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torre de marfil
Der Himmel über Berlin
Federico Vite
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Ahora suena esa canción y es cuando pienso que protagonizo acciones simétricas. Estoy con una mujer que me hace recordarte. Aprecio la insistencia del destino: se llaman igual. A quien busco en mi mente lleva años fuera de mi vida; quien ahora dormita mientras aumento el volumen de la grabadora es un método para huir con displicencia de los parajes sentimentales impuestos por una separación violenta.
El silencio se agrandaba cuando las volutas de tu cigarro ascendían hasta el techo de aquel departamento de la calle Große Hamburger, pequeñas frases de una sintaxis incandescente, pensamientos evaporándose rápido, destellos de una vida funesta. Suspirabas girando el rostro hacia el biombo. —¿En quién estás pensando? —intenté hurgar en tu corazón. —Ataques de ansiedad, marejadas sentimentales, ideas que terminan lacerando mi pecho.
Recuerdo que charlamos en la cama, abrazados para mitigar el frío. Finalmente, yo también sufrí ataques de ansiedad, marejadas sentimentales. Eras un bosque repleto de árboles espléndidos que no le tenían miedo a la muerte.
La mujer de ahora desnuda el tatuaje de la entrepierna: serpiente bífida buscando un árbol de gran follaje. Bosteza, el cabello largo y castaño oculta el rostro. Se parece tanto a ti, incluso en la voz grave.
Esta noche cumpliríamos quince años de vida juntos; pero aquella madrugada, cuando los dos éramos una respuesta sentimental al ansia del otro, supe que tu intención no era seguir viva. Intuí la tragedia al ver cómo colocabas el cuchillo sobre tus muñecas delgadas, blancas y suaves mientras yo fingía que estaba completamente dormido.
La mujer de mi cama se levanta rumbo a la cocina. Escucho que abre el refrigerador, pone un vaso sobre la mesa; el sonido del líquido golpeando el cristal crea
la fonética sutil de un espejismo. El contacto de su cuerpo en la duela indica, sin duda, que no vivo con tu fantasma. Por la ventana descubro las calles vacías e iluminadas por los faroles. Un hombre rompe la nocturnidad fría del instante al poner en movimiento las ruedas de su bicicleta: atraviesa esta urbe entre los sueños de los habitantes.
La última vez que estuvimos juntos escuchamos la radio; nos miramos larga y deseosamente. Estaba esa canción de fondo. Salgo de aquel tiempo para entrar en otro cuando la mujer de ahora prende un cigarro con mi Zippo. Al ver el fuego sé que soy algo nulo, la repetición de todo lo que he perdido.
En la medida que pasaron los años conocí el lenguaje femenino del silencio: tus ojos grandes aprehendían todo. Me observaban de muy cerca. Olía tu perfume todo el tiempo, el sándalo que ahora asocio al temor, porque aún sé que me persigues sólo para comprobar que no me he recuperado del todo de tu adiós contundente.
La fonética del radio proyecta en mi mente imágenes insuperables en oficios amatorios. La mujer de ahora observa mi nostalgia, la reprueba con la mirada. Debo parecer un retrato de Edward Hooper, abrumado por el veneno de los colores melancólicos. —¿Sigues ahí? —frota sus párpados con los dedos de las manos, sus tetas son la mejor invitación para regresar a la cama, y levanta suavemente la pierna; su talón blanco parece haber nacido de la nieve—. Ven, pequeño.
Tengo la acústica vital de mi pasado. Al oír la canción entiendo una cosa: la vida incrementa mi ansia. Nunca habrá reencuentro en la justa dimensión de nuestros planes. —¿Te acuerdas de la película donde aparece un ángel que anda por el mundo como si nada? —pregunta la mujer de ahora. —Oui, mademoiselle. —Soñé que tú eras el ángel, pero no me buscabas. Seguías a una mujer como yo, pero no era yo. Tenía el cabello largo, muy lacio y castaño. Sin tatuajes ella, nada encima de la piel, ni tanga siquiera; la muy puta te bailaba. —Va bene, amore. —¡Pequeño! Mañana piensas todo el día, anda. Tengo frío. Ven, rápido, ven muy rápido, ven, por favor —golpetea el colchón con la planta de los pies.
La canción se acaba.
Algo amargo sube hasta mi boca, aprieto la mandíbula: respiro profundo. Cuento mentalmente: uno, due, tre, quattro, cinque…
Me levanto de la silla. Quiero callar a la mujer de ahora. Necesito hundirla en otros mundos lejanos al mío. Con el pulgar de mi diestra froto sus labios vaginales. Abre las piernas, comienza levemente a empujar la cadera. Mi lengua se une a sus pezones erguidos. Desciendo por sus piernas; lamo el talón, los dedos del pie. Y la serpiente tatuada en ella, minutos después, toca mi mejilla. Busco desesperadamente tu voz, tu presencia. Al cerrar los ojos nuevamente estás conmigo. —Entra, pequeño. ¡Entra! —sujeta mi espalda y me acomodo, con los ojos cerrados, sobre ella. Pienso en el mar, en cuerpos de agua golpeándose, en la suavidad de la espuma, en el sonido de esa carne chocando. Permanezco a su lado, sin tocarla; escucho su respiración, siento la presencia voluminosa de sus nalgas, son una especie de resplandor carnal que palpita. Un escalofrío me ataca. Te siento observándome. Apago la grabadora y me dirijo al baño. Me lavo la cara con agua fría. Me rasuro y vierto gel en mi cabello para peinarme de lado. Preparo café en la cocina; me sirvo una taza y enciendo el televisor: ahí está ese ángel con su gabardina oscura. Observa los movimientos de una mujer; desde la inmensidad de un edificio persigue con la mirada el cuerpo blanco, terrestre y grácil de la elegida. Pienso que yo también hablo de un ángel cuando te nombro.