria de literatura, arte y diseño, campos de juego con experiencias de lectura cambiantes, breves y emotivas. Al contrario de Yoshiyuki Morioka, Qian opta por tener la mayor cantidad de títulos en su librería pues percibe que el panorama editorial contemporáneo goza y padece de la hiperproducción de contenidos, la proliferación de editores y autoediciones que buscan públicos muy distintos, actuales porque consumen cultura de forma diferenciada, personalizada, experiencial; persiguiendo relaciones fuera de la estructurada, fría y calculadora oferta corporativa. En esta inteligencia, la idea de una librería o una biblioteca como piezas sobre un tablero que separa a la alta cultura de las clases populares ignorantes, la idea de la lectura como un ejercicio clasista, colonizante, y del libro como objeto de estatus, también han dado pie a propuestas de distribución editorial basadas en modelos preindustriales de comercio.


Nomadismo, tianguismo y comercio informal siguen siendo actividades que generan diálogos interculturales. En México, proyectos como mueve (asentado en la ciudad de Puebla pero itinerante) han reactivado el ejercicio que practicaban los pochtecas en tiempos precolombinos, haciendo de vasos comunicantes entre productores de contenidos y lectores separados por distancias y tradiciones. mueve es un una plataforma itinerante gestionada por la antropóloga social Valeria Mata, quien la define como “una matriz de acercamientos, de conversación, de inspiración y de participación”. Físicamente, es un carrito de madera que se desmonta y una mesa plegable, también con ruedas, que se centró en la circulación de publicaciones independientes, fotografía, cerámica, obra gráfica y objetos raros. Así viajó a ciudades como Oaxaca, Morelia, Xalapa, Puebla, Tepoztlán y Ciudad de México, donde la estructura móvil fue emplazada en espacios heterogéneos —desde un centro cultural polivalente hasta la azotea de una casa vieja o una pizzería— “buscando descentralizarla circulación y el consumo cultural independiente”. El desplazamiento de mueve funcionó como alternativa a la forma tradicional de exponer y vender piezas creativas, extrayéndolas de los espacios que tienen asignados. Al ser un proyecto ambulante con una materialidad atípica, la circulación y aparición de mueve generaba también una intervención en el espacio. De cara a un urbanismo más bien diseñado para controlar la movilidad y ordenar la circulación a su conveniencia, la intervención de la plataforma rodante provocaba situaciones inesperadas. A la postre, mueve escaló hacia un proyecto más ambicioso: Otros Libros Otras Formas (olof), feria y foro de editoriales independientes cuya intención fue generar un espacio de encuentro entre editores, lectores, promotores de proyectos y productores independientes. Así como olof terminó emergiendo de un punto de distribución de publicaciones, en sentido contrario El Traspatio Librería (de Morelia, Michoacán) existe

como punto de venta que germinó luego de tres ediciones de un simposio relacionado con la edición y los libros: El Traspatio (lo que sucede detrás del libro). Ambos proyectos son dirigidos por Mara Rahab. Más que reconsensar los conceptos y procesos detrás de la editorialidad, El Traspatio/simposio plantea sus alcances y sus trastocamientos. En consecuencia, El Traspatio/librería, articulada sobre estos rieles, nació con el objetivo de que las personas se acercaran a “otro tipo de libros”. Es “un espacio que invita y aspira a producir lectores críticos, divertidos y arriesgados”; un ágora donde las publicaciones no compiten entre sí, más bien dialogan entre ellas. También prolongado desde el México prehispánico, el intercambio y la venta de productos en plaza abierta sobrevive hoy en tianguis “sobre ruedas” y mercados públicos. ¿Tienen los libros cabida en estos espacios? También. Pienso en la editora y traductora radicada en Querétaro Anna Styczyńska (a.k.a. Annouk Lahiri), al frente de la editorial La Mirada Salvaje, quien luego de dos años de contar con una distribución bastante precaria “y, encima de todo, cara y exclusiva”, comenzó a vender sus libros en un mercadito “sobre ruedas” enclavado en un cuadrante universitario. Annouk recuerda que las jornadas transcurrían entre charlas apasionadas pre y postventa. Muchos lectores regresaban tiempo después para discutir sus lecturas. Eso a menudo encendía discusiones sobre política, literatura y hasta sobre religión. En cierta ocasión, una lectora cristiana se fue aseverando que ella era el diablo encarnado. Pienso también en los integrantes del Colectivo de Pensamiento Político Reciclable (Pensaré), haciendo de manteros en las callejas de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, para mover sus publicaciones y las de otros editores afines. Como puede verse, cada proyecto editorial posee sus propias posturas, sus propias ambiciones, necesidades subjetivas que también evolucionan en puntos de encuentro con las publicaciones y la lectura. Extraviado, fugitivo, a la deriva, el habitante de las ciudades se relaciona con éstas mediante desplazamientos y actividades socioculturales que encuentran

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sentido al desembocar en espacios y situaciones justificadas emocional, intelectualmente, espacios firmes con influencia y producción social. Empero —postula Marc Augué— la sobremodernidad ha ido salpicando nuestros escenarios urbanos con un feroz salpullido de no-lugares, sitios donde no hay una correlación entre disposición espacial y disposición social, secos de emocionalidad compartida, dispuestos en serie para recibir soledades trashumantes, programados para acoger transacciones más bien comerciales que engrosan al capital sin rostro. Un no-lugar paradigmático es el centro comercial, el autoservicio, y bien visto las librerías ortodoxas —salvo honrosas excepciones— están siendo proyectadas con la lógica del supermercado. Antagónico a la idea del no-lugar, el catedrático y crítico Martí Perán ejercitó en 2008 la proliferación de sitios post-it (concepto acuñado por Giovanni La Varra en su texto Post-it City: los otros espacios públicos de la ciudad europea para designar “un dispositivo de funcionamiento de la ciudad contemporánea que concierne a las dinámicas de la vida colectiva fuera de los canales convencionales”), micro categoría urbanística que acoge a cualquier modo de ocupación temporal del espacio público para distintas actividades (comerciales, académicas, sexuales) de un modo ajeno a las previsiones impuestas por los códigos políticos subyacentes al urbanismo. Las situaciones post-it pueden develar necesidades concretas que fracturan determinados contextos sociales y, al mismo tiempo, incentivar habilidades subjetivas en la tarea de reconquistar el espacio público frente a la presión institucional a la que está sometido. El potencial político de estos lugares post-it asoma desde proyectos como mueve, las vendimias de Anna Styczyńska y la absoluta informalidad de Pensaré, que coinciden en su objetivo de producir relaciones, incorporar el diálogo y contribuir a la dinámica cultural. Buscan tener sentido. Sobre la acera, al paso, es más fácil sorprender, atrapar al caminante si éste se atreve a cruzar su umbral de curiosidad. Hay que tener cierto perfil para pasar frente a una librería y entrar impulsivamente, pero la Banca

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Tatuí (Sao Paulo, Brasil) y la Red de Reproducción y Distribución (rrd, cdmx), se han tomado en serio la labor de atraer públicos in situ, refrescando aquel axioma de que “la calle es de quien la trabaja”, ofreciendo oasis desalienantes en plena vía pública. Banca Tatuí es un quiosco de arte gráfica y publicaciones independientes que además de su local físico también mantiene una tienda virtual que distribuye publicaciones a todo Brasil. Fue creado en 2014 en el centro de Sao Paulo, y su punto de partida fue la editorial Lote 42, proyecto que en primera instancia reconoció la necesidad de tener un espacio físico donde las personas pudieran conocer mejor su trabajo. Su catálogo estaba en librerías, pero algo diferente se perfilaba al imaginar un lugar propio. En 2014 Cecilia Arbolave y João Varella compraron un quiosco viejo de publicaciones en Rua Barão de Tatuí para aliviar el drama que implicaba la distribución de su material y el de otras editoriales compañeras. Hoy en día son más de 170 colectivos, editoriales y artistas las que conviven en la Banca Tatuí, que aprovechando el momentum de la editorialidad independiente en Brasil, pronto se posicionó como referente para aquellos con debilidad por el arte impreso. Recientemente la Banca Tatuí se expandió y nació Sala Tatuí, una librería a puertas cerradas y espacio para dar cursos. Otra preocupación de la Banca tuvo que ver, en su origen, con la fenomenología espacial de su propuesta, de modo que se creó un espacio “que invitara al lector a entrar, sentarse, mirar los libros con un ritmo diferente”. El local es bastante dinámico, en él conviven libros de ficción y no ficción, fanzines, publicaciones de formatos híbridos, cómics, poesía y posters. El techo sobre la marquesina se adaptó para dar shows gratuitos que atraen a la gente. Esas fiestas informales y divertidas consiguen que el paseante termine conociendo publicaciones, editoriales y artistas. Compartiendo adn, en la calle Gral. Pedro Antonio de Los Santos, afuera de la estación de metro Juanacatlán, la rrd es un colectivo de amigos egresados


de la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda” que decidió agruparse “para sumar habilidades técnicas e intereses generales encaminados a desarrollar un trabajo artístico expandido y abierto al público”. La salida obvia era expresarse a ras de calle y, cierto día, caminando la ciudad, toparon con un puesto de la Unión de Vendedores Vicente Guerrero (gremio que utiliza este tipo de estructuras para distribuir libros viejos y números atrasados de revistas). Allí la rrd comenzó a distribuir editoriales independientes. Esa fue sólo la primera parte del proyecto, ahora cuentan con un segundo espacio que funciona como taller de producción e imprenta y tienen la tarea de armar un catálogo en línea para vender en la red. La rrd piensa y utiliza las publicaciones como espacios expositivos democráticos, parte de que algunas obras tienen mejor salida aprovechando las bondades de lo impreso (practicidad, economía) y también conceptualiza sus proyectos a sabiendas de que su materialidad será impresa. Detrás de su hacer hay una postura política confesa (la vía pública, por ejemplo, fue pretexto para sacar adelante una compilación de ensayos sobre trabajo informal). A sus integrantes les interesa tener contacto directo con las personas y la retroalimentación sirve para empujar nuevos proyectos. A veces los transeúntes se descolocan frente al puesto, a veces conocen a alguien que hace publicaciones y a veces ellos mismos publican y han dejado material en la rrd. Su relación con los vecinos también se ha ido fortaleciendo, sobre todo porque dentro del puesto o a su alrededor se montan instalaciones, pequeñas obras de teatro o se conectan sonideros, acciones llamativas que consiguen que el público se acerque, conviva, se relacione. Otros proyectos de acercamiento entre libro y lector no plantean intercambios comerciales. Aeromoto y Catálogo Contemporáneo son ejemplos de ampliaciones distintas del concepto de “biblioteca pública”. Aeromoto fue fundada por Maru Calva, Macarena Hernández, Mauricio Marcin y Jerónimo Rüedi, cuatro amigos con orientación hacia los libros de artes

visuales y cultura contemporánea publicados por editoriales independientes. Ubicada en la colonia Juárez (cdmx), surge como una forma de combatir algunos aspectos de la realidad que inconformaban a sus gestores: “el capitalismo excesivo que rige las vidas de los seres vivos y la prisa descomunal que reina y regula la vida en las ciudades”. (Hay una consideración de tiempo en varios de los proyectos aquí compilados). El espacio posee tres cuerpos pequeños, dos que funcionan como biblioteca y área de trabajo, y uno más que funciona como jardín. Los tres aceptan otro tipo de actividades como presentaciones, talleres y convivencias, siempre alrededor de los libros. “Aeromoto combate la idea de propiedad privada y postula, en oposición a ella, la idea de un bien común”; bajo su techo los libros son herramientas que fomentan la socialización y la creación de comunidad. Sumando la movilidad a su proyecto bibliotecario, Catálogo Contemporáneo —una idea de la Oficina de Proyectos Culturales Buró Buró— “se basa en una red nómada de micro-bibliotecas que ofrecen acceso a publicaciones de cultura contemporánea de forma gratuita para su consulta in situ en sedes culturales dentro y fuera del país”. La red defiende la reflexión y el pensamiento crítico como consecuencias directas de los libros, definidos como “mecanismos de impulso al análisis creativo e instrumentos para enfrentarse a realidades actuales de forma productiva”. Apoyado por el Fonca, en Catálogo Contemporáneo las publicaciones forman parte de “listas de lectura” curadas bajo un mismo tema por agentes culturales con el propósito de abrir conversaciones y facilitar la reflexión en torno a temas de actualidad. Termino aquí este recorrido. A mi juicio, falta aún revisar las propuestas que han involucrado la tecnología a su modelo de distribución de contenidos gráficos y literarios, otros proyectos cruzados con lo digital y las redes sociales, el escalamiento de la librería a partir del big data y otros casos aislados donde las narrativas aún circulan oralmente. Lo dejaremos para otra ocasión.

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José Luis y Martín Aguilera Sanjuanero y Marco Antonio Moctezuma / Stand de la UAM en la fil Guadalajara, 2015. Fotografía: Guadalupe Urbina

Formas de leer el mundo: conversación con

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Marco Antonio Moctezuma Zamarrón, subdirector de distribución de la Dirección de Publicaciones y Promoción Editorial de la Universidad Autónoma Metropolitana, comparte con Casa del tiempo sus inicios como librero, los retos de la distribución universitaria y los distintos caminos que el libro recorre para llegar al lector.

Tu inicio como librero se remonta a la Librería Polipopular y a la Librería Independencia, ¿cómo fueron estas experiencias? El camino que he seguido para llegar a ser librero, para estar en este momento aquí, es especial. Tenía dieciséis años, o estaba por cumplirlos, y estaba estudiando o terminando de estudiar en la Vocacional 6, en Politécnico, colonia Del Gas, cerca del Casco de Santo Tomás. Mi madre, con alguno de mis hermanos —somos nueve de familia—, para tenerlo entretenido le consiguió trabajo en la Librería Polipopular; como yo tenía las tardes libres después de ir a la Vocacional de siete a tres, y estaba cerca del Casco de Santo Tomás, conseguí también trabajo allí. Empecé directamente siendo responsable de piso, literalmente. El dueño de la Librería Polipopular —que estaba en el Casco de Santo Tomás, en Avenida de los Maestros— estudiaba Antropología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en aquel momento, ubicada en el Museo de Antropología. Entonces, yo iba en la tarde, sacaba unas cajas que dejábamos encargadas con el intendente, ponía mi plástico, mi paño, y sobre él los libros en el piso. Era la librería de la enah en ese entonces. Algo que ahora no sucedería, imposible pensar en que pueda ser de esa manera; por eso empecé encargado de piso de la sucursal de la Librería Polipopular en la enah. El dueño se apellidaba Sandoval, entonces

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perteneciente al Partido Comunista Mexicano; otro de los hermanos Sandoval tenía, él sí, librería dentro de la Universidad de Guerrero, ese fue el inicio. Al poco tiempo, después de año y medio, la librería cerró y fui a probar suerte al issste al Hospital 20 de Noviembre, en el laboratorio, a hacer análisis químicos, porque dentro del Politécnico estaba estudiando para Químico Bacteriólogo Parasitólogo, cosa que me gustaba, pero me la pasaba mucho tiempo encerrado, y entre la escuela y el trabajo salió la oportunidad de trabajar en la Librería Independencia. Esta librería tenía no solamente publicaciones editadas en México, sino una muy buena producción de libros y de discos de Latinoamérica; era el boom de la edición en Latinoamérica, estábamos muy por arriba de lo que se editaba en ese momento en España. Realmente mi formación fuerte fue en la Librería Independencia, además nos daban la posibilidad, por las características de la librería —éramos todos jóvenes y con inquietudes sociales, muchos con participación política—, de no solamente hacer el trabajo que se tenía que hacer para hacer funcionarla, sino incluso programar actividades culturales dentro de la librería. Nosotros mismos nos organizamos; al principio estaba un chileno a cargo de la librería, como gerente, que para las características de la librería, en términos de quienes estábamos trabajando, lo considerábamos un tirano. No nos dejaba traer el cabello largo en esa época, en los setenta, decía que iba en contra de la librería y del servicio que proporcionábamos, cuando a quienes recibíamos era gente con esa característica, además era la librería del Partido Comunista. Teníamos las ediciones de Progreso, textos

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de la Unión Soviética que eran reproducidos en español para ser vendidos aquí. No lo concebíamos y nos organizamos hasta que finalmente se dieron cuenta que debíamos de tener una orientación distinta, así tuve la oportunidad de trabajar en aquel momento con Carlos Anaya, que aunque no estaba directamente en la librería, tenía contacto con él, y ahora es reconocido promotor del trabajo editorial en México, formador de editores y preocupado por el trabajo de venta en las publicaciones en México, actualmente presidente de la caniem. Fue un gran aprendizaje. Los que laborábamos ahí dábamos nuestro tiempo para organizar lecturas y presentaciones de libros ante el grupo de trabajo, los sábados en la mañana, antes de abrir la librería, algo impensable ahora en un espacio de trabajo con condiciones tan rígidas en sus relaciones, en instituciones educativas, por lo menos. La librería de la unidad Xochimilco fue tu primer acercamiento con el mundo editorial de la uam. ¿Cómo llegaste a ella?, ¿cuáles fueron los primeros retos? En la rectoría de Xochimilco estaba el químico Jaime Krazov, y en la secretaría de unidad Marina Altagracia, y coincidíamos en la unidad y comentábamos las lecturas que hacíamos. Me reconocían a mí como lector, y en ese entonces tenían un problema con la librería de la unidad —como en aquel tiempo tenían problemas todas las librerías de la Universidad—, era un espacio triste, sin materiales, oscuro, con grandes pérdidas para la institución. Entonces me invitaron a hacerme cargo de la librería; accedí porque era un trabajo que me gustó cuando lo hice, retomé mi actividad


como librero y dejé de lado todo lo demás. Cuando empecé a trabajar en la librería tenían dos años de no poder hacer inventario; cuando lo hicimos en 1996 resultó que teníamos un faltante de casi un millón de pesos entre libros y discos a precio de costo. Encontré cosas que eran terribles: un almacén que tenía una puerta que abría hacia dentro, pero no más de quince centímetros, porque era tal la cantidad de material que alguno se había caído y lo impedía. Teníamos que entrar de lado para poder sacar el material y acceder a las publicaciones editadas por la uam que estaban en esa bodega. Encontramos, por ejemplo, que algún libro de reciente edición en ese momento que se anunciaba como una reimpresión, tenía prácticamente intacta la primera edición dentro de esa bodega. Además, lo que debería estar en exhibición, el trabajo producto de la investigación de los académicos, las ediciones de la misma Universidad y de la misma unidad Xochimilco no estaban en exhibición dentro del piso de venta de la librería; los materiales de editoriales distintas que eran solicitados por los académicos porque eran utilizados como libros de texto tampoco se tenían, estaba lleno de libros de interés general, de esoterismo. Al principio, cuando hablé de la posibilidad de organizar de manera distinta el espacio, donde los trabajadores tuvieran voz, donde nos dotáramos de un sistema que llevara el control del inventario en línea, en donde privilegiáramos la atención a los usuarios y el buen acomodo de los materiales, fue difícil. Afortunadamente, en poco tiempo pudimos afrontar los problemas. Primero, solicitamos que se rediseñara el espacio, que hubiera una intervención arquitectónica

y que contáramos con un sistema de inventario. Había sensibilidad y nos dieron los elementos para crear un buen espacio en la librería; modificamos el acomodo de los libros que era por editorial para ordenarlo por tema; dividimos la literatura en mexicana, hispanoamericana y universal. Al principio fue complicado, pero teníamos una gran herramienta que era un equipo de consulta para los trabajadores y para los usuarios que les decía dónde estaba ubicado el material. Remontamos ese faltante de un millón al grado que a los tres años de funcionar así ya dábamos números negros; la Universidad tenía un remanente por el servicio de la librería, que después adquirió nombre: doctor Luis Felipe Bojalil Jaber. La librería pasó de ser solamente un espacio de exhibición y venta de publicaciones a tener un carácter cultural. Se hacían lecturas en voz alta, se promovían actividades fuera de la librería, presentaciones de libros auspiciadas por la misma librería, pequeñas ferias del libro donde promovíamos las publicaciones editadas por la uam, de todas sus instancias editoriales; organizamos mediante la librería una feria del libro que llamamos “Los libros de tu Casa”, con la doble intención de mostrar los libros editados por la Universidad e invitar al público jugando con el lema de la Universidad “Casa abierta al tiempo”. Empezamos a salir a través de la librería; a falta de una instancia que se encargara de la distribución, más allá de los espacios de la unidad Xochimilco, empezamos a tener intervenciones afuera de la Universidad, a llevar a librerías comerciales y de otras instituciones educativas nuestras publicaciones, y a participar de manera regular en actividades del mundo del libro, empezando por la fil Minería y la fil

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Guadalajara, así como en ferias estatales y locales. De manera anual vendíamos alrededor de 35 000 ejemplares editados por la unidad Xochimilco, más allá de los libros publicados por las otras unidades académicas, en ese tiempo Azcapotzalco e Iztapalapa. ¿Qué es y cómo nace la Red de Publicaciones de la UAM? La unidad Xochimilco era la única que a partir de la librería hacía tanto el trabajo de punto de venta fijo como de distribución de su producción editorial; en la otras unidades estaba separado: la librería como una instancia y otra que se encargaba de la distribución y promoción de las publicaciones. Algo que yo siempre sostuve era que debíamos de tener una negociación como una sola institución ante nuestras contrapartes, las editoriales comerciales; teníamos que romper con esa visión individual para vernos de manera colectiva y ver que la uam es una sola. En 2008 llegué a la Rectoría General con el proyecto de la Red de Publicaciones, que pretendía no solamente resolver el problema de distribución de la Universidad, sino el conjunto del paquete editorial. Algo que se hizo primero fue crear el logotipo de “Casa de libros abiertos”, donde se ve la movilidad con los colores de cada una de sus unidades, y en el que se sostiene que debe ser un trabajo integrado en las dos vertientes: por un lado que convoque y reúna a todas las instancias editoriales de la Universidad, y por el otro, que se vea el proceso editorial, desde el autor hasta el lector, como una cadena, una serie de actividades que son los eslabones que se encadenan uno con otro para hacerlo efectivo. En la unidad Xochimilco, en 2006 o 2007, empieza el trabajo de un grupo de académicos que

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impulsaban la creación del programa de estudios de una maestría en donde se formaran editores. Es un grupo que se formó en la UdG en el primer programa universitario profesional como editores, entre los que están Gerardo Kloss, Sofía de la Mora y Amelia Rivaud Morayta, que junto con otros integrantes de la división de Ciencias y Artes para el Diseño y de la división de Ciencias Sociales y Humanidades impulsan la creación de este programa —como antecedente, en 1996 se había dado pie a la creación de las Políticas Operacionales sobre la Producción Editorial de la Universidad—. Por el trabajo que yo había llevado dentro de la librería y por la relación que llevaba con Gerardo Kloss y Sofía de la Mora, impulsores de la maestría e interesados en que se profesionalice la distribución de las publicaciones de la Universidad, me invitan al proyecto de la creación de la Red. Se le planteó al doctor Lema Labadié, Rector General en ese momento de la Universidad, y lo cobija como un proyecto especial. Establecemos la relación con todas las instancias editoriales, con libreros y bibliotecarios para hacer confluir todas las opiniones dentro de la Universidad para tender líneas para resolver los problemas que existían, así como crear mecanismos de profesionalización. Finalmente, el proyecto de la Red de Publicaciones se cancela y se incorpora a la Dirección de Publicaciones, pero solamente la parte que se refiere a la comercialización y distribución. Es en 2010, con la llegada de Bernardo Ruiz como director, que logramos hacer avanzar una serie de ideas que se traían desde la creación de la Red; fue una fortuna hacer confluir proyectos y visiones y contar con los apoyos necesarios para hacer el trabajo. Todavía hay


Tiempo en la casa 55, diciembre de 2018-enero de 2019

Gráfica del 68, Colección de Arnulfo Aquino Al fragor de las batallas del movimiento estudiantil, frente a las deformaciones de los medios de comunicación masiva controlados por el gobierno; activistas, estudiantes y profesores realizaron diversos volantes, grabados, carteles, “pegas” y pancartas, impresos que junto con las mantas, pintas, mítines y manifestaciones, se desarrollaron como medios de información y propaganda y han quedado como testimonio del sentido libertario de la lucha estudiantil de 1968.

muchas cosas qué resolver, pero en la parte editorial, la confluencia ya se da de manera natural. ¿Cómo es la distribución universitaria? Para la Universidad tiene más valía estar en una librería Educal, en una librería que esté en un museo de sitio, que estar en una tienda departamental, nuestros libros tienen más posibilidad de movimiento. Necesitamos poder explicar por qué vamos a una feria y por qué invertimos para estar ahí y hacer un número determinado de presentaciones de libros. No es ocioso estar en esos nichos con libros tan especializados como los que la Universidad edita, porque más allá de las redes sociales y la Internet y los vínculos que puedas establecer mediante ellas, para los autores son espacios privilegiados, no solamente para que se conozca su libro, su obra, sino para establecer contactos con otros profesionales, con otros investigadores y poder intercambiar información, puntos de vista y crear contactos que les permitan crear contactos que los ayuden a dimensionar su proyecto. Es en ese espacio, finalmente y de manera natural, donde confluyen todos los actores de la industria editorial con nuestro actor más codiciado, que es el lector. En esas ferias se crean los espacios para poder ofrecer toda la producción editorial. Además, la Universidad, y en general las instituciones educativas, tenemos además algo más qué ofrecer, no sólo es el resultado del trabajo académico e investigación que se hace y se debe ver en la difusión y promoción de la cultura, sino que tenemos una tarea adicional: ante el proceso que se está viviendo en la industria editorial a nivel mundial en donde se están conformando grandes grupos editoriales que están copando el mercado del libro, que están básicamente preocupados por la obtención de ganancias inmediatas, y con ello no creando condiciones para la creación de lectores, sino lectores ocasionales, que no son críticos, es donde tenemos que crear nosotros esas condiciones, ofrecer esas otras lecturas, promover la biodiversidad, que alguien pueda encontrar una lectura que vaya más allá que lo que les está ofreciendo el gran consorcio.

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Fotografía: Autor anónimo / cnl-inba

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Al alba, en camino: homenaje a Ramón Xirau

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Ramón Xirau solía repetirme con frecuencia la máxima del Maestro Eckhart: “Dios ríe y juega”. Lo recuerdo tarareando “Allá en el rancho grande”, canción que le había enseñado su compañera de preescolar, “María de México”. Lo contaba con asombro porque ello había ocurrido durante una breve estancia en Cambridge cuando su padre había sido invitado a dar unos cursos, y porque de esa muy particular manera, se le había anunciado su tierra de destino. Algunos años más tarde, lo llevaría consigo a París con motivo del Congreso Internacional de Filosofía, también llamado “Congreso de Descartes” —que se realizó dentro del marco de la Exposición Internacional de París del 37 y donde se darían a conocer las Meditaciones cartesianas, de Husserl—. Impronta será la fenomenología y, apunte inolvidable, no sólo la fuente de mercurio de Josep Lluís Sert, sino su primera cerveza, porque el tarro le resultó enorme. Su padre, esa figura verdadera, que además le llevó a encontrar la filosofía, y ello no es poca cosa. Su condición de exilio le abrió el mundo y le permitió asumir múltiples tradiciones concibiendo el pensamiento como patria fundacional. Más que hombre puente, mucho más que vaso comunicante, Xirau representa lo mejor del mundo hispanomexicano, baste mencionar su labor como crítico literario, como fundador y editor de la revista Diálogos; como animador de la vida cultural en el Centro Mexicano de Escritores o en Casa del Lago; como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua; como defensor de la educación entendida bajo el signo amoroso del conocimiento y de la inteligencia en tanto bien preciado, fuera tanto en la Facultad como en los institutos de investigación de Filosofía y Filológicas, la Asociación Mexicana de Filosofía, la Universidad de las Américas, el itam y la Universidad Iberoamericana, por mencionar algunos, y sin olvidar su muy querido Colegio Nacional, cuyo ingreso —lo dijo en reiteradas ocasiones—fue uno de los mayores honores recibidos en su vida.

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Cada una de estas coordenadas manifestaba una preocupación, que pocas veces discutía, quizá por obvia: había que afirmar el pensamiento como la acción más alta a realizar en tanto personas, y qué mejor si ello era bajo el signo de la amistad y la alegría, rasgo donde Xirau se nos volvió entrañable a todos. Arenas crujen danzan ríos y Tú ríes y juegas, lo ha dicho el Maestro Eckhart: “Él ríe y juega”. Los sauces se hacen ríos y los ríos se vuelven sauces, todo el universo se mira en la mirada de Tus ojos. Ah, en el mar, manzanos, ah, en el mar, la ventisca revira vira viraviento.

Se ha señalado su herencia estoica de corte senequista mediante algunos pensadores de la generación anterior a la suya como Blas Zambrano, Antonio Machado o su propio padre; para Ramón Xirau, su aparición era anuncio de la exacerbación de la crisis. La ataraxia, la dignidad de la muerte, el principio de la razón como medida entre contrarios, o la armonía, lo llevaron a comprender que la contradicción no se resuelve, y que en ella subyacen dos elementos primordiales: la esperanza y la necesidad de seguir siendo los mismos siendo otros; eje sobre el que desarrollará su filosofía: la duración que alcanza la presencia. Estos temas serán ya anunciados desde, su poco leído, Duración y existencia (1952) y cuyo análisis persistente, a lo largo de su obra, construirá el “sentido de la presencia” como punto de equilibrio donde “un solo pensamiento

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[…] es mirado circularmente desde todos los puntos de vista posibles”.1 Tal orbitar resonará en sus múltiples escritos y hará que el ejercicio de su pensamiento tenga como puntal la anchura del horizonte, sistema abierto que acepta lo vivido acusado por el hueco, lo presente mostrado mediante su ausencia, cuestión que pareciera existencialmente irresoluble y que le hace conocer la hondura de la nostalgia, esa herida devota que habrá de resolver bajo el tema de la presencia, pues uno se es presente a sí mismo siempre. Herido, su filosofía anda tras el consuelo, y es camino en busca. Xirau sabe que para pensar hay que caminar, y quien camina se aventura, y él, buen lector de Cervantes, sigue los preceptos de Alonso Quijano, quien muy de antes del alba sale en pos de esa agua viva que escapa al puño, y anda entre las pisadas escribiendo la historia. Al alba. Bajo la estrella del alba. Para Xirau, y su “sentido de la presencia” dentro del cerco dibujado por el “estar en el tiempo”, fue sin duda un singular hallazgo y morada. ¿De qué otra manera hacer estancia y responder a la crisis que aqueja al hombre, que devorado por el vendaval y la desmesura, ha perdido su centro? Desvalimiento, labilidad, este caer constante y primordial. Me gusta decirlo en voz alta, “filosofía de honda huella amorosa” en la que se delata la lectura de Platón y San Juan de la Cruz, del Cantar de los Cantares o el Libro del amigo y del Amado de Lull, su biblioteca era inmensa tanto como su corazón por donde se hizo palpable “la detención del vuelo”; a veces, creía adivinar el gorjeo del mundo en sus ojos.

1 María Zambrano, “La salvación del individuo en Espinoza”, en Cuadernos de la Facultad de Filosofía y Letras. no.3, febrero-marzo, Madrid, 1936, p. 18.


Si Maimónides escribió su Guía de Perplejos, Xirau hará lo propio con su Sentido de la presencia —y el agregado es mío— o de la consolación del alma núcleo que desplegará su polifonía de registros en los textos para con/versar, re/cordar, discutir, analizar, comentar y lo que hiciera falta, mediante notas al pie, paréntesis, cursivas, guiones, citas, glosas o asteriscos con Heráclito, Plotino, San Agustín, Descartes, Vico, Hegel, Bergson, Husserl, Kierkegaard, Eckhart, Dante, Arnaut, Paz, Borges, Lezama. Y va morando la dialéctica de los opuestos como quien habita con luz de la tarde el fluir del río, y en ese su fino mirar, propio de quien sabe poderosa la metáfora de la visión, que se enhebra desde la alegoría de la caverna hasta el cielo de la Capilla Sixtina, y que deja trazos en las ciudades por las que transita, vislumbra el alcance de esta concepción, ¿de qué otro modo atisbar la cornamenta del claro sino por aproximación? “Palabra y silencio” será otro binomio esencial para esta nervadura simbólica que va aproximando las orillas de la poesía y de la filosofía hacia el tema de lo sagrado en tanto misterio, eso que ni los enigmas de la Esfinge pudieron revelar. Misterio nacer y mayor misterio nacer para morir. Quizá por ello el releer constante los últimos versos de La vita nuova: “El amor que mueve el cielo y las estrellas”, o el verso de Maragall: “Séame la muerte un mayor nacimiento”, o el de Guillén: “Soy, más, estoy, respiro”. Perder memoria, ganar olvido, para entrar en la alta experiencia mistérica de desprenderse hasta habitar el silencio. Quizá lo que mejor aprendí de Ramón fue a respirar, a ser consciente de que con cada aliento, el aire que entra a mis pulmones, me lleva a ser uno con el universo. ¿Pitágoras? También recuerdo otras cosas: su pluma Sheaffer de cuerpo negro y punto de oro que estaba junto a su máquina de escribir, los diccionarios de etimologías

atrás de su silla, la postal de la Virgen de Montserrat, su recitar quedo los versos de los Trovadores; los lilas de las jacarandas que asomaban por las ventanas del estudio o las camelias blancas en flor del jardín, el café con leche a media mañana; sus anotaciones de letra pequeña para dar clases que luego le resultaban ilegibles; las llamadas del sábado por la tarde para ponernos al corriente de la semana. ¿Cómo olvidar la risa de Anita y su amor inmenso, las fotografías de la sala, la alfombra azul porque azul es el mar y el cielo? Tanto. Me hacía gracia verlo buscar los lentes que coronaban su cabeza, o los cigarros en los bolsillos cuando hacía tiempo que había dejado de fumar, y mientras ocurrían estas cosas, discutíamos claroscuros de la razón poética de Zambrano o esas cuestiones mínimas sobre el correr de los días, siempre supo hacer que la duda no fuese en mí un pan ácimo, porque en él, el sosiego siempre fue compañía que, presupongo, se debía a la claridad que tenía sobre “la mesura humana”. Y si refiero estas situaciones vitales es para señalar lo que significó para muchos volverse un puerto seguro para los embates inigualables de la vida, y lo era porque, a pesar de su aparente naturaleza distraída, siempre fue un hombre bienhallado y un extraordinario ser humano. Así que celebremos este, su mayor nacimiento, su poesía, su filosofía, y recordemos con él el cuarto poema de “De dicho y escrito”, rezo y mantra, palabras de amor que han quedado en cada uno de nosotros: Dame, Dios, dame un grano de luz, un grano de trigo de luz, la gota de un racimo. Dame, Dios, la Luz.

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FotografĂ­a: Autor anĂłnimo / cnl-inba

Juan Vicente Melo:

la locura y el abismo

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Alejandro Badillo


En la cuarta de forros de Los muros enemigos, libro de cuentos originalmente publicado por la Universidad Veracruzana en 1962, José de la Colina define muy bien la propuesta de Juan Vicente Melo (1932 - 1996): cultivar una sensibilidad que bordea lo enfermizo y lo alucinado; no interpretar la realidad sino sentirla mediante una catarsis cuya sustancia es la misma de las pesadillas. En sus novelas y cuentos, el autor veracruzano usó todas sus herramientas para destilar sus obsesiones. Creador de un solo tema, Melo revisitó una y otra vez las mismas atmósferas hasta vaciarse. Quizás por eso, después de La obediencia nocturna, novela fundamental en la literatura mexicana del siglo xx, se sumergió en una especie de limbo en el que las palabras no surgieron con la misma fuerza y sólo alcanzaron para esbozar La rueca de Onfalia, una novela familiar, póstuma, en la que Melo rinde homenaje a su familia y a sus raíces veracruzanas. Para muchos autores la literatura funciona como una sonda que explora los resquicios del alma humana, empezando por la suya. No es, necesariamente, una visión romántica del arte sino un compromiso que es llevado a sus últimas consecuencias. Juan Vicente Melo, desde sus primeros libros, usó la escritura como un motor para navegar por su biografía. Los personajes de sus historias —alter egos suyos— sucumben a fobias, desencuentros y terrores, sin perder la voluntad de narrar, registrar el mundo cambiante que los rodea. El ejemplo más acabado de esto es La obediencia nocturna, novela publicada en 1969. Narración oscura, ambigua desde la primera página, concentró varias inquietudes que se pueden rastrear en la llamada Generación de Medio Siglo: experimentación en la forma y alejamiento del realismo que había dominado la literatura mexicana después de la Revolución. Juan José Arreola, Inés Arredondo, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, entre otros, llevan al lenguaje a un primer plano y buscan agitar las aguas de la narrativa estableciendo puentes con

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las vanguardias europeas y con disciplinas afines como el cine. Sin embargo, es Melo el que lleva esta apuesta a un extremo no sólo estilístico sino personal. En las páginas de La obediencia nocturna nos enfrentamos a una visión distorsionada de lo real que, casi siempre, es percibida mediante la mirada del protagonista. Esta característica se puede encontrar con facilidad en las narraciones más breves del autor: desde La noche alucinada (1956) hasta El agua cae en otra fuente (1985) se repite la misma estructura: un personaje visita, de manera enfermiza, su mundo interior. A través del tiempo y de la memoria, la narración se desdobla en múltiples planos. Este interés contrasta con el de autores como Carlos Fuentes, Agustín Yáñez, incluso José Revueltas, que mantienen una distancia con el texto, son grandes interlocutores. El interés de Melo, por el contrario, es narrar para sí mismo, no para el otro; es —volviendo a José de la Colina— hablar a través de la herida. La obediencia nocturna es, a pesar de su brevedad, una narración que se ramifica y toca varios tópicos: la pérdida de la identidad, el amor interrumpido por la muerte, el rito de iniciación e, incluso, el tema del doble. Es interesante que la historia recuerde, en sus primeros párrafos, el inicio de “Música de cámara”, cuento que abre Los muros enemigos. Ambas escenas parecen una misma: un personaje contempla la ciudad a través de la ventana de una habitación. Mira a través de la ventana como un vigía que espera el asedio del enemigo. En ambos espacios se detiene el tiempo y empieza a ocurrir la verdadera exploración: la sonda literaria, hecha mediante las palabras, desciende al nivel de las sensaciones y rompe el tiempo. La ciudad pierde su dimensión real y se transforma en un laberinto que despierta reminiscencias, huellas que se desdoblan, inquietudes que

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se materializan de diversas formas. En algunos casos el personaje pertenece al entorno urbano, en otros es un extraño que se introduce —como en un lento rito de iniciación— en las calles grises, cafeterías, edificios, cuartos solitarios. Melo, al igual que otros miembros de su generación, forma parte de un grupo de autores que viven la urbe y sus paradojas. El campo mexicano desaparece paulatinamente como motivo literario. Su reemplazo, la ciudad, no es siempre el lugar del milagro económico y el ascenso social. Los nuevos autores descubrieron en el asfalto el aislamiento y la pérdida. La ciudad es un territorio que devora a sus habitantes, los hace caminar en círculos, confundirse. Si el romanticismo se rebela contra la industrialización, privilegia la locura como una resistencia ante la deshumanización producida por la máquina, los autores de la segunda mitad del siglo xx comienzan a contradecir o, al menos, problematizar los logros del famoso milagro mexicano. Se busca el progreso a costa de sacrificar un paraíso desconocido. En La obediencia nocturna el protagonista comienza su historia recordando la muerte de Beatriz. El nombre de ella es, además de un recurso intertextual con el poema de Dante, un motivo para ahondar en la pérdida. Si en la Divina Comedia hay una redención última, en la novela de Melo no hay un escape a la luz. Beatriz no es el final sino el punto de inicio, la entrada a un laberinto de muros invisibles. Como en el ejemplar cuento de Borges, en el que un rey se venga de otro dejándolo en la mitad de un desierto, el personaje de Melo se pierde en la expansión continua de la ciudad y sus múltiples recovecos. No hay escape porque la salida no existe. Otro aspecto vital para entender la obra del autor veracruzano es la musicalidad. Ferviente melómano, uno de los pocos críticos musicales serios que ha dado


el país, Melo llevó la arquitectura del sonido a sus obras. Es probable que algún lector poco perspicaz no alcance a percibir esta intención en sus narraciones y se quede con una noción de anarquía en la selección de palabras y de frases. Como si fuera la transcripción literaria de una sinfonía, los cuentos y novelas de Melo se conforman como un leitmotiv literario que, pronto, descubre su vocación musical. Hay una especie de tema principal y, alrededor de él, se disponen pequeñas variaciones que contribuyen a profundizar la trama y la experiencia de lectura. Hay un juego constante con frases que van y vienen, a veces con algunos cambios, como si estuviéramos ante un déjà vu interminable. La repetición constante crea la sensación de estar en un mismo lugar, atrapado. Volviendo con el cuento “Música de cámara”, uno de los ejemplos más logrados de esta técnica, el personaje crea, a través de una ventana y de las gotas de lluvia que resbalan por el cristal, una especie de burbuja que lo aísla de todo. A partir de ese momento asistimos a una ramificación de imágenes que se acercan más al ámbito poético que narrativo. Melo exprime cada una de las palabras mediante la invocación reiterada, como si fuera una oración profana. La pronunciación febril es el soporte de la narración. Después del punto final del cuento quedan algunas imágenes flotando en la memoria. A ellas recurre el escritor para construirse y destruirse. La última parte siempre será el regreso a casa, la burbuja que se rompe cuando volvemos a la ventana y sólo queda nuestro reflejo entre las gotas de lluvia. En la entrevista que le realiza Miguel Ángel Quemain para el libro El reverso de la palabra, publicado en 1996, Melo habla del mal y de la relación con La obediencia nocturna: la noción del mal no visto desde la

perspectiva cristiana. El bien y el mal no son órbitas separadas. En la novela la maldad es el conocimiento mediante la locura. Sin embargo, no estamos ante una visión hiperbólica del mal, más propia de la narrativa romántica que de una perspectiva moderna. Una de las anclas para que La obediencia nocturna no se pierda en lo inverosímil es la posición siempre frágil del narrador. Melo sabe muy bien que la primera persona aporta lo confesional. El mundo trastornado en el que nos sumergimos siempre es visto a través de la lente de un muchacho que, poco a poco, empieza a perderse en múltiples realidades, pero en el que siempre creemos. Otro aspecto completamente moderno de la novela es, además de la ambigüedad, la crisis en el narrador, un narrador que discute consigo mismo, se rebela contra su versión de la historia, metamorfosea hechos como cuando visita su infancia y recupera el recuerdo del perro familiar, un perro que —como un animal chamánico, una especie de alebrije— se transforma en un perro-tigre, una bestia al inicio solidaria y que, muy a tono con la pesadilla que estamos leyendo, se vuelve enemigo que ataca y al que hay que darle muerte. La habilidad del autor para no caer en escenarios exagerados o inverosímiles es considerar, en todo momento, al lenguaje como el constructor de un estado de ánimo, el protagonista, y no el simple medio para la anécdota o peripecia. “Escribo porque la realidad me parece intolerable”, finaliza el autor en la entrevista hecha por Miguel Ángel Quemain. Esa inconformidad, vital para hacer trascendente la intención artística, tiene una fidelidad asombrosa en toda la obra de Juan Vicente Melo. La literatura es, mediante su escritura, una herramienta que escarba en la realidad y descubre vetas que la hacen inteligible, más problemática, más humana.

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Guerrero, 1917, carbón sobre papel, 50 x 39 cm, colección Munal, inba

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Saturnino Herrán: finitud y síntesis

Héctor Antonio Sánchez

El período comprendido entre las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx fue un escenario singular, un crisol en que surgió una plétora de tendencias, estilos y movimientos artísticos signados por un cierto desarraigo espiritual: el presentimiento del fin, el ansia de la revelación. Imposible apelar a una sola valencia: la época estuvo marcada por un profundo eclecticismo, en que convivieron escuelas y sensibilidades tan distantes como el naturalismo y el impresionismo, el esteticismo y el decadentismo, el japonismo y otros afanes orientalizantes, el simbolismo y aun el satanismo. Pero, acaso, una misma voluntad articuló esta profusión: pues la pérdida del norte en un mundo crecientemente mecanizado —en que la antigua, y exhausta, espiritualidad cristiana había cedido su sitio a la rueda del progreso— cimentó la consecuente búsqueda, en el arte y en las corrientes esotéricas, de una tabla de salvación. Cierto: esta disociación entre el artista y su tiempo no era una novedad; ya los románticos habían echado en falta los días en que el mundo natural y el fervor místico habían unido al hombre a una esfera más alta; ya la poesía barroca había intuido la necesidad de la inmersión en las aguas interiores del artista. Quevedo lo dirá con exactitud: “ya que abracé los santos desengaños | que enturbiaban las aguas del abismo | donde me enamoraba de mí mismo”. Pero será hacia finales de la centuria decimonónica cuando esta disociación se ahonde al punto de la segregación y aun de la infecundidad. ¿De qué hablan, si no, los paisajes de islas solitarias y crepusculares, caras a los simbolistas? ¿De qué los hermosos cuerpos andróginos, volcados hacia su propia suficiencia, que pueblan el arte y la literatura de la época? Cierto también: antes que por un signo trágico, las diversas escuelas parecieron atravesadas por un descubrimiento del placer no ajeno al bienestar de la belle époque, última era en que la sociedad occidental vivió la ilusión de la armonía, un mundo

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en que el progreso material anunciaba el advenimiento generalizado de la comodidad y aun el dispendio; tiempo para admirar la luz de la tarde o del mediodía, como en los enamorados óleos de los impresionistas. Mejor: comodidad y nostalgia; placer del mundo visible y añoranza del mundo invisible: spleen. La obra de Saturnino Herrán, marcada por la brevedad de su existencia (Aguascalientes, 1887-Ciudad de México, 1918), resulta depositaria de estas contradicciones. De una factura que muy tempranamente alcanzó la maestría, sus temas y formas enarbolaron las preocupaciones de su generación y parecían dirigirse a un proceso de síntesis en el momento de su muerte, acaecida un 8 de octubre hace cien años. En 1904, tras la pérdida del padre y la consecuente mudanza a la capital, sus amplias dotes le valieron el ingreso a las clases superiores de dibujo a su ingreso a la Academia de San Carlos, impartidas por Antonio Fabrés, en un momento en que la escuela renovaba sus métodos de enseñanza bajo la dirección de Antonio Rivas Mercado. No será Fabrés el único contacto de Herrán con la modernidad española; antes habrán de influirlo profundamente la luminiscencia del valenciano Joaquín Sorolla y el casticismo de Ignacio Zuloaga, acaso el pintor que vertebra el más arduo debate de la Generación del 98: nacionalismo y cosmopolitismo. Dicho debate no era ajeno a Hispanoamérica. Nuestro modernismo acusa un doble movimiento: de un lado, la simultánea bienvenida a todas las corrientes finiseculares de Europa; del otro, la necesaria resistencia ante la voracidad de nuestro poderoso vecino del norte. De California, Nuevo México y Texas a Cuba, las Filipinas y Puerto Rico, el modernismo era consciente de la amenaza norteamericana y apostaba por la unidad de la cultura hispánica: Ariel frente a los embates

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de Calibán. Así, cosmopolitismo y casticismo insuflarán por igual la obra herraniana: una apertura a las formas extranjeras del goce y el deseo, y un reconocimiento de las maneras del estoicismo y la pasión propios; paganismo y religiosidad, sensualidad y devoción. Hijo de una generación empecinada en la búsqueda de una identidad nacional, la del Ateneo de la Juventud; actor de Savia Moderna, su órgano principal de difusión, resulta natural en Herrán la mirada que se vuelve hacia el pasado indígena. Antes vendrá, sin embargo, una primera gran época: la que podríamos demarcar en torno a Labor (1908). Lejano del cuadro de costumbres, en dicho óleo se convoca, más bien, la alegoría: una aleación en que los afanosos cuerpos de obreros bajo la luz del mediodía colindan con la imagen casi bíblica de una familia a la sombra, como si el temprano esfuerzo de las manos rindiera a la postre sus frutos en la consecución de los bienes en el camino del hombre: hogar, alimento, bienestar. Del hombre y de la nación: hay aquí claramente una visión optimista en que el esfuerzo individual tiene que ser el cimiento del esplendor nacional. Otro tanto ocurre en los Panneaux decorativos confeccionados para la Escuela Nacional de Artes y Oficios (1910): otra vez, la labor de los trabajadores —cuya postura no rehúye cierta sensualidad un tanto femenina— anuncia las dotes por venir. Pues no es un edificio tan sólo lo que se construye: es la nación misma, que aspira a un destino luminoso. Empero, pronto se ha de abrir paso un temperamento melancólico: un anciano doblegado por su carga (Vendedor de plátanos, s.f.), las mujeres sobrias de Vendedoras de ollas (1909), el trabajador que apenas logra dar vuelta a un pesado Molino de vidrio (1909), como quien se doblega ante la rueda del tiempo; curiosa convivencia de una pincelada y una paleta briosas con imágenes


La dama del mantón, 1914, óleo sobre tela, 160 x 110 cm, colección Munal, inba

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La ofrenda, 1913, óleo sobre tela, 160 x 138 cm, colección Munal, inba

que anuncian un cierto descarnamiento. Ha hecho así su aparición en la obra herraniana el tema inmemorial de las edades del hombre, que ya no ha de abandonarle y decantará hacia el irremediable deterioro del cuerpo y su desamparo: Los ciegos (1910), El viejo y el Cristo (1913), El pordiosero (1914), Las tres edades (1916), figuras dramáticas y místicas, que se recortan contra edificios sacros de la capital.

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Ahora bien, este marcado simbolismo no debiera ser pensado como una suerte de torre de marfil en que el verismo se ha sacrificado ante la conquista de la idea. Sí: una sangre decadente recorre las venas de Saturnino Herrán, seguramente por vía de Julio Ruelas, pontífice entre nosotros de esa sensibilidad y, tal vez, de Roberto Montenegro; pero si en ellos privaba una fantasmagoría de raíz germánica, en Herrán la caída hallará su cauce en las formas familiares. Pensemos en otra obra emblemática, La ofrenda (1913). Allí, seis personajes de diversa edad navegan, rodeados de ramos de cempasúchil, al frente de una procesión de trajineras. El óleo es un retrato de la festividad del Día de Muertos en Xochimilco: al mismo tiempo, resulta ineludible su aluvión de símbolos; las tres edades del hombre se desplazan, con rostros lóbregos, en la barca de Caronte hacia ¿dónde? ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, se preguntó Paul Gauguin en una obra emblemática de 1897; Saturnino parece responderle: somos este cuerpo que decae e irremediablemente ofrendamos a la muerte. Cuerpo: debemos a Herrán otra exploración fascinante. Son bien conocidas sus imágenes de criollas —descendientes de gitanas y bailaoras— que ansió alzar como emblemas de lo mexicano: El jarabe (1913); Tehuana (1914); La criolla del mantón (1915); El rebozo (1916). Su intento es fallido: el costumbrismo ronda aquí la caricatura y cierta artificiosidad. Más reveladora resulta su representación de las formas femeninas: cuerpos rotundos, miembros y rasgos altivos, rostros desafiantes; figuras dominantes que guardan cierta masculinidad. Su contraparte surgió desde los óleos dedicados al trabajo y sólo habría de acentuarse con los años: efebos tan atléticos como delicados, que no

rehuyen los amaneramientos y los abalorios. Esta aproximación de los sexos, que aspira a la fusión, es hija de un personaje caro al final del xix: el andrógino, un ser que en el misticismo sostiene la plenitud y que en la realidad es una rama infecunda en el árbol de la vida. Incapaz de procrear, terminado en sí mismo, el andrógino desdeña el abrazo de los otros: es la figura inicial del esoterismo y el callejón sin salida de la modernidad. En la bisagra finisecular, privada de una espiritualidad que la enlazara a los ciclos naturales, la humanidad se sintió próxima a su fin: una finitud que se extiende, por ejemplo, a la sociedad que lenta, indefectiblemente se extingue en la narrativa portentosa de Thomas Mann. ¿De dónde venimos, adónde vamos? Acaso la solución al enigma —que hubiera bien podido extraviarse en los laberintos de la muerte— la prefiguró Saturnino Herrán en los bosquejos de ese malogrado proyecto que fue el tríptico Nuestros dioses (1916-1917), al parecer concebido para decorar el Teatro Nacional. Allí, como en otras obras de este periodo final (Nuestros dioses antiguos, 1916; El flechador y El quetzal, 1917) reaparece, en franca aura homoerótica, el cuerpo juvenil cerrado a la vejez, la enfermedad y la muerte, habitante de una suerte de Acadia mesoamericana. No es diverso el espacio metafísico de estos dibujos preparatorios, ni la representación del cuerpo, salvo por una novedad: el ansia de síntesis de un tríptico que abraza los dos costados de nuestro mestizaje. Indígenas y españoles se prosternan ante una figura central que reúne, en prodigiosa síntesis, a Cristo y la Coatlicue. El cuerpo logra aquí, acaso tímidamente, ofrendarse a la otredad: un escape de su propia infecundidad y del signo irremediable de la muerte; a la ansiada espiritualidad mestiza que abrirá la puerta al arte por venir en la centuria.

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Un mexicano en Rusia Conversación con Damián Ortega Fotografías: cortesía de Damián Ortega

Virginia Negro

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El artista mexicano Damián Ortega es un moderno narrador de universos míticos, que mediante las disecciones anatómicas de los objetos del mundo emprende una investigación visual gracias a las herramientas de la racionalidad cognitiva. Como en un hechizo quirúrgico, Ortega logra crear un mundo mágico donde nada es más lo que parece sacudiendo a los espectadores. Es conocido en todo el mundo por el anamorfismo de su Beetle Trilogy, expuesta por primera vez en la Bienal de Venecia en 2002, donde el legendario Volkswagen se convierte en la epopeya del hombre contemporáneo: una reflexión sobre los sistemas de producción industrial, pero también la imaginación de un mundo en el que la materia se transforma para encontrar caminos alternativos. Damián Ortega es uno de los artistas contemporáneos cuyo trabajo es reconocido globalmente sin dejar de ser profundamente mexicano. Lo encuentro en su casa en el barrio de San Ángel en la Ciudad de México. Desde el primer momento observo el orden y tengo una precisa sensación de simetría: las filas de botellas de agua en el estante de madera parecen contener una cantidad calculada de líquido diferente. La mesa de granito alrededor de la cual nos sentamos es un resto de su periodo brasileño, con círculos anaranjados concéntricos que se desvanecen en una turquesa alternancia de volúmenes sutiles. Damián comenzó su carrera como caricaturista: la vena irónica y política no abandonará su trabajo más maduro. Nació en México en una familia de intelectuales comprometidos políticamente. Su padre, un actor, durante diez años se dedicó exclusivamente al sindicalismo. Sus tíos fundaron el periódico La Jornada. Su último esfuerzo es precisamente una obra pública en Moscú. Desde septiembre de 2018, Garage Square, la plaza del Museo de Arte Moderno de la capital rusa, está ocupada por una nueva instalación a gran escala de Damián Ortega. Su primera exposición individual en Rusia se llama The Modern Garden y es un encuentro e interpretación de las diversas implicaciones asociadas con el legado del modernismo, las esculturas del parque y la naturaleza reciclable de los materiales, donde los visitantes ahora ven una treintena de esculturas minimalistas. Son logotipos comerciales transformados en objetos tridimensionales hechos de madera, cemento y metal. El imperativo moral modernista traduce el diseño al lenguaje escultórico, volviendo a la definición de

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escultura como un cuerpo abstracto con especificaciones y superficies arquitectónicas. The Modern Garden reflexiona sobre la propia escultura y cuestiona su carácter monumental en el espacio público. Hablamos sobre este gran proyecto, pero también sobre qué piensa uno de los intelectuales más influyentes del país sobre este cambio político que hizo que un líder “progresista” ganara las últimas elecciones presidenciales. ¿Qué opinas de estas últimas elecciones presidenciales en México? Después de presenciar años de ruina total con el pri, López Obrador ha sido una alternativa política que llegó después de una larga historia de una izquierda que creía en un proceso democrático. Voté por él, creo que es una oportunidad, pero, sinceramente, no creo en los grandes cambios. La política es un monstruo en el que es difícil detener la dinámica consolidada de la corrupción. Espero que podamos crear un antecedente diferente hoy. Para mí, un sentimiento de verdadera y gran transformación nació con el movimiento neozapatista, pero ahora no ha apoyado a AMLO porque no cree en este sistema democrático. Creo que este fue un error. ¿Pero Marichuy, la candidata neozapatista a las elecciones presidenciales? La gente estaba decidida a votar por AMLO y creo que incluso los izquierdistas que siempre han creído en el ezln han elegido el camino democrático con AMLO. Hubo un conflicto de intereses en la intelectualidad del país, porque de hecho era una oportunidad histórica. Además, Galeano nunca tomó el campo para apoyarlo abiertamente, y siento que no fue una operación clara de los medios. Y un cambio masivo fue importante aquí en México.

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Tuviste una educación artística y escolar heterodoxa, ¿cómo influyeron en tu trabajo? Estudié en una escuela alternativa Kairos, fundada por mi familia, que ya no existe. Hasta los diez años, nos hicieron estudiar cerámica prohibiéndonos el inglés, que era el lenguaje del poder. Salieron personas bastante desajustadas. Era literalmente un proyecto loco: junto con nosotros había muchos compañeros con enfermedades mentales graves para integrarlos en una comunidad “sana”. Un día entré en el aula: estaba lleno de cables que colgaban del techo, un compañero había visto una obra de Duchamp y nos dijo que este era su experimento del arte moderno. ¿Cuál fue un encuentro importante para tu vida artística? Uno de los fundadores de esta escuela había sido un seminarista, pero luego desertó para devenir psicoanalista. Fue él quien incluyó a los niños con problemas mentales en la comunidad. Lo asesinaron hace unos años en Cuernavaca: mientras tanto, había abierto varias otras escuelas. Fue un crimen inexplicable, consecuencia de la inmensa violencia que existe en Morelos. Si, por un lado, este exceso psicoanalítico en mi infancia me ha alejado del psicoanálisis, la locura siempre me ha seducido, en el sentido de que permite crear relaciones personales no convencionales, inventar mundos. También aprendí mucho de trabajar en equipo gracias a él. Gabriel Orozco y Mauricio Rocha han estudiado en escuelas alternativas y naturalmente estamos impulsados ​​a trabajar juntos para transformar un poco la vida, para liberarnos de la academia y de lo opresivo que era la identidad mexicana para que nos veamos como algo incidental, influyente.

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Cuando comenzamos a trabajar, precisamente nuestra identidad como mexicanos estaba mutando, rechazamos el folklorismo, el arte clásico mexicano e incluso el muralismo, fuimos una generación influenciada por el sandinismo, por la revolución cubana, pero también por el cine, el diseño italiano y hasta por los postres americanos. Cuéntanos sobre tu último proyecto, The Modern Garden, en Rusia Lo interesante es el espacio, tan grande, que quería hacer algo que invitara a las personas a transitarlo, estableciendo un diálogo histórico. A doscientos metros existe un parque donde hay esculturas soviéticas: un área condenada, con todos estos monumentos de la cultura soviética. Un escultódromo, un tiradero esculturas estatales. En el parque, la intención era crear esculturas basadas en logotipos que sugirieran la brecha entre la visión del Estado y la de una empresa convertida en esculturas minimalistas y geométricas: el nuevo paisaje corporativo. Además, las esculturas parecen monumentales, pero son pequeñas, y tienen una calidad efímera, están fabricadas en la tradición de la escultura modernista, pero en descomposición, vivirán un proceso porque algunas son de madera y con el invierno se degradarán... Tengo curiosidad por saber qué les sucederá. Preciso que no hay un juicio moral en esta operación, al revés, quiero instaurar una complicidad con los símbolos logotípicos, signos en el espacio que nos apropiamos y que entran en nuestra vida íntima, nuestra cultura cotidiana.

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¿Y otros proyectos? Últimamente me han invitado a participar en varias bienales, en el Líbano, en Corea y en una trienal en Japón en un pueblo fantasma de muchas casas abandonadas, donde han rehabilitado un espacio para reactivar la comunidad Echigo Tsumari.1 Por la cantidad de nieve, es el lugar en el mundo con más avalanchas, tienes túneles en la nieve para ir de una lugar a otro. Magnífico. Mientras que los proyectos futuros están ahora en Miami, en el museo ica y en una galería privada en Nueva York. Todavía no sé nada, no quiero volver a repetirme y el ritmo de las últimas exposiciones ha sido tan vertiginoso que no ha dejado espacio para nada más. ¿Cómo funciona tu proceso creativo? Pienso mucho con quién me gustaría trabajar, las experiencias, y me aíslo también mucho. El dibujo sigue siendo siempre la forma para cumplir con lo que quiero y busco. Ahora estoy mirando libros, uso plastilina, el objetivo es tratar de salir de lo que ya sé para ver nuevos mensajes. El caminito de empedrado entre plantas de un verde tropical nos lleva a su taller: el antiguo estudio del músico Julián Carrillo, un excéntrico de la época nacionalista. Tenía varios pianos que combinó para aterrizar su teoría en el decimotercer sonido de la escala. Las paredes están ocupadas por libros que Damián toma mientras charlamos para mostrarme la arquitectura tradicional de las comunidades de la Sierra o un artista homónimo de Nick Cave que disfraza animales y materiales. Todo está impregnado de la esencia de un objeto, como en un efecto difuso de cosificación. El cepillo de crin de caballo parece cobrar vida con el ligero toque de las yemas de los dedos, el estuche plateado con un arco, sin duda una de sus hijas, se encuentra junto a una estructura pequeña y simple formada por ramas. Dispersas por todas partes se hallan las criaturas de plastilina con las que Damián comienza a jugar y luego abandona en una quietud decorosa. El proceso creativo de Damián va de la cosa al pensamiento. ¿Qué otros artistas sigues? Estoy muy interesado en lo que hacen Gabriel Orozco y Abraham Cruzvillegas, intuitivamente siempre estamos en diálogo y siempre sé lo que están haciendo. Una vez me interesaba en Picabia, Duchamp y Dan Graham: los grandes. Tengo un proyecto editorial, Alias, donde hablo de todos los que adoro, pero ahora tengo un gusto por el juego de materiales y construcción. Sin

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http://www.echigo-tsumari.jp/eng/artwork/#!/

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embargo, tengo una regla: trato de no caer demasiado en ninguna seducción. Ahora estoy fascinado por Noguchi, el escultor artesano japonés, y estoy interesado en el discurso de Anni Albers, las telas y el arte popular anónimo. No es tanto un artista, tal vez llama mi atención ahora una tradición. Y de Francisco Toledo con su propia tradición mexicana, ¿qué te parece? Fue muy importante en mi juventud, ahora lo disfruto como espectador más que como artista. Hay algo cultural que nos aleja, el mundo rural orgánico... Tengo que ver con el materialismo, el realismo concreto y sintético. Si él trabaja con la tierra, yo con el cemento. Damián me muestra algunos trozos de tela que huelen a café y se parecen a tamices donde se recolectan granos de arroz. Son series producidas mientras lee audiolibros de Proust, Juan Rulfo, poemas. Cada lienzo es un capítulo. En la esquina de la tela hay una frase “‘Acostada en la misma cama’: Rulfo”. ¿Qué relación tienes con el mercado del arte? Siento que todo depende de cómo se usan las cosas. Durante años he estado cultivando un proyecto sobre maíz con el que lucho por avanzar. El agricultor que vende maíz con demasiada frecuencia no tiene un espacio para guardarlo, así que lo vende. Quería trabajar en la producción de maíz, con tecnología de refrigeración por un lado y tortillas naturales producidas sin intermediarios en la ciudad, vendiéndolas a precios razonables. Pero el tiempo es cruel, una exposición tras otra, yendo a hablar con la comunidad, el patrocinio… Son todas las cosas que requieren mucho cuidado y concentración. Acariciando las hermosas páginas del libro Casas acariciadoras: arquitectura rural, de Mariana Yampolsky, con imágenes de la arquitectura tradicional mexicana desde Chiapas hasta Oaxaca y Puebla, confiesa: “Creé diferentes variedades de maíz, un coleccionista las compró y, como te comentaba, el mercado no siempre es malo, con ese dinero quiero estimular este proyecto de sustentabilidad agrícola. Un trabajo se convierte en mercancía y genera otros trabajos, son procesos de transformación y experiencia y una actividad política y económica. La historia de un trabajo continuo. Una obra se convierte continuamente en otra”.

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Susan Sontag: la pasión y la crítica Brenda Ríos

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Susan Sontag en su casa de Nueva York en 1980. casa del tiempo (Fotografía: Marilyn K. Yee / New York Times Co. / Getty Images)


La inteligencia es sexual. Eso podríamos decir sobre Sontag, una pensadora preocupada por los fenómenos sociales, su participación política, su postura como observadora de la realidad. Un escritor es alguien que puede observar el mundo, escribió. Observar es poner atención. Las mismas cosas están frente a uno, pero no todos vemos lo mismo. Es natural, es un asunto de perspectiva y de orientación. Y de cuerpo. Cuerpo orientado en su pulsión natural. El cuerpo se dirige a un objeto. Ese objeto es el libro, una discusión en la calle, una puesta en escena, una guerra televisada. El que mira entonces piensa. El que piensa debe detenerse. No hay pensamiento en el movimiento. Detenerse, pensar, y luego viene lo otro: el proceso en frío de esa sensación, reflexión, la idea que ha sido despertada. ¿Cómo pensamos? ¿Vemos y comprendemos al instante? ¿El pensamiento ocurre en frío? En el caso de Sontag, su pensamiento se divide en dos espacios: el pensamiento crítico (guiño a la escuela de Frankfurt) y el pensamiento creativo, suave, libre. Este lo ejecutará tanto en su obra narrativa (novelas y relatos) y el otro se notará más en su trabajo ensayístico (artículos, ensayos, editoriales). Hay un proceso de analogías. No hay un solo libro, autor, ciudad, tema, donde Sontag no diga “esto es como…”, “esto recuerda a…”, “esto lo trató alguien más en tal obra”. Su cultura es enorme; su lenguaje, obsesivo, apabullante. Es, sin duda, una de las mentes más lúcidas del siglo xx y parte del xxi. Supo ver, comprender y traducir. Ella, frente a la obra de arte, al gesto del político, los tratados comerciales, resalta para nosotros lo que deberíamos haber notado desde el inicio. Su ojo es resultado de un tiro al blanco y ella es, además, el arquero. El mundo es un fenómeno de sucesos aislados: en Italia

alguien escribe una novela sobre una pintora del siglo xvi, en América del Sur alguien escribe poemas, o una pieza musical o una obra de teatro y ella hace las conexiones. Tanto por ver, leer, sentir. Ella encuentra esas piezas y las conecta, mientras que, de otra manera, habrían pasado inadvertidas. Sontag piensa. Siente, claro, pero piensa ese sentir, convierte todo en pensamiento. Su cabeza funciona de manera ordenada. Es una visionaria. Vietnam, las Torres Gemelas en Nueva York, todo en ella acotará de manera puntual para decir cómo se inclinan las tendencias de lo que debe ser inclinado, elevado, cubierto, protegido: la información de los fenómenos; la catástrofe, el atentado, la firma de un tratado, la conspiración, la relación entre causas improbables. Es un termómetro preciso. Hay que mirar de este lado, hay que recordar esto porque ya fue vivido / hecho / analizado por alguien. Su obra es una plataforma de escenarios simultáneos en el mundo. El escritor es alguien que debe tomar una postura, eso lo tiene muy claro la pensadora. Amaba por sobre todas las cosas la inteligencia. Estar en activo, pensar, y el pensamiento era la vida misma. El acto creativo, hay que insistir, es un acto de vida, de pulsión y de impulso. No se puede tener una vida fuera de la acción, fuera del acto de pensar. Tan importante como el eros, el pensamiento nos hace estar en el mundo. Para comprenderlo, abrazarlo, y poder entrar en comunicación con otros. Intentar, al menos, comprender el dolor, el origen de los demás. Eso es la ética del dolor. Las personas tienen un origen distinto al nuestro. Saberlo es necesario. ¿De qué otra manera uno puede convivir con honestidad? ¿Relacionarse de manera afectiva sin que haya este contexto común? Si algo distinguió la vida de Sontag fue su entrega al activismo,

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a combatir desde el lugar; como corresponsal de guerra, sus viajes a Hanoi, Irak, Sarajevo son muestra de su preocupación al respecto. Una intelectual reconocida pudo haberse quedado en su departamento en Nueva York, con ocho mil volúmenes en libreros por compañía, pero decide ir y ver por ella misma lo que la guerra es. Finalmente, lo que ella realiza es un viaje de alteridad, de contrastar la experiencia ante lo desconocido, la normalidad de la guerra fuera de la comodidad y el privilegio de su situación personal. Ponerse en el lugar del otro es imposible pero es reprochable no intentarlo. La posibilidad existe y esa posibilidad está llena de humanidad. Algo que dice en Ante el dolor de los demás (2003) es en extremo conmovedor: aquel que se sorprende de la atrocidad cometida por los hombres es porque no ha alcanzado su adultez moral. Lo no-humano, el horror, forman parte de la humanidad misma: la que hace que una persona cause daño a otra. Lo interesante del texto, además de ser un ensayo fenomenal sobre la fotografía del horror, la guerra y el sufrimiento ajeno, es el desarrollo del concepto de ver eso que sucede fuera de un “nosotros”, la mera constitución de un “nosotros / ellos”, “aquí / allá” como dicotomías imposibles de fundirse en una sola visión. Quién decide qué es lo bueno y lo necesario en pro del bienestar común a costa del dolor de los demás. Insiste ahí sobre la definición de Estados Unidos como salvador universal de los países oprimidos mientras no hace nada que fomente pensamiento crítico al respecto de sus instituciones; salva a quien quiere salvar mientras esos pueblos necesitados sean lejanos, exóticos. Las fotografías de guerra que se exhiben en Europa y América sólo pueden tener rostros, apunta, si se trata de extranjeros oscuros, morenos. Los blancos, de preferencia, salen con el rostro tapado porque las atrocidades pasan en un “allá” lejano y nunca en un “aquí” de kilómetros a la redonda. Ante el dolor de los demás habla de la relación que establecemos con la violencia a partir de mirar las imágenes de la guerra. Con la saturación de imágenes del horror, en los diarios, en la televisión, en el cine, en los videojuegos, cambiamos la percepción del horror, lo

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que consideramos violento. Esa sobreexposición crea una sentencia casi de normalidad. ¿Tenemos derecho de mirar a otra parte? ¿Es nuestra condición humana insensible al ya no poder mirar más eso que se presenta? Deja el ensayo preguntas abiertas como el lugar de la ética del reportero, del fotógrafo de guerra. Cuestiona seriamente a fotógrafos importantes que han lucrado con la miseria como Sebastião Salgado que hizo un libro llamado Migraciones donde viaja a distintos países para tomar fotos de comunidades en situación de hambre, búsqueda de refugio, huyendo de genocidios. ¿Hizo bien el fotógrafo? ¿Valió la pena todo eso para ver esos rostros de ceniza (casi todos negros), de hambre, de desnutrición? Hasta qué punto es arte, abuso, explotación, incluso sociopatía, desconocimiento. Lo que más impresiona de la visión Sontag que “ejerce la mirada” es el concepto de origen y de ética del juicio de valor. ¿Quién se horroriza ante qué? ¿Qué hacer? ¿Cómo ayudar? ¿Cómo seguir la vida diaria después de haber “visto” el horror? ¿Podemos ser normales después de eso? Independientemente de qué significa eso de normalidad. La fotografía del New York Times en 1972, de Nick Ut, de la niña quemada con Napalm, ganó el Pulitzer ese año. Esa foto conmovió al mundo. Es decir, hace falta algo realmente conmovedor, cercano a lo horroroso, lo mórbido, para que las personas tomen partido, se manifiesten, sean “tocadas”. No es fácil lograrlo. De eso habla Sontag. De una humanidad que no quiere pensar en los demás. Demasiado encerrada en sí misma, en los privilegios invisibles, dados por hecho. El mundo sólo se conmueve cuando no se ve afectado su modo de vida. Por eso no es de sorprender que en los últimos años el giro a la derecha en América Latina y en Europa sea un acto de defensa de las clases obreras convencidas de que son clase media. Gana el afán protector, la seguridad de lo que se sabe malo, el terror al cambio del modelo económico. Gana el asunto aspiracional: nadie se quiere asumir como el “otro”, el afectado, el pobre, el indigente, el que vive apenas sin médicos ni escuelas ni pensión en la vejez. Eso está al final de esa diferencia entre “allá / acá”, “nosotros / ellos”.


Una mirada panorámica a los textos breves de Agustín Monsreal1 Lauro Zavala

Fotografía: Autor anónimo / cnl-inba

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Este volumen contiene exactamente cien textos breves de Agustín Monsreal, elegidos por él mismo para ofrecer una especie de Monsreal Portátil. ¿Cómo es la escritura breve de Monsreal que podemos considerar como representativa de su universo textual? Para acercarnos al universo Monsreal podemos empezar por leer el primer texto del volumen, de apenas una línea, “Reencarnación”: “¡Carajo, otra vez perro!” Si nos detenemos un momento a releer este breve texto podemos encontrar diez características que están presentes en toda la producción textual del autor: (1) un tono irónico, con frecuencia socarrón; (2) una visión fatalista de la vida, que se extiende más allá de la muerte; (3) un narrador indudablemente masculino, pero siempre intransigente; (4) un lenguaje coloquial, mexicano de origen;1 (5) un título que resulta imprescindible para dar sentido al texto; (6) una economía verbal que exige un lector cómplice; (7) un ritmo textual anafórico, donde se presenta algo como si fuera parte de una historia anterior; (8) una tendencia a pisar terrenos escatológicos (el sexo, el cuerpo, el deseo, la muerte); (9) una estructura verbal que con frecuencia simula ser aforística, pero que es más bien conversacional, y (10) un equilibrio entre lo familiar y lo inesperado, que es una marca de la experiencia de escribir cuentos. Los libros narrativos de Monsreal, sus definiciones personales de palabras cotidianas, sus descripciones poéticas de espacios urbanos y sus 1 Este texto funge como prólogo del libro Minificciones. Antología personal, de Agustín Monsreal, publicado por la editorial Ficticia en 2018.

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minificciones gregarias son variaciones de estos terrenos de la escritura. En este universo encontramos simulacros de confesiones, súbitas digresiones que terminan como inesperados autorretratos; apropiaciones perversas de personajes clásicos; versiones barrocas de arquetipos literarios, y reflexiones paradójicas sobre la misma escritura. Esta antología ha sido creada por su autor, deliberadamente, para producir una sensación de caos. Y sin embrago, es posible encontrar una geometría en esta aparente locura. El método para apreciar la escritura de Monsreal consiste en detenerse en algunos textos particulares. Veamos un fragmento de una minificción con un título inofensivo: “Del cuaderno de Pepetino”. Este texto está formado por una serie de preguntas, lo que en sí mismo es un festín de imágenes, una aglomeración de ideas, un champurrado de problemas teologales: ¿Cómo se las arregla Dios sin mujer? ¿Cómo le hace para andar sin nadie, sin hablar, sin unas manos donde calentar los huesos? ¿Quién le ayuda si se le mete una basurita en el ojo? ¿Quién lo cura con saliva si se raspa una rodilla? ¿Quién le unta besos en la frente cuando tiene fiebre? ¿A quién le echa la culpa de todo lo que le pasa? ¿Se enoja mucho si el domingo no lo dejan levantarse tarde? ¿Cuándo cumple años? ¿Piensa alguna vez que si se porta mal se puede ir al infierno? ¿En qué espejo observa su cara? ¿Se pone de genio cuando tiene hambre y sed, o es de los que se aguantan? ¿Qué opina de los alquimistas? ¿Tiene a María Callas para cantarle a Él solito? ¿Dónde pasa las vacaciones de Semana Santa? (Fragmento de “Del cuaderno de Pepetino”).

También nos podemos detener en “Una antigua historia de amor”, donde la experiencia de Sherezade es reescrita como la historia de un impetuoso deseo sexual

compartido por ella y el rey, que se convierte en un poderoso enamoramiento que dura mil y una noches, y que llega al momento en el que, tomados de la mano y viendo un atardecer antes de planear el primer hijo, el rey le pregunta a ella: ¿Qué era lo que tenías que contarme?

Los textos de Monsreal van de la tradición literaria a la contingencia cotidiana. Estos espacios son reescritos con la intención de asombrar al lector, convirtiendo lo que podría parecer intrascendente en una experiencia textual. Esto puede ocurrir con los recados que se deja un matrimonio antes del desayuno, la costumbre de tirar los zapatos viejos a la basura o la tendencia a mirar el cielo con una taza de café en la mano. ¿Cuántos escritores describen la sensualidad ilimitada de unas piernas gordas? Eran unas piernas gordas de principio a fin. Gordas sólidas. Gordas densas. Gordas formidables. Frutas plenas. Místicas. Sofisticadas. Perversas. Gordas de una voracidad pulposa, solícita, caliente. Combativa. Fiestera. Temeraria. Delicadamente gordas. Estéticamente gordas. Cachondamente gordas. Melindrosas, elegantes, apoteósicas. Gordas para el amor, para la fantasía, para la fiesta insumisa de rodearlas, recorrerlas, ascenderlas. Una gordura como hecha a mano con arte de alfarero. Una gordura prodigiosa. Una gordura bella, juguetona, complaciente, día de fiesta para los sentidos. Una gordura sin edad, fascinación infinita. Piernas gordas que extasiaban, seducían, colmaban de tentación, de vehemencia. Nunca una mujer gorda fue tan deseada como ésta. Nunca unas piernas gordas despertaron tales ansias locas de tocarlas, apretarlas, estrujarlas. Hundir los dedos en su gordura, los dientes. Zambullirse. Lamerlas. Chupetearlas. Morderlas. Venirse en ellas, morirse en ellas, perpetuarse en ellas. (Fragmento de “Amada Colombina”).

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En más de una docena de estos textos encontramos reflexiones metaficcionales sobre el acto de escribir y sobre la naturaleza de la escritura. En “La raíz del mal” encontramos el ars poetica del escritor: No obstante la rectitud de su corazón, su mente lo torcía todo. Por eso decimos que pudo haber hecho cosas diez veces más provechosas y auténticas, pero la vanidad, los accesos de orgullo, la manía de la vanagloria, todo lo condujo a ser escritor.

Es tal vez en la serie de textos sobre lo que el autor llama la Mujer de tu Prójimo donde encontramos al Monsreal esencial. En esta obsesión permanente, el narrador imagina lo que esta mujer le preguntaría en la convivencia rutinaria: (…) ¿cómo te gustan más mis piernas; con zapatos de tacón alto o con sandalias, con medias o sin medias?, tú me gustas hasta cuando no me gustas: mi agua bendita, bendita seas (Fragmento de “El amor es contigo o no es”)

En estos textos encontramos viñetas de una vehemencia contagiosa, construidas con imágenes entrañables de mujeres a la vez próximas e inalcanzables, deseadas y lejanas, distantes y arrebatadoras. Veamos, por ejemplo, el caso de “Los adorantes”: Durante toda la noche, la Mujer de tu Prójimo sólo bailó con su marido, pero cuando se fue de la fiesta iba como satisfecha de que nunca le quitaste la vista de encima a la cadencia de sus caderas.

En “Misterio y alfileres” encontramos una descripción sinestésica, casi tangible, de la mujer que todos hemos conocido en más de una ocasión: Quiero evitarlo; no quiero fijarme en ella, pero ella hace todo lo posible porque me fije; yergue el pecho, cruza

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una pierna, la otra, echa la cabeza hacia atrás, sacude sus cabellos, procura que nuestras miradas se encuentren y esconde la suya en cuanto se encuentran; se levanta, despaciosa, va al baño, pasa a mi lado entallándose la falda, la blusa; regresa, me da la espalda —muestra el esplendor de su cuerpo de espaldas—, se sienta, está ahí para que yo —nadie sino yo— la vea, la aprecie, la posea, la grabe en mi mente, se vuelve hacia mí, destapa su risa, blanquísima, categórica, se muerde un pedacito de labio, dibuja laberintos invisibles con las uñas sobre el mantel, se pone adusta, enmudece, toma con destreza la mano del hombre que la acompaña y me dedica —yo siento que me dedica— un amplio suspiro que dice — yo siento que me dice— aunque quisiera no puedo ser tuya, soy, seré siempre la Mujer de tu Prójimo. Y yo me canso de ser, eternamente, yo mismo.

Y en medio de todo ello descubrimos viñetas de un erotismo francamente poético. Veamos, por último, la perfección de “Corazón alborozado”: La Mujer de tu Prójimo es una lumbre tan viva, tan poderosa, que basta mirarla para encender como por arte de brujería las ganas de tocarla besarla olerla lamer toda la dulzura de sus pechos, dibujarle dedos y labios sobre la piel, celebrar en ella la vida, entera y efímera, y después, colmado de las inmensidades de ese desmedido y loco amor, llevártela a dormir contigo y ahí, bien arrebujadita entre tus brazos, cerrar los ojos y soñar con ella.

Es así como en este universo textual las constantes temáticas y estilísticas señaladas hasta aquí son exploradas en variantes irónicas y reflexivas, en ocasiones sardónicas, pero también frecuentemente poéticas. Lo único seguro es que el autor no deja de sorprenderse a sí mismo. Y con ello, nos lleva al asombro. Bienvenidos al universo Monsreal.


Laura Restrepo en París, Francia, en 2006. (Fotografía: Ulf Andersen / Getty Images)

Los divinos:

Laura Restrepo y la pregunta insondable Moisés Elías Fuentes

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En algunas entrevistas que ha concedido respecto de Los Divinos, su décima novela, Laura Restrepo expone reflexiones tomadas del libro, en especial del último capítulo, como si se tratara de un reportaje y no de una obra narrativa, lo que pareciera un equívoco, pero no: Los Divinos revisa en los aspectos íntimos la amistad de cinco hombres, amigos desde los días de estudio en una exclusiva escuela, rememorada por uno de ellos, cuyo relato se enlaza con la intuición periodística de la escritora natural de Bogotá, donde nació en 1950. Con base en el secuestro, violación y asesinato de Yuliana Samboní, niña de un barrio marginado de la capital colombiana, a manos de un arquitecto de clase alta, Restrepo explora la caída moral de la élite bogotana en los últimos treinta años, caída representada por esos cinco hombres en sus treinta y tantos años que de niños se autonombraron los Tutti Frutti y que de adultos insisten en comportarse como adolescentes mimados y tóxicos. Periodista curtida y hábil narradora, Restrepo reconstruye con destreza los entresijos de la cotidianidad bogotana en todos sus estratos, algo patente en novelas como Dulce compañía y Delirio, donde se mezclan voces oligárquicas con las de la clase media y las de los cinturones de pobreza, polifonía falsamente armónica, porque detrás de los tonos acompasados y equilibrados se esconde la discordancia, engendrada y desarrollada por años de discriminación social, desigualdad económica y represión de la disidencia.

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A diferencia de las novelas antes citadas, en Los Divinos sólo se escucha la voz de la élite, aunque con tres acentos distintos, porque, a pesar de su supuesta homogeneidad, la clase alta también es amasijo de fragmentos sociales. Así, los Tutti Frutti hacen honor a su mote: mientras el Duque proviene de la vieja oligarquía rural, el Muñeco y el Tarabeo proceden de la financiera neoliberal, en tanto el Píldora deriva de la burguesía comerciante que sobrevivió al libre mercado. Sin embargo, ninguno se encarga del relato sino el Hobbit, descendiente de una familia pudiente venida a menos, aceptado más por su cuna que por su economía. Traductor con aspiraciones intelectuales, el Hobbit conoce las bambalinas financieras y emocionales de los Tutti Frutti, las furias soterradas y los raquitismos sentimentales que los trastornan. El Hobbit es la voz de todos que interpreta los acentos de sus compañeros de adolescencia dilatada: La queridura siempre ha sido lo suyo, un chino muy querido ese Muñeco. ¿De dónde eso de chino, si no es de China? Chino es un pelao, y un pelao no es un calvo sino un niño, un muchacho o alguien que no creció, o no adultó, alguien tan inmaduro como nosotros, los cinco Tutti Frutti: inseparables, refulgentes, inmortales.

Conocedora del español bogotano, Restrepo utiliza los sociolectos citadinos para confeccionar con giros idiomáticos los trajes de los Tutti Frutti, refugiados en una perpetua fiesta de disfraces lingüísticos en la que


ocultan, para sí y para los otros, sus verdaderas personalidades. Si el escamoteo de la personalidad caracteriza a las mujeres y hombres en las novelas de la autora, en Los Divinos tal recurso llega a extremos exasperantes, porque los personajes se atisban entre borrones y tachaduras. De hecho, a contrapelo de su minuciosidad, el relato del Hobbit se torna ambiguo y, sin solución de continuidad, pasa de la autocrítica adulta a los arrebatos adolescentes, de modo que el mismo hombre que cita a León de Grieff es el que se aísla a jugar con los Angry Birds en su Xbox. Esta indefinición vuelve lejanos e imprecisos a los Tutti Frutti, treintañeros con apodos pero sin nombres, habitantes de un mundo fantástico, inasequible para la comprensión de los otros, entre los que estamos los lectores. Alegoría de lo inasequible es la hafefobia que padece el Hobbit, quien no soporta el contacto físico con los demás, salvo unas cuantas personas, y que lo empuja a tener relaciones sexuales desprovistas de escarceo. Tal despersonalización de la sexualidad expresa la carencia de empatía de los Tutti Frutti, que es al mismo tiempo (sarcasmo despiadado) la que los une, como expone el Hobbit al hablar de la masturbación: Hasta que empecé a ver en los masturbatrones un interesante pacto de amistad, un buen ejercicio cardiovascular y una desinhibida expresión de amor propio. ¿Así que no había que esconderse ni darse golpes de pecho, ni hacía falta tener novia para disfrutar? ¿Ah, no? Acababan de revelarme la fórmula de la felicidad. El masturbatrón de los Apaches: declaración del derecho del hombre al placer en libertad.

Hombres, los Tutti Frutti dependen de sus madres, hermanas, novias y amantes para sobrevivir. Hijos de padres ausentes, son los niños peleles de mujeres que por uno u otro motivo asumieron el control de los negocios familiares. Sin embargo, dicho empoderamiento femenino no determinó la emergencia de hombres sumisos a las mujeres: por el contrario, formó hombres-niños enfermos de una insatisfacción pertinaz y sorda.

La ausencia paterna en Los Divinos resulta clave para comprender los alcances de una cultura misógina, en la que ni siquiera la presencia activa de las mujeres contrarresta el peso de la educación patriarcal, basada en el sometimiento de la otredad, lo que explica la casi total invisibilidad del ser femenino. Las mujeres trabajan, toman decisiones y están en movimiento, pero en el mundo de los Tutti Frutti son circunstanciales, como Alicia: adorno para el Duque, desfogue para el Tarabeo, confidente para el Hobbit, interpreta los papeles que ellos le asignan, y cuando decide interpretarse a sí misma, la rechazan, porque las mujeres existen si acatan el discurso machista, como María Inés, la esposa de Tarabeo: María Inés se hace la que no sabe y su matrimonio va sobre ruedas. Tiene clara la vaina: el problema no es que se sepa, sino que se sepa que uno sabe. Que su marido el Táraz haga como le plazca, con tal de que a ella no le venga a refregar sus romances por la cara. ¿Separarse, ella, por esa tontería? No señor, ella no es boba. Y en lo que respecta a Tarabeo, ¿separarse él, para dedicarse de lleno a su vida de soltero?

Regido por un orden patriarcal intolerante, el mundo de Los Divinos diríase inamovible. Sin embargo, tal solidez se desmorona con la presencia de la Niña, obligada por el Muñeco a entrar en su microcosmos de insatisfacción permanente e impunidad absoluta. Involuntaria vecina de las nuevas zonas residenciales con sus penthouses exclusivos y asépticos, la Niña habita un barrio marginado, mancha de inmundicia que la oligarquía bogotana procura suprimir de su psique y su vida diaria. Con dominio de la técnica, Restrepo inserta el capítulo dedicado a la Niña hacia la mitad de la novela, de modo que divide a los Tutti Frutti en dos grupos: el Muñeco, el Duque y Tarabeo en el primero; el Píldora y el Hobbit en el segundo. De esta manera, la Niña opone la oligarquía gobernante a la otra, la que depende de sus negocios o de sus apellidos, por lo que los Tutti Frutti transitan de la cohesión y la paridad a la dispersión y el desequilibrio.

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Frágil y desabrigada, la Niña ha de ser la víctima de las insatisfacciones emocionales, morales, sociales del Muñeco, quien pretende acallarlas al convertir en coto de caza el barrio donde residen las niñas frágiles y desabrigadas, todas iguales según el Hobbit: Trato de compararlas para saber si alguna de ellas es la pequeña que andan izando en pancartas. Pero se parecen las unas a las otras como gotas de agua, como una lágrima a otra; así, a primer golpe de ojo, las fotos imprecisas y tomadas de lejos no me permiten detectar particularidades. Medio que sí y medio que no; nada en concreto. Perplejidad de la visión, que registra al mismo tiempo lo que es diferente y lo que es idéntico.

Pero, cuando el Hobbit la identifica, la Niña, condenada a muerte desde el instante en que el Muñeco la seleccionó como presa, adquiere identidad propia: Cualquier similitud que yo hubiera podido percibir entre ella y las demás queda eliminada de un plumazo. A partir del momento en que la convierten en la elegida —la Elegida, con mayúscula—, ella se torna única. Ella, la marcada. Ella, la que es distinta a los demás mortales; ella, más proclive a un trance de muerte; ella, más próxima a un peligro quizá irreparable.

En Los Divinos los retratos de las mujeres llegan desde la perspectiva masculina, es decir, del patriarca que interviene el ser femenino (a nivel físico y psicológico) para ejercer un poder coercitivo que restringe, somete, castiga, y al que únicamente se subleva la Niña, quien no se reduce a víctima olvidable, sino que se humaniza en la medida que descubrimos los alcances de su martirio. Y algo más: su humanización la familiariza con el dolor de cada persona que ha perdido (metafórica o literalmente) a otras Niñas, por lo que ella es colombiana y argentina, mexicana y nicaragüense, vecina y nuestra. Desde su microcosmos bogotano, la Niña nace y muere en cualquier región de Latinoamérica y aún más lejos, lo que el Hobbit entrevé cuando desde Australia recibe la llamada de su hermana, que para él está más cerca que la realidad circundante, porque lo circundante

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ha sido para los Tutti Frutti el espacio de la inmadurez autocomplaciente y la amistad falsaria. Al saber que el crimen resuena al otro lado del mundo, el Hobbit reconoce que los cinco asesinaron a la Niña: —¿La niña perdida es una prepago que tronó de sobredosis en una fiesta del Muñeco? —le pregunto, medio tratando de empatar la versión de Tarabeo con lo que me está anunciando Eugenia. —Cuál prepago, Hobbo, vives en las nubes, al Muñeco lo están buscando porque secuestró a una niñita de siete años, ¿entiendes? Hay agite en Bogotá, y tú encerrado en tu cueva mientras la gente grita en la calle, hasta acá me están llegando whatsapps con el escándalo, mira los videos, ¡ahí te los mando!

Restrepo titula Los Divinos a la novela porque para los Tutti Frutti, el Muñeco y Tarabeo son dioses, deseados por las mujeres, inmunes al tiempo, bienaventurados financieros, a quienes los otros sirven de feligreses. Pero los dioses se pervierten en farsas porque fueron estériles, ineptos para vislumbrar en la Niña la divinidad de la simple vida humana: Se equivocó el Muñeco: la niña era intocable y era sagrada. No podía profanarla y salir impune. Lo sagrado calcina a quien lo toca. El corazón de esta ciudad postrada latirá, año tras año, en el fondo de la celda donde vegeta el Muñeco, violador, torturador y asesino, infinitamente solo en el centro del radio de desprecio que en torno a sí genera.

Abrumado por el abrupto final de los Tutti Frutti, el Hobbit intercala citas literarias con sociolectos bogotanos, giros periodísticos con titubeos conversacionales, para responder lo que llama preguntas insondables, aquellas que sólo puede dilucidar la sociedad como un todo, si acaso quiere reinventarse; preguntas irresueltas que aún dañan el proceso de paz en Colombia, como ha atestiguado una y otra vez Laura Restrepo, las mismas que el martirio de la Niña exige que se respondan de manera urgente e impostergable. Preguntas insondables que son vecinas y nuestras.


PoesĂ­a latinoamericana contemporĂĄnea Audomaro Hidalgo

Imagen: iStock

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Entre los últimos veinte años del siglo pasado y las casi dos primeras décadas de nuestro ya adolescente siglo xxi, la poesía en lengua española escrita en América nos ha dejado algunos libros que vale la pena tener en cuenta, porque postulan un nuevo horizonte posible. Frente a la cómoda y comercial poesía española actual (salvo en su vertiente catalana y gallega), la poesía latinoamericana contemporánea goza de buena salud y le otorga oxigenación y vitalidad a nuestro idioma. En Argentina está el libro Hablar mestizo en lírica indecisa, de Luis Osvaldo Tedesco y el pensamiento poético de Hugo Mujica. Hablar mestizo… es un libro en el que los discursos y el lenguaje de la política, el tango, la calle, el ómnibus, el futbol y la poesía se mezclan y se fecundan a sí mismos. La relativa extrañeza que produce la lectura de este libro (sus quiebres sintácticos, la creación de neologismos, sus exasperaciones verbales) viene directamente de la raíz de nuestra lengua Luis Osvaldo Tedesco es un apasionado lector de los poetas del llamado Siglo de Oro español. El título de su libro podría resumir algunas tendencias visibles que sigue la poesía no sólo en el ámbito de la lengua española sino en el mundo occidental: poesía con una pluralidad de cruces y registros lingüísticos, estéticos y epistemológicos. La poesía contemporánea, esa “lírica indecisa”, es una mezcla, un “hablar mestizo” que pone en evidencia su propia crisis. Contra la gran vertiente de la poesía que en América Latina ha hecho de la desmesura verbal su apuesta,

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Hugo Mujica es un solitario, que además desea ser solitario. Un poeta colombiano, José Manuel Arango, podría estar cerca de la sensibilidad de Hugo Mujica. Ambos son poetas breves, concentrados. La nota saliente en estos dos poetas es el silencio. Sin embargo, el silencio en Hugo Mujica es algo vivido y por eso forma parte de su sangre espiritual: “es una visión del mundo”; en cambio, el silencio de José Manuel Arango es más bien un recurso, algo creado que rodea sus poemas y que no nace del fondo del lenguaje. Es una reticencia. Lo que nos dice el pensamiento poético de Hugo Mujica es que la página en blanco no pide ser escrita sino “escuchada”. Si tuviéramos que buscar un equivalente de Mujica tendríamos que ir a Francia y pensar en la obra de Pascal Quignard. Los dos se parecen no tanto en el desarrollo fragmentario de sus libros, sino en que ambos han hecho del silencio un punto central de sus respectivas búsquedas vitales y estéticas. Detrás de Hugo Mujica se vislumbra el mundo griego, en lo que tiene de simetría y de belleza; Quignard es el arqueólogo y el traductor contemporáneo del universo latino. La obra de Mujica y la obra de Quignard postulan un nuevo tiempo, el tiempo del ahora. Poéticas del vacío y Lo naciente, de Hugo Mujica, son libros que nos recuerdan que el canto aún puede pensar y que el pensamiento sabe cantar. Son dos libros de poética fundamentales. En México, Cuerpos, de Jorge Max Rojas, y A todo nada y Sobresaturaciones, últimos libros publicados del


ecuatoriano Fernando Nieto Cadena, radicado en nuestro país desde finales de los años setenta hasta el día de su muerte, ocurrida en marzo de 2017. La de Fernando Nieto es una poesía de nuestro tiempo, es un vertiginoso afluente en el que convergen el ritmo de la música del caribe (la salsa, el merengue), los sonidos del danzón mexicano, el cine, el monólogo y el silogismo, el pasquín, fragmentos discursivos de la teoría literaria, la crónica periodística, el improperio verbal, el psicoanálisis y la filosofía. Todo cabe en una página sabiéndolo escribir, parece decirnos la escritura de Nieto Cadena. Todo, sumado a una conciencia muy despierta y aguda sobre el lenguaje poético, que para Nieto Cadena es algo así como un molde para diversos y muy variados ingredientes. Poesía que no da concesiones: intentar leerla es un reto y requiere de una paciencia a prueba de todo. Cuerpos, de Jorge Max Rojas, inaugura plenamente la poesía mexicana del siglo xxi. Es un libro que no hemos leído bien y al que no le hemos dado el lugar que merece. Incluso si Incurable se le acerca, Cuerpos no tiene antecedentes en la poesía de nuestro país y se inserta con naturalidad en aquella vertiente representada por Martín Adán, Pablo Neruda, Vicente Gerbasi, Enrique Lihn, Eduardo Espina, etcétera. No tanto por el tema (el diálogo físico y metafísico entre la materia y la nada) sino por el aliento (un poema extenso de poco más de seiscientas páginas), Cuerpos, de Jorge Max Rojas, podría colocarse al lado de Leaves of Grass, de Walt Whitman. Cuerpos representa lo que 2666 para la nueva narrativa hispanoamericana: varios caminos a explorar. En Chile, además de Diego Maquieira, sobre todo del Maquieira autor de Los Sea Harrier, otros poemarios nos dan un pulso de la buena salud de la que goza aún la poesía que se escribe en ese país. Cipango, de Thomas Harris, y Coronación de Enrique Brouwer, de Clemente Riedemann. Cipango es una sostenida tensión por encontrar un sentido, al leer los sucesivos fragmentos de este largo poema tenemos la sensación de que el lenguaje se está haciendo y deshaciendo al mismo tiempo,

el barro lingüístico lo informa y a él regresa cuando no puede continuar; el canto del poeta vacila constantemente y pasa del yo personal al nosotros colectivo en el que Harris encuentra la realidad social, política y cultural chilena. Nacido de un episodio histórico sucedido en el siglo xvii, en Valdivia, ciudad de origen de Riedemann, Coronación de Enrique Brouwer es un largo poema narrativo no exento de humor y de fiera ternura, en el que abundan bucaneros, barcos piratas, fantasmas, y en el que lamento el cierre con tintes católicos y de redención que hacen caer de las manos del lector este hermoso libro. En cuanto a la intención estética, es decir a concebir la poesía como un discurso narrativo, con un argumento que sostiene la historia, el antecedente remoto de Coronación de Enrique Brouwer se llama Viaje al parnaso. En Colombia, un libro de pequeños y mágicos poemas en prosa: No es prudente recibir caballos de madera de parte de un griego. En Bolivia: La piedra imán, de Jaime Sáenz y la poesía concentrada de Vilma Tapia Anaya. En cuanto a la crítica, el otro elemento constitutivo y necesario de la poesía, hay que citar En suelo incierto, la esperada reunión de los libros de ensayos de Eduardo Milán, que junto con La Máscara, la transparencia, de Guillermo Sucre, son dos libros angulares de la crítica poética ejercida en nuestro continente. En suelo incierto pone en perspectiva todas las preocupaciones de Milán (fue el primero en escribir artículos críticos sobre Carlos Martínez Rivas y Diego Maquieira, por ejemplo) en torno a la poesía latinoamericana de las últimas décadas, la relación que guarda con las vanguardias poéticas del siglo pasado y su vigencia en nuestro presente. Sucre y Milán han llevado a cabo un enorme ejercicio de comprensión y de interpretación de nuestros poetas, su esfuerzo nos estimula a pensar y sobre todo evidencia el vigor de la poesía escrita en América latina.

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Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

La mujer alta baila en una calle de la Obrera JesĂşs Vicente GarcĂ­a

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Su luna de pergamino Preciosa tocando viene. Al verla se ha levantado el viento, que nunca duerme. Federico García Lorca

Para bailar salsa se necesitan ganas, una dama y la frescura de la noche, con luna y con nubes, con una pista parcialmente húmeda por la lluvia de la tarde; la lona alquilada no logró cubrir todo este universo de ritmo, en el cual se siente el aroma deseoso de la fémina que nos acompaña, y el del hombre que la seduce sin tocarla apenas con las yemas de los dedos, y ese dulce placer de sentirlo por el olfato y mirarlo de reojo en las vueltas y en la forma de tomarla de la cintura hecha para que la música de los salseros se manifieste mediante estos cuerpos que Basilio observa en el corazón de la colonia Obrera, calle Manuel Gutiérrez Nájera, fachada amarilla, número par. —¿Bailas? —la amiga cuestiona. Basilio se amilana a causa de las parejas que hacen de la pista un deleite. La carencia de barrio del licenciado sale por sus ojos al ver a los maestros del baile acariciar el piso del taller mecánico, porque les da igual Chana que Juana en materia de espacio, lo mismo mueven los pies en el ajedrezado piso de Los Ángeles que en una calle cerrada de la Doctores, en la terracería de alguna calle inacabada del oriente, en pasto que en duela; nada los detiene, por eso son los amos de la noche, aquellos que por no dormir bailan y por bailar no duermen; sin ellos, no habría noche. Se dice que la luna se asoma hacia la ciudad para ver si vale la pena salir a alumbrar su ritmo guapachoso y digno de reflejar luz y sombra en el piso. La noche no es sin salsa. Son los quince años de la hija del Ojón, amigo de Pamelo de hace algunos ayeres. Joven, morena clara, cabello bien peinado hacia arriba que permite lucir su cuello, alta, vestido rosa con guantes y un escote discreto. Las mesas alrededor y en medio al fondo la de la festejada, que anda agradeciendo en compañía de su mamá, quien no deja de sonreír, y a sus cuarenta y siete luce las curvas

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de la vanidad entallada en un vestido azul claro, tres tallas más chicas que la suya. El Ojón va a la mesa de Pamelo, Athena, Basilio y Reina, la que desea bailar, pero a causa de la carencia de conocimientos bailarines de Basilio, no prueba la pista y ella sabe que el tiempo corre que te corre. —¿Cuánto tiempo sin vernos, mi Pame? ¿Treinta y feria? ¿Ya conoces a mi vieja? ¿No? ¿Cómo no? Tú la conociste cuando era mi novia hace un madral. Salud, ca. A ver, un tequila, un pinche tequila más. Me dicen el Ojón, quién sabe por qué, sólo porque mis ojitos son pispiretos. Vieeejaaa. Vieja. Ven. Sí. Orita atiendes a don Melquíades, él es de la familia. Mira. Ven. Él es Pamelo y dama que lo acompaña y su amigo el licenciado, porque ha de ser licenciado (¿cómo será su percha?). Oye, ¿y ya no has visto al Miguelón?, sí, supe, supe, que anda en Guanajuato, siempre fueron así, chidos los dos, qué briagotas nos poníamos, no, eran otros tiempos, aún el hígado daba pa’ más, qué no, mi buen; y aquí el licenciado Bastillo, ah, Basilio, él, amigo del flaco Pamelo, oh, vieja, no soy igualado, somos amigos desde la secundaria, en la gloriosa 82 Abraham Lincoln, cómo no, ¿te acuerdas del Chorrito de mate? O nos saltábamos la barda. Híjoles, eran tiempos acá, vieja. Salud. Y fíjate, Pamelo, cuando nos casamos en los noventa, nos fuimos un tiempo a Puebla, allá por Cholula, pos al comercio, y sí, hicimos nuestros ahorritos, ya ves, mi hijo el mayor está en Zacatecas, él estudió para agrónomo, le gustó y se fue, y tiene dos hijos ya mayorcitos, mis nietos bien bonitos que no pudieron venir, no me responden desde hace como un año, pero pos dicen que andan bien, pusieron su establecimiento de venta de cosas para el campo, ya sabes, y luego tuvieron problemas con los que

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cobran derecho de piso, luego pos, no sé, nos avisaron, ellos no, otros, que no podían venir, y pos mira, al fin pudimos hacer acá los quince a mi hija la menor, ella es todo celular, aifon y tabletas y esas chingaderas… no, vieja, es que nuestro hijo, chingón y guapo, salud, pinche Pamelo, con todo respeto, señoritas, perdón, así es uno, es el barrio, perdón, perdónenme… bueno, voy con mi vieja, sigan, sigan… don Melquíades, cómo está, se ve de pocamadre… El Ojón bebió como cuatro tequilas al hilo. Reguetón. Los muchachos con sus gorras al revés; pronunciando las caderas, ellas; en las mesas los invitados beben y comen tranquilos, unas carnitas, mientras viene lo bueno, porque el Ojón y su mujer echaron la casa por la ventana y han convertido su taller mecánico en salón de fiestas con todo y valet parking, para eso han trabajado, no digan que el maestro mecánico es un agarrado; y Pamelo recuerda que cuando jóvenes, al final de un partido de básquet, los corretearon los de la secundaria de la Tránsito, del otro lado de Tlalpan, cerca del metro San Antonio Abad; corrieron hacia el taller que en ese entonces comandaba el padre del Ojón, don Lalo, cómo no recordarlo con sus amigos echando trago y trabajando, se armaron los cocolazos, y que llegan patrullas y las famosas páneles. Don Lalo le puso una cueriza al Ojón. Y justo una semana después, ahí mismo, se hicieron los quince años de su hermana, que andaba con el Yeyo, una lacrota de tipo, pero tenía lana y un auto robado, lo que Lily no veía, pues era guapo el Yeyo, vestía como Chayanne y hasta su cabello así lo tenía, con el saco de padrote, la cadena al cuello, el cigarro constante y la loción de moda; qué fiesta, qué borrachera; en ese mismo lugar amanecieron con cubas en el gañote escuchando Radio Universal, “la noche quedó atrás…”. Así, el Ojón, con el paso del tiempo aprendió el oficio de hojalatero, luego mecánico, hasta que dominó el negocio, porque después de la secundaria no quería saber nada de escuela. Y se hizo el silencio. Se pidió la atención del respetable, porque ya venía el momento importante: las palabras del papá y el padrino y la mamá y todo los

que se aventarían al ruedo en el mundo del verbo; y el Ojón seguía bebiendo y bebiendo, y le dijeron no hables, tranquilo, mejor que hable la mamá lágrima de por medio, y el Ojón no se detenía, bebía y bebía y volvía a beber, como los peces en el río, y hasta la esposa en nombre de la vieja amistad le pidió a Pamelo que por favor le dijera que detuviera esa forma de ingerir. Fue, lo abrazó, platicaron, en tanto ya estaban hablando por micrófono; la mamá lloró y le deseó lo mejor a su hija, verla hecha una mujer, era no sólo un orgullo sino un reto y una responsabilidad para seguirla educando, y agradeció a todos los presentes por su asistencia. Los

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mariachis callaron cuando llegó el Ojón, don Ricardo, para quienes no lo conocían bien, y Pamelo lo llevó abrazado hacia el pódium hecho a semejanza de las grandes ocasiones. Agradeció con voz aguardentosa a todos por estar en un momento decisivo y luego a todos dejó con las orejas sorprendidas cuando subrayó que esa fiesta la dedicaba a su hijo que no pudo venir de Zacatecas, que seguro desde allá sus pensamientos están llegando a su hermana menor, y después lloró con la sinceridad a flor de piel, y aun así no quiso retirarse, sino que ofreció disculpas como cinco veces; el jefe de ceremonias quiso interrumpir y evitar ese momento, pero Ricardo el Ojón volvió a decir que su hijo, que en paz descanse, debe estar contento. Basilio y Pamelo se vieron a la cara, luego al Ojón, ¿vivía o no vivía? Pidió una cuba, se echó un trago de más de medio vaso y alcanzó a decir gracias; los invitados se pusieron de pie y le aplaudieron, buena salida, piensa Pamelo; lo abrazó como en los viejos tiempos y lo llevó a su mesa a tomarse otro trago, y don Ricardo enfatizó el gusto por tener ahí a Pamelo, porque era su nexo con la juventud, claro, aparte de otros, pero con los demás no había corrido aventuras de ese jaez. Vino el vals, no sin antes bailar dos rolas modernas y se aventó una coreografía ochentera, los pasos que hacía Menudo con esa de “Cámbiale las pilas”. Ora sí que ay, ojón, bien que les salía, y pusieron a bailar a los presentes. Dieron la cena después del vals, Strauss, “Los bosques de Viena”, y hasta Basilio se abrazó con Reina y ella algo le decía al oído, mientras Athena igual algo le susurraba a Pamelo y él sonreía viendo la mirada a través de los anteojos de ella y luego bajaba la mirada hacia su vestido azul y el escote discreto que apenas

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entreveía coqueta la división de sus turgentes pechos que discretamente hacía el movimiento de cubrir sin cubrir, y ella le veía el rostro y la corbata rosa con el traje negro, contraste a la altura de las circunstancias. Para entonces, el Ojón estaba ya en la mesa con su familia, más repuesto; lo llevaron a lavarse el rostro, se fumó un cigarro y bebió agua mineral, comió carne de cerdo con guarnición agridulce, luego pidió un mole con frijoles; hubo como tres platillos. Vaya que la banda comió hasta el hartazgo. Eddie Santiago cantaba y se desparramaba por los oídos aquella de “amiga yo siento celos hasta el propio viento / el mío es un amor voraz que crece como el fuego / Si creo que antes de nacer te estaba amando / y ahora tengo que morir de sed”. Pamelo ve a los ojos a Athena y ella igual, y él le pregunta ¿vamos a bailar? Sabes que no sé. Yo te enseño. Pero no sé y no sabría, mira, y le muestra a los bailarines que ya se adueñaron de la cancha dancística; ellas, con el primor de sus zapatos que brillan aun en la oscuridad y las faldas de holanes que vuelan, los pantalones justos que emergen de un cuerpo justo a la necesidad de esta salsa que cuestiona al amor y a los enamorados con ese afán de vivir y no dejar que muera, y no se sabe por qué hay gente que recibe el amor y no lo asimila ni decanta ni hace suyo, y el contraargumento sería: “Cuando no te quieren lloras y cuando te quieren no sabes querer”; y aquí entre los tragos, los abrazos, ese sudor sabroso que Athena no quiere que emane de su cuerpo, continúa la canción: “Qué locura enamorarme yo de ti / Qué locura fue fijarme justo en ti / y mi voz tiene tu nombre / enredado en mis temores”. Reina logra lanzar a la pista a Basilio, quien se apoca suavemente ante los bailarines


de la Obrera que saben que la estética no está peleada con esos decibeles elevados y esos tragos del alma, aromas a perfume nocturno, y Pamelo le sonríe y le dice con la mirada “aviéntate, mi lic, tú puedes, mira cómo le hacen; ellos son los maestros para aprender y no para opacarte”; lo mismo sucede con Athena, que a duras penas logra salir con Pamelo y dice que no sabe bailar y Pamelo la ve hacia arriba y la abraza del talle y se eleva para alcanzar su oído, a la manera que dice Ortega y Gasset: “hay que elevarse hacia la mujer”, y le dice que no se necesita saber bailar para entrar al ritmo de la salsa, basta con querer sentirla para que los

pies se muevan solos, para que la cadera sepa para qué vino al mundo y para conectarse con la letra y el vaivén antillano y seguir cuestionando: “Qué locura fue enamorarme de ti”, porque en el barrio como en las letras, los campos de batalla huelen a noche, con todo y que el padre de la quinceañera llora por su hijo perdido, una dama sonríe por no saber bailar y una mujer alta —con Pamelo egresado de ese barrio y educado en la vida, con la ciudad desparramada por los pies salseros, dispuesto a batirse en la pista y con la cintura que tiene enfrente— decide que el baile es el principio de una noche, porque esto ya no tendrá fin.

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intervenciones Mateo Pizarro

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El mejor testigo es el que no ha sobrevivido:

En las púas de un teclado, de Camila Krauss

Ricardo Suasnavar

En las púas de un teclado abre con un pronunciamiento de los editores, seguido por uno de la autora misma. En ambos, lo que resalta es algo que, aunque se repite constantemente en el círculo cultural, pocas veces se recuerda en la vida de calle, tangible: el lenguaje, la capacidad de narrar, recordar y describir es uno de los pocos asideros que quedan. Estos dos textos iniciales, en sus conclusiones y en su espíritu, me recordaron particularmente a Breton, que, en Sur La Route de San Romano, dice con contundencia: “El abrazo poético como el abrazo carnal/ Mientras dura/ Protege de toda caída en la miseria del mundo”. Sin embargo, lo que diferencia la postura de Breton con la del libro es que el galo afirmaba que “El acto de amor y el acto poético son incompatibles con la lectura del diario”. Hoy, no obstante, aprenderemos lo contrario. En las púas de un teclado, libro editado por Mantarraya Ediciones y Lacanti en 2018, es un libro que cuestiona las divisiones establecidas entre géneros literarios. A pesar de que podría decirse, si nos atenemos a las formas, que nos encontramos ante la presencia de un “poemario”, esta etiqueta llega a quedarse corta ante la variedad discursiva y formal. A caballo entre la ironía noticiosa, el aforismo y el poema “clásico”, hay presente una variedad tonal que nos obliga a leer con atención, pues la sensación es la de estar constantemente ante la inminencia de algo. La dicotomía que es palpable desde el principio entre el candente lenguaje poético y el gélido lenguaje mercantil contribuye a la creación de un ambiente reflexivo.

A partir de las primeras páginas es posible encontrar un retrato de un mundo postecnológico que, es bien sabido, nos ha despersonalizado y convertido en logaritmo. Este será uno de los temas centrales de En las púas de un teclado y es casi desde el inicio que nos lo deja ver, desprovisto del juicio moral, casi ludista, que suele asociarse a este tipo de crítica. Camila dice: “Hoy, ni apocalípticos ni integrados/ a cambio/ un sistema de vigilancia casual, perpetuo/ software es, la insoportable levedad del ser”. Una de las constantes que se encuentran en todo el libro es el aliento desprovisto de ingenuidad, que no de esperanza. Varios de los temas tratados son, cómo negarlo, llagas que duelen a cualquiera que tenga la más mínima conciencia social o del entorno, y es natural que las palabras de este libro sean amarillas por amargas, y eso no les quita justamente los tonos ocres asociados al color. Pareciera, a veces, que el lenguaje mismo duele: “De hablar de dolor es tóxica/ la lengua propia”. No quiero con esto, ni de cerca, insinuar que el libro de Camila es derrotista o yermo. Este es, de hecho, uno de los puntos centrales: la desmemoria, la trivialización, el olvido, la negación o el humor idiota que todo lo nombra y, al mismo tiempo, todo lo oculta, no tienen lugar en este libro. Lo que prima es justo lo opuesto: el nombrar las cosas, que las pone en su lugar al decirlas, la gravedad que implica cada hecho ocurrido y cada bala, el orificio que deja cada proyectil que impacta a esta sociedad.

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En las púas de un teclado Camila Krauss México, Mantarraya Ediciones / Lacanti, 2018, 87 pp.

En las púas de un teclado habla de un entorno urbano decadente, ciudad que nos asfixia y que cada vez cierra más las garras alrededor de nuestros cogotes. Camila le increpa a nuestra metrópoli el cargo de ser “Corrompida, endeudada/ tus setecientos años son un pastel de baches con casquillos”. Lejos han quedado aquellos años pasados en los que se pensaba que la metrópoli estaba lejos del infierno vivido en el resto de nuestro país y el libro lo expone. “Ciudad, tu monotonía criminal es insobornable/ como tus campos de concentración y tus minas/ tus escuadrones, tus antenas, tus agentes”. De paso, Camila nos recuerda que la guerra, a pesar de su historia de milenios, posee continuidad, si no en sus formas, sí en sus alcances. “De la civilización de la imprenta a la guillotina/ de la globalización cibernética al ácido muriático/ en la historia de las guerras no hay nuevos descubrimientos”. Es poco después que el libro comienza a abordar el principal de sus puntos: la figura del ciudadano como espectador y como testigo, aunque lo esboza en páginas anteriores, pero es en la página veintinueve, con una devastadora cita de Jorge Semprún, que el tema se aborda frontalmente y de forma clara: Está claro que el mejor testigo —en realidad, el único testigo verdadero, según los especialistas— es el que no ha sobrevivido, el que llegó hasta el final de la experiencia y murió en ella. Pero ni los historiadores ni los sociólogos han conseguido aún resolver esta contradicción: ¿Cómo invitar a los verdaderos testigos, es decir, a los muertos, a sus coloquios? ¿Cómo hacerlos hablar?

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La respuesta a la pregunta parece residir en la siguiente sección de este libro: una serie de pequeños textos/poemas donde se escuchan las historias —que muy probablemente uno lee a diario en los periódicos, pero, como lo sabemos ya, el contexto lo cambia todo y a diferencia del Gráfico, aquí se está pidiendo sensibilidad, atención, empatía—, reales o no, no importa, de víctimas. Innumerables víctimas que acaso por un momento pueden reclamar el espacio central de una página y de la sensibilidad del lector. La historia del policía municipal, del voceador, del soplón, de la quinceañera. Una telaraña bien tejida de historias que nos dejan ver, de forma microscópica que acaba en lo contrario, la magnitud de la guerra que nos ha descompuesto. Y es que este libro lo que intenta es, justamente, ponerle sal a la herida, no por puro sadismo sino para ver si así, cual insecto, reaccionamos un poco. Y es que aunque el libro no lo menciona de manera explícita, lo que está haciendo es llamar a la vida. Al nombrar la muerte que nos rodea, muestra a los que estamos la necesidad de luchar, con palabras o con lo que sea, contra esta marejada de plomo. A continuación hay una sección de poemas tecnológicos. Se ironiza sobre la sociedad hiperconectada que, al mismo tiempo, se encuentra sometida a un aislamiento como nunca se había visto antes. Camila dice: “un nip code, un logaritmo/ un gesto internacional/ tipo de sangre/ pon también la foto de unos huevos pochados/ los chilaquiles/ porque tú eres tú y tu teléfono inteligente”. Y justamente después nos recuerda de manera sardónica: “Civilización es una palabra para la capacidad de riesgo mínimo”. Hasta ahora no se ha hablado del libro como objeto, que es también digno de destacar. Con la ayuda de Iván Mejía, ilustrador que ha dado a cada página una identidad única, Camila ha logrado producir un libro hermoso en su diseño y materiales, lleno de color y de excelente manufactura, un libro fundamental para estos tiempos, aciagos sin duda.


El arte de ser otro

Expediente X. V., de Christian Peña

Eduardo Saravia

El arte es una mentira que nos acerca a la verdad, decía Picasso. Por eso el artista plástico Rinus van de Velde (Bélgica, 1983) se dibuja al carboncillo en situaciones que en la vida real jamás experimentaría. En su obra el artista es un tenista profesional, un marinero varado cierta noche de tormenta, un hombre bebiendo sin parar en el bar de siempre, un preso de la diversión en medio de una fiesta interminable, un barquero triste y sin cualidades o un anciano de barba tupida y desaliñada. En cada cuadro el artista nos cuenta una historia que jamás sucedió, o, dicho de otro modo, una realidad tejida de ficciones. Del mismo modo, el trabajo poético de Christian Peña (Ciudad de México, 1985) se nutre de la ficción para contar una historia que en el fondo podría o no ser cierta. El poeta nos ha revelado su vida como un enfermo de Tourette, como el hijo de Zeus, Heracles, como el pintor y grabador japonés Hokusai, y, en su más reciente libro, Expediente X. V., como un detective que, atormentado por su propio pasado, investiga la muerte del poeta mexicano Xavier Villaurrutia. El artista plástico Van de Velde se pregunta “¿qué pasaría si yo fuera otra persona?”. Peña se asume de inmediato como alguien más, alguien distinto. Es como si la propia piel se convirtiera en un estorbo para seguir andando: “Hay tres o cuatro o cinco oscuros que soy yo”, escribe en la primera sección del libro, “Nocturnos del suicida, notas del investigador”. Recuerdo que el señor Valéry —personaje de un libro de Gonçalo M. Tavares— se pasaba la mano por el pelo, peinándose al tiempo que buscaba otro rostro dentro de sí mismo. Más que enmascaramiento, transformación. El poeta es ya no un fingidor sino otro, ese que, mudada la piel, deja de fumar para asumir su nueva identidad que, una vez absorbida, asimilada, vuelve a fumar para cambiar de nuevo: “y hay otros que descubro cuando escucho hacia adentro”. Acaso esto es algo que Van de Velde expresa en cada uno de sus cuadros.

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Un expediente, lo sabemos, es un conjunto de documentos relacionados a un asunto concreto, un juicio, un paciente, un caso policiaco. Expediente X. V. es un libro de poemas, sí, pero también es algo más, es un acercamiento a los últimos días de Xavier Villaurrutia, una investigación, y al mismo tiempo una relectura de su obra. Nueve secciones lo conforman. En la primera de ellas, “Nocturno del suicida”, encontramos las diez primeras notas del investigador. Poemas como relatos que van tejiendo una ficción conjunta, una novela. Si bien los elementos tradicionales de la novela negra están presentes, estos tienen una disposición formal muy distinta: el verso. El investigador es un tipo aislado, un alcohólico, es divorciado y con tendencia suicida. Es, no obstante, sumamente agudo. Y recurre a la obra del poeta para esclarecer su muerte. Los poemas, entonces, son un hilo cuya madeja son distintos fragmentos de poemas de Villaurrutia, leitmotiv que aparece como epígrafe en cada poema. Ignora lo obvio, sigue otras pistas: “el crimen pasional es otra línea de investigación”, nos dice. E imagina al poeta en su cuarto de la calle de Puebla 247, lo imagina escribiendo, lo imagina, y el lector se imagina cómo fue construyendo el autor estos poemas. Doble reconstrucción de los hechos. La segunda sección es parte fundamental de la evidencia obtenida: el acta de defunción de Villaurrutia, lo que invita al investigador a reflexionar sobre la muerte, la poesía, el suicidio. La tercera sección está conformada por un solo poema extenso: “Nostalgia de la preparatoria”. Escrito en tercetos, el poema fluye de la manera más prosaica posible. Fluye. Es decir, funciona. Y acaso su mayor logro es la abundancia de endecasílabos a lo largo del poema, a la manera de los cantos de la Divina Comedia, pero aquí el poeta les rehúye, como la ola rehúye a su vaivén cuando el mar está agitado. Es claro que si Peña hubiera deseado escribir el poema en endecasílabos, lo hubiera hecho; a cambio de eso nos entregó un texto

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escrito a manera de chisme pero con una sonoridad poderosa, premeditada, casi suelta. El leitmotiv, el epígrafe, es nada menos que “Décima muerte”. “Nostalgia de la preparatoria” ¿es un poema de amor o un poema de muerte? Ambos. Porque en ambos caben tamañas confesiones. La siguiente evidencia incorporada al expediente es un seguro de vida, y una pregunta abrumadora, ¿hay algún seguro de vida que cubra el suicidio?, ¿existe cobertura semejante? Xavier Villaurrutia murió de un infarto, aunque “el corazón, a menudo, es una falsa pista”. El texto que acompaña esta evidencia indaga sobre la conocida leyenda del suicidio del poeta. Entiendo que en la casa que lleva su nombre, en la calle Nuevo León de la colonia Condesa, hay un molde de su rostro que su madre mandó a hacer tras su muerte. Ese molde, ese objeto y tantos otros, ¿qué sabrán de él, de su vida, de su sexualidad, de sus obsesiones? En un poema, Borges dice que las cosas “no sabrán nunca que nos hemos ido”, y es así, nuestras cosas más queridas, a las que estamos más apegados, nada saben de nosotros, los poseedores, y no precisan de nuestra presencia para seguir en el mundo, bajo su forma exacta; nos necesitan, sí, para ser creadas, para tomar esa forma y para seguir con ella, ya que pueden ser destruidas, modificadas, hechas añicos. No somos más que un parpadeo en la vida útil de nuestras cosas, huellas de todos y de nadie en este mundo. “Isla Hashima”, “Los embalsamadores”, “Melancolía” y “Ecuación de Drake” son los poemas que conforman el apartado “Maneras de la muerte, poemas al margen de la investigación”. Al margen de la investigación, no del tema. La muerte y la vida, el amor y la memoria se siguen filtrando en cada verso. Sigue el personaje, el investigador, mezclando el caso con su vida personal, una evidencia lo lleva a un recuerdo, una experiencia a una línea de investigación, ¿no suena esto como a la indagatoria de un poema?, ¿como al trabajo de campo (interior o exterior) que hace el poeta para


Expediente X. V. Christian Peña México, Vaso Roto, 2018, 104 pp.

escribir un texto? “La muerte podría ser así: / un columpio oxidado, / una televisión apagada en una casa en ruinas”. Si en “Nostalgia de la preparatoria” somos testigos de la muerte del amor, las cosas, las manos, la amistad y la angustia son la arcilla con la que se ha moldeado esta serie. Hacia el final del libro nos encontramos con la sección: “Declaración de los testigos”. Aquí es donde Christian Peña hace una verdadera investigación. Aparecen comentarios de Elías Nandino, Torres Bodet, Salvador Novo, Jorge Cuesta y Gilberto Owen, todos ellos grandes amigos hablando a propósito de Xavier Villaurrutia. Sumados estos comentarios a las evidencias, el libro, siendo ya un expediente real sobre el poeta, se transforma en un libro de consulta, un archivo histórico de X. V. Estos textos enriquecen no sólo el libro, sino que compendian lo más indispensable sobre Villaurrutia. Visto así, el lector echa de menos la mención de lo más significativo de su obra ensayística y teatral. A pesar de todo, Peña ha logrado reunir la parte más vital de un poeta: su poesía.

Finalmente, el investigador vuelve sobre sus pasos. “Nocturno del suicida”: cinco nuevas notas del investigador cierran el libro. Cierran la historia. No hay más líneas de investigación, no más sospechas. Si algo encontramos en estas páginas es melancolía, nostalgia, recuento de una pérdida. Recuerdo esos versos que José Juan Tablada dedicó a Ramón López Velarde y que Octavio Paz replicó para el poeta: “Qué triste será la tarde / cuando a México regreses…”. En esta sección Peña incluye, inserta, el poema inconcluso “Nocturno de san Juan” de Villaurrutia. No se encontraron indicios sobre un posible suicidio del poeta. No importa. El arte es una mentira que nos acerca a la verdad, aunque sea momentáneamente. Imagino a Christian Peña con sombrero redondo y gabardina negra bajo una tarde lluviosa, imagino que ha sido dibujado por Van de Velde. Su búsqueda, su manera de crear los hace afines, próximos, o, como diría el investigador cuyo nombre nunca fue revelado, contemporáneos.

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Ligereza y gravedad: libros de

Guillermo Espinosa Estrada y Jorge Comensal Nora de la Cruz

La apuesta de la editorial Antílope, joven e independiente, ha sido clara desde el principio: se apuesta por el buen gusto en la selección del catálogo e incluso en el diseño. Hasta ahora, su oferta se nutre de traducciones novedosas y de la producción de autores jóvenes que distan, temática y formalmente, de lo que dicta el mercado. Es el caso de las obras que se comentan a continuación, el ensayo Entre un caos de ruinas apenas visibles, de Guillermo Espinosa Estrada, y Las mutaciones, primera novela de Jorge Comensal.

Entre un caos de ruinas apenas visibles Guillermo Espinosa Estrada México, Antílope, 2017, 152 pp.

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Filología en estado de sitio Entre un caos de ruinas apenas visibles es el segundo libro de Guillermo Espinosa Estrada, crítico y ensayista interesado particularmente en el humor. La obra está estructurada con el entretejimiento de tres hilos temáticos. El primero, la pesquisa en torno al dios griego de la risa, Gelos, una divinidad de la que existen pocos registros. En el texto, la búsqueda parte de su representación como estatuilla, aunque esto es el punto de partida para la revisión de otros aspectos relacionados con su culto y, en un sentido más amplio, de la noción de humor en la antigüedad grecolatina, cuna de Occidente. El segundo hilo temático tiene que ver con los datos biográficos de un grupo de filólogos alemanes y el contexto en el que crearon sus obras, casi todas dedicadas al estudio de los griegos, estrechamente vinculado al estallido y consecuencias de la segunda guerra mundial. El tercer hilo es narrativo y ficticio, o al menos eso aparenta. Cuenta la visita a una amiga de la infancia, quien tuvo que ver con el desarrollo del personaje central como lector y escritor. Es en este hilo donde se encuentra la frase que da título al libro, una cita de Poe acerca del rastro de Gelos con el que inicia la curiosidad del protagonista (y la premisa del libro). En este mismo


hilo se unen los dos restantes: la pesquisa y la postura acerca de la academia que sostiene el autor. La historia sirve además para enmarcar una conversación acerca de lo trivial de escribir en tiempos convulsos; aunque no se hace referencia explícita a México, se entiende que la postura del libro es la de plantear una visión sobre el humor y su cualidad revitalizante y curativa, necesaria para sobrellevar el caos. Por eso el interés en los filólogos alemanes y su relación con la guerra: sus grandes estudios, ahora clásicos, fueron su manera de hacer frente a la desesperanza y al horror. El autor se refiere a Mimesis, de Auerbach, como “filología en estado de sitio”, y no resta sino interpretar que este libro es, salvadas las distancias, una empresa semejante. Así, tras un complejo análisis y recorrido, Guillermo Espinosa Estrada concluye que la representación de Gelos está más cerca de lo que creemos, que en realidad nunca ha desaparecido, lo mismo que el anhelo humano de que “nuestros difuntos no mueran totalmente”. El autor termina con una nota de emoción —que ciertamente contrasta con el rigor que predomina en el libro— afirmando que su búsqueda del dios de la risa tiene que ver con la necesidad de acallar su propia angustia y de ese modo cobra sentido el ya mencionado paralelo con los académicos alemanes. Sin embargo, y pese a que los materiales de los que se compone son interesantes, al libro le falta un poco de ligereza. El soplo divino de Gelos y su risa ritual. ¿Quién será el oncólogo del mundo? Las mutaciones abraza un planteamiento ambicioso: hablar del cáncer combinando inteligencia y sentido del humor, sin dejar por ello de contemplar el abismo de terror que crea. Este emprendimiento es mucho más valiente si pensamos que se trata de la primera novela de un joven autor, Jorge Comensal, que pese a ello sale más que bien librado. Las dificultades no son pocas, pues además el narrador decide componer su historia con un tono peculiar, que puede parecer afectado, y dotarla de no poca información especializada (científica, psicoanalítica, histórica y hasta semiótica). Lo curioso es que el resultado de esta inusual combinación de elementos es notable, verdaderamente afortunada, en gran medida porque el autor consigue algo que pocos alcanzan: el balance. La novela es, en efecto, inteligente y mordaz. Un ejemplo de ello es la memorable especulación acerca de la mutación fundacional que surge a orillas del Jordán y desemboca en el cáncer de uno de los personajes, Teresa, psiconalista. La novela sirve al autor como una oportunidad para reflexionar en torno al cáncer como fenómeno biológico, psíquico y social, sin caer en la tentación principiante de querer decirlo todo, tal vez porque la práctica ensayística de Comensal sirve de fundamento para su narrativa. La densidad del contenido,

Las mutaciones Jorge Comensal México, Antílope, 2017, 207 pp.

aunque demanda bastante del lector, aparece siempre bien temperada. Se explican cosas que pueden parecer excesivamente especializadas, pero se enmarcan bien en el flujo del relato, sin excederse nunca. En cambio, esa misma información le da sustancia al relato y lo vuelve más intrigante para el lector, sobre todo en un tiempo en el que predominan las novelas chimuelas y tartamudas, pirotécnicas: vacías. Además de los aciertos técnicos, hay detalles en la visión del autor que también son dignos de mencionar. Un ejemplo es la representación de las idiosincrasias ridículas de la clase media, y la mezquindad que puede generar una enfermedad terminal en el entorno del paciente. Resalta la habilidad con la que el autor emplea a la psicoanalista como medio para exponer cosas que le interesan acerca del proceso de convalecencia de un paciente terminal, o de un sobreviviente, sin convertirla en un mero pretexto o en un personaje plano. En general, los personajes están bien dibujados, por breve que sea su participación. Y la paciencia con la que el autor construye la lógica de la novela paga buenos dividendos al llegar a uno de sus puntos climáticos, el incidente del perico, que es a la vez conmovedor y absurdo, y a pesar de ser ridículo, no es gratuito. Todo este cuidadoso balance desemboca de manera armoniosa en un desenlace emotivo y bien construido, que conmueve sin recargar el trazo. Las buenas lecciones del ejercicio argumentativo nos dejan una novela que convence a su lector con su solidez de principio a fin.

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Una lección de historia Juan Patricio Riveroll

The Vietnam War Dirección de Ken Burns y Lynn Novick Estados Unidos, 2017, 1035 minutos

La guerra de Vietnam es un hueso duro de roer para el mundo entero, no sólo para los estadounidenses. La penetración cultural que se desprende es una de las razones por las que cualquier cinéfilo sabe algo de esa guerra, pero aunque no fuera así, aunque Estados Unidos hubiera perdido ese poderío económico que se vuelve cultural y estuviese relegado a una posición geopolítica tangente, el embrollo de esa lucha seguiría siendo un acertijo y un motivo de empatía hacia la gente que la vivió, o que la murió. Como un fractal, la historia de esa pugna contiene el contorno del mundo en esos momentos, dibuja las sombras de la guerra fría y habla de la trágica falta de comunicación entre naciones. Es un monumental tema de estudio. Ha sido tan explotado que podría ser un género cinematográfico en sí mismo, y la historia del cine es más rica por ello. Full Metal Jacket (1987), The Deer Hunter (1978), Apocalypse Now (1979) son parte del canon y muestras de los alcances a los que puede llegar una película, de lo que puede hacer un director para conformar una visión que termina convirtiéndose en una obra maestra. Hay tantas que valdría la pena mencionar, otras más que no llegan a esos niveles de calidad pero que no carecen de valor, otras palomeras y otros bodrios infumables. Se ha filmado desde cientos de ángulos, desde la ficción y el documental,1 pero ninguna logra explicarla. No les resto importancia. The Deer Hunter da una idea del antes y el después de un veterano, el entrenamiento de Full Metal Jacket es una parábola sobre el infierno que puede ser el ejército y la aventura de Apocalypse Now, como dijo Coppola en

1 Hay un documental fundamental: Hearts and Minds (1974), y otro: The Fog of War (2003), que no aborda directamente el tema pero que es un gran complemento.

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el festival de Cannes, no es sobre la guerra de Vietnam: es la guerra de Vietnam, y el rodaje de la cinta confirma su poética afirmación. El valor histórico de estos ejemplos es emocional, casi sensorial; transmiten lo que fue ese choque desde un lugar visceral, porque las razones, los cómo, los cuándo y los por qué, permanecen escondidos después de ver cualquier obra cinematográfica sobre Vietnam. Hasta que Ken Burns y Lynn Novick hicieron The Vietnam War (2017). Al igual que su tema, la serie de Burns y Novick sólo puede describirse como monumental. En diez capítulos que suman poco menos de dieciocho horas se cuenta la historia desde la invasión francesa del siglo xix, cuando la zona era llamada Indochina, hasta la pared de nombres en Washington y el regreso de algunos veteranos a Vietnam. Es una obra imponente que tardaron diez años en armar, un documento histórico que además teje una trama que mantiene el interés del espectador en las notas más altas de la compulsión televisiva, con alrededor de ochenta personajes cuyas vidas se entrelazan en los tres puntos de la línea de batalla: estadounidenses y vietnamitas del sur y del norte, contando sus historias al estilo de Rashomon (1950), porque no hay una versión sino varias, a veces contradictorias entre sí. Al revés de las demás cintas al respecto, al terminar se entiende un hecho que de otra forma es demasiado complejo de explicar, que ni los libros se acercan, carentes del caudal de imágenes que salieron de ahí: fragmentos audiovisuales que conducen a ese tiempo como ninguna otra herramienta histórica. Es el documento definitivo de un evento que marcó al imperio de nuestro tiempo, y que de paso desgarró a un país. La escritura de Geoffrey Ward es una pieza indispensable. La estructura de la serie es admirable, y la narración de Peter Coyote le da una base sólida y absorbente, llenando los huecos que los entrevistados callan. A lo largo del proceso los realizadores llevaron a cabo varias sesiones con alrededor de una docena de historiadores y expertos en el tema, para oír sus comentarios y comparar opiniones, tanto de vietnamitas como de estadounidenses, afinando los detalles históricos, puliendo la veracidad de los hechos y en algunos casos dándose cuenta de que ante tal o cual suceso no se podían poner de acuerdo. Varios episodios resultaron imposibles de desembrollar, llegando al centro de la niebla en la que forzosamente está envuelta una guerra. The Vietnam War no sería lo que es sin la música de Trent Reznor y Atticus Ross, de Nine Inch Nails, y de Yo-Yo Ma y el Silk Road Ensamble. La atmósfera metálica de unos

en contraposición de las cuerdas y el sonido oriental de los otros pone de manifiesto, en el plano sonoro, el encuentro de dos culturas y la subsiguiente explosión. Varias de las películas más importantes del género serían aún mejores con la banda sonora de Reznor y Ross en vez del clasicismo sinfónico en boga en ese tiempo, cuando la era digital estaba en su infancia y era impensable musicalizar una cinta sin música clásica, con la sola excepción de Apocalypse Now, que sí llega a ser una obra posmoderna. Y la unión de esas notas con la voz de Coyote es un pleno deleite. Ante la pregunta de si una obra artística, y en particular cinematográfica, puede hacer un cambio en el mundo real, Burns contesta que sí, que esta serie podría ser capaz de curar heridas que siguen abiertas, no sólo entre los dos países sino dentro de Estados Unidos, dividido desde entonces a causa de la guerra. Equiparándola con la guerra civil por el nivel de confrontación entre dos maneras de entender el nacionalismo, en entrevista explica que el país de hoy es una herencia del que dejó Vietnam, y que tal vez una serie como esta pueda abrir la puerta a la reconciliación. Es en ese sentido una obra profundamente humana, abierta a todos los actores y a varias interpretaciones. Más que respuestas hay contexto y nuevas interrogantes. Revisar los clásicos del género después de pasar por la serie es un ejercicio recomendable, para que cuando se hable de la ofensiva Tet o de la Zona Desmilitarizada se entienda qué significa o en donde están, o para conocer el marco histórico de quienes luchan con tanta fiereza en contra del ejército más poderoso del mundo. La guerra fue tan confusa que la única forma de medir el progreso estadounidense era mediante la contabilización de los muertos de uno y otro bando. El imperio no llegó a los sesenta mil; sus aliados, los vietnamitas del Sur, suman entre 500 mil y un millón de muertes, dependiendo el estimado que se tome y ya contando civiles; y los del norte, que ganaron por estar dispuestos a pelear hasta el último hombre, llegaron al millón y medio según las cifras más altas. Bajo esa forma de medición Estados Unidos arrasó, aunque tuvieron que salir corriendo y al final los comunistas tomaron Saigón, hoy llamada Ho Chi Minh. La fascinante narrativa de Ken Burns y de Lynn Novick sumerge al televidente en una hipnosis histórica de la que cuesta trabajo salir, mediante las palabras de Coyote deslizándose entre el fuego que inunda la selva, en un espectáculo de furia y destrucción que al fin ha sido descifrado.

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El hombre que mató a Don Quijote, de Terry Gilliam Mauricio Ruiz

En septiembre de 2000, el director de cine Terry Gilliam se afincó con su equipo de producción en Bardenas Reales, en los páramos desolados de Navarra, en España. El paisaje es desértico y rugoso, acre en las colinas, un aspecto casi lunar que el director y guionista naturalizado inglés tenía en mente para su siguiente film: El hombre que mató a Don Quijote. Sobre un caballo blanco y con su eterno rostro sereno, el actor francés Jean Rochefort observa a un grupo de hombres encadenados que se arrastra por entre las rocas. Rochefort parpadea, se acomoda su yelmo de latón. En su mente él es el Quijote; se lamenta al ver que entre los encadenados va Sancho, un Johnny Depp con el rostro manchado de sudor y tierra. Detrás de la cámara Gilliam sonríe, captura en film secuencias que jamás había vislumbrado en el guión. Momentos después, las desgracias comienzan. Aviones supersónicos cortan el cielo, de un lado a otro cubren el espacio con un rugido que se expande por millas. Al día siguiente una tormenta sin fin cae sobre actores y asistentes, goterones que parecen tener garras deslavan la tierra y destruyen el set de producción. Poco después, Rochefort cae enfermo de la próstata. La filmación se posterga unas semanas, luego por meses. La aseguradora rehusa cubrir los gastos por las demoras causadas y los fondos escasean; la producción se viene abajo. Pasarían dieciocho años antes de que Gilliam pudiera ver su sueño realizado en

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pantalla. Detrás quedarían batallas legales, peleas épicas con productores que le marcaron profundo la piel. Mostrada como película de clausura en el festival de cine de Cannes de 2018, El hombre que mató a Don Quijote, puede ser entendida como una invitación sutil al diario íntimo de Gilliam. En el arco narrativo principal, aparece Toby (Adam Driver), un director de publicidad arrogante y sobrado que recibe la oportunidad de filmar una película de larga duración. ¿Y cuál es la historia que decide contar en ese film? Cuando el espectador se da cuenta que Toby llega a España para hacer una película sobre el Quijote, el rostro de una matrioshka se asoma dentro del vientre de otra más grande. La estructura narrativa de una historia dentro de otra ha existido en la literatura por siglos. Desde Odiseo en la corte del rey Alcínoo, en el Mahabarata y el Ramayana, más tarde en Las mil y una noches, incluso el mismo Cervantes se vale de historias anidadas para dar distintas capas de significado a la narrativa del Quijote. En su interés por experimentar con la estructura narrativa anidada, Gilliam y Tony Grisoni llevan el guión por caminos intrincados y concéntricos que poco a poco parecen confundirse con las propias experiencias de Gilliam. El productor asignado (Stellan Skarsgård) es un hombre tiránico e insolente que si bien ha aceptado abrir la chequera, le hace la vida imposible a Toby. Alicaído, lame sus heridas, aunque


El hombre que mató a Don Quijote Dirección de Terry Gilliam Reino Unido, 2018, 133 minutos

no por mucho porque Jacqui (Olga Kurylenko), la esposa del productor, intenta seducirlo. Cuando Toby encuentra el dvd de su primera película, un proyecto de bajo presupuesto que realizó años atrás y que fue su primer intento por rendir tributo al viejo Quijote, el espectador se pregunta: ¿Hasta dónde llegan las similitudes con Gilliam? A través de su carrera, Gilliam ha explorado temas como la imaginación y el subconsciente, el mundo de los sueños y las fronteras de la realidad. En obras como Fisher King, Las aventuras del Baron Munchhausen, El imaginario del Doctor Parnassus, y también en El hombre que mató a Don Quijote, se percibe el espíritu travieso y juguetón de Gilliam, un deseo profundo de alejarse de un conformismo que le aburre. La fuerza de la trama a veces se diluye en diálogos farsescos, distraen al espectador con elementos que no se justifican. Pero en el universo creativo de Gilliam, no hay reglas. Al igual que escritores como W.G. Sebald y Rachel Cusk, o cineastas como Abbas Kiarostami y Krzysztof Kieślowski, Gilliam se interesa por la memoria y el pasado, los efectos que puede tener el baúl de recuerdos en nuestra conducta. En el caso de Toby, es el encuentro con el antiguo Quijote (Jonathan Pryce), aquel hombre que conoció durante su primer

film, lo que le obliga a ver su vida de otra forma. ¿Acaso ha desaparecido aquel joven que alguna vez sintió tantos deseos por crear una obra de arte? El trabajo de cinematografía, realizado por el viejo amigo de Gilliam, Nicola Pecorini, no deja de sorprender a lo largo de los 133 minutos. Los parajes de la ciudad Tomar, en el corazón de Portugal, con sus colinas bondadosas y atardeceres eternos, son el escenario donde Pryce y Driver se convierten poco a poco, y casi sin remedio, en Alonso Quijano y Sancho Panza. Durante el rodaje en 2017, Gilliam no podía ocultar su entusiasmo. No se había presentado ningún contratiempo mayor; todo marchaba como planeado. ¿Era posible o estaba soñando? Después de tantos reveses y desgracias, después de tantos litigios, quizá se había vuelto loco. Meses después, Adam Driver reportó que le había impactado la forma en que Gilliam había encarnado el espíritu de la película durante el rodaje. Parecía tener la historia incrustada bajo la piel. En la lectura del Quijote de Cervantes, el lector acepta la locura de Alonso Quijano, incluso la celebra. En el fondo, y quizá con remordimiento, el lector desea que el Quijote continúe padeciendo ese delirio.

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Novedad editorial A 100 años de la primera constitución política y social. Balance y perspectivas, 1917-2017

Colección El Pez en el agua. Serie Poesía Brazos del tiempo Araceli Mancilla Zayas

Tocar tu argolla en llamas Conmemorar el primer centenario de la Constitución de 1917 nos lleva a reflexionar sobre su vigencia y los retos que debe afrontar. A pensar alternativas de solución de los problemas que aquejan a la nación mexicana. En suma, esta obra es una invitación a dialogar acerca de los conflictos del México de hoy y el devenir que se aproxima.

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo

Roxana Elvridge-Thomas

El silencio de los muelles / Umbría nube Miguel Ángel Flores

De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo


NOVEDADES EDITORIALES

Revista bimestral de cultura

casadeltiempo • número 55 • diciembre 2018 - enero 2019

Año XXXVII, época V, Vol. V, número 55 • diciembre 2018-enero 2019 • $60.00 • ISSN 2448-5446

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en línea: issuu.com/casadeltiempo

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Itinerar ios del libr o

Un hom enaje a la pasió Ramón n y la c Xirau • rítica • Susan S Conver ontag: sación con Da mián O r tega

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@casadetiempoUAM

Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Gráfica del 68. Colección de Arnulfo Aquino”


colaboran Alejandro Arteaga (ciudad de México, 1977). Estudió lengua y literaturas hispánicas (unam). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2006 - 2008). Es editor en Casa del tiempo. En 2016 obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por la novela Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, escrita en coautoría con Alfonso Nava, así como el Premio Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano 2018 por Amphitêatrum. Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977) Narrador y reseñista. Es autor, entre otros, de los libros de cuento Ella sigue dormida, El clan de los estetas y las novelas La mujer de los macacos y Por una cabeza. Ganó el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo. Mariana Bernárdez (Ciudad de México, 1964). Estudió Comunicación en la Universidad Anáhuac. Es maestra y doctora en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana. Sus más recientes publicaciones son Simetría del silencio y Ramón Xirau hacia el sentido de la presencia. Jesús Francisco Conde de Arriaga (Ciudad de México, 7 de julio de 1983). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la unam. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa en las generaciones 2009 - 2010 y 2010 - 2011, y dos veces becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca en los periodos 2014 - 2015 y 2017 - 2018, ambos en la especialidad de Cuento. Ha publicado cuento, ensayo, reseña y crítica literaria. Tiene publicado el libro de cuentos Campanario de luz. Es editor de la revista Casa del Tiempo de la uam. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje en 2010 y el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra en 2013. Es autor del libro El fuego de las noches. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam. Es colaboradora de medios como La Repubblica y Milenio Diario, entre otros. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes.

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Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y El vuelo de Francisca. Juan Patricio Riveroll (ciudad de México, 1979). Escritor y cineasta. Es director de dos largometrajes: Ópera, en 2007, y Panorama, en 2013. Ha publicado las novelas Punto de fuga, editada en 2014, y Fuegos artificiales publicada por Tusquets en 2015. René Rueda Ortiz (Chilpancingo, 1984). Estudió Letras Hispánicas en la unidad Iztapalapa de la uam. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2012 - 2014 en el área de Narrativa. Autor del poemario Diario postmoderno. Becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca 2018 - 2019. Mauricio Ruiz. Escritor mexicano finalista en los premios Bridport y Myriad Editions en el Reino Unido, así como del First Short Story Prize en Irlanda. Su primer libro, Y sin querer te olvido, fue publicado a finales de 2014. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Eduardo Saravia (Ciudad de México, 1977). Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, del Fonca y del Focaem. Fue ganador de los Juegos Trigales del Valle del Yaqui Bartolomé Delgado De León en 2008 y del Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura en 2009; obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2012, convocado por el Estado de Guanajuato, y el Premio Hispanoamericano de Poesía San Román 2016, así como el Premio Nacional de Novela y Poesía Ignacio Manuel Altamirano en 2018. Claudia Solís-Ogarrio. Poeta, comunicóloga e internacionalista mexicana. Tiene publicados los libros Poemas al fresco, Insomnios y El Colibrí del Delta. Tradujo al español al poeta zulú Mazisi Kunene. Es consultora y promotora nacional e internacional independiente. Ricardo Suasnavar (Azcapotzalco, 1994). Es poeta, traductor y ensayista. Ha expuesto poemas gráficos e interactivos en instalaciones de arte contemporáneo. Compuso en colaboración con el artista multidisciplinario Yeudiel Infante piezas de experimentación poético musical. Traductor del inglés, el catalán y el francés. Coeditor de la revista trimestral Esquirla. Campeón del Torneo de Poesía “Adversario en el Cuadrilátero”, 2013. Su primer poemario es Genealogía del asfalto, Verso Destierro, 2014. Tonatiuh Trejo. Comunicador gráfico por la fayd de la unam. Fundador, editor y diseñador del Laboratorio Editorial Esto Es Un Libro. Ha colaborado en revistas como Perros del alba, RegistroMX, CinePremier y Revista404. Fue editor de la revista Sensacional de Cineastas y socio fundador de la librería de la casa Refud Lauro Zavala (Ciudad de México, 1954). Doctor en literatura por El Colegio de México e investigador de la uam desde 1984. Entre sus más recientes publicaciones se encuentran Hacia una museología de la vida cotidiana, La seducción luminosa, Instrucciones para eliminar a un profesor y Cómo estudiar el cuento.


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