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LADECISIÓN
El camino de regreso a casa era para Rebeca una tortura. No se trataba de una ruta insegura, ni tampoco hablamos de un trayecto largo. Eso era lo que más la frustraba. Hasta antes de que el fantasma se mudara a la casa del frente, Rebeca incluso solía caminar de la casa al trabajo y viceversa. No obstante, esa pálida y siniestra silueta la mantenía al margen y la obligaba a tomar el transporte que la dejaba, afortunadamente, frente a su casa, por lo que siempre tenía un poco de tiempo para correr, meter las llaves en la cerradura, y cerrar con candado.
Su desesperación era mucha, tanta que llegó a pedirle a los policías que la escoltaran a casa, pero eventualmente dejaron de hacerle caso, asegurando que en aquella casa no vivía nadie. De hecho, en alguna ocasión, el oficial Rodríguez tocó a la puerta del fantasma, pero no recibió respuesta. Aquella fue para el policía la inapelable respuesta del destino. La mujer enloquecía. Era perseguida por una sombra blanca lechosa y corpulenta, que la miraba con los ojos bien abiertos desde su ventana. Rebeca se había acostumbrado ya al miedo.
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Bajaba del camión con el sudor en las manos, lo que una o dos veces le valió soltar las llaves y llevarse el susto de su vida. La puerta tenía tres candados y estaba atrincherada con una puerta del comedor. Las ventanas tenían rejas de acero y dormía siempre con un cuchillo en la almohada contigua de su cama matrimonial. Dormía sola, pero ese no era el motivo por el cual se sentía sola. Se sentía invisible y se estaba cansando de gritarlo. Aquel hombre que la acechaba con su presencia inerte y que la miraba sin tregua desde la ventana, era quien no le había permitido tener una vida tranquila desde hace muchos años.
Su tormento la confundía, la degradaba a pensar que la única emoción de su vida, el único refuerzo positivo, era idear nuevos hábitos para evadir su presencia. A veces salía de casa a las 5 am y adelantaba dos horas su ingreso al trabajo. Si se escapaba de su mirada, sonreía y podía olvidarse de él por unas horas; sin embargo, eventualmente todo volvía. El miedo y la incertidumbre se apoderaban de ella y cada trayecto era asimilado de formas distintas. A veces se iba a la casa de su madre, pero de vez en vez, también veía su rostro pálido al cerrar los ojos, en la ducha o hasta en los retratos. Tenía entonces que tallarse los ojos y tocarse el pecho, para acariciarse a sí misma y decirse que todo estaba bien.
Su madre no sabía que ella estaba siendo perseguida. Rebeca le había contado a sus amigos de la universidad, a sus conocidos del trabajo, a los vecinos con los que aún hablaba y por supuesto a las autoridades. Todos respondían de la misma forma. Pero a su madre, tan débil y encorvada, no quería preocuparla. ¿Qué podría hacer ella por Rebeca? Una noche, doña Carmina -así se llamaba su mamá- le pidió que se quedará algunos días con ella. Rebeca accedió y se quedó a cuidarla. “Ya sé que algo tienes, niña, no me lo escondas”, le decía, pero Rebeca no quería preocuparla. “Quédate aquí, ya veremos cómo te conseguimos otro trabajo”, le imploraba, pero ella se aferraba, quién sabe por qué, a su casa. O sí sabía. Nadie tenía derecho a perseguirla en su propia casa. No era religiosa, pero pedía con todas sus fuerzas que aquella pálida cara dejara de asomarse por la ventana, que el monstruo se murieray la dejara tranquila. Por más que su mamá se lo pidió, Rebeca se despidió un día y le dijo, volveré el fin de semana.
Ese día, Rebeca miraba diferente. No podía fijar la vista en nada y al despedirse de su mamá no pudo mirarla a los ojos. El desconcierto y la fatiga mental la acorralaron, tanto que olvidó que había dejado sus llaves en la sala. Ni yo sé qué decidió entonces, ni qué significaba regresar el fin de semana siguiente, lo que sí sabemos, es que dejó de atender las llamadas de doña Carmina. Entonces, la pobre anciana fue a buscar a su hija hasta la puerta de su casa. Entró con sus llaves y la buscó por todos lados. Adentro, no había nada que la hiciera diferente a otras casas. No había fotos, ni había espejos. El refrigerador estaba vacío y lleno de telarañas.
La mujer entró al cuarto de su hija y encontró algunos apuntes en su libreta. Los leyó atentamente y en silencio. Con cada cambio de página, sus ojos brotaban lágrimas de un sentimiento que sólo las madres conocen. Encontró trazos y dibujos indescifrables. Muchos habrían pensado que estaba loca, pero su madre sabía la verdad. Luego de unas horas, la desconsolada mujer se dedicó a limpiar las habitaciones, una por una, y cerró cada puerta con llave. Apagó la luz y puso el cerrojo de la última puerta hacia la calle. Al dar la vuelta, miró hacia la casa de enfrente y se despidió de Rebeca, quien la miraba, pálida como la niebla, desde la ventana.