Casa del tiempo 5, junio de 2014

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casadeltiempo • número 5 • junio 2014

Año XXXIII, Vol. I, época V, número 5 • junio 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75

Efraín Huerta

1914-1982

Los caminos estéticos de Blanca Rivera Cuarenta años de la UAM: una mirada aristotélica

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Suplemento de la revista Casa del tiempo

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editorial ¿Podríamos dejar de homenajear a Efraín Huerta al conmemorarse los cien años de su nacimiento y los cuarenta de la Universidad Autónoma Metropolitana? No es retórica pregunta sino voluntad de reconocimiento; pero también alegría y dicha por volver la mirada a la obra de quien tan­to nos dio como poeta y escritor, tan metropolitano —como nosotros— y al mismo tiempo tan universal —como pretendemos ser en la uam—. En este número, nuestros lectores podrán paladear poemas de Efraín (como lo llaman los jóvenes de hoy, nombrándolo así por la cercanía que quizá nos brindan particularmente sus poemínimos). En la sección Profanos y grafiteros, Carlos Bracho nos regala un divertimento sobre el Gran Cocodrilo andante; José Francisco Conde Ortega recrea en cierto modo las vicisitudes de El Banquete de Platón, como un lugar lúdico habitado realmente por nuestro poeta; Pablo Molinet afirma que Huerta es, junto con Octavio Paz y Jaime Sabines, un constructor firme de la poesía mexicana moderna, y da argumentos para ello; Jesús Vicente García presenta la visión del poeta en relación con lo que más le atraía: la cotidianidad de la ciudad de México; Ramón Castillo diserta a partir de este enunciado: “En la poesía de Huerta florece un campo de nocturnos claveles, desafiantes camelias, violetas redentoras que perfuman el aire de la vida y la muerte, el odio y el amor”; y, por último, José Homero, en su texto “La circulación del deseo en la ciudad Efraín Huerta”, muestra el anudamiento del erotismo y la política en la obra de nuestro homenajeado. El siempre estimado Lauro Zavala escribe un pequeño pero agudo comentario en nuestra sección 40 + 10 sobre una —sorprendente y tal vez imposible— mirada que tendría Aristóteles sobre la uam en sus cuarenta años de existencia. No es lo único que el lector hallará en este número de Casa del tiempo, por lo cual lo invitamos a transitar por las siguientes páginas en una aventura que conjuga la buena escritura, la poesía, el humor y la reflexión, el ir y venir por calles y avenidas de nuestra ciudad que, muy probablemente, sólo queden en una memoria que no quiere morir. (WB)

Fotografía: Rogelio Cuéllar


Rector General Salvador Vega y León Secretaria General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate

editorial, 1 torre de marfil Poemas, 3 Efraín Huerta

Secretario Abelardo González Aragón

profanos y grafiteros

Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro

Dos momentos con Efraín Huerta, 14 Carlos Bracho Efraín Huerta: La muchacha ebria y otra razón de amor, 16 José Francisco Conde Ortega Efraín Huerta: el diablo en la orquesta, 21 Pablo Molinet Uno lee también para no morir de pena, 24 Jesús Vicente García Flor de la perversión, 28 Ramón Castillo La circulación del deseo en la ciudad de Efraín Huerta, 31 José Homero

Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Secretario Jorge Eduardo Vieyra Durán Unidad Xochimilco Rector Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiii, vol. i, época v, núm 5 • junio 2014. Revista mensual de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Portada Rogelio Cuéllar diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Poemas de Efraín Huerta: Poesía completa, Efraín Huerta. Copyright © 1995, Fondo de Cultura Económica Todos los derechos reservados. México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor responsable: Bernardo Ruiz. ISSN 0185-4275. Precio por ejemplar: $60.00; franqueo pagado, publicación periódica. Permiso número 0360681. Características: 238261212; autorizado por Sepomex. Certificados de licitud de título y contenido de la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas números 553 y 633 del 27 de junio de 1980. Casa del Tiempo es nombre registrado en la Dirección de Reservas del Instituto Nacional del Derecho de Autor. Reserva del título: 622-84. Reserva de características gráficas: 30-93. Impresión: Impresos Trece, S. de R.L. de C.V., Mar Mediterráneo 30, col. Tacuba, Delegación Miguel Hidalgo, 11410, México, D.F., tel: 5399 9932. Distribución: Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Tiraje: 1,000 ejemplares. Casa del Tiempo no responde por originales y colaboraciones no solicitados. Todos los artículos firmados son responsabilidad de sus autores; los títulos y subtítulos de la mesa de redacción. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de la publicación sin autorización de la UAM.

ménades y meninas Los caminos estéticos de Blanca Rivera, 36 Miguel Ángel Muñoz Un lugar llamado Peyton Place, 41 Jorge Vázquez Ángeles

40 + 10 Cuarenta años de la uam: una mirada aristotélica, 45 Lauro Zavala

antes y después del Hubble Noche de reyes. Un acercamiento a la comedia de Shakespeare, 48 Gerardo Piña Las historias del Jardín Borda, 53 Tayde Bautista Las pasiones del alma, 56 Jaime Augusto Shelley El Depósito Legal Electrónico, 59 Paul Jaubert

armario

La invasión norteamericana (de 1881), 62 Manuel Gutiérrez Nájera

intervenciones, 63 Mateo Pizarro

francotiradores Te haré invencible con mi derrota, 64 Verónica Bujeiro Sentimiento de un accidental: Miguel Ángel Flores y el signo poético, 67 Moisés Elías Fuentes Un abanico de flores, 70 Rafael Toriz

colaboran, 72

Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Relatos y aforismos Como escuchar labios cerrados

Federico Vite

El costo cotidiano de la vida

Joaquín-Armando Chacón Signos visibles Gabriel Trujillo Muñoz


torredemarfil

Poemas Efraín Huerta

La fecha del canto Para Carmen Toscano

Cuando ya los sueños maduren

y los ojos sean como las hojas mojadas y las espinas gotas de llovizna en el aire cuando los tiempos nos vuelvan de piedra las manos cuando los témpanos resuelvan ser hiedra en la borda de los trasatlánticos polares las naturalezas muertas justifiquen su estancia en los museos o resuciten en el filo del trópico en el día que manzanas de plata rematen agujas de angustia cuando en las playas vendan las sirenas pajaritas de espuma cuando las redes pescadoras se fabriquen con cuerdas de violín y cabelleras de luna cuando la voz sea vida en el espectro entonces la fecha del canto. De Absoluto amor (1935)

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Los ruidos del alba I

Te repito que descubrí el silencio aquella lenta tarde de tu nombre mordido, carbonizado y vivo en la gran llama de oro de tus diecinueve años. Mi amor se desligó de las auroras para entregarse todo a su murmullo, a tu cristal murmullo de madera blanca incendiada. Es una herida de alfiler sobre los labios tu recuerdo, y hoy escribí leyendas de tu vida sobre la superficie tierna de una manzana. Y mientras todo eso, mis impulsos permanecen inquietos, esperando que se abra una ventana para seguirte o estrellarse en el cemento doloroso de las banquetas. Pero de las montañas viene un ruido tan frío que recordar es muerte y es agonía el sueño. Y el silencio se aparta, temeroso del cielo sin estrellas, de la prisa de nuestras bocas y de las camelias y claveles desfallecidos.

II

Expliquemos al viento nuestros besos. Piensa que el alba nos entiende: ella sabe lo bien que saboreamos el rumor a limones de sus ojos, el agua blanca de sus brazos. (Parece que los dientes rasgan trozos de nieve. El frío es grande y siempre adolescente. El frío, el frío: ausencia sin olvido.) Cantemos a las flores cerradas, a las mujeres sin senos y a los niños que no miran la luna. Cantemos sin mirarnos. Mienten aquellos pájaros y esas cornisas. Nosotros no nos amamos ya. Realmente nunca nos amamos. Llegamos con el deseo y seguimos con él. Estamos en el ruido del alba, en el umbral de la sabiduría, en el seno de la locura. Dos columnas en el atrio donde mendigan las pasiones. Perduramos, gozamos simplemente. Expliquemos al viento nuestros besos y el amargo sentido de lo que cantamos. No es el amor de fuego ni de mármol. El amor es la piedad que nos tenemos.

De Los hombres del alba (1944)

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El amor El amor viene lento como la tierra negra, como luz de doncella, como el aire del trigo. Se parece a la lluvia lavando viejos árboles, resucitando pájaros. Es blanquísimo y limpio, larguísimo y sereno: veinte sonrisas claras, un chorro de granizo o fría seda educada. Es como el sol, el alba: una espiga muy grande. Yo camino en silencio por donde lloran piedras que quieren ser palomas, o estrellas, o canarios: voy entre campanas. Escucho los sollozos de los cuervos que mueren, de negros perros semejantes a tristes golondrinas. Yo camino buscando tu sonrisa de fiesta, tu azul melancolía, tu garganta morena y esa voz de cuchillo que domina mis nervios. Ignorante de todo, llevo el rumbo del viento, el olor de la niebla, el murmullo del tiempo. Enséñame tu forma de gran lirio salvaje: cómo viven tus brazos, cómo alienta tu pecho, cómo en tus finas piernas siguen latiendo rosas y en tus largos cabellos las dolientes violetas.

Yo camino buscando tu sonrisa de nube, tu sonrisa de ala, tu sonrisa de fiebre. Yo voy por el amor, por el heroico vino que revienta los labios. Vengo de la tristeza, de la agria cortesía que enmohece los ojos. Pero el amor es lento, pero el amor es muerte resignada y sombría: el amor es misterio, es una luna parda, larga noche sin crímenes, río de suicidas fríos y pensativos, fea y perfecta maldad hija de una Poesía que todavía rezuma lágrimas y bostezos, oraciones y agua, bendiciones y penas. Te busco por la lluvia creadora de violencias, por la lluvia sonora de laureles y sombras, amada tanto tiempo, tanto tiempo deseada, finalmente destruida por un alba de odio.

De Los hombres del alba (1944)

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La muchacha ebria Este lánguido caer en brazos de una desconocida, esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres; este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol, huella de pie dormido, navaja verde o negra; este instante durísimo en que una muchacha grita, gesticula y sueña por una virtud que nunca fue la suya. Todo esto no es sino la noche, sino la noche grávida de sangre y leche de niños que se asfixian, de mujeres carbonizadas y varones morenos de soledad y misterioso, sofocante desgaste. Sino la noche de la muchacha ebria cuyos gritos de rabia y melancolía me hirieron como el llanto purísimo como las náuseas y el rencor, como el abandono y la voz de las mendigas. Lo triste es este llanto, amigos, hecho de vidrio molido y fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas llanto y sudor molidos, en que hombres desnudos, con sólo negra barba y feas manos de miel se bañan sin angustia, sin tristeza: llanto ebrio, lágrimas de claveles, de tabernas enmohecidas, de la muchacha que se embriaga sin tedio ni pesadumbre, de la muchacha que una noche —y era una santa noche— me entregara su corazón derretido, sus manos de agua caliente, césped, seda, sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,

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sus torpes arrebatos de ternura, su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos, su pecho suave como una mejilla con fiebre, y sus brazos y piernas con tatuajes, y su naciente tuberculosis, y su dormido sexo de orquídea martirizada. Ah, la muchacha ebria, la muchacha del sonreír estúpido y la generosidad en la punta de los dedos, la muchacha de la confiada, inefable ternura para un hombre, como yo, escapado apenas de la violencia amorosa. Este tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos, una fecha sangrienta y abatida. ¡Por la muchacha ebria, amigos míos!

De Los hombres del alba (1944)

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Breve elegía a Blanca Estela Pavón Ahora y en la hora de nuestra muerte, amor, ahora y siempre, bajo la consigna de la angustia y a la sombra del sueño, te espero, te esperamos, paloma de nostalgia, suave alondra. Un sueño es una perla que se deshace al vuelo. La angustia es un misterio detenido en su muerte. Decir: una paloma, es ver que una esperanza se nos va, gota a gota. Estoy entre tu muerte y estoy entre tu vida Bajo tu clara sombra, al pie de la agonía. Soy el pequeño árbol que no seca su llanto, soy sombra de mí mismo, alcohol martirizado. Soy frágil, varonil, soy maltrecha nostalgia. Soy sombra de tu muerte y perfil de tu vida, el vaso de tu sangre, rosa de tus cenizas, estatua de tu polvo, violencia de tu seda. Soy tu sollozo y soy la herida de tu vuelo. Ahora y en la hora de nuestra muerte, amor, soy mármol en tu lecho, clavel entre tu tierra, el oro en tu ataúd y el ciprés en tu tumba. Ahora soy un hombre con el luto en los hombros, soy tu luto, tu negro, enronquecido y ciego ir y venir, morir, nacer y estar muriendo. Tú fuiste la paloma del más perfecto vuelo. Yo invento la tristeza e invento la agonía. Estoy junto a tu muerte, que es mi propio veneno. Estás junto a mi muerte y yo soy tu elegía. 6 de octubre de 1949

De Rosa primitiva (1950)

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Éste es un amor Éste es un amor que tuvo su origen y en un principio no era sino un poco de miedo y una ternura que no quería nacer y hacerse fruto. Un amor bien nacido de ese mar de sus ojos, un amor que tiene a su voz como ángel y bandera, un amor que huele a aire y a nardos y a cuerpo húmedo, un amor que no tiene remedio, ni salvación, ni vida, ni muerte, ni siquiera una pequeña agonía. Éste es un amor rodeado de jardines y de luces y de la nieve de una montaña de febrero y del ansia que uno respira bajo el crepúsculo de San Ángel y de todo lo que no se sabe, porque nunca se sabe por qué llega el amor y luego las manos —esas terribles manos delgadas como el pensamiento— se entrelazan y un suave sudor de —otra vez— miedo, brilla como las perlas abandonadas y sigue brillando aun cuando el beso, los besos, los miles y millones de besos se parecen al fuego y se parecen a la derrota y al triunfo y a todo lo que parece poesía —y es poesía. Ésta es la historia de un amor con oscuros y tiernos orígenes: vino como unas alas de paloma y la paloma no tenía ojos y nosotros nos veíamos a lo largo de los ríos y a lo ancho de los países y las distancias eran como inmensos océanos y tan breves como una sonrisa sin luz

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y sin embargo ella me tendía la mano y yo tocaba su piel llena de gracia y me sumergía en sus ojos en llamas y me moría a su lado y respiraba como un árbol despedazado y entonces me olvidaba de mi nombre y del maldito nombre de las cosas y de las flores y quería gritar y gritarle al oído que la amaba y que yo ya no tenía corazón para amarla sino tan sólo una inquietud del tamaño del cielo y tan pequeña como la tierra que cabe en la palma de la mano. Y yo veía que todo estaba en sus ojos —otra vez ese mar—, ese mal, esa peligrosa bondad, ese crimen, ese profundo espíritu que todo lo sabe y que ya ha adivinado que estoy con el amor hasta los hombros, hasta el alma y hasta los mustios labios. Ya lo saben sus ojos y lo sabe el espléndido metal de sus muslos, ya lo saben las fotografías y las calles y ya lo saben las palabras —y las palabras y las calles y las fotografías ya saben que lo saben y que ella y yo lo sabemos y que hemos de morirnos toda la vida para no rompernos el alma y no llorar de amor. De Estrella en alto (1956)

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Avenida Juárez Uno pierde los días, la fuerza y el amor a la patria, el cálido amor a la mujer cálidamente amada, la voluntad de vivir, el sueño y el derecho a la ternura; uno va por ahí, antorcha, paz, luminoso deseo, deseos ocultos, lleno de locura y descubrimientos, y uno no sabe nada, porque está dicho que uno no debe saber nada, como si las palabras fuesen los pasos muertos del hambre o el golpear en el oído de la espesa ola del vicio o el brillo funeral de los fríos mármoles o la desnudez angustiosa del árbol o la inquietud sedosa del agua... Hay en el aire un río de cristales y llamas, un mar de voces huecas, un gemir de barbarie, cosas y pensamientos que hieren; hay el breve rumor del alba y el grito de agonía de una noche, otra noche, todas las noches del mundo en el crispante vaho de las bocas amargas. Se camina como entre cipreses, bajo la larga sombra del miedo, siempre al pie de la muerte. Y uno no sabe nada, porque está dicho que uno debe callar y no saber nada, porque todo lo que se dice parecen órdenes, ruegos, perdones, súplicas, consignas. Uno debe ignorar la mirada de compasión, caminar por esa selva con el paso del hombre dueño apenas del cielo que lo ampara, hablando el español con un temor de siglos, triste bajo la ráfaga azul de los ojos ajenos, enano ante las tribus espigadas, vencido por el pavor del día y la miseria de la noche, la hipocresía de todas las almas y, si acaso, salvado por el ángel perverso del poema y sus alas.

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Marchar hacia la condenación y el martirio, atravesado por las espinas de la patria perdida, ahogado por el sordo rumor de los hoteles donde todo se pudre entre mares de whisky y de ginebra. Marchar hacia ninguna parte, olvidado del mundo, ciego al mármol de Juárez y su laurel escarnecido por los pequeños y los grandes canallas; perseguido por las tibias azaleas de Alabama, las calientes magnolias de Mississippi, las rosas salvajes de las praderas y los políticos pelícanos de Louisiana, las castas violetas de Illinois, las bluebonnets de Texas... y los millones de Biblias como millones de palomas muertas. Uno mira los árboles y la luz, y sueña con la pureza de las cosas amadas y la intocable bondad de las calles antiguas, con las risas antiguas y el relámpago dorado de la piel amorosamente dorada por un sol amoroso. Saluda a los amigos, y los amigos parecen la sombra de los amigos, la sombra de la rosa y el geranio, la desangrada sombra del laurel enlutado. ¿Qué país, qué territorio vive uno? ¿Dónde la magia del silencio, el llanto del silencio en que todo se ama? (¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?) Uno se lo pregunta y uno mismo se aleja de la misma pregunta como de un clavo ardiendo. Porque todo parece que arde y todo es un montón de frías cenizas, un hervidero de perfumados gusanos en el andar sin danza de las jóvenes, un sollozar por su destino en el rostro apagado de los jóvenes,

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y un juego con la tumba en los ojos manchados del anciano. Todo parece arder, como una fortaleza tomada a sangre y fuego. Huele el corazón del paisaje, el aire huele a pensamientos muertos, los poetas tienen el seco olor de las estatuas —y todo arde lentamente como en un ancho cementerio. Todo parece morir, agonizar, todo parece polvo mil veces pisado. La patria es polvo y carne viva, la patria debe ser, y no es, la patria se la arrancan a uno del corazón y el corazón se lo pisan sin ninguna piedad.


Entonces uno tiene que huir ante el acoso de los búfalos que todo lo derrumban, ante la furia imperial del becerro de oro que todo lo ha comprado —la pequeña república, el pequeño tirano, los ríos, la energía eléctrica y los bancos—, y es inútil invocar el nombre de Lincoln y es por demás volver los ojos a Juárez, porque a los dos los ha decapitado el hacha y no hay respeto para ninguna paz, para ningún amor. No se tiene respeto ni para el aire que se respira ni para la mujer que se ama tan dulcemente, ni siquiera para el poema que se escribe. Pues no hay piedad para la patria, que es polvo de oro y carne enriquecida por la sangre sagrada del martirio. Pues todo parece perdido, hermanos, mientras amargamente, triunfalmente, por la Avenida Juárez de la ciudad de México —perdón, Mexico City— las tribus espigadas, la barbarie en persona, los turistas adoradores de “Lo que el viento se llevó”, las millonarias neuróticas cien veces divorciadas, los gangsters y Miss Texas, pisotean la belleza, envilecen el arte, se tragan la Oración de Gettysburg y los poemas de Walt Whitman, el pasaporte de Paul Robeson y las películas de Charles Chaplin, y lo dejan a uno tirado a media calle con los oídos despedazados y una arrugada postal de Chapultepec entre los dedos.

De Estrella en alto (1956)

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Fotografía: Rogelio Cuéllar

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Dos momentos con

Efraín Huerta* Carlos Bracho 14 | casa del tiempo


Una muralla de flores Aquélla era una típica tarde oscura de invierno. Los vehículos destruían el silencio que a esas horas nos era de vital importancia. Alejandro Aura había terminado, manguera en ristre, de regar los macetones de azaleas que adornaban la entrada de la pomposa galería Aura/Bracho. En el reloj Haste de pulsera de Efraín Huerta estaba marcada la hora: cinco de la tarde. La hora mágica en tardes de toros. La hora del poema de Lorca. La hora que nos dábamos cita en el lugar para tomar un café, componer el mundo, arreglar entuertos y enderezar a las vírgenes sumisas. El de la voz cantante era Efraín, claro, él era el maestro, y nosotros los aprendices de brujo. El trajín de autos, camiones y taxis que circulaban desenfrenadamente por la avenida Mariano Escobedo impedía con su ruido citadino obtener conclusiones relativas a nuestra condición de militantes del círculo de poetas-demopornócratas-liberales-unidos. Se analizaban aspectos poético/científicos del “Manifiesto Nalgaísta” de la autoría del Gran Cocodrilo andante, contemplábamos sus posibles repercusiones poético/ político-sensuales económicas, y desde luego la esperada y beata pero fúrica reacción panista. Huerta propuso: —Esta noche, ya muy noche, escúchenme bien, Alejandro, Bracho, sembraremos flores en toda la calle, así que mañana los choferes se verán impedidos de seguir su marcha y no podrá continuar el paso de sus ruidosas máquinas ya que encontrarán esta avenida cubierta de pensamientos, lirios y azucenas... No había nada extraño en esa proposición anarco/ florística de Efraín. Lo había dicho muy en serio, con un rictus de caballero antiguo que sellaba cualquier otra interpretación que se le pudiera dar a la orden emitida y que, por supuesto, congeló la risa pícara que amenazaba salir de nuestras bocas.

Un revólver calibre .22 Recuerdo aquel día. Huerta me había llamado por teléfono. Su voz no se escuchaba como otras veces. No quiso que la entrevista fuera en su casa. Me citó en un cruce de avenidas muy conocido. —Vamos en tu coche, ¡rápido, no quiero que nos sigan! —me dijo, volteando a un lado y otro de la acera. Llevaba un bulto misterioso bajo el brazo. Nos metimos entre las arboladas y solitarias avenidas de la colonia Polanco. Huerta vivía en la calle de Lope de Vega. Yo, intrigado, me preguntaba cuál era la razón de esos pasos furtivos y el contenido del bulto aquél. Y no dejaba de atormentarme la idea de que este hombre poeta, este amigo estelar había formado parte del pc y las armas y las bombas molotov y los complots podían aparecer de repente. —Aquí, párate aquí. Detuve el auto y esperé con ansia el desenlace de aquella situación, por demás embarazosa. —Mira. Abrió el paquete y allí en el fondo resplandecía una hermosa pistola. Pienso que todas las armas de fuego son atrayentes, tienen un imán particular, ejercen una influencia determinada. Las pistolas, en todo caso, y dicho con franqueza apostólica, son para matar, ¿no? Era un revólver Smith & Wesson calibre .22. —¿Y eso? —pregunté estupefacto— ¿A qué mal poeta vamos a eliminar, mi querido Efraín? —No, Bracho, no es para tanto. ¡Te la vendo…! Los colores volvieron a mi rostro. Solté una carcajada de alivio, que Efraín jamás entendió. Desde entonces guardo entre sus obras Absoluto amor y Tajín, como un libro más de Huerta, ese revólver... El revólver calibre .22 adquirido en un paraje solitario de Polanco.

* Tomados de Cuentos cínicos de Carlos Bracho

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Efraín Huerta:

La muchacha ebria

y otra razón de amor José Francisco Conde Ortega

Fotografía: Rogelio Cuéllar

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En 1944 Efraín Huerta publica Los hombres del alba, primera obra maestra poética de su generación que, además, abre nuevos cauces a la poesía mexicana. La maduración de la herencia literaria, desde la tradición hasta los hallazgos de las vanguardias, encuentra en este libro una ruta certera y una expresión novedosa a partir de la asunción de una ética resuelta en una estética inviolable y en un espacio vital compartido y compartible. Es decir, el compromiso de vivir en un aquí y un ahora que no admite concesiones, y el respeto a un oficio exigente que, en la lengua heredada, ofrece su visión del mundo en un discurso poético centrado en la sinceridad y en la ardua decantación de las posibilidades del idioma. El aquí y el ahora de Huerta encuentran un escenario esencial en la ciudad de México. Esta ardorosamente amada ciudad, que seguimos mirando con asombro en este todavía nuevo siglo, ya había sido pretexto literario de Francisco Cervantes de Salazar (México en 1554) y Bernardo de Balbuena (La Grandeza Mexicana) para explicar circunstancias epocales, como la gratitud del ocio en la naciente colonia española o la necesidad de conformar una nueva realidad. Aun Manuel Gutiérrez Nájera, en el caminar de la duquesita por Plateros, ensalza un “estar bien” en ese espacio placentero. Es posible que la ciudad que vieron Juan Díaz Covarrubias (El diablo en México) y Guillermo Prieto tenga más apego a la realidad de todos los días, con la gente que ejerce, sin remedio, el heroísmo cotidiano de vivir. La ciudad de México por la que Efraín Huerta levanta la voz es ésta, crisol de la compleja realidad del país y centro de un andamiaje social inmerso en la injusticia. La posición de Huerta es ética porque, sin disfraces, carga de ideología un discurso amoroso que, estéticamente, es un canto trovadoresco, como el de un caballero andante que convierte a la ciudad en la dama-objeto de los afanes del amor sin condiciones del que sólo es capaz un “fiel de amor”. Ética y estética como las dos caras de una misma moneda. Los hombres… es la manifestación insobornable de una visión del mundo y expresión lírica en la que el ritmo del poema es libre y ajustado a las necesidades del discurso. La selección de vocablos es profusa y esclarecedora, la metaforización descubre nuevas aristas de la realidad y la utilización del adjetivo indaga, corroe, matiza e ilumina al sustantivo.

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Si la ciudad de México es esa dama-objeto a la que el poeta dedica su delirio amoroso, y como mujer es plena de vida, sangre, sudores y erotismo en cada poro de su piel —su accidentada geografía—, Efraín Huerta, moderno caballero andante, tiene que fundar su orden de caballería: la de “los hombres del alba”, los que tienen como insignia en el pecho “un perro enloquecido”. Y estos caballeros son los que, por necesidades de la orden, tienen que ver la primera luz de la mañana antes que nadie: el obrero, el oficinista, el albañil, el alcohólico, el comerciante, el ladrón, el amante furtivo… Y cumplen, cuando menos, una de las reglas de la orden: el amor es un estado de gracia que ennoblece. En esta corte de amor en la que los caballeros de la orden de Los hombres del alba cumplen con los requisitos de suspirantes, suplicantes, oyentes y amantes, “La muchacha ebria” es un poema central y emblemático. Heredero consciente de su tradición literaria, Efraín Huerta actualiza los tópicos de la historia libresca, les confiere actualidad y renovado vigor. Así, “La muchacha ebria” participa de la ancestral costumbre de los brindis y se cruza con un poema del siglo xiii. Inclusive, justamente por referirse a un episodio erótico-cabaretero, tiene más de un punto de contacto con El banquete platónico. Bastaría recordar que los discursos a propósito del amor de los participantes se dan cuando, éstos, después del convivio, por curarse la cruda se vuelven a embriagar. La costumbre de los brindis es muy antigua. Los griegos de la época preclásica, cuando ofrecían sacrificios a los dioses, regaban la carne de los animales inmolados y la tierra con vino mientras formulaban piezas rituales. Más adelante, en Anacreonte, Marcial y la poesía goliárdica se encuentran poemas báquicos donde están presentes algunos de los motivos actuales: el elogio del vino y sus propiedades, la celebración, los buenos deseos; y no pocas veces hay cierto tono humorístico. Durante la Edad Media se dan hasta juegos paródicos de latines y poemas litúrgicos. En el Siglo de Oro es frecuente en todos los poetas. Es tal su vigor que ha pasado a formar parte de la vida cotidiana y el folclor. Pero es en el siglo xix cuando la sensibilidad romántica le otorga nuevas connotaciones. En México es habitual que el brindis del poeta, señalado por la bohemia y afanes de reivindicación social, le dedique sus brindis a una prostituta quimérica, flor manchada por el fango y en espera de su redención. “La muchacha ebria” comparte esta historia. Pero va más allá. Desde su ilustre antecedente en el siglo xiii, hasta el elevado tono lírico de Huerta, lo que le otorga dignidad poética y motivo para gozosas y renovadas celebraciones al poema, es un ritual del placer, del más sincero amor que, en su condición transitoria, no necesita subterfugios ni promesas. Sin culpas, florece y se extingue en el momento justo. No se debe olvidar que la idea del amor en Occidente finca sus raíces en el “amor cortés”. Y que esta noción surge por la necesidad imperiosa de la guerra en la Edad Media. El campo de batalla requería de todos los esfuerzos. El castillo quedaba prácticamente

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solo. Únicamente unos cuantos vasallos, las damas de la corte y los trovadores permanecían en él. Y tenían que ocupar el largo tiempo del ocio con el dulce compromiso de las cortes de amor. Por eso éste es adúltero. Razón de amor con los denuestos del agua y del vino, Razón de amor, Razón feita d’amor o Siesta de abril son los nombres con los que se conoce un poema de princi­pios del siglo xiii (1205) firmado por Lope de Moros. De éste no se sabe prácticamente nada. Inclusive, todavía se discute si es el autor o nada más un copista. El poema está escrito en aragonés con irrupciones de voces castellanas y mozárabes; o, lo que es lo mismo, en una lengua en transición, como las jarchas y las cancioncillas de amigo. Está constituido por dos partes tan diferenciadas que parecen no tener relación. La primera es propiamente una razón de amor, pues hay un encuentro amoroso que surge como consecuencia de aquélla; la segunda, un combate entre el agua y el vino. En la primera parte, un narrador, quien se declara letrado, da cuenta cómo, cuando se encuentra durmiendo una siesta en un apacible huerto de manzanas (locus amoenus), que luego será de granados, ve un vaso de vino y otro de agua, colocados por la dama para agasajar a su amado. Éste bebe del agua, que contiene propiedades mágicas, y aparece una doncella que canta penas de amor. Los dos enamorados se reconocen como tales mediante prendas de amor, lo cual es un motivo habitual en el código del amor cortés. De inmediato se produce el encuentro amoroso y la separación consiguiente con la llegada del alba. Al final aparece una paloma que vierte el vaso de agua en el del vino. En la segunda parte aparece el motivo del debate de la poesía medieval. El agua contiende con el vino. Cada uno arguye sus razones para demostrar su superioridad. El vino exalta su nobleza, por la que es utilizado en la eucaristía; el agua, su pureza, por la que es bendecida y se usa para el bautismo. El poema termina cuando el poeta pide como premio un vaso de vino (“mi razón aquí la fino/ a mandar nos dar vino”), como Gonzalo de Berceo cuando escribe sus vidas de santos en “roman paladino”. La justificación simbólica

es sencilla. El agua representa al amor puro; el vino, al amor sensual. La paloma, al mezclarlos, une la castidad con la lujuria. En “La muchacha ebria”, Efraín Huerta consigue un ardoroso cruce lírico entre la poesía goliárdica, el Banquete platónico y Razón de amor; actualiza los tópicos y revitaliza los motivos; apela al brindis como un homenaje lúdicamente dolorido al objeto amado en su condición transitoria, y honra la orden a la que pertenece como “un cumplido caballero”, para citar a Carlos Illescas, quien seguramente fue un miembro destacado de “Los hombres del alba”. El poema, así, convierte la siesta propiciatoria en un locus amoenus, en vigilia durante una noche necesaria en un locus ludicus. Y éste ya no es un huerto apacible de manzanos o granados: se ha convertido en el espacio de esas cortes de amor que, posiblemente, para los timoratos y pusilánimes podría significar pretexto para el vicio y la concupiscencia. El poema comienza situando al lector en ese locus ludicus durante una ardua noche: Este lánguido caer en brazos de una desconocida, esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres; este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol, huella de pie dormido, navaja verde o negra; este instante durísimo en que una muchacha grita, gesticula y sueña por una virtud que nunca fue la suya.

Es la noche y el encuentro con la amada. Luego, el poeta se presenta, aunque no presume de letrado. Antes bien, es versado en ese arte que es la vida; en ese dominio que exige el corazón templado y el ánimo dispuesto a todos los heroísmos: Todo esto no es sino la noche, sino la noche grávida de sangre y leche, de niños que se asfixian, mujeres carbonizadas y varones morenos de soledad y misterioso, sofocante desgaste. Sino la noche de la muchacha ebria

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cuyos gritos de rabia y melancolía me hirieron como el llanto purísimo, como las náuseas y el rencor, como el abandono y la voz de las mendigas.

Y es en este territorio de innumerables sueños despedazados, aunque siempre se sabe que el alba siempre llega, donde el poeta toma su tiempo, se detiene y comparte una visión, asaz desesperanzada, del amor. Como si fuera uno más de los participantes en el convivio platónico, modula la voz y ofrece sus consideraciones acerca de ese sentimiento que desgasta y ennoblece, que inquieta porque permite vislumbrar una razón: Lo triste es este llanto, amigos, hecho de vidrio molido y fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas, llanto y sudor molidos, en que hombres desnudos, con sólo negra barba y feas manos de miel se bañan sin angustia, sin tristeza: llanto ebrio, lágrimas de claveles, de tabernas enmohecidas, de la muchacha que se embriaga sin tedio ni pesadumbre.

Y qué triste parece esta difícil razón de amor. No se dice, no se menciona. No hace falta. En los versos que siguen, la muchacha, como en Razón de amor, entrega las prendas que son, al mismo tiempo, carne y símbolo entrelazados: de la muchacha que una noche —y era una santa noche— me entregara su corazón derretido, sus manos de agua caliente, césped, seda, sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos, sus torpes arrebatos de ternura, su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos, su pecho suave como una mejilla con fiebre,

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y sus brazos y piernas con tatuajes, y su naciente tuberculosis, y su dormido sexo de orquídea martirizada.

Como en un momento de recóndita alegría, en este momento los tópicos se encuentran y se actualizan. El símbolo de la paloma se convierte en esa boca “como taza mordida por dientes de borrachos”. Y mezcla el vino y el agua. Y la pureza del corazón y la sensualidad constituyen un código inviolable. Por eso las palabras finales son encomiásticas. El brindis ritual es, de este modo, la certidumbre del valor y de la generosa condición de los caballeros de la orden: Ah la muchacha ebria, la muchacha del sonreír estúpido y la generosidad en la punta de los dedos, la muchacha de la confiada, inefable ternura para un hombre, como yo, escapado apenas de la violencia amorosa. Este tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos, una fecha sangrienta y abatida. ¡Por la muchacha ebria, amigos míos!

Efraín Huerta ha construido un código inviolable en otra corte de amor. Y supo decantar esa “razón de amor”, actualizándola, que los caballeros andantes, trovadores y goliardos legaron a Occidente. Así, la voluntaria y dulce servidumbre ante la dama es condición del caballero; disponer los sentidos para deslumbrarse ante su belleza, una gozosa obligación; entregar el corazón entero —aunque la entrega dure un solo instante—, el único destino posible. Y compartió, con otros caballeros de todos los tiempos, que en estas cortes de amor no puede haber dudas ni retrocesos. Por eso supo siempre que, como Alí Chumacero, “hay que ir con unción a la taberna”; y que, como Rubén Bonifaz Nuño, también hay que saber decir “de otro modo lo mismo”. Finalmente, entendió, con Baudelaire, que el objeto amado es, a un tiempo, “ángel de la guarda, musa y señora”.


Efraín Huerta:

el diablo en la orquesta Pablo Molinet

Fotografías: Rogelio Cuéllar


Efraín Huerta (1914–1982) es, junto con Octavio Paz y Jaime Sabines, uno de los tres hacedores decisivos de la poesía mexicana moderna a partir del medio siglo. Entre esas obras, la de Huerta destaca por su energía torrencial, tan amarga como luminosa, tan infernal como beatífica, sacudida entre polos de igual intensidad —éxtasis y desolación, ternura y rabia—. Toda literatura nacional forma un concierto. A pesar de las intenciones de sus autores, de los vaivenes de la lengua, los giros de la historia o los hallazgos del arte, con el tiempo aun las más violentas oposiciones acaban por leerse en un contexto armónico. Un modo de sopesar la relevancia de un movimiento u obra dados es, entonces, imaginarlos como la ejecución de un instrumento —o de una sección de ellos— en el decurso de una interpretación orquestal y hacerse tres preguntas sobre su hipotética ausencia: si empobrece al conjunto, si afecta acontecimientos anteriores y si desarticula desarrollos posteriores. Si, por ejemplo, se suprime el Estridentismo, ocurre que, sin su escándalo socarrón y buscabullas, la elegancia y contención de los Contemporáneos se tornan monótonas; hacia atrás, Díaz Mirón se vuelve una probóscide colgada gratuitamente del aristocrático Modernismo local. Hacia adelante, Efraín Huerta vacila, adelgaza; y entonces Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Sabines o Eduardo Lizalde pasan a segundo plano, quizá desaparecen. ¿Y qué pasa si se elimina una ejecución individual, la del propio Huerta? Pasa que perdemos al diablo. Y sin el vaho luciferino de la taberna, la pancarta y el fornicio nuestra poesía moderna se vuelve un jardín a mediodía, todo transparencia y serenidad y resplandor. Disidencia, lascivia y sentido del humor son rasgos debidos, antes que nadie, a Huerta. Cólera personal y furia política se volverán elementos clave para la escritura poética mexicana a partir del decenio de los cincuenta. Exclamación, víscera expuesta, son factores de composición poética de los que ninguna tradición puede prescindir. En un panorama cultural dominado por la sensatez, el cálculo, la cordura, Efraín Huerta obró como un revulsivo indispensable.

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Pocas afirmaciones tan potencialmente estólidas como la de que zutano “fue un hombre de su tiempo”, pues no hay tal cosa como “un tiempo”; todo periodo histórico es al menos tres, el de los opresores, el de los oprimidos, y el de su pugna. Huerta, como Revueltas, asumió, tomó para sí el tiempo de la pugna. Lo hizo de un modo entero y radical (“Amor, patria mía”) que no se veía en México desde los tiempos de Prieto y Altamirano. Hizo de su ideología su estar en el mundo. Asumió el riesgo de equivocarse —lo hizo con Stalin— y gozó del privile­ gio de acertar de cierto modo profundo y perdurable: las de­claraciones de amor y odio a la ciudad de México, las largas tiradas amorosas, lúbricas y militantes, la muchacha ebria y la noche de la perversión gozan de la vitalidad inmediata, corpórea, de las fotos de Héctor García o Nacho López, de la gráfica de Leopoldo Méndez, del mismo sentido de lo trágico y lo grandioso, pues parten de idéntica voluntad de arrojar la realidad contra ella misma para quebrantarla. El texto crítico de partida sobre Efraín Huerta es —se sabe— el prólogo de Rafael Solana a Los hombres del alba (1944). De éste, Carlos Montemayor y David Huerta coinciden en subrayar la comparación de Huerta con José Clemente Orozco y la apostilla de que ambos son “desagradables”. Al tino de vincular al más poético de los muralistas con el escritor más próximo a ellos en intenciones, actitud y vigor —junto con José Revueltas—, se suma el acierto de señalar la entraña de esa actitud: arte no es lo que sublima y embellece, sino lo que sacude y desafía; si el Estridentismo introdujo esta actitud en la literatura moderna de nuestro país, Huerta y Revueltas le confirieron validez inapelable. Y, no obstante, no se le puede negar belleza a Orozco ni a Huerta; pero no es la que apacigua el ánimo y lo eleva a la contemplación, sino la que lo perturba y lo subleva. Es la belleza propia del siglo xx, que con tanta claridad vio surgir William Butler Yeats en un poema político, “Easter, 1916”: A terrible beauty is born. Esa belleza se anuncia ya en ciertos momentos de su segundo poemario, Línea del alba (1936) y regirá su trabajo desde Los hombres del alba (1944) —según


David Huerta, el “libro central” de esta obra—. Anota el propio David Huerta: Efraín Huerta tuvo maestros estupendos. He aquí algunos nombres: Rafael Alberti, Federico García Lorca, Raúl González Tuñón, Pablo Neruda, Paul Éluard, Louis Aragon, Regino Pedroso, Carlos Pellicer, José Gorostiza, Ernesto Cardenal (más joven que él), Hans Magnus Enzensberger (también más joven que él)…

Tengo para mí que con los europeos aprendió a ver y a escuchar y con los sudamericanos a respirar. Supo deslizarse sin caídas epigonales por el estuario caudaloso y traicionero de la generación del 27; si bien la huella de Alberti no es menor —desde el sustantivo “alba” hasta el lirismo hecho militancia—, cabe recordar que Lorca es el brazo fluvial que liga al 27 con el surrealismo. Si bien es claro que Huerta no es un poeta surrealista, su trabajo encontrará un fulcro clave en las libertades de construcción de metáforas y adjetivación inauguradas por ese movimiento. De ello darán cuenta versos como ese doble oxímoron, tan cabal, “¡qué alto mar, sucio y maravilloso!”; o “¡Los días en la ciudad! Los días pesadísimos/ como una cabeza cercenada con los ojos abiertos.” (“Declaración de odio” [a la Ciudad de México]). O bien los “Hombres del alba”, que “…tienen en vez de corazón/ un perro enloquecido” y conocen una “lluvia nocturna cayendo/ como sobre cadáveres”. O bien “La muchacha ebria”, cuyos pensamientos eran “tan parecidos a pájaros muertos” y cuya “boca sabía a taza mordida por dientes de borrachos”. Cinco años después de Los hombres del alba, en los “Greyohund poems”, el lector se topa con este texto, breve y denso, fechado “Saint Louis, Mo., 1949”:

“como la sangre que corre cuando matan a un venado”. Era un caballo rojo con las patas manchadas de angustioso cobalto. Agonizó en el río a los pocos minutos. Murió en el río. La noche fue su tumba. Tumba de seco mármol y nubes pisoteadas.

De los varios planos que admite esta pieza destaco dos. En el más evidente, el texto desarrolla un salvaje crepúsculo sobre el Mississippi con tal plasticidad y dramatismo que satisface una primera lectura: gracias a esa libertad asociativa de la que se apropió, Huerta consigue una metáfora tan justa que prescinde con soltura de uno de sus miembros.1 No obstante, hay algo más: los “Greyhound poems” son un diario de viaje por Estados Unidos —sobre todo el Sur—; en Huerta, el leitmotiv poético de esa travesía sólo puede ser el conflicto racial. Casi todas las piezas lo aluden expresamente, instaura la atmósfera del conjunto; por tanto, esa violencia sacrificial de “El caballo rojo” es también una encarnación de la brutalidad del Sur. David Huerta y Carlos Montemayor concuerdan en la jerarquía de dos poemas muy posteriores, “El Tajín” (1963) y “Amor, patria mía” (1980), así como en el especial valor de los “Responsos”. No obstante, me detuve en esta pequeña pieza pues su enérgica composición, su profundidad de campo, su libertad, su violencia, me parecen sinécdoque idónea de la poesía de Efraín Huerta.

El caballo rojo Para Eugenia Huerta

Era un caballo rojo galopando sobre el inmenso río. Era un caballo rojo, colorado, colorado

1 El verso “como la sangre que corre cuando matan a un venado”, ¿es del poeta proletario Carlos Gutiérrez Cruz (1897–1930) y pertenece a una versión del corrido agrarista “El sol”? No pude constatarlo, pero salta a la vista que se trata de dos octosílabos.

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Uno lee también para no morir de pena

Fotografías: Rogelio Cuéllar

Jesús Vicente García

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i Siempre que salgo a la calle llevo un libro. Es necesidad, no presunción. Puedo salir sin dinero, sin comer, sin ganas de vivir en esos días negros que todos tenemos, pero no sin un libro; en días laborales, en puentes, en vacaciones, sean mías o ajenas, en carretera, en avión, en metro, en pesero, en cafés, cantinas o fondas, en mar, en milpa, en cerro, en plano, en casa, durante la espera de los sopes de Reyna cuando tiene mucha gente, en los tacos de Lauro, sólo o acompañado, triste o alegre, con calor o frío, el libro me ha acompañado desde que adquirí este vicio, y cuando me pregun­tan por qué leo, para qué leo, no pienso en esas definiciones académicas —interesantes, por cierto— en las que afirman que es para desarrollar la imaginación, para tener más lenguaje, para ser mejor, para ser más inteligente, porque antes de leer un libro se es uno y después de hincarle el diente se es otro. Me sucede a veces que no sé ni qué responder. Simplemente, leo por gusto, para gozar o sufrir la vida. Y se me ha hecho un vicio tan marcado que en cada lectura veo que se correlaciona el libro en turno con lo que estoy viviendo en ese momento, como una especie de coincidencia o como si adecuara la lectura con mi vida de forma inconsciente. Cuando leí el Quijote por vez primera fue en un julio, en el mes en que el manchego sale de su aldea para irse a la aventura; cuando La Celestina, por causas de la universidad, no dormía bien, igual que Pármeno cuando mata a Celestina; cuando Sobre la marcha, de Spota, mataron a Colosio, y justo en la novela también un candidato sufre un atentado. Al acabar de confesar todo esto, Basilio dice que eso no le puedo decir a sus alumnos, que debo elevar más el nivel. Aun así, acepto ir a su escuela a hablar con sus pupilos, y hago un texto corto para más o menos saber qué decir. El objetivo es fomentarles la lectura, “hacer que al hablar les inyectes el gusto por leer”. Me estás pidiendo un milagro, ¿será a causa de los días santos? Es una tarea titánica que debe comenzar en la casa y luego en el aula. No sé por qué sentí en el ambiente un aire a imposible. De todos modos, ya estaba amarrado. Casi no hago eso, no porque no me guste, sino porque casi no me invitan, así que me crezco al castigo y voy. ii Con apoyo de mis cuartillas comienzo a platicar con sus alumnos de secundaria y prepa particular, juntos en el auditorio. Me siento como virus al microscopio. Todos los ojos sobre mí. En realidad no es plática, es monólogo después de mi presentación de Basilio y una maestra flaca a la que respetan mucho. Se rompe el turrón cuando los hago reír y hasta me dicen maestro. Se siente bien que le digan a uno así. Les advierto que eso de decirles que lean no es el mejor camino para que lo hagan. Así que les digo por qué leo yo. Para mí la lectura es mucho mejor que el féis o el tuiter, o esos libros de superación personal, y mientras hablo pienso que somos de distintas épocas, que a lo mejor esto ni sirve para nada, que estoy diciendo lo que

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había dicho que no diría. Les comento que hay que leer con todo el cuerpo, hay que vivir y sentir las historias, de lo contrario se aburrirán. Y hablo y hablo, y conforme lo hago decido guardar mis cuartillas, así que digo lo que no escribí. Leer es como fumar, es darle el golpe. Leer es vivir, es amar, es odiar, es llenarnos de conocimien­to, de imaginación; una persona sin imaginación no sirve para nada, ni para enamorarse ni para besar, ni para platicar; las personas dejan de ser interesantes, hasta para ligar hay que tener imaginación y eso se adquiere con la lectura. Y me digo: estás mintiendo. Recuerdo a Sergio, en aquel barrio cuando tenía veinte años. Sergio era el tipo menos lector en la vida y se ligaba a las mejores morras de la Obrera, y yo me preguntaba qué le verán, era feo; digo, yo tampoco estoy para concurso. Él no leía, no era interesante, decía groserías todo el tiempo, bebía mucho y tenía dinero siempre, porque era ratero. Qué envidia ser ratero y no escritor. “Leer es poder escribirle cartas a quien nos gusta. Todo se vale, jóvenes, pero hay que decirlo de manera que la otra persona se quede estupefacta, que al leer­la casi se le caigan los ojos de emoción, que nos huela en cada línea, que nos sienta en cada párrafo, y si hacemos poesía, pues que se involucre en nuestras palabras sabrosas bien unidas, porque escribir es darle orden al mundo, a su mundo; si no leemos, qué le vamos a decir, puras jaladas”. Y otra vez el pinche Sergio que no escribía ni su nombre, nomás acabó la secu y siguió robando, y las chavas con las que andaba no tenían ni un gramo de lectoras; estaban bien formadas, lonjudas, pero sabrosas, eso que ni qué. Aún sigo pensando qué le veían al imbécil aquel. Les platico del Quijote, de su Dulcinea, de la motivación que una mujer nos da para ser mejores, para ser personas sensibles, porque los libros nos transforman. Sí, cómo no: Sergio era tan sensible como una mesa de madera, y nos contaba sus aventuras cuando estaba bien puesto, era tan explícito que daba asco, por eso digo

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que su sensibilidad no eran mayor a la de una botella vacía de refresco. Sigo diciendo que al leer se aprende a vivir, se viven muchas historias y eso es bueno, porque un mortal como nosotros nomás vive una vida, pero si lee vive muchas vidas; leer es vivir. iii Casi dos semanas después, Basilio me invita a comer, porque el día de la charla no tuvo tiempo. Lo espero en Juárez y Balderas. Yo leo a Efraín Huerta, justo el poema “Avenida Juárez”, que no entendía bien, pero sentía que había una especie de incomodidad con el mundo, con la política, con lo extranjero. Me siento en una banca frente a la plaza Parque Alameda. Se me vienen a la mente los rostros de los jóvenes del día de la plática. Al final hubo uno que me dio la mano, unas féminas de prepa se despidieron de mí con beso en la mejilla, y por supuesto que me atiborraron de preguntas: qué se siente escribir, cuánto tiempo me tardo en hacer un cuento, desde cuándo escribo, qué opino de la poesía, qué autores recomiendo, qué autores leo. Les dije que leyeran a Huerta, que sientan su música, y sin darme cuenta empiezo a leer en voz alta. Me franquean dos japonesas y un tipo grandote que habla un idioma por celular totalmente desconocido para mí. Mientras leo, pienso en los rostros de los jóvenes como si los tuviera enfrente, y el poema “Avenida Juárez” me va llenando de una especie de pérdida, de algo oscuro, de un ambiente hueco, agónico, temeroso, con sombras, muerte. Huerta me habla al oído, al pellejo, y veo a la gente que marcha, como él mismo dice, hacia ninguna parte, hacia todos lados; en un vaivén de vorágine, pasan unos chavos en patines, esquivan gente, uno tropieza con un perro amarrado a un poste mientras su dueño pide un café en Starbucks. ¿Qué país, qué territorio vive uno? De pronto, una furia imperial se deja venir en el


poema. ¿Qué me está pasando? ¿Qué me dice Huerta? Me despierta, su ritmo me hace latir el corazón a mil por hora; las japonesas y el hombre cuyas piernas parece salirse de la amplia banqueta me ven como bicho raro y yo invoco a Juárez no sé para qué. El celular me salva. Basilio llegará más tarde. Para no quemarme en esa lectura, camino hacia el Eje Central, paso frente al monumento a Juárez, la gente me avienta, entro a mi féis y al tuiter, veo las fotos de una fila monumental de gente que quiere darle el último adiós a García Márquez en Bellas Artes. Me acerco. Gente formada. La mayoría jóvenes. El sol choca en el mármol frente al Palacio. Todos llevan un libro del colombiano. Fuman. Cantan “Macondo”, otros se besan, beben agua, refresco, ríen, leen; me siento mal por el calor. En las redes circula una nota: “Velan a Emmanuel Carballo en el total abandono”. iv En el Cielito Querido Café, de Juárez, entramos Basilio y yo. No tenemos hambre. No hay tiempo, para mí, de acompañarlo al homenaje de García Márquez ni de ir al panteón Francés con Carballo. Dice que admira mucho al colombiano. Me pregunta qué tengo. No sé. Le platico lo que sentí hace rato, la sensación de pérdida, el recuerdo de los jóvenes a quienes les invité a leer, a quienes les dije que leyeran para ser mejores, para sentirse bien, para ser buenas personas, y les mentí: yo leo a Huerta y no me he sentido mejor ni soy buena persona, tengo tantos defectos como cualquiera: enojón, intolerante ante lo que me parece que es mediocre, un terrible sentido de puntualidad, humor ácido, negro, irónico, egoísta, y Huerta me lo acentúa y sigo leyéndolo, no puedo dejarlo, me sigo, me sigo. Además, me repugna que la misma muerte eclipse la de otro, de un crítico

al que respeto mucho, no me importa si coincidía o no con él. Y al leer a Efraín, más me acordé de Carballo, porque el poema de Efraín es un rechazo a lo extranjero, al imperio capitalista, a un sentido de pérdida de la patria, del suelo que pisamos, estamos condenados a despedazarnos entre nosotros mismos, a la indiferencia mutua entre esta selva llamada ciudad. —Te estás azotando, mi Flaco; mira, el mundo… —Carballo fue mi maestro de aula. Y no le quito ningún mérito al Gabo. Pero eso de morirse en pleno jueves santo parece que lo ha hecho también santo, igual que a Cristo; y veo que Carballo murió en domingo de resurrección, por eso quedó solo, por eso no se nota. ¿Recuerdas ese pasaje bíblico? —Eso significa que Carballo será eterno, resurgirá y se leerá… y sí, está canijo eso de que nadie haya ido, de que todos estén aquí mientras nuestro compatriota está solo en su muerte. Basilio le da al clavo: nuestro compatriota. La patria es polvo y carne viva, la patria/ debe ser, y no es, la patria/ se la arrancan a uno del corazón/ y el corazón se lo pisan sin ninguna piedad. ¿Ves? No es cosa de patriotismo, sino de amor a nosotros mismos. Huerta es actual, parece que vino a decirme: abre los ojos, no hay piedad para la patria. —¿Y para qué? ¿Piedad de qué o qué? —No lo sé, Basilio, no tengo la menor idea. A nuestro lado, unos jóvenes llevan libros de García Márquez, entre ellos se abrazan, beben frapé. Salimos. El sol nos quema. Volvemos sobre Avenida Juárez, la calle y el poema, y es verdad: Uno pierde los días, la fuerza y el amor a la patria, y sólo viendo los árboles o leyendo veo la pureza de las cosas amadas, como si resucitara, como si volviera a empezar para no morir de pena, de sed, de angustia, de sol, de muerte estando tan vivo.

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Flor de la perversión Ramón Castillo

Fotografía: Rogelio Cuéllar

La poesía verdadera está escrita con la víscera radical de la obsesión. Cualquier poeta auténtico reinterpreta al mundo con ojos nuevos y, desde la soledad de su hallazgo, revela algo que se nos ha escapado. El creador, siempre, paladea una gramática singular. Lo cierto es que no todos los llamados poetas lo hacen, no todos lo pueden. Será acaso porque la poesía es un ritual que desborda, es la extracción a veces violenta de un fragmento de lo visible para volverlo refulgente, como recién concebido. Tiene que ser así, brusco y salvaje, sin duda, porque lo que empuja su movimiento es el deseo de romper la esencia de las cosas, derramar la salvia de un arquetipo que está por construirse, dibujarse, deletrearse con la palabra justa, ceñida y, al mismo tiempo, sorprendente y anómala.

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De manera similar, es necesario leer la poesía con la rabia urgencia, la búsqueda sinuosa de la carne, el tremebundo sexo, la ebriedad, el amor y la alegría. Buscar en un libro no palabras sino flores de variados tipos: marchitas o soberbias, pérfidas y candorosas. En fin, comprender, tal cual señala Efraín Huerta, que en medio de la noche más honda es posible encontrar, ya sea en las sucias grietas de la ciudad o en el interior de una cantina o en medio de las piernas de una amante la ascesis que habrá de salvar el alma de los descastados. La poesía es ese gesto de esperanza extraviada, de suave derrota ante la mujer amada y la inconmensurabili­dad de lo anónimo. En la poesía de Huerta florece un campo de nocturnos claveles, desafiantes camelias, violetas redentoras que perfuman el aire de la vida y la muerte, el odio y el amor. Si uno presta atención, y lee con el deseo de hallar jardines secretos, encontrará referencias a gardenias, rosas, lirios y demás brotes herbales en buena parte de la producción poética del artífice de Los hombres del alba. Pero cuidado, al hablar de flores, capullos y brotes no hay atisbo de asociaciones fáciles, entretejidas con la melaza que los candorosos exudan; por el contrario, en Huerta, las flores son múltiples atisbos de un milagro no accesible para todos. La flor como recurso poético tiene en la obra de Efraín Huerta encarnaciones frecuentes, pero no por ello menos afortunadas. Todas son lumínicas en su carácter de instigadoras de una carnalidad próxima a la vez que desconocida. Al leerlo se percibe la esencia volátil del sexo satisfecho, el cuerpo acalambrado, sumiso ante el ímpetu de la sangre. Es también una herramienta con la cual construir imágenes que nombrarán al mundo, explicar lo inasible, incluso lo inexistente que nos acecha. En El poema de amor escribe: El poema de amor es el poema de cada día: la sombra de una hoja y este mirar al cielo en anhelante perseguir una flor, una sonrisa.

Sugiere Carlos Montemayor que la obra del Gran Cocodrilo es eminentemente amorosa, ese es su único y obsesivo tema, ora en su vertiente más licenciosa, ora en su confidente manifestación más pura. Sin embargo, en los poemas, tal primacía sobrepasa y extiende la semántica del amante y se vuelve una forma estética cuyos matices cobran relevancia al florecer en ellos, llenando de vida a un páramo. De repente, una rosa o un clavel fija inesperadas visiones. Montemayor indica con tino, que la poesía de Huerta siempre tendió a cantarle al lado oscuro de la luna. Por supuesto, es ineludible escapar al consabido cerco de espinas que sirve para hacer más evidente la frialdad absoluta de la perfección, enardecida a la par que la total belleza de lo turbio. Hermosura atípica, enfermiza y real, por tal motivo, más contundente; la vida entera es una vía que permite constatar la imperfección del universo, la desolación ante las ciudades, el amor, la destrucción propia. El mundo, entonces, se unifica a través de sus orillas. Una flor, como una mujer, debe ser amada por su simple existencia, la posibilidad de lo que pueden ser, la realidad de lo que ya son, no importa si por alguna causa no se abren a la mañana, su presencia es un asombro. Así lo sugiere en Los ruidos del alba cuando exclama: Cantemos a las flores cerradas a las mujeres sin senos y a los niños que no miran la luna. Cantemos sin mirarnos.

Lo que importa no es el rasgo perfecto de un ideal, lo acabado y precioso de su imagen bucólica, sino la existencia concreta de aquello que arrebata, el desperfecto real que enamora y seduce por su cercanía o naturalidad; por eso, en el Primer canto de abandono, dice: (Pero yo amo el abandono por violeta y callado. amo tu entrada al invierno sin mi cuerpo, admiro tu fealdad de dalia negra dolorida adoro con ceguera tu pasión por la lluvia y el encanto de tus narices frías, amada razonable y sencilla).

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El guiño floral, pese a lo que tradicionalmente aseguraba el imaginario de lo impoluto y casto, también es susceptible de ilustrar lo desagradable, lo inconcluso; sin embargo, en ese desplazamiento, de alguna forma, volvemos a encontrar la belleza, pero bajo una luz tenue, mortecina, de tugurio en la madrugada. Así, en La rosa primitiva, se da paso a una letanía concupiscente que transgrede el imaginario de las buenas y respetables costumbres poéticas. Quédate con la rosa del calosfrío, la rosa del espanto estatuario, la inmaculada rosa de la calle, la rosa de los pétalos hirientes, la rosa-herrumbre del fiero desencanto, la primitiva rosa de carne y desaliento, la rosa fiel, la rosa que no miente, la rosa que en tu pecho debe ser la paloma del latido fecundo y el vivir con un pulso De gran deseo hirviendo a flor de labio. La rosa, en fin, de las espinas de oro, Que nuestra piel desgarran y la elevan Hacia el sereno cielo de donde la poesía Nos llega mutilada, como ruinas del alba.

A través de la mirada del autor de los Poemínimos se hilvana un rosario decadente, patético y oscuro, pero aun así, apasionado, vivaz y auténtico dedicado a la virgen de medianoche, esa misma a la que le cantó Daniel Santos. No hay que olvidar, por supuesto, que las flores son la reverberación sexual de la naturaleza. La forma y suavidad, el olor y la policromía son recursos de seducción, coqueteos al cielo, el aire, la lluvia y los insectos que las polinizan felices de participar de su tacto. Los sentidos florecen porque se abren al mundo; lascivia perfumada, pétalos pezones, vulvas vegetales, bocas llenas de ansia, cada pistilo es un ejercicio amoroso, la retórica sensual de los elementos. Buenos días a Diana Cazadora confirma la dichosa glorificación de la carne, muy a pesar de que la alabanza le sea entregada a una diosa de metal, ella es musa de

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transeúntes, sosiego para los capitalinos, arrobo para los enamorados de la belleza perenne de las curvaturas femeninas, “playa donde nacen deseos de espinosa violencia”. Todo cuerpo femenino es un montón de trigo cercado de violetas, dice John Updike; es decir, en él hay un hálito sempiterno y contumaz que a lo largo del tiempo no ha dejado de maravillar a sus absortos espectadores, son flores líquidas llenas de la salvia del tiempo, acariciadas por la premura del sol con el fin de convertirlas en un tributo digno de su potencia. Cada batalla, cada lucha amorosa es, en definitiva, una oportunidad de preservar su misterio, rendir tributo al dios de la epidermis. Leamos de Apólogo y meridiano del amante: Cenital guerrero de la carnalidad Retorno al monumento flor de una saturada piel. Estuve ausente todo un verano tembloroso, En medio de la contienda florida De los hirvientes amantes. […] Aspiro tus manzanas, tus duraznos, Tu dominadora rosa de cobre Porque no puedo vivir sin el reino del follaje, Las maderas metálicas y el llagado perfil de la orquídea.

La naturaleza es redentora, atisbo de una potencia inasible cuyo movimiento, para revelarse, toma forma de poética u orgasmo. La “flor es un tempo y un abismo,/ una brillante consigna y un apretón de manos”. Percibimos que siempre hay un pretexto para colorear el universo, ya sea mediante el brote fortuito de un clavel o una magnolia, la alegría de una borrachera, un aliviado post coitum, la curvatura de un seno altivo, el callado amanecer. Una flor, nos dice Huerta mediante su poesía, es la manera como un suspiro asume una forma palpable, el impulso que nos anima, a nosotros los solitarios, a cargar con nuestro corazón negro y desvelado, para seguir cantando.


Fotografía: Rogelio Cuéllar

José Homero

La circulación del deseo en la ciudad de Efraín Huerta

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Para Dionicio Morales

Si la presencia de la ciudad en la primera poesía de Huerta era sinecdótica, partes cuyo todo era mero decorado —jardines o alamedas, árboles o estatuas, no calles, sí caminos— ∫necesario como espacio galante (“Tampoco es el amor esa linda promesa/ que todavía entre penas y oraciones/ ronda por los jardines y muere sollozando” apunta, el paso, en “La traición general” un poema publicado en enero de 1937), sin olvidar la proclividad alegórica del jardín a devenir emblema de lo natural, fértil territorio incrustado en el desierto de la urbe, pues su semántica connota el ocio, el descanso, el juego, en Los hombres del alba cada palabra se antoja ya inaudita en otro sitio que no sea el del paisaje urbano e imposible en un poeta que no habitara la realidad. El volumen, motivado por la fe en el “movimiento ascendente de la historia”, por la profecía del inminente amanecer de un nuevo tipo de humanidad —“los hombres del alba”— pero sellado con una concomitancia donde el desengaño es perceptible, habla de la ciudad desde una perspectiva muy distinta a la dominante en la ulterior poesía huertista. No se trata del sentimiento de impotencia o de un exilio interior que se complementa con la impresión de un mundo falto de valores y regido por la ignorancia, visible en “Avenida Juárez”, tampoco toca (aún) el tema baudeleriano de esa hierofanía que es la aparición de un espléndido cuerpo femenino en medio del sopor de la pútridas axilas de los pasajeros de un autobús Juárez-Loreto o de la muchedumbre de cláxones, de algunos de los (mejores) poemas eróticos huertianos de su etapa última. No. Tengo la impresión de que estas visiones últimas de la ciudad, la negativa y la revelación, corresponden a experiencias personales; quiero decir, la sensación de extravío del primer Huerta es común a la poesía moderna y especialmente a la que tiene a la ciudad como sitio —pienso en Jules Lagorgue y en Pierre Reverdy, en T. S. Eliot y en Gotfried Benn— sin olvidar su raigambre simbólico: ciudad/ campo, historia/civilización como una bifurcación cuya disyuntiva propone la dualidad como estructura del universo traducida en una nostalgia del orden y la convicción de que no hay sitio a dó dirigirse, excepto a una naturaleza subvertida y arquetipo negativo.

Extravío en un espacio cuyas coordenadas no corresponden ya a la cartografía humanista o carencia en medio de los pétalos de una rama negra y húmeda que es al mismo tiempo ausencia de valores inmutables y encuentro con valores más temporales: el deseo. Tal errancia será literaria si aprendida en la lectura. En Huerta atestigua la experiencia de dos realidades: la paulatina americanización de las costumbres y la explosión demográfica. Aquélla trajo las tribus espigadas, las calenturientas magnolias del Missisipi; la otra, a las nínfulas barriobajeras. La separación es asunto de prosodia: las nínfulas son consecuencia de la americanización: Afrodita Morris, la gringuita marigüana rumbo a Puerto Ángel. Notamos entonces que esa deriva en torno a dos momentos centrales de la poesía moderna corresponde no a un testimonio aprendido en la lectura, sino en la experiencia callejera. Habría que observar, apunto, que mientras en la primera poesía huertista la referencia a las mujeres estadunidenses era inseparable a la postura ideológica y la reprobación calvinista, en los poemas finales —aunque la asociación con el dinero o el capitalismo no desaparece— la ironía y la parodia minan ese contenido hasta convertirlo en un vehículo más de la irrisión; ese ácido que baña y derruye cualquier pretensión utópica en la final poesía huertista y, en cambio, lo convierte en nuestro contemporáneo: El café me supo a cerveza agria porque, pensaba yo, con dos o tres mil pesos cash, cashondamente, con semejante preciosidad chulonamente amorosa y originaria de alguna paupérrima pero diabólica Sexoville, Texas, yo jalaría de inmediato hacia y hasta un Puerto Ángel que no conozco que francamente no me interesa conocer porque me duele las desnudez en las playas (y en las camas) y entonces ella que se llama Alice, Mary, Betunia, Patricia, Oropéndola, me diría que no que siempre no que nunca no que eternamente no


Because ‘cause… Al día siguiente, martes, frustrado hasta la más febricitante náusea antiimperialista…

Sucede en cambio que la ciudad de Los hombres del alba huele más a humedad bibliotecal que a calle húmeda de fatigas. Hay demasiada abstracción en las miradas que Huerta dirige al mundo; sobre el compromiso y la espontaneidad huye por los tejados. Este libro se ordena con base en un corte: nuestro presente y nuestro pasado son detestables porque albergan una gavilla de putas, putos, alcahuetes, matones y rateros, de poetas maricones y de vírgenes inútiles, de falsedad, vicio y crimen, como manifiestamente anota en “Declaración de odio”, donde la vileza de la ciudad diaria contrasta con la luminosidad de la ciudad tomada por los comunistas: Ciudad negra o colérica o mansa o cruel, o fastidiosa nada más: sencillamente tibia. Pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven los días rojos y azules de cuando el pueblo se organiza en columnas, los días y las noches de los militantes comunistas, los días y las noches de las huelgas victoriosas, los crudos días en que los desocupados adiestran su rencor agazapados en los jardines o en los quicios dolientes.

Como Baudelaire, quien preconizó a la canalla parisina como caídos ángeles subversivos, el jacobino Huerta entroniza a las criaturas de la noche, ángeles vengadores, en “Los hombres del alba”. Los “bandidos con la barba crecida”, los “asesinos cautelosos”, los maricas, los violadores, los locos y borrachos son calificados como: Los hambres más abandonados, más locos, más valientes: los más puros.

El pasado y el presente son rechazados en atención al futuro, el inminente futuro de un mundo mejor. Profeta, Huerta anuncia el reino de los hombres en la tierra y como buen profeta su verosimilitud no se apoya en

argumentos sino en invectivas; la esperanza radical no sienta sus bases en premisas sino en acometidas contra el orden existente. Culto al progreso, reflejo del espíritu de la época, esta poesía se urde con base en oposiciones: lo falso y lo verdadero, la castidad y la virilidad (como sinónimo de fertilidad), la alegría y la tristeza… La ciudad en Los hombres del alba no escapa a la significancia del libro y más que ante testimonios de la experien­cia urbana diaria contemplamos visiones que reifican el propósito político de Huerta. Lo novedoso de la visión urbana de Huerta radica en que la urbe no resulta negativa sino únicamente en cuanto centro de una sociedad injusta. Es claro que con el socialismo, la ciudad, las relaciones de los hombres se transformarían. No es posible circunscribir justamente esta visión a una dirección, pues la “Declaración de amor” opone ciudad a naturaleza aunque invirtiendo los valores: la ciudad se inviste de características positivas mientras el campo es descrito en términos negativos. Pese a ello, “Esta región de ruina” incidirá en la tematización de la urbe como yermo territorio, cuyas ruinas son eco de los huecos de la ruindad espiritual de la so­ ciedad imperante. Entre la visión citadina y la última, signada por el celo erótico y no por la militancia y el celo político que corresponden con ese heterodoxo epitafio que es el poemínimo denominado “Pequeño Larousse”, ocurre “Avenida Juárez”. La ciudad no escapa aquí a un revestimiento simbólico. Sólo que ese clima de alienación, desconsuelo y negatividad que distingue a los días en una ciudad tomada por el Imperio, emblematizada por la Avenida Juárez, en ese momento símbolo de una modernidad con rostro estadunidense, ese marasmo, esa intuición de un clima ignaro donde nada se sabe, no es ajeno a la melancólica atmósfera de “Verano”, que reitera en su decurso esta fatalista ignorancia, mientras sus versos sugieren un dolor callado, una imprevista tristeza: ¿Qué soledad, qué muerte me destinan la quietud, la sedante, cariñosa tristeza donde nazco y perduro?

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Nada sé, nada saben, nada sabe. Nada se sabe al fin de tanto y misterioso ir y venir de largas pesadumbres de hielo.

“El Tajín”, justamente encomiado como unos de los mejores poemas de Huerta, se enuncia asimismo decidiendo un clima de oscuridad y minusvalía, un aire funeral. Huerta, vio bien Rafael Solana, tiene acento de bíblico profeta, y los versos iniciales de “El Tajín” labran un escenario fúnebre, hondamente funesto. Considerando cuán distinta resulta la poética huertista en las dos últimas decádas de su estética precedente, no sorprenderá que la ciudad devenga escenario del encuentro del poeta maduro, tímido pero lujurioso, lujurioso pero tímido, con nínfulas de todas las clases. En la etapa última de esta poesía es frecuente el tema del encuentro con una mujer de notable belleza, sea conforme a esa distinción hoy obsoleta de la belleza angelical, como ocurre cuando el poeta describe sus encuen­tros con una monja neoyorkina o con una adolescente rubia en el Metro, o con más sensuales sugerencias, como la turbación que la raterilla de “Juárez-Loreto” o las varias norteamericanas de Circuito interior producen en Huerta. El asunto se traduce en una suerte de inscripción que celebra la contemplación de la belleza, siempre inasible e inaccesible por motivos que van desde la falta de dinero hasta la timidez. Estas salvas son ejemplares en tanto combinan diversos registros, de la parodia ale­górica de “Afrodita Morris” al gozoso jam sesión con alrededores de derivación tintanesca que es el “Manifiesto nalgaísta”. En su estética final Huerta consideró al poema una suerte de borrador o de cera donde se asientan diversos giros con titubeos, exabruptos, salidas de tono, albures, insultos, diminutivos, paronomasias, citas y otras parejas que adulteran bajo la alcahueta intertextualidad, que no sólo no entorpecen su poesía sino que la distinguen. Acaso sea aventurado decirlo, pero los mejores poemas en esta línea de Huerta, como “Barbas para

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desatar la lujuria” o el “Manifiesto nalgaísta”, prefiguran la dilección por la paronomasia, los trueques fónicos y los calembures de ciertas promociones poéticas en la lengua castellana; para el caso, los “trasplatinos” o “neobarrocos”. Huerta no sólo enjuicia la tradición sin dejar de incidir en una aguda práctica de la alusión y la intertextualidad y una velada y veleidosa pero no infiel relación con el acervo poético castellano desde Góngora hasta Renato Leduc, también criba el poema mediante el albur, la acotación de frases intrascendentes consideradas como si fueran sentencias —habría que reparar en que estos recursos los incorpora José Agustín a su narrativa con mejor fortuna en cuanto a difusión— los diminutivos e interjecciones que connotan tanto ternura como cursilería ebria y siempre suponen una procedencia indudablemente oral. Es hora ya de anotar que existen poemas de ritmo oral y otros de ritmo escrito. El lugar preponderante que Huerta ocupa en nuestro panteón debe mucho a su tono oral, y sobre todo a una deliberada asunción de la figura del bardo arrabalero, cuya ebriedad le autoriza a pasar del insulto al cariño. No es extraño que sean continuas las resonancias de Bécquer o Neruda, singularmente de los versos que la crítica resume cursis. Pocos poetas en nuestra lengua, con la excepción del es­pléndido Gonzalo Rojas, poseen poemas cuya fuerza estribe en la dicción. Y no me refiero a esos panfletos que se leen con voz irreprimida por la cólera y el impostado tono denunciatorio, aunque en las “declaraciones” encuentre esa salmodia de antiguo testamento que nos emociona en “Aullido” de Ginsberg. El desencanto en la utopía se tradujo en un abandono de la poesía como fiesta y orgía en las sílabas. Sobre todo, como ilación de sonidos. En el odio, el oído como episodio de fortuna. El calculado mal gusto de Huerta cristaliza en poemas tan groseros como inéditos. Esa es su mejor herencia, que en modo alguno lo aleja de Luis de Góngora, Quevedo o Garcilaso, y en cuya familia habría que resituar a este poeta de los gallos, de las precisas disonancias.


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Los caminos estéticos

de Blanca Rivera Miguel Ángel Muñoz

Poeta, ¿qué haces en las ruinas de la catedral de San Juan, en este cálido día de primavera? Czeslaw Milosz

“Huir de la repetición es privilegio del arte —decía Paul Cezánne—, mientras que cada artista encuentra su camino”. La obra de Blanca Rivera (Aguascalientes, 1960) parece cambiar constantemente. En los años noventa, cuando se dio a conocer, lo hizo con una serie de litografías de gran formato, pobladas por figuras en cierto sentido surrealistas, muy arraigadas a una cierta tradición africana. En la década de 2000 a 2010, un proceso de semiabstracción de esas primeras imágenes las convirtió mediante gestos en ojos, espirales y figuras que la llevó hasta sus límites estéticos, gráficos y pictóricos. Las formas tensas y retorcidas, convulsas siempre, expresan movimiento contradictorio, sin buscarlo, pero que siempre llega. Conjunción poética y plástica. Quizá un mismo significado. El dinamismo de los movimientos de su trazo y su concepto desaparecen para favorecer unos nuevos espacios densos y flotantes. En realidad, su proyecto artístico se constituye como una de las serias y originales propuestas artísticas no sólo de su estado natal sino del mundo de la gráfica en México. Rivera parte de su experiencia como espectadora y creadora de arte para despertar nuestra conciencia de percepción y sumergirnos literalmente en el interior de sus trabajos. La pintura, la poesía, la literatura permiten que incorporemos a nuestra experiencia la intimidad que la artista ha construido y formalizado en su obra, un

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mundo poético e inédito que son la prefiguración de un lenguaje. Forma es equilibrio. Esto significa transmutar la complejidad en sencillez; es decir, ganar sentido estético, llevar el discurso pictórico a lo más sencillo, a lo esencial. Escribió Wislawa Szymborska: Pensabas que el que deserta de la vida vive en el desierto, y él, en su casita con jardín en un alegre bosquecillo de abedules a 10 minutos de la carretera por un sendero señalizado.1

Como dice la poeta polaca, hay que buscar el destello no sólo del desierto sino de la vida. Metáfora sorprendente. Y la obra de Rivera es eso: lo ilimitado contradice todos los límites; es decir, nunca culmina, siempre está en una evolución sin regreso. En algunas de sus obras como El vaivén de la vida, Son juegos, El viento va y viene, Rivera continúa su línea de reflexión sobre el contexto surafricano del cuerpo y, mediante el uso de un imaginario poético y surrealista, expone una narración no exactamente lineal que surge a partir de una historia verídica, pero al mismo tiempo, muy personal, que la artista cambia constantemente; la influencia de William Kentridge es clave, no como seguimiento sino como aprendizaje. Un regreso a lo desconocido.

1 Szymborska, Wislawa, “La ermita”, en El gran número. Fin y principio y otros poemas, Hiperión, Madrid, 2008

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Son interesantes los esqueletos, las vísceras, los vegetales, las piedras. Es un signo de un arte en cambio constante. Espacio sin nombre, sin cuerpo definido. Su pintura, dibujo y gráfica entendidas como experiencia radical del arte: el arte se configura mediante signos, imágenes, gestos, pero siempre formas desde cualquier punto de vista que nos devuelven a las ensoñaciones de paisajes desconocidos, al ilusorio e idílico paisaje del que habla Szymborska y a la fascinante re­dundancia cromática de África. Una obra que para afirmarse necesita recuperar su dimensión matérica, la palpitante verdad de la materia orgánica, en una evolución que pigmentos, objetos y azarosas sobreposiciones insinúan contra la intencionalidad del mismo artista. Blanca Rivera, como Kentridge, Miquel Barceló, Terry Winters o Per Kirkeby, construye un singular mapa personal donde se confunden los ecos de Altamira y el río Niger. Aprendizaje velado y descubierto que se vuelve punto suspensivo.

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El paisaje, la figuración y la abstracción aparecen no como espacio, sino como vibración cromática. En una imagen inmensa y simultánea rescata todas sus iconografías personales, esas que llevadas a este excepcional entorno descubren también su sentido más universal y, acaso, la persistente sencillez de las mismas viejas ideas, con la conciencia del propio destino y la certeza de un diálogo íntimo con el arte contemporáneo y con esas otras intervenciones que impregnaron la sed del aliento de aquella contemporaneidad que ya es historia: Gaudí. Vértigo lúcido. El color que impregna cada una de sus piezas se convierte en poderosa perturbación. Alejada del garabato y la geometría, su línea es tiempo detenido, enigma lleno de emblemas. Blanca Rivera quiebra esas formas sobre las que aplicará generosamente el color, trabaja con sus manos y su memoria, desgrana la iconografía que enmarcará, por ejemplo, su litografía Ruta del alma.


Lleva la expresividad de un lenguaje y una técnica a límites inéditos. Arranca a la ma­teria nuevos registros simbólicos, la agrie­ta y golpea, la cuece hasta obtener de la arcilla las texturas rugosas de la tierra. Dibuja con las manos hasta perder las huellas de los dedos. “Esto que ven mis ojos es la máxima expresión del delirio”, dice Cees Nooteboom.2 Se vierte prácticamente a sí mismo en ese lienzo colosal que revela “la transmutación del fan­ go en rostros y cuerpos”. Así ha materializado Rivera su discurso gráfico del cuerpo y de los íconos que lo recrean. Toda la visceralidad y los rasgos más sutiles de artista de los paisajes y los mares casi tangibles o el eco profundo de las raíces mediterráneas están ahí presentes: lo uno y lo otro. ¿Conciencia de cambio?, se preguntaba Baudelaire. Conocimiento sensi­ ble de la materialidad del mundo; de la poesía, de la belleza del cuerpo, de la infinidad del mar, de la inconstancia de la piedra, del movimien­to del viento, de la fragilidad de la materia, del instante de la luz. Y con ello, la pin­tura de Rivera está en este paño árido y hermoso en el que el cuerpo humano tiene el mismo color y reinventa la consistencia de la tierra que gime agonizante la herida de su sequedad. Dice Octavio Paz: Alquimia sobre la página: Desnuda la idea encarna. Jardín de líneas, girasol de formas: Adja dio en el blanco de Blanco3.

En este juego de imágenes, Paz en su poema “Acróstico” descubre el secreto de la línea que encarna en cualquier objeto, en cualquier sentido. Es ahí donde el dinamismo vertiginoso de los rostros y los torbellinos de la obra de Rivera se encuentran. Se vuelven uno. La riqueza cromática de sus amarillos, grises, ocres o azules, las calave­ras, las piedras y las lenguas de tierra fangosa deslizándose más allá del límite del rectángulo, Rivera hereda una tradición que ha hecho de la memoria su memoria

Nooteboom, Cees, El enigma de la luz. Un viaje en el arte, Editorial Siruela, Madrid, 2007 Paz, Octavio, “Acróstico”, en Los privilegios de la vista, 1. Arte moderno universal, t. 6, Fondo de Cultura Económica, México, 1997 2 3

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y de su tiempo el protagonista, la tradición de Rembrandt y de Degas, la de Joan Miró hasta Rufino Tamayo y José Luis Cuevas. La materia carnal de Rembrandt, la mirada penetrante de Degas, la explosión de signos y grafías de Miró, el colorismo de Tamayo y la línea sutil de Cuevas. Por encima de un eventual orden de lo ideal, su mirada contrasta con el muro como se confronta la realidad cotidiana, y ésta se nutre de la belleza, de la memoria y del juego de los sentidos. Fantasía literaria, se trata en definitiva de una evolución creativa en cambio constante. “El orden —dice Octavio Paz— es economía; la sensualidad es gesto vital; uno es proporción visual, la otra es oscuridad”. Y esas devastaciones Rivera las conoce y en cierto sentido las ha conquistado. El dibujo no se queda atrás respecto a la gráfica, al lienzo, que es todo de una coherencia única, inédita, sorprendente. Delirio total de la imaginación. Se podría decir, como afirmaba Kurt Badt acerca del conjunto total de la obra maravillosa de Paul Cézanne, que en cada época creativa de Blanca Rivera, su espíritu llega a expresarse de la forma más pura.

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Un lugar llamado Peyton Place Jorge Vázquez Ángeles A Paulita Carrasco y a Carlitos Ponzio

El primer texto que publiqué en Casa del tiempo, en septiembre de 2010, lo dediqué al edificio Ermita, mi hogar desde hace ya algunos años. En ese artículo escribí: “Los edificios que trascienden a sus autores se convierten en obras anónimas del dominio público”. Y lo dije porque de los miles de edificios que conforman la ciudad de México, de muy pocos alcanzaremos a conocer su historia, sus vicisitudes, sus dramas y glorias. Como si de una enorme biblioteca se tratara, vivir en una gran ciudad implica reconocer que nunca podremos abarcarla por entero, del mismo modo en que jamás conseguiremos leer todos los libros; ni siquiera nos alcanzaría el tiempo para devorar el acervo de una biblioteca pública mediana. La autoría en arquitectura puede llegar a ser un tema espinoso, sobre todo porque la ejecución de un proyecto requiere de muchas manos y de visiones diferentes que en conjunto lo harán posible. Según sea el histrionismo del arquitecto, éste decidirá si deja su nombre en letras doradas, lo más cercano a la entrada principal, para que la posteridad reconozca su ingenio. No todos están obligados a hacerlo, desde luego, y muchos lo evitarán, quizá porque la polémica, esa bomba que puede estallarle a uno en la cara en el momento menos

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oportuno, es una constante en el quehacer arquitectónico. ¿Por qué se olvida el nombre de un arquitecto? ¿Por qué el autor de una obra determinada desaparece de los registros? ¿Porque careció del sentido de visión y se le agotaron las ideas? ¿Lo ninguneó el establishment? Me hago estas preguntas al observar un conjunto de edificios en la colonia Condesa, que en los años sesenta, al ser habitados por una generación de artistas, escritores y demás fauna que hoy sería tachada de hipster, fueron bautizados como Peyton Place (nombre de una serie de televisión, antecedente de, digamos, Beverly Hills 90210). Es una obra de la que se sabe poco; su autoría se

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atribuye a dos personajes que en vida sólo tuvieron en común haber nacido en Estados Unidos; la importancia de su construcción es de tal relevancia que inspiró los posteriores edificios de vivienda plurifamiliar como el Ermita, las unidades Presidente Alemán, Tlatelolco o los actuales y costosos desarrollos. Como bien señala Enrique X. De Anda en su Historia de la arquitectura mexicana: “Variante importante del esquema funcional del conjunto multifamiliar de dos niveles fue el edificio de cuatro o más pisos que inicia la transición en nuestro país entre la tradición horizontal y la forma vertical que años después aparecería como


alternativa ante el rompimiento del equilibrio entre el uso de suelo y la demanda de espacios: el conjunto departamental Condesa […] construido en 1908 por el arquitecto inglés Thomas S. Gore, se presenta como primer ejemplo de dotación vertical de vivienda sin abandonar los valores de uso colectivo de los espacios, tanto en la calle interna como en los amplios vestíbulos”. La Guía arquitectónica de la ciudad de México también le atribuye a un mexicanizado Tomás Gore la autoría del también llamado Edificio Condesa, aunque señala 1925 como la fecha de ¿construcción?, ¿inauguración? Por su parte, la arquitecta María Bustamante Harfush, cronista de la Delegación Miguel Hidalgo y autora del libro Tacubaya en la memoria (en coautoría con Araceli García Parra), dice sin asomo de duda que George W. Cook fue el arquitecto del Condesa, y data la construcción en 1911. Y es que, en este caso, pareciera como si alrededor de este par de edificios se extendiera un profundo foso, infestado de alimañas, similar a aquellos que rodeaban un castillo medieval. Tomás Gore se llamaba en realidad Thomas Sinclair Gore, pero aparentemente firmaba como Thomas S. Gore. Nació en 1869, en Osceola, Clarke County, Iowa, no en Inglaterra ni en Canadá, de acuerdo con los datos de una página sobre genealogía.1 Sinclair Gore comenzó a hacer negocios en México aprovechando la buena recepción que se le prodigaba a los extranjeros a finales del siglo xix y principios del xx, como afirma Mónica Palma Mora, de la Dirección de Estudios Históricos del inah: “Fue precisamente durante el Porfiriato cuando la política de fomento a la colonización del territorio con extranjeros y de apertura a las inversiones foráneas trajeron al país a numerosos inmigrantes de distinto origen, entre ellos, a los estadounidenses.”2 Se sabe que a este escurridizo personaje le gustaba tanto la ópera que no sólo la practicó con cierto éxito, al presentarse como barítono en México y en Estados Unidos interpretando Carmen o Don Juan, sino que se casó con una soprano de nombre Pauline Ingrid Johnson, con quien tuvo una hija, Marie, quien se convertiría en una destacada pianista. Ya desde 1888 había puesto sus ojos en la ciudad de México: construyó y administró los Gore Courts, viviendas lujosas para estancias cortas ubicadas en un terreno de la entonces colonia Americana, que hacia 1907, un año después de haberse mudado a México definitivamente, el propio Sinclair Gore reinauguraría como el moderno Hotel Geneve, aún en funciones, que alquilaba habitaciones a mujeres que viajaban solas, ofrecía servicios de taxi, teléfonos y elevador. En el restaurante del Geneve se sirvió por primera vez en la historia culinaria nacional un sándwich, y

1 2

http://freepages.genealogy.rootsweb.ancestry.com/~millersomers/23.html http://www.redalyc.org/pdf/344/34420672005.pdf

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Porfirio Díaz desayunó con su familia el 20 de noviembre de 1910, para demostrar que nada minaba la fuerza de su régimen. No quiero desviarme del tema, pero vale la pena mencionar que en este hotel se hospedaron personajes como Pancho Villa, Charles Lindbergh (se conservan ahí un par de guantes del célebre aviador), Winston Churchill, Marlon Brando, William Randolph Hearst, Paul Newman y Jack Palance. El último rastro del arquitecto Gore se halla en 1933, año en que junto con José A. Cuevas, construyó el edificio de la Asociación Cristiana Femenina, la ymca, un relevante ejemplo de arquitectura art decó, ubicado en el número 62 de la calle de Humboldt. Sobre George W. Cook, la terrible semejanza que guarda su nombre con el de George W. Bush hace difícil rastrear sus pasos en México. En el libro Integral Outsiders: The American Colony in Mexico City, 1876-19113 se le menciona como un excelente comerciante de muebles, tapetes, pinturas y esculturas. Gracias a su cercanía con José Yves Limantour y los científicos, Mr. Cook amuebló prácticamente todas las oficinas gubernamentales. Amasó tal fortuna que también se trasladó a vivir en la ciudad de México, en un palacio en las calles de San Francisco (Madero) y Vergara (Bolívar). No todo fue miel sobre hojuelas para el señor W. Cook, pues demandó al gobierno mexicano por incumplir una serie de pagos durante la presidencia de Victoriano Huerta. El juicio se extendió hasta el 3 de junio de 1927, fecha en que un tribunal norteamericano exigió al gobierno de México el pagó de 4,513.00 dólares, más un interés del 6% anual calculado desde el 21 de septiembre de 1914. Resulta evidente que George W. Cook no fue arquitecto sino comerciante, y que Thomas S. Gore, que murió en la ciudad de México en 1955, se mantuvo activo como arquitecto. Por otro lado, es probable que durante su estancia en Victoria, Columbia Británica, Canadá, encontrara la inspiración en los hoteles de esa

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ciudad para construir, primero el Geneve, y luego los departamentos Condesa, aunque tipológicamente resulten muy distintos. Se habla mucho del carácter inglés del conjunto, lo cual es cierto por la presencia de las bay windows, ventanas que sobresalen de una fachada, usadas sobre todo en las islas británicas y adaptadas en países de habla inglesa. A pesar de su eclecticismo, es indudable que Thomas Gore trabajó a conciencia el funcionamiento de cada departamento (los hay de dos y hasta cinco recámaras), a partir de una circulación principal. Aunque mantiene la idea pequeñoburguesa del “salón”, el esquema remite a la revolución causada por la Secesión Vienesa. Sorprende el uso de cubos interiores para ventilar e iluminar los espacios pero también para confinar las instalaciones hidráulicas y sanitarias, y la presencia de un largo pasillo de servicio por donde se saca la basura y se le da mantenimiento al conjunto. Aunque con otra función, Le Corbusier y Mario Pani harían uso de pasillos similares en sus grandes unidades habitacionales. Por algún razón el Peyton Place mexicano se rehúsa a compartir sus historias y nos confunde con informaciones poco fidedignas. En una nota publicada en el periódico unomásuno, el 10 de agosto de 1982, Fernando de Ita afirma que en los departamentos del Condesa vivieron Luis Buñuel, Federico García Lorca (quien nunca vino a México), Francisco Gabilondo Soler “Cri Cri”, Plácido Domingo, Octavio Paz, Pedro Coronel, Juan José Gurrola, el Doctor Atl y Tina Modotti. Es cierto que los miembros de la generación de medio siglo giraron alrededor del departamento de Juan Vicente Melo, donde hay escritores a fuego y escándalos, y que la notable generación de pintores conocida como de la Ruptura lo hizo alrededor de los departamentos de la familia Pecanins y su célebre galería. En toda obra arquitectónica se tejen dramas y pa­ siones. A pesar de su “anonimato”, los Edificios o Departamentos Condesa inauguraron, hace más de ochenta años, la arquitectura vertical, de la que tanto se habla actualmente y que salvará a la ciudad de México.


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Cuarenta años de la uam:

una mirada aristotélica Lauro Zavala

El principio aristotélico para definir un objeto requiere reconocer cuál es el género próximo y la diferencia específica. Siguiendo este dictum clásico, reconocer la naturaleza de la uam requiere establecer aquello que la distingue de la universidad por antonomasia en el país, es decir, la Universidad Nacional. Y para ello, debo empezar por señalar desde dónde escribo. Originalmente estudié la preparatoria en la Universidad Nacional, a la que ingresé con una calificación de 97. Esto ocurrió en el Plantel núm. 6, en Coyoacán, donde estudié de 1970 a 1972, y adonde regresé en 2012 para impartir un Seminario de Análisis Cinematográfico dirigido a los profesores del Colegio de Filosofía. Además, también he sido profesor de asignatura en distintos espacios de la unam desde 1976 hasta la fecha (ffl, fcps, enap, cecad, cepe, up). Creo que todo investigador universitario que trabaje en México termina por establecer, tarde o temprano, una relación entrañable con la unam. En mi caso, prácticamente no hay semana laborable del año en la que no visite la Ciudad Universitaria para realizar alguna actividad crucial, ya sea impartir un seminario de letras en la Unidad de Posgrado, atender el proceso de publicación de algún libro mío, visitar alguna de las bibliotecas y librerías de la red universitaria, participar en un congreso de investigadores, asistir como sinodal a un examen de posgrado o a cualquier otra actividad académica. Hasta el momento he publicado once libros en distintos espacios de la unam: la Biblioteca del Editor de la Coordinación de Fomento Editorial, las distintas colecciones de la Dirección de Literatura, la Coordinación de Humanidades, la Facultad de Filosofía y Letras, la Escuela Nacional de Artes Plásticas y el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos. También he participado en más de cincuenta programas de Radio Universidad y en tv unam. Esta experiencia continua durante los últimos 45 años me ha permiti­do conocer la unam desde dentro.

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Por otra parte, en 1976 ingresé a la Unidad Xochimilco como estudiante de licenciatura (hace 38 años). Ahora participo en las comisiones académicas para la creación del Doctorado en Humanidades y la Maestría en Teoría y Análisis Cinematográfico. También he publicado seis libros en la Unidad Xochimilco y un libro en Rectoría General. En la Unidad Xochimilco he sido profesor-investigador desde 1984, es decir, durante treinta años, lo cual me ha permitido conocer la uam desde dentro. Es a partir de esta experiencia profesional en la unam y en la uam que escribo estas notas. Quiero empezar por señalar lo que considero las dos mayores virtudes del proyecto universitario de la uam: la figu­ra del Profesor-Investigador y la existencia de un Tabulador Académico Divisional. En la uam las comisiones dictaminadoras son divisionales, mientras que en la unam hay cientos de comités de evaluación del trabajo académico: tantos como espacios institucionales. Esto es crucial, pues significa que en la uam existe un criterio de valoración preciso para cada producto del trabajo académico, cosa que el mal llamado Sistema Nacional de Investigadores no tiene. Es decir, el sni no es un sistema nacional, ya que no reconoce las evaluaciones elaboradas por las comisiones dictaminadoras de las universidades nacionales (incluyendo las comisiones de la Universidad Nacional). Para que el sni fuera un sistema nacional sería necesario que reconociera las evaluaciones realizadas por las comisiones dictaminadoras que se producen en las universidades nacionales. Por otra parte, la uam cuenta con la figura de Profesor-Investigador, lo cual significa que, de acuerdo con los términos de un contrato de tiempo completo, se espera que todo profesor dedique la mitad de su tiempo laboral a la investigación. Por supuesto, esto no llega a ocurrir en ninguna universidad del país, pues todavía no contamos con el concepto de una carrera académica integral. Pero ocurre que la unam tiene una estructura similar a la de los colleges en los Estados Unidos, y no a la de las universities, pues ahí la contratación de profesores se realiza exclusivamente en las escuelas y facultades, mientras que la contratación de investigadores se realiza exclusivamente en los centros e institutos. Al no existir contractualmente esta sepa-

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ración de las actividades de docencia e investigación en la uam, eso significa que todo profesor tiene derecho a recibir las becas de reconocimiento que se otorgan por el trabajo de investigación y de docencia que se espera que realice simultáneamente. Ahora bien, estas dos condiciones institucionales de la uam no son suficientes para contrarrestar las abismales diferencias que existen entre las características institucionales de la unam y las de cualquier otra universidad pública o privada en el resto del país. Para ubicar el lugar que tiene la uam como la segunda institución universitaria más importante en el país conviene contrastarla con algunas de las condiciones de trabajo en la unam. La diferencia más evidente es la existencia de los centros e institutos de investigación y de una Unidad de Posgrado, pues mientras la unam cuenta con 24 institutos de investigación y formación de investigadores, en cambio sólo algunas instituciones como El Colegio de México o el cinvestav cuentan con espacios similares, pero sólo en áreas restringidas y con una cantidad de investigadores igualmente restringida. Después de cuarenta años, el único espacio de investigación institucional que existe en la uam se encuentra en la Unidad Xochimilco: la Unidad para la Producción y Estudio de Animales de Laboratorio (upeal). Evidentemente, la diferencia con la unam es notable. Por razones de espacio, quiero concluir estas notas mencionando sólo cuatro rasgos filogenéticos de la uam que ningún rector ha sido capaz de revertir. • Desagregación interior. La Rectoría General de la uam se halla desvinculada de las unidades, lo que está aparejado con el hecho de que las unidades están segregadas entre sí. Es más natural para un investigador de la Unidad Xochimilco establecer convenios, publicar coediciones y organizar congresos o cualquier otra actividad académica en colaboración con la unam que con la Unidad Iztapalapa o con cualquier otra unidad de la uam. En la práctica, cada una de las cinco unidades es una universidad totalmente independiente de las otras, y la colaboración entre las unidades es la excepción y no la regla.

• Invisibilidad exterior. Cuando un investigador o un estudiante de posgrado residente en el extranjero (o en el interior) recibe una beca para visitar el país (o la ciudad de México), casi invariablemente se dirige a la unam, pues en la uam no existe el menor interés institucional por proyectar su presencia en el ámbito nacional o internacional, ni cuenta con un programa de educación a distancia para la licenciatura y el posgrado. • Anemia colegiada. A pesar de la existencia de las áreas de investigación, en la uam no existe ninguna iniciativa institucional que lleve a incentivar la vida académica en el interior de las unidades. No se han adoptado mecanismos tan elementales como podrían ser una cafetería para los profesores, espacios para la convivencia cotidiana, un sindicato de académicos o proyectos para estimular y difundir de manera sistemática la creación de proyectos innovadores en la docencia y la investigación. La misma arquitectura de las unidades parece haber sido diseñada para desestimular la convivencia entre los pares. La consecuencia es que la abrumadora mayoría del personal académico abandona la universidad a la hora de la comida, y los edificios de los investigadores quedan casi totalmente vacíos. • Congelamiento de plazas. Desde hace varias décadas, las primeras tres unidades de la uam han congelado las plazas de quienes han fallecido o se han jubilado, y la consecuencia de ello es que la edad promedio del personal académico se acerca a los sesenta años, lo cual es muy riesgoso para cualquier universidad. La ausencia de un Plan de jubilación digno no sólo vulnera al personal académico de carrera, sino que debilita uno de los fundamentos centrales de la Universidad, que es el perfil de su personal académico. Espero que en los próximos 40 años estas tendencias institucionales se reviertan, y que las nuevas generaciones de universitarios del sistema metropolitano disfruten otras condiciones de trabajo, para así portar nuestros colores con orgullo uam.

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Noche de reyes

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Un acercamiento a la comedia de Shakespeare

Gerardo PiĂąa

Escena de Noche de reyes en Worksop College, Derbyshire, 1960. (FotografĂ­a: Paul Walters Worldwide Photography Ltd. / Heritage Images / Getty Images)


En una época en la que el humor negro se ha convertido en el centro del humor (e.g., los Simpsons, los Sopranos, el cine de Tarantino) ponderar la comedia de otros tiempos puede resultar más difícil de lo que parece. Si nos reímos al ver una obra en la que una persona es humillada y agredida o en la que un matón hace un comentario sarcástico mientras mutila o tortura a alguien, probablemente una comedia de enredos nos parezca sosa. Sin embargo, la lectura de una comedia isabelina podría ser una oportunidad excelente para poner en práctica un tipo de apreciación poco habitual en nuestro tiempo: el de lo cómico en varios niveles del discurso. En Noche de reyes hay una historia cómica, desde luego, pero además hay múltiples juegos de palabras, de identidades, hay parodias de otros discursos (e.g. la manera de hablar de los intelectuales) e incluso alusiones a la obra misma que se está representando. No se limita a la repetición ad nauseam de un solo recurso (como presentar a distintas personas que se caen o que son víctimas de un susto o enojo provocados detrás de una cámara “escondida”). En Noche de reyes, el lector puede encontrar un discurso cómico que trasciende la mera anécdota, al tiempo que se recrea con el gusto de encontrar lo cómico en distintos niveles del discurso. Comencemos con un resumen de la obra: Viola y Sebastián son dos hermanos gemelos que naufragan y llegan a las costas de Illiria (país ficticio) sin saber el uno de la suerte del otro. Viola se hace pasar por hombre (Cesario) para entrar al servi­ cio del duque de Orsino, quien está enamorado de Olivia. El padre y hermano de Olivia han muerto y ella ha decidido no aceptar la corte de ningún hombre hasta después de siete años en señal de duelo. Orsino utiliza a Cesario como intermediario en su declaración de amor por Olivia, quien acaba enamorándose de Cesario sin saber que es una mujer, Viola, quien a su vez se ha enamorada de Orsino. Paralelamente a esta trama, otros personajes forman una conspiración para vengarse de Malvolio, el engreído mayordomo de Olivia que no los deja emborracharse a gusto, haciéndole creer que ésta se ha enamorado de él. María escribe una carta fingiendo ser Olivia en la que “confiesa” su amor por Malvolio, y le pide de manera indirecta que él aprenda a ser arrogante con la servidumbre, a vestir calzas amarillas, a hablar sólo de política y a sonreírle todo el tiempo a la propia Olivia. Malvolio encuentra la carta y cree que es verdadera. Cuando Olivia ve estos cambios en Malvolio piensa que se ha vuelto loco y el mayordomo termina encerrado en una celda oscura volviéndose realmente loco. Sebastián se casa con Olivia, y Viola con Orsino. El tema del disfraz, tanto físico como simbólico, es alrededor de lo que gira esta comedia: mujeres que se hacen pasar por hombres, bufones que se hacen pasar por curas, nobles que se disfrazan de plebeyos, etcétera. Los enredos y las confusiones son propios de la comedia renacentista. Sin embargo, pocas veces son utilizados en algo más que la trama. Es decir, en los parlamentos de los personajes, su manera de decirlos, en el contexto en el que transcurren las escenas y en la elección de los estamentos sociales a los que pertenecen dichos personajes encontramos el tema del disfraz y un reforzamiento de lo cómico desde varios puntos de vista. Por ejemplo,

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en una comedia es común que algunos personajes hablen acerca de los hombres y las mujeres. Ambos géneros suelen quejarse el uno del otro, pero no es frecuente que tanto un hombre como una mujer estén de acuerdo en las premisas y menos si éstas dejan al hombre como inferior a la mujer. Lo común es que haya visiones opuestas y que el representante de cada género hable bien del suyo, pero ya sabemos que al hacer eso desaparece el contraste y, por tanto, las ideas se vuelven fácilmente monótonas. Dice Orsino: La mujer debe escoger a un hombre mayor que ella para que pueda aguantarlo y pueda influir a su modo en el corazón del hombre; porque, la verdad sea dicha, nuestros antojos son más atolondrados e inestables, nostálgicos y titubeantes. Nosotros perdemos y agotamos nuestro interés más rápido que las mujeres (ii, 4, 29-35).

Y más adelante opina Viola (disfrazada de Cesario) que “los hombres podemos decir más cosas, decir más groserías. Nuestros actos, nuestro alarde es mayor que nuestra voluntad, pues mostramos mucho al hacer nuestras promesas, pero poco en nuestro amor” (ii, 4, 116-8). Aunque son muy semejantes los parlamentos, la tensión y el humor que se crea a partir de ellos radica en que uno es dicho por un hombre (a manera de autocrítica) y el otro por una mujer disfrazada de hombre (a modo de falsa autocrítica). El resultado es un acuerdo que desemboca en matrimonio. Viola, a sabiendas de la falta de compromiso de la generalidad de los hombres y de que Orsino no parece ser la excepción de acuerdo con lo que él mismo reconoce, se enamora de él. A nivel del lenguaje, el humor se manifiesta en esta obra con juegos de palabras. Lo que en México llamamos albures, lo que en otros países se conoce como expresiones con doble sentido abundan en las obras de Shakespeare (comedias o no). Y en Noche de reyes vemos que además el autor utiliza dichos juegos de palabras para hablar sobre ellos, en un acto semejante a una autocrítica, como ocurre en este diálogo entre Viola y Feste:

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Viola. Aquéllos que saben coquetear con las palabras pueden volverlas sinsentidos. Feste. En ese caso, desearía que mi hermana no hubiera tenido nombre. Viola. ¿Por qué, hombre? Feste. ¿Como por qué? Su nombre es una palabra. Coquetear con esa palabra hubiera podido convertir a mi hermana en una perdida. Aunque la verdad es que las palabras son unas descaradas desde que las promesas las deshonraron (iii, 1, 14-20).

Shakespeare nos explica la retórica cómica empleándola. Es decir, refiere en boca de sus personajes que quien sabe utilizar el lenguaje puede convertir y manipular el sentido al mismo tiempo que Feste hace eso mismo: tergiversa lo dicho por Viola. Más adelante, y en boca de un personaje pomposo, Shakespeare retoma el discurso del amor como parte de una lucha. Que para enamorar a una mujer, el hombre deba mostrar su valentía es una idea típica del amor cortés, pero con sólo elegir a un personaje inadecuado por su carácter (más bien pusilánime) a hablar de valentía, Shakespeare logra el humor. Retomando una idea planteada anteriormente, el humor también se apoya en el disfraz del discurso, en un contraste donde un débil habla de fuerza. Si los personajes de Shakespeare no tuvieran la complejidad suficiente, no sería fácil determinar si las siguientes líneas tienen una intención irónica o no: Sir Toby. Ve y construye mi fortuna sobre las bases del valor. Reta a duelo al jovenzuelo ese del conde [Viola disfrazada de Cesario] y hiérelo en once lugares distintos. Mi sobrina dará cuenta de ello y estén seguros, señores, de que no hay en el mundo mejor agente del amor que pueda ganar más el favor de una mujer que la fama de ser valiente (iii, 2, 29-34).

La ironía de este discurso está construida a partir de los rasgos psicológicos del personaje y para enfatizar es­tos rasgos, Shakespeare propone que Sir Toby utilice un lenguaje bélico no tanto para hablar del amor como de


la escritura misma. Este cobarde será valiente a distancia, con intermediarios y para ensalzar una escritura, no para batirse a duelo. Sir Toby. Ve y escribe la carta con pluma marcial, sé breve y terrible. No importa qué tan ingenioso, mientras seas elocuente y lleno de invención. Hiérelo con la licencia de la tinta. Si lo tuteas unas tres veces, no fallarás el golpe. Escribe tantas mentiras como quepan en una hoja, así la hoja tenga el tamaño de una cama para rey. Que haya bastante hiel en tu tinta, aunque escribas con una pluma de ganso. No importa. ¡Manos a la obra! (iii, 2, 37-45).

A menudo no reparamos en que en el teatro, las inflexiones del lenguaje, el vestuario, la dirección, escenografía, etcétera, influyen en el discurso y en sus matices. Por ello es que efectos retóricos como la ironía escapan a muchos lectores y de ahí la importancia de una escritura como la de Shakespeare, que si bien no está libre de cuestionamientos, sí se apoya firmemente en todos los aspectos a su alcance para indicar su intención y con ello aminorar las posibles confusiones con respecto a los pasajes irónicos. Una de las posibilidades de la autorreferencialidad —la alusión que una obra hace de sí misma— es el humor, sobre todo cuando tiene un sesgo crítico. Quizás el caso más famoso de este recurso en las obras de Shakespeare sea el del teatro dentro del teatro en Hamlet, pero no es el único. Aquí vemos otro ejemplo, más sutil, de cómo interactúa Shakespeare con el público y de cómo dicho recurso es independiente del género (comedia, tragedia) de la obra en algo que prefigura el famoso “distanciamiento” brechtiano:

Dorothy Tutin y Geraldine McEwan caracterizadas como Viola y Olivia, en la comedia Noche de reyes, montada por la compañía de Stratford-on-Avon en 1960. (Fotografía: Hulton Archive / Getty Images)

Malvolio. Váyanse todos al demonio, que los cuelguen. Ustedes no son sino cosas huecas, vanas. Yo no pertenezco a su elemento. Ya verán más adelante a qué me refiero. Sale Malvolio. Sir Toby. ¿Será posible? Fabián. Si esto formara parte de una obra de teatro, yo diría de inmediato que se trata de algo inverosímil (iii, 4, 120-128).

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Con los ejemplos anteriores he tratado de mostrar cómo el humor que mantiene Shakespeare en esta comedia ocurre en distintos niveles (léxico, estructural, psicológico) con la intención de que el lector de esta obra esté atento a todos ellos y que su lectura sea más fructífera. Para terminar este artículo quiero referirme a un nivel más en el que la comicidad de la obra se manifiesta: el de los atributos de los personajes. Cuando María le pide a Feste, el bufón, que se disfrace de párroco para que intente “regresar” a la cordura a Malvolio, vemos uno de los mejores momentos de esta comedia. Feste no sólo imita a un párroco en la forma de su discurso, sino hace una parodia del tipo de “pruebas” que los sacerdotes solían hacer para determinar si alguien requería o no de un exorcismo. Hay que añadir que para entonces Malvolio ya lleva bastante tiempo encerra­do en una celda. Feste. Muy bien. Me pondré el disfraz y me ocultaré en él. Desearía ser el último en ocultarse en semejante disfraz. No soy lo suficientemente alto para hacer bien mi papel ni lo suficientemente delgado para parecer un buen estudiante. Pero que se diga de mí que soy un hombre honesto y una buena ama de llaves es tan válido como decir que soy un hombre cauto y un gran estudioso. Aquí llegan los concursantes. Entran Sir Toby y María. Sir Toby. Por Júpiter, señor párroco, que éste sea un buen día. Feste. Bonos dies, Sir Toby. Pues como el viejo eremita de Praga que jamás vio pluma ni tinta le dijo con gran ingenio a una sobrina del rey Gorboduc: “lo que es, es”. Así yo, el señor párroco, soy el señor párroco. Pues ¿qué es “es” sino “es” y “eso” sino “eso”? (v, 2, 4-16)

Y aquí las preguntas que Feste, aún disfrazado de cura, le hace a Malvolio para “determinar si Malvolio está loco”: Malvolio. (Desde dentro) ¿Quién es? Feste. Sir Topas, el cura, quien viene a visitar a Malvolio, el lunático.

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Malvolio. Sir Topas, Sir Topas, por favor hable con mi señora, dígale… Feste. ¡Fuera, demonio hiperbólico! ¡Cómo puedes vejar así a este hombre! ¿Acaso no hablas de otra cosa que de mujeres? […] Malvolio. Sir Topas, nunca un hombre fue tratado con tanta injusticia como yo. Por favor, no piense que estoy loco. Me han encerrado aquí, en una celda oscura. Feste. ¡Escúchame, deshonesto Satanás! Me refiero a ti en los términos más modestos, pues soy uno de esos hombres amables que son corteses hasta con el diablo mismo. ¿Dices que la casa es oscura? […] Te equivocas, hombre sin razón. La única oscuridad aquí es la de tu ignorancia, que te tiene más confundido que los egipcios con sus plagas. Malvolio. Señor, no estoy más loco que usted. Hágame cualquier pregunta para que pueda comprobarlo. Feste. ¿Qué opinión tiene Pitágoras acerca de las aves que vuelan? Malvolio. Que el alma de nuestra abuela podría habitar en un ave por cuestiones de azar. Feste. ¿Y qué opinión tienes tú de su opinión? Malvolio. Yo tengo el alma como algo muy noble y en modo alguno apruebo su opinión. Feste. Entonces hasta pronto. Quédate en tu oscuridad. Cuando aceptes la opinión de Pitágoras diré que estás cuerdo. Cuídate de no matar a una paloma, pues no vayas a liberar el alma de tu abuela. Hasta pronto (v, 2, 20-60).

La (re)lectura de las obras de Shakespeare nos obliga no tanto a reconocer su genialidad (concepto más que discutible) sino a dialogar con sus ideas. Una admiración acrítica está lejos de ser un halago y un reconocimiento. En este artículo he querido mostrar cómo en Noche de reyes hay elementos cómicos que difícilmente podemos encontrar en las obras literarias actuales, pero no por la obviedad de que son épocas y ámbitos distintos sino por la multiplicidad de niveles en los que la comedia se manifiesta. Leer a Shakespeare nos acerca más a una perspectiva crítica de nuestro tiempo.


Fotografía: Sam Kelly (Creative Commons)

Las historias del Jardín Borda antes y después del Hubble |

Tayde Bautista

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La fachada es anaranjada, casi rojiza. ¿Cuándo la pintaron así? Tal vez antes era blanca o verde pasto, ¿rosa mexicano? El Borda es el único jardín novohispano que existe en América. Ha sido casa de descanso, jardín botánico, hotel, refugio, museo. Acontecimientos de todo tipo han sucedido en este lugar: romances apasionados, confesiones terroríficas, desaires. Aquí estuvieron Matías de Gálvez, virrey de la Nueva España; el emperador Maximiliano y Carlota; los presidentes Sebastián Lerdo de Tejada, Porfirio Díaz, Francisco I. Madero y Plutarco Elías Calles. Los jardines también fueron visitados por Guillermo Prieto, Genovevo de la O, Emiliano Zapata, Francisco Leyva y Diego Rivera. Son muchos los que han paseado y dejado sus huellas. La reja de la entrada está abierta de par en par. Una de las leyendas narra que cuando se cerraba el pesado portón del Borda, al acaecer la noche, salía un ser deforme de pezuñas sangrantes acompañado de cadáveres que perseguían a los transeúntes con la intención de devorarlos. Ante este acontecimiento, las autoridades llevaban a un sacerdote para ahuyentar a los seres terroríficos, pero en cuanto comenzaba a amanecer los monstruos desaparecían; tan sólo se escuchaban aullidos de animales y gritos humanos de terror. A lo lejos, se veía a los desfigurados arrastrando a sus víctimas hacia el panteón. Se dice que durante las noches relampagueantes salen los espíritus invocan­do al señor de las tinieblas; también se han observado luchas encarnizadas de animales salvajes. La entrada del Borda conduce a una fuente y más allá nos lleva a caminos rodeados de árboles largos y abundantes, al lago y otros rincones. A pesar de su grandeza y de todo lo que ha sucedido aquí, el sitio tiene un aire decadente: paredes descarapeladas, rincones oscuros, maleza descuidada. Me pregunto acerca del árbol donde el escritor Malcolm Lowry grabó su nombre junto a Jan Gabriel, la que fue su primera esposa, actriz de Hollywood. ¿Tal vez en una de las palmas?, ¿uno de los mangos? ¿Habrá trepado alguno de éstos para dejar su inscripción? Observo el conjunto de arbustos y plantas que se mecen con el aire, puede ser que Lowry se haya inspirado en este conjunto cuando en la novela Oscuro como la tumba donde yace mi amigo escribe que el Jardín Borda se le mostró al personaje

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principal, Sigbjørn Wilderness, como la casa de Usher que se le había aparecido a Poe; un lugar sombrío, sin flores, sin hierba donde los árboles eran oscuros y las flores morían en capullo. Quisiera decir que aquí todo es reluciente y florece, pero no, a pesar de que hay mucha luz hay algo tenebroso. Sí, imagino que al anochecer podría parecerse a la sombría casa que narró Edgar Allan Poe. Del acontecer de la casa con el paso del tiempo Manuel de la Borda y Verdugo mandó construir una residencia en el siglo xvii, para que su padre, el minero taxqueño don José de la Borda, descansara. Entonces Cuernavaca estaba lejos de convertirse en la ciudad que es hoy; se ofrecía como tierra de bonanza con extensas tierras fértiles y agua en abundancia; perfecta para la conquista. Debido a su clima, en el siglo xiv, el barón Alexander von Humboldt la nombraría “la ciudad de la eterna primavera”. A la muerte de José de la Borda, don Manuel, que además de sacerdote era amante de la botánica y la horticultura, mandó traer flores de Europa mediante la Nao de China que fácilmente se aclimataron a Cuernavaca y convirtió a la casa de refugio en jardín botánico. Entonces encargó al arquitecto José Manuel Arrieta, hijo del que construyera la Basílica de Guadalupe, nuevas obras para ampliar la casa que se terminaron en 1783. El estilo del Jardín Borda combina varios estilos: el mudéjar, barroco italiano, morisco y el inspirado en los jardines de Versalles. Tiene dos albercas; terrazas en varios niveles, escalinatas, fuentes centrales y juegos de agua. Cuenta con un estanque grande que en un principio fue la parte central del sistema hidráulico que proveía de agua a todo el jardín con el que se regaban las plantas. Durante esta época se cuenta que se realizó una fiesta de recepción al arzobispo Núñez de Haro y Peralta; los fuegos artificiales fueron espectaculares, nunca se había visto tal espectáculo en la Nueva España. Más tarde el jardín se convirtió en hotel y luego en casa de veraneo de don Maximiliano y Carlota. La llenaron de tapices, cuadros y muebles, ya que decidieron pasar una buena parte de su tiempo en este recinto. El emperador tenía como costumbre pasear por el jardín mientras le leían las noticias de lo que acontecía en


México; aquí recibió la petición de Napoleón de que el ejército francés regresara y demás anuncios acerca del desmoronamiento del imperio. Después de escuchar las noticias solía andar a caballo. Acostumbraba sentarse en uno de los miradores para contemplar el paisaje mientras bebía chocolate. El lugar era ideal para celebrar banquetes y fiestas en grande. En uno de los bailes que se organizaron en Cuernavaca, Maximiliano conoció a la joven Guadalupe Martínez, hija de un funcionario, y se enamoró. Hay versiones diversas en cuanto a que ella era la “India Bonita”, otros dicen que fue Concepción Sedano; la hija del jardinero. De una u otra forma fue el pretexto para pasar más tiempo en la residencia de descanso, aunque al poco tiempo mandó construir una pequeña hacienda, “El Olindo”, donde dicen se encontraba con su amante. Al caer el emperador francés, Iturbide ordenó al señor Emilio Lynch que hiciera un inventario de los muebles de la finca. Encontraron un bufete de palo de rosa, un librero, dos mesas chicas torneadas, dos sofás, una alfombra inglesa, una carta del general del Imperio Mexicano y otras cosas que llenaron varias páginas de un libro en blanco. Don Guillermo Prieto escribió en Un paseo por Cuernavaca, 1845, su encanto por el Jardín Borda maravillándose con la variedad plantas: “el copudo arbusto del café, de fruto encendido y dulcísimo... el mango, cuya semilla como el pólipo efectúa la reproducción perfecta en cualquiera de sus partes… mameyes y zapotes de varias clases”. En 1897 Porfirio Díaz ofreció un banquete debido a la inauguración del ferrocarril México-Cuernavaca. Francisco I. Madero también celebró un festín por su candidatura a la Presidencia de la República en 1911 e invitó al general Emiliano Zapata que se retiró en cuanto llegó un grupo de hacendados. Diego Rivera solía pasearse por el jardín durante el tiempo que estuvo pintando el mural del Palacio de Cortés en 1930 que ordenó Dwight W. Morrow, embajador de Estados Unidos. Caminaba por los pasillos a diferentes horas del día mientras apuntaba notas y hacía esbozos de las plantas; le interesaba analizar los efectos de la luz en el entorno natural. También invita­ba amigos para que conocieran los jardínes y les contaba la historia del lugar.

Tal vez una de las mejores expresiones para definir lo que es y ha sido el Borda son las palabras del poe­ta español Luis Cernuda cuando visitó el Borda en 1951; escribió: “al cruzar el cancel, aun antes de cruzarlo, desde la entrada al patio, ya sientes ese brinco, ese trémolo de la sangre, que te advierte de una simpatía que nace. Otra vez un rincón… Y este rincón es de los más hermosos que has visto… Pasado y presente se reconcilian, se confunden, insidiosamente, para recrear un tiempo ya vivido… Este aire que mueve las ramas es el mismo que otra vez, a esta hora, las moviera un día. Esta nostalgia no es tuya, sino de alguno que la sintió antaño en este sitio…” Las huellas de los fantasmas Cuentan las leyendas que por algún tiempo los transeúntes le daban la vuelta al Jardín Borda, ya que el aire de ahí dentro se percibía lúgubre. Aves de rapiña volaban la casa amenazadoramente, del piso salían víboras que asfixiaban a los paseantes; morían animales de manera inexplicable. Uno de los primeros seres macabros fue una momia escondida en el equipaje de doña Carlota que volaba por las noches mientras soltaba horrendas carcajadas. Tiempo después de que los emperadores dejaron la casa se comenzaron a escuchar quejidos al apagar la luz. Algunas personas refieren que sintieron soplidos en el oído mientras que una mano helada les recorría el rostro. Otros dicen que una mano les impedía levantarse de la cama. Se rumora que el espíritu de Moctezuma anda por todos los rincones del Borda y que ha sido visto gracias a la luz de luna, pasea con una mujer: son los esqueletos del jardín. También es conocida la leyenda del fraile que oraba en silencio y fue atacado por las fieras, pero no podían perforar la piel delgada del sacerdote pues era un fantasma que paseaba por el Borda. Se asegura que era el confesor de los habitantes del famoso jardín. ¿Conoceremos esas confesiones? Tal vez habrá que visitarlo en una noche de luna para poder ver los esqueletos, venir sin compañía, y entonces así salgan los fantasmas y narren lo que ha sucedido aquí. Nunca se sabe, quizá haya otra historia que contar, algún misterio, algo nuevo que decir acerca del Jardín Borda.

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Las pasiones del alma

Jaime Augusto Shelley

56 | casa del tiempo Retrato de RenĂŠ Descartes (Imagen: DEA / G. DAGLI ORTI/De Agostini/Getty Images)


Así llama René Descartes a su opúsculo, un texto interesante y por demás curioso, si lo contrastamos con el grueso de su obra. ¿Qué impulsa a este pensador a tratar de desenmarañar el comportamiento del hombre, su intento de encontrar el lugar donde se ubica el alma, los reinos del bien y del mal? Cuenta él mismo que tuvo tres sueños sucesivos que lo impulsaron a emprender tal faena. Sueños, expresiones del inconsciente, iluminaciones, llámense como se guste, son los que guían sus pasos en el proceso que desarrolla para alcanzar su propósito, que avala con estudios de fisiología (no necesariamente suyos) en los que se descubre la ramazón de terminales nerviosas que unen los lóbulos derecho e izquierdo del cerebro (lo que en nuestros tiempos se reconoce como la manera en que la parte instintiva y la racional se entrelazan y permiten al individuo actuar equilibradamente) y que, a su entender, es donde reside el alma. Nada mal para la ciencia de aquellos días. Ahora sabemos que esa interconexión tarda en construirse y varía en cada sujeto, puede lograrse a los veinte o hasta los treinta años, de ahí los comportamientos violentos, airados —muchas veces incomprensibles— de los adolescentes, quienes reaccionan instintivamente a los estímulos externos, en forma espontánea, sin mediar análisis alguno. Las preguntas a responder son: ¿Qué cosa son las pasiones del alma? ¿Cómo se diferencian de las pasiones físicas y cuáles serían sus bondades? En el año de 1628, durante su residencia en París, Descartes frecuenta el círculo de amigos conocido como Los Libertinos, donde —es obvio— se propician, promueven y realizan fiestas, bacanales, orgías de todo tipo e intensidad, esas que son las que permiten a ciertas personas alcanzar estados de exaltación y que sean avalados por una aceptación colectiva. Sus referentes históricos son múltiples, desde la antigüedad clásica. Y nunca han dejado de existir. Su forma moderna más común son los carnavales, cuya permisividad colectiva suele ir acompañada de máscaras y disfraces. Al día siguiente de las festividades, se vuelve a la normalidad, las formas corteses, en suma, a la hipocresía del estatus clasista y explotador de siempre. Volviendo a nuestra historia, algo desagradable debió suceder en alguna de esas celebraciones, algunas de las cuales se llevaban a cabo en su casa; el caso es que se ve envuelto en algún lío o disputa que lo lleva a enfrentar un duelo, tras el cual comenta: “no he hallado una mujer cuya belleza pueda compararse con la verdad.” Desgraciadamente, no tenemos más testimonios ni datos que nos permitan adentrarnos en la psique de este extraordinario personaje del pensamiento humano. Sólo deducciones, adivinanzas. ¿Hay en el fondo de todo esto un profundo resentimiento amoroso? ¿Una frustración carnal o de pérdida afectiva que lo sobrepasan y hunden en la desesperación?

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Descartes abandona París y recluye en Holanda, que en esa época debió ser extremadamente tranquila y aburrida. Su maravilloso espíritu lleno de curiosidad meto­ dológica, nos lleva, en este texto, de la mano y nos hace partícipes de su indagación. Para ello, nos informa de los principios más elementales de la estructura del cuer­po humano, las funciones de cada miembro del cuerpo, sus órganos y la relación entre unos y otros. Señala, también, las funciones diferenciadas de los sentidos y del alma en las acciones que llevamos a cabo en las distintas circunstancias del quehacer cotidiano. Art. 26 Las imaginaciones que dependen exclusivamente del movimiento fortuito de los espíritus pueden ser pasiones tan verdaderas como las percepciones que dependen de los nervios. Falta señalar aquí que las mismas cosas que el alma percibe por medio de los nervios también pueden ser representadas por la circulación fortuita de los espíritus, sin otra diferencia que la debida al hecho de que las impresiones que llegan al cerebro a través de los nervios suelen ser más vivas y más expresivas que las que en él provocan los espíritus. Eso es lo que me ha hecho decir en el art. 21 que estas últimas son como la sombra y la pintura de las otras. Hay que señalar también que a veces sucede que esta pintura es tan parecida a la cosa que representa que nos podemos engañar en cuanto a las percepciones que se refieren a los objetos exteriores o a las que se refieren a algunas partes de nuestro cuerpo, pero no nos podemos engañar en cuanto a las pasiones, porque están tan próximas y tan en la entraña de nuestra alma que resulta imposible que ésta las sienta sin que sean realmente tal como las siente. Así, frecuentemente, cuando se duerme e incluso a veces estando despierto, imaginamos con tanta fuerza ciertas cosas que uno cree verlas delante de él o sentirlas en su cuerpo, aunque no

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sea así en absoluto; pero, aun dormidos y soñando, no podríamos sentirnos tristes o emocionados por alguna otra pasión sin que sea muy evidente que el alma tiene en sí dicha pasión.

Cualquiera que desee acercarse al proceso de la creación, sea ésta artística o científica, encontrará que lo antes expuesto se ajusta —ya sin velos de misterio que lo arropen— a la experiencia que impulsa al acto bajo el influjo impostergable de plasmar tal momento que proviene quién sabe de dónde. Descartes es invitado por la reina Cristina de Suecia (caso por demás extraño el de un monarca que desea aprender y educarse llevando a su Corte en Estocolmo las cabezas más preclaras de su tiempo para recibir de forma directa el conocimiento). Y estando allí sucede lo imprevisible, muere en la noche del 10 de febrero de 1650 en circunstancias misteriosas. Se ha llegado a la conclusión —algunos estudiosos así lo afirman— que fue envenenado sin aportar mayores datos, sin una explicación más detallada que propusiera sospechosos, razones, rivalidades cortesanas. Las Pasiones del Alma es un texto que me atrajo, allá por el año de 1973 al verlo entre las novedades de una pequeña librería a la que acudía a la hora de la comida. Me sedujo el título; al momento ni siquiera le presté atención al autor (algo parecido me sucedió con La Destrucción o el Amor, libro de poemas de Vicente Aleixandre. Sólo que, en ese caso, el título resultó mejor que su contenido). Leerlo fue un hallazgo que disfruté inmensamente. Mucho lo recomiendo a las mentes curiosas e inquisitivas que saben que si fue escrito ayer o en el siglo xvii, no importa. Seguirá siempre vivo, presente.


El Depósito Legal Electrónico Paul Jaubert

Biblioteca Nacional. Fotografía: Sarah Farr (Creative Commons)


Con un absurdo afán de protagonismo, la Cámara de Diputados envió al Senado una iniciativa que pretende modificar el Depósito Legal, rompiendo con el fin con que éste fue creado desde hace más de tres siglos.

El Depósito Legal es la obligación que tienen todos aquellos que editan o producen libros, impresos o materiales gráficos dentro del territorio Nacional, por disposición oficial, de enviar dos ejemplares de sus publicaciones a la Biblioteca Nacional, a la Biblioteca del Congreso de la Unión, y a la Biblioteca del Congreso del Estado en que se encuentre el editor. Esta obligación existe en nuestro país desde tiempos de la Colonia, cuando, en 1711, se expidió una Real Ordenanza que mandaba a los autores a enviar copia de sus obras a la Librería Real; luego, en 1813, en las Cortes de Cádiz se estableció la obligación a todos los impresores y estampadores del reino de enviar dos ejemplares a la Biblioteca de Cortes. Ya en el México independiente, el Congreso Constituyente de 1822 ordenó que todos los editores enviaran a la Biblioteca del Congreso “dos ejemplares de sus papeles”, y posteriormente, en 1867, Benito Juárez, decreta la creación de la Biblioteca Nacional de México, que posteriormente fue dada en custodia a la Universidad Nacional, que la resguarda hasta la fecha, la cual tiene ya un fin mucho más amplio que la mera preservación del acervo editorial de nuestro país. La Biblioteca del Congreso en México, a pesar de que en 1936 se volvió pública —a semejanza de las así establecidas en otros países—, tiene por objeto salvaguardar la memoria bibliográfica del país, más que difundir y hacer públicos los materiales que resguarda. Es una bóveda que debe preservar y conjuntar los libros, periódicos, y revistas del país, pues debemos recordar que las editoriales se fusionan, desaparecen, y no siempre son los mejores custodios de los materiales que producen, por lo que alguien se debe encargar de que éstos lleguen a las nuevas generaciones. Así, desde que se estableció la obligación de enviar también ejemplares del Depósito Legal a la Biblioteca Nacional, que es una biblioteca con fines de consulta y difusión cultural, se rompió con ese propósito de custodiar los materiales depositados, sin que se pudiera considerar ningún peligro para los editores o autores dado que la Biblioteca Nacional no presta sus libros para ser sacados de su sede, además de que los mexicanos somos poco afectos a la lectura y mucho menos tenemos la costumbre de sacar en préstamo los libros de las bibliotecas. En la reciente iniciativa aprobada por la Cámara de Diputados, y enviada para sus estudio a la Cámara de Senadores, se pretende ampliar la obligación del Depósito Legal para que los editores y productores de materiales bibliográficos y documentales tengan que enviar, además, una copia de los materiales que editen o

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produzcan en formato digital, lo que en principio no está mal, por la facilidad de almacenaje y conservación de dichos soportes, sin embargo, la iniciativa establece la posibilidad de publicar en línea los materiales que se consideren de interés de cierto sector, universidad o biblioteca, lo que evidentemente sí resulta lesivo para los autores y editores del país. Dicha iniciativa, aunque no ha sido discutida y aprobada por el Senado de la República, fue considerada por el Presidente de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (caniem), José Ignacio Echeverría, como ilegal, pues los editores no siempre tienen la autorización de los autores para realizar la edición digital, y con la posibilidad de que se pongan en línea materiales considerados de interés científico o cultural se haría a los editores perder el control de las obras que editan y publican. El que se pida a los editores que envíen una copia digital de los materiales que editan, si bien es exponer una copia más de sus ediciones a la piratería, no me parece mal, pues ésta clase de soportes facilitan el almacenaje y conservación de los contenidos, aunque definitivamente carecen de la calidad y belleza de la obra impresa. Respecto a que se facilitaría a los piratas la reproducción ilícita de las obras editadas, tenemos que recordar que éstos cuentan con tecnología y herramientas avanzadísimas, además de que los formatos digitales para edición e impresión de los libros, periódicos y revistas, actualmente están y pasan por las manos de muchos empleados tanto de las editoriales como de las imprentas, así como por despachos de abogados y personal del Instituto Nacional del Derecho de Autor (cuando se mandan registrar las obras en discos compactos), pues actualmente prácticamente todo el proceso editorial en el mundo tiene como herramienta principal a las computadoras, por lo que la fuga de estos materiales a la piratería se da en muchos puntos

distintos, por lo que no sería grave que se tuviera una copia digital más en un archivo. Tampoco es un argumento válido el decir que los editores no tienen la autorización en todos los casos de hacer la versión digital de los libros, pues para su procesamiento la realizan de hecho, por lo que mientras dicha versión no se publique, no requieren de tal autorización. Por el contrario, el que se puedan publicar en línea los libros e impresos que se consideren de interés para los sectores que menciona la minuta de la iniciativa propuesta sí es un grave riesgo para todos, pues de la Internet es de donde los “piratas” descargan, copian, reproducen y emplean ilegalmente más contenidos, por lo que a sabiendas o inconscientemente, se convierten en tales al emplear para usos distintos a los autorizados materiales que se encuentran en la red. La Ley Federal del Derecho de Autor establece excepciones a la misma, siempre y cuando sea para casos muy específicos, no se afecte la explotación normal de la obra y su utilización se haga con fines educativos, culturales, o informativos. También establece que el Estado puede, por causas de utilidad pública, realizar la edición y publicación de una obra que se encuentre agotada y sea de interés para el adelanto de la ciencia, la cultura y la educación nacionales, pagando además una remuneración compensatoria. El hacer disponible en línea cualquier material constituye su publicación, lo que evidentemente rompería con los principios establecidos en nuestra legislación autoral y traería como consecuencia que las disposiciones del Depósito Legal se volvieran ilegales, generando un grave y vergonzoso conflicto de normas, así que sería conveniente modificar la iniciativa con la entrega de cualquier material digitalizado como exclusiva para su resguardo, o bien mejor dejar el tema del Depósito Legal como está.

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armario

La invasión norteamericana (de 1881)1 Manuel Gutiérrez Nájera

La gran preponderancia del elemento americano alarma, y con justicia, a los que meditando seriamente sobre asunto de tanta trascendencia, miran en esta invasión pacífica, en este movimiento comercial, en esta gran conquista de doblones, un grave conflicto para el porvenir. Ya podemos ahora decir de los americanos lo que los filósofos panentheístas dicen de su dios: en ellos somos, estamos y vivimos. En la invasión que nos amenaza positivamente no vienen ya las águilas soberbias de la Francia, sino las águilas brillantes de los pesos; no habrá combates ni escaramuzas; no se derramará la sangre; no tendremos que armarnos de punta en blanco para defender la integridad de nuestro territorio; los ejércitos invasores, los hombres del combate y la conquista, desembarcarán tranquilamente en Veracruz; ningún agente de la policía les molesta, ninguna autoridad inquiere sus papeles; vienen seguros por el camino recto; se alojan en Iturbide, comen en Recamier, transitan sin temores por las calles, invierten su dinero en obras y en empresas mexicanas; parece a primera vista que vienen a traernos el oro y la plata de sus enormes cajas, y en rigor de verdad por lo que vienen es por la industria, por el comercio y por la vida. Traen el capital, es cierto; capital sin el que nunca pueden fructificar nuestras empresas; capital necesario, indispensable; con ellos viene la poderosa máquina que arrancará el metal a nuestras minas, el ferroca­rril que, acortando las distancias haga más llana y hacedera la explotación de nuestras riquezas; pero una vez que se consuma la obra y la locomotora haga flamear en todas partes su penacho de humo, nos encontraremos precisamente en las condiciones en que se encontraba aquel protagonista de una leyenda 1

Publicado el 21 de abril de 1881 en El Nacional.

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turca: vendió su espíritu al demonio por un mezquino puñado de monedas, y cuando quiso vivir y holgar mediante su opulencia relativa, se halló con que el demonio negábase a entregarle su dinero, so pretexto de que siendo su amo y dueño podía a su antojo disponer de todo lo que su esclavo poseyera. Así que tendremos, es verdad, más fábricas, más industrias, más ferrocarriles; pero estas fábricas no serán nuestras; esas industrias ajenas y extrañas acabarán las propias; y por aquellos ferrocarriles tan largamente deseados vendrán los productos americanos, la sobra y el exceso de sus plazas, e inundarán nuestros merca­ dos con mengua de los productos indígenas, incapaces de competir en baratura; tendrán que realizarse con gran pérdida. No tenemos capital que impulse nuestras empresas; necesitamos el poderoso empuje del dinero extraño, y cuando éste viene caminando triunfante sobre palmas, miramos con espanto que va a impulsar nuestras empresas, como deseábamos, pero no hacia nosotros, hacia él. Estamos en la misma condición de un paralítico, sentado frente al arcón que guarda una fortuna: bástale tender el brazo para alcanzarla, pero sus brazos no tienen movimiento; llama, y quienes acuden a ayudarle, se llevan el arcón bajo el brazo. La única manera de prever estos conflictos y remediar los daños venideros es proteger abiertamente las empresas europeas, crear en nuestro mercado nuevos intereses que riñan y pugnen con los americanos. No queremos entregarnos, liados de pies y manos a los explotadores americanos. Venga en buena hora el capital yankee; pero no excluya los demás, no absorba las múltiples formas de nuestra vida activa. Ya que no podemos competir con ellos, busquémosles competidores en las plazas europeas.


intervenciones Mateo Pizarro


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Te haré invencible con mi derrota Angélica Liddell en el Teatro Hidalgo Verónica Bujeiro

El público entra y ella espera paciente, vestida de blanco cual sacerdotisa preparada para realizar el ritual de su propio sacrificio. Y al bajar las luces, el drama irrumpe tan pronto como ella rompe el silencio: “¿Por qué? Esa es la pregunta del dolor.” A partir de esta premisa, Angélica Liddell se nos presenta sobre el escenario del Teatro Hidalgo desgarrada y lista para destruir los dogmas de un espectáculo escénico común. Sus acciones, transgresoras en principio de la propia utilería de la que se ve rodeada, escalan hacia la profanación de su propio cuerpo que atraviesa con alfileres y navajas en una especie de rito, ceremonia a la que no sabemos si hemos sido invitados en calidad de espectadores o testigos. Liddell ocupa el espacio escénico a modo de trinchera e invoca a la violonchelista Jaqueline Du Pré como la interlocutora elegida para una ceremonia en la que atestiguamos la indagación íntima de ese lenguaje privado que enuncia el dolor. Dentro de esa situación intestina en la que sabe que su “¿Por qué?” no obtendrá respuesta, la mujer sobre el escenario parece haber elegido como su compañera de charla a una muerta, pues de los vivos solo ha obtenido traición y sufrimiento: “Pero hoy es un buen día, Jackie. Y en los días buenos se prepara nuestra locura, nuestra enfermedad y nuestra muerte. La locura perfecciona nuestro pensamiento. La muerte perfecciona nuestra vida. Y por eso te digo, Jackie, que ojalá les hubiera conocido a todos ya muertos.”

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El escenario se encuentra reticulado en espacios constituidos a modo de pequeñas ofrendas, en donde más que acontecimientos narrativos se suceden descargas emocionales que no contienen un foco de atención preciso, sino el vaivén febril y ansioso de un cuerpo femenino que busca detonar en mil pedazos para así alcanzar una especie de reconstrucción o acaso el bálsamo vil de la resignación: “Hazme sumisa. Quítame la rebelión. ¿Por qué no me quitas la rebelión?” Quien mira a Angélica sobre aquel escenario se divide entre seguir a este cuerpo hasta sus últimas consecuencias o simplemente permanecer impasible frente a una violencia autoinfligida que parece muy bien calculada tanto en ritmo como en efecto. La directora, actriz y dramaturga gime, grita, improvisa espasmos dentro de su propio artífice y al total de la representación se va sumando un gran vacío que es subrayado por ella misma cuando al llegar a la última estación de sus ofrendas se desploma ante un horno de microondas para prepararse unas palomitas. Tras verla consumir la bolsa entera, y quizás echarnos en cara que todo su desgaste físico ha sido para nuestro trivial entretenimiento, la actriz desaparece y los aplausos se asoman motivados más por la duda que por el reconocimiento. La comunión entre el público y la artista se sostiene en el hecho ineludible: ambos hemos sido derrotados, de maneras muy distintas, claro está. A la cabeza vuelve la pregunta con la que ella nos recibió, aunque un poco trastocada: “¿Por qué Angélica Liddell?” A pesar de ser un espectáculo internacional, cuidadosamente pensado por los programadores del Festival México Centro Histórico, un espectáculo de Angélica Liddell no es susceptible de atraer masas. Quien acude a verla sabe que está en la oportunidad de presenciar a una artista precedida por una fama considerable, en la que premios y festivales internacionales han reconocido su labor dramática tanto en la escena como en el papel. Quienes la alaban, celebran la desnudez de una artista cuya materia prima es la vivencia personal travestida en una especie de extraña literatura que se enfoca en el dolor. El verdadero peligro de la materia de Liddell es que, bajo el efecto de la represen­ tación, el dolor pierde toda su carga emocional y se convierte en mera caricatura de aquello que busca invocar, como una especie de mímica impostora que quiere hacer

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pasar lo que tenemos enfrente en calidad de trascendental, pero terminamos por señalar como un “drama” en la peor de sus acepciones. A este padecimiento se suma que, en nuestro país, representaciones extremas de este tipo se enfrentan a un contrincante irrefutable: la realidad. Y así, cuando Angélica se arroja sobre vidrios rotos —con una gruesa cobija de por medio— muchos recordamos aquellos faquires improvisados del metro de la ciudad de México, quienes nos obligan a mirar su dolor de existir sin haber comprado un boleto para ello. Liddell se nos presenta como funámbula de una cuerda floja en la que la mezcla de performance con su cualidad de verdad y el teatro con su consabida mentira se tambalean constantemente, dejándonos ante la duda de si no habremos visto a otro emperador desnudo. Cuando ella se lacera nos alcanza de alguna forma, aquellas heridas que iniciaron el acto han cerrado y las cicatrices también, pero su mayor acierto artístico reside en que dentro del texto dramático persiste la costra como un lenguaje que intenta articular la complicada deriva de una sensación dolorosa. En “Te haré invencible con mi derrota”1 parecemos ver que ella intenta seguir ese canto, pero también asistimos a otro fracaso pues no lograr evocar de manera verosímil aquella herida original. La expresión del dolor toma un camino controvertido al proyectarse desde la perspectiva del cuerpo femenino de la propia Liddell, quien en espectáculos como “Venecia” y “Yo no soy bonita”2 presenta diversas imágenes del abandono y la humillación tanto de la

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https://www.youtube.com/watch?v=9QLGfG6MWzk http://vimeo.com/50456813

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sociedad como de ese otro amado, provocando directamente al público mediante la violencia de las palabras, con la intención manifiesta de una catarsis colectiva. El celebrado espectáculo “La casa de la fuerza”, mismo que participó de una gran ovación en el reconocido Festival d’Avignon, echaba mano de la ficción contenida en “Las tres hermanas” de Chéjov para abordar el tema de la violencia de género desde la experiencia propia para proyectarse en el eco universal y descarnado de los feminicidios cometidos en Ciudad Juárez. Y del mismo modo en que otras artistas han utilizado el autorretrato para explorar la identidad y sus entelequias, Liddell lleva también un diario en línea en el que realiza, a modo de retratos, pequeñas puestas en escena pobladas de soledad y autoescarnio;3 un registro por demás fascinante que la aleja de la crítica que pende sobre ella, la de explotar el estereotipo femenino, pues la única bandera que la artista bate constantemente es la de su propia experiencia. Como espectadores sentimos por ella, a la vez, atracción y repulsión. Somos exultados a la vez que timados, y quizás ella sepa muy bien su juego, pues después de todo es una “profesional certificada”. Angélica Liddell es sin lugar a dudas un monstruo de la escena contemporánea, “San Jorge y el dragón metidos en un mismo cuerpo”, como la describe un crítico español, ni más ni menos. Y tal como el número principal de un circo de atracciones, su paso por México no podía pasar inadvertido.

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http://solamentefotoss.blogspot.mx/


Sentimiento de un accidental: Miguel Ángel Flores y el signo poético Moisés Elías Fuentes

De entrada, quise llamar a este texto “Miguel Ángel Flores y el signo poético chino”, pero las ilustraciones de Raúl Hernández Valdés que acompañan la edición de Sentimiento de un accidental me persuadieron de lo contrario, porque si bien en efecto la poesía china se vislumbra con su signo en los poemas, a su vez se advierte la presencia del signo poético como tal, incógnita que es al mismo tiempo una revelación. Enigmáticas en un principio, las ilustraciones de Hernández Valdés develan sus respuestas cuando la vista se acostumbra a seguir sus movimientos, la cadencia rítmica de esas ondas que son una cabellera dominada por el viento y son el viento y también son llamas y sombras. Líneas verdes, rojas, negras, ocres que al refutarse y complementarse, testifican que los sentimientos no están hechos de orientaciones ni de coordenadas, sino de contradicciones que se equilibran. Surgido a raíz de la estancia del poeta Miguel Ángel Flores, entre 2004 y 2005, en China y Japón, Sentimiento de un accidental es una colección de poemas que pertenece de hecho al dominio del equilibrio: testimonios de alguien que se confiesa abrumado ante su encuentro con lo otro, pero que justo en tal encuentro confirma su propia singularidad. En la


“Nota (im)prescindible” que sirve de epílogo al libro, el mismo Flores manifiesta: “Para mí era muy tarde para aprender el chino: es una lengua que debe estudiarse desde la infancia o la juventud ya que requiere del empleo de la memoria a toda su capacidad, y ésta se daña inexorablemente con el tiempo.” Pero si la memoria cognoscitiva es profundamente afligida por el paso del tiempo, queda entonces el recurso de la otra memoria, la de las sensaciones, memoria sensible que le resta solemnidad a la exactitud de los recuerdos, mientras enriquece la pluralidad de las percepciones. Señala el poeta en uno de los haikus que integran “Relámpago y oriente”, la primera sección del poemario: Verdor de los pinos color entre la nieve de su ignorancia nacen flores.

En otro de tales haikus, el poeta observa: “El viento del norte/ desnuda el bosque/ la rama es jeroglífico”. En ambos casos se advierte la acción de los sentidos, que permiten al intelecto acceder de una manera plena a los entresijos que han hilvanado y que hilvanan las particularidades del signo poético chino. No por nada hay un haiku que declara por sí mismo: Brisa enjuta vibración de las hojas la araña y su acertijo.

Si la poesía del lejano Oriente se entrevé como una interrogación hermética e incluso, para los desesperados, como una charada, en realidad es porque intentamos resolverla, en vez de percibirla. Conocedor de sus vicios como “accidental”, Miguel Ángel Flores declara su asombro ante este otro mundo que también es capaz de cuestionarlo:

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Rápidos ojos sobre los trazos/ los signos me interrogan.

Ante todo, el signo poético es una interrogación que al preguntar sobre sí misma pregunta también sobre los otros, es decir, no podemos separar a nos de los otros, y la respuesta que formulamos es la de nosotros, el esto y el aquello unidos que al hablar de su diversidad vislumbran su univocidad. Porque estas y aquellas son las contradicciones que atrapan al ser humano, la certeza de su fragilidad y sin embargo la evidencia de su callada fuerza interior. En uno de los poemas de la segunda sección, Flores apunta: Al llegar al fin a este momento Recuerdo mi pasión Y me doy cuenta que He sido como un ciego Que aún teme la oscuridad.

Nacido en la ciudad de México en 1948, Miguel Ángel Flores pertenece a una generación que conoció y se reconoció en la otredad mediante dos antologías que más que antologías son revisiones fundacionales, y por lo mismo evolutivas, de la poesía mexicana: Poesía en movimiento, realizada en colaboración por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, publicada en 1966, y Ómnibus de poesía mexicana, llevada a cabo por Gabriel Zaid en 1971, colecciones que aportaron la visión de un quehacer poético que cree en sí mismo porque es capaz al revisarse y poner­ se en crisis, pero a la vez es capaz de recrearse. Esto fue lo que leyeron y experimentaron los escritores de la generación de Flores. Si algo es evidente en Miguel Ángel Flores es la constancia de la revisión crítica. El poemario Yo, cuervo no podría comprenderse de no ser por la claridad con


que el yo poético del autor se cuestiona a sí mismo al replantearse, o mejor dicho, al pensarse como un cuervo por lo demás múltiple, porque es literario, romántico, simbólico, folklórico e, incluso, zoológico. Todas las vidas vividas por el cuervo las vive el yo poético que al reinventarse se cuestiona y que al cuestionarse se reafirma. Otro tanto ocurre en Sentimiento de un accidental. En uno de los poemas de la tercera sección del libro, “Imperio de en medio”, un hombre es alejado de su “parcela y jardín”, para cumplir con la orden de servir como secretario del emperador. Separado de su vida feliz, el hombre descubre una nueva forma de libertad, elemento esencial para profesar la felicidad: Miro las nubes y en lo alto, aves de asombro, Y hacia abajo, peces que nadan en aguas profundas. La naturaleza por un momento vibra en mi corazón. ¿Pero quién dicta que debo estar atado a mi cuerpo? Regresaré y vestiré de palabras el mañana.

Con el haiku o con poemas de tono epigramático, con versos largos o cortos, Miguel Ángel Flores se adentra en las experiencias de la vida cotidiana china, alternativamente se muestra ingenuo y malicioso, sincero e irónico, contenido y exaltado. No se trata pues del poeta que, pretencioso, quiere recrear la poesía del extremo Oriente en sus poemas, sino la del hombre que asombrado reconoce sus rasgos exteriores e interiores en el acento de la poesía china, que comprende la existencia de emociones y preocupaciones y acciones comunes que nos equiparan con los hombres y mujeres de China, pero que al mismo tiempo reafirman nuestras peculiaridades. Comunión y distancia, elementos contrastantes que Miguel Ángel Flores utiliza como herramientas únicas para transmitir las imágenes de incordias y concordias que deambulan por los poemas de Sentimiento de un accidental.

Miguel Ángel Flores Sentimiento de un accidental Ilustraciones de Raúl Hernández Valdés México, uam (El pez en el agua) 2013, 102 pp.

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Un abanico de flores Rafael Toriz

Pese a que la literatura argentina ha nutrido con creces la tradición excéntrica de la escritura de novelas extrañísimas —pienso en El derecho de matar y Punto final de Raúl Barón Biza, Polispuercon y Foliosofía de Héctor Murena, Los dos indios alegres y El templo etrusco de Juan Rodolfo Wilcock, Tadeys y Sebregondi retrocede de Osvaldo Lamborghini o El agua electrizada y El mal menor de C.E. Feiling, entre otras, el consenso general al respecto de que lo más decantado de su estirpe prosística ha sido el cuento se ha impuesto como una realidad irrefutable. Al amparo de las diversas explicaciones que pudieran darse para este fenómeno —acá todos son mentirosos, es una tierra de puerto, etcétera— creo, como sucede en cualquier lado, que en la Argentina se escribe ficción por las mismas razones que entrevió Joan Didion en The White Album: “nos contamos historias para sobrevivir. La princesa está encerra­da en el castillo. El hombre con dulces guiará a los niños al océano. La mujer desnuda en la cornisa exterior de la ventana en el piso diecisiete es víctima de la acidia o la mujer desnuda es una exhibicionista (…) Interpretamos lo que vemos y seleccionamos la más viable de las opciones. Vivimos enteramente bajo la imposición de una línea narrativa sobre imágenes dispares, bajo las ideas con las que hemos aprendido a congelar la fantasmagoría cambiante que es nuestra experiencia real”. En definitiva, se escribe cuento para otorgarle sustancia narrativa a lo real. Mucho se ha dicho ya pero no está de más repetirlo: corren tiempos aciagos para el cuento en español, género de robusta tradición que, desde hace años, encuentra cada vez menos cobijo en revistas, suplementos, editoriales e incluso, puñalada

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trapera, en el gusto de los lectores. Esta realidad habla del empobrecimiento de la capacidad lectora, de la imposibilidad de la precisión y la concentración literarias en tiempos de la red; así como de las directrices del mercado editorial, que ven en la novela convencional —a no dudarlo el género preferido entre la mayoría de los lectores— un negocio rentable que demanda poco y entrega menos. Basta ver los catálogos de las editoriales con mayor presencia en librerías, reacia a enfrentarse a una de las expresiones más decantadas del ingenio como es el cuento, donde la tensión y la capacidad sintética están llevadas al máximo, aunque algunos miopes que confunden el tedio con la vanguardia opinen lo contrario. De acuerdo con Rubem Fonseca, uno de los mayores maestros del género, el cuento es la prueba de fuego del narrador. En él no hay cabida para indecisiones, dislates o descuidos. El autor de relatos, a la manera del carnicero, debe actuar con estudiada precisión y absoluta naturalidad. Un titubeo, un paso en falso, y se habrá fracasado (frecuentemente con el desconocimiento de quien escribe). Por ello, la única regla que debe cumplir el cuento es la de estar bien contado. Hoy día, en que se publican pocos libros de cuento pero el consumo de historias mediante videojuegos o series de televisión es altísimo, la circunstancia de análisis exige nuevos escenarios para el estudio, comprensión y consumo de la ficción. El mundo como lo entendemos vive hambreado de historias cortas. Ante dicho panorama, es motivo de regocijo que la editorial El Ateneo publique una Antología de cuento argentino, en donde con un criterio discrecional —como debe de ser— se agrupan distintos relatos señeros de la tradición local. Agrupados bajo las clasificaciones “Clásicos”, “Homenajes literarios”, “Misterios y peligros”, “Amor y todos los amores”, “Crímenes y otras muertes”, “La historia como ficción” y “Los nuevos” la antología cumple con el deber esencial de toda antología: ser el testimonio palpable de un capricho. Por ello, más que meterse en el callejón ocioso de quiénes faltan o sobran, dato que no interesa, me permito recomendar los cuentos que me parecen más logrados y que son una franca invitación

para adquirir el libro. “Fin de milenio” es un relato extraordinario a cargo Luisa Valenzuela en el que la soledad, el sexo desenfrenado y extrañas variantes del crimen crean una atmósfera adictiva. Oliverio Coelho, haciendo gala de estilo, entrega un cuento sórdido de sumisión donde el personaje, escritorzuelo, es un auténtico cretino. Juan José Saer aparece con texto que revela los infiernos de los temperamentos sensibles condenados a la provincia, y Edgardo Cozarinsky sugiere una versión criolla del arquetipo del más bien jodido poeta provincial. Ariel Magnus establece la vindicación de un orate con un discreto sentido del humor y Bioy recuerda que todas las mujeres, en el fondo, quieren casarse con Charles Bovary. Samanta Schweblin construye una pequeña pieza de cámara delirante con un enano insumiso y Silvina Ocampo demuestra por qué es una de las mayores escritoras argentinas de todos los tiempos. Hay más autores, nutridos y variados, desde luego. Empero, visto está que para mecer a gusto el abanico nadie es tan conspicua como la mano propia.

Antología de cuento argentino Compilación de Josefina Delgado Buenos Aires, El Ateneo 2013, 528 pp.

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colaboran Tayde Bautista (ciudad de México, 1971). Estudió derecho y literatura. Ha colaborado en distintos medios como Revista de Poesía, Día Siete, National Geographic, Travel Leisure y Reforma. En el 2010 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo y publicó el libro De paso. Carlos Bracho (Aguascalientes, 1937). Actor de radio, cine y televisión. Ha actuado en más de cincuenta obras cinematográficas y teatrales. Ha sido editorialista de El Universal y El Diario de México. Es autor del libro Cuentos cínicos, publicado por Selector. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976). Es egresada de la licenciatura en lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. José Francisco Conde Ortega (Atlixco, Puebla, 1951). Es poeta, crítico y ensayista. Estudió letras hispánicas en la unam y es profesor e investigador de la uam Azcapotzalco. Es autor de más de una veintena de libros de ensayo, poesía y narrativa. Espina del tiempo, publicado por la uaem, es su libro más reciente. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc. Su libro más reciente es La ciudad de los deseos cumplidos, bajo el sello Fridaura. Manuel Gutiérrez Nájera (ciudad de México, 1859 - 1895). Poeta, cronista y narrador mexicano. Perteneció a la primera generación modernista. Entre su obra destacan Cuentos frágiles, de 1883, y Cuentos de color de humo, de 1894. Su obra poética fue recopilada en 1896 en el volumen Poesías. José Homero. Poeta, ensayista y editor. Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000). Ha publicado, entre otros, el libro de ensayos La construcción del amor y los poemarios Vista envés de un cuerpo, Luz de viento y La ciudad de los muertos.

Efraín Huerta (Silao, Guanajuato, 1914 - ciudad de México, 1982). Poeta y ensayista. Fue fundador de la revista Taller. Entre otros reconocimientos obtuvo la orden de las Palmas Académicas en 1945 del gobierno de Francia; el Premio Xavier Villaurrutia en 1975 y el Premio Nacional de Poesía 1976. Entre su obra poética destacan Absoluto amor, Los hombres del alba, Estrella en alto y nuevos poemas, Los eróticos y otros poemas y Circuito interior. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2004-2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Gerardo Piña (ciudad de México, 1975). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias. Lauro Zavala. Doctor en literatura hispánica por El Colegio de México. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores des­de 1994. Es autor de varios libros de investigación sobre teoría del cine, teoría literaria, teoría museológica y procesos editoriales. Es investigador en el Departamento de Educación y Comunicación en la uam Xochimilco.

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casadeltiempo • número 5 • junio 2014

Año XXXIII, Vol. I, época V, número 5 • junio 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75

Efraín Huerta

1914-1982

Los caminos estéticos de Blanca Rivera Cuarenta años de la UAM: una mirada aristotélica

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