Año XXXIII, Vol. I, época V, número 6 • julio-agosto 2014 • $70.00 • ISSN 0185-42-75
casadeltiempo • número 6 • julio-agosto 2014
Nuevo León, la escritura de los nuevos bárbaros
Su “E ple ld m ia en b l to o en ele el ctró ja n rd ico ín ”, Tie Al mp ej an o en dr la o Li cas co a: na
El diálogo de Alberto Giacometti Romeo y Julieta, ¿quién habla de amor? Mis primeros cuarenta años en la UAM: Vladimiro Rivas
En una sociedad donde el volumen y la velocidad de la información configuran nuestro entorno cada vez más, Microsoft y la Universidad Autónoma Metropolitana enumeran los fundamentos de:
El cuarto Paradigma
Descubrimientos científicos intensivos de datos Editado por Tony Hey, Stewart Tansley y Kristin Tolle
Primera revisión integral de un campo en rápido desarrollo: la ciencia intensiva en datos ● La UAM realiza la primera edición para el mundo de habla hispana ● La obra contempla las oportunidades y desafíos de la ciencia intensiva en: ●
Tierra y medio ambiente Salud y bienestar Infraestructura científica Comunicación académica
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editorial En la tradición cultural de nuestro país se mantiene una visión en la que el Centro y la región del Golfo, así como el Pacífico y el Occidente, han sido las zonas más fértiles para la creación en todo ámbito. Sin embargo, la herencia de la Revolución, con la presencia de Madero, Villa, Carranza y Obregón, con el contrapunto de Zapata en el sur, marcaron un nuevo eje para el desarrollo de México que causó la transformación de la República de modo definitivo. El acero, el telégrafo, el ferrocarril y el automóvil, por su parte, se constituyeron en los puentes tecnológicos de la transformación del siglo xix al xx. La industrialización que a partir del final de la segunda y tercera década de la pasada centuria permitió la expansión y crecimiento de Monterrey propiciaron un nuevo polo de desarrollo y una manera distinta de contemplar el mundo. Así, “Sol de Monterrey”, escrito por Alfonso Reyes en Río de Janeiro en 1932, marca el signo de una nueva forma de mirar el mundo para las sucesivas generaciones de regiomontanos y neoleoneses: Traigo tanto sol adentro Que ya tanto sol me cansa.— Yo no conocí en mi infancia Sombra, sino resolana.
A partir de entonces debe reconocerse una nueva manera de pensar el arte y la escritura: la vastedad de los espacios de la franja norte del país tiene horizontes más amplios que los pueblos de mujeres enlutadas o el ensueño de las costas, las selvas y los trópicos. Las sucesivas generaciones de creadores del norte del país han dado un giro poderoso al quehacer artístico, cada región, cada ciudad propone y concreta realidades específicas que constituyen un escenario que no sólo ve hacia adentro, sino influye y amplía nuestras fronteras. A los nombres de Zaid, Padilla, Fraire, Covarrubias, Alardín han seguido numerosos autores, traductores y críticos que consolidaron una amplia lista de obras que trascendieron al plano internacional. Abierta al tiempo, nuestra Casa del tiempo muestra en este número la punta de este reciente iceberg.
editorial, 1 Rector General Salvador Vega y León
torre de marfil
Secretaria General Norberto Manjarrez Álvarez
Las desaparecidas, 3 Moisés Elías Fuentes
Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate
profanos y grafiteros
Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiii, vol. i, época v, núm 6-7 • julio/agosto 2014. Revista mensual de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Portada Francisco López López diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor responsable: Bernardo Ruiz. ISSN 0185-4275. Precio por ejemplar: $60.00; franqueo pagado, publicación periódica. Permiso número 0360681. Características: 238261212; autorizado por Sepomex. Certificados de licitud de título y contenido de la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas números 553 y 633 del 27 de junio de 1980. Casa del Tiempo es nombre registrado en la Dirección de Reservas del Instituto Nacional del Derecho de Autor. Reserva del título: 622-84. Reserva de características gráficas: 30-93. Impresión: Impresos Trece, S. de R.L. de C.V., Mar Mediterráneo 30, col. Tacuba, Delegación Miguel Hidalgo, 11410, México, D.F., tel: 5399 9932. Distribución: Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Tiraje: 1,000 ejemplares. Casa del Tiempo no responde por originales y colaboraciones no solicitados. Todos los artículos firmados son responsabilidad de sus autores; los títulos y subtítulos de la mesa de redacción. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de la publicación sin autorización de la UAM.
Los nuevos bárbaros, 4 Iván Trejo Poesía, 8 Gabriela Cantú Westendarp Poema contra natura, 9 Renato Tinajero Mallozzi Poemas, 11 Óscar David López A piel de mezquite, 13 Rafael Acosta Cambio de luces, 18 Rodrigo Guajardo Retrovisor, 19 Luis Panini Hermanos, 22 Orfa Alarcón Un pinche día, Jaime, 26 Antonio Ramos Revillas
ménades y meninas El diálogo con el espacio de Alberto Giacometti, 30 Miguel Ángel Muñoz Un cementerio norteamericano en la San Rafael, 36 Jorge Vázquez Ángeles
40 + 10 Mis primeros cuarenta años en la uam, 40 Vladimiro Rivas Iturralde
antes y después del Hubble Romeo y Julieta, ¿quién habla de amor?, 44 Gerardo Piña Ganarse la vida en bicicleta, 48 Jesús Vicente García Limitación al derecho patrimonial de autor, 53 Paul Jaubert Agotar la contienda cívica, 56 Jaime Augusto Shelley
armario
Días aciagos, 59 Alfonso Reyes
intervenciones, 62 Mateo Pizarro
francotiradores Formas de leer el mundo en Poética del voyeur, poética del amor, de Maritza M. Buendía, 63 Yamilet Fajardo Del miedo y sus sinrazones, 66 Francisco Mercado Noyola Naturaleza muerta / Casa del desespero, 69 María Baranda
colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico El diablo en el jardín Alejandro Licona
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Las desaparecidas Moisés Elías Fuentes
Hoy vi la fotografía de una muchacha empapada desde el papel hasta el alma por las lágrimas de su madre, las lágrimas sencillas y humanas que una mujer, tan parecida a todas a fuerza de distinta, colectó de los ojos de papá, de la hermana mayor y los sobrinos y los nietos, para llorar por todos, por ella y por su hija y por todos nosotros que vemos la fotografía de una muchacha y nos guarecemos en nuestros empapada de lluvia paraguas ala de cuervo pretendiendo que no la vimos, que una muchacha es sólo una muchacha, que la conciencia se libera escribiendo un poema, dando la moneda al mendigo, olvidando que hoy la vi, usurpada de sí misma, reducida a un cuerpo sin pasado ni futuro, condenada a este presente inmóvil en que la abandonamos con tal de no ver nuestro reflejo en sus ojos trizados como charcos de lágrimas secas.
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Los nuevos bárbaros Iván Trejo
Cerro de la Silla. (Fotografía: Hans Maximo Musielik/LatinContent/Getty Images)
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Nuevo León tuvo por mucho tiempo una clara desventaja histórica en desarrollo cultural comparado con otras regiones, quizás entre el siglo xix y principios del xx, los escritores que aportaron con su trabajo a la literatura nacional e incluso internacional fueron Fray Servando Teresa de Mier y Alfonso Reyes. Tras la desaparición de Reyes, el único regiomontano cuya obra nunca dejó de tener repercusión nacional fue nuestro gran baluarte Gabriel Zaid. No fue sino hasta finales de la década de los ochenta en que generaciones de narradores saltan al panorama nacional. Los grupos literarios de finales del siglo xx (esa figura romántica que se extinguió con las becas y la competencia directa entre creadores de la misma camada) fueron el origen de esta irrupción.
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El grupo de La Mancuspia edita la revista Papeles de la Mancuspia desde hace más de veinte años, y al cual le debemos el origen del Encuentro Internacional de Escritores de Monterrey en 1996. Algunos integrantes pertenecieron a un grupo previo llamado por Mario Anteo “La falsa Damiana”. De La Mancuspia emanaron narradores como Dulce María González, Patricia Laurent, Héctor Alvarado, Graciela España entre otros. Hubo un grupo contemporáneo a éste, conocido como El Panteón, exponentes con mayor reconocimiento y exposición hasta ahora: Eduardo Antonio Parra, Hugo Valdés Manriquez, David Toscana, Felipe Montes, Ramón López Castro, Rubén Soto y Antonio Ramos, este último fue el que menos tiempo compartió con los demás por la notable diferencia de edades. En cuanto a la poesía, existieron infinidad de grupos de corta duración de los cuales no derivó un impacto editorial directo como en la narrativa; más que grupos literarios, eran poetas que tenían relación directa con una revista o publicación. En el siglo xx la mayor parte de la actividad poética se daba en las revistas, suplementos y publicaciones de toda índole, por mencionar algunos de los espacios que existieron podemos recordar a la Revista Contemporáneos, La revista estudiantil, Crisol, Armas y letras, Kátharsis, Apolodionis, Salamandra, Oficio; en hojas literarias se recuerda a Hojas de poesía, Cítara y púa, Cerbatana y La hormiga errante; entre las publicaciones de limitada distribución Los juglares, Babalú, Los doce tubos, Tirando el bofe, Matamoscas, Revista i, Deslinde, Litoral, Grafógrafos, La nuez. En Monterrey contó también con tres suplementos culturales que, como sucede normalmente, dejaron de ser viables desde el punto de vista comercial y sencillamente fueron cancelados: Ensayo del periódico El Norte, El Volantín de El Diario de Monterrey y Aquí vamos de El Porvenir. Durante la década de los noventa, comenzó el auge de los talleres literarios en la ciudad que se extendió hasta hace apenas unos pocos años —aunque con la actual administración cultural se ha ido más allá del declive—, se contaba con escritores reconocidos, nacionales y extranjeros, ya fuera porque eran invitados al Encuentro Internacional de Escritores o porque alguna institución como la uanl, la Capilla Alfonsina o Conarte los trajeran expresamente a cumplir dicha tarea. La generación de escritores nacidos en la década de los setenta y posteriores tuvieron la fortuna de reducir distancia en el trato con los autores de una o dos generaciones arriba gracias a la cercanía que provocaban los talleres y las novedades en la comunicación como el correo electrónico, es decir, ya no era necesario vivir en el df para que alguien diera una opinión, y más llano que ello que supiera al menos de la existencia de los escritores jóvenes en todo el país.
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Las propuestas estéticas de cada uno de los autores son diversas, quedará a juicio del lector su valoración, su reconocimiento o su olvido.
Entre esta camada de nuevos bárbaros he seleccionado arbitrariamente a cuatro poetas y cuatro narradores de entre treinta y cuarenta años, debo aclarar que hay pocas concordancias estéticas entre ellos, no pueden ser considerados estrictamente como generación ya que sus búsquedas apuntan a distintos puertos. En el caso de los narradores, Antonio Ramos es el único que perteneció a un grupo literario, el resto tomó talleres, buscó becas, el único que siguió el camino de la academia ha sido Rafael Acosta; Luis Panini es un arquitecto radicado en California, Orfa Alarcón y Antonio Ramos han trabajado como editores varios años en distintos lugares. Los poetas han sido seleccionados por razones diversas, cada uno emana potencia dentro de su propio registro, Rodrigo Guajardo es también guionista de largometraje, Óscar David López perteneció al colectivo Harakiri Plaquettes, Gabriela Cantú es poeta y gestora cultural y Renato Tinajero normalmente alejado del mundo literario y sus menesteres se ha desempeñado en varias universidades. Las propuestas estéticas de cada uno de los autores aquí reunidos son diversas y no confluyen entre sí, quedará a juicio del lector, como siempre, su valoración, su reconocimiento o su olvido. Es mi deseo reconocer en estas breves y dispersas líneas a diversos maestros que han ayudado a formar jóvenes con talleres dentro de sus trincheras, José Javier Villarreal, Minerva Margarita Villarreal y Miguel Covarrubias en la uanl, Felipe Montes, Genaro Saúl Reyes y María de Alba en el itesm, a ellos debemos diversas camadas de escritores y sobre todo de buenos lectores, para ellos mi agradecimiento por esa lucha, muchas veces, invisible.
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Poesía Gabriela Cantú Westendarp
Todo parece indicar que algunas personas no pueden dormir esta noche. Se escucha el crujir de las bisagras que se abren y cierran. Para eso hay algunas recomendaciones. La primera es quedarse ahí girando cada cierto tiempo sobre la cama, entre las sábanas como grandes vendas que cubren tu cuerpo herido de tanto no dormir; la segunda es levantarse y sentarse frente a la ventana y observar la noche, la casa de enfrente cubierta de silencio, la calle en espera de los primeros autos, la silueta de los árboles que sembró el comité de vecinos; la tercera —que solo debe de arriesgarse en casos extremos— encender la computadora y comenzar a escribir un montón de palabras que luego, muy probablemente, tendrás que borrar. Sin embargo cualquier camino que decidas estarás contigo y tu no dormir, con tu cuello que se tensa como el de una tortuga, con las imágenes que suceden en tu mente y que te quitaron el sueño desde un principio cuando escuchaste el crujir de las bisagras.
Existen personas que parecen haber hecho pacto con el diablo, personas que, aunque es de todos conocido que ya entraron en la etapa del otoño, siguen caminando como si fueran una flor naciendo. Quizá esta actitud se deba a que han ido más allá de donde se podía ir. Quizá son de esos seres que como Butes, frente al mar, frente al canto de la sirenas, no pudieron contenerse y se han lanzado de cabeza a la vida, a lo más profundo de la vida.
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Poema contra natura Renato Tinajero Mallozzi
Del que ama a los muertos poco escriben los oligarcas del verbo y las mejores costumbres. El necrófilo no conoce la rutina de quien simula amor al cabo de veinte años. Su sentimiento es otro: efímero como el orgasmo, nuevo y fresco como el amor primero, como debe amar un púber condenado a muerte, entregado al frenesí de quien atisba el final de todo goce a la primera hora del alba. El necrófilo se agota en las posibilidades de los cuerpos y se pierde en el recuento de sus metamorfosis. Aquí cede la piel. Allá, marchito, el sexo se torna impenetrable como el prodigio de una virginidad que se renueva: cada encuentro es inédito, aun con el mismo cuerpo (tú y yo no podemos amarnos de la misma manera: aun antes de tocarlos mis manos ya conocen el tamaño de tus senos). Tales son los prodigios de los amores corruptos y tal es la desdicha del amante: jugar a ser Narciso y en el frío del estanque no encontrar al otro sin encontrarse a sí mismo. Ha entendido, sin embargo, que el suyo no es amor para buscar consuelo. Que busquen el calor de otro cuerpo quienes teman a la muerte. Él no teme. Hace tiempo que no teme. Imagina la muerte como un orgasmo eterno, más placentero que el paraíso que nosotros soñamos, luminoso como el filo de un cuchillo que se clava para siempre en su desnudo corazón.
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El león, la loba, la pantera El león, la loba, la pantera rasguñan la puerta, el techo falso, golpean detrás de las paredes, el vaho de sus bocas ensucia el cristal de las ventanas. Desde temprano escucho la ida y vuelta de sus pasos acosando mi oficina, mi escritorio, mis papeles, lo mío, mis quehaceres. Y yo no me levanto. No intento huir. Los negocios del día me lo impiden. Soy un hombre ocupado. Las fieras ya se alejan. Percibo el ruido de sus uñas frotándose contra el suelo y el jadeo que sale de sus bocas, sonidos que se apagan hasta confundirse con los ruidos de la calle. Entonces sé que ya se han ido. Me levanto. Pido a la secretaria que me prepare un café. La semilla que de niño introduje en mi oído, por pura travesura, está echando raíces. La oigo crecer, dolorosamente afianzarse, subterránea, a las fibras vivientes que me habitan. Y yo vuelvo al teclado, a las fórmulas, al cajón de las facturas. Dos aspirinas hacen su trabajo. Las cartas para hoy. El informe se presenta mañana al mediodía. Finalmente me devoran. El león, la loba, la pantera disputándose mi cuerpo. Y yo no puedo verlos. Las ocultas raíces me han cortado de tajo los nervios de los ojos. Siento aún el dolor de las mordidas. Sé por eso que no me han arrancado aún las piernas. El dolor ya no está. Ahora vienen La línea está muerta. La puerta está cerrada por mis brazos, mis manos, mi cabeza. con tres vueltas de la llave. ¿Cómo entonces tomar De mi garganta, con la sangre, quiere brotar un grito el teléfono para pedir ayuda? que se apaga. Y es la sangre un ciervo que salta y da cabriolas. Y es mi voz una niña que se esconde desnuda en el fondo del ropero, mientras alguien la busca y la llama por su nombre, los puños apretados, una a una abriendo a golpes todas las puertas de la casa.
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Poemas Óscar David López
El Burger La réplica convertida en fotografías recortadas lo duplica en sombras huecas: ahora el fantasma de la ausencia es la ausencia del fantasma. Una obesidad sin espejo ni brevedad habitaba las imágenes escondidas: cajones llenos de remordimiento y envolturas de su gula. Él: súbitamente su doble recortado de la cena navideña, de los cumpleaños entre amigos, de las generaciones escolares: en donde antes una mancha grasa ahora un suicidio fotográfico. Aquel niño alejado del público y la ley de sí: odia todas las instantánea de su miedo,
Él: súbitamente su doble recordado del álbum, del testamento que guía la herencia natural del cáncer
refugio habitado por un estanque de pasteles y gaseosas salvajes: paraíso que se antoja por la boca a toda hora evocadora.
de estómago, diabetes e hipertensión. Ahora en las fotografías: él es un recorte, una ventana en el papel: una obesidad sin volumen ni densidad donde se puede decir o dudar cómo era él, el menor de los González.
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Room service Prometieron que sería como en una revista donde la magia está en fingir que son naturales las pelotas de esa mujer. El fingimiento, nuestra naturaleza: insuperable eslogan. Sol, playa y no niños. Pero ni la escenografía coincidía con las ilustraciones ni las bebidas hicieron que diéramos tumbos como elefantes por fin llegados al cementerio. Ahora comencemos con mi encuesta de servicio: ¿piensa usted que el filo de este cuchillo es suficiente? También traje alcohol adulterado si prefiere no enterarse.
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A piel de mezquite Rafael Acosta
Aerotransportado. Aerotransportado. Masacre de aerotransportados, incendio y explosión. Las brasas. Ya no rojas, no más. Blancas, manchas negras. Los olores que se quedan en el aire, mezquite que se eleva. Quiero meter las manos en sus ardores. Sentir los restos, sentir la ausencia. No lo hago. No estoy tan imbécil. Pero quiero hacerlo igual. Sólo veo el humo que todavía queda. El patio me muestra una noche fresca, donde el calor de las cenizas serena. Mezquite que se eleva. Se fue ya la gente, borracha, medio ausente. Fútbol, pañales, recuerdos. A mis amigos se los tragó todos el tiempo. Pero aquí estamos, permaneciendo, o casi todo permanece, aunque se vaya yendo. La niña de la López Mateos. Tenía dieciséis años. Yo. Graduado de pendejo. Pero insatisfecho. Quería cambiar mi cuarto. Quería tener espacio propio. Y necesitaba, en él un escritorio. Mi padre me dijo que si lo quería, lo tenía que hacer yo. Y de mezquite.
El mezquite es madera dura, como su pinche madre. Como piedra, como fierro, como hueso. Sin tolerar termitas, chingaderas. Me pasé las mañanas del verano con mis manos encallándose en ella. Mi padre me abrió el garage por vez primera. El cepillo, las brocas, la sierra. Se sentó conmigo a pendejearme, cual debe un padre. Así no cabrón, te lo vas a echar. Si te cortas el dedo no te lo voy a pegar. Eso cabrón, como si tuvieras huevitos, que no anden dudando que eres m’ijo. Las horas pasaban, y yo, plebe, sin darme cuenta, anzuelo trabajando. Cual debe. La noche no huele a jazmín. Se ha quedado en hueco. La noche tiene carencia. Esto es mi casa, más no estoy en ella. Uno nunca abandona la niñez. Crecí, aprendí, amé y viajé, pero no la abandoné. Se me enceniza la Tierra, me rehuye lo que queda. El uniforme me dice, pendejo, p’allá, no queda nada, cenizas nada más.
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Y el hueco, en la noche, llega como policía, para echarme, para darme la noticia, que la primera mitad ya se me ha ido, que solo un sentido tiene el camino. Se ha ido. Fresca. Gloriosa Más que primera cerveza en junio. Su piel era fresca en el verano, como embrujo. Todo es para siempre hasta que ya no es. Pero era eterna, ardiente y fría, dura y tierna. Me perdía y me hallaba en su cintura, descansaba mi cabeza en sus piernas duras. De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera, la mujer que a mí me quiera. La niña de la López Mateos. Los olores que no se quedan, el tiempo y vida muerta. El mezquite del otro lado de la cerca, cuyas ramas, secas, cuelgan. El mezquite de este lado de la cerca, que todavía, apagado, quema el altar de mis pasiones, el altar de mis t-bones. Lo más extraño es lo aproximado. Lo que es igual, pero no tanto. Lo casi perfecto es el sabor de los infiernos. La noche me duele, de falta, como si fuera un miembro fantasma. La vida me ha dado y quitado. A todos, a ellos, a mí, a nosotros [nos habrá atropellado. El colado, parado en la morgue, viendo a unos y otros, enroque.
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¿Despertarán ellos un día con carne que no es carne? Un día, una mañana, sin nada que tocarse. El mezquite mantiene forma, Un tronco de cenizas, mis manos calientes sin callos, vida de mentiras. Las largas blancas ramas de mezquite ardiendo, los flacos, vagos cuerpos de olor pudriendo. Tan parecidos, tan vividos, tan amados. Pero todos son tan parecidos, tan extraños. Esa fue la primera vez que me enamoré del alma. Mi padre me enseñó a tallar, a desdeñar la madera llana. A abrirme camino entre la resistencia, a verme, en la madera dura, un patrón en ciernes, con las manos, cuidadosamente extrayendo la belleza que aún no imaginan mis dedos. Lijé y lijé y lijé. Sin ladrillo, sin nada. Mi papá me dijo que el hombre, esa rata, es para gastarse haciendo, para disolverse en la noche como un hielo. Nada más, cuando pasaba por la madera mis dedos, cuando la recorría, mi corazón disuelto. Mi jaibol, todo líquido, en la mano. Cuando uno ve el granero, incendiarlo. Desde las cuevas, desde los llanos, alimentar el fuego, que crezca, sin cuidado, sin anhelo, como el desierto, que pone su toque, duro y liso, entre montaña y montaña, de chaparral tostado, recocido y horneado bajo el sol de la mañana. Mi hambre de nada, un mezquite en trozos,
colocado, en una chocita, preparada, para abrasarme en todo e incendiarlo. Los restos negros de una vida que pasó y ya no era mía, brasas baldías, edificio en cueros, al levantarme me domina el hueco. Hambre vacía, de algo que fue todo y ya no es nada, ni recuerdo, ni su trazo, enterrada. Esa fue la primera vez que me enamoré [de los huevos. Que no es menos, ni es más simple, ni es más cierto. El día que descubrí que yo era también carne, que no algo que habitaba, sino carne. Rodeado de esas piernas duras como el hielo, asado en un horno de mezquite a fuego lento. Ella me miraba y me decía qué hacer, porque yo sólo sabía qué entraba en qué. Me enseñó a usar labios, lengua y dedos. Pulía despacio sus piernas y sus pechos, con recelo. Esas piernas de mezquite, hielo y fuego. La tarde se apagaba, me cubría: una cama sobre la López Mateos. Entre sus piernas me cogí al universo. La noche sigue el camino de mi botella, la segunda. Se me acabó ya el agua mineral, me queda la [penumbra. La mina cuando se abre, oculta y muestra [el desconocido fondo, no hay licor que apague esta sed eriza. El miedo, miedo del deseo,
cuando sale de la tierra, cuando se enfoca y se pierde y se vuelve inalcanzable y no deja. Solo la noche negra, vacía, tan vacía que está poblada y el carbón humeante, que eleva al cielo los olores de sus brasas. Cuando terminé el escritorio, y en vilo mi hermano y yo, lo llevamos a la puerta, girando con cuidado y topó. Ni un raspón namás, con un pedazo de la chapa, ni rasponcito, cosa de nada, ni siquiera una pulgada. Pero el escritorio en el pasillo, sedentario. Mi ilusión no entró por las puertas de mi cuarto. Deshacer puertas o muebles, maquinar lo maquinable. Abrir las puertas de lo posible a lo improbable. La sorpresa en el rostro de mi madre, al volver y ver los trabajos de mi mazo. Y sus voces, y las reacciones de mi padre y el merecido y buen chingazo. El cemento y la pintura, el marco y su tallado, el trabajo para deshacer lo bien andado. Amor de mi alma para el que no hay puerta [que no abra. Y miro con hambre retrasada los borrones que escupe el retroproyector [de mi cabeza. La sensación de esperar la destrucción, de fuego que recorre el chaparral, de sequía, de condena.
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De ser flama, flama que tira a brasas, que todo se lo lleva la chingada, la belleza, esa puta flor silvestre, bluebonnet que apenas se mira se te pierde. Tiempo de pulir y tiempo de quemar, tiempo de crecer y tiempo de ahuecar. Mi mano en la brasa ya ni siquiera quema, se ha consumido todo, solo la mancha me queda. Los perros del tiempo llevan rato con hambre [de más huesos. Había llegado desde Chihuahua a Piedras Negras, para arrancar trabajando, nuevecita, en la empresa de donde sacaba el nombre el pueblo. La conocí en un camión, tratando de pasar el tiempo. Platicando, su cercanía resistiendo. Era una niña ahora pienso, veintidós años, mas yo nuevo. En mis oídos su lengua, experiencia, sofisticación. Ella venía de Chihuas, yo de Torreón. Sus ojos, un tobogán, largo y eterno, un perverso y amable descenso. Como ser depositado, con cuidado en los infiernos. El día que me bañé en agua de Siloé y se cayeron las escamas de mis ojos, el día que no me ha dejado aunque me haya ido, pasó hace tan poco. Los años corren otra banda, el tiempo no puede ser una cosa. En algún lugar esas ramas de mezquite aún se elevan,
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aún se posan en mis hombros, mis orejas, aún brincan gozosas. Me aprietan y me jalan, me cubren y me ensamblan. Pero la vida es una cosa que sucede cual fauces de jauría. Sangre, ranas, piojos y tábanos, pestilencia, oscuridad, granizo y las heridas. Y las langostas imparables, a devorar [al primer hijo. Todo edificio es un terreno baldío. Todo lo nuestro un cadáver a la espera, todos los nuestros una muerte [en puerta. Aquel día, dieciséis años, veintidós de ella. La casa vacía, afuera la alberca. El sol, el agua, la brisa, la carne, un frescor ardiente, me cubre su pelo. Siento las largas duras piernas atarme, hundirme, sus labios robándome el aliento. Las gotas de agua que marcaron nuestro rastro, del jardín, a la sala, hasta el cuarto.
Dura carne, depositada en el escritorio mientras me hinco [en oración. Mientras me pierdo en su follaje, mientras dejo de ser yo. Solo su aroma quedaba, quedaba, ahora ni eso. Sin rostro, sin carne, cuerpo negro, sin nombre a lo lejos, uno más, estrofa más, ni siquiera el coro en la canción. La casa en brasas. Una pipa de gasolina barricada. Las noticias que recibo en una carne asada. Aerotransportados, funerales, vida ya todo atrás. Incendio en una casa de la López Mateos. Corre el sardino, corre el sicario, corre mi carro y corre el bombero. Todo menos yo, corre con el tiempo. Cuando los perros de la guerra están sueltos, [todos somos otro hueso.
La noche que tragué la mierda, que a mi primer amor se lo llevó la Letra, la Zeta. Las largas, rojas ramas de mezquite ardiendo, las lenguas que ahora lamen lo que yo recuerdo. Las largas rojas ancas de mezquite ardiendo. Y aunque clarea ya a lo lejos, la noche tiene más que sustancia, puros huecos. El jazmín que ya no está, leña quemada, tiempo pasado, las largas, rojas ramas de mezquite ardiendo. Meto mano a las brasas. No queda nada. Paredes en ruinas, cubiertas de tizne, penetradas. Las largas, rojas ramas de mezquite ardiendo. Agotadas. Cenizas. Duras como el hielo y nada. Las largas, rojas ramas de mezquite ardiendo.
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Cambio de luces Rodrigo Guajardo
la noche por estas calles tiene todo lo que yo siento. pasea por las dunas que engastaron constantemente aceite curvas que llegan al lugar sin ruedas tantear las costuras con que van puntando los fines el rumbo desnuda te desgarra es otoño hasta que sólo te ciernan mis ojos como tú vertida bajo el parasol como tu listón convoca equis y ye rápido despéjalos pixeles en que se revirtieran las esquinas todo el fragor de la rosa bocarriba magneto el relámpago lacera con arterias los restantes azules se deslizan cuchillas con nombres de ruta que detener.
(astrea)
el hombre mira la puntualidad de pistas envelocer tras la sierra trunca desde el surco tienta sin querer el robo que cesó de afrentar a dioses oídos en lo que el carrusel curtía muescas con que calar el tiempo que se llevan las púas al cascar la entrada en el parque ocurre por error el amo cunde con los animales de la mano y de su sombra él pace lo que dura el humo en cuajar el vidrio con estrellas de claxon en lugar de la luna escurre del escote al pubis neutro árboles todos los días crecen y se largan los pájaros de sí hoy al abrir una parvada desojó hendijas a la vacante del leopardo vayan a saber qué cosa nuclear disfruta con veneno al hombre que le exfolian con garfios los señores de las esquinas para qué quieren al que tira entre ellos 3 la cuenta que sonríe en el límite del arco por venir a soltar las 2 amarras que ataron el poema al fin del hombre.
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Retrovisor Luis Panini
(FotografĂa: David McNew/Getty Images)
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El ruido del motor la despertó antes del amanecer. La mujer buscó sus sandalias al pie del catre, entrecerró el escote de su bata con una mano y con la otra descorrió una cortina para asomarse por la ventana, angustiada ante la posibilidad de haber dormido más tiempo del que había planeado. Recargó su cadera contra el antepecho y arrugó los ojos para que su mirada atravesara la penumbra. Alcanzó a oír nuevamente el cascabeleo de la maquinaria, pero el ruido venía de lejos. Algún fletero extraviado, pensó. No era nada nuevo sorprender a algún desconocido tratando de encontrar una salida por los laberínticos caminos de tierra suelta y sin nombres que rodeaban a la zona, flanqueados en su mayoría por construcciones improvisadas y viviendas sobre ruedas cuyo deterioro jamás les permitiría recobrar la movilidad. Además, sonaba demasiado fuerte como para tratarse de la camioneta que pasaría a recogerla. Póngase lista, le advirtieron, porque nosotros no la vamos a esperar si no sale de su casa. No le vamos a pitar, mucho menos a bajarnos para tocarle, aquí mi compañero le va a dar un pisotón al acelerador para que nos oiga. La mujer se acercó al fregadero y giró la llave del agua fría. La tubería se estremeció en el interior del muro, como desperezándose luego de una larga siesta antes de permitirle al agua asomarse. Llenó un vaso casi hasta el borde y con un trago consiguió enjuagarse el sabor a monedas que traía adherido al paladar. El monte estaba oscuro, apenas logró adivinar las siluetas de algunos matorrales. Entonces distinguió el par de luciérnagas en la lejanía empujadas por el crepitar de un motor menos ruidoso. Se apresuró para dejar escapar a la tarántula que le había hecho compañía durante los últimos años. Antes de liberarla la cubrió con la señal de la Santa Cruz para protegerla contra resorteras, tacones y depredadores silvestres. Se le humedecieron los ojos cuando la oscuridad se la tragó. Ya no podría acariciar sus patas velludas, dejarla trepar por su brazo. Nunca. Anudó los cordones de su único morral cuando la luz de los faros se filtró en el interior de la vivienda, iluminándolo todo, hasta la suciedad acumulada en las grietas de los muros. Recuérdelo, una pieza, nada más, no hay mucho espacio en la troca, allá tendrá tiempo de comprarse lo que necesite, hasta le va a sobrar el dinero, de mí se acuerda. Verificó que las hornillas de la estufa estuvieran cerradas y el tanque de gas desconectado. La cama estaba hecha, la puerta trasera con la cadenilla puesta y un palo a manera de contrafuerte para frustrarle el paso a los ladrones. Mientras le dedicaba a su hogar un último vistazo, se arrepintió por no haber cubierto los muebles y los retratos con algunas sábanas y trapos sucios. El conductor de la camioneta presionó el acelerador una sola vez, tal y como lo advirtió tiempo atrás. Al salir sintió la mirada de su difunta madre clavársele en la espalda desde un retrato que llevaba años colgado en la sala-comedor, como
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salmodiándola por el error que estaba a punto de cometer, abandonarlo todo, seducida por el barullo de incontables voces que ella siempre condenó por saber que pregonaban una mentira: Allá hasta el dinero le sobra a uno. Varias de sus vecinas ya lo habían dejado todo y a veces llegaban rumores al pueblo sobre los destinos que las abofetearon. Algunas fregaban pisos, otras se desnudaban a cambio de comida y un lugar donde pasar la noche. La única que logró mejorar su calidad de vida fue la que encontró un mechón de cabellos en el interior de una lata de refresco. Sus abogados argumentaron que dicho incidente la había traumatizado y que jamás podría confiar de nuevo en la pureza de una bebida enlatada. En la camioneta, además del conductor y el copiloto, viajaban trece personas apretujadas en los tres asientos para pasajeros. Maniobró su cuerpo en el único espacio disponible entre dos señoras de gesto irritado. Háganse flaquitos, porque todavía tenemos que pasar por dos más, les avisó el conductor. Todos permanecieron en silencio al escuchar semejante anuncio. El copiloto soltó una carcajada. El olor de su aliento llegó hasta la parte trasera y le endureció las fosas nasales a varios. Al avanzar, la camioneta manifestó su descontento mediante una serie de ruidos mecánicos y suplicantes que exacerbaron la preocupación de algunos. Debido al reducido espacio, la mujer no pudo volver el rostro para contemplar su vivienda una vez más. En el retrovisor del vehículo logró distinguir el contorno de la construcción, apenas insinuándose, pero aún estaba demasiado oscuro para apreciar en el reflejo los acabados de la fachada y algunos elementos estructurales que quedaron inconclusos cuando sus padres decidieron no construir el segundo piso. La imagen continuó empequeñeciéndose en el espejo. En
su reflejo se quedaba todo aquello que ya no formaría parte en su nueva vida, la que desde el fallecimiento de su madre había resuelto vivir. El polvo que su continuo trajinar mantenía flotando sin sosiego encontró reposo sobre las superficies de madera algunos minutos después de su partida. Al poco tiempo, entre las perlas de cristal cortado que pendían del candil sobre la mesa del comedor, una araña terminó de tejer la tela en la que ya había capturado a una polilla. El silencio de las horas sólo fue interrumpido por los ruidos que provoca el desuso de los muebles y por el asentamiento de la casa sobre el terreno. Un ratón murió de hambre algunos días después al no encontrar algo comestible en los rincones que solía frecuentar durante sus rondas nocturnas. La vajilla de porcelana que permanecía guardada en la oscuridad de un trinchero y que nunca vio a su madre usar, ni siquiera en ocasiones especiales, se desplazó un par de milímetros debido a un movimiento telúrico tan sutil que ninguno de los habitantes del pueblo llegó a registrar. Alguien tocó la puerta principal y al no obtener respuesta deslizó por la ranura del buzón varios panfletos litúrgicos; la portada de uno vaticinaba un diluvio inminente. La lluvia abundante que trajo consigo la siguiente estación se filtró a través del techo y humedeció el retrato de su madre, incluso una gota se anidó cerca de uno de sus ojos. De haberla visto, algunos habrían creído que se trataba de un milagro, pero tal acontecimiento seguramente le habría traído a ella largas noches de insomnio en las que intentaría adivinar a la figura espectral de su progenitora deambulando en la penumbra de la casa; ya no sabría si era el viento o su fantasma lo que hacía pendular a las mecedoras del traspatio. La gotera de un grifo siguió desmenuzando el tiempo cinco veces por minuto durante varios meses.
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Hermanos Orfa Alarcón
(Fotografía: Bob Landry//Time Life Pictures/Getty Images)
—¿Pueblo mágico? ¡Pueblo trágico!— sintió en el paladar la fuerte carga de su lengua materna. Se sobresaltó al escucharse. Tenía la boca llena de esa lengua que había ocultado durante años, saboreó su nombre suave casi líquido. —Laura. Ya nadie le decía así. Al pronunciar su nombre pensó en aquella niña de siete años recogida por el camión de The First Baptist Church. —Laurita —se le había desatado la lengua y ahora no quería parar. Al hurgar en su iPod mientras conducía entre montañas de piedras, cayó en la cuenta de que no tenía canciones en español. Había roto con todo origen: se sintió mierda. Estúpida pinche mierda hija de la chingada. Hija de puta. Sobre todo eso: hija de puta. Culera de mierda. Las palabras salían y salían. Nadie la oiría en medio de las montañas, ¿quién habría puesto una roca sobre la otra hasta formar miles de toneladas de cerros? Las casas parecían aventadas así, entre las piedras, donde cayeran, donde fuera, en todos esos lugares inaccesibles como si ahí no vivieran personas sino cabras. Y al dejar atrás el pueblo: el desierto. Su desierto. De niña le gustaba empuñar su cara contra el sol, e imitó el gesto. Le gustaba decir sol y luego pegarle su nombre. Solaurasolaurasolaura. No se había dado cuenta de que al renunciar a su lengua había perdido la manera de asir el sol, el desierto, las piedras, aunque cada día los tuviera al alcance de la mano. Por eso la tristeza: ya no tenía nada. La barda metálica de apariencia oxidada que se alzaba entre los dos países que habían sido su casa le resultaba una enorme navaja oxidada, le causaba escalofríos, una incómoda sensación de vértigo, de estrechez en las muñecas. En las remendadas muñecas. Quiso pensar en otra cosa, en algo banal, por ejemplo en lo difícil que había sido elegir qué ponerse. En retocarse el maquillaje. Quería que él la viera hermosa, por eso eligió ese short de mezclilla muy corto, un suéter de buena calidad pero que no luciera ostentoso, un par de sandalias y ningún accesorio. El cabello suelto. Ni siquiera sentía el cansancio de haber conducido ocho horas seguidas. De norte a sur, la frontera se cruza fácilmente; de sur a norte, no. El muro fronterizo seguía oprimiéndole el corazón, ahora con dudas: ¿Héctor seguiría ahí?, ¿estaría casado? ¿Sería alto y guapo como lo recordaba? Ella retiró la argolla de su mano izquierda y la echó en la guantera de la camioneta. Bajó la ventana, sacó la mano para que le diera el sol. El solaura. Como era rubia, a ella le decían que parecía un sol. Como era rubia, le decían que no era hija de su mamá. Después de dejar atrás el pueblo había conducido un par de horas más. El gps le decía que no era ése el puñado de tejabanes que ella buscaba, pero ella sabía que sí.
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Disminuyó la velocidad. Más que el terregal que levantaba a su paso, lo que llamaba la atención era ese Jeep del año con placas de California. Nadie se asomaba a la calle, pero ella podía sentirlos: estaban detrás de las ventanas, la veían avanzar a cada metro. Se detuvo frente a una casucha con un letrero de Coca-Cola en la puerta, pero no había nadie. El pueblucho no tenía ni banquetas. Se sentó en una piedra a esperar que cayera la tarde. Un viejo apoyado en un bastón pasó fingiendo que no la escuchaba. —¡Busco a mi hermano, por favor, señor! —entonces el hombre sí la oyó, salieron varios mirones de detrás de las ventanas, y unos niños corrieron hasta el monte a buscar al que cuidaba a los chivos. —¡Laurita, mija, hasta que te acuerdas de uno! Tienes que dejar que la niña estudie, merece la oportunidad. Tú no puedes darle nada, le había dicho a Héctor una vecina cuando la madre de Laura murió. Esa sensación de no tener nada qué darle volvió a sobrecogerlo desde que venía por el camino y vio la camioneta roja. No había en la casa nada que pudiera ser suficiente para ella, la misma casa y todo lo que contenía no valía ni la décima parte de lo que costaba esa camioneta. Se sintió muy torpe al responder al abrazo, se avergonzó de su olor y sus fachas. Había una extraordinaria belleza debajo de tanta mugre pero él no lo sabía. Se desafanó pronto de ese abrazo, no es que quisiera ser frío, es que no tenía nada qué ofrecerle. Sintió la nariz de ella en el cuello y él, de manera instintiva, dio un paso hacia atrás. Ya eres un hombrecito, no está bien que la niña se siga quedando contigo. Héctor entró en la casa dejándola afuera, confundida. Él también estaba aturdido. La había querido de vuelta pero si ella le pedía explicaciones no sabría dárselas. No podía borrar de su mente la imagen de la pequeña sujetándose a él con las uñas como si fuera un gato, gritando que no quería irse en ese camión amarillo. Se había aferrado a él con tanta fuerza que
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le había sacado sangre de los brazos. Héctor tenía doce años y ya debía tomar decisiones de hombre. Volvió algunos minutos después. Se había echado agua directamente del tambo, con todo y la ropa puesta, todo con tal de quitarse pronto la tierra que traía encima. —Estás helado —dijo Laura, queriendo vestirlo con ropa limpia y seca como hacía años había visto que lo hacía su madre. —Cámbiate —le dijo queriendo ser su madre. La casa era una sola habitación dividida por una cortina. De un lado había kilos de arroz, de frijoles, escobetillas, sodas. Era una pequeña tiendita que resultaba un muestrario de las mínimas necesidades del pueblo. Detrás de la cortina una pequeña cajonera, un catre, una par de tenis y unas botas. Laura se preguntó si sería el mismo catre donde dormían cuando eran niños. Te estás haciendo un hombrecito y no está bien que vivas solo con la niña, había oído Laura que una vez una vecina le dijo a Héctor. La vecina la quería para ella, porque era rubia y bonita, quería ponerla en el camino y que la viera la gente, como hacía con sus otras hijas. Desde ese día a Héctor le preocupaba que su vecina codiciara a la niña, que fuera a quitársela. Cuando los gringos la pidieron no le pareció la mejor solución, pero al menos ellos no la venderían en el camino, en ese en el que había aparecido el cadáver de la madre de Laura. Pero Laura seguía viva, quizá él había decidido bien. Estaba ahí, sentada en el catre, estirando y agitando las piernas como niña ansiosa. Se veía sana, no le faltaba nada, ponía cara de querer hablar y no saber cómo. Acuéstate aquí conmigo, quería decirle Laura, pero las vecinas llegaron en montón a comprar un blanquillo, un kilo de Maseca, otra a preguntar cuánto costaba el azúcar. —Voy al baño —dijo Laura, dirigiéndose al patio de la casa. Héctor no pudo impedirlo. Nunca le había impedido nada. Ella ya se había encerrado en la letrina de
paredes y techo de madera. ¿Qué podía hacer él? Miró su reflejo en el agua del tambo que estaba afuera. Se preguntó si la gente aún creería que eran hermanos. La madre los había criado así, aunque él recordaba el día que lloraba en la carretera y la mujer lo había encontrado. Era una mujer con una panza enorme. Semanas después de ahí salió Laura y al poco tiempo llegaron a vivir a esa comunidad. Se preguntó si ella sabía que entre ellos no había ningún lazo sanguíneo. —¿Qué miras? —preguntó ella asomándose también al tambo. Y no, no había manera de que siguieran haciéndose pasar por hermanos. El reflejo de ambos lo dejaba claro: mientras la piel de ella continuaba siendo blanca y su cabello rubio, la piel de Héctor se había descarapelado, enrojecido bajo ese sol inclemente. Héctor vio sus rasgos toscos, no había manera de que compartiera un solo gen con esa chica. Laura puso su mano tersa sobre la mano rasposa de Héctor. —¿Quién más vive aquí? ¿Te casaste? —Pues sí, pero pues no. Laura se rió. Algún reflejo de la infancia la empujó para que le diera a Héctor un beso en el cuello. Él se apartó. Laura se sintió descorazonada, ¿toda la tarde estaría esquivándola? ¿Se habría alegrado de verla? En pocas horas debía volver, ¿qué caso tenía haber conducido tanto, tener que regresar rompiendo todos los límites de velocidad, no saber cómo iba a explicarle a su esposo-dueño el aumento del kilometraje en la camioneta? —Me da pendiente que vengas sola por acá. Ya estás en edad de que te cases, de que tengas un hombre para que te respeten. Laura no contestó, no recordaba cómo articular frases tan largas en español. Otra vez las palabras estaban atoradas. Héctor se reprochó, ¿qué clase de comentario había sido ese? ¿No hubiera sido mejor preguntarle, por ejemplo, dónde encontrarla de nuevo si volvía a irse? Porque seguramente querría irse, nadie se quedaba en ese pueblo si tenía otras opciones.
—¿Dónde vives? —Vine por ti. —¿Eh? —Vine por ti. Me prometiste. Dijiste. Héctor lo había prometido: un día iban a tener una camioneta y llegarían hasta Tijuana, ciudad cuyo nombre apenas habían escuchado sin tener idea de si era real o imaginaria. Tijuana seguía siendo un misterio, al menos para Héctor. Cayó la noche cuando ellos iban por la carretera. Las piedras amontonadas unas sobre otras eran la lengua que fluía sin que necesitaran hablar. Laura sonreía y pasaba saliva como si chispas agridulces le explotaran en la boca. Eran todas esas palabras que tenía años sin usar. —Te voy a quitar la araña que tienes en el cuello con una única condición, que es que me dejes darte un beso. Héctor se sorprendió al oírla, se carcajeó: era lo que Laura le decía cuando se le arrojaba al cuello y le besuqueaba las orejas, la nuca, los labios. Él se ahogaba de la risa mientras la levantaba para que pudiera alcanzarlo y ensalivarlo todo. Eran sólo dos huérfanos. No llegaron a Tijuana. Se desnudaron a un lado del camino. En medio del sexo ella se preguntó si deseaba concebir un hijo de su propio hermano. Su único hermano. Cuando terminaron cerró los ojos y al instante se quedó dormida. Héctor la estuvo mirando: hacía los mismos gestos de antes; arrugar la nariz, guiñar un ojo. Laura soñó que tenía un caballo, cabalgándolo se metía entre las olas de la playa. Esa era toda la escena que se repetía: el caballo blanco, las olas y ella, el día nublado. Tenía las horas justas para conducir a casa. Héctor la despertó, la apuró para que se fuera. No tenía nada que darle. Amanecía y la gigantesca navaja metálica amenazaba con su filo oxidado. De norte a sur la frontera se cruza fácilmente; de sur a norte, no.
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Un pinche día, Jaime Antonio Ramos Revillas
Se llama Jaime y me bajó a la novia; claro, yo lo ayudé. En mi última discusión con Olga ella terminó comparándonos. Alabó la amplia cultura de Jaime, su generosidad, su servicio comunitario en las casas hogar. En cambio, me reprochó mi falta de modales, el tiempo perdido con los amigos, incluso, me echó en cara con uno de sus últimos argumentos infantiles mi falta de idiomas. “Con Jaime hasta puedo hablar en italiano si quiero”, dijo con cierto cansancio en la voz. Después Olga comenzó a llorar y me entregó un anillo de plata —en realidad era de albaca— que le había regalado en un aniversario de novios. No hacía falta que le dijera: “si tanto quieres a Jaime, vete con él”. Lo dijo entre lágrimas, mientras pintaba su soledad y la mía,
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la soledad de Jaime, mientras argumentaba, con esas explicaciones tontas de cualquier separación, lo mucho que le dolía dejarme. Y se fue. A las dos semanas ya eran novios. Unos novios “bonitos”, le oí decir a alguien. Esos primeros días de su noviazgo se vivió algo de tensión en la oficina. Los demás miraban a la nueva pareja y después a mí y cuchicheaban. Yo: serio. No era momento para dar de qué hablar, pero pronto descubrí que en una separación toda actitud del dejado tiene la misma elocuencia y significado: “pobre Ernesto”. No ayudó que Jaime, con un gesto generoso, quisiera aclararme la situación. Lo vi venir, era mi momento; si quería golpearlo, era mi oportunidad, pero Jaime incluso ahí me derrotó. Un día, antes de la hora de la comida, se me acercó y me dijo que lamentaba mucho la separación, me dijo que amaba a Olga, me extendió la mano, me ofreció su amistad. Había testigos y no pude más que estrecharlo. “Ya verás un pinche día”, le dije al oído, pero Jaime ni se inmutó. Por esas fechas, Jaime vivía solo en un departamento que rentaba cerca de la oficina y yo del otro lado de la ciudad. Hasta en eso tenía suerte. Su puesto como asistente de uno de los directivos más importantes de la empresa le permitía esos lujos y más. También le habían dado un carro de la empresa para agilizar sus viajes, un carro no del año pero que nunca se quedaba parado como otros. Jaime siempre andaba bien vestido, con los pantalones con raya a fuerza de tanto planchado. Le dejaba dulces a las secretarias. A veces llegaba con bolsas con chocolates y camino a su lugar iba dejando uno en cada escritorio. Ni qué decir, las secretarias lo amaban y los directivos también por su puntualidad, su efectividad para solucionar contratiempos. Además estaban sus actividades extralaborales, su ayuda a los ancianos, a niños enfermos… Sí, el pinche Jaime era complejo. Yo buscaba a sus enemigos, otros con quienes reunirme para hablar mal de él, para acuchillarlo al menos con palabras, pero no encontraba a nadie. Jaime era muy querido. Qué fastidio esa gente que intenta estar bien con todos. Qué fastidio cuando los odias y no hay nadie que te ayude a cargar el rencor, a compartirlo, a regarlo con suaves dentelladas.
Olga se veía bien con él. Se había puesto más bonita. Se tiñó el pelo de rubio y comenzó a utilizar collares sin tantas piedras. Hasta creo que adelgazó un poco más hasta alcanzar una figura envidiable. Cuando andaba conmigo siempre le decían que no hacíamos bonita pareja, pero ella me aguantó. Soportó todo lo posible, pero es historia vieja, ni a quién le importe. Ahora los miraba juntos y nada más sentía un dolor en el pecho. Pelearme con Jaime me acarrearía el despido. Rumiaba mi mala suerte, mi cercanía con ese dechado de virtudes. De camino a casa imaginaba a Olga y a él en alguna butaca del cine o cenando en buenos restaurantes y al llegar a casa y ver la cena de mi madre me daban ganas de tomar el plato y arrojarlo contra la pared. “Ya verás, Jaime, un pinche día” se convirtió en mi lema, mi frase. Me dormía con ella. Despertaba con ella. En la oficina, la oración se mantenía en su estado más bajo, adormecida por el trabajo, pero cascabeleaba al ver a Jaime camino al comedor o cuando encontraba a Olga en la fotocopiadora o la máquina de café. Pero no había forma de hacerle daño. Podría golpearlo, podía esparcir rumores sobre él, pero tan mala era mi suerte que seguro esas frases se me iban a revertir. Mientras tanto, él seguía en su ruta sin escalas al éxito. Se abrió una nueva coordinación y lo nombraron gerente del proyecto. Se corrió el rumor de que ese proyecto tenía dinero e iban a pasar empleados de otras alas a engrosar aquella coordinación, con un extraño aumento de sueldo. “Aquí se te va a ver el cobre”, me dije, “a la primera que vas a llamar será a Olga”; pero no pude decir ni pío porque a quien llamó fue a mí. —Tú siempre has sido muy capaz —me dijo—, te quiero en el equipo. Y me fui, claro, pinche Jaime. Olga tenía sus reticencias. A veces, cuando nos miraba platicar desde su escritorio, le notaba una mortificación extraña, un apuro que no lograba ocultar. Era tanto que se ponía en pie y nos interrumpía con cualquier pretexto, besaba a Jaime de una manera un poco desesperada, le pasaba las manos por la espalda. Con los meses, mientras apuntalábamos el producto que no interesa mencionar en este momento, el terror de Olga desapareció aunque a veces se mantenía alerta. En todo ese tiempo me convertí en una sombra de Jaime: supe qué le
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gustaba leer, qué pensaba de la vida, conocí a varios de sus amigos, hasta a una de sus hermanas, aparenté una amistad tranquila con Olga, incluso los acompañé a cenar algunas veces, y sí, comía, pero también observaba de reojo los pechos firmes de Olga, recordaba mis labios sobre ellos, en fin. Los veía muy contentos, felices. En la oficina se corría el rumor de que eran felices, pero “castos”. Si acaso eso era lo único “malo” de Jaime y Olga, aunque conocía a mi ex novia y ella no podría mantenerse mucho tiempo sin coger. Cuando el producto resultó un éxito, Jaime nos invitó a cenar a todos a un buffet. Aquello fue una tarde inolvidable: casi veinte empleados y todos comiendo de lo mejor, con buen vino, con un servicio de primera. La comida era deliciosa. La carne se cortaba al menor esfuerzo. Las verduras estaban frescas, con la dosis perfecta de mantequilla, sé que esto no viene a la historia, pero cómo me fastidian las verduras que se cuecen con poca mantequilla y nada más sueltan agua y saben muy mal. Jaime sonreía a todos, nos daba las gracias. Nos contó de un viejo que había conocido en un asilo y nos compartió el lema que el anciano le había contado para tener éxito en la vida. No puedo olvidar la mirada orgullosa de Olga. A mí nunca me había mirado así. Un pinche día, Jaime. Quién sabe qué tiempo necesita el rencor para madurar, para explotar. Mi rencor estalló una maña na cuando Jaime me dio las llaves de su casa para que cuidara a sus gatos. Iba a salir de viaje con Olga, una luna de miel adelantada, me dijo con un par de guiños cómplices. Estábamos en su casa y él jugueteaba con un foco, un foco blanco para ahorrar la luz.
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—Jaime —le dije puntual—, tú eres mi amigo. Se detuvo en seco y dejó las llaves sobre el escritorio. —¿Qué pasa? —Disculpa que te pregunte esto pero… ¿tú y Olga ya cogieron? Se puso rojo, se recargó en el asiento, le aparecieron los nervios. —No, bueno, no, aún no… este, hemos querido esperar. Fue decisión de ella. —Ah… entonces no sabes... —y sonreí con toda la felicidad posible, con una nostalgia que no supe de dónde me salió. —¿Qué pasa? ¿Ella está bien? Dime, anda. Guardé silencio y volví la vista hacia el resto de la casa. Tenía una buena decoración, casa minimalista en la que sobresalían los tonos azules. Desde la sala se podía ver un largo comedor y al final una cocina blanca que recibía la luz de la mañana. Miré una fotografía de Olga que estaba sobre una repisa, en uno de los libreros. —Olga da las mejores cogidas del mundo. Sabe qué hacer con la lengua y con tu verga. Jaime se quedó azorado. Supongo que no es fácil escuchar de otro las virtudes sexuales de la mujer que amas. Y comencé a contarle de una vez que Olga y yo nos habíamos quedado en la casa, en mi habitación, un día caluroso. “Era una casa pequeña, así, como la tuya. Tenía libreros. Yo había intentado leer mientras ella salía de la regadera. Cuando apareció, sus cabellos mojados le caían por en medio de los senos. ¿Al menos ya le miraste los pezones? Unos pezones con la forma exacta. Me acerqué y primero le lamí las gotas que resbalaban por entre sus pechos.” Le conté por dónde estuvo su lengua, las presiones exactas, la forma como se acomodaba bajo las sábanas, entre mis piernas. Le dije de sus extraños gemidos, casi parecidos al llanto. Mientras Jaime sólo escuchaba aterrorizado.
—Tú eres mi amigo, Jaime, y como te estimo, te diré otro secreto. Jaime ni respondió mientras miraba la imagen de Olga en la fotografía. Se había quedado en silencio. Uno de sus gatos paseó por entre mis piernas y levantó la cola, esponjada. No hice ni por buscarla. Jaime aguardaba, impaciente: —Le gusta que le peguen. Contuve la risa cuando Jaime se arrellanó en el asiento. —Si le pegas sin que te lo pida, le va a gustar más. Fue uno de sus secretos. Ahora yo te lo paso con toda la felicidad del mundo. —¿Pegarle con qué? —No, claro que no… es con algo que seguro tienes aquí en tu casa, es más, déjame buscarlo. Y entonces caminé por la casa del buen Jaime. Miré en la sala sin encontrar el objeto, luego le pedí permiso para ir a la cocina. Hurgué entre los cajones hasta que finalmente encontré lo que buscaba: la pala para calentar las tortillas: una pala negra, de plástico, que tenía las orillas quemadas, con suaves hendiduras producto de otras batallas en la estufa. Jaime ya no dijo nada. Me entregó las llaves y me indicó cada cuánto debía de ir a hablar con los gatos, que eran dos, además de la que se había paseado entre mis piernas. Al día siguiente Olga y él faltaron a la oficina y se fueron a su luna de miel adelantada. Por la noche fui a ver a los animales. Llegué como a las nueve y abrí una botella de vodka que Jaime tenía. Me senté en el sillón y empecé a beber lentamente. Recordé cuando Olga se enredaba en mis piernas, su mirada lúbrica y sonreí. Me encaminé a la cocina y abrí el cajón de las cucharas. Sonreí al encontrar una pala nueva para cambiar las tortillas, de aluminio, con el mango de madera. En el bote de basura se encontraba la pala vieja. Pinche Jaime. Sobresalía la parte superior entre el cartón desechado donde había venido la otra. No me fui de la casa hasta la mañana siguiente. Por supuesto dejé la puerta abierta.
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Cabeza de Diego, 1952. (Imagen: Getty Images)
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El diálogo con el espacio
de Alberto Giacometti Miguel Ángel Muñoz
A Adrien Maeght, quien me compartió su pasión por Giacometti
Pintor primero, escultor más tarde y dibujante cerebral siempre, ya que este proceso creativo fue para Alberto Giacometti (Stampa, Suiza, 1901 - Coira, Suiza, 1966) algo más que una apresurada síntesis formal, para convertirse en la radiografía siempre borrosa del progreso imaginativo del artista. Su padre, Giovanni, había sido pintor de querencia tardoimpresionista, que orientó a Alberto hacia la disciplina de la academia: École d’ Arts et Métiers en Ginebra, y un año entero en Florencia copiando imaginativamente el naturalismo de manual para aventurarse después en la experimentación. A partir de 1925 se instala en París, y comienza la búsqueda de un lenguaje sensible personalizado de incuestionables influencias de época: las plani metrías cubistas que configuran el valor visual del volumen y el descubrimiento del arte tribal —no sólo africano— de potente impronta en la emancipación creativa de la escultura moderna temprana. Si Torso (1925) acusa la mirada de Laurens, The Couple (1926) parece explicar una estética cubista sometida a los imperativos expresivos del artista. Hombre y mujer traducidos a figuraciones formales estilizadas mediante el relieve que acentúa su frontalidad. Dice el poeta portugués Eugénio de Andrade: En el ritmo sordo aún sin forma de un verso surge un cuerpo abierto al sol de mi mano…1
Y sí, en cada escultura de Giacometti el ritmo es forma, el espacio, materia. Un aliento estético pudoroso que se impone con delicada fuerza. Spoon Woman, sin embargo, deja ver su clara desviación del simplismo decorativo ancestral, absorbido sobre todo en
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Andrade, Eugénio de, Materia solar y otros libros, Galaxia Gutenberg, Barcelona, España, 2000.
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el Musée de I’ Homme. La estela casi artesanal de Lipchitz ocupa los años 1926 - 1927, cuando se fundamenta la armonía constructiva que connotan los primeros bocetos figurativos. Búsqueda de “conjuntos”, en efecto, dijo David Sylvester, pero también una persecución casi monotemática de un equilibrio sensible exclusivamente formal. Sin duda, Cubist Composition (1928) es un buen ejemplo. Desde entonces, la talla y el modelo definen el campo de acción en el que se afirma el trabajo escultórico de Giacometti. Siempre entre oscilaciones bruscas hasta alcanzar esas poéticas figuras —solitarias o en conjuntos de presencia coral— que han definido la visión del artista. Pero, con todo, Giacometti es un genial “destructor” del espacio escultórico. Su obra quiere ser un hábil ejercicio de composición, de transformación. Giacometti entiende que la escultura, el dibujo y la pintura deben nacer de la memora ancestral, de los viejos mitos de la humanidad y transformarse en la “presencia de lo sublime, que habita el proceso de la creación”. Dice el poeta francés Yves Bonnefoy: Creo que para comprender bien el trabajo de Giacometti, es preciso advertir, de entrada, que encontramos en él siempre viva y activa la preocupación por el Otro: entiendo por esta palabra a cualquier persona, conocida o desconocida, que aparezca en el campo de nuestra existencia o esté ya en nuestra memoria. Una persona, por ello, real. A Giacometti no le interesaban en absoluto las figuras imaginarias; como no le interesaba tampoco, por otra parte, esa presencia ficticia que es, para el artista, en la mayoría de los casos, su modelo: ese rostro, esos rasgos, ese cuerpo al que observa e imita de modo sobrecogedor, a veces, pero sin vincularse no obstante, a lo que son, en su vida privada, el hombre o la mujer que van a posar para él. Todos los que conocen, por lo que sea,
Una mujer admira la escultura Trois hommes qui marchent II de Alberto Giacometti en la casa de subastas Sotheby’s en Londres. (Imagen: Oli Scarff/Getty Images)
el arte de Giacometti, perciben en él, naturalmente, ese interés por el Otro; y saben incluso hasta qué extraordinario grado de intensidad lo llevó en muchos de sus cuadros y de sus esculturas.2
Entre 1930 y 1935, Giacometti comparte las convicciones estéticas del Surrealismo y construye unos objetos audaces que atenúan la efervescencia surreal mediante una voluntad constructiva abiertamente volumétrica. Pienso en Suspended Sphere (1930), mucho más que escarceos psicologistas con pretexto plástico. Molesto con el control omnipresente y manipulador de Breton, Giacometti se aproxima a los desidentes surrealistas —Masson, Ernst, Leiris, Desnos— y descubre en las insinuaciones estéticas de Bataille el mejor correctivo a la grandilocuencia bretoniana. En la trayectoria de Alberto Giacometti existe una preocupación constante: dar forma a lo invisible; Giacometti es un creador metafísico en el sentido de buscar una suerte de espiritualidad, más allá de lo visible, más allá de la estricta materialidad de las cosas. Esta preocupación por lo invisible, por esta otra realidad, lo llevó, por una parte, a una desmaterialización de la escultura, en sus propias palabras, a una “construcción transparente (...) una especie de esqueleto en el espacio” y, por otra, a la realización de objetos inquietantes, una suerte de puesta en escena que revelaba la vida interior de los objetos. A partir de 1935, sin embargo, los obsesivos modelados a pequeña escala, sobre el perfil de su hermano Diego, y las escayolas antropoides refiguran un espacio artístico ya definido. Su proyección a escala superior durante la década siguiente constituye el gran paso que convierte a Giacometti en el artífice incuestionado de la figuración escultórica moderna.
Bonnefoy, Yves, Alberto Giacometti, Éditions Assouline, 1998, París. Traducción del francés de Miguel Ángel Muñoz
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Giacometti depura la anécdota, la apariencia, para encontrar una idea esencial del hombre. En términos generales, estas esculturas se han interpretado como la expresión de un estado de soledad y de angustia. Pero hay que destacar que son metáforas o, mejor, que operan del mismo modo que el objeto invisible. De ahí que Jean Genet diga sobre él: “El objeto invisible es el misterio de la obra de arte, que se opone radicalmente a la visibilidad del mundo aparente, a su trivialidad, a su evidencia. La verdad de la estatua (...) aparece cuando se toca con
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Alberto Giacometti rodeado de sus esculturas, 1951. (Imagen: Gordon Parks/Life Magazine/ Time & Life Pictures/Getty Images)
los ojos cerrados”. Un artista, en definitiva, que entiende por originalidad la atención despierta a los motivos del arte que se esconden en la más leve estructura formal, si es capaz de perseguirla imaginativamente. En 1936, cierra filas con Pierre Matisse y su galería neoyorquina, obstinado ya por entonces en la difusión americana del mejor “arte de autor”, Giacometti encontró en Matisse un confidente responsable, siempre dispuesto a rectificar improvisadas apreciaciones mediante el diálogo. Su nuevo galerista se empeñó en realizar la primera antológica de Giacometti en Nueva York, y parece que el artista era consciente del esfuerzo: “Siento no poder ir más rápido —escribió—, es desagradable constatar que las cosas no salen como uno quiere”. Por fin, en enero de 1948, Matisse pudo mostrar en su espacio la obra de Giacometti. El catálogo añadía un texto aquilino de Jean-Paul Sartre que, quizás por vez primera y de sorpresa, sabía ajustar su eficaz retórica estética a las impresiones sensibles. “Todo está por hacer —escribe el filósofo—. No hace falta reparar en la mirada antediluviana de Giacometti para adivinar su orgullo y su voluntad de situarse al inicio del mundo”. La tarea del escultor es para Giacometti “desengrasar el espacio”, convertirlo en una tenue atmósfera que circunda sin tocar sus figuras. Obras clave de esta época son: Cabeza de Diego (1937), Gran figura (1947) y Mujer (1949), en ellas Giacometti crea un nuevo escenario para el desarrollo de un lirismo dramático que se disuelve en formas. ¿Concepto espacial?, o mejor dicho: temporal, puesto que devuelve el protagonismo al tiempo —ese tajo ocasional— que neutraliza la hegemonía del espacio. El esencialismo reductivo, el ocasional hieratismo y la austeridad formal de muchas de sus figuras posteriores a su alianza con el surrealismo tienen que ver con su constante interés por el arte egipcio (aunque también con sus convicciones de sesgo existencialista). A partir de 1950, la escultura de Giacometti parece como descarnada, muestra rugosidad de lo inacabado que la hace única. Pintura y dibujo hablan —Retrato
de la madre del artista (1947), La casa de enfrente (1952), Retrato de Tèriade (1960)— también de las dificultades del artista para conseguir unos signos sensibles propios, que sean expresivos sin transformar su capacidad de comunicación en un personalismo devorador. El gran crítico inglés David Silvester aseguraba que, como en Cézanne, esos momentos de incertidumbre son los que mejor descubren la belleza extraña de Giacometti, sin impertinentes pretensiones de estilo, frenando una imparable fluidez imaginativa, enfrentando obsesivamente a la presencia humana y sacrificando las cualidades estéticas a este último valor de veracidad. Desde un punto de vista estético, las esculturas de Giacometti pertenecen a un mundo poético. Un universo sensible hecho de intenciones e ilusiones, sin duda sombras de palabras. Un mundo que insinúa la síntesis ideal de la memoria, recuerdo, fantasía y coherencia, que convierte la “materia de los sueños” en una trabajosa trama invisible de elementos primeros —tierra, fuego, mar y aire— atrapados, prendidos por la caprichosa arbitrariedad de la belleza Este es Giacometti. Unas estructuras claras —un ejemplo son Busto Chiavenna ii (1964) y Leotar ii (1965), piezas de una madurez total, de un dominio total de la creación—en las que se alinean irrepetibles personajes fibrosos, contrapuestos o seriados en ocasiones en pequeñas unidades de significado. Dibujos y óleos que captan la personalidad huidiza del modelo arañando la superficie pictórica con el lápiz o el pincel, raspando planos frontales en los que destaca, en relieve insinuado, una figura inaprensible pero sorprendente, de singular viveza formal y conceptual. Ninguna evocación romántica: figuras ofrecidas a la mirada “casi amenazantes”, como quería Giacometti. La lección del artista es clara. Enseña que el diálogo con la tradición —es decir, su interpretación— no sólo significa volver al pasado, sino que puede servir para sentar las bases de toda supervivencia posible del arte. Alberto Giacometti ya pasó los límites del tiempo.
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Un cementerio
norteamericano en la San Rafael Jorge Vázquez Ángeles
Fotografías: Jorge Vázquez Ángeles
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Nada hay de extraño en contemplar una bandera que ondea. Sin lugar a dudas, esa debe de ser una de las visiones más comunes en cualquier parte del mundo, que sólo impacta el corazón de los medallistas olímpicos, de los cursis y de aquellos que tras sufrir persecución en un país hostil, sonríen al mirar esa tela de colores en el patio de su embajada. Lo sorprendente fue observar una bandera norteamericana que se agitaba al viento —no estaba de viaje en Washington ni en ninguna ciudad norteamericana, ni siquiera cerca de la embajada de Paseo de la Reforma—, detrás de una barda de piedra en un terreno entre el Circuito Interior y la calle Virginia Fábregas. Dejé de pensar en el asunto y ante la presión de mis editores de Casa del tiempo para entregar lo antes posible mi siguiente texto, regresé a averiguar por qué las barras y las estrellas ondeaban ahí, en la colonia San Rafael. Héctor de Jesús es veterano de guerra. Nació en Puerto Rico y desde hace más de siete años es superintendente del Mexico City National Cemetery and Memorial, uno de los veinticuatro cementerios militares que administra la Comisión de los Monumentos de las Batallas Americanas (abmc). Estos datos no me los dice a mí directamente sino a un grupo de méxico-americanos que no ocultan su sorpresa al enterarse de que entre 1846 y 1847 se suscitó una guerra entre Estados Unidos y México, misma que le costó a la nación la pérdida de más de la mitad de su territorio. Dentro de un pequeño salón adornado con retratos de Ulises Grant y Sam Houston, cuadros que reproducen los uniformes militares de la campaña y algunos carteles que dan cuenta de la Mexican-American War, Héctor de Jesús comenta, en un español un tanto cortado, que en 1851 se estableció el cementerio para enterrar los restos de 750 soldados norteamericanos que murieron durante la toma de la ciudad de México. La mayoría de ellos habían sido sepultados en las proximidades de los campos de batalla —Padierna, Churubusco, Molino del Rey, Chapultepec— dadas las prisas del ejército invasor, quedando como única forma de identificación la gorra del muerto sobre una cruz de madera. Al paso del tiempo las gorras y las cruces se perdieron, y en una labor que no se describe, pero que debió de ser ardua, los cuerpos encontrados fueron llevados a un terreno de dos acres que un tal Manuel López vendió al gobierno de Estados Unidos por 3,000 dólares. Los cuerpos de estos soldados desconocidos reposan debajo de un obelisco blanco, coronado por una urna con una llama ficticia, y flanqueado por un par de banderas norteamericanas.
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Una inscripción en la base del obelisco dice: To the honored memory of 750 americans, known but to god, whose bones, collected by their counstry’s order, are here buried. El cementerio funcionó hasta 1924, recibiendo 813 personas. En el salón en el que Héctor de Jesús deja boquiabiertos a sus escuchas, hay varios álbumes fotográficos. Si algo caracteriza al espíritu norteamericano es su deseo por estandarizarlo todo, desde los McDonalds hasta la muerte: en 1976 este cemetery memorial tenía la misma disposición de cruces que el de Arlignton o las playas de Normandía: todas perfectamente alineadas, un desfile mortuorio blanco, limpio, perfecto. El gobierno de la ciudad compró la mitad del cementerio para construir el Circuito Interior y corrió con los gastos de dos extensos osarios donde ahora reposan miembros de la comunidad norteamericana. En total se pagaron 2,866,786 pesos, una cantidad superior a los kilómetros perdidos por México durante la guerra, pero insuficientes como para negociar una devolución. “Eligieron este terreno porque quedaba a un lado del cementerio inglés”, dice el veterano de quién sabe cuál de todas las guerras yanquis. Dejo de ver las fotografías y lanzo una pregunta inquisitiva, similar a las que han formulado los mexico-americanos: “¿Cementerio inglés?” La pequeña capilla ubicada en la esquina de San Cosme y Virginia Fábregas por lo general suele estar cerrada. Esa tarde de domingo tuve la suerte de verla abierta. Me preparaba para entrar en silencio y soportar las miradas furtivas de las personas que se ofenden cuando alguien ajeno a la comunidad las distrae de la palabra de Dios. Nada de eso ocurrió. Si alguna vez hubo bancas, éstas han desaparecido. Sólo queda el altar tallado en mármol rosa, con un Cristo crucificado custodiado por dos ángeles. Al pie de la cruz lloran su madre, María, María Magdalena, la santa prostituta, y Juan, el apóstol consentido. Y no fue un templo católico sino anglicano. Se le conoce como Capilla inglesa, y fue construida hacia 1824 en un terreno que el presidente Guadalupe Victoria donó a la corona inglesa en reconocimiento al apoyo económico que sumistró durante varios años a una nación que aun hoy depende del dinero extranjero para sobrellevar su propia economía. Por fuera, la capilla es bastante sobria. Destacan las cuatro estatuas que custodian cada una de sus esquinas. El tezontle de sus muros revela la influencia prehispánica
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que permeó en todas las construcciones eclesiásticas. En libros exhaustivos como Guía de arquitectura de la Ciudad de México, Arquitectura religiosa de la Ciudad de México (Siglos xvi al xx) y Los retablos de la Ciudad de México (siglos xvi al xx) no aparece registro de esta capilla, lo que resulta lamentable porque su apertura, junto con la del cementerio, no fue un hecho cualquiera: se trató de la primera institución cívica inglesa fundada en México, resultado de una necesidad apremiante: la de poder enterrar protestantes en territorio nacional, dada la prohibición expresa de parte de la iglesia católica. ¿Qué ocurrió con las lápidas del cementerio inglés? En la colección de fotografías, que pueden verse libremente en el memorial norteamericano, existen unas cuantas. Se nota el cuidado de un jardinero anglosajón. Los árboles oscurecen la vista. Dan ganas de sentarse a contemplar las tumbas adornadas de musgo y moho. Por la melancolía que se respira es un espacio eminentemente inglés. Hacia 1970, los británicos devolvieron el terreno a México, mal asunto, y con la construcción del Circuito Interior el lugar selló su suerte. No hay mal que por bien no venga es una obra de Juan Ruiz de Alarcón, nombre que lleva el centro cultural construido encima del cementerio inglés. Héctor de Jesús dice que aunque algunos cuerpos fueron enviados a los panteones de la Calzada México-Tacuba, muchos otros fueron dejados ahí. En este punto de la ciudad, el Circuito Interior se denomina, también, Calzada Melchor Ocampo. Esta calle, antes llamada Calzada de la Verónica, recibió el nombre de uno de los liberales más famosos de la Reforma porque estuvo enterrado, precisamente, en el cementerio inglés del que fue exhumado en 1961 para ser llevado a la Rotonda de las Personas Ilustres. El cementerio inglés es uno de esos lugares en los que es posible percibir ciertas vibras, o si se prefiere, energías, como en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ante la desaparición forzada de nuestra propia historia, es interesante descubrir que el lugar donde sucedió el “Halconazo”, el 10 de junio de 1971, es el mismo en el que soldados norteamericanos y mexicanos se enfrentaron durante la Guerra de 1846-1847, en la garita de San Cosme, a las rejas del cementerio inglés.
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Mis primeros cuarenta años en la uam Vladimiro Rivas Iturralde
El poeta Carlos Montemayor, a quien conocí siendo él director de la Revista de la Universidad Nacional, me pidió un día de agosto de 1974 que acudiera a las siete de la mañana con mi curriculum a su casa de la calle Morena en la Colonia del Valle. Protesté por hacerme levantar tan temprano, pues ya me había habituado al horario vespertino del Colegio de Bachilleres. Escondió el propósito hasta el otro día. Llegué temprano y había tres personas más, desconocidas para mí, esperando en la sala, currícula en mano. Carlos, entonces, rompió la cáscara de la nuez y expuso: acababa de fundarse una nueva universidad —proyecto del presidente Echeverría para descongestionar la unam, a punto de estallar con sus más de 250 mil alumnos— con el nombre de Universidad Autónoma Metropolitana y tres unidades que habrían de vincularse académicamente, como laboratorios del entorno, con los problemas del medio en que estaban insertas: Azcapotzalco, Iztapalapa, Xochimilco. Un proyecto claramente metropolitano. Sólo uno de los cuatro presentes esa mañana sería aceptado como profesor investigador. Llegar a la unidad Azcapotzalco, aun en automóvil, era una excursión de tipo safari. Todo se enrarecía en el camino: la elegancia, los edificios, el asfalto, para terminar en una barriada suburbana triste, seca, polvorienta, con perros hurgando en los basurales y un penetrante olor a rastro y pan dulce en el aire. El rastro y la Bimbo eran nuestros vecinos. La Universidad era un campo yermo en cuyo centro se levantaba un edificio rectangular inacabado con una plaza en el centro, donde crecían dos o tres árboles incipientes. Las rejas en torno le infundían al conjunto el aire carcelario de un campo de concentración. La entrevista con el jefe del Área de Redacción e Investigación Documental, Humberto Martínez, me favoreció. Pese a mi juventud, yo llevaba ya una abultada experiencia docente y decente, dos libros publicados, muchos artículos y traducciones. No había todavía programas para las materias que iban a impartirse y nosotros debíamos elaborarlos en grupo, antes del inicio de clases. Conversé con Humberto sobre Joseph Conrad, autor sobre quien yo había escrito y traducido. Esa mutua admiración por
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el novelista nos unió aún más. Fui aceptado, con el salario más generoso que hasta entonces había percibido. Pero así como pareció fácil el ingreso, resultó difícil la permanencia. Mis esfuerzos fueron recompensados con el tiempo: me gané a pulso la titularidad. Humberto, Carlos y yo compartíamos un cubículo repartiéndonos la tarea de elaborar los programas, buscar bibliografía, etc. Cada quien estaba absorto en lo suyo, cuando me llamó la atención el aleteo incesante y vertiginoso de las hojas de un libro. Carlos las pasaba y repasaba a gran velocidad sin leerlas. Luego de hojearlas una por una en el orden correcto, empezó a hacerlo de atrás para adelante. “¿Qué haces, Carlos?”, le pregunté.
Me miró con la risa y picardía de sus ojos: “Estoy aprendiendo lectura rápida”. Consistía en eliminar la pronunciación de las palabras y sólo leer con los ojos. Pero la primera etapa del aprendizaje consistía en eliminar la costumbre de pronunciar las palabras, llegar a un momento en que se ha olvidado la manera tradicional de leer y entonces entrar a la nueva. Yo no quise arriesgarme a volver al analfabetismo y me negué a experimentar. Mis mejores recuerdos de esa época tienen que ver con la lectura y la conversación. Recuerdo lo abismalmente profundas que resultaban mis conversaciones filosóficas con Humberto Martínez, en más de un sentido un hombre sabio. Bernardo Ruiz bautizó a Carlos y Humberto como “Los dos teólogos”, aludiendo al cuento de Borges. Ese arte de la conversación se ha perdido, no sólo en la uam, sino en todas partes. Es una de las grandes pérdidas de estos tiempos de la soledad del internet y del estrés. Por alguna misteriosa razón, las paredes de mi cubículo, que era esquinero, no se habían empalmado ni se habían cerrado, dejando una fisura por donde el frío de la tarde y de la noche se colaba sin piedad. Yo me protegía con un poncho sudamericano y en esas tardes melancólicas en que coincidían la lejana puesta del sol con el cercano silbido del tren, leí, en mis tiempos libres, La montaña mágica de Thomas Mann, una de las más placenteras aventuras lectoras de mi vida. Estaba claro para nosotros, los profesores de Redacción e Investigación Documental, que nuestra primera obligación era leer para enseñar a leer a nivel universitario. Pero no sólo leíamos. Organizábamos por nuestra cuenta actividades que fueron la semilla de los actuales cursos de formación y perfeccionamiento de profesores. El más memorable fue el curso que Carlos Montemayor nos dio de iniciación al latín. Luego vendría un
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seminario algo desordenado acerca de nuestras lecturas de Lingüística: Saussure, Sapir, Hjelmslev, Propp. Carlos dijo un día que le gustaría aprender danés para leer a Hjelmslev. Siempre fui audaz y atrevido. En los primeros meses leía con mis alumnos a algunos de mis autores favoritos en castellano: Borges, García Márquez, Octavio Paz. Ante las deficiencias lectoras de la mayoría de mis alumnos, les pregunté cómo iban en las demás materias. “Maestro”, me dijeron, “me paso leyendo el libro de Doctrinas Políticas hasta las dos de la mañana y no entiendo nada”. Me alarmé y pregunté por ese libro. Era Objeto y método de la Ciencia Política de George Sabine, un libro que requería conocimientos previos de Platón, Aristóteles, Tito Livio, San Agustín, Maquiavelo, Locke, Hobbes, Rousseau, Tocqueville, Marx, Nietzsche, Lenin, Gobineau, entre otros. Quizá no me incumbía, pero pedí al director de Ciencias Sociales, Miguel Limón, una reunión interdisciplinaria de profesores y expuse el problema: imponerles esa lectura a los estudiantes era una experiencia antipedagógica. Me estaba metiendo sin permiso en casa ajena. Los doctos profesores de Doctrinas Políticas me miraron con asombro pero también con comprensión. Logré que, en vez de ese libro, se incluyera en el programa la lectura de los clásicos de la ciencia política. Entonces derribé también mis castillos en el aire y me puse a leer con los estudiantes los libros de disciplinas distintas a la mía, particularmente Doctrinas Políticas. Fue un gran aprendizaje para mí: leí con atención profesoral a autores a los que, en otras circunstancias, jamás habría leído: Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Rousseau, Engels, Daniel Bell. Y, como leía con ellos en clase, sacando a flote todo tipo de problemas de comprensión, inventé (o reinventé o apliqué) el método de la lectura comentada. Leer en clase y comentar y discutir lo que leíamos fue una experiencia placentera, estimulante y fructífera, tanto para mis alumnos como para mí mismo. Todos aprendíamos de todos, con el libro abierto como fundamento. Pero también había estudiantes muy solventes. Eran los hijos de los políticos del pri de los setentas, con muy buena preparación escolar. Por eso se decía que el objetivo implícito del plantel era formar académicamente a los cuadros futuros del partido gobernante. La
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primera huelga de trabajadores, en la que se conformó el sindicato, parece que dio al traste con este proyecto. En adelante, mis alumnos serían muchachos de clase media y media baja, que hacían grandes esfuerzos por sobrevivir y estudiar, y llegaban a la universidad con grandes carencias educativas. Siempre me gustó apodar a mis estudiantes. En uno de mis primeros trimestres tuve a un alumno de nombre Áyax, un hombre de más treinta años a quien apodé en voz alta como “Áyax, el valeroso guerrero de Troya”. Sentí un silencio incómodo en el aire, que se cortaba con cuchillo. Luego me explicaron sus compañeros que había desempeñado un papel muy ingrato en el movimiento estudiantil del 68. Releí La noche de Tlatelolco y los comentarios de mis alumnos se confirmaron. La uam en los primeros dos años vivió su vida como una gran familia. Era todavía pequeña, casi todos nos conocíamos, había mucho diálogo, no teníamos prisa por ganar puntos; cualquier lugar era un punto de encuentro: el comedor, la incipiente biblioteca, la caja de pago, los pasillos, hasta el gimnasio del Deportivo Reynosa, donde los químicos Adolfo y Dora Grinberg, Bernardo Ruiz y yo coincidíamos para las clases de esgrima. Los sociales y físico matemáticos nos conocíamos muy bien y hasta podíamos desafiarnos a duelo. De esos primeros años data mi amistad íntima con Margarita Martínez Leal (entonces Helguera), que ha persistido a lo largo de los años de un modo inquebrantable. Conocía a profesores de otras Divisiones y hasta sabía en qué estaban trabajando: éste, en el ferrocemento; ése, en energía renovable; aquél, en física nuclear. Y yo era, ni más ni menos, un escritor. La universidad crecía en muchos sentidos: en población escolar, académica y de servicios. Pero también en complejidad, y debo admitir que me costó mucho adaptarme a la complejidad burocrática ulterior, es decir, a perder la inocencia original. El campus se fue poblando de césped, árboles y plantas, mientras el entorno de pobreza seguía igual, con los perros escarbando en los basurales. El metro y los autobuses facilitaron el acceso a la universidad. Y, como toda institución, podía ser también un centro donde se formaban amistades sólidas. La universidad me ha
regalado mis mejores amigos. Y podía ser también una eficaz Celestina, un discreto centro de ligue: de estudiantes, profesores y empleados en general. No fui la excepción. A fines de los ochentas, me topaba en los pasillos con una joven y atractiva profesora que se encargaba de tramitar becas para los académicos. La visité en su oficina y, con el descaro que me infundía el deseo, le dije que venía a buscar no una beca académica sino una personal, de ella y con ella. Obtuve su beca por un par de años. No sé cuántos alumnos he tenido en cuarenta años. No he llevado una cuenta exacta, pero un cálcu lo conservador me lleva a la cifra de ocho mil, y a casi todos les he dado atención personalizada. En este sentido, he tenido que luchar a brazo partido contra un sistema educativo nacional que conduce hacia la masificación de la enseñanza. Siempre me he opuesto a ella, la corriente en boga. Era consciente de que las horas de clase no bastaban para subsanar las enormes carencias de los estudiantes. Si tuve más de ocho mil alumnos, a todos di atención personal, con asesorías obligatorias después de las clases, y pude constatar con dolor hasta qué alto grado esos muchachos estaban acostumbrados a no recibir atención personal. No la habían recibido, en términos generales, ni en la casa ni en la escuela y se asombraban de que ahora se les pudiera atender de otro modo. Sé que era una quijotada y un trabajo descomunal, pero también que era mi deber. Esta entrega a mi trabajo, al igual que la práctica de la lectura comentada, contribuyó para que se me otorgara el premio a la docencia en el año 2000. Me honra haber sido profesor de Rectores, como Carmen Beatriz López Portillo y Adrián de Garay; de Directores de División, como Roberto Gutiérrez y Abelardo Mariña Flores; de profesores tan distinguidos como Mauricio Tenorio Trillo, José Hernández Prado, Miguel Ángel Aguilar, María Josefa Montalvo, Carlos Gómez Chiña y tantos otros de quienes mucho he aprendido. Siempre tuve, en cada trimestre, al menos un alumno entusiasta que se iba a la unam a estudiar literatura, además de la carrera que seguía en la uam. Pero, aunque conservo las excelentes redacciones que han merecido las más altas calificaciones, de nadie he aprendido tanto como de quienes leían y escribían muy mal. Esto me hizo
replantearme desde la raíz misma la actividad de la lectura y la escritura. A pesar de lo agotadoras que podían ser las clases con sus respectivas asesorías, y quizá con la intención secreta de no sentirme rebasado por el burocratismo de la nueva universidad, me di tiempo para organizar, en los primeros años, con la colaboración de amigos como Bernardo Ruiz, un cine club que funcionó menos de un año, pero que fue precursor de las actividades cinéfilas que actualmente sostiene la sección de Actividades Culturales. De mucho más reciente creación fue mi programa de introducción a la ópera, llamado “La ópera como en la ópera”, porque consistía en la proyección semanal de una ópera filmada en dvd, de mi colec ción particular, para toda la comunidad universitaria de Azcapotzalco, con introducción y comentarios. Un grupo de jubilados externos fue el mayor beneficiario de estos programas, porque las obligaciones laborales y estudiantiles impedían asistir con regularidad a aquellos a quienes básicamente iban dirigidos. En términos generales, los horarios de clases obstaculizan, para bien o para mal, las actividades artísticas extracurriculares. Para hacer algo en este campo, hay que luchar, una vez más, contra un sistema curricular más poderoso que las buenas voluntades individuales. Ocho libros, cuatro más como editor e innumerables artículos he producido en estos cuarenta años. Considero muy poco. Tengo la sensación de no haber hecho nada aún, de estar siempre empezando, de que sólo termino mis primeros cuarenta años en la uam. No lo digo con amargura, sino con esperanza. Coincido con Rousseau en que el aprendizaje no se acaba nunca, en que la escuela es la vida misma, no las aulas, y que la universidad es un conglomerado en el que se sintetizan todas las contradicciones de una nación, a las que hay que enfrentar con lucidez y valentía. Camino por los pasillos de la universidad, que son largos túneles del tiempo, y veo los rostros y los cuerpos de los compañeros que me acompañaron a lo largo de estos años y no puedo evitar el dolor de ver su envejecimiento, que también debe ser el mío. Ellos son mi espejo, y es inevitable que esos desplazamientos físicos también lo sean de la memoria y posean la nostalgia de un pasado que se niega a desaparecer.
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¿Quién habla de amor?
Romeo y Julieta Gerardo Piña
Es la obra más representada de Shakespeare desde 1597, fecha de su composición. Ya para entonces la trama era más que conocida entre el público isabelino, pues la anécdota había sido referida en obras de otros autores (principalmente Pierre Boisteau y las Historias trágicas de Bandello). En la época de Shakespeare, eso que ahora llamamos “originalidad” no existía o al menos no consistía en escribir una trama “nueva”. Romeo y Julieta es una historia de amor, pero no sólo eso: tiene mucho de comedia y de acción (basta leer con atención los diálogos en doble sentido del principio de la obra, los discursos de Mercutio y los duelos con espadas). De hecho el final es lo que otorga el carácter trágico de la obra: la muerte de ambos amantes. Romeo y Julieta representa muy bien el carácter isabelino, así como su apropiación del amor cortés y la creatividad de Shakespeare al tratar este tema. Tomemos como ejemplo los duelos que aparecen en la obra como una manera del autor para criticar ciertos aspectos de su época. Al igual que el amor cortés, el duelo con espadas tiene sus reglas tanto para retarse como para la ejecución del mismo. En la época isabelina era común el duelo ante lo que un hombre consideraba una afrenta; circulaban manuales de lucha con espadas que incluían no sólo aspectos técnicos del manejo de las armas sino los fines éticos de dicha práctica. Entonces se creía que la habilidad y la conciencia moral debían determinar la victoria en un duelo, así como el decoro y la justicia divina debían gobernar su resultado final. En Romeo y Julieta, Shakespeare muestra la crisis de su época con respecto a estos códigos. La gente se batía a duelo sin ningún fin ético. En la obra vemos cómo la violencia se detona no sólo entre dos familias enemistadas por mucho tiempo sino entre los allegados a dichas familias en una crítica a una violencia gratuita y generalizada. Con respecto al amor cortés ocurría algo semejante. El amor cortés era un código de conducta amorosa que data de la Edad Media y cuyo auge se manifestó en el siglo xii, con las obras de Chrétien de Troyes (las novelas del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda). La época isabelina (como la nuestra) tuvo su propia adaptación de dicho código que incluía las características de todo caballero y toda dama. Un caballero debía ser, ante todo, un hombre valiente, leal, sincero y debía ser diestro en la palabra y el combate. Una dama debía ser recatada, graciosa, fiel, instruida en música y literatura. Si bien la nobleza isabelina distaba mucho de esta ejemplaridad, había ciertos valores derivados del amor cortés que tenían importancia para el público en general. La gente no esperaba que todo matrimonio fuera resultado del amor (esa es una idea del siglo xx) pero sí esperaba que la enemistad y rivalidad entre familias no debía continuar indeterminadamente y no tenía por qué provocar la muerte de dos de sus respectivos miembros. Romeo y Julieta es una obra que expone las contradicciones de dichos códigos y la importancia de lo que la gente experimenta en realidad cuando se trata del amor y del odio.
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Julieta. ¡Amor nacido del odio, muy pronto te he visto, sin conocerte! ¡Muy tarde te he conocido! Mal prodigio me resulta que consagre mi amor al único hombre a quien debo aborrecer (I, 4, 230-4)1.
Centraré el presente artículo en la escena del diálogo entre Romeo y Julieta cuando ella está asomada en su balcón. Aunque mucho se ha comentado sobre esta famosa escena, poco se ha dicho sobre el lenguaje que la impulsa. La lejanía con el discurso de la época nos ha hecho obviar lo que en su tiempo eran claras marcas distintivas entre el habla de Romeo y de Julieta. Romeo utiliza los tópicos derivados de la poesía de Francesco Petrarca (1304–1374) para dirigirse a Julieta (se muestra como su esclavo, la compara con elementos de la naturaleza, la encuentra inalcanzable, etcétera). Su enamoramiento por Julieta concuerda con esta visión del amor. No hay que olvidar que la obra comienza con un Romeo perdidamente enamorado de otra mujer y que apenas conoce a Julieta se enamora de ésta del mismo modo. Romeo representa un enamoramiento más literario que vivencial con el añadido de las familias antagonistas (Capuleto y Montesco). Esto subraya la oportunidad de Romeo de experimentar el amor petrarquiano que siente por Julieta (i.e., el sufrimiento como puerta falsa del amor). Julieta, en cambio, representa un cambio en el lenguaje del discurso amoroso al que los isabelinos estaban acostumbrados a escuchar en la poesía y en las obras de teatro. Ella no se muestra menos enamorada que Romeo, pero sí expresa sus preocupaciones de un modo lejos de la retórica. Lamenta que sus familias sean enemigas y no lo trivializa como lo hace él. Julieta. Pocas palabras son las que aún he oído de esa boca, y sin embargo te reconozco. ¿No eres Romeo? ¿No eres de la familia de los Montesco? Romeo. No seré ni una cosa ni otra, ángel mío, si cualquiera de las dos te desagrada. Julieta. ¿Cómo has llegado hasta aquí, y para qué? Las paredes de esta huerta son altas y difíciles de escalar, y aquí podrías tropezar con la muerte, siendo quien eres, si alguno de mis parientes te hallase.
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Traducción de Marcelino Menéndez Pelayo.
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Romeo. Las paredes salté con las alas que me dio el amor, ante quien no resisten aun los muros de roca. Ni siquiera a tus parientes temo. Julieta. Si te encuentran, te matarán. Romeo. Más homicidas son tus ojos, diosa mía, que las espadas de veinte parientes tuyos. Mírame sin enojos, y mi cuerpo se hará invulnerable. Julieta. Yo daría un mundo porque no te descubrieran. Romeo. De ellos me defiende el velo tenebroso de la noche. Más quiero morir a sus manos, amándome tú, que esquivarlos y salvarme de ellos, cuando me falte tu amor (II.1. 101-121).
Más adelante en la misma escena, mientras Romeo intenta regodearse en el lenguaje amoroso como prueba de que la ama, ella le pide que sea sincero. Julieta busca trascender las palabras para descubrir si Romeo realmente la ama y si quiere casarse con ella. Más aún, a Julieta no le avergüenza reconocer que está enamorada de él; lo único que espera de Romeo es que no vaya a traicionar ese sentimiento. Julieta. ¿Y quién te guió aquí? Romeo. El amor que me dijo dónde vivías. Él me aconsejó, él guió mis ojos que yo le había entregado. No soy un navegante, pero navegaría hasta el más remoto de los mares por conquistar esta joya tan preciada. Julieta. Si el manto de la noche no me cubriera, el rubor de mi doncellez subiría a mis mejillas, recordando las palabras que esta noche me has oído. En vano quisiera corregirlas o desmentirlas... ¡Resistencias vanas! ¿Me amas? Sé que me dirás que sí, y que yo lo creeré. Y sin embargo podrías faltar a tu juramento, porque dicen que Júpiter se ríe de los perjuros de los amantes. Si me amas de veras, Romeo, dilo con sinceridad, y si me tienes por fácil y rendida al primer ruego, dímelo también, para que me ponga esquiva y ceñuda, y así tengas que rogarme. Mucho te quiero, Montesco, mucho, y no me tengas por liviana, antes he de ser más firme y constante que aquellas que padecen desdeñosas porque son astutas. Te confesaré que más disimulo hubiera guardado contigo, si no me hubieses oído aquellas palabras que, sin yo pensarlo, te revelaron todo el ardor de mi corazón. Perdóname y no juzgues ligereza este rendirme tan pronto. La soledad de la noche lo ha hecho. Romeo. Júrote, amada mía, por los rayos de la luna que platean la copa de estos árboles... Julieta. No jures por la luna, que en su rápido movimiento cambia de aspecto cada mes. No vayas a imitar su inconstancia.
Romeo. ¿Pues por quién juraré? Julieta. No hagas ningún juramento. Si acaso, jura por ti mismo, por tu persona que es el dios que adoro y en quien he de creer. Romeo. ¡Ojalá que el fuego de mi amor...! Julieta. No jures. Aunque me llene de alegría el verte, no quiero esta noche oír tales promesas que parecen violentas y demasiado rápidas. Son como el rayo que se extingue, apenas aparece. Aléjate ahora: quizá cuando vuelvas haya llegado a abrirse el capullo de esta flor, animado por las brisas del estío. Adiós, y que halle tu corazón un dulce reposo como el que hay dentro de mi pecho (II.1.122-167).
La actriz Julie Harris en la representación de Romeo y Julieta en Stratford Playhouse. (Fotografías: Eliot Elisofon//Time Life Pictures/Getty Images)
Cuando Julieta se convence de que Romeo realmente la quiere, ella misma propone un plan para que puedan casarse en secreto. Aunque serán una confusión y un mensaje entregado a destiempo los que ocasionen la muerte de ambos amantes, algunos críticos de la obra sugieren que Romeo y Julieta buscaban la muerte mediante el amor. Maya C. Bijvoet retoma el término de Liebestod (amor en la muerte) propuesto por Wagner para definir la estructura de Romeo y Julieta. A su parecer, los amantes deseaban la muerte tanto o más que el amor mismo. Hay también quienes encuentran en esta obra una muestra del amor adolescente: la rapidez del
enamoramiento, la urgencia por consumarlo y la falta de mesura al asumir los riesgos. Debido a que es la obra más famosa de Shakespeare y quizás la obra de teatro más representada en toda la historia, Romeo y Julieta puede incorporarse fácilmente a la tradición de las obras poco leídas y muy comentadas. Al igual que El Quijote o la Divina comedia, por ejemplo, solemos asociar sólo una breve parte de su contenido con el todo de la obra o, peor aún, creamos sentidos equivocados sobre ella. Del Quijote tomamos su locura, pero no su valentía ni su cordura recobrada; de la Divina comedia nos quedamos sólo con el infierno. Vemos en Romeo y Julieta una historia cursi de amor cuando su complejidad es bastante mayor. Leída de cerca esta obra es, principalmente, una crítica social que Shakespeare hace de su tiempo basándose en una anécdota común. Leer Romeo y Julieta en esta segunda década del siglo xxi podría sorprendernos por las muchas partes cómicas que contiene, por las grandes diferencias que hay en el discurso de los dos protagonistas y por lo atinada que aún resulta su crítica: el amor también puede ser un constructo social, una idea literaria de la que uno se enamora con las consecuencias propias de toda idealización.
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Ganarse la vida en bicicleta JesĂşs Vicente GarcĂa
Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
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i Voy en el auto con Basilio y le platico de mi reciente lectura, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de Cervantes, de la importancia del peregrinaje de los personajes que buscan el progreso interior y exterior; comienzan en una isla bárbara y terminan en Roma, “el cielo de la tierra”. Pasamos por un tianguis afuera del metro Iztacalco, sobre el Eje 3 Oriente. Le digo que se detenga para ver libros. Se sigue de largo. En un santiamén ya estamos casi enfrente del Hospital General de Zona 2-A del imss, en Eje 3 y Viaducto. “Mira esas enfermeras”, le digo, veo hacia mi derecha, de pronto casi me estampo con el parabrisas. Basilio frena. Mienta madres, golpea el volante, saca la cabeza por la ventanilla para continuar una perorata acerca de la importancia de saber andar en bicicleta. Una sinfonía de cláxones se adueña de nuestros oídos y nuestras mamacitas. Se baja del auto. Su rostro pasa del enojo al susto. Lo sigo. Veo en el piso un joven con casco y ropa de ciclista que se queja de dolencia, y a su lado, una bicicleta tirada. Ambos nos acercamos. Basilio le pregunta si está bien, si no le pasó algo. Se levanta. Sólo un raspón. El tipo no rebasa los veinticinco años. Dice ser mensajero. Nos enseña unos sobres y comenta que apenas va a hacer su ruta, allá por Tacuba y la Pensil. Se disculpa. Basilio le quiere volver a reprender. El joven está asustado. Intento calmar a aquél. Un accidente a cualquiera le puede pasar. —Es la tercera vez en la semana que casi atropello a estos cabrones porque se quieren pasar el alto y creen que todo mundo los tiene que respetar, que no mamen —argumentos contundentes en un rostro algo enojado. El sol de mediodía pega como sólo la primavera sabe. Una señora que está sentada en la banqueta se levanta como resorte y mira hacia el cielo; escuchamos a lo lejos: ¡guaaa guaaa guaaa, alarma sísmica, alarma sísmica! Una joven dice que se jaló la tierra. Todo pasa tan rápido. Los cables de los postes se mueven, el auto de Basilio igual. De la clínica salen enfermeras, médicos, administrativos, mas no enfermos. Tiembla en la ciudad. ii A veces las personas somos como la calle en que vivimos. Olemos y vestimos igual que ella. Ir por el pan, por las tortillas y un jabón para la ropa nos permite saludar a los vecinos educados que todavía quedan. Pero cuando uno anda como peregrino todo el día en la ciudad —colonias y calles—, uno es todas las calles, somos algo más que un poste, una coladera, un semáforo o un perro tomando el sol. Somos y hacemos la ciudad. A principios de los años noventa, yo era mensajero de Mex-Courier, empresa que me permitió conocer la ciudad a pie, en bici y en motocicleta, aunque preferí la bicicleta; pedalear es vivir la libertad. La ciudad entonces era mía y de nadie más.
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iii Todas las mañanas era la conquista diaria. Comencé repartiendo en colonias de la delegación Álvaro Obregón: San Ángel, Las Águilas, Santa Fe, La Mexicana, Olivar del Conde, Jardines del Pedregal, Desierto de los Leones, San Bartolo Ameyalco; después variaron las rutas: Tacuba, la Anáhuac, Lomas de Sotelo, Vista Hermosa, la Pensil, el Casco de Santo Tomás, y después otras y otras, y poco a poco fui conociendo la metrópoli, las banquetas que cambian de una colonia a otra, los aromas de cada lugar, la arquitectura de las casas, las formas de las vecindades, el tipo de perros, las unidades habitacionales y sus vericuetos en las escaleras, con los vecinos, el tipo de vegetación, y a eso agreguemos el tipo de gente; lo que me quedó claro es que de acuerdo a la cantidad de árboles es la violencia. Zonas con vegetación: gente pacífica, economía alta; mientras más árido, más violencia, pobreza. Y había que estar a las vivas con mi bici de medio cachete, a la que le fui metiendo sus quince velocidades, llantas, piezas originales Magistroni, que fui armando sin prisa. Así, en diciembre del noventa la rehice toda y la mandé a cromar de azul en la Glorieta del Tío Sam, en la Doctores. Me regalé de Reyes, el seis de enero del noventa y uno, una bici nueva hecha por mí. En bici me tocaron dos temblores, en los que casi vuelo por llegar a casa. Era relativamente reciente el terremoto del año del ochenta y cinco, y los recuerdos me ponían la carne de gallina. Pasé lluvias tremendas y esos fríos de invierno, cuando aún no se alteraba tanto el clima como ahora que la primavera parece verano y el otoño invierno. Tuve accidentes duros. Me la quisieron robar varias veces y me corretearon otras tantas. Yo me crecía al castigo, no me espantaba, confiaba mucho en la bici y en mis piernas. En plena avenida Alta Tensión les hacía caracoles a dos batos que me perseguían en otras bicis, y por supuesto, no me alcanzaron nunca; ni dos tipos treintones que me persiguieron desde la Florida, donde estaba Radio Mil, hasta Eugenia.
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Nos quedamos quietos. El movimiento es oscilatorio. Ya no somos el centro de atención, sino una mujer de muy buena pierna que le dio un ataque de nervios y dos jóvenes enamorados que se abrazan y lloran. El de la bicicleta se fue. Basilio no quiere. Lo convenzo. Aunque es cierto, es un idiota por pasarse los altos y zigzaguear entre los autos. Aclaro: ése no era un ciclista, es un bicicletero, un mensajero que anda en bicicleta. Un ciclista es un deportista que sistematiza y organiza su actividad, que profesionaliza y no banaliza andar en dos ruedas. Ambos hacemos nuestras llamadas. Después del susto, instalados en su auto, con calma, nos dirigimos a nuestros objetivos: la librería y a comer. Sólo hicimos lo primero. Deja el auto en un estacionamiento de Bolívar y caminamos. Le platico que a mí la bicicleta me permitió comer. Mis piernas, aunque flacas, me ayudaron para ganarme el sustento después de egresar del Cetis 49, en Xochimilco. Aunque yo trabajaba desde antes de entrar al Cetis. —Pero son re chafas esas escuelas, ¿no? Ahora entiendo tus carencias —conozco su ironía y sólo sonrío. —Ya te hubiera gustado estar conmigo en ese lugar, en el “Paraíso”, donde bebíamos, donde conocí el arte, el rock rupestre, la pintura, la guitarra, el blues… pero tú qué sabes de eso, niño bien, que escucha Radio Disney y ves Sonico con la Tanga García, y además… —Tú también escuchas Radio Disney, no te hagas. iv Era julio y se venía un eclipse. No sé si fue bueno o malo, pero el diez de julio se me poncharon las dos llantas de la bici en la noche; regresaba del parque después de una buena cáscara de básquet. Así que el once, día del eclipse, me fui en metro y pesero a la famosa Unidad Belén, en Santa Fe, y de ahí a la colonia Bonanza, me bajé por los andadores de Lomas de Becerra, llegué al famoso Cuernito y de ahí descendí por una cima
terrosa. Comenzaba a hacer frío. Morral al hombro, buscaba las direcciones. En el cruce hacia esos andadores comenzó el espectáculo que yo veía con mis micas que se vendían en el metro Chabacano, y todo el tiempo miraba hacia el cielo; se nubló y el sol era un foquito, luego se fue haciendo rojo, y todo quedó en tinieblas. Algún perro ladró y de inmediato calló. Olía a mariguana. Llegué a una tienda. Había como diez chavos de mi edad, la pura banda (yo cumpliría los veintidos en ocho días, el 19 de julio), bebiendo cerveza y fumando, junto a una grabadora negra. Veían el eclipse de sol. Me compré una coca y contemplé el eclipse. Vi la oscuridad. Se hizo de noche en pleno día. Alucinante. Seguí andando. Fue cosa de cinco minutos y poco a poco volvió el sol, los gallos comenzaron a cantar, los perros a ladrar; caminé hacia un andador de escaleras anchas, en algunos descansos había nichos de la virgen de Guadalupe. El sol iba en aumento. Llegué a la Avenida Chicago, medio asfaltada; había una lagunita con agua sucia que usaban como tiradero de basura. Caminé y me sentí feliz, comenzó a caer un chipi chipi. La gente me saludaba y yo a ella, como que nos dio por la buena onda. Quizá me confundían con sus vecinos; yo usaba el cabello largo, morral negro y mis Converse de bota ídem. Tenía que hacer unas últimas entregas en la colonia Pino Suárez y Bellavista, que al ser zona alta permitía ver la ciudad con su nube de esmog, con amenaza de tormenta, mientras el sol y la lluvia me hacían sentir vivo. Muchos jóvenes de secundaria se reunían en tiendas, parques y explanadas, coincidió con la hora de su salida, y así fue toda la ciudad, porque caminé a Observatorio y los de la Prepa 4 hacían sus bolitas, como si fuese sábado, lo mismo sucedió en mi calle. v —¿Te das cuenta de lo que te decía hace rato? —le digo a Basilio—. Ese peregrinar como mensajero, en la lucha por sobrevivir, me permitió ver el eclipse solar en una zona llena de basura y al
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mismo tiempo llena de vida, por eso me siento como esos personajes del Persiles. Basilio me ve con cara de duda, y antes de que diga algo le explico. —Comencé de un lugar bajo, poco civilizado, del barrio, a algo más elevado, a la mera ciudad, en donde me he llenado de arte. No hablo sólo de ese día, sino de la vida, se parece mucho al día del eclipse. Lo vi desde la inmundicia, pero seguí peregrinando para alejarme de eso. Ahora ya no trabajo en la calle ni tengo que soportar todos los climas. Soporto otras cosas, gajes de oficina, ya sabes. vi Esa noche, 11 de julio de 1991, platiqué con mi cuate Miguel cigarro en mano acerca del eclipse. Me contó sus cuitas y nuestra eterna crisis económica de jóvenes noventeros, que parece ser no pasa de moda, y hasta recordamos los días posteriores al terremoto, el mundial de México 86, del montón de changarros de Domino’s Pizzas que pulularon en la ciudad ese año; incluso, muchos de nuestros amigos tuvieron su primera chamba como repartidores de pizza; no sabíamos que eso era la globalización. vii Recorremos la librería hablando de libros y de música. Basilio me pregunta por qué le platiqué eso del eclipse, la bicicleta, las calles, la ciudad. Porque los temblores siempre me traen recuerdos, me agitan, me succionan, me hacen sentir más vivo; debe ser eso, que activo mi sistema de alarma y defensa personal, y quizás así alejo a la parca en cada temblor, porque uno nunca sabe, y mientras haya que peregrinar, peregrinemos, qué más da que tiemble, así imagino que voy en mi bici como cuando en ella me ganaba la vida, a fuerza de necesidad y pedaleando por mi libertad.
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Limitación al derecho patrimonial de autor Paul Jaubert
Gracias a la íntima relación que guardan los derechos de autor con la educación y la cultura, los legisladores en todo el mundo establecen limitaciones a estos derechos en beneficio de la educación y la cultura de sus pueblos, limitaciones que siempre se justifican cuando no lesionan la debida protección a obras y creadores, pues un exceso en estas limitaciones puede atentar contra el acervo cultural de una nación.
Recientemente nos llamó la atención la convocatoria de la diputada federal Roxana Luna Porquillo, quien llamó a un foro sobre “Excepciones en el Derecho de Autor por el acceso y el fortalecimiento de la educación y la cultura de las personas con discapacidad”, mediante el cual pretende impulsar una reforma al artículo 148 de la Ley Federal del Derecho de Autor, a efecto de que se adicione dicho artículo con una fracción con el siguiente texto: Artículo 148.- Las obras literarias y artísticas ya divulgadas podrán utilizarse, siempre que no se afecte la explotación normal de la obra, sin autorización del titular del derecho patrimonial y sin remuneración, citando invariablemente la fuente y sin alterar la obra, sólo en los siguientes casos: VIII. Reproducción, adaptación, transformación, distribución o comunicación pública de obras literarias o artísticas, de manera total o parcial, sin fines de lucro, en beneficio de personas con discapacidad visual o auditiva, o ambas, con el objeto de hacerlas accesibles en lenguajes, sistemas y otros modos, medios y formatos especiales, siempre que dicha utilización guarde relación directa con la discapacidad de que se trate y se realice a partir de una copia legalmente obtenida, por parte de una entidad autorizada.
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Para efectos del presente artículo, por entidad autorizada se entenderá todo organismo estatal o asociación sin fines de lucro con personalidad jurídica, cuyo objeto principal sea proporcionar educación, asistencia o acceso a la información a personas con discapacidades visuales, auditivas o ambas.
Esta exención no aplicará cuando se trate de obras que se hubieran editado originalmente en sistemas especiales para personas con discapacidades visuales o auditivas, o ambas, y que se hallen comercialmente disponibles. La “excepción” que pretende incluir en la ley la diputada ya se encuentra establecida como una limitación al derecho de autor en el artículo 44 del Reglamento de la Ley Federal del Derecho de autor, en el que de manera más clara y sencilla, se dispone: Artículo 44.- No constituye violación al derecho de autor la reproducción de obras completas o partes de una obra, fonograma, videograma, interpretación o ejecución o edición, siempre que se realice sin fines de lucro y con el objeto exclusivo de hacerla accesible a invidentes o sordomudos; la excepción prevista en este artículo comprende las traducciones o adaptaciones en lenguajes especiales destinados a comunicar las obras a dichas personas.
Como podemos apreciar de la simple lectura de los textos arriba transcritos, la redacción de nuestro reglamento es más clara e impone menos requisitos a quien quiera editar o hacer pública por cualquier medio una obra para invidentes y sordomudos, por lo que, de aceptarse la redacción propuesta por la diputada se pondrían más obstáculos a una limitación que ya se encuentra adecuadamente regulada. Considero que sería más afortunado establecer en la ley los lineamientos generales de los casos de limitación al derecho patrimonial de autor, que en la especie es lo establecido en el primer párrafo del artículo 148 de la ley, que dice: “Las obras literarias y artísticas ya divulgadas podrán utilizarse, siempre que no se afecte la explotación normal de la obra, sin autorización del titular del derecho patrimonial y sin remuneración, citando invariablemente la fuente y sin alterar la obra”. Dicha definición abre las puertas para que se puedan dar todas las limitaciones al derecho patrimonial de autor, sin tener que entrar en una descripción y clasificación casuística, como actualmente se hace en el referido artículo de la ley, y establecer los casos específicos (sin agotar la posibilidad de que se hagan otras limitaciones) dentro del reglamento. Así, si queremos ser ordenados y correctos en nuestra legislación —lo que regularmente no sucede, pues leyes que se acaban de publicar se corrigen, adicionan y modifican a los pocos días de que aparecieron en el Diario Oficial—, lo conveniente sería trasladar las siete fracciones que actualmente tiene el artículo 148 de la ley de la materia a su reglamento, dejando únicamente en la ley los lineamientos generales para establecer las limitaciones al derecho patrimonial de autor. Desafortunadamente vivimos y convivimos en un país lleno de desorden, donde todos pensamos que si algo no está específicamente establecido en las leyes
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no se encuentra legalmente contemplado; sin embargo, el alcance legal de nuestras disposiciones es mucho más extenso que el simple contenido literal de la Constitución, Ley o Reglamento, pues únicamente la ley penal y la fiscal son de estricta aplicación, y en cualquier otra clase de regulación se admite la interpretación literal, legal, lógica, sistemática, cuando las disposiciones no son claras o debe desentrañarse el sentido que les quiso dar el legislador. En el caso que nos ocupa, considero que la única forma de interpretar tanto la legislación nacional como la internacional en materia de limitaciones al derecho patrimonial de autor, es permitir que no se deba recabar la autorización para usar una obra, ni se deban pagar regalías cuando no se lesione la normal explotación de la obra (es decir, la comercialización ordinaria de la misma), respetando los derechos morales del autor. Si consideramos el número de invidentes, sordos, sordomudos y cualquier otro tipo de minusválidos que requieran formatos especiales para apreciar obras autorales, es más que obvio que de ninguna manera se afecta la normal explotación de una obra al trascribirla al Braille, o al subtitular una película para hacerla accesible a los sordos, o bien si se colocan pantallas para subtitular una obra de teatro u otra clase de presentaciones para que los sordos, o los que no dominamos otras lenguas, podamos conocer su contenido, así como en la actualidad ocurre con la televisión y la closed captation, para hacer posibles las transmisiones a personas con deficiencias o debilidades auditivas y en algunos casos visuales. En este orden de ideas, tenemos un claro ejemplo de la excesiva pretensión legislativa para regular algo que ya se encuentra regulado y permitido. Se enarbola una bandera populista para exaltar la imagen de una diputada que aparentemente se preocupa por un sector disminuido que, en el caso que mostramos, ya se encuentra debidamente protegido.
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Agotar
la contienda cívica Jaime Augusto Shelley Or, go to Rome, once the city (…) De “Adonais”, P. B. Shelley
Así aconsejaba el Che Guevara que se condujera la lucha del pueblo contra un sistema de tiranía y explotación desmedida, en su manual Guerra de Guerrillas, que publicó, en una edición muy modesta de presentación, pero seguramente de gran tiraje, en 1960. Una de las premisas fundamentales para el éxito revolucionario, decía el Che, será, y cito: (...) demostrar claramente ante el pueblo la imposibilidad de mantener la lucha por las reivindicaciones sociales dentro del plano de la contienda cívica. Precisamente la paz es rota por las fuerzas opresoras que se mantienen en el poder contra el derecho establecido. En estas condiciones, el descontento popular va tomando formas y proyecciones cada vez más afirmativas y un estado de resistencia que cristaliza en un momento dado en el brote de lucha provocado inicialmente por la actitud de las autoridades.
Los mexicanos parece que están agotando los recursos legales para superar las indignas condiciones en que se ve postrado el pueblo (salvo la gozosa minoría, el veinte por ciento), con sus políticas neoliberales —con sus órdenes dictadas desde Washington— y obedecidas aquí ciegamente por un gobierno que no atiende los reclamos de la sociedad y sí los intereses de los grupos del uno por ciento, los dominantes del mundo financiero e industrial que juegan su ruleta especulativa sin
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(Fotografía: John Moore / Getty Images)
importar las consecuencias, (previo pago de comisiones y/o dividendos). Los sin voz se empiezan a levantar en cientos de lugares, luchas aisladas, de carácter local, que no reciben atención informativa —salvo por alguna columna ocasional en algún diario— en tanto que los grandes medios utilizan los acontecimientos para vociferar contra el desorden, la alteración de la tranquilidad, la violación de las leyes al tomarse una caseta o interrumpir el libre tránsito. Una vez autorizadas las leyes secundarias, lo que ha venido sucediendo ya por muchos años en el sector minero, el del petróleo y del gas, en las telecomunicaciones y demás, que era a todas luces, ilegal, será legal, aunque nunca legítimo. Y se creará un ambiente de hostilidad generalizada que puede llegar a cohesionarse desde abajo, para convertirse en algo mucho más complejo que la percepción de “Estado fallido” que ya prevalece. Las violaciones a la ley por parte de las grandes corporaciones protegidas se dan en múltiples lugares y ya están teniendo consecuencias en el medio ambiente, en la economía, y en el bienestar de las poblaciones; sobre todo, se habrán convertido en derecho válido para que, con el apoyo policíaco e incluso militar, se lleven a cabo obras y prácticas extractivas, de robo de tierras ejidales, etcétera, que resultan destructivas, criminales en algunos casos, y diezman la vida de los ciudadanos incapaces de enfrentar al sistema de producción industrial y agrícola del capitalismo salvaje que los discrimina, domina y subyuga. El sistemático proceso de militarización del país no parece haber tenido como objeto, como se rebuznaba en todos los medios durante los últimos años, la “guerra contra el narcotráfico”. El negocio sigue igual de floreciente, simplemente porque el socio principal vive y opera en los Estados Unidos. La incidencia en nuestro país es mínima, por lo que toca a personas adictas. La supuesta lucha y crímenes entre bandas la ha propiciado el gobierno, y ha creado con ello una crisis de pánico en las comunidades que aleja a los ciudadanos de los
lugares de esparcimiento y de convivencia que les eran habituales. La presencia de patrullas y tanquetas por las calles resulta en un puro gesto teatral… excepto cuando se trata de reprimir manifestaciones de insatisfacción popular y para vigilar instalaciones de empresas violatorias de la ley que realizan operaciones contrarias al sentir de las comunidades. Se vigila, tortura, persigue y aprehende o desaparece a líderes de movimientos en numerosas comunidades que se expresan por la vía pacífica. Los procesos judiciales son amañados y los indiciados permanecen en las cárceles sin juicio. En muchos casos, sin defensa. Son campesinos, claro. (Algunos ¿cuántos? son asesinados). El desempleo masivo (cinco por ciento de la población, ¡sí, cómo no!) y, gracias a ello, los salarios más bajos del mundo, han empobrecido a las familias a un grado tal que es imposible cumplir las necesidades básicas de alimentación, vivienda, educación, salud y vestido, sin contar con las muy importantes de cultura y sana diversión, incluido el deporte (acaban de suprimir la Escuela de Educación Física, no hay lugares en las escuelas públicas para realizar dicha actividad, además de la creciente contaminación, supongo). Se está llevando al país a un callejón sin salida. ¿Es esto acaso intencional, planificado? México es un país —si puede llamársele así— totalmente dependiente del imperio. En todos los órdenes. Y, por larga tradición, imitativo. Los grados de corrupción en todos los niveles del poder es incalculable, un grupúsculo de apátridas, oportunistas, codiciosos y mendaces ha usurpado el poder y pretende destruir los fundamentos de la República. Pero México no es único en ese sentido, a nivel mundial, aunque sí mucho más servil que los demás, a últimas fechas. El caso más patético es el de Obama, un presidente que elevó las esperanzas de su pueblo al prometer un gran cambio y se estrelló estrepitosamente en el camino contra el verdadero poder atrás del trono imperial.
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Nada de lo prometido llegó a realizarse. Fueron simples discursos llenos de retórica que ahora resultan grotescos. Crece la certidumbre del desplome del modelo de poder unipolar y absoluto que prevaleció durante las últimas décadas y que dio por resultado el brutal acaparamiento de la riqueza mundial en unas cuantas manos. Esas mismas manos que ahora dictan directamente las órdenes desde centros financieros y no desde la Casa Blanca o el Capitolio. Dueños de bancos, centros financieros, industrias trasnacionales, medios de comunicación (cine, televisión, radio, periódicos y revistas, editoriales de libros, etc.) manipulan todas las formas posibles de comunicación y controlan vía internet, satélites o drones —lo que se le ocurra— todas las actividades políticas, económicas y sociales del mundo. Apenas vislumbramos la mano del Big Brother orweliano que nos atenaza a todos por igual gracias a las revelaciones parciales que a últimas fechas nos han brindado heroicamente un puñado de personas asqueadas de su proceder en su trabajo como analistas al servicio de esas instituciones fantasma. Y así sucedió con otra estrella —menos brillante, es cierto, ahora casi opaca— que ascendió a la presidencia de Francia, François Hollande, que de pronto enmudeció su discurso de igualdad y fraternidad y se lanzó en una frenética carrera de sometimiento a las políticas neoliberales, por llamarlas de alguna manera. Y hay muchos casos más, aunque menores o menos visibles. ¿Qué sucedió? ¿Los compraron? ¿Los intimidaron a punto tal que se echaron para atrás sin vacilaciones? ¿O eran ya parte de la pandilla y sólo sirvieron de pantallas espectaculares provisionales? El mundo está gobernado por un puñado de usureros. No es nueva la comprensión de este fenómeno, sólo se ha acrecentado su magnitud. En el Canto xlv (fragmentos), Ezra Pound escribe, después de la Gran Depresión del 29:
Con Usura Con usura el hombre no puede tener casa de buena piedra con cada canto de liso corte y acomodo Para que el dibujo les cubra la cara, con usura no hay para el hombre paraísos pintados en los muros de su iglesia harpes et luz o donde las vírgenes reciban anuncios y resplandores broten de los tajos(…) con usura(…) no se pinta cuadro para que dure y para la vida sino para venderse y pronto con usura, pecado contra natura, es tu pan siempre de harapos viejos es tu pan seco como el papel sin trigo de montaña, harina fuerte con usura la línea se hincha con usura no hay demarcación clara y nadie puede hallar sitio para su morada. El picapedrero se aparta de la piedra el tejedor de su telar con usura no llega lana al mercado la oveja nada vale con usura Usura es un ántrax, usura mella la aguja de las manos de la muchacha y detiene la pericia del que hila. (…) Usura oxida el cincel Oxida el oficio y al artesano Roe los hilos del telar Nadie aprende a tejer oro en su dibujo; El azur tiene una llaga por usura; el carmesí sin bordar se queda (…) Usura asesina al niño en las entrañas Detiene la corte del mancebo Ha llevado la perlesía a la cama, yace entre la joven desposada y su marido contra naturam Han traído putas para Eleusis Se sientan cadáveres al banquete a petición de usura.
(Versión al español de José Vázquez Amaral)
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Días aciagos* Alfonso Reyes
Entrada de Francisco I. Madero a la ciudad de México, 12 de junio de 1911. (Fotografía: DeAgostini / Getty Images)
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México, [domingo] 3 septiembre 1911 Escribo un signo funesto. Tumulto político en la ciudad. Van llegando a casa automóviles con los vidrios rotos, gente lesionada. Alguien abre de tiempo en tiempo la puerta de mi cuarto, y me comunica las últimas noticias alarmantes que da el teléfono. Por las escaleras, oigo el temeroso correr de la familia y los criados. Pienso con fatiga en mi madre enferma y en mi hermana viuda, Amalia, y hago ejercicios de serenidad, esforzándome para que los rasgos de mi pluma sean del todo regulares. Bettina, pensando en Goethe, solía recordar la sentencia de David: “Cada hombre debe ser el rey de sí mismo”. Atmósfera impropicia (¿o propicia?) a mis ejercicios espirituales. ¡Y estos días estaba yo tan enamorado de los análisis minuciosos y lentos! Goethe —lleno estoy de su recuerdo estos días, seguro que la observación amorosa de las particularidades de cada objeto y los matices de cada idea es el principal secreto de su poesía—. Horas después. Me voy habituando a la incomodidad. Hay escándalo —me digo—. Así es el mundo: así está hoy la naturaleza. ¿Cae la lluvia? Se moja uno. ¿Caen tiros? Pues imagino que éste es, por ahora, el escenario natural de la vida. Hace más de un mes que estamos así. Aun las mujeres de casa tienen rifle a la cabecera. El mío está ahí, junto a mis libros. Y éstos —claro está— junto a mi cama. Los libros ahuyentan la visita de toda esa gente estorbosa. Hasta aquí sólo llegan los que deben llegar. Tengo tres ventanas: dos al jardín y otra a la calzada del coche. Frente a ésta, una pared de ladrillos, vestida de verdura. Sobre la pared, apenas asoman la cabeza algunas casas, y unos árboles caprichosos que, por la mañana, al abrir los ojos — como la ventana da al sur—, me parecen, sobre la luz verde del cielo, masas de humo suspendidas en el licor de la madrugada. Mis otras dos ventanas, las del jardín, casi no tienen horizonte o fondo lejano, pero sí un grato primer término: dan vista al jardín, espeso de árboles, con el claro parpadeo del estanque; la cochera al fondo, las caballerizas y el garaje. También puedo ver la caseta interior de la servidumbre, ahora ocupada por rancheros y rifleros del norte, gente leal que ha querido a toda costa custodiar de cerca a mi padre. En el jardín hay unos gansos, que suelen disparar su grisería salvaje entre la noche, y casi siempre al amanecer. Yo hablo con ellos, chascando la lengua de cierto modo. Me responden, y se acercan renqueando. Llegan hasta debajo de mi ventana, rechinando a su modo y arrastrando el vientre sobre las alfombras de violetas. Son lerdos, cierto; pero, como dice Rodin, ils ont la ligne. Dos enredaderas logran trepar hasta mis ventanas, y casi entran a visitarme (¡oh, Clara d’Ellébeuse!): una madreselva tupida y floreciente; y la otra, una enredadera de hojas anchas frescas. Con ellas llega hasta mí un mensaje directo de la tierra negra de abajo: les ayudo a entrar, las estimulo; deshago sus ovillos vegetales, y oriento sus hilos hacia dentro. Me figuro que echo la escala, y mis enamoradas, las dos trepadoras, suben a mis ventanas.
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Mi interior. Mi gran estante de libros y la escalerilla de mano; mis dos mesas de oloroso cedro; mis viejas y cómodas butacas. Pero sé que mi estancia ha de ser transitoria, y la casa misma me es ajena. Horas después. El piso bajo (puertas abiertas, sesión permanente, desfile de la política, pelea, tumulto, Caballeros de la Orden de la Última Gota de Sangre, como yo les llamo) ha triunfado al fin sobre el piso alto, donde se refugia la familia. Mis hermanas han bajado. La excitación ha ganado al fin toda la casa. Todos van llegando, y cada uno cuenta una historia, pero mi padre todavía no regresa. Dicen que la multitud ha sitiado la casa de los manifestantes. En vano he intentado hablarle por teléfono. Logro comunicarme con el presidente De la Barra, y le hago saber lo que me dicen: que al fin los manifestantes han roto el sitio, y se dirigen, en busca de seguridades y garantías, al Castillo de Chapultepec. Se lo aviso para que disponga las medidas de protección. Aunque parezca osado, me tocaba hacerlo: soy el mayor de los varones que han quedado en casa. Gran movimiento en las habitaciones y en el jardín. En la azotea de enfrente hay hombres armados. Grupos de policía en las esquinas. Yo tengo un puesto fijo, un refugio en el desván, desde donde puedo ver sin ser visto y, si llega el caso, hacer fuego. Tengo cierta experiencia. Esto se ha vuelto una verdadera fortaleza, y no quiero ni que vengan los amigos a saludarme, por el temor de que se queden encerrados en casa. Cada semana, cada domingo, se repiten estas inquietudes, si bien la de hoy es más acentuada. Mi padre ha llegado al fin. Como está ileso, ya no oigo nada; no quiero saber nada. También he alzado otra fortaleza en mi alma: una fortaleza contra el rencor. Me lo han devuelto. Lo demás, no me importa. Vuelvo a mi habitación. Todo tiene aquí una luz distinta. Cierro mi puerta; y eso y lo otro y aquello se quedan fuera sin remedio. Todavía después. Tregua de dos o tres horas en que pueden salir de casa. Es de noche. Hay mucha gente y mucho ruido. Me he acostumbrado a no hacer caso de alarmas. Cuando me dicen que tenga mi arma preparada, me parece que estoy jugando a la guerra. Abajo, todo es contradicciones. Uno asegura que vienen dos mil hombres. Otro, que doscientos. Pierdo la paciencia y el tiempo, y engaño mi amargura encerrándome a escribir —a escribir por escribir; “como cosa boba”, decía Santa Teresa—. Son cerca de las diez de la noche, y dos horas y media que nos están diciendo: “¡Que llegan!” Un rato de conversación con mi madre: buena falta le hace que la distraigan.
Reyes, Alfonso, Diario i, 3 de septiembre de 1911 - París, 18 de marzo de 1927, ed. crítica, introd. notas, cronol., apéndices y fichas bibliográficas de Alberto Rangel Guerra. México: Academia Mexicana de la Lengua, El Colegio de México, El Colegio Nacional, fce, inba, Capilla Alfonsina, uam, uanl, unam, 2010. *
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intervenciones Mateo Pizarro
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Formas de leer el mundo en Poética del voyeur, poética del amor, de Maritza M. Buendía
Lady Lilith, Dante Gabriel Rossetti, 1868
Yamilet Fajardo
Recordando que existen innumerables formas de leer el mundo, se tiene que el amor es otra de esas maneras… Maritza M. Buendía
Sabemos que el hombre es un ser despojado, que desde su creación le ha sido imposible adaptarse a su medio, ser temeroso ante la muerte, a su finitud irremediable y, como diría María Zambrano, impedido a asistir a su propia realidad. Los animales, por ejemplo, mueren, y no se detienen a meditar sobre este hecho. El hombre se oculta bajo diversas máscaras: detrás se encuentra un desconocido que no está del todo vivo, le queda dentro un espacio confuso con el disfraz correcto, dando gritos para que lo curen, desnudándolo. En ese espacio confuso, en ese vacío que el hombre siente y no sabe por qué, se concentra Poética del voyeur, poética del amor, un libro que va de la búsqueda al encuentro de las nuevas formas de lo sagrado: “abrazada al texto, comprobé que la necesidad de lo sagrado es una de las características de la naturaleza humana”. El amor, el erotismo, las formas para acceder a ello. Bajo esta premisa, Buendía se abraza a la lectura de los cuentos de Juan García Ponce y de Inés Arredondo. Abrazar el texto implica ya una tarea ardua: “desprovisto del cuerpo de su autor, no queda más remedio que tomar al texto escrito como si de un cuerpo se tratara”. En Siete noches, Borges dice que mientras no abrimos un libro, ese libro (literalmente, geométricamente) es un volumen, una cosa entre las cosas. Un cadáver también es ya una cosa. Un libro no abierto puede ser un cadáver al que dan vida las palabras. Buendía da vida y dar vida, en este caso, es dar sentido a los cuentos “Retrato”, “El gato” y “Rito” de García Ponce; “Wanda”, “Olga” y “Mariana” de Arredondo. Para ello, adopta el papel no de simple lectora, sino de amante: “Para comprender […] es necesaria una metamorfosis: de simple lector a lector-voyeur y a lector-amante. Lentamente cortejé al texto. Despacio me acerqué a su significado [...] La verdadera magia consiste en transformar el proceso interpretativo en un abrazo. Este libro es fruto de un abrazo”. Surgen así dos modos de leer el mundo: poética del voyeur y poética del amor, modelos de una hermenéutica erótica. Erotismo y discurso se concentran en una carga simbólica de la que es necesario develar su sentido, su excedente de sentido. Volviendo a Zambrano, recordemos que el hombre está impedido para ver: le falta visión ante la vida. En cuanto al erotismo, Buendía ofrece su visión: “el erotismo vive en el mundo, en nuestro día a día, pero la rutina impide apreciarlo a cabalidad”. Los cuentos de García Ponce y de Arredondo toman de la vida el erotismo y, mediante sus relatos, recrean, pervierten la naturaleza de lo erótico y lo equiparan al arte que se vuelca literatura. En Poética del voyeur, poética del amor esta idea se desarrolla con tenacidad. ¿Por qué buscar lo nuevo sagrado en la literatura?, ¿cómo se lee el mundo a partir de una hermenéutica erótica? Más todavía, ¿por qué la insistencia por el tema del amor y del erotismo? Lo sagrado, cuando es tocado por la literatura, se convierte en aquello que no se puede decir con palabras. Roberto Calasso, en La ruina de Kasch,
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escribe: “en su fondo esotérico, el sacrificio sólo puede ceder al relato, que lo vence en la ordalía. El relato es lo esotérico, el secreto del secreto […] Es el modo de vivir que se revela después de la derrota del sacrificio, que mantiene, sin embargo, el gesto del sacrificio diluido en cada gesto”. Gesto que deviene desprendimiento, gesto antes que palabra, ese ¡ay! que surge del delirio primero del hombre. Gesto como el grito de Mariana: evocación de muerte, necesidad de vaciamiento. Un grito es “una benigna liberación del alma o de los cuerpos”. Es el grito como cópula, grito ronco que agoniza, silencioso, desvanecido. Grito que se sumerge en la continuidad, así nos enseña Buendía que son los gritos, como el beso de Olga, de quien la autora elabora toda una poética, o una hermenéutica, como vea cada quien las cosas. Un beso más allá del aburrido contacto de los labios: “cuando así se besa se paladea un sabor a muerte […] el beso es un rito que advierte y amonesta a los amantes […] aunque los cuerpos no lleguen a fusionarse a través de la cópula, esa fusión se traslada al contacto por medio de las bocas”, la pequeña muerte depositada en un par de labios. El voyeur es un observador, un impasible buscador de belleza, del instante que debe mirar para tatuarlo en la memoria. El cuerpo se mira o se es mirado. El voyeur, al contrario del hombre al que le falta visión, ve la vida como un espectáculo que él y su pareja ofrecen, como bien lo advierte la autora en el cuento “Rito” y en “El
gato”. En el primero hay una pareja voyerista, en el segundo un gato, cuyo fin es alterar la relación amorosa de los personajes. El anhelo del voyeur es invocar lo sagrado por medio de la pasión de los cuerpos. Es la violencia del mirar, pero ¿qué tan dispuesto está el hombre de observar la belleza?, ¿qué tan capaz es de expresar aquello que ha visto? Recordemos la frase de Diana a Acteón: “Ahora ve a contar que me has visto sin velo; si puedes hacerlo, yo consiento”. Al menos, el voyeur que proyecta Buendía no puede vivir como si la belleza no existiera. La apuesta se dirige a metamorfosear al lector en el voyeur solitario de la obra, al lector-voyeur, curioso frente al texto. Tanto el amor como el erotismo nos ayudan a comprender el ser oculto bajo las máscaras. “Diálogo con la literatura para entender cómo amamos, cómo concebimos el erotismo, para entender que aquello que nos sobrepasa se ubica ya en terrenos no lingüísticos y que poco o nada podemos hacer ante ello”. En Poética del voyeur, poética del amor, Maritza M. Buendía confirma la búsqueda de su literatura como crítica y narradora. Más que ello, este libro esclarece el recurrente encuentro que tiene la autora con lo Erótico, es un claro para lograr el completo entendimiento de su escritura. Así, lo sagrado sólo cambia de nombre: “Sustituyo el nombre de Dios por el de erotismo y amor”. Apoyo sin duda semejante afirmación: el hombre necesita creer en algo divino, y eso muy bien puede llamarse amor.
Maritza M. Buendía Poética del voyeur, poética del amor. Juan García Ponce e Inés Arredondo México, conaculta/uam/Gobierno del Estado de Durango 2013, p. 181
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Del miedo y sus sinrazones Francisco Mercado Noyola
Se dice que la novela policiaca en México, al igual que otros géneros fundados y ejercidos en el mundo desarrollado, no ha tenido la fortuna estética ni el mercado editorial suficiente para su creación y consumo exitosos. Lamentable realidad, la figura de un agente de la policía ministerial, de proba honestidad y agudo poder de raciocinio sería, cuando menos, insostenible. De ahí que lo detectivesco no haya gozado de prosperidad en nuestras letras. No obstante, de vez en vez, aparece alguna excepción en medio de la solemnidad inherente a nuestra narrativa, que da un soplo de oxígeno al cultivo de los géneros populares. El filo diestro del durmiente de Héctor Fernando Vizcarra, publicada por editorial Terracota, novela negra o policial —la teoría siempre arruina el misterio— es un artefacto que se impone a un lector ávido de indagar y proponer soluciones y encadenamientos. Se trata de una secuencia fragmentaria de acciones en que la disposición tipográfica impone marcas útiles al lector para resolver el rompecabezas. Raphaël Plénat, personaje cultivador del género, aparece en medio del relato como enunciador de una poética y como catalizador de la acción; el personaje marplatense Osvaldo Soriano, hincha argentino hasta la médula, lector de Raymond Chandler, colega en sueños de Philip Marlowe y figura heroica incorruptible jamás se amilana en cancha ajena. Se erige como un personaje con
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(Fotografía: International News Photo/ Getty Images)
profundas señas particulares, profesional remunerado que toma parte activa en el desenmascaramiento de los criminales. El futbol, su argot y su mística, se erigen con derecho en nuestra épica contemporánea como una gran metáfora de la vida masculina, mientras que los retazos de narración —dejados como al descuido— se cierran con una estructura afortunada de serpiente mítica que se muerde la cola. Adolescentes en viaje de iniciación, los personajes viriles de El filo diestro del durmiente comienzan con la búsqueda de una Ítaca espiritual y geográfica: Real de Catorce y la experiencia mística del peyote. Los estados alterados de la mente y el conocimiento revelado nos remiten a nuestras lecturas adolescentes de Carlos Castaneda. Sin embargo, nadie prevé la intempestiva venganza de “Mezcalito” sobre el grupo. El cuerpo aparentemente exánime de la compañera tímida de viaje se halla sobre las brasas de la fogata, después de la última noche de ingesta alucinógena. Doce años más tarde, un sui generis grupo de neoyuppies decide llevar a cabo una rebelión absurda contra la vida promedio, contra una existencia gris sin decoro. En su obsesiva búsqueda de lo incierto, desean poner su mundo en riesgo; su instinto lúdico adolescente es tentación mortal, encuentro con el pasado. La idea surge en el espacio de la culpa compartida, el velorio de un antiguo camarada, y en la marginalidad de un tugurio del área conurba-da como voluntad de anonimato y desafío al peligro. Los camaradas conforman así su espacio de autonomía viril, representando a uno de sus escritores predilectos durante reuniones semanales: Reinaldo Arenas, Paul Auster, Rubem Fonseca, Antonio Tabucchi, Edgar Allan Poe y Mempo Giardinelli. La necesidad primigenia de colocarse la máscara es inherente a toda cultura; lo carnavalesco oculta, quizá, el alter ego transgresor —homicida— de la comunidad. En nuestros personajes se ve decantada la necesidad evasiva del pequeño burgués, constreñido a cumplir con las virtudes del éxito social. Ellos descubren, a pesar de su condición limitada, el poder ilimitado de la imaginación narrativa, convencidos instintivamente del poder catártico y revelador de la palabra. Paradójicamente, en este ejercicio su culpa se materializa. La ficción se torna realidad y trastoca esta difusa frontera; persiguen afanosamente la evasión en las letras que, no obstante, acaban por imponer su condena; quedan atrapados en un infierno de mutuas suspicacias: todos ellos son, quizá, corazones delatores. La angustia del grupo se detona con la muerte de su compañero Gustavo; se agudiza con la aparición de una serie de fotografías incriminantes y con la certeza de que la compañera abandonada a su suerte se encuentra viva y buscando venganza. El pacto de silencio se transforma en mordaza de asfixia. “Hay un traidor entre nosotros, esa debe ser la consigna básica de todas las organizaciones”. Esta frase de Ricardo Piglia enerva los temores de los contertulios.
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Héctor Fernando Vizcarra El filo diestro del durmiente México, Editorial Terracota 2013, 176 pp.
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Dos personajes femeninos constituyen el eje narrativo de la novela. Fátima, homónima de la Resplandeciente hija del Profeta del Islam, es —en un principio— presunto cadáver, mujer resucitada para atormentar a los criminales por omisión, personaje pasivo y activo a una vez, poseedora del secreto que pudiese sosegar las aguas o desencadenar la fatalidad, y que se decide por esta última opción. Una estudiante pobre, solitaria, necesitada de afecto y bastante incauta se erige en el Agnus Dei del relato. Joel-Reinaldo Arenas la elige como víctima propiciatoria para ser sacrificada en aras de la paz del grupo y la anulación del pasado. Contrario a lo que Sergei Eisenstein opinaba sobre el género policial como apología de los fundamentos capitalistas, El filo diestro del durmiente socava éstos. En sus páginas el héroe es denunciante — torturado y exiliado— del horror de la Guerra Sucia tanto en Argentina como en México, cuya máxima apoteosis por parte del sistema es su encarcelamiento en plena senectud; así como Vizcarra, quien muy lejos de ser un narrador evasivo pone en contexto el entorno de corrupción, violencia y falsa democracia del México contemporáneo y expone con elocuencia la vacuidad del éxito en las sociedades capitalistas. Los seis yuppies son muestra insigne de la Generación x, de la transición conflictiva entre el siglo xx y el xxi, de la obsesión evasiva ante la desesperanza. Una generación conflictuada, plástica, ferozmente consumista, carente de ideología y compromiso, habitante vitalicia de la crisis, que sin motivación ni esperanza en el futuro es víctima dócil de un miedo abstracto e infundado —cimentado en la culpa compartida— que puede dejar al desnudo una realidad sobrecogedora: en cada uno de nosotros, por anodina e inocua que parezca nuestra cotidianidad, existe un asesino en potencia. Héctor Fernando es metido a Cervantes detectivesco, cuyo Cide Hamete —el académico argentino Néstor Ponce— le informa de las memorias inéditas de un investigador andante que deseó titularlas El filo diestro del durmiente. “A Osvaldo Soriano lo mantenía en pie el deseo de husmear en el monumental sinsentido de la lógica humana”. El periodista argentino y nuestro novel escritor chilango, emprenden y dimensionan, de igual forma, la azarosa peripecia del thriller. La auténtica pesquisa la lleva a cabo el lector, verdadero co-creador y detective, cuyo veredicto es la solución unívoca al misterio.
Naturaleza muerta / Casa del desespero María Baranda
Este es un libro raro y, por eso, único. Es común que el trabajo de una poeta se junte con el de una pintora, lo que es distinto es que cada una le dé nombre a su trabajo de diferente manera pero que, a la vez, logre establecer un diálogo con la otra. La idea de dos títulos le da al libro una ruta de lectura: se puede leer a ambas pero también a cada una. Naturaleza muerta de Mónica Mansour está dividido en veintidós partes y habla de la muerte de la madre en una historia narrada de varias formas, lo que produce un acercamiento desde distintos puntos de vista entre madre e hija. “Toda muerte deja una herencia”, dice la filósofa María Zambrano. Mónica Mansour parece saberlo y desde ahí logra trazar un mundo íntimo y sustancial ligado a la vida mediante la muerte. Esa herencia que se recibe se transforma en una mezcla de recuerdos y memorias que poco a poco va dejando ver esa vida que traspasó a quien la llora. Con la poeta asistimos al proceso de muerte que se desgaja verso a verso ante nuestros ojos:
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Es mi madre y está muriendo nunca aprendí a hablar con ella.
El tiempo del poema es un presente continuo, lo que consigue anclarnos en un momento perpetuo en el que suceden las cosas. La repetición de ciertos versos como el de “siempre quise que muriera” con el que comienzan los primeros poemas tensiona a tal punto la historia que logramos entrar en lo constante de esa muerte. Poco a poco la autora desenvuelve ante nosotros un cuerpo quieto, quebradizo, con la piel ajada, mudo, triste, rancio, asfixiante pero que funciona como punto de confrontación que la obsesiona y desconcierta hasta lograr que los poemas se apuntalen en la fina pauta del dolor. “Con cierto brillo difuminado y una pátina de tenues colores / parece un bodegón / una naturaleza muerta”. El recorrido de voz a lo largo del libro trata de asumir la necesidad del relato como sitio de salvación, como lugar de fuga en donde lo que se dice es parte de un dolor implícito en quien habla. “Hablo de algo trivial o del clima/ algo que no requiera respuesta/ escucha y calla”. La muerte en el poema no es estática, es la posibilidad de un espejo que proyecta vida, que la mueve y que juega con el doble que siempre ofrece la imagen como si fuera una pregunta que se desplaza hacia los sentidos, como si el poema pudiera olerse, tocarse, escucharse, verse: “huele a cremas y perfumes/ huele a canela con jengibre”, “le aparecen costras manchas llagas”, “la cara paralizada en la tristeza”, “los ecos y resonancias de quien ya no está”. Pero más allá de lo dicho o contado en estas páginas, nos encontramos con la versión de un vacío,
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Ilustraciones: Magali Lara
esto es, de una muerte no superada pero que busca un discurso para hacerse posible. Naturaleza muerta es un libro de breves páginas que inquietan al lector, que lo acercan a eso que está dicho o expuesto de una manera clara y directa, como la muerte misma, con una lúcida conciencia de la temporalidad de la vida, donde se explora ese doloroso horizonte de la pérdida con una contención muy necesaria y una franqueza que sucede en el límite de la escritura y que denota que Mónica Mansour está dispuesta a asumir los riesgos al hablar de una situación que la involucra. Y es gracias a ello que el libro resalta y conmueve, capta una voz interior única hasta lograr estremecer, no de una manera sentimental, sino más por asumir un vacío en la existencia. Naturaleza muerta es un libro que verifica uno de los temas centrales de la poesía: el de la ausencia. Y lo hace de una manera que desata, extraordinariamente, el Mónica Mansour / Magali Lara imaginario. Naturaleza muerta /Casa del desespero Por otra parte, los dibujos de Magali Lara, titulados La casa del desespero, son noche pura y México, uam (El pez en el agua) dilatada, campo abierto para la imaginación y su 2014, 49 pp. lugar secreto. Sus trazos obligan a mirar a fondo con la precaución de quien se para en el centro mismo de un coliseo. No hay circo, sin embargo, sino una multitud invisible que acecha en cada orilla de la página. El combate que se libra no es el del gladiador contra los leones, sino el de una simple mujer que dice, gime, grita contra la muerte misma. Hay un mundo permanentemente rojo y creciente que se eleva para caer a tierra. Cada dibujo es colérico y vociferante, estalla a plena luz del alba, vence más allá del discurso y se limita a los detalles más diminutos: una cuerda, unas tijeras, un tallo, gotas de sangre absoluta. Sus dibujos son un corazón que late fuera del tiempo, devoran todo. Magali Lara extrema el silencio: lo hace suyo. No da respiro. Anda a pasos largos y a saltos como si tuviera que salvarse de esa casa donde habita el desespero. Encuentra y recoge, llena la tierra recién arada. Al final, antes de cerrar la puerta, corta a fondo, como si fuera el principio, quizás el acto mismo de una verdad inversa: romper, romper con todo.
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colaboran Rafael Acosta (Coahuila, 1957). Médico especialista alergólogo. Es autor de la novela Los Guardianes, publicada en 2012, y del libro de relatos El gato y otros cuentos. Orfa Alarcón (Nuevo León, 1979). Escritora y editora, autora de las novelas Perra brava y Bitch Doll . Egresada de la Facultad de Filosofía y Letras, uanl. Ha sido becaria del Fonca en dos ocasiones y finalista del Primer Premio Iberoamericano de Narrativa Las Américas. María Baranda (ciudad de México, 1962). Poeta, editora y traductora. Ha publicado, entre otros, El jardín de los encantamientos, Nadie, los ojos, Narrar y Dylan y las ballenas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 2003. Gabriela Cantú Westendarp (Monterrey, 1972). Poeta y promotora cultural. Es directora de Difusión Cultural de la Universidad Metropolitana de Monterrey. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2012. Ha publicado, entre otros, los poemarios Naturaleza muerta y Poemas del árbol. Yamilet Fajardo (Zacatecas, 1988). Cursa la maestría en Filosofía en Historia de las Ideas, uaz. Fue becaria del pecdaz 2009. Su libro Susana y los viejos ha sido seleccionado en la categoría “publicación libro ex-becario”, pecdaz 2013. Recientemente, con La caja de cerillos, obtuvo el premio Ramón López Velarde 2013. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc. Su libro más reciente es La ciudad de los deseos cumplidos, bajo el sello Fridaura. Rodrigo Guajardo ( Cadereyta, 1983). Ha escrito los poemarios 33 sirenas, Stándard y Hangares temblando. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Óscar David López (Monterrey, 1982). Ha publicado Nostalgia del lodo, Kitsch de cuarzo, Roma, Perro semihundido y Gangbang. Ha recibido el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2011 y el Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal 2009. Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro.
Luis Panini (Monterrey, 1978). Es autor de los libros Terrible anatómica (2009) y Mala fe sensacional (2010). Fue incluido en la antología Cuentos desde el Cerro de la Silla. Antología de narradores regiomontanos (2010), publicada por la editorial Anagrama. Gerardo Piña (ciudad de México, 1975). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la unam. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida y La novela comienza. Su novela más reciente es Los perros del hombre. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Antonio Ramos Revillas (Monterrey, 1977). Es egresado de la carrera de Letras Españolas de la uanl. Ha publicado los libros de cuentos: Todos los días atrás, Dejaré esta calle, Sola no puedo, Habitaciones calladas; la novela El cantante de muertos; y las novelas infantiles Los cazadores de pájaros, Reptiles bajo mi cama e Ixel. Alfonso Reyes (Monterrey, 1889 - ciudad de México, 1959). Poeta, ensayista, narrador y dramaturgo. Fue embajador, ministro y representante de México en Francia, España, Argentina y Brasil; miembro fundador del Ateneo de la Juventud, de la Casa de España en México, de El Colegio Nacional y de la Sociedad Mexicana de Bibliografía. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, que dirigió hasta su muerte. Sus obras completas constan de 26 volúmenes. Vladimiro Rivas Iturralde (Latacunga, Ecuador, 1944). Maestro en letras iberoamericanas (unam), ha publicado cuentos, ensayos, novelas y poesía. En 2000 obtuvo el Premio a la Docencia de la uam. Es colaborador de la revista Pro ópera y crítico de ópera en Milenio diario, además de profesor-investigador en el Departamento de Humanidades de la uam-Azcapotzalco. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Mar de la tranquilidad es su más reciente libro. Renato Tinajero Mallozzi (Ciudad Victoria, 1976). Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Es autor de tres libros: Una habitación oscura, La leona y Yorick. En el 2012 fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en la especialidad de Poesía. Iván Trejo (Tampico, 1978). En 2002 obtuvo el segundo lugar en el Certamen de poesía joven Alfredo Gracia Vicente; en 2006, el Premio Nuevo León de Literatura, y en 2008, el Premio Regional de Poesía Carmen Alardín. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León y de Jóvenes Creadores del Foneca de Nuevo León. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.
Descarga Tiempo en la casa, suplemento. El diablo en el jardín Alejandro Licona
En una sociedad donde el volumen y la velocidad de la información configuran nuestro entorno cada vez más, Microsoft y la Universidad Autónoma Metropolitana enumeran los fundamentos de:
El cuarto Paradigma
Descubrimientos científicos intensivos de datos Editado por Tony Hey, Stewart Tansley y Kristin Tolle
Primera revisión integral de un campo en rápido desarrollo: la ciencia intensiva en datos ● La UAM realiza la primera edición para el mundo de habla hispana ● La obra contempla las oportunidades y desafíos de la ciencia intensiva en: ●
Tierra y medio ambiente Salud y bienestar Infraestructura científica Comunicación académica
De venta en librerías: UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sótano · Péndulo
Año XXXIII, Vol. I, época V, número 6 • julio-agosto 2014 • $70.00 • ISSN 0185-42-75
casadeltiempo • número 6 • julio-agosto 2014
Nuevo León, la escritura de los nuevos bárbaros
Su “E ple ld m ia en b l to o en ele el ctró ja n rd ico ín ”, Tie Al mp ej an o en dr la o Li cas co a: na
El diálogo de Alberto Giacometti Romeo y Julieta, ¿quién habla de amor? Mis primeros cuarenta años en la UAM: Vladimiro Rivas