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Niña

Por Glenda Prado Cabrera.

Reportera, escritora y autora del libro Espejo de Sombras. Actualmente prepara un monólogo sobre una leyenda trans de la conquista y su siguiente libro de poemas.

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Un día me descubrí niña, fue tan espontáneo, tan sin querer como salir del baño, meterme a la recámara de mamá, y cuando me estaba secando mirarme en el espejo de la cómoda por un segundo, desnuda, oliendo a húmedo, a jabón y perfume, y eso bastó para hacer click en mi cerebro, fue apenas una carga de ligera adrenalina que bastó para ir a los cajones, abrirlos y sacar unas medias, un bra y una peluca gris de mi abuela. Y ahí me quede, frente a la imagen de la otra, de esa nonata a la que observaba con cierta incredulidad en aquel parto inconsciente que, sin saberlo, daba a luz a la pequeña que algún día sería mujer, una mujer trans. Pero en aquel instante ignoraba todo eso, era abril de 1978, tenía apenas nueve años, la realidad allá afuera me llamaba con los gritos desde la cocina y la urgencia de arreglarme para ir a la escuela, aquel lugar en donde esta pequeña fantasía iba a chocar con la rudeza de los golpes, las burlas, el acoso, y sobre todo, con el miedo a partir de entonces, de que alguien averiguara este secreto. Me quité rápidamente todo, lo guardé precipitada en el cajón, me puse los pantalones, la camisa, los zapatos y fui a comer, todo aparentaba normalidad, pero no era así, aquel intermedio había provocado una gran excitación en mí, y aunque no lo podía comprender, había tenido también mi primer orgasmo. Así, sin apenas sentirlo aquellos breves instantes, -sesiones entre la ducha y la comida de mediodía- se volvieron cotidianas, fueron fluyendo casi con naturalidad durante los siguientes días, semanas que se volvieron meses.

Me brindaban descanso, un escape al mundo real que me maltrataba por ser diferente, por ser más alta, por usar pantalones pasados de moda, lentes, peinados de señor grande, leer demasiado, saber cosas que los otros ignoraban, demasiada inteligencia, demasiada madurez precoz entre infantes burlones y maestros indiferentes, lo suficiente para darme cuenta desde muy temprano que aquel “juego” como le llamaba, jamás debía salir de los muros de la casa. Era la biónica, el ángel de Charly, la chica Bond, la mujer maravilla. Calcetas, medias, brassieres, eran suficientes para crear aquel mundo alterno donde yo era dueña y señora, donde podía vencer a mis demonios y salir avante. Donde era feliz. Tan segura de mi íntimo secreto, confiada, fui perdiendo temor, ganando confianza, a pesar de que mamá ya sospechaba algo al encontrar toda su ropa interior revuelta, pero quizás ella igual que papá, imaginaron que eran travesuras de niño, chiflazones como ellos le llamaban y, que pasarían pronto, pero no pasaron. Aquel día de 1979 era primavera y transcurría normal, como siempre la rutina de bañarme, arreglarme, comer e ir a la primaria, claro que, con su consabido interludio de transformación, finalizando con una pequeña mancha sobre la cama o el piso, el descanso y a seguir con la jornada escolar, pero aquella vez fue diferente. Una gorra de baño, mascarilla contra el polvo del taller paterno, bra negro, aquella fue la imagen que mi padre vio levantándose del piso, sobre la cama, un pequeño azorado con los ojos muy abiertos, la garganta seca, listo para recibir el castigo, en realidad en esos momentos no tenía idea de porque me iban a castigar, pero intuía aquello como algo prohibido, o por lo menos una reprimenda, una burla, un grito. El sólo observo, movió la cabeza en un gesto de -ya lo sospechaba- y regresó al plantel, el camino fue largo, una verdadera tortura, tanto que como pocas ocasiones. Al llegar sentí un gran alivio. Al regresar tampoco paso nada, el tiempo se fue rápido, ni entonces ni después se mencionó el suceso, incluso años después volvería a encontrarme, esta vez totalmente arreglada y maquillada una mañana en que volvió repentinamente de un mandado. Se fue una tarde de mayo de 1994, pidiendo a mamá que me cuidara porque yo era una persona muy especial, eso fue todo, yo lo supe años después cuando ella me lo contó durante la época en que revelé públicamente mi transgeneridad. Lo cierto es que aquel mediodía fue un mensaje muy claro para la niña, su mundo seguiría por muchos años oculto en los rincones más oscuros, aquel gesto paterno de tolerancia no llegaba más allá de los límites de la casa, afuera el mundo era hostil a las mujeres como yo, no quería más violencia aparte de la que ya tenía por ser diferente. Pasarían casi dos décadas para que finalmente ambas realidades chocaran, y en un segundo parto violento, muy diferente al de 1978, Glenda por fin saliera al mundo, y sobreviviera, ya no como niña, sino como mujer.

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