Año XXXIII, Vol. I, época V, número 8 • septiembre 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75
Metrópolis Raquel Castro Marina Azahua Antonio Bravo Fabiola Camacho Tayde Bautista Alberto Chimal Ramón Castillo
Ramón Oviedo: el gesto, el espacio, el tiempo Multifamiliares y condominios
Su pl “P em ue en r t to a e so lec le tró da n d” ico ,D T io iem ni p ci o e o M n la or al cas es a:
casadeltiempo • número 8 • septiembre 2014
Jesús Vicente García
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Novedad editorial
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Enfoque pragmático de las políticas de apoyo para el desarrollo y la difusión de ecoinnovaciones. Explora los vínculos entre las políticas de ecoinnovación y áreas como la industria, la competencia y la cooperación internacional. Útil paquete de políticas para que los gobiernos aprovechen su potencial de crecimiento ecológico.
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editorial Parece inverosímil, pero es verdad. El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra verosímil en su segunda acepción como: Creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad. Por tanto, inverosímil sería algo que no sería creíble por implicar cierta falsedad; o quizás podría especificarse como algo tan poco creíble por la evidencia de lo falso que entraña. Pues bien, resulta inverosímil que algunos funcionarios de la agencias del gobierno quieran ver a la Universidad Autónoma Metropolitana como una universidad local, tal vez porque el significante “metropolitana” les parece que alude al área que corresponde al centro del país, o incluso porque se remite exclusivamente a la ciudad de México. No sólo es ignorancia respecto al estatuto legal de nuestra institución, que es de nivel federal, además de pública y autónoma; entraña el desconocimiento —en el sentido del velo que impide ver y comprender— del punto de vista que mantienen las universidades públicas, y en general de las funciones inherentes de la universidad (como las definió José Ortega y Gasset). Ciertamente, la universalidad nos acompaña como instituciones, no obstante el abandono del enfoque aristotélico según el cual el saber científico sólo es lo universal. Hoy las ciencias, en todos sus terrenos, hablan de conjeturas generales, provisionales y revisables. El hecho de que ya no haya tentativas de universalidad en el saber no significa que las universidades, como organismos de investigación, docencia y difusión de la cultura, se circunscriban a un terreno local, particular. Hay y puede haber especialidades, carreras o enfoques determinados, pero las universidades realizan sus actividades sobre temas o cuestiones que rebasan los límites geográficos (sin que ello impida las investigaciones concretamente delimitadas en una zona) e inclusive las fronteras temporales. En este número de la revista Casa del tiempo se revisan temas como la música popular o los avatares del mundial de futbol en el Distrito Federal; incluso se presenta una revisión crítica de la película Ninfomanía de Lars Von Trier. ¿Serán temas sólo locales? ¿La poesía sólo es particular de una región o habla de temas generales? ¿Estamos equivocados o los funcionarios tienen razón en vernos mirando a un mundo aldeano? (WB)
editorial, 1 Rector General Salvador Vega y León
torre de marfil
Secretaria General Norberto Manjarrez Álvarez
Cuatro poemas, 3 Audomaro Hidalgo
Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate
profanos y grafiteros
Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiii, vol. i, época v, núm 8 • septiembre 2014. Revista mensual de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada Alejandro Arteaga diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor responsable: Bernardo Ruiz. ISSN 0185-4275. Precio por ejemplar: $60.00; franqueo pagado, publicación periódica. Permiso número 0360681. Características: 238261212; autorizado por Sepomex. Certificados de licitud de título y contenido de la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas números 553 y 633 del 27 de junio de 1980. Casa del Tiempo es nombre registrado en la Dirección de Reservas del Instituto Nacional del Derecho de Autor. Reserva del título: 622-84. Reserva de características gráficas: 30-93. Impresión: Impresos Trece, S. de R.L. de C.V., Mar Mediterráneo 30, col. Tacuba, Delegación Miguel Hidalgo, 11410, México, D.F., tel: 5399 9932. Distribución: Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Tiraje: 1,000 ejemplares. Casa del Tiempo no responde por originales y colaboraciones no solicitados. Todos los artículos firmados son responsabilidad de sus autores; los títulos y subtítulos de la mesa de redacción. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de la publicación sin autorización de la UAM.
¡Música, Maestro!, 6 Raquel Castro El color verdadero de lo no azul, 10 Marina Azahua El hoyo funky y los desertores de los atrios novohispanos, 13 Antonio Bravo El cuerpo y la ciudad, 16 Fabiola Camacho Navarrete Yo, el de antes, ya no soy el mismo, 20 Jesús Vicente García Los grafitis del Multifamiliar, 24 Tayde Bautista El barrio de los muertos, 28 Alberto Chimal Brevísima y veloz presentación del peatonauta, 31 Ramón Castillo
ménades y meninas Ramón Oviedo: el gesto, el espacio, el tiempo, 34 Miguel Ángel Muñoz Terrores de la modernidad mexicana: el Condominio Insurgentes 300, 39 Jorge Vázquez Ángeles
40 + 10 Una historia de la uam. Primera inscripción e inicio de cursos, 44
antes y después del Hubble El inalcanzable león, 47 Mariana Bernárdez Los privilegios del pecado, 49 Rafael Toriz De Brujos, Magos y Sumos Sacerdotes, 52 Jaime Augusto Shelley Centralismo en derechos de autor, 55 Paul Jaubert
armario
La psicología de los aparadores, 58 Rip-Rip
intervenciones, 60 Mateo Pizarro
francotiradores Ninfomanía: olvídate del amor, pero también del porno, 61 Verónica Bujeiro Instrucciones y propuestas a la debacle, Teorías y políticas territoriales, 64 Francisco Mercado Noyola De ciudadanías hirientes. Poemas civiles de Gabriel Trujillo Muñoz, 67 José Salvador Ruiz El fin de la inocencia, 70 Llamil Mena Brito
colaboran, 72
Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Puerta soledad Dionicio Morales
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Cuatro poemas Audomaro Hidalgo
Declaración Yo, hijo del agua y del fuego, hermano de los árboles, enemigo de lo oscuro, no de la noche, confieso mi devoción por toda clase de pájaro. Mi derrota es no tener alas cuando miro hacia arriba y debo mantenerme, aprender la paciencia de las piedras y de las hormigas. Estoy de pie sobre la tierra, en el lugar que el sol me ha asignado crecen mis raíces, se hacen fuertes, resisten. Vivo porque la vida es mi destino verdadero. Soy un fiel seguidor de su luz. La vida me dio este cuerpo con vocación de árbol que no teme a las tormentas.
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Tauro A partir de un cuadro de Remedios Varo
Qué sueño delirante dibujó tu figura amarilla toro alado cara de mujer patas de caballo mirada triste y bigotes asciendes extraviado en un limbo creado para ti expulsado de tu casa la segunda del camino zodiacal alejado de tu elemento tierra cruzas con resignación visible las constelaciones del lienzo y no hay lugar suficiente para ti en los catálogos y las clasificaciones [eruditas no existen frases que traduzcan con otras frases tu drama porque la soledad astral que habitas es sólo tuya pero tú llegas de pronto a mí como una flecha encendida que cruza [rozando mis ojos llegas desde el hoyo del pasado como un ave oscura que porta en su [pico el carbón de las heridas me hablas de la quemadura interna que deja el llanto del tedio que nos encierra varios días sin ganas de hablar con alguien de los vínculos encontrados entre la partida de aquella muchacha que [amé (también Tauro) y tu patética soberanía en el vacío del recuerdo que se aleja despacio como un pordiosero cansado de [pedir limosna de algún modo todo esto se va contigo por fin hasta que la nebulosa de sangre cubre tu cuerpo lo pierde mientras te apartas de mi camino en tu viaje donde te ha [sitiado la mirada y el pincel alucinado.
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De Lugarda 5 La luz de Isla Aguada cae sobre nosotros, inmensa vasija de fuego, se vierte hasta cubrirlo todo. La blanca arquitectura del puente brilla como el vuelo pausado de las gaviotas. Bajo el mediodía el mar construye torres transparentes. Como un espejismo lejano, arden las casitas del pueblo y las botellas tiradas en la arena arden. La sal devora unos troncos semienterrados. La felicidad existe y es poner en tus manos este caracol que robo a los dioses de la espuma, es mirarte de pie en el agua con el sol a tus espaldas, abrazarte cuando sopla el viento y pasa una corriente. La luz de Isla Aguada nos protege. 15 Arde la semilla blanda y húmeda arde al paso de la lengua con el ir y venir de la lengua y los labios también arden las estrellas allá afuera las voces los cuerpos desnudos las sombras en la pared la habitación desordenada arde blanda indefensa la semilla que ocultas descubrimiento de la lengua en tu humedad nocturna en tu agua de vida hoguera que enciendo por las noches estrella errante caída en mis manos en la lengua caliente cada vez más la semilla crece si la muerdo si la toco con la punta de la lengua crece gota de sal botón de fuego que no quema cuando estalla líquido suave en mi lengua.
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¡Música, Maestro! Raquel Castro
No es nuevo eso de que suban músicos a los camiones, que toquen o canten una o dos piezas y que pidan “una cooperación”. Es más: por razones sentimentales, yo solía darles una moneda a los que tenían cara de hippies y tocaban a Sabina o Delgadillo. Pero el asunto comenzó a complicarse cuando ya no era un joven greñudo y barbón con su guitarra el que nos amenizaba el viaje, sino tríos y hasta cuartetos. A veces uniformados. Es, hasta cierto punto, entendible: de algo tenemos que vivir y la libre competencia urge a estos intérpretes a ser originales y crear un sello personal, de ahí los trajes especiales y las pistas grabadas. Además, tengo que admitir que no me di cuenta de la evolución de la música de colectivos sino mucho después, el día en que nueve jarochos vestidos de blanco, con jarana, arpa y marimba incluidas, se subieron al camión en el que me dirigía a la escuela. Me pareció excesivo, pero mi pensamiento se perdió en el laberinto de la política económica global y no volví a acordarme del asunto durante un par de meses hasta que, en la misma ruta, subieron los mismos jarochos. Bueno, no eran exactamente los mismos: ahora traían dos bailarinas, un coreógrafo y al técnico de las luces. A partir de ese día empecé a poner atención en las intervenciones musicales de los colectivos que abordo: quintetos pop, mariachis, coreografías de musicales de Broadway... y no me escandalicé de todo eso, porque me considero progresista y me da gusto ver las formas alternativas de ganar dinero que se van inventando las personas. A fin de cuentas, prefiero que suban a cantar (aunque hagan playback) a que asalten el colectivo. Sin embargo, hace un par de semanas ocurrió algo que hizo que mi forma de viajar por la ciudad cambiara radicalmente. Era una escena típica: un microbús no muy lleno: todos los asientos ocupados, pero apenas unas seis o siete personas paradas. El fondo del vehículo estaba acaparado por una señora con huacales (con patos, pollos y un guajolote) y una pareja de adolescentes que se besaba sin inhibiciones. Yo canturreaba aquello de “un elefante se columpiaba” para tratar de abstraerme de las cumbias a todo volumen (favoritas de todo conductor que se respete). Iba en el trigésimo cuarto elefante cuando paramos en un crucero de esos de altos
interminables. Ahí, un joven vestido de smoking subió al micro y pidió permiso de subir a “pedir una cooperación”. El chofer se encogió de hombros y apagó su estéreo. Los pocos pasajeros que iban de pie, acostumbrados a las intervenciones artísticas de la ruta, instintivamente se movieron para dejar espacio en el pasillo. Sólo que el joven no traía ni guitarra, ni acordeón, ni grabadora. Lo único que hizo fue sacar de su bolsillo algo que en el momento me pareció una antena de auto o una aguja para tejer, e hizo con la extraña herramienta una seña hacia la calle. Subió otro joven de etiqueta, cargando una silla y un violín. Dejó la silla en el piso y dio la mano solemnemente al de la aguja de tejer o varita mágica (pensándolo mejor, parecía más una varita mágica que una antena de coche). Entonces subieron varios más, todos con sus sillas y con diversos instrumentos: más violines, violas, oboes, flautas y hasta platillos y un triángulo. Con modales impecables, el de la batuta (al ver tantos instrumentos entendí que eso era la varita) le pidió al chofer que abriera la puerta de atrás. Otros dos jóvenes de smoking entraron por ahí con un piano vertical que pudieron meter solo a medias. Entonces, a una señal del de la batuta, comenzaron a sonar los acordes de Carmen. Por el quemacocos bajó una mujer muy gorda, vestida de gitana, seguida por un fulano bastante feo disfrazado de torero. El feo y la gorda cantaron apasionadamente. Actores entraban por donde podían y cantaban sentidas arias, mientras los tramoyistas se descolgaban por las ventanillas abiertas, haciendo verdaderos milagros para mantener en su sitio la escenografía pintada a mano. Perfectamente integrado con la melodía, un toro metió el morro por una ventanilla para resoplarle amenazadoramente al pobre hombrecito de traje gris que leía su periódico en ese asiento. Segundos después, el del periódico se dio cuenta de que el bovino sólo quería ver las noticias deportivas mientras le tocaba participar en la puesta en escena, así que con resignación le compartió el diario. El director de la orquesta vial parecía encaminarse al éxtasis mientras los músicos se concentraban en su ejecución. Para algunos era un poco difícil porque no habían alcanzado silla y estaban sentados en las piernas de los pasajeros; por ejemplo, el gordito del trombón se movía a cada rato, muy probablemente porque las rodillas huesudas de su pasajero-asiento eran muy incómodas. El muchacho del triángulo, aburrido porque su participación era esporádica, desde la puerta gritaba “súbale, súbale”, mientras el pianista se equilibraba con una habilidad portentosa entre su instrumento y los escalones de la puerta trasera. El toro despegó la vista del periódico del hombrecito de gris justo a tiempo para mugir como indica la partitura. Cuando faltaba muy poco para el aria de “Toreador”, los jarochos de la vez pasada trataron de subirse por la puerta de atrás, pero se los impidió el piano.
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Al ver que ya había otro espectáculo en la unidad, hicieron un teamback en el que resolvieron sumarse al show en turno. Se metieron por la ventanilla del chofer y comenzaron el zapateado, nada más que en vez de hacerlo estilo veracruzano lo convirtieron en una jota española, más adecuada para la ocasión. Justo cuando la gorda iba a cantar su aria final, el guajolote del último asiento se salió del huacal en el que estaba, revoloteó hasta posarse en la cabeza del director y cantó: Gordogordogordogorigooooo. Al de las percusiones no le importó que no hubiera sido la soprano quien cantara la última parte y golpeó con fuerza los platillos. El eco del último acorde se quedó vibrando en el ambiente durante unos segundos, tiempo suficiente para que los pasajeros cerráramos la boca. El hombrecito de gris dio la vuelta a la página de su periódico y con eso rompió el hechizo: todos aplaudimos, primero con timidez, luego con verdadero
entusiasmo. Algunos pasajeros hasta se pusieron de pie, a costa de tirar a los músicos de su regazo, e incluso hubo quien pidió un encore. Cuando el guajolote pasó junto a mi lugar, recolectando la cooperación en el sombrero de uno de los jarochos, deposité mi cartera completa, sin sacarle siquiera mi credencial de elector o la tarjeta de crédito. Pasaron varias cuadras antes de que recuperara el aliento. Ahora tengo un problema: mi forma de viajar ha cambiado radicalmente y ahora no puedo llegar a mis compromisos, porque en vez de tomar la ruta que me tendría que dejar más cerca del lugar al que voy, elijo los colectivos que traen el mejor espectáculo. Sé que me van a correr si sigo faltando al trabajo, pero ¿cómo voy a tomar la combi que me lleva a la oficina si sólo tiene el re-re-reencuentro de Timbiriche? En cambio, ¡mañana dan Aída en el foráneo que va de Indios Verdes a Ojo de Agua! Me mata de curiosidad saber si será con pirámides y elefante incluidos.
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El color verdadero de lo no azul
FotografĂa: Alejandro Arteaga
Marina Azahua
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Durante el verano aquí llueve como si la historia buscara clamar venganza por todo lo que ha salido mal en su pasado. Es un manar despiadado que persiste por horas, un brotar que empapa en segundos, del tipo que destruye paraguas sin pizca de misericordia; es inevitable, imparable, esta lluvia de la ciudad ombligo. Por días parece como si el lago, los lagos, que alguna vez habitaran tan cómodamente este valle, reclamaran con éxito su lugar propio. De pronto las calles se vuelven ríos, y los parques se convierten en albercas, y los autos son ya patos oscilantes vaciados de pasajeros, y las casas se llenan de agua, y sus paredes presienten las marcas horizontales que en el futuro recordarán el paso de la inundación. Entonces, la lluvia se detiene. Pero sólo por un rato. Sólo para dejarnos sobrevivir. No dura tanto como para matarnos. Sólo lo suficiente para ser tortura, no tanto como para volverse muerte. Entonces regresa ese llover, y quizás granice y las calles se conviertan en papel, y los libros se vuelvan pulpa, y los motores de los automóviles sean ahora resbaladillas de balneario, y los escusados se vuelvan monstruos vomitadores de agua. Esta es nuestra lluvia de alta montaña. Y la amamos un poco en medio del odio. Sí, somos masoquistas. ¿Cómo podríamos no serlo? ¿Acaso no continuamos viviendo aquí? Es exactamente por estos diminutos y adorables sufrimientos que continuamos aquí. Existe un innegable atisbo de emoción oculta en el preguntarse si acaso uno logrará volver a casa, o si terminará secuestrado por el agua. La imprevisibilidad es el origen del asombro. La emoción de vivir inmersos en lo surreal nos recuerda —no como observadores, sino como sus participantes más encariñados— que aquí nada se puede dar por sentado. Se trata del producto de cuatrocientos años de necios intentos por domesticar esas taciturnas expansiones de agua original y del éxito subsecuente pero antiestético de haber dominado al paisaje al encarcelar el agua de la manera más patética posible: entubando ríos, convirtiendo el agua en drenaje y a los lagos en páramos polvosos. Pero la naturaleza toma venganza. Y cuando el agua regresa, queriendo reclamar lo que es suyo, se aloja donde puede; no tiene a dónde más ir más que a donde le corresponde. Y por eso se queda. ¿Quién la puede culpar? No queda tierra que la absorba, no existen cultivos que la beban ni esponjas que la ayuden a encontrar su sitio. Así que el agua se queda. Deambula como visitante incómodo por algunos días, pareciera que con la intención de complicarnos un poco más la vida. Uno podría imaginar a la ciudad de México inundada de azul, pero jamás será así. Aquel que por inocencia considere al agua una entidad azul, no ha fijado la vista por tiempo suficiente en un vaso de ésta. O no ha vivido una inundación. En el primer caso se trata de transparencia, no azul; en el segundo caso, oscuridad. Porque el agua de las inundaciones está destinada a englobar un exceso de colores: aquellos de todas las cosas contra las que arremete. No puede considerarse de color alguno. Se trataría más bien del pigmento de la unión de todos los colores posibles.
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La hemos hecho inútil. A causa de nuestro abandono, al agua le resulta ahora imposible producir frutos, encontrar su cauce. Está perdida por nuestra culpa. Bien, dice ella, entonces yo haré que les resulte a ustedes imposible llegar a sus casas a tiempo para cenar. Y se queda, oscura como la violenta noche de esta ciudad monstruo. Insiste en alojarse donde alguna vez vivió, donde alguna vez cubrió tanta rareza urbana antes de que hubiera concreto y pavimento, antes de que se quedara domesticada. Pero el concreto sí vino, y el pavimento sí cubrió. Y triste, lentamente, el lago se convirtió en lodo gelatinoso, y los antes canales son ahora caminos blandos. Una vez que todo estuvo cubierto, y terminamos cómodamente situados sobre una créme-brulé gigante —aquí, en lugar de que una fina capa de azúcar nos proteja de la natilla subterránea, lo hace una delgada capa de asfalto—, entonces los edificios se comenzaron a hundir. Conforme los edificios más pesados se sumieron, los más ligeros se elevaron. Así funciona la compensación del miasma que se pierde por debajo y se resitúa como ganancia en otro sitio: la topografía se volvió un proceso continuo de cambio y resistencia. Aquí nada es para siempre, todo es cuarteadura en potencia. Mutan casi todas las cosas, y por eso carece de sentido acostumbrarse a ellas. En concordancia con el cambio, la pulpa gelatinosa que yacía bajo nuestras calles eventualmente se secó, y tras décadas de aridez crónica quedó una breve capa, esa costra quebradiza de concreto endeble. Y cuando llueve, se rompe; como la capa de azúcar de la créme-brulé cediendo ante la gula de la cuchara plateada. Pero el relleno, aquí, está lejos de ser dulce y suave. Al contrario, resulta una textura cavernosa y repulsiva. La consecuencia inmediata del resquebrajamiento de nuestra superficie es que, en cuanto llegan las lluvias, aparecen sobre el pavimento de la urbe agujeros de enormidad creciente. Cavidades de metros de diámetro y fondo aparecen de la nada, engullen árboles, autos,
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borrachos curiosos. Ya no nos hundimos; desapare cemos. Caemos, cada vez más, en las grietas que nosotros mismos hemos creado. Ahora entiendo lo que somos verdaderamente: no sólo la costra de una ciudad flotante sin tierra debajo, más bien somos una acumulación de aire pútrido donde antes hubo agua. Comienzo a creer que tal vez nada nunca ha existido bajo nuestros pies. Tal vez estamos destinados a flotar: antes sobre agua, ahora sobre un turbio vacío. Una de estas hendiduras ominosas apareció un día, casi inocente —después de una fuerte lluvia, por supuesto— afuera de la casa de un amigo. Preocupados porque esta pequeña rajadura en el pavimento se intensificara, y eventualmente el vacío terminara tragándose a la cuadra entera, la familia informó a las autoridades. Con prontitud inesperada apareció un equipo de mantenimiento urbano para rellenar y repavimentar la terrosa herida. Comenzaron por pretender rellenar el hueco, pero el espacio interior de la rajadura, que pronto se abrió más, y más, y más, parecía eterno. Los trabajadores del Estado no lograban rellenar el vacío. Nadie sabía dónde terminaba toda esa arena que se vertía inútilmente. No importaba cuánta tierra entraba en el agujero, siempre parecía haber más espacio por llenar. Desistieron; terminaron por repavimentar el hoyo como pudieron, sin rellenar lo inrellenable, como si intentaran reparar el cascarón de un huevo involuntariamente roto en el supermercado. Se fueron y nunca más han vuelto. Pero el hueco en la tierra sigue apareciendo, año con año, durante la época de lluvias, convertido en un recordatorio anual del abismo que un día nos tragará por completo. Habrá que esperar al siguiente gran temblor. Ojalá, mínimo, suceda durante las lluvias, para que cuando la costra bajo nuestros pies falle, nos encontremos flotando en agua en lugar de vacío. Imagino a esa agua ennegrecida por la diversidad de su contenido. No será azul. Y sí será difícil encontrar el camino a través de ella.
El Hoyo funky
y los desertores de los atrios novohispanos Antonio Bravo
En las grandes urbes, carentes de espacios para reinventar las aglomeraciones lúdicas, los recintos se adaptan a las necesidades de expresión multicultural, danzarina, musical o, de plano, desmadrosa. Porque al abandonar el hogar, los seres urbanos dejan en los clósets las “buenas costumbres”, las humedecen de manera sutil al remojar el pan sobre el café con leche y al ingerir los huevos de siempre, cada vez más insípidos como el beso de despedida en las frentes de sus queridos seres. Y para continuar con sus querencias de largo aliento y no enloquecer, hay que devorarse el espectáculo tragicómico, a veces dramático, que le brindan las avenidas plagadas de polifonías siempre renovadas, cuya estructura rítmica muda de métrica paso a paso, en cada transbordo subterráneo o en infelices encuentros con la erección de edificios altaneros que amenazan con rasgar las notas nubarrosas de la partitura celeste. Sí, ¿qué sería de este gremio sin lugares para agotar en vaivenes corporales las pocas energías que les deja su rutinario trajinar? De tan trascendentales festines se percataron bien los frailes conquistadores del espíritu, quienes al llegar a territorio hoy defeño, se encontraron con las danzas rituales y las primitivas músicas de los naturales. Fue en la Navidad de 1528 cuando Pedro de Gante, en su afán por convertir a sus politeístas criaturas a la religión del “único Dios”, organizó un colosal convite al que fueron invitados los principales de todo el Valle de México. Sin censura, los invitados cantaron y bailaron arropados por sus mejores galas, y alcanzaron tal grado de éxtasis que allí, en el atrio del antiguo convento de San Francisco, elevaron un enorme y caprichoso tronco en forma de cruz. Las crónicas y entusiastas cartas acometidas por amanuenses franciscanos consignan que aquella celebración marcó el punto de partida de la evangelización. Desde entonces, los atrios serían el escaparate de las sincréticas formas laudatorias al altísimo, ostentando en cada ceremonia el desarrollo musical e instrumental que los agraciados estudiantes de las escuelas anexas a los monasterios gustosos cultivarían.
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La separación del monasterio por parte de los encargados de las danzas y los músicos fue inminente, liberadora en más de un sentido, y, sin dejar de rendir culto a santos patronos, se formaron cofradías y gremios de indios. Fue entonces que la música mestiza ocupó otros espacios y llegó a las casas, aunque no sin algunas restricciones. Y eso fue trascendental, no sólo por la adopción de lo profano, de sones y fandangos, sino por la fundación de escuelas dedicadas a desvelar otras formas de cantar y tocar, aunque se practicaran en lugares resguardados de la represión eclesiástica, tal como sucedería siglos más tarde con los hoyos funkys, bautizados así por el escritor e historiador del rock, Epicuro de Pasto verde, Parménides García Saldaña. El salto cuántico-cronométrico no lo es tanto si consideramos que muchos de los espacios de solaz y sano esparcimiento de la ciudad de México han surgido como tabla de salvación en el perenne naufragio sobre las hostiles aguas de la censura. Los chavos de los setentas del siglo pasado, al igual que sus mestizos antecesores novohispanos, como el agua, siempre buscaron la salida a sus ímpetus de expresión y consumo cultural, o mejor dicho, contracultural. Los hoyos funkys fueron esas grietas de fatiga por donde la fogosidad de los rockeros formó los mantos freáticos de la postrera creación en libertad de la música juvenil. Surgieron como respuesta a la reacción miedosa, represiva, del gobierno echeverrista que había teñido de sangre el Jueves de Corpus; por eso se enviaron elementos de las corporaciones públicas de seguridad e inteligencia a monitorear la masiva reunión de Avándaro. A los obtusos emisarios quizás les temblaron las piernas cuando Peace & Love interpretó “Mariguana” y la rola que derramó el vaso de la intolerancia, “Tenemos el poder”, cuyo coro contagioso cantaron, gritaron, chillaron poco más de trescientas mil almas subversivas. Por supuesto que esta exclamación colectiva no fue ajena al Secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, quien presto puso en marcha la tristemente célebre prohibición de eventos masivos.
Esto no era nuevo, y no me refiero al pasado reciente de la capital del país, es momento de regresar sin dilación al siglo xvi. El rey de España, Felipe ii, ante las constantes quejas del Santo Oficio de la colonia, redactó una cédula dirigida a los “Oidores de la nuestra Audiencia Real de la Nueva España”, fechada en 1561. He aquí un fragmento consignado en el libro Historia de la Música en México, de Gabriel Saldívar: A Nos se ha hecho relación que hay en gran exceso y superfluidad en esta tierra, y gran gasto, con la diferencia de géneros de músicos y cantores que hay, con trompetas reales y bastardas, clarines, chirimías y sacabuches, y trompones, y flautas y cornetas […] y que de ello se siguen grandes males y vicios, por los oficiales de ello, y tañedores de los dichos instrumentos, como se crían desde niños en los monasterios [...] son grandes holgazanes, y desde niños conocen todas las mujeres del pueblo, y destruyen las mujeres casadas y doncellas, y hacen otros vicios anexos a la ociosidad en que se han criado; y lo mismo de los cantores […] y que conviene que vosotros y los prelados y provinciales os juntéis, y platiquéis y deis orden en la reformación de lo susodicho, porque importa mucho a el servicio de Dios y quietud de los pueblos y ocupación de los indios, para evitar los grandes pecados que los susodichos cometen […] Fecha en Toledo, de diez y nueve de febrero de mil e quinientos y sesenta y un años. Yo el Rey (rúbrica). Por mandato de su Majestad, Francisco de Erasso (rúbrica).
En defensa de tan vituperados músicos en ciernes, cabe argumentar que para aquellos “grandes holgazanes”, ejercer un hábito tan condenado por la corona sólo obedecía al cumplimiento de una labor social, de suyo necesaria como la dieta común: distraer del tedio plomizo a las “mujeres casadas y doncellas” sin importar cómo se lograra, sea por sus virtuosísimas dotes instrumentales o por los seductores “vicios anexos a la ociosidad”. Como haya sido, maridos y padres agradecían el mejor humor en que encontraban a sus sometidas féminas al regreso de sus faenas diarias. Y antes de retornar al setentero ambiente del rock underground de la pasada
centuria chilanga, se destaca otro pasaje censurador como el que más. Se localiza en el capítulo que hace referencia a la “Introducción del Vals” en nuestra patria, atareada, por cierto, en fraguar su independencia. En la esquina del documento citado por Saldívar, a su vez extraído del Archivo General de la Nación, aparece la fecha 1815, y después de algunos párrafos colmados de reprobación a los “deslices” pro vicios del “hombre atrevido y licencioso” que practica “el pecaminoso e inhonesto (sic) baile”, se lee lo siguiente: […] para comenzar a bailar toman a su compañera de la mano, siendo esto entre muchas parejas de hombres y mujeres de todos estados, comenzando a dar vueltas como locos se van enlazando cada uno con la suya, de manera que la sala donde se ejecuta el enredo que forman figura una máquina a la manera de los tornos que usan los que fabrican seda; y no sin propiedad y sí con sobrada malicia inventaron tal artificio, pues es una verdadera y bien concertada máquina donde traman y urden el modo de engañar y corromper a las jóvenes inocentes. […] Dejo a la alta consideración de V. S. Ilma. los incentivos libidinosos que a más de los que ellos muy tranquilos y sin remordimientos en su conciencia ejecutan.
Casi dos siglos después, en otros espacios como el “Salón Chicago”, el “Maya”, el “Siempre lo mismo” o el gimnasio de la Nueva Atzacoalco —no muy lejanos a donde se bailaba el cándido vals— otros donceles diletantes de circunvalatorias danzas, sin importar les si les acompasaba el ritmo algún cofrade o alguna amistosa chava “buena onda”, agitarían “lascivamente” sus enclenques corporalidades al sonoro rugir de las gargantas y guitarras del Toncho Pilatos, Tinta Blanca, Dug Dug’s y Love Army, por sólo mentar, con nostalgia de la buena, algunos. Así, se cumplía una vez más la perenne huida, escape del constreñimiento oficial, familiar, moral y religioso al que se veían sometidos antes, muy antes, los jóvenes desertores de los atrios novohispanos, tan hermanados en padeceres con los habituales de los hoyos funkys.
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El cuerpo y la ciudad Fabiola Camacho Navarrete
Durante el Feminism global de 2010, la artista visual sinaloense Teresa Margolles expresó: “las morgues funcionan como termómetros de las sociedades. Los cuerpos depositados en ellas cuentan las historias subterráneas de las metrópolis. En los restos quedan impresas las cartografías, extraviadas o invisibilizadas, de los murmullos o gritos de una urbe que cumple con sus habitantes la otra parte del ciclo vital, la muerte”. Desde 1999 y hasta inicios del año 2000, el colectivo semefo resignificó el dolor de los moradores de esta región. En sus piezas y performances manifestaron mediante la vida del cadáver la irrecuperable visión de Anáhuac. Teresa contribuyó a preparar la taxonomía de la ciudad en su faceta de despojo, la reconstrucción de las narraciones que son deslizadas sobre la plancha de asfalto. La ciudad de México nace muerta. El corpus urbano se presenta desde su concepción de extrañamiento; una pátina que imposibilita la mirada, o quizá la dota de una óptica distinta para observar a quienes nos concentramos sobre el Mictlán. Los cuerpos que Teresa en su labor artística ha rescatado en más de dos décadas conforman mapas rizomáticos: raíces que al desplegarse bajo tierra por variados caminos edifican un todo. Éstos sitúan, desde la sensación de pérdida y desasosiego, al espectador analfabeto de los tránsitos atravesados por los restos de quienes gritan mediante la violencia expuesta sobre sus cuerpos: la calidad de vida es una condición nula, carente de sentido. La idea es condensada en la imagen, cada vez más común, del cuerpo dejado a su suerte; ésta rompe el interdicto que desde la lectura de Georges Bataille pronuncia la condición universal de enterrar a los vivos. Régis Debray sigue la tesis y explica que el espectro vuelto en Imago nos prohíbe ver la putrefacción corpórea; permite revalorizar al muerto, traerlo a la vida en forma de ídolo. Mediante la figuración plástica, el deseo de seguir al muerto es arrancado de la conciencia. En la historia de la muerte resulta comprensible la utilidad de la efigie durante las exequias de los ritos funerarios occidentales. La vida abstraída en una imagen representa una extensión de la dignidad, actúa como restitución de la pérdida. La copia del ser fallecido representa la necesidad de extender la memoria de la vida. No debe ser fácil exhumar un cadáver. El horror que produce el despojo aclara el único destino al que todos seremos llamados: produce fantasías de angustia y terror por lo inevitable. Incertidumbres que nacen en la conciencia del hombre occidental y que dan lugar, por ejemplo, al sentido gótico exorcizado a través de la copia repre-
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La justicia, Grupo semefo, 1994
sentada en piedra, lienzo o palabras. Como lo establece Debray: “entre el representado y su representación hay una transferencia de alma. Ésta no es una simple metáfora de piedra del desaparecido, sino una metonimia real, una prolongación sublimada pero todavía física de su carne. La imagen es el vivo de buena calidad, vitaminado, inoxidable. En definitiva, fiable”. Sin embargo, debajo del cadáver sólo hay tierra y piedras: capas de la historia que busca su salida. Los cuerpos que normalmente llegan al Servicio Médico Forense (semefo) de la ciudad de México son encontrados a lo largo de las avenidas, sobre las vías de los metros, en las casas abandonadas, en tugurios y en otros intersticios; cuerpos que han perdido su condición humana y que, por decisión propia o no, han dado paso a confrontar la circunstancia de vida en la tierra prometida para los mexicas. Pero no sólo sobre las piedras y debajo de ellas nos topamos con el cadáver. Los flujos de la muerte, como los de la vida, encuentran toda clase de vías emergentes para preñarnos. Una de las piezas que Teresa, dentro de su trabajo individual, presentó en el año 2002 se titula El agua de la ciudad de México. El proceso de creación se dio paso desde el año 2000, cuando la artista comenzó a recolectar el agua residual de las morgues, los chorros con los que son lavados los cuerpos para iniciar el proceso de exploración y desarticulación. Con ayuda de una máquina el líquido fue condensado en una sala de exhibición para impregnar con el vapor a quienes con el contacto del flujo dejaron de ser simples espectadores. La acción fue llevada a cabo bajo la tesis de que el líquido residual de las morgues, al ser distribuido por el sistema de captación de aguas residuales, será vertido en los vasos reguladores desde los cuales se evaporará hasta la atmósfera. Se constituye el ciclo mortuorio del agua. Este flujo
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Lavatio Corporis, Grupo semefo, 1994
que mediante la lluvia nos entregará sin postergación la muerte colectiva. No sólo la piedra sepulcral da cabida a la muerte, también las nubes forman parte del rito. La muerte es la fuerza hidráulica que desata la imagen de la ciudad. En 1917, Alfonso Reyes publica su Visión de Anáhuac escrita en 1915 desde Madrid durante su exilio. La Decena Trágica fue la encargada de incitar no sólo la álgida pluma de Reyes, sino la memoria moderna de la ruina en la otrora región más transparente. La Plaza de la Ciudadela, esa misma por la que deambulo cotidianamente en espera de mi propio ocaso, se convierte una vez más en uno de los lugares donde será inaugurada la convulsión por la sangre. El lugar común es instaurado el 9 de febrero de 1913 con el asesinato del General Bernardo Reyes, hecho por el cual el joven Alfonso transitará, como cualquier otro fantasma, por tierras que también, años más tarde, compartirán la misma convulsión. Es el inicio de la lucha el que abre, a partir de un brutal desgarramiento en la metrópoli y sus moradores, preguntas, juicios y prejui-
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cios sobre la destrucción de la ciudad que se desvanece en el alba. Otro joven cómplice del lacerante fragmento, Francisco L. Urquizo, retrata en La Ciudadela quedó atrás las múltiples historias de muerte, insurrección y crimen que ocurrieron en el sitio. Desde una peculiar embestidura se permite analizar e incluso criticar las aberraciones observadas en la naciente urbe moderna. Su juventud exaltada por la incandescencia de sus ideas logra consolidar un retrato desgarrador del cuerpo que ha nacido fragmentado. La Ciudadela, como otro trozo del cuerpo, externa las dolencias de quienes viven y mueren cotidianamente. Sin embargo, Reyes mediante su Anáhuac desea construir una imagen, un daguerrotipo de una ciudad que debe mirar hacia su origen, el esplendor al que se enfrentan los hombres a caballo en el primigenio contacto con el apellido materno de nuestra urbe. Un testimonio gozoso incluso, pero que traduce una extrapolación del dolor que le causa la pérdida de su padre y la ciudad. La belleza del valle ante lo ominoso
del deceso exhibe un cuerpo que reclama lo que le ha sido despojado: la vida digna. Veintitrés años más tarde, Reyes da seguimiento a tal extrapolación y da paso al residuo que deja la historia y el ciclo natural de la vida: la aridez constituida en Palinodia del polvo. Por las arterias de la urbe no fluye más el agua viva, por su aire no queda sino la arena que atraganta. Su corazón ha sido desangrado y lo único resultante como venganza para quienes la hemos devastado es el polvo que nos mineraliza, nos conforma de piedra, como él mismo lo condiciona: Último estado de la materia, que nació entre la ben dición de las aguas y —a través de la viscosidad de la vida— se reduce primero a la estatuaria mineral, para estallar finalmente en esta disgregación diminuta de todo lo que existe. Microscopia de las cosas, camino de la nada; aniquilamiento sin gloria; desmoronamiento de inercias, “entropía”; venganza y venganza del polvo, lo más bajo del mundo.
Casi setenta años después la vida digna no ha sido encon trada. En la ciudad contemporánea ya nada sorprende. Su condición es terminal. Sus moradores tenemos la costumbre de personificarnos dentro de ella como enfermos de sida o cáncer a quienes una enfermedad o síntoma nuevo ya no alarman, tan sólo aceptan, incluso de manera elegante, su estado de salud. Mi abuelo paterno, nacido un año antes del deceso histórico del general Reyes, con tono de sorna exclamaba: “pena de muerte al que llegue a viejo”. Sin embargo, la ciudad siempre desea escapar de ambas condiciones, de la vejez y la muerte. Sin pena, siempre trata de renacer. Esa es otra de sus cualidades, un cuerpo que muta constantemente como el virus que se replica, que intenta escapar o renacer. La enfermedad también exuda vida, una savia singular, pero imprescindible. Guadalupe Nettel inicia su novela El cuerpo en que nací con la declaratoria de su condición: “nací con un lunar blanco, o lo que otros llaman una mancha de nacimiento, sobre la córnea de mi ojo derecho”. Una pátina, una cualidad que consigue generar una experiencia de extrañamiento en el lector. Su ojo nos lleva por lugares de la ciudad que Nettel sobrevivió durante su infancia
y adolescencia. Un escenario acuoso pero con una mancha donde son concentrados los males que logran hermanar a las biografías de quienes llegan a la ciudad de México en busca de la libertad que les fue negada en sus países. Mediante su ojo izquierdo, pues el otro de día deambula tapado, mira las realidades comunes pero no menos perturbadoras de la clase media. El ojo es una unidad independiente: encara la práctica del voyerismo. A través de la ventana, su pupila retrata, por ejemplo, la inmolación de su única amiga, una niñita chilena que, de forma madura, decide no existir más. La óptica de Guadalupe construye un singular cosmopolitismo, producto del mapa que su ojo traza de Villa Olímpica a Cuernavaca; de Aix-en-Provence al centro de la ciudad de México; del Reclusorio norte a Santiago y de vuelta a su cuerpo. Dicha cartografía la despliega durante una sesión psicoanalítica donde rescata su necesidad de transferir y aceptar las dolencias, de su cuerpo y la ciudad, en una unidad. Al final, la sesión cierra con una confesión que une toda su experiencia: El cuerpo en que nacimos no es el mismo en el que de jamos el mundo. No me refiero sólo a la infinidad de veces que mutan nuestras células, sino a sus rasgos más distintivos, esos tatuajes y cicatrices que con nuestra personalidad y nuestras convicciones le vamos añadiendo, a tientas, como mejor podemos, sin orientación ni tutorías.
El reconocimiento de cada pérdida nos hace identificar la conexión natural que tenemos entre nuestro cuerpo y la tierra sobre la que sepultamos a nuestros muertos. La acción representa un doloroso pero necesario acto de amor, una imagen que por perturbadora que nos parezca nos pertenece y nos constituye como seres humanos. Nada está perdido, las grietas, los despojos, el salitre y los humores diversos son los elementos que emplazan el desvanecimiento de la ciudad. Ella es un cuerpo que construimos mediante nuestras acciones, una unidad a la que dotamos de memoria y sobre la cual quedan fijados, aun en sus intersticios, nuestro deambular por la vida, nuestra lucha cifrada entre el valle y el Mictlán.
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Yo, el de antes,
ya no soy el mismo Jesús Vicente García
i Un mensaje a las ocho de la mañana: “Voy a una marcha del Ángel al Zócalo. ¿Comemos?”. Lo leo con un ojo. Estoy solo. Malena se fue a una reunión académica. Hago un giro de 180 grados y quedo boca abajo. Vuelvo a dormirme y sueño cosas raras, que estoy en un auditorio y que en el escenario juegan futbol, algo carnavalesco, luego estoy en la vecindad donde viví muchos años y se asoma Pamelo, mi gato, con sus ojos verdes, acaricio sus pelos blancos con
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negro, me dice sí se puede (juro que su voz era de locutor deportivo) y un sonido de taladro me despierta. Es el cel que dejé en vibrador sobre el buró de madera. Basilio otra vez. A un corrector que se acuesta a las tres de la mañana debe respetársele el sueño. Son las diez. Leo el cel: “¿Comemos?” Sigo escuchando voces de locutores deportivos. La tele está encendida. El mundial. Brasil 2014. Mujeres en tanga en la playa, morenas y güeras, un tipo diciendo sí se puede. Mañana juega México. Miles de voces. Basilio en una marcha. ¿Ahora en qué está metido? ii Desayuno. Veo el féis. “Inconformes por el Hoy No Circula protestan en Reforma”. En el Zócalo hay pantallas gigantes para ver el mundial y es posible que no los dejen entrar, señala un feisbuquero. Vehículos con holograma 1, con antigüedad de 9 a 15 años no circularán sábados y un día a la semana. Otro feisbuquero: “Nada más circularán los ricos los sábados; los jodidos no, porque no tenemos para comprarnos un auto más actual”. Mancera y su ley durante el mundial, ¿pues no que el fut es para idiotizar a la población y cuya función de cortina de humo hará que la gente no piense y así el grupo en el poder nos haga trizas? En féis y en tuiter, fotos en que políticos ven el fut. Gugleo: 9 mil fueron a la marcha. 560 mil automóviles dejarán de circular diariamente. Sábados para ricos. No veo que haya otra marcha. Pensé que a Basilio se le habían bajado los humos de activista.
iii Café del Centro. 5 de Mayo. Frente a Sanborns. Ya están en una mesa. Detecto a Mayú, quien ya está sentada frente a una naranjada a punto de ingresar en sus entrañas. Lleva pantalón de mezclilla y playera negra. Él se levanta a saludarme. Cafeteamos la información. En efecto, de esa marcha vienen. Mayú va al baño y aprovecho para ver su espléndida y juvenil fisonomía. Basilio no quiere que vean a su dama; eso no se puede
evitar. Regresa la susodicha. Están hartos de las nuevas leyes que sólo sacan dinero, afirman, están hartos hasta de sí mismos. Le echo sal a la herida. Les digo que han subido el boleto de metro y el servicio es una porquería (todavía hay bocineros y vagoneros), que los microbuseros juraron por su santa abuelita y firmaron que modernizarán sus unidades para que el usuario quede satisfecho. “No han viajado en la ruta que va al deportivo de Xochimilco, sobre Prolongación División del Norte, ni en las de Tlalpan o calzada Zaragoza, se van destartalando, los asientos parecen hechos para los juguetes de los niños, parece que pisas una lata de sardina oxidada en vez de piso, cuando llueve es por fuera y por dentro, es preferible caminar, al menos en la calle no tienes que soportar los chillidos de los niños, las risas de los chavos que hablan gritando, la música grupera, de banda o electrónica a todo volumen del conductor, el tipo que se sienta con las piernas abiertas como si estuviera borracho, o el olor de los borrachos los viernes en la noche y sábados todo el día”. ¿Y qué me dices del metrobús?, tercia Mayú, dilata más que una novia el día de su boda, los hombres no respetan el lugar de las mujeres, los babosos se quedan en la puerta como si bajaran y nomás estorban, y para colmo las puertas se cierran y ya te fregaste. Se nos pasa la comida maldiciendo al transporte público. Basilio vuelve a lo de la ley del Hoy No Circula. Espera que la echen para atrás o que la modifiquen. —No tengo dinero extra al mes para pagar un auto del año en agencia, tengo otros gastos, y no me mires así —eso es para mí, claro—, que no soy un niño bien, trabajo y mantengo mi carrito que me dio Vera, es modelo 2000 y me ha salido muy bien, no me da lata, me gusta, y precisamente lo uso los sábados más que entre semana, me voy a dar clase en transporte público, aunque lo deje con el del trapito, pinches changos que se adueñan del espacio público y te cobran. Pago tenencia, chip de circulación, placas, verificación, la gasolina que sube cada mes, parquímetros, segundo piso y lo que se te ocurra; ah, y si se chinga una llanta por un bache, para que te lo paguen… ¿y todavía me dice que no puedo circular? A ver, por qué ahí sus cuates los amarillos y él mismo (supongo que habla de Mancera) no hizo una
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de sus famosas consultas populares… consultas… Que no mame. Pero amo a mi ciudad, eso que quede claro. Las pantallas del Café del Centro nos invaden de futbol (pura imagen sin sonido). Mayú está totalmente en contra de esa forma mediática de darnos desgano intelectual, dice que somos una sociedad llena de distractores y los gobiernos lo saben perfectamente, por eso somos manipulables, somos unos pinches pamboleros huevones, que nada más obstruyen la calle y hacen ruido con sus autos por salir a festejar, deberíamos de ponernos a trabajar. “El futbol es popular porque la estupidez es popular, prefiero estar descargando libros o estar aquí con ustedes, o elaborando el plan para la otra marcha.” El pianista nos regala unas melodías de jazz y otras mexicanas. Después de comer (como ya no fumo), pido un café bien cargado del que aquí hacen bien sabroso, porque en un ratito debo entrar a trabajar en pleno sábado. Con fondo musical de Morning, Basilio y Mayú se han enfrascado en una intensa lucha intelectual acerca de los mecanismos que tienen los países dominantes sobre los países dominados, sale a relucir Chomsky, Olivé, Bauman (Zygmunt, no Frank, el de El Mago de Oz. Es Zygmunt, aclara Mayú con una pronunciación muy gutural) y otros teóricos que francamente desconozco. Esto se pondrá color de hormiga, así
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que me despido, quiero sentir el aire contaminado de la ciudad, que su transporte público me extrañe y que su asfalto me reciba con el cariño de siempre, rumbo al trabajo.
iv Dos días después, camino casi la misma ruta. Vengo de Donceles. Recorro las calles del centro con el pretexto de ir a las librerías de viejo (están casi vacías), aprovecho ahora que todos ven el futbol. Hay conjuntos pequeños de gente frente a un monitor, sea donde fuere: en un puesto de tacos, asomándose hacia dentro de la cantina frente al Monte de Piedad de 5 de Mayo, en un comercio de anteojos porque alguien sacó la televisión con acceso libre para ver a la selección nacional contra Croacia, o frente a un aparato en las afueras del metro Allende o en la plaza que está a un ladito, todo es futbol; veo playeras verdes y rojas, caras pintadas con los colores de la bandera, gente que avanza hacia el Zócalo con sombreros del quince de septiembre (¿fiestas patrias en junio?), cornetas, máscaras con luces, matracas; por donde paso, si alguna jugada hizo temblar al opuesto, los gritos retumban el lugar. En mi cel veo imágenes del fut, en el féis y en el tuiter todas las esperanzas por México. La selección es la patria, “vamos por esos octavos de final”, dicen en el ciberespacio. Invito a comer a Basilio. Responde: “Te mensajeo en unos minutos, Flaco”. Y sí lo hace: “Estoy con Mayú y unos cuates. No puedo. Sorry.” Consigo una novela de Javier Marías (Mañana en la batalla piensa en mí), de quien descubrí mi gusto por su obra después de leer Los enamoramientos, le veo las cualidades que Ortega y Gasset señaló hace casi un siglo de lo que para él sería la novela del futuro: más discurso y menos historia. Que sucedan pocas cosas narradas y más digresión. Puso de ejemplo a Dostoievski, pero también lo veo en Marías. Eso le quise decir a Basilio en caso de que lo viese. Creo que no es un buen día para hablar de novelas y menos de Ortega y Gasset, hoy es día de futbol, de decir que México puede, que su selección contiene todas las esperanzas de este país que se mueve a ritmo del balón en la cancha. Y las
calles de la ciudad vacías, y supongo que las de Monterrey, Guadalajara, Uriangato, Chignahuapan, Neza y Chalco han de estar casi igual; hoy reina la pantalla y ni quien se acuerde del Hoy No Circula, de las reformas, del servicio del metro, de lo tardado que es el metrobús, de los hologramas 1 y 2. En la esquina de Tacuba y Bolívar veo un gato negro con blanco, como Silvestre, como Pamelo, me habla y desaparece. Lo juro. ¿Será el hambre? Camino hacia el Eje Central, lo atravieso por Madero hacia Juárez sin tanta gente, hasta me siento raro. Doy vuelta en Dolores. Todos los lugares de comida llenos. Tengo hambre. Me sigo en Independencia. Decido ir a la cafetería Metropólitan, con las rusas. Contrario a lo que pensé, sólo hay cinco comensales, lo demás vacío, y una pantalla grande al centro, como si me esperase la selección. Quiero leer lo que me falta de la novela en turno, Todas las almas, de Marías, para variar. Me va venciendo el futbol y los locutores escandalosos. Un gol, otro gol y otro más. Los cinco comensales no dejan de aplaudir, de gritar, la misma señora jefa del lugar sonríe, las meseras se detienen ante el monitor, otra sale de la cocina preguntando qué pasó. Me emociono, mensajeo a Basilio: “Estamos ganando”. ¿Qué me pasa? Me estoy transformando. Yo no debo hacer eso, yo por qué. Alguien grita: Este arroz ya se coció. Vámonos al Ángel. Pago. Salgo con unos tipos que me dan una bandera. Sobre Juárez llegamos al Caballito, frente a mi trabajo, yo entro en unos minutos, a las cinco de la tarde. Estoy en un dilema. Empiezo a decir que yo debo ir a trabajar, otros me abrazan y me dicen ya vámonos, otro dice que mejor llame a la chamba al menos para avisar; esto es una encrucijada: Bucareli o el Ángel, y es que México ganó, y le texteo a Basilio y me dice espérame, esto lo decidimos los dos; el grupo de fans de la selección irradia locura, la patria se materializa, me veo con el rostro pintado, siento el amor hacia México, lo abstracto es concreto, y aunque sé que debo ir a trabajar siento que yo ya no soy quien comió hace rato en la cafetería Metropólitan ni el que debe trabajar, ni el que se queja del transporte; soy todos ellos, soy patria y futbol, y Reforma me abre los brazos y ya siento que floto en ese viento que anuncia lluvia, gritos, iracundia y todo lo que se genera en esta urbe, y ya soy ciudad, soy festejo, soy masa. Yo, el de antes, ya no soy el mismo. ¡Vámonos al Ángel, sí se pudo, sí se pudo!
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Los grafitis del Multifamiliar
Tayde Bautista
FotografĂas: Al
ejandro Arteag
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En el corazón de la colonia del Valle se erige una construcción monumental, parece un barco encallado en un bloque de cemento. Es el Centro Urbano Presidente Alemán (cupa); se le conoce como el Multifamiliar del Valle, Multifamiliar Miguel Alemán o mejor conocido como el Multi. Se le ha llamado la manzana de oro debido a su excelente ubicación; sin embargo, este inmenso complejo también tiene un lado oscuro, de ahí que algunos la hayan nombrado la oveja negra de la zona, pues los males del barrio, robos y delincuencia, se le atribuyen al Multi. Hay muchas historias acerca de este sitio, podríamos hablar de sus habitantes o nombrar a los artistas que han transitado por aquí o a las filmaciones que se han llevado a cabo. El lugar tiene memoria, la narran las columnas, los jardines, los pasillos, pero el pretexto para hablar del Multi son sus grafitis. En la planta baja apenas si se observan algunas letras, rayones pintados con pluma o plumón. En la escalinata del complejo “A” se lee: “Me encantas Paola”. ¿Cuál será la historia? ¿Un tímido enamorado de una joven o un amor imposible? En el siguiente piso, la oración sellada con plumón negro: “Hoy moriré”, y luego, con la misma letra y en la escalinata de arriba, “Hice de mi morada mi patíbulo”. Miro hacia los lados, el aire se cuela por todas partes, no hay nadie, sólo los grafitis y yo y desde ahí veo hacia abajo: los autos pasan velozmente, pero arriba, en la planta alta, parece no haber nadie. Siento escalofríos y bajo rápidamente. ¿Quiénes son los que pintan las paredes? ¿Viven aquí? ¿Son todos y ninguno? ¿Son la voz del Multi, de la colonia, de la época? ¿Cuándo comenzó el Multi? ¿Qué es el Multi? La vida en armonía El cupa se inauguró en 1949. Es el primer asentamiento vertical de esta magnitud en Latinoamérica y que lanzó a la ciudad de México a la modernidad arquitectónica. La historia comienza cuando el subdirector José de Jesús Lima, a nombre del director Esteban
García de Alba de la Dirección General de Pensiones Civiles y de Retiro, actualmente el issste, le propuso al arquitecto Mario Pani diseñar un proyecto para construir doscientas casas en un terreno de 40 000 m2 para rentar a los empleados públicos. Pani dijo que era una idea malísima, pues en ese espacio se podían construir más de mil departamentos, y propuso un diseño para construir nueve edificios altos de trece pisos cada uno dispuestos en zigzag y otros seis edificios de tres pisos; en total ocuparían el veinte por ciento del terreno y el resto se reservaría para las áreas verdes. Además, en la planta baja se incluyó una guardería, lavandería, escuela y un espacio para comercios y servicios donde, más tarde, se incorporó el correo, el telégrafo y la panadería; todo para que la nueva comunidad no tuviera que desplazarse. Pani estaba influenciado por las ideas del suizo francés Le Corbusier, uno de los fundadores del movimiento moderno de arquitectura quien decía que había que descongestionar los antiguos centros de las ciudades y desplazar a sus habitantes a unidades de departamentos altos, rodeadas de áreas verdes y provistas de servicios y vialidades. De la misma manera, el arquitecto mexicano creía que la concentración ordenada de la gente y servicios en un complejo de viviendas contribuiría al crecimiento racional de la ciudad. La Dirección de Pensiones aprobó el proyecto que presentó Pani con la colaboración del arquitecto Salvador Ortega y el ingeniero Bernardo Quintana, que apenas había formado la constructora Ingenieros Civiles Asociados, para llevar a cabo la obra que transformaría a la arquitectura mexicana. El Multifamiliar se pensó como una pequeña ciudad dentro de la ciudad, de ahí que lo llamaran la isla, y fue la solución del arquitecto para los habitantes de la ciudad de México a finales de los años cincuenta. Era la mejor manera en que el Estado daba vivienda de renta moderada a los trabajadores al servicio del Estado de ingreso medio. Por si fuera poco, los departamentos eran amplios y contaban con todos los servicios: alberca,
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agua caliente, electricidad, lavandería, seguridad, jardinero, plomero. No obstante, las primeras impresiones del conjunto habitacional, al principio, eran de desconfianza. Esta construcción estaba muy lejos y la prensa decía cosas como: “Con el pretexto de la ‘tranquilidad’, orden e higiene de la población inquilinaria, se especifican una serie de restricciones, entre las cuales están las de no tener macetas, flores, pájaros, gatos o perros; estar bañados los inquilinos constantemente en d.d.t. para no portar pulgas, chinches, piojos, etc”.1 Las personas que vivían por la zona decían que eso se convertiría en una vecindad. Sin embargo, el temor fue cediendo y poco a poco se pobló. Esta edificación creaba un estilo de vida conforme a la época: las vecindades pertenecían al pasado y las nuevas familias debían incorporarse al nuevo estilo de vida donde la mujer comenzaba a trabajar en una oficina, los niños desayunaban Corn flakes con leche, en las sandwicheras se preparaban “los platillos voladores”, la lavadora y la secadora hacían la vida más fácil y llevadera. El Multi significaba dejar el rezago, el atraso para abrazar el futuro. ¿Qué más se podía pedir? Los inquilinos tenían todo resuelto. El mantenimiento lo cubría puntual mente el gobierno, así como la administración. Ellos sólo tenían que hablar para que pintaran una pared, para que arreglaran un baño, para que cortaran el césped. Entonces todo era armonía. Claro, pero tal derroche de recursos fue insostenible y el gobierno tuvo que vender los departamentos a los inquilinos a bajo precio, pero y ¿luego?, ¿y el mantenimiento?, ¿la administración? No hubo remedio, después del confort y el bienestar llegó la caída.
La ruptura, el choque A partir de la década de 1940 se inicia un proceso de crecimiento demográfico y de expansión acelerado en la ciudad de México. Cuando Benito Juárez se constituyó en delegación política en 1970 ya no pertenecía a la periferia y estaba ocupada principalmente de casas habitacionales. Así, lo que antes se ubicaba en las afueras se integró y pasó a ser parte del centro de la metrópoli. Además, los usos del suelo de la colonia del Valle se modificaron, de uso habitacional pasó a uso comercial y de servicios, por lo que la transformación fue notable. Hoy, la colonia del Valle es una de las zonas más densamente pobladas de la ciudad de México. Los habitantes del Multifamiliar son testigos de esta transformación, pues cuando llegaron, la zona residencial de la colonia del Valle apenas estaba surgiendo; poco a poco las casas residenciales se convirtieron en modernos edificios de departamentos y negocios prósperos. La realidad económica del país y la crisis de finales de los años ochenta cambiaron las condiciones, el Estado benefactor que solventaba las viviendas del Multifamiliar Miguel Alemán colapsó y en 1988 vendió los departamentos a sus inquilinos. Hoy es propiedad privada en régimen de condominios. No había manera de solventar más gastos, llegó el cambio, la ruptura, el desacuerdo con los vecinos, el deterioro. Los habitantes del Multifamiliar, en cuanto se volvieron propietarios, no sabían cómo administrarlo. Comenzó la discordia entre ellos; algunos no querían pagar cuota de mantenimiento para limpiar los pasillos o mantener los elevadores en buen estado. Incluso, al principio, cuando se volvieron los dueños de los departamentos después de 1988, la gente quería privatizar el elevador.
Roca y Ortiz, María Luisa en La vivienda del mañana, cincuenta años después: un lugar vivido. Un lugar representado. Rumores y retratos de un lugar de la modernidad. Historia oral del Multifamiliar Miguel Alemán, 1949-1999, Instituto Mora, México, 2002, p. 192.
Corredores Durante los primeros años de vida del Multi, los corredores eran zonas recreativas: se reunían las pare jas y los niños iban y venían. Proponer que los corredores fueran exteriores, al aire libre, hizo que el lugar estuviera bien ventilado e iluminado, para que no
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llegaran los olores de la cocina o del baño. Disponer los corredores de esta manera fue uno de los aciertos del arquitecto Mario Pani. No obstante, hoy estos resquicios parecen desolados. Unos afirman que los niños se los acabaron por andar en patines o bicicleta; la gente tiene miedo, ya no se sabe quién es quién. Las canchas La actividad social se observa en las canchas. Durante la mañana una mujer entrena dos pit bulls. Al poco rato pasan unos músicos con guitarras y el cartero cruza la pista en motocicleta. Los jóvenes llegan poco
a poco, se apropian del lugar, tiran una pelota, llegan otros. Después las canchas están llenas, dentro de dos horas, otra vez, estarán vacías. Las condiciones cambiaron, los primeros habitantes que establecieron lazos de comunidad han muerto o son mayores, las segundas generaciones vendieron o rentaron, y muchos de los inquilinos no conviven con los demás. Cuando oscurece las canchas son iluminadas por los departamentos. Se escuchan algunos gritos, llantos, risas. Recordemos: aquí viven cerca de cinco mil personas. Algunos de ellos no quieren dejar el Multi pues aquí han construido su vida, otros están de paso y desean abandonar este sitio cuanto antes. ¿La modernidad arquitectónica falló o no se contemplaron los inconvenientes? Los primeros inquilinos llegaron con la idea de que habitaban una nueva ciudad, un nuevo lugar; fueron los pioneros que se establecieron en una zona donde antes había residencias y campos verdes despoblados; ahora hay negocios, casas y muchos edificios de departamentos. Tal vez nunca se pensó que esta zona llegaría a crecer tanto. ¿Cómo saber que lo que una vez fue una gran idea al paso de los años se volvería un inconveniente? ¿Cómo entender que el gobierno no podría sos tener estos departamentos y con el tiempo acarrearían problemas sociales? Tal vez el Multifamiliar se asemeja a nuestra ciudad: todo lo que aumenta sin control se vuelve un caos. Sin embargo, este zigzag de ladrillos rojos representa un rincón citadino, a veces amargo, pero también dulce y, por lo mismo, entrañable. Todo eso se lee en los grafitis, en las voces anónimas del Multi.
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Alberto Chimal 28 | casa del tiempo
FotografĂa: Thinkstock
El barrio de los muertos
Muy pronto ya no será posible visitar el barrio de los muertos. El señor Burgos, su guardián, se está volviendo loco. O tal vez debería decir que se está volviendo arrogante y codicioso. No lo sé. No puedo juzgar con frialdad. Al principio sólo pedía algo de dinero a los visitantes, y no estaba mal porque lo que gana en la funeraria no le alcanza para mantenerse: llega muy poca gente y, desde el punto de vista de alguien que sólo quiere enterrar a un ser querido, el local es muy feo, las cajas disponibles de mala calidad y el servicio pésimo. En realidad, la vida entera del señor Burgos —sea por pasión auténtica, o bien por falta de inclinación o de talento para otra cosa— se dedica a la preservación del secreto de los cadáveres y del acceso a su tierra. Ahora, sin embargo, no sólo pide cada vez más. Ha comenzado a hacer otras exigencias. Ha comenzado también a negar la entrada a algunas personas de manera arbitraria, arguyendo que tal no es “digno” de visitar el barrio, que tales otros tienen “agendas” (lo que quiere decir algo como “planes secretos y malévolos”) respecto del lugar, o que tal más simplemente no le simpatiza y puede ser rechazado por eso. Ha comenzado, pues, a pensar que el secreto y el misterio le pertenecen. Él mismo nos lo ha dicho a varios: —Por algo me llegaron a mí —afirma—. No le llegaron a nadie más. No es casualidad. La funeraria estaba abandonada. ¿Ustedes la abrieron de nuevo? ¿Ustedes pagan la renta del local y lo mantienen abierto? Yo sí y por eso merezco —y no dice qué merece exactamente, pero levanta un poco la barbilla, y la expresión de su cara se vuelve orgullosa. En realidad el “tesoro” es algo miserable, por supuesto. El barrio de los muertos es demasiado extravagante: entre quienes llegan a enterarse de que existe casi nadie lo cree, y casi nadie de quienes sí lo creen halla ningún atractivo en esas calles grises y resecas, siempre oscuras. Quienes los frecuentamos somos, pues, una comunidad despreciada, y tampoco sacamos mucho de conocerlo, de haber ido ni de haber conversado con sus habitantes, que son como son: que hablan poco y de temas en general muy deprimentes. El contacto con los muertos no da poder, ni influencia, ni mucho menos riqueza. No alisa la piel ni reduce el peso corporal.
No nos reconcilia con nuestras parejas, nuestros hijos o aquellos con los que trabajamos. Cuando mucho, nos permite contemplar la vida —apreciar la certidumbre de la muerte— de otra forma. Y probablemente al señor Burgos no le quede ni eso, entre la costumbre de estar expuesto al misterio todos los días y la vanidad que se ha apoderado de él. Así lo decimos todos, y sentimos más y más enojo cada que alguien llega al cafecito en que nos reunimos —en el café Nuevo Mundo, un negocio pequeño en la colonia Obrera, ni mejor ni peor que otros, con mesas y bancas de madera vieja y en el que nadie mira a nadie— con una nueva anécdota del señor Burgos: —Me exigió que lo llamara “Don Filipo” —se queja alguien—. “Señor Don Filipo”. ¿Qué es eso? ¿No se llama Felipe? —A mí —dice alguien más— me tuvo esperando dos horas antes de voltear siquiera a verme. —Yo saqué a mi sobrino de la escuela y se lo dejé para que fuera su chalán —cuenta el licenciado Falcón—. Pero él mismo lo corrió a las dos semanas… Un alemán al que conozco poco (¿Hans? ¿Heinz?) se queja en su idioma, y el amigo que fue su valedor para que entrara en nuestro grupo traduce: cuando Hans o Heinz no quiso pagar no sé cuántos miles de euros, dizque porque todos los europeos son ricos, Burgos lo echó a patadas de la funeraria y le dijo “puto nazi” (el hombre dijo la primera palabra con tanta facilidad que es obvio que no la entendió). Por su parte, la señora Cisneros dice: —A mí me volvió a preguntar si mi marido es tan bueno como para serle fiel. “La gente buena es tonta. Y si no cree que él le pone el cuerno con una más joven, entonces la tonta es usted”, dijo. Y que si realmente no me gusta él, Burgos, o solamente estoy dándome a desear. ¡“Como todas”, dijo! ¡El muy infeliz! Yo sé que no tiene sentido decirlo, pero cuando la señora Cisneros nos cuenta esto pienso que el señor Burgos es gordo y calvo, con una barba que parece de estopa sucia; que incluso cuando no era como ahora sí se comportaba de modo brusco y descortés, y que desde siempre, también, se baña poco y suele llevar la misma ropa hasta que se le rompe. Si así fue también cuando era joven, no creo que haya tenido muchas oportunidades de tener sexo, y mucho menos una pareja.
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En todo caso me callo, tomo un sorbo del Nescafé con leche que sirven aquí y miro (como miran todos los demás, de tanto en tanto) hacia el otro lado del Eje Central, a donde termina la calle de Doctor Balmis, pues a poca distancia, apenas más allá del mercado, entre un hotel de mala muerte en el que al menos cada mes aparece algún cadáver, y una miscelánea abandonada, con la cortina de metal cerrada y oxidada y cubierta de grafiti, entre esos dos sitios horribles está el local de un solo piso con el cartel Funerales Burgos Y allí acabaremos todos por volver. Ya lo sabemos: hombres y mujeres, pobres y más pobres, solitarios como yo o con familia como la señora Cisneros o el licenciado Falcón, que tienen que venir a escondidas y contando mentiras; de la ciudad, como la mayoría, o de muy lejos como el alemán. Todos estaremos llegando con el señor Burgos, quien se levantará de detrás de su escritorio de metal oxidado y nos mirará de arriba abajo. Lo saludaremos con cortesía (le diremos “Señor Don Filipo”, “querido amigo”, “cuidador excelente”, lo que sea que nos pida) y le pagaremos. Entonces él nos acompañará a la puerta del fondo del local, más allá de los ataúdes en exhibición, detrás de la pequeña oficina que él nunca utiliza. Pisaremos los restos de comida y las bolsas de frituras que él deja por cualquier parte. Veremos cómo abre la puerta, que es de metal pesado y pintado de verde. Pasaremos al otro lado. ¿Quién decide qué muertos llegan a ser guardados allá? ¿Por dónde llegan? Nunca hemos visto un entierro. Y sin embargo es raro no encontrar, en cualquier visita, a alguien nuevo: un niño con expresión de perplejidad, una muchacha consumida o un hombre hinchado, alguien que claramente murió apuñalado, o de cáncer, o que tiene las marcas de la cuerda en el cuello, las rajaduras en las muñecas. Allí están y allí se mueven, por las calles y entre los edificios, todos de uno o dos pisos, todos aislados del resto de la ciudad. Quién iba a decir que tantas cuadras podían quedar abandonadas y cerradas así. Los que llegamos nos preguntamos a veces por los límites del barrio, pero no demasiado: nunca hemos intentado alcanzarlos. Preferimos escuchar las voces de quienes nos hablan y que
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nos dicen sus verdades amargas, esas que alivian por que no admiten la esperanza. Muy pronto ya no será posible visitar el barrio de los muertos, que el señor Burgos ha comenzado a llamar “la ciudad de Ataúdes” aunque sus propios habitantes no lo consideran una ciudad y tampoco le dan nombre. (—No hay necesidad —me dijo hace poco una de ellos: una anciana de dos o trescientos años, cuando pregunté al respecto. Era como querer retener su propio nombre, siguió, o los detalles de su biografía, que “dolían” el primer siglo pero luego se iban difuminando, cuando de todas formas se sufría de aquel lado también.) Muy pronto, anticipamos, el señor Burgos cerrará por completo el acceso a ese lugar que no le pertenece: que no es de él ni de nadie. Pedirá más y más y más hasta que nadie pueda, o quiera, satisfacerlo. Pero más tarde, tal vez años más tarde, tal vez muchos años…, algún día, inevitablemente, el señor Burgos —Don Filipo, Señor de las Llaves, Intermediario de la Vida y la Muerte, no importa qué aires y qué nombres ridículos se quiera dar— morirá también. Casi con seguridad, sin ninguna persona designada como su heredero o depositario. Y entonces nosotros, o los que queden entonces de nosotros, de los curiosos y los obsesionados, de los fieles, pelearemos como animales para que se abra otra vez la puerta en la pared de atrás de la funeraria, y quizá para quedarnos con el local, para controlar las entradas y las salidas como lo hace hoy el Patrono de lo Floreciente y lo Marchito (qué idiota, qué tipejo despreciable). Alguien saldrá victorioso y será el nuevo guardián: el licenciado Falcón, por ejemplo, que es hermano de un policía judicial. Y entonces, tras tanta espera, podremos volver a cruzar el umbral, internarnos por las calles grises y resecas, mirar a los muertos tirados entre abrojos y basuras, sentados en sillas podridas, tiesos y apoyados contra una pared como tablas. Preguntarles algo. Oír sus respuestas, que son siempre cortas y desanimadas. Pedirles permiso para traerles algún vecino nuevo, a nuestros padres o nuestros hijos o nuestros amores, o para venir nosotros mismos, cuando ya no podamos curarnos las enfermedades o nuestros cuerpos sean una ruina o hayamos encontrado el valor de intentar la mudanza.
Fotografía: Alejandro Arteaga
Brevísima y veloz
presentación del peatonauta Ramón Castillo
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Despidamos con respeto al flâneur. Salvo en las hojas de los libros, aquel caminante decimonónico ya no vive entre nosotros. ¿Qué sucedió con él? Se diluyó en la atmósfera enrarecida de nuestra ciudad. ¿La razón? No es una, son varias, pero la que me interesa es aquella que apunta a que la lectura de la epidermis citadina ha cambiado de ritmo. En lugar del sosegado recorrido que se realizaba sobre las anfractuosidades de la metrópoli, existe hoy un acto de naturaleza mutante, una revolución de velocidad que se ha tenido que adaptar a las líneas que delinean la estructura desaforada de la urbe. El paseante, tal y como se entendía hace más de un siglo, se repliega para que cruce el panorama urbanístico una nueva figura. Si bien en su origen este protagonista tiene genes compartidos con el flâneur, ya no responde por completo al vetusto arte de callejear de la forma como lo practicaron nuestros mayores. El otrora paciente, dedicado, amoroso caminador que retratase Salvador Novo, entre otros, ya no existe, quizá ha muerto. Su naturaleza es polimorfa y multívoca. El sentido es diverso tanto en él como en su vivencia de la ciudad. Su lógica obedece a un paso diferente, su andar es el mismo pero tiene algo novedoso que nos recuerda la navegación inverosímil, caótica, flexible y veloz de los medios electrónicos. Aspira el mismo aire, camina las mismas calles y, sin embargo, impulsa de manera distinta el motor de sus divagaciones. Lo cierto es que el peatonauta se desmarca también del simple peatón. El segundo busca desplazarse de un punto a otro, se mueve por obligación, ya sea para ir al trabajo o a la escuela; mientras que el primero aprovecha toda oportunidad con el propósito de arrojarse a lo indeterminado. Sin duda, esto lo liga con sus antepasados más ilustres, no obstante, contar con características propias que le son únicas. No hay que olvidar sus diferencias, pero tampoco sus similitudes. El flâneur y él comparten un tronco genealógico: las hordas nómadas de aventureros. La novísima estirpe del peatonauta no reduce sus movimientos al elemental paseo, en lugar de ello, se desliza por la urbe a velocidades dispares, inesperadas. Sigue siendo la locomoción natural su empuje diario, sin duda, pero el ritmo que imprime a cada zancada lo convierte en otra cosa, su actitud se delinea por circunstancias divergentes. En él confluyen ya otros recursos, distintas maneras de ver y comprender el mundo. Su existencia es un giro respecto al paseante de bulevares, el navegante urbano ahora se solaza tanto en carreteras de datos como en prolongados y serpenteantes caminos. Su espacio es la red y su hábitat las calles que transita. La sentencia de vida de este investigador citadino se reduce al apotegma: caminar es escribir con todo el cuerpo. Con nuestro ser trazamos líneas sobre las
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arrugadas páginas de la metrópoli. Ninguna escritura es por completo nueva y, aun así, la significación que este ejemplar de la fauna metropolitana le otorga obedece a un lenguaje inusitado en donde la rapidez no demerita la pasión por ella. La ciudad la escribimos recorrién dola diariamente, como ha sido desde su nacimiento, la única salvedad es que ahora los medios mediante los cuales la narramos son distintos. El peatonauta recorre la ciudad con premura y atención. Los apocalípticos enemigos del silicio y las pantallas táctiles podrán pensar que su rapidez le impide el examen a profundidad sobre aquello que aprehende, pero no es así. Insisto, el ritmo es fondo y, todo, en el fondo, es ritmo. Su cadencia revolucionada no implica que el paseo que emprende sea menos fructífero, gratificante y veleidoso. Su desplazamiento imita el vaivén acelerado de los dedos que se deslizan en la superficie del más reciente gadget. Ahí donde su interés se detiene amplifica, tuerce, señala, pellizca la realidad para extraer un trozo de la vivencia urbana, viralizarla y dejarla cobrar una consistencia distinta. Lleva el universo en la memoria ram de sus aficiones. Aun así, sabe que la indeterminación es el sino de la vida. No hace planes, no traza rutas, aunque verifique mapas; pregunta, inquiere, pero también se sumerge en los hallazgos inesperados de la web. Atrás quedó la calma asimilación de la ciudad; ahora la vivimos a velocidad wi-fi, la fotografiamos, la narramos tan rápido como podamos teclear por Twitter o Facebook. La excursión del peatonauta está marcada por la velocidad de su red de datos. El compás de sus latidos emerge de su afición por perderse en páginas web. Los hiperlinks son túneles de gusano que horadan el tiempo y el espacio. A veces esas pistas lo arrojan a un nuevo sitio de pasmosa rareza; en otras ocasiones, su destino es la solitaria quietud de una calleja en el centro del Leviatán. El peatonauta realiza cruces históricos a través de tiempos dispersos
servido de las herramientas de las que dispone pero, sea mediante un libro o un dispositivo digital, la curiosidad sigue siendo su principal virtud. Textos, periódicos, imágenes y registros sonoros son el archivo electrónico y emotivo que lo conforma, la vivencia de la calle es la interfaz que le da sentido al conjunto. A pesar de disponer de gps, el buen peatonauta prefiere perderse, sabiendo que lo suyo, al igual que sus ancestros, es encantamiento y callejón sin salida. La ciudad asusta, intimida y golpea, sin duda, pero también trata bien a quienes desean conocerla. Su cariño es el de una dominatrix, acaricia y luego, cuando uno está confiado, suelta el latigazo. Él sabe esto y lo disfruta. Se crece ante el castigo. Buscando aliviar las heridas de esa batalla, este flamante citadino llega a la cantina preferida. Descansa los atribulados pies, hace un check-in para afirmar su presencia, su vano lugar en el mundo, toma un par de cervezas con el fin de aliviar la ironía y sigue, como siempre, su ruta en medio de carros y peatones, escuchando la voz de la metrópoli pérfida y adorada. Colecciona esquinas y atesora viejas anécdotas de añosas calles y edificios. Si bien su recorrido puede ser virtual, su caminata siempre habrá de converger en una arteria real, pues su naturaleza mutante, electro mestiza, reclama la necesidad de enclavarse en la banqueta, paso a paso, para seguir asombrándose ante la vieja selva de asfalto, chapopote, perpetuas obras y esmog. Esta nueva estirpe se caracteriza a la vista por usar audífonos y analizar con asombro y detenimiento un edificio ignorado por la masa, es el mismo individuo que se afianza como independiente de la horda cotidiana y busca con ese movimiento la manera de hacer suyo el pavimento sobre el cual se mueve. Orondo, registra todo con los pixeles de su novísima cámara, toma notas, rememora anécdotas, mira en todas direcciones y sigue su camino. En concusión, el peatonauta es ese personaje que, en breves y atropelladas líneas, se acaba de presentar.
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Forma burlona. Técnica mixta sobre lienzo, 1997
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Ramón Oviedo:
el gesto, el espacio, el tiempo Miguel Ángel Muñoz 34 | casa del tiempo
La dinámica galopante de los aniversarios nos brinda muchas sorpresas: los 100 años de Octavio Paz, los 110 del gran pintor Esteban Vicente… Este 2014 se celebra en República Dominicana los 90 años de Ramón Oviedo (Barahona, 1924), y como a todos los grandes artistas, a Oviedo no parece desanimarle ni deprimirle alcanzar esa edad. A sus 90 años, no sólo sigue activo sino dotado de una fuerza creadora y de la libertad de darse por completo a la pintura, con la sabiduría acumulada por décadas de ejercicio, cuyo denuedo no es sino fruto de un amor apasionado por el arte. Búsqueda, vitalidad y alimento creativo. Un caso excepcional y figura de culto en el arte contemporáneo del Caribe. A mi juicio, su aparición en la escena plástica señala un cambio decisivo en la historia del arte de su país. Dotado de una sensibilidad poética, que se alumbra en la contemplación de una abstracción luminosa, cada pequeña sensación de Oviedo, ya sea transformada en pintura o en poema, ha abierto un surco de luz donde resplandecen las vibraciones cromáticas más sutiles diluyéndose en atmósferas que filtran el fugaz brillo hiriente hasta amasar su sustancia, hasta darle cuerpo como claridad coagulada, impregnante, muy sensual. Un eslabón seguro, además, para entender en su justa medida lo que fue y es el arte caribeño y de parte de América Latina en el siglo xx. Artistas como Guillermo Trujillo en Panamá; Armando Morales en Nicaragua; Fernando de Szyszlo en Perú, Oswaldo Guayasamín en Ecuador, que le han dado voz a su país, y desde luego, en Ramón Oviedo, Federico Izquierdo, Darío Suro, Marianela Jiménez, Paul Guidicelli, y Guillo Pérez, han luchado por darle no sólo una identidad al arte dominicano, sino también, un discurso estético coherente. La presencia de Oviedo quedan garantizada en la escena artística del continente. El arte de Ramón Oviedo es punto y aparte. Su pasión constante por renovar su poética es, sin embargo, muy antigua. Lo es desde el punto de vista de su propia trayectoria, que comienza hace medio siglo, pero también desde el punto de vista del universo formal que explora, que se hunde en la noche del espacio y del tiempo. Siempre reacio al surrealismo y la pintura literaria, Oviedo admiró, aunque tarde, el dinamismo de Picasso —que deja una fuerte influencia en su obra, no sólo de caballete, sino también sus murales— y agradeció su estimulante acogida. En años posteriores, 70 y 80, conservará todavía el recuerdo de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, María Izquierdo, José Clemente Orozco, Rufino Tamayo, Ricardo Martínez y José Luis Cuevas como concentrados “testigos silenciosos” que marcan su obra. Definir a Oviedo como un artista normativo, figurativo o abstracto ha sido, ya desde hace mucho, una simplificación, pero hacerlo, a la vista de lo que ha hecho durante los últimos veinte años, es sencillamente inútil porque su obra se ha decantado de raíz y resplandece en su arrogante singularidad. O como dice el poeta portugués Eugénio de Andrade:
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Vienen de un cielo antiguo, un cielo Acaso de ficción. Los veo llegar, Los veo partir…1
De la misma manera que el poeta cambia el lugar común, Oviedo transforma su pintura en un espacio-tiempo-imagen. En cierta manera, la obra última que va de 1994 a 2014 y los dibujos y óleos recientes, que he descubierto en su estudio de Santo Domingo, reiteran sus motivos, el encuadre compositivo y el grafismo con que Oviedo apunta, de forma sucinta, las ligeras insinuaciones figurativas que arman el conjunto de su campo visual. Sin embargo, la fuerte personalidad del artista y sus consistentes afinidades con la tradición cromática de la pintura europea —sin olvidar sus raíces— pronto le distanciaron un punto del dogmatismo forzado del expresionismo abstracto y le obligaron a definir con sus propios medios las aceptaciones de una pintura de acción, mejor ajustada a sus opiniones pictóricas. La gestualidad teatral de la pintura abstracta siempre le desagradó y paulatinamente fue inclinándose hacia la abstracción cromática de Newman y Rothko, y en particular la acción teórica de Hofman, formando también en el arte de los museos, los viajes, la lectura y disciplinado matizador de la tradición figurativa europea. Oviedo fue siempre reacio a cualquier exceso teórico y reticente a la verbalización estética. No es casual que viera en la experimentación cromática de Hofman un estímulo para la reflexión sobre el espacio y las funciones de la luz y el color como formas protagonistas de una nueva notación poética de su obra. Oviedo aprende, como decía Esteban Vicente, sobre cómo componer el espacio de un cuadro: “Ir con calma y volver a mirar antes de dejar que la mano se vaya compulsivamente. Lleva mucho trabajo mover los objetos, organizarlos, hasta que llegas a sentir algo sobre ellos. Cuando trabajas durante un largo período de tiempo en un cuadro, a veces no puedes hacer nada drástico…”. 2 Ya desde los años setenta, Oviedo comienza a dar luces de un manejo del color que ya a finales de los noventa y hasta el día de hoy lo han convertido en un soberbio colorista, aunque reafirmando su progresivo atrevimiento, y, desde hace algunos años, le ha hecho ampliar su gama caribeña de sienas, verdes, negros a tonalidades insólitas, de verdes, naranjas, amarillos, cuya acidez no ha trabajado, sin embargo, ese toque de cálida sensualidad visual y poética que siempre transmite su pintura. Cuadros como: Luz verde desde el limbo azul, 1998; Guardián de la selva, 1998; Forma antitiempo, 1999; Viajeros por Europa, 2000; Habitaciones del silencio, 2000; Tocando fondo, 2001, entre muchos otros, que lo dejan ver ya como un maestro no sólo del color sino de la composición y construcción de la tela. Luz y aire. Espacio y tiempo. Estas cualidades son parte fundamentales de su arte.
De Andrade, Eugénio, “Vienen de un cielo”, publicado en el libro Materia solar y otros libros. Galaxia Gutenberg, Barcelona, España, 2004. 2 Vicente Esteban, El paisaje interior, Escritos y entrevistas, Editorial Síntesis, Madrid, España, 2011. 1
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Como la obra última es la que mejor explica la primera, la actual de Oviedo nos adentra en el misterio por él siempre buscado: el de emplazarse en el centro de la forma, el de la energía y su vasta sedimentación espacial. Oviedo no dibuja o representa la trama ordenada de la realidad, cual si fuera efectivamente un abstracto idealista, sino que ausculta el proceso de la materialización de la energía y nos revela su musicalidad. Una musicalidad, por cierto, que no es necesariamente armónica y afirmativa, sino también desconstructora y anonadante. De hecho, en la obra de los años 2010 a 2014, Oviedo se nos ha demostrado inquietante y en perpetuo crecimiento. Fantasía visual que recrea el acento propio del artista. Una pintura de volúmenes tal vez aligerada por la luz que concentra la mirada del espectador. Juan Gris, por el contrario, elimina el volumen y atenúa el iluminismo táctil para convertir el espacio en un plano sobre el que ordenar la composición. De esta manera, en una primera visión de conjunto, uno cree encontrarse ante un paisaje familiar, lleno de memoria, que se ensancha sin producir sobresaltos; pero, paulatinamente, se avistan las sutiles costuras con que Oviedo teje lo que ha mirado con mayor hondura, porque ya no se conforma con captar la atmósfera. Ver y escuchar su pintura, después de un tiempo, es comprobar la capacidad de persistencia de un creador, el don que tienen los mejores artistas para captar toda la atención y contención creadora. En definitiva, el arte de Oviedo se debate una vez más, y la situación se repite una y otra vez, en diversos periodos conflictivos de su evolución, entre composición estricta de las formas y el dinamismo de la materia-color, particularmente logrado mediante la introducción de nuevos materiales plásticos. En realidad, toda la obra de Oviedo gira sobre el cosmos, lo cósmico. El rito y el mito. Vieja imagen de metamorfosis. Algunos de sus cuadros recientes, fechados
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Forma de percusión. Técnica mixta sobre lienzo, 1997
en 2013 y 2014, que son algunos de los mejores que ha hecho a lo largo del tiempo, resultan desasosegantes, “con esa aerodinámica agudeza que transforma la aceleración en un filo cortante”, diría el crítico español Francisco Calvo Serraller. Ramón Oviedo está poseído por la fuerza de la pintura y de la poesía. Sus óleos parecen una mezcla simple de figuración y abstracción. Turbador y fantástico. Bien decía mi admirado Francisco Umbral: “Los años dan nobleza, sin duda. Todo joven es un parvenu de la fisiología. Esto no es una manera de consolarse… Los años estilizan, aristocratizan, dignifican un poco, o llegan incluso a individualizarnos”.3 Ahí están las luces de un fulgor constante y cambiante en la larga trayectoria de Ramón Oviedo. Intentando llegar “A Cartago llegué entonces”, escribió T.S. Eliot en La Tierra baldía.
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Umbral, Francisco, Mortal y rosa, Ediciones Cátedra, Madrid, España, 1995.
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Terrores
de la modernidad mexicana: el Condominio Insurgentes 300 Jorge Vázquez Ángeles
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Fotografías: Jorge Vázquez Ángeles
Entrar a un edificio abandonado tiene su mérito, sobre todo cuando se dice que presenta daños estructurales y ocupa un lugar en la lista negra de la Procuraduría Social del Distrito Federal por ser considerado como uno de los más conflictivos de la capital. Este es el Condominio Insurgentes 300. Aunque los dictámenes de Protección Civil han concluido que no existe riesgo de colapso, la posibilidad de ser agredido por alguno de los combativos habitantes que defienden a capa y espada su patrimonio no es menor. Además, en la entrada del edificio, un largo pasillo flanqueado por locales comerciales, se encuentra un policía que tiene órdenes de no dejar pasar a nadie a menos que se acredite la posesión de uno de los cuatrocientos veinte despachos con que cuenta el famoso condominio. Para poder entrar me acompaña el dueño de un despacho a quien llamaré “A”. Tenemos suerte: el policía en turno no está en su lugar. Subimos hasta el piso siete, donde está la oficina que hasta hace pocos años fungió como sede de un negocio de cosméticos. Antes de que iniciáramos el ascenso, “A” me contó algunas de las historias de terror que suelen suscitarse dentro de esta mole: falta de agua, juntas de condóminos que pasan de las palabras a los golpes e incluso a las armas, administradores con pistola previniendo
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atentados, apropiación de áreas comunes, puertas incendiadas, malos manejos de las cuotas, venganzas, robos y crímenes, como el del magistrado Abraham Polo Uscanga, asesinado dentro de su despacho en el piso nueve, en 1995. Conforme subimos, y para tomar un descanso de la fatiga del ascenso, “A” me lleva a recorrer algunos niveles. Le interesa que vea cómo lucen los pisos que han sido remozados, los menos, y también que contemple la desolación de la mayoría. Son comunes ventanas rotas, cables que cuelgan de todas partes, basura, grafitis, muebles inservibles y hasta piezas de los elevadores que, desde luego, no funcionan. Tras pasar un vestíbulo donde se agrupan escaleras, elevadores y baños sin lavabos ni sanitarios, se entra al corazón del edificio: dos largos y oscuros pasillos que conducen hacia los despachos. La sucesión de puertas enrejadas o con cadenas parece infinita. Huele a humedad y a basura. A veces se alcanza a percibir el lejano sonido de algún radio que suena quién sabe dónde. De repente, la música cesa. Ahí dentro no se escuchan los ruidos de Insurgentes ni de la calle de Medellín, muy transitadas a esa hora de la mañana. Al exquisito Stanley Kubrick le hubiera gustado filmar a las gemelas de la película El resplandor en cualquiera de esos pasillos. Es mejor regresar a las escaleras y seguir subiendo. En los testimonios que sobre el Condominio Insurgentes pueden encontrarse en la red, hay historias de fantasmas, luces que se encienden en las noches, pero frente al silencio y la soledad del lugar lo que más preocupa es que aparezcan uno o varios seres humanos para preguntarnos ¿qué estamos haciendo? o ¿por qué sacamos fotografías? Es inquietante saber que algunas personas viven ahí, a juzgar por las plantas recién regadas que inútilmente tratan de hacer agradable el entorno. ¿Qué se sentirá ser la única persona que vive en un piso deshabitado, sabiendo que en los niveles de arriba y de abajo no hay nadie? ¿Qué se sentirá llegar de madrugada, subir nueve o diez pisos, algunos completamente a oscuras, corriendo el riesgo de sufrir un accidente o de toparse con desconocidos? Dos anuncios publicados entre mayo y junio de 1958 ofrecen datos interesantes: El Universal dice que el Condominio Insurgentes contará con banco, cafetería, tabaquería, farmacia, peluquería y estacionamiento. Quienes compren un despacho o local podrán pagarlo en un plazo de diez años. En el Novedades del domingo 8 de junio, se lee: “Sea propietario de su oficina en el Condominio Insurgentes.” Debajo aparece el edificio dibujado en perspectiva
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y la siguiente leyenda: “La nueva administración del Condominio Insurgentes que está acabando el edificio, le garantiza entregarle su despacho o local totalmente terminado el día 15 de julio de 1958 hasta el 8º piso y el día 15 de agosto el resto del edificio.” El anuncio, además de establecer la posible fecha en que se inauguró el inmueble, deja entrever conflictos durante la construcción al mencionar a una nueva administración, etiqueta que incluso hoy en día es señal inequívoca de desmarque, de diferencia respecto de un caótico pasado. A pesar de su relevancia en un contexto como el de la colonia Roma, la prensa nacional no pareció darle importancia a la inauguración del Condominio Insurgentes, un rascacielos de 56 metros de altura en el que tuvieron sus despachos famosos abogados, médicos, comerciantes. Como si deseara permanecer en el anonimato, el autor del proyecto es un misterio. Se menciona erróneamente a Mario Pani, autor del Condominio Reforma (1957), ubicado en la esquina de Paseo de la Reforma y Guadalquivir, considerado como el primer condominio de la ciudad de México. De igual manera se habla de Enrique del Moral o de Enrique de la Mora como posibles autores, quienes, al
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tener problemas con el dueño, decidieron abandonar el proyecto. Ninguno de estos grandes arquitectos habría empleado columnas dóricas en el enorme acceso del edificio, ni habría resuelto de manera tan torpe la torre de circulaciones, que siendo espaciosa posee escaleras demasiado estrechas. El nombre del autor se esconde porque nadie quiere cargar con la responsabilidad histórica de un edificio menor, qué ironía, que demuestra que cuando las directrices del Movimiento Moderno cayeron en manos equivocadas, los resultados produjeron ratoneras, adefesios, monstruos de concreto. Luego de visitar el despacho de “A”, me sorprende su propuesta: “Vamos hasta arriba.” Y eso hacemos. “Durante algún tiempo una señora se apropió de la azotea. Decía que era suya”, me dice mientras avanzamos. De nuevo la suerte nos acompaña. En un video que puede verse en Youtube1, el paso hacia la azotea estaba clausurado por una puerta improvisada sobre la cual se había escrito una advertencia: “Propiedad privada. Cualquier persona que sea sorprendida violando los candados sin
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https://www.youtube.com/watch?v=RJXS6iuIrbs
previa autorización de parte de los dueños será consignada ante las autoridades”. Humor involuntario e impunidad, dos ingredientes de la mexicanidad. De nuevo la suerte nos acompaña. El paso está libre. Dos esculturas de papel maché son las únicas presencias frente a los elevadores estropeados, abiertos, cuyas puertas han sido sustituidas por láminas y paneles de madera. “Dice mi esposa que aquí arriba había un restorán llamado Cielito lindo, o algo así”, dice “A” mientras aprovecha para sacar fotografías del paisaje de la ciudad. A cincuenta y seis metros de la calle, la vista es inmejorable. Cuando ya vamos de regreso, recuerdo a uno de mis maestros de la universidad, Fernando Rodríguez Barra, responsable del último curso de la materia de Construcción, verdadera prueba de fuego para medir la resistencia de los futuros arquitectos. Implacable a la hora de cuestionar si un sistema de cimentación a base de pilotes era mejor que una de pilas, o si una losa reticular era mejor opción que unas vigas pretensadas. Al “viejito”, como le apodaban, le gustaba repetir algunas ideas de su filosofía personal. Nos decía que, a veces, lo mejor que le podía pasar a un proyecto era no construirse, sobre todo cuando nace con vicios. “Un edificio no dura cinco o diez años sino toda la vida fastidiando a quien le toque habitarlo”, afirmaba. Y es que este Condominio Insurgentes, que muchas personas consideran un referente o un icono, es el testimonio de una época en que la corrupción llegó para quedarse en todos los aspectos de la vida diaria. Es un ejemplo de cómo se confunde lo grandioso con lo grandote, lo “lujoso” con lo eficiente. A medio camino entre caricatura y naufragio, al Condominio Insurgentes le falta originalidad: conocido también como “el edificio de la Canadá” porque uno de sus costados se iluminaba con las famosas letras de la hoy extinta zapatería, todos sabemos que el verdadero, el primero, está en Tacubaya, y ese sí vale la pena conservarlo.
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Unidad Iztapalapa. Fotografía: Archivo uam
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Una historia de la uam
Primera inscripción e inicio de cursos La ley orgánica de la uam entró en vigor el 1 de enero de 1974 y, de acuerdo con las recomendaciones de estudio de la anuies, se hicieron grandes esfuerzos para iniciar las clases en septiembre de ese mismo año. Sólo fue posible empezarlas en la Unidad Iztapalapa, ya que en Azcapotzalco y en Xochimilco se iniciaron en noviembre de 1974, o sea, dos meses después. Según el estudio de la anuies, la demanda insatisfecha en el área de la ciudad de México para el ciclo escolar 1974-1975 era de aproximadamente 22 mil alumnos. Se tenía conciencia de que las cifras que se manejaban eran aproximadas, pues no existían mecanismos para calcularlas con mucha precisión. José Antonio Carranza revela que por problemas de diferencia de calendarios y por la dificultad de identificar a cada uno de los solicitantes, se presentaba el fenómeno de que varios demandantes solicitaban su ingreso a más de una institución y, por tanto, se contabilizaban más de una vez. Por otra parte, había una población que no había sido admitida a ninguna institución en los últimos años y era considerada como una demanda potencial al abrirse una nueva universidad.
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Una buena parte de las primeras reuniones de la coordinación entre los primeros funcionarios de la uam se destinaron a planear las estrategias para promover a la nueva institución, seleccionar a los alumnos e inscribirlos. De los primeros problemas que se analizaron fue el de estimar el porcentaje de la demanda que podía acudir a la uam. Se trataba de una nueva institución, prácticamente desconocida, que tendría que competir con la unam y el ipn, de larga tradición y gran prestigio. La aspiración de muchos padres de familia, incluyendo a quienes vivían es estados lejanos de la ciudad de México, era que sus hijos pudiesen estudiar en una de las dos instituciones existentes, especialmente cuando ellos o algún familiar así lo habían hecho. ¿Cuántos padres de familia se animarían o estarían de acuerdo en que sus hijos fuesen a una universidad entonces desconocida? ¿Cuántos alumnos, sobre todo de buen nivel académico como se quería tener, preferirían a la uam? Con mucha visión de esta situación, el arquitecto Ramírez Vázquez llevó a cabo una extensa campaña en los medios de comunicación para dar a conocer a
la Universidad. Se organizaron conferencias de prensa, entrevistas en la televisión y en la radio, visitas a las instituciones cuando el avance de las construcciones lo permitió, se imprimieron y repartieron en las escuelas de nivel medio superior folletos promocionales. La campaña resultó exitosa. Muy pronto la uam fue ampliamente conocida, no sólo en los medios académicos sino por la población en general. Se tenía ya la percepción de que se trataba de una institución seria, con recursos suficientes para tener solidez y permanencia, que estaba incorporando a sus filas a académicos y profesionales de gran reconocimiento. Un aspecto esencial para la planeación del primer ingreso era la estimación del número de solicitantes. El éxito de la campaña de promoción de la uam y la aceptación de la idea de crear una nueva universidad permitían augurar que habría una buena demanda. Pero también se advertía que la simple apertura de una nueva institución no distribuiría al total de aspirantes de acuerdo a la oferta de las tres instituciones públicas. ¿Cuántos de los 22 mil alumnos que constituían la demanda insatisfecha tendrían interés por acudir a la uam? Esa era la pregunta que más inquietaba. Animados principalmente por la buena acogida que había tenido la Universidad en los medios y en la opinión pública, se hizo una estimación de entre 8 y 9 mil alumnos. Como ya se dijo, en ese momento sólo se había considerado la apertura de Azcapotzalco y de Iztapalapa. Esto conducía a que cada una de estas dos Unidades tendría que admitir entre 3 mil y 3,500 alumnos, después de una selección razonable. De acuerdo con los primeros trabajos de planeación, esta cifra pareció excesiva. Apenas se estaba contratando a los primeros profesores, no se tenían planes y programas de estudios, y en el caso de la Unidad Azcapotzalco, todavía no se tenía el terreno definitivo. Esto motivó a los Rectores de Unidad a proponerle al Rector General la apertura de la tercera Unidad, que se había programado para más adelante. El Arq. Ramírez Vázquez vio con agrado esta propuesta e invitó al Dr. Ramón Villarreal, quien trabajaba en la Organización Panamericana de la Salud, en Washington, para que organizase los trabajos de la Unidad del Sur (Xochimilco).
El otro tema que se analizaba era el de los requisitos de admisión. En los estudios de la anuies, en las entrevistas de prensa y en las opiniones de analistas de la educación, se consideraba que la nueva institución debía ser una universidad abierta, en el sentido de promover cambios y estructuras diferentes a las tradi cionales. Inclusive en su lema se había incluido esta idea: “Casa Abierta al Tiempo” ¿Cómo conciliar dicha apertura con criterios académicos que garantizasen estándares de calidad? En ese momento estaba en boga la idea de la apertura total, puertas abiertas a todos los estudiantes. Esto implicaba no tener ningún proceso de selección y requisitos de admisión muy laxos. No se consideró conveniente aceptar esta política, pues se pensaba que se disminuirían los niveles académicos. Se establecieron entonces dos requisitos básicos: contar con un mínimo de 7.00 de promedio en el nivel bachillerato y ser seleccionado mediante un examen de admisión. Al mismo tiempo, para incluir dos elementos importantes de flexibilidad y apertura, se decidió aceptar a egresados del sistema de educación normal, que hasta entonces no podían ingresar a las universidades, y que los alumnos pudiesen aspirar a cualquier licenciatura independientemente de la especialidad que hubiesen elegido en el bachillerato. Y también se consideró conveniente abrir dos periodos de inscripción en cada ciclo escolar para que los alumnos que no terminasen totalmente el bachillerato en el periodo de exámenes ordinarios sino en el de exámenes de recuperación o extraordinarios, no tuviesen que esperar un año completo para ingresar a la licenciatura. El primer requisito, el promedio, se incluyó fundamentalmente porque lo tenían la unam y el ipn. Se tenía conciencia de que diferentes escuelas asignan las calificaciones a sus alumnos con diferentes criterios, algunos más rígidos que otros y que, por eso, el promedio no es siempre el mejor indicador de los antecedentes académicos de los alumnos. Pero no se quería que un gran número de aspirantes potenciales que no habían sido aceptados en varios años por la unam y el ipn, por no satisfacer este requisito, acudiesen a la uam, no sólo por interés y vocación si no por ser la única institución que los aceptaría.
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El contenido del examen planteaba otro problema. Los profesores que se incorporaban estaban muy atareados con la elaboración de los planes y programas de estudio, con la instalación de laboratorios, con el reclutamiento de otros profesores, y labores académicas muy variadas. Difícilmente podían dedicarse a la elaboración del examen. Por esa razón se decidió recurrir al College Examination Board, con sede en Puerto Rico, institución que tenía una larga experiencia en la elaboración y aplicación de exámenes de admisión. Un aspecto importante fue la decisión de no incluir en el examen referentes a pruebas psicológicas o preguntas conducentes a indagar el posible comportamiento del alumno. Se quería un examen totalmente objetivo que sólo aludiese a conocimientos y habilidades de los sustentantes. También se analizó cómo se agruparían a los alumnos para sustentar el examen. Ya se había establecido que en cada División habría un tronco general y que habría mucha flexibilidad para que los alumnos pudiesen cambiar de carrera. Entonces pareció lógico que fuese un examen por División, como se sigue aplicando hasta ahora. En cuanto al espacio físico, se obtuvo el permiso de la secretaría de Educación Pública para que se aplicase en varias escuelas secundarias distribuidas en diferentes rumbos del Distrito Federal. Posteriormente se empezó a aplicar en los planteles del Colegio de Bachilleres, una vez que hubo un número suficiente para dar cabida a todos los aspirantes. La demanda de primer ingreso fue menor a la esperada. De los 8 o 9 mil alumnos que se habían estimado, sólo 3,300 respondieron a la convocatoria de la uam. Sorprendió la diferencia entre el número estimado de aspirantes y el real. No se atribuyó a la falta de promoción o a no haber comunicado una imagen de seriedad académica para la nueva institución. Por el contrario, como se ha dicho, se consideraba que la uam era “bien vista” en la sociedad en general. Quizá un indicador de esto fue que la mayoría de los aspirantes procedía de escuelas privadas, sector en el que los padres de familia tienen más oportunidades de elegir la universidad para sus hijos. Por otra parte, no hubo en ese año protestas
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o inconformidades generadas por la falta de cupo en las instituciones. Otro elemento un tanto inesperado fue el elevado porcentaje de aspirantes provenientes del sector de educación normal. Aunque se esperaba un número significativo, por ser la primera vez que tenían oportunidad de ingreso a una universidad, no se pensaba que podría ser el segundo grupo en importancia. Y un elemento más fue la edad de los aspirantes: el 36% tenía más de 24 años de edad. Esto indicaba que la uam fue vista como una oportunidad por un buen número de personas que habían dejado los estudios por algún tiempo. El primer examen de admisión se llevó a cabo el domingo 25 de agosto de 1974, sin ningún contratiempo de importancia, y la lista de aceptados apareció en varios periódicos el día domingo 9 de septiembre. De los aspirantes que sustentaron el examen, 3,300 fueron aceptados. El día 30 de septiembre se iniciaron los cursos en la Unidad Iztapalapa y el 11 de noviembre, en Azcapotzalco y en Xochimilco. Desde un punto de vista cualitativo los profesores de ese momento consideraban que los primeros alumnos de la uam formaban un grupo de muy buena calidad académica. Había un alto grado de satisfacción con su preparación y dedicación a los estudios. Se había contratado ya a 600 profesores por lo que se tenía una relación de 5.5 alumnos por profesor, cifra excelente para cualquier estándar. Esto permitía una atención muy personal a los alumnos. Además, la gran mayoría de los primeros profesores fueron personas con amplia experiencia académica y magníficas credenciales, así que los cursos pudieron desarrollarse en un ambiente de alto rendimiento académico y también de cordialidad entre todos los miembros de las Unidades, que eran relativamente pocos. Varios alumnos de esta primera generación de la uam han llegado a ocupar posiciones relevantes en el mundo de la academia, la práctica profesional y la política. En Una historia de la uam. Sus primeros 25 años, t. I, Romualdo López Zárate, Óscar M. González Cuevas, Miguel Ángel Casillas Alvarado, México, uam, 2000, pp. 62-66
El inalcanzable león Mariana Bernárdez
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(Fotografía: London Stereoscopic Company/Getty Images)
Relampaguea mientras esto escribo, la fuerza del sonido afinca la certeza de la belleza de lo efímero; sorprende así, ese inigualable arrebato donde la flor de un día1 cumple su tiempo y el aliento escapa del cuerpo confirmando el impensable abrazo reiterado de los siglos. Los objetos atestiguan que alguna vez tuvieron dueño, centinelas mudos que por descuido recibieron una caricia o guardaron algún secreto más allá de sus límites, ahora signos de ofrenda funeraria, las queridas cosas2 no logran evitar el destino del alma. Memorable la alegoría del carro alado del Fedro3 cuando el auriga, entre dos fuerzas contrarias, busca esquivar el inevitable caer, ¿hacia dónde? Misterio. Quizá, entonces, ante el umbral del enigma, sea posible creer que la mano de Agamenón se detuvo, y que se arrodilló ante la puerta de los leones, y que los dioses fueron benévolos y saciaron su hambre con ambrosía, aunque de este gesto no haya mácula alguna como tampoco del caer de Babel. Nada queda, y a la par, el mundo es signo de su paso, la aridez de la orilla a veces ahonda en lo sublime de la expresión del dentro, y la música de la noche es sólo el lado sombrío de una luna que en su palidez habita la ensoñación cotidiana. Sequedad del vacío, porque lo indudable es la palabra brotando añico cuando trata de afirmar la experiencia del desierto o el peregrinaje a Jerusalén… La mirada todo lo distorsiona: el jinete y el caballo, la alforza y la aldaba, la muralla y el muro de la lamentación, el minarete y la huella de Mahoma, ¿será
Hago referencia al poema de Miguel Hernández “El sol, la rosa y el niño”, de Cancionero y romancero de ausencias (http://bit.ly/1mOj5Ng, 29 de abril del 2014). 2 Aludo al libro de Raúl Renán, De las queridas cosas. México, Premia, 1982. 3 Platón, “Fedro”, en Diálogos, México, Ed. Porrúa. Sepan Cuantos, 1979. 1
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por el cacimbo? Son tales las temperaturas que emergen de las arenas figuras danzantes…, los nombres de Dios inscritos en el viento que caracolea por las dunas borrando a su paso su propio trazo. La locura es la primera puerta del desierto, salvo para quienes hayan crecido en su enjambre y hayan cazado leones en su ribera. Diótima pertenecía al clan, le fue dado atender la dolencia amorosa de Sócrates. Sólo sabemos de ella lo mismo que de Aquiles, poseían una naturaleza felina, trasiego de dos mundos paralelos manifestado en el silencio de las pinturas dejadas en las cuevas, como si sus líneas fueran las coordenadas de un sentido más sutil de existencia: rastro antiguo cuya verdad sólo aparece en la expresión altísima del silencio. Anverso de la historia, el dorso de lo escrito, lo otro, la negatividad del lenguaje4 que rezuma un vericueto poco andado y que erige la sospecha como quemadura insólita. Se toma por cierto que el lenguaje del ser sólo ha de predicar del ser, cuando la sombra acusa lo contrario, emerge la articulación de la sílaba desde la paradoja y el límite, ¿de qué otra forma abrir el horizonte si no desde su imposibilidad? ¿Acaso el río y su presencia no son cercados en la sentencia de Heráclito, el oscuro “cambiando reposa”? ¿Emerge entonces el lenguaje de su inconmensurable negación? Llueve y queda en su brevedad el camino de la luz en el cielo. Arrebujada en el sillón pienso en la vía negativa de los éxtasis secos, ¿habré comprendido el alcance de la negación?, ¿se romperá la relación de lenguaje y mundo?, ¿es necesaria la fractura para recomenzar?, y así mientras desgrano mi pensamiento, lo inalcanzable ocurre: un león se adentra en el blanco del papel y escribe esto que leo.
Sobre el tema véase Luis Villoro, La significación del silencio. México, uam-Azcapotzalco y Ed. Verde-Halago, 1996.
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Los privilegios
del pecado Rafael Toriz Los siete pecados capitales, Otto Dix. Óleo y temple sobre lienzo, 1933. (Fotografía: Getty Images Latin America)
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Pocas cosas nos consuelan porque pocas cosas nos afligen Pascal
Si tuviéramos que escribir la historia del ser humano atendiendo al testimonio de nuestros excesos, fatigas y fracasos, podríamos concluir que nada nos seduce tanto como lo prohibido, ese incendio diminuto que vive para devorarnos, consumiendo lo que encuentra en su camino. Consumándolo todo. Dar rienda suelta a la voluntad del hombre, como han querido desde hace tiempo reyes, filósofos y tiranos, ha sido una experiencia conflictiva porque la potestad absoluta del deseo individual, por fuerza, acaba por tropezar con los deseos de los otros, embajadores del infierno. Si a ello le agregamos la necesidad de coerción que ciertos individuos han implementado para dominar a sus semejantes, tenemos el caldo de cultivo perfecto para la aparición del pecado. La contradictoria historia del pecado —al margen de los griegos y los arameos, que consideraban la hamartia un “fallo en el blanco” o lo vivían como el olvido de algo que “tendría que tenerse presente”— encarna la historia del cristianismo en Occidente. Nadie, con la excepción hecha de los judíos y las madres, ha usufructuado tan devotamente el monopolio de chantajes, extorsiones e infortunios de manera tan fecunda como la iglesia católica. Nuestra idea del pecado en el presente, como desde hace dos mil años, es la de un delito moral: la transgresión voluntaria de un precepto religioso. Sólo hay pecado donde hay censura, o para decirlo con las palabras de San Pablo, “el pecado no se imputa cuando no hay ley. Se dicta la ley y la ofensa abunda”, que es más o menos como decir que todo lo sabroso de la vida, luego de un examen escrupuloso, delinque, engorda o embaraza. Pecar, para un individuo lúcido y coherente, más que un derecho acaba por imponerse como una cívica obligación. Breve cronología de un conocido tormento Para la tradición judeocristiana, pecar es alejarse de la voluntad de Dios. Cuando Adán y Eva prueban el fruto del árbol prohibido, desobedecen al Señor, y por ello son desterrados del paraíso y condenados a trabajar (tragedia que perpetuarán, por los siglos de los siglos, todos sus descendientes). Con el advenimiento de Jesús se infiere que el ser humano sólo podrá salvarse por su fe en el Mesías, enviado del cielo para redimir nuestra esencia pecaminosa (lo que mueve a pensar, luego de su sacrificio, que si uno no peca entonces el hijo del Hombre habrá muerto para nada). De acuerdo con la enciclopedia, hacia el siglo vi, el papa Gregorio Magno habría enlistado los siete pecados capitales: lujuria, pereza, ira, gula, envidia, vanidad, avaricia y soberbia. Siglos después, Dante, en el “Purgatorio” de su Comedia, enlistará las mismas faltas, lo que dará una idea muy precisa del pecado a la conciencia del Renacimiento. (Autores anteriores, como Cipriano de Cartago, Juan Casiano y Columbano de Lexehuil, hablaban de ocho pecados capitales. Ese pecado era la tristeza
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en su forma melancólica —el demonio meridiano— y se trataba de una falta imperdonable porque el hecho de estar triste era una agresión directa contra la creación de Dios). De acuerdo con el obispo alemán Peter Binsfeld, a cada pecado correspondía un demonio: lujuria: Asmodeo, Gula: Belcebú, Avaricia: Mammon, Pereza: Belfegor, Ira: Amon, Envidia: Leviatán, Soberbia: Lucifer. Y en este punto conviene detenerse un poco, puesto que nada es tan humano, tan luciferino, como el hecho de contrariar a Dios. En la película Lugares comunes (2002) de Adolfo Aristarain, Federico Luppi, en uno de sus mejores papeles —un cansado y elocuente profesor de literatura— arranca la película diciendo: “lúcido viene de Lucifer, el Arcángel rebelde, el Demonio; pero también se llama Lucifer el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse… Lucifer viene de Lux y de Ferous, que quiere decir el que tiene luz, el que genera luz… El bien y el mal, todo junto. La lucidez es dolor, y el único placer que uno puede conocer será el de ser consciente de la propia lucidez”. El pecador, por miserable, es un iluminado. Y es que ejercer el pensamiento por cuenta propia es la ocasión para que se cometa el pecado. De ahí que Sade y toda suerte espíritus disolutos (Rimbaud, Baudelaire, y tantos otros) encarnen de manera tan precisa el arquetipo del malhechor: los que nadan a contracorriente y llevan la contra, ejerciendo el soberano privilegio de desobedecer.
Para Aldous Huxley, como para León Bloy —quien pensaba que podía llegarse a Dios mediante el mal absoluto— el pecador se encuentra muy cerca del santo. Escribe el autor de Un mundo feliz: “Sólo un creyente en la bondad absoluta puede perseguir a conciencia el mal absoluto; no se puede ser un maldito sin ser al mismo tiempo, en potencia o de hecho, un creyente en Dios. Baudelaire era un cristiano de pies a cabeza, el negativo fotográfico de un padre de la iglesia”. Encuentro en las palabras del poeta español Leopoldo María Panero la quintaesencia del pecado, su raíz primigenia: “No es tu sexo lo que en tu sexo busco/ sino ensuciar tu alma:/ desflorar/ con todo el barro de la vida/ lo que aún no ha vivido”. Hoy en día, dado que la normalización de la conductas pecaminosas ya no escandaliza a nadie —toda vez que valores como la usura y la lujuria son moneda corriente en sociedades como la nuestra— la iglesia ha relanzado una versión de las conductas que considera pecaminosas; lo que dice mucho de una institución que ha dejado, desde hace tiempo, de dialogar con la realidad. Es pecado realizar manipulaciones genéticas (incluidos embriones), contaminar el medio ambiente, provocar injusticia social, causar pobreza, enriquecerse de manera obscena y consumir drogas. Como habitante del siglo xxi y pecador de tiempo completo, sólo puedo pensar que la necesidad de transgredir los límites es una vocación que algunos espíritus estamos llamados a cumplir, pero no a la manera de un hedonismo narcisista y enajenante, sino como una vocación que permite gritar, revolviendo las brasas que arden en el pecho, lo vivos que estamos ante la abulia de los dioses.
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“Limpia” en el Zócalo de la ciudad de México. (Fotografía: Getty Images Latin America)
Jaime Augusto Shelley
De Brujos, Magos
y Sumos Sacerdotes
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Sabemos, desde hace más de dos mil años, que los clásicos diferenciaron a las sociedades humanas por su grado de desarrollo. Tres son los grupos más claramente definidos: 1. Los que suponen, por vía de su experiencia empírica que, por ejemplo, el rayo es un Dios y proceden a tratar de apaciguar su ira con rituales, ofrendas o sacrificios, según sus costumbres. 2. Los que logran un mayor crecimiento y organización en la división del trabajo y establecen formas rituales más complejas (con la consecuente acumulación de poder y riqueza) y crean una división de funciones: la de un jefe guerrero y la de un líder espiritual que sirve de consejero y da mayor credibilidad a las suposiciones; y en el proceso, proponiendo reglas, sanciones y recompensas a su grey, el brujo se convierte en sacerdote. Esa sociedad ha pasado de crédula a creyente. 3. Las sociedades que alcanzan un grado de mayor desarrollo, estudian los fenómenos naturales, su carácter y comportamiento y, así, proponen hipótesis con afanes de comprobación y —de lograrlo— conforman una teoría que desemboque en ley. Al parecer, salvo algunos seres de la Academia, las sociedades actuales no han llegado a su etapa de inteligencia mayor y siguen creyendo los cuentos de los brujos y pagando por su salvación eterna. ¿O sólo es hipocresía? Los grandes usureros de Wall Street o la City, los gobernantes y poderosos empresarios de las trasnacionales (que engañan o pretenden engañar al mundo con sus productos llenos de bondades) van a los templos, cada cual al de su fe y hacen donaciones, públicas o privadas, según su conveniencia, mientras arrasan con
bombardeos poblaciones enteras, siembran muerte en los campos con semillas transgénicas, envenenan los suelos con sustancias químicas y desechos minerales, causando mortandad a incalculables cantidades de personas en todo el mundo, algunos invocando para ello el nombre de Dios. ¿Cuál Dios? No importa, cualquiera es bueno para hacerlo cómplice o responsable de dichas acciones. El establecimiento de las religiones sirvió para la legitimación del poder y validó el ejercicio del poder de uno o unos sobre todos los demás. Por la Gracia de Dios. Y todos tan contentos. Y felices de tener un rey, un Papa. Una autoridad que los exima de responsabilizarse de sus actos. Una voluntad divina así lo decide y hay que conformarse. ¿Es creíble que en este siglo xxi, a la luz de los maravillosos avances del conocimiento humano en todos los ámbitos, la gente siga jugando a hacerse pendeja? Empezando por las escuelas. ¿No debería enseñarse a los niños las teorías más actuales sobre el desarrollo del conocimiento, su progresión histórica, sus implicaciones sociales y materiales? Sólo que, me temo, habría de empezarse por educar a los maestros, muchos de ellos todavía insertos en su oscurantismo heredado. Se sigue escuchando a un señor que nos dice que su amigo imaginario necesita dinero. Mucho dinero para continuar sus actividades en favor de sí mismo, mientras sus servidores se levantan las faldas de sus sotanas y violan a los niños, esquilman a los padres que pagan costosas colegiaturas y piden desde el púlpito resignación a los pobres, los que también dejan sus escasos recursos en las alcancías de las iglesias. George W. Bush también aseguró que su amigo imaginario le había aconsejado ir a la guerra. Y todos tan contentos. La decrépita monarquía española se renueva y pide que no se juzgue al rey saliente. Se le otorga un fuero
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especial que le libra de investigar los cuantiosísimos negocios sucios en los que participó, su connivencia con las empresas trasnacionales (muchas de las cuales saquean a nuestro país, gracias a las buenas relaciones públicas que la Corona brindó para tales servicios. Comisiones o participaciones por delante, claro). Y todos tan contentos. Y digo todos porque no se oyen voces que disientan. “No es lo mismo opinión pública que opinión publicada”, dijo alguna vez, con gran sabiduría, George Bernard Shaw. Y entonces nos encontramos con que los grandes consorcios financieros también son dueños de los grandes consorcios que operan todos los medios de comunicación del primer mundo. Lo que usted escuche o vea, ya lo decidió otro. Lo demás se queda en silencio. No sucedió, no existe. Y todos tan contentos. En México padecemos de muchos males endémicos, de consecuencias graves las más de las veces. Televisa y su competidora/imitadora, Televisión Azteca, son dos de esos males. El duopolio, uno más que el otro, dañan la salud mental de la población con sus actos delictivos, vale decir de su programación que raya en la imbecilidad y de su manipulación informativa que lleva como regla la distorsión. La primera, dominante, opera en todo el país y se acompaña de cadenas de radio, revistas y, por supuesto, del futbol. Es dueña de estadios, equipos y la transmisión de los juegos. Impunidad total a cambio del servilismo al gobierno en turno. Es un imperio del que poco se sabe, ¿quiénes son sus verdaderos dueños? Su sistema accionario que preside el Azcárraga más deleznable de la dinastía se compone de figuras internacionales que representan a grupos de inversionistas conocidos por sus actividades de control y especulación sistemática de operaciones bursátiles. Las ramificaciones del grupo se dan sobre todo en países de América del sur y el sur de los Estados Unidos, con fuerte presencia de mexicanos. Su liga con la industria de comida chatarra, cerveza y refresco de cola resulta en extremo negativa ya que las promueve en los sectores más
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vulnerables de la sociedad. Es corresponsable por ello de la mala nutrición y la obesidad, que son en nuestros días una grave preocupación de salud pública en nuestro país. Opera asimismo el sistema de televisión restringida, pagada, por cable y por satélite, que en su origen ofrecía programación sin anuncios comerciales. Desdichadamente ese beneficio se perdió y hoy se tiene que soportar al menos un tercio de cada hora con mensajes publicitarios reiterativos que reducen la calidad de los programas al restarles continuidad. La otra cadena o consorcio, vilmente arrancada a la sociedad (Canal 13 pertenecía al Estado) mediante una turbia venta a precios por debajo de su valor y en detrimento de los mexicanos, utiliza sus espacios comerciales en beneficio del Grupo Salinas, otra sociedad mercantil dudosa, que opera una cadena de tiendas donde ofrecen en abonos “chiquitos” la compra de sus productos con una desmesurada proporción de intereses de por medio. De la noche a la mañana, también se convirtieron, en su afán imitativo del predominante, en institución financiera y empresa futbolera. Su mal gusto es reconocido a nivel internacional. Un tercer engendro ha aparecido en el espectro del ámbito restringido. Una empresa periodística llamada Milenio, de orígenes igualmente oscuros, estableció un canal sólo de noticias y comentarios. En realidad, es sólo un vocero gubernamental que repite fastidiosamente las virtudes discursivas del gobierno. Tiene una cadena de diarios repartidos por los estados y no se sabe bien a bien de qué vive, sus patrocinios son limitados. Quiero decir, a la vista. ¿Cambiará en algo la supuesta reforma en teleco municaciones? Lo dudo. Los cambios, o adiciones, si los hay, serán de grupos de poder. Y todos tan contentos. ¿Cuánto más van a seguir sonriendo, con la cabeza gacha, los sufridos mexicanos? Sólo Dios —o la Comisión Mixta de Salarios Mínimos— lo saben.
Centralismo
en derechos de autor Paul Jaubert (FotografĂa: Archive Photos/Getty Images)
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Desafortunadamente para los autores y creadores que viven fuera del Distrito Federal, el registrar sus obras y hacer una defensa de las mismas cuando se violan sus derechos autorales invariablemente los traen a esta ciudad de la que tantos escapan buscando tranquilidad.
El Instituto Nacional del Derecho de Autor (indautor) es un organismo desconcentrado de la Secretaría de Educación Pública, que tiene dentro de sus funciones, según la Ley Federal del Derecho de Autor: “Proteger y fomentar el derecho de autor; promover la creación de obras literarias y artísticas; llevar el Registro Público del Derecho de Autor; mantener actualizado su acervo histórico, y promover la cooperación internacional y el intercambio con instituciones encargadas del registro y protección del derecho de autor y derechos conexos”, y el ejercicio de sus funciones se debe realizar en todo el territorio nacional, aunque en la realidad no es así. Como prácticamente todo en nuestro país, las funciones del indautor se encuentran centralizadas en el Distrito Federal, lo que vuelve más lento y complicado para quienes viven en provincia el acceso a los servicios que presta, así como hacer valer la protección a los derechos de autor cuando se realizan usos no autorizados fuera de la ciudad de México, pues no existen oficinas de dicho instituto en ninguna otra ciudad del país, por lo que todo se debe enviar a sus oficinas en la colonia Roma. Amén de que se ha intentado agilizar y facilitarlos trámites ante el indautor, es necesario que todos los registros que se solicitan ante el Registro Público del Instituto sean enviados a la ciudad de México, y si bien los documentos pueden recibirse en las delegaciones de la sep en los estados, o bien enviarlos aquí directamente por paquetería, esto no es suficiente, pues los formularios que hay que llenar, los pagos que se tienen que realizar, y los documentos que se deben entrgar no siempre son los más sencillos y se requiere de ayuda de los empleados del propio registro para evitar errores que retrasen o impidan la correcta conclusión del trámite. En otros países como en los Estados Unidos, el registro de obras ante la Biblioteca del Congreso —que es el organismo gubernamental encargado de la oficina de derechos de autor— se puede realizar vía internet desde cualquier lugar del mundo, lo que agiliza enormemente la realización del trámite, además de proporcionar asesoría en línea o vía telefónica, lo que se podría hacer también en nuestro país; sin embargo, por falta de recursos económicos para la implementación de los sistemas de computo no se ha hecho, manteniéndonos en el retraso que implica la burocracia centralizada.
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Respecto a la tramitación del Número Internacional Normalizado del Libro (isbn), el Instituto es la oficina en México que lo otorga, y ahí sí se deben realizar en línea los trámites de registro como editor para la obtención de estos números, lo que seguramente se debe a que una agencia internacional se encarga de esto, y consecuentemente los sistemas deben ser correlativos con los del resto de las oficinas en el mundo entero. Aunque el punto del registro público puede ser el que más directamente vemos todos los usuarios de los servicios que presta el indautor, pues es el trámite más solicitado y recurrente de los que presta esta autoridad, la principal labor que tiene como autoridad administrativa es el dar protección al derecho de autor, para lo cual dentro de su estructura orgánica cuenta con dos grandes áreas, la Dirección de Protección contra la Violación del Derecho de Autor y la Dirección Jurídica. Dentro de la primera, se llevan a cabo todos los procedimientos administrativos para sancionar a quienes cometen violaciones en materia de derechos de autor, que se encuentran listadas en el artículo 229 de la Ley, y que se refieren esencialmente a violaciones al derecho moral de los autores (crédito, integridad de obra, autorizar o prohibir el uso de su obra), pues la violación a los derechos patrimoniales de los autores corresponde sancionarla al Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (impi), el cual tiene cinco oficinas regionales en el interior de la república. Así, cuando se presenta una violación a nuestros derechos como autores, bien sean morales o patrimoniales, tenemos que acudir al indautor o al impi, según sea el
caso, sin embargo, en el caso del impi, además hay que pagar 1,370 pesos más iva, cantidad que anteriormente también cobraba el indautor, pero desde hace ya algunos años se suprimió dicho pago por razones evidentes, pues en ambos casos el resultado de los procedimientos que se ventilan ante estos institutos es la imposición de multas a los infractores, sin que los autores que acuden a denunciar y tienen que proseguir el procedimiento vean un solo peso de esas multas. Por absurdo que nos pudiera parecer, si la obra de teatro de cualquier autor se representa ilegalmente en Cancún, Quintana Roo, el autor deberá acudir a la oficina del impi en Mérida y pagar sus derechos para que el Instituto inicie un procedimiento de infracción, el cual sólo beneficia al propio instituto, pues el importe íntegro de las multas que se apliquen van directamente a su presupuesto, y por lo que hace a sus derechos morales de autor, deberá acudir ante el indautor en la ciudad de México. El simple hecho de tener que pagar abogados, gastos de transportación y derechos es francamente desalentador para quienes pretenden intentar que se haga una defensa de sus derechos por parte de los organismos administrativos encargados de ello. Para efecto de extender la protección del derecho de autor y facilitar los trámites en todos los estados, bien podría el indautor tener un representante en cada capital dentro de las propias delegaciones de la sep para asesorar, recibir documentación y atender las denuncias de violaciones a los derechos de autor que se dan tan recurrentemente en los estados, y que desgraciadamente, por la organización centralizada de los institutos, permanecen impunes.
antes y después del Hubble |
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La psicología de 1 los aparadores Rip-Rip
Nadie negará, si no tiene telarañas en los ojos, que la vueltecita por Plateros ha llegado a formar parte principal de la vida de la tercera parte, cuando menos, de nuestra sociedad. En efecto, según sabias estadísticas que tengo a la mano, por término medio cincuenta mil varones y cincuenta mil hembras recorren diariamente a pie, a caballo, en coche o en bicicleta la gran arteria de la Capital, y esto sin contar los desocupados que han hecho de esas calles su gabinete de negocios, su café al aire libre o su centro de operaciones donjuanescas. Ahora bien, ¿qué es lo que atrae a esa turba de todos sexos, estados, edades y condiciones? La conceptuosísima Memoria estadística que tengo a la mano, afirma que cuando menos la tercera parte de los cincuenta mil hombres que recorren la avenida durante el día, y las cincuenta mil mujeres, van atraídos por los aparadores. El resto de los varones va en busca de los amigos, de las cantina y de la chismografía.
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En El Nacional, 21 de abril de 1896.
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Podrá suceder que las cincuenta mil mujeres consabidas vayan también por lucir un traje, por ser vistas, pero su intención prístina, primordial, es solazarse frente a los grandes cristales de las casas de comercio. Ahora bien, he pensado, y conmigo probablemente otros, que podría hacerse una curiosa psicología de las y los que se detienen frente a los escaparates, y la cual llamaríamos, maguer la impropiedad de la frase, psicología de los aparadores. La tendencia a la observación y al análisis, que caracteriza a nuestra actuales generaciones, justifica plenamente esa psicología, que, por lo demás, resultaría divertida y daría lugar a trascendentales conclusiones. Supongamos, por ejemplo, que una mujer pobre se detiene frente a un rimero de sedad y encajes y se deleita viéndolos. ¡Mal indicio!, esa mujer no está satisfecha con su suerte, ama con pasión el lujo; sedúcele el brillo del mundo, y como pasaron ya para no volver los tiempos en que un potentado se desposaba con una pastora, y como por lo mismo si esa mujer se casa se casará con un pobre, fácil es presumir que será muy desgraciada, y más que ella, el marido, que pronto se agriarán los ánimos de ambos; la paz se irá y acaso, acaso asomará el crimen su cabeza en el hogar y la mujer irá al arroyo y el marido... sabe Dios a dónde. En general, la mujer, pobre o rica, que se detiene frente a un aparador, por largo tiempo, lleva en su mente los gérmenes de todas las volubilidades y de todos los deseos; si siendo pobre es hermosa, parece decir con sus miradas ávida de matices de sedas y de alburas de encajes... “¿quién compra esto para mí?” Ansía un comprador de géneros que después cobrará su deuda. La mujer joven que se detiene frente a un escaparate donde se exhiben prendas de niños y pasa de largo frente a los otros, me cautiva. Es madre, sin duda, o va a serlo. Ama el hogar, las dichas íntimas y castas, su juicio es recto y su corazón bueno. A los paradores de la Esmeralda acércanse dos categorías de personas: los curiosos y los tentados por esos guijarros que brillan mucho. Los segundos o las segundas, mejor dicho, son dignas de compasión. Gravitan todos su anhelos en redor de un aderezo que vale mucho... y los mefistófeles abundan. Hay, por último, quien se detenga frente a un parador de mexican curiosities, de muñecas de barro, de dibujos de pluma o de filigranas de plata: a esos dejadlos: o son americanos o son... buenas gentes. Los aparadores de las librerías merecen psicología aparte, y acaso la “hagamos” pronto. En cuanto a los individuos que se deleitan frente a un aparador de tienda de abarrotes donde se muestran su apoplético color los camarones y las langostas... están clasificados ya.
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intervenciones Mateo Pizarro
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Ninfomanía: olvídate del amor, pero también del porno Verónica Bujeiro La cinta Ninfomanía vol. i y vol. ii (Nymphomaniac vol. i & vol. ii, 2013) apareció precedida de una campaña de publicidad extensa en donde clips de sexo explícito, afiches con actores conocidos fingiendo orgasmos y demás signos provocadores fueron manejados por su director, el danés Lars Von Trier, un auténtico profesional de la manipulación, cuyos escándalos y provocaciones forman ya, desde hace algún tiempo, parte de su estética. Sin embargo, en los primeros minutos de la cinta se comprueba que hemos caído en una más de las geniales trampas del autor, pues lo que tendremos frente a nosotros por las próximas cuatro horas no será aquello por lo que nuestro inconsciente salivaba. El subtítulo de la cinta reza “olvídate del amor”, y a quien fue al cine buscando otra cosa también se le debió advertir que se olvidara del porno, pues una navegación simple por la red resultaría más efectiva. Un fade a negro que dura varios minutos funciona como descenso en la historia de Joe, la ninfómana del título, cuyo rol principal se halla a cargo de Charlotte Gainsbourg, pero la oscuridad también es utilizada como ese recurso que dentro
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Fotografías: Christian Geisnaes
de un teatro o sala de cine anuncia que nos hallamos frente a una puesta en escena. No es ajeno el conocido gusto por el montaje de Von Trier. Ya en Dogville nos introdujo a una noción sorprendente que utilizaba la teatralidad como parte de un discurso que roza con el tratamiento filosófico de un tema, evidenciaba la ficción en sintonía con el “efecto de distanciamiento” de Bertold Brecht, en donde todo lo que se nos cuenta se sabe de suyo simulado, y con base en construcciones alegóricas. Más que un contador de historias, Von Trier es un hombre de ideas que encuentra en la forma fílmica una manera de expresar su particular punto de vista sobre el mundo, y Ninfomanía no es la excepción. A manera de novela moral moderna, Von Trier establece como eje narrativo del filme la confesión de Joe ante Seligman (Stellan Skarsgard), un hombre mayor, asexuado y obseso del conocimiento, quien se presta como el ideal escucha para esta improbable Sherezada, pues a diferencia de los otros testigos narrativos, el paciente anciano no intentará sucumbir ante la excitación que provocan las lúbricas viñetas de vida de la protagonista. Semejante combinación de personajes establece un drama interesante y complejo, al que se suma un mecanismo diegético, aparentemente austero, en el que cada uno de los ocho capítulos de la
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vida de Joe serán narrados a partir de elementos que se encuentran en el cuarto de Seligman. Estas elecciones convocan a la participación del erudito anciano, quien formula una miríada de conexiones artificiosas y hasta pedantes, líneas de fuga donde se crea una distensión y un desahogo sobre el tema central para conducirnos, más tarde, a lugares que no teníamos previstos, como lo ejemplifica la explicación de la secuencia de Fibonacci tras el número de penetraciones que vive Joe en su primer encuentro sexual, a manera de una tautología en la que la cinta parece leerse a sí misma. Sin embargo, la orgía intelectual de Von Trier no resta presencia al sexo, y el uso de las escenas explícitas se aleja del tratamiento común para enmarcarse en la cinta como un elemento que apunta hacia la ilusión y hasta a la comedia de esos cuerpos que se encuentran. La joven Joe, interpretada por Stacy Martin, seduce desde la aparente inocencia para acceder al éxtasis de controlar a voluntad el deseo de quienes la poseen. Son los hombres quienes resultan ser el sexo débil dentro de esta ecuación, pues a diferencia de ella no saben resistirse a la quimera de la tenencia permanente de un otro. La pequeña ninfómana desdeña por sobre todas las cosas la sentimentalidad y el amor a manera de rebeldía latente, funda un club de jovencitas en
el que la sexualidad es utilizada abiertamente como una contienda en contra del enamoramiento; pero como en toda historia, ella encuentra un obstáculo a sus convicciones en la persona de Jerome (Shia LaBeouf), un hombre que entiende y asume su mecanismo voraz y con el que llega a establecer una vida normal en la que aparece incluso el nacimiento de un hijo. Pero, como todo enamoramiento, Jerome y la maternidad resultan dentro de su vida una circunstancia transitoria, una carga de la que tendrá que deshacerse, pues la materia inquieta que vive dentro de ella ya reclama volver a la senda original de su vocación. Sumada a la lista de heroínas trágicas del autor, Joe es presentada como una Juana de Arco moderna, cuya cruzada deberá responder al llamado hambriento y codicioso de su propio instinto. Una heroína que rechaza ser diagnosticada por la sociedad como una enferma y cuyo calvario asume el exilio moral como algo menos mortificante que la lucha de ella misma contra su ansiedad de placer. En uno de los capítulos más brutales de la cinta, Von Trier vuelve a los mecanismos del Dogma 95 para representar el encuentro entre Joe y “K” (Jamie Bell), un amo sadomasoquista con el que establece un pacto para recuperar un orgasmo perdido en el camino. El maltrato, la humillación y la violencia extrema son presentados lejos del glamour de las escenas sexuales, y alcanza dentro del montaje niveles de realidad que nos sumergen en la verdadera sordidez que ofrece el título. Como parte del último capítulo, Von Trier hace un apunte interesante al capitalizar las aptitudes de Joe en un negocio ilegal de cobro de deudas como una forma de ahondar en la cloaca moral en la que vivimos. Al final de las cuatro horas, el terrible danés nos ha dejado en un estado similar al de su protagonista. Quizás la voracidad sexual de Joe es un mero pretexto para echarnos en cara la insaciable búsqueda de placer, poder y sentido que actualmente nos definen, pero esa es tan sólo una de las hipótesis que arroja la cinta. Ninfomanía de Lars Von Trier es, en suma, un ejercicio intelectual de alto nivel, un ensayo extenso que también aborda los juicios de valor y la falsedad que se imputan al poder y la vulnerabilidad de la sexualidad femenina, y al que habrá que acceder en dosis mediadas por la Ninfomanía vol. i y vol. ii facilidad del cine en casa para retomar algunas de las Lars Von Trier interesantes citas que arroja el autor. Sólo habrá que Dinamarca, Alemania, Francia, Bélgica verificar si el audio corresponde con los subtítulos, pues 2013, Vol. i: 118 min. - vol. ii: 124 min. hay quien en ese otro montaje aún demanda el meneo carnal con el que nos encandiló la cinta.
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Vista aérea de la ciudad de México. (Fotografía: Stephanie Maze/National Geographic/Getty Images)
Interpretaciones y propuestas a la debacle, Teorías y políticas territoriales
Francisco Mercado Noyola
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Las actuales generaciones de mexicanos, que podríamos llamarnos —con o sin agrado— “ciudadanos del orbe”, sabemos en determinada medida que nos hallamos sujetos a un proceso económico, político, social y cultural de dimensiones planetarias llamado globalización. A partir de esta certeza, podemos derivar innumerables conjeturas para aproximarnos con mayor exactitud al saber de los procesos por los cuales, en los últimos treinta años, hemos visto modificarse vertiginosamente la faz de nuestros espacios urbanos y de nuestro territorio nacional en general, merced a intrincados mecanismos geopolíticos provenientes de la inexorable influencia de las potencias y sus organismos de control político y financiero. La Universidad Autónoma Metropolitana publica, dentro de su colección Antologías, la compilación de ensayo sociológico y urbanístico Teorías y políticas territoriales, cuyo ciclo abren Daniel Hiernaux y Alicia Lindón, quienes definen la ciudad, al igual que el cronista decimonónico latinoamericano, como una concatenación de partes de su espacio, elaborada por factores espirituales; como acción social recíproca entre seres humanos, como posibilidad de coexistencia, y como espacio construido por el individuo a partir de vivencias privadas. Rafael López Rangel, abordando ya el concepto posmoderno, afirma que la insustentabilidad aparece cuando el espacio deviene mercancía, y que la interdisciplinariedad teórica es necesaria para dar cuenta de éste. Vincula sus ideas con las de Roland Barthes en Semiología y urbanismo, en el sentido de pasar necesariamente de la metáfora al discurso científico, ya que en la globalización el elemento “territorio” del Estado es cada vez más complejo y difuso; es una ciudad inasible como objeto de estudio. Blanca Rebeca Ramírez, en “Procesos territoriales, escalas y utopías del siglo xx”, expone el desencanto de la posmodernidad, lejano a las utopías del siglo pasado en su planificación optimista del “lugar que no existe”.
Capitalismo y socialismo fueron las formas polarizadas del desencanto político del siglo xx, dando lugar a posturas como la del desarrollo sustentable, contraria al iluminismo como emancipación de la humanidad. En “Aspectos fundamentales para la comprensión de las políticas regionales 1976-1992”, ubica de 1940 a 1990 la teoría económica de John Maynard Keynes, el Welfare State, de creciente participación estatal en economía, e ineficaz para resolver la crisis de los años ochenta. Cita a Lorenzo Meyer, quien sostiene que desde 1940 el centralismo mexicano ancestral no presentó modificaciones, sino que sólo se afinó. Quizá su única virtud haya sido la consolidación del Estado nacional a costa de la democracia y de un sano y equitativo desarrollo del país. Ramírez prevé que la internacionalización de la economía no resolverá la inequidad social y regional. Ricardo Adalberto Pino, en “Globalización y territorio…”, advierte los principales impactos territoriales de la globalización en México en una nueva configuración de la división internacional del trabajo, debida al retroceso de la intervención estatal en el desarrollo y la protección social. Entre estos impactos está la relocalización industrial y la flexibilización del trabajo, así como el gigantismo, el desorden, la privatización, la fragmentación, la exclusión, la conflictividad, la violencia y la contaminación de las metrópolis reproducidas por el neoliberalismo. En “Ecología social” acusa el hipócrita “espíritu ambientalista o sustentable” del discurso político ante un problema innegable de dimensiones mundiales. La ecología social, en este sentido, pretendería integrar el análisis de los problemas ecológicos con su incidencia en la vida de las comunidades, redefiniendo la relación entre naturaleza y sociedad. Emilio Pradilla Cobos, en “Mundialización neoliberal…” reseña cómo —bajo este postulado— la planeación urbana entregó su legitimidad en aras del mito de un pragmatismo modernizador que alcanzaría
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la competitividad y el “fin de la historia”. Advierte la preeminencia de los “corredores terciarios” o zonas de comercio en las nuevas metrópolis, generando varios centros o emplazamientos urbanos reticulares. Asimismo, percibe el individualismo galopante en las capas media y alta de la sociedad como una faceta evidente del neoliberalismo. En “Teorías y políticas urbanas…” expone el antagonismo entre la planificación urbana del poder y las prácticas sociales de la apropiación del espacio urbano. La caída del “socialismo real” tuvo como consecuencias evidentes el desempleo, la informalidad masiva, la pobreza extensiva, la violencia como hecho social, la desigualdad entre clases sociales y países del orbe. Ángel Mercado Moraga pone de relieve la estructura urbana de la ciudad de México, que desde hace dos décadas se halla sometida a un proceso de expansión en la periferia y otro de despoblamiento y descapitalización en sus áreas centrales e intermedias; fenómeno que hace el acceso social al suelo cada vez más reducido, con poco espacio disponible, frágil, caro y atomizado. Roberto Eibenschutz Hartman mira a la ciudad de México, centro político y cultural de la nación, en franco proceso de megalopolización y obligada a mantener niveles de competitividad con respecto a otras grandes regiones económicas del mundo. Felipe de Jesús Moreno identifica el crecimiento extensivo de la ciudad y la población de la capital con los años del llamado “milagro mexicano”, con sus posteriores problemas de falta de suelo, vivienda y servicios para las clases populares y creciente descontento social. Hace recuento de esperanzadores movimientos ciudadanos, ya hayan sido de profundo alcance ideológico o de un pragmatismo ciudadano burgués, como el impedimento de la construcción de la Torre Bicentenario en 2007, las restricciones al Rescate Ecológico de Xochimilco en 1989, la detención del proyecto de campo de golf en Santa Cecilia Tepetlapa en 1996 y de los proyectos de desarrollo urbano en Tláhuac en 2009, la suspensión de la construcción de la terminal alterna del Aeropuerto
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Internacional de la Ciudad de México en Texcoco y en San Salvador Atenco. Problematiza también el vacío de autoridad y gobernabilidad implícito en los actos populares de ejecución de la justicia, como el linchamiento de presuntos secuestradores (agentes de la pfp) en San Juan Ixtayopan, Tláhuac, en 2004. Teorías y políticas territoriales constituye una colección de ensayos lúcidos, capaces de esclarecer —no sólo para el lector universitario, sino para el ciudadano común que posee la inquietud de percibir mejor el mundo y el tiempo en que se planta— el indudable estado de sumisión que caracteriza a nuestro país y sus habitantes, cuyas opciones territoriales y laborales de desarrollo se ven limitadas en atención a un orden internacional cimentado en la inequidad y en la injustificada supervivencia del “más apto”.
Blanca Rebeca Ramírez Velázquez y Emilio Pradilla Cobos, compiladores Teorías y políticas territoriales México, uam (Colección Antologías) 2013, 381 pp.
De ciudadanías hirientes Poemas civiles de Gabriel Trujillo Muñoz José Salvador Ruiz
Día de muertos en México. (Fotografía: Richard Ellis/Getty Images)
En la segunda temporada de la serie norteamericana House of Cards, el antes senador Francis Underwood pone su mano sobre la Biblia y jura fielmente cumplir con las obligaciones de la vicepresidencia, misma que está a punto de asumir sin el desgaste de una elección. Con su mano izquierda aún sobre la Biblia y su diestra alzada con la palma abierta, baja su mirada hacia la cámara e interpela al televidente diciendo: “One heartbeat away from the presidency and not a single vote cast in my name, democracy is so overrated”. Así, con este gesto brechtiano de distanciamiento, este siniestro personaje de la política norteamericana pone el dedo en la llaga sobre la evidente crisis que vive la democracia y evidencia algunas de sus falacias. Si bien Francis Underwood es un personaje ficticio, la forma en que asume la vicepresidencia se semeja a la manera en que en México una cantidad insufrible de plurinominales se apoltronan en su escaño para mamar de la ubre presupuestal, sin haber sido electos por la ciudadanía que dicen representar. Y es que en este remedo de país democrático,
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el hartazgo está materializándose en distintas maneras. Así, no debe sorprender que la corrupción, la discriminación, la impunidad, la violencia, el cinismo de la clase política, entre otros tantos males que nos aquejan, alimenten las letras sangrantes, quejumbrosas y denunciantes de Poemas civiles de Gabriel Trujillo Muñoz. No es casualidad que Trujillo Muñoz haya incluido como subtítulo del libro “a la manera de Brecht”. ¿Quién si no el poeta y dramaturgo alemán insistía en la capacidad transformadora de la realidad? ¿En el compromiso de la obra de arte, en el status quo transformable? Gabriel Trujillo Muñoz es un destacado poeta mexicalense con un universo poético propio y una prolífica producción poética, narrativa y ensayística. Ha sido galardonado con el Premio Estatal de Literatura de Baja California en varias oportunidades y en distintos géneros. Sus más recientes libros de poesía son Civilización en 2008, ganador de Premio Estatal de Poesía ese año y Paisaje con figura al centro: poemas 1974-2010 (2011). Su más reciente producción poética, Poemas civiles, fue publicada en España en 2013. Este libro es un intento por sembrar las semillas del recuerdo para generaciones futuras, de ahí que abra con el poema “Lubianka revisitada”, en memoria de la terrible cárcel soviética. Aquí el poeta se pregunta y nos pregunta: Frente a las puertas de nuestra propia Lubianka ¿Nos armaremos de coraje para no callarnos? Frente a los muros silenciosos del poder en turno ¿Podremos entre todos contar lo que aquí sucede? ¿Tendremos el valor de no olvidar esta guerra: esta debacle: este desgarro?
Y es que lo que registra este poemario es, en parte, un memorial de agravios que da cuenta del abandono, el fracaso rotundo de la modernidad y la simulación de la democracia en un México que parece caerse a pedazos. Un México despojado de los mitos, de las imágenes que antes eran su carta de identidad. Ahora, el poeta nos pinta un país alejado de la suave patria: No Ramón
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No lo digas más: Esa patria fue tuya En sus misterios Como un amor herido En el jardín de la memoria Como un ángel de fuego cielo arriba Este México nuestro Es tiempo de aceptarlo: Este México nuestro Es un acto mortal Un acto suicida
Poemas civiles se debate entre la denuncia y la resignación, entre la queja y la apología. Para dejar huella de lo que dejamos de ser y lo que somos, hay poemas que registran apologías para futuras generaciones: de la inacción, de la resignación y hasta de la cobardía, apologías por el país que se hereda. Así, la voz poética pregunta retadora al futuro heredero de un país en ruinas: “¿Qué querían que hiciéramos? ¿Morir por una causa? ¿Sacrificarnos por nuestros semejantes? Vamos: Éramos miserables: no suicidas. Éramos débiles: no idiotas”. Sin embargo, la defección no está libre de culpa: Lo que realmente lamento Es no haber hecho más Por esa patria balbuceante Insegura Que es la mía No haber dicho: ¡Basta! Cuando aún era tiempo para salvarla Cuando todavía quedaba un puñado de esperanzas en su destino
Trujillo Muñoz observa a México a través de la lente violenta de los últimos años, las imágenes de cuerpos inertes, posando involuntariamente para el encuadre del reportero gráfico, del curioso con cámara o teléfono, del voyerista mórbido, muertos “pa’l face”, muertos de instagram. No son poemas que hagan de la muerte y sus cuerpos un artificio poético, tampoco encontrarán en ellos una apología de la violencia o un perfil psicológico de sicarios, asesinos o narcos. La muerte y sus derivados toman protagonismo lastimoso y varios
poemas registran su omnipresencia pero con una preocupación por la víctima, no el victimario. En varios de sus poemas, México aparece como osario extendido: Hoy todo el horizonte Es fosa colectiva huesos desperdigados Un osario A la vista de todos
Uno de los pilares de la democracia es la ciudadanía, los derechos y obligaciones que un ciudadano debe gozar y ejercer. Pero en un país donde su clase política no representa a sus ciudadanos, donde las instituciones son para servir a unos cuantos, donde la corrupción es la institución más poderosa, la obra de arte no puede ser cómplice en el silencio, no debe ser comparsa de su fin. Desde una postura ética, un compromiso con su tiempo y su alrededor, Trujillo Muñoz escribe poemas desde una ciudadanía mermada, poemas de ciudadanos que esperan su muerte como en un juego de azar, como en una ruleta rusa aguardan la llegada del sol o de una bala, whatever hits you first. Ciudadanos taciturnos en un “carnaval del miedo” que “nos asedia con sus gritos, nos envuelve en su mortaja”. Entre las denuncias, unas veladas otras abiertas, se registra la ausencia de seguridad en un país en guerra perene, donde los muertos:
En este apocalipsis Trujillo da cuenta de las atrocidades de esta guerra que aceleró un infierno presente desde antes en algunos lugares del país. Sin embargo, Poemas civiles también deja espacio para la contemplación menos sangrienta, la cotidianidad que respira fuera de la violencia y se da tiempo para el amor, para observar el retorno de la primavera y la esperanza de los pequeños actos humanos. No obstante, me parece que el mérito poético radica no sólo en la lírica tajante, rítmica y acompasada, sino en el compromiso de sus poemas, en esa ética civil a manera del poeta Miguel Hernández. El libro pone sobre la mesa la labor del poeta (y del creador en general) en un mundo convulsionado, en un tiempo donde la indiferencia no es una opción.
son daños colaterales en un país que los ignora como fantasmas errantes sus nombres se han perdido como testigos de cargo son fuego antiguo Pólvora quemada
Cual Salomón posmoderno, Gabriel Trujillo da luz a nuevos proverbios de la guerra con el narco, sus “Proverbios en circulación” retratan los tiempos violentos del México actual: A sangre mía: sangre tuya Toda muerte es muerte natural: incluso si te ejecutan Hasta los santos necesitan guaruras Se vive bien: se vive breve: se muere pronto
Gabriel Trujillo Muñoz Poemas civiles Madrid, Amargord 2013, 112 pp.
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Fotograma de Los canallas
El fin de la inocencia Llamil Mena Brito
Una mazorca podrida, una bicicleta abandonada en un paraje oculto. Dos imágenes que en Los Canallas (Claire Denis, 2013) perduran como símbolos de un mundo decadente, de una historia que sale del plano argumental de la película, y quedan para el espectador tan sólo como indicio de una historia aberrantemente lógica. Un juego que en el plano estructural apenas es dispuesto como un guiño para hacer participar al es pectador en un proceso psicológico de elipsis y tensión. Pero para llegar a estas imágenes que devienen alegorías en esta película, es preciso primero entenderse en los zapatos de Marco Silvestri (Vincent Lindon), y así observar y ser partícipes de un mundo en tiempos de crisis; pasear a través de una ciudad donde lo ancestral y lo contemporáneo se funden más allá de edificios, y comparten con la Historia tan sólo a sus hombres y aquello que dan por llamar la naturaleza humana. Los Canallas es una revisitación fílmica de Claire Denis a una Francia siempre compleja, donde los más altos valores morales y las más perversas inquietudes conviven bajo la ilusión republicana, cosmopolita e igualitaria de una idea (más que un lugar) como lo es París. Es en esta ciudad donde el destino de dos familias es confrontado por los designios del poder, el deseo, la decadencia y la venganza. Mediante los ojos de un capitán marítimo, el film de Denis nos muestra las vicisitudes que éste debe confrontar a raíz de la muerte de su cuñado y mejor amigo. Es entonces que Marco
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busca, por cualquier medio, recobrar dos pérdidas irreparables: la estabilidad económica de su hermana y su sobrina y el honor de su estirpe. Los Canallas es una historia sobre los despojos de un apellido y una moral, ambientada en una circunstancia que pesa por su completa contemporaneidad; una crisis financiera retratada veladamente por Denis en un París donde policías, médicos y, por supuesto, conserjes de edificios, destacan por el color oscuro de su piel. Tiempos de una crisis moral persistente don de el cuerpo es moneda de cambio, y la justicia, una instancia que se desahoga bajo los despojos del honor y la deshonra. Sin embargo, hay algo que desde la lejanía nos permite encontrar un agudo leitmotiv: la historia misma de la cinematografía francesa, donde con aires de arrogancia y de postura crítica el orgullo, el honor y la justicia no son ideas alcanzables, sino principios por los que se vive, se muere y se llevan a una resolución que no contempla a esa sociedad tan fraternal, equitativa y libre. Los Canallas es una película de manufactura impecable. En su compleja estructura narrativa, la tensión propuesta por la directora encuentra en sus diversos nudos esquemáticos un potencial para inmiscuirnos —más allá de un historia plagada de suspenso— en una laberíntica vista a los recovecos del cine negro que pugnaba por un realismo psicológico donde la circunstancia y el paisaje aportaban, con idéntico poder,
un drama dispuesto a ser resuelto mediante el misterio y toda su violencia. Aquí, los dispositivos psicológicos y las vistas expresionistas son rebasadas por una frontal puesta en escena violenta e irracional; el misterio puede hallarse en ciertos motivos, particularmente los alegóricos, pero en esencia existe una suerte de claridad que parece buscar centrar el problema de la obra en un manejo frontal de lo evidente, lo honestamente denotado. Es esta una historia de violencia y poder, donde las dos familias en cuestión, a partir de la tragedia que aqueja a una de ellas, elabora un plan de venganza cuyas repercusiones son constantemente asediadas por todo aquello que queda fuera de la conciencia y la razón propia de la historia central. Aun siendo privilegiados como espectadores al saber más hechos que el propio Marco, no existe la certeza de saber más verdades que él. Caminamos a su lado, descubrimos las cloacas de una crisis que rebasa lo económico e invade lo moral. Esto combinado con el desarrollo de los personajes que acompañan a Marco: seres oscuros, repletos de aristas e historias perturbadoras, conceden a la narrativa una particular forma de complicidad entre lo revelado y lo oculto. ¿Existe aún, en el 2014, un recoveco para plantear el lugar del honor en esta sociedad? Esa parece ser la pregunta a la que la directora francesa nos conduce a partir de una trama y una estructura que apenas nos devela lo necesario para asumir que, en los modos de la venganza, las fronteras se demarcan por el grado de violencia y vileza, por la transgresión al cuerpo y la vacuidad ética de una burguesía y una aristocracia que por cualquier medio buscan establecer una postura sobre el otro, y evocan un poder incólume que aplasta todo lo que se interpone en su paso. En este particular motivo donde Claire Denis siempre se desenvuelve tan cómodamente, la violencia —particularmente la perpetrada sexualmente— se articula de una forma fascinante con las similitudes, pero sobre todo, con las diferencias entre clases que continuamente construyen una idea sobre el Otro. Esta idea toma al cuerpo y a los lugares como espacios de aislamiento e intrusión, y en el caso de la película que nos ocupa, son espacios donde el burgués accede excitado por el estímulo de lo prohibido y abyecto.
Los Canallas Dirección de Claire Denis Francia, 2013, 100 min.
En su búsqueda de reivindicación, Marco reinventa su vida, deja su trabajo, vende sus propiedades y se acerca a la mujer de su enemigo, esto a pesar de su propia familia. Sin embargo, la línea que hace de Marco un héroe o un canalla es prácticamente invisible. La división entre sus loables motivos y sus métodos lo llevan a parecerse a su antagonista, donde ambos hacen del rol femenino un fin que amerita los medios. A partir del despojo y la muerte es que se establece el rol femenino en esta película. Mujeres que adquieren un papel protagónico a pesar de ser visto mediante la pasividad de sus acciones, pero que en el desenlace restauran una postura donde ellas son las que determinan su propio destino. Cuando el cine exime la posibilidad de la redención o la culpa se entra de lleno en un juego violento, el juego perverso de Los Canallas. Un microcosmos de una sociedad donde la transgresión y el poder sólo pueden alcanzarse a dilucidar a partir de dos someras imágenes donde la inmundicia es alegorizada: una mazorca podrida y una bicicleta abandonada en el paraje más invisible y sórdido de la ciudad de la luz.
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colaboran Marina Azahua (ciudad de México, 1983). Es ensayista, narradora y traductora. Historiadora por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam y maestra en escritura creativa y edición por la Universidad de Melbourne. Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. Tayde Bautista (ciudad de México, 1971). Estudió derecho y literatura. Ha colaborado en distintos medios como Revista de Poesía, Día Siete, National Geographic, Travel Leisure y Reforma. En el 2010 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo y publicó el libro De paso. Mariana Bernárdez (ciudad de México, 1964). Estudió comunicación (Universidad Anáhuac) y tiene maestría y doctorado en letras modernas (Universidad Iberoamericana). Sus más recientes publicaciones son Simetría del silencio (2008) y Ramón Xirau hacia el sentido de la presencia (2010). Antonio Bravo. Compositor y pianista. Ha ejercido el periodismo cultural en diversos foros impresos y electrónicos, destacándose su labor como especialista en música en Radio Educación, emisora en la cual escribe y conduce el programa Grabe quien grabe, además de comentar los conciertos de las orquestas de cámara de Bellas Artes y Sinfónica Nacional. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976) es egresada de la licenciatura en lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y la Fundación para las letras Mexicanas. Fabiola Camacho Navarrete (ciudad de México, 1984). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en los periodos 2011 - 2012 y 2012 - 2013. Es maestra en estudios latinoamericanos por la FFyL y la FCPyS de la unam. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia el doctorado en sociología en la uam-a Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Raquel Castro (ciudad de México, 1976). Estudió la licenciatura en periodismo y comunicación colectiva en la unam. Es autora de la novela Ojos llenos de sombra, editada por SM. Ha sido incluida en las antologías Así se acaba el mundo se acaba el mundo y Más de lo que te imaginas, entre otras. Alberto Chimal (1970). Es autor de La torre y el jardín, finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2013, así como de Los esclavos y de varias colecciones de cuentos como Manda fuego, El último explorador, El Viajero del Tiempo, La ciudad imaginada, Grey y Éstos son los días. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc. Su libro más reciente es La ciudad de los deseos cumplidos, bajo el sello Fridaura. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Juana de Asbaje” 2010 y el Premio Tabasco de Poesía “José Carlos Becerra” 2013. Es autor del libro El fuego de las noches. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Llamil Mena Brito Sánchez. Es historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente realiza la maestría en historia del arte en la misma institución. Francisco Mercado Noyola (ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Rip-Rip. Seudónimo de Amado Nervo con el que firmó una considerable cantidad de textos en El Nacional, entre 1895 y 1896, en la sección “Fuegos fatuos”. El seudónimo fue retomado por Nervo del cuento “Rip-Rip el aparecido”, escrito por Manuel Gutiérrez Nájera. José Salvador Ruiz. Doctor en literatura mexicana por la Universidad de California. Es catedrático de Imperial Valley College y ha publicado diversos artículos en revistas académicas de Estados Unidos, Chile y México. Es coautor del libro de entrevistas Border ink. Narradores bajacalifornianos en su tinta. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Mar de la tranquilidad es su más reciente libro. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.
Descarga Tiempo en la casa, suplemento. El diablo en el jardín Alejandro Licona
Novedad editorial
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Enfoque pragmático de las políticas de apoyo para el desarrollo y la difusión de ecoinnovaciones. Explora los vínculos entre las políticas de ecoinnovación y áreas como la industria, la competencia y la cooperación internacional. Útil paquete de políticas para que los gobiernos aprovechen su potencial de crecimiento ecológico.
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Año XXXIII, Vol. I, época V, número 8 • septiembre 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75
Metrópolis Raquel Castro Marina Azahua Antonio Bravo Fabiola Camacho Tayde Bautista Alberto Chimal Ramón Castillo
Ramón Oviedo: el gesto, el espacio, el tiempo Multifamiliares y condominios
Su pl “P em ue en r t to a e so lec le tró da n d” ico ,D T io iem ni p ci o e o M n la or al cas es a:
casadeltiempo • número 8 • septiembre 2014
Jesús Vicente García
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